vampiro vegetariano
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OTROS LIBROS -
DE ESTE AUTOR:
• El Mundo Flotante
■ El Mundo Inferior ■
El Mundo Pretérito
■ El Mundo Oscuro
A CASA DE LUCÍA Y TOMÁS VA A VIVIR
UN NUEVO VECINO: EL SEÑOR LUCARDA.
ALTO, DELGADO, DE UNOS CUARENTA
AÑOS, SIEMPRE VISTE DE NEGRO Y NUN-
CA HABLA CON NADIE. SUS OJOS OSCU-
ROS Y PENETRANTES PARECEN ESCRU-
TAR LOS PENSAMIENTOS DE LA GENTE.
HAY PERSONAS QUE VIVEN AISLADAS Y TIENEN
COSTUMBRES EXTRAÑAS. LA SOCIEDAD LAS
MARGINA POR ESO. ¿SON LOS VAMPIROS
GENTE ASÍ?
A PARTIR DE 9 AÑOS
■un
n
— ESTO es un insulto, un atropello! -gritó Tomás-.
¡No puedes cuidar de mí, tenemos la misma edad!
—Soy mayor que tú -replicó Lucía tran-
quilamente.
—¡Solo tienes tres meses más que yo! -protestó
el niño.
—Pero he aprendido mucho en esos tres meses
-dijo ella con una sonrisa de suficiencia-. Además,
las chicas maduramos antes.
Los padres de Tomás; habían decidido acudir a
una cena a última hora y no habían encontrado
ninguna canguro disponible, de modo que le
habían pedido a Lucía, su vecina y amiga, que se
quedara con él para que no hiciera ningún
desastre la última vez que lo habían dejado solo,
el angelito había estado a punto de prenderle
fuego a Ha casa con su juego de química).
Tomás acababa de cumplir los diez años y se
creía todo un hombre, y consideraba una
humillación insoportable que lo hubieran dejado
al cuidado de Lucía.
—¿Ah, sí? Pues yo soy más grande y más
fuerte que tú -dijo el niño con tono amenazador-,
así que no puedes impedirme que haga lo que me
dé la gana.
—No eres más grande, sino solo más gordo -
replicó Lucía-. Y no necesito la fuerza para
controlarte. Tengo el teléfono de la casa en la que
están cenando tus padres, y me han dicho que los
llame si te portas mal.
—Tú no harías eso, no te convertirías en una
vulgar chivata...
—No, si no me obligas.
Tomás estuvo a punto de tirarse al suelo y
empezar a gritar y a patalear; pero se daba cuenta
de que eso era propio de un niño pequeño y,
aunque estaba furioso, su miedo al ridículo era
mayor que sus ganas de desahogarse. De modo
que se contuvo y dijo:
—Está bien, puesto que tienes que cuidar de
mí, cuéntame un cuento. —¿No quieres ver la tele? -preguntó Lucía
asombrada, pues Tomás era un teleadicto fu-
ribundo-. Tienes permiso hasta las once.
—Todo lo que dan esta noche es una plasta.
Prefiero que mi canguro me cuente un cuento -
dijo él con tono burlón.
—Está bien, te contaré un cuento.
Lucía se sentó en el sofá de la sala de estar,
frente al televisor apagado, y Tomás se repantigó
en un sillón.
—Estoy listo. Empieza a contar, esclava.
—Érase una vez una princesa...
—¡Una princesa! -la interrumpió el niño-. ¡No
pretenderás contarme una cursilada de cuento
con princesas, hadas y esas tonterías!
—¿Cómo puedes decir que es una cursilada si
aún no sabes de qué va, botarate? -a Lucía le
gustaba usar insultos antiguos, de los que le oía a
su abuela, aunque no sabía muy bien lo que
significaban.
—Pues claro que sé de qué va —replicó Tomás-.
Va de princesas, y no voy a permitir que me
cuentes un cuento para niñas. Quiero uno de
terror.
- De acuerdo. Te contaré uno en el que tú
eres el protagonista.
8 9
-¿Yo?
—Sí, tú... Imagínate que te has quedado solo en
el mundo: eres el único ser humano sobre el
planeta...
—Oye, eso me gusta. Podría hacer lo que
quisiera y todo sería mío...
—Sí. Eres el único ser humano del mundo y estás
en tu habitación a punto de irte a la cama. Y de
pronto llaman a la puerta.
—¿Y? -preguntó Tomás visiblemente nervioso.
—Ya está.
—¿Cómo que ya está?
—Ya se ha terminado. Es un cuento corto.
—¿Corto? ¡Querrás decir cortísimo, super-
cortísimo! No pasa nada, y no da ningún miedo -
protestó él.
—¿Estás seguro de que no da ningún miedo? -
replicó Lucía mirándolo fijamente-. Estás solo en
el mundo, no hay ninguna otra persona en todo
el planeta. Y de pronto alguien llama a la puerta. —Sí que da miedo -reconoció Tomás después de
pensar un rato en el asunto . Menos mal que es
una situación imposible.
Tal como te la he contado, sí -reconoció
Lucía-, Pero estar solo en casa es parecido a estar
solo en el mundo... Imagínate que no estuviera
yo, que ahora mismo estuvieras solo en casa...
Sabes que estás solo, has echado el cerrojo y ni
siquiera tus padres pueden entrar si no les
abres... Te vas a tu habitación tan tranquilo, y de
pronto llaman a la puerta...
—Qué tontería, son mis padres que han vuelto
antes de lo previsto.
—Llaman a la puerta de tu habitación -precisó ella
con voz insinuante.
—¡Aaaaah! -gritó Tomás-, ¿Por qué me asustas?
Se supone que eres mi canguro.
—¿No querías un cuento de terror?
—Sí -tuvo que admitir él-, pero no te he dicho
que fuera de esos en los que tú eres el
protagonista.
— Pues es una lástima que no te gusten, por-
(|iie te iba a contar otro.
¡Cuéntamelo!
¿No acabas de decir que no los quieres de
esos de -tú eres el protagonista »?
Da igual, cuéntamelo. -No, que luego te quejas de que te asusto.
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—No me quejaré -le aseguró Tomás.
—Está bien... Pero antes dime una cosa: ¿tú
crees en los fantasmas?
—Claro que no -contestó él-. Lo de los fan-
tasmas es una tontería para asustar a los niños
pequeños.
—Vale... Pues vas por un callejón oscuro y de
pronto te cruzas con un señor, y el señor te
pregunta: «¿Crees en los fantasmas?», y tú le
contestas: «No», y entonces el señor te dice: «Pues
yo sí», y desaparece.
—Qué chorrada -comentó Tomás-. Este sí que
no da miedo.
—¿No? Piénsalo bien: el señor desaparece, se
vuelve invisible de pronto, pero sigue a tu lado, solo que
ahora ya no puedes verlo, estás a su merced...
—¡Aaaaah! -volvió a gritar él mirando ner-
viosamente a derecha e izquierda; pero esta vez
no podía quejarse, puesto que se lo había buscado.
—¿Por qué te asustas, si es una chorrada? -dijo
Lucía con una maliciosa sonrisa.
—No estoy asustado -replicó Tomás-, para
nada. Grito por gritar, igual que cuando uno se ríe
después de un chiste: es lo que toca.
—¿En qué señor has pensado mientras te contaba
el cuento? -preguntó ella tras una pausa.
—En uno cualquiera, ¿por qué?
—¿No le has visto la cara?
—No tenía cara.
—¿Te has imaginado a un hombre sin cara? Eso
da aún más miedo.
—No es que me lo haya imaginado sin cara -
explicó él-. Cuando te imaginas a una persona
cualquiera, es como un bulto, sobre todo si te lo
imaginas de noche y en un callejón oscuro.
—Eso es porque tienes poca imaginación. La
tienes atrofiada de tanto ver la tele. Yo, cuando
me imagino a una persona, veo perfectamente su
cara -dijo Lucía.
—¿Ah, sí, listilla? ¿Y qué cara le veías tú al
hombre del cuento mientras me lo estabas,
contando?
—La del señor Lucarda -contestó Lucía sini
titubear.
—¡Aaaaah! -gritó Tomás por tercera vez-.. ¡Qué
mala idea tienes! ¡Ahora que había conseguido
olvidarme de él!
12 13»
El señor Lucarda era el nuevo vecino de la
planta baja. Alto, delgado, de unos cuarenta años,
vivía solo, siempre vestía de negro y nunca
hablaba con nadie. Sus ojos oscuros y penetrantes
parecían escrutar los pensamientos de la gente, y
Tomás estaba convencido de «pie era un asesino
de niños.
—¡Serás miedica! -se burló ella-. ¿Cómo puedes
tenerle miedo al pobre señor Lucarda?
—¿Pobre, has dicho? ¡Pobre del que caiga en
sus manos! Si te hubiera mirado a ti como me miró
a mí el otro día... Seguro que es uno de esos
sacamantecas que hacen ungüentos mágicos con la
grasa de los niños.
—Claro, por eso se ha fijado en ti. Con tu grasa
podría hacer al menos cien tarros de ungüento.
Sin llegar a ser un niño obeso, a Tomás le
sobraban unos cuantos kilos.
—Sí, tú ríete y verás lo que te pasa como no
tomes precauciones -le advirtió él-. Menos mal que
vive en la planta baja y no puedo coincidir en el
ascensor con ese chupóptero... No quiero pensar
más en eso; voy a ver si me distraigo comiendo
algo.
—Tu madre me ha dicho que no te deje
desvalijar la nevera -le recordó Lucía siguiéndolo
hacia la cocina.
-—Solo voy a comer algo, un pequeño ten-
tempié -replicó Tomás.
—Además, te conviene adelgazar, pues cuanto
más gordito estés, más se fijará en ti el señor
Lucarda.
—¡Aaaaah, maldita! -gritó él-. ¡Tenías que
fastidiarme el tentempié!
14 15
2
A la mañana siguiente, al ir a comprar el pan,
Lucía se encontró con Rosaura, la portera.
Rosaura era una mujer grandota y sonrosada,
extraordinariamente fuerte, de unos cincuenta
años. Sus principales aficiones eran la peluquería y
el cotilleo. Llevaba el pelo rizado y teñido de rubio
platino, y a Lucía le recordaba a una actriz del cine
mudo. Aunque de muda, precisamente, no tenía
nada.
—Hola, Lulú -la saludó alegremente. Lucía y
Tomás eran los únicos niños de la escalera, y
Rosaura, al contrario que la mayoría de las
porteras, era muy amable con ellos y nunca los
reñía. A Lucía la llamaba Lulú, y a Tomás, Tomi.
—Hola, Rosi -contestó la niña.
—¿A que no sabes en qué casa estuve ayer? -
preguntó la portera con aire de misterio.
—En la del señor Lucarda -contestó Lucía sin
vacilar.
—¿Cómo lo sabes, pequeña bruja? ¡Aún no se lo
he contado a nadie!
—Me lo ha dicho él.
—¡Eso no te lo crees ni tú! ¡Pero si no habla ni
con su sombra, ni para dar los buenos días!
