(veva 01) veva - carmen kurtz

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Veva es un bebé de nueve mesesque decide relatar lo que ha vivido hastael momento desde su nacimiento. Deesta forma reflexiona, se interroga y semaravilla con el mundo adulto,especialmente con los vínculos entre losmayores y los jóvenes. Lospensamientos de Veva se dejan ver,principalmente, en las divertidasconversaciones que mantiene con suabuela.Contado magistralmente enprimera persona, Veva divierte al lectorcon sus ocurrencias y genera unacomplicidad y ternura que se encuentramás allá de las leyes del tiempo.A partirde 9 años.

Carmen Kurtz

EL NACIMIENTOMI CASAQUIERO QUE ME QUIERANBUELA Y DIOSHAY QUE AYUDAR UNPOCOROBAR UN PÁJAROSORPRESASEL SECRETO DE LABUELAPASITO A PASONIÑOS, JÓVENES Y VIEJOSMAMÁ ES UN ÁNGELEL SECRETO DE

NATACHANATACHA SE CASACRECER ES INEVITABLE

Carmen Kurtz

Veva

Cubierta e ilustraciones: Odile Kurz

A todos los niñosA todos los padres

—Nunca pido consejo en loque se refiere a crecer —dijoAlicia indignada.

—¿Orgullosa? —preguntó el

otro.Ante esta observación, Alicia

se incomodó más todavía.—Quiero decir —explicó—

que el hacerse mayor le resulta auna inevitable.

Lewis Carroll

(En el Mundo del Espejo)

EL NACIMIENTO

Vine al mundo en Otoño.Nadie me preguntó si quería nacer

o prefería quedarme en ese lugar sinnombre, pero que seguramente existe. Escomo una esfera, llena de oportunidades,parecida al bombo de la lotería. Depronto sale tu bola y no sabes si eres elpremio gordo, el segundo, el tercero o lapedrea, con la diferencia de que lalotería termina en cuanto la bola cae enel cesto, mientras la vida empieza justoen ese momento. Una gran aventura, sipuedo expresarme como los mayores.Hasta ahora he tenido tanto trabajo que

me ha sido imposible poner en ordenmis memorias. A los nueve meses queacabo de cumplir, los niños empiezan aser algo. No quiero perder ni un minutode mi tiempo y voy a relatar lo vivido.

Recuerdo un lugar cálido, redondo,en donde todas mis necesidades sehallaban a cubierto. Ni frío ni calor.Oscuro para mi gusto, pero eso esinevitable. Ningún ruido salvo elacompasado latir del corazón de mimadre. Sigo creyendo que es el máshermoso de todos los sonidos y aún lopersigo cuando mi madre me acuna, metoma en sus brazos y mi cabeza descansaen el lado izquierdo de su pecho. Unruido aterciopelado, sin estridencias,

que proporciona seguridad y paz. Unsonido bueno entre tanto ruido malocomo hay en el mundo.

Puse todo mi empeño en nacer. Eraalgo, exclusivamente, entre mi madre yyo, y me sentí en la obligación deayudarla. Difícil, ¡ya lo creo!, pero siotros lo habían conseguido —me decíayo en aquellos momentos— ¿por qué nohabía de conseguirlo yo? Gateé por untúnel oscuro y resbaladizo. Mi madreempujaba y yo aprovechaba susesfuerzos para avanzar hacia la salida.Un penoso camino. Me atasqué yempezó a fallar algo. Quise gritar y nopude. Vi que me jugaba el pellejo si nome daba prisa y gateé de nuevo. Un

resquicio de luz me advirtió que iba porbuen camino. El murmullo de unas vocesextrañas y los gemidos de mi madre meestimularon. Debía salir de allí comofuera, era cuestión de aligerar y saqué lacabeza mientras un dolor intensoestallaba en mi pecho. En aquelmomento alguien se apoderó de mí. Conuna mano me agarró los pies, y con laotra me propinó una zurra en el tras.«¡Vaya manera de recibirme!», pensémientras abría la boca y lanzaba miprimer grito, un aullido de dolor, mejordicho. Mis pulmones se llenaron de aire.

