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Una Flor Blanca en el Cardal Página 2
ÍNDICE
Preámbulo de una Efeméride
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1ª Parte – La zaga de los caudillos-gobernadores 9
2ª Parte – Algunas flores nacen a la sombra de los caudillos 85
3ª Parte – Un ejército sin oposición – Fin de una larga espera 185
4ª Parte – Finalmente florece el Cardal 229
5ª Parte – Candilejas y Titilaciones de los habitantes de la Unión 282
6ª Parte – Una simiente que hizo florecer el Cardal 325
Bibligrafía 413
Biografia 415
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Si hubiera una nación de dioses, éstos se
gobernarían democráticamente; pero un
gobierno tan perfecto no es adecuado para
los hombres.
Jean Jacques Rousseau
El político se convierte en estadista
cuando comienza a pensar en las próximas
generaciones y no en las próximas
elecciones.
Winston Churchill
Cuando la lucha entre facciones es
intensa, el político se interesa, no por todo
el pueblo, sino por el sector a que él
pertenece. Los demás son, a su juicio,
extranjeros, enemigos, incluso piratas.
Thomas Macaulay
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Una Flor Blanca en el Cardal
Preámbulo de una efeméride
Las páginas subsecuentes no tienen por intención querer
describir una nueva investigación histórica y patriótica sucedida en
la Banda Oriental del siglo XIX, y si, seleccionar y unir fragmentos
de una fantasiosa novela que ha estado repleta de intrigas,
maquinaciones, amores y contubernios políticos y sociales,
ocurridos durante un periodo pos independencia de la República
Oriental del Uruguay, donde los intereses personales de muchos de
los personajes de la historia Montevideana se mezclaban con los
dividendos públicos y gubernativos de esas décadas; y en la cual,
muchos de esos mismos actores, intentaban sacar algún provecho al
estar bajo la presión e interferencia ejercida por las fuerzas
imperiales externas.
Se trata más bien, de una modesta recopilación de datos y
referencias históricas, que se inician con el afinco en el país, a
principios de ese siglo y fines del anterior, de los laboriosos y
aguerridos emigrantes peninsulares europeos, que sin lugar a
dudas, fueron los responsables por las ulteriores familias que se
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han ido ramificado notablemente por los diferentes puntos
cardinales de este terruño.
Todavía, pese a los pacientes empeños desplegados,
seguramente faltan al autor otros tantos datos y registros
importantes sobre el tema, pero se cree que por primera vez se ha
logrado ordenar las informaciones disponibles sobre uno de los
principales terrateniente de un determinado territorio geográfico
que dio origen al primer barrio extra muros de la Ciudadela de la
vieja Montevideo; material que ha dado motivo para rescatar esta
edición historiográfica sobre una familia en particular.
Siendo así, es de creer que este libro interese a los numerosos
descendientes de varias generaciones de aquellos intrépidos
emigrantes europeos que, llegados con sueños de prosperidad,
incursionaron en este país durante una época de constantes luchas,
confusiones, refriegas, embrollos, e los intricados laberintos de sus
intereses particulares; y quizás, la de alguna otra persona que, al
leer las páginas sobre las prontitudes de diversas personalidades e
idiosincrasias que se envolvieron en la trama, logren descubrir
entre ellas el nombre de tantos hombres y mujeres de coraje y
progreso que han surgido allí durante esos años difíciles, al estar
ellos vinculados o arrastrados inconscientemente en las actividades
fundamentales que han dejado su huella en esta Nación; gentes que
posteriormente cedieron, con honorabilidad reconocida, su nombre
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en barrios, calles y plazas de la ciudad. Si así ocurrir, el propósito
de esta tarea ciertamente estará cumplido.
