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Horacio Quiroga(1879-1937)
A LA DERIVA(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)
EL HOMBRE PISÓ blanduzco, y en seguida sintió la mordedura
en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una
yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas
de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la
cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el
centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo,
dislocándole las vértebras.
El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de
sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de
los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie.
Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la
picada hacia su rancho.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante
abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes
puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida
hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una
metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le
arrancó un nuevo juramento.
Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de
un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la
monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y
a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se
quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo
devoraba.
—¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña!
Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en
tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno.
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—¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña!
—¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada.
—¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo!
La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El
hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la
garganta.
—Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su
pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del
pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla.
Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos
relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de
garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par.
Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo
medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo.
Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la
costa subió a su canoa. Sentóse en la popa y comenzó a palear
hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las
inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de
cinco horas a Tacurú-Pucú.
El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar
hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer
la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—
dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte.
La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque
deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la
ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre
desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente
doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a
Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves,
aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados.
La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa
brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la
picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó
tendido de pecho.
—¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en
vano.
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—¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de
nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se
oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su
canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmente a la
deriva.
El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas
paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río.
Desde las orillas bordeadas de negros bloques de basalto, asciende
el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la
eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se
precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es
agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin
embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única.
El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el
fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con
asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La
pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se
abría en lenta inspiración.
El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi
bien, y aunque no tenía fuerzas para mover la mano, contaba con
la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de
tres horas estaría en Tacurú-Pucú.
El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de
recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre.
¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera
también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje.
¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en
pantalla de oro, y el río se había coloreado también. Desde la costa
paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su
frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel
silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio
hacia el Paraguay.
Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente,
girando a ratos sobre sí misma ante el borbollón de un remolino. El
hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba
entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex
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patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y
nueve meses? Acaso. ¿Ocho meses y medio? Eso sí, seguramente.
De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué
sería? Y la respiración también...
Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla,
lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo...
¿Viernes? Sí, o jueves...
El hombre estiró lentamente los dedos de la mano.
—Un jueves...
Y cesó de respirar.
Aceite de perro[Cuento. Texto completo.]
Ambrose Bierce
Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos de la vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeño estudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En la infancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurar perros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminar los restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda mi natural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían al negocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto había sido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre -hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perros desaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, en mí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que rara vez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Es realmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas es reacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos de los perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mi joven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.
A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamente
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a mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaron profundamente mi futuro.
Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumbo al estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos. Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea su carácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludí metiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré en seguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz del lugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de los calderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceite giraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie un trozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño en mis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya a esa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba al querubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra de mi querida madre- no hubiese sido mortal.
Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamente para ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente. "Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mi padre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes que pudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceite no tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En resumen, di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño al caldero.
Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos con satisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidad nunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no tenía conocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados en forma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligación explicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto las consecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de sus industrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madre trasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relación con sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeños superfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó por completo, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tan bruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volviera ocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempre me protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de la iglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!
Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovada
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asiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a los caminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a la aceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba sus cubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite de perro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo que también los inspiraba.
Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que se aprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó que todo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobres padres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no del todo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esa noche y me fui a dormir al establo.
A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por una ventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuego ardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de los enormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, como tomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: se había levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Por las miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobrado acierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar o advertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos, aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, y tenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.
Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la poca amistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a los ojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación, maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella para herirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuánto tiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica, pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes se separaron repentinamente.
El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por un momento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo la mano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando su resistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡y saltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de la comisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asamblea pública.
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Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías hacia una carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, donde se han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto de insensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.
Algunas peculiaridades de los ojos – Philip K. DickPosted on diciembre 3, 2010 by Bartleby
Descubrí por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida procedente de otro
planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en
respuesta me enviaron un folleto sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier
caso, es de conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es posible que la situación
esté controlada.
![Page 8: Varios - Cuentos](https://reader036.vdocuments.net/reader036/viewer/2022082612/55cf8c665503462b138bfb1d/html5/thumbnails/8.jpg)
Estaba sentado en mi butaca, pasando las páginas de un libro de bolsillo que alguien había olvidado en el
autobús, cuando topé con la referencia que me puso en la pista. Por un momento, no reaccioné. Tardé un rato
en comprender su importancia. Cuando la asimilé, me pareció extraño que no hubiera reparado en ella de
inmediato.
Era una clara referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles características. Una especie,
me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes
observaciones del autor no tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí en seguida que el
autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria tranquilidad. La frase (aún tiemblo al
recordarla) decía:
… sus ojos pasearon lentamente por la habitación.
Vagos escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas? El fragmento
indicaba que no; daba la impresión que se movían por el aire, no sobre la superficie. En apariencia, con cierta
rapidez. Ningún personaje del relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor
señal de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban.
… sus ojos se movieron de una persona a otra.
Lacónico, pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía propia. Mi corazón latió
con violencia y me quedé sin aliento. Había descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida.