—Pues claro que no me lo ha dicho él -rió la
niña-. Lo he deducido porque si hubieras estado
en cualquier otra casa, no sería ninguna novedad.
Elemental, querida Rosi.
—A ver, ya que eres tan lista, ¿y qué pasó? -le
preguntó la portera con los brazos en jarras.
—Inteñtó seducirte -contestó Lucía muy seria.
—¡Demonio de niña! -exclamó Rosaura soltando
una carcajada-. ¡Lo que me faltaba a mí, a mis
años!
—No disimules, que aún estás de muy buen ver.
—Ay, qué cosas tienes... Pues no, es todo un
caballero y no se propasó para nada. Todo un
caballero, sí, pero más rarito... Quiere que 1c
haga la limpieza una vez a la semana, y me
16 17
jSlIfe
estuvo enseñando todas las cosas que no tengo que
tocar para nada, ni para quitarles el polv o a
S u escritorio, su armario, un arcón muy pande...
—¿No será un ataúd?
- ¡Qué cosas tienes! Pero, ahora que lo dices,
desde luego que cabría un fiambre
dentro...
En ese momento bajaba Camila, la vecina del
primero izquierda. Lucía vivía en el primero
derecha, y el balcón de su habitación era contiguo
al del dormitorio de la bellísima Camila.
A veces, al anochecer, se asomaban al balcón las
do¿ a la vez, y la hermosa joven, aunque casi nunca
hablaba, siempre le dedicaba a la niña una sonrisa
encantadora. Camila tenía el cabello de un rubio
dorado y unos preciosos ojos verdes. Lucía, que
tenía el pelo y los ojos castaños, pensaba teñirse de
rubio y ponerse lentillas verdes cuando fuera
mayor, para parecerse a Camila.
—Buenos días -saludó la joven luciendo su
deslumbrante sonrisa.
—Buenos días, Camila -contestaron a coro
Rosaura y Lucía.
—Qué guapa estás -añadió la niña con ad-
miración.
Y, realmente, con el largo cabello suelto sobre
los hombros y un vaporoso vestido de algodón
blanco, Camila parecía un hada o una princesa de
cuento.
—Gracias, preciosa -dijo la joven acariciando
suavemente la cabeza de Lucía.
—Estábamos hablando del nuevo vecino, el
señor Lucarda -comentó la portera-. Es tan rarito...
—¿Tú crees? A mí me parece un hombre muy
agradable. Tan elegante, tan reservado... -dijo
Camila, y se fue grácilmente, saludando con un
leve gesto de la mano mientras salía a la calle.
—Lo de reservado será porque no habla, pero
hay que ver cómo mira -replicó Rosaura, aunque
la joven ya no podía oírla.
—Eso dice Tomás -dijo Lucía con una risita.
—Pues Tomi tiene razón. A veces mira de una
forma que da miedo, como si quisiera hipnotizarte
o leerte el pensamiento. Y el otro día lo pesqué
mirando así a Camila. Lo que pasa
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es que ella es tan buena persona que se ere; que
toco el mundo es bueno.
—Ms gustaría ser como ella -suspiró Lucít.
—Pues alégrate, porque de mayor serás igual de
guapa, pero más espabilada -le dijo la portera
guiñándole un ojo.
—No querrás decir que Camila es tonta.
—Qué va, de tonta no tiene un pelo; pero es tan
ingenua y tan despistada que no se entera de la
mitad de la movida.
— Yo también seré ingenua y despistada de
mayor -dijo la niña-. Queda muy elegante.
—¿Despistada tú? -rió la portera-. Eso sí que no
me lo creo. A ti no se te escapa una.
De pronto se oyó un portazo seguido de un
sordo retumbar en la escalera, como si un pe-
queño hipopótamo la estuviera bajando a
trompicones.
—Ahí llega Tomás -anunció Lucía.
Y, en efecto, a los pocos segundos apareció >el
niño muy sonriente. Saltó los últimos cinco es-
calones con cara de Tarzán y aterrizó junto a los
pies de Rosaura. K ....... Vaya, estás animado esta mañana -co-
mento la portera.
—Siempre estoy animado los sábados por la
mañana -dijo el niño.
—¿Has dormido bien? -preguntó Lucía con
retintín-. ¿No has tenido pesadillas?
—Pues no, para que te fastidies -contestó él
dedicándole a Lucía una de sus muecas más
horribles-. He soñado con los angelitos.
—¿Con los angelitos o con las Camilitas? -dijo
la niña. A Tomás se le caía la baba cada vez que
veía a Camila, y Lucía no perdía ocasión de
tomarle el pelo por ello.
La portera soltó una de sus ruidosas carca-
jadas, y el niño las miró a las dos con expresión
feroz.
—Ya podéis reíros -dijo poniéndose rojo hasta
la punta de las orejas-. De mayor me casaré con
ella. Y no sé si os invitaré a la boda.
—Pues tu novia acaba de salir en este mo-
mento -comentó Lucía conteniendo la risa-. Y,
por cierto, estaba guapísima, ¿verdad, Rosi?
—Y que lo digas -convino la portera-. Parecía
la portada de una revista del corazón.
Tomás corrió hacia la puerta y miró a derecha
e izquierda; pero su adorada ya no estaba a la
vista. Lucía fue junto a él y le dijo:
22
—Anda, acompáñame a comprar el pan.
—No debería, por meterte conmigo.
—No te quejes, que anoche te dejé desvalijar la
nevera, a pesar de las advertencias de tu madre.
—¿Desvalijar la nevera? ¡Qué morro! ¡Si solo me
dejaste hacerme un bocata!
—Sí, solo un bocata, con una barra de cuarto
entera y medio pollo con mayonesa.
—El pan se pone duro si no te lo comes el
mismo día. Está feo desperdiciar comida.
—Sí, sí, tú cébate bien cebado y verás qué
contento se pone el señor Lucarda -comentó
Lucía echando a andar.
—¡Te tengo dicho que no me lo menciones! -
exclamó Tomás yendo tras ella.
—Está bien; si no quieres que te lo mencione, no
te contaré lo que me ha dicho Rosi.
—¡Cuéntamelo!
—¿Me llevarás la bolsa del pan, como un
perfecto caballero?
—Eres una vil chantajista... Está bien, está bien,
te llevaré la bolsa.
— Pues resulta que ayer Rosi estuvo en su CMSil.
23
—¿De verdad? ¿No te lo estás inventando? -
preguntó el niño con los ojos muy abiertos.
—Te lo prometo. El señor Lucarda quiere que
Rosi le haga la limpieza una vez a la semana, y le
estuvo enseñando la casa para decirle las cosas
que no tiene que tocar.
—Pero las señoras de la limpieza lo tocan todo.
—Normalmente, sí; pero por lo visto él tiene
algunas cosas que no quiere que nadie toque.
—¿Como qué?
—Como un ataúd.
—¡Anda ya! ¡Eso no me lo creo ni harto de
chocolate! -exclamó Tomás, aunque por la ex-
presión de su cara se veía que no las tenía todas
consigo.
—Bueno, no es un ataúd con una cruz encima y
todo eso; pero es un cajón grande y alargado en el
que cabe un cadáver. Si no te lo crees,
pregúntaselo a Rosi.
—¿Lo ves como yo tenía razón? No me negarás
que es todo muy sospechoso, sobre todo que le
diga a Rosi que no toque ese cajón. A lo mejor no
es un sacamantecas, sino un vampiro.
—O las dos cosas. Primero te chupa la sangre y
luego te saca las mantecas -dijo Lucía dándole un
pellizco a Tomás en el michelín.
—Sí, tú ríete, pero te advierto que los vampiros
prefieren a las chicas.
24 25
I^SPUÉS de comer, Tomás llamó a Lucía por el
balcón. El niño vivía en el segundo derecha, y su
habitación quedaba justo encima de la de su
amiga.
—¿Qué quieres? -preguntó ella asomándose. —
Velar por tu seguridad -contestó el niño-. Sube a
ver una película.
—Estoy leyendo -replicó la niña.
—Es una película antigua, de esas que a ti te
gustan tanto.
—¿Muda?
—Casi. Hablan muy poco, al menos en el trocito
que ya he visto.
—¿Qué película es?
•—Drácula. Y el que hace de vampiro es un tal
Bela Lugosi -contestó el niño leyendo el nombre
en la caja de la cinta.
—Vale, ahora subo.
26
■
Los padres de Tomás estaban durmiendo la
siesta, como solían hacer todos los sábados, así que
los niños disponían del salón y el televisor para
ellos solos.
A Lucía no le gustaban las películas de terror,
pero tuvo que reconocer que aquella era muy
buena. Las imágenes en blanco y negro eran
impresionantes, sin necesidad de sangre ni
violencia, y sugerían un ambiente misterioso en el
que todo era posible, como si de un sueño se
tratara.
«Es como la pesadilla de un poeta», estuvo a
punto de decir la niña, pero se cortó por miedo a
las burlas de Tomás, que siempre la estaba
llamando cursi, redicha, marisabidilla, repelente y
cosas por el estilo.
—No me negarás que se parece al señor Lu-
carda -dijo el niño parando la película en un
primer plano de Bela Lugosi. El famoso actor
húngaro, muy convincente en su papel de Drácula,
parecía querer taladrarlos con la mirada.
—Es verdad -admitió ella-. Sobre todo en los
ojos.
—Y que lo digas. Miran de la misma manera.
—El señor Lucarda tiene la cara más alargada y
es más guapo; pero, desde luego, se parece a
Lugosi.
—Igual es un descendiente suyo, y por eso
también es vampiro.
—Cómo te pisas -le reprochó Lucía-. En primer
lugar, el señor Lucarda no es ningún vampiro. Y
en segundo lugar, Bela Lugosi tampoco lo era:
simplemente hizo el papel de Drácula como podía
haber hecho el del capitán Garfio. También Brad
Pitt ha hecho de vampiro en una peli, y eso no
quiere decir que lo sea.
—Pero a ti no te importaría que te diera un
mordisquito, ¿eh? -bromeó Tomás. Sabía que Pitt
era uno de los ídolos cinematográficos de Lucía.
—Deja de decir tonterías y pon en marcha el
vídeo -dijo ella amagando un cachete que él
esquivó rodando hacia el otro extremo del ■ofá. El
niño le dio al play y Drácula volvió a moverse por la
pequeña pantalla, siniestro y majestuoso como un
auténtico príncipe de las tinieblas. —Para que te* enteres, no es lo mismo -in-
28 29
sistió el niño-. Bek Lugosi estaba tan compenetrado
con su papel de Drácula que dormía en un ataúd, y
cuando murió pidió que lo enterraran con su capa
de vampiro.
—¿Cómo lo sabes?
—Me lo ha dicho mi madre, que sabe mucho de
cine antiguo -Tomás llamaba «cine antiguo» a
todas las películas anteriores a La guerra de las galaxias.
—Aunque así fuera, no creo que el señor
Lucarda sea descendiente de Bela Lugosi.
—¿Por qué no? Se parece mucho a él, y su
apellido también empieza por «Lu», y además
suena a húngaro.
—A mí me suena más a italiano -replicó ella-, Y
déjame ver la peli, plasta.