De acuerdo con lo antedicho, esta obra busca desvendar parte
de la olvidada historia de don Tomás Basáñez, segundo hijo de un
corajoso vizcaíno que a fines del siglo XVII dejó su terruño
buscando, como tantos otros de sus compadres, mejores
oportunidades de vida en las lejanas tierras de América, lo que les
exigió dejar tras su partida, la familia, el bienestar y las constantes
luchas, entre ellas, la del Carlismo, un díscolo altercado que tanto
daño ha causado al legendario pueblo euskaro. Tampoco podemos
olvidarnos que quienes vinieron aquí desde España, equivocados,
ansiosos, vacilantes, creyeron tener el derecho secular de expandir
su dominio y poder, pues buscaban en las Indias, sobre todo
libertad y plenitud.
Sin embargo, este importante, subrepticio, políticamente
discreto y casi invisible figurante que nombramos, supo colaborar y
conducirse a la sobra de los hechos profesados por los prominentes
caudillos de nuestra Nación y, a la vez, codearse con otros tantos
promisores notables de la política nacional. Haber seguido sus
pasos, nos permite que ahora, un siglo y medio después, nos
sintamos capaces de desvendarle sus conquistas, y nos permita
descubrir que, con tenacidad y faro emprendedor, finalmente,
alejado de aquella parte de la conturbada ciudad que lo vio nacer,
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intuir que supo triunfar, y dejar en el suelo de aquel primer barrio
montevideano, una prolífera descendencia que terminó siendo
testigo de su presencia en el nuevo hogar que adoptó.
En lo que a mí concierne, siempre existieron dudas sobre el
comienzo de la ascendencia de su apellido en el Uruguay,
procedente de éste sagaz descendiente de vizcaíno que, hasta la
presente fecha, tan solamente se había apoyado en narraciones
deshilvanadas y destorcidas de la realidad.
Muchas de esas incertidumbres parecería que ahora han sido
develadas, otras, no en tanto, aun permanecen ocultas y carecen de
registros verídicos que nos permitan elucidarlas. Pero eso ya será
otra historia.
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Mapa de la Banda Oriental y entonces Territorio de las Misiones
Orientales, o “Liga de los Pueblos Libres” en 1800, y parte de los
Virreinatos de Perú y del Río de la Plata
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La Importancia de los Caudillos
La gramática española es esencialmente rica en expresiones,
términos y vocablos a ser utilizados en, y para las descripciones de
los hechos o sucesos de cualquier asunto o cuestión. Mismo así, yo
no lograría establecer la correcta imparcialidad para desarrollar los
justos cometarios de aquel periodo de transición que existió
durante la abolición de las divisas partidarias y el momento de la
vigencia integral de la Constitución que había sido establecida en
1830, como si esa metamorfosis fuese una fórmula finalmente
encontrada para lograr desplazar a los caudillos del poder político y
de la dirección de los asuntos de Estado, hecho muy notorio
durante la llamada Guerra Grande, y principal periodo histórico
que aborda este libro.
Ciertamente, si me utilizase solamente de algunos de ellos
para así destacar a los principales copartícipes de tan noble
epopeya ocurrida en ésta República durante gran parte del siglo
XIX, probablemente cometería grave un error al dejarme llevar por
inclinaciones particulares que siempre se ven arrastradas por la
emoción. No en tanto, la licenciada Ana Ribeiro escribe en el
preámbulo de su libro “Historias sin importancia”, que: “La
Historia siempre es una representación del pasado, que tiene con
éste tantos puntos de contacto y similitud como los que un mapa
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puede tener con la realidad. Los mapas y la Historia orientan, pero
no dan cuenta de todo el paisaje; representan una unidad y sus vías
de ordenamiento y circulación, pero no dejan de ser abstracciones
que el hombre realiza para interligar el todo caótico de la
experiencia vital o histórica. Tanto el mapa como cualquier
Historia, en tanto son un todo, son modelos que reflejan su
finalidad por medio de la forma”.
No obstante, entiendo que, para encontrar una correcta
ubicación en el ambiente reinante durante tan conturbadas
legislaturas y los comportamientos personales de algunos
personajes, el correcto proseguimiento de la obra nos exige,
primeramente, introducirnos en un breve repase de las biografías
cronológicas e historiográficas de aquellos que fueron los
responsable por cuñar, algunas veces con risas y fiestas, pero en la
mayor parte del tiempo, con sangre, sudor y lágrimas, todos sus
afanes institucionalistas de libertad y progreso.
