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Una amarga rivalidad separa a losWoodfall y los Hayes desde hacecasi un siglo, pero las iras de losadultos no lograron impedir que losniños Moira Hayes y KennethWoodfall compartieran juegos deinfancia. Cuando Kenneth regresade la guerra, Moira se ha convertidoen toda una dama y no tarda endarse cuenta de que la inocenteamistad infantil se ha convertido enalgo mucho más profundo. Pordesgracia, Moira está comprometidacon un primo lejano, el barón EdwinBaillie, tan interesado en heredar las

propiedades de los Hayes como determinar con las luchas con losWoodfall. Pero una noche detormenta, la joven Moira se veobligada a refugiarse con Kennethen una aislada cabaña, y lo quehabía empezado como el recuerdode una travesura juvenil pasa aconvertirse en una pasiónarrasadora, que amenaza condestruir para siempre la frágil pazque existe entre ambas familias.

Mary Balogh

Un romanceimperdonable

Cuatro Jinetes del Apocalipsis -2

ePub r1.0viejo_oso 16.06.14

Título original: UnforgivenMary Balogh, 1998Traducción: Camila Batlles

Editor digital: viejo_osoePub base r1.1

Capítulo 1

—Me voy a la cama —dijoNathaniel Gascoigne, emitiendo unenorme bostezo mientras alzaba su copade brandy y observaba con ligerodisgusto que estaba vacía—. Ahora, simis piernas fueran ca… capaces desacarme de aquí y llevarme a casa…

—Y si fueras capaz de recordardónde está tu casa —comentó secamenteEden Wendell, barón de Pelham—.Estás borracho, Nat. Todos estamosborrachos. Tómate otra copa.

Kenneth Woodfall, conde de

Haverford, alzó su copa, que aúncontenía un dedo de brandy, y miró a losotros dos, que estaban despatarrados deforma poco elegante en dos butacas acada lado del fuego. Él estaba apoyadocontra la repisa de la chimenea, junto aésta.

—Un brindis —dijo.—Un brindis —repitió el señor

Gascoigne, soltando una blasfemia alalzar de nuevo su copa a la altura de losojos—. No tengo nada con que brindar,Ken.

Kenneth esperó cortésmente mientrassu amigo se levantaba tambaleándose, sedirigía con paso vacilante hacia el

aparador y regresaba con una licorerade brandy prácticamente vacía. Escancióun poco de brandy en cada copa,logrando con prodigiosa habilidad noderramar una gota fuera de las mismas.

—Un brindis —dijo de nuevoKenneth—. Por estar borrachos.

—Por estar borrachos —repitieronlos otros dos solemnemente, y bebieronun largo trago por su embriaguez.

—Y por ser libres y felices —dijolord Pelham, levantando de nuevo sucopa—, y estar vivos.

—Y estar vivos —repitió Kenneth.—A pesar del viejo Bonaparte —

añadió Gascoigne—. Que el diablo le

confunda —dijo. Brindaron por lalibertad que todos habían conseguidodespués de Waterloo con la venta de susnombramientos militares en unregimiento de caballería. Brindaron porlo que se habían divertido tras sullegada a Londres. Y brindaron porhaber sobrevivido a los años decombate contra Napoleón Bonaparte,primero en España y Portugal y luego enBélgica. El señor Gascoigne apostilló—. No es lo mismo sin tener al viejoRex junto a nosotros.

—Que en paz descanse —dijo lordPelham, y todos guardaron un respetuososilencio.

Kenneth se habría sentado si labutaca vacía más cercana no hubieraestado a cierta distancia del fuego o sihubiera estado seguro de que sus piernaseran capaces de conducirlo hasta allí.Había pasado más allá del grato estadode embriaguez. Probablemente habíallegado a ese punto hacía horas. Habíanbebido más de la cuenta durante la cenaen White’s. Habían bebido en el teatro,durante los entreactos, y posteriormenteen el camerino. Habían bebido en ellocal de Louise antes de subir laescalera con tres de las chicas de éstaque se habían sentado con ellos en elsalón. Habían bebido durante la partida

de cartas en casa de Sandford, a la quese habían incorporado después deabandonar el local de Louise. Y habíanestado bebiendo aquí, en los aposentosde Eden, porque era demasiadotemprano para irse a casa y acostarse,como habían convenido todos.

—Rex fue el más sensato —dijoKenneth, depositando con cuidado sucopa medio vacía sobre la repisa.Torció el gesto para sus adentros alintuir la magnitud de la jaqueca quepadecería cuando se despertara sobre elmediodía o más tarde. Era algo que él—y sus amigos— llevaban haciendo conprogresiva regularidad desde hacía

semanas. Todo por la causa de lalibertad y la alegría.

—¿Qué? —El señor Gascoignebostezó sonoramente—. ¿Por largarse aStratton Park cuando había jurado pasarel invierno con nosotros aquí y disfrutarde la vida?

—En Stratton sólo le espera larespetabilidad, el trabajo y un infinitoaburrimiento —dijo lord Pelhamaflojándose la corbata, cuyo nudo estabamedio deshecho—. Nos prometimos uninvierno de placeres.

En efecto, se lo habían prometido. Yhabían pasado el otoño entregándose atodas las diversiones, excesos y

libertinajes que se les habíanpresentado. Confiaban que el inviernofuera aún mejor: fiestas y bailes, unasdiversiones respetables paracontrarrestar las menos respetables.Damas a las que contemplar con deleitey con las que flirtear, además depelanduscas con las que acostarse.Evitar a toda costa la trampa delmatrimonio.

Kenneth hipó.—Rex fue el más sensato —repitió

—. El placer en estado puro puedellegar a aburrir.

—Necesitas otra copa, Ken —observó el señor Gascoigne con cierta

preocupación, tomando la licorera quehabía dejado junto a su butaca—.Empiezas a decir herejías.

Pero Kenneth meneó la cabeza. Pormás que era inútil reflexionar cuandouno estaba borracho, él lo estabahaciendo. Los cuatro habían hablado sincesar sobre lo que harían cuando lasguerras hubieran terminado. Habíanhablado de ello en unos momentos enque parecía muy probable que noconsiguieran sobrevivir. Eran amigosíntimos desde hacía años. De hecho, unoficial colega suyo les había apodadolos Cuatro Jinetes del Apocalipsis porsu arrojo y sus temerarias proezas en el

campo de batalla. Habían soñado conregresar a Inglaterra, vender susnombramientos militares, ir a Londres ydedicarse a pasarlo bien. Dedicarseúnica y exclusivamente a pasarlo bien,entregarse al placer desenfrenado enestado puro.

Rex había sido el primero encomprender que el placer en sí mismono satisfacía eternamente, ni siquieradurante mucho tiempo, y menos durantetodo un otoño e invierno. Rex Adams,vizconde de Rawleigh, había regresadoa su propiedad en Kent. Se conformabacon vivir la vida después de la guerra,después de haber sobrevivido.

—Ken empieza a expresarse comoRex —comentó lord Pelham,sujetándose la cabeza con una mano—.¡Maldita sea, alguien debería impedirque la habitación diera vueltas! Yalguien debería detener a Ken. Dentrode poco empezará a hablar de regresar asu casa en Cornualles. Un lugar dondeSansón perdió el flequillo. No lo hagas,Ken, amigo mío. Te morirás deaburrimiento a los quince días.

—No le des ideas —dijo el señorGascoigne—. Te necesitamos, Ken,viejo amigo. Aunque no necesitamos tucondenada apostura con la queconsigues alejar de nosotros incluso a

las putas. ¿Verdad, Ede? Bien pensado,deberíamos dejar que te fueras. Vete acasa, Ken. ¡Anda, lárgate! Regresa aCornualles. Te escribiremos hablándotesobre las maravillosas mujeres quevienen a la ciudad por Navidad.

—Y que caen rendidas en nuestrosbrazos —apostilló lord Pelham,sonriendo y torciendo luego el gesto—.Somos héroes, por si no lo sabías.

Kenneth también sonrió. Sus amigostampoco eran feos, aunque en estosmomentos tenían un aspecto horrible,despatarrados en sus butacas, borrachoscomo cubas. En España siempre lehabían acusado de tener la injusta

ventaja de ser rubio y por consiguientemás atractivo que ellos a las mujeresespañolas.

No había pensado seriamente enregresar a casa, aunque suponía que máspronto o más tarde tendría que hacerlo.La finca de Dunbarton Hall enCornualles era suya desde hacía sieteaños, desde la muerte de su padre,aunque él no había pasado más de ochoaños allí. Incluso cuando sus heridas lehabían obligado a regresar a Inglaterra,hacía seis años, había evitado ir a casa.Al partir se había jurado que jamásvolvería.

—Deberíamos ir todos allí —dijo

—. Venid conmigo. Navidad en elcampo y todo eso… —añadió y se llevósu copa a los labios y arrugó el ceño alcomprobar que tenía la mano vacía.

El señor Gascoigne emitió ungemido.

—¿Jóvenes campesinas y todoeso…? —preguntó lord Pelham,moviendo las cejas.

—Y terratenientes y matronascampesinas —terció el señor Gascoigne—. Y moral pueblerina. No lo hagas,Ken. Retiro lo dicho. Soportaremos tumaldito atractivo físico, ¿no es así, Ede?Competiremos por conquistar a lasmujeres con nuestro infinito encanto, y

los ojos azules de Ede. Un hombrepuede parecer una gárgola y las mujeresni siquiera darse cuenta si tiene los ojosazules.

No había motivo para que noregresara, pensó Kenneth. Ocho años eramucho tiempo. Todo habría cambiado.Todo el mundo habría cambiado. Élmismo era una persona distinta. Ya noera el joven apasionado e idealista consueños románticos. La mera idea leparecía cómica. Dios, ojalá no hubierabebido tanto. Y ojalá no hubiera vueltoal local de Louise. Empezaba a hartarsede encuentros sexuales de una noche. Yde beber y jugar a las cartas sin cesar.

Era curioso, durante años la vida quehabía llevado en los últimos meseshabía sido su sueño del paraíso en laTierra.

—Lo digo en serio —dijo—. Venida pasar las Navidades en Dunbarton.

Recordaba que la Navidad era laépoca más alegre en Dunbarton, con lacasa atestada de invitados, los díasrepletos de fiestas…, y el gran baile deldía siguiente.

El señor Gascoigne gimió de nuevo.Su madre estaría encantada, pensó

Kenneth. Actualmente pasaba buenaparte del tiempo en Norfolk, en casa deAinsleigh. El vizconde de Ainsleigh

estaba casado con Helen, la hermana deKenneth. A su madre le encantaría venira Dunbarton. Le había escrito en más deuna ocasión preguntándole cuándopensaba regresar allí, y cuándo pensabaelegir esposa. Ainsleigh, Helen y sushijos también vendrían, aunque quizás asu hermana no le entusiasmara la idea.Seguramente vendrían legiones deparientes. Él se invitaría a sí mismo.Daría a su madre carta blanca parainvitar a quien quisiera.

No, no tenía por qué evitar regresara Dunbarton. ¿O sí? Kenneth arrugó elceño y pensó en un motivo. Pero ellatendría ahora ocho años más que

dieciocho. Maldita sea, volvió a arrugarel ceño mientras trataba de concentrarseen el cálculo aritmético. ¿Veintiséis?Era difícil imaginárselo. Estaría casaday tendría una caterva de hijos. Esotambién era difícil imaginárselo. Alargóla mano para tomar su copa de la repisa—por supuesto, él mismo la habíadejado allí—, apuró su contenido e hizouna mueca.

—Lo dice en serio, Nat —dijo lordPelham—. Está decidido a ir.

—Lo dice en serio, Ede —convinoel señor Gascoigne—. Esta noche lodice en serio…, ¿o es ya por la mañana?Maldita sea, ¿qué hora es? Mañana, ¿o

quiero decir hoy?, cambiará de parecer.Con la sobriedad viene la lucidez.Imaginaos todo lo que echará de menossi se va a Cornualles.

—Resacas —apuntó Kenneth.—Echará de menos las resacas —

dijo lord Pelham—. En Cornualles notienen resacas, Nat.

—En Cornualles no tienen licor, Ede—dijo el señor Gascoigne.

—Contrabandistas —dijo Kenneth—. ¿Dónde creéis que aterriza el mejorlicor? Yo os lo diré. En Cornualles,amigos míos. —Pero no quería pensaren contrabandistas. Ni en resacas—.Estoy decidido a ir. Para Navidad.

¿Vendréis conmigo?—No cuentes conmigo, Ken —

respondió lord Pelham—. Aún quierocorrerme algunas juergas.

—Y yo tengo que localizar una cama—murmuró el señor Gascoigne—.Preferiblemente la mía. Cornualles estádemasiado lejos, Ken.

Entonces iría solo, decidió Kenneth.A fin de cuentas, Rex había ido solo aStratton cuando los otros se habíannegado a acompañarlo. Había llegado elmomento de regresar a casa. Hacíatiempo que debía de haber regresado.Sin embargo, era muy propio de él tomaresa decisión de forma impetuosa,

cuando estaba demasiado borracho parapensar con claridad. Había numerosasrazones por las que no debía ir. No,mentira. Dunbarton le pertenecía. Era suhogar. Y ella tenía veintiséis años,estaría casada y tendría una caterva dehijos. ¿Se lo había contado alguien?

—Vamos, Nat —dijo, arriesgándosea apartar el hombro de la repisa de lachimenea—. Veamos si somos capacesde regresar a casa juntos. Rexprobablemente hace horas que se haacostado y se despertará al amanecer, ycon la cabeza despejada, el condenado.

Sus dos amigos se estremecieronvisiblemente. El señor Gascoigne se

levantó, sorprendido de que sus piernasle sostuvieran, aunque no parecíanapoyarse con firmeza en el suelo.

Sí, Rex era el más sensato, pensóKenneth. Era hora de irse a casa. De irsea la cama y de regresar a Dunbarton.

Hacía un día espléndido paraprincipios de diciembre: de un frío seco,pero alegre y soleado. El sol brillabasobre la superficie del mar cual miles dediamantes, y el viento que a menudosoplaba sobre el agua azotando tierrafirme y dejando a sus habitantes ateridosde frío hoy era tan sólo una suave brisa.

La mujer que estaba sentada en lacima del abrupto acantilado, casi en el

borde de éste, en una pequeñahondonada cubierta de hierba que laocultaba de la carretera a su espalda,rodeó sus rodillas con los brazosmientras aspiraba profundas bocanadasde aire salado. Se sentía a la vezrelajada y pletórica de vitalidad.

Todo estaba a punto de cambiar,pero sin duda para bien. ¿Cómo podíano ser así cuando hacía sólo dos díaspensaba que era demasiado mayor paracasarse —tenía veintiséis años— y enestos momentos aguardaba la llegada desu futuro esposo? Durante los últimosaños se había dicho que no tenía ningúndeseo de casarse, que era feliz viviendo

en Penwith Manor con su madre viuda,gozando de una libertad que la mayoríade mujeres nunca llegaban a conocer.Pero era una libertad ilusoria, y ellasiempre lo había sabido. Durante más deun año había convivido con unasensación de inseguridad sin prestarleatención porque no podía hacer nada alrespecto. A fin de cuentas, no era másque una mujer.

Penwith Manor había pertenecido asu padre y al padre de éste y asísucesivamente a través de seisgeneraciones. Pero al morir su padre, lamansión —y su título de baronet— habíapasado a manos de un primo lejano.

Durante los catorce meses transcurridosdesde la muerte de su padre, ella habíaseguido viviendo allí con su madre, peroambas sabían que sir Edwin Bailliepodía decidir en cualquier momentofijar allí su residencia, venderla oalquilarla. ¿Qué sería entonces de ellas?¿Adónde irían? ¿Qué harían? Sir Edwinprobablemente no las echaría a la callesin un céntimo, pero quizá tuvieran quemudarse a una casa muy pequeña conuna renta no menos pequeña. Laperspectiva no era agradable.

Pero sir Edwin había tomado ahorauna decisión y había escrito una largacarta a lady Hayes para anunciarle su

intención de casarse y tener hijos queaseguraran su herencia y cuidaran de suanciana madre y sus tres hermanas encaso de que él muriera prematuramente.Su intención era solventar dosproblemas al mismo tiempo contrayendomatrimonio con su prima tercera, laseñorita Moira Hayes. Asimismo, lecomunicaba que iría a Penwith Manordentro de una semana para declararse yorganizar la boda en primavera.

Al parecer sir Edwin suponía que laseñorita Moira Hayes se mostraría másque encantada de aceptar suofrecimiento. Y después de la sorpresainicial, la indignación inicial por haber

dado éste por sentado que ella aceptaríadócilmente, Moira tenía que reconocerque se sentía feliz. Si no exactamentefeliz, al menos satisfecha. Lo sensato eraaceptar su ofrecimiento. Tenía veintiséisaños y vivía en circunstancias precarias.Había visto a sir Edwin Baillie en unaocasión, poco después de la muerte desu padre, cuando él había acudido consu madre para inspeccionar su nuevapropiedad. Le había parecido aburrido yun tanto pomposo, pero era joven —ellacalculaba que tenía poco más de treintay cinco años—, respetable ypasablemente bien parecido, aunque noera guapo. Por lo demás, se había dicho

Moira, el aspecto físico carecía deimportancia, especialmente para unasolterona que hacía tiempo habíarenunciado a todo sueño de vivir unahistoria apasionada o un amorromántico.

Moira apoyó la barbilla en lasrodillas y sonrió con tristeza mientrascontemplaba el mar a los pies delacantilado. Sí, había renunciado a sussueños. Pero lo cierto era que todohabía cambiado de forma radical desdesu infancia, desde su adolescencia.Habían cambiado muchas cosas ajenas aella, dentro de ella. Ahora era una mujercorriente y normal, muy aburrida, muy

respetable, pensó riéndose por lobajinis. Pero no había renunciado a lacostumbre de salir sola, aunque no eradecoroso que una mujer respetablesaliera sola de su casa. Éste siemprehabía sido uno de sus lugares favoritos.Aunque hacía mucho tiempo que novenía. No estaba segura por qué habíavenido hoy. ¿Había venido paradespedirse de sus sueños? Era unpensamiento sombrío.

Pero no tenía por qué ser unpensamiento deprimente. El matrimoniocon sir Edwin no le aportaría auténticafelicidad, pero tampoco una profundadesdicha. El matrimonio sería lo que

ella quisiera que fuera. Sir Edwin queríahijos varones. Ella también. Hacía sólodos días, le parecía un sueño imposible.

De pronto se tensó al oír a un perroladrar cerca, a su espalda. Se abrazó lasrodillas con fuerza y encogió los dedosde los pies dentro de sus botines. Perono era un perro callejero. Alguien le diouna orden con voz firme y el animal dejóde ladrar. Ella aguzó el oído duranteunos momentos, pero no oyó nada salvoel mar, la brisa y las gaviotas quevolaban en lo alto. El hombre y el perrohabían desaparecido. Moira se relajó denuevo.

Pero en ese momento captó un

movimiento por el rabillo del ojo, ycomprendió que la habían descubierto,que otra persona había encontrado estelugar, que habían destruido su paz. Sesintió abochornada de que ladescubrieran sentada aquí sobre lahierba, como una niña, abrazándose lasrodillas. Se volvió bruscamente.

Él estaba de espaldas al sol. Ellatuvo la impresión de un hombre alto, deanchos hombros, vestido elegantementecon un gabán de varias capas, unsombrero alto de castor y unas botasaltas de color negro. Había llegadoantes de lo previsto, pensó ella.Seguramente le disgustaría hallar a su

futura esposa aquí, sola, sin unacarabina. ¿Cómo sabía que ella estabaaquí? Se hallaba a unos cinco kilómetrosde su casa. Quizá le había alertado superro. Por cierto, ¿dónde se habíametido el perro?

Esos fueron los pensamientos que lepasaron por la mente en una fracción desegundo, disipándose con la mismarapidez. Ella comprendió casi al instanteque no se trataba de sir Edwin Baillie.Y en ese mismo instante supo quién era,aunque no podía verle el rostro conclaridad y hacía más de ocho años queno le veía.

Más tarde no estaba segura de

cuánto tiempo habían permanecido así,mirándose, ella sentada sobre la hierbaabrazándose las rodillas, él de pie juntoa la hondonada, su silueta recortándosecontra el cielo. Podían haber sido diezminutos, pero probablemente sólo fueronunos segundos.

—Hola, Moira —dijo él por fin.

Kenneth había venido a Cornuallessolo, aparte de su ayuda de cámara, sucochero y su perro. No había logradoconvencer a Eden y a Nat de que leacompañaran. Ellos no habían logradoconvencerlo a él de que desistiera de su

empeño, pese a haber tomado ladecisión de venir cuando estaba muyborracho. Pero a menudo obraba deforma impulsiva. Había una inquietud enél que no había conseguido aplacardesde su repentina decisión demarcharse de casa y comprar unnombramiento militar en un regimientode caballería.

Había venido para pasar la Navidaden casa. Su madre, Ainsleigh y Helen, ymuchos otros miembros de la familia,aparte de algunas amistades de sumadre, llegarían después que él. Eden yNat quizá vinieran en primavera, segúnhabían dicho, suponiendo que él siguiera

allí en primavera. Puede que Rexviniera también.

Había sido una decisión disparatada.El invierno no era la mejor época paraviajar a una zona tan remota del país.Pero mientras se dirigía hacia el oestehabía gozado de buen tiempo, y, mal quele pesara, conforme el paisaje setornaba más familiar se había sentidomás animado. Durante los dos últimosdías había cabalgado con Nelson comoúltima compañía, dejando que sucarruaje con sus sirvientes y su equipajele siguieran a un paso más lento. Sepreguntó en cuántos días le habríaprecedido su carta a la señora

Whiteman, el ama de llaves deDunbarton. Calculaba que no seríanmuchos. Imaginaba la consternación quehabía provocado entre los sirvientesdomésticos. Pero no tenían motivo parapreocuparse. Estaba acostumbrado avivir con escasas comodidades y nollegaría ningún otro invitado hastadentro de dos semanas.

Con frecuencia cabalgaba por unacarretera desde la cual contemplaba elmar y que nunca le llevaba muy lejos delborde de los elevados acantilados salvocuando descendía hacia los vallesfluviales y ascendía por el otro ladodespués de atravesar aldeas de

pescadores, ofreciéndole imágenes deplayas doradas y malecones de piedra ybotes pesqueros que surcaban las aguas.

¿Cómo era posible que hubierapensado en no regresar jamás?

Sabía que la última vez que lacarretera descendiera vislumbraría porfin el pueblo de Tawmouth. Aunque enesta ocasión no bajaría a él. Dunbartonse hallaba a este lado del valle, a pocomás de cinco o seis kilómetros hacia elinterior. De repente, al pensar en ello, sesintió eufórico. Los recuerdos seagolpaban en su mente, recuerdos de suinfancia, de gentes que había conocido,de lugares que había frecuentado. Uno

de éstos debía de estar cerca.La nostalgia le produjo un nudo en la

boca del estómago. Sin darse cuenta,hizo que su montura aminorara el paso.Esa hondonada había sido uno de suslugares favoritos. Era un lugar apacible,apartado, donde uno podía sentarse en lahierba sin ser observado, a solas con loselementos y sus sueños. A solas conella. Sí, a veces se habían encontradoallí. Pero él no estaba dispuesto a dejarque sus recuerdos de ella empañaran losrecuerdos de su hogar. Había tenido unainfancia feliz.

Habría seguido adelante de no serporque Nelson se había puesto a ladrar,

señalando con la cabeza la hondonada.¿Había alguien allí? Estúpidamente, sehabía sentido ofendido ante semejanteidea.

—Siéntate, Nelson —ordenó a superro antes de que éste echara a correrhacia la hondonada para investigar.

Nelson se sentó y alzó la cabeza,mirándole con sus ojos inteligentes,esperando más órdenes. Sin darsecuenta, Kenneth comprobó que se habíadetenido por completo. Su caballo bajóla cabeza para pacer. Qué familiar leresultaba todo. Como si los ocho o másaños no hubieran transcurrido.

Desmontó, dejó que su caballo

paciera libremente y que Nelsonesperara a que él revocara su orden, y seencaminó en silencio hacia el borde dela hondonada. Confiaba en que nohubiera nadie allí. No tenía ganas deencontrarse con nadie… todavía.

Su primer impulso fue ocultarseapresuradamente. Había alguien allí, unaextraña vestida con pulcritud peroescasa elegancia con una capa y unsombrero de color gris. Estaba sentadacon las piernas encogidas y los brazosrodeándolas. Pero él permanecióinmóvil, con la mirada fija en ella.Aunque era evidente que se trataba deuna mujer y él no alcanzaba a verle el

rostro debajo del ala de su sombrero,fue quizá su postura juvenil lo que lealertó. De pronto sintió que el corazónle retumbaba en los oídos. En esepreciso momento ella volvió la cabezahacia él y el sol iluminó su semblante.

Su modesto atuendo y el paso de losaños hacían que pareciera sensiblementemayor, al igual que la forma en quellevaba su cabello oscuro recogidodebajo del sombrero. Iba peinada conraya al medio y el pelo alisado sobre lasorejas. Pero conservaba un rostro deóvalo alargado, como el de una Virgenrenacentista, y sus grandes ojos oscuros.No era bonita, nunca lo había sido. Pero

el suyo era un rostro que al vislumbrarloentre la multitud uno se volvía paraobservarlo más detenidamente.

Durante un momento, tan sólo unmomento, él creyó contemplar unespejismo. Si su imaginación hubieraevocado la imagen de ella en este lugar,habría sido la imagen de una jovendescalza con un vestido liviano, decolor claro, y el cabello, libre de lashorquillas que lo sujetaban, suelto ycayéndole en cascada por la espalda. Nohabría sido esta imagen de pulcra y casiaburrida respetabilidad. No, era real. Ytenía ocho años más.

Él se percató por fin de que llevaban

un rato mirándose, aunque ignorabacuánto tiempo.

—Hola, Moira —dijo.

Capítulo 2

No debió llamarla por su nombre depila, pensó él demasiado tarde, pero noconocía su otro nombre.

—Kenneth —dijo ella, tan bajito queél la vio mover los labios más que oír elsonido de su propio nombre. También lavio tragar saliva—. Ignoraba que fueraisa regresar a casa.

—Hace unos meses vendí minombramiento militar —dijo él.

—¿De veras? —respondió ella—.Sí, ya lo sabía. Lo oí decir en el pueblo.La gente suele comentar esas cosas.

Se había levantado, pero no se habíaacercado a él. Seguía siendo muy alta yesbelta. Él había olvidado lo alta queera. Siempre había admirado la forma enque se sostenía erguida, con la cabezaalta, negándose a encorvar la espalda otratar de disimular su estatura pese a sermás alta que la mayoría de los hombres.A él le complacía que hubiera crecidohasta casi alcanzar su propia estatura.Aunque le producía una grata sensaciónprotectora estar junto a mujeres que nole llegaban siquiera al hombro —queera el caso de la mayoría de mujeres—,le desagradaba tener que agachar lacabeza para mirarlas.

—Confío en que estéis bien —dijo.—Sí —respondió ella—. Gracias.¿Qué hacía ella aquí?, se preguntó

él. ¿Acaso lo había convertido en surefugio particular durante los ochoúltimos años, erradicando el recuerdode haber estado con él aquí? Aunque nohabían estado allí juntos con frecuencia.Ni en ningún otro lugar. Pero seencontraban a hurtadillas, y susencuentros les producían tal sentimientode culpa, que parecía como si fueranmuy numerosos. ¿Por qué estaba sola?No era decoroso que estuviera ahí sin unacompañante, siquiera una doncella.

—¿Y sir Basil y lady Hayes? —

preguntó él secamente. Recordó que lafamilia de ella y la suya habían estadodistanciadas durante variasgeneraciones, que no habían mantenidoningún trato social durante ese tiempo.Él había confiado, con el juvenilidealismo que no le había abandonadoprácticamente hasta que se habíamarchado de casa, en que su generación—y la de ella— propiciara unareconciliación. Pero la enemistad sólohabía empeorado.

—Papá murió hace más de un año —respondió ella.

—Ah —dijo él—. Lo lamento.No lo sabía. Lo cierto era que

apenas había recibido noticias deDunbarton. Su madre ya no vivía aquí yél no se había carteado con ninguno desus antiguos vecinos. Con suadministrador mantenía unacorrespondencia referida sólo a susnegocios.

—Mamá está bien —dijo ella.—¿Y…? —Él se detuvo. Supuso

que el nombre habría cambiado—. ¿Ysir Sean Hayes? —preguntó conreticencia.

Sus labios se tensaron al pensar enSean Hayes.

—Mi hermano no llegó a heredar eltítulo —respondió ella—. Falleció unos

meses antes que papá. Murió en laBatalla de Tolosa.

Él torció el gesto. Tampoco estabaenterado de esto. Sean Hayes, que teníasu misma edad, se había marchado pocoantes que él. Su padre le habíacomprado un nombramiento en unregimiento de infantería,presumiblemente porque no podíapermitirse nada más glamouroso. SeanHayes, quien tiempo atrás había sido sumejor amigo, y al final su enemigo másencarnizado, ¿muerto?

—Lo siento —dijo.—¿De veras?Ella formuló la pregunta en voz baja,

con frialdad. Sus ojos oscuros, fijos enlos suyos, no mostraban expresiónalguna, pero él sintió su hostilidad. Demodo que los ocho años que habíantranscurrido no la habían cambiado.Pero en ese tiempo había sufrido lapérdida de su padre y de su hermano. Yella y su madre…

—¿Y vuestro esposo? —preguntó él.—Aún no me he casado —contestó

ella—. Voy a desposarme con sir EdwinBaillie, un primo mío que heredó eltítulo y la propiedad de papá.

¿No estaba casada? ¿De modo quenadie había sido capaz de amansarla?Sin embargo, presentaba un aspecto

dócil. Parecía distinta… y la misma.Más distinta que la misma. ¿Por qué ibaa casarse ahora con ese primo suyo?¿Por conveniencia? ¿Había amor en eseenlace? Pero eso a él no le incumbía.Ella no le incumbía. Ocho años esmucho tiempo. Toda una vida.

—Al parecer —dijo él—, heregresado a casa en el momento justopara ofreceros mi enhorabuena.

—Gracias —dijo ella.De pronto él reparó en algo. Se

volvió hacia la carretera para confirmarlo que ya sabía.

—¿Cómo habéis venido? —preguntó—. No veo ningún carruaje ni un caballo

salvo el mío.—Andando —respondió ella.Sin embargo, Penwith Manor se

hallaba a varios kilómetros, en el valle,y a un par de kilómetros hacia elinterior. ¿De modo que, pese a lasapariencias, ella no había cambiadonada?

—Permitid que os acompañe a casa—dijo él—. Podéis montar mi caballo.

Se preguntó qué clase de hombre erasir Edwin Baillie que dejaba que sepaseara sola por la campiña. Peroquizás ignoraba que había salido sola.Quizás el pobre hombre no la conocíabien.

—Regresaré a casa a pie, sola.Gracias, señor —dijo ella.

Sí. Había sido una torpeza por suparte ofrecerse para acompañarla. ¿Quéhabrían pensado las gentes de Tawmouthsi le hubieran visto aparecer de pronto,al cabo de más de ocho años, con MoiraHayes, prometida del dueño de Penwith,montada en su caballo? ¿Y si la hubieraacompañado hasta Penwith cuando nadiede su familia había puesto el pie en esafinca desde hacía más tiempo del quenadie recordaba?

Había que tener presente que existíauna profunda enemistad entre Penwith yDunbarton y que todo intento de poner

fin a la misma era malgastar energíasinútilmente. Él ya no deseaba poner fin adicha enemistad, aunque si hubierapensado en ello durante los últimos díasle habría parecido ridículo mantenerviva una disputa que había comenzadocon su bisabuelo y el de ella. No queríavolver a tener trato alguno con MoiraHayes. Y, al parecer, el sentimiento eramutuo.

Él asintió brevemente y se tocó elala del sombrero.

—Como gustéis —dijo—. Buenosdías, señorita Hayes.

Ella no dijo nada y se quedó dondeestaba mientras él se dirigía de nuevo

hacia la carretera y montaba en sucaballo. Nelson se incorporó emitiendoun esperanzado ladrido y Kennethasintió con la cabeza para indicar quepodía levantarse. A continuación giróhacia el interior y avanzó por la cima dela colina, dejando la carretera principalantes de que descendiera hacia el valle ya través del pueblo de Tawmouth. El solaún lucía en el cielo, como comprobósorprendido al alzar la vista. Habíaimaginado que el día se había nublado.Se sentía abatido, su mente y susemociones agitadas. Le disgustaba esasensación. Había regresado a casailusionado.

Era comprensible, pensó. Habíahabido algo entre ellos, unossentimientos intensos, que en suingenuidad él había interpretado comoamor. Ella había sido su primer —yúnico— amor, aunque durante sus añosen Oxford él había recibido unacumplida educación sexual. Realmenteno había tenido importancia: unencuentro fortuito, algunos encuentrosplanificados, los cuales le habíanproducido un profundo sentimiento deculpa porque no debía tener tratos conun miembro de la familia Hayes niencontrarse con una joven a solas.Durante años él y Sean solían reunirse

para jugar y pelearse, pero eso eradistinto. Era el sentimiento de culpadebido a sus encuentros con Moira loque le excitaba y le había convencido deque estaba enamorado de ella. Ahora locomprendía. Era lógico que el hecho devolver a verla le hubiera alterado, sedijo, por más que no esperaba queocurriera. Ahora era un hombre distinto:endurecido por la vida, cínico, que nocreía en el sentimiento romántico.

Contempló el boscoso valle que seextendía a sus pies, el río que fluíaserpenteando hacia el mar. Prontodivisaría Dunbarton. No se arrepentía dehaber venido. Al contrario,

experimentaba un grato sentimiento dealegría que casi era euforia. ¡Cómo lehabrían tomado el pelo Eden y Nat dehaber estado presentes en ese momento!

De pronto apareció ante él. Era unavisión capaz de sorprender a cualquiera,incluso a él, que había vivido allídurante buena parte de su vida.Cabalgaba por una meseta que seextendía a lo lejos sin mostrar apenasninguna variación, cuando de repentecontempló una hondonada, un parquearbolado de un intenso verdor encontraste con el resto de la colina. Y enel centro se alzaba Dunbarton Hall, unainmensa e imponente mansión de granito

construida a lo largo de tres lados de uncuadrángulo. Una elevada verja y unapuerta de hierro forjado constituían elcuarto lado.

—Ya estamos en casa, Nelson —dijo Kenneth, olvidando su temporalirritación. Sí, era su hogar, y lepertenecía. Toda la finca le pertenecía.Por primera vez en siete años, larealidad de este hecho le sorprendió.Era el dueño de Dunbarton.

Nelson ladró y echó a correr por elcamino de acceso hacia la casa.

Moira se quedó durante varios

minutos contemplando no el mar, sino eldesierto horizonte sobre la hondonada.Había oído el sonido de unos cascos quese alejaban, pero no estaba convencidade hallarse a solas.

Hacía mucho tiempo que no pensabaen él con odio. Ni siquiera cuando Seanhabía muerto en el campo de batalla. Norealmente. Había tenido que soportar undolor demasiado lacerante y terrible.Después de eso, y después de la pérdidade su padre a los pocos meses, habíatenido demasiadas cosas en qué pensar,demasiados detalles prácticos referentesal presente que afrontar. La vida habíacambiado de forma tan drástica que en

su memoria no había espacio para lasconfusas pasiones de la adolescencia.Ni para la joven despreocupada quehabía sido.

Debió suponer que él regresaríaalgún día. Debió estar preparada,aunque en realidad no había nada paralo que debía estar preparada. Perodesde que había llegado a Tawmouth lanoticia de que él había vendido sunombramiento y había regresado aInglaterra, las conversaciones a la horadel té, después de asistir a misa ydurante las reuniones vespertinasincluían inevitablemente el tema quefascinaba a todos: ¿Regresaría a su casa

en Dunbarton? Pero aunque las gentes deTawmouth no hubieran sido demasiadorefinadas para hacer apuestas, habríasido inútil. Todo el mundo habríaapostado a que regresaría. Salvo Moira.Ella no esperaba que lo hiciera. Él habíaafirmado que jamás regresaría, y ella lehabía creído.

Qué estúpida había sido. Porsupuesto que había regresado. Era elconde de Haverford, propietario deDunbarton, dueño y señor deprácticamente toda esta zona deCornualles. ¿Cómo iba a resistir latentación de regresar para ejercer suautoridad? Antes de marcharse le

agradaba el poder. Había dispuesto deocho años para ejercerlo y ella nodudaba de que lo había hecho conimplacable eficiencia. Al verlo ahorahabía observado en él un aire de fríaautoridad.

La intensidad de la amargura y elodio que ella sentía la habíasorprendido. Respiró profundamente,esforzándose en calmarse. Él tenía todoel derecho de volver. Al igual que ellatenía todo el derecho de evitarlosiempre que pudiera. Las familias Hayesy Woodfall habían sido expertas enevitarse durante generaciones. Pordesgracia ella había aprendido por la

fuerza a acatar esas reglas.Durante la conversación que habían

mantenido ella no había visto su rostrocon claridad debido a que se hallaba deespaldas al sol, pero había visto losuficiente para percatarse de suimponente físico —de joven eraincreíblemente guapo, aunque acasodemasiado delgado para su estatura—, ala par que fuerte y saludable. Ella nodudaba de que su rostro conservaba subelleza aguileña y aristocrática. Habíavislumbrado debajo de su sombrero supelo rubísimo. Había regresado con unaspecto aun más espléndido que el quetenía antes de marcharse.

Y Sean estaba enterrado en algúnlugar del sur de Francia. Ella no habíasentido amargura. Dolor, sí, pero noamargura. Los soldados combaten ymueren. Sean era un soldado, un tenientede infantería, y había muerto en elcampo de batalla.

Pero ahora sentía amargura. Y unodio gélido. De no ser por él, Seannunca se habría alistado en el ejército.Lo cierto es que no había tenido másremedio que hacerlo. Moira sintió frío.Alzó la vista al cielo y le sorprendiócomprobar que aún lucía el sol.

No debía odiarlo. No lo haría. Elodio era una emoción demasiado fuerte.

No quería regresar al pasado. Nodeseaba experimentar de nuevo laspasiones extremas de la joven que habíasido. Ahora era una mujer. Una personadistinta. Sin duda él también habíacambiado. Debía olvidarse de él, en lamedida en que esto era posible cuandoiba a residir a pocos kilómetros dePenwith. ¿Se quedaría mucho tiempo?,se preguntó ella. No importaba. Ellatenía que vivir su propia vida, la cualiba a convertirse en una nueva vida quele aportaría mayor respetabilidad. Ysatisfacción. Pensó deliberadamente enlos hijos que ahora confiaba en quetendría.

Abandonó la hondonada y mirócautelosamente a su alrededor, pero,como era natural, no había nadie a lavista. Sólo entonces se preguntó por quése había acercado él a la hondonada enlugar de pasar de largo. Era imposibleque la hubiera visto desde la carretera.¿Por qué se había detenido allí? ¿Y porqué había elegido ella precisamente hoypara venir aquí? No recordaba la últimavez que había estado allí. Había sidouna lamentable coincidencia. O quizá notan lamentable. Quizá de haberseenterado de que había vuelto, habríatemido encontrarse con él por primeravez. Al menos, el mal trago había

pasado.Moira echó a andar hacia casa a

paso ligero. No debió quedarse tantorato en la hondonada en pleno mes dediciembre, por agradable que fuera eldía. Estaba aterida de frío.

Hacía muchos años que las gentes deTawmouth y propiedades circundantesno habían vivido unos eventos tanemocionantes. A fin de cuentas, elfallecimiento del pobre sir Basil Hayes,acaecido hacía catorce meses, no podíaconsiderarse un evento emocionante,dijo la señorita Pitt al reverendo y a la

señora Finley-Evans con tono quedo ypiadoso mientras tomaba el té con ellos,con la señora Meeson y con la señora yla señorita Penallen.

No bien se hubieron recobrado todosde la noticia de que el conde deHaverford había llegado a DunbartonHall de forma tan imprevista que laseñora Whiteman, el ama de llaves de suseñoría, se había enterado de ella sóloun día antes, les llegó la noticia de quela madre de su señoría, la condesa deHaverford, iba a venir también porNavidad, junto con un gran número deinvitados. Las madres con hijascasaderas empezaron a soñar con

invitados varones solteros. Las madrescon hijos casaderos hicieron otro tantocon invitadas femeninas.

Los caballeros empezaron a ir apresentar sus respetos a su señoría. Lasseñoras aguardaban impacientes a queéste les devolviera la visita. A fin decuentas, como comentó la señoraTrevellas a la señora Lincoln y a laseñora Finley-Evans, sus maridosapenas les habían explicado nada. Loúnico que les habían comentado despuésde su visita a Dunbarton era que suseñoría había combatido en Waterloo yhabía visto al duque de Wellington consus propios ojos. Como si eso pudiera

considerarse una noticia interesante,aunque decían que su excelencia era unhombre muy apuesto.

—Nada —concluyó con tono deprofunda indignación— sobre el aspectoque presenta su señoría. O sobre suatuendo. El señor Trevellas ni siquierarecordaba lo que llevaba su señoría,aunque pasó media hora conversandocon él.

Las otras señoras menearon lacabeza con gesto de comprensión eincredulidad.

Cuando los caballeros nocomentaban entre sí lo que cada cualhabía averiguado sobre las experiencias

de la guerra de su señoría y las señorasno se preguntaban si seguía tan guapocomo cuando era niño, se dedicaban aconjeturar sobre lo que la Navidad lestenía reservado en materia de diversión.En vida del viejo conde siempre habíanorganizado el tradicional baile deNavidad en Dunbarton.

—Y en vida del conde anterior a él—añadió la señorita Pitt. Era una de laspocas mujeres entre ellas que recordabaal abuelo del presente conde—. Era unhombre muy apuesto —añadió con unsuspiro.

—Quizás este año organicen tambiénalgunas celebraciones en Penwith —

observó la señora Meeson cuando fue atomar el té con la señora Trevellas—,puesto que esperan la llegada de sirEdwin Baillie un día de éstos.

Sir Edwin Baillie había pasado aocupar un lugar inferior en la lista desucesos emocionantes que esperabanque se produjeran en Tawmouth, aunquehabía encabezado la lista antes de larepentina aparición del conde. Peroseguían esperando con interés su llegadaa Penwith, especulando sobre elpropósito de su visita justamente en estaépoca del año. ¿Propondría matrimonioa la estimada señorita Hayes? ¿Leaceptaría ella? Todos se habían llevado

una gran sorpresa cuando ella habíarechazado al señor Deverall hacíacuatro años. Aunque todo el mundosabía que la señorita Hayes era unamujer de mucho carácter y a vecesmostraba una excesiva independencia.

Algunas damas se volvieron hacia laseñora Harriet Lincoln para conocer suopinión, puesto que era muy amiga de laseñorita Hayes. Pero la señora Lincolnse limitó a decir que si sir Edwin sedeclaraba a Moira Hayes y ella leaceptaba, no tardarían en enterarsetodos.

Había otra cuestión que las tenía atodas intrigadas. ¿Qué ocurriría entre

Penwith y Dunbarton cuando llegara sirEdwin Baillie? ¿Persistiría la enemistaddurante otra generación?

Por supuesto, eran unos temas queprocuraban evitar cuando lady Hayes oMoira Hayes se hallaban presentes.Entonces hablaban del tiempo y de lasalud de todos con prolijo y archisabidodetalle.

—Pobre señorita Hayes —comentóla señorita Pitt en cierta ocasión en quela joven no estaba presente—. Ytambién lady Hayes. Si la enemistadcontinúa, no podrán asistir al bailenavideño en Dunbarton. Suponiendo queorganicen un baile, claro está.

—Por supuesto que habrá baile —dijo la señora Finley-Evans con firmeza—. El reverendo Finley-Evans haaccedido a hablar del tema con suseñoría.

—Pobre señorita Hayes —dijo laseñorita Pitt.

Sir Edwin Baillie llegó solo aPenwith Manor una semana y un díadespués de que el conde de Haverfordregresara a Dunbarton Hall. Sir Edwintomó el té con lady Hayes y Moira en elcuarto de estar antes de retirarse a lasuite principal —lady Hayes la había

evacuado en deferencia al nuevopropietario—, para supervisar al criadocuando éste deshiciera sus maletas.Nunca permitía que nadie, ni siquiera suayuda de cámara, llevara a cabo estatarea sin que él estuviera presente, segúnles explicó. Pero aparte de esa breveexplicación, pasó la media hora del tédisculpándose ante lady Hayes por laausencia de su madre, quien porsupuesto le habría acompañado en unaocasión tan importante —según dijoseñalando a Moira con la cabeza— deno ser porque padecía un leve resfriadoinvernal. No era nada grave, se apresuróa remarcar para alivio de lady Hayes,

pero él había insistido en que se quedaraen casa como medida de precaución. Unviaje de cincuenta kilómetros podríacausar un perjuicio permanente a sudelicada salud.

Lady Hayes le aseguró que habíatomado una sabia decisión y habíademostrado una admirable devocióncomo hijo. A la mañana siguienteescribiría a la prima Gertrude parainteresarse por su salud. Por lo demás,confiaba en que las señoritas Baillie seencontraran bien.

Al parecer las señoritas Baillie seencontraban perfectamente, aunqueAnnabelle, la menor, había padecido

otitis hacía unas semanas a raíz de darun paseo en coche un día en que soplabamucho viento. Todas aguardabanansiosas noticias de que su hermanohabía llegado sano y salvo a PenwithManor. Todas le habían aconsejado queno emprendiera un viaje tan largo endiciembre, pero él estaba tan impacientepor concluir de forma satisfactoria susasuntos —dijo señalando de nuevo aMoira con la cabeza—, que se habíaaventurado a transitar por las carreterasen invierno. Su madre, como es natural,lo había comprendido y había insistidoen que no se quedara en casa tan sóloporque ella se hubiera resfriado. Si él

era un hijo entregado —esta vez hizouna inclinación de cabeza a lady Hayes— lo había aprendido de una madreentregada.

Moira le observó y escuchó sinparticipar de forma activa en laconversación, pero sir Edwin sólorequería una palabra o una sonrisa dealiento de vez en cuando para que laconversación prosiguiera connaturalidad. Al menos, pensó Moira,tendría un marido para quien la familiaconstituía una de sus primerasprioridades. Podría haber tenido peorsuerte.

Durante la cena sir Edwin anunció

su intención de permanecer en PenwithManor hasta después de Navidad,aunque tanto él como su madre y sushermanas se sentirían muy tristes porestar separados durante las fiestas. Perohabía llegado el momento defamiliarizarse con la propiedad quehabía heredado a la muerte de sir BasilHayes, si lady Hayes y la señorita Hayesdisculpaban que se expresara con talclaridad —una inclinación de cabezadedicada a cada una de las damas—, yvisitaría a sus vecinos para queconocieran al nuevo baronet de Penwith.Y, por supuesto, estaría encantado deofrecer su compañía durante las

celebraciones navideñas a sus dosparientas —otra inclinación de cabeza—, y confiaba en que una de ellasaceptara mañana estrechar sus lazos deparentesco con él. Sonrió casi concoquetería a Moira.

En el cuarto de estar, después decenar, sir Edwin pidió a Moira quetocara el piano para entretenerles a suestimada madre y a él. Nada lecomplacía más que escuchar un recitalde piano ejecutado por una damarefinada y de buen gusto. Cuando Moiraempezó a tocar, él alzó la voz paraexplicar a lady Hayes que sus treshermanas eran unas consumadas

pianistas, aunque el talento de Cecilyresidía más bien en su voz, cuya dulzurahabía heredado de su madre. La destrezade la señorita Hayes como pianista eraadmirable, aunque, puestos a compararlacon la de Christobel, ésta tal vez teníaun toque más sutil. No obstante, ladyHayes debía sentirse orgullosa de suhija.

En efecto, lady Hayes se sentíaorgullosa de ella.

Y él también, le aseguró sir Edwininclinándose hacia ella y haciendo unaelegante media reverencia, se sentiríaorgulloso de la señorita Hayes cuandotuviera derecho a sentirse orgulloso de

ella y no sólo complacido por su alardede talento musical. Pero entonces, porsupuesto —añadió sonriendo con gestode complicidad—, ella ya no sería laseñorita Hayes sino que habríaascendido a un nivel superior.

Sir Edwin se retiró a descansar auna hora prudente, después de inclinarseante las damas y besarles la manoasegurándoles que el día siguiente seríasin duda el más importante —y quizás elmás feliz— de su vida.

También sería el día más importantede su vida, pensó Moira después deretirarse y durante una noche en la queapenas logró pegar ojo. Dudaba que

fuera el más feliz. No deseaba casarsecon sir Edwin. Era aún más pomposo,aburrido y remilgado de lo que ellarecordaba. Cuando lo había visto porprimera vez, por supuesto, no lo habíacontemplado como un marido en ciernes.Temía que convivir con él durante elresto de su vida fuera una dura pruebapara ella. Y la madre de él, segúnrecordaba, era en muchos aspectosparecida a él. Pero en la vida a vecesuna no puede elegir. Si sólo tuviera quepensar en sí misma, quizá pudierahacerlo. Pero tenía que pensar en sumadre, por lo que era inútil plantearse sitenía o no otra opción. De modo que se

centró en sus futuros hijos.A la mañana siguiente desayunó con

deliberada calma y aspecto animado. Notenía más remedio que aceptar elofrecimiento que sir Edwin le iba ahacer, se dijo de nuevo. Su madre y ellano disponían de rentas propias. A susveintiséis años no tenía otrasperspectivas matrimoniales. Habría sidouna irresponsabilidad por su parte, tantopor lo que respectaba a su madre como aella misma, rechazar a sir EdwinBaillie. Y aunque tenía numerososdefectos, al menos no tenía vicios.Podría haberse visto obligada a aceptara un jugador, un borracho, un mujeriego

o las tres cosas a la vez. Sir Edwin erasin duda un hombre absolutamenterespetable.

Así pues, cuando él se presentó anteella, con gran pompa, ceremonia,reverencias y sonrisas, en el saloncitoorientado al este que utilizaban por lasmañanas cuando la mañana casi habíatranscurrido, ella aceptó tranquilamentesu proposición de matrimonio, que élestaba seguro que la sorprendería perose consoló pensando que lacomplacería. Ella permitió a su flamanteprometido que declarara sentirse elhombre más feliz del mundo y le besarala mano, aunque se disculpó

profusamente por dejar que su dicha lecondujera a semejante frivolidad.

La boda, según informó sir Edwin alady Hayes y a Moira durante elalmuerzo, aunque si por él fuera secelebraría mañana mismo o incluso hoy—sonrió por su tono frívolo, sin dudadisculpable en un flamante prometidocuya amada acababa de aceptarlo—, secelebraría a fines de primavera, cuandosu madre se hubiera restablecido de suindisposición y el tiempo fuera másbenigno para que ella y sus hijaspudieran hacer el largo viaje decincuenta kilómetros. Entretanto, éltendría el honor de permanecer en

Penwith Manor hasta después deNavidad, y luego regresaría a casa paraponer en orden sus asuntos antes demudarse permanentemente a Penwithpara casarse con su novia.

Moira emitió un suspiro de alivio.Dispondría de unos cuantos meses paraprepararse para la nueva vida que leaguardaba. Su madre le acarició la manosobre la mesa y la miró sonriendo. SirEdwin expresó su satisfacción ante esamuestra de felicidad por parte de sufutura suegra por la fortuna de su hija.Moira sabía que su madre locomprendía, y que comprendía al igualque su hija el sacrificio que ésta debía

hacer. Aunque era injusto pensar queabordaba el matrimonio como unsacrificio. No sería peor que la inmensamayoría de matrimonios que secelebraban todos los días, y bastantemejor que muchos.

Capítulo 3

Antes de que terminara el almuerzosir Edwin introdujo otro tema deconversación que le animó incluso másque la perspectiva de su boda. Alpreguntar al mayordomo sobre losvecinos de suficiente alcurnia para serdignos de que él les hiciera una visitadurante su estancia en Penwith Manor,había averiguado un hechoextraordinario. Lady Hayes y la señoritaHayes sin duda estaban al corriente,puesto que al parecer había sucedidohacía una semana. El conde de

Haverford había regresado a DunbartonHall para fijar allí su residencia.

—Sí, primo Edwin —le asegurólady Hayes—, hemos oído la noticia.Pero…

Pero sir Edwin apenas se detuvopara respirar. Sonrió a las damas.

—Es un hecho concebible que uncaballero menos generoso y másmezquino que yo podría lamentarse deno ser ya la persona de más alcurnia dela vecindad, señora —dijo—, pero debodecir que me siento profundamentesatisfecho de contar con el conde deHaverford como vecino, y entre misamistades, por supuesto. ¿No fue su

señoría un héroe de guerra? ¿Uncomandante en los mejores regimientos?Cabe deducir que de haber continuado laguerra un par de años más, habríaalcanzado el rango de general. Hoylamento aún más que ayer que suindisposición impidiera a mi queridamadre acompañarme aquí. Pero sealegrará por mí, y por vos, señora. Ytambién por vos, señorita Hayes. Tieneun corazón generoso.

—Pero primo Edwin… —trató dedecir de nuevo lady Hayes.

Moira sabía que era inútil. Habíasido una semana angustiosa. En Penwithnadie había dicho una palabra sobre el

conde de Haverford después de que ellaanunciara de improviso el regreso deéste cuando había vuelto de su paseo esedía. No habían dicho una palabra sobreél durante ninguna de las visitas quehabían hecho a sus vecinos durante lasemana ni durante ninguna de las visitasque éstos les habían hecho a ellas. Y sinembargo ella —y sin duda su madretambién— eran conscientes de quecuando no estaban presentes laconversación había girado en torno a suseñoría. A fin de cuentas, Dunbartonhabía permanecido sin su dueño y señordurante siete años. Fue casi un alivio oíra sir Edwin abordar por fin abiertamente

el tema prohibido.—Dejaré mi tarjeta de visita en

Dunbarton hoy mismo, antes de ir apresentar mis respetos a otras personas—dijo éste—. Es por supuesto unacuestión de cortesía que visite en primerlugar al conde de Haverford. Seríairreprochable por parte de su señoríarecibir mi tarjeta y negarse a recibirmehoy, pero debo congratularme confiando,señora, que accederá a recibir enpersona al baronet de Penwith. Al fin yal cabo, a su señoría le agradaráconstatar que tiene un vecino de unrango casi tan alto como el suyo conquien tratar. Quizá le hayan informado

de que en Penwith residen sólo unasseñoras, aunque una de ellas porsupuesto ostenta un título. —Sir Edwinhizo una inclinación de cabeza a ladyHayes—. Y la otra lo ostentará dentrode unos meses. —Sonrió a Moira—.Qué extraordinaria coincidencia queambos hayamos llegado a Cornualles almismo tiempo. Iré a visitarlo hoymismo, esta tarde. Señorita Hayes, ¿meharéis el honor de acompañarme?

Moira había aceptado los planes desir Edwin con resignación, incluso concierta aprobación. Sin duda erapreferible que hubiera una relacióncordial entre ambos hombres, quienes, a

fin de cuentas, serían vecinos. Pero seinquietó de inmediato ante la sugerenciade que ella compartiera esa relacióncordial. Miró a su madre, que estabasentada muy tiesa en su butaca, con gestoserio.

—Nosotras no visitamos Dunbarton,señor —respondió Moira—. Nunca hahabido ningún trato social entre nuestrasrespectivas familias.

—¿De veras, señorita Hayes? —preguntó sir Edwin—. Me asombra.¿Acaso su señoría es tan soberbio? Unono espera eso en un aristócrata,especialmente cuando uno mismo es dealto rango, pero quizá sea comprensible.

Le demostraré que poseo méritossuficientes para contarme entre lasamistades del conde de Haverford. Leinformaré de que mi madre era unaGrafton de Hugglesbury. Los Grafton,como sin duda sabéis, tienen un linajepurísimo —aseguró a lady Hayes—, quese remonta al valeroso caballero queluchó codo con codo con el mismísimoGuillermo el Conquistador.

—Hace unas generaciones seprodujo un lamentable incidente —leexplicó Moira—. Mi bisabuelo y elbisabuelo del presente conde estabaninvolucrados en el contrabando, el cualprosperó por esa época en estas costas.

—Vaya por Dios —dijo sir Edwin,mostrándose auténticamenteescandalizado.

Moira se preguntó con inopinadoregocijo si sir Edwin había bebidoalguna vez el vino que entraba en el paíspor la puerta trasera, por decirlo así, sinhaber pagado los derechos de aduana.Se preguntó si su madre y sus hermanashabían bebido alguna vez el té que habíallegado a su tetera a través de unoscircuitos no menos dudosos. Peroaunque lo hubieran hecho, y aunque él losupiera, a sir Edwin jamás se leocurriría pensar que había estadoinvolucrado de alguna forma en el

contrabando. La mayoría de la gente noera consciente de participar en ello.

—El conde de Haverford noparticipaba de forma activa, sino queactuaba más como patrocinador ycomprador de artículos de contrabando—continuó Moira—, mientras que miantepasado era el líder de loscontrabandistas. Salía por las nochescon la cara tiznada de negro, una pistolaal cinto y un alfanje entre los dientes.

La joven rehuyó la mirada dereproche de su madre.

—Ignoraba que existiera esa manchasobre la dignidad del baronet de Hayes—comentó sir Edwin, claramente

disgustado—. ¿Contrabandistas?¿Pistolas y alfanjes? Os ruego que osabstengáis de revelar estos hechos a mimadre, señorita Hayes. Le produciríanuna fuerte impresión y quizás inclusounas palpitaciones fatales.

—Cuando el guardacostassorprendió a mi bisabuelo —dijo Moira—, y lo condujo ante el magistrado máscercano, el conde de Haverford, éste lesentenció a siete años de destierro. Fuetransportado en un barco prisión.

Sir Edwin suspiró con visiblealivio.

—Es malo, pero pudo ser peor —dijo—. Si en el pasado hubiera habido

un ahorcamiento en vuestra familia,señorita Hayes…

Sir Edwin se estremeció.Curiosamente, el comentario divirtió

a Moira, quien se sintió al mismo tiempodesagraviada. Sir Edwin no había hechoalusión alguna a la despreciablehipocresía del conde de Haverford.

—Regresó al cabo de siete años —dijo Moira—, sin duda curtido yendurecido por sus experiencias. Vivióotros veinte años como una vergüenzavisible para su vecino. Desde entoncesha existido una enemistad entre ambasfamilias.

Casi pero no absoluta. Habría sido

preferible que fuera absoluta.—Siempre ocurre que los

malhechores sienten rencor haciaquienes les censuran y castigan con todajusticia —observó sir Edwin—. Medisgusta que unas damas tan delicadas yrefinadas —se inclinó primero ante ladyHayes y luego ante Moira—, hayantenido que sufrir solas las consecuenciasde semejante vileza. Pero eso es aguapasada. Ahora estoy aquí paraprotegeros y rescataros. Aunque jamásmancillaré los oídos de mi madre con lahistoria de esa vileza. Estoy seguro quede saberlo, me aconsejaría que hicieralo que me propongo hacer. Iré a visitar

al conde de Haverford esta tarde, comohabía planeado, y me disculparésinceramente por la conducta de miantepasado y por no haberse humilladoél mismo y su familia ante el antepasadodel actual conde marchándose de aquí yviviendo una vida anónima y en silencio.

Moira sentía una curiosa mezcla debochorno, indignación, regocijo yansiedad.

—Mi querido primo Edwin —dijolady Hayes débilmente, llevándose unamano a la boca.

Pero sir Edwin alzó una mano paradetenerla.

—No es necesario que me deis las

gracias, señora —dijo—. Como actualbaronet de Penwith Manor, he heredadono sólo un título y una propiedad, sinotambién la responsabilidad por los actosde todos los baronets que me hanprecedido. Y la protección de susmujeres. —Se inclinó ante lady Hayes—. Trataré de llevar a cabo unareconciliación en este asunto, señora, yconfío en que su señoría me honre pormi humildad y mi decisión de asumirtoda la culpa por lo ocurrido hacetiempo.

Moira lo miró con silenciosaincredulidad. Esto ya no tenía nada dedivertido. ¿Qué pensaría el conde de

Haverford sobre ellas? Se despreciabapor dejar que esto la preocupara.

—Contrariamente a lo que piensa lagente —continuó sir Edwin—, el orgullono tiene por qué perderse en lahumildad. Yo no perderé un ápice deorgullo por disculparme ante su señoría.No temáis, señoras. Deseo que meacompañéis a visitarlo, señorita Hayes.

—Perdonadme, señor —se apresuróa responder Moira—, pero creo quesería más oportuno que fuerais solo avisitar al conde de Haverford enDunbarton.

—Se dice —terció lady Hayes—,que la condesa, su madre, vendrá

también a Dunbarton con otroshuéspedes para Navidad, pero no heoído decir que hayan llegado ya, señor.—Era sorprendente lo que una oía deciren la vecindad rural incluso aunqueprocurase evitar escuchar ciertos temas—. Su señoría está sin duda solo enDunbarton. Moira iba a acompañarme atomar el té en Tawmouth esta tarde.

Pero sir Edwin no estaba dispuesto adejarse disuadir.

—Es oportuno que la señorita Hayesme acompañe —dijo—, en calidad demi prometida. Su señoría lo consideraráun signo de extrema cortesía que yo ospresente a él como tal, señorita Hayes,

puesto que él es, sin ninguna duda, ellíder social de esta comunidad. Yconviene que estéis presente en estareconciliación de vuestra familia con lade su señoría. Podréis llevar la cabezabien alta, señorita Hayes, después dehaber tenido que llevarla agachada porvergüenza toda vuestra vida. Al parecer,un ángel bondadoso me ha traído aquí eneste preciso momento. No puedo sinoconcluir que mi madre ha ayudado yapoyado a ese ángel insistiendo en queyo viniera aquí en lugar de quedarme encasa para confortarla durante el trancede su leve resfriado.

Lady Hayes no dijo nada más. Se

limitó a mirar a su hija con expresión deimpotencia y medio disculpándose. Sumadre, según recordó Moira, había sidotiempo atrás una firme defensora deponer fin a la disputa que se habíainiciado hacía tanto tiempo. Habíavenido de Irlanda para casarse con elpadre de Moira y confiaba en llevar unavida social plena y satisfactoria. Lehabía disgustado comprobar que debíaevitar cualquier acto social queincluyera a la condesa de Haverford y asu familia. Pero eso había ocurrido antesde que la disputa se renovara. QuizáMoira, aunque con retraso, debiómencionar también esos hechos a sir

Edwin. Sí, sin duda debió hacerlo.Pero no dijo nada más. No quería

seguir discutiendo. Moira sospechabacon cierta preocupación que sir EdwinBaillie era un hombre con el que eradifícil —quizás imposible— discutir,simplemente porque había oído sólo loque deseaba oír y había llegado a unassuposiciones que consideraba unasverdades irrefutables. Todo indicabaque tendría que acompañarle en su visitavespertina a Dunbarton. Temía pensar enlo que les aguardaba allí. Sólo podíaconfiar en que el conde de Haverford nose hallara en casa o se negara arecibirlos.

Pero pensó que sir Edwin Baillie noera un hombre que cambiara fácilmentede opinión cuando se proponía algo. Sila visita de hoy no tenía éxito, volvería aintentarlo mañana o pasado mañana.Bien pensado, era mejor acabar con elasunto hoy para que esta noche pudieradormir tranquila, tras experimentar lapeor humillación de su vida. Sin dudasería la peor.

Hacía más de una semana que nohabía visto al conde de Haverford.Había confiado en no volver a hacerlo.Pero era una esperanza inútil, desdeluego. Tenía la incómoda sospecha deque éste había regresado a Dunbarton

para quedarse, y al parecer sir EdwinBaillie se proponía fijar su residenciapermanente en Penwith. Aunque lasfamilias seguían enemistadas, Kenneth yella estaban destinados a volver aencontrarse.

Lamentaba que Kenneth hubieraregresado. Incluso se permitió deseardurante un instante que fuera él, en lugarde Sean, quien…, pero no. Desterró esehorrendo pensamiento. No, jamás podíadesear semejante cosa, ni siquiera acambio de la vida de Sean. No podíahacerlo, al margen de quién fuera él o loque hubiera hecho, o el bochorno queiba a causarle ahora a ella, aunque

involuntariamente. Moira recordó quedurante años había esperado cadanoticia, por escueta que fuera, quellegaba a Dunbarton, la angustia con quela esperaba, cómo se había despreciadotanto por esperarla como por la angustia.Recordó cómo se había sentido cuando,seis años atrás, habían tenido noticia dela gravedad de las heridas que él habíasufrido en Portugal y que le habíanobligado a regresar a Inglaterra, aunqueno a Dunbarton. Ella había supuesto quesólo enviaban a un soldado de regreso aInglaterra cuando había quedadopermanentemente inválido o no creíanque sobreviviera. Había esperado

angustiada más noticias, repitiéndoseuna y otra vez que en realidad no leimportaba lo que le hubiera ocurrido aél.

Recordó la carta que había llegadodel Ministerio de la Guerra referente aSean. No, ella jamás podría desear loque había estado a punto de desearahora. Jamás.

Sólo lamentaba que él hubieravuelto. Y que sir Edwin Baillie nohubiera venido a Penwith. Deseabasimplemente poder retomar su aburridavida de soltera que había llevado hastahacía unas semanas.

Kenneth acababa de regresar traspasar unas horas con su administradorvisitando a caballo algunas de lasgranjas anexas de su propiedad. Seestaba cambiando su ropa cubierta debarro —los dos últimos días habíallovido—, y empezaba a entrar en calorcuando su ayuda de cámara respondió auna llamada a la puerta de su vestidor.Dos visitantes esperaban a su señoría enel salón de la planta baja.

Su señoría suspiró para susadentros. Tenía la sensación de que enlos nueve días desde su regreso aDunbarton había hecho poco más quevisitar a sus vecinos y recibir la visita

de éstos. Era agradable volver aencontrarse con viejos amigos yvecinos, conocer a otros nuevos, pero aveces deseaba disponer de más tiempopara él. La situación sólo podíaempeorar durante la próxima semana,cuando llegaran su madre y su hermana,junto con otros invitados que lo haríanen días sucesivos. No obstante, lecomplacía la perspectiva de tener lacasa llena de gente, de aprender elnuevo papel de anfitrión.

Mientras bajaba la escalera unosminutos más tarde, trató de pensar enalguien en la vecindad que aún no lehubiera visitado. No se le ocurría nadie.

Pero él ya había devuelto la mayoría deesas visitas. Por lo que dedujo quedebía de haber empezado la segundaronda. Suspiró. Quienquiera que fueran,podrían haber esperado al menos a quellegara su madre.

No reconoció al hombre que sehallaba en medio del salón, con unamano a la espalda y con la otraacariciando la leontina de su reloj. Laspuntas del cuello de su camisa, muyalmidonada, casi le atravesaban lasmejillas. Tenía el pelo castaño ypeinado hacia arriba, sosteniéndose unpar de centímetros sobre su cabeza. ¿Erapara equiparar su estatura a la de la

mujer que le acompañaba?, se preguntóKenneth, fijándose en ésta. Eradecididamente más alta que el hombre,un hecho que no trataba de disimular.Mantenía la cabeza erguida, con unaexpresión de orgulloso desafío pintadaen el rostro, como si él la hubiera retadode alguna forma. Lucía el mismo atuendoque el día en que él había llegado.Moira Hayes trataba de pasar por unarecatada dama y lo cierto era que habíaconseguido su propósito. ¿Qué diabloshacía en su salón?, se preguntó Kenneth.

Pero ocultó su sorpresa y se inclinóante ambos. El hombre sonrió y seinclinó también ante él, como si rindiera

homenaje al príncipe Jorge o incluso almismo rey loco. Moira Hayespermaneció inmóvil y erguida, sinsiquiera tratar de hacer la reverenciaque exigían los buenos modales.

—¿Señor? —dijo Kenneth—.¿Señorita Hayes?

El hombre se presentó como sirEdwin Baillie, baronet de PenwithManor desde el desdichadofallecimiento de sir Basil Hayes y enausencia de un heredero directo vivo.Moira, según comprobó Kenneth sinmirarla directamente, no torció el gestoante esa escueta forma de despachar a supadre y a su hermano. Sir Edwin Baillie

estaba asimismo emparentado, a travésde su madre, con los Grafton deHugglesbury, quienesquiera que fueran.Sir Edwin miró con insistencia a suanfitrión, esperando claramente un gestode sorpresa ante dicha noticia. Kennetharqueó las cejas. ¿De modo que éste erael hombre con el que Moira iba acasarse? ¿Por qué había venido ellaaquí?

—Y os habéis referidocorrectamente a la señorita Hayes,milord —dijo sir Edwin con otraprofunda reverencia—. Pero espero quelo consideréis una cortesía por mi parteanunciaros a vos antes que a otra

persona, a excepción de lady Hayes, suestimada madre, que la señorita Hayesme ha hecho hoy el honor de acceder aconvertirse en lady Baillie en un futurocercano.

Esta vez Moira sí torció el gesto, node forma totalmente imperceptible.Kenneth fijó los ojos en ella. Su rostrohabía asumido de nuevo su expresión deorgulloso desdén, pero una cosa eraobvia para él. Este enlace no se basabaen ningún sentimiento amoroso por partede ella. ¿Y quién podía reprochárselo?Estaba claro que ese hombre era unpomposo cretino. Ella probablemente seestremecía de vergüenza bajo su

máscara de indiferencia. Bien.—Mis mejores deseos, señorita

Hayes —dijo Kenneth—. Yenhorabuena, señor. Por favor, sentaos,señorita Hayes. Pediré que nos sirvan elté.

Ella se sentó en la butaca máscercana, tiesa como un palo, con lasmanos apoyadas una sobre la otra en elregazo. Pese a su tensa postura, ofrecíaun aspecto airoso, pensó Kenneth.

—Es muy amable por su parte,milord —dijo sir Edwin aclarándose lagarganta con gesto un tanto teatral—.Especialmente dadas las circunstancias.

Maldita sea, pensó Kenneth. Ella

debió de contárselo a Baillie. ¿Unaconfesión antes del compromiso oficial?Unos cuantos encuentros clandestinos.Unos pocos besos. ¿Le había confesadotambién lo de los besos? Pero al parecerlas circunstancias a las que se referíaBaillie no eran las que pensaba Kenneth.Al parecer su señoría había sido muyamable al recibir a la bisnieta delhombre a quien su propio bisabuelohabía tenido que condenar a siete añosde destierro. Y extremadamente cortéspor su parte ofrecer a la joven una sillay una taza de té.

Durante un momento, cuandoKenneth la miró sorprendido, los ojos

de ambos se encontraron. Ella bajó lossuyos apresuradamente. Él sintió elimperioso deseo de soltar unacarcajada. Pero hubiera sido unagrosería.

—Como nuevo baronet de PenwithManor —continuó sir Edwin—, deboasumir por supuesto la responsabilidadpor todos los actos de mis predecesores,milord. Aunque personalmente no tengoculpa alguna, debo sin embargo pediroshumildemente perdón por el disgustocausado a vuestro ancestro al verseforzado a imponer justicia a uno de susvecinos más cercanos. Os pido perdónen nombre de lady Hayes y de la

señorita Hayes, aunque sin dudaconvendréis conmigo en que las mujeresno pueden ser culpadas por las perfidiasde sus parientes varones. No obstante,tanto a lady Hayes como a la señoritaHayes les aflige la enemistad que haexistido entre las dos familias durantevarias generaciones.

Moira se mordió el labio al tiempoque sus fosas nasales se dilatabanligeramente. Kenneth se preguntó si suprometido se daba cuenta de que estabafuriosa, y supuso que no. Las mujeres nopueden ser culpadas por las perfidiasde sus parientes varones. ¿Y por lassuyas propias? ¿Había hablado Moira a

Baillie sólo de sus respectivosbisabuelos? ¿No sobre lo ocurrido ochoaños atrás? Kenneth esbozó una mediasonrisa al observar que ella bajaba lamirada.

—Considero innecesario, señor —dijo—, que me pidáis perdón por algoque no os incumbe en absoluto.Considero innecesario que yo osperdone por algo que no me incumbe yque ocurrió hace tanto tiempo que yanadie lo recuerda. Pero si ello hace queos sintáis más cómodo, estoy dispuesto aconvenir en que ese episodio debe serperdonado y olvidado.

—Sois más que generoso, milord —

respondió sir Edwin—. Pero siempre hecomprobado que los miembros de laaristocracia se caracterizan por sugenerosidad de espíritu.

Santo cielo. ¿Y Moira iba a casarsecon ese tipo? Kenneth la miró de nuevo.Observó que la piel alrededor de suboca y su nariz estaba un poco pálida.Aún estaba furiosa. Él no pudo resistirla tentación de echar más leña al fuego.

—Y si es cierto que esa enemistados ha causado consternación, señoritaHayes —dijo—, permitidme asegurarosque todo está perdonado. No guardorencor a nadie. Podéis venir aquí cuandolo deseéis con lady Hayes o con sir

Edwin, que seréis bien recibida.Moira había madurado, pensó él al

cabo de un momento. Pese a estarfuriosa, se reprimía para no estallar.Ella le miró directamente a los ojos; éldudó que su prometido viera el venenoque reflejaban, y dijo con frialdad:

—Sois muy amable, milord. ¿Decísque me perdonáis? Me siento abrumada.

Sir Edwin Baillie, tal como Kennethhabía supuesto, no habría reconocido nila ira ni el sarcasmo aunque se hubierancrispado en un puño que le hubieragolpeado entre los ojos. Sonrió con airesatisfecho y se inclinó, primero anteMoira y luego ante su anfitrión.

—Yo también me siento abrumado—dijo—, por el feliz resultado de migesto de humildad. Mi querida madresiempre me enseñó, milord, comoseguro que vuestra estimada madre os loenseñó a vos, que la humildad y elorgullo van de la mano, que el hecho demostrar lo primero no obliga a uno arenunciar a lo segundo, sino que, antesbien, lo refuerza.

—Desde luego —respondióKenneth. Indicó al lacayo que entróportando la bandeja del té que ladepositara frente a Moira—. ¿Tendréisla amabilidad de servir el té, señoritaHayes?