—Sí, pero fíjate bien en todo lo que dicen qué
hay que hacer para librarse de los vampiros.
Podrías necesitarlo antes de lo que piensas...
Lo único nuevo que aprendieron viendo la
película fue que había una planta llamada «lu-
paria* que detenía a los vampiros tanto como el ajo
o el crucifijo, y que no podían entrar en una
habitación si la ventana estaba cerrada.
30
—Con 1o fácil que les resultaría romper los
cristales, siendo tan fuertes y tan invulnerables -
comentó Lucía con su habitual sentido común.
—A lo mejor también son alérgicos al cristal -
opinó Tomás-. Como no se reflejan en los espejos,
odian todo lo que es de cristal.
—Puede ser -admitió ella-, A lo mejor en la novela
le dice... —¿Hay una novela de Drácula? -preguntó el niño.
—Claro, todas las películas se basan en ella. Es
una novela muy antigua. Mi madre la tiene.
—¿Vamos a tu casa a leerla? -propuso Tomás. —Es muy larga; no podríamos leerla ni en Coda la tarde.
—Pero podemos leer algunos trozos, donde
cuente lo que hay que hacer si a uno lo ataca un
vampiro -insistió él.
—De acuerdo; pero te advierto que da mucho
miedo,» mucho más que la película. Yo empecé a
leer-la y la tuve que dejar porque tenía potad i lias.
—Siempre dará menos miedo que el señor
Lucarda -replicó Tomás.
■ 31
De modo que bajaron a casa de Lucía, que le
pidió la novela a su madre.
—No es una novela para niños -dijo ella-. No
creo que os guste.
—Ya no somos niños -replicó Tomás-, somos casi
preadolescentes.
—Pues tampoco creo que sea adecuada para
«casi preadolescentes» -insistió la madre de Lucía.
—Acabamos de ver la peli y queremos leer
algunos trozos para ver si coincide con la novela -
explicó la niña.
—Está bien, está bien; pero esta noche no quiero
insomnios ni pesadillas escandalosas -advirtió la
madre, dicho lo cual buscó la novela en una de las
estanterías del salón y se la dio.
Los niños se fueron a leer a la habitación de
Lucía, no sin antes pasar por la cocina para coger
una caja de galletas. Se tumbaron en la alfombra con
el libro entre ambos y las galletas al alcance de la
mano, y empezaron a leer.
Por el prólogo se enteraron de que Bram Stoker,
el autor de Drácula, se había inspirado para escribir
su novela en un personaje real:
un príncipe rumano del siglo XV famoso por su
crueldad, llamado Vlad Tepes, que luchó contra los
turcos y disfrutaba torturando a sus prisionero». Era
tan malvado que le pusieron el sobrenombre de
«Drákul», que significaba «hijo del diablo».
En la novela, de casi cuatrocientas páginas, habla
muchos trozos de «rollo», como llamaba Tomás a las
largas descripciones en las que no pasaba nada, y el
niño insistía en que se los •altaran en busca de acción.
De este modo, saltando de susto en susto, lograron
terminar la novela, y también la caja de galletas.
Se enteraron, así, de que no bastaba con clavarles a
los vampiros una estaca en el corazón, aino que luego
había que cortarles la cabeza. También descubrieron
que la película que acababan de ver era bastante
distinta de la novela. Por ejemplo, en la película
mataban al conde Drácula en Londres, mientras que en
la novela eI vampiro volvía a su castillo de Transilva-
lliu, y el profesor Van Helsing (experto vam- pirólogo)i
y sus amigos tenían que perseguirlo allí».
■ 33 32
Con la lectura (y las galletas) se les había pasado
la tarde volando, y no hacía ni cinco minutos que
habían terminado la novela cuando la madre de
Tomás lo llamó por el balcón para que subiera a
cenar.
Es un poco rollo, con tanta carta y tanto diario
-comentó el niño mientras iban hacia la puerta-,
pero tiene trozos chulísimos.
—Sí -convino Lucía-, está muy bien.
El rellano estaba oscuro, y el pulsador de la luz
quedaba en el centro, enfrente de la puerta del
ascensor.
Buenas noches, y felices pesadi... -empezó a
decir Tomas mientras iba hacia el interruptor, pero
no pudo terminar la frase: al ir a pulsar el botón,
sintió una mano grande y peluda bajo la suya. Se
llevó tal susto que no pudo ni gritar.
—¿Qué pasa? -preguntó Lucía desde la puerta de
su casa.
En ese momento se encendió la luz, pues la
mano peluda había pulsado el interruptor, y ante
los niños, negro y siniestro, apareció el mismísimo
señor Lucarda.
—Hola -dijo con una forzada sonrisa que puso al
descubierto sus dientes blancos y afi-
34
lados-. Estaba a punto de entrar en mi casa cuando
he oído un ruido extraño y he subido a mirar.
¿Vosotros no habéis oído nada?
Lucía y Tomás, incapaces de hablar, negaron
con la cabeza.
—Me habré confundido -dijo entonces Lu- carda
con un encogimiento de hombros-. Buenas noches,
niños. Y felices pesadillas -aña- dió con voz
cavernosa, terminando la frase de Tomás.
Cuando se hubo ido escaleras abajo, Lucía, que
fue la primera en recobrar el habla, comentó:
—Estaba espiando a Camila.
—O a nosotros -dijo Tomás con un hilo de voz.
—-No -replicó la niña-. Por su posición en el
momento de encender la luz, está claro que venía
de la puerta de enfrente.
—Sí, tienes razón -admitió él-. Es natural, los
vampiros prefieren a las chicas guapas.
—No te pases, no tiene por qué ser un vampiro.
Puede que, simplemente, le guste Camila. A lo
mejor quería llamar a su puerta y no se ha atrevido
porque es tímido.
36
-—Tú misma has dicho que la estaba espiando.
—Bueno, sí, pero eso no significa que tuviera
malas intenciones. Puede que estuviera es-
cuchando junto a su puerta para saber si está en
casa o no. Los admiradores de las chicas hacen ese
tipo de cosas.
—Y además tiene la mano peluda, como
Drácula -insistió el niño.
—Si todos los hombres peludos fueran vam-
piros... -replicó ella.
—Vale, todavía no podemos estar seguros de
que sea un vampiro -admitió él-. Pero yo, en tu
lugar, esta noche bajaría la persiana del balcón.
37
EL domingo por la mañana, y en contra de su
costumbre de quedarse remoloneando en la cama
hasta muy tarde, Tomás se levantó temprano. Se
había pasado la noche soñando con escaleras
oscuras y manos peludas, y tenía unas ganas locas
de salir al aire libre y ver el sol.
Tantas ganas tenía de salir que, para sorpresa de
sus padres, se ofreció a ir a comprar el periódico
sin ni siquiera pedir nada a cambio.
—¿Te encuentras bien, cariño? -le preguntó su
madre.
—Sí, ¿por qué? -dijo él tocándose nerviosamente
el cuello en busca de posibles orificios vampíricos-.
¿Estoy pálido?
—No, hijo, tienes muy buen color -lo tranquilizó
su padre-. Lo que pasa es que a mamá y a mí nos
sorprende un poco que te levantes tan temprano y
estés tan servicial.
—Solo quiero estirar las piernas... ¿De verdad
que no estoy pálido, ni siquiera un poquito?
—No estás nada pálido -le aseguró su ma- dre-.
Ya me gustaría a mí tener ese color tan sonrosado
nada más levantarme...
El que sí estaba pálido, y mucho, era el señor
Oliva, con quien Tomás coincidió en el rellano. El
señor Oliva vivía en el segundo izquierda, y era el
propietario del edificio, es decir, el casero de todos
los demás inquilinos. Era un hombretón grande y
gordo, calvo y coloradote, y muy antipático.
Aquella mañana seguía siendo grande, gordo,
calvo y antipático, pero no coloradote. Estaba
blanco como la cera.
Al ver que Tomás lo miraba con insistencia, le
preguntó de muy mal humor: —¿Y tú qué miras? ¿Tengo monos en la
cara?
—No -contestó Tomás sin dejar de mirarlo
fijamente-, pero está usted muy pálido.
—Estoy como me da la gana, ¿y a ti qué te
Importa?
—No me importa, pero yo, si fuera usted, I
dormiría con la ventana cerrada.
38 39
Al oír aquello, el señor Oliva se puso aún
más pálido. Había tenido una extraña pesadilla:
algo o alguien, una informe sombra negra,
entraba en su habitación por la ventana y se
acercaba lentamente a su cama, donde él yacía
boca arriba sin poder moverse, paralizado por el
terror. Y luego la sombra negra se inclinaba
sobre él...
—¿Por qué dices eso, niño? -preguntó con
voz temblorosa.
—¿Tiene alguna marca en el cuello? -pre-
guntó a su vez Tomás.
—No... no creo -contestó el señor Oliva pa-
sándose una manaza sudorosa por su cuello de
toro-. Antes, al afeitarme, no he visto nada. —¿Y
en los brazos?
El hombretón se remangó la camisa apre-
suradamente y dejó que el niño le examinara los
brazos con mirada de experto.
—¿Duerme con él puesto? -preguntó Tomás
señalando el aparatoso reloj de oro que el señor
Oliva llevaba en la muñeca izquierda.
—Sí, casi nunca me lo quito, ¿por qué?
—Quíteselo. El casero estaba tan asustado que obedeció
40
sin rechistar. Bajo la correa del reloj, en la parte
interior de la muñeca, apareció un punto rojo
justo encima de la vena, que estaba ligeramente
inflamada. —¿Cómo se ha hecho eso? -preguntó el
mño.
—¡No lo sé! -exclamó el hombretón-. Pa... parece
la picadura de un bicho.
—Un bicho capaz de quitarle el reloj, palpitadle
en la vena y luego volver a ponérselo. Yo, en su
lugar, dormiría con la ventana cerrada.
41
Sin decir palabra, el señor Oliva miró al niAo
©OH la cara desencajada por el terror y volvió t
meterse corriendo en su casa.
Tteás» por su parte, estaba tan asustado que
no jftjílf« reaccionar. Como un autómata, fue a
comprar «I periódico y volvió a casa,
—Akora sí que estás un poco pálido, cariño -le
«fijo stí madre-, ¿Te encuentras bien?
—De momento, sí -fue la enigmática res-
puesta.
Una vez en su habitación, arrancó una hoja de
m cuaderno escolar y escribió unas líneas. Luego
la dobló cuidadosamente, se la metió en el
bolsillo, salió al balcón y lamó a Lucía. La niña *e
asomó enseguida, muy sonriente.
—Hola -lo saludó-, ¿Has visto qué buen día
hace? Por fin ha salido el sol.
—Baja a la portería -dijo él muy serio, sin ni
siquiera devolver el saludo-. Es una cuestión de
vida o muerte.
Cuando ella bajó, cinco minutos después,
Tomás ya estaba esperándola junto a le» bu-
zones. Atropelladamente y en voz muy baja,
como si alguien pudiera oírles, el niño le contó •u
encuentro oon el casero.