Extraterrestre, desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes del libro, lo
cual sugería que pertenecían a la misma especie.
¿Y el autor? Una sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada
tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún momento intentaba ocultar lo que
sabía. El relato proseguía:
… a continuación, sus ojos acariciaron a Julia.
Julia, por ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La descripción
revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación. Suspiré aliviado. No todos eran
extraterrestres. La narración continuaba:
… sus ojos, con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven.
¡Santo Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba, poniendo fin a la situación.
Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y mi familia me miraron, asombrados.
_¿Qué pasa, querido? _preguntó mi mujer.
No podía decírselo. Revelaciones como ésta serían demasiado para una persona corriente. Debía guardar el
secreto.
_Nada _respondí, con voz estrangulada.
Me levanté, cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa.
![Page 9: Varios - Cuentos](https://reader036.vdocuments.net/reader036/viewer/2022082612/55cf8c665503462b138bfb1d/html5/thumbnails/9.jpg)
Seguí leyendo en el garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando de pies a cabeza:
… su brazo rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que él accedió de inmediato,
sonriente.
No consta qué fue del brazo después que el tipo se lo quitara. Quizá se quedó apoyado en la pared, o lo tiró a
la basura. Da igual en cualquier caso, el significado era diáfano.
Era una raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a voluntad. Ojos, brazos…, y tal vez más.
Sin pestañear. En este punto, mis conocimientos de biología me resultaron muy útiles. Era obvio que se
trataba de seres simples, unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una sola célula. Seres
no más desarrollados que una estrella de mar. Estos animalitos pueden hacer lo mismo.
Seguí con mi lectura. Y entonces topé con esta increíble revelación, expuesta con toda frialdad por el autor,
sin que su mano temblara lo más mínimo:
… nos dividimos ante el cine. Una parte entró, y la otra se dirigió al restaurante para cenar.
Fisión binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Existía la posibilidad que las
partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba más lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con
manos temblorosas. Había descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo:
… temo que no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza.
Al cual seguía:
… y Bob dice que no tiene entrañas.
Pero Bibney se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. Éste, no obstante, era igual de extraño.
No tarda en ser descrito como:
… carente por completo de cerebro.
El siguiente párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me había parecido una persona normal
se revela también como una forma de vida extraterrestre, similar al resto:
… con toda deliberación, Julia había entregado su corazón al joven.
No descubrí a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual. Resultaba evidente que Julia se había
decidido a vivir a su manera habitual, como los demás personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro,
vísceras, dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos.
… a continuación le dio la mano.
Me horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se quedaba con su mano. Me
estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos, a estas alturas.
… tomó su brazo.
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Sin reparo ni consideración, había pasado a la acción y procedía a desmembrarla sin más. Rojo como un
tomate, cerré el libro y me levanté, pero no a tiempo de soslayar la última referencia a esos fragmentos de
anatomía tan despreocupados, cuyos viajes me habían puesto en la pista desde un principio:
… sus ojos le siguieron por la carretera y mientras cruzaba el prado.
Salí como un rayo del garaje y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas detestables cosas me
persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al monopolio en la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético
entusiasmo. Me sentía febril y los dientes me castañeteaban.
Ya había tenido bastante. No quiero saber nada más de eso. Que vengan. Que invadan la Tierra. No quiero
mezclarme en ese asunto.
No tengo estómago para esas cosas.
Franz Kafka(Praga, 1883 - 1924)
ANTE LA LEY
ANTE LA LEY hay un guardián. Un campesino se presenta frente a
este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el
guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre
reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
—Tal vez —dice el centinela— pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre;
cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para
espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
—Si tu deseo es tan grande haz la prueba de entrar a pesar de
mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último
![Page 11: Varios - Cuentos](https://reader036.vdocuments.net/reader036/viewer/2022082612/55cf8c665503462b138bfb1d/html5/thumbnails/11.jpg)
de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada
uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible
que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; la Ley debería
ser siempre accesible para todos, piensa, pero al fijarse en el
guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su
barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene mas
esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un
costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al
guardián con sus súplicas. Con frecuencia el guardián conversa
brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas
otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los
grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede
dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para
el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea para sobornar al
guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
—Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi
continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que
éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala
suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más
tarde, a medida que envejece, sólo murmura para si. Retorna a la
infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del
guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel,
también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián.
Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay
menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la
oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la
puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida. Antes de morir,
todas las experiencias de esos largos años se confunden en su
mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace
señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte
comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a
agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de
estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para
![Page 12: Varios - Cuentos](https://reader036.vdocuments.net/reader036/viewer/2022082612/55cf8c665503462b138bfb1d/html5/thumbnails/12.jpg)
desmedro del campesino.
—¿Qué quieres saber ahora?-pregunta el guardián-. Eres
insaciable.
—Todos se esfuerzan por llegar a la Ley —dice el hombre—;
¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que
yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para
que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto
al oído con voz atronadora:
—Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente
para tí. Ahora voy a cerrarla.