—Es una niña —dijo el médico—.Una hermosa niña.

Los mayores emplean lugarescomunes en cualquier ocasión. Pero en

mi caso, lo de hermosa, era cierto. Elrecién nacido, si pesa más de cuatrokilos es hermoso. No porque tenga lanariz así o asá, los ojos chicos ograndes, la boca redonda o estirada. Yoera una hermosa niña porque era gorda,pesaba más de cuatro kilos y tenía detodo: dos ojos, dos orejas, dos brazos,dos piernas, dos pies, dos manos y todoslos dedos que hay que tener. También unmechón de cabello negrísimo y lacio.

Aquel bárbaro que me habíapegado me pasó a otras manos ymientras él se ocupaba de mi madre, medio por mirar a mi alrededor. Lasnuevas manos, las de la enfermera-comadre, me aseaban. ¡Caramba si eracuriosa la buena mujer! Incluso me

limpió la boca, por dentro, con un dedogordísimo que por poco me ahoga. A sulado, y muy pendiente de mí, vi unamujer con cara redonda, algo achinada.Sí, hubiérase dicho una vieja china, congafas y todo. Los cristales de sus gafasaparecían salpicados de lágrimas, peroella sonreía. Muy poco después supeque era mi abuela materna; mi madre lallamó mamá.

—Mamá, ¿cómo está la niña?—Bien, hijita, bien.—¿Es bonita?—Preciosa.—¿Tiene de todo?—No le falta ningún trozo, hijita.

No te apures.Aquella madre de mi madre me

cayó bien porque hablaba en voz queday, a pesar de las salpicaduras de susgafas, me sonreía. En cuanto pudoliberarme de las manos de la comadreme tomó en sus brazos, me estrechócontra ella y pude escuchar los latidosde su corazón que parecía a punto deestallar. Murmuró algo así como «Vidamía», cosa que en aquel momento nocomprendí del todo, tan aturrullada mesentía.

Luego, la Buela, me puso en brazosde mi madre y la miré. Nos miramos.Hubiera querido pedirle perdón portanto trajín, pero eso no se hace. Losmayores esperan que los recién nacidoslloren; pero no que hablen. Eso lo sécomo tantas cosas que poco a poco uno

olvida. Quise a mi madre en cuanto lavi. Le hubiera echado los brazos alcuello y llenado de besos y caricias, lavi tan pálida... Me limité a estar quieta,sin cansarme de mirarla hasta que laBuela me tomó de nuevo en sus brazos,abrió la puerta de aquella habitación tanblanca y desangelada, y llamó a papá.

—Es una niña, Enrique. Una niñapreciosa.

Y como la Buela, sin encomendarsea Dios ni al diablo, me depositó enbrazos de mi padre, no tuve másremedio que mirarle.

—¿Una niña? —preguntó comoextrañado.

—Sí, una niña. ¡Cuidado! No laapretujes.

¡Qué torpe era el hombre! Tuvetanto miedo de que me dejara caer queme puse a llorar, esta vez a gusto. Y mipadre me pasó rápidamente a la Buela,de modo que no tuve tiempo de fijarmedemasiado en él; me pareció un hombrebien parecido, aunque algo viejo. Luegosupe que los cabellos canos no siempreson signo de vejez, que en la familia depapá blanquean muy pronto y eso da unaire distinguido. Me propuse gustar apapá que tenía muchos quebraderos decabeza y que, sigo creyéndolo, es muytorpe. Buena persona por lo demás yaque depositó un beso en mi frente, algoasí como si dijera: «Bueno, te perdono.Maldita la falta que hacías, pero ya estáhecho. No te esperábamos. Tu hermana

mayor tiene dieciocho años, los doschicos dieciséis y doce. Creíamos que lafamilia terminaba en nosotros y ahorahemos de contar contigo. En fin: no sehable más del asunto».