—Bueno, no es para tanto. Una picadura en la
muñeca no significa nada -dijo Lucía-. Además,
los vampiros muerden en el cuello.
—¿No te acuerdas de Tom Cruise en Entrevista
con el vampiro? A veces chupan de la muñeca. Y te
digo que el señor Oliva estaba más pálido que el
propio señor Lucarda, y cuando le he dicho lo de
que debería dormir con la ventana cerrada, se ha
puesto como loco.
-¿Y qué?
—¿Cómo que y qué? La gente que es atacada
por un vampiro en la cama se cree que es un
sueño, y a la mañana siguiente se olvida. Pero al
decirle yo lo de la ventana se ha vuelto a acordar,
y por eso le ha entrado el canguelo.
—Bueno, aunque fuera verdad, deberías ale-
grarte -bromeó Lucía-, siempre has detestado al
señor Oliva.
—Pues si ya es un palo aguantarle tal como es
ahora, imagínate si encima se convierte en
vampiro -replicó Tomás.
—¿Y ese papel? -preguntó la niña señalando
la hoja doblada que él tenía en la mano.
—Es una carta para Camila. Hay que ad
vertirla del peligro. ¿Me la miras por si hay faltas
de ortografía?
—Trae -dijo ella cogiendo el papel-. Aunque,
más que las faltas de ortografía, me preocupan
los disparates que puedas haber escrito...
Lucía desdobló la hoja y leyó:
Querida Camila:
Aunque te cueste creerlo, tu vida corre peligro. Debes
dormir con las ventanas cerradas y con una ristra de ajos
alrededor del cuello, pero si no tienes ajos cuélgate una
cruz lo más grande que puedas.
Firmado: Alguien Que Te Quiere
—¿Está bien? -preguntó Tomás ansiosamente.
—Vas mejorando, no hay faltas de ortografía -lo
felicitó ella-. Se podría añadir alguna coma para
que la pobre Camila no se ahogue al leerla; pero
como de todas formas se va a ahogar con el
ataque de risa que le va a dar, no importa. —No la va a leer en voz alta, así que no
necesitará tomar aire -replicó él-. Y no se va a reír.
Es más lista que tú, y seguro que ya se ha dado
cuenta de que el señor Lucarda es peligroso.
Dicho esto, Tomás volvió a doblar la nota y la
metió en el buzón de Camila con el gesto solemne
de quien está haciendo algo de vital importancia.
—Aprovecharé para ver si hay algo en mi
buzón -dijo Lucía. Lo abrió y, viendo que no había
nada, volvió a cerrarlo, a la vez que la
sobresaltaba un apagado grito de Tomás.
—Aaaaah... ¡Mira! -exclamó el niño señalando
algo con mano temblorosa.
—¿Qué pasa? -preguntó Lucía, alarmada. Miró
hacia donde señalaba el dedo del niño y vio el
buzón del señor Lucarda, sobre el que había una
etiqueta negra con grandes letras mayúsculas
doradas en la que ponía, simplemente,
LUCARDA.
—¡Mira! -volvió a decir Tomás con la voz
entrecortada por el terror.
—¿Tanto miedo le tienes que te pones a temblar
con solo ver su nombre escrito? -preguntó la niña
con tono burlón.
44 45
—Vuelve a abrir tu buzón -pidió él.
—¿Para qué?
—Ábrelo y verás.
—Está bien...
La niña volvió a abrir su buzón, y entonces
comprendió por qué su amigo estaba tan asus-
tado. Los buzones eran de acero y estaban re-
lucientes como espejos, pues Rosaura les sacaba
brillo continuamente. El buzón de Lucía estaba
al lado del de Lucarda, y el nombre de este, al
reflejarse en la portezuela abierta, se leía del
revés: ADRACUL. Sin más que poner la A del
principio al final, el nombre se convertía en
DRÁCULA.
—¡Lucarda es un anagrama de Drácula! -ex-
clamó la niña sin poder evitar un estremeci-
miento.
—¿Qué es un anagrama? -preguntó Tomás.
—Una palabra que tiene las mismas letras que
otra, pero en distinto orden.
—¿Y ahora, qué? ¿Sigues sin creer que es un
vampiro? ¡A lo mejor es el mismísimo Drácula
de incógnito!
—Tengo que reconocer que son muchas
coincidencias -admitió ella-, pero no debemos
46
precipitarnos. Puede que solo sea un chiflado
que se divierte haciéndose el siniestro y asus-
tando a la gente. Como Bela Lugosi cuando le
dio por dormir en un ataúd...
—Yo, por si acaso, voy a tomar precauciones -
dijo Tomás bajando aún más la voz-. Y te aconsejo
que hagas lo mismo.
47
EL lunes por la tarde, al volver del colegio, Lucía
se encontró en el portal con Rosaura, que la llamó
muy excitada:
—Ven, Lulú, que tengo que contarte una cosa
que te vas a quedar patidifusa... Esta mañana he
hecho la limpieza en casa del señor Lucarda... El
otro día te dije que es rarito, ¿verdad?
—Sí.
—Pues me equivocaba. No es rarito: es rarísimo,
el más raro del mundo... Ha montado un
laboratorio en la cocina, todo lleno de tubos,
frascos y esas cosas que se ven en las películas...
—¿Y dónde guisa? -preguntó la niña.
—Eso es lo más gracioso: no guisa. Ni siquiera
tiene cacharros de cocina, y en la nevera solo había
unos tomates y unas manzanas.
Me ha dicho que es vegetariano y, además,
crudimano, o algo así. —¿Crudívoro, tal vez?
—Eso, crudívoro. Que se lo come todo crudo,
vaya.
—Bueno, eso no es tan raro -comentó la niña-. Yo
tengo un profesor de matemáticas que también es
vegetariano y que dice que cocinar es perder el
tiempo estropeando comida.
—Más a mi favor -dijo la portera-. ¿Hay algo más
raro que un profesor de matemáticas?
—Eso también es verdad -rió Lucía.
—Además -prosiguió Rosaura-, tocto lo que tiene
es negro: las toallas, las sábanas, el batm, las
zapatillas, las cortinas...
—¿Los calzoncillos también?
—No se los he visto. El armario es una de las
cosas que no quiere que toque. Y además está
cerrado con llave.
—¿Cómo sabes que está cerrado con llave si no
puedes tocarlo? -preguntó la niña con una picara
sonrisa.
•^■¡Mírala qué lista es ella! -exclamó la portera
soltando una carcajada-. Pues sí, he inten-
48 49
yugular, no te convencerás, y entonces será
demasiado tarde. Ya lo dice el profesor Van
Helsing en la peli: «La fuerza del vampiro es que
nadie cree en su existencia*. Menos mal que yo sí
que creo, y estoy preparado.
—¿Cómo te has preparado?
—Ven a mi habitación y lo verás.
Fueron al cuarto de Tomás, que, con gran
solemnidad, sacó de debajo de la cama todo su
arsenal antivampiros: una pequeña lámpara solar
con su soporte, una pistola de agua, dos
puntiagudas estacas de medio metro cada una
(hechas a partir de un viejo mango de escoba),
una ristra de ajos y un abrecartas de plata.
—¿Para qué sirve esa lámpara? -preguntó Luda.
—La usa mi madre en invierno para que se le
ponga morena la cara -contestó él colocándola
sobre la mesita de noche, enfocada hacia el
balcón-. Esta noche la pondré aquí, y si entra
quien tú ya sabes, zas, lo ilumino de sopetón y... ~¿Y qué?
—¿Cómo que y qué? Es una lámpara solar, y
los vampiros no soportan la luz del sol. En cuanto
lo ilumine, arderá como una tea.
—Ya. Y la pistola de agua es para apagarlo -
ironizó ella.
—Para que te enteres, está sargada con agua
bendita. Sí falla la lámpara, «sea lo parará. Bl , agua
bendita es como ácido sulfúrico para ellos. I —¿De
dónde k has sacado?
I, —De la pila de la Iglesia. Por cierto, d cura casi me
pilla. No pensaba q»e un hombre con sotana
pudiera correr tan deprisa.
—¿No tienes ningún crucifijo?
—Pues claro que lo tengo -contestó Tomás
desabrochándose la camisa y mostrando un rosario
que llevaba al cuello-. ¿Te crees que soy un vulgar
aficionado? Si a pesar de todo llega hasta mí, esto lo
parará.
| —¿Y el abrecartas?
M —Es de plata, y aunque no está, muy afila- I do, la
punta pincha bastante. Lo pondré debajo
■ de la almohada, por si acaso.
—Creía que la plata servía contra los hombres
lobo -comentó Lucía.
—Bueno, sí, pero ya viste que en la novela dice
que los vampiros también pueden convertirse en
lobos... Por cierto, ¿qué pasaría si un vampiro
mordiera a un hombre lobo?
—Se le llenaría la boca de pelos -rió ella. 52
53
—Muy graciosa... Sería vampiro y hombre lobo
a la vez. Las noches de luna llena, primero
chuparía la sangre, y luego se comería a sus
víctimas.
—Los hombres lobo no se comen a la gente -
replicó Lucía-, solo muerden.
—Menos mal. No me extrañaría que el señor
Lucarda fuera las dos cosas. Y no me gustaría
terminar en su tripa.
í
54
LUCÍA no era muy miedosa, pero aquella noche
cerró la puerta acristalada de su balcón antes de
acostarse. No creía que el señor Lucarda fuera un
vampiro (en realidad, ni siquiera creía en la
existencia de los vampiros); pero podía ser un loco
peligroso, y no era difícil trepar desde la planta
baja hasta el balcón.
Estaba a punto de dormirse cuando le pareció
oír un gemido ahogado procedente de la
habitación de Camila. Se levantó corriendo y pegó
la oreja a la pared que separaba su dormitorio del
de su vecina. Y entonces oyó un ruido sordo e
inquietante, como de lucha.
Sin pensárselo dos veces, salió al balcón, dis-
puesta a gritar, pero no pudo, como cuando en las
pesadillas quería llamar a su madre y no le salía la
voz.
Los balcones estaban casi pegados. Era fácil
55
pasar de uno a otro, y Lucía era muy ágil. En
cuestión de segundos saltó al balcón de Camila y
entró en svi habitación, pues la puerta acris-
talada estaba abierta de par en par.
Había luna llena, y además la lámpara de la
mesita de noche estaba encendida, por lo que k
niña vio la escena con toda claridad. Camila, con
un largo y vaporoso camisón blanco, hacía frente
al señor Lucarda, que parecía a punto de
abalanzarse sobre ella.
Entonces, por fin, Lucía logró lanzar un grito
ahogado, y los dos se volvieron a mirarla. Eí
hombre tenía los ojos enrojecidos y los labios
manchados de sangre.
—¿Qué haces aquí, niña? -preguntó Lucarda
con una mezcla de ira y asombro en la mirada-.
¿Por dónde...?