Al parecer sir Edwin creía que larenovada amistad entre las familias quehabían estado distanciadas durantegeneraciones era suficiente excusa paraprolongar su visita más allá del límitede media hora que dictaba la buenaeducación. Fue Moira quien por fin selevantó al cabo de cuarenta minutos,apresuradamente pero con firmeza,cuando su prometido se detuvo pararespirar durante una prolija descripciónde la esmerada educación que habíaprocurado a sus hermanas pese a locostosa que le había resultado.

Kenneth los acompañó a la puerta yvio a Baillie ayudar a su novia a montar

en el coche e insistir en cubrirle laspiernas con una manta antes de montar éltambién y cubrirse las suyas con otra.Estaba convencido, según explicó a suanfitrión, que la mayoría de resfriadosinvernales se debían a viajar sin lasdebidas precauciones. Era preciso serprecavido.

Mientras observaba salir el carruajedel patio, Kenneth pensó que estabaobligado a devolver la visita. No habíapuesto nunca los pies en Penwith Manor.De niño se había colado en el parque ennumerosas ocasiones, al igual que SeanHayes se había colado en el parque deDunbarton, pero ninguno de ellos había

entrado en casa del otro. Y ahora MoiraHayes había estado en Dunbarton. Nocabía duda de que los tiempos habíancambiado.

No estaba seguro de desear que ellay él siguieran visitándose. Estaba muyseguro de no desear mantener ningúntrato social íntimo con su futuro esposo.Pero al parecer no podría evitarlo salvosi abandonaba Dunbarton. Cosa que noquería hacer. Durante los nueve últimosdías había descubierto algo. Habíadescubierto el rumbo que debía tomar suvida. Durante ocho años había vividogracias a su ingenio y de formapeligrosa. Después de vender su

nombramiento se había sentido inquietoy deseoso de vivir más aventuras. Perosu inquietud se debía a su deseo deregresar a casa.

Era una lástima que su casaestuviera tan cerca de Penwith y que ellafuera a casarse con el dueño de lamisma. Y era una lástima, a fin decuentas, que el pasado no hubieramuerto del todo, que no estuviera deltodo perdonado u olvidado, pese a loque habían dicho aquí hacía media hora.

Su madre había invitado a unosamigos a Dunbarton, unos amigos que,curiosamente, tenían una joven hija, lahonorable señorita Juliana Wishart. Su

madre incluso había mencionado elnombre de la joven en una carta que lehabía escrito. Preparando el terreno.Haciendo el papel de casamentera conescasa sutileza. Lo que a él le habíasorprendido era el hecho de que eso nole hubiera alarmado. Comprendió queestaba dispuesto a echar un vistazo a esajoven. Había regresado a Dunbartondespués de mantener numerosasrelaciones sexuales. Quería quedarseaquí. Pero si se quedaba, quizá debíaestar dispuesto a sentar cabeza. Quizáshabía llegado el momento de casarse.

Moira Hayes, pensó al regresar alrelativo calor del interior de su casa,

había escuchado hoy la proposición quele había hecho un cretino y habíaaceptado. Iba a convertirse en una mujercasada y quizás él sería pronto unhombre casado. Serían vecinos y sevisitarían de vez en cuando, aunqueconfiaba en que no a un nivelexcesivamente familiar. En todo caso,pensó malhumorado, era una realidad ala que debería acostumbrarse. Sus ochoaños con el ejército Peninsular le habíanenseñado que uno podía acostumbrarse acasi todo.

Y la familiaridad, según decían,engendraba no desprecio, sinoindiferencia. Quizá llegaran a sentir

indiferencia uno hacia el otro y aolvidarse de la inquina y la hostilidad.

Capítulo 4

La condesa de Haverford llegó aDunbarton unos días después de que sirEdwin Baillie se hubiera presentado allíde visita con su prometida. Con ellallegaron su hija y el marido de ésta, elvizconde de Ainsleigh, y sus dos hijospequeños. Antes de que transcurrieranveinticuatro horas todo Tawmouth y elárea circundante se había enterado delhecho. Y, como es natural, cada díallegaban más invitados.

El mes de diciembre trajo uninusitado e interesante revuelo a este

remoto rincón de Cornualles. Puesincluso antes de la llegada de lacondesa, se había extendido la noticiade que sir Edwin Baillie de Penwithhabía ido a visitar al conde deHaverford, ¡y había sido recibido! Él yla señorita Hayes incluso habían sidoinvitados a tomar el té con su señoría. Yéste había sido el primero en enterarsedel compromiso entre sir Edwin y laseñorita Hayes.

—Todo es muy gratificante —dijo laseñorita Pitt, enjugándose una lágrimade la esquina del ojo con un prácticopañuelo de algodón.

Y así era. Pues no sólo iba la

señorita Hayes a hacer un matrimonioventajoso, y no sólo había concluido lalarga disputa entre Dunbarton y Penwith,sino que todos podían hablar librementede los temas que más les fascinaban enpresencia de las damas de Penwith.

Y también en presencia de sirEdwin, por supuesto, el cual semostraba muy afable. Es más, había sidosir Edwin el primero en mencionar —eincluso abundar en ello con todo lujo dedetalles— la visita que había hecho a suseñoría, la generosa disculpa que lehabía ofrecido por pasados agravios y laelegancia con que su señoría le habíaperdonado tanto a él, como flamante

baronet de Penwith, como a la señoritaHayes, como descendiente directa delauténtico —si Edwin se detuvo paratoser delicadamente— malhechor. Lahumildad, les explicó, no estaba reñidacon el orgullo, sino que más bien locomplementaba. Su madre, en susabiduría —había sido una Grafton deHugglesbury, por supuesto— se lo habíainculcado cuando era un niño.

La señora Finley-Evans felicitó a sirEdwin por su sensatez y su valor. Laseñorita Pitt felicitó a la señorita Hayespor el feliz desenlace de un tristepasado. La señora Harriet Lincoln, lamejor amiga de Moira, le dio una

palmadita en el brazo y habló en tonoquedo, por debajo del nivel de laconversación que las rodeaba.

—Pobre Moira —dijo—. Vas atener que echar mano de toda tupaciencia, querida.

Moira no creyó que Harriet serefiriese a la reconciliación que se habíaproducido en Dunbarton hacía unos días.

Las conjeturas sobre el bailenavideño en Dunbarton fueron enaumento. Pero en términos generales,aunque hablaban de ello sin cesar, todoel mundo estaba de acuerdo en que nohabía duda de que se celebraría. ¿Cómoiba a divertir sino su señoría a sus

invitados? Y en Dunbarton había unsalón de baile espléndido. La señoraTrevellas se preguntó si tocarían unosvalses en el baile de Dunbarton, perosus contertulios despacharon semejanteidea de inmediato. En las reunionescelebradas en Tawmouth hacía unosmeses, habían incluido entre los bailesdos valses, los cuales habíanescandalizado, entre otros, al reverendoFinley-Evans. La intimidad de unhombre bailando exclusivamente conuna mujer, con una mano apoyada en lacintura de ésta y la otra sosteniendo lamano de su pareja mientras la mujerapoyaba su mano libre en el hombro de

él, había escandalizado a la señorita Pitthasta el extremo de que su sobrina habíatenido que reanimarla con ayuda de lavinagreta de la señora Finley-Evans. SirEdwin Baillie sólo había oído hablar deese baile, pero lo que había oídobastaba para convencerle de quededicaría todas sus energías a proteger asu madre, a sus hermanas y —añadióinclinándose ante Moira— a suprometida contra una influencia tanperniciosa.

No, nadie alcanzaba a imaginar quela madre de su señoría permitiría eseescandaloso baile por más que su hijo,siendo como era un hombre joven,

hubiera importado unas ideas tanmodernas de España y de Francia. Todoel mundo sabía que los españoles y losfranceses eran más libertinos que losingleses.

Moira no tenía opinión que ofreceral respecto. Le tenía sin cuidado sitocaban unos valses o no en el baile deDunbarton, suponiendo que hubierabaile en Dunbarton. Confiaba en que nose celebrara. Y confiaba de todocorazón que en caso de que se celebrara,no enviaran una invitación a Penwith.Confiaba en que el conde de Haverfordno cultivara la amistad que sir Edwinhabía tratado de entablar con él.

Confiaba en que los ignorara a ambosaunque fuera una grosería.

Pero toda esperanza que pudieratener Moira de que el condeconsideraría la visita de sir Edwin unasimple impertinencia se fue al trastecuando éste les devolvió la visita unatarde poco después de que tres señoras,que habían compartido un carruajedesde Tawmouth, se hubieran marchado.Vino solo y envió su tarjeta de visita ala sala de estar, donde sir Edwin sehallaba felicitando a las señoras por ladeliciosa conversación de sus

amistades.—Ah —dijo al mayordomo—,

conduce a su señoría aquí, y no le hagasesperar. Y pide que suban otra bandejade té. Os complacerá, señora —añadióinclinándose ante lady Hayes—, poderocupar por fin el lugar que oscorresponde en sociedad. Comprobaréisque su señoría tiene unos modales muyrefinados.

Comoquiera que su señoría sehallaba ya en el umbral y oyó elencendido elogio que sir Edwin le habíadedicado, Moira se estremeció para susadentros. Observó que el conde alzabauna altiva ceja sobre el nivel de la otra,

pero hizo una cortés reverencia a sumadre, interesándose por su salud, y aella. Su madre, observó Moira, semostraba muy nerviosa. Su señoríaocupó la butaca que le ofrecierondespués de que las señoras se sentaran yprecedió a responder a las detalladas eimpertinentes preguntas de carácterpersonal que le hizo sir Edwin sobre sumadre, su hermana, su sobrino y susobrina.

—En efecto —dijo en respuesta a lasugerencia de sir Edwin—, mi hermanase casó con un magnífico partido. Mispadres aprobaron su excelente elección.

Sus ojos de color gris claro —Moira

nunca había comprendido cómo podíanser al mismo tiempo pálidos ypenetrantes, pero siempre habían sidoambas cosas, y a menudo fríos— sefijaron en los de ella y ambos se mirarondurante unos momentos. Sus palabrashabían contenido decididamente unmensaje, pensó ella, más allá de susignificado. La joven se tensó,indignada. Un matrimonio entre ladyHelen Woodfall y Sean Hayes habríasido del todo inconveniente, habíainsinuado su señoría con toda claridad,y sus padres no lo habrían aprobado.

Moira alzó el mentón indicándolecon no menos claridad y en silencio que

al menos en ese punto estaba totalmentede acuerdo con él. Los ojos del condedejaron entrever que había captado sumensaje antes de desviar la vista pararesponder a la siguiente pregunta de sirEdwin. ¡Cómo se atreve!, pensó ellasintiendo que el pulso le latía con furia.Pues el mensaje debió de ser tan claropara su madre como para ella.Precisamente esta mañana su madrehabía comentado que debieron informara sir Edwin que la enemistad entre lasdos familias no se basaba sólo en lo quehabía sucedido hacía variasgeneraciones. Y esto que su madre nosabía de la misa la media.

Él siguió conversando con sir Edwincomo si tanto la ocasión como laconversación le parecieran sumamenteagradables. Hizo gala de una educacióny unos modales perfectos, y el atuendoque lucía era de muy buen gusto. Y, porsupuesto, estaba aún más guapo quehacía ocho años, suponiendo que esofuese posible. Alto, con unos poderososmúsculos en los lugares estratégicos,rubio, de rasgos armoniosos, exhalabaasimismo un aire de aplomo y autoridadque le confería un aura casi irresistiblede masculinidad…, y de arrogancia.Cuánto debió complacerle venir aquí ydesempeñar su papel de dueño y señor

ante todos ellos, demostrar susuperioridad en todos los aspectos sobresir Edwin.

Moira tardó quince minutos enpercatarse del intenso resentimiento yodio que sentía hacia él. Para entoncesera demasiado tarde para tratar deocultarlo, para convencerse de que elpasado había muerto. Era Sean quienhabía muerto, no el pasado. Era injusto,se dijo. Totalmente injusto.

El conde se levantó para marcharsedentro del límite de tiempo aceptable;incluso en ese detalle, mostraba unosmodales impecables. Hizo unareverencia a las damas y se despidió de

sir Edwin con una inclinación decabeza.

—Dentro de unos días enviaré unatarjeta —dijo—, invitándoles a los tresal baile que celebraremos en DunbartonHall la noche después de Navidad.Confío en que asistan.

Sir Edwin le dio las más efusivasgracias y le aseguró que la lista deinvitados de su señoría se vería realzadacon la presencia del baronet de Penwith.Lady Hayes se limitó a hacer unareverencia y Moira supuso que su madreestaba firmemente decidida a no cruzarjamás el umbral de Dunbarton Hall. Encuanto a ella, no creyó necesario

responder a la invitación. No tenía lalibertad de su madre. De hecho, sedespreciaba por la breve emoción quehabía sentido ante la idea de asistir algran baile. Estaba segura de que lasreuniones de Tawmouth no podíancompararse con el baile que planeabanofrecer en Dunbarton.

—Señorita Hayes —dijo el condede Haverford—, espero que tengáis laamabilidad de reservarme un vals, conpermiso de vuestro prometido, claroestá.

El prometido de Moira, abrumadopor el honor que el conde acababa deconceder a su futura esposa, dio su

permiso con una elegante reverencia.Aunque era lo correcto, comentó en vozalta, puesto que eran vecinos yDunbarton y Penwith eran sin duda laspropiedades más extensas e influyentesde esta zona de Cornualles.

—Gracias, milord —dijo Moira envoz baja, reprimiendo su ira en suagitado corazón y sus rodillas queapenas la sostenían.

Había contemplado esos valses enlas reuniones del pueblo, aunque nuncahabía participado en ellos. Y nocompartía las censuras que vertían sobreese baile los elementos de más edad yrígidos de la comarca. Le había

parecido el baile más maravilloso yromántico que se había inventado jamás.Había soñado con bailarlo y se habíareído de sí misma por ser todavía capazde albergar esos sueños juveniles a suedad.

Pues bien, todo indicaba quebailaría el vals. En el baile deDunbarton. Con el conde de Haverford.Sus fríos ojos se fijaron en los de ellacuando volvió a inclinar la cabeza. Ellale dirigió una media sonrisa. Pero estabaconvencida de que él sabía que esasonrisa no era de satisfacción o gratitudsino una sonrisa desdeñosa. Él le habíapedido un vals y ella había aceptado,

porque aunque ambos sentían unaprofunda antipatía mutua no podían dejarde desafiarse el uno al otro.

—Mi madre siempre ha sostenido —dijo sir Edwin cuando se quedó denuevo a solas con las damas—, que unono debe juzgar nada basándose sólo ensu reputación, sino que debe observarlopor sí mismo. Ahora veo que habíajuzgado injustamente el vals. Si suseñoría no tiene inconveniente enincluirlo en el programa musical delbaile en Dunbarton, debe de serirreprochable. A fin de cuentas, sumadre estará presente. Querida señoritaHayes, si disculpáis la familiaridad de

este trato, espero que comprendáis elhonor que su señoría me concede alsolicitar vuestra mano para un vals en elbaile que se celebrará en Dunbarton. Nosólo seremos vecinos y mantendremosuna relación cordial, sino que seremosamigos. Y todo porque no tuve reparo enhumillarme. Estimada señora —añadióinclinándose ante lady Hayes—, osfelicito.

Lady Hayes se limitó a mirar a suhija arqueando las cejas.

—¿Cómo dices, querido?La condesa de Haverford, sentada

ante su pequeño escritorio en labiblioteca de Dunbarton, se detuvo conla pluma suspendida sobre uno de loselegantes tarjetones en el que habíaestado escribiendo cuando su hijo habíaentrado hacía unos momentos en lahabitación. La vizcondesa de Ainsleighestaba sentada junto a ella, sosteniendouna lista de nombres, la mayoría de loscuales habían sido tachados.

La expresión de su madre indicó aKenneth que no es que no hubiera oídolo que él había dicho, sino que no dabacrédito. Él repitió lo que acababa dedecir.

—Quiero que hagas el favor de

incluir una invitación a lady Hayes, a laseñorita Hayes y a sir Edwin Baillie dePenwith Manor, estimada mamá —dijo.

—Supuse que habías dicho eso —respondió la condesa—. ¿Te pareceoportuno, querido? Quizás hayasolvidado…

—No, claro que no, mamá —contestó él—. No he olvidado nada.Pero sir Basil Hayes ha muerto, al igualque papá, y el nuevo dueño de PenwithManor es un pariente lejano. Además, havenido a visitarme aquí. Está prometidocon la señorita Hayes.

—¿Que ha venido a visitarte? —preguntó la condesa frunciendo el ceño

—. ¿Y tú le recibiste, Kenneth? Confíoen que al menos viniera solo.

—Le acompañaba la señorita Hayes—respondió él—. Y yo les recibí. Hallegado el momento de poner fin a esavieja disputa, mamá.

Su hermana, observó, se habíapuesto rígida como un palo.

—No es precisamente una viejadisputa, Kenneth —terció éstasecamente—. Si recuerdas, ha habidovíctimas recientes.

—Es mejor olvidarlo —replicó él.—¡Olvidarlo! —Su hermana se rió y

miró de nuevo su lista—. ¿Sabías que élhabía muerto? ¿Sabías que había caído

en el campo de batalla?—Sí —respondió él en voz baja.—Cabría decir, si una quisiera ser

cruel —terció la madre de ambossecamente—, que ese joven merecía esasuerte y que podría haber tenido un finpeor que morir como un héroe. Pero¿qué puede esperarse de un Hayes?

—Por favor, no te alteres, mamá —dijo Helen. Miró de nuevo a su hermano—. Preferiría no ver a Moira Hayesaquí, Kenneth. Ni a lady Hayes. Por elbien de mamá.

—Ya las he invitado —respondió él—. Fui a visitarles esta tarde. Habríasido una descortesía no devolver la

visita de sir Edwin Baillie, y unagrosería inaceptable omitirlos de la listade invitados al baile después de que ésteviniera a presentarme sus respetos.

—Me pregunto —dijo su hermanacon cierta aspereza—, si la cortesía fuetu único motivo, Kenneth. Tiempo atrásestuviste enamorado de ella. No creasque no lo sé.

—Tenemos mucho que hacer, Helen—dijo la condesa secamente—. Añade asir Edwin Baillie y a las señoras dePenwith a la lista.

—Si saben lo que es el buen gusto—dijo Helen—, declinarán lainvitación. Pero no creo que sepan lo

que significa el buen gusto.Helen no era una persona rencorosa,

pensó Kenneth. Existía un indudablecariño entre ella y Ainsleigh y no cabíala menor duda de que amaba a sus hijos.Pero estaba claro que llevaba dentro desí sus propios demonios del pasado. Éljamás había sabido lo que su hermanahabía sentido exactamente por SeanHayes, si amor, afecto o ninguna de esascosas. Sean era un joven encantador ypor razones que sólo él conocía habíadecidido encandilar a Helen. Más tardeella había negado haber accedidovoluntariamente a fugarse con él y habíaaceptado con resignación que sus padres

la enviaran a casa de una tía. Un añomás tarde se había casado conAinsleigh. Había guardado en secretosus auténticos sentimientos hacia Sean.Pero hacía unos minutos le habíapreguntado si sabía que Sean habíamuerto. ¿Cuánto había significado esamuerte para ella? ¿Y cómo lo habíaaveriguado?

—No podemos contar con que larechacen —dijo él—. Sir Edwin Baillieparece decidido a mostrarse afable ycordial con nosotros, y la señoritaHayes va a ser su esposa. Debemostratarlos con amabilidad cuando asistanal baile. Ésta es una nueva era, y deseo

comenzarla con otro talante. No quierotener unos vecinos que viven apenas acinco kilómetros de aquí cuya existenciadebemos ignorar. No quiero que mihijos y los suyos se vean obligados atomar la difícil decisión de obedecer asus padres o entablar una amistadclandestina entre ellos. Ya basta de esto.

La condesa arqueó las cejas.—Sean Hayes ha muerto —dijo él

—, al igual que sir Basil Hayes. Y sirEdwin Baillie tiene un talante muydistinto.

Su madre siguió mojando su plumacon determinación en el tintero cuandoél abandonó la habitación y cerró la

puerta tras él. ¿Qué le había inducido apedir a Moira Hayes que le reservaraunos valses?, se preguntó. No deseabahacer más que lo estrictamente necesariocon respecto a ella. Desde luego notenía ningún deseo de tocarla. Esta tardeiba vestida de forma muy recatada.Incluso llevaba un gorro, que por algunarazón a él le había irritado. Se habíacomportado con discreción y decoro yhabía conseguido mostrar un aire dedignidad pese a las grotescaspomposidades e impertinencias de suprometido. Y sin embargo estabaconvencido de que, pese a lasapariencias, detrás de esa distinguida

fachada se ocultaba una apasionadafemineidad. Quizás estuvieraequivocado. Probablemente lo estaba.Moira era una solterona de veintiséisaños, quien se disponía a contraer unmatrimonio tan conveniente comoaburrido con un pomposo cretino. Desdeluego, entre ellos había habido una iraoculta y una extraña y silenciosacomunicación. Eso había sidoabsolutamente real.

No deseaba tocarla. No queríaarriesgarse a dar rienda suelta a algoque ni siquiera estaba seguro de queexistía. O quizá, pensó sorprendido, eraél, no ella, quien ocultaba una emoción

latente en su interior. En tal caso, notenía que preocuparse. Hacía mucho quehabía aprendido la disciplina delautocontrol.

Bailaría el vals con ella. Sepreguntó si conocía los pasos y confióen que no los conociera. Era un bailedemasiado íntimo para bailarlo conalguien que conociera los pasos…, yalguien a quien uno temía tocar.

Cuando Moira fue a entregar unascestas que contenían bollos y pastelesnavideños a algunas de las familias máspobres de Tawmouth la víspera de

Navidad, fue sola, acompañada sólo poruna doncella. La excursión le procuró laansiada sensación de libertad pese a quesir Edwin había insistido en que sellevara a la doncella y el carruaje en quesolían ir al pueblo. Edwin estabademasiado ocupado escribiendo cartasnavideñas a su madre y a cada una desus hermanas para acompañarla élmismo, por lo cual se disculpóprofusamente. Lady Hayes estabaocupada con la cocinera y los budinesde Navidad.

Hacía un día espléndido, pensóMoira, aunque los pescadores habíanpronosticado que nevaría en los

próximos días. El cielo azul estabatachonado de vaporosas nubes, lascuales permitían de vez en cuando queluciera el sol. Soplaba un viento fresco,pero no excesivamente frío ni violentopara esta época del año. Habría sido undía perfecto para ir caminando hasta elpueblo por el valle. Pero debido alsentido del decoro de su prometido,Moira se había visto obligada a ir alpueblo en el coche, con un ladrillocaliente a sus pies y las piernascubiertas con una manta. Se preguntó sidespués de la boda sir Edwin lepermitiría alguna vez ir andando a algúnsitio. Ese pensamiento, que no dejaba de

ser divertido, le produjo no obstantecierta inquietud. Aunque sir Edwin noera un hombre de mal carácter, era casiimposible llevarle la contraria.

La doncella tenía una hermanacasada en Tawmouth y se mostróencantada cuando la señorita Hayes lepropuso que fuera a visitarla cuandoentregaran todas las cestas. Moira seproponía visitar a Harriet Lincoln yquizá convencerla para ir de tiendas.Pero la tentación de gozar del aire libreera demasiado fuerte. Como unacolegiala que hace novillos, echó aandar apresuradamente por la calle quela conduciría al rompeolas, una

estructura de granito que le llegaba a lacintura y que señalaba el fin de lacarretera del valle y protegía alcaminante incauto de caer a la playa quehabía más abajo. Entonces apoyó lasmanos sobre el muro y aspiróprofundamente el tonificante airemarítimo.

A sus pies, la dorada playa seextendía a ambos lados. Unospescadores trabajaban en sus botesamarrados junto al largo embarcaderode piedra situado a la derecha, pero laplaya emanaba un tentador aire desoledad. La marea estaba baja. Unasgaviotas chillaban y revoloteaban en lo

alto. Debería dar media vuelta ydirigirse a casa de Harriet, pensó Moira.Pero en lugar de ello se encaminó haciala única abertura que había en el muro.Al otro lado de ésta había unosescalones construidos contra el muroque conducían a la playa.

Normalmente, Moira no habríavacilado. ¿Tenía que hacerlo ahorasimplemente porque sabía que a sirEdwin Baillie le disgustaría? Más quedisgustarse, le soltaría un largo sermónsobre las lecciones que le habíainculcado su madre de pequeño.Después de reiterarle una y otra vez surespeto y consideración hacia ella, le

recordaría sus obligaciones como damade alcurnia y prometida del baronet dePenwith. ¿Tendría ella que doblegarse asu voluntad el resto de su vida? ¿Nopodría conservar un mínimo deindependencia, de amor propio? Estoera Cornualles. No había nada malo enque paseara sola por una playa desiertaen Tawmouth. Y así se lo diría concalma pero con firmeza si él llegaba aaveriguar la verdad. Pues la verdad eraque ya había empezado a descender porlos escalones que conducían a la playa.

Siempre le había encantado la playa,tanto como terreno de juegos como unlugar donde dejar correr su imaginación

y soñar. Solía venir a menudo con Sean.Sus padres eran personas bastantetolerantes, y les permitían más libertadde movimiento del que gozaban muchosniños. Construían castillos de arena,cogían conchas, chapoteaban en el aguay se perseguían el uno al otro chillandode risa, de frustración o de puraexuberancia. Y a veces se encontrabancon Kenneth más allá del promontorio,donde había una recóndita cala que nose veía desde el pueblo o el malecón, yKenneth y Sean cambiaban insultos hastaque se ponían a jugar a contrabandistas ya piratas, unos juegos que entrañabanduelos de espada con trozos de madera

de deriva que arrastraba la corriente yescaladas por la cara del acantilado. AMoira siempre le ordenaban queexplorara las charcas en busca de algointeresante, que vigilara o simplementeque se portara bien. A menudosospechaba que esos encuentros no eranfortuitos, sino que los dos chicos losplaneaban.

De niña adoraba a Kenneth, el guapoy rubio muchacho de Dunbarton, a quientenían rigurosamente prohibido siquierasaludarles. Ella le observaba mientrasjugaba con Sean, imaginando que sevolvería hacia ella y la invitaría a jugarcon ellos, pues deseaba participar en sus

juegos. Pero nunca lo hacía. Ella era unachica, de cuya existencia ni siquieraparecía percatarse. Hasta mucho mástarde, claro está.

Posteriormente, después de que élpasara unos años en un internado fuera,durante una de sus vacaciones escolares,ella se había encontrado con él allí asolas. No recordaba dónde se hallabaSean. Sabía que ella había dejado a suinstitutriz en el pueblo, haciendo unascompras que le había encargado sumadre, que había rodeado elpromontorio y que al entrar en la cala lehabía visto allí, sentado en una roca,como sumido en una ensoñación. Al

principio él la había mirado sinreconocerla pero con evidenteadmiración. Luego la había reconocido.Y le había sonreído. Por primera vez ensu vida.

Qué jovencita tan tonta. Quéjovencita tan tonta había sido paradejarse encandilar por su belleza y suencanto varoniles. Se había sentidohalagada. Y se había enamoradoperdidamente de él.

Moira se encaminó hacia la cala,recordando. Cuántos recuerdos. Hacíanque se sintiera vieja, insulsa. No habíapensado que su vida llegara a esto, aconvertirse en una mujer de cierta edad

a punto de contraer un matrimonio deconveniencia con un hombre al que aduras penas toleraba. Pero no, no setrataba tanto de que fuera una mujer decierta edad, sino que ahora era unamujer madura que había aprendido quela realidad de la vida y el sueño de lavida que una tenía de joven constituíanpolos opuestos. La vida no era tanterrible ahora. No estaba en la miseria.Nadie la maltrataba. Ella no…

Se detuvo de repente, clavada en elsitio, atemorizada al ver a un gigantescoperro negro aparecer corriendo más alládel promontorio. Al verla el animalechó a galopar hacia ella, emitiendo

unos feroces ladridos. Ella siemprehabía temido a los perros. Éste era másparecido a un monstruo que a un perro.Si ella hubiera sido capaz de moverse,habría dado media vuelta y habría salidohuyendo aterrorizada. Pero ni siquiera elinstinto de supervivencia consiguió queechara a correr.

Capítulo 5

—Nelson!La orden impartida con tono

autoritario era perfectamente audible através de los ladridos. Sólo podíaproceder de la garganta de un hombreacostumbrado a hacerse oír a través deunos ruidos más ensordecedores.

El perro aminoró el paso a un troteligero, girando alrededor de Moira yladrando de forma menos amenazadora.

—¡Siéntate! —le ordenó la mismavoz, y Nelson se sentó, con la lenguacolgando de sus fauces mientras jadeaba

y miraba a Moira sin pestañear.Ella apretó los dientes, como si al

hacerlo pudiera impedir que sedesintegrara en varios pedazos. Noapartó la vista del perro aunque sucerebro había empezado a decirle aquién pertenecía esa voz, como si ella lehubiera conjurado con su caprichosamemoria. Su cerebro también lerecordaba que estaba sola, sin siquierala presencia respetable de una doncella,al igual que lo había estado durante suprimer encuentro con él en el acantilado.

—No os habría atacado. —En estoaparecieron dos botas altas de colornegro, así como la parte inferior de un

gabán—. No sin que yo se lo ordenara.Ella alzó los ojos. Él se hallaba a

pocos pasos, con las manos enlazadas ala espalda. Estaba solo, al igual queella.

—¿No sin que vos se lo ordenarais?—preguntó ella—. Y si lo hubieraishecho, ¿me habría despedazado?

—Os habría sujetado con lasuficiente fuerza para impedir que vosme atacarais a mí —respondió él, sumedia sonrisa haciendo que parecieramás arrogante de lo habitual.

—En tal caso doy gracias —dijoella— de que esté tan bien entrenadocomo para no atacar primero y esperar

luego vuestra orden.—No habría salido de España —

dijo él—. Cometí el error de darle decomer allí cuando era sólo uno de tantosperros callejeros. A partir de entoncesme seguía a todas partes con encomiabledevoción. Pero yo le impuse ciertascondiciones si quería permanecer a milado. Jamás ha atacado a nadie sin mipermiso. Pero me ha salvado la vida enmás de una ocasión.

—Me estremezco al pensar —dijoella— qué fue de aquellos de quienes ossalvó.

—No os lo diría aunque me lopreguntarais —respondió él—. Más

vale que no lo sepáis.Ella se enojó consigo misma por

permitir que su temor la paralizara y porel hecho de que él fuera testigo de ello.

—¿Y os parece justo, milord —lepreguntó—, permitir que esa bestiaendurecida por la guerra correteelibremente por una nación desprotegida?

—Señorita Hayes —respondió élcon un tono que denotaba arrogancia yacaso también contrariedad—, la naciónestá llena de millares de esas bestias, lamayoría de dos patas, ignoradas yrechazadas por un país por cuyo honor ylibertad combatieron en un infierno. Porfortuna, la mayoría de ellas, como

Nelson, conoce un par de cosas sobredisciplina y acatar órdenes.

Nelson, cansado de permanecersentado, se acercó a Moira y restregó elmorro contra su mano enguantada.

—¿Seguís temiendo a los perros,Moira? —inquirió el conde deHaverford cuando ella retiróapresuradamente la mano—. ¿Inclusocuando se acercan para disculparse yhacerse amigos de vos?

—No, claro que no.Ella dio una palmadita al perro en la

cabeza sintiéndose muy orgullosa de símisma. De niño él iba siempreacompañado de un perro. Ella siempre

se había mantenido a una distanciaprudencial de él, aunque recordaba a unpequeño y simpático chucho que solíasaltar sobre ella y lamerle la cara.

Nelson la miraba con sus ojosinteligentes y restregaba el morro contrasu mano para que le siguieraacariciando. Ella le pasó la mano entrelas orejas. Se sentía avergonzada y nosabía qué decir. Deseaba escapar.¿Debía despedirse de él y seguiradelante? ¿O regresar por donde habíavenido? Debió hacer alguna observaciónsobre el tiempo, pensó cuando elsilencio se prolongó demasiado, perohacerlo ahora resultaría ridículo. ¿Por

qué había cedido a la tentación de bajara la playa?

—¿Por qué habéis venido aquí sola,Moira? —preguntó él.

La indignación sustituyó albochorno. Ella le miró. Bastaba con quesir Edwin le recordara su rango comodama de alcurnia. Se había vistoobligada a bajar al valle cubierta demantas y ladrillos calientes en uncarruaje cerrado, acompañada por unadoncella.

—Porque he querido —replicó—.¿Por qué habéis venido vos aquí solo,milord?

—Porque tengo la casa llena de

invitados que necesitan que lesentretenga —dijo—. Y porque hoycomienzan los festejos navideños enserio y tengo fundados motivos parapensar que durante la semana que vieneno dispondré de un momento para míque no me roben. Porque me heacordado de que Nelson necesitabahacer ejercicio y supuse que ninguno demis invitados, y menos las señoras,querrían acompañarnos. Todos le temen.Es absurdo, ¿verdad?

Quizá, pensó ella, esas invitadasfemeninas harían bien en temerlo a él.Aunque hablaba con una media sonrisa,como si bromeara, había algo peligroso

en él, una cierta frialdad en sus ojos.Había cambiado, pensó ella. No era elKenneth que ella había conocido. Estehombre se había enfrentado a la muerte,la había visto de cerca, había matado yquizá se había vuelto indiferente a ella.Era un hombre que había comandado aotros hombres y, no tenía ninguna duda,se había hecho temer por ellos. Y, sinembargo, ya de niño le gustaba ir aveces a un lugar donde pudiera estarsolo. De no ser así, Sean no le habríaconocido. Ella no le habría conocido.Pero en aquellos días sus ojos erandulces y soñadores.

Ella bajó la vista para mirar a

Nelson y le dio otra palmadita.—He estado ocupada con los

preparativos navideños —dijo—, yrecibiendo a visitas en relación con micompromiso matrimonial. Me estoyadaptando a la presencia de un extrañoen Penwith, un extraño que es asimismoel dueño y señor de este lugar, y miprometido. He venido a Tawmouth estamañana para entregar las cestas deNavidad. Necesitaba disponer de unpoco de tiempo para mí. ¿Sabéis loaburrido que resulta que a una le sigasiempre una doncella como una sombra?

—Supongo —respondió él—, queserá por vuestra seguridad.

Ella tuvo una inquietante sensaciónd e déjà vu. Le había hecho esa mismapregunta en otra ocasión. Y él habíarespondido con las mismas palabras…,antes de besarla. Moira le mirósorprendida.

—¿De modo que no estoy segura convos? —preguntó.

Él la miró con una expresióncontrolada, con ojos fríos. Pero éstosdescendieron para fijarseinconfundiblemente en su boca duranteunos momentos.

—Estáis absolutamente segura —respondió.

No, no lo estaba.

—Debo regresar a Tawmouth —dijoella de repente—, para recoger a midoncella y mi carruaje.

Él arqueó ambas cejas.—No me ofrezco para acompañaros,

señorita Hayes —dijo—, pero juro queno informaré de vuestra pequeñaescapada a sir Edwin Baillie. Imaginoque no le complacería.

Ella abrió la boca para replicarsecamente que le tenía sin cuidadocomplacer a su prometido. Pero estabaprometida con él y le debía lealtad.

—Buenos días, milord —dijo, y diomedia vuelta para echar a andar por elrompeolas. El conde de Haverford y

Nelson se quedaron donde estaban obien entraron de nuevo en la cala. Ellano se volvió para comprobarlo.

Moira tenía la incómoda y erróneasensación de que había ocurrido algoíntimo entre ellos, que había sido unencuentro culpable y clandestino, algoque debía ocultar a toda costa a sirEdwin e incluso a su madre. Él le habíamirado la boca y ella la de él…

En Dunbarton había un exceso de lastípicas decoraciones de hoja perennedebajo de las cuales era costumbrebesarse en Navidad. O, para ser más

precisos, dado que dichas decoracioneseran al menos claramente visibles y portanto podían evitarse, había demasiadasramitas de muérdago colgadas en todasuerte de lugares, con el mismopropósito, y demasiadas mujeresesperando a que los caballeros incautosse detuvieran debajo de las mismas.Aunque un par de damas —las másjóvenes y bonitas— se quejabanconstante e hipócritamente de locontrario.

Antes de que concluyera el día deNavidad, Kenneth había besado a todaslas mujeres que había en la casa, aexcepción de las sirvientas, al menos

una vez. Había besado a sus primas, queno cesaban de reírse tontamente, a sustías, que sonreían con afectación, y a sustías abuelas, que fingían timidez. Habíabesado a su sobrina, la cual había hechoun mohín de disgusto. Había besado a laseñorita Juliana Wishart, que se habíaruborizado. De hecho, la había besadotres veces, aunque ninguna por voluntadpropia.

Era muy bonita, con un pelo rubiocomo el suyo, unos ojos grandes y azulesy unos labios trémulos que parecían uncapullo de rosa. Tenía una atractivafigura curvilínea y vestía de formaelegante y costosa. Tenía buen carácter y

sonreía con frecuencia. Era sumisa y enedad casadera, y sus padres, el barón ylady Hockingsford, estaban más quedeseosos de casarla. El cortejo habíacomenzado, y todo el mundo enDunbarton, desde su madre hasta elúltimo invitado, parecía apoyarlo ycolaborar en él.

Ella tenía diecisiete años. Era unaniña. Él no podía contemplarla comootra cosa. Besarla era como besar a susobrina, aunque potencialmente máspeligroso. Uno no besaba a unajovencita de diecisiete años tres veces,ni siquiera debajo del muérdago, sinsuscitar esperanzas y conjeturas.

Después de besar a la señoritaWishart tres veces, Kenneth tuvo laincómoda sensación de habersedeclarado de alguna forma, o que estabaobligado a hacerlo. La chica se habíasentado a su lado en el banco de laiglesia y había regresado a casa en sucarruaje con la madre de él y la suya, ycon él, por supuesto. Se había sentadojunto a él en la cena navideña y mástarde había sido su pareja cuando habíanjugado a las cartas antes de formar partede su equipo en el juego de charada. Unade sus tías incluso se había referido aella como «tu querida señorita Wishart,querido Kenneth».

¿Su querida señorita Wishart?Él había estado más que dispuesto a

echar un vistazo a la joven, aconsiderarla una posible candidatacomo esposa. Pero después de echarleun vistazo, la había rechazado. No seimaginaba conviviendo con esa chica elresto de su vida, convertirla en sucompañera. Y no se imaginabamanteniendo relaciones conyugales conella, como tampoco se imaginabahaciéndolo con su sobrina u otra niña.Su madre había sugerido que el bailenavideño sería una ocasión perfectapara anunciar su compromiso. Lamayoría de miembros de la familia y

vecinos estarían presentes. La primaverasería una época ideal para la boda. Actoseguido le había sugerido que pasarauna hora durante la tarde, antes delbaile, con lord Hockingsford.

—Lady Hockingsford ha sido miamiga íntima desde que nos pusimos delargo juntas —dijo—. Esto es algo queambas hemos deseado e incluso noshemos atrevido a planear desde quenació Juliana. Harías que las dos nossintiéramos muy felices y orgullosas.

Él tenía trece años cuando nacióJuliana Wishart, pensó Kenneth, tan sólocuatro menos de los que ella tenía ahora.Ya había empezado a asistir al colegio.

Se sentía terriblemente atrapado ypresionado, pero no se casaríasimplemente para complacer a su madrey a su amiga íntima. No quería casarsetodavía. No estaba preparado para darese paso. Durante el baile, pensó,procuraría mantenerse alejado de laseñorita Wishart después de lacontradanza inicial, que habíaaveriguado que tendría que bailar conella. Tendría que bailar con todas susinvitadas y todas sus vecinas. Recordóque se había comprometido a bailar unvals con Moira Hayes.

Y recordó también, muy a su pesar,haber solicitado su mano para la

contradanza, pese a su renuencia atocarla. Recordó su inesperadoencuentro con ella en la playa y eltorrente de recuerdos que el hecho deencontrarse con ella precisamente en eselugar había desencadenado. Porsupuesto, esos recuerdos no dependíandel hecho de haberse encontrado conella cara a cara. Llevaba un buen ratocaminando por la cala antes de que ellaapareciera y luego había permanecidoallí, recordando. Recordando haberseencontrado allí con ella por primera veza solas y percatándose de que habíadejado de ser una niña en la que apenasse fijaba para convertirse en una mujer

alta, esbelta y peligrosamente atractiva.Hacía poco que él había empezado afijarse en las jóvenes. Recordaba otrosencuentros con ella después de ése:infrecuentes, clandestinos, no todos en lacala. Pero había sido en la cala donde lahabía besado por primera vez. En esaépoca, él estudiaba en la universidad yhabía aprendido lo suficiente sobre elarte de besar —y más que el arte debesar— de fingir que estaba de vueltade esas cosas. Pero sólo rozar los labiosde Moira había hecho que le subiera latemperatura.

Sin embargo, no había reaccionado aaquello como con las camareras que

trabajaban en los bares de Oxford conlas que había tenido una relación. Nohabía sido algo puramente físico, o entodo caso había tratado de convencersede ello, quizá para aplacar elsentimiento de culpa por haber tramadoun encuentro clandestino con una dama yhaberle robado un beso. Se habíaenamorado de ella.

Y luego, mientras los recuerdosseguían agolpándose en su mente,mientras sentía cierta nostalgia por elmuchacho romántico e idealista quehabía sido tiempo atrás, Nelson la habíalocalizado más allá de la cala. Y a pesarde su modesta capa y sombrero de color

gris, durante unos instantes fugaces lehabía parecido la Moira de antaño, consus mejillas y su nariz sonrosadasdebido al frío, sus ojos trasluciendo unaexpresión de alarma, todo su cuerporígido de terror y luego de ira contraNelson, contra él y sospechaba quecontra ella misma por mostrar debilidad.Desde entonces él había tenido unosmomentos de insomnio debido alrecuerdo de haberse acercado a ella casilo suficiente para abrazarla y asegurarleque Nelson jamás la lastimaría.

Y, sin embargo, cuando bailara elvals con ella la tendría al menos dentrodel círculo de sus brazos. Era una idea

inquietante. Al igual que la de esquivara la señorita Wishart y los esfuerzosaunados de varias parientes y la propiajoven para unirlos a toda costa.

En términos generales, pensó contristeza, habría sido mejor quedarse enLondres para disfrutar de las fiestasnavideñas con Eden y con Nat. No debiótomar una decisión de tal envergaduramientras estaba demasiado borrachopara pensar con claridad. Sus amigosestarían en estos momentos disfrutandosin que nada empañara su alegría.

Durante un rato, el día del baile,

Moira albergó la esperanza de poderevitarlo. Primero ocurrió lo de la carta,que recibió sir Edwin Baillie de lamayor de sus hermanas. Le escribía parafelicitarle por su compromisomatrimonial y expresar el placer queella, su madre y hermanas habían sentidoante la perspectiva de acoger a laseñorita Hayes como una parienta másestrecha de lo que había sido hastaentonces. Asimismo, deseaba a suhermano y a su prometida —y a ladyHayes, por supuesto— una felizNavidad. Le escribía ella en lugar de sumadre porque ésta se sentía un tantoindispuesta, pues aún no se había

recuperado del resfriado que habíacontraído cuando el querido Edwinhabía partido. Pero éste no debíaalarmarse. Christobel estaba convencidade que otros dos días de reposobastarían para que su madre serecuperara del todo de su dolencia.

Sir Edwin estaba trastornado debidoa la ansiedad. Su madre debía de estarmuy enferma para sentirse incapaz deescribir siquiera una carta a su hijo y asu nuera en ciernes, si la señorita Hayesle disculpaba por referirse a ella consemejante familiaridad. Eraextremadamente amable por parte delady Hayes tratar de consolarlo

asegurándole que su hermana sin duda leinformaría en caso de producirse unagravamiento en el estado de su madre,pero él sabía lo bondadosas que eransus hermanas y lo fuerte que era sumadre. Ninguna de ellas querríaimpedirle que gozara de la dicha que leaportaban los primeros días de sucompromiso.

De improviso decidió que debíaregresar a casa sin demora. Mandaríaque prepararan su equipaje y su coche.De hecho, ni siquiera esperaría a que lehicieran el equipaje. Pero al cabo deunos instantes decidió que debíaquedarse al menos un día más. No podía

defraudar a la señorita Hayes y a ladyHayes no estando presente paraacompañarlas a Dunbarton al díasiguiente por la noche. Si él no podíaacompañarlas, ¿quién lo haría? Tendríanque quedarse en casa. Además —y quizáfuera lo más importante, cuando recordódejar de lado sus inclinacionespersonales—, no podía decepcionar a suseñoría, el conde de Haverford, el cualhabía perdonado a la familia Hayes y aél como jefe de esa familia, aunqueostentaba otro nombre, y que estaríadeseoso de demostrar la generosidad desu restituida amistad para que toda sufamilia y vecinos fueran testigos de la

misma.Moira le recordó que lady Hayes

había decidido no asistir al baile y leaseguró que ella prefería que aplacarasu ansiedad regresando junto a su madre.Además, ella no era una jovencita queansiara gozar de un simple baile.

Por ese breve y esperanzadodiscurso sir Edwin la recompensótomando sus dos manos en las suyas confuerza. La generosidad de espíritu de laseñorita Hayes, la desinteresadapreocupación por la salud de su futurasuegra, su tierna inquietud por lossentimientos de él, su voluntad derenunciar al placer de asistir al baile le

había dejado sin habla. ¿Cómo podía élcorresponder a semejante devociónexcepto demostrando un desinterésequiparable al suyo? Acompañaría a laseñorita Hayes al baile, se mostraríaalegre y animado como si no estuvieraprofundamente consternado, y aplazaríasu regreso a casa hasta mañana.

Moira sonrió y le dio las gracias.Pero la esperanza aún no había

muerto. El día de Navidad habíaamanecido nublado y desapacible. Lasnubes parecían aún más bajas y grises lamañana del día del baile, y antes delmediodía empezaron a caer unos coposde nieve, lo bastante densos como para

tapizar la tierra seca y la hierba y hacerque renacieran las esperanzas de Moira.Si la nieve se espesaba y caía con másfuerza, viajar resultaría difícil ypeligroso, quizás imposible. Tendríanque anular el gran baile o cuando menosreducirlo a una pequeña reunión para losinvitados que se alojaban en Dunbarton.

Pero poco después del mediodíadejó de nevar y no volvió a hacerlo, pormás que Moira se acercara confrecuencia a la ventana para mirar fueray alzar la vista al cielo, deseando quelas nubes descargaran su pesada carga.Todo indicaba que estaba condenada aasistir al baile. Y a bailar el vals con el

conde de Haverford.Así pues, más tarde se vistió con un

traje de noche de color melocotón, cuyasobrefalda de muselina transparenterevelaba el brillo del satén debajo deella. No era un vestido especialmenterecargado. A fin de cuentas, ella habíacumplido los veintiséis años. El bajodel vestido estaba simplemente fruncidoy desprovisto de volantes. La cinturaalta estaba recogida debajo de su pechocon una faja de seda. El escote eraprofundo pero no tanto como dictaba lamoda. Las mangas eran cortas yabullonadas. Moira pidió a la doncellaque la peinara con unos bucles y rizos,

pero no de forma excesivamentecomplicada. Decidió no lucir un turbanteni unas plumas. Siempre se habíainclinado por la sencillez en materia deindumentaria.

—Estás muy bien, querida —dijo sumadre antes de abandonar su vestidor.

—¿No te parece que el color esdemasiado intenso? —le preguntó Moiraun tanto nerviosa. Hacía poco que sehabían quitado el luto por su padre. Susojos se habían acostumbrado al negro yal gris—. ¿No tengo un aspectodemasiado juvenil, mamá?

—Estás tan guapa como siempre —respondió su madre.

Moira sonrió y la abrazó. Era unaexageración, desde luego. Nunca habíasido guapa, ni siquiera de jovencita.Pero se sentía bien y estaba de un humorcasi alegre pese a que hacía un rato susesperanzas se habían ido al traste.¿Pensaría él que estaba guapa o almenos presentable? ¿Pensaría que suvestido era de un color demasiadochillón o de un estilo demasiadojuvenil? ¿La miraría con admiración?¿Con rencor? ¿O con indiferencia?

—Estoy segura de que sir Edwin sesentirá muy complacido —comentó ladyHayes.

Moira la miró sorprendida. ¿Sir

Edwin? Sí, por supuesto, sir Edwin. Eraen él en quien ella estaba pensando. Porsupuesto que se había referido a él. Sualegría se desvaneció en parte.

—Tiene buen corazón, Moira —dijosu madre—. Es un buen hombre.

—Sí —respondió Moira sonriendoalegremente—. Soy consciente de mibuena fortuna, mamá.

La sonrisa de su madre denotabacierta tristeza, y un profundo afecto.

El salón de baile en Dunbarton Hall,aunque algo pequeño en comparacióncon algunos de los suntuosos salones de

baile en los que se divertía la flor y natadurante la temporada social en Londres,estaba sin embargo exquisitamentedecorado con pan de oro, pinturas yarañas, y su tamaño había sidohábilmente realzado con un techoabovedado y unos gigantescos espejosdispuestos en una de las paredes largasdel salón.

Para el baile navideño había sidodecorado con ramitas de acebo, hiedra ypino, y con campanitas, cintas y lazos deseda roja. Habían contratado unaorquesta muy costosa, y el cocinero delconde, con ayuda de otros cocineros quehabían contratado en Tawmouth, había

preparado un auténtico banquete quedispondrían en una antesala durante todala velada y el comedor durante la cena.Prácticamente todas las personas quehabían sido invitadas, vecinos de varioskilómetros a la redonda, habíanaceptado las invitaciones que habíanrecibido.

El salón de baile no tardaría enllenarse, pensó Kenneth, observando lasala vacía mientras la mayoría de lasdamas estaban aún arriba dando losúltimos toques a su atavío y buena partede los caballeros se hallaban en la salade estar preparándose para la pruebaque les aguardaba con el brandy o el

oporto del conde. Éste se sintió tentadoa unirse a ellos. Pero los músicossubieron de la cocina, donde habíanestado cenando, y él pasó un ratocomentando con el director de laorquesta el programa para la velada. Acontinuación aparecieron los lacayos ylas doncellas con las bandejas decomida y las poncheras, que colocaronen la antesala, y él entró en ella paracontemplar el efecto de su labor. Pero supresencia no era necesaria. Sumayordomo se encargaba desupervisarlo todo con fría eficiencia.

Pese a sus reticencias, Kennethcomprobó que aguardaba con agrado la

velada. No todos los días tenía unoocasión de organizar un gran baile parasu familia, amigos y vecinos. Se habíaencariñado con todos ellos. Empezaba agozar de su posición. La vida que habíavivido los ocho últimos años comenzabaa desvanecerse en su memoria.

De pronto apareció en el salón debaile su madre, ofreciendo un aspectomagnífico y majestuoso con un vestidode seda púrpura y un turbante de plumasa juego, para anunciar que los primerosinvitados se acercaban por el camino deacceso, seguidos de cerca por Helen yAinsleigh, junto con otros más que sealojaban en la mansión. Kenneth supuso

que habían venido para observar deprimera mano la llegada de cadainvitado. Los primeros habían venidotemprano.

Kenneth se situó en la puerta delsalón de baile con su madre y esperó aque los invitados aparecieran en laescalera. Se trataba de sir Edwin Bailliey Moira Hayes. Sintió que su madre setensaba y lamentó que fueran losprimeros en llegar. Más tarde, sehabrían confundido fácilmente con losotros invitados.

Ella estaba muy guapa, pensóKenneth mal que le pesara. Su traje decolor melocotón contrastaba

maravillosamente con su pelo y sus ojososcuros, y había tenido el buen gusto dedejar que la sencillez realzara suatuendo. La mayoría de las señoras queya estaban en el salón de baile —incluyendo a Juliana Wishart— casiparecían competir entre sí para ver cuálera capaz de lucir más volantes, lazos,fruncidos, bucles y rizos. Moira Hayesera visiblemente más alta que suacompañante, un hecho que no trataba deocultar.

Lady Hayes rogaba que ladisculparan, les explicó sir Edwindespués de inclinarse sobre la mano delady Haverford y congratularse de ser un

vecino cercano y —si disculpaba lafamiliaridad— amigo de su hijo. Hacíapoco tiempo que lady Hayes se habíaquitado el luto por el difunto sir BasilHayes y no se creía capaz de gozar de laespléndida diversión que estabaconvencida que les depararía la velada.Confiaba en que en un futuro cercanopudiera visitar a su señoría la condesa.

Seguro que lady Hayes no habíaexpresado tal deseo, pensó Kennethantes de mirar a Moira a la cara, y lapétrea expresión de su madre eradesalentadora, por decirlo suavemente.Ésta no respondió verbalmente, sino quese limitó a inclinar la cabeza con

elegancia. Sir Edwin no pareciópercatarse de su fría actitud y le dio lasgracias profusamente.

Moira Hayes hizo una reverencia alady Haverford. Mantuvo la cabezaerguida y una expresión neutra. Kennethobservó que su madre, aunque asintió denuevo con la cabeza, no saludó a suinvitada de palabra ni la miródirectamente a la cara. La disputa nohabía concluido, por lo que a ellarespectaba, ni al parecer por lo querespectaba a lady Hayes. Fue unmomento tenso, que los modales deambas damas consiguieron aliviar.

—Señorita Hayes. —Kenneth tomó

su mano enguantada en la suya y laacercó a sus labios. Era la primera vezque la tocaba desde hacía más de ochoaños. No sintió, como había supuesto,una corriente de pasión recorriéndole elbrazo y alojándose en su corazón.Simplemente tuvo una fugaz ydesagradable imagen de Baillieacariciándola…, en la cama. Sepreguntó si ese hombre le endilgaría undiscurso cuando se acostara con ella porprimera vez, pero no experimentó ningúnregocijo al pensar que sin duda lo haría.

—Milord —dijo ella mientras susojos ascendían por el brazo de él hastafijarlos en sus labios y luego sus ojos.

En cualquier otra mujer él lo habríatomado por un gesto ensayado y coqueto.Pero los ojos de ella eran fríos y seclavaron en los suyos. Ni siquierapestañeó. Nunca había sido una coqueta.

—Confío, señorita Hayes —dijo él—, que recordaréis que me habéisprometido un vals.

—Gracias, milord —respondió ella.Y puesto que aún no había llegado

ningún otro invitado, él entró en el salónde baile con ella y con Baillie parapasear por la habitación, presentándolosa los huéspedes que se alojaban en sucasa. Aunque le ofreció el brazo,observó que ella tomaba el de Baillie

incluso antes de que dicho caballero selo ofreciera. Kenneth esbozó una mediasonrisa. Pero no tendría más remedioque bailar un vals con él.

Le sorprendió la satisfacción que leprodujo ese pensamiento. Unasatisfacción casi vengativa.

Capítulo 6

Algunos parientes cercanos deKenneth arquearon las cejas cuando éstemencionó el nombre de Moira, perotodos se comportaron de forma educada.Ninguno vivía lo bastante cerca paraverse involucrado personalmente en ladisputa. La conversación no decayó enningún momento gracias al afán de sirEdwin Baillie de informar a todo elmundo que era el baronet de PenwithManor, que se hallaba tan sólo a cincokilómetros de Dunbarton, y que habríapodido sentirse contrariado por tener un

vecino tan cercano que le superaba encuanto a linaje —sonrió a todos lospresentes para que comprendieran quese trataba de una pequeña broma—, deno darse la circunstancia de que esevecino era también un amigo.

Antes de que hubieran completado lavuelta a la habitación y antes de que lallegada de otros invitados requiriera queocupara de nuevo su lugar junto a lapuerta, Kenneth tuvo que escoltar aJuliana Wishart alrededor del salón,pues ésta deseaba pasear por él, segúnle informó una de sus tías haciendo quela joven se ruborizara, pero no habíaconseguido que la acompañara otra

dama. Él se había inclinado yrespondido con evidente galantería,como es natural. Su tía le miróencantada.

Entonces llegaron al lugar donde sehallaba su hermana, la cual estaba deespaldas a ellos.

—¿Helen? ¿Michael? —dijo él—.¿Me permitís que os presente a laseñorita Moira Hayes y a sir EdwinBaillie? Sir Edwin ha heredado PenwithManor. Mi hermana y mi cuñado, elvizconde y la vizcondesa de Ainsleigh—añadió dirigiéndose a sus invitados.

Sir Edwin se inclinó profundamentey se lanzó a una perorata mientras Moira

hacía una pequeña reverencia yAinsleigh sonreía. Helen, mostrandoevidente desdén, miró a Juliana.

—Mi querida señorita Wishart —dijo, interrumpiendo a sir Edwin enmitad de una frase—, estáisextremadamente elegante esta noche.Debéis decirme quién es vuestromodista. Hoy en día es muy difícilencontrar a alguien digno de que una lepatrocine. Claro está que soisexquisitamente menuda. Admiro mucho alas damas de pequeña estatura. ¿Osapetece dar una vuelta conmigo por lahabitación? El ambiente aquí está muycargado.

Tras estas palabras tomó a Julianadel brazo y se alejó con ella,comentando para que todos lo oyeranque también admiraba su pelo rubio ysus ojos azules.

—¡Compadezco a las mujeresmorenas! —dijo—. Las rubias sonmucho más delicadas y femeninas.

Sir Edwin retomó la frase donde sehabía interrumpido y Ainsleigh, despuésde quedarse un tanto perplejo, sonrió deforma encantadora y en cuanto pudoentabló conversación con Moira.

Kenneth pensó contrariado que suhermana había reaccionado igual que sumadre, pero con unos modales

lamentablemente peores. Era injusto porparte de Helen descargar su amargurasobre Moira, se dijo. Habría sido máslógico que la descargara sobre él. PeroMoira tenía la desgracia de ser hermanade Sean Hayes. Sin embargo, esta nocheél había aprendido una cosa, aunque nose había percatado antes de que cursaranlas invitaciones. Habría sido mejor quehubiera mantenido las distancias con lafamilia de Penwith, al menos hasta quesu madre y su hermana llegaran aDunbarton. Y estaría encantado dehacerlo a partir de esta noche. Pero estanoche debía mostrarse cortés con MoiraHayes, puesto que era su anfitrión.

Al dirigir la vista hacia la puerta vioque habían llegado más invitados. Trasdisculparse, se apresuró hacia la puertade doble hoja del salón de baile.

Moira no había asistido nunca a unbaile para el que hubieran contratado auna orquesta. Y no había asistido nuncaa uno en un marco más espléndido que elaustero salón de celebraciones deTawmouth. Nunca había asistido a unafiesta en cuya pista de baile cupieranmás de diez parejas al mismo tiempo.

El baile de Dunbarton era sin dudala celebración más deslumbrante a la

que había asistido o asistiría jamás. Nole faltaron parejas desde que sir Edwinbailó con ella la primera contradanza, elvizconde de Ainsleigh le pidió lasegunda, y varios vecinos se mostrarontan galantes como solían hacerlo en lasreuniones del pueblo, asegurándose deque no se quedara sentada duranteningún baile.

Moira habría preferido hallarse encualquier otro lugar de la Tierra queaquí. Jamás se había sentido tanprofundamente incómoda. Podría haberafrontado el bochorno de estar encompañía de sir Edwin durante el largorato que medió entre la hora de su

obscenamente prematura llegada y elcomienzo del baile, así como entre cadauna de las contradanzas; al fin y al cabo,no era mal hombre, ni excesivamentevulgar. Por lo demás, no tenía másremedio que acostumbrarse a estar en sucompañía, tanto en público como enprivado. Era algo que requería ciertovalor y un gran sentido del ridículo.Pero era infinitamente más difícil hacercaso omiso del cortés desaire que lehabía hecho la condesa de Haverford oel grosero desdén con que la habíatratado Helen.

Durante un tiempo Helen habíacreído estar enamorada de Sean. Quizá

lo había estado realmente. Pero susplanes de fugarse con él se habíanfrustrado. Se había sentido dolida,avergonzada y deshonrada, aunque nopúblicamente. Así pues, el odio hacia lafamilia Hayes se había convertido enalgo personal para ella. O eso le parecíaa Moira. No había visto a Helen desdelo ocurrido. Ni siquiera sabía si éstahabía terminado odiando a Sean.

Sir Edwin no tardó en hallar unaexplicación para el descortés desaireque les había hecho la vizcondesa deAinsleigh. Observó con una sonrisita desatisfacción que su anfitrión habíaconducido a la honorable señorita

Juliana Wishart a la pista de baile parala primera contradanza.

—Tal como sospeché en cuanto nospresentaron a lord y lady Hockingsford ya la honorable señorita Wishart, miquerida señorita Hayes —dijo—, tratande promover un enlace entre la señoritaWishart y el conde de Haverford, os loaseguro. Un enlace eminentementeprovechoso, si se me permite decirlo, yasí se lo diré a su señoría en calidad devecino y amigo en cuanto tengaoportunidad de hacerlo en privado. Lapreferencia de lady Ainsleigh por esajoven queda perfectamente clara ahoraque he comprendido que van a estar

estrechamente emparentadas. Osaconsejo que cultivéis también unaamistad con la señorita Wishart,señorita Hayes, puesto que parece másque probable que llegaréis a servecinas. Es deseable que seáis tambiénamigas. Como dice siempre mamá,cuando dos familias son vecinas, es muydeseable que sean también amigas. Yvuestro linaje no tiene nada que envidiaral de la señorita Wishart, aunque elmatrimonio con su señoría hará queascienda en la escala social, desdeluego. Al igual que vuestro matrimonioconmigo os elevará a vos.

Sí, la señorita Wishart sería una

esposa ideal para él, pensó Moira. Eramuy joven, ingenua e inocente. Sin dudaél podría dominarla con facilidad. Laparte superior de la cabeza de la jovenapenas alcanzaba el hombro de él.

Esta noche Kenneth estabaimponentemente guapo y elegante. Lucíaun frac y un calzón de color negro con unchaleco bordado en plata y una camisade hilo blanco adornada con encaje.Todos los vecinos habían exclamadocon una mezcla de admiración ysorpresa al observar su sombríoatuendo, pero sir Edwin les aseguró quesu señoría iba a la última moda.Cualquier otro caballero habría

presentado un aspecto apagado con esavestimenta, pensó Moira, pero el condede Haverford, con su imponente estatura,su espléndido físico y su pelo rubísimo,estaba impresionante.

A Moira le disgustaba tener quereconocerlo. Pero Kenneth siemprehabía sido guapo. Sería pueril negar laverdad, buscar algún defecto en suaspecto. No tenía ninguno.

Lamentaba haber accedido a bailarun vals con él. De no haberlo hecho,habría podido mantener a sir Edwindentro de la esfera de sus vecinos yamigos e ignorar el desagradablebochorno que había sentido al comienzo

de la velada. Pero se habíacomprometido a hacerlo, y a su llegadaél le había recordado que le habíaprometido un vals. Y llegado elmomento, él se le había acercado antesde que otra pareja saliera a la pista debaile y se había inclinado ante ellamientras le tomaba la mano. HarrietLincoln y la señora Meeson la miraroncon un estupor no exento de envidia, ytodos los ojos en el salón de baile sefijaron en su persona cuando él lacondujo al centro de la pista de bailevacía. Era el primer vals. En elmomento de iniciarlo hubo ciertavacilación que no se había producido al

participar en la contradanza, la cuadrillay el minueto que lo habían precedido.

—Confío, señorita Hayes —dijo élantes de que empezara a sonar la música—, que os estéis divirtiendo.

—Sí, gracias, milord —respondióella. Él era su primera pareja estanoche, pensó, con quien debía alzar lacabeza para mirarle a la cara. Sepreguntó si Helen se daba cuenta de loque le había dolido el comentario quehabía hecho a la señorita Wishart sobresu estatura.

De pronto todas las observaciones ylos fríos e inútiles intentos de conversarcortésmente se desvanecieron cuando la

orquesta empezó a tocar y él le tomó lamano con una de las suyas y apoyó laotra firmemente en la parte posterior desu cintura. Ella le tocó el hombro y sepercató, pese a rozárselo ligeramente,de su anchura y sus sólidos músculos.Era consciente de todo él: su estatura, elcalor de su cuerpo, su agua de colonia,sus ojos fijos en los suyos. Moira sintióque sus músculos abdominales secrispaban sin querer y olvidó porcompleto los pasos del vals. Casitropezó al dar el primero.

—Los pasos son fáciles —dijo él—.Sólo tenéis que relajaros y dejarosllevar por mí.

Era un velado y cortés reproche a sutorpeza. Ella le miró fríamente a losojos.

—No os avergonzaré, milord —replicó—. No os pisaré ni, lo cual seríapeor para vuestra autoestima, haré quevos me piséis a mí.

—Creo —respondió él— que soydemasiado hábil para permitir que esoocurra.

Ella recordó entonces los pasos ysiguió el ritmo de la música mientrassentía cómo él la guiaba. Giraronalrededor de la pista de baile y ellaperdió la noción de todo salvo de laeuforia que experimentaba y el

maravilloso baile. Y del hombre, alto,recio y elegante, que bailaba con ella.Era tan mágico como siempre habíasabido que sería, pensó, aunque no fueun pensamiento totalmente consciente.Era un momento más para sentir quepara pensar. Y ella se abandonó a lassensaciones.

No fue hasta al cabo de un buen ratoque recuperó la conciencia de cuanto larodeaba y se percató de que se hallabaen el salón de baile de Dunbarton,bailando el vals con el conde deHaverford. Sonriendo de puro gozo conlos ojos fijos en los de él, los cuales nosonreían. Cuando recobró la compostura

vio personas, lazos rojos, espejos,velas… y a él. Él debía de pensar queera una ingenua por dejar que un simplebaile la transportara a otro mundo.

—Moira —dijo él con voz tensa,casi áspera—, es imposible que deseéiscasaros con él.

—¿Con sir Edwin? —preguntó ellaabriendo mucho los ojos.

—Es un tipo pomposo y aburrido —dijo él—. Hará que enloquezcáis alcabo de un mes.

El hechizo se había roto porcompleto.

—Creo, milord —contestó ella—,que mi compromiso y mi futuro

matrimonio sólo me incumben a mí. Aligual que mis sentimientos por sir EdwinBaillie.

—¿Habéis aceptado su ofrecimientoporque creéis que no tenéis más remedioque hacerlo? —preguntó él—. ¿Osquedaréis en la miseria si lo rechazáis?¿Os dejará a vos y a vuestra madre en lacalle?

—Quizá deberíais hacerle estaúltima pregunta a él —contestó ella—.A fin de cuentas, es vuestro vecino yamigo, ¿no? Yo no soy ninguna de esascosas, aunque por una infortunadacasualidad vivo a cinco kilómetros deaquí. Vuestras preguntas son

impertinentes, milord.—El vals está a punto de terminar

—dijo él después de mirarla con unrostro inexpresivo durante unosmomentos. Retrocedió un paso y seinclinó ante ella ofreciéndole el brazo—. Y tenéis los nervios crispados.Permitidme que os acompañe a la saladel refrigerio, donde podréis recobrarosen privado.

Ella se preguntó si era el vals lo quele había inducido a expresarse de formatan imprudente. Pero entonces recordóque él le había preguntado en la playapor qué había ido allí sola. Quizá creíaque su posición como conde de

Haverford le daba derecho a inmiscuirseen las vidas de sus vecinos inferiores aél. ¡Qué atrevimiento! Pero Moirareconoció que tenía los nervioscrispados y temía regresar junto a sirEdwin para oír por enésima vez el honorque su señoría les había concedido tantoa él como a ella durante la última mediahora.

—Bailáis el vals muy bien —comentó el conde, conduciéndola a laantesala donde habían dispuesto untentempié para los que no pudieranesperar a la hora de cenar—. Es unaexperiencia novedosa y agradable bailarcon alguien que tiene casi mi misma

estatura.Sí, pensó ella a regañadientes.

Desde luego había sido una grataexperiencia bailar con un hombre másalto que ella. ¿Por qué había tenido élque estropearlo? Había sido una de esasexperiencias mágicas de su vida, pensóMoira, que recordaría mucho tiempo.

Al caer en la cuenta de lo que estabapensando, se dijo que era preferible queél hubiese estropeado el momento. Losrecuerdos mágicos referentes a Kennethno eran lo que ella deseaba llevarconsigo al matrimonio que prontocontraería.

Él se había comportado con granindiscreción. Era el anfitrión de estebaile y era muy consciente de que habíasido el centro de atención durante todala velada. Era comprensible, desdeluego. Acababa de regresar de lasguerras contra Napoleón Bonaparte,acababa de regresar a Dunbarton Hall.Aunque su padre había muerto hacíasiete años y él había ostentado el títulodesde entonces, en cierto sentidoresultaba una novedad, al menos paralos parientes que habían sido invitados asu casa y para las personas que vivíancerca de Dunbarton. Era lógico quefuera el centro de atención.

Si uno añadía a eso el interés quehabía suscitado la presencia de JulianaWishart en casa del conde y la intenciónque él se había visto obligado a prestara la joven, era muy natural que todos losojos se fijaran en él. Y en cuanto habíareclamado su vals a Moira Hayes, habíaconcitado otro tipo de interés sobre supersona. Pues según sabían todos lospresentes, excepto quizá su madre yHelen, él y Moira Hayes nunca habíantenido ninguna relación hasta hacíapoco, aunque durante su infancia yadolescencia hubieran vivido a tan sólocinco kilómetros el uno del otro.

Era un momento para mostrarse

extremadamente cauto. Era un hombreque bailaba con una vecina con cuyafamilia la suya había estado enemistadadurante varias generaciones. Susfamilias se habían reconciliadorecientemente gracias a la mediación delnuevo cabeza de las mismas, elprometido de Moira. Era un vals que elconde de Haverford debió haber bailadoprestando gran atención al decoro.

Pero ¿qué había hecho en lugar deello? Tenía la sensación de haberperdido unos veinte minutos de su vida.Era una idea un tanto ridícula. No habíaperdido esos minutos. Pero se habíavisto atrapado en una magia, una euforia,

un romance que había escapadoalarmantemente a su control. Después delos primeros pasos vacilantes, ella habíademostrado ser una magnífica y airosapareja de baile, que encajaba en susbrazos que ni hecha a medida.

De haber pensado en algo duranteesos veinte minutos, habría sido pararecordarla de niña, como una joven en laque él había reparado de pronto. A ellale encantaba escapar de sus carabinas ydoncellas encargadas de velar por suseguridad. Y cuando se escapaba, lalibertad de que gozaba era total. Confrecuencia se quitaba los zapatos y lasmedias, guardaba las horquillas en el

bolsillo y se soltaba la melena. Ah, esecabello: espeso y lustroso, de un negrocasi azabache. Se ponía a correr, a girary a trepar por las laderas mientras reíaalegremente, y en más de una ocasiónhabía dejado que él la besara.

Mientras bailaban se habíaconvertido de nuevo en esa muchacha,esa muchacha que le había deslumbradoy esclavizado. A él le inquietaba haberperdido por completo la noción de larealidad durante esos veinte minutos. Eincluso cuando había regresado a larealidad, la había ofendido con susimpertinencias. Ella había tenido todo elderecho de utilizar esa palabra.

—¿Me permitís que os llene elplato? —preguntó él mientras laconducía hacia la antesala, en la que porfortuna no había mucha gente.

—No, gracias. —Ella retiró el brazodel suyo—. Sólo me apetece beber algo.

Moira se situó junto a una puertalateral que estaba cerrada, mientras él seacercaba a una ponchera y llenaba dosvasos sin esperar a que le sirviera unlacayo.

Conversaría con ella de algún temaintrascendente durante unos minutos,pensó mientras regresaba a su lado, yluego la llevaría junto a Baillie y sugrupo de amistades. Después de eso, se

olvidaría de su presencia en este baile.Pero uno de sus jóvenes primos, queestaba con otros jóvenes que hablabandemasiado alto y se reían de formaestridente, eligió precisamente esemomento para llamarlo desde el otrolado de la sala.

—Eh, Haverford —dijo—, ¿hasvisto dónde se ha situado tuacompañante?

Hubo unas risas femeninas y unasestrepitosas carcajadas masculinas.

—Por supuesto que lo ha visto —comentó otro primo lejano, también avoz en cuello—. ¿Por qué crees que seapresura?

—A ello, amigo —dijo una terceravoz, y todos se echaron de nuevo a reír.

Moira miró arqueando las cejas algrupo mientras Kenneth alzó la vista ylocalizó el inevitable ramito demuérdago en el centro del marco de lapuerta, directamente sobre la cabeza deMoira. Alertada, ella alzó también lavista y lo vio, sonrojándoseprofundamente y deseando alejarse, peroél estaba justamente frente a ella, conlos brazos extendidos a cada lado,sosteniendo un vaso en cada mano.

Puesto que durante los dos últimosdías él había besado a todas las mujeresque había en la casa, a sus jóvenes y

risueños primos les chocaría que no lohiciera también en esta ocasión. Demodo que se inclinó hacia delante,agachando la cabeza un poco, y rozó loslabios de ella con los suyos. Los deMoira temblaban de formaincontrolable. Instintivamente, él apartólos suyos de los de ella para calmarla.Para que no pudieran acusarlo deescaparse con un simple besito, peroantes de que pudieran acusarlo detomarse unas libertades que ni siquierala ramita de muérdago podía justificar,al cabo de unos momentos prudencialeslevantó la cabeza.

—Es preciso observar las

convenciones —dijo fijando la vista enlos ojos muy abiertos y asombrados deMoira Hayes, ocultándolos con sucuerpo de las miradas indiscretas delgrupo que les jaleaba y aplaudía—. Sios empeñáis en situaros ahí, señora,debéis arrostrar las consecuencias.

A continuación le entregó uno de losvasos que sostenía. Pero cuando ellaalargó la mano él observó que letemblaba. Ella la dejó caer de nuevo yalzó la vista para mirarlo.

—Ya no tengo sed —dijo.—Calmaos, Moira —respondió él

—. Es Navidad, y tengo unos parientes aquienes les divierte el bochorno de los

demás. He pasado dos díasdedicándome exclusivamente a besar atías, primas y a cualquier señora quetuviera la mala fortuna de aterrizardebajo de una de esas abominacionescuando yo andaba cerca. Mis parientesse ríen, me vitorean y aplauden cadavez. Uno se pregunta qué harán paradivertirse cuando las fiestas hayanterminado y los criados retiren elmuérdago. Supongo que ya se lesocurrirá alguna cosa. Parecen casiinquietamente fáciles de complacer. Unono puede por menos de cuestionar elestado de su intelecto.