Me hubiera gustado volver un ratitoa los brazos de mi madre, pero no me

dejaron. Se me llevaron a una sala, muyespaciosa, llena de cunas con otrosrecién nacidos. Me pusieron boca abajo,de modo que todo mi panorama consistíaen la superficie lisa y blanca de unasábana. Estúpido. En cuanto me dejaronen paz me di la vuelta. Mis compañerosdormían en aquella absurda posición:boca abajo. Cuando entró la enfermera yme vio boca arriba pegó un grito:

—¡Se ha dado la vuelta! ¡Se hadado la vuelta!

Y la voz se corrió por la clínicacomo si darse la vuelta fuese algoextraordinario.

Poco después vi tres caras pegadasal cristal de la nursery, deduje que eran

mis hermanos. La mayor, Natacha, memiró sin el menor cariño, comodiciéndome:

—No te hagas ilusiones, niña.Siempre seré la mayor, el ojo derechode papá. Y tú pasarás por el tubo, comohan hecho tus hermanos.

Sostuve su mirada y a mi modo lecontesté:

—Eso está por ver, mandona.Y me fijé en Alberto, el de

dieciséis. Me miraba entre sorprendidoy contento. Más bien contento, sí. Vi quemovía los labios para decir algo aNatacha, pero no pude oír su voz; lanursery era insonora. Natacha seencogió de hombros y entonces Albertole dio un codazo. Me miró de nuevo y

me sonrió. Yo agité el brazo paradecirle «hola», pero en seguida me dicuenta de que aquello no se hacía y mefingí dormida. Sin embargo no cerré deltodo los ojos porque mi hermanopequeño, Quique, me contemplaba conuna sonrisa de oreja a oreja. ¡Caramba!¡Qué sonrisa tan buena! Hubiera queridodecirle: «Quique, te adoro. Estoycontenta de ser tu hermana», pero lomejor era hacer lo que se espera de unrecién nacido. Cerré los ojos y micorazón se llenó de alegría. El balanceera bueno. Tenía de mi lado a mamá, ala Buela Genoveva, que así se llama lamamá de mi mamá y a Quique. Papá erabuena persona, había de conquistarlopoco a poco. Alberto parecía

conciliante y en cuanto a Natacha...Bueno, aquellos ojos tan azules medaban un poco de miedo, pero quizáfuera cuestión de días, de que se hicieracargo de mi situación. Al fin y al cabo¿qué culpa tenía yo de haber nacido?

MI CASA

Mamá quería llamarme Sandra (nosé a santo de qué). La Buela queríaponerme Thaïs (tenía sus razones). Papádijo que lo correcto era darme elnombre de su madre (había muerto y sellamaba Rosa). Alberto afirmó que legustaban los nombres bíblicos: Noemí,Sófora, Sara, Ruth, Raquel... Quiqueopinó que debía llamarme Paola, porqueandaba enamoriscado de una compañerade clase que así se llamaba. Natacha novaciló: tenía que llamarme Genoveva,como la Buela. No es que a mí meimportara, pero sé que lo hizo con muy

mala uva. No se entendía con la Buela yaquel nombre le parecía horrible. LaBuela, quien tampoco lo encuentra a sugusto, se opuso.

—Natacha, ¡por Dios! Genovevano es un bonito nombre. Siempre lo hellevado a cuestas. Llamémosla Thaïs. Esel nombre que yo hubiera querido paramí y si hubiera tenido otra hija así lahabría llamado.

Me propuse aceptar el nombre quemamá decidiera. Al fin, en aquelpequeño plebiscito que se celebró en laclínica, al anochecer de un día deOtoño, se decidió mi nombre.

—Natacha tiene razón —dijo mamá—. Se llamará Genoveva. No haynombres bonitos o feos. Sólo las

personas los afean o embellecen.La Buela se levantó y besó a mi

madre.—Gracias —le dijo—. Y se quitó

las gafas para secárselas.Natacha se infló de contento. A sus

ojos ya me había desgraciado.Papá dijo que bueno.Alberto se encogió de hombros y

siguió emperrado en los nombres judíos.Quique se inclinó sobre mi cuna y

me susurró:—Veva. Vevita. No está mal.—Nada de diminutivos —saltó

Natacha—. Genoveva.Pero mamá, con su voz mansa que

resulta invencible, afirmó:—Veva es un bonito nombre.