Pero no llegó a terminar la frase. Aprove-
chando que le estaba dando la espalda, Camila,
con una rapidez y una decisión admirables, dio
líh paso hacia él y le descargó un fuerte golpe en
la nuca con el canto de la mano. Lucarda se
desplomó como un fardo y quedó tumbado en el
suelo cuan largo era, sin sentido. •
56
Camila corrió a abrazar a la niña. Entonces
Lucía se dio cuenta de que la joven llevaba en la
mano una larga boquilla de plata. No parecía lo
más adecuado para defenderse, pero,
probablemente, atacada por sorpresa mientras
estaba en la cama, había cogido instintivamente lo
primero que había podido. O tal vez la plata
también mantuviera a raya a los vampiros, como
creía Tomás.
!• —Pobrecita, qué susto te habrás llevado -dijo la
joven acariciando la cabeza de Lucía. I —Más
susto te habrás llevado tú -dijo la niña-. Pero
¿cómo has podido dejarlo tieso de un golpe?
—Una chica sola tiene que aprender a de-
fenderse -contestó Camila con una de sus
encantadoras sonrisas-, y yo sé un poco de kárate.
—¿Y cuando vuelva en sí...?
—Yo me ocuparé de él. Ahora tienes que
regresar a tu casa.
—¿No deberíamos llamar a la policía?
—La policía no sabría qué hacer en un caso
como este -replicó la joven-. Yo sí. Anda, vuelve a
casa y no tengas miedo. Yo me ocuparé de todo.
57
Dicho esto, Camila cogió en brazos a Lucía y la
llevó a su balcón. Mientras la pasaba por encima de
la barandilla, le dio un beso en la frente y le dijo:
—Me has salvado la vida. Nunca lo olvidaré.
Buenas noches, y dulces sueños.
Pero la niña no logró dormir en toda la noche.
Estaba demasiado excitada con lo sucedido,
aunque, curiosamente, no tenía miedo. Ni siquiera
volvió a cerrar la puerta del balcón. Camila parecía
tan segura, tan dueña de la situación...
¿Qué haría con Lucarda?, se preguntó Lucía.
¿Clavarle una estaca en el corazón y cortarle la
cabeza? No podía imaginarse a la hermosa y dulce
Camila haciendo algo tan horrible; pero, por otra
parte, parecía saber que era un vampiro, pues
había dicho que la policía no podía hacer nada en
aquel caso. Y había añadido que ella sí sabía lo que
había que hacer...
Varias veces estuvo a punto de levantarse de
l.i cama para pegar la oreja a la pared y estuchar
los ruidos de la habitación de su vecina, pero no se
atrevió a hacerlo. Tenía miedo
de oír los golpes secos del martillo y el crujido de
la estaca al penetrar en el pecho del vampiro.
Al amanecer salió al balcón, y en el suelo
encontró un sobre con su nombre. Era una carta
de Camila:
Querida Lucía:
Gracias una vez más por tu ayuda. Eres muy valiente,
y siempre recordaré lo que has hecho por mí.
La nota que me dejó Tomás en el buzón también me ha
ayudado mucho, pues cuando Lucarda me ha atacado ya
estaba prevenida. Dale las gracias de mi parte.
Yo ahora tengo que irme por unos días. Volveré el
domingo por la tarde, y os prepararé una opípara
merienda; venid a mi casa hacia las seis: tengo muchas
cosas que contaros.
No tenéis nada que temer de Lucarda. Podéis dormir
tranquilos y con las ventanas abiertas. Un cariñoso abrazo de vuestra amiga
Camila
60
La persiana del balcón de su vecina estaba
bajada del todo. ¿Se habría ido para deshacerse del
cuerpo de Lucarda? Era lo más probable, pues no
podía clavarle una estaca en el corazón y luego
llamar a la funeraria y decirles que se lo llevaran.
Lucía se estremeció al pensar en la macabra
situación.
Volvió a entrar en su cuarto, se tumbó en la
cama y se quedó profundamente dormida.
7
ESPIERTA, dormilona, que vas a llegar
tarde al colé!
Lucía no llevaba ni un par de horas dormida
cuando sp madre, sacudiéndola suave- menté, la
despertó.
El Cansancio y las emociones de la noche
anterior la habían dejado agotada, y tuvo que
hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarse
de la cama. Se lavó y desayunó a toda prisa, pero
al llegar a la portería decidió esperar a Tomás. Lo
que había ocurrido era demasiado importante, y
tenía que contárselo enseguida.
Tomás no iba al mismo colegio que ella, y entraba
un poco más tarde, por lo que no solían coincidir
por las mañanas. Cuando el niño bajó, se sorprendió
al ver a su amiga esmerándolo.
—¡Lucía! ¿Qué haces tú aquí a estas horas?
— Tenemos que hablar -dijo ella escueta- [
mente-. Vamos al parque.
Había un pequeño parque cerca, que la niña
cruzaba iodos los días al ir y venir del colegio, y
hacia allí se dirigieron.
■ —Voy a llegar tarde -comentó Tomás, aunque
sin excesiva preocupación-. Y tú más.
—-Vamos a hacer novillos.
-—{No me lo puedo creer! -exclamó el niño-. ¡La
superempollona haciendo novillos! —Es una
emergencia -se justificó Lucía.
Al poco rato llegaron al parque. Se sentaron en
un banco, cerca de un estanque con patos, y
Tomás preguntó:
|¡' —¿Tiene que ver con... quien tú ya sabes?
—Sí -contestó la niña muy seria-. Tenías I razón:
el señor Lucarda es un vampiro.
—¿Cómo estás tan segura? ¿No te habrá
atacado? Ahora que me fijo, estás muy pálida...
Lucía le contó su extraordinaria aventura B:
nocturna, y luego le enseñó la carta de Camila.
Cuando terminó de leerla, Tomás estaba tem-
blando.
—¿Qué hacemos ahora? -preguntó con expres
ion de terror.
62 63
7
ESPIERTA, dormilona, que vas a llegar
tarde al colé!
Lucía no llevaba ni un par de horas dormida
cuando sp madre, sacudiéndola suavemente, la
despertó.
El cansancio y las emociones de la noche
anterior la habían dejado agotada, y tuvo que
hacer un esfuerzo sobrehumano para levantarse de
la cama. Se lavó y desayunó a toda prisa, pero ál
llegar a la portería decidió esperar a Tomás. Lo
que había ocurrido era demasiado importante, y
tenía que contárselo enseguida.
Tomás no iba al mismo colegio que ella, y entraba un
poco más tarde, por lo que no solían coincidir por las
mañanas. Cuando el niño bajó, se sorprendió al ver a
su amiga esperándolo.
—¡Lucía! ¿Qué haces tú aquí a estas horas?
—Tenemos que hablar -dijo ella escuetamente-.
Vamos al parque.
Había un pequeño parque cerca, que la niña
cruzaba todos los días al ir y venir del colegio, y
hacia alla se dirigieron.
—Voy a llegar tarde -comentó Tomás, aunque sin
excesiva preocupación-. Y tú más.
—Vamos a hacer novillos.
— ¡No me lo puedo creer! -exclamó el niño-.
¡La superempollona haciendo novillos!
—Es una emergencia -se justificó Lucía.
Al poco rato llegaron al parque. Se sentaron en
un banco, cerca de un estanque con patos, y
Tomás preguntó:
—¿Tiene que ver con... quien tú ya sabes?
—Sí -contestó la niña muy seria-. Tenías razón: el
señor Lucarda es un vampiro.
—¿Cómo estás tan segura? ¿No te habrá atacado?
Ahora que me fijo, estás muy pálida...
Lucía le contó su extraordinaria aventura
nocturna, y luego le enseñó la carta de Camila.
Cuando terminó de leerla, Tomás estaba tem-
blando.
—¿Qué hacemos ahora? -preguntó con expresión
de terror.
62 63
—No creo que podamos hacer nada -contestó la
niña encogiéndose de hombros-. Camila dice que
no tenemos nada que temer, y yo confío en ella.
—Yo también. ¿Crees que habrá... ya sabes...
eliminado a Lucarda?
—Supongo que sí. Es muy valiente, y creo que
no es la primera vez que tiene que vérselas con un
vampiro. Parecía muy tranquila y muy segura de
sí misma.
—Vaya, y yo que soñaba con salvarla de los
piratas, los leones y esas cosas -comentó Tomás-, y
resulta que es como una de esas heroínas de los
cómics.
—Y que lo digas -convino Lucía-, Si hubieras
visto cómo lo dejó seco de un solo golpe...
—Cómo siento habérmelo perdido -se quejó el
niño-. Podías haberme llamado.
—Pero si no podía ni hablar... Ahora te lo
cuento como si tal cosa, pero anoche estaba
aterrorizada.
—Tú también fuiste bastante valiente saltando a
su balcón -reconoció Tomás-. No sé si yo habría
sido capaz.
—Claro que sí. Ten en cuenta que tu adorada
Camila estaba en peligro -bromeó Lucía.
64
—Es verdad. Por ayudarla, no me detendría
ante nada. Y estoy muy contento de que mi nota la
pusiera sobre aviso. ¿Lo ves, tanto que te reías de
mí?
—Cuando tienes razón, tienes razón -admitió
ella-. Y ahora será mejor que vayamos al colé.
—¡Qué birria de novillos! -se quejó Tomás-.
¡Solo voy a llegar una hora tarde!
65
El argumento era razonable. Además, Camila decía
en su carta que no tenían nada que temer de
Lucarda. ¿Le habría hecho algo a! vampiro que lo
dejaba impotente para atacarlos?
• —Está bien, le escucho -dijo Lucía-. Pero no se
acerque ni un centímetro más o gritaré. El parque
está lleno de gente, y además hay guardas. Y yo
puedo gritar tan fuerte como la sirena de los
bomberos.
—No te preocupes, solo quiero hacerte algunas
preguntas. En primer lugar, quisiera saber qué
piensas de mí.
«¡Vaya morro!*, pensó la niña sin atreverse a decirlo
en voz alta. «Lo pillo en la habitación de Camila, a
punto de abalanzarse sobre ella, y me pregunta qué
pienso de él...»
—¿Crees que soy un violador, o un ladrón,
0 algo por el estilo? -preguntó Lucarda.
—No. No creo que sea un violador o un ladrón.
—¿Entonces...?
—Es usted un vampiro -dijo ella al fin.
1 —Vaya, veo que sabes del asunto más de lo que
yo creía. ¿Te lo ha dicho Camila?
Al rememorar lo ocurrido, cayó en la cuen-
LUCÍA se pasó toda la mañana enfrascada eh sus
pensamientos. Entre la excitación y el cart- sancio,
no podía concentrarse ni en los libros ni en las
explicaciones de los profesores#
Al volver hacia casa, se sentó a descantar urt
momento en el mismo banco en que había estado
hablando con Tomás, y a punto estuvo de
quedarse dormida. Pero una voz grave y pro-
funda la sacó de su sopor:
—Hola, Lucía.
La niña abrió los ojos sobresaltada y vio que en
el otro extremo del banco se había sentado un
hombre. Un hombre pálido y vestido de negro
que la miraba fijamente.
—¡Señor Lucarda! -exclamó ella con horror. —
Tranquilízate -dijo él sin moverse-. Si quisiera
hacerte daño, lo habría hecho mientras estabas
adormilada. Solo quiero hablar contigo.
ta de que Camila nunca había usado la palabra
«vampiro» ni había dado a entender claramente
que Lucarda lo fuera. De modo que respondió:
—No, no me lo ha dicho ella. Pero hay mu-
chos datos que lo delatan.