Él siguió hablando hasta que la

expresión de asombro se borró de losojos de Moira. Se recobró con relativarapidez, y cuando él le ofreció de nuevoel vaso, no dudó en aceptarlo y beber untrago de ponche con gesto decidido.

—He venido esta noche porque sirEdwin estaba empeñado en venir —dijo—. Pero ha decidido regresar mañana acasa y permanecer allí hasta que secelebre nuestra boda en primavera.Confío en que durante ese tiempo no essintáis obligado a proseguir la relacióncon Penwith.

—Imagino —respondió él—, que mibisabuelo condenó al vuestro porque noquería que se supiera que estaba

relacionado con el contrabando. Imaginoque la culpa y el desprecio de quienes losabían fue casi tan duro para él como eldestierro para su víctima. ¿Es precisoque mi familia siga sintiéndose culpabley la vuestra avergonzada?

—Sabéis muy bien —replicó ellacon desdén—, que lo que existe ahoraentre vuestra familia y la mía, milord,nada tiene que ver con la vieja disputa.Quizás una ausencia de ocho años os haayudado a trivializar e incluso olvidarlo que…

Pero de improviso calló, sonrióalegremente y bebió otro trago deponche. Kenneth volvió la cabeza y vio

que se acercaba sir Edwin Baillie.—No tengo palabras para describir

mi profunda gratitud por vuestraextraordinaria cortesía, milord —dijo—. Conceder a mi prometida el honorde bailar con ella un vals en el baile deDunbarton cuando hay tantas damasdistinguidas entre las que elegir es ungesto de gran amabilidad como vecino.Conducirla luego a la sala del refrigerioes un gesto, si me permitís decirlo, desincera amistad. Éste es el felizcomienzo de la renovada amistad entreDunbarton Hall y Penwith Manor.

Sin duda, pensó Kenneth, el hombrehabría entrado en éxtasis y lo habría

interpretado como un cumplido hacia supersona de haber visto al conde deHaverford besar a su prometida debajodel muérdago. Inclinó la cabeza enrespuesta a las palabras de sir Edwin.

Pero después de pronunciar esediscurso, sir Edwin prosiguió conexpresión decididamente preocupada:

—He oído decir que ha empezado anevar, milord. Vuestros criados lo hanconfirmado, aunque me aseguran quenieva poco.

—Y nosotros estamos a salvo ycalentitos aquí dentro —dijo Kennethsonriendo—. Pero debo atender a misinvitados que están en el salón de baile.

Bebeos un vaso de ponche con laseñorita Hayes.

Sir Edwin se sintió obligado aexpresar sus más efusivas gracias, perono estaba dispuesto a dejar el tema de lanieve. Al parecer temía que durante lanoche cayera una nevada más fuerte quele impidiera regresar a casa al díasiguiente. Y estando su madregravemente enferma… A la señoritaHayes, añadió sir Edwin, quizá lepareciera chocante que en su carta, quehabía llegado esta mañana, su hermanano mencionara este hecho, pero suseñoría debía disculparlo por conocerlo suficiente a sus hermanas, en especial

a Christobel, la mayor, para poder leerentre líneas una carta, y también a ellas.De no estar su madre tan grave,Christobel no habría hecho ningunaalusión a su salud. De no padecer sumadre una indisposición tan seria, lehabría escrito ella misma paraasegurarle que podía gozar de la dichade la compañía de su prometida —seinclinó ante Moira— sin tener quepreocuparse lo más mínimo por ella opor sus hermanas.

—Y, sin embargo, señor —respondió Kenneth con calma—, vuestramadre y vuestra hermana sin dudacomprenden vuestra preocupación, y de

haberse tratado de algo grave no habríandudado en pediros que regresarais.

Pero sir Edwin, aunque le dio lasgracias efusivamente por supreocupación, se negaba a dejarseconsolar. Al parecer el corazón de unointuía cuando la salud de sus seresqueridos estaba en peligro. Su señoríatenía una madre y una hermana e inclusola gran dicha de un sobrino y unasobrina y sin duda sabía a qué se referíasir Edwin. Éste deseaba pedir a suseñoría un favor y si se atrevía a hacerloera porque su señoría ya habíademostrado ser un auténtico amigo yvecino.

Kenneth arqueó las cejas y sepreguntó si podría soportar el hecho devivir a tan sólo cinco kilómetros de estehombre el resto de su vida.

—Debo regresar a casa sin dilación—dijo sir Edwin—. Lo consideraría unaimperdonable dejación de mi debercomo hijo si demorara mi partida unminuto más. No importa que no tengaaquí a mi ayuda de cámara o mismaletas. Lo único que importa es queregrese al seno de mi familia antes deque sea demasiado tarde para abrazar ami madre por última vez. De modo queos ruego, milord, que pongáis adisposición de mi prometida, la señorita

Hayes, un coche y una doncella para queregrese a Penwith Manor al concluir lavelada.

Moira Hayes se apresuró a decir:—Regresaré a casa ahora con vos,

sir Edwin. Estoy segura de que dadaslas circunstancias, el conde deHaverford nos disculpará pormarcharnos tan pronto.

—Me disgustaría dejaros aquí sinpoder acompañaros yo mismo a casa,señorita Hayes, de no ser por el hechode que estáis en casa de un vecino y unamigo —dijo sir Edwin—, y rodeada deotros vecinos y amistades. No quierodemorar mi partida siquiera el tiempo

que tardaría mi carruaje en ir a PenwithManor. Temo en mi corazón que la nieveme impida viajar antes de quetranscurran más horas.

—En tal caso os acompañaré avuestra casa —dijo ella—, y su señoríaenviará recado a mi madre.

Pero sir Edwin, pese a su profundagratitud, e incluso se atrevía a afirmarque hablaba también en nombre de sumadre y de sus hermanas, por lapreocupación que mostraba la señoritaHayes por la salud de su futura suegra,él no se tomaba el decoro tan a la ligeracomo para consentir que ella hiciera unviaje tan largo sola con él.

—Como es natural, cuando el bailetermine me encargaré de que alguienacompañe a la señorita Hayes a su casa—le aseguró Kenneth.

Su cortés ofrecimiento le costó tenerque escuchar una prolija perorata degratitud de un sir Edwin que no teníapalabras, quien declaró que no podíaperder un momento. Aunqueposteriormente se entretuvo variosminutos en acompañar a su prometida alsalón de baile y conducirla junto a suamiga, la señora Lincoln, que estabajunto a su esposo y otras personas.

Kenneth se despidió de él al cabo demenos de media hora, asegurándole de

nuevo que se ocuparía de que la señoritaHayes llegara a su casa sana y salva. Lanieve caía ahora con más fuerza quehacía un rato, según observó. No eranecesario alertar de ello a sus otrosinvitados que no se alojaban en lamansión para que regresaran a casaantes de que la nevada se lo impidiera.Todo indicaba que dentro de una horadejaría de nevar.

Capítulo 7

Cuando sir Edwin se marchó Moiracasi disfrutó del baile. Por más que sesentía culpable al reconocer que leresultaba más cómodo estar con susvecinos y amistades sin él, no dejaba deser verdad. Y ahora que había dejadoatrás el vals con el conde de Haverford,ya no experimentaba la tensión de saberque aún tenía que enfrentarse a esetrago. Bailó con caballeros a los quehacía años que conocía, o bien se sentóa conversar con sus esposas e hijas. Fuemuy fácil evitar a la vizcondesa y al

vizconde de Ainsleigh, puesto queambos también estaban decididos aevitarla a ella.

Moira habría disfrutado más de noser por lo incómoda que se sentía alpensar que al término de la veladadependía de que el conde pidiera sucarruaje para que la transportara a casa.Al principio trató de pensar en algúnvecino que estuviera dispuesto aofrecerle un asiento en su coche, pero nohabía nadie que no tuviera que desviarseun buen trecho para llevarla por el vallea Penwith. Todos los demás se dirigíana Tawmouth, a algún lugar situado a estelado del valle o al otro lado del mismo.

Y la única carretera que conducía alotro lado del valle pasaba a través delpueblo. Así pues, no tendría másremedio que abusar de la amabilidad deun hombre con quien no deseaba estar endeuda.

Pero sería incluso peor de lo queella imaginaba, mucho peor. Debido algran placer que les deparaba la veladatras haberse restituido la antiguatradición del baile en Dunbarton, nadiehabía reparado en que la nieve caía conmás fuerza. Habían cenado y faltaba unahora para la medianoche, y la señoritaPitt empezó a decir que se hacía tarde asus interlocutores que no deseaban oírlo,

cuando observaron que el conde deHaverford hablaba con el señor Meesony el señor Penallen y dichos caballeroshablaron con otros y por fin las señorasse enteraron de que empezaba a nevarcon fuerza y la prudencia aconsejabaque se marcharan sin más dilación.

La señorita Pitt comentó que era yamuy tarde, y que ninguno de ellos queríaquedarse más tiempo de lo debido yconvencer a su señoría de no repetir elbaile el año que viene. Todos losasistentes, puesto que no tenían otraalternativa, convinieron alegremente enque había llegado la hora de marcharse.

Moira vio con creciente turbación

que sus vecinos y amigos abandonabanel salón de baile y sólo permanecían losinvitados que se alojaban en la mansión.La mayoría de ellos, a pesar de que selos habían presentado al comienzo de lavelada, le parecían extraños, aunque dosancianas tuvieron la amabilidad deconversar con ella. No sabía si debíaabandonar también el salón e ir en buscadel conde, que probablemente estabaabajo despidiéndose de sus invitados.Quizá se había olvidado de ella. Moirapensó que debería haberse marchadocon Harriet. Lamentó que se le ocurrieraahora, cuando era demasiado tarde.Durante unos momentos su mirada se

cruzó con la de la condesa, quien lamiró un tanto sorprendida y con desdén.Entonces se apresuró a desviar la vista,se levantó y se disculpó.

Se encontró con el conde en elrellano frente al salón de baile cuando élsubía la escalera. De modo que todo elmundo se había marchado. Erademasiado tarde para pedir a Harrietque la llevara en su coche. Ahora sesentía decididamente incómoda.

—Lamento importunaros, milord —dijo—. ¿Está listo el coche? No esnecesario que me acompañe unadoncella. Puedo ir sola en el carruaje.

—Debí haber tomado la iniciativa

antes —respondió él—. Pero no queríaestropear la fiesta a nadie antes de quefuera realmente necesario. Es difíciljuzgar el tiempo desde el interior de lacasa. —La hondonada y los árboles delparque que rodeaban Dunbarton Hallprotegían la mansión de los vientosmarítimos—. Fui andando hasta lacarretera y me temo que el tiempo haempeorado. La carretera de Tawmouthno ofrecerá peligro durante al menos unahora, pero me temo que puede serpeligroso que un carruaje transite por laempinada carretera que desciende haciaPenwith. No deseo poner en peligrovuestra seguridad. Esta noche

pernoctareis aquí como mi huésped.Mañana decidiremos cómo llevaros deregreso a vuestra casa.

—Me niego en redondo, milord —respondió ella mirándolo alarmada—.Si es demasiado peligroso para un cochey unos caballos, iré andando. Estoyacostumbrada a caminar. Cincokilómetros no es una distancia excesiva.

—Pero esta noche os quedaréis aquí—dijo él—. Insisto. No se hable más,Moira.

Ella supuso que no estaba habituadoa que nadie le llevara la contrariacuando empleaba ese tono y mostrabaesa expresión que hacía que se te

congelara la sangre en las venas. Supusoque como oficial de caballería nuncahabía tenido problemas de disciplinacon sus hombres. Pero ella no era uno desus hombres.

—No deseo quedarme —dijo—.Deseo irme a casa. Además, mi madrese preocupará si no regreso.

—He enviado a un mozo de cuadra ainformar a lady Hayes de que esta nocheos quedaréis aquí —contestó él.

—Ah. —Ella arqueó las cejas—.¿De modo que un mozo de cuadra puedeir andando a Penwith sin que corraningún peligro pero yo no?

—No seáis pesada, Moira —dijo él.

Ella le miró indignada.—No recuerdo, milord —dijo con

un tono tan gélido como el de él—,haberos concedido permiso parallamarme por mi nombre de pila.

—No seáis pesada, señorita Hayes—dijo él, ofreciéndole el brazo yhaciendo una media reverencia—.Permitid que os acompañe de regreso alsalón de baile. Se ha ido ya muchagente, pero calculo que la fiestacontinuará durante aproximadamente unahora. Más tarde haré que os conduzcan avuestra habitación y me aseguraré deque dispongáis de todo cuantonecesitéis.

Ella se sentía atrapada yprofundamente turbada. Si no tenía másremedio que pernoctar en Dunbar,prefería cien veces que la acompañarande inmediato a su habitación que tenerque regresar a un salón lleno deextraños, casi todos emparentados dealguna forma con él. Pero decir eso lehabría revelado a él su turbación, cosaque ella deseaba evitar a toda costa. Demodo que apoyó el brazo en el suyo.

Él bailó de nuevo con ella. No eraun vals, de lo cual Moira se alegró, sinouna animada contradanza. No obstante,le turbó que los parientes de él le vieranmostrarse tan innecesariamente

deferente con ella. No había bailado conninguna otra mujer más de una vez; nisiquiera con la señorita Wishart, la cualhabía conversado con él en variasocasiones entre baile y baile. Moirasintió la fuerza de sus manos en lassuyas mientras bailaba con ella ylamentó que fuera tan alto y fuerte. Sesentía disminuida, derrotada. Se sentíacomo una mujer desvalida. Y sin duda loera. Estaba obligada a casarse con unhombre por el que ni siquiera sentíasimpatía porque era una mujer incapazde mantenerse a sí misma ni a su madre.Pero no necesitaba que se lo recordaraprecisamente el conde de Haverford. Él

y sir Edwin —¡hombres!— tenían laculpa de que ella se encontrara en esasituación.

Cuando la contradanza terminó élhizo ademán de conducirla hacia ungrupo de gente joven, pero ella apartó elbrazo del suyo.

—Me sentaré con vuestras tías —dijo, indicando a las dos damas que sehabían mostrado antes tan amables conella. Ambas conversaban animadamente.

—Muy bien —respondió él,inclinándose ante ella sin ofrecerse paraacompañarla.

Ella se alegró de que se abstuvierade hacerlo. Sabía que era el centro de

todas las miradas, lo cual hacía que sesintiera profundamente incómoda.Maldito fuera sir Edwin Baillie y suexagerada preocupación por la salud desu madre, pensó Moira. No tenía ningúnderecho de dejarla sola aquí. Pero alcomprender que aunque sir Edwin sehubiera quedado aquí quizá no habríanpodido regresar esa noche a Penwith, depronto se alegró de que éste noestuviera. Le horrorizaba pensar en eldiscurso de gratitud que sir Edwinhabría soltado si el conde de Haverfordles hubiera ofrecido a los dos suhospitalidad.

No deseaba interrumpir la animada

conversación en que ambas señorasestaban enfrascadas. Quizá se habíanalegrado de verla alejarse, de quedarsesolas para hablar de lo que las tenía tanabsortas. De modo que dio media vueltay se dirigió a la sala del refrigerio.Hacía poco que habían servido la cena yestaba desierta, aunque quedaban doslacayos y ponche en la ponchera.Cuando uno de los sirvientes hizoademán de tomar un vaso y un cucharón,ella negó con la cabeza y se situó junto ala puerta, contemplando a través de laventana el paisaje blanco que seextendía fuera. Incluso en la oscuridadpodía ver la nieve. ¿Y si seguía nevando

durante toda la noche? ¿Y si no podíaregresar mañana a casa? La mera ideahizo que se estremeciera decontrariedad.

De pronto, encima del murmullo deconversación en el salón de baile, oyódos voces con toda claridad. Los dueñosde éstas debían de hallarse junto a lapuerta que daba a la antesala.

—He dado orden de que preparenuna habitación para ella —dijo el condede Haverford—. No es necesario que teesfuerces, mamá.

—Debiste enviarla a Tawmouth enuno de los carruajes —respondió la vozde la condesa—. Allí tienes muchas

amistades. Me disgusta tenerla bajo mitecho, Kenneth.

—Disculpa. —La voz del condesonó de repente tan fría como arrogante—. La señorita Hayes pasará la nochebajo mi techo, mamá. Y será tratada conla cortesía que merece.

—Kenneth… —Esta vez era la vozde la vizcondesa de Ainsleigh, queparecía jadear como si se hubieraacercado a él apresuradamente—. ¿Porqué está Moira Hayes todavía aquí?¿Debo entender que…?

Pero el sonido de su voz fuesofocado de improviso por el clic deuna puerta al cerrarse. Uno de los

lacayos de servicio junto a lasponcheras sonrió a Moira con gesto dedisculpa cuando ésta se volvió.

—Disculpad, señora —dijo elcriado—, pero había mucha corriente.Cuando deseéis marcharos, no tenéismás que indicármelo y os abriré lapuerta.

—Gracias —respondió ella,apartando la vista del turbado semblantedel criado. Cuando deseéis marcharos .Ella deseaba marcharse ahora mismo.Era insufrible que la forzaran a quedarseen un lugar donde se sentía a disgusto. Yellas, lady Haverford y Helen, laodiaban, pensó. Porque pertenecía a una

familia a la que siempre habíanconsiderado su enemiga. Másconcretamente, porque era hermana deSean Hayes. Moira se preguntóbrevemente si estaban al tanto de surelación con Kenneth, si él les habíacontado algo sobre ella. En ciertaocasión le había dicho que la amaba,pero jamás había dicho más que eso. Porsupuesto, era una relación imposible,incluso antes de que Sean…

Ahora ya no importaba, pensóMoira, apartando esos recuerdos de sumente e inclinándose hacia delante paraapoyar la frente contra el cristal de laventana. Nada importaba ahora excepto

el presente. Sean había muerto y Helenestaba casada con un hombre del agradode sus padres. Ella se casaría pronto consir Edwin Baillie, y Kenneth…, bueno,le tenía sin cuidado lo que hiciera elconde de Haverford. Sólo confiaba enque no se quedara permanentemente enDunbarton, aunque probablemente sequedaría si se casaba con la bonitaseñorita Wishart.

Moira suspiró. ¿Cómo se habíametido en esta desagradable situación?Aunque ella no tenía la culpa de nada, serecordó. Ni siquiera había queridoasistir al baile. No había queridoquedarse aquí mientras su prometido

trataba de desafiar un temporal de nieve.Y desde luego no se había invitado ellamisma a quedarse aquí cuando habíancomprobado que las carreteras estabanintransitables.

Él había dicho que la carretera quedescendía hacia Penwith probablementesería peligrosa para un carruaje. Nopodía consentir que ella se fuera a casaandando. Había enviado a un mozo decuadra, probablemente a pie, parainformar a su madre de que ella pasaríala noche en Dunbarton. Moira alzó depronto la cabeza. ¿De modo que él nopodía consentir que ella regresara acasa caminando? Era simplemente su

autoritaria orden lo que le impedía aella hacerlo. No había ninguna otrarazón por la cual no pudiera irse. Nohabía ninguna otra razón en el mundoque se lo impidiera. A fin de cuentas, élno tenía que pedir que trajeran su cochey sus caballos para que ella regresara apie. Disponía de todo cuanto necesitaba:sus piernas y sus pies. Y no temía unpoco de nieve y de frío o una caminatade cinco kilómetros en la oscuridad.

Sonrió al lacayo cuando él le abrióla puerta. Se paseó por el perímetro delsalón de baile, resistiendo el deseo deatravesarlo desafiando abiertamente a sudueño. Supuso que si él averiguaba sus

intenciones sería muy capaz de retenerlapor la fuerza. Moira abandonó el salónde baile sigilosamente. Pensó quecualquiera que la viera salir imaginaríaque se dirigía al saloncito de señoras.En efecto, se encaminó hacia él pararecoger su capa y sus guantes. Sealegraba de haberse puesto sus ropas demás abrigo pese a que sir Edwin habíacargado el coche con mantas y ladrilloscalientes. Y se alegraba de que éstehubiera insistido en que se pusiera susbotines para el viaje cuando ella sehabía propuesto lucir sólo susescarpines para el baile.

Bajó la escalera portando sus

prendas y se alegró de no encontrarsecon nadie en ella. Se vistió con calma yconcienzudamente en el recibidor. Alvolverse vio al lacayo que estaba deservicio, le entregó una generosapropina al tiempo que le dabaalegremente las buenas noches y salió.

La situación no era tan mala, pensóal principio. El suelo estaba cubierto denieve y seguía nevando, pero la nocheno era especialmente fría u oscura. Saliódel patio que le ofrecía proteccióncontra las inclemencias del tiempo y sedirigió hacia el camino de acceso a lacasa, el cual le ofrecía menosprotección, y cambió ligeramente de

parecer. Echó a andar por el camino,que describía progresivamente unainclinación ascendente hasta unirse conla carretera que discurría sobre el valle.

El viento y la nieve la golpearon confuerza cuando salió de la hondonada yde los límites del bosque que había en elparque de la mansión. Durante unmomento se alarmó al enfrentarse alviolento temporal y pensó en retrocedersobre sus pasos. Pese a sus ropas deabrigo tenía frío. Pero no soportabaregresar y que todos se enteraran de laimprudencia que había cometido.Además, si andaba a paso ligero llegaríaa casa dentro de poco más de una hora.

Echó a andar rápidamente.

Al principio, Kenneth pensó queMoira se había retirado unos momentosal saloncito de señoras o a la antesalapara beber una copa. Luego pensó quedebía ocultarse en uno u otro de esoslugares. Pero cuando miró en la sala delrefrigerio comprobó que estaba desierta,aparte de una pareja muy joven situadacerca de la ramita de muérdago. Ycuando preguntó a una tía abuela suya sihabía visto a Moira Hayes en elsaloncito de señoras la anciana leinformó que no.

Luego supuso que debió dirigirse ala alcoba que le había sido asignada y seculpó a sí mismo por no asegurarse deque tuviera alguien con quien conversaren el salón de baile después de que susvecinos y amigos se hubieran marchado.Pero su mayordomo le aseguró de queno había indicado a la señorita Hayesdónde se hallaba su alcoba, y cuando elmayordomo bajó para preguntar al amade llaves, ésta le dijo que tampoco lahabía informado al respecto. Y cuandola señora Whiteman fue en persona aaveriguar si la habitación estabaocupada, comprobó que no lo estaba.

Moira Hayes había elegido otro

lugar para ocultarse, pensó Kennethcontrariado, y pasó un buen ratorecorriendo una oscura habitación trasotras, sosteniendo un candelabro en unamano. Supuso que tendría frío. Lamayoría de estas habitaciones carecíande chimenea. Pero su búsqueda fueinterrumpida por la reaparición delmayordomo, quien le informó que laseñorita Hayes había abandonado lacasa sola y a pie hacía media hora. Ellacayo que estaba de servicio en elvestíbulo palideció y se estremecióvisiblemente cuando su señoría lepreguntó por qué diantres habíapermitido que saliera, pero no podía

regañarlo por eso. No le correspondía aun mero lacayo cuestionar la conductade sus superiores.

—Ve en busca de una linterna —leordenó Kenneth secamente mientras élse dirigía hacia la escalera—. Y unagruesa manta.

Moira probablemente llegaría a sucasa casi antes de que él saliera en subusca, pensó Kenneth mientras secambiaba rápidamente, sin la ayuda desu ayuda de cámara, vistiéndose con unaropa de más abrigo, sus botas altas, sugabán, su sombrero de castor y unagruesa bufanda. Eligió sus guantes decuero más gruesos. Llegaría a Penwith

Manor tras ella antes de que pudieraretirarse a descansar y le echaría unabuena bronca, pensó malhumoradomientras salía de su habitación y bajabade nuevo la escalera. Confiaba en queella casi hubiera llegado a su casa,pensó ansiosamente mientras tomaba lamanta bajo el brazo y la linterna, cuyacubierta quizás impidiera que el vientoapagara la llama. De hecho, confiaba enque ya estuviera allí cuando llegara élpara echarle la bronca. Sintió que lasrodillas apenas le sostenían cuandoimaginó que llegaba a Penwith yaveriguaba que ella no estaba allí. ¿Quéharía entonces?

Se dirigió hacia los establos y entró.Salió al cabo de unos momentos con uneufórico Nelson, el cual se puso a saltary a brincar de alegría ante el inesperadoplacer de un paseo nocturno y al que lanieve no parecía incomodarle enabsoluto.

Kenneth trató de convencerse de queel temporal había remitido un pocodesde la última vez que él había salidode la casa y que nevaba con menosfuerza. Pero antes de que alcanzara lacarretera, dejando atrás la protección dela hondonada y los árboles, comprendióque se engañaba a sí mismo. El viento leazotó el rostro y le cortó el aliento

mientras se sujetaba el sombrero conuna mano y sostenía la linterna junto a sucuerpo con la otra para evitar que lallama se apagase. Un espeso manto denieve cubría la carretera, prácticamenteocultándola. Y la ventisca seguíacayendo con tanta fuerza que apenasalcanzaba a ver unos pasos frente a él.

Kenneth sintió auténtico pánico. Nopor él, pues estaba acostumbrado acorrer riesgos y pasar muchos días alaire libre, expuesto a los rigores deltiempo. España era un país de extremos.Temía por Moira, una mujer sola en unatormenta de esta envergadura. Sentíademasiado miedo para estar furioso.

Echó a andar por la carretera,comprobando desalentado que la nievehabía ocultado las huellas de ella,suponiendo que hubiera avanzado porese camino. Nelson corría junto a él,ladrando de entusiasmo ante estaaventura.

La carretera que conducía al valledescendía de forma abrupta desde lacolina aproximadamente a un par dekilómetros desde el extremo del caminode acceso a Dunbarton. Era imposibleadivinar cuánto camino había recorridoo cuánto le quedaba por recorrer, pensóKenneth después de avanzar a través dela espesa nieve durante unos minutos

que se le hicieron interminables. Y nisiquiera estaba seguro de que lacarretera estuviera visible. Dudabaseriamente de que fuera posible. SiMoira había salido una media hora antesque él, ¿había pasado por ahí antes deque la tormenta arreciara y la nievefuera tan espesa?

¿Había conseguido regresar sana ysalva a su casa o al menos se hallaba alabrigo que ofrecía el valle? Cuandoalcanzara el suelo del valle, lequedarían por recorreraproximadamente un par de kilómetros.Pero él sabía que existían muchasposibilidades de que el valle estuviera

también cubierto por una espesa capa denieve y que el viento aullara a través deél como si se tratara de un túnel.Además, tendría que cruzar un puente.Ella no estaría a salvo ni siquieracuando hubiera descendido la empinadacuesta. Suponiendo que hubieraconseguido hacerlo.

Kenneth dio con la carretera quedescendía hacia el valle sólo porque porfortuna se detuvo para recobrar elresuello en la cima de ella y Nelsonavanzó brincando y no se cayó por unprecipicio. ¿La habría encontrado Moiratambién? Él sentía un frío intenso debidoal temporal, pero a pesar de ello tenía la

espalda cubierta de sudor. ¿Deberíahaber organizado una partida debúsqueda? No se le había ocurrido. ¿Yhabía venido ella por este camino?Quizá se había dirigido haciaTawmouth. Pero el pueblo estaba casitan lejos de Dunbarton como Penwith.

No cabía duda de que Moira habíavenido por este camino. Después dedescender un breve trecho a través de lanieve, tratando de avanzar más deprisade lo que aconsejaba la prudencia,Nelson se detuvo para husmear en lanieve y apareció sosteniendo entre losdientes un objeto cubierto de nieve. Eraun guante de color negro, un guante de

mujer.¡Cielo santo! Kenneth miró

angustiado a su alrededor en busca deextraños bultos en la nieve, sosteniendola linterna en alto y protegiéndola delviento como podía.

— B ú s c a l a , Nelson —dijo,sacudiendo la nieve del guante,abriéndolo a la altura de la muñeca yacercándolo al morro de su perro.¿Cómo había perdido ella el guante? ¿Ydónde se encontraba ahora?

—¡Moira! —gritó con el tono de vozsobre el que Nat Gascoigne siempre letomaba el pelo. Había errado suauténtica vocación, solía decirle Nat.

Debió ser un sargento—. Búscala,Nelson. ¡Moira!

Con cada paso que daba,comprendía la práctica imposibilidad deseguir adelante. Era imposible que ellahubiera llegado a su casa sana y salva,aunque hubiera salido media hora antesque él. ¿Hasta dónde había llegado? ¿Sehabía detenido? ¿Se había caído? ¿Sehabía desviado de la carretera?

—¡Moira!Kenneth percibió el temor que

denotaba su voz.De pronto Nelson giró bruscamente

hacia la derecha, dejando la carretera yempezó a subir la empinada cuesta

medio brincando y medio vadeando através de la nieve. Aullaba muyexcitado.

Kenneth comprendió exactamentehacia dónde se dirigía su perro, aunqueél mismo no se había percatado de locerca que se hallaban. ¿Tenía Nelsonrazón? Pero el can no conocía la cabañadel viejo ermitaño y no tenía motivospara haber cambiado de dirección de nohaber captado un olor humano. Kennethle siguió, sin apenas atreverse a confiar.

La cabaña de granito había sidoconstruida y habitada siglos atráscuando Cornualles estaba lleno dehombres santos. Algunos la llamaban «el

baptisterio» debido a su techo de dosaguas y su ventana y puerta en arco,porque estaba construida sobre un tramoespecialmente pintoresco del río, el cualfluía debajo de un puente de piedra antesde caer en una pequeña pero abruptacascada. Pero en caso de haber sido unbaptisterio, había sido construido en lacima de la colina, lo cual resultaba pocopráctico. Lo más probable, según decíala leyenda, es que hubiera sidosimplemente una ermita. Aún erautilizada por algún cazador y viajero.Kenneth había jugado allí algunas vecescon Sean Hayes. Y en más de unaocasión se había encontrado allí con

Moira.Nelson se puso a ladrar con

entusiasmo ante la puerta cerrada.Cuando Kenneth giró la manija no sincierta dificultad y la puerta se abrióhacia dentro, el can entróapresuradamente, sin dejar de ladrar.Era evidente que no estaba seguro de sisu amo le había enviado en busca de unamigo o un enemigo.

Capítulo 8

Moira estaba de pie, oprimidacontra la pared frente a la puerta, con laspalmas de las manos apoyadas a cadalado de su cuerpo, los dedos extendidoscomo si creyera poder empujar el murohacia fuera y escapar. Su rostro, a la luzde la linterna, mostraba una palidezmortal.

— S i é n t a t e , Nelson —ordenóKenneth a su perro.

Nelson se sentó jadeando.Ella no movió ni un músculo. No

dijo nada.

—Debí traer un látigo para azotaros—dijo él. En cuanto la vio el temor diopaso a la furia.

Ella miró al perro y luego a Kennethcuando éste entró, cerró la puerta a suespalda y dejó la linterna sobre la repisade la ventana.

—Un gesto muy gótico —replicóella con desdén.

Kenneth la examinó de pies acabeza. Lucía una capa con capucha queél supuso que pasaba por una prendainvernal femenina, pero que en unanoche como ésta resultaba tan útil comoun abanico en el infierno. Sus botinesquizá bastaran para impedir que se

mojara los pies en un par de centímetrosde nieve. Lucía sólo un guante.

—¿Qué diablos os indujo a tratar deregresar a casa andando —le preguntó—, cuando os ordené claramente que osquedarais en Dunbarton y teníaismotivos suficientes para obedecerme?

—No deseaba quedarme enDunbarton —respondió ella.

—De modo que decidisteis arriesgarvuestra vida —dijo él—, porque nodeseabais quedaros en Dunbarton —añadió imitando el tono de su voz.

—Es mi vida y puedo hacer con ellalo que quiera —replicó ella—. Y no soyuno de vuestros soldados para obedecer

vuestras órdenes sin rechistar.—Una circunstancia por la que

deberíais sentiros eternamenteagradecida —dijo él.

Ella alzó el mentón y le miróenojada. Él se abstuvo de mostrar su irasalvo con su gélida mirada.

—Creo que esto es vuestro —ledijo, sacando el guante de su bolsillo—.¿Os lo quitasteis porque teníais calor?

Ella alargó el brazo y se lo arrebató.—El botón de mi capucha se soltó

—contestó—, y no podía volver aabrochármelo con los guantes puestos.Más tarde no pude encontrarlo en lanieve. Fue absurdo. Sabía que estaba

allí, pero no logré dar con él.—Vuestra imprudencia ha sido

vuestra salvación —dijo él—. Nelsoncaptó en él vuestro olor.

Ella miró al can con recelo.—No temáis, no os saltará a la

yugular —dijo él—. Esta noche os hasalvado la vida. Suponiendo que os lahaya salvado. Aún tenemos quesobrevivir varias horas de un fríointenso antes de que amanezca y sea másseguro salir de aquí. ¿Comprendéisahora adónde conduce una estúpidarebeldía, Moira?

—No tenéis por qué soportar el frío—replicó ella con manifiesta

indignación—. Podéis regresar a casa.Estoy segura de que seréis capaz deencontrar el camino. Aquí sola estarémuy cómoda, como lo estaba antes deque aparecierais.

Él avanzó unos pasos y se detuvofrente a ella.

—A veces, Moira —dijo—, oscomportáis como una niña. Veo que aquíno hay troncos ni leña menuda. Es unalástima. Tendremos que arreglarnos sinencender fuego. Esto ayudará demomento, pero sólo de momento. —Kenneth sacó del bolsillo la petaca debrandy que había tenido la precauciónde traer consigo. Desenroscó el tapón y

se la ofreció—. Bebed.—Gracias —contestó ella—, pero

no bebo.—Moira —dijo él mirándola

fijamente a los ojos—, podéis beber deforma voluntaria o por la fuerza. Comogustéis. A mí me da lo mismo. Pero osaseguro que beberéis.

—¿Por la fuerza?Ella le miró con los ojos muy

abiertos al tiempo que los dientes lecastañeteaban. Le arrebató la petaca dela mano y la acercó a sus labios. Inclinóla cabeza hacia atrás casi con gesto devenganza. Acto seguido se puso a toser ya escupir mientras se llevaba la mano a

la garganta.—Al menos —observó él secamente

cuando ella recobró de nuevo el resuello—, sé que no me habéis desafiadofingiendo que bebíais.

Tomó la petaca de manos de Moira ybebió también un trago. Sintió una gratasensación de calor deslizándose por sugarganta hasta alcanzar su estómago.

—Aparte del brandy —dijo echandoun vistazo alrededor de la cabaña—,disponemos de nuestras ropas, unamanta y el calor que emanamos los tres.Supongo que podría ser peor.

—Podéis quedaros con la manta —replicó ella enojada—. Yo ocuparé el

camastro.Era bastante estrecho y estaba

cubierto con un jergón de paja muyviejo, lleno de bultos, que tenía unaspecto nada confortable. Pero eramejor que el suelo de tierra.

Él se echó a reír.—Creo que no lo entendéis —dijo

—. No estamos hablando de dignidad odecoro, Moira. Estamos hablando desobrevivir. Hace frío. El suficiente paracausarnos una grave enfermedad. Elsuficiente incluso para matarnos. Unopuede morirse de frío debido a losrigores del tiempo, os lo aseguro. Hevisto a hombres congelados y muertos en

el piquete después de una noche muyfría.

Durante unos segundos él vio temoren los ojos de Moira. Pero era una mujerde carácter fuerte. En ese aspecto nohabía cambiado. Aún no había aceptadolo inevitable.

—Tonterías —contestó ella. Losdientes seguían castañeteándole.

—Lo compartiremos todo —dijo él—. Incluyendo el calor de vuestrocuerpo, Moira. Y si os avergüenza,repele o enoja, mejor que mejor.Cualquier emoción es preferible a nosentir ninguna. Según dicen, sólo lamuerte nos priva de toda emoción.

Ella no dijo nada más. Por su gestode resignación él interpretó que habíacomprendido la sensatez de suspalabras. Kenneth empezó adesabrocharse los botones de su gabánmientras ella le observaba con recelo.

—Abríos la capa —dijo él.—¿Por qué?Ella alzó la vista y le miró.—Compartiremos nuestro calor

corporal —respondió él—. No vamos adiluirlo con capas de tejido entrenosotros cuando podemos utilizarnuestra ropa de forma más provechosa.No envolveremos como podamos envuestra capa, mi gabán, mi chaqueta y mi

chaleco. Dentro de ellos, estaremos muyjuntos. Éste no es momento paramojigaterías o disputas familiares.Compartiremos la manta. Acostaos en elcamastro antes de que apague la luz dela linterna. No debemos arriesgarnos amorir abrasados. Sería irónico, ¿no?

—Kenneth… —respondió ella convoz ligeramente temblorosa. Tragósaliva—. Milord…

Pero él se había vuelto paraocuparse de la linterna. ¿Cuántas horasfaltaban para que amaneciera? No teníani idea de qué hora era. ¿Y podríanabandonar la cabaña cuando hubiera luzfuera? Pero no convenía adelantar

acontecimientos. En cualquier situaciónde crisis el momento presente era loúnico importante. Era lo que él habíaaprendido con los años. Resuelve lasituación presente y deja que el futuro—la próxima hora, el próximo día o elpróximo año— se resuelva solo.

Apagó la luz de la linterna y sevolvió hacia el camastro.

Lo primero que ella sintió fue unaprofunda humillación. Si no hubiera sidotan necia —una forma suave dedescribir su conducta—, en estosmomentos estaría en Dunbarton. Odiaría

estar allí, pero al menos estaría en unlugar caldeado y a salvo detrás de unapuerta cerrada…, y sola. Se acostó en elcamastro y se apretujó cuanto pudocontra la pared. En cuanto la luz seapagó, se desabrochó a regañadientes lacapa percatándose de la liviandad de suvestido. Era más liviano que cualquierade sus camisones.

Lo segundo que sintió fue un intensobochorno. Él se tumbó a su lado y casisobre ella —era un camastro muyestrecho, destinado sólo a persona—, leabrió la capa con manos firmes, deslizóun brazo debajo de su cuello sincontemplaciones y la estrechó con fuerza

contra su cuerpo. Estaba oprimidacontra a él de la frente a las puntas delos pies, cubierta sólo con su sutil trajede noche —que ahora le parecía aúnmás delgado—, y lo único que seinterponía entre ellos eran la camisa ylos bombachos de él. Tenía un cuerporecio y un tacto y olor alarmantementevaroniles. Entonces ajustó las ropas deambos alrededor de ellos como unaespecie de envoltura y por últimocolocó la manta. En ese momento dijo,pero no a ella:

—Sube, Nelson.El perro saltó sobre ellos,

respirando ruidosamente sobre sus

rostros y girándose una y otra vez hastainstalarse cómodamente sobre laspiernas de ambos.

Lo tercero que sintió ella fue unasensación de alivio. Empezaba a entraren calor. El gabán de él era grueso. Aligual que la manta. El perro pesaba yemanaba calor. El cuerpo de Kennethemanaba calor. Como es natural, él lohabía dispuesto todo para que ellaestuviera lo más cómoda posible. Lahabía obligado a apoyar la cabezadebajo de su barbilla, cubriéndoselacasi por completo. Ella tenía las manosapoyadas sobre el pecho de él como sifuera una estufa caliente. Percibía los

latidos de su corazón, fuertes yacompasados. No se había percatado delfrío que tenía hasta que el calor empezóa sustituirlo.

Era una cuestión de supervivencia,había dicho él. Ella se concentró en esepensamiento y procuró apartar todos losdemás. Por ejemplo, la chocanteproximidad de él. O bien, el olor aalmizcle de su agua de colonia. O quépasaría, mañana.

—Relajaos y procurad dormir —dijo él. Ella sintió su aliento cálidosobre su piel.

¿Cómo podría dormir y mirarlomañana a los ojos?, pensó ella. ¿O

durante el resto de su vida? ¿Cómopodría mirar a sir Edwin a los ojos?¡Cielo santo, sir Edwin! ¿Interpretaríaesto también como un gesto de buenavecindad? ¿Como amistad? A Moira lealarmó la risita nerviosa que apenasconsiguió reprimir. Éste no era elmomento de dejarse llevar por lahilaridad. La situación no tenía nada dedivertida. Él había estado en lo cierto aldecir que se comportaba como una niña.

—Es ridículo pensar siquiera en laposibilidad dormir —replicó ella con laboca oprimida contra el corbatín de él.

—Todo es posible —dijo él—.Creedme.

Moira pensó de repente,sorprendida, que debió de quedarseadormilada. Sentía de nuevo frío perono se había percatado de que seenfriaba. Las ropas de ambos y la mantaya no le parecían tan deliciosamentepesadas, y el perro se había trasladado alos pies de ellos. Notó que temblabadebido al frío y aunque apretó lamandíbula, no pudo evitar que losdientes le castañetearan. Trató deapretujarse más contra él, pero no podía.O eso creía.

—Hace un frío polar —dijo él, y laserenidad y proximidad de su voz latranquilizó, hasta que prosiguió con la

frase—. Sólo conozco un medio de queentremos en calor. Tendremos quecompartir también nuestros cuerposademás de nuestro calor corporal.

Ella captó el significado de suspalabras al instante. Estaban más queclaras. Pero permaneció inmóvil duranteunos momentos, esperando la reacciónde temor e indignación que sin duda lesuscitaría semejante sugerencia.¿Compartir sus cuerpos? Ella no sentíanada salvo la incómoda sensación defrío. Era una cuestión de supervivencia,había dicho él. Uno podía morirse defrío. Ella no estaba segura de que lasituación fuera tan grave, pero tampoco

estaba convencida de lo contrario. ¿Lesaportaría eso calor? Supuso que él debíade saberlo.

—Sí —dijo, preguntándose si habíaanalizado la cuestión con el debidodetenimiento. Pero no retiró suconsentimiento. De todos modos, erademasiado tarde para hacerlo.

Sintió la mano de él entre ambosmanipulándose el pantalón y luegolevantándole a ella el vestido ydespojándola de sus prendas interiorescomo si estuviera muy acostumbrado ahacerlo, cosa que ella no dudaba enabsoluto. Empezaba a sentir más calor,mucho más, pensó absurdamente. Y una

mayor agitación. ¿A qué había dado suconsentimiento? Necesitaba tiempo parapensar. Pero tenía demasiado frío, yestaba demasiado nerviosa, para pensarcon claridad.

De pronto él la colocó boca arriba yse tumbó sobre ella, separándole laspiernas con las suyas. Luego les cubrió aambos con la capa de ella y la manta.

—Relajaos —le dijo en voz baja aloído—. Gozad con ello si podéisdespués del dolor inicial. La mejorforma de entrar en calor es gozar conello.

Ella sintió como si estuvieraardiendo. Su mente tuvo un solo instante

de espantosa claridad al sentir que sumiembro viril empezaba a penetrarla. Elfuturo —mañana, el resto de su vida—desfiló ante sus ojos como dicen que elpasado de uno desfila ante sus ojoscuando está a punto de morir. Pero degolpe su mente reconoció el carácterirreversible de lo que estabasucediendo, y la espantosa carnalidaddel momento, y volvió a cerrarse a todopensamiento. Él estaba dentro de ella,dilatando su pasaje íntimo hasta el puntode causarle dolor. Iba a lastimarla. Enefecto, cuando la penetró másprofundamente ella sintió un dolorlacerante. Y era demasiado tarde para

pensar. Ella no podía dejar de pensar.Sin duda el hecho de compartir sus

cuerpos aportaba calor. Era algotremendamente íntimo. Doloroso. No,había sido doloroso durante unosinstantes. Ella ya no sentía frío. ¿Cómoiba a sentirlo? El peso del cuerpo de élconstituía una manta muy eficaz. ¿Dóndese había metido Nelson? Pobre Nelson,tendría frío tumbado en el suelo. Ella notenía frío. Su mente trató de centrarse encosas triviales como ésas. No, no erantriviales. Hacía esto para sobrevivir, nopor otro motivo. De pronto se le ocurrióun pensamiento aún más espantoso.Estaba con Kenneth. ¡Santo Dios, era

Kenneth, y estaba dentro de ella! Moiradesechó ese pensamiento de su mente.

—Procurad relajaros —dijo él—.Intentaremos que esto dure tanto ratocomo sea posible. Pues de hecho,cuando esto haya terminado, habréisentrado en calor.

¿Esto? ¿Qué procurarían que durasetanto rato como fuese posible? Eraincreíblemente ingenua, pensó Moiradurante los próximos minutos. Habíacreído que bastaría con unir sus cuerpos.A la avanzada edad de veintiséis añosse había congratulado de no estarsumida en la típica ignorancia de unasolterona. Sabía perfectamente lo que

sucedía en el lecho nupcial. Pero locierto es que no sabía nada. Y eraevidente que él lo sabía todo. Qué ideatan estúpida. Por supuesto que lo sabía.Era un hombre y sin duda muyexperimentado. Era lógico en un hombrecomo Kenneth. Se movía dentro de ellacon lentitud y firmeza, rítmicamente,penetrándola hasta que la incómodafricción debido a la sequedad dio paso auna sensación placentera.

Las manos de él ascendieron hastasus pechos e hizo algo con sus dedos através del sutil tejido de su vestido quele provocó una intensa sensación, caside dolor, en su abdomen y su garganta.

Luego oprimió su boca contra la suya,abierta y maravillosamente cálida.

—Procurad gozar —murmuró él—.Os aportará más calor. Abrid la boca.

Cuando ella lo hizo, obedeciéndoleciegamente, él deslizó la lengua dentrode su cavidad, imitando allí losmovimientos que hacía en otro lugar.

Ella sintió de nuevo un calorabrasador, tan intenso que apenas podíasoportarlo. Ardía de placer y deasombro de que algo tan físico pudieraser a la vez tan placentero. En algunaparte la cordura y la vergüenzaesperaban a que ella las registrara en sumente. Pero se negaba a hacerlo. No

quería pensar.El abrazo íntimo entre ambos se

prolongó largo rato hasta que losmovimientos de él se hicieron másprofundos y se quedó inmóvil. Duranteunos instantes ella sintió un calor aúnmás intenso en su interior. De algunamanera le pareció el momento másíntimo y placentero, aunque deseaba queel placer continuara. Él la oprimía consu peso, respirando trabajosamente en suoído. Ella percibió de nuevo los latidosde su corazón. Se sentía invadida por uncalor maravilloso.

Al cabo de un rato él se alzó unpoco, lo suficiente para que ella pudiera

respirar con más facilidad. Seguíacubriéndola a medias. No bajó sus ropasy las de ella. Yacían piel contra piel.

—Esto nos procurará calor duranteun rato —dijo—. En caso necesario,volveremos a hacerlo más tarde. Sube,Nelson.

Kenneth se dio una palmada en elmuslo y el perro saltó de nuevo paratumbarse sobre las piernas de ambos.

Se expresaba con tono frío y neutro,pensó Moira, como si acabaran dedecidir que entrarían en calor bebiendootro trago de su petaca o cubriéndosemejor con sus respectivas ropas y lamanta. Se había expresado en ese tono

desde el principio y durante lo quehabían hecho juntos. Como si lo quehabía sucedido no tuviera la menorimportancia. Pero ¿qué esperaba ella?¿Qué él le hablara con el tonoaterciopelado de un amante? No eranamantes. No habían hecho el amor.Habían hecho simplemente lo necesariopara sobrevivir. Y había sido muyeficaz, al menos de momento. Ella sentíaen su mejilla el calor que emanaba delhombro de él a través de su camisa.

Pero su voz era un recordatorio.Había hablado con la voz del conde deHaverford. Con la voz de Kenneth. Erael conde de Haverford, pensó ella

deliberadamente, imaginándolo detrásde sus párpados cerrados tal como habíaaparecido en el baile; espléndidamentevestido, alto, elegante, apuesto,aristocrático, altivo. Era Kenneth. Elmuchacho que ella había adorado delejos, el joven al que había amado y conquien procuraba encontrarse siempreque podía hasta que él la habíapillado…, hasta que habían ocurridoesos hechos tan dolorosos con Sean.Hasta que ella había comprendido cómoera en realidad y dónde residían suslealtades. Hasta que había comprendidoque el amor que él le había jurado quesentía por ella no valía nada. Hasta que

había llegado a odiarlo con unaintensidad equiparable al amor que lehabía precedido.

En esos momentos yacía en lacabaña del ermitaño con Kenneth, elconde de Haverford. Acababan de…,no. Ése no era el término apropiado paradescribir lo que había ocurrido entreellos. Habían copulado. Sin amor, sincomprometerse, sin siquiera afecto orespeto. Con el mero propósito desobrevivir. Una suerte peor que lamuerte… Moira esbozó una amargasonrisa al pensarlo. Al parecer elinstinto de supervivencia era a fin decuentas más fuerte que cualquier otro.

Y mañana, pensó, temiendo queamaneciera, sería insoportable. Eltremendo bochorno… Su mente senegaba a pensar en cuestionesinfinitamente más importantes que elbochorno que experimentaría mañana. Yla culpa de todo la tenía ella. ¿Cómopudo ser tan estúpida, estúpida,estúpida?

Durante la noche había dejado denevar y el viento había remitido. A laluz grisácea de las primeras horas delamanecer incluso parecía que el solluciría más tarde. Kenneth se detuvo en

la puerta de la cabaña del ermitaño,pateando el suelo, golpeando sus manosenguantadas una contra otra, impacientepor ponerse en marcha a fin de entrar denuevo en calor. Detrás de él, Moiradobló la manta y se abrochó la capuchadebajo del mentón. No se habíandirigido la palabra desde que ella habíacomentado que habían aparecido lasprimeras luces del día. Él había estadodurmiendo.

Correr, pensó él. Correr sin moversedel lugar. Moviendo enérgicamente laspiernas y los brazos. Forzando el ritmo.Manteniendo el ritmo. Ignorando losgemidos de protesta y las quejas del

cansancio. Lo había hecho varias vecesen España. Había obligado a sushombres a hacerlo, gritándoles,maldiciéndolos, uniéndose a ellos,colocándose entre sus filas, corriendocon ellos para que supieran que no secomportaba simplemente como unsádico con ellos. Siempre les habíadicho que en caso necesario estabadispuesto a perder a algunos de sushombres frente a los cañones enemigos.Pero no estaba dispuesto a perder a unosolo debido al frío. Jamás le habíaocurrido.

Se le había ocurrido esta mañana,cuando habían pasado varias horas y era

demasiado tarde para que el hecho depensar en ello resultara útil. Su mente nisiquiera había pensado en ello anoche.Correr sin moverse del sitio la habríamantenido viva…, y furiosa, desdeluego. Pero habría sobrevivido a sufuria.

Kenneth pensó malhumorado en loque podía ocurrir. Pero era inútil pensaren el futuro. Era fijo e inmutable. Sevolvió impaciente para comprobar siMoira estaba lista para marcharse.

—Debo deciros algo antes de quenos vayamos de aquí —dijo ella.

Él había decidido que se marcharíanaunque el suelo estuviera cubierto por

varios palmos de nieve y hallar uncamino seguro para descender al valleno fuera empresa fácil. Aunque nosuponía que ella se opondría a esadecisión. Su rostro, enmarcado por elcolor gris oscuro de su capucha, estabapálido y mostraba una expresión firme yserena. Sus ojos no rehuyeron los suyoscomo él había supuesto. Pero, claro está,era Moira.

—No creo que sea necesario decirnada en estos momentos, Moira —respondió él—. Los dos somos adultos.Conocemos las reglas. Debemosponernos en marcha.

—Sí, existen unas reglas —dijo ella

—. Supongo que me acompañaréis acasa y hablaréis con mamá. Como esnatural, os atribuiréis toda la culpa de losucedido. Supongo que luego escribiréisa sir Edwin Baillie, con tacto ydiscreción, y os atribuiréis toda laculpa. Supongo que luego me haréis unaproposición formal y en privado, yfingiréis que no hay nada que deseéismás que casaros conmigo.

—Creo que podemos obviar eseúltimo detalle —replicó él, irritado.¿Imaginaba ella que le complacía la ideade lo que debía ocurrir ahora? ¿Que leentusiasmaban los acontecimientos quehabían trastocado su vida?

—Podemos obviarlo todo —dijoella—. No quiero que tratéis de darninguna explicación, que tratéis deprotegerme de toda culpa. No quiero queme hagáis una proposición. Si lo hacéis,la rechazaré.

—Os portáis de nuevo como unaniña —dijo él secamente. La habíatomado dos veces durante la noche. Sinduda aún había sido virgen, tal como élhabía supuesto. Ninguno de los dos teníaninguna opción sobre lo que debíaocurrir ahora—. No hay nada de quéhablar.

—¿Me comporto como una niñaporque me niego a casarme con alguien

a quien desprecio y que me desprecia amí? —preguntó ella—. A mi modo dever lo infantil sería casarme con vosporque las circunstancias nos obligarona…

Alzó el mentón y le miró enojada.—¿Mantener una relación carnal? —

inquirió él—. Es lo que hacen losmaridos con sus esposas, Moira. O loque hacen dos personas antes deconvertirse inevitablemente en marido ymujer.

—¿De modo que soy la primeramujer con la que os habéis acostado? —preguntó ella—. ¿Cómo es que no os hasucedido aún lo inevitable?

Él arrugo el ceño y contestó irritadoy quizás imprudentemente.

—Sois la primera dama. No soisuna puta, Moira.

Ella abrió mucho los ojos,sorprendida, pero se rió.

—Informarán a mamá que pasé lanoche en Dunbarton —dijo—. Ya debende habérselo dicho. A los ocupantes deDunbarton pueden decirles que pasasteisla noche en Penwith. Nadie tiene quesaber dónde o cómo pasamos realmentela noche.

—¿Ni siquiera sir Edwin Baillie?—preguntó él, mirándola con las cejasarqueadas.

—No —respondió ella.—¿No se llevará cierta sorpresa en

vuestra noche de bodas? —preguntó él.Ella le miró con desdén.—Como es natural, romperé mi

compromiso con él —respondió—. Perono me casaré con vos. Si me lo pedíssólo causaréis una complicacióninnecesaria.

Por alguna razón él estaba furioso.Debería sentirse complacido, pero enlos ojos de ella sólo veía rencor y sólopodía recordar la forma en que se habíaapretujado contra él durante la noche yel calor que emanaba su cuerpo cuandoél la había montado. Pardiez, pero si

hasta había gozado con ello. Pero ¿quéesperaba de ella esta mañana?, sepreguntó. ¿Que le mirara con la dulceexpresión del amor? Eso le habríahorrorizado.

—No os culpo de nada —dijo ellaal tiempo que las fosas de su nariz dedilataban de ira. Le miró indignada—.¿Creéis que no sé que fui una estúpida almarcharme anoche de Dunbarton?¿Creéis que no sé que arriesgasteis lavida por salir en mi busca? ¿Y queanoche me salvasteis la vida? Sí, lohicisteis. No estoy segura de que estanoche hubiera sobrevivido aquí sola.¿Creéis que no sé que estoy en deuda

con vos?—No me debéis nada —respondió

él.—¿Y creéis que tendré que pagar

esa deuda cada día de mi vida? —preguntó ella—. ¿Tratando decomplaceros y hacer que os sintáis agusto en un matrimonio que os visteisforzado a contraer en contra de vuestravoluntad? Prefiero morirme. No mecasaré con vos.

—Entonces no os lo pediré —contestó él secamente—. Como gustéis.Pero quizá tengáis que cambiar deopinión, Moira. En tal caso, seréis vosquien deberéis pedírmelo a mí. Veremos

si eso os agrada.Por el ligero rubor que cubría sus

mejillas comprendió que ella habíacaptado el significado de sus palabras.Se miraron furiosos durante unosmomentos antes de que él avanzara unpaso hacia ella, se quitara la bufandaque llevaba alrededor del cuello y se lacolocara a ella con firmeza, tras lo cualdio media vuelta y echó a andar a travésde la nieve que le llegaba a las rodillas.Se volvió para tomarla del brazo, ydespués de cierta resistencia inicial, ellaaceptó que la ayudara, apretando loslabios y con gesto hosco.

Nelson les precedió brincando

alegremente.

Capítulo 9

Durante la semana después deNavidad, Kenneth se mantuvodecididamente ocupado. Mientras lanieve persistió, pasaba varias horas aldía fuera de casa, deslizándose entrineo, construyendo muñecos de nieve yjugando a lanzar bolas de nieve. Susprimos más jóvenes decían que era untipo alegre y divertido, sus sobrinos yotros niños se subían encima de él y lerogaban que siguiera jugando con ellos,e incluso algunos adultos leacompañaban fuera de la casa y le

aseguraban que era un anfitriónextraordinariamente atento. La madre deJuliana Wishart le convenció de que lajoven era muy amante de la naturaleza.

Cuando la nieve se hubo fundido losuficiente para que las carreterasestuvieran de nuevo transitables,Kenneth acompañó a varias tías yprimas a visitar a los vecinos que habíanconocido durante el baile y a los quedeseaban ir a presentar sus respetosantes de regresar a casa.Lamentablemente, aseguró Kenneth confirmeza a dos de sus tías, no podían ir avisitar a la señorita Hayes porque lacarretera a Penwith Manor estaba aún

intransitable. Quizá pudieran ir lasemana que viene, pero, claro está,ambas partían dentro de pocos días.Juliana Wishart y su madre fueron conKenneth y la condesa a Tawmouth encoche para visitar las tiendas y admirarla vista del puerto desde el rompeolas.Lady Hockingsford insinuó y la condesasugirió que Kenneth llevara a la señoritaWishart a dar un paseo por la playa,pero por fortuna la joven tenía miedo alas alturas y estuvo a punto de romper allorar ante la perspectiva de bajar losescalones de piedra, por más que sumadre le aseguró que su señoría lasostendría del brazo y no dejaría que se

cayera.En casa Kenneth organizó partidas

de cartas y de billar, juegos infantilescomo los palitos chinos y otros másactivos como el escondite. Organizóconciertos improvisados y bailesinformales. Acompañó y fue a buscar asus tías, conversó con sus tíos, ayudó yapoyó a sus primos y primas, o cuandomenos hizo la vista gorda cuando seemparejaban con otros jóvenes del sexoopuesto y se ocultaban en lugaresaislados, en especial los que estabandecorados con muérdago. Escribiócartas y atendió algunos asuntos denegocios.

Y discutió con su madre.—¿Acompañaste a la señorita Hayes

a su casa? —preguntó ésta arrugando elceño cuando él regresó a Dunbarton lamañana después del baile y dioexplicaciones a todos los que sehallaban en la habitación del desayuno.Ella le había llevado aparte cuandoterminaron de desayunar para hablar enprivado con él.

—¿Solos, Kenneth? ¿En plenanoche? Por supuesto, me alegro de quela señorita Hayes no tuviera quepernoctar aquí, pero ¿era necesario quela acompañaras tú mismo? Podríahaberlo hecho uno de los mozos de

cuadra.—Era mi invitada, mamá —contesto

él secamente—, y deseaba regresar juntoa lady Hayes. Yo había dado mi palabraa sir Edwin Baillie de que measeguraría de que regresara a casa sanay salva. Y eso hice.

¿Sana y salva? Cuando habíaabandonado Dunbarton era virgen.

—Te fuiste sin decir una palabra anadie —dijo su madre sin dejar defruncir el ceño—. Fue una descortesía,Kenneth. Y ahora es imposible ocultar laverdad. Pudiste hacerlo, en lugar deexplicar a todo el mundo lo ocurrido.¿No pudiste haber evitado tener que

pasar la noche en Penwith? Tendrássuerte si esa mujer y su madre no sacana relucir el tema del honor mancilladocon el fin de atrapar mejor partido quesir Edwin Baillie.

Él se enfadó, y no sólo por lo que leafectaba personalmente.

—Esa mujer y su madre son laseñorita Hayes y lady Hayes, mamá —dijo—. Son nuestras vecinas. Hemos idoa visitarlas y ellas nos han devuelto lavisita. Anoche la señorita Hayes era miinvitada y la acompañé a su casa paraevitar que sufriera algún percance. Nocreo que merezca tu desprecio.

Su madre guardó silencio y le miró

fijamente.—Kenneth —dijo—, no te habrás

encaprichado de esa mujer.¿Encaprichado? Él recordó que ella

se había dormido en sus brazos y que,pese al frío que hacía y al estrecho eincómodo camastro, la había deseado.Era el deseo lo que le había nublado eljuicio. Debía de existir media docena demedios de asegurar la supervivencia deambos. Cuando ella se había despertado,tiritando de frío, a él sólo se le habíaocurrido uno. Por supuesto que se habíaencaprichado de ella. Había sentido unintenso deseo carnal por ella. Y la habíatomado —lentamente y a conciencia—

en dos ocasiones.—Es mi vecina, mamá —dijo—. Y

está prometida.Aunque no por mucho tiempo,

ciertamente.Su madre siguió mirándole como si

pudiera leerle el pensamiento.—Y tú también deberías

comprometerte en matrimonio —dijo—.Has cumplido los treinta y no tienes unhijo ni un hermano a quien legar todocuanto te pertenece. Tu posición exigeque te cases. Nos lo debes a tu padre y amí. No podrías elegir mejor esposa queJuliana Wishart.

—Es una niña, mamá —protestó él.

—Tiene diecisiete años —contestóella—. Tiene un carácter susceptible deser controlado y moldeado por unhombre fuerte. Podrá tener hijos durantevarios años. Su linaje es impecable. Aligual que sus modales y su educación.Es muy bonita. ¿Qué más quieres?

Quizás a alguien de una edadpróxima a la suya. Alguien que leofreciera compañía, o quizás inclusoamistad. ¿Era esperar demasiado de unamujer? Alguien capaz de despertar en élla pasión. Alguien con un carácter queno se dejara controlar o moldearfácilmente por un hombre fuerte. Alguienque se opusiera a su dominio en todo

momento hasta que al fin se produjerauna victoria mutua, una conquista mutua.No quería a una mujer a la que pudieradominar.

—Nada —dijo en respuesta a lapregunta de su madre.

Ella le miró sintiéndose por finsatisfecha.

—Bien —dijo—, entonces debeshacer acopio de todo tu valor, Kenneth.Has pasado demasiado tiempo con losmilitares y poco entre la alta sociedad.Te has convertido en un hombre mudo ytorpe. Ayer fue el momento perfecto,pero aún estás a tiempo. Pediré a lordHockingsford que te espere en la

biblioteca después de almorzar.—Te lo agradezco, mamá —dijo él

—, pero elegiré yo mismo el momento yel lugar. Y a mi futura esposa. No estoyseguro de que sea la señorita Wishart.

—Pero tampoco estás seguro de queno lo sea —contestó su madre confirmeza—. Pensar en ello sólo hará queel asunto te parezca más complicado delo que es. Debes decidirte antes de quetengas tiempo para darle más vueltas.No te arrepentirás. Juliana será unaexcelente condesa.

Él se negó a comprometerse, y ellatuvo que contentarse con procurar que seviera con la joven tan a menudo como

fuera posible durante la próximasemana. Él comprendió que antes de queterminara la semana quizá se encontraríaen una situación comprometida, de laque con toda probabilidad le costaríasalir como un hombre libre.

Pero a veces pensaba que quizádebería casarse con esa joven, tener conella unos herederos y vivir su propiavida como quisiera prescindiendo deella. Quizá se encariñaría con ella.Ciertamente era una joven dulce ysumisa.

Aun así no podía contraer unmatrimonio con esa frialdad, no seríajusto ni para ella ni para él. Era muy

consciente de que pese a su juventud,timidez y sumisión, Juliana Whishart nodejaba de ser una persona,probablemente una persona que soñabacon enamorarse, casarse y vivir feliz elresto de su vida. Con él no hallaría nadade eso. Entre otras cosas, porque erademasiado mayor para ella.

Y aún no podía casarse. No hastasaber que era libre para hacerlo, hastasaber que esas horas pasadas en lacabaña del ermitaño no habían tenidoconsecuencias. La mera idea lehorrorizaba, pero era una posibilidadmuy real. Había derramado su semilladentro de ella en dos ocasiones. No

podía comprometerse con otra mujerhasta saber si tendría que casarse conMoira Hayes.

¡Moira Hayes! Kenneth palideció alpensar en ello. Encarnaba todo lo que aél le parecía más despreciable en unamujer: desdeñaba abiertamente todaconvención y recato, era una mentirosa,una delincuente, ¡una contrabandista!Era tan mala como lo había sido suhermano y su tío abuelo. Y había estadoa punto de atraparlo a él al igual queSean había estado a punto de atrapar asu hermana Helen. Aunque ella le habíarechazado también con intenso rencor.Le desagradaba recordar esa última

disputa. Ella se había comportado comouna tigresa…

Quizá la edad o la pérdida de sucómplice habían suavizado su carácter,pero seguía paseándose sin carabina yrechazando cualquier consejo quepudiera interpretarse como una orden.Seguía siendo tan voluntariosa comosiempre y hacía lo que le venía en gana.Seguía sin respetar los cánones sociales.Debió elegir la muerte a entregarle suhonra. Pero no, eso era tan ridículocomo injusto. No, no podía culparla poreso.

Pero ella se había negado a atendersu propuesta de matrimonio incluso

antes de que se la hiciera. Era muytípico de Moira. ¿Cómo había podidorechazarla? Él le había arrebatado suvirginidad. Ella había perdido su honray con ella toda esperanza de casarse conotro hombre que no fuera él. ¿Qué seríade ella y de su madre cuando rompierasu compromiso con Baillie? ¿Habríapensado ya en eso? Probablemente nodejaría que influyera en su decisión. Senegaría a casarse con él simplementeporque le había arrebatado su honra…,¡nada menos!

Kenneth procuró mantenerseocupado toda la semana. Y durante todala semana su mente estuvo plagada de

recuerdos de esa noche y de la negativade ella a atender su propuesta dematrimonio. Durante toda la semanatemió que ella cambiara de parecer oque los acontecimientos la obligaran ahacerlo. Y durante toda la semanaestuvo furioso…, no, furioso con ella.Ella no podía rechazarle. Él no podíaaceptar que le rechazara. Eraimpensable.

En el salón de celebraciones deTawmouth iban a organizar un baile enhonor del nuevo año. Varios invitadosque se habían alojado en la mansión yase habían marchado, pero algunos de losque aún seguían allí pensaron que la

reunión podía ser divertida aunque nopudiera compararse con el bailenavideño en Dunbarton. Un joven, porejemplo, recordaba a la bonita señoritaPenallen, y dos muchachas comentaronentre risas lo atractivos que eran losjóvenes hijos de los Meeson. Ainsleighy Helen manifestaron su deseo de asistir.Era preciso que Juliana viera el interiorde los salones de celebraciones, dijo lacondesa a lady Hockingsford enpresencia de Kenneth. Estabandecorados con exquisito gusto aunque untanto austero.

Moira estaría presente, pensóKenneth. Sin duda asistiría. Pero eso no

impedía que asistiera él. Durante toda lasemana había imaginado que seencontraría con ella en casa de laspersonas a las que solían visitar o en lascalles de Tawmouth. No podía evitartoparse algún día con ella. Ni deseabaevitarlo. Al contrario. Aún había unasunto pendiente entre ellos, y él seproponía zanjarlo como era debido. Nopermitiría que ella le desafiara.

La mera idea de verla, de hablar conella, le irritó.

Decidieron que la señorita Wishartviajaría en el coche de Kenneth conHelen, Ainsleigh y él. Otros doscarruajes trasladarían a los invitados

que quedaran en la mansión y desearanasistir a la fiesta. Reinaba un ambientede gran animación y buen humor cuandotodos se montaron en los coches ypartieron hacia Tawmouth.

Durante la semana después deNavidad, lady Hayes estaba convencidade que su hija se había resfriado durantela caminata de regreso a casa desdeDunbarton Hall la mañana después delbaile.

—No me explico en qué estaríapensando su señoría al permitirsemejante cosa —dijo—, cuando la

nieve que cubría el suelo era demasiadoespesa para viajar en coche. Hacedemasiado frío para salir a caminar. Yla nieve que cubre el suelo esdemasiado espesa para tus botines. Almenos tenías una cálida bufanda con queprotegerte la cara, pero no erasuficiente.

—Pero yo me negué a pasar la nocheen Dunbarton, mamá —respondió Moirasonriendo—. Y ya sabes lo terca quesoy cuando me empeño en algo.

—En todo caso fue muy amable porparte del conde acompañartepersonalmente —dijo lady Hayes—.Pero me cuesta creer que sir Edwin

dejara que tu obstinación le persuadieraa consentir que cometieras semejanteimprudencia.

—Me sentía incómoda en Dunbarton—dijo Moira—. Los demás invitados sealojaban en la casa. La mayoría sonmiembros de la familia del conde. Yo noconocía a ninguno de ellos. Tenía queregresar a casa.

Su madre la miró con ciertacomprensión.

—Lo entiendo, querida —dijo—,pero estás muy pálida. Espero que no tehayas resfriado.

—Fue una caminata tonificante —respondió Moira.

Detestaba el engaño, las mentiras ylas medias verdades que se veíaobligada a decir. Era posible que lagente averiguara más tarde que se habíamarchado de Dunbarton antes de queterminara el baile. Era posible que sedescubriera que Kenneth no habíapasado la noche en Penwith. Era ciertoque se sentía indispuesta, tanto ese díacomo los siguientes, pero no porque sehubiera resfriado.

No podía escribir a sir Edwin. Alprincipio las carreteras estabanintransitables y era imposible enviar unacarta. No obstante, Moira comprobó quecada vez que se sentaba para preparar la

carta —lo cual intentó en variasocasiones— no encontraba una formafácil o satisfactoria de expresarse. Leresultaba imposible. No conseguía pasarde las primeras y frías frases de saludo.¿Qué podía decirle exactamente? ¿Quémotivo podía alegar por lo que tenía quehacer? Era escandaloso romper uncompromiso formal. Hacerlo expondríaa sir Edwin al ridículo y a ella alescándalo. Moira no pensaba en símisma, pero él no merecía quedar enridículo.

Al cabo de unos días, cuando lanieve se derritió, llegó una carta con elprimer correo comunicándole, con el

habitual estilo recargado de sir Edwin,de que su madre estaba muy enferma yque lo único que mitigaba la ansiedadque él sentía por su estado era elconvencimiento de que la señoritaHayes era tan bondadosa que sin duda sesentiría también inquieta por la salud desu futura suegra. Sus hermanas tambiénestaban convencidas de ello.

Estaba claro que no era el momentode escribir su carta, decidió Moira.Sería una crueldad hacerlo precisamenteahora. Esperaría un par de semanashasta que la madre de sir Edwin serestableciera. Sabía que era unacobardía, que eran meras excusas, que

ningún momento sería el adecuado paraanunciar a sir Edwin su ruptura con él.Percatarse de su cobardía hizo que sesintiera aún más indispuesta, pero ellono hizo que escribiera la carta demarras. Estaba como paralizada por unaprofunda apatía.

Los acontecimientos de esa noche, alrecordarlos, le parecían irreales, comouna pesadilla, pero ella sabía bien quehabían ocurrido realmente. Sólo ellatenía la culpa de lo sucedido. Se habríasentido mejor de haber podido atribuirlea él parte de la culpa, pensó con tristeza,pero no podía hacerlo. Él le habíaofrecido alojarse en su casa, pese a la

desaprobación de su madre y suhermana, y ella lo había rechazado.Había salido en su busca pese a latormenta, simplemente porque estabapreocupado por ella, arriesgando suvida. Cuando la había encontrado, habíahecho todo cuanto había podido paragarantizar su supervivencia. De no haberexperimentado ella misma el intenso fríode esa noche, quizá le habría parecidoabsurda la idea de no poder sobrevivir auna noche fría.

Él no había deseado mantener unarelación íntima con ella. Habíaabordado la cuestión de forma práctica ydesapasionada. Simplemente había

tratado de que ella —y él— entrara encalor. Era lógico que se sonrojara deturbación y vergüenza al recordarlo,especialmente al pensar que habíagozado con lo ocurrido. Lo había hechoporque él se lo había ordenado, porsupuesto, pero ¿desde cuando hacía algosimplemente porque él se lo ordenase?Incluso sospechaba, por más que noquisiera reconocerlo, que había gozadoporque había sucedido con Kenneth. Nopodía imaginarse eso con sir Edwin…Moira desechó horrorizada esepensamiento de su mente.

No, no podía culpar a Kenneth. Élincluso se había mostrado dispuesto a

casarse con ella. Detestaba no poderculparlo, despreciarlo o achacarle algúnfallo en este asunto.

No se había resfriado debido a lasaventuras de esa noche, pero no obstantese sentía mal. No podía contárselo anadie. Lo peor quizás era lo sola que sesentía, una soledad reforzada por doshechos: el tiempo siguió siendo frío y lanieve tardó en derretirse. Cuandoempezó a fundirse y se convirtió enbarro, resultó incluso aún máscomplicado salir. Era imposible ir aTawmouth en coche. Normalmente, ellase habría negado a quedarse en casadebido a un poco de barro y habría ido

andando al pueblo, pero esa semana sesentía demasiado indispuesta,demasiado apática para hacerlo. Y habíaotro hecho que le impedía ir aTawmouth y a las casas de sus amigas yvecinas. Le aterrorizaba toparse enalgún lugar con Kenneth, con el condede Haverford. Jamás podría volver amirarlo a los ojos. ¿Cómo podía hacerlosin recordar…? La mera idea hacía quese sonrojara.

Odiaba su cobardía.Y le odiaba a él por ser el causante.—Quizá deberíamos quedarnos en

casa, Moira —sugirió lady Hayes el díade la fiesta en Tawmouth. Ambas habían

decidido asistir al baile de Año Nuevocomo hacían todos los años. A las dosles ilusionaba acudir—. Aún no te hasrecobrado de la larga caminata desdeDunbarton, e imagino que echas demenos a sir Edwin, aunque las dosestamos de acuerdo en que a veces suconversación pone a prueba nuestrapaciencia. Sigo pensando que el señorRyder debería verte.

El señor Ryder era un médico quetres años atrás había abandonado unalucrativa consulta en Londres paramontar otra más modesta en Tawmouth.

