universidad de mexico l.a siesta del martes · una humareda sofocante entró por ... la niña...

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UNIVERSIDAD DE MEXICO 21 L.A SIESTA DEL MARTES Por Gabriel GARCÍA MÁRQUEZ Dibujo de' amar RAYO E L TREN SALIÓ del trepidante corredor de rocas bermejas, penetró en las plantaciones de banano, simétricas e in- terminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró por la ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a la da férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos ver- des. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sin sembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campa- mentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitas blancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos. Eran las once de la mafíana y aún no había empezado el calor. -Es mejor que subas el vidrio -dijo la mujer-o El pelo se te va a llenar de carbón. La niña trató de hacerlo, pero la persiana estaba @loquea- da por el óxido. Eran los únicos pasajeras en el escueto vagón de tercera clase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por la ventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar los únicos objetos que llevaban: una bolsa de material plástico con cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel de periódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ven- tanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto ri- guroso y pobre. La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba. La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causa de las venas azules en los párpados y del euerpo pequefío, blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana. Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada con- tra el espaldar del asiento, sosteniendo con ambas manos en el regazo una cartera de charol desconchada. Tenía la sere- nidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza. :\. las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diez minutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua . .-\fuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la som- bra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro del ragón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar. Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pinta- das de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundió en el sopor. La nifía se quitó los zapatos, desesperada por la sofocación. Después fue a los servicios sanitarios a poner en agua el ramo de flores muertas. Cuando volvió al asiento, la madre la esperaba para comer. Le dio un pedazo de queso, medio bolso de maíz y una galle- ta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico una ración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacio un puente de hierro y pasr') de largo por un pueblo igual a los anteriores, sólo que en aquél había una multitud en la plaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajo el sol Al otro lado del pueblo, en una llanura cuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones. La mujer dejó de comer. -Pónte los zapatos - dijo. La nifía miró hacia el exterior. No vio nada mits que la llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nue- vo, pero metió en la bolsa el úl timo pedazo de galleta y se puso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peinet:l. -Péinate - dijo. El tren empezó a pitar mientras la niíia se peinaba. La mu- jer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara. Cuando la nifía acabó de peinarse, el tren pasó frente a las primeras casas de un pueblo m¡ís grande pero m¡ís triste <lue los an teriores. -Si tienes ganas de hacer algo, hazlo pronto -dijo la mu- jer-. Después, aunque te estés muriendo de sed, no tomes agua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar. La niiia aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un \'iento ardiente y seco, mezclado con el silbido de la locomo- tora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló ]a bolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera. Por un instante, la imagen total del pueblo en el luminoso martes de agosto resplandeció en la ventanilla. La nifía en- volvió las flores en los periódicos empapados, se apartó un DOCO más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella le devolyió una expreslOn apacible. El tren acabó de pitar v disminuyó la marcha. Un JllOJllento después se delllYo. No había nadie en la estación. Al otro lado de la calle, en la acera sombreada por los almendros, sólo estaba abierto el salón de billar. El pueblo llotah:1 en el calor. La mujer y la nifía descendieron del tren, atravesan)Jl /:¡ estación aban- donada cuyas haldosas empezaban a cuartearse por la presión de la hierba y cruzaron la calle hasla la acera de la somhra. Eran casi las dos. A esa hora, agohiado por el sopor, el pueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas, la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvían a abrirse hasta un poco antes de las cuatro. ('uando pasaba el tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frente a la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina del telégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría cons- truidas sobre el modelo de las de la compa'-lÍa bananera, te- nían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas. En algunas hacía tanto calor, que sus habitantes almorzaban en el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de Jos almendros y hacían la siesta sentados en plena calle. Buscando siempre la protección de los almendros, la mu- jer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta. Fueron directamente a la casa cura!. La mujer raspó con la uña la red met{dica de la puerta, esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbaba un ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenas el leve crujido de una puerta, y enseguida una voz cautelosa muy cerca de la red metálica: -¿Quién es? La mujer trató de ver a través de la red ll1etMica.

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UNIVERSIDAD DE MEXICO 21

L.A SIESTA DEL MARTESPor Gabriel GARCÍA MÁRQUEZ

Dibujo de' amar RAYO

EL TREN SALIÓ del trepidante corredor de rocas bermejas,penetró en las plantaciones de banano, simétricas e in­terminables, y el aire se hizo húmedo y no se volvió a

sentir la brisa del mar. Una humareda sofocante entró porla ventanilla del vagón. En el estrecho camino paralelo a lada férrea había carretas de bueyes cargadas de racimos ver­des. Al otro lado del camino, en intempestivos espacios sinsembrar, había oficinas con ventiladores eléctricos, campa­mentos de ladrillos rojos y residencias con sillas y mesitasblancas en las terrazas, entre palmeras y rosales polvorientos.Eran las once de la mafíana y aún no había empezado el calor.