—¿Ah, sí? ¿Cuáles?
—Al señor Oliva le han estado chupando la
sangre. Usted es muy pálido, no come y tiene en
su casa un baúl que parece un ataúd. Y se coló
por el balcón en el cuarto de Camila.
Y su nombre es un anagrama de Drácula.
—Eres muy lista -admitió él con una mueca
parecida a una sonrisa.
Lucía estuvo a punto de decirle que lo del
anagrama lo había descubierto Tomás, para no
atribuirse méritos ajenos, pero prefirió no im-
plicarlo, por si acaso.
—-No es que yo sea muy lista -replicó-. Es
que usted va dando el cante.
—Efectivamente, soy un Drácula -reconoció
Lucarda-, descendiente por línea directa del
mismísimo Vlad Tepes el Empalador. Pero no
soy un vampiro.
—Anoche tenía los labios manchados de
sangre -dijo Lucía con tono acusador.
68
—¡Claro que los tenía manchados de sangre! -
exclamó él-. ¡De mi propia sangre! Tu amiga
Camila me dio un puñetazo que casi me salta los
dientes. Mira.
Lucarda se levantó el labio superior. Efec-
tivamente, lo tenía cortado y tumefacto.
—Puede haberse hecho eso luego para disi-
mular -objetó la niña.
—¿Ah, sí? Pues mira esto.
Lucarda sacó un crucifijo del bolsillo de su
chaqueta, se lo mostró a Lucía y luego lo besó. L
—A lo mejor es un vampiro judío, o musulmán, y
la cruz no significa nada para usted -conjeturó
ella.
—Vaya, no hay manera de convencerte... Bien,
y si soy un vampiro, ¿por qué me dejó ir Camila?
Podría haberme destruido mientras estaba
inconsciente en el suelo, i, —Puede que se
escápara. Los vampiros son muy fuertes y tienen
muchos recursos.
—Si me hubiera escapado, ella te habría ad-
vertido.
Lucía reflexionó unos instantes y se dio cuenta
de que había algo que no encajaba. Desconfiaba
de Lucarda, pero tampoco sabía muy
69
bien a qué atenerse. Bien mirado, Camila no había
dicho en ningún momento que fuese un
vampiro...
Bueno, pues, en vez de jugar a las adivi-
nanzas, ¿por qué no me cuenta usted su versión? -
propuso al fin la niña-. A lo mejor me la creo y
todo -añadió intentando parecer tranquila y
segura.
Me parece una buena idea -convino Lu-
carda-. Creo que, tal como están las cosas, es
mejor que sepas toda la verdad. No te has equi-
vocado al pensar que esta es una historia de
vampiros. Solo que el vampiro no soy yo.
—¿Y quién es entonces?
—¿No lo adivinas?
—No tengo ni idea -admitió Lucía.
—No te va a gustar lo que voy a decirte, mi
querida niña. El vampiro, mejor dicho, la vam-
pira, es Camila.
¡Eso es mentira! -exclamó Lucía, entre in-
dignada y horrorizada.
—Vamos a ver, ¿cuánto tiempo hace que la
conoces? -preguntó Lucarda sin inmutarse.
Hace más de dos años que es vecina mía.
Y, dime, en todo ese tiempo, ¿la has visto
70
alguna vez a pleno sol, como estamos ahora tú y
yo? Solo sale de noche o cuando está muy nublado,
como el sábado por la mañana.
—Se asoma mucho al balcón... -empezó a decir
la niña, pero mientras lo decía cayó en la cuenta de
que siempre la había visco asomarse al anochecer.
—¿La has visto comer alguna vez, aunque solo
fuera un caramelo o una galleta?
—No -tuvo que admitir Lucía. No solo no la
había visto comer nunca, sino que en más de una
ocasión había rechazado las invitaciones de su
madre a merendar o a cenar, pretextando que
seguía una dieta muy rigurosa.
—Y tan rigurosa -comentó Lucarda-. Una
rigurosísima dieta a base de sangre humana.
—¡Me ha leído el pensamiento! -exclamó la niña,
aterrorizada.
—Soy un Drácula y tengo algunas habilidades -
dijo él con una aviesa sonrisa-, Pero no te
preocupes, no puedo leer el pensamiento. A veces
movemos los labios al pensar, como si habláramos
para nosotros mismos, y yo sé interpretar el
movimiento de los labios, como los sordos. Ya ves
que juego limpio contigo... ¿Sa-
71
bes lo que es esto? -añadió sacando del bolsillo
un objeto largo y brillante.
—Es la boquilla que Camila tenía en la mano
anoche.
—Exacto, es la boquilla de Camila. Solo que
no sirve para fumar, precisamente... Mira.
Lucarda retiró la trompetilla donde debían
encajarse los cigarrillos y dejó al descubierto una
aguja del grosor de un fideo.
—¿Qué es eso? -preguntó Lucía con un es-
tremecimiento.
—La aguja está hueca, como la de una je-
ringuilla -explicó él acercándole la boquilla para
que la viera mejor-; se clava en una vena del
brazo o de la muñeca, o en la yugular, y por el
otro extremo se chupa la sangre como quien se
toma una horchata con una pajita. Camila es
muy fina y no le gusta ir por ahí mordiendo
cuellos.
—Esa... boquilla podría ser de usted.
—La tenía ella, tú misma acabas de decirlo. —
Pudo arrebatársela mientras usted intentaba
clavársela.
—Sí, es verdad -admitió él tras una pausa-,
podría haber sido así. Y me temo que si te
hago notar que es una boquilla muy femenina,
dirás que yo podría ser un vampiro afeminado.
—No, no diría eso -replicó ella-. Diría que a lo
mejor es un recuerdo de su madre, o de su abuela.
Parece muy antigua.
—Lo es -dijo Lucarda con una risita-, pero ni
mi madre ni mis abuelas eran vampiras. Mi
abuelo paterno sí, pero no usaba boquilla, y,
desde luego, no era nada afeminado. Parecía un
ogro, más que un vampiro. A mí me daba pavor,
aunque debo reconocer que nunca me mordió...
Pero me estoy yendo por las ramas...
Y es que ya no sé qué decirte para que me creas.
—Bueno -dijo Lucía tras una pausa-, su-
pongamos por un momento que dice usted la
verdad, que la vampira es Camila... En ese caso,
¿cómo es que estaba usted en su dormitorio?
—Muy sencillo. Yo llevaba tiempo vigilándola,
y anoche, desde mi ventana, la sorprendí en el
balcón del señor Oliva, el casero, intentando
colarse en su casa. En cuanto me vio, volvió
volando a su habitación...
—¿Volando?
73
-A toda prisa, quiero decir... No, los vam
piros no vuelan, ni pueden convertirse en
animales, eso es pura leyenda... Bajó por el tubo
de desagüe de la lluvia, y yo fui tras ella por la
misma vía; ambos somos buenos trepa dores. La
alcancé cuar.do estaba a punto de cerrar la
puerta de su balcón, luchamos y... ya sabes el
resto. —¿Y usted por qué estaba vigilándola?
—Porque soy un cazador de vampiros -con-
testó Lucarda con orgullo.
—Tero ¿no es usted un Drácula?
—Precisamente por eso. Mi familia ha sido,
durante siglos, un azore de la humanidad, y yo
quiero reparar algo del daño que han hecho mis
parientes.
—¿Y ha cazado a muchos vampiros?
—Cazado, lo que se dice cazado, a ninguno -
reconoció él con pesar-, Pero he desenmas-
carado a varios, y he salvado a bastantes vic-
timas de un destino peor que la muerte. Y es
pero salvarte a ti también.
—¿A mí? -exclamó Lucía.
—Sí. Ahora Camila te considera su amiga, y el
afecto de un vampiro» es peor que su odio, pues
querrá convertirte en una de los suyos.
74
—Lo dice para asustarme.
—Desde luego. Para asustarte y que tomes las
precauciones necesarias.
—¿Qué pasó después de que yo volviera a mi
casa? -preguntó la niña, deseosa de cambiar de
tema. No podía soportar la idea de que su
admirada Camila, la bellísima y dulce Camila,
fuera una vampira sedienta de sangre, dispuesta
a vampirizarla a ella también.
—Cuando recobré el conocimiento, Camila
estaba escribiendo una carta, que metió en un
sobre y dejó en tu balcón. Vi su boquilla en el
suelo y me la metí en el bolsillo sin que se diera
cuenta... Luego me ató las manos a la espalda, me
amenazó con matarme si no me iba de la ciudad,
me encerró en el ascensor y se fue.
—¿Y usted no se resistió?
—Estaba aturdido por el golpe que me dio en
la nuca, y ella sacó una de esas dagas japonesas
que cortan como navajas de afeitar. Además, a
pesar de su aspecto frágil y delicado, es casi tan
fuerte como yo, y mucho más ágil.
—¿Por qué no le mató, ni le chupó la sangre, si
es una vampira?
75
cía obligó a
do del bolsillo y,
dio un pellizco en ia pierna.
El agudo dolor la hizo reaccionar. Logró
apartar sus ojos de los de Lucarda, se levantó
bruscamente y echó a correr a toda velocidad, sin
volverse a mirar hacia atrás.
N la portería se encontró con Rosaura, que
estaba excitadísima.
—Lulú, no te vas a creer lo que ha pasado esta
madrugada... -empezó a decir la portera.
' —Te has encontrado al señor Lucarda ma-
niatado en el ascensor -la interrumpió la niña.
I —¿Cómo lo sabes, bruja, más que bruja, si
aún no se lo he contado a nadie?
—Me lo ha dicho un pajarito -contestó Lucía
corriendo escaleras arriba-. Perdona, Rosi, tengo
prisa. Luego hablamos.
La comida ya estaba en la mesa desde hacía
rato, y su madre empezaba a preocuparse.
—Llegas media hora tarde, ¿qué te ha pasado? -
le preguntó.
—Me he entretenido charlando con el señor
Lucarda.
—¿Con el señor Lucarda? ¡Pero si nunca habla
con nadie!
78 79
—Debe de ser un poco tímido -dijo Lucía
sentándose a la mesa. —¿De qué habéis hablado?
—Me ha contado un percance que tuvo anoche.
Lo maniataron y lo encerraron en el ascensor.
Tuvo que sacarlo Rosaura. Supongo que luego te
lo contará ella con todo lujo de detalles.
—Vaya, pobre señor Lucarda, con lo distinguido
y lo estirado que es. Espero que no le hicieran
daño.
—No, está perfectamente. Sólo tiene una he-
ridita en el labio.
—Hay cada salvaje por ahí suelto...
Esa tarde Lucía no fue al colegio. Le dijo a su
madre que había dormido muy poco y le dolía la
cabeza, lo cual era totalmente cierto, y se echó
una larga siesta. La despertó Tomás llamándola
desde su balcón.
—¿Hay alguna novedad? -le preguntó su amigo
cuando ella se asomó.