Tal condición, será la que nos permitirá respetar de cada uno
de ellos, sus propios puntos de vista, y sus determinaciones
emocionales o no.
Del mismo modo, se hace necesario resaltar que, al gravitar
otros tantos personajes notorios alrededor de las sombras de estos
caudillos, es compresible que tampoco me sería posible nombrarlos
a todos, ya que, con diferentes grados de fecundidad y entusiasmo,
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todos los que participaron en las frentes de batalla, en algún
sórdido rancho, o hasta en la oscuridad de algún salón o
antecámara, tienen el mismo grado de valoración, intrepidez y
responsabilidad, en los resultados que solidificaron la Historia de la
República Oriental del Uruguay.
De cualquier manera, las visiones perpendiculares de cada
uno de los personajes, serán presentadas sobre ópticas de puntos de
vista diferentes entre sí, haciendo que parte de los relatos sean
episodios observados en una escala menor por donde pasaron los
grandes protagonistas que han dejando su vestigio de bizarría,
permitiendo que a la zaga de ellos surgiese la presencia de otros
seres anónimos o de aquellos que se encontraban ubicados en una
segunda fila por detrás de las frentes de batalla.
No olvidemos que el relato literario libera la lógica retórica
de quien lo escribe, pero este debe atenerse siempre dentro de un
cierto desarrollo cronológico primario, a donde se van
introduciendo explicaciones, influencias y pareceres sobre los
rasgos de los actores sociales indicativos y de cada uno de los
individuos.
Al buscar elaborar esta obra sobre la óptica de tales
características, los grandes nombres o hechos de aquel periodo
belicoso, están presentes en lo macro de la obra, buscando orientar
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al lector como lo hace un mapa, pero sin necesidad de violentarlo
con la narración.
Juan Antonio Lavalleja
Al nominar este personaje, entendemos que su carismática
personalidad, corresponde a la de un exacerbado y corajoso militar,
juntamente con la de un destacado político uruguayo que nació en
el poblado de Santa Lucía, Departamento de Minas, en el año de
1784, y que ya entrando en su apogeo, viene a fallecer en la ciudad
de Montevideo, en 1853.
Los registros nos cuentan que era hijo de un acomodado
estanciero llamado Manuel Pérez de La Valleja, un emigrado
ciudadano español, de Huesca, que se había casado con Ramona
Justina de la Torre, también española.
Retomando su historia militar, ya al final de sus tiempos de
ejercicio soldadesco, antes de encerrar su carrera militar, actuó
junto al General Manuel Oribe, después de haber tenido una
destacada e importantísima actuación en las primeras luchas por la
independencia de Uruguay.
No obstante, respetando la cronología de los hechos, en su
juventud, Juan Antonio fue uno de los principales lugartenientes de
nuestro mayor prócer: José Gervasio Artigas; y con él, se destacó
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por su palmaria acción en la batalla de Las Piedras. Posteriormente,
bajo sus órdenes, también luchó en la guerra contra los
portugueses, cuya victoria en aquel entonces, implicó la anexión de
la Banda Oriental a Brasil.
Apenas iniciada la Revolución Oriental de 1811 que fue
acaudillada por Artigas, Juan Antonio Lavalleja se incorporó a la
causa y tomó parte en las principales acciones militares
desplegadas hasta 1818. Ese mismo año, durante la guerra con
Brasil, fue hecho prisionero y enviado a la Isla de las Cobras, en
Río de Janeiro, donde se vio obligado a permanecer hasta fines del
año 1821.