No sabría describir la emoción queme produjo mi primera comida. Aunquebien pronto empecé con los biberones—mamá trabaja fuera de casa y laBuela, como es natural, no puede darmeel pecho—, la primera vez que meagarré al de mi madre creí volvermeloca de contento. Esas redondecestibias, siempre propicias, son el mejorinvento de la naturaleza. De ellas salíaun liquido en su punto, ni soso ni dulce,ni caliente ni frío. Riquísimo. Yo tirabacon fuerza mientras mamá me miraba. Y,por si fuera poco, me era dado escucharmi música preferida, el toe, toeaterciopelado de su corazón que, durantetantos meses, fue para mí el signo devida. Bebía sin freno hasta quedar

adormecida de gusto y, entonces, mamáme desprendía suavemente, melevantaba en sus brazos sosteniendo micabeza, y me daba unos golpecitos en laespalda para que eructase. Ese ruido tanfeo era esperado por mi madre como larecompensa, algo así como las graciaspor tan rico alimento, y yo no me hacíarogar. Expelía rotundamente el airetragado y mamá quedaba tranquila.También yo. Al principio quise hacermela fina y no eructaba, con lo queconseguía una desazón y un malestar delo más molestos. Cuanto más ruido, máscontentos estaban todos, menos Natacha,claro, quien decía ¡qué horror! como siella estuviera limpia de culpa, como sinunca hubiese mojado un pañal, ni hecho

ruidos prohibidos a los mayores ¡quécursi! como decía, aquellos primerosfestines —pronto suspendidos debido alas ocupaciones de mamá fuera de casa— quedan entre mis mejores recuerdos.Cuando mi madre empezaba adesabrocharse el camisón, o la blusa, yotemblaba de contento. En cuanto fuimayor, a los tres meses o así,palmoteaba de alegría. Golpeabacariñosamente aquellas generosasdespensas. Durante las horas deausencia de mamá debía conformarmecon los biberones, pero fuera de lashoras de trabajo mi madre prolongó milactancia casi cuatro meses. Y ¡cuánto selo agradecí! La verdad es que entre unacosa y otra me puse como un toro.

Pero dejando de lado esto, tanesencial, me parece interesante describirel ambiente de los míos. Mi casa. Ellugar donde me destinó aquella loteríade la que hablaba hace un rato.

No hace falta ser un lince parasaber si en una casa falta, o sobra,dinero. En la mía, lo que se dice sobrar,no sobra. Faltar, tampoco. Vamos justosa pesar del trabajo de mi padre y de mimadre, y de la pequeña pensión de laBuela. Los gastos son grandes mientrasla casa resulta pequeña para tanta gente.Tres dormitorios, cuarto de estar,comedor, cuarto de baño, cocina y uncuartito —en principio debía servir parala plancha o desahogo— que ocupa la

Buela. Hace algunos años Natacha y ellacompartían el mismo dormitorio, peroNatacha empezó a decir que ellanecesitaba espacio para estudiar y parasus cosas, de modo que la Buela fue aparar a aquella suerte de trastero queella acondicionó decorosamente con unarmario empotrado. Sólo queda espaciopara una cama pequeña, una mesita y unasilla. La Buela dice que es suficiente,que ella duerme poco y durante el día nole gusta tumbarse. La mayor parte deltiempo lo pasa en la cocina. Luego supeque no quería imponer su presencia a losdemás, que Natacha casi nunca lehablaba, que era normal que papá ymamá tuvieran cierta intimidad y,únicamente, cuando algún programa de

televisión le interesa, se sienta detrás detodos. Como es muy présbita no leimporta estar lejos de la pantalla. Por elmomento duermo en el dormitorio demis padres. Es lo normal.