—No necesito un médico, mamá —contestó Moira—. Pero necesito asistir

a la fiesta. Las dos lo necesitamos. Eltiempo nos ha obligado a permanecerencerradas aquí durante casi una semanay nos ha hundido en la depresión. Unavelada bailando y conversando connuestros vecinos nos sentará bien.

Estaba convencida de ello. Nosoportaba la idea de quedarse en casa undía más. Y la fiesta de Año Nuevo erauno de los acontecimientos anualesfavoritos de su madre. Si ella sequedaba en casa, su madre se quedaríatambién, lo cual sería injusto.

—Bien, si estás segura de ello,querida —dijo lady Hayes, animándosevisiblemente—. No me importa confesar

que ardo en deseos de preguntar a laseñora Trevellas si el parto de su hija hatenido un feliz desenlace. Es su primerhijo.

Así pues, esa noche asistieron a lafiesta. Las fiestas en Tawmouth no eranunos acontecimientos suntuososcomparados con el baile en Dunbarton.Los salones estaban decorados conausteridad y la música corría a cargo dela señorita Pitt al piano, en ocasionesacompañada por el señor Ryder alviolín. Rara vez se veía un rostro nuevoen esas reuniones y el programa era tanprevisible como la cena que servían enellas. Una no esperaba las fiestas de

Tawmouth con gran impaciencia oemoción, pero era agradable estar encompañía de todos los vecinos y poderbailar. Siempre era una excelente formade empezar un nuevo año.

Moira no sentía ningún reparo enasistir a la fiesta. La cocinera dePenwith había oído decir al hijo delcarnicero, quien había oído decir a laesposa del carnicero, la cual había oídodecir a una de las criadas de Dunbarton,que los invitados que se alojaban en lamansión habían empezado a marcharse.Los que quedaban sin duda seríanmagníficamente agasajados por suanfitrión para celebrar el Año Nuevo.

Una simple reunión en el pueblo noofrecería ningún interés para el conde deHaverford y menos aún para otromiembro de la familia Woodfall.Ninguno de ellos había asistido nunca aun baile en Tawmouth.

Moira se sentó junto a HarrietLincoln después de dejar a su madresentada entre la señora Trevellas y laseñora Finley-Evans, y se puso a charlaralegremente sobre las novedades de lasemana. El hijo mayor de los Meesonbailó la primera contradanza con ella yel señor Lincoln la segunda. Ella sesacudió de encima el abatimiento quehabía sentido la semana pasada y la

ingrata obligación que pesaba aún sobreella: tener que escribir pronto, mañanamismo, la carta a sir Edwin. Ya pensaríaen ello mañana. Mañana no sólo sería unnuevo día, sino un nuevo año. Estanoche quería simplemente divertirse.

De improviso, cuando apenasacababa de sentarse de nuevo junto aHarriet, se produjo un movimiento en lapuerta, que se había abierto para darpaso a unos recién llegados. Tanto ellacomo Harriet alzaron la vista concuriosidad. Todas las personas quehabían confirmado su asistencia yahabían llegado. Moira sintió una nefastapremonición incluso antes de que su

mente empezara a funcionar con claridado su cerebro captara el mensaje que susojos le enviaban.

—Qué sorpresa tan agradable —comentó Harriet en voz baja mientrascorría un animado murmullo por toda lahabitación—. Más jóvenes para hacerque los ya presentes se sientaneufóricos. Y el vizconde de Ainsleigh ysu esposa. Y el conde en persona,Moira. Es magnífico. ¿Crees que lescomplacerá nuestra modesta fiesta?

—Lo ignoro —respondió Moiradébilmente. Le miró atónita, sintiendoque se le secaba la boca y el estómagose le crispaba. Con su porte alto y

elegante, apuesto, aristocrático y…distante. Parecía un extraño de un mundomuy superior al de ella. Y había estadodentro de su cuerpo.

—Sigue siendo increíblementeguapo —murmuró Harriet, abriendo suabanico y agitándolo frente a su rostro,aunque la habitación no estabademasiado caldeada. Los reciénllegados fueron recibidos con grandesmuestras de entusiasmo por elautodesignado comité de bienvenida. Seoyeron unas efusivas risas—. Más guapode lo que imaginaba, aunque me habíanprevenido al respecto. —Hacía tan sóloseis años que Harriet había venido a

Tawmouth antes de casarse con el señorLincoln—. ¿No admiras suextraordinaria apostura, Moira? ¿Creesque se casará con la señorita Wishart?Ha estado pendiente de ella desde que lajoven llegó a Dunbarton con sus padres.Todos se dieron cuenta en el bailenavideño. Y hace dos días él le mostrólas tiendas y el puerto, acompañados porsu madre y la de la señorita Wishart, porsupuesto. Forman una atractiva pareja,¿no crees?

—Sí —respondió Moira.Harriet la miró intrigada y apoyó la

mano en su brazo.—Pobre Moira —dijo—. Debe de

ser muy triste ver nacer un amor cuandolas circunstancias te obligan a contraerun matrimonio que te disgusta. Perdonami franqueza, pero las amigas debenhablarse con sinceridad.

Moira arrugó el entrecejo.—Jamás he dicho… —protestó.—Lo sé —se apresuró a decir

Harriet, apretándole afectuosamente elbrazo—. He hecho mal en mencionarlo.Estoy segura de que sir Edwin Baillietiene unas excelentes cualidades. Harásun matrimonio eminentementerespetable. Y para ser sincera y buscarlealgún defecto a esa chica, cabe decirque la señorita Wishart es demasiado

joven para el conde y sin duda leaburrirá mortalmente al cabo de un mes.Bueno, espero que eso haga que tesientas mejor —añadió riendo.

Moira esbozó una sonrisa forzada.De pronto sus ojos se cruzaron con losdel conde Haverford a través de la sala.Fue un momento tan angustioso comoella había imaginado. Él la mirófríamente, sin sonreír, y ella no pudodesviar la vista por más que volvió aexperimentar una crispación en la bocadel estómago y una sensación de vértigo.Al respirar sintió su aliento frío en susfosas nasales. Temió que fuera adesmayarse.

Él apartó la vista, dijo algo a laseñorita Wishart y le sonrió.

El desprecio que sentía hacia símismo salvó a Moira de la ignominia.¿Cómo era posible que hubiera estado apunto de desmayarse por el hecho de vera un hombre? ¿De ver a Kenneth? ¡Erainconcebible! ¡Eso nunca! Hizo lo queHarriet había hecho hacía unos minutos.Abrió su abanico y se abanicó la carapara refrescarse. De pronto sintió uncalor tan intenso como el frío que habíaexperimentado hacía unos momentos.

Capítulo 10

Los jóvenes parientes de Kennethestaban muy animados. Las muchachasno cesaban de reírse; los jóvenescaballeros hablaban en voz demasiadoalta y se reían a carcajadas. Ainsleigh,que había asumido el papel de miembromayor y más formal del grupo, se habíaofrecido para hacer de carabina, juntocon su esposa, a los jóvenes. Todoindicaba que ambos estaban dispuestos adisfrutar de la velada y de la compañíade las personas que Helen habíaconocido en su juventud. Juliana Wishart

era una joven dulce, tímida y risueña.Las gentes de Tawmouth y propiedadescircundantes se mostraban sinceramenteencantadas de que el número deasistentes hubiera aumentado de formatan inesperada, especialmente debido ala presencia de tantos jóvenes, lesaseguró el señor Penallen, palmoteandode gozo y frotándose las manos como siacabara de lavárselas. Y por supuesto sesentían especialmente honrados decontar con la presencia del conde deHaverford en su humilde reunión, seapresuró a añadir el reverendo Finley-Evans.

Kenneth inclinó elegantemente la

cabeza ante las personas que se habíanagolpado alrededor de ellos parasaludarlos, pero apenas oyó losimprovisados discursos de bienvenida.El corazón le latía aceleradamente yrespiraba de forma trabajosa. Estabamás nervioso de lo que pudo haberimaginado. De hecho, ni siquiera habíaconsiderado el hecho de ponersenervioso, pues asociaba el nerviosismocon la inminencia de una batalla. Teníalas palmas de las manos sudorosas.Comprendió casi de inmediato que ellaestaba presente, pues vio a lady Hayessentada cerca, junto a la señoraTrevellas.

Entonces vio a Moira Hayes al otrolado de la sala, y sus ojos seencontraron con los de ella. Su vestidode color azul vivo era mucho másrecatado que el que había lucido en elbaile de Dunbarton. Llevaba el cabellopeinado en un estilo más severo. Parecíauna refinada señorita, un digno miembrode esta sociedad. Estaba integrada en sumundo como si jamás hubiera estado enla cima del acantilado, en plena noche,apuntándole al corazón con una pistola,mientras abajo en la playa loscontrabandistas manipulaban susmercancías. Como si jamás hubierayacido en sus brazos en la cabaña del

ermitaño sobre la colina y hubieratrocado su virginidad a cambio desobrevivir. Como si jamás hubieradespreciado las convenciones socialesnegándose a arrostrar las consecuenciasde lo ocurrido esa noche.

Ella alzó el mentón sin apartar lavista de él. Él comprendió que si seguíamirándola con insistencia, los presentesse darían cuenta y lo comentarían.Estaba pálida. Pese a estar al otro ladode la sala, a la luz de las velas, estabavisiblemente pálida. Él desvió la vista yla fijó en Juliana Wishart sonriendo demanera forzada.

—¿Me hacéis el honor de bailar

conmigo? —le preguntó.La joven aceptó sonriendo y él se

preguntó por qué no se había enamoradode ella. No había estado ciego a lasmiradas de envidia y admiración quealgunos de sus jóvenes primos dirigían ala señorita Wishart. Pero, como eranatural, ninguno había intentado captarsu interés. Todos la considerabanpropiedad de Kenneth. Pobre Juliana,habría gozado de una Navidad másdivertida si su madre y la suya no sehubieran entrometido tanto.

Era un minueto, la música ejecutadaen el piano sonaba algo más lenta de lohabitual. Él pudo conversar un poco con

su pareja, lo cual hizo para distraerse yno pensar en que Moira Hayes estababailando con Deverall, uno de losterratenientes más ricos del otro ladodel valle. Kenneth mantuvo la vista fijaen Juliana.

—¿Estaréis durante la temporadasocial en la ciudad? —preguntó a lajoven.

—Sí —respondió ésta—. Creo quepapá piensa llevarnos allí, milord.

—Causaréis furor en la ciudad —dijo él sonriendo amablemente—. Seréisla envidia de todas las jóvenes damas.Tendréis a los caballeros rendidos avuestros pies y compitiendo entre sí

para presentaros sus respetos.Por fin había verbalizado en su

mente lo que sentía por ella. Un afectocomo el que sentía por sus sobrinos.

Ella se ruborizó y sonrió.—Gracias —dijo.Él decidió que era preferible

aclararle lo que sin duda ella yasospechaba.

—No me cabe duda —dijo— de queantes de que finalice la temporada unode esos afortunados caballeros habráconquistado vuestra mano y vuestrocorazón. Será la envidia de todos.

Vio en los ojos de la joven que éstahabía captado el mensaje. Parecía…

¿aliviada?—Gracias —dijo de nuevo.De pronto él sospechó algo.—¿Ya lo habéis identificado? —

preguntó—. ¿Hay alguien especial?—Milord…El rubor de la joven se intensificó y

durante unos momentos miró nerviosa asu alrededor. Pero su madre no estabapresente para dictarle lo que debía deciry cómo debía comportarse.

—Sí, hay alguien —dijo él—. Losospechaba. Debería obligaros adecirme su nombre y desafiar a dichocaballero a un duelo de pistolas alamanecer. —Habló con expresión

risueña para que ella comprendiera quelo decía en broma, y de paso que no lehabía partido el corazón—. En vez deello, os deseo toda la felicidad. Y laaprobación de vuestros padres.

Y con eso zanjó el asunto, sintiendoenorme alivio y quizás un pequeñosentimiento de culpa. Moira Hayesbailaba con su habitual elegancia yexpresión de gran animación en elrostro. No le miró ni una vez durante elbaile. Él tampoco lo hizo. Kenneth sepreguntó si era tan consciente de supresencia como él lo era de la suya. Lasensación le disgustaba, pero no estabadispuesto a que le amargara la velada.

Cuando el minueto terminó yAinsleigh solicitó la mano de la señoritaWishart para el próximo baile —Helenconversaba con un grupo de señoras deTawmouth—, Kenneth atravesó conpaso decidido la sala y se inclinó anteMoira Hayes y la señora Lincoln. Éstale había visto acercarse con una sonrisade grata sorpresa. Moira estabahablando con ella, fingiendo que no sehabía percatado de que se dirigía haciaellas. Él comprendió que con ellopretendía que captara el mensaje ycambiara de rumbo. Después de cambiarunas frases cordiales con la señoraLincoln fijó la vista en Moira.

—Se están formando las parejaspara la cuadrilla —dijo—. ¿Querréishacerme el honor de ser mi pareja,señorita Hayes?

Durante un tenso momento desilencio pensó que ella iba a negarse.Observó que la señora Lincoln se volvíapara mirar sorprendida a su amiga. PeroMoira no se negó.

—Gracias —dijo con perfectacompostura. Se levantó y apoyó la manoen la suya.

—Parecéis indispuesta —dijo élcuando ocuparon sus respectivos lugaresen la pista de baile. Estaba pálida y unpoco ojerosa—. ¿Os habéis resfriado?

—No —respondió ella. Él supusoque rehuiría su mirada ante estareferencia indirecta a la noche quehabían pasado juntos, pero ella le miró alos ojos—. Estoy perfectamente,gracias.

Él dedujo que la había enojadomostrando una preferencia por ella alpedirle que bailara con él antes depedírselo a las otras señoras deTawmouth. La había enojado pidiéndoleque bailara con él.

—Sonreíd —le ordenó en voz baja.Ella sonrió.Él la observó mientras bailaban.

Tenían escasa oportunidad de conversar,

y ni siquiera aprovecharon las pocasocasiones que se les presentaron.Cuando ella sonreía, mostraba uno desus mejores rasgos, su dentadura blancay regular. Siempre había constituido unatractivo contraste con su pelo y susojos oscuros. Ésta era la mujer quehacía menos de una semana se habíaacostado con él, pensó Kenneth —unpensamiento que le pareció irreal—, lamujer que había yacido debajo de él,respondiendo a sus caricias íntimas. Nohabía sido un encuentro apasionado,pero en ambas ocasiones ella habíarespondido con ardor. Ella no habíasabido utilizar ese ardor y él no se lo

había enseñado, pero había estadopresente.

Había tenido fundados motivos parano querer tocarla, pensó él. Larespetable señorita Moira Hayesocultaba una pasión latente. No habíacambiado mucho en estos ocho años,pese a las apariencias externas. Ahora,más que nunca, temía tocarla. Y, sinembargo, no comprendía muy bien porqué. Había venido aquí para hablar conella, para enfrentarse a ella, parareafirmar su posición. Pero quizás ésefuera el problema. No se sentía dueñode la situación frente a Moira. Y elhecho de darse cuenta le irritaba y

turbaba. No estaba acostumbrado a quealguien se opusiera a su voluntad.

Al finalizar el baile, antes de que élpudiera acompañar a su pareja a suasiento junto a su amiga, anunciaron quela cena estaba servida. No se habíapercatado que había solicitado su manoprecisamente para el baile antes de lacena. Pero él y sus amigos habíanllegado tarde y las fiestas de pueblo amenudo acababan mucho antes que lasfiestas en Londres. Miró a Moiraarqueando las cejas y le ofreció elbrazo.

—¿Queréis cenar conmigo? —preguntó.

Ella apretó los labios y respondió:—Prefiero no hacerlo.—Pero lo haréis. —Él agachó la

cabeza para aproximarla a la suya, másirritado que antes. ¿Iba a ponerlo enridículo y quedar ella como unamaleducada?—. La gente nos observa.

Ella apoyó el brazo en el suyo.Él decidió aprovechar ese momento

tan oportuno. Si tenían que sentarsejuntos a cenar, podrían hablartranquilamente. Llegarían a un acuerdo,a un acuerdo más satisfactorio que laambigua situación que se habíaproducido la mañana después del baile.La mayoría de mesas dispuestas en el

salón superior eran para cuatrocomensales. Dos mesas situadas debajode las ventanas estaban dispuestas parados. Él la condujo a una de ellas y laayudó a sentarse. La dejó allí paraacercarse al bufet y llenar el plato deella y el suyo. Cuando regresó a la mesacomprobó que les habían servido té.

—Durante la semana no he tenidonoticia —observó sin perder unmomento charlando de cosasintrascendentes— de que hayáis rotovuestro compromiso matrimonial.

—¿Ah, no? —respondió ella.Él espero a que añadiera algo más,

pero ella no dijo nada.

—¿Pensáis casaros con esedesdichado? —preguntó él.

—No. —Moira tenía las mejillasteñidas de rubor y sus ojos brillarondurante un momento hasta que recordódónde se hallaba y asumió de nuevo unaexpresión neutra—. Al parecer pensáisque no tengo el menor sentido de ladecencia. ¿Podemos hablar ahora sobreel tiempo?

—No —contestó él secamente—.Hablaremos sobre la necesidad de quenos casemos.

—¿Por qué? —inquirió ella—. Nodeseáis casaros conmigo, y yo no deseocasarme con vos. ¿Por qué debemos

casarnos?—Porque he estado dentro de

vuestro cuerpo, Moira —respondió élsin andarse con remilgos—, donde sólotiene derecho a estar un esposo. Porquehe dejado mi semilla allí y es posibleque dé fruto. Porque incluso aparte deesa posibilidad, es lo decoroso yhonorable.

—¿Y el decoro y el honor —respondió ella— son más importantesque los sentimientos? ¿Los vuestros olos míos?

—¿Por qué os repele tanto la idea decasaros conmigo? —preguntó él,irritado—. Estabais dispuesta a casaros

con Baillie, que para decirlosuavemente es un majadero.

Ella le miró indignada.—Os ruego que cuidéis lo que decís

en mi presencia, milord —replicó—. Larespuesta debería ser obvia para vos.Sir Edwin no es responsable de lamuerte de mi hermano.

Él contuvo el aliento.—¿Me culpáis de la muerte de

Sean?—No habría participado en la

Batalla de Tolosa si vos no le hubieraistraicionado —contestó ella—. Y si almismo tiempo no me hubieraistraicionado a mí.

—¿Yo os traicioné? —Él sintiódeseos de alargar los brazos a través dela mesa, agarrarla por los hombros yzarandearla. Pero recordó dónde sehallaba. Además, la cuestión de quiénhabía traicionado a quién no era lo másimportante en estos momentos—. Cierto,estoy de acuerdo en que Sean no habríaestado allí. Podría haber colgado de unasoga mucho antes de la Batalla deTolosa. O en estos momentos podríaestar viviendo en el otro extremo delmundo, encadenado a una pandilla deconvictos como él. En el mejor de loscasos podría estar viviendo en algúnlugar, sumido en la pobreza y la

deshonra con mi hermana, y en la másprofunda desdicha, os lo aseguro. Esavida no habría satisfecho a vuestrohermano. Hice lo que debía hacer.

—¿Quién os ha convertido en Dios?—le espetó ella con amargura.

Él suspiró y tomó su taza de té.—Nos hemos desviado de la

cuestión —dijo—. La cuestión es quehemos estado juntos, Moira, que hemostenido una relación carnal. Los motivosque tuvimos para hacerlo, lossentimientos que experimentamos el unohacia el otro, no importan en estosmomentos. La cuestión es que debemosafrontar las consecuencias.

—Como un criminal debe afrontarlas consecuencias de sus crímenes —dijo ella con tono quedo—. Hacéis quela idea del matrimonio parezca muyatractiva, Kenneth. A decir verdad,prefiero casarme con cualquier otrohombre en la Tierra que con vos,incluyendo a sir Edwin Baillie. Prefieroser una solterona el resto de mi vida,que es lo que ocurrirá. Prefiero vivir enla miseria, lo cual quizá sea sólo unaleve exageración de lo que me sucederá.Prefiero matarme. ¿Qué más puedo decirpara convenceros de que podéis tomarvuestro sentido del honor y arrojarlo almar?

Él sintió deseos de replicar a suspalabras en el mismo tono. Estabafurioso por su actitud desafiante, por susacusaciones, por el desprecio que ledemostraba. Prefiero matarme . Suinstinto de sobrevivir había sido másacusado hacía unas noches, cuandohabía sido puesto a prueba. Entonces nohabía preferido morir. Él habría queridoechárselo en cara, pero no tenía lalibertad que tenía ella para demostrarlesu desprecio. Arqueó las cejas y la mirófríamente.

—No —dijo—. Os habéisexpresado con admirable elocuencia alrespecto. Por supuesto, tendréis que

tragaros vuestras palabras sicomprobáis que estáis encinta.

Ella apartó los ojos de los suyosdurante unos instantes.

—Prefiero vivir deshonrada —dijo.—Pero yo no puedo consentirlo —

replicó él—. Ningún hijo mío será unbastardo, Moira. Si la situación sepresenta, será inútil que os opongáis ami voluntad. No ganaréis.

Al menos en esta cuestión, ella no sesaldría con la suya.

—Es natural que seáis arrogante —dijo ella—. Vuestro aspecto y porsupuesto vuestro linaje os lo permiten.Imagino que erais un oficial

extraordinariamente eficaz.—Mis hombres aprendieron que la

mejor forma de tratar conmigo eraobedecer mis órdenes.

Ella sonrió con gesto divertido.—Pero yo no soy uno de vuestros

hombres, Kenneth —dijo.Él recordó de pronto lo diferente

que era, en efecto, de sus hombres. Perono quería recordar lo mucho que lahabía deseado mientras procuraba queentrara en calor, e incluso antes. Eserecuerdo sólo complicaría la cuestión.

—Os concederé lo que deseáis —dijo—, puesto que al parecer unasemana de reflexión no ha conseguido

que recapacitéis. Os lo concedo porquesiento lo mismo que vos. Pero sólo encaso de que el hecho de habernosacostado juntos no tenga consecuencias,Moira. Si las tuviera, debéis mandarmellamar sin dilación. Quiero oíros decirque estáis de acuerdo.

—Qué gótico sois, Kenneth —respondió ella—. Esto y el látigo.¿Debo ponerme firme cada vez que lohagáis restallar?

Inopinadamente, y mal que le pesara,él sonrió divertido. Hasta el extremo deque se arrellanó en su silla y la mirósonriendo lentamente.

—Dudo de que necesitara un látigo

—respondió sintiendo de inmediato laduda que acababa de negar.

—Lo que faltaba —replicó ellaponiendo los ojos en blanco—. Os ruegoque no completéis esa reflexión, puesacabo de comer. Ibais a decirme que osbasta vuestro encanto para dominarme.

Él soltó una carcajada. Pero volvióa inclinarse hacia ella antes delevantarse y ofrecerle el brazo paraacompañarla de nuevo al salón de baile.

—Si hay un niño, os casaréisconmigo, Moira —dijo—. Por el biendel niño si no por el vuestro. Y os juroque si tratáis de resistiros conoceréis lafuerza de mi ira.

Ella no se levantó. Incluso en unasunto tan nimio como el hecho de queél la acompañara al salón de baileestaba decidida a oponer su voluntad ala suya.

—Iré a reunirme con Harriet Lincoln—dijo, indicando con la cabeza unamesa cercana—. Gracias poracompañarme a cenar, milord, yofrecerme el placer de vuestracompañía. Ha sido un gran honor.

Él hizo una profunda reverencia.—El placer ha sido mío, señorita

Hayes —dijo, tras lo cual se dirigióhacia el salón contiguo, sonriendo ysaludando con la cabeza a las personas

con las que se cruzaba.El pulso seguía retumbándole en los

oíos. Sentía deseos de cometer unasesinato, pensó. Y como no podríahacerlo, sintió la necesidad de poner aalguien un ojo a la funerala, partirle lanariz y romperle los dientes. Puesto queninguna de esas opciones era oportunaen esta ocasión, fue a sacar a bailar a lajovencísima señorita Penallen.

Moira respiró hondo para calmarse.Confiaba en que fuera obvio para todoslos presentes en la sala que Kenneth yella se habían dedicado sólo a departir

de forma cordial. Cada vez que se habíaacordado de sonreír, lo había hecho. Élhabía sonreído durante casi todo el rato.Era bastante desconcertante discutir conun hombre que no dejaba de sonreír.

Ella preferiría casarse con un sapo,pensó, pero ese pensamiento pococaritativo y un tanto estúpido sóloconsiguió que volviera a irritarse.Sonrió alegremente antes de levantarse eir a reunirse con Harriet y el señorMeeson en una mesa cercana. Peroalguien se apresuró a sentarse en ellugar que el conde de Haverfordacababa de dejar vacante. Alguien quetambién sonreía.

—Alejaos de él —se apresuró adecir la vizcondesa de Ainsleigh.

Moira arqueó las cejas.—Las cosas os han ido muy bien —

prosiguió Helen—. Una vez muertopapá, y a las pocas semanas de que mihermano regresara aquí, os lasarreglasteis para ir a visitarlo y lograrque él os devolviera la visita. Porsupuesto, imagino que no tuvisteis nadaque ver con esa feliz circunstancia. Fuecosa de sir Edwin Baillie. Sin duda nohicisteis nada por animarlo a ir avisitaros —añadió con tono sarcástico.

—Sir Edwin Baillie es ahora dueñode Penwith —respondió Moira con

firmeza—, y ejerce su autoridad comocree oportuno. Pero en cierta ocasiónestuvisteis dispuesta a desafiar esa viejadisputa, Helen. Cabría pensar que osalegraríais de que hubiera terminado.

Helen la miró furiosa durante unosmomentos, pero se acordó de volver asonreír.

—Qué oportuno para vos —dijo—que sir Edwin decidiera, por supuestosin que le indujerais a ello, regresarprecipitadamente a su casa en medio delbaile organizado por Kenneth, y queKenneth insistiera en bailar con vos unasegunda vez y que luego, cuando ossentisteis demasiado preocupada por

vuestra madre para aceptar suhospitalidad en Dunbarton, osacompañara personalmente a casa. Quéoportuno que él no pudiera regresar y seviera obligado a pernoctar en Penwith.Casi cabría pensar que todo había sidoplaneado.

—¿Creéis que yo planeé el temporalde nieve? —preguntó Moira con desdén.

No esperaba la hostilidad que Helenle había mostrado durante el baile enDunbarton ni ahora su controlada furia.

—Supongo —respondió Helen—que no tardaremos en tener noticia de ladesafortunada ruptura de vuestrocompromiso matrimonial. Me pregunto

quién pondrá fin a él. Sería humillantepara vos que lo hiciera sir Edwin, perouna vergüenza para vos que lo hicieraisvos misma. Tenéis que tomar unadecisión difícil, señorita Hayes. Porsupuesto, habrá valido la pena si conello os lleváis un premio másapetecible. Mi hermano es un partidotentador, ¿verdad?

Moira arrugó el ceño y bajó la vistapara dejar la servilleta junto a su plato.No comprendía ese ataque por parte deHelen. A diferencia de sus hermanos,ella y lady Helen Woodfall apenashabían tenido trato de niñas. Se habíanevitado tal como sus respectivas

familias les habían ordenado.—¿Sentís amargura por lo ocurrido

con Sean? —preguntó Moira.—¿Amargura? —Helen se inclinó

hacia delante en su silla—. ¿Porque meamaba y se habría casado conmigo y meimpidieron hacerlo? Si queréis podéisdecir que fueron mi padre y hermanoquienes me lo impidieron, pero noimaginéis que no sé quién nos traicionó.¿A quién se lo dijisteis? ¿A Kenneth?¿Acaso ya tratabais en esa época deconquistar su favor? Siempre losospeché. Pero no lo conseguisteis.

—Supuse que le complacería —respondió Moira—. Supuse que trataría

de ayudaros. Yo…Qué ingenua había sido. Le había

creído cuando le había dicho que laamaba. Había creído que estabadispuesto a casarse con ella, a pelearsecon su padre y el de ella con tal deconquistar su mano. Había pensado quele complacería saber que Sean y Helense unirían a la lucha. No se le habíaocurrido que la perspectiva de que Seanse casara con Helen induciría a Kennetha hacer lo que había hecho y a decir lasmentiras que había dicho. Recordarlo denuevo hizo que se sintiera de nuevoindispuesta.

Helen la miró sonriendo.

—Supuse que erais más lista —dijocon desdén—. Imaginé que meofreceríais una docena de negativas yexplicaciones y excusas. Quizá resulteque tenéis conciencia. Alejaos deKenneth. Va a casarse con JulianaWishart, un enlace que complace muchoa su familia.

—En tal caso no tenéis nada quetemer de mí —replicó Moira conaspereza.

Estaba de nuevo furiosa. ¿Habíapensado que al asistir a esta fiesta sesentiría más animada? De prontorecordó la tarde a primeros dediciembre, hacía menos de un mes,

cuando había robado una hora para subira la hondonada en los acantilados.Durante esa hora había pensadoilusionada, con calma y sensatez, en loscambios que iban a producirse en suvida. Y de pronto había aparecidoKenneth en el horizonte. ¡Cuántas cosashabían ocurrido desde entonces! Desdeese día su vida había quedado parasiempre destrozada.

Y todo porque él había roto unapromesa y había regresado a casa.

—Alejaos de él —repitió Helen,tras lo cual sonrió de nuevo, se levantó ydesapareció a través de la puerta quedaba al salón de baile.

¿Y Kenneth, conde de Haverford,deseaba que ella se casara con él?,pensó Moira. ¿Para convertir a Helen ensu cuñada y a la condesa en su suegra?La mera idea era aterradora.

De repente Moira se arrepintió dehaber comido. Pero ¿había comido? Albajar la vista y mirar su plato comprobóque aún quedaba comida en él, aunquequizá menos que antes. Qué estupidez norecordar si había comido o no. Se habíabebido la mitad del té. Sentía fuertesnáuseas, seguidas del pánico al pensaren lo que indicaban.

Se comportaba como una tonta,pensó, esforzándose en desterrar esos

pensamientos de su mente. Se levantó yse dirigió hacia la mesa de Harriet,sonriendo e ignorando las náuseas.

Capítulo 11

El sol que se filtraba a través de laventana de la habitación del desayunoauguraba un buen día y un buen añonuevo. La nieve prácticamente habíadesaparecido, dejando la hierba un tantopálida. Pasaría al menos un mes antes deque asomaran los primeros brotes deprimavera. Las ramas desnudas de losárboles se recortaban contra un cieloazul.

Moira miró a través de la ventana,acodada sobre el pequeño escritorio enel que había estado escribiendo, con la

barbilla apoyada en la mano. Ante ellaestaba la carta que había terminado,mientras la tinta se secaba. Era la cartamás difícil que había escrito en su vida.Quizás era adecuado que la escribiera elprimer día del nuevo año.

¿Qué sería de ella?, se preguntó.¿Qué sería de su madre? Sir Basil Hayesapenas había podido dejarles nada en sutestamento. Estaban casi enteramente amerced de sir Edwin Baillie. Pero¿cómo podían esperar ningunagenerosidad de él después de que ella lehubiera humillado rompiendo sucompromiso con él? Esas cosas no sehacían. De haberse movido Moira en

unos círculos sociales más importantes,habría bastado para que la condenaranal ostracismo para el resto de su vida.Incluso aquí en Tawmouth le costaríamantener la cabeza alta y que sus amigosla recibieran en sus casas.

Dobló la carta con cuidado. Nocaería en la autocompasión. Era la únicaculpable del aprieto en que seencontraba ahora. Se levantó. Habíallegado el momento de enviar la misiva.Iría caminando a Tawmouth. Elejercicio le sentaría bien. Esa mañanaseguía sintiendo náuseas. La sensacióndesaparecería en cuanto hiciera lo quetenía que hacer. Era la indecisión, el

sentimiento de culpa lo que había hechoque se sintiera indispuesta toda lasemana. En cuanto regresara a casa,hablaría con su madre.

Pero su madre entróapresuradamente en la habitación antesde que ella alcanzara la puerta. LadyHayes portaba una carta abierta en lamano.

—Ay, querida Moira —dijo—, esuna carta de Christobel Baillie y alparecer hemos juzgado mal a sir Edwin.Creíamos que se preocupaba en excesopor la salud de su madre. Pero la pobreestá en su lecho de muerte, segúnpalabras de la propia Christobel. Tú

misma puedes leerla. El médico les haadvertido que su muerte es inminente. Elpobre sir Edwin está trastornado deansiedad y dolor y es incapaz deescribirnos él mismo.

Moira tomó la carta de manos de sumadre y la leyó. Al parecer era cierto.La señora Baillie agonizaba. Quizá yahubiera muerto.

—«Sólo el convencimiento de mihermano, señora, de que vos y suestimada prometida se sienten tanangustiadas como nosotros —habíaescrito Christobel— es lo que leconsolará durante los próximos días.Edwin nos ha dicho que tendremos una

querida madre que ocupará el lugar denuestra adorada madre, y una nuevahermana. Por supuesto, siempre hay luzmás allá de la oscuridad.»

Moira se mordió el labio con fuerzay le sorprendió comprobar que el folioque sostenía ante ella le había nubladola visión. Estabais dispuesta a casaroscon Baillie, que para decirlosuavemente es un majadero. Con esacrueldad había despachado Kennethanoche a un hombre. Y ella le habíatraicionado gravemente. Y sin embargoera un hombre que amaba a su madre y asus hermanas y que, a su manera, quizásincluso las amaba a ella y a su madre.

¿Era eso tan estúpido?—Sí, querida. —Sus lágrimas

habían provocado también las de sumadre—. Nos secaremos los ojos,tomaremos una taza de té y luego ambasles escribiremos una carta. Yo escribiréa Christobel y a sus hermanas. No creoque sea indecoroso que tú escribas a sirEdwin. Es natural que le escribas dadaslas circunstancias, especialmente dadoque es tu prometido. —Fue entoncescuando lady Hayes se fijó en el papeldoblado que su hija sostenía en la mano—. Pero ¿ya le has escrito?

Moira estrujó el folio.—Sí, pero esta carta ya no es

adecuada —dijo—. Le escribiré otra.Pobre sir Edwin. Solía burlarme de suansiedad, pero resulta que era fundada.Me arrepiento de haberlo hecho.

—Yo también me arrepiento, Moira—dijo su madre tirando de lacampanilla para pedir que les trajeran elté—. Debemos aprender a valorar a esejoven. Es un poco pomposo y suconversación es aburrida, pero hellegado a pensar que será un marido y unyerno excelente y leal. —Lady Hayessonrió y se enjugó los ojos con elpañuelo—. Pobre prima Gertrude.

Debió escribirle hacía seis días,pensó Moira. En lugar de buscar

excusas, debió escribir a sir Edwin encuanto el conde de Haverford se marchóla mañana después del baile y ella selevantó y tomó una bebida caliente.Ahora era más difícil enviarle esa carta.De hecho, era casi imposible, y seríaaún más difícil cuando recibieran lanoticia de que la señora Baillie habíafallecido. Tendría que esperar un tiempoprudencial para escribirle. ¿Cuánto?¿Una semana? ¿Un mes? ¿Más de unmes? De pronto Moira comprendió que,como es natural, sir Edwin decidiríapostergar la boda, quizá durante el añoque durara de luto. Le pareció un aliviotemporal…, o un motivo para seguir

aplazando el tema.Moira se sentó apresuradamente en

la silla más cercana, inclinó la cabezahacia delante, con los ojos cerrados, ytragó saliva varias veces seguidas. Sólomediante un esfuerzo de voluntad logróreprimir las ganas de vomitar. ¿Y si…?Pero se apresuró a sofocar el pánico queamenazaba con hacer presa en ella. Erasólo la culpa lo que hacía que sintieranáuseas. Se arrepentía amargamente deno haber escrito la carta hacía cincodías.

A fines de enero, Kenneth se quedó

de nuevo solo en Dunbarton. Su madrehabía sido la última en marcharse.Había ido a pasar un par de meses consu hermana antes de regresar a Norfolk.

Era agradable estar solo. Podíaconcentrarse en el trabajo. Durante lasNavidades se había dado cuenta de quesabía muy poco de agricultura y deadministrar una extensa propiedad. Peroestaba decidido a adquirir losconocimientos precisos, de modo quedurante unas semanas se dedicó aestudiar con ahínco, tanto en casa, dondeleía libros sobre ambos temas, comofuera, mientras recorría los campos yprados y conversaba durante horas con

los labriegos y consultaba con suadministrador. La primavera estaba enpuertas y quería estar preparado paratomar él mismo las decisiones oportunassobre sus explotaciones agrícolas.

De vez en cuando sentía la tentaciónde marcharse. Aunque sus vecinos lehabían acogido bien y nunca le faltabaninvitaciones para almorzar, jugar unapartida de cartas o ir de caza, se habíadado cuenta de que no podría haceramigos íntimos aquí. Le tenían en unaestima demasiado alta, era demasiadorespetado. De no haber hecho amigosíntimos durante sus años en elregimiento de caballería, quizás habría

sentido la necesidad de establecer unoslazos profundos de amistad entre susvecinos, pero ya contaba con unosexcelentes amigos.

Nat y Eden habían decidido ir aStratton Park en Kent para pasar unatemporada con Rex. Ambos habíantenido problemas en la ciudad —lo cualera más que previsible— durante lasfiestas navideñas. Eden había tenido ladesgracia de que le pillaran en la camacon una mujer casada, por el marido deésta, cuya existencia él desconocía. Nathabía sentido el nudo de la sogaalrededor el cuello a raíz de besar a unaseñorita debajo del muérdago, haciendo

que la familia de la joven albergaraesperanzas de un compromiso formal.Kenneth se identificaba con su amigo enesa situación. De modo que amboshabían decidido que lo más prudente eraquitarse de en medio durante unatemporada y alojarse en casa de Rex, yquerían que él se reuniera con ellos enStratton.

La tentación era muy fuerte. Seríaagradable volver a verlos a los tres.Pero sabía lo que ocurriría al cabo delos primeros días. Se sentiría de nuevoinquieto. Además…

Además, pensó apretando los dientesunos días después de que su madre se

marchara, hacía más de un mes quehabía concluido una disputa, y las dosfamilias implicadas en ella habíanvuelto a tratarse. Sin embargo, no sehabía acercado por Penwith Manordesde la mañana después del baile enDunbarton. Y no había visto a ladyHayes ni a Moira desde la fiesta de AñoNuevo. Les debía una visita, por másque le resultara tan poco apetecible eingrata como sin duda les resultaría aellas. Por otro lado, durante una visitaque el reverendo Finley-Evans le habíahecho la víspera, había averiguado algoque hacía imprescindible que fuera apresentar sus respetos a lady Hayes y a

su hija.Al día siguiente por la tarde se

dirigió a caballo a Penwith acompañadopor Nelson, que no cesaba de brincarjunto a su montura. Era un díaparticularmente soleado, casiprimaveral. Quizá, pensó, el tiempohabía inducido a las damas a salir decasa. Casi confiaba en que así fuera,hasta que comprendió que en tal casotendría que volver a intentarlo al díasiguiente.

Lady Hayes se hallaba en casa; laseñorita Hayes había ido a Tawmouthcaminando, según le informó el criadoque le abrió la puerta. Kenneth sintió

cierto alivio, pero no duró mucho. Pasóunos incómodos quince minutosconversando con lady Hayes,expresándole sus condolencias por elreciente fallecimiento de la madre de sirEdwin Baillie. Ella apenas despegó loslabios y se sentía tan incómoda como él,pero hizo un comentario bastantesignificativo. Sir Edwin había juzgadooportuno aplazar su boda hasta al menosel otoño, quizá durante todo el año quedurara su luto.

De modo que Moira Hayes no habíaroto aún su compromiso.

Kenneth se marchó después dedeclinar la invitación de tomar el té y

regresó cabalgando lentamente por elvalle. No sabía si atravesar el puentesobre la cascada cuando llegara a él ytomar la carretera hacia la colina situadaal otro lado, o descender por el vallehasta Tawmouth. En tal caso, quizá no seencontrara con Moira. ¿Y de qué leserviría encontrarse con ella? Habíapedido a lady Hayes que le transmitierasus condolencias. ¿Y si ella decidíacasarse con Baillie pese a todo, quiénera él para inmiscuirse? Dudaba de queBaillie tuviera mucha experiencia enmateria sexual. Quizá ni siquiera sepercataría de que su esposa no eravirgen. Puede que ella consiguiera

engañarlo.Ni siquiera trataría de verla, pensó

cuando llegó al puente. Hizo que sucaballo se subiera a él y llamó con unsilbido a Nelson, el cual se habíaadelantado. No obstante, cuando alcanzóel centro del puente se detuvo ydesmontó. Hacía un día espléndido. Unocasi podía imaginar que lucía un solcálido. El sol relucía sobre el agua quecaía sobre la pequeña cascada yproseguía hacia el mar. Éste era sinduda uno de los lugares más hermososde Inglaterra. En ambas riberas crecíanfrondosos helechos cuyas ramascolgaban sobre las aguas. El baptisterio

se hallaba en la cima de la colina, sobrelos árboles, desde la cual se divisaba unmagnífico paisaje. Kenneth se volvió yalzó la vista para contemplarlo despuésde apoyar los brazos sobre el pretil depiedra cubierto de musgo del puente.

No recodaba las veces que se habíaencontrado con ella, después delprimero e imprevisto encuentro en lacala cuando él era niño. ¿Diez veces?¿Una docena? No mucho más. No erafácil para las jóvenes de buena familiasalir solas, escapar de la estrechavigilancia de sus madres, doncellas einstitutrices. Y él tenía una concienciamuy acusada, más que ella. Moira solía

reírse de él cuando se ponía nerviosopensando en lo que le ocurriría a ella sila descubrían. Se quitaba las horquillasdel pelo y dejaba que su melena lecayera sobre los hombros. Si sehallaban en la playa, se quitaba loszapatos y las medias y los dejaba a unlado antes de echar a correr descalzasobre la arena. En su ingenuidad no sedaba cuenta de que su conductaestimulaba la pasión en él. Pero en lofundamental él se había comportadocomo un joven y educado caballero.Algunos besos robados…

Nelson se puso a ladrar alegrementey echó a correr por la otra ribera para ir

a saludar a alguien. Ella lucía la capa yel sombrero de color gris que Kennethya conocía. Estaba sola. Él respiróhondo para gritar a Nelson queregresara, pero el perro la habíareconocido y estaba claro que habíarechazado toda idea de que fuera unaposible enemiga. Meneaba la cola conalegría. Moira se quedó inmóvil duranteunos momentos, pero enseguida bajó lamano para dar unas palmadas al animalen la cabeza cuando éste se detuvofrente a ella y la saludó restregando elmorro contra su falda. Entonces alzó lavista y miró hacia el puente.

Él no fue a su encuentro cuando ella

se le acercó. Se quedó donde estaba,observándola. Ella caminaba con suacostumbrada elegancia. Cuandoalcanzó el extremo del puente y sedetuvo, observó también que estaba muypálida. De hecho, parecía indispuesta.

—Hola, Moira —dijo él.—Milord.Ella le miró con expresión seria, sin

pestañear.—He ido a visitar a lady Hayes —

dijo él.Ella arqueó las cejas pero no

respondió.—Para presentarles mis

condolencias —añadió él—. Tengo

entendido que sir Edwin Baillie perdióa su madre hace menos de una semana.

—Llevaba enferma desde antes deNavidad —respondió ella—, y pocodespués su estado se agravó. Pero pesea que sir Edwin preveía este desenlace,ha sido un golpe muy duro para él. Estámuy unido a su familia.

—¿Y vos? —preguntó él—. ¿Seguíspensando en casaros con él?

—Esto sólo me incumbe a mí,milord —contestó ella—, y a él.

Kenneth seguía apoyado sobre elpretil del puente, mirándola de refilón.Hasta los labios los tenía pálidos.

—¿Habéis estado indispuesta? —le

preguntó.—Más que indispuesta, obligada a

permanecer en casa durante buena partedel mes debido al mal tiempo —respondió ella—. Por fortuna, prontollegará la primavera.

Los ojos de él se pasearon sobre sufigura, examinándola. Parecía másdelgada de lo habitual. No obstante, lepreguntó:

—¿Estáis encinta, Moira?Ella alzó un poco el mentón.—Por supuesto que no —contestó—.

Qué idea tan ridícula.—¿Ridícula? —dijo él—. ¿Nunca os

han explicado lo de los pájaros y las

abejas?—Si seguís pensando que tendréis

que hacer el supremo sacrificio —dijoella—, permitid que os asegure que noestoy encinta. No tenéis ningunaobligación hacia mí. Sois libre paracortejar a la señorita Wishart ydeclararos a ella. Supongo que lohabréis aplazado. Pues no es necesarioque lo hagáis. La primavera es unaépoca magnífica para una boda.

—Lo tendré en cuenta —dijo él—.Es muy reconfortante saber que cuentocon vuestra bendición.

Ambos se miraron mientras Nelsonatravesaba el puente y se acercaba al

caballo, que pacía junto a la ribera.—Buenos días, milord —se

despidió ella por fin.—Buenos días —respondió él—.

Señorita Hayes.Él contempló de nuevo el agua

mientras ella seguía adelante. Esperóhasta experimentar una sensación dealivio, que cuando se produjera laabrumaría. Durante todo el mes le habíaacechado la inquietud, el temor. Nosentía nada. Siempre —o casi siempre— había tratado de hacer lo correcto.Había entablado amistad con Seancontrariando las órdenes de su padre,pero había cortado su amistad con él

cuando éste se había hecho mayor y másalocado. Había continuado sus citasclandestinas con Moira pese a que erauna joven de buena familia y para colmouna Hayes. Pero nunca había tratado deinducirla a mantener una relación íntimacon él más allá de algún que otro besocasto, y se había propuesto poner suamor hacia ella a prueba sacándolo arelucir, para reforzar su firme intenciónde casarse con ella. Por mor de unavieja amistad había hecho la vista gordaa las actividades delictivas de Sean,convenciéndose de que ejercer elcontrabando en la zona de Tawmouth noera un asunto tan grave. Sólo había

actuado al averiguar que Sean cortejabaa Helen. Quizás equivocadamente.¿Quién sabe? Era imposible saberlo.Había seguido los dictados de suconciencia, y de paso había descubiertounas cosas sobre Moira que habríapreferido ignorar. Se había roto élmismo el corazón.

No sintió el alivio que supuso quesentiría al saber que no había dejado aMoira preñada la noche del baile. Notenéis ninguna obligación hacia mí. Lavoz no le había temblado al decir eso.Lo había dicho en serio. Pero él nopodía creerlo, por más que lo intentara.La había deshonrado, pero ella no

permitía que aplacara su conciencia.Aunque era absurdo, Kenneth

lamentaba profundamente haber bajado ala playa y haber entrado en la cala esedía hacía muchos años, cuando erajoven, para sentarse a reflexionar. Si nose hubieran encontrado ese día, su vidahabría tomado un curso muy distinto.

Soltó una amarga risotada, seincorporó y se dirigió hacia la ribera,donde estaba su montura. Qué idea tanridícula. Qué idea tan ridícula. Ellahabía pronunciado precisamente esaspalabras hacía unos minutos. Para quitarhierro al asunto. Como si fueraimposible que la semilla de él hubiera

arraigado en ella.Él se preguntó cómo resolvería el

sentimiento de culpa que le atormentabadurante las próximas semanas y lospróximos meses.

¿Por qué lo había negado?, sepreguntó Moira mientras ascendía por elvalle. Se le había presentado unaoportunidad perfecta, y la habíadesperdiciado.

¿Estáis encinta, Moira?Por supuesto que no. Qué idea tan

ridícula.¿Imaginaba que si seguía negándolo

conseguiría que no fuera verdad? Sumadre quería mandar llamar al doctorRyder, pero ella le había asegurado quese sentía indispuesta sólo porque lehabía hecho mal tiempo desdeprincipios de mes. Durante la semanaanterior, desde que había recibido lanoticia de la muerte de la señora Baillie,no le había vuelto a preguntar el motivode su palidez o su falta de apetito. Moirahabía analizado sus síntomas, incluso laausencia de su menstruación, y habíahallado una docena de explicaciones,una docena, además de la que su mentese negaba a aceptar.

Por supuesto, hacía unos días que

sabía —quizás incluso por una extrañaintuición desde el principio— el motivode que se sintiera constantementeindispuesta.

Tenía que decírselo a él.Él acababa de preguntárselo sin

rodeos. Y ella lo había negado.Tendría que escribir a sir Edwin.La madre de éste acababa de

fallecer, y él le había escrito una cartallena de conceptos pomposos, y de unprofundo dolor.

Tendría que contárselo a su madre.Mañana.—Mañana y mañana y mañana —

murmuró en voz alta. Era una cita

literaria. ¿Pope? ¿Shakespeare?¿Milton? Su mente no funcionaba. Detodos modos, no era importante.

Mañana lo haría todo: hablar con sumadre, escribir a sir Edwin, enviarrecado a Kenneth.

Lord Pelham y el señor Gascoignefueron a Cornualles en marzo para pasaruna temporada con su amigo. RexAdams, el vizconde de Rawleigh, no leshabía acompañado aunque los treshabían estado unos días juntos, primeroen Stratton Park y luego en BodleyHouse en Derbyshire, la casa del

hermano gemelo de Rex.—Nos largamos de allí a toda prisa

—explicó lord Pelham riendo mientraslos tres amigos conversaban enDunbarton durante su primera veladajuntos. Seguían sentados a la mesa decenar, bebiendo unas copas de oporto,aunque llevaban allí un buen rato y hacíamucho que los criados habían retiradolas bandejas de comida—. Por el motivoque puedes imaginarte.

—¿Una mujer? —inquirió Kennetharqueando las cejas.

—Una mujer —respondió el señorGascoigne—. Una verdadera belleza,Ken. Y para colmo, viuda.

Lamentablemente, era la única bellezaen todo Derbyshire, según pudimoscomprobar.

—Deduzco —dijo Kennethsonriendo—, que no se fijó en ti, Nat,¿me equivoco? Qué se sintió más atraídapor Eden o por Rex.

—En realidad, por ninguno denosotros —dijo el señor Gascoigne confingida tristeza.

—Aunque para ser justos connuestras atractivas y seductoraspersonas —terció lord Pelham—, deboañadir que Nat y yo no tuvimosoportunidad de tratar de encandilarlacon nuestros encantos. Rex se

encaprichó de ella y nos obligó aretirarnos antes de que intentáramosconquistarla. Suponemos que ella le diocalabazas.

—¿A Rex? —preguntó Kenneth sindejar de sonreír. Se sentíatremendamente complacido de habersereunido de nuevo con sus amigos—.Debió de ser un duro golpe para su amorpropio. Es raro que una mujer lerechace.

—Se fue de Bodley sin apenasdespedirse —explicó el señorGascoigne—, arrastrándonos a nosotroscon él. La señora Adams, la esposa desu hermano, debió de quedarse perpleja

al comprobar que Rex se habíamarchado. Tiene una hermana casaderay estaba decidida a propiciar uncompromiso entre ambos.

—Pero se negó a venir aquí connosotros —dijo lord Pelham—. Decidióregresar a su casa en Stratton como unperro apaleado que anhela quedarse asolas para lamer sus heridas. Daría loque fuera por haber escuchado la últimaconversación que tuvo con la apetecible,y sin duda virtuosa, señora Winters.

Todos rieron de buena gana, aunqueno burlándose de su amigo. Duranteocho años se habían apoyado entre sí, sehabían reído unos de otros, habían

combatido juntos, y se habían ayudadomutuamente a cargar con el peso de unavida difícil y peligrosa. Durante esosaños todos habían mantenido relacionescon mujeres, por lo general muysatisfactorias, a veces no. Nunca habíandejado que uno de ellos se deprimierapor un fracaso. Se habían reído delperdedor y le habían insultado hastaconseguir que saliera de su abatimiento,siquiera para contraatacar.

—Hizo bien en volver a su casa —dijo lord Pelham—. Se comportabacomo un oso atado a un poste. Parecíaun adolescente enamorado. No era unacompañía alegre, ¿verdad, Nat?

—Trataré de convencerlo para quevenga —dijo Kenneth antes de que laconversación girara en torno a él y susamigos le exigieran un relato preciso desus aventuras sentimentales desde sullegada a la campiña. Se negaban a creerque no hubiera tenido ninguna y en vistade que no parecía que hubiera ningunaen perspectiva, se inventaron unashistorias sentimentales a cual másescandalosa referente a Kenneth hastaque los tres rompieron a reír amandíbula batiente.

—Pero dejando aparte laimaginación —dijo por fin lord Pelham—. ¿Qué diversiones puedes ofrecernos

aquí, Ken? ¿Aparte del paisaje, paseos acaballo, la caza y una buena bodega?¿Qué haces cuando deseas tenercompañía?

—Se refiere a una mujerpreferiblemente joven y bonita, Ken —agregó el señor Gascoigne.

—Aquí en el campo viven variasfamilias —respondió Kennethencogiéndose de hombros—, que tienenvarias hijas solteras.

—Pardiez —exclamó lord Pelham—, suena como el maná en el desierto,Ken, después de las semanas que hemospasado en Bodley.

—Ellas y sus madres se llevarán una

gran alegría cuando se enteren devuestra llegada —comentó Kenneth—.¿Cuánto hace que habéis llegado?¿Cuatro horas? ¿Cinco? Deduzco quetodas las personas que vivan en un radiode quince kilómetros de Dunbarton ya sehabrán enterado. Las invitacionesllegarán por docenas.

—Espléndido —dijo el señorGascoigne—. Pero ¿no has conocido aninguna que te guste, Ken? ¿Crees quenos está mintiendo, Ede?

—Supongo que sí, Nat —respondiólord Pelham—. Pero conseguiremossonsacarle la verdad. Estaremos al tantopara descubrir a la dama que ha

conseguido que los ojos le haganchiribitas.

—Y la única mujer a la que nopermitirá que nos acerquemos —apostilló el señor Gascoigne—. Seguroque será la más bonita. Confieso queempiezo a ponerme de malhumor, Ede.

Lord Pelham sonrió.—Tómate otra copa de oporto —

dijo.

Capítulo 12

Moira apenas había visto a Kennethen los casi dos meses desde que sehabía encontrado con él cuandoregresaba a casa andando desdeTawmouth una tarde. Se habían vistovarias veces en misa y se habíansaludado con una inclinación de cabeza,habían cambiado unas frases de cortesíaun día en la calle cuando ella ibaacompañada por Harriet, habían habladodel tiempo un minuto en casa de losMeeson una tarde cuando ella estaba apunto de dar por terminada su visita y él

acababa de llegar para visitarlos, yambos habían cambiado de direccióncuando caminaban por la cima delacantilado a fin de pasar losuficientemente lejos el uno del otropara saludarse con una mera inclinaciónde cabeza.

Pero tuvo menos suerte la noche enque los Trevellas organizaron en su casauna reunión a la que lady Hayes seempeñó en asistir. Al llegar se enteraronde la noticia que todo Tawmouthcomentaba. El conde de Haverford teníados nuevos invitados en su casa enDunbarton, unos jóvenes caballeros degran fortuna. Uno de ellos incluso era un

barón, explicó la señora Trevellas alady Hayes, aunque decían que el otrocaballero, que no poseía ningún título,estaba también muy bien relacionado yera tan rico como el anterior.

El señor Trevellas, la única personapresente en la reunión que había visto alos dos caballeros durante el día, no sehabía fijado en si eran apuestos, pero,como comentó la señorita Pitt —y lasotras damas asintieron comofelicitándola por la sensatez de suspalabras—, si eran unos caballerosjóvenes y elegantes y amigos de lordHaverford, cabía suponer que serían almenos pasablemente apuestos.

—Han sido invitados a asistir a estareunión —informó Harriet Lincoln aMoira con una sonrisa, tomándola delbrazo y conduciéndola hacia un par debutacas alejadas del grupo de gente quese había agolpado alrededor del señorTrevellas, quien mostraba una expresiónclaramente triunfal—, y han aceptado.Será una velada de lo más divertida. Esuna suerte que los Grimshaw hayanregresado a casa después de unaausencia de cuatro meses y hayan traídocon ellos a sus cuatro hijas. Estoyconvencida de que la señora Grimshawya habrá empezado a planificar unadoble boda. Sin duda sueña con una

triple boda, pero el tono de su vozcuando se refiere al conde revela que sesiente un tanto intimidada por él. Creoque lo considera muy superior a ellos —añadió riendo.

—La hija mayor de los Grimshaw seha convertido en una chica bastanteatractiva —comentó Moira—. Y tieneunos modales exquisitos.

—Creo que esta noche lo pasaremosmuy bien —dijo Harriet—.Especialmente dado que Edgar Meeson,que se ha convertido en un joven muyapuesto, sólo tiene ojos para la mayorde los Grimshaw. Nos quedaremossentadas aquí y observaremos y nos

reiremos de todos menos de nosotrasmismas. Es de esperar que los amigosdel conde sean unos caballerosapuestos, naturalmente, pero mientras secomporten con educación y muestrencierto interés en las jóvenes hijas deTawmouth, mañana por la mañana todosafirmarán que son los hombres másguapos que jamás han visto. Te loaseguro.

—Supongo —dijo Moira— que elconde de Haverford asistirá también.

—Seguramente —respondió Harriet—. Pero no nos ocuparemos de él,Moira, aparte de echar un rápido vistazoa su belleza. Frecuenta a gente de mucha

alcurnia para considerarlo un trofeomatrimonial al alcance de alguien deesta vecindad. Imagino que uno de estosaños irá a Londres y regresará con unacondesa que nos dejará a todos tanmudos de admiración como nos dejó sumadre en Navidad.

—Quizá la señorita Wishart —dijoMoira.

—No lo creo —contestó Harriet—.Apenas demostró interés en ella. En elbaile de Dunbarton y en la fiesta delpueblo bailó contigo tantas veces comocon ella. ¿Crees que habrá baile estanoche? Imagino que alguien lopropondrá. A fin de cuentas, una velada

sin baile sería desperdiciar la compañíade unos jóvenes y apuestos caballeros.Pero tú y yo permaneceremos sentadasaquí como unas severas matronas yobservaremos a los demás. Supongo queno te apetecerá bailar, Moira. Se te vemuy desmejorada desde las Navidades.El señor Lincoln dijo que apenas tereconoció el domingo en la iglesia.

—Me encuentro mejor desde que hallegado la primavera —respondióMoira.

—Ah, la fiesta va a empezar —dijoHarriet—. Ya han llegado.

Durante los dos últimos mesesMoira había decidido un centenar de

veces actuar, hacer algo con respecto asu estado. Escribiría a sir Edwin,hablaría con su madre, iría a ver aKenneth, siempre eran esas tres cosas.Y, sin embargo, cuanto más decididaestaba, más lo iba aplazando. Y cuantomás lo aplazaba, más imposible leresultaba hacer algo. Como si suproblema fuera a desaparecer si nohacía nada al respecto.

Hacía tres meses que no se habíasentido bien ni un día. Sabía que sumadre estaba preocupada por ella, y elseñor Ryder, quien por fin había sidollamado a Penwith, se había mostradodesconcertado por los síntomas que ella

le había explicado —al médico no se lehabía ocurrido ni por asomo llegar a laconclusión obvia—, y le había recetadoun tónico. Pero ella sabía que se sentiríamejor en cuanto hubiera confiado susecreto a las tres personas másdirectamente concernidas. Era unaestupidez aplazarlo. Si seguíaaplazándolo por más tiempo, no haríafalta que dijera nada. La idea de queesas tres personas averiguaran la verdadde esa forma la horrorizaba.

Pero aún no había hecho nada alrespecto.

—Moira —murmuró Harriet,acercando la cabeza a la de su amiga—,

esto se pone cada vez más interesante.¿Has visto alguna vez juntos a trescaballeros más guapos? Nuestro condetiene la ventaja de su estatura y eseglorioso pelo rubio, pero uno de esoscaballeros tiene los ojos más azules quehe visto: confieso que nunca he podidoresistirme a unos ojos azules, y el otrotiene una sonrisa capaz de hacer quehasta una matrona se derrita de gozo.

Moira no se había fijado en los otrosdos caballeros. Sólo había visto aKenneth, que tenía un aspecto muyapuesto y distinguido con su traje negrode etiqueta. Y había comprendido que leresultaba totalmente imposible hablar

con él. Se sentía fea, aburrida y vieja, yse odiaba a sí misma por sentirseinferior. Jamás sería capaz de ir a verlo,ni de esperarlo en el salón de Dunbartondonde en cierta ocasión le habíaesperado con sir Edwin, paracontárselo. Jamás sería capaz dehacerlo. No podía. Ni siquiera podía darcrédito a la realidad de esa noche en elbaptisterio, lo cual era una estupidez envista de su estado.

Kenneth conversaba con la señoraTrevellas mientras el señor Trevellaspresentaba a los amigos de éste a susvecinos. Aún así, él no cesaba de mirara su alrededor. Moira observó que sus

ojos se detenían un momento en sumadre, antes de seguir paseándose porla habitación. Pasaron sobre ella unsegundo y luego volvieron a posarse enella. Acto seguido frunció el ceño ydesvió la vista.

No debería haberse puesto esevestido color morado, pensó ella. Era elvestido más insulso que tenía; que erajusto lo que pensaba desde que se lohabían confeccionado con el rollo deese tejido. Lo había lucido sólo en tres ocuatro ocasiones, siempre en casa. Peroencajaba con su estado de ánimo cuandose había vestido esta noche. Sabía queno la favorecía. Pero ¿qué importaba

eso?El señor Trevellas se había detenido

ante ella y Harriet para presentarles alord Pelham, el caballero de los ojosmuy azules, y al señor Gascoigne, elcaballero de la atractiva sonrisa. Sí,pensó Moira con cierta amargura cuandose alejaron tras cambiar unas breves ycordiales frases, eran dignos amigos deKenneth. La apostura de éste noeclipsaba del todo a la de esoscaballeros.

—Creo que el señor Gascoigne debede ser un caballero muy amable y lordPelham un verdadero donjuán —comentó Harriet cuando se hubieron

alejado—. ¿No estás totalmente deacuerdo conmigo, Moira?

—Pero una sonrisa amable puederesultar tan seductora como unos ojosazules —respondió ésta. Y el pelo rubioy unos ojos de color gris pálidoresultaban aún más seductores.

Harriet había estado en lo cierto. Elseñor y la señora Trevellas se habríanconformado con que todos sus invitadosse entretuvieran jugando a los naipes oconversando hasta la hora de cenar, perolos jóvenes tenían otras ideas, y fue lasegunda hija de los Grimshaw quien porfin se atrevió a pedir que tocaran unagiga al piano y quien tomó al joven

Henry Meeson de la mano y le obligó alevantarse de la silla para reforzar supetición.

—Señorita Pitt, haced el favor detocar para nosotros —le rogó la jovencon una alegre sonrisa—. Me moriré sino bailamos.

Pero la señorita Pitt seguía delicadadespués de una larga indisposición quela había mantenido en cama un mes.Moira se levantó, deseosa de retirarse alotro extremo del salón y permanecer allíoculta el resto de la velada.

—Tocaré yo —dijo—. Quedaosjunto al fuego y disfrutad del baile,señorita Pitt.

—Ah, querida señorita Hayes, quéamable sois —respondió la señorita Pitt—. Muy bien. Supongo que, en ausenciadel estimado sir Edwin Baillie, no osapetece bailar.

La hija mayor de los Grimshaw y laseñorita Penallen habían elegido a susparejas, que estaban muy solicitadas,para esta giga, según observó Moiramientras se sentaba ante el instrumento yempezaba a tocar una animada giga. Lasjóvenes bailaron con los invitados quese alojaban en Dunbarton. Kenneth nobailó, sino que se contentó con observar,junto con el reverendo Finley-Evans,hasta que Moira se percató de que el

vicario se inclinaba sobre la silla de laseñorita Pitt y miró inquieta a sualrededor, casi haciendo que sus dedosse enredaran sobre el teclado.

Kenneth había atravesado lahabitación hacia el piano y se detuvo apocos pasos de ella, observándola congesto serio. Estaba solo.

Moira se centró de nuevo en lamúsica que interpretaba. Él estaba lobastante cerca como para poder hablarcon ella, y se hallaban lo bastantealejados del resto de los presentes comopara mantener una conversación en vozbaja sin temor a que les oyeran. Si élpermanecía allí hasta el fin de la giga,

ella podría hablar con él antes de quelos jóvenes estuvieran dispuestos ainiciar otro baile cambiando de pareja.Lo que tenía que decirle le llevaría pocotiempo. El suficiente para pronunciaruna sola frase. Nada más.

Estaba decidida a hacerlo. Sinpensárselo dos veces. Antes de que leflaquearan las fuerzas. La música casihabía terminado.

Moira sintió que tenía las manossudorosas debido al temor.

Él se quedó asombrado al verla. Lahabía visto unas cuantas veces durante

los dos últimos meses e incluso habíahablado brevemente con ella en un parde ocasiones. En cada una de esasocasiones había observado que estabapálida y parecía abatida, pero esanoche, cuando tuvo ocasión deobservarla más detenidamente, leasombró el cambio que se habíaoperado en ella. Estaba casiirreconocible. Cuando él la habíabuscado con la mirada alrededor de lahabitación después de ver a su madre, alprincipio no había reparado en ella.

Llevaba el cabello peinado en unestilo severo que no contribuía adulcificar su rostro, que estaba pálido a

excepción de las ojeras de colorlavanda. Tenía las mejillas hundidas, locual daba a su rostro un aspecto másalargado y afilado que de costumbre. Suinsulso vestido le robaba el poco colorque pudiera tener. Estaba muydesmejorada. De no conocerla, dehaberla visto esta noche por primeravez, habría pensado que era pocoagraciada y mucho mayor que susveintiséis años.

Moira siempre había tenido unafigura esbelta, pero ahora estabaextremadamente delgada, pensó élcuando la vio ponerse en pie y atravesarla habitación hacia el piano. Tenía un

aspecto demacrado. Él se habíamostrado cordial con todos desde sullegada. Había conversado con suanfitrión y con un grupo de señoras. Nohabía tenido que preocuparse de que Naty Eden se divirtieran. Nada más llegarhabían sido presentados a las jóvenesasistentes a la fiesta —para deleite deéstas y de ellos, por supuesto—, entrelas cuales había cuatro hermanas queKenneth no había visto hasta esa noche.Pero aunque conversó y sonrió e inclusoescuchó a medias a sus interlocutores,no podía dejar de pensar en MoiraHayes. Hacía tres meses que no lo hacía,pensó con tristeza, pero ahora, esta

noche, su sentimiento de culpa yfrustración volvió a hacer presa en él.Era preciso que hablara con ella.

Tocaba muy bien, pensó Kennethcuando se acercó al piano y se detuvojunto a él, observándola sentada deespaldas al resto de la sala. Le chocóque no la hubiera oído tocar nunca,aunque recordaba que de jovencita lehabía hablado de su afición por lamúsica. Tocaba de memoria. No habíaninguna partitura sobre el atril ante ella.

Kenneth esperó a que concluyera lagiga. Cuando la música cesó oyó risas yanimadas voces a su espalda. Moiraalzó la vista y le miró. Tenía la

mandíbula crispada en un gesto deobstinación que él conocía bien. Ellaabrió la boca y respiró hondo.

No, él no estaba dispuesto a que lodespachara.

—¿Esto es lo que yo os he hecho,Moira? —preguntó en voz muy baja.

Ella se quedó inmóvil sin decir loque se había propuesto decirle.

—Conseguisteis escapar a laspeores consecuencias de esa noche —dijo él—. Vos misma me lo dijisteis afines de enero. Pero no habéis podidodesterrar la culpa de vuestra mente. Hadestrozado vuestra vida.

Qué injusta era la vida con las

mujeres, pensó él. Por más que lointentara dudaba de poder recordar concuántas mujeres se había acostadoexactamente. Y sin embargo para unamujer, para una dama, el hecho deacostarse siquiera con un solo hombrefuera del matrimonio podía cambiar elcurso de su vida en sentido negativo.Pero Moira, en su empecinamiento, senegaba a casarse con él, simplementeporque le odiaba.

Por una vez ella no dijo nada. Lemiró con ojos angustiados y el ceñolevemente fruncido.

—Imagino que esta noche no deseáisbailar porque sir Edwin Baillie no está

presente —dijo él, repitiendo lo que laseñorita Pitt había dicho a Moira hacíaun rato—. ¿De manera que seguísprometida a él? Quizá no comprendí quedeseabais realmente casaros con esehombre. Os pido disculpas por lo quedije de él si con ello os ofendí.

Ella frunció más el ceño.—Me parece muy probable —

continuó él—, que sir Edwin no sepercate de la verdad cuando contraigamatrimonio con vos. Y quizá no sea unengaño por vuestra parte casaros con élsin confesárselo todo. Al fin y al cabo,en realidad no le habéis sido infiel. Node corazón. Y jamás lo sabrá por mí. Ni

él ni nadie. A menos que vos se lohayáis contado a alguien, cosa que dudo,sólo hay dos personas en este mundo quelo saben.

Ella volvió a abrir la boca paradecir algo, pero se limitó a pasar lapunta de la lengua sobre su labiosuperior.

—No es necesario que sufráis deeste modo —dijo él—. No ocurrió nadatan terrible, Moira. Nada tan grave comopara que afecte vuestra salud de estemodo. Debéis cerrar este capítulo,olvidaros de él. Hace tiempo que yo lohe olvidado.

Ella esbozó una sonrisa que no se

reflejó en sus ojos.—¿De veras, milord? —contestó—.

Pero ¿a qué os referís? ¿Qué es lo quehabéis olvidado? Confieso que no lorecuerdo. Este invierno contraje unresfriado y aún no me he recuperado deltodo. Espero hacerlo rápidamente ahoraque hace mejor tiempo.

Él no debió fingir que lo habíaolvidado. Fue una torpeza y unaestupidez decir semejante cosa. Percibióla ira que se ocultaba detrás de la voz deella. Pero él también estaba furioso. Siella se comportara como es debido, sehabría casado con él hacía casi tresmeses y él no tendría que vivir con la

culpa que le reconcomía desde entonces,sólo con Moira y su eterna presencia ensu vida.

—Os pido perdón, señora —dijoinclinándose fríamente y volviéndosehacia el resto de los presentes. Almismo tiempo las parejas de baile,situadas en una doble hilera, las damasfrente a los caballeros, pidieron a laseñorita Hayes que tocara unacontradanza.

—Había olvidado —dijo el señorGascoigne— lo animadas que son lasfiestas campestres. Y, ¡pardiez!, lo

bonitas y alegres que son las jóvenescampesinas.

—La hija mayor de los Grimshawera sin duda la chica más guapa de lafiesta —declaró lord Pelham—. ¿Notuviste la impresión, Nat, de que esejoven de cabello color cobrizo deseabameternos una bala entre los ojos cadavez que la sacábamos a bailar oentablábamos con ella una conversaciónsobre tocados femeninos?

—La señorita Sarah Grimshaw esmás amable —dijo el señor Gascoigne—. Y bastante atrevida. ¿Estásrealmente dispuesto a organizar un baileen Dunbarton, Ken?

Kenneth se encogió de hombros.—Accedí a ello cuando me lo

pidieron —respondió—. Supongo quecumpliré mi promesa.

El señor Gascoigne se reclinó en elasiento del carruaje y observó duranteun momento a su amigo en silencio.

—No nos has facilitado ningunapista, Ken —dijo—. ¿Es posible que note atraiga ninguna de esas jóvenesdamiselas? ¿O tratabas de despistarnoshaciendo caso omiso de la que te gusta?

—Pretendía despistarnos, Nat —dijo lord Pelham—. Aunque debemostener presente que Ken vive aquí y debeser precavido a la hora de mostrar una

excesiva galantería o una marcadapreferencia por una determinada mujer.De lo contrario acabarían poniéndolelos grilletes antes de que se dieracuenta.

El señor Gascoigne se rió.—Esta noche se ha mostrado más

que precavido, Ede —dijo—. En lugarde bailar con una de las jóvenes, siguióa la pianista a través de la habitación yse quedó escuchando su música. Ahora,si hubiera sido joven y bonita,podríamos deducir algo de ello.

—¿Ese pálido espantapájaros? —dijo lord Pelham—. Aún podemoshacerlo, Nat. Mi teoría es que ella es la

misteriosa mujer. Nuestro Ken se haenamorado de una mujer mayor, de uncadáver exangüe. Quizá las jóvenes yrollizas bellezas le aburren después dehaberlas frecuentado durante tantotiempo.

—No seas cruel, Ede —protestó elseñor Gascoigne—. Parece como si esamujer estuviera tísica.

—Ah, quizá nuestro Ken se haenamorado apasionadamente… —empezó a decir lord Pelham.

—Y quizá —le interrumpió Kenneth—, deberías mantener la boca cerrada,Eden, a menos que sepas hablar consensatez.

Lord Pelham se estremeció con gestoteatral.

—Intuyo en eso un desafío, Nat —dijo—. He descubierto el secreto deKen. Se ha enamorado apasionadamentede ese espantapájaros. Pero ella le harechazado. Confía en atrapar a un duque.

—Creo, Ede —dijo el señorGascoigne—, que Ken se sienteofendido por la forma en que te refieresa una de sus vecinas. Y apuesto que estáen efecto tísica. No puede evitar la edadque tiene, su delgadez o su nuloatractivo.

—Te aseguro —dijo lord Pelhamenderezándose y adoptando un tono

menos frívolo—, que no pretendíaofenderte, Ken. Te ruego me disculpes.

Kenneth sonrió.—Entiendo —respondió—, que las

señoritas Grimshaw desean mostraros laplaya y el muelle. Supongo que nonecesitaréis mi presencia. Sin mí, cadauno de vosotros dispondrá de dosmuchachas, una para cada brazo.

—Por lo que a mí respecta —dijolord Pelham—, prefiero tener una en unsolo brazo, si la playa y el muelle tienencalas, cuevas o lugares apartados.

—Confiemos —añadió el señorGascoigne— que mañana luzca el sol.

—Mañana —dijo Kenneth—, debo

escribir a Rex. Si le han herido en suamor propio, más vale que venga aquí areponerse de la ofensa.

Pero el intento de convencer alvizconde de Rawleigh para que vinieraa Cornualles no dio resultado. Poco másde una semana después de que llegaransus amigos y antes de que pudierarecibir una respuesta a su carta, Kennethrecibió una carta dirigida a todos ellos.Rex había regresado a Derbyshiredespués de pasar menos de un día enStratton, y dentro de una semana iba acontraer matrimonio con la señora

Winters. Se proponía llevar a su esposade regreso a Stratton y confiaba en quesus amigos fueran a visitarlo allí.