Empero, en 1823, determinado y sediento de acción por las
ínfulas libertadoras, volvió a su Patria y terminó por unirse al
movimiento revolucionario iniciado por la logia masónica
“Caballeros Orientales” y el propio Cabildo de Montevideo, donde
entonces se ambicionaba obtener la independencia de Brasil. Pero,
fracasado ese intento, tuvo que partir al exilio, dirigiéndose a
Buenos Aires.
Fue allí en tierras vecinas que, en 1825, preparó, emprendió y
dirigió con gran denuedo, a un puñado de aguerridos compañeros,
lo que a la postre fue denominado como: “Cruzada Libertadora de
los Treinta y Tres Orientales”, gesta que buscaba nuevamente
liberar a Uruguay de la dominación brasileña.
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Fue entonces que, contando con su firme liderazgo, se dio
inicio al proceso de independencia de la Banda Oriental, y
consecuentemente, la pronta incorporación de estas, a las
Provincias Unidas del Río de la Plata.
Sin embargo, tres años más tarde, se vio obligado a intervenir
en la guerra del Imperio de Brasil con las Provincias Unidas, a
cuya finalización, se reconoció la total emancipación uruguaya en
la Convención Preliminar de Paz, firmada en 1828.
Apenas iniciada esta nueva etapa por la lucha por la
liberación nacional, Lavalleja exhibió un severo afán
institucionalista, llevándolo a promover la creación de un órgano
legislativo que fuese capaz de decidir el destino del país, a través
de una fecunda y prolífera elaboración y dictámenes de normas
sobre los temas prioritarios para la época.
Por ese tiempo, fue nombrado Gobernador y Capitán General
de la Provincia Oriental del Uruguay, puesto que ocupó en dos
ocasiones (1825 y 1830); y también fue asignado como Jefe del
Ejército de Operaciones de las Provincias Unidas (Argentina), zona
que estaba en guerra con Brasil, por la independencia de Uruguay.
Su enorme fervor a la causa, fue lo que posibilitó que Juan
Antonio fuese el principal baluarte a contribuir para la posterior
creación del Partido Blanco, o Nacional.
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En los años siguientes, percibiéndose descontento con el
rumbo político que tomaba la nueva Nación, protagonizó varios
levantamientos insurrectos contra el gobierno del General
Fructuoso Rivera, motivo éste que lo obligó una vez más, a
extraditarse. Al exilarse nuevamente en Argentina, luego se vinculó
a las huestes federales y tomó parte en las guerras civiles de aquel
país. En conclusión, durante el periodo de la llamada Guerra
Grande, ya siendo sexagenario, retornó al país y acompañó a
Manuel Oribe en el sitio a Montevideo.
Reproduciendo aquí las palabras de Antonio F. Díaz sobre
aquel momento, apuntamos que: “El largo período de la Guerra
Grande transcurrió oscuramente para él, siendo apenas un residente
más desde 1845 en el campo del Cerrito, lugar donde Oribe tenía
asentado su gobierno, y allí pasó casi desapercibido y sufrió
verdaderas privaciones materiales”.
Terminado el sitio a Montevideo, después de la paz del 8 de
octubre de 1851, el General Lavalleja terminó siendo dado de baja
en el Ejército, y congraciado con el puesto de Brigadier General.
Poco después, el entonces Presidente Joaquín Suarez, le confió la
Comandancia Militar de los departamentos de Cerro Largo, Minas
y Maldonado.
En el año 1853, el General aparece nuevamente en la escena
política por postrera vez, ya con el fin de apaciguar los fogosos
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ánimos políticos surgidos momentos después de la salida del
Presidente Juan Francisco Giró. En este último acto, el General
Lavalleja fue designado miembro del efímero Triunvirato que
gobernaría la República, y del cual participarían los Generales:
Fructuoso Rivera y Venancio Flores; pero antes de cumplir un mes
en sus nuevas funciones, falleció repentinamente mientras
despachaba en el fuerte del Gobierno.