-Es mejor que subas el vidrio -dijo la mujer-o El pelose te va a llenar de carbón.

La niña trató de hacerlo, pero la persiana estaba @loquea­da por el óxido.

Eran los únicos pasajeras en el escueto vagón de terceraclase. Como el humo de la locomotora siguió entrando por laventanilla, la niña abandonó el puesto y puso en su lugar losúnicos objetos que llevaban: una bolsa de material plásticocon cosas de comer y un ramo de flores envuelto en papel deperiódicos. Se sentó en el asiento opuesto, alejada de la ven­tanilla, de frente a su madre. Ambas guardaban un luto ri­guroso y pobre.

La niña tenía doce años y era la primera vez que viajaba.La mujer parecía demasiado vieja para ser su madre, a causade las venas azules en los párpados y del euerpo pequefío,blando y sin formas, en un traje cortado como una sotana.Viajaba con la columna vertebral firmemente apoyada con­tra el espaldar del asiento, sosteniendo con ambas manos enel regazo una cartera de charol desconchada. Tenía la sere­nidad escrupulosa de la gente acostumbrada a la pobreza.

:\. las doce había empezado el calor. El tren se detuvo diezminutos en una estación sin pueblo para abastecerse de agua..-\fuera, en el misterioso silencio de las plantaciones, la som­bra tenía un aspecto limpio. Pero el aire estancado dentro delragón olía a cuero sin curtir. El tren no volvió a acelerar.Se detuvo en dos pueblos iguales, con casas de madera pinta­das de colores vivos. La mujer inclinó la cabeza y se hundióen el sopor. La nifía se quitó los zapatos, desesperada por lasofocación. Después fue a los servicios sanitarios a poner enagua el ramo de flores muertas.

Cuando volvió al asiento, la madre la esperaba para comer.Le dio un pedazo de queso, medio bolso de maíz y una galle­ta dulce, y sacó para ella de la bolsa de material plástico unaración igual. Mientras comían, el tren atravesó muy despacioun puente de hierro y pasr') de largo por un pueblo igual alos anteriores, sólo que en aquél había una multitud en laplaza. Una banda de músicos tocaba una pieza alegre bajoel sol aplastante~ Al otro lado del pueblo, en una llanuracuarteada por la aridez, terminaban las plantaciones.

La mujer dejó de comer.-Pónte los zapatos - dijo.La nifía miró hacia el exterior. No vio nada mits que la

llanura desierta por donde el tren empezaba a correr de nue­vo, pero metió en la bolsa el úl timo pedazo de galleta y sepuso rápidamente los zapatos. La mujer le dio la peinet:l.

-Péinate - dijo.El tren empezó a pitar mientras la niíia se peinaba. La mu­

jer se secó el sudor del cuello y se limpió la grasa de la cara.Cuando la nifía acabó de peinarse, el tren pasó frente a lasprimeras casas de un pueblo m¡ís grande pero m¡ís triste <luelos an teriores.

-Si tienes ganas de hacer algo, hazlo pronto -dijo la mu­jer-. Después, aunque te estés muriendo de sed, no tomesagua en ninguna parte. Sobre todo, no vayas a llorar.

La niiia aprobó con la cabeza. Por la ventanilla entraba un\'iento ardiente y seco, mezclado con el silbido de la locomo­tora y el estrépito de los viejos vagones. La mujer enrolló ]abolsa con el resto de los alimentos y la metió en la cartera.Por un instante, la imagen total del pueblo en el luminosomartes de agosto resplandeció en la ventanilla. La nifía en­volvió las flores en los periódicos empapados, se apartó unDOCO más de la ventanilla y miró fijamente a su madre. Ella

le devolyió una expreslOn apacible. El tren acabó de pitar vdisminuyó la marcha. Un JllOJllento después se delllYo.

No había nadie en la estación. Al otro lado de la calle, enla acera sombreada por los almendros, sólo estaba abiertoel salón de billar. El pueblo llotah:1 en el calor. La mujer yla nifía descendieron del tren, atravesan)Jl /:¡ estación aban­donada cuyas haldosas empezaban a cuartearse por la presiónde la hierba y cruzaron la calle hasla la acera de la somhra.

Eran casi las dos. A esa hora, agohiado por el sopor, elpueblo hacía la siesta. Los almacenes, las oficinas públicas,la escuela municipal, se cerraban desde las once y no volvíana abrirse hasta un poco antes de las cuatro. ('uando pasabael tren de regreso. Sólo permanecían abiertos el hotel frentea la estación, su cantina y su salón de billar, y la oficina deltelégrafo a un lado de la plaza. Las casas, en su mayoría cons­truidas sobre el modelo de las de la compa'-lÍa bananera, te­nían las puertas cerradas por dentro y las persianas bajas.En algunas hacía tanto calor, que sus habitantes almorzabanen el patio. Otros recostaban un asiento a la sombra de Josalmendros y hacían la siesta sentados en plena calle.