—No sé dónde meteremos a Vevacuando se haga mayor —oí decir amamá hace algún tiempo—. Natachanecesita su habitación y en la de laBuela no cabe otra cama.

—La Buela no será eterna —contestó Natacha—. Cuando muera, lapequeña podrá dormir en el trastero.

Pensar que la Buela podía morirseme dio mucha pena y tuve ganas de decira Natacha: «Y tú puedes casarte.Aunque compadezco de antemano alcándido que cargue contigo».

Los dos chicos no decían nada.Ellos se entienden bien y, aunque eldormitorio no sea demasiado grande, nose quejan.

Mamá se quedó en casa quincedías; los recuerdo como los mejores demi vida. En cuanto me despertaba memetía en un baño con mucha espuma. Mehubiese gustado nadar un poco enaquella bañera que una vecina regaló amamá cuando yo nací, pero no lo hicepara no asustarla. Luego me envolvía enuna toalla tibia, me rebozaba en talco,me vestía y me daba el pecho. Miapetito, después de aquel trajín, eraferoz. Después volvía a dormir un buenrato. Por fortuna mamá pasó por alto lasrecomendaciones de la comadre de

ponerme boca abajo. En la clínica lointentaron varias veces hasta que pudevencer tanta machaconería. De modoque me dejaron en libertad de dormir ami aire y no por ello estoy jorobada.

Al cabo de quince días, mamávolvió a su trabajo y sólo la veía por lamañana, al mediodía y por la noche. Fuecuando la Buela empezó a darmebiberones. Eran buenos, lo confieso,pero nunca pude jugar con ellos como lohacía con los pechos de mi madre. Detodos modos disfruté de ellos hasta queun mal día aquellas fuentes dejaron demanar y yo, con harto dolor, tuve queconformarme con otros alimentos. Meolvidaba.— hubo una desgraciadaintentona de engañarme con un chupete,

para consolarme. Como si fuera tonta.Ni que decir tiene que escupí, al punto,tal sucedáneo.

La primera vez que me quedé encasa, sola con la Buela, me di cuenta demuchas cosas. Buela me hablaba sinpercatarse de que yo la comprendíaperfectamente. Dirigirme la palabra era,por su parte, una gran muestra deconsideración. Me hablaba de todo. Quese casó muy joven y tuvo dos hijosvarones que no viven en esta ciudad yque, poco a poco, se han despegado deella. Sólo le mandan unas líneas enNavidad y para su santo, y un regalito enmetálico no muy espléndido porquetienen su familia y los tiempos están

malos. Debe de ser verdad porque papátambién dice lo mismo: que la políticava fatal, que si la crisis, que si eldesempleo, que hay que tener pacienciay esperar que todo se arregle de unasanta vez. Mamá, por su parte, añadeque otros están peor, que por lo menos,en casa, todos estamos sanos y no sabecómo se arreglan los matrimonios conocho o más hijos. Pero lasconversaciones de la Buela son másdivertidas; por lo visto no le gusta lapolítica. La Buela me cuenta su vida,que ha sido muy accidentada. Se hacasado dos veces. Los dos hijosvarones, los que están lejos, son delprimer marido, el que murió en laguerra.

—Era un hombre guapo y bueno —me decía al mostrarme la fotografía deaquel primer marido.

Sí era guapo, sí. No sé si eramilitar o bien si la foto es de la guerra.Me inclino por lo último. ¡Caramba!,también es triste que un hombre mueraen la guerra, a los treinta y dos años quetenía, dejando viuda y dos hijos. LaBuela tuvo que triscar duro paraeducarlos.

—Eran toda mi vida —decía—,pero yo no supe, o no pude, resignarme.Total: al terminar la guerra encontré ami segundo marido, el padre de tumadre. No era tan guapo como elprimero, pero yo tenía menos tonteríasen la cabeza. Se casó conmigo y quiso a

los dos chicos como un padre. Cuandonació tu madre tuvimos unos añosfelices.