Sus dos amigos se turnaron en leer lacarta. Luego se miraron asombrados.¿Rex iba a casarse? Probablemente yaestaba casado. ¿Con una mujer que hacíapoco había rechazado sus intentos deconquistarla y le había obligado avolver a su casa en Stratton?

—Es un misterio —dijo Kenneth—.Un misterio fascinante.

—¡El muy ladino! —exclamó lordPelham—. Imagino que la deshonró y sevio obligado a regresar y hacer locorrecto. A instancias de Claude, si no

me equivoco. Claude es bastante másrespetable que su hermano gemelo.

—A Claude no le hará ningunagracia —observó el señor Gascoigne.

—Ni tampoco a Rex —observó lordPelham secamente—. No tuve laimpresión de que pensara en elmatrimonio cuando cortejaba a esamujer.

—Y deduzco que tampoco le harágracia a la señora Winters —apostilló elseñor Gascoigne—. Ya no debe de serla señora Winters, claro está, sino lavizcondesa de Rawleigh. ¡Maldita asea!¡El viejo Rex casado!

—Si estás en lo cierto, Eden —dijo

Kenneth con tono quedo—, y el honor leha obligado a hacerlo, no será unhombre feliz. Pero hubiera sido peor queella le hubiera impedido hacer locorrecto. Al menos Rex ha tenido laoportunidad de restituir su honor.

—No imagino a ninguna mujerrechazando a un hombre que la hadeshonrado —apuntó lord Pelham—. Nocreo que Rex corriera el riesgo deperder su honor de forma permanente.¿Iremos a Stratton?

—¿Tan pronto? —preguntó el señorGascoigne—. Si acabamos de llegaraquí. Y el baile de Ken se celebrará lasemana que viene.

—Puedo aplazarlo. Estoy muerto decuriosidad —dijo Kenneth—. Noconozco a esa señora.

—Y ninguno conocemos laverdadera historia detrás de esaprecipitada boda —dijo lord Pelham.

—Además —añadió el señorGascoigne, torciendo el gesto—, puedeque Rex necesite nuestro apoyo moral.No podemos defraudarle.

Así pues, fueron a Stratton. Kennethfue porque le picaba la curiosidad y porel sincero deseo de ver a su amigorecién casado y desearle felicidad, siera posible que fuera feliz en unmatrimonio que había empezado de

forma tan poco propicia. Fue porquetodo el trabajo al que se había dedicadoy todos los compromisos sociales a losque había asistido e incluso la agradablesemana que había pasado con susamigos no habían conseguido animarlo oeliminar su sentimiento de culpa.

Ni su ira. Estaba furioso con ella. Sila culpa que ella sentía la afectaba tanto,¿por qué no se casaba con él? Si estabadecidida a no hacerlo, si estabadecidida a casarse con Baillie, ¿por quéno procuraba desterrar esos recuerdosque la atormentaban? Era impropio deMoira no luchar contra ello. A Kennethle irritaba que su aspecto desmejorado

suscitara en él tales remordimientos.Había tratado de hacer lo honroso, y ellase lo había impedido. Casi envidiaba aRex.

Fue porque su ausencia quizáliberara a Moira. Quizá no pudieracasarse con Baillie mientras él estuvierade luto, pero podía empezar a planear sufuturo, despojándose del recuerdo y delas consecuencias del desafortunadoincidente que había empañado sufelicidad. Pero ¿cómo podía ser felizcasándose con un cretino como Baillie?En cualquier caso, no era asunto suyo. Sise ausentaba —y permanecía fuera untiempo— quizá la beneficiaría a ella y

él se libraría en parte de su sentimientode culpa.

Jamás había imaginado que fueraposible sentir tanto rencor u odio poralguien como sentía él hacia MoiraHayes. E incluso su rencor y su odiopesaban sobre su conciencia.

Capítulo 13

Había llegado una carta a Penwithexpresando el afectuoso deseo de sirEdwin Baillie de que lady Hayes y laseñorita Hayes le hicieran a él y a susqueridas hermanas el honor de pasar unpar de semanas con ellos en Pascua.Había confiado en que se produjera unevento más feliz que alegrara laprimavera, pero, como es natural, esohabía quedado descartado. Noobstante… La carta era bastante extensay sir Edwin la remataba asegurándolesque les enviaría su coche y a varios

fornidos criados para transportar a lasdistinguidas damas a su humilde hogar,donde él y sus hermanas esperarían sullegada con tanta ilusión como laspenosas circunstancias de sus vidaspermitieran.

—Es muy amable por su partequerer agasajarnos en estos momentos—dijo lady Hayes a su hija—. Aunquecomprensible, desde luego. Creo que sirEdwin siente auténtico afecto por ti,Moira. Y sus hermanas tendráncuriosidad por conocerte, especialmentedado que eres prima lejana de ellas.

—Es una invitación muy amable —convino Moira.

Pero su madre la miró arrugando elceño.

—Entonces, ¿iremos? —preguntó—.Aún no te has restablecido, Moira, apesar del tónico que te recetó el señorRyder. Temo que un viaje de cincuentakilómetros sea demasiado para ti.

Moira estuvo a punto de asegurar asu madre que un cambio de escenario yla compañía de nuevas amistades eracuanto necesitaba para recobrar su buenhumor. El momento de las mentiras y lasevasivas se había terminado. Y el últimolugar al que deseaba ir era a casa de sirEdwin. Durante unos instantes pensó quequizá sería mejor ir y hablar con él cara

a cara, pero sabía que no podíaconsiderar seriamente esa idea. Sonrió ytomó la carta de manos de su madre.

—Con tu permiso, mamá —dijo—,yo misma responderé a la carta de sirEdwin. Puedes leerla y darme tuaprobación antes de que la envíe.

Al pensar en ello sintió una opresiónen el estómago. Pero estaba claro quehabía llegado el momento de hacerlo.

De hecho, había llegado el momentode escribir más de una carta. Eraevidente que no tenía valor para decirnada a ninguno cara a cara. De modoque tenía que escribirles. Se sentó alescritorio en el saloncito que daba al

este y les escribió a los dos. Cuandoterminó miró el reloj sin dar crédito.¿Era posible que hubiera tardado doshoras en escribir dos breves misivas?Tardó otros veinte minutos en haceracopio del suficiente valor para ir enbusca de su madre.

Lady Hayes acababa de entrar deljardín con un ramo de floresprimaverales para colocarlas en losjarrones. Sonrió a su hija.

—Esta espléndida primavera nosresarcirá del duro invierno que hemospasado —dijo—. ¿Irás a Tawmouthandando para enviar la carta? Creo queel ejercicio te sentará bien.

—Siéntate, mamá —respondióMoira.

Su madre la miró, preocupada alintuir que algo iba mal, y se sentó. Tomóla carta dirigida a sir Edwin de manosde Moira y la leyó.

—Vaya —dijo, alzando la vista alcabo de unos momentos—, hasdeclinado la invitación. Quizás hayashecho bien, querida. Pero confío en quesir Edwin no se sienta dolido uofendido. ¿Le has explicado que no tesientes bien? Estoy segura de que si losupiera sería el primero en pedirte quete quedaras en casa.

—Sigue leyendo —dijo Moira.

Su madre leyó la carta en silencio.Cuando terminó la depositó en su regazoy tardó unos momentos en poner suspensamientos en orden.

—¿Crees que esto es prudente,Moira? —preguntó—. ¿Qué será denosotras?

—Lo ignoro —contestó Moira. Sehabía levantado y se había acercado a laventana, aunque en realidad no veía elhermoso jardín al otro lado del cristal.

—Ha sido una reflexión egoísta eindigna de mí —dijo lady Hayes—. Mifuturo no tiene importancia. Nunca me heengañado pensando que este matrimoniote haría feliz. Pero me convencí de que

sería un matrimonio respetable queaseguraría tu futuro. A fin de cuentas,has cumplido veintiséis años.

—Soy una solterona —dijo Moiramordiéndose el labio.

Debió decir sin rodeos que sequedaría para vestir santos.

—Debemos pensar en la posibilidadde que ésta sea quizá tu últimaoportunidad de casarte —dijo ladyHayes—. Has tenido otrasoportunidades, Moira, y las hasrechazado. Es posible que ésta sea laúltima. ¿No crees que deberías ir a casade sir Edwin y verlo de nuevo? ¿Yconocer a sus hermanas? Quizá

comprendas que es preferible casartecon él que quedarte soltera sinperspectivas de contraer matrimonio.

—No puedo, mamá —respondióMoira en voz baja.

Sostenía la otra carta en su mano. Laentregaría personalmente después deechar la de sir Edwin al correo. Quizárecibiría una respuesta mañana o inclusoesta noche. No obstante, no tenía ánimospara contarle nada más a su madre.Antes de que se produjera esta penosasituación, jamás habría creído que fueracapaz de semejante cobardía como habíademostrado durante los tres últimosmeses.

Lady Hayes suspiró.—Romper un compromiso formal

puede hacer que recaiga sobre ti eldeshonor, Moira —dijo.

—Lo sé —respondió ella.—Quizá compruebes que nuestros

vecinos se niegan a recibirnos a partirde ahora —añadió su madre.

A recibirnos. La deshonra caeríatambién sobre su madre, por supuesto.Eso era lo peor. Si las consecuencias selimitaran tan sólo al pecador, sería másfácil soportarlas, pensó. Pero ella nosería la única que sufriría. Tambiénsufriría su madre, sir Edwin y, porsupuesto, sus hermanas.

—Lo lamentaré, mamá —dijo Moira—. Lo lamentaré por ti más de lo quesoy capaz de expresar. Pero no puedocasarme con sir Edwin.

Media hora más tarde, echó a andarhacia Tawmouth por el valle, al que laprimavera había conferido unmaravilloso color verde. Las relucientesaguas del río serpenteaban hacia el mary en las colinas sonaba el canto de lospájaros. Pero Moira era incapaz degozar de cuanto la rodeaba. Dentro depoco las dos cartas saldrían de susmanos y comenzaría un ciclo deacontecimientos que ella debió poner enmarcha hace tiempo. Pero se había

producido el fallecimiento de la madrede sir Edwin —una pobre excusa paraaplazarlo durante tanto tiempo— y lacontinuada presencia de lady Haverforden Dunbarton, una excusa aún máspobre. En cualquier caso, la condesahabía partido hacía más de dos semanas.Pero al poco de marcharse ella habíanllegado otros visitantes.

Eso no era una excusa, desde luego.Quizás había sido la llegada de susamigos lo que había inducido a Kennetha asistir a la reunión ofrecida por losTrevellas hacía una semana. Moirahabía tenido allí una oportunidadperfecta. Había estado decidida a hablar

con él. Había abierto la boca y habíarespirado hondo.

Pero él se le había adelantado. Sehabía mostrado frío, enojado porqueconsideraba que ella estaba sacando lascosas de quicio. Enojado porque elhecho de verla le recordaba su propiaculpa.

Conseguisteis escapar a las peoresconsecuencias de esa noche. Vos mismame lo dijisteis a fines de enero.

No ocurrió nada tan terrible,Moira. Nada tan grave como para queafecte vuestra salud de este modo.Debéis cerrar este capítulo, olvidarosde ello. Yo hace tiempo que lo he

olvidado.Moira se estremeció ante el dolor

que sus palabras le causaban y sintió denuevo la ira que había propiciado suimprudente respuesta, haciendo que él sealejara antes de que ella pudiera decirletodo lo que se había propuesto.

De modo que hoy había tenido quedecírselo por carta. Hoy debíaprescindir del hecho que hubiera unosvisitantes en Dunbarton. Su presencia noera una excusa para evitar ir allí. Si seencontraba cara a cara con ellos, dabalo mismo. Sólo confiaba en noencontrarse cara a cara con él,precisamente hoy, no antes de que él

hubiera leído su carta. Por supuesto,podía haber enviado a uno de lossirvientes de Penwith para que entregarala carta en Dunbarton, pero le habíaparecido importante hacerlo ella misma.

Era una larga caminata, primerohasta Tawmouth, subir luego la cuestahasta la cima de la colina y por últimoechar a andar por la carretera sobre elvalle hasta Dunbarton Hall. El sol lucíaen lo alto cuando llegó a la mansión, ycomprobó que hacía un calor inusitadopara esta época del año. El sombreadocamino de acceso tenía un aspecto muydistinto del que presentaba la última vezque ella lo había visto, pensó Moira

estremeciéndose.Su señoría no se hallaba en casa, le

informó el lacayo que le abrió la puerta.Moira le explicó que había venido tansólo para entregar una carta al conde deHaverford.

—¿Harás que se la entreguen a suseñoría? —preguntó al lacayo,extendiendo la mano en la que sosteníala carta. El corazón le latía con tal furiaque se preguntó si el criado podríaoírlo. Cuando éste tomara la carta de susmanos…

Pero en ese momento apareció elmayordomo en el recibidor, y el lacayose apartó a un lado.

—¿Se trata de una invitación,señora? —preguntó el mayordomodespués de hacerle una breve reverenciay comprobando con gesto dedesaprobación que no la acompañabauna doncella—. En tal caso, deboinformaros que su señoría no podráaceptarla. Se ha ausentado de casa.

—¿De casa? —preguntó ella. Unpaseo vespertino no le impediría aceptartodas las invitaciones que recibiera.

—Su señoría partió esta mañanapara Kent para pasar allí una temporada,señora —dijo el mayordomo—. Noespero que regrese en breve.

Moira se quedó mirándole, con la

mano extendida. Esta mañana. Noespero que regrese en breve . Sintió ensu cabeza una frialdad que le resultabafamiliar.

—¿Deseáis sentaros un rato, señora?—le preguntó el mayordomo,observándola con preocupación.

—No. —Ella dejó la caer la mano yle sonrió—. No, gracias. Debo irme.

Salió apresuradamente a través delpatio y no aminoró el paso hasta llegar acasa. Cuando descendió por la empinadacarretera del valle, se abstuvo de mirarhacia la derecha, donde se hallaba elpintoresco baptisterio de piedra que sealzaba sobre el valle y la pequeña

cascada.Transcurrió más de una semana antes

de que ella regresara a Dunbarton ysolicitara hablar con el administradordel conde de Haverford. Tuvo queesperar casi media hora mientras iban abuscarlo, pues no se hallaba en la casa,y el hombre se mostró claramentesorprendido por su presencia deDunbarton y por la petición que ella lehizo. Pero accedió a incluir la carta enel informe que enviaría a su señoría estasemana.

Ya estaba hecho, pensó ella mientrasregresaba a casa, abriendo el paraguaspara protegerse de la llovizna. Todo

estaba ahora fuera de sus manos, almenos de momento, aunque todavía nose lo había dicho a su madre.

Kenneth había encontrado justo lamedicina que necesitaba, al menos, esose dijo para convencerse. Solíainvolucrarse rápidamente en losproblemas de otras personas. Elvizconde de Rawleigh se hallaba enStratton con su esposa la mañana que sustres amigos llegaron de Cornualles. Dehecho, había salido de casa con ella y sehallaban de pie sobre el puente por elque el carruaje del conde debía pasar.

Kenneth se inclinó hacia delante ygolpeó con los nudillos en el paneldelantero para indicar al cochero que sedetuviera mientras lord Pelham y elseñor Gascoigne saltaban del vehículoal tiempo que se oían voces y risas y losexcitados ladridos de un pequeñochucho. Kenneth estaba impaciente porvolver a ver a Rex y conocer a suesposa.

Pero cometió de inmediato unnefasto error. Se bajó del coche, abrazóa Rex, lo saludó, le dio una palmada enel hombro y se volvió para ver a suesposa, que charlaba y se reía con Nat yEden. Y en cuanto sus ojos se posaron

en ella, la reconoció. La había visto enLondres hacía seis años, cuando habíaregresado a casa para recuperarse desus heridas. Incluso había bailado conella un par de veces en unos bailesorganizados por la alta sociedad. Era lahija de Paxton, del conde de Paxton.

—Lady Catherine —dijo antes depercatarse de la expresión de asombro yperplejidad que reflejaban los ojos de ladama. Medio segundo más tarde,observó también asombro en los ojos desus tres amigos, una expresión que Rexse apresuró a disimular. De pronto seacordó. Eden y Nat la habían llamadoseñora Winters, una viuda. No habían

dicho que fuera la hija de Paxton, ladyCatherine Winsmore. Winters yWinsmore eran unos nombres muyparecidos. ¿Había estado casada?¿Había enviudado? ¿Qué hacía enDerbyshire? ¿Vivía allí de incógnito?¿Desconocían los amigos de Rex —y elpropio Rex— su verdadera identidad?

Las voces y las efusivas risascontinuaron, pero Kenneth comprendióque el daño estaba hecho. Y sus temoresse confirmaron cuando al cabo de unrato se quedó por fin a solas con Nat ycon Eden. No, no lo sabían, leaseguraron, y parecía una suposiciónrazonable, dada la rápida y controlada

reacción de Rex, que éste tampoco losupiera. ¿Se había casado con una mujersin conocer su verdadera identidad? ¿Sehabía casado con ella sin saber quehacía seis años había quedadodeshonrada debido a su relación con elpeor canalla y sinvergüenza de Londres?Incluso se rumoreaba que se habíaquedado encinta y había desaparecidode repente. Kenneth recordó ahora estoshechos, pero ya era demasiado tarde.

—¿Creéis que Rex me oyó llamarlalady Catherine? —preguntó a sus amigosconfiando a medias que le dijeran queno.

—Por supuesto que lo oyó —

respondió lord Pelham.—Y le sorprendió.No tuvo que articular las palabras

como si fuera una pregunta.—Rex jamás habría podido

dedicarse al teatro —comentó el señorGascoigne—. Es un pésimo actor.

No obstante, durante el resto del díase comportó con toda naturalidad,risueño, amable y pendiente en todomomento de su esposa. Era una granbelleza, tal como sus amigos habíaninformado a Kenneth y como él larecordaba cuando la había conocidohacía seis años. Tenía el cabello rubio ylos ojos color avellana.

Pero no podían quedarse en Stratton.Pese a la fachada de naturalidad casiperfecta por parte de Rex, convinieronque existía una tensión casi insoportableentre éste y su esposa. Lo mejor quepodían hacer era dejarlos solos, fingirque habían venido a pasar sólo un par dedías antes de dirigirse a Londres.

Así pues, al día siguiente partieronpara Londres, pero antes lord Rawleighles llevó aparte y les aseguró queconocía la historia de su esposa, quesiempre la había sabido. Los otrosdedujeron que ella se lo habría contadoayer. La terrible metedura de pata deKenneth casi había hecho que olvidara

sus propios problemas. Temía haberdestruido un matrimonio que encualquier caso había empezado con malpie. Pero ¿cómo podía haberse casadolady Catherine con Rex sin contarle quehabía caído en la deshonra? ¿Y cómoreaccionaría Rex al descubrir la verdadcuando ya estaba casado con ella? Porsupuesto, a él no le incumbía, segúntrató de convencerse.

Pero al cabo de poco más de unasemana comprobó que sí le incumbía. Elvizconde de Rawleigh y su esposa sepresentaron de improviso en la ciudadun par de días después de que él llegara,y Rex pidió a sus tres amigos que

asistieran al baile de Mindell, al queestaba decidido a llevar a ladyRawleigh, aunque era muy posible quelos miembros de la alta sociedad lehicieran un desaire. Necesitaba todo elapoyo moral —y suficientes parejas debaile para su esposa— que pudierarecabar.

El baile asumió un significadoespecial cuando otro invitado llegó mástarde, sir Howard Copley, precisamenteel hombre que había deshonrado a ladyRawleigh hacía seis años. La dama novio llegar a sir Howard, pues estababailando, y al verla éste se dirigióapresuradamente a la sala de cartas.

Pero tras una rápida consulta los cuatroamigos decidieron poner en marcha unplan. Kenneth fue el designado parabailar la próxima cuadrilla con ladyRawleigh mientras los otros tresabandonaban el salón de baile. Cuandola cuadrilla terminó, lord Pelham leinformó de la previsible noticia: elduelo se celebraría pasado mañana, aprimera hora de la mañana. Eden seríael padrino oficial de Rex, pero, como esnatural, Nat y Kenneth asistiríantambién.

Kenneth había logrado apartar de sumente Dunbarton y sus problemas. Sehabían convertido en una onerosa carga

que le provocaba muchas noches en velay angustiosas pesadillas cuandoconseguía conciliar el sueño. Losproblemas de Rex eran mucho másreales que los suyos. Durante la últimasemana había comprendido una cosa contoda claridad: era evidente que Rexestaba perdidamente enamorado de suesposa, y si él no andaba equivocado,ella le correspondía plenamente. Esepensamiento le reconfortó, siempre ycuando Rex sobreviviera al duelo.Había escapado a la muerte mil vecesdurante las guerras, y era un expertotirador; el duelo era a pistola. Peronadie podía tener ninguna seguridad en

un duelo, especialmente cuando eloponente era un canalla como Copley.Según decían, probablemente con razón,lady Rawleigh no había sido su únicavíctima.

El día siguiente —el anterior alduelo— se hizo interminable. LadyRawleigh había invitado a los tresamigos de su esposo a cenar, y mástarde se sentaron en el salón, charlandoy riendo, y, a petición de la dama,recordando sus tiempos de juventud.Quería que le hablaran sobre los añosque habían pasado juntos. Daba laimpresión de ser una velada muyanimada, pero cuando llegó a casa se

sintió cansado y preocupado. De habersido él quien se enfrentara al duelomañana, se habría sentido trastornadopor los nervios y aterrorizado. Pero almenos eran unas sensaciones familiares.Las había experimentado antes de cadabatalla en que había participado, yhabría desmentido a cualquier soldadoque se jactara de no haberlasexperimentado. Pero también sabía quecuando el peligro era real y tenía queenfrentarse a él, los sentimientosnegativos daban paso a una fríaconcentración y su brazo derecho era tanfirme como una roca. Pero no era élquien se enfrentaba al duelo. Resultaba

más duro saber que tendría quepermanecer a un lado, impotente, viendocómo un hombre apuntaba al corazón deuno de sus mejores amigos.

Había estado a punto de no abrir elpaquete que había llegado ese día deDunbarton, escrito con la pulcra letra desu administrador. El paquete podíaesperar. Esta noche no podíaconcentrarse en asuntos de negocios.Pero tampoco pudo pegar ojo, segúncomprobó. Su mente estaba agitada.Quizás el hecho de leer unos aburridosinformes le calmarían. Quizás, vanaesperanza, incluso le ayudarían aconciliar el sueño. Al abrir el paquete

vio que contenía los esperados informes,y una carta escrita de un puño y letradistinto. Una caligrafía femenina, si noestaba equivocado. La curiosidad hizoque la abriera antes de leer los informes.

«Milord —había escrito ella—, heroto mi compromiso con sir EdwinBaillie. Estoy encinta de tres meses.Ésta no es una petición de ayuda. Noobstante, he llegado a la conclusión deque tenéis derecho a saberlo. Vuestrahumilde servidora, Moira Hayes.»

Contempló la carta durante variosminutos antes de doblarla con cuidadopor sus pliegues originales y luegoestrujarla y arrojarla al otro lado de la

habitación. Tres meses. ¡Maldita fueraesa mujer! ¡La muy desgraciada! ¿Tresmalditos meses? Crispó la mano en unpuño y cerró los ojos.

¿Cuándo le había preguntado siestaba en estado? Fue en el valle, a finesde enero. Hacía dos meses…, o más.Ella ya debía de saberlo. Él se lo habíapreguntado sin ambages. Por supuestoque no, había respondido ella. Qué ideatan ridícula. Él recordaba con todanitidez su expresión de altivo desdén. Ysin embargo ya debía de saberlo. Y encasa de los Trevellas, una semana antesde que él partiera de Dunbarton,tampoco le había dicho nada. Había

hablado con ella, había tratado demostrarse amable, había tratado deliberarla de su sentimiento de culpa,pero ella se había limitado a mirarlo congesto desafiante y fingir que habíaolvidado el incidente. Y en esosmomentos ya estaba encinta de casi tresmeses.

¡La muy desgraciada!Había esperado a que él se marchara

para informarle fría y escuetamente queestaba encinta de tres meses y asegurarleque no suplicaba su ayuda. Habíafirmado de modo muy formal como «suhumilde servidora».

—¡Humilde! —Él pronunció la

palabra en voz alta entre dientes—. Lahumilde y obediente señorita MoiraHayes. Eso serás durante el resto de tucondenada vida, te lo juro. Da gracias ala providencia de que en estosmomentos no estés al alcance de mismanos. Reza para que mi furia se hayacalmado cuando llegue a Cornualles.

Una licencia, pensó. Necesitaría unalicencia especial. Conseguiría una loantes posible por la mañana y partiríaenseguida. Pero Rex se iba a batir enduelo a la mañana siguiente temprano.Quizá no sobreviviera. Habría unfuneral…

Kenneth se levantó apresuradamente

y se pasó los dedos de ambas manos porel pelo.

—¡Maldita sea esa mujer! —exclamó.

Soltó una retahíla de palabrotas. Encualquier caso, pensó riendo, no faltaríapasión en su matrimonio. La pasión deun intenso odio.

Su matrimonio. ¡Su matrimonio! Ibaa convertirse en un hombre casado.Dentro de seis meses sería padre. YMoira Hayes no suplicaba su ayuda.

—Maldita seas —murmuró—.Maldita seas, Moira.

Rex Adams, vizconde de Rawleigh,sobrevivió al duelo que había libradocontra sir Howard Copley. Sir Howardno sobrevivió, ni merecía hacerlo, puesaparte de sus pecados pasados, que eranlegión, había contravenido las reglas delduelo y había disparado su pistolaprematuramente, antes de que se diera laseñal. Había herido a lord Rawleigh enel brazo derecho, pero no le habíadejado malherido. A continuación habíatenido que permanecer de pie,esperando a que su oponente apuntaracontra él lenta y concienzudamente,

como pensando en si debía matarlo osimplemente herirlo, y le había matado.

El señor Gascoigne había apuntadootra pistola contra Copley después deque éste hubiera disparado y se hubieraextendido una mancha de color rojo vivosobre la manga de la camisa delvizconde. Kenneth y lord Pelham sehabían quedado helados. No sabían cuángrave era la herida.

Pero cuando todo terminó, Rex seacercó a ellos con expresión sombría, yempezó a vestirse sin comprobar lo queel médico y el padrino de Copley hacíaninclinados sobre el cuerpo de éste. Sevolvió apresuradamente antes de

ponerse la chaqueta para vomitar sobrela hierba, pero era una reacción a labatalla que acababa de librar que lesresultaba familiar a todos. Uno nunca seendurecía lo suficiente ni en el momentode afrontar la muerte ni al causarla.

—Vamos a desayunar —dijo, con surostro demacrado pero decidido cuandoterminó de vestirse—. ¿En White’s?

—En White’s. —El señor Gascoignele dio una afectuosa palmada en elhombro—. De todos modos, ése nohabría sobrevivido, Rex. Si tú no lohubieras hecho, lo habría hecho yo.

—Quizá sea preferible mi casa queWhite’s —observó lord Pelham—.

Tendremos más privacidad.Kenneth respiró hondo.—Tengo que partir de inmediato —

dijo—. Debo regresar a Dunbarton.De haber podido evitarlo no se

hubiera ido, pero era imposible. Todosse volvieron y le miraron sorprendidos.

—¿A Dunbarton? —preguntó lordRawleigh, arrugando el ceño—. ¿Ahora,Ken? ¿Esta mañana? ¿Antes dedesayunar? Pensé que ibas a permaneceraquí durante toda la temporada social.

De pronto, al tener que expresarlode palabra, lo comprendió en toda sucruda realidad.

—Cuando llegué a casa anoche

había una carta esperándome —dijo.Trató de sonreír pero comprendió queera imposible ocultar sus verdaderossentimientos a estos tres hombres que leconocían casi tan bien como él mismo—. Al parecer, voy a ser padre dentrode seis meses.

Se produjo un extraño silencio,habida cuenta que estaban presentes loscuatro y que acababa de librarse unduelo. El médico seguía arrodilladojunto al cadáver de sir Howard Copley,

—¿De quién se trata? —preguntópor fin lord Pelham—. ¿Alguien queconocimos cuando estuvimos allí, Ken?¿Una dama?

—No la conocisteis —respondióKenneth con gesto sombrío—. Unadama, sí. Tengo que regresar a casa paracasarme con ella.

—¿Me permites comentar que nopareces complacido ante la perspectiva?—preguntó el señor Gascoigne,arrugando el entrecejo. Todos lemiraron con la misma expresión deperplejidad y preocupación.

Kenneth se rió.—Su familia y la mía han sido

enemigas desde que tengo uso de razón—dijo—. No creo haber sentido jamásuna antipatía tan intensa por una mujercomo la que siento por ella. Y espera un

hijo mío. Debo casarme con ella.Deseadme suerte.

Volvió a reírse sintiendo al mismotiempo que había cometido una gravedeslealtad. No debió decir eso, nisiquiera a sus mejores amigos.

—Ken —dijo lord Rawleigh—, ¿hayalgo que no nos has dicho?

Pero les había contado lo suficiente.Incluso demasiado. Ella iba aconvertirse en su esposa, y él les habíarevelado la antipatía que sentía por ella.Y Eden había comentado que parecía unpálido espantapájaros y un cadáverexangüe.

—Nada que quiera divulgar —

respondió—. Debo irme. Me alegro deque todo haya terminado bien estamañana, Rex. Haz que el médico teexamine el brazo antes de marcharte deaquí. Celebro que no erraras el tiroadrede. Temí que lo hicieras. Losvioladores no merecen vivir.

Acto seguido echó a andar hacia sucaballo sin mirar atrás. Tenía queadquirir una licencia. Suponía que eltrámite se resolvería rápidamente. Luegotenía que realizar un largo viaje en elmenor tiempo posible.

Y al final del viaje tenía queenfrentarse a una mujer. Moira Hayes.Su futura esposa. La madre de su hijo.

Que Dios la asistiera…, y a él.

Capítulo 14

Sir Edwin Baillie había respondidoa la carta de Moira con una claramisiva. Felicitaba a la señorita Hayespor ser una mujer de una sensibilidadfuera de lo común. Sin duda habíacomprendido, escribió, que él se habíaarrepentido de la precipitación con quehabía perseguido su propia felicidad enunos momentos en que su madre estabagravemente enferma. La señorita Hayesdebía de haberse percatado delsentimiento de culpa que el grato afectoque sentía por ella había suscitado en él

cuando tenía tres hermanas huérfanasbajo su protección y tutela. De modo quela señorita Hayes había tenido el valor,la generosidad y la bondad de liberarlode su compromiso. Deseaba que ella ysu estimada madre le hicieran el honorde considerar Penwith Manor su hogar,al menos hasta que él se sintiera librepara mudarse allí, quizá dentro de unaño o dos. Firmaba asegurándole queera su humilde servidor.

—Es una carta extraordinariamenteamable —dijo lady Hayes cuando laleyó—. De manera que podemos estartranquilas durante uno o dos años,Moira.

—Sí —respondió su hija.—Y tú te habrás librado del

problema que te agobiaba —dijo sumadre—. No creas, Moira, que no me hedado cuenta de los remordimientos y lapreocupación que te habían afectado deforma tan negativa. Ahora, por fin,podrás recobrar la salud. ¿Siguestomándote el tónico que te recetó elseñor Ryder?

Moira sonrió sin responder. Habíadecidido conceder al conde deHaverford dos semanas. A partir de esemomento, no habría más demoras. Almenos su madre tendría que saberlo. Dehecho, de no ser una idea tan

impensable, ya lo habría sospechado.Pese a su visible pérdida de peso, elvientre de Moira iba aumentandoprogresivamente debajo de sus holgadosvestidos estilo imperio, muy de moda ala sazón.

Había visto ansiedad en los ojos desu madre. Sabía que temía por ella yhabía tratado de convencerse de que elaire primaveral y el tónico —y laliberación que había supuesto ahorapara Moira la carta de sir Edwin— ledevolverían el color a las mejillas y susalud. Era injusto por su parte dejar quesu madre temiera que se estuvieramuriendo cuando podía explicarle el

verdadero motivo de su indisposición.Había llegado a despreciarse.Él se presentó una tarde lluviosa a

primeros de abril. Era imposible salir yexistían escasas posibilidades de que unvisitante se aventurara a desplazarsehasta Penwith. Por lo demás, Moira noestaba segura de que sus vecinosvinieran a visitarlas aunque hiciera buentiempo. Había contado a Harriet que sirEdwin y ella habían acordado poner fina su compromiso matrimonial, y habíadejado que su amiga divulgara lanoticia. A esas alturas seguramente losabría todo el mundo. Moira y su madreestaban sentadas en el cuarto de estar,

bordando, mientras la lluvia batía contal furia en la ventana que era inclusoimposible contemplar el jardín a travésdel cristal.

De pronto alzó la cabeza y aguzó eloído durante unos momentos. ¿Uncarruaje? Pero se encontraban en laparte trasera de la casa y llovía confuerza. Era casi imposible oír el sonidode un carruaje. Además, era unaaventura arriesgada conducir un coche através del valle. Bajó la cabeza y siguióbordando, pero la levantó de nuevorápidamente al oír el inconfundiblesonido de la aldaba contra la puertaprincipal.

—¿Quién habrá venido a visitarnoscon este tiempo tan horrible? —preguntólady Hayes, animándose visiblemente.Clavó la aguja en su labor, la dejó a unlado y se levantó justo antes de que ladoncella abriera la puerta del cuarto deestar.

—El conde de Haverford, señora —dijo haciéndose a un lado.

No hubo tiempo de reaccionar. Élentró en el cuarto de estarinmediatamente después que lamuchacha. Alto, elegante, viril yfríamente enojado, pensó Moiraconteniendo el aliento.

—¿Lady Hayes? —Kenneth dio un

taconazo e hizo una breve reverencia—.¿Señorita Hayes?

Moira observó que su madre parecíasorprendida.

—Lord Haverford —dijo—, haceuna tarde de perros para salir, aunquepor supuesto estamos encantadas deveros. Sentaos, por favor.

—Gracias, señora —respondió él—. ¿Me permitís unos momentos a solascon la señorita Hayes? Aquí o en otrahabitación.

Lady Hayes parecía aún másdesconcertada.

—¿Con mi hija, señor? —preguntó—. ¿A solas?

Pero Moira se puso en pie.—Está bien, mamá —dijo—.

Llevaré a su señoría a la bibliotecade… de papá.

Sin dar a su madre oportunidad deprotestar, atravesó rápidamente lahabitación hacia la puerta, rozando consus faldas al conde de Haverford cuandopasó junto a él. Pero él alcanzó la puertaantes que ella y la abrió para dejarlapasar.

—Gracias, señora —dijo a la madrede Moira antes de seguirla por el pasillohacia la biblioteca en la que su padresolía pasar muchos ratos cuando vivía.

—No os entretendré mucho rato.

Moira entró rápidamente en lahabitación, dejando la puerta abierta trasella, y se situó junto a la ventana.Apenas veía la arboleda por la que eratan agradable pasear cuando hacía buentiempo. Oyó la puerta cerrarse tras ellay durante unos segundos se produjo unsilencio casi insoportable.

—Entiendo —dijo él con tonogélido y casi alarmantemente bajo—,que no me suplicáis ayuda.

Ella inspiró lentamente.—No —respondió.—Pero pensasteis que tenía derecho

de estar informado —dijo él.—Sí.

—Debo daros las gracias porvuestra amabilidad —dijo él.

Ella se pasó la lengua por los labios.No sabía adónde quería ir él a parar conesta conversación.

—A un hombre le agrada estarinformado de que dentro de seis mesesnacerá su bastardo —siguió diciendo él.

Moira apoyó una mano en el bordede la repisa de la ventana.

—No consiento que utilicéis esapalabra en mi presencia —dijo.

—¿De veras? —replicó él con tonoafable pero no menos inquietante—.Entonces, ¿cómo debo llamarlo? ¿Unhijo ilegítimo? Supongo que esa palabra

también os parece ofensiva. ¿Un hijofruto del amor? Pero no es eso, ¿verdad?No fue concebido durante un acto deamor.

Fue un comentario inesperado ehiriente.

—No —respondió ella—. Hacemucho que sé que sois incapaz de amar.Y esa noche ni siquiera lo fingisteis.

—¿Por qué diablos —preguntó él,dejando por primera vez que su vozdenotara cierta ira—, me mentisteis,Moira?

—Yo no… —dijo ella, pero erainútil añadir otra mentira.

—Sé por qué lo hicisteis.

Ella sujetó la repisa de la ventanacon ambas manos y a duras penas logróreprimir un sobresalto. La voz de élsonaba justo detrás de su hombro.

—Lo hicisteis porque en la fiesta deTawmouth os dije categóricamente quesi había un niño os casaríais conmigo.Lo hicisteis porque os ordené que memandarais llamar sin dilación siaveriguabais que estabais encinta. Lohicisteis porque sois capaz de cualquiercosa con tal de desafiarme.

—Sí. —Ella estaba furiosa, yaunque no era prudente dado que lo teníatan cerca, se volvió rápidamente haciaél—. Hace muchos años que os odio y

desprecio, milord. Y si el odio seatemperó con los años, durante loscuatro últimos meses se ha reavivado.La idea de depender de alguna forma devos me resulta detestable. La idea dehacer algo simplemente porque vos melo ordenáis me resulta…

—¿Repugnante? —sugirió él,arqueando las cejas—. ¿Os haabandonado vuestra elocuencia, Moira?Una lástima. Os expresabais muy bien.Vuestra obstinación y puerilidad nos hacolocado a ambos en una situaciónprofundamente embarazosa. La verdadno puede ocultarse.

Ella emitió una amarga carcajada.

—De modo que nuestro hijo tendráque cargar siempre con el estigma de sercasi ilegítimo —dijo él.

—Completamente ilegítimo —replicó ella, sabiendo lo imprudente queera ceder a la tentación de desafiarlo enestos momentos—. La criatura que va anacer será ilegítima. No me importa.Yo…

—Dejad de comportaros como unaniña —le espetó él con tal frialdad queella le miró unos instantes estupefacta—. Nos casaremos mañana por lamañana.

—No —contestó ella, sabiendo queera una discusión que no podía, ni

deseaba, ganar. La racionalidad siemprela abandonaba cuando se enfrentaba aKenneth. Lo único que sentía era unintenso odio—. Los bandos…

—He traído una licencia especial —dijo él—. Nos casaremos mañana.Procurad haceros a la idea, Moira.Aprenderéis a dominar la repugnanciaque os inspiro. Quizá no os resulte taninsuperablemente difícil. No imaginoque desearé pasar mucho tiempo envuestra compañía. Y aprenderéis aobedecerme. No os resultará tanespantoso como suponéis. Tendrépresente que sois mi esposa y no uno delos hombres de mi regimiento. Sugiero

que regresemos junto a vuestra madre.¿Lo sabe ya?

—No —respondió Moira—.Mañana es imposible. Es demasiadopronto. Necesito tiempo.

—Tiempo —respondió él fríamente— es justamente lo que no tenéis, Moira.Habéis desperdiciado demasiado.Mañana a estas horas os convertiréis enla condesa de Haverford. Viviréis enDunbarton. Sugiero que informéis avuestra doncella que puede…

Pero ella no oyó nada más. Sintió unaire helado a través de sus fosasnasales, una estridente campana queretumbaba en sus oídos y la alfombra

bajo sus pies se elevó hacia su rostro.—Mantened la cabeza agachada —

decía una voz a lo lejos, una voz suavepero firme, una voz en la que ella confióinstintivamente—, y dejad que la sangrefluya rápidamente hacia ella. Respiradhondo.

Sintió una mano firme ytranquilizadora apoyada en la parteposterior de su cabeza. Estaba sentada.La campana que sonaba de formaincesante empezó a perder intensidad,dando paso a una leve sensación demareo. Sintió el reconfortante tacto deuna mano grande y tibia sobre las suyas,frías y sudorosas.

Empezaba a recuperar elconocimiento. Se había desmayado.Estaba en la biblioteca, con el conde deHaverford. Respiró profunda yacompasadamente mientras mantenía lacabeza agachada hasta apoyarla casi ensus rodillas y los ojos cerrados.

Él tenía una rodilla apoyada en elsuelo, delante de la silla en la que lahabía sentado, oprimiéndole con unamano la cabeza hacia abajo ysosteniéndole con la otra sus dos manos,tratando de calentárselas. Se sentíaprofundamente preocupado y

avergonzado. Había sofocado su primerinstinto de abrir la puerta y llamar a ladyHayes. Moira le había dicho que ésta nosabía nada. Sin duda había otros mediosmenos alarmantes de que su madreaveriguara la noticia.

—¿Estáis bien? —pregunto él—.¿Queréis que llame a vuestra madre?

—No —respondió ella débilmente.Él entendió que respondía a su segundapregunta.

Su primera impresión al verla habíasido que estaba muy desmejorada.Estaba muy delgada, incluso encorvabaun poco la espalda. Su pelo debajo delsombrero había perdido brillo. Su

rostro, más que pálido tenía un colorceniciento. Incluso sus labios estabanpálidos. Tenía un aspecto demacrado,poco atractivo, avejentado. Incluso peordel que tenía en casa de los Trevellas.

De alguna forma, el hecho de verlano había sino azuzado la furia que lehabía hecho regresar a casa sindetenerse siquiera para comer odescansar. Parecía la viva imagen deuna mujer que sufre y ha sidoabandonada por su hombre. Él habíasentido casi deseos de matarla. ¿Cómose atrevía a hacerle esto?

Estaba enferma. Quizás ella mismahabía provocado ese estado guardando

innecesariamente unos secretos,negándose empecinadamente a mandarlollamar para que él pudiera librarla almenos de su problema más acuciante.Pero era indudable que estaba enferma.No era el momento de arremeter contraella. Necesitaba un hombro en el queapoyarse, aunque él sabía que ella no loreconocería ni en mil años.

Estaba enferma. Iba a tener un hijo, yestaba enferma.

Él retiró la mano de su cabeza y lefrotó las manos con las suyas.

—En la reunión teníais mala cara —dijo—. Cuando nos encontramos en elvalle teníais mala cara. En casa del

señor Trevellas parecíais enferma.Cuando llegué esta tarde, antes de queviniéramos aquí a hablar, parecíaisenferma. ¿Cuánto hace que estáisenferma?

—Creo que es debido a mi estado—respondió ella.

—No lo creo. —Él le tocó la mejillacon el dorso de la mano. Estaba aún muyfría—. Haré que el médico, el señorRyder, os examine en Dunbarton pasadomañana. Tengo entendido que antes deestablecerse aquí tenía una afamadaconsulta en Londres. Si su diagnósticono nos convence, os llevaré a Londrespara que os vea un médico allí. No

podéis seguir así, Moira. Debisteispedir ayuda antes.

No la riñas, se dijo él.—No necesito ayuda. —Ella alzó la

cabeza, pero fijó la vista en sus manosen lugar de en el rostro de él—. Voy atener un hijo. Es algo que debo hacersola.

—Sin ayuda de vuestra madre, de unmédico o del padre de vuestro hijo —dijo él, tratando de reprimir su renovadaira—. La independencia de espíritu esadmirable, incluso en una mujer. Laterquedad, no. Mañana renunciaréis abuena parte de vuestra independencia.Os aconsejo que os hagáis a la idea de

renunciar también a vuestra terquedad,si esperáis hallar alguna compatibilidaden nuestro matrimonio.

—No tengo más remedio quecasarme con vos, Kenneth —contestóella, mirándole por fin a los ojos—.Está claro. Pero quiero que entendáisuna cosa. Me caso con vos porque debohacerlo. No espero comprobar quesomos o podemos ser compatibles. Noharé ningún esfuerzo por adaptarme avuestra forma de ser. Os desprecio a vosy vuestra forma de ser.

Él se esforzó en sofocar su ira y lesorprendió comprobar que se sentía tandolido como enojado. Tenían un

problema mutuo, que sólo podíasolventarse de una forma. ¿Le odiabaella hasta el punto de preferir serdesdichada toda su vida que tratar desacar el mejor partido de una situación?

—No me conocéis ni a mí ni miforma de ser, Moira —replicó él—. Nosencontramos aproximadamente unadocena de veces cuando éramos muyjóvenes. No tuvimos trato alguno durantemás de ocho años. Ni siquiera vivíamosen el mismo país. En los cuatro mesesdesde mi regreso, hemos tenido unosbreves encuentro y otrodesgraciadamente más prolongado en lacabaña del ermitaño. No nos conocemos

en absoluto. Pero mañana nosconvertiremos en marido y mujer. ¿Nopodemos ponernos de acuerdo parainiciar una nueva etapa en nuestrasvidas? ¿No podemos hacer al menos elesfuerzo de tolerarnos y respetarnosmutuamente?

Ella parecía reflexionar sobre lacuestión.

—No —respondió al fin—. Nopuedo olvidar fácilmente el pasado.

Él le soltó las manos y se levantó.—Quizá seáis más sincera que yo —

dijo—. Yo tampoco puedo olvidarfácilmente la noche que estabais en lahondonada sobre el acantilado

apuntándome al corazón con una pistolay me dijisteis que me fuera a casa y nome inmiscuyera en lo que no meincumbía cuando la víspera me habíaisbesado y sonreído en esa mismahondonada al deciros que os amaba.

—Debí soltar una carcajada en lugarde sonreír —dijo ella— al oír semejantementira.

Él se dirigió hacia la puerta y laabrió. Pero no había nadie en el pasillo.Lo atravesó y llamó a la puerta delcuarto de estar donde le habían recibidohacía un rato. La voz de lady Hayes ledijo que pasara.

—Os ruego que vengáis a la

biblioteca, señora —dijo élinclinándose ante ella.

Ella le miró tan sorprendida como lohabía hecho antes, pero se levantó sinhacérselo repetir y le siguió por elpasillo.

—¿Moira? —dijo entrandoapresuradamente—. ¿Qué ha ocurrido?¿Has vuelto a sentirte mal? Ha estadoindispuesta durante buena parte delinvierno, milord —explicó volviéndosehacia él, que se hallaba junto a la puertacon las manos enlazadas a la espalda—.Confío en que…

—La señorita Hayes ha aceptadocasarse conmigo mañana por la mañana,

señora —dijo él.Lady Hayes le miró estupefacta.—Estoy encinta de más de tres

meses, mamá —dijo Moira, alzando lavista y fijándola en los ojos como platosde su madre—. La noche del bailenavideño no la pasé en Dunbarton. Tratéestúpidamente de regresar a casacaminando pese a la tormenta. LordHaverford salió en mi busca y meencontró refugiada en el baptisterio. Nosvimos obligados a pasar el resto de lanoche allí.

Por fortuna lady Hayes seencontraba cerca de una silla y se sentóapresuradamente en ella. Miró a

Kenneth frunciendo los labios.—A la mañana siguiente lord

Haverford me ofreció matrimonio —seapresuró a decir Moira. No eraestrictamente verdad. Ella no habíapermitido que le hiciera eseofrecimiento—. Posteriormente me loofreció en reiteradas ocasiones. Inclusotrató de insistir. Pero yo le rechacé. Lamisma mañana que escribí a sir Edwinle escribí a él. Pero cuando llevé lacarta a Dunbarton averigüé que habíapartido hacía unas horas para Kent.Regresó en cuanto le mandé recado.Nada de esto es culpa suya.

Él esbozó una media sonrisa. ¿Moira

defendiéndolo?—Debí hablar con vos, señora —

dijo— cuando acompañé a Moira a casaesa mañana. Debí escribir yo mismo asir Edwin Baillie esa mañana. De nohaber cometido yo unos graves erroreshabría evitado mucha angustia. Me culpoa mí mismo. Pero no adelanto nadareprochándome mis anteriores fallos. Headquirido una licencia especial y laseñorita Hayes y yo nos casaremosmañana. Al día siguiente haré que laexamine un médico.

Lady Hayes se llevó las manos a lasmejillas.

—Doy gracias, milord —dijo—, que

ni vuestro padre ni mi esposo esténvivos en este momento. —Se volvióhacia su hija—. ¿Por qué no me lodijiste, Moira? ¿Por qué no me lodijiste?

—Supongo —respondió Moira—que pensé que si no hablaba de ello nipensaba en ello, esta terrible pesadilladesaparecería. Al parecer, desdeNavidad no he hecho más que cometeruna torpeza tras otra. —Miró a Kenneth—. Por supuesto, eso no desapareceránunca. Cargaré con ello toda la vida.

Él se acercó a la campanilla.—Con vuestro permiso, señora —

dijo—, llamaré a vuestra doncella. Creo

que a vos y a Moira os sentaría bien unataza de té.

—¿Moira? —dijo lady Hayesarrugando el ceño.

No le había pasado inadvertida lafamiliaridad con que él se había referidoa su hija. Pero ahora ya no importaba.Al día siguiente la señorita Moira Hayessería su esposa. Mañana se convertiríaen Moira Woodfall, condesa deHaverford, para quien la pesadilla delpresente persistiría toda la vida.

Él tiró de la campanilla con gestoadusto.

La iglesia de Tawmouth estaba casivacía cuando el conde de Haverfordcontrajo matrimonio con la señoritaMoira Hayes. Aparte de ellos y delreverendo Finley-Evans, las únicaspersonas presentes eran lady Hayes, laseñora Finley-Evans, Harriet Lincoln yel señor Lincoln, los cuales habían sidoinvitados a última hora, y eladministrador de su señoría.

No se parecía en nada a la boda conla que ella había soñado tiempo atrás,cuando era joven, pensó Moira. No sólodebido a la ausencia de invitados. No

había un novio al que mirar conadoración. Sólo Kenneth, el cual, comoes natural, estaba impresionantementeguapo, vestido de forma tan impecablecomo si se dirigiera a la corte parapresentar sus respetos al rey, o alpríncipe regente. Lucía un atuendo decolor azul pálido y blanco que lesentaba maravillosamente con su pelorubio. Parecía un príncipe de cuento dehadas. Aunque ella lucía uno de susvestidos blancos favoritos, el cual habíaestado a punto de ponerse para el bailenavideño en Dunbarton, sabía muy bienque no estaba guapa. La apostura de élhacía que se sintiera aún más fea.

Y esa mañana, cuando se habíalevantado de la cama, se había sentidotan indispuesta que durante unos minutospensó en enviar recado a Kennethinformándole de que era preciso aplazarla boda. Pero era imposible, porsupuesto. Tal como él le había dicho yella comprendía, había dejado pasardemasiado tiempo. Se sentía muy mal entodos los aspectos: le dolía la cabeza,estaba mareada y tenía náuseas, frío y sesentía apática. Detestaba sus síntomas,su autocompasión. Deseaba salircorriendo y no detenerse. Deseaba loimposible. Quizá, pensó con sombríohumor, sentía el deseo de morir.

No era la boda con la que hubierasoñado una mujer. Y, sin embargo, erasorprendentemente real. A fin decuentas, no era un desagradable trámitepor el que tenía que pasar para restituirla decencia a su vida. Era una boda. Eraalgo que uniría su suerte a la de Kennethpara el resto de sus vidas. Quizá porquela ceremonia representó para ella unadura prueba física, asumió asimismo unadura realidad. Escuchó cada palabra quepronunció el reverendo Finley-Evans ycada palabra parecía algo novedoso,como si no hubiera asistido nunca a laceremonia de una boda. Escuchó la vozde Kenneth, grave, agradable y muy

varonil, y oyó las palabras que dijo.Dijo que la adoraba con su cuerpo.Escuchó su propia voz y lo que dijo.Prometió amarlo y obedecerle. Sintió elreluciente anillo de orosorprendentemente cálido sobre su piel.Observó cómo Kenneth lo deslizabasobre su nudillo y se lo colocaba en eldedo. Oyó detrás de ella un sollozo quealguien se apresuró a reprimir. ¿Sumadre? ¿Harriet? Sintió el beso que élle dio, cálido, firme, con los labiosligeramente entreabiertos, su cálidoaliento sobre su mejilla.

Kenneth. Cuando él alzó la cabezaella le miró a los ojos. Él sostuvo su

mirada, pero sus ojos no le indicabannada. Carecían de expresión. Kenneth.Te amaba con locura. Eras mi sueñodorado. Lo eras todo para mí.

—Por favor —murmuró él,inclinándose sobre ella cuando elreverendo Finley-Evans tomó de nuevola palabra—, no llores. No me hagasesto.

Pero estaba equivocado. Creía queeran lágrimas de repugnancia. Eranlágrimas de tristeza por los sueños eideales de juventud. Tiempo atrás ellahabía creído en héroes y en laperfección y en el amor romántico, todoello encarnado en Kenneth. Cuando

había despertado a la realidad, todo sehabía derrumbado. Si no le hubieraamado, pensó Moira, quizá tampoco lehabría odiado.

Pero le parecía imposiblereaccionar a Kenneth sin algún tipo depasión. Por desgracia, jamás se sentiríaindiferente a él.

Su madre la abrazó y besó; Harriet yla señora Finley-Evans, ambas con unaexpresión de perplejidad y curiosidad,la besaron en la mejilla; el reverendoFinley-Evans, el señor Lincoln y elseñor Watkins, el administrador deDunbarton, se inclinaron ante ella y lebesaron la mano. Y de pronto,

curiosamente, todo había terminado.Ella abandonó la iglesia del brazo de suesposo, que la ayudó a montarse en sucarruaje. Los demás se trasladarían enotros dos carruajes a Dunbarton paradesayunar.

Todo le pareció a Moira más realcuando se quedaron solos, sentados unojunto al otro, sin tocarse, mirando porlas ventanillas opuestas del coche.

—Si te sientes demasiadoindispuesta para desayunar —dijo élcuando el coche empezó a ascender laempinada cuesta más allá del pueblo—,debes retirarte a tus habitaciones. Si tesientes con ánimo de unirte a nuestros

invitados, te agradeceré que te esfuercesen sonreír un par de veces.

—Sí —dijo ella—. Sonreiré.—Al menos —dijo él—, procura no

llorar.—Sonreiré —dijo ella—. Es la

primera orden que me dais, milord, yobedeceré.

—El sarcasmo es innecesario —dijoél.

Ella emitió una breve risita y volvióla cabeza, pestañeando deliberadamente.Él jamás volvería a verla llorar. Novolvería a ver su faceta vulnerable.

Kenneth. Sentía un nostálgico anhelopor el hombre al que había amado, como

si no fuera el mismo que estaba sentadoahora junto a ella, casi rozándole elhombro con el suyo. Su marido. El padrede la criatura que llevaba en su vientre.

Capítulo 15

Kenneth decidió que el cuarto deestar era demasiado grande para dospersonas. En adelante tendrían quebuscar otra habitación más pequeñadonde pasar juntos las veladas, salvocuando tuvieran invitados. El techoabovedado, pintado y dorado, lasgigantescas puertas, la chimenea demármol y los inmensos cuadrosenmarcados conseguían empequeñecer asu esposa cuando se sentaba junto alfuego, inclinada sobre su labor.

¡Su esposa! Sólo ahora, la noche del

día de su boda, cuando los invitados sehabían ido, tuvo tiempo para asimilar larealidad de la semana pasada…, nisiquiera una semana. Pese a la decisiónque había tomado con anterioridad deconvertir Dunbarton en su hogar, sehabía propuesto instalarse en Londrespara disfrutar de la temporada socialcon Nat y Eden. Estaba dispuesto aparticipar plenamente en todas lasfrivolidades, excesos y libertinajes quela ciudad tenía que ofrecer.

El hecho de estar en Dunbarton,cerca de Penwith, cerca de ella, se lehabía hecho insoportable. La habíaodiado y amado. La había despreciado y

deseado. La había detestado y admirado.En esos momentos, quizá, no habíareconocido la dualidad de sussentimientos. Pero se había sentidoimpotente. Ella le había rechazado.Ahora sabía que incluso había llegado amentirle con el fin de librarse de él.

Ella alzó la vista de su labor y sumirada se cruzó con la de él, que estabasentado al otro lado de la habitación. Sumano, con la que sostenía la aguja y elhilo de seda, estaba suspendida sobre sulabor. A pesar de su palidez y sudesmejorado aspecto, seguía poseyendouna gracia natural. Pero estaba muydelgada. Tenía las mejillas hundidas. El

vestido de noche que se había puestopara cenar le quedaba ancho. ¿No debíaser lo contrario al cabo de tres meses degestación?

Se miraron largo rato en silencio.—Estás cansada —dijo él—.

¿Quieres que te acompañe a tuhabitación?

—Aún no —respondió ella.Ella había estado a punto de caer

rendida de agotamiento cuando sumadre, la última de los invitados, sehabía ido. Pero se había negado a noestar presente a la hora de la cena —aunque apenas había probado la comida— y había insistido en sentarse más

tarde en el cuarto de estar porque, segúnsospechaba Kenneth, él le habíasugerido en ambas ocasiones que seretirara a sus apartamentos. De haberledicho, con tono brusco y autoritario, queesperaba que le hiciera compañíadurante la cena, ella probablemente sehabría quedado arriba desafiándole aque subiera para obligarla a bajar.

—¿Qué haces? —preguntó ella.Él miró el papel que estaba ante él

sobre el escritorio y la pluma quesostenía en la mano.

—Escribo a mi madre —respondió—, y a mi hermana.

Ella bajó aguja, aunque no estaba

cosiendo.—Se llevarán una alegría —dijo.—Lo que piensen me tiene sin

cuidado —contestó él—. Eres miesposa. Vamos a tener un hijo dentro demenos de seis meses. No tienen másremedio que aceptar estos hechos conalegría.

—Con alegría. —Ella sonrió—. Porpoco les da un síncope cuando temieronque yo pasaría la noche aquí después delbaile navideño.

—Exageras —dijo él—. Dehaberles consultado al respecto, sinduda habrían insistido en que tequedaras en lugar de poner en peligro tu

vida regresando a casa.Ella siguió sonriendo.—Decidí poner en peligro mi vida

Kenneth —contestó— cuando las oímanifestarte sus reparos a mi continuadapresencia en Dunbarton.

¿Era posible? Él supuso que elladecía la verdad. Ambas se habíanmostrado contrariadas. Por eso se habíamarchado tan apresuradamente de sucasa a pesar de la tormenta.

—Te pido disculpas —dijo él—.Seguramente no imaginaron que oirías loque decían.

—Las personas que se dedican aescuchar conversaciones a escondidas

rara vez oyen nada bueno sobre ellas —dijo Moira—. Al menos, eso dicen.Cuando lean tus cartas y hagan algunoscálculos, quizá se arrepientan de nohaberme pedido que me quedara. Unanoche en Dunbarton y se habrían libradode mí para siempre.

—Lo que puedan pensar carece deimportancia —contestó él—. Y puedesestar segura de que te tratarán con lamáxima educación.

Ella volvió a sonreír antes de volvera tomar la aguja. Él la observó duranteunos minutos antes de concentrarse denuevo en la complicada carta. Ambas sesentirían horrorizadas al averiguar la

identidad de su esposa, la forma en quese habían casado, las circunstancias quehabían dictado la premura. Peroacabarían aceptándola. No tendrían másremedio si querían seguir tratándose conél.

Cuando terminó la primera cartaempezó la segunda antes de alzar denuevo la vista. Al hacerlo, vio que ellahabía dejado la labor sobre su regazo ytenía los ojos cerrados.

—¿Qué te ocurre? —preguntólevantándose y apresurándose hacia ella.

—Nada.Ella tomó de nuevo la aguja.—Deja tu labor —dijo él—. Te

llevaré a la cama.—¿Otra orden? —preguntó ella.Él apretó los dientes.—Como quieras —dijo—. Si

prefieres hacer que este matrimonio seaintolerable tanto para ti como para míobligándome a darte órdenes e insistiren que las obedezcas, sea. Si deseasconvertir nuestro matrimonio en unaespecie de juego en el que yo seasiempre el opresor y tú la víctima, nopuedo impedírtelo. Pero en estosmomentos estás cansada e indispuesta ydebes acostarte. Te llevaré a la cama. Siquieres, puedes levantarte y tomarme delbrazo. Si te niegas, tendré que obligarte

a levantarte de la silla y llevarte arribaen brazos. Como ves, la eleccióndepende de ti.

Ella se tomó su tiempo para ensartarla aguja en el tejido, doblarlo con lassedas dentro y dejarlo a un lado antes deponerse de pie. Se apoyó tanpesadamente en su brazo mientras laconducía escaleras arriba que élcomprendió que estaba muy cansada.

—Mañana enviaré recado a Ryder—dijo—. Veremos qué puede hacer porti, Moira. No puedes seguir así.

Ella se abstuvo de discutir con él laverdad de esa última frase. Apoyó lacabeza en su hombro, lo cual le alarmó.

La sentó en una silla en su vestidor, tiróde la campanilla para llamar a sudoncella y se puso en cuclillas ante ellapara tomar sus manos en las suyas.

—Yo te he hecho esto —dijo—. Loshombres escapamos sin sufrir ningúnperjuicio en estas cuestiones. Peroprocuraré aliviar todos tus sufrimientosexcepto éste, Moira. Trataré de ser unbuen marido. Si lo intentamos, quizásaprendamos a llevarnos bien.

—Quizás.Ella le miró a los ojos. Era la

primera concesión que hacía.Él acercó las manos de ella a sus

labios, una seguida de otra, y cuando

apareció la doncella las soltó y selevantó.

—Buenas noches —dijo a su esposa.Bajó de nuevo para terminar la carta aHelen, pero no permaneció en el cuartode estar hasta tarde. Se desnudó en suvestidor, se puso una bata sobre sucamisa de dormir y se situó junto a laventana de su dormitorio, que estaba aoscuras, hasta altas horas de la noche.

No era la noche de bodas con la quesoñaría un hombre. No era elmatrimonio con el que soñaría unhombre. Y sin embargo era real. Durantela ceremonia de su boda habíacomprendido una cosa con alarmante

claridad. Al pronunciar sus votos, habíaarticulado cada palabra con absolutasinceridad. Había oído decir que laceremonia nupcial era una farsareligiosa, que los novios estabanobligados a pronunciar unos votossolemnes y ridículos que ninguno deellos tenía la menor intención decumplir. Él temía que no tendría másremedio que cumplir los suyos.

No era un pensamiento grato. Teníala sensación de que hoy se habíacondenado a ser perpetuamente infeliz.

Y, sin embargo, tiempo atrás lostérminos «felicidad» y «Moira» lehabían parecido sinónimos. Ella parecía

hecha para ser feliz: esbelta y atractiva,aunque no bonita en un sentidoconvencional, y rebosante de salud,vitalidad y buen humor. Había hechocaso omiso de la disputa familiar quedebía mantenerlos separados y de lasrestricciones sociales que la obligaban air siempre acompañada de una carabina.Había hecho caso omiso de las normasdel decoro propio de una dama que laobligaban a llevar el pelo recogido e irsiempre calzada con medias y zapatos ycaminar a paso lento. La recordabacorriendo por la colina que se alzabasobre la cascada, con el sombrero de élen sus manos mientras la perseguía para

rescatarlo, y correteando por la playa,con los brazos abiertos, su rostro alzadoal sol, y sentada en la hondonada sobreel acantilado, rodeándose las rodillascon los brazos, contemplando el mar,preguntándose cómo debía de ser la vidaen otros países. Charlando, sonriendo,riendo…, riendo casi siempre. Ybesándole con cálido ardor y sonriendocuando él le juraba que la amaba.

Era difícil —casi imposible— creerque era la misma mujer que él habíadejado sentada en una butaca en elvestidor junto al suyo. Excepto que eldolor que le oprimía el corazón le decíaque sí lo era y que él tenía la culpa de la

diferencia que apreciaba en ella.—Moira —murmuró, pero el sonido

de su voz le sorprendió y turbó.Cerró los ojos y apoyó la frente

contra el cristal de la ventana.

Era una habitación extraña en unacasa extraña: espaciosa, de techo alto,caldeada. La cama era grande yconfortable. Todo era muy superior aldormitorio que tenía ella en su casa, suantigua casa. Pero no podía conciliar elsueño.

Se preguntó dónde estaba él, y dóndeestaban sus aposentos. ¿Cerca de los

suyos? ¿Tan alejados de los suyos comoera posible?

Había estado muy antipática con éldurante todo el día. Ni ella misma se loexplicaba. Él se había esforzado enmostrarse cortés, incluso amable. Ella lohabía tergiversado todo, había frustradosus intentos continuamente. Se habíacomportado como una niña consentida.No había podido evitarlo. Pero estabancasados. No podía seguir portándose asíel resto de su vida.

Pasó el pulgar sobre la alianza deoro que lucía en el dedo. Kenneth y ellaestaban casados. Había alcanzado lacima de sus sueños juveniles. Él era sin

duda el hombre más guapo del mundo,había pensado antes…, y aún lopensaba.

Mañana procuraría portarse mejor.Mañana se mostraría amable con él.Ningún matrimonio era tan espantosoque un pequeño esfuerzo por ser amableno pudiera hacer soportable, a menosque el marido maltratara a su mujer opadeciera una adicción que no pudieracontrolar. Ninguno de estos supuestos seaplicaba a su matrimonio. Mañanatrataría de portarse mejor.

No podía dormir. Le parecía comosi la habitación se inclinara más allá desus párpados cerrados, provocándole

las habituales náuseas, la cabeza leretumbaba y los músculos de su vientrese contraían de forma involuntariacausándole molestias e incluso dolor.Moira se preguntó si el parto sedesarrollaría con más normalidad ahoraque había desaparecido su ansiedad, lasdudas, el secretismo y su sentimiento deculpa. Se preguntó si el señor Ryderpodría recetarle algo que hiciera quevolviera a sentirse bien. Seríabochornoso confesar la verdad al señorRyder, dejar que la examinara. Sepreguntó si Harriet había sospechado laverdad, y la señora Finley-Evans. Leparecía imposible que no lo hubieran

sospechado. Se sentía muy cansada.Estaba convencida de que si lograbaconciliar el sueño dormiría toda unasemana.

De pronto se despertó, esforzándoseen salir de una angustiosa pesadilla quela había dejado acalorada y sudorosa,boqueando para librarse de unas zarpasque la atenazaban y se clavaban en supiel. Fijó la vista en el baldaquín sobresu lecho, respirando trabajosamente através de la boca. Sabía que sólo unaparte de lo sucedido había sido unsueño. Permaneció muy quieta, con losojos cerrados, tratando de calmarse.Casi lo había conseguido cuando ocurrió

de nuevo.Junto a la cama había una

campanilla. En su vestidor, otra. Sehabía olvidado de ambas. Se encaminódescalza y trastabillando hacia la puertade su alcoba y la abrió. Pero ignorabadónde se encontraba él. La casa le eraextraña. Todo le era extraño.

—Kenneth —dijo. Respiró hondo ygritó—. ¡Kenneth!

Oyó que se abría una puerta cercanamientras se sujetaba al marco de lapuerta de su alcoba; luego sintió dosmanos que la tomaban por los brazos,atrayéndola contra la sedosa tibieza deuna bata. Sepultó su rostro contra el

pecho de él, tratando de que letransmitiera parte de su cordura.

—¿Qué ocurre? —le preguntó él—.¿Qué ha sucedido?

—No lo sé —respondió ella. Peroempezaba a ocurrir de nuevo y se agarróa él, gimiendo—. Kenneth…

—Dios mío.Él la tomó en brazos y la depositó de

nuevo en la cama. Pero ella se agarró asu cuello, aterrorizada.

—No me dejes —le imploró—. Porfavor. Por favor.

Él la abrazó, acercando su cabeza ala suya, hablándole.

—Moira —repitió una y otra vez—.

Amor mío. Moira.Él debió de tirar de la campanilla.

Había otra persona en la habitación, unapersona que sostenía una vela. Él ordenóa esa persona que fuera a por el médicode inmediato y le informara que setrataba de una grave urgencia. Empleó eltono que debía de emplear en el campode batalla, pensó ella. Y el dolor volvióa hacer presa en ella.

No sabía cuánto tiempo transcurrióhasta que llegó el señor Ryder. Perocomprendió lo que sucedía mucho antesde que llegara. Estaba sumida en unapesadilla, despierta, sintiendo un dolorlacerante sin el consuelo de la alegría

que experimentaría cuando todoterminara. Su doncella estaba en lahabitación. Al igual que el ama dellaves, y él, hablándole, acariciándole lacabeza, refrescando su rostro con unpaño empapado en agua fría. Al cabo deun rato oyó otra voz masculina —la delseñor Ryder—, diciendo a Kenneth quesaliera, pero él se negó.

No se fue hasta que todo terminó yMoira oyó al señor Ryder decirle —supuso que no había pretendido que ellalo oyera— que no creía que la vida desu señoría corriera peligro. Peroregresaría mañana temprano.

—¿Moira? —La voz de Kenneth.

Ella abrió los ojos—. Tu doncella sequedará aquí contigo. Vendrá a avisarmesi me necesitas. No dudes en pedírselo.Ahora procura dormir. Ryder te haadministrado un brebaje que te ayudaráa conciliar el sueño.

Su rostro era una máscara fría eimpasible.

Ella volvió a cerrar los ojos. Oyó aalguien emitir una risa sofocada.

—Qué maravillosa ironía —dijoalguien, ¿quizás ella misma?—. Un díademasiado tarde.

—Duerme —dijo él, y su vozdenotaba la misma frialdad que traslucíasu rostro.

Él se sentía profundamente apenado,un sentimiento que le sorprendió. Apartedel hecho de que el embarazo de Moirales había forzado a contraer matrimonioy la indisposición debida a su estado lehabía causado una gran preocupación,no había tenido realmente tiempo depensar en la criatura que iba a nacer, suhijo. Una persona. Una parte de él y deella. Un hijo o una hija. Ahora ya nonacería y él lloraba su pérdida…, y laque había sufrido Moira.

Especialmente la que había sufridoMoira. Aún temía por su salud, por suvida. Cuando entró de nuevo en la

alcoba de ella a primeras horas de lamañana después de vestirse, ella yacíaen la cama muy quieta y en silencio, deespaldas a él. Pero al acercarse vio quetenía los ojos abiertos. Tenía la miradafija al frente. Él miró a la doncellaarqueando las cejas, y la chica le hizouna reverencia y salió de la habitación.

—¿Has podido dormir? —preguntó,con las manos enlazadas a la espalda.Esta mañana no se atrevía a tocarla.

—Supongo que sí —respondió elladespués de un prolongado silencio.

—Te sentirás mejor cuando hayasdescansado —dijo él. Percibió lafrialdad de su voz—. Habrá más

oportunidades de… tener hijos.Él cerró los ojos. Lo que había

dicho era una estupidez. ¿Por qué no sehabía limitado a dolerse con ella por lapérdida que habían sufrido? Pero sentíaque no tenía derecho a su dolor. Nohabía experimentado el sufrimiento quehabía provocado la pérdida de su hijo.Lo único que había hecho era procurarque ella entrara en calor en una nochefría. Ella no le agradecería que tratarade compartir su dolor.

—Si esta criatura hubiera tenido lasensatez de morirse un día antes —dijoella con voz apagada y monocorde—,esta mañana no nos enfrentaríamos a una

sentencia de por vida, milord.Las palabras eran más brutales que

el azote de un látigo. Él se estremeció dedolor. Se quedó inmóvil, sin saber quédecir. No había nada que decir. Nohabía palabras con que expresar lo quesentía.

—Sí, dentro de unos días me sentirémejor —dijo ella—. ¿Cómo no iba ahacerlo? Soy la condesa de Haverford,dueña y señora de Dunbarton Hall.¿Quién lo habría imaginado de la hija deun mero baronet? ¿Y para colmo unaHayes?

—Procuraremos superarlo —dijo él.Es cuanto podemos hacer. Las personas

se casan por motivos que nada tienenque ver con el amor o el afecto. Lasmujeres sufren abortos espontáneos. Losniños mueren. Pero aun así, la gentesigue adelante. Sigue viviendo,intentando superar las adversidades.

Trataba desesperadamente deconvencerse con sus palabras. ¿Cómoconsiguen las personas seguir adelantedespués de caer en el desconsuelo?

Pero ella se había vuelto hacia él yle miraba con ojos hostiles.

—Las mujeres sufren abortosespontáneos —dijo—. Las otras mujeresno me importan. Yo he sufrido unaborto. No me importa que mueran otros

niños. Mi hijo ha muerto. Por supuesto,no tiene importancia al cabo tan sólo detres meses. No era realmente un bebé.No era nada. Por supuesto que deboseguir adelante con mi vida. Porsupuesto que debo tratar de superarlo.Qué estúpida soy de sentirme estamañana algo abatida.

Él abrió y cerró las manos a suespalda.

—Moira… —dijo.—Sal de aquí —replicó ella—. Si te

queda algo de decencia, sal de aquí. Elhecho de que fuera tu hijo quizá deberíahacer que lo detestara. Pero el niño notenía la culpa de quién era su padre. Yo

amaba a mi hijo.—Moira…Él sintió que perdía el control.

Pestañeó varias veces.—Fuera de mi vista —dijo ella—.

Eres un hombre frío, de corazón frío.Siempre lo has sido. Ojalá no hubieravuelto a verte nunca. No sabes cuánto lolamento.

Él la observó unos instantes,sintiendo un frío que le caló hasta elcorazón, dio media vuelta y salió de laalcoba. Cerró la puerta silenciosamentetras él y se cubrió la cara con ambasmanos al tiempo que sofocaba unsollozo. La terrible experiencia de esa

noche la había trastornado, pensó. Senegaba a creer que cuando recobrara lasalud y su buen humor fuera capaz dedecir esas cosas o siquiera de pensarlas.No debió venir a verla tan pronto. Debióesperar a que llegara el médico.Debió… ¡Maldita sea, debió medirmejor sus palabras!

Pero nada de lo que pudiera decir lahabría consolado. Sentía hacia él unintenso odio que era muy real, por másque sobrepasara la realidad de loshechos. Todo indicaba que eraimposible salvar su matrimonio. Ellahabía accedido a casarse con él con granreticencia sólo debido a su estado. Y

ahora, menos de veinticuatro horasdespués de la boda, había perdido alniño que esperaba. Una ironía, comoella había observado anoche. El motivopor el que se habían casado —al menossegún ella— le había sido arrebatado,pero el matrimonio había sidobendecido y era indisoluble.