Buscando siempre la protección de los almendros, la mu­jer y la niña penetraron en el pueblo sin perturbar la siesta.Fueron directamente a la casa cura!.

La mujer raspó con la uña la red met{dica de la puerta,esperó un instante y volvió a llamar. En el interior zumbabaun ventilador eléctrico. No se oyeron los pasos. Se oyó apenasel leve crujido de una puerta, y enseguida una voz cautelosamuy cerca de la red metálica:

-¿Quién es?La mujer trató de ver a través de la red ll1etMica.

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-Necesito al padre - dijo.-Ahora está durmiendo.-Es urgente - insistió la mujer.SU YOZ tenía una tenacidad reposada.La puerta se entreabrió sin ruido y apareció una mujer

madura y regordeta, de cutis muy p¡Uido y cabellos color dehierro. LQs ojos parecían demasiado pequeños detds de losgruesos cristales de los anteojos.

-Sigan -dijo- y acabó de abrir la puerta.Entraron a una sala impregnada de un viejo olor de flo­

res. La mujer de la casa las condujo hasta un escaño demadera y les hizo señas de que se sentaran. La niña lo hizo,pero su madre permaneció de pie, absorta, con la carteraapretada en las dos manos. No se advertía ningún ruido de­trás del ventilador eléctrico.

La mujer de la casa reapareció en la puerta del fondo.-Dice que vuelvan después de las tres -dijo en voz muy

baja-o Se acostó hace cinco minutos.-El tren se va a las tres y media - dijo la mujer.Fue una réplica breve y segura, pero la voz seguía siendo

apacible, con muchos matices. La mujer de la casa sonriópor primera vez.

-Hueno - dijo.Cuando la puerta del fondo volvió a cerrarse, la mujer

se sentó junto a su hija. La angosta sala de espera era pobre,ordenada y limpia. Al otro lado de una baranda de maderaque dividía la habitación, había una mesa de trabajo, sen­Cilla, con un tapete ele hule, y encima de la mesa una má­quina ele escribir primitiva junto a un vaso con flores. Senotaba que era un despacho arreglado por una mujer soltera.

La puerta elel fondo se abrió y esta vez apareció el sacerdo­te, limpiando los lentes con un pañuelo. Sólo cuando se lospuso pareció evidente que era hermano de la mujer que habíaabierto la puerta.

-¿Qué se les ofrece? - preguntó.-Las llaves del cementerio - dijo la mujer.La niña estaba sentada con las flores en el regazo y los pies

cruzados bajo el escaño. El sacerdote la miró, después miróa la mujer y después, a través de la red metálica de la ven­tana, el cielo brillante y sin nubes.

-¿Con este calor? -dijo-o Han podido esperar a que ba­jara el sol.

La mujer movió la cabeza en silencio. El sacerdote pasó alotro lado de la baranda, extrajo del armario un cuadernoforrado en hule, un plumero de palo y un tintero, y se sentóa la mesa. El pelo que le faltaba en la cabeza le sobraba enlas manos.

-¿Qué tumba van a visitar?-La de Carlos Centeno - dijo la mujer.El sacerdote la examine'> con una expresión de incerti-

dumbre.-¿Quién?-Carlos Centeno - repitió la mujer.El padre siguió sin entender.-Es el ladrón que mataron en este pueblo la semana pa·

sada -dijo la mujer en el mismo tono-o Yo soy su madre.El sacenlote la escrutó. Ella lo miró fijamente, con un do·

minio reposado, y el padre se ruborizó. Bajó la cabeza paraescribir. A medida que llenaba la hoja, pedía él la mujer losdatos de su identidad, y ella le respondía sin vacilación, condetalles precisos, como si estuviera leyendo. El padre empezóa sudar. La niña desabotonó la trabilla del zapato izquierdo,se descalzó el talón y lo apoyó en el contrafuerte. Hizo lomismo con el derecho. Después volvió a cruzar los pies bajoel esca Ji O.