Al dar inicio a su carrera militar, Juan Antonio Lavalleja
había alcanzado el puesto de Capitán en el ejército del General
Artigas, nombrado Jefe de los Treinta y Tres Orientales, y General
de Sarandí. Seguramente, este caudillo ha cincelado su nombre en
la Lista de los Grandes del Uruguay, donde una suma de hechos no
menores, lo ha consagrado como uno de los principales próceres
nacionales.
Posteriormente, en reconocimiento de su gesta, Minas, la
ciudad de su cuna, le erigió en la plaza principal, el 12 de octubre
de 1902, la primera estatua ecuestre levantada en la República
Oriental; y por ley del 26 de diciembre de 1927, el Departamento
de Minas tomó la denominación de Lavalleja.
Mismo siendo éste un sucinto relato de los avatares del
General, aun nos queda por destacar que el día 3 de setiembre de
1791, corresponde a la fecha en que nació Ana Monterroso, una
destacada figura de las luchas de la independencia. Era hermana
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del sacerdote José Benito Monterroso (secretario de Artigas), y que
posteriormente se convertiría en la esposa de Juan Antonio
Lavalleja.
Un hecho inédito cabe matizar con relación al matrimonio de
estos. El enlace con su marido, se realizó por poderes (Lavalleja
fue representado por Rivera), el 21 de octubre de 1817, y ella
recién pudo reencontrarse con su esposo cuando éste aun era
prisionero de los portugueses, acompañándolo en su cautiverio y
subsiguientemente, en todas las empresas que el General abordó.
Ella falleció el 30 de marzo de 1858 en la ciudad de Buenos
Aires.
Como caso curioso, agregamos que la historia nos cuenta que
el 15 de setiembre de 1832, la policía de Montevideo, por orden del
General Rivera, trata de detener a la señora Ana Monterroso, digna
esposa del General contendiente suyo.
En aquel entonces, esta recibió en su casa al piquete que iba a
detenerla, y rodeada de sus hijos (la mayor tenía apenas 12 años),
corajosamente les anunció que se haría matar antes de permitir que
la separaran de ellos. El oficial que se encontraba a cargo del
procedimiento, no se atrevió a verificar si la amenaza perpetrada
por ella era real, y se marchó.
Hecho a seguir, el Gobierno se sintió obligado a cambiar la
pena por reclusión en el hogar. Ese mismo día fueron arrestados
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más de veinte ciudadanos que acusados de conspiración, fueron
llevados a bordo de un pontón.
José Fructuoso Rivera
Al mencionar este protagonista, encontramos una persona de
controvertida figura. Al igual que su correligionario, él también era
hijo de un poderoso terrateniente de la zona de San José de Mayo,
dueño de un saladero; de modo que éste también perteneció el
grupo de los estancieros opuestos al monopolio de los comerciantes
peninsulares. Igualmente, destacamos que fue un brioso militar y
un no menos discutido político.
Nacido en Durazno en el año 1786, y fallecido en el pueblo
de Melo a su retorno al Uruguay en 1854, fue el Primer Presidente
constitucional del país, luego de haber atesorado diversas
participaciones en las luchas independentistas. También fue unos
de los fundadores de la divisa colorada, o Partido Colorado.
Aun joven, se unió a la Revolución Oriental en el interior de
la Banda Oriental, en la zona de Minas, y prontamente se destacó
como pequeño caudillo en el centro de la provincia. Acto seguido,
se incorporó a las fuerzas del General José Gervasio Artigas, y a
sus órdenes, participó también en la Batalla de Las Piedras (1811).
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Cuando Artigas y la división enviada en su ayuda desde
Buenos Aires, inició el primer sitio a la ciudadela de Montevideo,
Rivera fue destinado a intentar detener la invasión portuguesa.
Cuando ésta se hizo incontenible y el gobierno porteño pactó con el
Virrey Elío, Rivera se unió al grupo de habitantes que participó del
Éxodo Oriental, siguiendo a Artigas para el Ayuí.
En entretiempo posterior, participó de una expedición a las
Misiones Orientales bajo las órdenes de Eusebio Valdenegro y
Fernando Otorgués, y luego se incorporó al segundo sitio de
Montevideo, a órdenes del Coronel Manuel Pagola.