Él entró de nuevo en su vestidorpara ponerse unas ropas adecuadas parasalir a caminar, y al cabo de unosminutos echó a andar hacia las colinas,precedido por un exuberante Nelson,que brincaba entusiasmado. Media horamás tarde cayó en la cuenta de que nisiquiera había esperado a que llegara el

médico.

Moira se hallaba en el acogedorsaloncito que formaba parte de susapartamentos, recostada en una chaiselongue. No leía ni cosía. Durante lapasada semana apenas había hecho nada.Pero su apatía empezaba a irritarla.Dudaba que fuera capaz de obedecer lasórdenes del médico de permanecerconfinada en sus habitaciones duranteotra semana. No le convenía salir hastadentro de un mes. Pero decidió quesaldría mucho antes.

Su madre se había marchado hacía

una hora, Harriet hacía tan sólo cincominutos. Pobre Harriet. Había aceptado,al menos aparentemente, el mito de queel resfriado, que había durado desdeNavidad hasta casi el presente, habíaculminado el día después de su boda enuna grave pero breve indisposición, dela que por fin se estaba recuperando.Nadie había mencionado la verdad, peroMoira estaba segura de que Harriet lasabía por más que no comprendieracómo era posible. Durante los dosúltimos días habían acudido otrasseñoras a visitarla, las cuales se habíanmostrado perplejas e intrigadas, pero,eran demasiado educadas para hacer

preguntas indiscretas sobre suapresurado matrimonio después de laruptura de su compromiso con sir Edwino su indisposición. Estos días lasconversaciones en los cuartos de estarde Tawmouth debían de ser muyanimadas, pensó Moira con tristeza.

Apenas había visto a su marido entoda la semana. Desde la mañanadespués de su boda —y el aborto quehabía sufrido— él aparecía sólo una vezal día junto a la puerta de su cuarto deestar para interesarse por su salud, parasaludarla con una reverencia ymarcharse.

Ella procuraba no pensar en él ni en

su matrimonio…, ni en su aborto. Peroera difícil no hacerlo.

Moira. Amor mío. No mueras. Nodejaré que mueras. Amor mío. ¡Amormío! Por favor, no mueras. No medejes. ¡Ah, Moira! Amor mío.

Ella le había oído decir esas cosasesa noche, o creía haberle oído decirlas.Había visto la angustia en su rostrodemacrado, incluso lágrimas, o creíahaberlas visto.

Es curioso cómo la mente y lamemoria pueden hacer que imaginescosas que no existen. Quizás era graciasa eso que había logrado conservar lacordura. El hecho de haber perdido a su

hijo era innegable. De modo que sehabía consolado imaginando palabras,imaginando miradas. ¿Era posible quehubiera imaginado esas cosas?

De no ser así, estaba claro que él nohabía sido sincero. Contra toda razón,contra su criterio, incluso contra losdictados de su corazón, ella habíaconfiado en que él regresara, que lamirara de nuevo de esa forma, que ledijera esas mismas palabras. Confiabaen sentir de nuevo su mano sobre sucabeza. Confiaba en que él hiciera algúncomentario sobre la pérdida del hijo queesperaban. Algo para consolarla yaliviar el intenso dolor de su

sufrimiento.Habrá más oportunidades de tener

hijos. Su voz áspera y fría, comoacusándola de exagerar las cosas. Lasmujeres sufren abortos espontáneos.Los niños mueren. Las personas siguenviviendo.

Ella había deseado volver a amarlo.Ahora lo sabía, por más que leavergonzara reconocerlo. Durante suboda había deseado amarlo. Habíaresistido la necesidad de descansardurante el resto del día, y ahoracomprendía que ése era el motivo por elque había estado tan antipática con él.Antes de que él saliera de su vestidor,

ella había reconocido por fin que quizáconsiguieran salvar su matrimonio.Luego, pese al horror de su aborto…

Había deseado amarlo.Ahora sólo podía odiarlo con

renovada pasión. Era un hombre carentede sentimientos. ¿Cómo podía ser tandespiadado?

Alguien llamó con los nudillos a lapuerta, de una forma que ella reconoció.Él nunca entraba en su habitación sinllamar. Al menos debía reconocerle esedetalle.

—Pasa —dijo ella.Él se inclinó ante ella, su rostro frío

e impasible.

—¿Cómo os sentís hoy? —preguntó.—Bien, gracias —respondió ella.—El médico opina que estáis fuera

de peligro —dijo él—. Tenéis mejoraspecto. Debo haceros una pregunta,señora.

Hacía una semana que él no lallamaba por su nombre.

Ella arqueó las cejas, sorprendida.—Hace una semana —dijo él—, me

dijisteis que lamentabais haberme vueltoa ver. En esos momentos quizá noestabais en vuestros cabales. ¿Seguíspensando lo mismo que entonces?¿Seguís lamentándolo?

Kenneth. ¿Era posible que la vida

les hubiera conducido hasta estemomento? ¿Por qué había regresado él aDunbarton? ¿Por qué? Unas preguntassin sentido, unos pensamientos sinsentido.

—Sí —respondió ella.Él hizo otra reverencia, más

elegante, más ceremoniosa que laúltima.

—Entonces os concederé lo quedeseáis, señora —dijo—. Partiré paraLondres mañana temprano. No osmolestaré antes de marcharme. Si menecesitáis, mi administrador sabrádónde localizarme en todo momento.Adiós.

Era un momento irreal. Ella se habíacasado hacía una semana. Había estadoencinta de más de tres meses. Ahorahabía perdido el niño y no tenía unmarido. Pero estaba atrapada parasiempre en un matrimonio desdichado.

—Adiós, milord —respondió ella.Se quedó mirando la puerta largo

rato después de que él la cerrara a suespalda.

Capítulo 16

Yo prefiero Brighton —dijo lordPelham—. El príncipe Jorge y toda laflor y nata estarán allí. No puedo pormenos de recordar que el año pasadopor esta época nos disponíamos aafrontar la Batalla de Waterloo. Haymucha vida que celebrar en un mundoque por fin está en paz. Y yo mepropongo celebrarlo.

—Quizá regrese a casa —dijo elseñor Gascoigne—. Mi padre estáenfermo, y llega un momento en que…

Se encogió de hombros.

Paseaban a caballo por Hyde Park aprimeras horas de una mañana deúltimos de mayo. Charlaban de lo queharían cuando terminara la temporadasocial.

—¿Y tú, Ken? —preguntó lordPelham.

—¿Yo? —Kenneth se rió—. Losiento, estaba distraído. Mejor dicho,admiraba los tobillos de esa doncellaque pasea a unos perros. No, no puedesir a saludarlos o a aterrorizarlos,Nelson. No me mires con esa cara depena. ¿Que qué haré? Seguir a la flor ynata a Brighton con Eden, supongo. O talvez ir a París. Sí, me apetece ir a París,

o a Viena o a Roma. Incluso aNorteamérica. El mundo es paradisfrutarlo y, desgraciadamente, no haytiempo para disfrutar de todo cuantoofrece siquiera en una vida.

—¿No piensas regresar a casa? —inquirió el señor Gascoigne.

—¿A casa? —Kenneth se rió denuevo—. Ni mucho menos, Nat. Haycosas más agradables que hacer queencerrarme en Cornualles. Como, porejemplo, cortejar a la atractiva señoritaWilcox. ¿Sabíais que cuando bailóconmigo el último baile en casa de losPickard anoche rompió su promesa dehacerlo con el hijo mayor de Pickard?

Durante un momento creí que éste iba aarrojarme el guante a la cara. La jovenpasará el verano en Brighton, lo cual esun excelente motivo para no ir a París,¿no creéis? Claro que podría aplazar miviaje a París hasta el otoño.

—Esa mujer es una coquetaimpenitente —comentó lord Pelham—, yde dudosa reputación, Ken.

—De lo contrario no me perseguiría,¿verdad? —replicó su amigo—. ¿Estásceloso, Eden?

—Supuse que querrías estar enInglaterra durante el otoño, Ken —dijoel señor Gascoigne—. Lady Hav…

—Estabas equivocado.

Kenneth espoleó a su caballo paraponerlo al trote y contempló el césped ylos árboles, el puñado de jinetes quepaseaban también a caballo por elparque y los pocos viandantes. Nelsoncorría alegremente junto a él. Lo estabapasando estupendamente. Londresofrecía más diversiones que horas teníael día. Había numerosos caballeros conquienes conversar, numerosas damascon quienes flirtear y apenas teníatiempo para pensar o sentirsemelancólico. Los ratos que estaba solo,por lo general era tan tarde por la nocheo tan temprano por la mañana que caíainmediatamente rendido de sueño.

Su madre llevaba unas semanas en laciudad, al igual que Helen y Ainsleigh.Él les había informado de sumatrimonio, pero no les había explicadonada sobre el acontecimiento ni el hechode que vivía separado de su esposa. Noles había enviado las cartas que leshabía escrito el día de su boda. A suspreguntas de asombro e indignación sehabía limitado a responder que no teníamás que añadir, pero que si se lesocurría decir algo ofensivo sobre laflamante condesa de Haverford, lesaconsejaba que se abstuvieran dehacerlo en su presencia.

A Nat y a Eden simplemente les

había participado su matrimonio. Puestoque eran sus mejores amigos, al parecerhabían comprendido instintivamente queno quería decir nada más sobre el tema ylo habían evitado…, o casi. Como esnatural, de vez en cuando le hacíanalguna pregunta, como había ocurridohacía unos minutos.

No sabía lo que haría durante elverano, pensó Kenneth. Pero debíadecidirse pronto. La temporadaterminaría dentro de un mes y la altasociedad abandonaría Londres. Podíaviajar por el mundo entero y disfrutar dela experiencia, una idea que le agradó.Sólo había un lugar en la Tierra al que

no podía ir, pero era un lugar apartado,dejado de la mano de Dios, que nopodía suscitar el interés de nadie másallá de unos momentos de admiraciónpor la belleza de sus parajes.

Era un lugar en el que no dejaba depensar de día y de noche.

Ella se había restablecido, según lehabía informado Watkins. No le habíaescrito personalmente. Pero él tampocole había escrito a ella.

Hace una semana me dijisteis quelamentabais haberme vuelto a ver.¿Seguís lamentándolo?

Sí.Eden y Nat se reían de algo.

—Cuesta imaginar a Rex montandoun cuarto para los niños —comentó elseñor Gascoigne—. Pero parecía muysatisfecho de sí mismo cuando nosexplicó que Brighton no era el lugaridóneo para la salud de lady Rawleigh yque había decidido llevarla a casa afines de junio. El significado de suspalabras no podía estar más claro.

—Corremos el peligro deconvertirnos en unos padres de familiavulgares y corrientes, Nat —dijo lordPelham—. Dos de cuatro. ¿Tendremosque luchar solos para preservar lalibertad de la que todos gozábamos hacemenos de un año? ¿Mientras los otros

dos hacen que aumente la población yconsiguen algo tan aburrido y respetablecomo asegurar su descendencia?

—¿Entonces has decidido que losdos serán varones? —preguntó el señorGascoigne—. Ken, ¿qué…?

Pero Kenneth espoleó a su monturapara que se lanzara a galope y se alejó.

Más tarde, ese día, todo salió por fina relucir. El señor Gascoigne y el condede Haverford habían compartido uncarruaje para dirigirse a un baile —suamigo había acompañado a una tía y auna prima en su propio coche—, y deregreso a casa decidieron que esa nocheno irían en pos de más diversiones. Pero

el señor Gascoigne había aceptado lainvitación de entrar en la casa del condede Haverford en Grosvenor Square parabeber una copa antes de regresar a casaandando.

—La señorita Wilcox está empeñadaen atraparte —dijo, sentándose con unacopa en la mano—. Bailó tres bailescontigo. ¿Me equivoco o te pidió ella eltercero?

—¿Qué puedo hacer si soyirresistible? —preguntó Kennethsonriendo.

—Quiere acostarse contigo —dijo elseñor Gascoigne—. Es del dominiopúblico que no serías el primero, Ken.

Pero conviene que tengas presente quepor ligera de cascos que sea, pertenecea la alta sociedad y podrías verte en unaprieto.

—Sí, mamá.Kenneth alzó su copa al tiempo que

arqueaba una ceja.—No sería prudente —dijo el señor

Gascoigne.—No puede atraparme para que me

case con ella —contestó Kenneth.Su amigo se repantigó en su butaca y

le observó con aire pensativo.—Esto es muy duro de aceptar, Ken

—dijo—. Durante los dos últimos meseshas sido el tipo más divertido de la

ciudad. Has conseguido que Ede y yoparezcamos y nos sintamos como un parde tías solteronas en comparacióncontigo. Te has comportado como unbarril de pólvora esperando a que salteuna chispa para estallar en mil pedazos.Estamos preocupados por ti, lo mismoque Rex. Dice que es imposible que unmatrimonio imprevisto y complicadofuncione si no tienes a tu esposa a tulado. Supongo que habla porexperiencia.

—Rex debería ocuparse de suspropios asuntos —replicó Kenneth—.Al igual que tú y Eden.

—¿Acaso es una mujer tan…

insoportable? —preguntó el señorGascoigne.

Kenneth se inclinó hacia delante ydepositó bruscamente su copa en lamesa junto a él.

—Déjalo estar, Nat —dijo—. Noquiero hablar de mi mujer.

Su amigo movió un poco su copa debrandy y fijó la vista en ella.

—¿Estás dispuesto a dejar que tuhijo o tu hija crezca sin apenas tenertrato con él o ella? —preguntó.

Kenneth se reclinó de nuevo en labutaca y suspiró lentamente.

—Siempre fuiste… bastante alocado—dijo el señor Gascoigne—. Todos lo

éramos. Pero nunca irresponsables.Siempre he creído que éramosbásicamente unos hombres decentes yque cuando llegara el momento de sentarcabeza…

Alzó la vista de su copa y se detuvo,estupefacto.

Kenneth agarraba los brazos de subutaca con fuerza.

Tenía los ojos cerrados.—No habrá un hijo, Nat —dijo—.

Lo perdimos la noche de nuestra boda.¿Por qué había dicho «lo

perdimos»? Era ella quien lo habíaperdido. Y no había sido realmente unniño. Moira estaba sólo de poco más de

tres meses. Pero de pronto él se diocuenta de algo, algo que explicaba elestupor y el silencio de Nat. Estaballorando.

Se levantó rápidamente y seencaminó trastabillando hacia la ventanapara situarse junto a ella de espaldas ala habitación.

—Ken —dijo el señor Gascoigne alcabo de un rato—, debiste contárnoslo,viejo amigo. Habríamos tratado deconsolarte.

—¿Por qué habríais de consolarme?—preguntó—. La criatura fue concebidadurante el encuentro de una noche conuna mujer por la que no siento simpatía

alguna. Ignoraba la existencia de esacriatura hasta una semana antes de miboda. Ella sufrió un aborto la mismanoche de mi boda. No necesito consuelo.

—No te había visto llorar nuncahasta esta noche —observó el señorGascoigne.

—Y no volverás a verme llorar,puedo asegurártelo. —Kenneth se sentíaprofundamente abochornado—. Malditasea. Maldita sea, Nat, ¿es que no tienesla decencia de marcharte?

Se produjo un largo silencio.—Recuerdo el día —dijo por fin el

señor Gascoigne— en que el médicotuvo que sacarme un proyectil con el

bisturí y temí que fuera a desmayarme oa ponerme en ridículo antes de que meextrajera la bala. Te insulté, te imploréque te fueras, que regresaras alregimiento. Tú te quedaste de pie junto ala camilla durante todo el rato. Mástarde también te insulté. Nunca te hedicho lo mucho que significó para mítenerte a mi lado en esos momentos. Losamigos están para compartir el dolor, nosólo el placer, Ken. Háblame de ella.

¿Qué podía decirle sobre MoiraHayes, sobre Moira Woodfall, condesade Haverford? Apenas se había fijadoen ella durante su infancia cuando solíaacompañar a Sean y se entretenía sola

mientras los dos chicos jugaban y sepeleaban. Era una niña delgaducha,morena, no especialmente bonita niinteresante. Era simplemente una chica,nada más. Pero había experimentado unanotable transformación cuando él volvióa verla tras pasar varios años en uninternado. Moira, alta, esbelta, hermosa,prohibida para él debido a la disputaentre sus familias y porque pertenecía ala pequeña aristocracia. Por lo que él nohabía podido resistirse a su atracción.

Había concertado encuentros conella tan a menudo como le resultóposible, aunque no lo suficiente. Habíaconversado con ella, había reído con

ella, la había amado, aunque la relaciónfísica entre ambos nunca había pasadode hacer manitas y unos pocos besoscastos. Él le había declarado su amor.Ella, quizá más consciente de loimposible de su relación, siempre sehabía limitado a sonreír en respuesta. Elhecho de no saber lo que ella sentía porél le sacaba de quicio. Había decididodesafiar a su padre y al de ella y en casonecesario al mundo entero con tal decasarse con ella. Pensaba que le seríaimposible vivir sin ella.

—Pero ¿ganó tu padre? —preguntóel señor Gascoigne—. ¿Y el de ella?¿Por eso compraste tu nombramiento

militar, Ken?Su amistad con Sean Hayes se había

deteriorado durante los años de lajuventud de ambos hasta que sólo quedóentre ellos una enemistad. Él podríahaber disculpado, aunque no justificado,la vida disipada de Sean a pesar de quesus deudas de juego debieron decostarle una fortuna a su padre y susrelaciones licenciosas le hicieronenfermar de sífilis. Pero era más difícil—imposible— disculpar la forma enque empezó a hacer trampas a las cartasy los dados para recuperar algunas desus pérdidas y a fingir para obtener elfavor de cualquier mujer que le atrajera

antes de que ésta se lo concedieralibremente. Kenneth habría podidodisculpar algún que otro devaneo con elcontrabando, el cual había dejado de serun negocio lucrativo en Tawmouth yárea circundante. Pero no podíadisculpar la forma en que Sean habíatratado de construir su negocioreuniendo en torno suyo a una pandillade malhechores, recurriendo al acoso, ala intimidación y a la violencia. Seanhabía sido lo bastante listo paramantener durante buena parte del tiempoel centro de sus actividades lejos de sulocalidad.

—¿Rompiste con la hermana debido

al hermano? —preguntó el señorGascoigne.

Kenneth había averiguado dos cosas:la primera, que Sean planeaba undesembarco en la cala de Tawmouth, ysegundo, que había estado coqueteandocon Helen. La misma Moira se lo habíacontado, aunque no lo había llamado un«coqueteo». Esa relación la complacía.Creía que a él también le complacería.Había pensado que quizá los cuatrojuntos podrían acabar con una disputafamiliar que había durado demasiadotiempo.

Él había decidido resolverpersonalmente el asunto. Sorprendería a

Sean cuando estuviera practicando elcontrabando y al día siguiente le daríaun ultimátum. O le denunciaba porcontrabandista o él renunciaba a surepentino interés por la fortuna deHelen. ¿Un chantaje? Por supuesto quehabría sido un chantaje, lisa yllanamente. Pero cuando apareció esanoche en el acantilado sobre la cala, sehabía encontrado con alguien que estabade guardia, alguien que le habíaapuntado al corazón con una pistola.Moira.

—Ella formaba parte de la banda,Nat —le explicó—. De esa banda dedelincuentes y matones. Iba armada con

una pistola. De haberse tratado de otrapersona que no fuera yo, sin duda habríadisparado.

—¿Estás seguro? —preguntó Nat—.Quizás ella…

—Me dijo que me fuera a casa y meolvidara de lo que había visto —dijoKenneth—, o me mataría. O haría queme mataran.

Él se había ido a casa y habíacontado a su padre que Sean se dedicabaal contrabando y sus escarceos secretoscon Helen. Esto último había resultadoser mucho más serio de lo que él habíaimaginado. La pareja planeaba fugarse.Al parecer, Sean había supuesto que el

conde de Haverford, el padre de Helen,jamás consentiría la boda, pero quizásentregara a su hija su dote con tal deevitar el escándalo. El conde habíaobrado con cautela. Había dado a Seanla oportunidad de elegir entre serjuzgado por contrabandista o alistarse enel ejército. Sean había elegido alistarse,aunque sir Basil Hayes había suavizadosu suerte adquiriendo para él unnombramiento militar en un regimientode infantería. El joven había muerto enla Batalla de Tolosa.

—Y yo compré mi nombramiento —dijo Kenneth—. No podía perdonar aMoira, ni ella a mí. No era la mujer que

yo había creído que era. Juré que noregresaría jamás a Dunbarton. Peroregresé. Y ahora es mi esposa.

—Traicionaste su confianza —dijoel señor Gascoigne—. Y ella queríaproteger a su hermano, incluso contra ti.Un mal asunto.

—Era un delincuente —contestóKenneth—. No era el tipo de hombre alque una mujer debería proteger, a menosque fuera tan despiadada y perversacomo él.

—Era su hermano, Ken —observó elseñor Gascoigne—. ¿Aún la amas?

Kenneth soltó una carcajada.—Suponía que la respuesta a esa

pregunta habría sido más que obviadurante los dos últimos meses —respondió.

—Cierto —dijo el señor Gascoigne—. Durante la última media hora hanquedado claras muchas cosas. Duranteestos dos últimos meses era más queobvio, según nos hizo comprender Rex,que seguías enamorado de ella.

—¿El hecho de dejarla una semanadespués de casarnos, de haber decididono regresar jamás a casa indica que aúnla amo? —preguntó Ken, volviéndosedesde la ventana y mirando a su amigocon gesto interrogante.

El señor Gascoigne se levantó y

depositó su copa vacía en la mesa.—Es hora de que me vaya a casa —

dijo—. Nos pareció impropio de tiabandonar a una esposa por la quesientes mera indiferencia. Y ya sabes loque dicen sobre el amor y el odio. ¿Mepermites sugerir que un hombre no lloraporque su esposa sufra un aborto a lospocos meses de quedarse encinta amenos que experimente unossentimientos muy profundos por ella?¿Odio o amor?

—Me sentía responsable —respondió Kenneth—. Sufrió mucho,Nat. Me dijo que lamentaba habermevuelto a ver. Atribuí su rencor a que

hacía pocas horas que había tenido elaborto. Le di una semana. Cuando volvía preguntárselo, me repitió lo mismo. Demodo que si imagináis que heabandonado cruelmente a una esposaque llora mi ausencia, estáis muyequivocados.

—Ella te dijo eso una semanadespués de sufrir el aborto —observó elseñor Gascoigne—. Una semana, Ken.¿Y tú la creíste?

—¿Desde cuándo eres una autoridaden materia de mujeres? —preguntóKenneth.

—Desde que tengo cinco hermanas yuna prima que vive con nosotros —

respondió el señor Gascoigne—. Nuncadicen lo que sienten realmente cuandoestán alteradas, Ken. En este sentido soncomo los hombres. Me voy. Hice bienen negar mi dolor después de que elmédico me extrajera la bala y maldecirtepor haberme ofrecido palabras deconsuelo y láudano, pues me recobrémás rápidamente. Pero no estoyconvencido de que tú te recuperes siniegas tu dolor. Y tras estas sabiaspalabras, me voy. ¿Nos veremos enWhite’s por la mañana?

Kenneth se fue a la cama después dedespedirse de su amigo. Pero al cabo deuna hora, cuando amaneció, seguía

despierto con la vista fija en el techo. Seentretuvo un rato imaginando a NatGascoigne atado de pies y manos ysometido a toda suerte de exquisitastorturas. Pero dado que era imposibledeleitarse con el sufrimiento de unamigo, se levantó de la cama, se pusouna bata y bajó a la biblioteca paraescribir una carta.

La depositó en una bandeja en elrecibidor para ser enviada con el correode la mañana antes de volver a lacama…, y conciliar el sueño.

En efecto, Moira había recobrado su

salud y al parecer renovadas energías.Aunque Penwith no era una granmansión y era su madre quien seocupaba de su intendencia, Moira seimpuso la abrumadora tarea de aprendera ser la dueña y señora de Dunbartonpese a las referencias negativas que elama de llaves le hacía a veces sobre laforma en que la condesa de Haverfordhacía las cosas. Moira ya habíarecordado a la señora Whiteman —y así misma— que ahora la condesa deHaverford era ella.

Pasaba mucho tiempo al aire libre,consultando con el jardinero, sugiriendocambios en el patio y en el parque. Al

poco tiempo la fuente del patio, quedurante años había sido un mero objetoornamental, empezó de nuevo a manaragua, y los céspedes que la rodeabanostentaban coloridos macizos de flores.

Visitaba o recibía visitas casi adiario, negándose a ocultarse por temora lo que pudieran decir de ella susamistades y vecinos. Ignoraba lo quepudieran pensar sobre la ruptura de sucompromiso con sir Edwin Baillie,sobre su precipitada boda, sobre suenfermedad, sobre el hecho de que ahoraviviera sola. No daba explicaciones ytodas sus amistades —incluida Harriet— eran demasiado educadas para

preguntárselo. Pero, por supuesto, laaceptaban. A fin de cuentas, en su vidatodo era respetable e incluso más querespetable. Pronto averiguó que ladiferencia entre ser la señorita Hayes yser la condesa de Haverford era como ladiferencia entre la noche y el día. Todosse afanaban en buscar su compañía, aligual que sus invitaciones.

Daba largos paseos, por lo generalsola. A pesar de lo grande que era elparque de Dunbarton, no lo era tantocomo para que le cansara recorrerlo.Caminaba por los acantilados, por laplaya, por las cimas de las colinas, porel valle. Observaba cómo transcurría la

primavera y empezaba a sustituirla elverano.

Se convenció de que era muyafortunada. Se había salvado de unmatrimonio de conveniencia que leresultaba detestable. Se había salvadode la alternativa de la pobreza. Teníauna casa tan magnífica como cualquiermansión en Inglaterra, y suficientedinero para gastos menores como parapoder adquirir todo cuanto necesitara.De hecho, cuando encargó ropas nuevasdespués de recobrar la salud, supusoque le enviarían la factura, pero cuandopor fin preguntó al señor Watkins alrespecto, éste la miró sorprendido y le

aseguró que su señoría ya se habíaocupado de ello. Tenía su futuroasegurado, al igual que su madre.Cuando sir Edwin decidiera que sumadre debía abandonar Penwith, iría avivir a Dunbarton.

Era mucho más de lo que podíahaber soñado hacía unos pocos meses. Ynada la inducía a temer que la gratarutina de su vida cotidiana pudiera versealterada. Él se había marchado parasiempre. No regresaría jamás. Ella sealegraba de que todo hubiera terminado.Incluso se consolaba del aborto quehabía sufrido pensando que ahora él nisiquiera regresaría a casa debido al

nacimiento de su hijo. Se sentía más agusto sola. Realmente no deseaba volvera verlo jamás.

Por consiguiente, quizá fue un tantoextraño que reaccionara como lo hizouna mañana cuando, al regresar de unpaseo matutino por los acantilados, elmayordomo le entregó el correo y alexaminarlo de pie en el recibidor, sedetuviera al ver una carta, palideciera yse tambaleara un poco, tras lo cual subióla escalera apresuradamente, entró en susaloncito privado y apoyó la espaldacontra la puerta, con los ojos cerrados,como si pretendiera mantener a unejército a raya.

Supuso que era una cartainteresándose por su salud. O pararegañarla por haber gastado demasiadodinero con la modista. O censurarla porel gasto innecesario de mandar repararla fuente y plantar los macizos de flores.O bien… Abrió los ojos y miró la carta.Observó que la mano le temblaba. ¿Porqué? ¿Qué la había inducido areaccionar de esta forma ante una cartade él?

Se sentó en la chaise longue y laabrió. Vio que era muy breve. Entoncessería una simple carta de negocios. ¿Quéhabía imaginado? ¿Una carta personal?Al final de la misma firmaba

simplemente Haverford.«Señora —había escrito—, me

complacería que dos días después derecibir esa carta partáis para Londres.Mi administrador se encargará de todoslos detalles. Cuando lleguéis podréisdisfrutar aún de las últimas semanas dela temporada social. Vuestro servidor,Haverford.»

Ella la miró durante largo rato. Él lepedía que fuera a Londres. Mecomplacería… Vuestro humildeservidor… Eran unas cortesías sinsentido. Era una petición imperiosa, unaorden. Pero ¿por qué? ¿Por qué lecomplacería? ¿Qué le importaba que

ella gozara de unas semanas de latemporada social? ¿Por qué queríavolver a verla?

No iría. Le escribiría una carta nomenos breve y sucinta informándole deque a ella no le complacía viajar a lacapital y que su temporada social no leinteresaba lo más mínimo.

Podía ir a Londres. En ciertaocasión, cuando tenía dieciséis años,había ido a Bath. No había estado enningún otro lugar en toda su vida. Podíair a Londres durante la temporadasocial. Habría bailes, reuniones,conciertos, teatro, Vauxhall Gardens yHyde Park. Había oído hablar de todas

esas cosas, había soñado con ellas, peronunca había pensado que las vería oexperimentaría personalmente.

Podía partir… pasado mañana.Volvería a verlo a él. Sintió un dolor

tan intenso en la parte baja de suabdomen que agachó la cabeza y alzó lacarta hacia su rostro. Era como sivolviera a verlo. Volvía a verlo en suimaginación.

Podía castigarse de nuevo y alterarde nuevo la paz de su existencia.

Volvió a incorporarse y fijó la vistaen el infinito. Él le pedía que fuera.Había dado al señor Watkins órdenes.Ella había jurado obedecerle. Muy bien,

le obedecería.Iría a Londres.Volvería a verlo.

Capítulo 17

Desde hacía más de una semana,Kenneth había hecho unos cálculosmentales, siempre con idénticosresultados. Si su mensajero habíatardado el menor tiempo posible endirigirse a caballo a Dunbarton, y siWatkins había podido hacer los trámitesnecesarios en los dos días que le habíadado, y si su coche tardara el menortiempo posible en llegar a Londres, ellallegaría, como muy pronto, mañana.Probablemente llegaría pasado mañanao quizás al otro día, especialmente si la

lluvia dificultaba el viaje. Trataría de nopensar en que llegaría mañana.

Lo más prudente era no esperar queviniera. Había tardado una hora enredactar una y otra vez su breve misiva.Había evitado ordenarle que viniera,informándole simplemente que lecomplacería que lo hiciera. Tratándosede Moira, una orden tendría menosefecto que una petición. Si no deseabavenir, o si quería desafiarle a toda costa,simplemente se abstendría de venir.

Y entonces, ¿qué haría él? ¿Ir abuscarla? Sabía que no lo haría. Si ellase negaba a venir, él zanjaría la cuestiónde inmediato, se olvidaría de Dunbarton,

olvidaría que era un hombre casado.Viajaría por todo el mundo. Quizátomaría una amante y la llevaría con él.Procuraría rehacer su vida de algunaforma. No se lamentaría por una esposaque no le amaba. En cuanto a tener unhijo y heredero, ¡al cuerno con ello!

Como muy pronto, ella llegaríamañana.

Él sabía que si se quedaba en casase sentiría como un oso enjaulado. Demodo que asistió a una recepción al airelibre en Richmond y pasó una agradabletarde alternando con otros invitados,paseando con lady Rawleigh,conversando con la señorita Wishart y

su flamante prometido, un simpáticojoven del que saltaba a la vista queestaba muy enamorada, disputando unapartida de croquet con la señoraHerrington, una descocada viuda que lasemana pasada le había dicho quebuscaba un nuevo amante y le gustabanlos hombres altos y rubios, y evitando ala señorita Wilcox.

Más tarde fue a White’s a cenar conun grupo de amigos entre los que sehallaban Nat y Eden. Decidió no asistiral teatro más tarde ni a la reunión encasa de la señora Sommerton. Quizá sepasaría luego por Almack’s, según dijoa unos amigos que se iban a la ópera.

—Pareces un oso enjaulado, Ken —observó lord Pelham.

Kenneth sonrió y dejó detamborilear con los dedos sobre elmantel.

—Supongo —dijo lord Pelham—que estás pensando en si debes aceptar ono la propuesta de la viuda. Me lo contótodo ella misma, cuando pensó que yoiba a hacerle una proposición.

—¿Y estaba en lo cierto, Ede? —preguntó el señor Gascoigne, riendo—.¿Ibas a hacerle una proposición?

—Acabas de instalar cómodamentea tu pequeña bailarina —terció Kenneth.

Lord Pelham sonrió satisfecho.

—La cual demuestra tanta energía enel escenario como fuera de él —comentó éste—. Simplemente me mostrégalante con la señora Herrington.

—Ya —dijo el señor Gascoigne.—Debe de ser una mujer fascinante,

Ken —observó lord Pelham—. Me dijoque los hombres rubios la vuelven loca.Ése fue el término que empleó, sobretodo si también son altos, poseen unempaque militar y tienen los ojos fríos yplateados. Lo juro por Dios.

Alzó la mano derecha mientras susdos amigos prorrumpieron encarcajadas, a las que él se unió.

—En estos momentos no busco una

amante —dijo Kenneth, levantándose—.¿Queréis venir a tomar una copa aHaverford House? ¿Os apetece que nospasemos más tarde por Almack’s?

—Más vale que no lleguemos unsegundo pasadas las once —dijo elseñor Gascoigne—, o las ferocescomadres no nos dejarán entrar, aunquete coloquemos a ti delante, Ken, paraencandilarlas con tu pelo rubio, tuempaque militar y tus fríos ojosplateados.

Todos rompieron de nuevo a reírcuando abandonaron el comedor.

Seguían riéndose cuando llegaron aHaverford House en Grosvenor Square.

Recreaban la Batalla de Waterloo,evitando el baño de sangre en que habíadegenerado organizando un combatecuerpo a cuerpo entre un paladín francésy un paladín inglés que aniquilaría a suenemigo con su atractivo pelo rubio, suempaque militar y sus ojos plateados,fríos como el hielo y penetrantes comopuntas de lanza. La capacidad de reírsey de centrarse en lo absurdo les habíaresultado muy útil durante los años enque la vida les había ofrecido escasosmomentos divertidos.

—Haz que nos suban oporto ybrandy al cuarto de estar —ordenóKenneth a su mayordomo.

—Sí, milord —respondió éste—.Milord…

—Podríamos haber enviado a Edecontigo como tu escudero —dijo elseñor Gascoigne—. Sus ojos azules hanhecho estragos entre ciertas personasque han tenido la mala fortuna de fijar lavista en ellos.

—Si hubiéramos podido convenceral viejo Bonaparte de que enviara a unamujer como paladín… —comentó lordPelham suspirando.

—Probablemente habría resultadoque ésta prefería a los amantes morenosy latinos —dijo Kenneth—, con el pelonegro y grasoso y mostachos rizados y

engominados.Todos reían a mandíbula batiente

cuando Kenneth les condujo al cuarto deestar y abrió la puerta.

Se detuvo en seco nada más entrar.Una mujer se levantó de una butaca juntoa la chimenea, una mujer alta, elegante ycon una figura curvilínea. Lucía unelegante vestido azul pálido, sencillodentro de su elegancia. Llevaba el pelo,oscuro y lustroso, peinado en suavesrizos alrededor de su rostro y recogidoen un moño alto. Su rostro largo yovalado se asemejaba de nuevo al deuna virgen renacentista. Tenía lasmejillas sonrosadas y sus ojos emanaban

una luz especial. Ofrecía un aspectorebosante de salud. Estaba muy guapa.

Él era consciente del silencio que sehabía hecho en la habitación y seapresuró a avanzar unos pasos antes dedetenerse e inclinarse ante ella. Ellahizo una reverencia sin apartar sus ojososcuros de los suyos.

—Señora —dijo él—, celebro quehayáis llegado puntualmente. ¿Estáisbien?

—Perfectamente. Gracias, milord —respondió ella.

—Confío en que hayáis tenido unviaje cómodo y no excesivamentefatigoso —dijo él.

—Ha sido muy agradable, gracias—dijo ella.

Él se sentía tan impresionado queapenas podía articular palabra. Leparecía irreal que ella estuviera aquí,que Moira estuviera en Londres. Habíavenido. No le había desafiado. Kennethavanzó otros dos pasos.

—¿Me permitís el honor depresentaros a mis amigos? —preguntó—. El señor Gascoigne y lord Pelham.—Se volvió y les señaló, observandolas miradas corteses y curiosas deambos—. Caballeros, la condesa deHaverford.

—Señor Gascoigne. Lord Pelham —

dijo ella haciendo una reverencia.—Milady.—Señora.Ambos se inclinaron ante ella.Todo resultaba frío y

embarazosamente formal.—Pero ahora caigo en que ya os

conocíais —dijo él.Nat fue el primero en reconocerla.—Cuando nos alojamos unos días en

Dunbarton —dijo—. Una nochetocasteis el piano para que la gentebailara. Es un placer volver a veros,señora.

El semblante de Eden era unamáscara impasible que ocultaba, como

sospechaba Kenneth, una profundaturbación.

—Demostrasteis un gran talento parael piano, señora —dijo.

Ella sonrió.—Por favor, volved a sentaros,

querida —dijo Kenneth, maldiciéndosepor haber utilizado un término afectuosoque sonaba muy artificial—. He pedidoque nos suban una botella de oporto.¿Queréis que pida que suban también labandeja del té?

—Sí, por favor.Ella se sentó en la butaca de la que

se había levantado al entrar ellos ysonrió a los invitados de Kenneth

mientras él tiraba de la campanilla y sesituaba luego junto a su butaca.

—Mi esposa ha venido deCornualles para gozar de las últimassemanas de la temporada social —lesexplicó. Habría sido más sencillohaberles informado de que esperaba sullegada. Pero había temido quedar comoun débil ante sus amigos si ella senegaba a venir.

—Comprobaréis que la ciudad estámás atestada de gente que de costumbre,señora —dijo lord Pelham—, debido ala afluencia de ex oficiales comonosotros.

—Es la primera vez que vengo a

Londres, milord —respondió ella—. Nohe salido nunca de Cornualles salvo unavez, de niña, en que fui a Bath.

Kenneth la miró asombrado. Eso nolo sabía. Había supuesto que Hayes lahabía traído a la capital al menos en unaocasión para que gozara de la temporadasocial.

—Entonces preparaos para dejarossorprender y maravillar, señora —dijoel señor Gascoigne—. Estar en laciudad durante la temporada social esuna experiencia que nadie deberíaperderse.

—Estoy impaciente por conocer laciudad, señor —respondió ella,

sonriendo—. ¿Conocisteis a mi esposoen el ejército?

De pronto Kenneth cayó en la cuentaque sólo la había visto mostrarsesumamente incómoda en compañía de sirEdwin Baillie, y furiosa, desafiante yhostil hacia él antes y después de lafatídica noche que habían pasado juntos.Ahora, de pie junto a su butaca, tuvo laimpresión de que de alguna forma eracomo si la viera por primera vez. Semostraba afable y encantadora,interesada e interesante. Observófascinado cómo sus amigos se relajabany caían bajo el hechizo de ella durantemedia hora hasta que Nat, seguido de

inmediato por Eden, se levantó, sedespidió con una reverencia y semarchó.

—No es necesario que nosacompañes a la puerta, Ken —dijo lordPelham, alzando una mano cuandoKenneth hizo ademán de salir con ellosde la habitación—. ¿Lady Haverford?Ha sido un honor y un placer conoceros,señora.

Cuando se fueron, Kenneth se quedómirando la puerta cerrada unosmomentos, en silencio.

—Bien, señora —dijo por fin,volviéndose hacia ella, que estaba depie junto a la chimenea.

Su rostro había perdido en parte suluz y su calor, pero seguía teniendo lasmejillas arreboladas. Él apenas dabacrédito al cambio que habíaexperimentado ella, en sentido positivo,en dos meses. No mostraba señal algunade haber llorado su ausencia. ¡Qué ideatan ridícula!

—Bien, milord —dijo ella en vozbaja sentándose de nuevo. Él observóque su espalda no rozaba siquiera elrespaldo de la butaca, pero mostrabauna postura elegante y natural.

Él se acercó a la chimenea vacía yapoyó una mano en la repisa y un pie enel hogar, contemplando los carbones sin

encender. Se sentía turbado de hallarse asolas con ella y durante un momentomaldijo haberse precipitado en haberlepedido que viniera.

—No sabía si vendríais —dijo—.Pensé que quizás os negaríais.

—Cuando me casé vos —respondióella—, juré obedeceros, milord.

Él se volvió para mirarla unosmomentos antes de fijar de nuevo lavista en los carbones. Casi sonrió. Nocreía en su fingida humildad.

—Tenéis buen aspecto —observó.—Gracias.Ella no hizo intento alguno de llevar

el peso de la conversación, como había

hecho cuando sus amigos habían estadopresentes. No parecía complacida por elelogio que él acababa de hacerle. Seprodujo un largo silencio.

—¿Por qué habéis venido? —preguntó él—. Aparte de pensar queteníais el deber de obedecerme.

—Quería venir —respondió ella—.Deseaba conocer Londres. Deseabaverlo durante la temporada social.Deseo participar en algunas de lasdiversiones que ofrece. No sería humanasi no hubiera deseado venir.

—¿No deseabais volver a verme?—preguntó él.

Ella sonrió ligeramente pero no

respondió. Era una pregunta estúpida. Seprodujo de nuevo un silencio.

—Lo cierto —dijo él por fin—, esque estamos casados.

—Sí.—Ninguno de los dos lo deseaba —

dijo él—. Y ni siquiera tuvimos lafortuna de sentir una indiferencia mutuacuando nos vimos obligados a casarnos.Ha habido una inquina, incluso unahostilidad entre nosotros durante tantotiempo, que hasta nos costabacomportarnos con cortesía cuandoestábamos juntos.

—Sí —respondió ella.—Hace dos meses me dijisteis —

prosiguió él—, en dos ocasionesdistintas, que lamentabais habermevuelto a ver. Yo satisfice vuestrosdeseos porque eran análogos a los míos.Pero desde entonces se me ha ocurridoque en esos momentos ambospensábamos con nuestras emociones,puesto que hacía poco habíais sufrido unaborto. Pienso que ahora que nos hemosdistanciado un poco de ese penosoacontecimiento, quizá deberíamosvolver a plantearnos la decisión de vivirseparados.

—Sí —dijo ella.Parecía extraño estar hablando con

una Moira que no le llevaba la contraria.

¿Se mostraba fríamente obediente?¿Fríamente indiferente? ¿O habíareflexionado también y había llegado aunas conclusiones similares? ¿Leparecía el presente estado de su vida taninsoportable como a él le parecía elsuyo, o se había ablandado su corazón,como le había ocurrido a él la noche enque Nat había hecho que su corazón sedeshelara y le había reducido a laignominia de las lágrimas?

—Como condesa de Haverford —dijo él—. Tenéis derecho a que ospresente a los miembros de la altasociedad. Las actividades de latemporada social en Londres son muy

agradables. Imagino que durante lasúltimas semanas aumentarán tanto ennúmero como en calidad. No puedoreprocharos que hayáis venido paraparticipar en ellas, aunque no hayáisvenido por otro motivo. Confío en queme hagáis el honor de dejar que osacompañe a algunas de lascelebraciones y os presente como micondesa.

—Me parece razonable —respondióella.

—Y quizá de paso —añadió él—,podamos decidir entre los dos si esposible salvar nuestro matrimonio.

Se produjo otra larga pausa. Pero

cuando él se volvió para mirarla denuevo, ella le devolvió la mirada sinperder la compostura.

—Eso también me parece razonable—dijo ella.

—Al término de la temporada socialno os daré ninguna orden —dijo él—.Cada cual tomará la decisión que creaoportuna. Ninguno de nosotros sabemosaún si la convivencia en nuestromatrimonio puede ser tolerable. Esperoque ambos lleguemos a la mismadecisión. En caso contrario, confiemosen que al menos lleguemos a un acuerdoamistoso. Si vivir juntos siquieradurante un tiempo resulta imposible,

podréis regresar a Dunbarton y vivir allívuestra vida. Yo me dedicaré a viajarpor el mundo. Y no volveré a ordenarosque os reunáis conmigo. Aunque no os loplanteé como una orden, Moira, sinocomo una petición.

Él percibió el resentimiento quedestilaba su voz y confió en que ella nohubiera reparado en ello.

Moira esbozó una media sonrisa.—¿Acaso la petición de un esposo

no es lo mismo que una orden? —lepreguntó.

—No —contestó él secamente—.No este esposo. Y este esposo es elúnico que tenéis. No permitiré que

discutáis conmigo continuamente comohacíais en Cornualles, Moira. Quieroque me tratéis con afabilidad y cortesía.

—¿Es una orden, milord? —preguntó ella.

Él abrió y cerró la mano que teníaapoyada en la chimenea.

—Hace unos minutos convinisteis endar a nuestro matrimonio unaoportunidad —dijo—. He tratado deexplicaros que os concederé el mismoderecho que pueda tener yo en tratar desolventar el problema que tenemos.¿Aún queréis intentarlo?

—Sí —respondió ella—. Supongoque sí. Sí, estoy dispuesta a pasar estas

semanas con vos o, al menos, parte deellas. Aquí tenéis a vuestros amigos ysin duda desearéis verlos de vez encuando. Sería intolerable que pasáramosjuntos cada momento de cada día, ¿nocreéis? Pero podemos pasar juntos partedel tiempo.

Al pronunciar la palabra «día» ellale había mirado a los ojos. Era algosobre lo que él se había mostradoindeciso. Aún lo estaba, y quizá debíaguardar silencio hasta saber al menos loque quería. Pero la palabra permaneciósuspendida entre ellos, junto con elhecho de que ambos eran conscientes deque había anochecido y se encontraban

solos en esta casa, aparte de lossirvientes. Y que eran marido y mujer.

—Otra cosa —dijo él—. Lo dejo avuestra elección. ¿Deseáis mantenerrelaciones conyugales conmigo duranteestas semanas? Decidme lo que preferís.

Por primera vez, ella pareció perderla compostura. Se sonrojó, pero nomovió ni bajó la cabeza.

—Sería poco aconsejable —contestó.

—¿Poco aconsejable?Él tuvo la sensación de que la

atmósfera de la habitación se habíatornado opresiva.

—Se hace por amor —dijo ella en

voz baja—. Y entre nosotros no hayamor.

—En muchos casos no hay amor enun matrimonio —replicó él—. A vecesse hace simplemente por placer. Aveces, por otras razones.

—No habría placer —dijo ella—.Hemos convenido en averiguar durantelas dos próximas semanas si existealguna posibilidad de que podamosvivir juntos, al menos de vez en cuando.Soy consciente de que debemos tratar dehallar esa posibilidad. Sois un hombrecon dinero y propiedades y deseáis tenerun heredero de vuestra propia sangreque os suceda. Pero en este momento,

milord, entre nosotros no hay nadaexcepto la voluntad de intentarlo y unavelada hostilidad que esta noche haprovocado cierta irritación en más deuna ocasión.

Él debió de suponer que Moira semostraría brutalmente sincera. ¿Se sentíadecepcionado? No tenía reparos enreconocer que la deseaba. Y si no podíatenerla a ella, no quería a ninguna otramujer, al menos hasta que hubierantomado la decisión de no volver a vivirjuntos. Pero ¿no era preferible evitar lascomplicaciones emocionales que unarelación física comportaríainevitablemente? No estaba convencido

de que lo fuera, ni que no lo fuera.—¿Ésa es vuestra respuesta

definitiva? —preguntó—. ¿No habrá unarelación conyugal entre nosotros?

Ella se detuvo para reflexionar.—No —respondió—, no es una

respuesta definitiva. He venido para quepasemos un tiempo juntos, para quegocemos juntos de algunas de lasdiversiones que ofrece la temporadasocial, para que tomemos una decisiónsobre el futuro. De momento, esta noche,la respuesta es no.

—Entonces, ¿puedo volver apreguntároslo dentro de unos días? —inquirió él.

—Sí —respondió ella mirándole alos ojos—. Pero no puedo prometerosque mi respuesta sea distinta.

Él asintió con la cabeza y dijo:—Me parece justo.Sí, se sentía decepcionado. El hecho

de que ella era su esposa se le impusode pronto en toda su realidad. Y de queestaba aquí, en Haverford House, segurade sí, elegante y muy bella. Y que eraMoira.

—Debéis de estar cansada —dijo,mirando el reloj en la repisa de lachimenea—. Es muy tarde. ¿A qué horahabéis llegado?

—A tiempo para cenar —respondió

ella—. Salimos a primera hora de estamañana para no tener que pernoctar otranoche en carretera.

—Entonces permitid que osacompañe a vuestra habitación —dijoél, apartándose de la chimenea yavanzando unos pasos hacia la butacaque ocupaba Moira.

—Gracias.Ella se levantó y apoyó la mano en

la muñeca de él. Al verla de pie aKenneth le complació comprobar denuevo lo alta que era. Estaba cansado debailar y pasear con mujeres que no lellegaban siquiera al hombro, como porejemplo la señorita Wilcox y la señora

Herrington.Subieron la escalera y se dirigieron

por el pasillo hacia el gabinete de Moiraen silencio. Él vio un haz de luz debajode la puerta y supuso que su doncellaestaba esperándola para ayudarla aprepararse para irse a la cama.

—Mañana por la mañana me sentiréhonrado de quedarme en casa paraayudaros en lo que necesitéis —dijo—.Pero no os sintáis obligada a levantarosantes de haber descansado lo suficiente.

—Gracias —dijo ella.Él se inclinó y le besó la mano antes

de abrirle la puerta para que entrara.—Buenas noches —dijo—. Me

complace volver a veros y comprobarque os habéis restablecido.

—Buenas noches.Ella sonrió brevemente, pero no le

devolvió el cumplido. Era una reacciónmuy típica de Moira. Nunca le decíanada simplemente porque él se lohubiera dicho antes a ella. De niña él lehabía dicho, en más de una ocasión, quela amaba. Ella jamás se lo había dicho aél.

Él emitió un largo suspiro al tiempoque cerraba la puerta detrás de ella. Nosería fácil tenerla aquí, verla a diario yno poder tocarla. Pero quizás ella habíatomado la decisión acertada. Fuera lo

que fuere que no funcionaba en sumatrimonio no lo arreglaríanacostándose juntos. Puede que sólosirviera para complicar las cosas,especialmente si él la dejaba de nuevoen estado.

¡Pero pardiez que no sería fácil!

Moira se detuvo junto a la ventanade su alcoba, jugando distraídamentecon la gruesa trenza que se había echadosobre un hombre mientras contemplabala plaza. En la casa de enfrente habíaunas luces encendidas y dos carruajesjunto a la puerta. Los cocheros estaban

sentados en los estribos de los coches,sin que pudieran verlos desde el interiorde la casa, charlando y riendo. Moiraoía los sonidos. Londres era un lugarconcurrido y bullicioso, pensó.

Se preguntó si lograría conciliar elsueño pese a lo cansada que estaba.Todo le resultaba nuevo. Al entrar enLondres había tenido la sensación depenetrar en otro mundo. Y al ver denuevo a Kenneth…

No sabía si las decisiones que habíatomado durante la última semana habíansido acertadas. Pensó que sería muchomás fácil tomar decisiones si unasupiera siempre lo que convenía o no

convenía, o si al menos pudiera calcularlas consecuencias de cada decisión.¿Había hecho bien en venir a Londres?Su vida, desde que se había recobradode su indisposición, había sido apacibley provechosa. Y como él había dichohacía un rato, su carta no había sido unaorden sino una petición. Ella podíahaberse negado a venir.

¿Había hecho bien en acceder a queél la acompañara a las celebraciones dela alta sociedad durante lo que quedabade temporada? ¿Tratar de disfrutar de latemporada social con él? Pero ¿quésentido habría tenido venir si no estabadispuesta a acceder al menos en eso?

¿Había hecho bien en acceder a queambos intentaran salvar su matrimonio?¿Cómo iban a conseguirlo cuandosentían una hostilidad mutua tanprofunda? Pero ¿cómo no iban aintentarlo? Estarían casados el resto desus vidas, aunque después de pasar estassemanas juntos no volvieran a versejamás.

¿Había hecho bien en negarse amantener relaciones conyugales con él?Si querían intentar salvar su matrimonio,tendrían que comportarse como unauténtico matrimonio. Pero ¿cómo podíaceder ella? Era imposible. Si dejaba queél acudiera a su lecho no podría tomar

una decisión ecuánime sobre sumatrimonio, sobre su futuro. Eso lohabía comprendido en cuanto lo habíavisto esta noche, mucho antes de que élle formulara la pregunta.

Lo había visto entrar en lahabitación seguido de sus amigos,riendo, sin saber que ella se encontrabaallí, y ella se había sentido casiabrumada por la emoción. No lollamaría amor, pues no lo amaba. Dehecho, lo que sentía por él era todo locontrario. Tampoco lo llamaría lujuria,aunque había sentido un deseo sexualpor él muy intenso, casi aterrador. Nosabía muy bien cómo llamarlo. Pero

sabía que las experiencias que habíavivido hacía casi nueve años y las quehabía vivido hacía unos meses le habíandemostrado que era un hombre del queno podía fiarse ni respetar plenamente.No creía, aunque procuraría manteneruna actitud objetiva, que losacontecimientos de las dos próximassemanas la hicieran cambiar de opiniónsobre él de forma significativa. Perosabía, instintivamente, que si le permitíaque gozara de las intimidades que losmaridos gozan con sus esposas, comolas que habían compartido la fatídicanoche de la tormenta, quizás ello leimpidiera tomar una decisión racional.

Perdería su autoestima.Temía —la idea la aterraba— que

sería muy fácil enamorarse de Kenneth.No amarlo, sino enamorarse de él. Y sise enamoraba de él, quizá decidiera quedeseaba permanecer a su lado, por másque su parte lúcida le dijera que jamáshallaría la felicidad con él.

—Kenneth —murmuró.Se preguntó si él se había percatado

de cuánto le había deseado al verlo depie junto a la chimenea, con un pieapoyado en el hogar y una mano sobre larepisa, en una postura desenvuelta yvaronil, apuesto, elegante y un tantodistante. Seguía deseándole.

Emitió un largo suspiro.Me complace volver a veros.Sí. Y a ella, mal que le pesara, le

había complacido volver a verlo a él.

Capítulo 18

Le resulta extraño despertarsesabiendo que su esposa estaba en laciudad, en los aposentos contiguos a lossuyos. Había accedido a venir y habíaescuchado con atención lo que él lehabía dicho y se había mostrado deacuerdo con él. Había accedido a gozarcon él de las diversiones que ofrecía elresto de la temporada social. Habíaaccedido a dar a su matrimonio unperíodo de prueba, salvo en un aspecto.Bien pensado, hasta le sorprendió haberdormido a pierna suelta toda la noche.

Era absurdo que estuviera tannervioso. Nunca sabía cómo seenfrentaría a ella hoy, cómo la trataría,de qué le hablaría. Pero apenas tuvotiempo de pensar en ello. Ella se habíalevantado temprano, pese a haber hechoun viaje de muchas horas y varios días yque todo le resultara extraño. Pero éldebió suponer que mantendría el horariodel campo. Iba vestida de formaelegante y estilosa, aunque no al últimogrito. Estaba tan guapa como le habíaparecido anoche.

—¿Os gustaría visitar algunastiendas esta mañana? —le preguntósentándose junto a ella a la hora del

desayuno y esperando a que elmayordomo le sirviera lo que ella lehabía pedido—. ¿Y abonaros a labiblioteca?

—No me parece el tipo de diversiónque atraiga a un hombre —respondióella—. ¿Pensáis acompañarme, milord?

—Será un placer, señora —contestóél, jugando distraídamente con eltenedor que estaba junto a su plato.

Esta mañana le parecía una extraña,una extraña a la que deseaba complacer.Sí, será un placer, pensó él. No leapetecía dar su habitual paseo matutinocon sus amigos o pasar un par de horasen White’s leyendo los periódicos y

conversando con conocidos.Ella le sonrió. No se comportaba

como de costumbre, pensó él.Desempeñaba un papel: la amable yencantadora dama decidida a cumplircon su parte del acuerdo. Esta mañanaambos se comportaban como unoseducados extraños, pero quizá no fueramala cosa.

—En tal caso me encantaría —dijoella—. Imagino que las tiendaslondinenses harán que las de Tawmouthparezcan insignificantes.

—Me sorprende —dijo él— quevuestro padre no os trajera a la ciudaddurante la temporada social.

—La temporada social en la ciudadcuesta mucho dinero, milord —respondió ella—. Sean… —dijo yensartó un trozo de salchicha con eltenedor y se lo llevó a la boca sinterminar la frase.

Habían tenido que comprar elnombramiento militar de Sean, eluniforme, la espada y el resto delequipo. Los gastos sin duda habíanconsumido gran parte de los recursos dePenwith, ya muy mermados debido a lasdeudas de Sean. Pero él se habíapropuesto evitar toda referencia alpasado durante las semanas queestuvieran juntos. Nada podía alterar el

pasado. Por consiguiente, quizá nadapudiera salvar el futuro. Pero debíantratar de conseguirlo.

—Será un placer mostraros lastiendas, los lugares turísticos y lasdiversiones que ofrece Londres —dijo—. Desde un punto de vista egoísta, mecomplace que todo os resulte unanovedad.

—Gracias.Ella sonrió de nuevo.Quizá, pensó él más tarde mientras

paseaban por Oxford Street, erapreferible que se hubieran convertido encierta forma en unos extraños. Habíanconversado durante toda la mañana

cortésmente, aunque con cierta frialdad,sin discutir en ningún momento. Y éldisfrutaba llevándola del brazo,observando cómo los viandantes sevolvían para mirarla. Debían depreguntarse quién era esa mujer que ibaacompañada del conde de Haverford.Era evidente que no era una pelandusca,pero nadie sabía quién era exactamente,hasta que él la presentara como sucondesa. Su compañía le llenaba degozo.

Cuando Moira admiró un sombreroque vio en un escaparate, él entró conella en la sombrerería para que seprobara una docena de creaciones.

—Pero no necesito más, milord —protestó ella, volviéndose de espaldasal espejo ovalado sobre el mostradorpara que él contemplara admirado lobien que le sentaba un atractivosombrero de paja, adornado con floresen la copa y una ancha cinta azulanudada debajo de la barbilla—. Tengomuchos sombreros.

Pero él sabía que éste le gustaba ydeseaba poseerlo.

—Nos lo llevamos —dijo a lavendedora.

—Milord… —dijo Moira, pero sesonrojó y se rió y no siguió protestando.

En otra tienda él le compró unos

elegantes guantes de color paja a juegocon el sombrero. Eran carísimos, dijoella, pero le dio las gracias. Kenneth selo estaba pasando estupendamente bien.

—Ah, qué abanicos tan bonitos —comentó ella en Bond Street,deteniéndose para admirar otroescaparate—. Fijaos en las imágenesque tienen pintadas, milord. Son unasobras de arte exquisitas.

Él se detuvo junto a ella para mirarlos abanicos…, y a ella.

—¿Cuál os gusta más?—Creo que el del Cupido desnudo

que dispara su flecha a la ninfa que huye—respondió ella—. Es inútil que corra.

No logrará escapar.—Yo también querría huir de un

pastor de aspecto tan ridículo —observóél riendo. Ella mostraba un aire juvenily alegre, pensó—. A mí me gusta ése, elque muestra a una mujer sentada en unaribera cubierta de musgo mientras uncaballero se inclina sobre ella paraadmirarla. Es una escena muy romántica.

Pese a las insistentes protestas deMoira, él entró en la tienda y le compróel abanico.

—A partir de ahora no me atreveré aexpresar mi admiración por ningúnobjeto —dijo ella cuando él salió de latienda—, por temor a que me lo

compréis. No es necesario que lohagáis, milord. Me dais una asignaciónmás que generosa y tengo todo cuantopueda necesitar.

—Quizá, señora —contestó él—, meagrada compraros cosas bonitas.

Ella frunció un poco el ceño y susojos asumieron una expresiónpreocupada, pero sonrió de nuevo.

—En tal caso, gracias —dijo.Moira guardó un obstinado silencio

cuando se detuvieron ante el escaparatede una joyería, aunque él comentóadmirado la exquisitez de unas pulserasexpuestas y trató de jugar al juego queella había jugado con los abanicos. Pero

ella no le siguió.—Entremos —dijo él—, para poder

admirarlas sin la barrera de la vitrina.Las joyas deben ser contempladas sinque nada se interponga.

Ella apenas despegó los labiosdentro de la tienda. Convino con eljoyero en que las pulseras eranpreciosas, pero insistió en que no teníapreferencia por ninguna.

—Ésa —dijo Kenneth por fin,indicando la más bonita, y costosa, unadelicada pulsera con diamantesengarzados—. Envolvedla, por favor.

Moira permaneció junto almostrador mientras él pasaba al fondo

de la tienda para pagar la pulsera ytomar posesión de ella. Sería un regalode bodas, pensó, aunque tardío. Nohabía regalado nada a Moira el día de suboda salvo la alianza de oro. Ahora leregalaría la pulsera de diamantes paraque la luciera.

Ella no le devolvió la sonrisacuando él se reunió con ella en la partedelantera del establecimiento. Se volvióen silencio y salió detrás de él a lacalle. Cuando alzó la vista y le miró, élobservó en sus ojos una expresiónpreocupada.

—Debe de costar una fortuna —dijoella—. No era necesario que hicierais

esto. No tenéis que comprar… misfavores.

—Santo cielo —dijo él, agachandola cabeza para mirarla debajo del ala desu elegante sombrero de color marrón—. ¿Eso creéis que hago? Hace menosde tres meses que sois mi esposa,señora. Os he comprado esa joya porqueme complace hacerlo. Os he regaladounos diamantes porque no os habíahecho ningún regalo de bodas.

—¿Un regalo de bodas? —repitióella—. Pero ¿y si no seguimos juntos?

Él no quería pensar esta mañana enesa posibilidad.

—Eso no altera el hecho de que

hubo una boda —replicó—. Y un regaloes un regalo. La pulsera es vuestra,podéis quedaros con ella al margen delo que ocurra entre nosotros. Encualquier caso, os recordará… unaagradable mañana.

—Muy bien —dijo ella—. Gracias.Pero de alguna forma la alegría y

exuberancia de esa mañana se habíadisipado. Él había pensado en llevarla acomer un helado. Pero si lo hacía,tendrían que sentarse juntos a una mesa yconversar. ¿De qué hablarían? ¿Habíaquedado él como un idiota al comprarleesos objetos como un jovenzueloenamorado? Decidió llevarla

directamente a la biblioteca y luego acasa.

Pero al ofrecerle el brazo, se fijó enuna pareja que se había detenido junto aellos.

—¿Ken? —dijo una voz familiar, yél se volvió para saludar al vizconde deRawleigh y a lady Rawleigh—. Estamañana me he encontrado con Nat en elparque. ¿Quieres hacerme el honor depresentarnos?

Kenneth hizo las presentaciones yvio que Rex observaba a Moira concuriosidad mientras ella sonreía ydepartía con ellos con el mismo encantoque había mostrado la noche anterior.

—El señor Gascoigne dijo a miesposo que habíais llegado a la ciudad—dijo lady Rawleigh a Moira—.Habíamos pensado en ir a visitaros estatarde, ¿verdad, Rex? El señor Gascoignedijo que era vuestra primera visita aLondres.

—Venid de todos modos —respondió Moira—. Estaremosencantados de recibiros.

—Se me ocurre una idea mejor —dijo lady Rawleigh—. ¿Asistiréis estanoche al baile de lady Algerton?

Moira miró a Kenneth con expresióninterrogante.

—Desde luego —dijo él.

—En tal caso venid primero a cenara nuestra casa —dijo lady Rawleigh—.¿No te parece una idea espléndida, Rex?

—Estaré encantado de tener laoportunidad de conocer mejor a ladyHaverford, querida —respondió elvizconde sonriendo—. Y, por supuesto,de charlar contigo, Ken. Os ruego queme reservéis el segundo baile, señora —añadió sonriendo a Moira.

—Parecen muy agradables —dijoésta cuando las dos parejas sedespidieron al cabo de unos minutos—.¿Lord Rawleigh es otro de vuestrosamigos del regimiento de caballería,milord?

—Éramos cuatro amigos —contestóél—. Estábamos unidos como hermanos.¿Os gustaría ir a cenar a casa de losRawleigh?

—Sí —respondió ella—. Por eso hevenido, ¿no? Para conocer a gente,especialmente a las personas con las queos relacionáis. ¿Solía viajar ladyRawleigh con su esposo? Creo que sedice «seguir a la tropa».

—Hace poco que se han casado —leexplicó él—. De hecho, se casaron unassemanas después que nosotros.

—Ah —dijo ella—. Parecen muyenamorados.

—En efecto —respondió él—. Creo

que lo están.Entre ellos se hizo un silencio que

duró hasta que llegaron a la biblioteca,donde tuvieron una excelente excusapara no hablar en voz alta. Él no queríacontarle que la boda de Rex había sidotan repentina y tan poco deseada por suparte como la suya. Con ello sóloconseguiría que fuera tan obvio para ellacomo lo era para él, que los Rawleighhabían logrado resolver sus diferenciasy superarlas mientras que Moira y él nolo habían hecho. Al menos, todavía. Estamañana se había sentido esperanzado.Pero ahora había vuelto a interponerseentre ambos algo negativo. La maldita

pulsera. Debió pasar de largo frente a lajoyería y llevarla a comer un helado,pensó.

A Moira le habría gustado relajarsedurante la tarde, quizá dar un paseo porHyde Park. Estaba impaciente porcontemplar ese parque tan famoso. Lehabría gustado relajarse hasta quetuviera que preparase para la velada,que aguardaba con ilusión. El vizcondeRawleigh le había parecido muy amabley su esposa una mujer cordial yencantadora. Deseaba tener una amigaen Londres. A fin de cuentas, a su

esposo no le apetecería pasar todas lashoras de cada día con ella. Y a ella lehabría gustado deleitarse pensando en elbaile de esta noche, un baile al queasistiría la flor y nata de la sociedad,uno de los más sonados de la temporada.Deseaba crear unos recuerdos quellevarse a casa dentro de unas semanas,unos recuerdos agradables.

La mañana no había sido un éxito. Yreconocía que gran parte de la culpa erasuya. Durante el último año habíanvivido de forma muy frugal en Penwith.No habían podido permitirse ningunaextravagancia. El sombrero de paja queél le había comprado esta mañana le

parecía justamente eso, unaextravagancia, al igual que los guantes.Pero sabía que su esposo era muy rico, yse hallaban en Londres durante latemporada social, y ella no se habíamolestado en ocultar su deseo de poseerese sombrero. Se habría sentido más quesatisfecha con ese regalo. Habría hechoque una agradable mañana fueraperfecta.

Pero más tarde él le había compradoel abanico. Y por último la pulsera, quesin duda había costado más de lo que sumadre y ella habían gastado en un año.No quería regalos tan costosos. Queríaalgo de un valor más humano. Amistad,

tal vez, incluso afecto. Era a eso a loque había accedido, a tratar deconsolidar un sentimiento amigable entreellos que quizá les ayudara a salvar sumatrimonio. No había accedido a que éltratara de comprar sus afectos ni lehabía inducido a pensar que derrochardinero y cubrirla de regalos era unsustituto aceptable del afecto.

Pero había percibido el cambio detalante que se había producido en él alsalir de la joyería. Y se había percatadodel error que ella había cometido. Élhabía disfrutado. Le había compradoesos obsequios porque deseaba hacerlo.Y ella se lo había echado en cara. Moira

comprendió que tendría que volver aintentarlo y esforzarse más. Al fin y alcabo, no había imaginado que esto seríafácil. De modo que había confiado endar un paseo por el parque, un sencilloplacer que les permitiera hablar sin lafrialdad que ambos habían mostrado estamañana.

Pero no iba a ser una tardeplacentera ni relajada. Durante elalmuerzo su marido le comunicó que lallevaría a visitar a su hermana. Ycuando Moira sintió una opresión en elestómago ante la noticia, él añadió quesu madre se alojaba también en casa delos vizcondes de Ainsleigh.

—No —contestó ella con firmeza—.No, milord. Me niego a ir a visitarles.

A eso no había accedido. Habíaaccedido a pasar unas agradablessemanas visitando Londres yparticipando en las celebraciones de laalta sociedad. No había accedido adejarse atrapar en el programa, muchomenos grato, que él había preparado.Ella no tenía nada que decir a la madreni a la hermana de él.

—Iréis —replicó él con no menosfirmeza—. Sois mi esposa. Debopresentaros a mi madre y a mi hermana.

—Pero dentro de unas semanas yano seré vuestra esposa —protestó ella

—. Tan sólo de nombre. Y en Navidadambas expresaron con toda claridad loque pensaban de mí. No deseo tenertratos con ellas.

—En Navidad —contestó él—, noerais mi esposa, ni siquiera miprometida. Iremos a visitarlas, Moira.Es preciso observar ciertas cortesías. Yésta es una de ellas.

—De modo que es una orden —dijoella apretando los labios—. No tengomás remedio que obedecer.

Él la miró con frialdad. Había vueltoa ser el Kenneth de siempre.

—Sí, es una orden —respondió—.La cual no tendría que daros si supierais

cómo comportaros.Esa acusación la irritó.—Así que fue por esto que esta

mañana me comprasteis la pulsera dediamantes, el sombrero y el abanico —dijo ella—. Y los guantes.

—No seáis niña.—Siempre volvemos a lo mismo —

replicó ella—. Cada vez que discutimos,resulta que me comporto como una niña.Y vos, milord, sois un grosero y untirano. Fui una estúpida al venir, y unaestúpida al acceder a intentar que lascosas fueran distintas entre nosotros.Nada cambiará nunca.

—No a menos que nosotros nos los

propongamos —dijo él.—Aquí no hay un «nosotros» —dijo

ella—. Sólo vos y yo: vos dais lasórdenes y yo las obedezco.

Él empezó a tamborilear con losdedos en la mesa.

—¿Os negáis a observar las debidascortesías yendo a visitar esta tarde a mimadre? —preguntó.

Ella se levantó, obligándole a hacerlo propio, aunque aún quedaba comidaen su plato. No, no permitiría que él sesaliera con la suya. No permitiría que laacusara del fracaso de su experimentoantes de que hubiera transcurrido un día.

—Estaré dispuesta —dijo— cuando

os plazca enviar por mí, milord.Él se quedó donde estaba cuando

ella abandonó la habitación.Ella dejó que la ira siguiera

reconcomiéndola durante una hora ydurante el silencioso trayecto en cocheque emprendieron más tarde. ¿Cómo sehabía atrevido él a forzarla a visitar a sumadre, que prácticamente la habíaarrojado de Dunbarton la noche delbaile navideño, y a su hermana, que lahabía tratado con manifiesto desdén yantipatía la noche de la fiesta enTawmouth? Pero su atrevimiento notenía límites. Kenneth nunca habíasentido la menor compasión por los

demás.Ella se volvió hacia él cuando el

coche se detuvo frente a la mansiónurbana de los vizcondes de Ainsleigh.

—¿Lo saben ya? —le preguntó—.¿Saben que estamos casados?

La respuesta de él influiría de formadeterminante en la forma en que secomportaría ella.

—No les he ofrecido ningunaexplicación —respondió él—. No eranecesario. Pero si hacéis el favor decambiar de expresión, señora, quizá nosresulte más sencillo dar la impresión deque fue una boda por amor.

—¿Estábamos tan profundamente

enamorados —replicó ella— que nosseparamos al cabo de una semana yhemos vivido separados durante dosmeses? Es imposible que se lo crean.

—Pensé que mi familia no osimportaba —dijo él—. ¿Acaso osimporta lo que piensen?

—No —contestó ella.—En tal caso —dijo él—, da lo

mismo si conseguimos o no engañarles.Pero si vos me sonreís, señora, yo ossonreiré a vos.

Acto seguido le dirigió unadeslumbrante sonrisa que ponía derealce su enorme encanto.

—Pero está claro que a vos sí os

importa lo que piensen.—Si reconozco eso, Moira —dijo él

—, sólo conseguiré que me miréis congesto hosco durante la próxima hora.

—No merecéis menos —respondióella.

—Cierto —dijo él con un tono tanafable que ella se preguntó si estabandiscutiendo o bromeando.

Puede que esto fuera simplementeuna broma para él, pero para ella eramuy serio. Habría preferido hacercualquier cosa que lo que estabahaciendo en estos momentos, esto es,dejar que él la ayudara a apearse delcarruaje.

Estaba claro que la condesa viudade Haverford y la vizcondesa deAinsleigh no habían sido informadas deesta visita, aunque ambas estaban encasa y tenían visita. Se hallaban en elcuarto de estar acompañadas por dosseñoras y un caballero, aparte delvizconde de Ainsleigh. Quizá fuerapreferible, pensó Moira. Aunque losrostros de su suegra y de su cuñadadenotaban estupor cuando Kenneth y ellaentraron en la estancia después de seranunciados por el mayordomo, laeducación exigía que la trataran con lamayor cortesía. Lady Haverford inclusoinvitó a Moira a sentarse en el sofá junto

a ella y le sirvió una taza de té.—Confío en que lady Hayes esté

bien —dijo.—Sí, gracias —contestó Moira—.

Está perfectamente.—Y espero que tu viaje a la ciudad

haya sido agradable.—Sí, gracias —respondió Moira—.

Mi es… Kenneth pidió a suadministrador que me acompañaranvarios criados para mayor seguridad ehizo que reservaran las mejoreshabitaciones en las mejores posadas.Fue un viaje muy agradable einteresante. Todo representa unanovedad para mí.

—¿No habías venido nunca a laciudad? —preguntó Helen—. Todo debede parecerte muy extraño y distinto de lavida en el campo.

Moira fingió no percatarse deldesdén y la condescendencia quedenotaban sus palabras.

—Llegué anoche —respondió—.Pero las tiendas me han parecidomagníficas. Esta mañana Kenneth me hallevado a Oxford Street y a Bond Street.

—¿Asistiréis esta noche al baile delady Algerton, lady Haverford? —preguntó uno de los invitados.

—Sí —respondió Moira—, y mehace mucha ilusión.

Supuso que a estas personas debíade parecerles una aldeana, pero noquería fingir una sofisticación y uncinismo que sólo la harían parecerridícula. Sonrió.

—Sin duda Kenneth bailará elprimer baile contigo —dijo el vizcondede Ainsleigh—. ¿Me reservarás elsegundo, Moira? ¿Me permites que tetutee, dado que nos hemos convertido enhermanos?