—Poca cosa -contestó la niña con afectada
indiferencia-. He estado charlando con el señor
Lucarda. —¿Qué? -exclamó él-. ¿Te estás quedando conmigo?
80
—Baja y te lo cuento.
Tomás bajó en un santiamén, y estaba tan
excitado que ni siquiera pidió nada para me-
rendar. Se sentaron en el suelo del balcón, para
disfrutar del sol de la tarde, y, en pocas palabras,
Lucía le refirió su conversación en el parque con el
presunto vampiro.
—Te has librado por los pelos -dijo el niño con
un estremecimiento-. Si te llega a hipnotizar,
habría hecho contigo lo que hubiera querido. Lo
del pellizco ha sido buena idea. Lo tendré en
cuenta por si me pasa a mí...
—¿Y qué opinas de todo este lío? -preguntó
ella.
—Creo que se trata de un montaje de Lucarda
para echarle el guante a Camila. Mejor dicho, para
hincarle el diente. ¿Qué otra cosa puede ser?
—Eso mismo pienso yo -convino Lucía-. Pero
hay cosas que no acabo de ver claras... ¿Por qué no
lo ha matado Camila?
—No se puede matar a un vampiro -le recordó
Tomás-. Ya está muerto.
—Quiero decir que por qué no lo destruyó.
Seguro que sabe lo que hay que hacer en estos
casos.
81
-No es fácil clavarle a alguien una estaca en
el corazón y luego cortarle la cabeza, por muy
vampiro que sea y Camila parece incapaz de
matar a una mosca. Es tan dulce...
Sí, pero en la carta dice que no tenemos
nada que temer de Lucarda.
—A lo mejor lo tiene dominado con algún tipo
de pacto o de encantamiento. No me extrañaría
que Camila fuera un hada o algo por el estilo -
dijo Tomás. -Puede ser -admitió ella-. Realmente, parece un hada...
10
A pesar de la siesta, Lucía estaba muy cansada
y esa noche se fue a la cama temprano.
Antes de acostarse bajó la persiana del balcón.
Camila le decía en la carta que no tenía nada que
temer, y la niña se fiaba de ella; pero tal vez
Lucarda tuviera recursos insospechados, y era
mejor no correr riesgos innecesarios.
Se durmió enseguida y tuvo un sueño muy
agradable. Estaba en un jardín precioso, lleno de
flores y blancas estatuas, que brillaban a la luz de
la luna. Como en los sueños las cosas nunca se
están quietas del todo, las estatuas fluctuaban, se
mecían sobre sus pedestales, parecían hacerle
señas...
De pronto, una de las estatuas, que brillaba
más que las otras y representaba a una mujer
bellísima, empezó a llamarla dulcemente: «Lu-
cía... Lucía...*.
—Lucía... Lucía...
No estaba soñando. La voz era real, y procedía
del balcón. —Lucía...
Aun medio dormida, la niña se levantó, se acercó
a la persiana y, por entre las rendijas que quedaban
en la mitad superior, vio a Camila. Llevaba un
vaporoso vestido blanco que, a la luz de la luna,
resplandecía como las estatuas de su sueño.
Lucía subió la persiana y Camila entró en la
habitación. Estaba muy pálida y parecía cansada.
—Perdona que te despierte a estas horas -se
disculpó la joven acariciándole la cabeza-, pero e*
que ha habido un cambio de planes. No podré venir
el domingo, tal como te decía en la carta. Estaré
bastante tiempo fuera, y no quería irme sin
despedirme de ti.
—¿Por qué te vas? -preguntó la niña, apenada.
—Es un poco difícil de explicar, Lucía. Yo no soy
una persona del todo normal, ¿sabes?
—¿Eres un hada, o algo así?
—No exactamente. Algunos dirían incluso que
soy todo lo contrario.
—¿Una bruja?
—Algo parecido -contestó Camila con una triste
sonrisa.
—He hablado con el señor Lucarda. Me ha dado
un susto terrible.
—Ya te he dicho que no tienes nada que temer de
él. Tiene un aspecto bastante siniestro, pero es
inofensivo. Incluso podría ayudarle, llegado el
caso.
—Pero él dice que tú... -Lucía no se atrevió a
seguir.
—¿Qué es lo que dice?
—Que eres...
-¿Sí? —Una vampira -logró decir por fin la niña.
Camila la miró a los ojos durante un largo
instante, con una turbadora mezcla de tristeza y
ternura.
—Es cierto -dijo al fin.
Lucía no podía dar crédito a sus oídos. No era
posible que aquella encantadora joven, la más
dulce y hermosa que jamás había visto, fuera un
monstruo bebedor de sangre.
—No.., no puede ser... -balbuceó la niña.
—Hay cosas en la vida... y en la muerte... que
no se eligen, querida Lucía -dijo Camila
cogiéndole una mano y arrodillándose junto a ella
para quedar a su altura-. Yo no elegí ser lo que
soy, y no puedo hacer nada para evitarlo.
—Lucarda dice que querrás convertirme en vampira a
mí también. ■
—En eso se equivoca. Nunca he matado a
nadie, y tú eres la última persona del mundo a la
que haría daño.
—¿Nunca has matado a nadie?
—No.
—Pero los vampiros...
—Hay vampiros y vampiros -la interrumpió
Camila-. Es cierto, por desgracia, que algunos son
tan crueles y sanguinarios como los que aparecen
en las películas. Pero otros nos limitamos a
sobrevivir, o sobremorir, procurando hacer el
menor daño posible.
—¿Le has chupado la sangre al señor Oliva?
—Sí. Escojo a mis víctimas entre las personas más
malvadas y egoístas, y te aseguro que el señor
Oliva es un mal bicho.
—Eso dice también mi madre.
—Se merecería que lo dejara tan seco como su
corazón -dijo Camila, y su expresión se endureció
por un instante.
—No lo hagas, por favor -rogó Lucía.
—No, claro que no lo haré -la tranquilizó la
vampira revolviéndole el pelo con un gesto
cariñoso-. Solo le he sacado medio litro de sangre,
lo mismo que se les saca a los donantes. Eso no
hace ningún daño; hasta es saludable. Se puede
decir que le he hecho un favor -añadió riendo.
—Pues dice Tomás que está aterrorizado.
—Me alegro. Se merecía un buen susto. A ver si
aprende a tratar mejor a los demás.
—Y entonces, si no matas ni conviertes a nadie
en vampiro, ¿por qué te persigue Lucarda? -
preguntó la niña tras una pausa.
-Él no sabe eso. Solo sabe que soy una vampira y
que me dedico a chuparle la sangre a la gente.
— ¿Y por qué no se lo dices? Explícale que solo
atacas a los malvados y que solo les chupas un
poquito.
— No me creería. Odia a los vampiros en
general, y está convencido de que todos somos
monstruos sanguinarios. Y hay que reconocer
que con los de su propia familia no se equivoca.
—¿Es cierto que desciende del conde
Drácula? —Sí.
—¿Y sucedió de verdad lo que cuenta la no-
vela?
—No, pero está inspirada en un personaje
real. Se dice incluso que el autor de la novela
llegó a conocer al auténtico Drácula, y por eso lo
describió tan bien.
Tras una pausa, Lucía preguntó:
—¿Y adonde vas a ir?
—De vez en cuando, los vampiros nos tomamos
un descanso, una especie de vacaciones, y
dormimos durante varios meses seguidos, como
los osos cuando entran en letargo. Por razones
que ahora mismo no te puedo explicar, tengo
que tomarme una de esas vacaciones.
—¿Estarás fuera mucho tiempo?
-En realidad, no estaré fuera, sino dentro
-bromeó Camila-. Y no sé cuánto tiempo dormiré,
pues no tengo a nadie que me pueda despertar.
—¿Qué quieres decir?
—Cuando un vampiro entra en letargo, suele
encargar a alguien, generalmente a otro vampiro,
que le despierte al cabo de un tiempo. De lo
contrario, se puede pasar años durmiendo, o
incluso siglos.
I' -—Yo te puedo despertar -dijo la niña.
—No, no puedes. Tengo que dormir en una
cripta del cementerio y...
|!: —No tengo miedo -la interrumpió Lucía-. Los
cementerios son lugares tristes, pero no pe-
ligrosos.
—Eres muy valiente, y muy lista, pero sólo
eres una niña. No puedo pedirte que vayas de
noche al cementerio y entres en una cripta. Pocos
adultos se atreverían a hacerlo.
—Pero yo no tengo miedo -insistió Lucía-, y no
quiero estar años sin volver a verte. Si eres mi
amiga, tienes que dejarme que te ayude.
Camila la miró durante un largo instante antes
de decir:
tapa yacía la estatua de una mujer con los brazos
cruzados sobre el pecho. Camila encendió una
antorcha que cogió de un soporte fijado a la
pared, y a la oscilante luz de las llamas la nina
pudo ver con claridad el rostro de la estatua
yacente.
—¡Eres tú! -exclamó.
—Sí -dijo Camila-. Es mi tumba. A ver si eres
capaz de levantar la tapa. Cuando vengas a
despertarme, tendrás que hacerlo sola.
—¡Es imposible! -protestó Lucía-. ¡Con esa
estatua a tamaño natural, debe de pesar más de
cien kilos!
—Tiene truco -explicó la vampira con una
sonrisa-. Anda, inténtalo.
La niña apoyó ambas manos bajo el borde de la
tapa de mármol y empujó hacia arriba con todas
sus fuerzas. Para su sorpresa, la tapa cedió y se
abrió del todo como movida por un oculto
mecanismo, dejando a la vista una empinada
escalera que se hundía en la oscuridad.
—Muy bien -la felicitó Camila. Luego le dio la
antorcha a la niña, la cogió en brazos y la depositó
en el interior del falso sepulcro, sobre el primer
escalón, y acto seguido entró ella también de un
ágil salto.
La escalera llevaba a una cámara subterránea
bastante más amplia que el mausoleo, en la que
había tres ataúdes, uno de ellos muy pequeño.
—Como ves, no estaré sola -comentó Camila
mientras abría uno de los ataúdes, que estaba
vacío. El interior, forrado de raso blanco, parecía
muy confortable-. Los otros dos están ocupados
por mi primo Ludolfo y mi sobrina Leticia. No
puedo presentártelos ahora porque están en pleno
letargo.
—¿Vas a... meterte ya? -preguntó Lucía se-
ñalando el ataúd abierto.
—No. Primero voy a acompañarte de nuevo a
tu casa... Ahora ya sabes cómo llegar hasta aquí.
Cuando vengas a despertarme, dentro de un año,
tienes que abrir este ataúd y ponerme un diente
de ajo junto a la nariz.
—Pero yo creía que los vampiros no sopor-
tabais el ajo.
—Así es, y por eso precisamente sirve para
despertarnos. Nos provoca un ataque de tos que
nos saca del letargo -explicó Camila.
En ese momento, un leve ruido las hizo vol-
verse hacia la escalera, y un instante después
92 93
apareció ante ellas un hombre alto y pálido, vestido
de negro.
—¡Señor Lucarda! -exclamó Lucía.
—¡Sabía que irías a buscar a la niña! -exclamó él
señalando a Camila con un dedo acusador.