Posteriormente, se retiró con Artigas cuando éste enfrentó al
General José Rondeau, hombre que seguía la política del
Directorio, o la de someter a las provincias a un gobierno
nombrado y dirigido desde Buenos Aires. Nacía en ese momento el
federalismo en el Río de la Plata.
Después de la toma de Montevideo por Carlos María de
Alvear, Rivera fue el Jefe de las tropas orientales en la Batalla de
Guayabos, donde derrotó a las tropas de Manuel Dorrego. En sus
filas, figuraban grupos de indígenas charrúas y guaraníes. Las
tropas de Dorrego huyeron en desbandada, y poco después, el
Director Alvear entregaría el control de la Banda Oriental al
General Artigas y sus partidarios.
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Mientras las fuerzas de Otorgués provocaban desmanes
contra los ciudadanos de la capital, Rivera comenzó a ser percibido
por un grupo de comerciantes y “doctores”, que luego serían los
aliados de los portugueses y antes lo habían sido de los realistas,
como si su figura fuese la garantía de orden entre los caudillos de
la zona rural.
Subsiguientemente, cuando se produjo la Invasión Luso-
Brasileña, a partir de 1816, Rivera secundó inicialmente a Artigas,
destacándose como uno de los jefes que lograron algunas victorias
menores. No obstante, fue derrotado en la Batalla de India Muerta,
en noviembre de ese año, lo que permitió a los portugueses ocupar
Montevideo.
Históricamente, su actuación pública ha sido fruto de mucha
polémica. Algunos historiadores e investigadores como Eduardo
Picerno, señalan que: “…ya desde el año 1816, cuando comienza la
invasión Luso-Brasileña, Rivera comienza a desobedecer las
órdenes de Artigas y a manifestar su adhesión a la causa
portuguesa de un modo muy distinto a como lo hacía el general
Belgrano, que proponía el 9 de julio del año 1816, a la Reina
Carlota de Portugal, como Reina de las Provincias Unidas del
Sudamérica…”
En efecto, mientras Manuel Belgrano buscaba legitimar ante
las potencias de ese momento, la total independencia rioplatense
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ante la Santa Alianza y con lo que tal alianza exigía, gobiernos
monárquicos a pocos meses de establecida la “Santa Alianza” y el
restauracionismo monárquico absolutista entre las potencias del
mundo (era el único modo que parecía viable en el año 1816), él
buscaba como solución de compromiso, un país rioplatense
totalmente independiente.
Los registros cuentan que tras su viaje a Europa, Belgrano
notó que las potencias sólo aceptaban países gobernados
monárquicamente, entonces, la solución inicial fue que la regenta
Carlota asumiera como Reina de las Provincias Unidas del Río de
la Plata, siendo tales provincias totalmente independientes de todo
poder extranjero y teniendo una monarquía constitucional.
Luego Belgrano se dio cuenta de lo infundado de su
optimismo en cuanto a una regenta que también ostentaba el
gobierno brasileño, y optó por una solución más audaz: “que un
inca –un descendiente de Tupac Amaru II, probablemente Juan
Bautista Condorcanqui Tupac Amaru, último descendiente
reconocido de Túpac Amaru II–, fuera el “rey” nominal, limitado
por una Constitución democrática del nuevo extensísimo país
constituido por los estados rioplatenses”.
Absolutamente contrariado con la idea de Belgrano, Rivera
se sometió directamente a Portugal y luego al Imperio del Brasil,
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convirtiéndose en uno de los oficiales de Portugal y de Brasil en el
territorio actualmente uruguayo.
A mediados de 1818, varios jefes artiguistas comenzaron a
cuestionar la estrategia defensiva de su Jefe. El único oficial
notable que no se pronunció en contra del caudillo, fue Rivera, por
lo que Artigas le entregó el mando de las divisiones más poderosas.