—Encantada. —Moira esbozó unasonrisa más cálida. El vizconde le habíacaído bien desde que lo había conocidoen el baile de Dunbarton, cuando élhabía tratado de disimular la descortesía

que su esposa le había demostrado a ellay a sir Edwin Baillie—. Pero me temoque he prometido el segundo baile alvizconde de Rawleigh, señor.

—Michael —dijo él—. Entoncesresérvame el tercero, a menos que lotengas también comprometido.

—Gracias, Michael —respondióella.

Kenneth estaba de pie junto al sofá,detrás de ella. Apoyó una mano sobre suhombro y sin detenerse a pensar, Moiraalzó su mano para apoyar los dedossobre los de él. Fue un gesto que ellasabía que no había pasado inadvertido asu familia política o a sus invitados, un

gesto no estrictamente correcto, peroquizá disculpable en unos reciéncasados profundamente enamorados.Aunque no era el caso, por supuesto. Éllo había hecho para ofrecer a Moiraapoyo moral. Ella había sentido lanecesidad de aceptarlo. Pero noimportaba. Quizá, como él le habíasugerido en el coche, era más sencillohacer creer a los demás que el suyo eraun matrimonio por amor. Moira sevolvió para mirarlo, y cuando él lesonrió, ella inmediatamente le devolvióla sonrisa.

—Cuando lleguéis esta noche,espero que conduzcas a tu esposa junto a

mí, Kenneth —dijo la condesa viudacuando se disponían a marcharse al cabode un rato. La dama aceptó su brazo parabajar la escalera con ellos—. Meencargaré de presentarla a toda la gentea la que la condesa de Haverford debeconocer.

—Como gustes, mamá —respondióél inclinándose ante ella.

—Gracias, señora —dijo Moira.Su suegra la miró con gesto serio.—Es preferible que hayas sufrido un

aborto —dijo—. A una nueva condesaque carece del lustre que da la ciudad yde un nombre reconocible no leconviene añadir los chismorreos que

suscitaría un parto acaecido a los seismeses de la boda.

De modo que él le había mentido,pensó ella. Se lo había contado a sufamilia. Lo sabían todos, habían estadoal corriente del asunto mientras ellaconversaba con ellos en el cuarto deestar. Moira alzó el mentón con gestodesafiante.

—Supongo que te habrá escrito laseñora Whiteman de Dunbarton —dijoKenneth—. Debo hablar con ella sobrela falta de lealtad. Moira ha tardadomucho tiempo en recobrar la salud y eloptimismo, mamá. Pero no hallamosconsuelo por la pérdida del niño que iba

a ser nuestro hijo. Te agradecería que nomencionaras esto a nadie más.

—No se me ocurriría hacerlo —contestó ella—. De modo que habéisadquirido riqueza, una posición social yseguridad, Moira. No puedo hacer nadapara cambiar eso. Sólo confío en quesabréis estar a la altura de lascircunstancias, y ofreceros mi ayudapara que os aclimatéis con facilidad avuestra nueva vida.

Era un ofrecimiento hecho aregañadientes. No había ningún calor enél, ningún afecto. Pero no dejaba de serun ofrecimiento. Un ofrecimiento quesignificaba cierto grado de aceptación.

Si iba a permanecer junto a Kenneth,pensó Moira —suponiendo que fuera así—, sería una estúpida si lo rechazaba.

—Gracias, señora —dijo.—Más vale que me llames mamá —

dijo la condesa viuda—. Tengo unosinvitados en el cuarto de estar. Deboregresar junto a ellos.

Kenneth se inclinó ante ella. Moirale hizo una reverencia.

Al cabo de unos minutos se hallabande nuevo en el coche, sentados muytiesos uno junto al otro.

—Lo siento —dijo él cuando elcoche arrancó—. Ignoraba que ella losabía. Como es natural, despediré a la

señora Whiteman de su puesto enDunbarton. No consiento que el ama dellaves sea más leal a mi madre que avos. Imagino que lo que dijo mi madreos dolió.

—Sí —respondió ella. Pero lo queél había dicho inopinadamente la habíaconmovido. Se había expresado como sila pérdida del niño le hubiera afectadotanto como a ella, no hallamos consuelopor la pérdida del niño… Y estabadispuesto a despedir al ama de llavespor informar a su antigua señora, aespaldas de su esposa, de lo sucedido.Ay, Kenneth , pensó ella, no meconfundas.

—¿Ha sido la visita tan horriblecomo esperabais? —preguntó él.

—No. —Ella fijó la vista en susmanos, que tenía apoyadas en el regazo—. Si no hubiéramos ido a visitarlesesta tarde, nos habríamos encontradocon ellos esta noche, ¿no? Habría sidomuy embarazoso.

—En efecto —dijo él.—Y vos pensasteis en ello. —Ella,

en cambio, había sido tan tonta que no sele había ocurrido—. Sí, fue mejor de loque esperaba. Al menos nadie me echóde allí cuando entré.

—No se habrían atrevido —dijo él—. Sois mi esposa.

Ella sonrió sin alzar la vista de susmanos.

—Entonces, ¿me perdonáis porhaberos ordenado ir? —preguntó él.

—Tenéis el derecho de ordenarmelo que os plazca —respondió ella.

—Ésa es una respuestapeligrosamente humilde —replicó él,mirándola de refilón.

Ella se encogió de hombros ycambió de tema.

—Me cae bien el vizconde deAinsleigh, quiero decir, Michael —comentó—. Es un auténtico caballero.

Le asombraba que le cayera bien.Sean amaba a Helen e iba a casarse con

ella. Y lo habría hecho de no serporque…

—Helen ha tenido suerte —dijo él.Pero cuando ella se volvió rápidamentepara mirarlo, él se le adelantó—.Dejadlo, Moira. Gocemos de estas dossemanas. Esta mañana y esta tarde lascosas han transcurrido de forma bastanteaceptable, ¿no creéis?

—Bastante aceptable —convinoella.

—En cualquier caso no esperábamosenamorarnos de modo fulminante ycomprobar que el otro era la perfecciónpersonificada, ¿verdad?

—¡Dios nos libre! —exclamó ella

con vehemencia.—Me moriría de aburrimiento al

cabo de una semana —observó él.—Creo que yo me moriría al cabo

de seis días —contestó ella.Ninguno de los dos se rió. Ni

siquiera se miraron. Pero de algunaforma habían recuperado el sentimientocasi amigable que habían compartidoesta mañana hasta que a él se le habíaocurrido comprarle el abanico.

Capítulo 19

Bien, Ken. —Lady Rawleigh habíallevado a Moira al cuarto de estar atomar el té después de la cena, dejandoque los dos hombres se bebieran unacopa de oporto. El vizconde acababa derellenar sus copas—. Tú y yo hemosllegado a un triste fin poco después derecuperar nuestra libertad.

—¿Triste? —preguntó Kenneth—.¿Eso crees?

Su amigo sonrió y se arrellanó en subutaca.

—Ambos hemos contraído unos

matrimonios que no deseábamos —dijo—. A mí me vieron salir de casa deCatherine en plena noche, después deque ella hubiera rechazado de plano misnada honorables insinuaciones, dichosea de paso, dando pábulo a las malaslenguas y haciendo que mi hermanogemelo me amenazara con matarme oalgo peor si me negaba a hacer lohonorable en estos casos. Y eso hice…,pobre Catherine. Entiendo que tusituación era muy distinta.

Kenneth no estaba dispuesto adescribir cierto temporal de nieve, nisiquiera a uno de sus mejores amigos.

—Sin embargo —dijo—, ambos

parecéis sentiros razonablementesatisfechos, Rex.

—En tal caso Catherine y yodebemos ser unos excelentes actores —respondió el vizconde de Rawleigh—.Nos sentimos mucho más querazonablemente satisfechos.

—¿Por qué me dices esto? —inquirió Kenneth—. ¿Simplemente parajactarte?

Su amigo se echó a reír.—Eso, también —reconoció—. Uno

se siente muy listo por haber descubiertoel amor en la vida, en su matrimonio. Yuno se siente obligado a compartir susexperiencias con otros. Lady Haverford

es una mujer encantadora, Ken. Y muyguapa, si me permites decirlo. Ella yCatherine parecen haber congeniado.

Kenneth bebió un trago de oporto yfrunció los labios.

—Corrígeme si me equivoco, Rex—dijo—, pero tengo la impresión deque vas a echarme una bronca. ¿O sóloun sermón?

—Al parecer es un hecho ineludibleque abandonaste a la dama durante tresmeses después de producirse cierto…acontecimiento —dijo lord Rawleigh—,y que luego regresaste apresuradamentea casa, te casaste con ella y la trajisteaquí para pasar juntos un par de semanas

gozando de las diversiones que ofrece laciudad. ¿Piensas enviarla de nuevo acasa cuando vayas a Brighton? Tengoentendido que Eden también piensa irallí. ¿O a uno de tus otros balnearios?¿O a París?

—Te agradecería —contestóKenneth— que no te inmiscuyeras enmis asuntos, Rawleigh.

—Pero soy tu amigo —dijo elvizconde con expresión contrita—. Y teconozco bien. Conozco tu conciencia. Enocasiones solía chocarnos e inclusoirritarnos a los demás. No has estadocon una mujer desde tu matrimonio,¿verdad? —Alzó una mano para

silenciar a su amigo—. No es necesariani espero una respuesta. Nat y Eden hanestado corriéndose una juerga tras otracon una nutrida colección de bellezasmás que dispuestas, aunque Ede hamontado un acogedor nidito con supequeña bailarina, mientras que tú te hasabstenido. Pero necesitas una mujer.Siempre fuiste tan fogoso como el restode nosotros.

—Soy un hombre casado —replicóKenneth casi con aspereza.

—Justamente. —Rex arqueó lascejas—. Hasta yo he comprendido quelos votos matrimoniales imponen unagrave obligación sobre la conciencia, y

nunca había hecho mucho caso a miconciencia en lo tocante a las mujeres.Si no permaneces junto a ladyHaverford, estás condenado a una vidacélibe, Ken.

—Tonterías —replicó Kenneth.—Apostaría una fortuna en ello —

dijo su amigo—. Y de paso una vidadesgraciada. Lo cual parece una claraposibilidad, Ken. Esta noche has estadoamable conmigo y encantador conCatherine. Lady Haverford ha sonreído yha estado encantadora con Catherine yconmigo. Y ambos os habéiscomportado como si el otro no estuvierapresente.

—¡Maldita sea! —exclamó Kenneth.—Quizás he interpretado mal todos

los signos —dijo lord Rawleigh alzandouna mano con gesto de impotencia—.Quizá…

—Quizá Moira —dijo Kenneth entredientes—, a diferencia de ladyRawleigh, se negó a que yo hiciera lohonorable después de un ciertoacontecimiento, como lo has descritoeufemísticamente. Quizá se negórepetidas veces, incluso hasta el puntode mentir sobre su estado. Quizá cuandose vio obligada a casarse conmigo, mearrojó de casa, declarando que nodeseaba volver a verme jamás. Quizá la

he invitado a venir a la ciudad confiandoen poder salvar nuestro matrimonio.Quizá no necesito amigos que se metenen lo que no les incumbe. Y quizádebimos reunirnos con las señoras hacediez minutos.

—Y quizá —apostilló el vizcondede Rawleigh sonriendo—, te has casadojustamente con la mujer que te conviene,Ken. ¿Es cierto que te ha tratado tanmal? ¿No será a la inversa? He vistomultitud de mujeres utilizar todo tipo deestratagemas para hacerte caer en lasredes del matrimonio o simplemente ensus lechos. Jamás he conocido a ningunaque te pusiera de patitas en la calle. Es

decir, hasta hoy. Sí, vamos a reunirnoscon las señoras, Ken. Quiero observarmás de cerca a la mujer que está claroque te ha trastornado. Esto es másinteresante de lo que supuse.

Con esto se levantó y señaló lapuerta.

Su madre iba a tomar a Moira bajosu protección, pensó Kenneth irritadomientras se levantaba de su butaca. Rexquería observarla más de cerca. Nat yEden, después de decir que era uncadáver exangüe y una tísica enTawmouth, habían caído ahora bajo suhechizo. Ainsleigh y Rex y sin duda lamitad de la población masculina de

Londres bailarían con ella esta noche.¿Había tratado alguna vez una pareja dereconciliarse de forma tan pública?Había sido un idiota. Debió ir él aDunbarton en lugar de traerla aquí.

Esta noche deseaba bailar con ella.Todos los bailes. Pero tendría suerte siconseguía bailar con su esposa los dosque permitía el decoro público.

—Si pones esa cara de uvas agrias,Ken —dijo el vizconde de Rawleigh,dando una palmada a su amigo en elhombro—, alarmarás a Catherine einvitarás a tu esposa a que te abandonedurante otro par de meses.

—¡Maldita sea! —murmuró Kenneth

mientras su amigo rompía a reír.

—Por supuesto que nos quedaremoshasta el fin de la temporada social —dijo lady Rawleigh en respuesta a unapregunta que le había hecho Moira—.Confieso que lo estoy pasando muy bien.Y ahora que habéis venido lo pasaré aúnmejor. Debemos ir juntas de paseo, detiendas y de visita. Supongo queconocéis a poca gente aquí.

—A nadie excepto a Kenneth —contestó Moira—, y a su madre y a suhermana.

—Como es natural, todos harán que

os sintáis a gusto aquí —dijo Catherine—. Pero es importante tener amistades,femeninas claro está. A Rex no ledivierte ir de tiendas. A mí sí —añadióriendo—. Me alegro de que hayáisvenido por fin a la ciudad. Estábamosmuertos de curiosidad.

Sonrió y Moira le devolvió lasonrisa. A continuación se produjo unsilencio embarazoso.

—Pasaremos el verano en Stratton—dijo Catherine—. En Kent.Probablemente nos quedaremos tambiénallí durante el otoño y el invierno. Estoyencinta, y Rex no quiere que viaje másde lo necesario, aunque nunca me he

sentido mejor.—Debéis sentiros muy feliz —dijo

Moira con una punzada de envidia… yde temor.

—Sí —respondió Catherinesuavemente—. Hace mucho que estabaconvencida de que no me casaría nunca.Había aceptado mi soltería con buentalante y había aprendido a volcar todomi cariño en Toby. —Miró con afecto alpequeño terrier que había asustado antesa Moira con sus ladridos y que ahoraestaba tumbado ante el hogar, dormido—. Y entonces apareció Rex. Alprincipio le odié por alterar la paz y elbienestar de mi vida —dijo riendo—.

La trastocó por completo. Pero esmaravilloso estar casada cuando penséque jamás lo estaría, lady Haverford, ysentir un profundo amor por mi maridocuando al principio le detestaba…, yestar encinta cuando creí que jamástendría hijos.

Pero su sonrisa se borró de golpecuando observó el rostro de Moira.

—Disculpadme —dijo—. Perdisteisun hijo, ¿no es así? Es lo peor que lepuede pasar a una en la vida.

—En efecto —dijo Moira.—Nosotros nos enteramos hace muy

poco —dijo Catherine. Vuestro esposo,el pobre, se lo guardó para sí, ocultando

la verdad incluso a sus mejores amigos.El señor Gascoigne le contó a Rex quelord Haverford había roto a llorarcuando se lo dijo por fin. Lo cualdemuestra lo mucho que os ama. Nosextrañó que os hubiera dejado enCornualles al poco de vuestra boda,pero entonces lo comprendimos. Sudolor era demasiado intenso parasoportarlo, y sin duda se sentíaimpotente e incapaz de ayudaros asobrellevar el vuestro.

—Es muy común tener un aborto —dijo Moira—. Quizá sea absurdo sentirun dolor tan grande.

—Yo perdí una vez un hijo —dijo

Catherine—, a las pocas horas de nacer.Ocurrió hace muchos años. Quizávuestro esposo os ha contado que haceunos meses Rex se batió en duelo con elpadre del niño, el cual me sedujo. Debíalegrarme de haberlo perdido teniendoen cuenta el engaño y la desdicha querodeó su concepción. Pero no me alegréde ello, lady Haverford. Espero no tenerque soportar jamás el espantoso dolorque soporté durante largo tiempo alperder a mi hijo.

—¿Y sin embargo no teméis volvera arriesgaros? —preguntó Moira,frunciendo el ceño.

Catherine sonrió.

—El deseo de tener un hijo esinfinitamente más poderoso que el temor—dijo—. Especialmente cuando amastanto al padre de la criatura. Nopodemos dejar que el temor dominenuestra vida. A menos que una quierasentirse infinitamente desdichada y sola.¿No sentís el deseo de volver aintentarlo también? ¿O quizá seademasiado pronto? ¿Mis palabras osincomodan? Pero estoy segura de quevolveréis a intentarlo, lady Haver…,¿puedo llamarte Moira? LlámameCatherine.

—Me sentí muy mal durante esetrance —dijo Moira—. Pero quizá se

debió a que…Se mordió el labio.—Sí, seguro que sí —dijo Catherine

—. Yo también me sentí muy mal enaquella ocasión. Y desdichada. Singanas de nada e incapaz de comer odescansar. Esta vez me siento rebosantede salud. Y eso se debe a que soy feliz.

Moira sonrió.No pudieron proseguir con la

conversación. La puerta del cuarto deestar se abrió y entraron los doshombres, y durante la media hora quetranscurrió antes de que partieran parael baile, lord Rawleigh, que estabasentado junto a ella, acaparó la atención

de Moira pidiéndole que le hablara deCornualles, pendiente de sus respuestas.Kenneth acompañó a Catherine hasta elpiano situado al otro lado de lahabitación, y permaneció junto alinstrumento, observando mientrastocaba.

No podemos dejar que el temordomine nuestra vida… A menos queuna quiera sentirse infinitamentedesdichada y sola.

Las palabras no cesaban de darlevueltas en la cabeza mientrasconversaba y sonreía. Pero ella no teníamiedo, ¿o sí? Quizá de volver aquedarse en estado. Pero de nada más.

No de amar… a Kenneth. Una no podíatemer algo que no había peligro queocurriera.

… infinitamente desdichada y sola.

Durante el baile en casa de losAlgerton Kenneth experimentó a untiempo la consecución y frustración desus esperanzas. Era una celebración degran envergadura, como la mayoría decelebraciones a estas alturas de latemporada social. Era un acontecimientoadecuado para lo que sería el debut deMoira en sociedad. Y ella estaba tanbella como requería la ocasión, vestida

como de costumbre con elegancia ysencillez en dorado pálido. El únicodetalle relumbrante de su atavío era lapulsera de diamantes, que lucía sobre suguante largo.

Él gozó con la curiosidad y elinterés con que los miembros de la altasociedad contemplaron a su esposacuando entró en el salón de baile de subrazo. Las noticias se propagaban a lavelocidad del rayo en Londres. Kennethhabría apostado que todos los presenteshabían averiguado a los pocos minutosla identidad de Moira. Y habríaapostado también que durante los dosúltimos meses se había suscitado una

gran curiosidad con respecto a lacondesa de Haverford, misteriosamenteausente.

Él bailó la primera contradanza conella y observó la destreza y gracia conque se movía, además de su manifiestodeleite. Decidió bailar también el valscon ella. Pero tal vez más tarde, despuésde cenar. No volvería a bailar con ellahasta al cabo de un buen rato y sabía queno podía bailar con ella durante toda lavelada. Eso habría sido demasiadoaburrido.

Pero cuando terminó la primeracontradanza, le fue arrebatado de susmanos el control de la situación. Su

madre, fiel a su palabra, tomó a su nuerabajo su protección y se paseó por elsalón de baile con ella, presentándola atodas las comadres cuya palabra era leyen la sociedad londinense. Kennethobservó que Moira salía airosa deltrance. Se comportaba con discretacompostura, aunque no permanecíamuda. Él resistió la tentación deseguirla. Éste era un asunto de mujeres,y ella no le necesitaba. Ignoraba si elladisfrutaba estando con su madre, peroparecía haber aceptado su tutela condiscreto y sensato juicio. En suma, sesentía complacido con la forma en quese desarrollaban las cosas.

Como era previsible, Moira bailótodos los bailes. Rex bailó con ella elsegundo y Ainsleigh el tercero. TantoNat como Eden bailaron con ella, porsupuesto, al igual que lord Algerton y elvizconde de Perry, el hermano menor delady Rawleigh. Bailó el vals quetocaron antes de la cena con ClaudeAdams, el hermano gemelo de Rex, quehabía venido a la ciudad con su esposa,y luego, como es natural, entró en elcomedor de su brazo.

Después de cenar, la velada noperdió animación. Moira bailó con loscaballeros que la madre de Kenneth lehabía presentado, en su mayoría de

elevada alcurnia, los respetadosmaridos de las comadres. Cabía decir,pensó Kenneth observándola con unamezcla de orgullo y celos, que la altasociedad había acogido con simpatía ala condesa de Haverford en su primeraaparición en un evento social.

—Es realmente muy guapa —dijouna voz femenina detrás de él, y alvolverse Kenneth comprobó que setrataba de la señora Herrington, la cualse abanicaba la cara con gesto lánguido—, si os gustan las mujeres altas ymorenas como las españolas. Algunosoficiales, según he oído decir, milord,se cansaron de las bellezas españolas

después de frecuentarlas durante largotiempo.

—¿De veras? —respondió élacariciando el mango de su anteojo,aunque no lo alzó para mirar a través deél—. Qué interesante.

—Por supuesto —continuó ella,sonriéndole sobre el borde de suabanico—, algunos hombres se cansande sus esposas por la misma razón. Siése fuera vuestro caso, milord, osgarantizo que no tardaríais en hallarconsuelo.

—A veces, señora —respondió él,alzando el anteojo observando a travésde él a su esposa sonreír, conversar y

ejecutar los complicados pasos del baileal mismo tiempo—, uno debe dargracias a Dios de no formar parte de«algunos oficiales» o «algunoshombres».

Ella suspiró y se rió.—Hay otros hombres altos y

atléticos —dijo—. Hay otros exoficiales. Hay otros hombres rubios.Pero ninguno posee esos atributos tanespléndidamente combinados como vos,milord. Lamento que vuestra esposahaya llegado a la ciudad precisamenteahora. Pero renovaré mi búsqueda.Quizá la próxima vez que yo esté entreamantes, o justo después, os encontréis

en un estado de ánimo distinto.Y tras tocarlo en el hombro con su

abanico cerrado, se alejó.Esa mujer tenía un descaro increíble,

pensó él riendo divertido.Pero no se rió al acercarse a su

esposa y a su madre al finalizar lacontradanza y comprobar que Moira nopodía bailar el próximo vals con él porhabérselo prometido a otro. Lo ciertoera que tenía todos los bailes restantescomprometidos.

—No debéis preocuparos por mí,Kenneth —dijo ella. Tenía las mejillasarreboladas y los ojos brillantes, noporque él estuviera junto a ella,

sospechaba, sino debido al alegreambiente del baile y a su éxito personal.

—No he dudado ni por un momento,señora —respondió él, inclinándoseante ella— que tendríais más parejasque bailes tocarían esta noche. Esperoque os estéis divirtiendo.

Y con esto fue a sacar a bailar a ladyBaird, la hermana de Rex.

El primer día que habían estadojuntos había concluido, pensó él cuandoel baile terminó y ayudó a su esposa amontarse en el carruaje. No habíadiscurrido tal como él había esperado.Cuando le había sugerido a ella queprocuraran disfrutar de lo que quedaba

de la temporada social y apartaran todolo demás de sus mentes, habíaimaginado que estarían juntos,divirtiéndose, riendo, charlando, quizásen parte como solían hacer cuando eranmuy jóvenes. Había olvidado que elpropósito de la temporada social eraprecisamente que las personasalternaran entre sí y se divirtieran.Había olvidado que los maridos y susesposas rara vez pasaban más de unosminutos juntos cada día cuando sehallaban en la ciudad.

Con todo, el día no había sido unabsoluto desastre, pensó mientras sesentaba junto a su esposa en el coche.

No había sido un éxito rotundo, perotampoco había esperado que lo fuera.Quizá mañana sería mejor.

—Lady Rawleigh, Catherine, me hapedido que mañana por la mañana vayaa dar un paseo con ella por el parque —dijo Moira, volviéndose para mirarlo enla oscuridad—, mientras lord Rawleighpasa unas horas en White’s. Supuse quevos también iríais.

—Me complace —dijo él— quehayáis hecho amistad con ella.

—Creo que también vendrá ladyBaird —dijo ella—. Es la hermana delord Rawleigh. Vuestra madre desea quela acompañe por la tarde a hacer unas

visitas. Me pareció prudente acceder.Esta noche estuvo muy amable conmigo.Y tengo entendido que aquí es costumbreir a visitar a la gente por las tardes, aligual que en casa. ¿Os parece bien,milord?

No, a él no le pareció bien. Sintiócomo si ella le hubiera abofeteado. ¿Demodo que no iba a necesitarlo en todo eldía?

—¿Pedís mi aprobación? —preguntóél—. ¿Debo dárosla? Si lo hago,pensaréis que habéis cometido una gravetorpeza y cambiaréis todos vuestrosplanes. No, no lo apruebo, señora.

La miró de refilón y tuvo la

impresión que había tenido durante unosinstantes esa tarde cuando habíanregresado de casa de los Ainsleigh.Sintió casi como si se comprendieran,como si hubieran bromeado y sehubieran divertido juntos.

Quizá, pensó, esto era todo lo quepodían esperar durante las próximassemanas, unos breves instantes deconcordia. Lo cual no bastaba comobase para salvar su matrimonio. Ambosguardaron silencio.

Moira estaba cansada y le dolían lospies. Asimismo, se sentía satisfecha y

eufórica. Había asistido a su primerbaile de sociedad, y había sidomaravilloso. Aún le parecía oír lamúsica y oler las flores y ver lavariedad de colores de las sedas y losrasos y el brillo de las joyas. Al mismotiempo se sentía decepcionada. Habíabailado la primera contradanza conKenneth, pero después él no se habíaacercado ni le había dirigido unapalabra salvo cuando le había pedidoque bailara un vals con él después decenar. Ella anhelaba bailar un vals conél. Recordaba el que habían bailado enel baile de Dunbarton. Había confiadoen que estarían juntos durante más

tiempo de lo que habían estado.No estaba segura de cómo

transcurriría el día siguiente. Leilusionaba ir a pasear por el parque conCatherine y lady Baird, pero habíaaccedido a ir con ellas antes de que susuegra sugiriera que la acompañara porla tarde a hacer unas visitas. Sabía quelas mujeres pasaban poco rato, enespecial durante el día, con sus maridos.En Cornualles ocurría lo mismo. Pero susituación con Kenneth no era normal. Dealguna forma, anoche, cuando él le habíapropuesto que disfrutaran juntos de latemporada social, ella había imaginadoque lo estarían todo el día y toda la

noche.El giro que habían tomado sus

pensamientos le sorprendió. ¿Acasodeseaba pasar todo el rato con él? ¿Porqué la había hecho venir a Londres?¿Por qué se le había ocurrido a él tratarde salvar su matrimonio? Era un hombreextraordinariamente apuesto y atractivo.Ella había visto la forma en que lemiraban otras mujeres, en Oxford Streety en Bond Street por la mañana y en elbaile esta noche. Él no la necesitaba porninguna razón evidente.

Y también recordaba la fatídicanoche, cuando había sufrido el aborto.Recordaba su rostro demudado, incluso

sus lágrimas, y su voz repitiendo una yotra vez las mismas palabras: Moira,amor mío, no te mueras, no dejaré quete mueras, amor mío. Más tarde ella lashabía atribuido a su imaginación, puesno encajaban con la frialdad con que élse había comportado durante la mañanay la semana posterior al trance que ellahabía padecido.

Sin embargo… El señor Gascoignehabía dicho a Rex que lord Haverford sehabía puesto a llorar cuando por fin selo había contado. Kenneth no se lo habíarevelado a sus amigos hasta al cabo debastante tiempo. Y al hacerlo, habíallorado. ¿Por qué? Porque la amaba,

según le había dicho Catherine.Había una parte del día en que

marido y esposa podían estar solos sinla continua presencia de otros, pensóella.

Pero se apresuró a desechar esepensamiento.

No podemos dejar que el temordomine nuestra vida. A menos que unaquiera sentirse infinitamentedesdichada y sola.

—¿Kenneth?Se volvió hacia él para mirarlo y

comprobó que estaba sentado en laesquina del asiento, observándola ensilencio en la oscuridad.

—¿Sí? —respondió él.No podemos dejar que el temor…—Anoche me preguntasteis —dijo

ella, notando el temblor de su voz—, sipodíais volver a pedírmelo.

Estaba claro que él sabía a qué serefería.

—Sí —respondió en voz baja.Ambos se miraron. Casi habían

llegado a casa.—¿Deseáis que mantengamos

relaciones conyugales? —preguntó él.—Creo que es preciso —contestó

ella—. Creo que debemos tenerlas siqueremos tomar una… decisión sensata.A fin de cuentas, no es una amistad lo

que ponemos a prueba. Ni siquiera unnoviazgo. Es un matrimonio.

—En efecto —dijo él—. Entonces,¿puedo venir esta noche a vuestro lecho?¿No estáis demasiado cansada?

—No estoy demasiado cansada —respondió ella.

El coche dio una ligera sacudidasobre sus cojinetes y se detuvo. Ambosdirigieron la vista hacia la puerta, queno tardaría en abrirse.

A Moira le parecía como si hubieraregresado a casa a la carrera en lugar demontada en coche. Se esforzó enreprimir su trabajosa respiración. ¿Quéhabía hecho? No había meditado

detenidamente en el asunto,ponderándolo, analizándolo desde todoslos ángulos para averiguar si eraprudente.

Recordó que había habido algoinquietante en lo que había sucedido. Notanto el dolor, que había sido menor delo que ella suponía, sino la abrumadoraintimidad, la sensación de violación, elentregarse por completo, incluso sucuerpo, al control de un hombre.

Al mismo tiempo había habido algomuy excitante. El peso de él, el tamañode su miembro, el calor y el placer quesus movimientos le habían producido.

Esa vez la había dejado encinta.

Quizás ocurriría de nuevo estanoche. Durante un momento ellaexperimentó terror. Agarró con fuerza suabanico hasta sentir que las varillas sele clavaban en los dedos.

No podemos dejar que el temordomine nuestra vida.

La puerta del coche se abrió y suesposo se apeó y la ayudó a bajarse.Ella observó su mano durante unosinstantes antes de apoyar en ella la suya.Era una mano grande y cálida.Aterradora. Y excitante.

Capítulo 20

Ella no sabía si dejarse el pelosuelto o trenzarlo como solía hacer porlas noches. Se lo dejó suelto. No sabíasi ponerse una bata sobre el camisón ono. No se la puso. No sabía si meterseen la cama o esperarlo de pie en algúnlugar de la habitación, junto a la ventanao a la chimenea. Se metió en la camadespués de imaginarse atravesando lahabitación para acostarse, con los ojosde él fijos en ella. No sabía siincorporarse sobre la almohada opermanecer tendida. Decidió tumbarse,

primero boca arriba y luego de costado.Se percató de que había dejado todas lasvelas encendidas. Debió apagarlas todasexcepto la que había junto a la cama.

Pero era demasiado tarde pararemediarlo. Sonó un golpecito en lapuerta y se abrió antes de que ellapudiera responder. Detestaba estar tannerviosa. Se comportaba como unajoven esposa virgen y pudibunda.Confiaba fervientemente que el color desus mejillas no fuera análogo al calorque sentía en ellas.

Él lucía una bata larga de brocadoverde. Por ella asomaba el cuello de sucamisa de dormir de color blanco. Le

chocó la intensa lujuria que sentía porél; se negaba a dignificarla siquiera ensu mente calificándolo de un modo mássuave. Estaba segura de que no eraamor. No lo amaba.

Él apagó las velas que ella se habíaacordado demasiado tarde de apagar yse acercó a la cama, donde todavíaseguía encendida una.

—Conviene que recordéis —dijo—que ésta no es la primera vez, que sabéislo que ocurrió y que esta noche nosentiréis dolor alguno.

De modo que el color de susmejillas sí era análogo al calor que laabrasaba, pensó Moira. Entonces sintió

que le ardían.—No estoy nerviosa —dijo—. Qué

tontería. ¿No vais a apagar la vela?Él se quitó la bata y retiró las ropas

de la cama.—Creo que no —respondió—.

Deseo ver que hago esto con vos, Moira.Deseo ver que lo hacéis conmigo. Esimportante que aceptemos la verdad.

—¿Insinuáis que en mi imaginaciónpuedo convertiros en otra persona? —preguntó ella, escandalizada.

—No es imposible —contestó él—.Soy Kenneth, el muchacho que amabaisaunque nunca lo expresasteis de palabra;el hombre que odiabais y que quizá

todavía odiáis; vuestro esposo.Ella había tratado de centrarse sólo

en esta última identidad. ¿Era necesarioque él le recordara precisamente en estemomento lo que ambos habían acordadoolvidar durante estas semanas?

—Y vos sois Moira —dijo él—, lajoven a la que adoraba; la mujer que meamenazó con dispararme una bala alcorazón y estuvo a punto de matarme; miesposa.

Sí, pensó ella mirándole a la cara ysintiendo que una de sus manos ledesabrochaba el botón del cuello, quizáshabía estado en lo cierto sobre lo deimaginar que él era otra persona. Quizá

sin la vela, sin sus palabras, ella lehubiera imaginado sólo como el apuestoy elegante extraño con quien habíapasado buena parte del día, el hombrecon el que había deseado bailar un valsesta noche.

—Sí —dijo—. Esto es muy serio,¿verdad?

No estaba muy segura a qué serefería al decir esto.

Él la besó.Ella nunca había pensado que un

beso fuera un acto sexual. Había besadoa muchas personas en su vida como ungesto de afecto. Incluso de niña, cuandoKenneth la había besado, había sido

algo romántico, no una cosaprofundamente física. Pero entoncesrecordó cómo la había besado en lacabaña del ermitaño, de una forma quehabía hecho que le subiera latemperatura. No había sido un gestoafectuoso. Ahora volvió a hacerlo,abriéndole la boca con la suya,introduciendo su lengua en ella,haciéndole cosquillas en las superficiescon la punta de la misma, moviéndolarítmicamente, sacándola y metiéndolahasta que ella experimentó una oleadade sensaciones en esa otra zona de suanatomía donde dentro de poco él haríaalgo muy parecido.

Era consciente de su absolutaincapacidad debido a la inexperiencia.Mientras centraba toda su atención en suboca, él le desabrochó el camisón y selo apartó de forma que se quedó desnudahasta más abajo de la cintura. La manoque no tenía apoyada en su hombro leacariciaba suavemente los pechos. Elpulgar de él pulsaba sobre uno de suspezones, haciendo que se pusiera rígidoy casi le doliera. Luego deslizó la manosobre su estómago y abdomen y entre suspiernas. Sus dedos se introdujeron ensus partes íntimas. Estaba húmeda. Ellase movió bruscamente, avergonzada aldarse cuenta.

—No, no —dijo él murmurándole aloído—. Así es como debe ser. Siestuvierais seca os haría daño. Vuestrocuerpo sabe lo que está a punto desuceder y se ha preparado.

Ella odiaba su ignorancia einexperiencia. Se sentía impotente en lasexpertas manos de él. Se preguntócuántas mujeres habría tenido durantelos dos últimos meses y se apresuró aapartar ese pensamiento de su mente,estremeciéndose para sus adentros.Todo era muy distinto sin las múltiplescapas de prendas invernales, sin sentirun frío que le calaba los huesos. Elcuerpo de él ya no era sólo una pesada

forma que prometía calor, sino algomagníficamente duro y varonil…, ydesnudo. Ella no recordaba cuándo sehabía despojado él de su camisa dedormir. Esta vez no era necesario quepermanecieran tapados sobre elincómodo y estrecho camastro lleno debultos. Cuando él la desnudó, dispuestoa penetrarla, le arremangó el camisónhasta la cintura, retiró las ropas de lacama y se colocó entre sus muslos,separándolos por completo. Ella norecordaba haber experimentado la vezanterior una sensación tan física comoesta noche.

Pero recordaba lo que sucedió a

continuación. Recordaba que él la habíamontado, la dureza y el tamaño de sumiembro, la sensación de dilatación, elmomentáneo temor de que no pudierasoportar que él la penetraraprofundamente. Pero esta noche no hubodolor. Y esta noche pudo abrirse losuficiente para sentir el acto en toda suplenitud. Alzó las piernas junto a las deél, apoyando los pies con firmeza sobrela cama e inclinando las rodillas haciafuera. Y levantó las caderas para que élpudiera penetrarla más profundamente.La cópula entre un hombre y una mujerera sin duda la sensación másintensamente física que existía en el

mundo. Ella notó que él había alzado supeso de encima de su pecho y abrió losojos. Estaba apoyado sobre los codos,observando su rostro.

—Sí, es muy serio —dijo.Se levantó casi por completo de

encima de ella y permaneció así, casirozándola, mientras ella cerraba denuevo los ojos deleitándose con lo quesabía que iba a ocurrir. La primera vezno lo sabía. Él volvió a penetrarla lenta,suave y profundamente.

—Ah —dijo ella con un suspiro desatisfacción, sintiendo el placer delmomento, aguardando con impacienciael placer aún mayor que experimentaría

a continuación.La primera vez había sido

placentera. Esa noche y a la mañanasiguiente habían ocurrido muchas cosasque habían empañado el placer. Perodurante unos momentos habíaexperimentado una maravillosasensación, y no sólo porque le habíaaportado calor.

Él se tumbó de nuevo sobre ella,aunque ella se dio cuenta de que nosoportaba todo el peso de su cuerpo. Yel placer comenzó, los movimientoslentos y rítmicos, con los que ellagozaba esta noche de forma másconsciente porque no tenía frío y estaba

cómoda y podía sentirlo a él con todo sucuerpo, y no sólo allí, en la zona dondeestaban unidos. Y él podía moverse conmás libertad en la caldeada habitación ysobre el amplio lecho. Sus movimientosal penetrarla eran más firmes, másprofundos que la otra vez. Se habíacolocado más cómodamente entre lascaderas de ella, entre sus muslos.

Pero ella no se entretuvo mucho ratopensando en las comparaciones o enningún otro momento salvo el presente.El acto conyugal era un acto tantremendamente físico, que al cabo deunos minutos era imposible einnecesario pensar en otra cosa. Se

centró en las sensaciones, en el dolorentre sus muslos y en su pasaje íntimo,donde él seguía moviéndose. El dolorascendía en oleadas a través de su útero,sus pechos, su garganta y por detrás desus fosas nasales, y descendía hasta lasyemas de sus dedos. Permaneció muyquieta para no perderse un momento, unasola pulsión.

No quería que terminara. Oyó queemitía unas pequeñas exclamaciones deprotesta cuando el ritmo de losmovimientos de él cambió, acelerándosey penetrándola más profundamente deforma que ella comprendió que estaba apunto de terminar. Deseaba que se

prolongara toda la noche. Pero entoncesrecordó de nuevo la primera noche,cuando él la penetró hasta el fondo, sequedó quieto y suspiró casi en silenciocontra el lado de su cabeza. Ella sintióun torrente de calor en su vientre ycomprendió que él había derramado susemilla dentro de ella.

Era Kenneth, pensó ella mientras élapoyaba todo el peso de su cuerpo sobreel suyo. No abrió los ojos, pero sabíaque no era necesario que lo hiciera. Nonecesitaba la vela. Todo el rato, pese atener la mente nublada por las intensassensaciones del acto, había sabido queera Kenneth, que no podía ser nadie

más. Que no podía existir nadie más.Tenían que hacer esto, le había

dicho ella en el coche, si querían tomaruna decisión sensata. ¿Cómo podíatomar ahora una decisión sensata? Loque había ocurrido sólo habíaconseguido hacer que su menteconsciente comprendiera lo que debíaborrar de ella si quería tomar unadecisión racional sobre su futuro. Notenía importancia que lo amara, quesiempre lo hubiera amado y siempre loamaría. El amor no era ciego, pese a loque dijeran los poetas. Y si lo era, nodebía serlo. Había otrasconsideraciones mucho más importantes

en una relación estable: por ejemplo, elafecto, el respeto y la confianza. Noimportaba que le amara. Pero temía quedespués de esa noche ya no pudieraarrinconar este hecho en el fondo de sumente. Suspiró.

—Os pido perdón, debo de pesarmucho. —Él se levantó de encima deella y Moira sintió de pronto unasensación de frío y humedad…, a la vezque un poco de desamparo. Él le bajó elcamisón y la cubrió con las mantas.Luego se tumbó junto a ella, incorporadosobre un codo—. Creo que teníais razón—dijo—. Debemos utilizar estadimensión de nuestro matrimonio al

igual que los demás para tratar desolventar nuestro futuro. Con el tiempoaprenderéis, si decidimos darnos untiempo razonable, a alcanzar el plenogoce sexual. Tenéis mucho queaprender, y sin duda mucho queenseñarme. Pero es muy tarde. Debe deestar a punto de amanecer. No esnecesario que os levantéis temprano.Los Adams nos han invitado a cenar. Yluego al teatro. Nos veremos cuandollegue el momento de que os acompañe acenar.

—Sí —respondió ella—. Gracias.¿De modo que no lo vería hasta esta

noche? Esperó a que él se acostara

cómodamente. Sentía frío desde que élse había levantado de encima de ella.Deseaba tocarlo, dormir con su cuerpoapretado contra el suyo, como habíanhecho en el baptisterio.

Pero él se levantó de la cama y seenfundó apresuradamente el camisón yla bata, sin mostrar la menor turbación.Pero ¿por qué había de hacerlo? Amboshabían superado lo de sentirse turbadospor estar desnudos uno ante el otro.Además, tenía un cuerpo muy hermoso.Ni siquiera sus múltiples y viejascicatrices empañaban la belleza de sucuerpo.

—Buenas noches —dijo él,

volviéndose hacia ella antes deabandonar la habitación—. Me alegrode que vinierais, Moira.

—Buenas noches —respondió ella.Él esperó un momento, pero ella fueincapaz de decirle que también sealegraba de que hubiera venido. Noestaba segura de alegrarse, mejor dicho,no estaba segura de que debieraalegrarse de ello.

Ella no esperaba que la dejara sola,pensó cuando él se marchó. Tenía frío,por lo que se abrochó el camisón, ysintió un ligero dolor. No, no era dolor.Era la pulsante tensión que él habíasuscitado en ella. Y se sentía sola, y

alarmada por ese pensamiento. Quizápasara el resto de su vida sola; noquería empezar a pensar que se quedaríasola y sentiría el peso de la soledad.

Con el tiempo aprenderéis aalcanzar el pleno goce sexual. ¿A quése había referido él? ¿Acaso sabíacuánto placer había sentido ella? Eraimposible sentir más. Era imposible queexistiera nada más placentero en elmundo. Tenéis mucho que aprender . Sesentía avergonzada, humillada. Alparecer no había logrado satisfacerle.Era natural. Ella no sabía nada. Habíapensado que era la experiencia másmaravillosa de su vida, y él había

pensado que tenía mucho que aprender.Emitió un enorme suspiro, se volvió

de costado y descargó un puñetazo sobresu almohada. Durante todo el día —yprácticamente toda la noche— habíaestado sumida en una vorágine. Un día yuna noche que se le habían hecho tanlargos como un mes. No estaba segurade poder soportar esta situación durantedos semanas.

Pero tampoco estaba segura depoder soportar el apacible tedio de suvida sola en Dunbarton después de estedía. Alzó la cabeza y golpeó de nuevo sualmohada para darle la forma quequería, aunque con más saña de lo

estrictamente necesario.Lamentaba —¡lo lamentaba con

amargura!— no haber revelado susecreto más íntimo y oculto. Lamentabano haber reconocido que lo amaba. Ylamentaba haberse acostado con él.Lamentaba que él no hubierapermanecido a su lado, estrechándolaentre sus brazos y cubriéndola a mediascon su cuerpo, como había hecho la otravez.

Quizás había vuelto a quedarseencinta.

Colocó la almohada cómodamentealrededor de su cabeza y se dispuso aconciliar el sueño.

Kenneth pasó una agradable mañanacon sus amigos. Aunque sólo habíadormido unas pocas horas, se sentíapletórico de vitalidad mientras paseabaa caballo por el parque con ellos.Incluso le agradaban el viento y el fríode una mañana nublada.

Lord Pelham pasó varios minutosdisculpándose con gesto contrito yevidente turbación.

—Así aprenderé a no mostrarmechistoso y cruel a expensas de personasextrañas que no conozco —dijo—. Enesos momentos no sabía que ellasignificaba más que una vecina para ti,

Ken. Pero aunque no fuera así, fue cruelpor mi parte burlarme de ella a susespaldas.

—Mejor a sus espaldas que a sucara, Ede —observó el señorGascoigne.

—No me digas —dijo lordRawleigh torciendo el gesto—, queutilizaste tu corrosivo sentido del humora expensas de lady Haverford, Eden.¿Fue antes de saber lo que había entreella y Ken? Tuviste mucha suerte de queKen no te desafiara a un duelo, viejoamigo.

—En aquel entonces ella estabaencinta, no me había revelado la verdad

y se hallaba aún prometida con otro —dijo Kenneth—. Ya ha pasado.Olvídalo, Eden.

—¿Estaba prometida con otro? —preguntó lord Rawleigh—. ¡Caramba!Pero aparte del aspecto que presentaraentonces, ahora está muy guapa.Catherine y Daphne la traerán al parquemás tarde. Me extrañaría mucho que mástarde no fueran de compras. Tendrássuerte, Ken, si durante las próximassemanas no te quedas sin un céntimo yves a tu esposa lo suficiente para darlelos buenos días y las buenas noches.

—¿Acaso te quejas, Rex? —preguntó el señor Gascoigne riéndose.

—Por supuesto que me quejo —respondió el vizconde—. Aunque nopuede decirse que mi esposa sea unamanirrota. Está muy acostumbrada a lafrugalidad. Pero las convencionessociales y las celebraciones de latemporada social se confabulan paramantener separados a los maridos y lasesposas con excesiva frecuencia. Estoydeseando retirarme a Stratton para pasarel verano, e incluso el otoño y elinvierno.

—¡Nelson! —bramó Kenneth cuandosu perro divisó a un par de niñospaseando con su nodriza y echó agalopar hacia ellos, ladrando

alegremente. Redujo a regañadientes lavelocidad a paso ligero y por fin sedetuvo. Pero la más pequeña de las doscriaturas, una niña, se alejó de sunodriza y fue a acariciar la cabeza deNelson, que estaba al mismo nivel quela suya, asegurándole que era un buenperrito. La niña se rió y arrugó la caritacuando el can se la lamió.

—Un perro de caza asesino —dijoel señor Gascoigne con fingido desdén—. Pardiez, es difícil darse cuenta deque lo es.

—Como lo somos todos, Nat —terció lord Pelham—. No unos perros decaza, pero sin duda asesinos. No puedo

decir que lamento que se haya cerradoeste capítulo de nuestras vidas.

Pero Kenneth pensaba en las últimaspalabras de lord Rawleigh. Era verdadque durante la temporada social Londresno era el lugar más adecuado para pasartiempo con tu esposa. No había pensadoen ello cuando la había invitado a venir.A él también le habría gustado retirarsea su casa para pasar el verano, pero esono formaba parte del pacto que habíahecho con Moira. Era una novedad quetendría que negociar con ella. Y lo depasar el verano en Dunbarton constituíatambién una novedad que acababa deocurrírsele. Con Moira.

Era una idea tentadora.Siempre le había gustado pasar la

mañana con sus amigos. Las mañanas leagradaban. Y le gustaba pasar la tardeen las carreras con el señor Gascoigne yotros amigos. Lord Rawleigh había sidoinvitado junto con su esposa a un picnicy lord Pelham había decidido pasar latarde con su nueva amante. Pero durantetodo el día Kenneth no dejó de darvueltas a la idea de que sólo lequedaban dos semanas para convencer aMoira de que permaneciera junto a élcomo su esposa y el día transcurría sinque la hubiera visto todavía. Y ésteseguramente no sería un día atípico.

Cuando regresaba a casa de lascarreras montado a caballo, a últimahora de la tarde, se percató del rumboque habían tomado sus pensamientos:¿Convencer a Moira para quepermaneciera junto a él? ¿No se tratabade un experimento mutuo en el queambos estaban involucrados? ¿No sehabían tomado ambos estas dos semanaspara decidir si eran capaces de tolerarsemutuamente, si podían salvar sumatrimonio? ¿Cuándo había empezado apensar que tenía que convencerla?¿Estaba él convencido de lo quedeseaba?

Pensó inevitablemente en la noche

anterior. Ella le había sorprendido. Noesperaba que consintiera en acostarsecon él, tanto más cuanto que el día habíatenido sus momentos de fricción y nopodía decirse que hubiera sido unrotundo éxito. Pero decir que ello lehabía procurado un inmenso placer eraquedarse corto. Ella también habíagozado. No había participado de formaactiva, y no había alcanzado el orgasmo,aunque él había tratado de concederle eltiempo que necesitara. Pero ella sehabía colocado de forma que estabatotalmente abierta a él, y se habíamostrado relajada y receptiva. Él sehabría dado cuenta si le hubiera

parecido desagradable. Y estaba claroque no era así.

¿Fue entonces cuando decidió que laquería a su lado el resto de su vida?¿Era sólo una cuestión sexual? Perojamás había pensado en permanecer todasu vida ni siquiera con la mássatisfactoria de sus amantes. Un hombrenecesitaba variedad en su vida sexual,cambiar de pareja de vez en cuando. No,no debía ser injusto consigo mismoimaginando que lo único que leinteresaba de Moira era el aspectosexual. Por lo demás, ella era sin lugar adudas la amante menos hábil que habíatenido.

No, pensó con cierta reticencia.Había sólo una razón por la que unhombre deseaba permanecer en unarelación con una mujer y renunciar a sudeseo de variedad y de cambiar depareja. No era lujuria. Todo locontrario. Odiaba expresarlo con unapalabra. Pero no tenía más remedio. Pormás que evitara que su voz lapronunciara, no podía evitar que sumente la pensara.

El motivo era porque la amaba. Enocasiones ella se mostraba antipática,terca y descarada, y otras cosas peoressi su memoria se remontaba a casi nueveaños. Y él la amaba.

Al poco rato entró apresuradamenteen su casa, tras haber entregado sucaballo a un mozo de cuadra. ¿Habíaregresado ella? No la había visto desdeque había abandonado su lecho, aregañadientes, poco antes del amanecer.Pero no había querido aprovecharse dela generosidad que ella le habíademostrado quedándose a dormir en sulecho. Supuso que ya habría vuelto acasa. Era bastante tarde.

Su señoría se hallaba en el cuarto deestar, le informó su mayordomo con unareverencia. Él subió la escalera de dosen dos sintiéndose como un estúpido aldarse cuenta de que sus sirvientes le

estarían observando y cambiandosonrisitas burlonas.

Ella estaba sentada con la espaldamuy tiesa, muy elegante, junto a lachimenea. Cuando él abrió la puertadejó a un lado su labor. Él se sentíaridículamente cohibido. Avanzó unospasos y se inclinó ante ella.

—Confío en que hayáis tenido unagrata jornada —dijo.

—Llegáis tarde, milord —respondióella. ¿Habéis olvidado que nos haninvitado a cenar?

Él arqueó las cejas y miró el reloj.—¿Tarde, señora? —contestó—. No

lo creo. ¿Es el único saludo que puedo

esperar? ¿Un reproche pronunciado conmirada fría y expresión adusta?

Su talante había pasado al instante ala irritación. ¿Qué clase de cuento dehadas había imaginado él durante laúltima hora? Ésta era la auténtica Moira.Esto era lo que él sentía realmente haciaella.

—Creo que sería una descortesíahacia el señor y la señora Adams —dijoella— llegar tarde. Y estáis cubierto depolvo, milord. Tendréis que daros unbaño.

—Podéis estar segura, señora —replicó él—, que mis criados ya hanreparado en ello y han subido unas tinas

de agua a mi vestidor. Os pido disculpassi he ofendido vuestra sensibilidadapareciendo de esta guisa ante vos.

Ella no respondió. Tomó su labor,cambió de parecer y apoyó de nuevo lasmanos en el regazo.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó él—. Esto no tiene nada que ver con misupuesta tardanza o mis ropas cubiertasde polvo, ¿verdad?

Ella le miró con gesto pensativo ymirada hostil.

—¿Habéis sido vos quien la hainstigado a comportarse como lo hahecho? —preguntó Moira—. ¿Hablabasiguiendo vuestras órdenes? Me

desagrada profundamente que metrajerais aquí engañada.

Él se detuvo frente a ella con lasmanos enlazadas a la espalda.

—Y a mí me desagradaprofundamente vuestra actitud, señora—contestó—. Si tengo algo que deciros,os lo diré a la cara. ¿Qué os ha dicho mimadre que tanto os ha disgustado?

—No cesó en toda la tarde de hacerveladas alusiones e insinuaciones —dijoella—, por lo general cuando estábamosen compañía de otras señoras y sabíaque yo no podía replicarle. Por lo visto,debo esforzarme en superar mis orígenescomo miembro de la pequeña

aristocracia. Eso significa que deboadquirir unas amistades más distinguidascuando regrese a Dunbarton yabstenerme de enviar invitaciones deforma indiscriminada o aceptar todas lasque reciba. Debo dejar de considerar aHarriet Lincoln mi amiga. Debo invitar amis amistades a pasar el verano enDunbarton para ser vista codeándomecon personas más acordes con miposición como condesa de Haverford.Debo pedir a mi madre que no entre ysalga continuamente de Dunbarton. Deboasegurarme de daros un hijo varóncuanto antes. ¿Queréis que siga?

Él estaba furioso, contra su madre y

contra Moira.—¿Y supusisteis que yo era

responsable de eso? —le preguntó.—¿Por qué me pedisteis que viniera

a Londres? —inquirió ella.—Os invité a venir por las razones

que os di anteanoche —respondió él—.Mi madre hablaba en su nombre. Si ossentís ofendida por lo que dijo, señora,y si vos no os sentís ofendida, yo sí,hablaré con ella. Mejor aún, hablad voscon ella. Os recuerdo que sois lacondesa de Haverford y dueña y señorade Dunbarton, no ella. Podéis seguirmanteniendo un trato tan cordial comodeseéis con vuestros vecinos, Moira, y

considerarlos vuestros amigos. LadyHayes puede instalar su residencia enDunbarton si lo deseáis. En cuanto a unhijo, o una hija, llegará sin duda deforma natural si seguimos manteniendorelaciones conyugales. Podéis negarmeacceso a vuestro lecho cuando queráis.Tened la seguridad de que jamásemplearé la fuerza para reclamar misderechos.

Tal como se sentía Kenneth en estosmomentos, no deseaba seguir con dichoexperimento. No le habría importadoque ella le hubiera anunciado su deseode regresar a Cornualles. ¿Cómo habíasido capaz de creer que su madre había

hablado esta tarde en nombre suyo?—Al parecer he sido injusta con vos

—dijo ella fríamente—. Os pidoperdón.

Pero él estaba furioso y nada podíaaplacar su malhumor. Y quizá fueramejor. No tenía sentido enamorarse deella.

—Confío en que al menos hayáispasado una mañana agradable —dijo.

—Sí, gracias —respondió ella—. Lacompañía era muy agradable. Despuésde pasear por el parque fuimos decompras.

Él esbozó una media sonrisa. Rexhabía estado en lo cierto.

—He comprado una cosa —dijoella, volviéndose para rebuscar en lamesita detrás de su labor—. Lo paguécon mi asignación. No os enviarán lafactura.

—Podéis hacer que me envíen tantasfacturas como deseéis —contestó él.

—Pero esto es un regalo. —Ella lemostró un paquetito—. Una especie deregalo de bodas. Vos me disteis unoayer.

Él lo tomó de sus manos ydesenvolvió una exquisita caja de rapélacada.

—Nunca os he visto tomar rapé —dijo ella—. Pero era muy bonita.

La vida nunca sería tranquila sipermanecía junto a Moira, pensó él. Enlos diez últimos minutos su humor habíaoscilado vertiginosamente entre dosextremos. Sentía deseos de llorar. Noera un regalo costoso. Había vistocajitas de rapé mucho más caras. Y eracierto que no tomaba rapé y porconsiguiente no la utilizaría. Pero era unregalo de bodas, de su esposa.

—Quizá deba empezar a tomar rapé—dijo—, y a estornudar sobre vos.

Durante unos instantes observó unaexpresión de regocijo en los ojos deella, y sonrió.

—Gracias —dijo—. En efecto, es

muy bonita.—Llegaremos tarde, milord —dijo

ella, levantándose.—Y estoy cubierto de polvo —dijo

él—. ¿Me permitís ofreceros el brazopara acompañaros a vuestro gabinete?

Ella alzó el brazo para tomar elsuyo.

Capítulo 21

Las dos semanas transcurrieron apaso de tortuga y a la velocidad delrayo. Todos los días estaban tan repletosde actividades que a veces Moirapensaba que no volvería a tener tiempode descansar o relajarse. A vecesanhelaba el silencio y el ritmo apaciblede la vida en Cornualles. Otras,recordaba que estas semanas quizáfueran las únicas que volvería a pasar enLondres durante la temporada social yque ofrecían numerosas diversiones. Aveces ansiaba alejarse de Kenneth para

poder pensar con claridad. No había díaque no discutieran, especialmente todoslos que pasaban un rato juntos. Otras,sentía que el pánico hacía presa en ellaal pensar que quizá pasaría el resto desu vida separada de él. ¿Cómo viviríasin él? A veces se sentía frustrada porlas invitaciones que le hacían sus amigasy amistades y por las invitaciones que lehacían a él sus amigos y que lesmantenían separados durante variashoras al día, en ocasiones durante todoel día. Otras, pensaba que podrían sermás amigos si se veían menos.

Sólo había una parte del día en queno discutían ni se peleaban nunca y

estaban siempre en armonía. Pero unarelación no podía depender sólo de eso,por maravilloso que fuera. Moira sepreguntaba cómo podría renunciar a esosi regresaba a Dunbarton sola. Suponíaque de la misma forma que había vividosiempre sin ello. Pero ahora que lohabía experimentado y sabía a lo queestaría renunciando, le resultaría muyduro. Por más que sospechaba que no losabía todo ni siquiera buena parte de loque ello entrañaba. Cada noche eradistinto, y cada noche era glorioso.

Cuando no se dedicaban a susrespectivas ocupaciones durante el día,iban a dar un paseo a pie o en coche

juntos por el parque, a visitar galerías, apicnics, y asistieron a un desayunoveneciano y a una boda en St. George’s.Por las noches asistían al teatro, afiestas, a conciertos, a bailes y a veladasliterarias. Recibían con frecuenciainvitaciones a cenar y una nocheofrecieron una cena a sus amigos. Nuncales faltaba compañía ni cosas que hacer.

Durante esas dos semanas seprodujo un encuentro memorable. Lacuñada de Moira se topó con ella unamañana en el parque cuando ibaacompañada por la prima de lordAinsleigh y ella por lady Rawleigh ylady Baird. Todas se detuvieron para

saludarse, y a Moira le sorprendiócomprobar que cuando continuaron supaseo, las otras dos señoras tomaron elmismo camino que ellas y Helen se lasingenió para caminar a su lado, algoalejadas de las otras.

—Mamá está muy enojada —dijocuando hubieron agotado el tema deltiempo—. Imagino que le diste un buenrapapolvo.

—Lamento haberle dado esaimpresión —respondió Moira secamente—. Sólo quería que comprendiera quetan sólo debo responder de mi conductaante mi marido.

—Descuida, ya se recuperará —dijo

Helen—. Mamá no soporta estarenemistada con Kenneth, y él le haechado un rapapolvo aún mayor, comosin duda sabes.

Moira no lo sabía. Curiosamente, lanoticia le complació.

—El caso —dijo Helen— es queMichael no tiene hermanas, sólohermanos. Tú eres mi única hermana. Y,por supuesto, yo soy tu hermana. Seríamuy triste que fuéramos toda la vidaenemigas.

—No me percaté de que éramosenemigas hasta las pasadas Navidades—respondió Moira—. Tú amabas aSean, y yo también.

—Hasta las pasadas Navidades —dijo Helen—, hasta que regresé aDunbarton, y hasta que te vi, no mehabía dado cuenta de lo profundamenteque me había herido el asunto de Sean.Me casé con Michael un año más tarde yle quiero mucho. Pero quizá sea naturalque una lleve siempre en el corazón elrecuerdo de su primer amor. Sí, yo leamaba, Moira. Y tú nos traicionaste.Dijiste a Kenneth que íbamos a fugarnos,y, dado el acusado sentido deresponsabilidad que tiene Kenneth, sesintió obligado a contárselo a papá. Yeso dio al traste con todo.

—No le dije que ibais a fugaros —

contestó Moira, arrugando el ceño—. Nisiquiera lo sabía. Sólo le dije que osamabais y habíais decidido casaros.Supuse que se alegraría. Nosotrostambién nos amábamos, y pensé, alparecer equivocadamente, que éldeseaba casarse conmigo. Supuse quelos cuatro juntos tendríamos mayoresposibilidades de convencer a tu padre yal mío.

Helen se rió.—¿Quién puede adivinar lo que

hubiera ocurrido? —dijo—. Pero fuisteuna estúpida de pensar eso, Moira.Nuestro padre jamás habría consentidoun matrimonio entre uno de sus hijos y

un Hayes. Aparte de la disputa familiar,tu padre era un simple baronet y nisiquiera era rico. Y Kenneth no sehabría rebajado hasta ese extremo.

—Gracias —replicó Moirasecamente.

—Ignoro lo que ha sucedido esteaño —dijo Helen—. Ignoro por quéKenneth regresó apresuradamente acasa, se casó contigo y regresó aLondres sin ti. Sospecho…, pero noimporta. El caso es que somoshermanas, Moira, para bien o para mal.Si estás dispuesta a perdonar lo groseraque estuve contigo las pasadasNavidades, yo te perdonaré por haberme

traicionado. Quizá no hubiera sido nuncafeliz con Sean. Me siento muy a gusto enla sociedad en la que me muevo. Encualquier caso, ¿qué opinas, Moira?

—Te perdono tu grosería —respondió ésta.

—Me alegro. —Helen la tomó delbrazo y se lo apretó—. Daría cualquiercosa por haber oído lo que le dijiste amamá. Nadie le planta nunca cara,excepto Kenneth, que siempre lo hahecho con ese aplomo y frialdad que hallegado a perfeccionar. Yo no meatrevería a hacerlo. Aún me siento comouna criatura con andadores cuando ellame dice algo.

—Casi tuve palpitaciones cuandome encaré con ella —confesó Moira—.Pero Kenneth me había ordenado querecordara quién soy, y tuve que hacerlo.No imagino peor humillación que metomara por una cobarde.

Ambas se echaron a reíralegremente.

—Puede pensar de mí lo que quiera—dijo Helen—. Para ser franca,siempre me ha aterrorizado. Pienso queha encontrado en ti la horma a su zapato.En todo caso, eso espero. Los hombrescomo Kenneth no deberían poder salirsesiempre con la suya y pisotear a todo elque se cruce en su camino. ¿Lo amas?

—Sí —respondió Moira tras unabreve pausa—. Pero no se lo digas —añadió riendo.

Helen le apretó de nuevo el brazo.—Será nuestro secreto —dijo—.

Espero que con el tiempo podamos seramigas, Moira. Siempre quise tener unahermana. Y hace un tiempo pensé que túlo serías.

—Yo también lo espero —dijoMoira.

Pero no sería fácil. Durante untiempo habría siempre cierta tensiónentre ellas. Y si ella regresaba aDunbarton sin Kenneth, toda posibilidadde una amistad entre ella y su familia

política se evaporaría.Pero se alegraba de haber resuelto

hasta cierto punto su relación con lafamilia de su marido. Ahora confiaba enpoder resolver su relación con él.

Kenneth llevó una tarde a su esposaal Egyptian Hall en Piccadilly con elúnico propósito de mostrarle lasreliquias napoleónicas, incluyendo elcarruaje a prueba de balas deBonaparte, el cual había sido capturadotras la Batalla de Waterloo. Lesacompañaron los Rawleigh. Él y Rex nosentían un deseo especial de ver una

exposición que les recordaría la guerra,pensó Kenneth, pero sus esposas sí.Ambas habían expresado anoche sucuriosidad durante la cena. Ambasdeseaban conocer todos los detallessobre las vidas de sus maridos duranteesos años.

Después de contemplar el carruajecon la debida admiración durante unbuen rato, decidieron ir a tomar unoshelados en Gunter’s. Hacía una tardesoleada, y estaban de buen humor. Perocuando atravesaron la puerta principal ysalieron a la calle, Kenneth se fijó enuna pareja vestida de riguroso luto quese dirigía hacia ellos. Agachó la cabeza

y murmuró a Moira al oído:—¿Habéis visto quién se dirige

hacia nosotros?—Vaya por Dios —respondió ella

al darse cuenta—. ¿Hay alguna forma deescaparnos?

—Demasiado tarde —murmuró él,dispuesto a que sir Edwin Baillie lenegara el saludo.

Pero al verlos el susodichocaballero se detuvo en seco, hizo unaprofunda y respetuosa reverencia y rogóa los condes de Haverford que lepermitieran presentarle a la persona quele acompañaba. Lord y lady Rawleighoptaron diplomáticamente por seguir

adelante.La persona que acompañaba a sir

Edwin era su hermana mayor, una jovenpoco agraciada y de aspecto juiciosoque sin embargo parecía impresionadapor el honor que le había sidoconcedido. Su hermano trató detranquilizarla recordándole que suseñoría, la condesa de Haverford ydueña y señora de Dunbarton, lapropiedad más imponente de Cornualles,era también su prima y por tanto suseñoría, el conde de Haverford, héroede las guerras que habían desterrado latiranía en toda Europa y habían salvadoa la noble Inglaterra de la amenaza de

una invasión, era en cierto aspectotambién su primo, si su señoríadisculpaba la familiaridad de semejantepretensión.

Su señoría declaró que estabaencantado de conocer a la señoritaBaillie.

—Y si disculpáis mi atrevimiento,milord —prosiguió sir Edwin—, porproceder de un vecino, un primo vuestroy, si me permite añadir, un amigo,permitidme que os felicite por vuestraextremada amabilidad para con miestimada prima, lady Haverford,convirtiéndola en vuestra esposa.

Kenneth frunció los labios e inclinó

la cabeza. Moira permaneció inmóviljunto a él.

—Os enterasteis de mi terribledesgracia a raíz de la muerte de miquerida y llorada madre, milord —dijosir Edwin—. Tuve que enfrentarme a midolor, ocuparme de mis hermanas yponer en orden mis asuntos. No pudeprestar a mi prometida la debidaatención que requiere cualquier joven dealta cuna. Lo interpreto como muestra deun auténtico amigo —sí, debo insistir enel honor de consideraros mi amigo—, elhecho de que intervinierais y melibrarais de mi comprometida situacióncasándoos con la señorita Hayes, es

decir, lady Haverford, es decir, vos.—Fue un placer, señor —murmuró

Kenneth.Hacía mucho tiempo que no se

divertía tanto, pensó.Sir Edwin se percató de pronto de la

ordinariez de entablar una prolongadaconversación en medio de la calle. Nopodía entretener a sus señorías ni unmomento más. Se despidió con unareverencia explicando que unos asuntosurgentes le habían traído a la ciudad,pero que pese a las tristes circunstanciasy a la profundidad de su dolor, no habíaconsiderado una falta de respeto haciasu llorada madre llevar a su hermana a

ver las reliquias de ese monstruo encuya derrota su señoría habíadesempeñado un destacado papel.Confiaba en que su señoría no le acusarade comportarse con excesiva frivolidadpoco tiempo después de la muerte de sumadre.

Su señoría no le acusaba de nada enabsoluto.

—Bien, Moira —dijo Kennethcuando siguieron avanzando paraalcanzar a sus amigos.

—¿Qué esperáis que diga? —preguntó ella.

—Tiemblo al pensar —respondió él— que me digáis que mientras

observabais la escena nos comparasteisa los dos y decidisteis que os habíaisequivocado en vuestra elección.

—No creo que sea un tema parabromear —protestó ella—. Además, osrecuerdo que no tuve opción.

—Porque decidisteis salir pese a lainfernal tormenta —dijo él. Intuyó queiba a estallar una discusión entre ellos yRex y su esposa no se habían adelantadomucho. Además, estaba de buen humor yno quería discutir—. ¿No era la vivaimagen de la generosidad, Moira?¡Felicitándome por haberme casado convos! ¡Considerándolo un cumplido haciasu persona!

—¿Qué esperabais que dijera? —preguntó ella—. Imagino que es tanorgulloso como cualquier hombre.

—¿Que qué esperaba? —dijo él—.No estoy seguro. Ese hombre es único,no he conocido a nadie como él. Pero osdiré lo que habría hecho yo en susituación. Le habría asestado unpuñetazo. Le habría partido la narizantes de despedirme con una reverenciay largarme.

Ella se detuvo y se llevó el puño a lanariz y la boca. Cerró los ojos confuerza. Pero fue incapaz de sofocar loque trató con todas sus fuerzas dereprimir. Prorrumpió en unas sonoras

carcajadas, sin poder evitarlo, hasta quelas lágrimas rodaron por sus mejillas.

—Vaya por Dios —dijo él, tras locual rompió también a reír.

—Ay, me duele el costado —sequejó ella, llevándose la mano al mismo—. Ay, Kenneth, ¿no es un hombreincreíble?

—Por lo que a mí respecta —respondió éste—, no le repudiaría comoprimo mío por nada del mundo. Y encuanto a sir Edwin, cuando decida porfin honrar a otra joven dedicándole susatenciones, la impresionaráasegurándole que es pariente del condede Haverford, dueño y señor de

Dunbarton, bla, bla, bla.—Y no olvidemos —terció Moira

—, que la difunta señora Baillie era unaGrafton de Hugglesbury.

Acto seguido estalló en otroparoxismo de hilaridad.

—Ay, Señor, por supuesto que nodebemos olvidarlo —dijo él—. Y seríahumillante, Moira, que se jactara de esedato antes de mencionarme a mí.

Kenneth echó la cabeza hacia atrás yrompió a reír a mandíbula batiente.

De pronto sonó una delicada tosecitajunto a ellos.

—¿Es que piensas quedarte ahíplantado toda la tarde, riendo y haciendo

el ridículo, Ken? —preguntó el vizcondede Rawleigh.

—Debiste quedarte para que te lopresentara —le dijo Kenneth—. SirEdwin Baillie se habría quedado mudode asombro, lo cual habría constituidoun espectáculo inenarrable. Sir Edwines primo segundo, tercero o aún máslejano de Moira, por lo que elparentesco no le resulta tan inaceptable.Te aseguro, Rex, que es sin lugar adudas mi primo político preferido,¿verdad, Moira?

Ella se enjugó los ojos con unpañuelo y parecía sentirse turbada yabochornada. Pero él la miró sonriendo

y le ofreció el brazo. Era la primera vezen muchos años que se habían reído ybromeado juntos. A él le pareciómaravilloso reírse y bromear con Moira.

La temporada social prácticamentehabía concluido. Mucha gente ya habíaabandonado la ciudad para dirigirse asus fincas rurales o a uno de losbalnearios. La mayoría de los miembrosde la alta sociedad que quedaban haríanlo propio al cabo de una semanaaproximadamente. Moira y Kenneth nohabían dicho nada de marcharse, porrazones obvias. Ella regresaría a

Dunbarton, como era natural. El únicodetalle que quedaba por decidir era lafecha de su partida. Pero ¿se marcharíasola? Era una cuestión tan importanteque ambos habían eludido el tema y lafecha. Pero sería dentro de poco.

Era un asunto al que ambos seenfrentarían después de la velada enVauxhall. La velada había sidoconcertada con antelación, y losmiembros del grupo que asistiríansuponían que sería la última celebraciónde la temporada. Lord y lady Rawleighabandonarían Stratton Park a la mañanasiguiente, y el señor y la señora Adamsregresarían a Derbyshire. Lord Pelham

partiría para Brighton al día siguiente.Moira sospechaba que se llevaría a suamante, dado que cuando habíapreguntado si iba a acompañarle elseñor Gascoigne se había producido unsonoro silencio. Al parecer, el señorGascoigne iba a regresar a casa porquesu padre estaba muy delicado y tenía queocuparse de su numerosa familia.

Tres o cuatro días después de lavelada en Vauxhall, todos sus mejoresamigos se habrían marchado, pensóMoira. Helen y Michael y su suegra yase habían ido. Ella también tendría quemarcharse. Pero primero su esposo yella debían tomar una decisión. Le

desagradaba pensar en ello. No sabía loque deseaba hacer. Pero decidió dejar aun lado el problema hasta después de lavelada en Vauxhall. No quería que nadala estropeara.

Había gozado con todas lasdiversiones que ofrecía la temporadasocial y visitado todas las atraccionesturísticas de Londres. Pero habíanreservado lo mejor para el final. Moirahabía oído decir que Vauxhall era unlugar mágico, especialmente por lanoche cuando el pabellón estabailuminado por numerosos faroles yvelas, y unos farolillos de colores quese mecían en las ramas de los árboles

que bordeaban los senderos por los quepaseaba la gente. En el pabellón habíaunos palcos en los que uno podíasentarse y comer mientras escuchaba lamúsica. Había baile. Y con frecuenciaun espectáculo de fuegos artificiales.

Sólo el tiempo podía estropear lavelada. Moira estuvo pendiente deltiempo durante toda una mañanaencapotada y una tarde parcialmentenublada. Pero poco antes del atardecerel cielo se despejó y el aire se tornó mástemplado justo cuando parecía que iba arefrescar.

—Estáis muy guapa —le dijo suesposo cuando se reunió con él en el

vestíbulo.—Gracias —respondió ella

sonriendo. Lucía el único traje de nocheque había comprado en Londres, unprecioso vestido de encaje y raso verdepálido que Catherine y Daphne la habíanconvencido de que adquiriera, aunque locierto era que no hizo falta que seesforzaran en convencerla.

—¿Es un vestido nuevo? —preguntóél, tomando el grueso chal de sus manosy colocándoselo sobre los hombros—.¿Me han enviado ya la factura?

—Lo he pagado yo —respondióella.

—En tal caso mañana me

presentaréis la factura —dijo él,ayudándola a montarse en el coche ysentándose junto a ella—. La asignaciónque os doy es para vuestros gastospersonales, Moira. Los gastos devuestro vestuario corren de mi cuenta.