Todo había empezado el lunes de la semana anterior, alas tres de la madrugada y a pocas cuadras de allí. La serioraRebeca, una viuda solitaria, <¡ue \'ivía en una casa atiborradade cachivaches, sintie'> a través del rumor de la llovizna ':juealguien trataba de forzar desde fuera la puerta de la calle.Se Icyantó, buscú a tientas cn el ropero un revólver arcaicoque nadie había disparado desde los tiempos del coronel Au­reliano Hucndía, y fue a la sala sin encender las luccs. Orien­lÚndose no tanto por el ruido en la cerradura como por unterror desarrollado en ella por 2R arios de soledad, localizóen la imaginaci('Jll no sólo el sitio donde estaba la puertasino la altura exacta de la cerradura. Agarró el arma conlas dos manos, cerró los ojos y apretó el gatillo. Era la prime.l';l vez en su vida que disp,u;lha un rew')lver. Inmediatamente

UNIVERSIDAD DE MEXICQ

después d~ la detonación no sin~ió nada mils que el murmullode l~ .1I0vlzna en e~ techo de Zinc. Después oyó un golpecitometahco en ~l anden de (:emento y una voz muy baja, apaci.ble pero ternblemente latlgada: "¡Ay, mi madre!" El hombreque aman,eció muerto frente a la casa, con la nariz despeda.z¡~da, .vestla una franela a r~yas (,le colores, un pantalón 01',

dmano con una soga en el cl11turon, y estaba descalzo. Nadielo conocía en el pueblo.

-De manera que .se llamaba Carlos Centeno - murmurúel padre cuando acabó de escribir.

-Centeno Ayala -dijo la mujer-o Y agregó:-Era el único varón.El sacerdote volvió al armario. Colgadas de un clavo en el

interior de la puerta había dos llaves grandes y oxidadascomo la niña imaginaba y como imaginaba la madre ClIand(;era niña y como debió imaginar el propio sacerdote algunavez que eran las llaves de San Pedro. Las descolgó, las pusoen el cuaderno abierto sobre la baranda y mostró con el ín.dice un lugar en la página escrita, mirando a la mujer.

-Firme aquÍ.La mujer garabateó su nombre en el lugar indicado, sos­

teniendo la cartera bajo la axila. La niña recogió las flores,se dirigió a la baranda arrastrando los zapatos y observó condetenimiento a su madre.

El sacerdote suspiró.-¿Nunca trató de hacerlo entrar por el buen camino?La mujer contestó cuando acabó de firmar.-Era un hombre muy bueno - dijo.El sacerdote miró alternativamente a la mujer y a la niria

y comprobó con ulla especie de piadoso estupor que no es·taban a punto de llorar. La mujer continuó, inalterable:

-Yo le decía que nunca robara nada que le hiciera faltaa alguien para comer, y él me hacía caso. En cambio, antes,cuando boxeaba, pasaba hasta tres días en la cama postradopor los golpes.

-Se tuvo que sacar todos los dientes - intervino la niña.-Así es -confirmó la mujer-o Cada bocado que me comía

en ese tiempo me sabía a los porrazos que le daban a mi hijolos sábados por la noche.

-La voluntad de Dios es inescrutable - dijo el padre.Pero lo dijo sin mucha convicción, en parte porque la ex·

periencia lo había vuelto un poco escéptico, y en parte porel calor. Les recomendó que se protegieran la cabeza paraevitar una insolación. Les indicó, bostezando y ya casi com­pletamente dormido, cómo debían hacer para encontrar la[Umba de Carlos Centeno: Al regreso no tenían que tocar.Debían meter la llave por debajo de la puerta, y poner allímismo, si tenían, una limosna para la Iglesia. La mujer es­cuchó las explicaciones con mucha atención, pero dio lasgracias sin sonreir.

Desde antes de abrir la puerta de la calle, el padre se diocuenta de que alguien miraba hacia adentro, las narices aplas­tadas contra la red metálica. Era un grupo de niños. Cuandola puerta se abrió por completo los niños se dispersaron. Aesa hora, de ordinario, no había nadie en la calle. Pero esedía no sólo estaban los niños. Había grupos de hombres ymujeres bajo los almendros. El padre se asomó a la puerta,examinó la calle distorsionada por la reverberación, y entonoces comprendió.

Suavemente YO!\'ió a cerrar la puerta.-Espérense un momento - dijo, sin mirar a la mujer.Su hermana apareció en la puerta del fondo, con una chao

queta negra sobre la camisa de dormir y el cabello suelto enJ,;:, hombros. S~ l!l1i'aron en silencio.

-¿Qué fiJe? - preguntó el padre.-Que la genle se ha dado cuenta - murmuró la hermana.-Es mejor que salgan por la puerta del patio - dijo el

padre.-Es lo mismo -dijo su hermana-o Todo el mundo est;'1

en las ventanas.La mujer no parecía haher comprendido hasta entonces.

Trató de ver la calle a trayés dc la red met,í1ica. Luego lequitó el r;:l11o de nares a la niria y empezó a moverse haciala puerta. Ll nilia la siguió.

-Esperen ;, que baje el sol - dijo el padre.-Se van a derretir -dijo su hermana, inmóvil en el fondo

de b sala-. Espérense y les presto una sombrilla.-·(;n:cias -respondió la mujer-o Así vamos bien.Tomó a la Iliria de la mano y salir') ;l la caile.