—De modo que has estado vigilando su balcón
y nos has seguido hasta aquí -dijo la vampira sin
perder la calma-. Más te valdría no haberlo hecho.
—No te tengo miedo, monstruo -replicó
Lucarda sacándose del bolsillo un pulverizador de
perfume-. Este frasco está lleno de esencia de ajo...
—¡No se te ocurra usarlo aquí dentro! -exclamó
Camila levantando las manos en un gesto
desesperado, pero ya era tarde. Lucarda apretó un
par de veces la pera de goma del perfumador y un
intenso olor a ajo se difundió por el enrarecido aire
de la cripta.
Mientras Camila tosía violentamente, como
presa de un ataque de asma, Lucía corrió hacia
Lucarda, le agarró la mano en la que tenía el
perfumador y se la mordió. Con un grito de dolor,
él dejó caer el frasco; la niña lo recogió
prontamente del suelo y corrió junto a la vam pira,
cuya tos reverberaba en la cripta de tal forma que
parecía que había varias personas tosiendo a la
vez.
Y no solo lo parecía. Con un estremecí miento,
Lucía se dio cuenta de que del interior de los dos
ataúdes cerrados procedían sendas toses, una grave
y profunda y la otra aguda como la de un niño.
—¡Estúpido! -gritó Camila mirando a Lu carda
con ojos de fuego-. ¡El ajo ha sacado a mis parientes
de su letargo! Márchate antes de que se levanten.
No sé si podría salvarte de sus iras.
—No dejaré a una niña indefensa a merced de
tres inmundos vampiros -replicó él sujetándose la
mano herida. Los agudos caninos de la «niña
indefensa» le habían abierto dos sangrantes
orificios cerca de la muñeca.
Casi al unísono, las tapas de los dos ataúdes se
abrieron bruscamente, como impulsadas por un
resorte, dejando a la vista a sus ocupantes.
En el ataúd grande yacía un hombre de edad
indefinida, pálido como la cera, completamente
calvo y de orejas puntiagudas. En el
pequeño, una preciosa niña de unos ocho años,
cuyos bucles dorados enmarcaban un rostro tan
blanco y terso que parecía de marfil. Sobre el pecho
de la niña y bajo sus manitas cruzadas, había una
muñeca de porcelana que era como una réplica en
miniatura de su dueña, pues incluso iba vestida
igual que ella.
La niña fue la primera en reaccionar. Salió del
ataúd, se alisó su elegante y antiguo vestido de
seda, y dijo:
—Hola, tía Camila. ¿Ya es hora de despertar? —
No, cariño. Ha sido un pequeño accidente. —¿Un
accidente? -repitió con voz ronca el ocupante del
ataúd grande, incorporándose de forma tan brusca
que Lucía tuvo que hacer un esfuerzo para no
gritar del susto. Se parecía muchísimo al vampiro
de Nosferatu, una vieja película muda que la niña
había visto por televisión.
—Sí, Ludolfo -dijo Camila-. En realidad, estoy
aquí para unirme a vosotros en el sueño.
—Y has tenido el delicado detalle de traernos un
tentempié -dijó Ludolfo frotándose las manos y
mirando a Lucarda y a Lucía con una expresión
que helaba la sangre en las venas.
—Nada de tentempiés -replicó la vampira con
determinación-. La niña es mi amiga, y él es un
Drácula.
—¿Un Drácula? ¿Y a qué se debe el honor de
que un miembro de la más distinguida familia
vampírica visite nuestra humilde cripta? -preguntó
Ludolfo con un tono ligeramente burlón.
Lucarda abrió la boca para contestar, pero
Camila lo interrumpió con un gesto.
—Ya te lo explicaré en otra ocasión, primo -dijo-
. Ahora, volved a vuestros ataúdes y dormid. El
momento aún no es propicio para el despertar.
—Tía, necesito al menos una gotita de sangre,
para dormirme con el sabor en la boca -se quejó la
pequeña vampira.
—No es posible, cariño, lo siento... -empezó a
decir Camila, pero se interrumpió al ver que Lucía
se sacaba un imperdible del bolsillo, lo abría y se
pinchaba la yema del pulgar. Luego se acercó a la
vampirita y le dijo con una sonrisa:
—Toma, Leticia.
Muy lentamente, casi con devoción, la niña
96 97
vampira cogió el pu.gar de Lucía, se lo llevó a la
boca y lo chupó durante unos segundos.
—Gracias -dijo luego-, ahora ya me puedo
volver a dormir tranquila, con el dulce sabor de tu
sangre en mis labios... ¿Quieres jugar con mi
muñeca mientras duermo? -añadió dándosela a
Lucía. Luego se metió en el ataúd y cerró la tapa.
—Qué niña tan encantadora -dijo Ludolfo con
una sonrisa que puso al descubierto sus largos
colmillos-. Y ya que te has pinchado el dedo, ¿no
me darías a mí también una go- tita...?
—¡Ludolfo! -lo cortó bruscamente Camila; pero
Lucía se acercó a él, le ofreció el pulgar y dijo:
—No me importa, si no chupa mucho...
El vampiro se llevó a la boca el dedo de la niña
corno si fuera a besar la mano de una gran dama,
lamió delicadamente la gota de sangre que brillaba
en la yema y dijo:
—Con eso basta. No se trata de alimentarse,
sino de tener el sabor en la boca mientras llega el
sueño... Gracias, pequeña, eres muy valiente y
muy generosa. De ahora en adelante, cual
quiera que intente hacerte daño, sea mortal o
vampiro, tendrá que vérselas con el tío Ludolfo.
Dicho esto, entró solemnemente en su ataúd y
cerró la tapa.
Lucarda, aún sujetándose la mano herida, había
presenciado toda la escena sin moverse ni decir
palabra. Camila se volvió hacia él y le dijo:
—Ya ves que no todos los vampiros somos
monstruos, y para que acabes de convencerte, voy
a dejarte ir, siempre que jures por la sangre de los
Drácula que no nos molestarás ni revelarás a nadie
nuestro escondite.
—Lo juro -dijo Lucarda-. Por la sangre de los
Drácula. Me había equivocado con respecto a ti.
Lo siento.
—Bueno, después de todo me has hecho un
favor siguiéndonos hasta aquí -dijo Camila con su
encantadora sonrisa-, pues así puedes acompañar
tú a Lucía a su casa. Yo estoy tan cansada...
Puedes ir tranquila con él -bromeó dirigiéndose a
la niña-, es el terror de los vampiros.
Dicho esto, la besó en la frente y se metió en su
ataúd.
100 101
—¡Espera! -exclamó Lucía. Se pinchó el otro
pulgar con el imperdible y se lo ofreció a la
vampira.
—Eso no es necesario, cariño -dijo Camila
apartando suavemente su mano.
—Nunca debemos negar nuestra ayuda a un
amigo, y tampoco debemos rechazar la suya
cuando nos la ofrece. Lo has dicho tú.
Camila asintió con un leve gesto de la cabeza,
y mientras se llevaba a los labios el dedo de la
niña, una lágrima resbaló por su mejilla.
—No sabía que los vampiros lloraran -co-
mentó Lucarda con voz turbada.
—Hay muchas cosas que aún no sabes de los
vampiros, pequeño Drácula -dijo la joven, y tras
guiñarle un ojo a Lucía cerró sobre sí la tapa del
ataúd.
102
12
(CUANDO llegaron a casa eran casi las cuatro de
la madrugada.
—¿Tienes llave de tu casa? -preguntó Lucarda.
—No -contestó Lucía-. Camila me bajó en brazos
por la tubería.
—Pues tendré que subirte de la misma manera -
dijo él-. No podemos despertar a tu madre a estas
horas, y menos aún decirle de dónde venimos.
—Sí, creo que será mejor que me suba usted -
convino la niña-. Se le da muy bien trepar,
¿verdad?
—No tan bien como a Camila, pero, sí, soy
bastante buen trepador, y solo es un piso.
Hizo ademán de coger a Lucía en brazos, pero
súbitamente le fallaron las fuerzas.
—¿Se encuentra mal? -preguntó la niña,
103
dándose cuenta de que estaba aún más pálido de
lo que era habitual en él.
— No, solo es debilidad. Llevo muchas horas
sin... comer, y a mí eso me afecta mucho.
—No importa, puedo trepar yo sola. Es muy
poca altura.
—Nada de eso -replicó él-, podrías caerte. —Soy
muy ágil.
—No lo dudo, pero no creo que tengas mucha
práctica en trepar por las fachadas de los
edificios..., Anda, acompáñame un momento a
mi casa. En cuanto tome algo me sentiré bien.
Nada más entrar en casa, Lucarda se dejó caer
en una silla.
—Lucía -dijo con voz débil-, en la nevera
encontrarás una botella de zumo de tomate.
Tráemela, por favor. La cocina está al fondo del
pasillo, a la derecha...
La niña hizo lo que le pedía, y Lucarda se bebió
más de media botella de un solo trago.
— ¿Seguro que es zumo de tomate? -pregun-
tó Lucía con aprensión.
Como respuesta, él le tendió la botella, aún
abierta. La niña se la acercó a la nariz. —Sí, es zumo de tomate -dijo con alivio
—Pues no, no lo es -replicó Lucarda . Sí, lleva
zumo de tomate, desde luego, pero también otros
muchos ingredientes: minerales, enzimas,
hormonas, proteína de soja... Yo lo tomo «sangre
vegetal».
— Después de todo, sí que es usted un vam-
piro, ¿verdad?
—Según se mire -contestó él con un enco-
gimiento de hombros-. Soy un vampiro que lleva
más de diez años sin probar una gota de sangre,
y por lo tanto creo que puedo decir, •in faltar a
la verdad, que ya no soy un vampiro.
—¿Y puede vivir solo con esa... «sangre ve-
getal»?
—Aún no sé lo que pasará a largo plazo, pero
de momento parece funcionar. He sobrevivido
diez años, me encuentro bien y casi nunca siento
la necesidad de sangre auténtica.
—¿Y cuando la siente...?
—Me aguanto -contestó Lucarda con deter
minación . No puedo elegir lo que soy, pero sí lo
que hago... Es muy importante que tenga éxito el
experimento que estoy llevando a cabo conmigo
mismo, porque si mi sangre vegetal
funciona, todos los vampiros de buena voluntad
podrán abandonar la odiosa práctica de chuparle
la sangre a la gente.
—Seguro que Camila se pasará a la sangre
vegetal en cuanto lo sepa -dijo Lucía.
—Espero que sí. Parece una buena chica...
Aunque no sé si se puede llamar «chica» a una
mujer que tiene más de doscientos años...
Al cabo de unos minutos, Lucarda estaba en
plena forma. Salieron de nuevo a la calle, la niña
se le subió a los hombros, y él trepó por el tubo de
desagüe con la agilidad de un mono.
A la mañana siguiente, cuando la madre de
Lucía entró en su habitación para despertarla, se
quedó muy sorprendida al ver que su hija
estrechaba entre sus brazos una preciosa muñeca
de porcelana, blanca como el marfil y con los
diminutos labios rojos como la sangre.