Ella no respondió. No tenía sentidodiscutir. Y era absurdo. Debía sentirsecomplacida, pues el vestido había sidomuy caro. Pero detestaba depender de unho mb r e . Los gastos de vuestrovestuario corren de mi cuenta. Habíaalgo humillante en esas palabras. Habíadependido de un hombre toda su vida,por supuesto, primero de su padre y,recientemente, de sir Edwin Baillie.

Pero esto era distinto.—Siempre será así, señora —dijo él

adivinándole el pensamiento, con untono algo frío, como solía emplear amenudo—. No seáis tan testaruda.Aunque a partir de esta semana novolváis a verme, siempre seréis miesposa.

—Siempre os perteneceré —dijoella en voz baja—. Podéis decirlo envoz alta.

—Siempre me perteneceréis —contestó él secamente.

Discutían a cuento de la generosidadde él. ¿Se había vuelto loca? Aunque apartir de esta semana no volváis a

verme. Temió que el pánico hicierapresa en ella.

—Esta noche habrá baile —dijo élde improviso, cambiando de temadespués de un breve y tenso silencio—.Todos querrán bailar con vos, Rex y suhermano, Baird, Nat y Eden. Pero deseobailar el vals con vos, Moira. Elprimero después de la cena. Espero queme lo reservéis.

—¿Es una orden, milord? —preguntó ella.

—Sí, pardiez, es una orden —contestó él profundamente irritado, perola miró de refilón mientras ella leobservaba a él. Era algo que sucedía

entre ellos de vez en cuando: saltabanunas chispas de irritación querápidamente eran neutralizadas por elsentido del humor que compartían.

—Entonces no es preciso queacceda a reservároslo —replicó ella—.No tengo más remedio que hacerlo.

—Veo que vais aprendiendo —dijoél.

—Sí, milord —respondió ella contono sumiso.

Él siguió mirándola de refilón sinvolverse hacia ella.

Vauxhall, al que llegaron por el ríoen compañía de los otros miembros desu grupo, era todo cuanto Moira había

imaginado y más. Las luces de losfarolillos de colores rielaban sobre lasuperficie del Támesis, y cuandoentraron en el jardín recreativo tuvo lasensación de penetrar en un cuento dehadas, dejando el mundo real atrás.

—Oh, Kenneth —dijo, mirando a sualrededor y alzando la vista paracontemplar las ramas de los árboles—,¿habéis visto algo más maravilloso?

—Sí. —Él le cubrió la mano quetenía apoyada en su brazo con su manolibre—. La luz de la luna brillandosobre el mar en Tawmouth.

Una tarde, al anochecer, ella sehabía aventurado a reunirse con él en la

hondonada sobre los acantilados yhabían contemplado la escena que élacababa de describir, sentados uno juntoal otro, mientras él le rodeaba loshombros con el brazo. La había besado,pero ella no había experimentadoninguna sensación de peligro. ¡Ah, ladulce inocencia de la juventud!

Era posible que él no volviera a verTawmouth. Era posible que ella vivieraallí sola, con sus recuerdos.

Era una noche cálida y soplaba unaligera brisa. El parque recreativo deVauxhall Gardens estaba repleto de

gente charlando, riendo y bebiendo,quizá porque la temporada social habíallegado a su fin y todos queríanaprovechar las últimas celebracionesque quedaban. Habían hecho lo quehacía todo el mundo en Vauxhall: habíanpaseado por los sombreados senderospor parejas antes de la cena, aunque nocon sus respectivos cónyuges; habíanescuchado a la orquesta tocar obras deHändel; habían degustado las finaslonchas de jamón y las fresas y habíanbebido el champán por el que Vauxhallera célebre; habían conversado y reído;habían bailado.

Gravitaba una sensación casi de

desesperación sobre la velada, al menospor lo que respectaba a Kenneth. No erauna perspectiva particularmente grataque dentro de dos días todos sus amigosse dispersaran por diversas zonas delpaís. No sabían cuándo volverían averse. Pero esa tristeza no era nadacomparada con la gran incertidumbre.¿Se despedirían Moira y él paraemprender cada cual su camino? Notardaría en saberlo. No podían aplazarpor más tiempo su decisión. Mañana,tenían que tomarla mañana.

Ambos lo sabían. Ambos estabandecididos a disfrutar esta noche. No sehabían sentado juntos en el palco que sir

Clayton Baird había reservado. Nohabían paseado juntos ni bailado juntos.No se habían mirado una sola vez a losojos. Pero la orquesta se disponía porfin a tocar un vals. Y ya habían cenado.Él se levantó y fijó la vista en ella porprimera vez. Ella se reía de algo que lehabía dicho Eden, pero al mirar aKenneth se puso seria de inmediato.

—Creo que éste es mi vals, Moira—dijo él, tendiéndole la mano.

—Sí.Ella observó su mano durante unos

momentos antes de apoyar la suya enella. No sonrió al levantarse, comohabía sonreído durante toda la velada.

El aire parecía vibrar de la tensión.Todos debieron de percibirlo, pensóKenneth. De hecho, parecía como sitodos los presentes enmudecieran y lesobservaran abandonar el palco para ir abailar juntos el vals.

—Bien —dijo el señor Gascoigne—, ¿cuál es el veredicto sobre esosdos?

—Yo diría —respondió lord Pelham—, que la dama no se deja dominarfácilmente. Lo cual no debe de gustarle anuestro amigo Ken.

—Estoy de acuerdo contigo, Eden

—dijo el vizconde de Rawleigh—. Nodebe de gustarle en absoluto. Peroquizás haya sido eso lo que le haatrapado de forma irrevocable.

—Yo diría que a ella no le gusta enabsoluto que la dominen —apuntó ladyBaird—, y que lord Haverford haríabien en suavizar su talante frío ydominante.

—Pero debes confesar, Daphne, quelo hace maravillosamente —terció ladyRawleigh riendo—. Y creo que Moiraes más que capaz de resolver elproblema. Además, se aman. Eso estátan claro como que tengo nariz.

—Ah, la respuesta de una mujer —

dijo el señor Adams—. Se aman ypunto.

Sonrió a su cuñada con afecto.—No será un matrimonio tranquilo

—observó el señor Gascoigne.—Sinceramente, Nat —terció lord

Rawleigh—, no creo que Ken soportaraun matrimonio tranquilo.

—En cualquier caso, saben reírsejuntos —dijo lady Rawleigh, cambiandouna sonrisa divertida con su marido.

—En tal caso seguro que seránfelices —dijo sir Clayton levantándose—. ¿Bailamos el vals, Daph?

Capítulo 22

—Os divertís? —preguntó Kenneth aMoira cuando la condujo a la pista debaile situada ante el pabellón.

—Muchísimo —respondió ella—.Sabía que éste sería un lugar precioso yuna velada maravillosa. No me hadecepcionado. Bailar al aire libre es unaexperiencia deliciosa. Ojalá pudierabailar toda la noche. ¿Podemos bailarhasta el amanecer, milord?

Apoyó una mano ligeramente en elhombro de él y la otra en su mano.

—Espero que no —contestó él—.

Tengo otros planes para el resto de lanoche cuando lleguemos a casa.

La música comenzó a sonar y ambosempezaron a moverse con naturalidad alritmo del vals. Habían bailado juntospocas veces desde que ella habíallegado a la ciudad. Éste era el primervals que bailaban desde el baile deDunbarton. Todas las dudas que algunoshabían expresado sobre el carácterdecoroso del vals eran fundadas, pensóél.

—Desde luego —dijo ella enrespuesta a lo que él había dicho hacíaunos minutos—. Eso será mucho másplacentero que bailar.

Él la condujo girando al son de lamúsica alrededor de la pista. No podíaapartar los ojos de ella. Volvía a ser lajoven vivaracha que se reía de lasconvenciones y decía sin rodeos lo quepensaba. Pero no daba crédito a lo queacababa de oír. Se dio cuenta de queella flirteaba con él. Y no como lohacían otras mujeres que él conocía,pestañeando y haciendo ojitos yentreabriendo los labios, sino como loharía la cortesana más descocada. Pero¿qué podía esperar de Moira?

—En muchos aspectos —dijo—,guarda un gran parecido con el baile. Eneste vals, os habéis adaptado

perfectamente a mi ritmo.—No es difícil —respondió ella—

seguir a un hombre que se mueve con talseguridad y destreza.

—No hay nada —dijo él agachandoun poco la cabeza para acercarla a lasuya— que proporcione más placer ados personas que un baile en el queambas se mueven como una sola.

—Excepto —contestó ella casi en unmurmullo— eso que guarda un granparecido con el baile.

¡La muy desvergonzada! De modoque no estaba dispuesta a cederle laúltima palabra. No estaba dispuesta adejarse desconcertar por la

conversación subida de tono. Le hacíadescaradamente el amor con sus ojos ysus palabras. Él casi había olvidadodónde estaban. De pronto se acordó eimpuso mayor distancia entre ambos.Sus cuerpos casi se habían tocado.

—Bailáis muy bien el vals, Moira—dijo—. Han ocurrido muchas cosasdesde la primera vez que bailamosjuntos un vals.

—En efecto —respondió ella, y élobservó que el descaro desaparecía desus ojos para dar paso a una expresióncasi soñadora—. Era la primera vez quebailaba un vals. En Tawmouth teníafama de ser un baile escandaloso.

—Una fama muy merecida —dijo él.—Es el baile más maravilloso que

se ha inventado —dijo ella—. Lo penséentonces y sigo pensándolo ahora.

Bailaron el resto del vals ensilencio, moviéndose simultáneamentecon un instintivo sentido del ritmocompartido, conscientes del otro baileque ejecutarían juntos en la privacidadde su hogar antes de que terminara lanoche. La fresca brisa nocturnaabanicaba las acaloradas mejillas deambos. Los farolillos que iluminaban elpabellón y los que colgaban de losárboles se mezclaban en uncaleidoscopio de color en la periferia

de sus respectivos campos visuales.

No debía faltar mucho para queamaneciera, pensó Moira más tardecuando regresaban a casa en coche.Había sido la última celebración de latemporada social. Todos se habíanmostrado remisos a poner fin a lamisma. Tenía los ojos cerrados y sesentía gratamente somnolienta ygratamente excitada al pensar en lo quesucedería cuando llegaran a casa.

Estaba firmemente decidida a nopensar en mañana.

—No os habréis dormido, ¿eh? —

preguntó su esposo.Ella abrió los ojos para sonreírle.—No —respondió—. Estaba

descansando.—Buena idea —dijo él con un tono

cargado de significado.Ella se preguntó de improviso por

qué tenían que tomar una decisión. Sehabían peleado durante las dos semanasque habían pasado juntos, pero no todoel tiempo. Había habido más ocasionesen que no se habían peleado. Ellacalculaba que había muchosmatrimonios en los que existían mástensiones entre los cónyuges que entreKenneth y ella. Sin embargo, esas otras

parejas casadas conseguían llevarserelativamente bien.

Al pensar en ello suspiró para susadentros. Ése era el problema. A ella nole bastaba «llevarse relativamente bien»con su marido, y sospechaba que aKenneth tampoco. Aunque en el caso deella no era del todo cierto. Había estadodispuesta a casarse con sir EdwinBaillie, a sabiendas de que a lo sumo elmatrimonio le resultaría tolerable. Peroésa había sido una cuestión muy distinta.No amaba a sir Edwin.

Era una cuestión demasiadocomplicada para analizarla esta noche,pensó, y se había prometido no hacerlo.

Mañana sería otro día. Deseaba quemañana no llegara nunca. Deseaba queesta noche durara eternamente.

—Ya hemos llegado —dijo una vozgrave a su oído, y ella abrió los ojosrápidamente. Tenía la cabezacómodamente apoyada en un hombroancho y acogedor.

—Quizá —dijo él— deberíaacompañaros a vuestra alcoba y dejarque durmáis tranquilamente.

—No —respondió ella,incorporándose—. No deseo dormir…,todavía.

—Ah —dijo él—. ¿Deseáis volver abailar, señora?

—Os dije que deseaba bailar toda lanoche —declaró ella.

—Vuestros deseos son órdenes —contestó él.

Fue un baile en el que estuvieron deinmediato en armonía. Él dejó todas lasvelas encendidas, la despojó a ella de sucamisón y se quitó el suyo, se arrodillócon ella sobre la cama, cara a cara,exploró su cuerpo deslizando sus manossuavemente sobre éste mientras ella leexploraba el suyo, la observó con ojosentornados al igual que ella a él, leacarició la cara con la boca abierta y la

lengua mientras ella le hacía lo mismo aél.

Cuando le alzó los pechos con susmanos y agachó la cabeza para lamerlelos pezones, succionándolos uno trasotro, ella le sostuvo la cabeza conambas manos, introduciendo los dedosen su pelo, y agachó también la cabezapara murmurarle al oído y gemir deplacer.

Él la deseó con una pasión febrilcasi desde el primer momento. Pensóque jamás la había deseado como ladeseaba esta noche. Hasta este momentoMoira había sido simplemente un cuerpode mujer que le procuraba placer y al

que él trataba de procurar placer. Estanoche, incluso más que durante las dosúltimas semanas, era el cuerpo deMoira, y él sabía que durante toda suvida adulta había vivido este momentoen su fantasía por más que se habíanegado a reconocerlo hasta ahora. Moirasiempre había estado presente como unaparte tan inconsciente de su vida comoel aire que respiraba.

Ella se arrodilló, separó los muslose inclinó la cabeza hacia atrás mientrasél deslizaba una mano debajo de ella yla acariciaba con dedos expertos ensuscitar deseo. Le acarició el cuello consu boca. El deseo era un dolor que

pulsaba en su entrepierna, le martilleabalas sienes y retumbaba en sus oídos.

Sabía por experiencia que lasmujeres obtenían su placer sexual másde los prolegómenos que de lapenetración. Él se mostraría paciente sieso era lo que ella necesitaba. Esperaríatoda la noche si era necesario a que ellaalcanzara el orgasmo. Esta noche haríacuanto pudiera para lograr que ellaexperimentara todo el placer que cabíaexperimentar.

—¿Te gusta esto? —le preguntó conlos labios oprimidos contra su boca—.¿Quieres más? ¿Quieres que te penetre?Dime lo que quieres.

—Quiero sentirte dentro de mí —murmuró ella.

Él se colocó entre sus muslos, laalzó sobre él, se situó y la penetró firmey profundamente, esperando a que ellase colocara en una postura más cómoday le rodeara los hombros con los brazos.

—Baila conmigo —dijo él—.Compartamos el ritmo y la melodía.

—Llévame tú —murmuró ella—, yyo te seguiré.

Ella permaneció inmóvil duranteunos momentos, como solía hacercuando él le hacía el amor, mientras élempezaba a ejecutar los movimientosdel amor, penetrándola y retirándose una

y otra vez, tras lo cual ella empezótentativamente a imitar sus movimientos.Al cabo de un rato ella añadió el ritmode sus músculos interiores, tensándose yrelajándose en torno a su miembro viril,y él perdió toda noción del tiempo y ellugar. Todo devino en unas sensaciones:el sonido de una respiración trabajosa,casi sollozante, el olor a agua decolonia, a sudor, a mujer, el contacto desus partes íntimas, ardientes, húmedas,tensas, la instintiva determinación decontrolarse, de prolongar el dolor hastaque sintiera que su pareja alcanzaba elclímax. Moira. Su pareja. Ella formabaparte de esas sensaciones. Su cuerpo no

perdió ni por un momento conciencia deque era Moira.

De pronto ella rompió el ritmo. Seoprimió con fuerza contra él,abrazándolo, sus músculos tensados almáximo.

—Sí —le murmuró él al oído,penetrándola hasta el fondo, moviendolas caderas contra las suyas—. Sí.Córrete. El baile está a punto determinar.

Ella no alcanzó el orgasmo en unestallido, como había supuesto él, sinocon suaves murmullos y suspiros y unarelajación progresiva y total. Sucedió enpaz y una increíble belleza. Él se retiró

lentamente y la penetró de nuevo hasta elfondo, liberándose de su dolor, de sunecesidad de ella, suspirando contra supelo.

—Sí —dijo suavemente cuandohubo terminado.

—Tenías razón —dijo ella al cabode largo rato. Seguían arrodillados,abrazados, unidos en lo más íntimo yprofundo de sus cuerpos—. Esto esmucho más placentero. No me imaginabahasta qué punto.

—Siempre es un placercomplaceros, señora —dijo él,besándola en la nariz.

—El placer es agradable, al menos

durante un rato —dijo ella.—Muy agradable. —Él meditó en lo

que ella acababa de decir: al menosdurante un rato. Cuando uno realizabael acto sexual era muy fácil creer que elsexo lo constituía todo. Por supuesto, noera así. Ni siquiera constituía casi todo.Y había sido Moira quien se lo habíarecordado. La alzó con cuidado deencima de él y la depositó sobre lacama, estirándole las piernas, que teníaentumecidas—. Y también es agradabledormir cuando el baile ha terminado.

Se levantó de la cama, la cubrió conlas mantas, tomó su camisa de dormirsin molestarse en ponérsela y la miró

sonriendo.—Buenas noches, Moira. Ha sido un

gran placer.—Buenas noches, Kenneth —

respondió ella. No le devolvió lasonrisa. Cerró los ojos antes de que élse marchara.

Hablaremos mañana. Ninguno delos dos había pronunciado esas palabrasen voz alta. Pero ambos las habían oídocon toda claridad.

Hablarían mañana.

Pese a lo tarde que se habíanacostado, principalmente debido a una

hora de vigorosa actividad sexual, selevantaron al mediodía y salieron. Sedirigieron andando a Rawleigh Housepara despedirse de los vizcondes. Elcielo presentaba un brillante colorceleste, sin que una sola nubecilla loempañara, y el día, ya caluroso,prometía que al cabo de un rato haría uncalor abrasador.

—Es un recordatorio —dijo Kenneth— de que ha llegado el momento deabandonar Londres para ir a losespacios más abiertos y gozar del airemás puro del campo o de la costa.

—Sí —respondió Moira.Habían estado charlando

amigablemente desde que ella se habíareunido con él a la hora del desayuno. Ysin embargo estas palabras pronunciadassin pensar habían bastado para queambos guardaran silencio. Moira nodudaba de que él era tan conscientecomo ella de la diferencia entre lo quehabían hecho en la cama la nocheanterior y lo que habían hecho durantelas dos semanas precedentes. Y porsupuesto él era tan consciente como ellade la decisión que debían tomar durantelas dos próximas horas. Una decisiónque él había estado peligrosamente apunto de expresar en voz alta.

Siguieron andando el resto del

camino en silencio.El vizconde de Rawleigh y su

esposa estaban de excelente humor. Lesilusionaba la perspectiva de regresar asu casa en Stratton Park. El señorGascoigne había ido también adespedirse de ellos. Lord Pelham, no.

—Iba a venir, Rex —dijo el señorGascoigne sonriendo—. Pero supongoque aún está en la cama, durmiendocomo un tronco después de…, despuésla velada en Vauxhall.

Moira supuso que lord Pelham debíade estar muy enamorado de su amante.

—Gracias por venir a despediros denosotros, querida —dijo lord Rawleigh

tomando las manos de Moira en lassuyas—. Echaremos de menos a nuestrosamigos. He pedido a Ken que os traiga aStratton a pasar unas semanas, pero measegura que tenéis otros planes. En talcaso, os deseo un feliz verano. Ha sidoun placer conoceros.

Tras estas palabras le besó la mano.—Moira. —Catherine la abrazó con

fuerza—. Es como si te conociera detoda la vida en lugar de hace sólo dossemanas. Me alegro mucho de quenuestra amistad continúe debido a quenuestros maridos son amigos. Teescribiré… ¿a Dunbarton? ¿Es ahídonde iréis lord Haverford y tú?

Moira sonrió y asintió con la cabeza.—Debéis venir a vernos allí —dijo

Kenneth desde detrás de Moira antes detomar la mano de Catherine e inclinarsesobre ella—. ¿Verdad, Moira?

—Por supuesto. —Ella sonrió denuevo—. Es uno de los lugares másbellos del mundo.

—Quizás el año que viene —dijo elvizconde emitiendo una afectuosa risitay mirando a Catherine con cariño—.Después de que cierto acontecimientollegue a un feliz desenlace.

Ella le miró sonriendo y se sonrojó.Al observarlos, Moira sintió unapunzada de envidia.

El señor Gascoigne besó la mano deCatherine.

—¿Y vos, señor? —dijo ella—.¿Podemos confiar en que vendréispronto a Stratton? Estaremos encantadosde alojaros en nuestra casa. ¿O haempeorado el estado de salud de vuestropadre?

—Sospecho —respondió el señorGascoigne torciendo el gesto—, que laindisposición de mi padre se debe engran parte al hecho de que tiene cincohijas que casar y una sobrina díscola.

—Vaya por Dios —dijo Catherine.—Creo —continuó el señor

Gascoigne— que se deleita imaginando

que conseguiré reunir a un buen númerode candidatos para mis hermanas yenderezar a mi sobrina propinándole unabuena azotaina. Se equivoca, porsupuesto. Pero iré a verlo.

—Yo que tú, Nat —dijo Kenneth—,emigraría a América hoy mismo, opreferiblemente ayer.

—¿No se te ocurre un lugar máslejano? —preguntó Rex.

El señor Gascoigne sonrió casi congesto de disculpa.

—Recordaréis que regresé a casajusto antes de Waterloo —dijo—.Permanecí cinco largos días y partí denuevo apresuradamente… Demasiadas

mujeres, todas ellas pisoteando lavoluntad de mi pobre padre, a quiennada le complace más que pasar el díaen su biblioteca. Pero ahora que me herecuperado de la impresión de ver quelas chicas están ya muy crecidas,confieso que siento debilidad por ellas.

—Y el deseo de reunir a esoscandidatos a su mano —apostilló elvizconde de Rawleigh dándole unapalmada en el hombro—. Pues a ello,Nat, amigo mío. Llévate a Eden —dijoriendo—. Debemos irnos, mi amor.

Ayudó a Catherine a montarse en elcarruaje y al cabo de unos minutospartieron, al tiempo que ambos agitaban

la mano a través de la ventanilla abierta.—Bien —dijo el señor Gascoigne

observando cómo se alejaban—, esematrimonio contraído precipitadamenteparece haber dado excelente resultado.

Moira se tensó. Kenneth no dijonada.

El señor Gascoigne se volvió haciaellos, estremeciéndose y haciendo almismo tiempo una mueca de disgusto.

—Vaya, lo siento… —dijo.—No tiene importancia —respondió

Kenneth—. Tienes razón. Moira y yoregresaremos dando un paseo a pie porel parque. ¿Quieres acompañarnos?

—Espero poder partir dentro de

unas horas —contestó el señorGascoigne—. Tengo que hacer unmontón de cosas antes. Disculpadme,lady Haverford —dijo tomando la manode Moira—. Ha sido un gran placerconoceros. Ken es un tunante con suerte,si disculpáis la expresión.

Estrechó la mano de Kenneth y losdos se abrazaron impulsivamente antesde que el señor Gascoigne se alejara,dejándolos en la acera frente a la casade los Rawleigh.

—¿Quieres dar un paseo por elparque? —preguntó Kenneth.

Moira asintió y le tomó del brazo.Había supuesto que conversarían en el

cuarto de estar, para decidir su futuro.Pero cuando echaron a andar se impusoentre ellos cierta tensión, un silencioclaramente incómodo. Ocurriría en elparque, dedujo ella. Se encaminabanhacia el momento más crucial de susvidas.

—Esperaremos a entrar en el parque—dijo él con tono quedo, como si lehubiera leído el pensamiento—.Podemos dar un paseo por el Serpentine.

—Sí —dijo ella.

No habían dicho palabra desde hacíaquince minutos o más. Pero habían

paseado a través de los céspedes,debajo de los árboles, por el Serpentine.Habían observado a un grupo de niñosjugando con un barquito que sedeslizaba por el agua, guiándolo con unpalo para que no se les escapara. Unanodriza les había advertido, con escasoresultado, que tuvieran cuidado.

—Bien, Moira.Kenneth oyó a su esposa suspirar

lentamente.—Hace tres meses —dijo—, nos

casamos porque las circunstancias nosobligaron a hacerlo. A la mañanasiguiente y de nuevo al cabo de unasemana me dijiste que lamentabas

haberme vuelto a ver. Hace poco más dedos semanas te reuniste aquí conmigoporque yo… te pedí que lo hicieras.Accediste a gozar conmigo de lo quequedaba de la temporada social. ¿Lo haspasado bien?

—Sí —respondió ella.—Y decidir si pensabas lo mismo

que hace tres meses. ¿Sigues pensandolo mismo?

Se produjo un largo silencio.—Los dos debíamos decidirlo —

respondió ella por fin—. Tú teníastantas dudas sobre nuestro matrimoniocomo yo. Deseabas alejarte de mí tantocomo yo deseaba no volver a verte. ¿Por

qué decidiste que debíamosreplantearnos esa decisión? Ignoro elmotivo, pero era una decisión quedebíamos tomar los dos. ¿Siguespensando lo mismo?

Resultaba tan difícil como él habíaimaginado. Una decisión mutua requeríaque uno de los dos se pronunciara enprimer lugar. No podían hacerlo deforma simultánea. Y luego el otro debíareaccionar. Pero ¿y si el otro habíatomado la decisión contraria?

No obstante, si ella seguía pensandolo mismo que en Dunbarton, ¿no se lohabría comunicado sin vacilar?

Pero ella habló de nuevo antes de

que él hubiera formulado una respuesta asu pregunta.

—Cuando le contaste al señorGascoigne que yo había sufrido unaborto, ¿por qué rompiste a llorar?

—¡Maldita sea! —exclamó élhorrorizado—. ¿Te lo ha dicho él?

—No —respondió ella—. Me locontó Catherine.

¡Santo cielo!—¿Por qué rompiste a llorar? —

insistió ella.—Había perdido un hijo —

respondió él—. De cuya existencia mehabía enterado hacía poco; mi menteapenas había tenido tiempo de hacerse a

la idea. Y de pronto lo perdimos, enmedio de un gran dolor y angustia. Túperdiste un hijo, mi hijo. Esa nochemurió un niño y se llevó con él dosvidas. O mejor dicho, la posibilidad deuna vida, una…, no sé muy bien lo quetrato de decir. Creo que durante los díassiguientes deseé haber muerto en elcampo de batalla. No tenía… deseos deseguir viviendo. Quizá seguíasintiéndome así cuando hablé con Nat.Quizá pensé que habría deseado seguirviviendo si eso no hubiera ocurrido.Quizá pensé que esa noche había muertola persona equivocada. No sé lo quedigo. ¿Crees que tiene sentido lo que

digo?—¿Por qué me pediste que viniera?

—preguntó ella.—Quizá para averiguar si existía

algo por lo que mereciera la pena seguirviviendo —respondió él—. Aunque nome lo había planteado de esa formahasta este momento.

—¿Y la has hallado? —inquirió ella—. ¿Has hallado una razón para seguirviviendo?

¿La había hallado?, se preguntó él.De alguna forma, uno soñaba con… No,debía expresarlo en voz alta.

—Uno sueña con la perfección —dijo—, con vivir felices y contentos el

resto de nuestros días. Con un amorromántico que define el tiempo y lamuerte y abarca toda la eternidad. Esduro aceptar la realidad de la vida real.Jamás alcanzaremos la perfección,Moira. No podemos vivir siemprefelices y contentos. Nunca llegaremos aamarnos verdaderamente. ¿Estoydispuesto a conformarme con algomenos de un sueño? ¿Y tú?

—No lo sé —respondió ella—.Traté de imaginarme la vida sin ti. Tratéde imaginarme regresando a Dunbartonsola, sabiendo que no volvería a vertejamás.

—¿Y?

—Es una imagen de paz —dijo ella.Ah. Él no había caído en la cuenta

de cuánto deseaba que ella contradijeratodo lo que él acababa de decir. Depronto se sintió hundido. Pero no podíaculparla. Era una decisión mutua.

—Es una imagen de un profundovacío —dijo.

Un niño y su padre trataban de hacervolar una cometa con escaso éxito.Soplaba poco viento. Pero el padre lointentaba una y otra vez con paciencia,inclinándose sobre su hijo y colocándolelas manos correctamente sobre lacuerda. Kenneth sintió una punzada deenvidia y nostalgia.

—Moira —dijo—, ¿cuándo tieneque venirte la menstruación?

—Ahora —respondió ella—. Hoy,ayer, mañana. Pronto.

—¿Cómo te sentirías —le preguntóél— si averiguaras que estabas de nuevoencinta?

—Aterrorizada —respondió ella—.Emocionada.

—Sabes —dijo él—, que yo nopermitiría que un hijo mío creciera sinun padre.

—En efecto —contestó ella.—¿Confías en que no sea así? —

preguntó él.Se produjo un largo silencio.

—No —respondió ella suavemente.—Yo tampoco —dijo él—. Pero

aunque no ocurra ahora, podría ocurrirel mes que viene o el otro.

—Sí —dijo ella. Él esperó a queella tomara una decisión definitiva. Élhabía expresado sus deseos con todaclaridad—. Regresa a casa conmigo,Kenneth.

—¿Para pasar el verano? —preguntóél—. ¿Para siempre?

—No es preciso que lo decidamosahora —respondió ella—. Podemosdecir que es para pasar el verano o hastaNavidad o… hasta cuando sea. ¿Deseasvenir?

—Sí —respondió él.—Entonces ven. —Ella apoyó la

mano que tenía libre junto a la otra quetenía sobre el brazo de él e inclinó lacabeza para apoyarla brevemente en suhombro—. Verás la fuente y los macizosde flores y los demás cambios que hehecho. Podemos pasear por losacantilados y sentarnos en la hondonada;correr por la playa. Podemos…

—Hacer el amor en el baptisterio —dijo él, interrumpiéndola. Sonrió. Ellase había expresado con tono animado,alegre.

—Sí —dijo ella bajito.—Entonces lo intentaremos —dijo

él— durante el verano. Y si pasado elverano comprobamos que no daresultado, si no te quedas encinta,haremos otros planes.

—Sí.—Pero de momento no pensaremos

en eso —dijo él.—Falta mucho para el otoño —dijo

ella—. Los árboles del parque estánespléndidos en otoño, Kenneth.

—Casi he olvidado el aspecto quetienen —contestó él—. Este año volveréa verlos.

—Sí —dijo ella—. ¿Cuándopartimos? Estoy impaciente por regresara casa.

—¿Mañana? —sugirió él—.¿Tendrás tiempo de hacer lospreparativos pertinentes?

—Sí, mañana —respondió ella—.Dentro de una semana estaremos deregreso en nuestra casa en Dunbarton.

Juntos. Estarían en casa juntos, parapasar el verano y quizás el otoño.Quizás hasta Navidad. Quizá, si ella sequedaba en estado, para siempre.

Sería doloroso volver a soñar. Peroél había vuelto a soñar. Y era doloroso.

Capítulo 23

La vida parecía casiinquietantemente tranquila cuandoregresaron a su casa en Cornualles.Dejaron de discutir. En Dunbartonretomaron sus respectivos quehaceres,los cuales les mantenían ocupadosdurante buena parte del día. Visitaban yrecibían a sus vecinos, a menudo juntos.Pasaban parte de la noche juntos en ellecho de Moira antes de dormirseparados. Todo indicaba que habíanalcanzado un estado semejante a «felicespara siempre», o al menos «satisfechos

para siempre».Salvo que Moira tenía la sensación

de vivir conteniendo constantemente elaliento. No habían decidido nada.Simplemente habían acordado ampliarel período de prueba de su matrimonio,nada más. Como era de prever, ellaestaba de nuevo embarazada. Al cabo detres semanas no había ninguna duda alrespecto. Pero era posible que elresultado de ese embarazo no fueradistinto del anterior, aunque no se sentíaindispuesta como la otra vez y comía ydormía bien. Si perdía esta vez al hijoque esperaba, ¿diría a Kenneth que nodeseaba volver a verlo jamás? ¿Se

apresuraría él a tomarle la palabra?No, ella sabía que jamás volvería a

decirle eso, a menos que él la provocaragravemente. Pero ¿decidiría élmarcharse de todos modos? ¿Habíasugerido venir a Cornualles simplementeporque las respuestas de ella a suspreguntas le habían indicado unaposibilidad muy real de que ella habíavuelto a quedarse en estado? A vecesella pensaba que había algo más. Lopensaba casi siempre, pero temíaconvencerse de ello. Trataba deproteger su corazón contra un futurodolor.

Si lograba llevar su gestación a

término y el niño sobrevivía, élpermanecería a su lado. Pero ella noquería que él se quedara dependiendosólo de esos hechos. No quería que sequedara sólo por el niño. Quería que sequedara por ella.

A veces se despreciaba por haberllegado a depender de él hasta esepunto, por haber llegado a amarlo deforma tan incondicional, sin el menorsentido crítico. A veces luchaba contraesa dependencia, a menudo de formairracional.

Una tarde decidieron ir a visitar a lamadre de Moira. Lo decidieron duranteel desayuno. Puesto que hacía un día

espléndido después de casi una semanade un tiempo nublado y lluvioso, habíandecidido ir andando a Penwith Manor yaprovechar la visita para pasar la tardeal aire libre. Asimismo, parecía haberseestablecido una comunicación silenciosaentre ellos. Ocurría a menudo y Moirase preguntaba si era fruto de suimaginación o si sus pensamientoscoincidían a veces realmente. En estaocasión ambos habían pensado en lacabaña del ermitaño poco después deenfilar la carretera que descendía haciael valle. Ambos habían pensado endetenerse allí cuando regresaran dePenwith. Era una de las cosas que él

había mencionado durante el paseo quehabían dado por el Serpentine. Habíadicho que harían el amor en elbaptisterio.

Nunca habían hecho el amor de día.Aparte de la primera vez, nunca habíanhecho el amor en otro lugar que no fuerael lecho de Moira. La perspectiva dehacer el amor una tarde estival en lacabaña, con la puerta abierta al sol y ala brisa, resultaba tremendamenteexcitante. Podrían contemplar la vistadel valle, el río y la cascada.

Pero la intensidad de lossentimientos que experimentaba hacia élasustaba a Moira.

—Quizá —le dijo durante elalmuerzo— tengas cosas másimportantes que hacer que ir de visita,Kenneth. No es necesario que meacompañes a casa de mamá.

—¿Ah, no? —Los ojos de él laobservaron con una expresión un tantolánguida. ¿Habían cambiado sus ojos?,pensó ella. ¿Se habían tornado de untiempo a esta parte más dulces, mássoñadores? ¿O era cosa de suimaginación?—. ¿Prefieres conversarcon ella a solas, Moira? ¿Quejarte demis pecados cuando no estoy presentepara defenderme? Supongo que tusquejas caerán en terreno abonado.

Ella se sulfuró.—Supuse que Penwith era uno de

los últimos lugares que te apeteceríavisitar —replicó—, y que mamá era unade las últimas personas con la quedeseabas conversar.

De repente se percató, sorprendida,de lo que estaba haciendo. Trataba deprovocar una disputa con él. Era casicomo si se sintiera más segura cuando sepeleaban, como si así pudiera protegermejor su corazón.

Él arqueó las cejas y ellacomprendió por su expresión altiva quehabía mordido el anzuelo.

—¿De veras? —contestó él—.

¿Crees que ambos albergamos idénticossentimientos con respecto a la madre delotro, Moira?

—Con la diferencia —dijo ella—que tu madre se ha mostradoabiertamente desagradable conmigo.

—No lo creo —respondió él con unademán de irritación—. A mi madre legusta controlarlo todo. Tiene unas ideasmuy precisas sobre lo que se espera deuna condesa. Simplemente quiso tomartebajo su protección. Confiaba, en vano,hacer de ti el tipo de condesa que ella hasido siempre. No pretendía serdesagradable.

—No estoy de acuerdo —replicó

ella—. ¿Dices que era una vanaesperanza porque soy incapaz decomportarme como una auténticacondesa?

—Una auténtica condesa —contestóél secamente— no contradice a sumarido en todo y tergiversa sus palabrasdándoles un sentido que no tienensimplemente porque goza enojándolo.

—¿De modo que te he enojado? —preguntó ella—. Sólo pretendía librartede una tarde posiblemente aburridaproponiendo ir sola a Penwith.

—Puedes hacerlo si lo deseas —dijo él—. Como has dicho, tengo cosasmás importantes que hacer que

conversar con una madre y una hija queprefieren que no esté presente. Ordenaréque te preparen el coche para trasladartea Penwith.

—Iré andando —respondió ella.—De luego, puedes hacer lo que

gustes —dijo él—. Llévate a tudoncella.

Ella no pensaba hacerlo y estuvo apunto de decírselo, pero comprendióque le había provocado en exceso. Sivolvía a contradecirle, él insistiría. Quéaburrido sería ir y volver caminando dePenwith seguida por su doncella. Quéaburrido sería ir caminando sola. ¿Porqué lo había hecho? Le complacía la

perspectiva de pasar la tarde con él, yahora lo había estropeado todo.

—¿Qué harás tú? —preguntó.Los ojos de él ya no traslucían una

expresión dulce y soñadora cuando losfijó en los suyos.

—Algo que me apetece mucho másde lo que había planeado hacer, te loaseguro, señora mía —respondió él.

Ella detestaba que la llamara«señora mía». Era ridículo cuando ellaera su esposa y ambos gozaban cadanoche con unas intimidadesincreíblemente intensas, cuando ellaesperaba un hijo de él. Pero no le diríacuánto lo detestaba, pues si lo hacía, no

dejaría de llamarla así.—En tal caso me alegro de haberme

anticipado en sugeríroslo, milord —respondió sonriendo alegremente.

Se comportaba como una niña tonta.Le había provocado hasta conseguir quese enojara y ahora se lamentaba de ello.Había estropeado su tarde y ahora seregodeaba en la autocompasión y leculpaba a él.

Y todo para nada. De prontocomprendió, con angustiosa claridad,que le era imposible proteger sucorazón.

Él fue a caminar por la parte elevadadel valle hasta que llegó a losacantilados. Dio la vuelta para avanzarpor la cima de éstos, con los ojos fijosen las abruptas rocas y el verdedesteñido de la áspera hierba en lugarde admirar el mar que se extendía a suspies y relucía bajo el sol. Estabaprofundamente irritado e irritable.Nelson, al que no parecía afectar elmalhumor de su amo, corría frente a él,retrocedía para trotar a su lado duranteunos metros y echaba a correr de nuevo.

Kenneth se había aclimatado con

facilidad al bienestar doméstico. Sealegraba de haber regresado, de haberreanudado el trabajo, de sentirse denuevo útil. Se alegraba de ver que suesposa era una mujer competente ycelosa en el cumplimiento de susdeberes. Disfrutaba con la vida socialde la vecindad, pese a ser un tantolimitada. Le satisfacía saber que notendría que tomar más decisiones, quepermanecería en Dunbarton. Habíavisitado el lecho de su esposa cadanoche, incluyendo las noches que habíanpasado de viaje. Era más que evidenteque Moira estaba encinta.

Aunque el único contacto personal

real entre ambos se producía en el lechode ella y tenía un carácter puramentesexual, él había sentido que existía unacompenetración entre ambos, la armoníaque esperaba en su matrimonio. Habíasupuesto que ambos se sentíansatisfechos con la situación y dejaríanque los factores que les habíanmantenido separados se desvanecieranen el pasado. Había confiado en quehubieran desaparecido para siempre yno volvieran a turbar la paz familiar.

Había sido una suposición estúpiday una esperanza no menos estúpida.¿Cómo podía confiar en gozar de paz ytranquilidad con Moira? Durante el

almuerzo ella había provocado unadisputa a partir de un hechoinsignificante y él, como un pelele quese dejaba manipular, había discutido conella. Nadie le había manipulado jamás.De niño era testarudo y de adultodenotaba una voluntad de hierro. Leenfurecía que una mujer fuera capaz dehacer lo que nadie había logrado nunca,y con toda facilidad.

A veces la odiaba. Y esta tarde, laodiaba.

Dos de las señoritas Grimshaw sedirigían hacia él paseando del brazo dedos de los jóvenes Meeson. Kenneth dioa Nelson una orden a voz en cuello para

que se sentara cuando la hermana mayorchilló al oír sus exuberantes ladridos,pero al hacerlo comprendió que elchillido había sido propiciado por ladorada oportunidad que el perro habíaofrecido a la joven de apretujarse contrasu acompañante y fingir airosamentesentirse mareada.

Se detuvo unos minutos para charlarcon las dos parejas sobre el tiempo, lasalud de lady Haverford y de los padresde las Grimshaw y de los Meeson.Cuando reanudó su caminata se sentíaaún más irritado. La mayoría depersonas sentían un miedo reverencialhacia él, pensó enojado. No podía

obedecer sólo a su título, sus tierras y sufortuna. Debía de ser su talante, algo queél había cultivado deliberadamentedurante sus ocho años como oficial decaballería. Ver a soldados curtidos casiecharse a temblar cada vez que setopaban con él tenía ciertas ventajas.Pero era desconcertante provocar esareacción en sus vecinos.

Moira era una de las pocas personasque no le temían. Kenneth torció elgesto. Quizá debería hacer quedesarrollara un saludable temor hacia él.Pero esa idea tan estúpida le irritó aúnmás. Para empezar, era imposible.Segundo, no soportaría convivir con una

Moira dócil y sumisa.De pronto soltó una carcajada y

recuperó inopinadamente su buen humor.Una Moira dócil: una montaña llana, uniceberg caliente, un océano seco, uncerdo que vuela. Se divirtió pensando enotras combinaciones tan imposiblescomo una Moira dócil mientrasregresaba a Dunbar a través de loscampos.

Cuando entró en casa vio a ladoncella de su esposa en el vestíbulo.Había más de una razón por la que notenía que estar allí. Él sospechaba que laexplicación residía en la presencia delapuesto lacayo que estaba de servicio.

Miró arqueando las cejas a la turbadajoven, que se apresuró a hacerle unareverencia.

—¿Su señoría ha vuelto ya? —lepreguntó.

Aún antes de que la chica lerespondiera dedujo que su señoría nohabía regresado.

—No, milord —respondió ladoncella—. Su señoría ha ido aPenwith, milord.

—Ah —dijo él—. ¿Y a quién se hallevado?

—Su señoría se fue sola, milord —contestó la joven.

Lo había comprendido en cuanto

había visto a la chica, por supuesto.Debió suponerlo incluso antes de verla.¿No había ordenado a Moira que sellevara a su doncella? Pero ¿esperabarealmente que le obedeciera? ¿Taningenuo era? Ella siempre había ido apasear sola, cuando era una niña y aprincipios de este año. Pero ahora era suesposa, y no debía ser tan imprudente ydescuidar su seguridad simplementepara desafiarle.

—Gracias —dijo secamente, tras locual dio media vuelta para salir denuevo de la casa. Observó que el lacayoestaba junto a la puerta abierta conaspecto de un soldado de madera. De no

estar tan furioso, habría sonreídodivertido. Regresó al establo en buscade Nelson, que le saludó con la mismaeuforia que habría demostrado sihubieran estado separados un mes.

Moira regresaba a pie por el valle.Pese al soleado día y el calor, pese alintenso verdor de los árboles y la hierbay los helechos y el resplandeciente azuldel río, y pese al hecho de que la visitaa su madre había sido muy agradable, sesentía deprimida. Esta noche seproduciría un ambiente extraño,incómodo y frío entre Kenneth y ella, y

no sabía cómo disiparlo. Esta noche notenían ningún compromiso. Estaríansolos. ¿Debía disculparse ante él? Peroera contrario a su forma de serdisculparse con Kenneth. Además, élhabía hecho un comentario muydesagradable con respecto a que lasquejas que ella le hiciera a su madrecaerían en terreno abonado. Como siella fuera capaz de hacer el menorcomentario negativo sobre él a sumadre. Era demasiado orgullosa paraeso.

De pronto se detuvo en seco. Pero lamomentánea y habitual sensación depánico dio paso de inmediato a una

sonrisa mientras extendía los brazoshacia Nelson, casi invitándole a echar agalopar hacia ella, saltar sobre ella ycasi derribarla. Moira se rió y le abrazóal tiempo que volvía la cara.

—Nelson —dijo, no por primera vez—, no tienes un aliento precisamenteperfumado, ¿sabes?

De repente se sintió contenta yanimada. Donde estuviera Nelson,Kenneth no andaría muy lejos. Habíavenido a encontrarse con ella. Moiramiró a su alrededor y lo vio a lo lejos,de pie en el centro del puente. Erajustamente el lugar donde lo había vistoesa otra tarde de enero, cuando él le

había preguntado si estaba encinta y ellalo había negado. Parecía como sihubiera transcurrido un siglo. Ellaavanzó con paso apresurado, sonriendoalegremente. Casi avanzaba a la carreracuando llegó al puente y subió a él.

Unos ojos grises y fríos laobservaron desde un rostro frío yadusto.

—Habéis caminado tan deprisa quesin duda vuestra doncella no ha podidoseguiros —dijo él—. ¿Os parece que laesperemos, señora?

Estaba claro que él sabía muy bienque había venido sola. Y no menos claroque no había venido para reunirse con

ella, sino para regañarla. Estaba furioso.Bastaba con que ella quisiera para quese enzarzaran en una disputa gloriosa.Era una oportunidad casi demasiadoapetecible para desperdiciarla.

Ella no dejó de sonreír.—No me riñas —dijo—. Te pido

humildemente disculpas. No volveré adesobedecerte.

Las fosas nasales de Kenneth sedilataron y sus ojos perdieron variosgrados de frialdad.

—¿Os burláis de mí, señora? —preguntó en un tono tan quedo que Moirasintió una breve punzada de temor.

Ladeó la cabeza y calculó el peligro

físico que corría. Su sonrisa se suavizóy avanzó tres pasos hacia él. Apoyó losdedos de una mano en la solapa de suchaqueta.

—No me riñas —repitió—. No meriñas.

Él no estaba acostumbrado a cedercon facilidad.

—¿Podéis darme una buena razónpor la que no debo hacerlo, señora? —preguntó.

Ella meneó la cabeza.—Ninguna —respondió—. No se me

ocurre una razón ni justificada niinjustificada. No me riñas, Kenneth.

Observó que lo había

desconcertado. Ella misma se sentíadesconcertada. Nunca había dejado deaprovechar la ocasión para discutir conél. Pero antes había tenido quereconocer que no podía proteger sucorazón. Y en estos momentos sucorazón rebosaba de alegría… ytristeza.

—No te ordeno que hagas una cosasimplemente para ejercer mi potestadsobre ti, Moira —dijo él—. Tuseguridad me preocupa y soyresponsable de ella.

—¿De veras? —preguntó ellasonriendo.

—Estás muy rara —dijo él,

arrugando el ceño—. Cuando loscañones guardaban silencio en unabatalla, se nos ponía la carne de gallinaporque sabíamos que no tardaría encomenzar el verdadero ataque.

—¿Se te ha puesto la carne degallina? —preguntó ella.

Pero él se limitó a observarla con elceño fruncido.

De pronto a ella se le ocurrió algo ysonrió.

—Ay, Kenneth —dijo—. Tengo quecontarte una cosa. Te parecerá de lo máscómico.

Se echó a reír al pensar en ello.Él tenía un codo apoyado en el pretil

del puente. Pero ella observó que teníala otra mano apoyada sobre la suya,sosteniéndola contra su solapa.

—Mamá ha recibido una carta de sirEdwin —dijo—. Asómbrate, Kenneth.Cuando estuvo en Londres conoció a unaencantadora y rica heredera, según dijo,que necesita a un caballero inteligente yexperimentado y un hombre de sólidosprincipios y humilde valía…, lamentono acordarme de sus palabras exactas.No es lo mismo parafrasear simplementelas palabras de sir Edwin. En cualquiercaso, necesita a un caballero de esascaracterísticas, supongo que comoesposo, cuando haya concluido su año

de duelo por su padre, que casualmenteterminará casi en la misma fecha en quesir Edwin se quite el luto por su madre.Al parecer, Kenneth, y eso es lo másasombroso, sir Edwin considera que éles justamente el hombre idóneo y haconvencido a la encantadora y ricaheredera de esa feliz circunstanciaexplicándole que el conde de Haverford,dueño y señor de Dunbar, una de lasmejores propiedades de Cornualles, espariente suyo por matrimonio y unestimado amigo, y que su madre era unaGrafton de Hugglesbury, por ese orden,Kenneth. ¿No te sientes enormementealiviado?

—Enormemente —respondió él—.De haberlo expresado sir Edwin de otraforma, la humillación me habríaobligado a arrojarme del puente.

—Por tanto —dijo Moira—, no esprobable que sir Edwin decidaestablecer su residencia permanente enPenwith en un futuro previsible. Dijoque se sentiría honrado de que mamásiguiera viviendo allí —escucha esto,Kenneth— como viuda del llorado sirBasil Hayes y suegra del conde deHaverford, dueño y señor de… ¿Espreciso que continúe?

—¿De modo que no lo tendremos devecino? —preguntó Kenneth, sonriendo.

—¿Crees que podrás superar tudecepción? —inquirió Moira.

—No será fácil. —Él echó la cabezahacia atrás y soltó una carcajada—.Pero la vida consiste en una serie dedecepciones que es preciso superar. Lointentaré con todas mis fuerzas.

Ambos se rieron durante unosmomentos hasta que sus carcajadasremitieron y se miraron, turbados.

—¿He logrado hacer que te olvidesde tu rabieta? —le preguntó ella.

—No era una rabieta, Moira —replicó él—. ¡Qué ocurrencia! Teníamotivos fundados para estar enojado. Loque has logrado es que me olvide de mi

enojo. Muy hábil por tu parte.Ella le sonrió.—¿Por qué has venido? —le

preguntó.—Para echarte una buena

reprimenda —contestó él—. Paramanifestarte mi disgusto.

Ella meneó la cabeza.—No —dijo bajito—. ¿Por qué has

venido?Moira había comprobado en

Londres, en Vauxhall, que poseía unahabilidad que ni siquiera habíasospechado hasta entonces: la habilidadde flirtear de la forma más descarada. Yhabía comprobado que flirtear podía ser

muy divertido cuando conseguías elresultado que perseguías, además demaravillosamente excitante desde elpunto de vista sexual. Avanzó un paso yapoyó su otra mano en la solapa de él.Le miró a los ojos y murmuró:

—Dime por qué has venido.—Desvergonzada —dijo él—.

¿Crees que no sé qué te propones? Deacuerdo, no te regañaré. ¿Estássatisfecha? Mi ira ha desaparecido. —Contuvo el aliento y añadió—: Serámejor que no inicies lo que no estásdispuesta a terminar, señora mía.

Ella había localizado un punto en elcentro del cuello de Kenneth que no

quedaba cubierto por su corbatín y habíaoprimido sus labios contra él. Leparecía increíble comportarse de formatan descarada, a plena luz del día, alaire libre, cuando él no había tomado lainiciativa.

—Siempre estoy dispuesta aterminar todo lo que inicio —respondió,besándole en el punto sensible entre labarbilla y el lóbulo de la oreja—. Y aemplearme a fondo en cada fase de latarea entre el comienzo y el fin. Todo loque merece la pena conviene hacerlobien. ¿No te parece un consejo muysabio?

—Moira —dijo él bajando también

la voz—, ¿me estás haciendo el amor?—¿Tan mal lo hago que tienes que

preguntármelo? —contestó ella. Leacarició el lóbulo de la oreja con lapunta de su lengua y él se estremeció.

—¡Desvergonzada! —repitió—.Supongo que no te propones llevar estoa su conclusión natural en medio delpuente. ¿Me permites que sugiera elbaptisterio?

—¡Por supuesto! —Ella inclinó lacabeza hacia atrás y sonrió—. Por esohas venido a encontrarte conmigo, ¿no?

—Tú lo has iniciado —replicó él.—No —dijo ella meneando la

cabeza—. Si tú no hubieras estado aquí

en el puente, yo no habría podido iniciarnada. Dime que ésta es la razón por laque has venido.

—¿No para reprenderte sino parahacerte el amor? —preguntó él—. Deacuerdo, siempre tienes que salirte conla tuya.

—En efecto —respondió ella—.Siempre. Durante el resto de mi vida.

Ése debía de ser el significado deldicho «quemar las naves», pensó. Seexponía al rechazo y al dolor. Pero no leimportaba. En cualquier caso, habíacomprendido que no podía protegerse.

—En tal caso tendrás que batallar —dijo él— durante el resto de tu vida.

Pero esta tarde no. Esta tarde estoy deacuerdo contigo. Vamos.

La tomó con firmeza por la cinturade forma que ella no tuvo más remedioque hacerle lo mismo a él. Moira sequitó el sombrero y lo sostuvo por lascintas para apoyar la cabeza en elhombro de él. Echaron a andarabrazados por la empinada cuesta haciala cima de la colina a la sombra de losárboles, hasta que poco antes dealcanzarla la abandonaron para dirigirsehacia la cabaña del ermitaño.

Él se detuvo frente a la puerta juntoa ella antes de entrar. La atrajo hacia síy la besó profundamente. Ella se percató

de que era la primera vez en nueve añosque se besaban fuera de su lecho,excepto debajo del muérdago y en suboda. Sentía el calor del sol en sucabeza.

—Sí —dijo él, alzando la cabeza ymirándola—. Por esto he venido, Moira.Para hacerte el amor donde te lo hicepor primera vez. Para enmendar todo loque salió mal en esa ocasión. Pero paradecirte con mi cuerpo que no lamento loocurrido. Para decirte que me alegro deque sucediera. Entremos y hagamos elamor.

—Sí —respondió ella, expresándolecon sus ojos y con esa palabra que lo

que él había dicho lo había dicho ennombre de los dos.

—Y luego —dijo él, alargando lamano hacia atrás para asir la manija dela puerta—, hablaremos, Moira. Acercade todo. Es preciso que hablemos.

—Sí —dijo ella mientras él abría lapuerta y la conducía dentro.

Capítulo 24

Hicieron el amor bajo un cálido rayode sol que penetraba por la puertaabierta de la cabaña. No temían serdescubiertos por un paseante que seacercara por esos parajes, pues Nelsonestaba sentado a la puerta, contemplandoel valle. Sus sonoros ladridos lesadvertirían de la presencia de uncurioso, aseguró Kenneth a Moiramientras la sentaba sobre el estrechocamastro, se desabrochaba el pantalón,le arremangaba la falda y la tomabasentada a horcajadas sobre él. Además,

añadió apoyando las manos sobre suscaderas para colocarla bien y encajarlacon firmeza sobre él, nadie solía venir apasear por estas colinas.

—Vamos —dijo, tomándola por loshombros y estrechándola contra sí. Lequitó las horquillas del pelo y éste cayócomo una cascada sobre los hombros deella y el rostro de él. Luego se agachópara dejar las horquillas en el suelo—.Ah, mi bella madonna, móntame.

No era una posición novedosa paraella. Le encantaba, al igual que todas lasposturas que él le había enseñado. Leencantaba la libertad de movimientosque le permitía, fijar el ritmo y la

intensidad, deleitarse imaginando queella dominaba la situación. Sabía que noera cierto. Había aprendido —él se lohabía enseñado y quizás ella también selo había enseñado a él— que en unaexperiencia sexual auténticamentesatisfactoria ninguno dominaba al otro,sino que consistía en un dar y recibirmutuo.

Empezó a moverse sentada ahorcajadas sobre él, pero él no yacía deforma pasiva debajo de ella. Se movíajunto con ella, con los pulgaresinsertados en el profundo escote de suvestido debajo de sus pechos, parapoder acariciarle los pezones con

exquisita destreza.La forma de hacer el amor siempre

representaba una novedad. Aunque aestas alturas había algunos aspectos quea ella le resultaban familiares. Sabía quela excitación iría en aumento hastaalcanzar el punto de placer desenfrenadoy el dolor, más allá del cual no existíanada y todo, y el perfecto éxtasis. Habíaaprendido a intuir el momento en queempezaría el rápido ascenso hacia elclímax. Y al cabo de unos minutos,después de un prolongado e intensoaumento de puro placer, sintió que seaproximaba. Pronto experimentaría latensión y el frenesí. Pero todavía no. Y

él también lo sabía, aunque ella sabíaque el progreso físico hacia el clímaxera distinto para él. Kenneth sabíainterpretar las reacciones del cuerpo deMoira tan bien como ella misma.

Antes del momento culminante él lehabló, alzando las manos para tomarle elrostro, sujetándolo para que ella lemirara a los ojos.

—Te amo —le dijo—. Te amo tantoque me produce dolor.

Ella oscilaba entre el pensamiento yla sensación física. Él la mirósonriendo.

—Yo también te amo —dijo ella—.Siempre te he amado —añadió

sonriéndole.Pero él no había pretendido

interrumpir la cópula, sólo aumentar eintensificar la excitación de ambos.Apoyó las manos en las caderas de ellay las sujetó con firmeza, deteniendo susmovimientos mientras él la penetrabaprofundamente. El ascenso, lacoronación de la cima y el descensoocurrieron simultáneamente en unviolento, aterrador y glorioso estallidode luz y calor y desahogo físico y amor.Ella era consciente de haber gritado,pero también de oírle a él emitir un gritoque se mezcló con el suyo. Sintió untorrente de calor dentro de ella. Oyó a

Nelson ladrar junto al camastro antes deretirarse de nuevo hacia la puerta ytumbarse junto a ella.

Al cabo de un rato, ella volvió lacabeza para instalarse máscómodamente sobre el hombro deKenneth mientras él le colocaba laspiernas a cada lado de las suyas. A ellale agradaba que no se separara deinmediato de ella. Le encantaba sentirseunida a él. Suspiró, sintiéndose relajadodesde la cabeza hasta los dedos de lospies.

No durmió. La sensación deprofundo bienestar era demasiadopreciosa para desperdiciarla durmiendo.

Kenneth durmió un rato. Ella se deleitócon el relajado calor que emitía él, consu respiración serena y acompasada.Pensó que él no lo había dicho como unacosa sexual. No lo había dicho sóloporque acababa de gozar con una buenacópula. Solía hablar mientras hacían elamor, a veces haciéndole una pregunta ouna petición, a veces un comentarioelogioso sobre lo que ella hacía, a vecesunas palabras eróticas que formabanparte del proceso de excitación. Nuncahabía hablado de amor. Hasta esta tarde.Y esta tarde había pronunciado laspalabras de forma deliberada yplaneada. Había elegido el último

momento antes de que ambos seperdieran en las sensaciones que lesembargaban. Había elegido esemomento para que lo que compartieraninmediatamente después no fuera sólosexo sino también amor. Ambas cosasarmonizaban perfectamente en una uniónmarital.

Ella se alegraba de haberrespondido que también le amaba. Dejovencita nunca había podido decírselo.Siempre había temido comprometerse,desnudar su alma ante él. Aún temíahacerlo, pero empezaba a aprender queno debía dejar que el temor gobernara suvida. Alguien se lo había dicho hacía

poco. No recordaba quién.—¿Dormías?Él la besó en la frente.—No —respondió ella.Se produjo un amigable silencio

mientras él le masajeaba la cabeza conlos dedos.

—¿Te encuentras bien esta vez? —lepreguntó por fin.

—Sí —contestó ella—. Me sientorebosante de salud y vitalidad. Muydistinta de la última vez.

Era la primera vez que ambos sereferían a su estado.

—¿Tienes miedo? —le preguntó éloprimiendo los labios de nuevo contra

su frente.—Sí —contestó ella.—Ojalá pudiera ofrecerte algún

consuelo —dijo él—. Ojalá pudieraasegurarte que todo irá bien. Pero nopuedo. Yo también estoy aterrorizado.

—Pero no me rendiré al temor —dijo ella—. Viviré mi vida con valentía.Si tengo un hijo, me consideraré lamujer más afortunada. Si tengo hijos, mepreguntaré qué he hecho para merecersemejante dicha. Si no tengo ninguno,recordaré las otras bendiciones quetengo en la vida, y, por supuesto,también sufriré. Pero no me rendiré altemor.

Él se rió.—Esa frase me resulta familiar —

dijo—. Era el lema de Rex, Nat, Eden yyo. Teníamos fama de locos ytemerarios. Alguien nos puso una vez elapodo de los Cuatro Jinetes delApocalipsis, y nos quedamos con él.Pero no éramos osados porqueestuviéramos locos, porqueposeyéramos un valor superior al de losdemás o una insensibilidad. Éramososados porque nos negábamos arendirnos al temor. Solíamos decirlojuntos a coro.

—En tal caso —dijo ella—, nodebemos temer porque yo esté encinta.

—Excepto —dijo él suspirando—,que no puedo pelear en el campo debatalla por ti. Tengo que esperar y vertesufrir sola, por un niño que yo heengendrado en ti. Haces que me sientahumilde, Moira, e impotente. Esodebería complacerte.

Ella sonrió pero guardó silenciodurante un rato. No quería adquirir undominio sobre él del mismo modo queno quería que él la dominara a ella.

—Pero yo te necesito —dijo—.Cuando sientes dolor, y más aún cuandoestás triste, experimentas una tremendasoledad. Pero si tienes a alguien a tulado… Kenneth, cuando sufrí el aborto,

tú permaneciste junto a mí aunque elseñor Ryder te dijo que salieras de lahabitación. Estabas pálido y teníaslágrimas en los ojos. Me suplicaste queno me muriera, que no te dejara. Mellamaste «amor mío». No fue cosa de miimaginación, ¿verdad?

—No —respondió él. Ella le oyóemitir un prolongado suspiro—. Habríasacrificado mi vida por ti si con eso tehubiera ayudado. Lo habría hecho sinpestañear.

Ella tragó saliva. No había sidofruto de su imaginación, y sin embargo ala mañana siguiente ella le había dichoque no quería volver a verlo. Él se había

mostrado muy frío. ¿Porque se sentíadesgraciado, porque tenía dudas, porqueesperaba que ella le marcara la pauta?¿Podría haberlo retenido ella a su ladopara que la consolara durante esaespantosa semana y las semanas quesiguieron a su partida? La comunicaciónhumana era algo terrible; a menudotransmitía unos mensajes falsos o cesabapor completo.

Se levantó de encima de él sinmirarle a la cara. Sintió una brevesensación de tristeza, como ocurríasiempre cuando sentía que su cuerpo seseparaba del suyo, pero no se detuvo. Sesubió el corpiño, se alisó la falda, se

calzó los zapatos, se echó la melenahacia atrás y salió al soleado y cálidoexterior. Alzó la cara al sol y cerró losojos. Luego se alejó del sendero un tantotrillado para sentarse en la hierba de laladera y contemplar el valle, rodeandosus rodillas con los brazos. Nelson setumbó junto a ella con un suspiro desatisfacción, colocando la cabeza entrelas patas.

Comprendió que debía aprender otralección. Tenía que aprender a serdependiente. Un matrimonio se basabaen una dependencia mutua, no en unadoble independencia. Tenía queaprender a aceptar el amor que él le

ofrecía, sus cuidados, su necesidad deprotegerla, aunque supusiera llevarse auna doncella cuando saliera sin él. Teníaque aprender a intuir los temores de él ysu sentimiento ocasional de impotencia,y observar sus lágrimas. Tenía queaprender a aceptar su amor. El amor noera sólo algo que uno daba. Debíaaprender también a recibirlo, incluso aexpensas de sacrificar en parte suindependencia.

Pero ella lo amaba. Y él la amaba aella. ¡Dios, lo amaba con locura! Inclinóla cabeza y apoyó la frente sobre susrodillas.

Él no sabía si había dicho o hechoalgo que la hubiera ofendido. Saliódetrás de ella sintiendo cierto temor.Pero la vio sentada en la hierba, cercade la cabaña, y cuando él se sentó a sulado ella alzó la cabeza y le sonrió. Erauna sonrisa dulce, cálida. Él apoyó unamano en su nuca. Su pelo tenía un tactotibio y sedoso entre la palma de su manoy la piel de ella.

—Entonces, ¿está decidido, Moira?—preguntó él. Ya no temía su respuestani dudaba sobre la suya—.¿Permaneceremos juntos pase lo quepase? ¿Porque lo deseamos? ¿Porquenos amamos?

—Y porque estamos casados —dijoella—. Porque el matrimonio representaun nuevo reto en nuestras vidas.Supongo que es imposible que vivamossiempre felices y contentos, ¿verdad?

—Afortunadamente —respondió él—. Sería muy aburrido, Moira. Sinpelearnos nunca. Creo que ninguno delos dos lo soportaría.

Ella se rió suavemente.—Cierto —dijo—. Suena horroroso.

Sí, milord y no, milord, o sí, señora yno, señora.

Él se rió también,—Seguiremos juntos y afrontaremos

los retos que se presenten —dijo—.

Pero prométeme que no volverás aintentar matarme.

—No seas tonto —contestó ella—.Debiste suponer que la pistola no estabacargada. Sabes lo que opino sobre lasarmas de fuego. Ni siquiera sé cargaruna. Es asombroso que la sostuvieracorrectamente. ¿La sosteníacorrectamente?

—Yo me refería a los cuatromatones que enviaste por mí tres díasmás tarde —dijo él—. Me propinaronuna paliza de muerte. Menos mal que eladministrador de mi padre apareció atiempo para evitar que me liquidaran.Pero no tiene importancia. Sin duda te

sentías profundamente agraviada por mí.Es agua pasada.

—Kenneth. —Ella se volvió hacia ély clavó sus ojos muy abiertos en lossuyos—. ¿Unos matones? ¿Una paliza?¿A qué te refieres?

Él sintió de repente que la duda seapoderaba de él, una duda que no habíatenido hasta este momento, quizá porquenunca había querido dudarlo.

—El matón al que conseguí abatir loconfesó —dijo—, cuando lereanimamos arrojándole un cubo de aguasobre la cabeza. Dijo que tú les habíasenviado para castigarme por lo que yohabía hecho a Sean.

—Pero ¿qué te indujo a creer que yotenía algún poder sobre ellos? —preguntó ella con evidente estupor.

—Eran hombres de tu hermano —respondió él. Vuestros hombres.

—¿Nuestros hombres? —Moirafrunció el entrecejo—. Yo no…, nisiquiera sé quiénes eran —dijo—. Dudoque Sean lo supiera. Esa noche todosiban disfrazados o se habían tiznado lacara. Sean fue con ellos en esa ocasiónporque le divertía, porque nunca habíasido capaz de resistirse a una aventura.Yo me enteré por uno de los sirvientes yle seguí para tratar de detenerle antes deque lo atraparan. Me llevé la pistola.

Kenneth, no tuve nada que ver con esoshombres. Sean apenas los conocía. Erala primera vez que los acompañaba, conconsecuencias desastrosas para él.Porque tú no esperaste a hablar connosotros al día siguiente, cuando noshubiéramos calmado y podido hablar deforma racional.

—Me dijeron que tú formabas partede la banda —dijo él—. Me lo dijo elpropio Sean.

—No te creo —replicó ella. Peroalzó una mano para silenciarlo—. No, tecreo. Pero sin duda lo interpretaste mal.Sean no pudo haberte dicho eso. No eracierto.

Él lo comprendió todo con repentinay meridiana claridad. Se levantó ycontempló la cascada, de espaldas aella.

—Fue una venganza —dijo en vozbaja—. Maldita sea, fue una venganza.Yo le había denunciado a mi padre yhabía destruido sus planes de fugarsecon Helen y apropiarse de su fortuna. Demodo que destruyó lo más valioso queyo tenía en mi vida. Destruyó mi amorpor ti. —Kenneth respiró hondo—.Debió de convencerles para que medijeran que tú les habías enviado.

—No, Kenneth —dijo ella—. Fueotra persona, alguien que tenía algo

contra todos nosotros. No fue Sean. Esverdad que era un joven alocado eimprudente, pero no había maldad en él.Me quería, era tu amigo, estabaenamorado de Helen.

Él se volvió para mirarla. Pardiez,estaba convencida de lo que decía.Quizás habría sido mejor no remover elpasado. De alguna forma lo habíansuperado y habían aprendido a amar denuevo. Ella habría conservado losrecuerdos de su hermano intactos. Peroera demasiado tarde. El renovado amorque se profesaban quedaría seriamentedañado si él no proseguía. Y quizá si lohacía.

—Moira —dijo—, Sean era el líderde esa banda de contrabandistas. Habíareunido a los asesinos más despiadadosde esta zona de Cornualles y los habíaconvertido en una peligrosa ysanguinaria banda de contrabandistas.Debí denunciarle antes. Pero me loimpedía el recuerdo de nuestra amistad,y el temor a perderte. —Emitió unaamarga carcajada—. Sean no amaba aHelen. Deseaba su dinero. Hay variosniños en esta zona de Inglaterra que sonhijos de Sean. No todas las madres deesos niños se entregaron a élvoluntariamente. Tengo entendido que tupadre había reservado una generosa

porción de su fortuna para ti y tu madre.También tengo entendido que la empleótoda en saldar las deudas de tu hermano.Recibí esta información directamente deSean cuando aún estábamos a tiempo,cuando aún existía cierta amistad entrenosotros. Yo le traicioné, Moira. Jamáslo he negado. Pero él nos traicionó atodos. Y se vengó de mí asegurando tuperenne desdicha.

Ella había vuelto a apoyar la frenteen sus rodillas. ¿Le creía? ¿Habíaquedado de nuevo todo destruido entreellos? Él lamentaba en parte habersacado el tema. Pero por otra sabía quehabía sido inevitable. Si no hubiera

ocurrido ahora, habría ocurrido másadelante.

—Fue un valeroso oficial —dijo—.Fue uno de esos soldados cuya fama sehabía extendido más allá de suregimiento. Nunca pidió a sus hombresun acto de valentía o que se expusieran aun peligro que él no estuviera dispuestoa compartir con ellos. Me sorprende queno me enterara de su muerte hasta que túme lo dijiste. No me cabe duda de quemurió en el campo de batalla,cumpliendo con su deber.

Ella seguía cabizbaja.—Lo lamento —dijo él—. Sé que

me crees. Debí dejar que conservaras

tus recuerdos de él intactos.Ella meneó la cabeza y la alzó.

Parecía cansada.—No —dijo—. No dejaré de

quererle. Una no deja de querer a unhermano. Y murió con valentía. Avanzóhacia el fuego enemigo para rescatar aun joven soldado que había caídoherido. Consiguió su propósito antes demorir. El soldado sobrevivió. A veceslas personas consiguen redimirse.

—¿Y nosotros? —preguntó éltemeroso después de una pausa—. ¿Loha estropeado todo esta conversación,Moira?

—No —respondió ella moviendo la

cabeza—. Ahora sabes que yo noformaba parte de esa banda decontrabandistas. ¿Es posible que lopensaras durante todos esos años? Ysabes que, aparte de amenazarte con unapistola que no estaba cargada, lo cualreconozco que no estuvo bien, jamástraté de lastimarte. Dije todo cuantotenía que decirte durante esa breve peleaa gritos que mantuvimos el día despuésde que Sean fuera arrestado.

—Y tú sabes, quizá —dijo él—, quehice lo que debía hacer, por muchaspersonas anónimas, por mi hermana eincluso por ti. Quería librarte de esabanda de contrabandistas antes de que te

detuvieran y deportaran. Es cierto quetraicioné tu confianza, Moira, pues si túno me lo hubieras dicho, no habríasabido lo de Sean y Helen y no habríadescubierto por mí mismo que susplanes incluían fugarse juntos. Nunca mehe perdonado haberte traicionado, perohice lo que creí que debía hacer, aun asabiendas de que te perdería. Hice unaelección, y creo que en caso necesariovolvería a hacerla, por más queposteriormente me sintiera culpable.

—Debiste decírmelo —dijo ella.—En esos momentos no sentía la

menor simpatía hacia ti, Moira —contestó él—. Además, durante ese

encuentro que tuvimos no nos hablamos.Nos gritamos. Gritamos los dos.Ninguno de nosotros escuchó al otro.

Ella se levantó y se acercó a él. Letomó la mano, enlazando sus dedos conlos suyos, y apoyó la cabeza en suhombro.

—Qué maravillosa sensación deliberación —dijo—. Desde mi viaje aLondres, desde que volví a enamorarmede ti, he dejado que mis pensamientosanalizaran nuestra relación desde elcomienzo, remontándome incluso a miinfancia, cuando te adoraba y tú nisiquiera sabías que yo existía. Pero mimente siempre tenía que sortear esos

acontecimientos, los cuales estabansiempre presentes, y siempre tenía quereprimir el pensamiento de que dealguna forma tú eras el culpable de lamuerte de Sean.

Él restregó su mejilla contra la partesuperior de la cabeza de ella.

—Ahora podré aceptar mejor sumuerte —dijo Moira—. Tuvo laoportunidad de redimirse cuando pudohaber sido deportado, merecidamente.Se le concedió esa oportunidad, y supoaprovecharla. ¿Fuiste tú quienpropusiste a tu padre que lo reclutaranen lugar de deportarlo?

—Sí —respondió él.

Ella alzó la cabeza y sonrió.—Gracias —dijo—. Te amo.—Cuánto anhelaba oír estas

palabras cuando éramos jóvenes —respondió él apretándole la mano—. Eslo más maravilloso que uno puede oír,Moira.

—Y es lo más aterrador que unapuede decir —contestó ella—. Es comosi renunciara a una parte de mí,exponiéndome al dolor y al rechazo.

—Y a la felicidad —dijo él,sonriendo—. Jamás te lastimaré adrede,amor mío, y jamás te rechazaré.Discutiré contigo, te regañaré y mepelearé contigo…, y te amaré toda la

vida.—¿De veras? —preguntó ella—.

¿Me lo prometes?—¿En todos los aspectos? —Él la

miró sonriendo—. Te lo prometo.Solemnemente.

—Y yo —dijo ella—, prometoamarte siempre.

—¿Y pelearte conmigo? —preguntóél.

—Eso también —respondió ellariendo.

—Perfecto —dijo él—. Entoncesserá sin duda una vida interesante.

La enlazó por la cintura con un brazoy la atrajo hacia sí. Contemplaron sobre

las copas de los árboles cargados dehojas el puente, el río y la cascada, azuly resplandeciente bajo el sol. Él noimaginaba que existiese en la Tierra unlugar más bello donde vivir…, con suprimero y único amor.

Se volvieron al mismo tiempo,sonriéndose uno al otro, y cerraron labreve distancia entre sus bocas. Nelsonemitió un suspiro de profundasatisfacción y se echó a dormir.