Esto causó la defección de muchos de sus subordinados, entre ellos
Rufino Bauzá y Manuel Oribe, que pasaron a Buenos Aires. Por su
parte, el Director Supremo, Pueyrredón, desde Buenos Aires, le
ofreció el mando de las tropas orientales, desplazando a Artigas.
Pero Rivera no lo aceptó.
A continuación de su irreverencia contra el gobierno de
Puiyrredon, Rivera obtuvo algunas victorias menores en los
combates de Chapicuy y Queguay Chico, pero fue finalmente
derrotado en la Batalla de Arroyo Grande.
Cuando ocurrió la derrota de las tropas orientales en la
Batalla de Tacuarembó el día 22 de enero de 1820, Rivera se
encontraba acampando en el arroyo de Tres Árboles. Fue entonces
que desde Mataojo (actual departamento de Salto), Artigas le
ordenó que se incorporara a su ejército. La orden llegó tarde,
porque a esa hora, Rivera ya había celebrado un armisticio con el
jefe portugués Bentos Manuel Ribeiro, y esa circunstancia, lo llevó
a desobedecer la orden dada por el caudillo.
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Rivera, en una carta fechada 13 de junio de 1820 enviada al
gobernador Francisco Ramírez, posteriormente descubierta por el
investigador Eduardo Picerno, en sus líneas se habría ofrecido para
“ultimar” a Artigas, a quien consideraba un “monstruo, déspota,
anarquista y tirano”.
No en tanto, hay quienes, como Manuel Flores Silva, que
sostienen que esta carta, publicada originalmente por Hernán F.
Gómez en su clásico “Corrientes y la República Entrerriana”
(1929, Corrientes), se “justifica” en función de todo el contexto, e
insinúa que las dotes de Rivera como “hombre político”, es lo que
le permite permanentemente adaptarse a las circunstancias del
momento; pues tras la batalla de Tacuarembó, Artigas se
encontraba derrotado y sin apoyo de Ramírez. A su vez, Ramírez
había creado la República de Entre Ríos, que incluía a los
territorios de Corrientes y Misiones, y mantenía estrechas
relaciones con Buenos Aires.
Meses después de Rivera firmar un armisticio con el
gobernador de la Provincia Cisplatina –dependiente del Reino
Unido de Portugal, Brasil y Algarve–, Carlos Federico Lecor, se
incorporó al ejército de Portugal, y junto con sus soldados, vencida
ya toda posible resistencia, lo siguieron. En julio de 1821, formó
parte del Congreso Cisplatino que convalidó la anexión de la
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Provincia Cisplatina a Portugal. A seguir, Rivera formó parte del
Club del Barón, germen del Partido Colorado.
Cuando el Imperio del Brasil anunció su independencia de
Portugal, Rivera secundó a Lecor, que siguió al Emperador Pedro I
en su intención de expulsar a los portugueses de Montevideo. Bajo
sus órdenes, ingresaron algunos de los oficiales artiguistas que
habían sido liberados, como José Antonio Berdún y Juan Antonio
Lavalleja, pero en éstos, era más claro que, con su adhesión,
buscaban la independencia de la Banda Oriental.
El cabildo de Montevideo invitó a Rivera a unirse a ellos en
la continuidad de la dominación portuguesa, con la esperanza de
que cuando finalmente los europeos se retiraran, concedieran la
independencia a Montevideo y su jurisdicción. A la invocación del
cabildo al patriotismo de Rivera, éste les respondió que el
patriotismo, es la búsqueda de la felicidad de la patria, que eso era
lo que él entendía como sinónimo de paz. Según sus propias
palabras: -“la Banda Oriental nunca fue menos feliz en la época de
su desgraciada independencia…”
En noviembre de 1823, las tropas portuguesas entregaron
Montevideo al General Lecor, que ingresó en la ciudad y proclamó
anexada la Cisplatina al Imperio del Brasil. Una de las primeras
incumbencias de Lecor, fue otorgar a Rivera el título de Barón de
Tacuarembó, y lo nombró comandante de campaña.