Me gustaba escuchar a la Buela ypensar que se había casado un par deveces a pesar de tener cara de china. Meenseñó la foto de su segundo marido. Lafoto de la boda. Y allí la vi de joven.Parecía una anamita o una filipina.Pequeñita, delgada y con los ojosrasgados. Ahora sigue igual de fina,pero se ha engordado de cara, ademásde cansársele la vista de tanto coser. Ensu mesilla de noche tiene las fotos desus dos hombres y me pregunto a cuálquiso más, pero esas no son cosas quese dicen así como así. «Cuando la Buelaesté preparada para la sorpresa que le

reservo —me dije— lo pasaremos muybien.» Porque me di cuenta de que, encierto modo, estaba muy sola. Cuando haterminado de preparar la comida coge elcesto de la ropa y pega aquí un botón,allí echa un zurcido, acá repasa undobladillo. No para la Buela y cuandolo hace es para atenderme. Debíadecidirme. Por el bien de la Buela teníaque demostrarle mi diligencia.«Seguramente —pensé— sabrá guardarel secreto porque de otro modo diránque chochea». Natacha lo insinuaba atodo momento. «La Buela está chocha.Vuelve a la infancia». La muy mema.Quizá Natacha tuvo una infancia alelada,pero la mía es distinta. Tengo lamemoria heredada de todos los míos y si

me entiendo con la Buela es por lasencilla razón de que me hago cargo demuchas cosas.

QUIERO QUE MEQUIERAN

«Lo mejor —pensé— es hacerlocomo quien no quiere la cosa, de unmodo natural.» En el cuarto de estartenemos una jaula con una pareja decanarios. Es un encanto oírles. ¡Quénotas! ¡Qué escalas! ¡Qué arpegios ygorgoritos! Un matrimonio ejemplar.Cuando la Buela limpia la jaula —hayque ver la de cacas que hacen losanimalitos—, les pone agua fresca,alpiste, mijo y galleta, se vuelven locosde agradecimiento. Le dan las gracias.También les pone un bañito y nunca se

baña el macho antes que la hembra. Lapájara mete las patas dentro del baño,ahueca las plumas, chapuza la cabecita yagita las alas entre mil salpicaduras,mientras el macho aguardapacientemente. En cuanto ella sale y sealisa pluma tras pluma con el pico, él secontenta con el poco de agua que le hadejado y se asea lo mejor que puede.Cada día lo mismo. Ella primero y éldespués. Si la Buela añade un poco deagua al baño, el canario se ofende. Noquiere poner en evidencia a la canaria.Todo un caballero. Pues bien, estábamosla Buela y yo en el cuarto de estar, en elque da un sol de gloria, cuando la pájaraempezó sus abluciones. Y luego él sedio un lavado de gato con el resto del

baño. Entonces yo dije a la Buela.—Es un marido ejemplar.Hice muy mal, ya lo sé, porque la

Buela me tenía en brazos y se llevó elconsiguiente susto. No me dejó caer pormilagro. Sacudió la cabeza como si mivoz hubiera sido un sueño, unpensamiento de ella dicho en voz alta, ytuve que repetirle:

—Sí, Buela. Digo que es un buenmarido. El pájaro. El canario.

Los ojillos achinados de la Buelase abrieron al máximo.

—Veva, chiquita, ¿qué dices?Tuve que repetirlo por tercera vez

y aquella fue la vencida.—¿Pero sabes hablar?—Naturalmente. ¿Qué tiene de

extraordinario?—Los bebés no hablan. No saben

hablar hasta... Bueno, algunos empiezana decir papá y mamá hacia los seismeses, creo, no recuerdo bien.

—Todos los bebés sabemos hablar,pero nos callamos para no asustar a losmayores. Y para que no abusen denosotros.

—¡Qué cosas dices, Veva!—Somos egoístas, Buela. Si no

hablamos, si no demostramos ningunahabilidad, los mayores están pendientesde nosotros, ¿comprendes?

—No muy bien, Veva, pero locierto es que hablas.

—Ponme en el suelo, Buela. Verásqué divertido.

La Buela, con infinitasprecauciones, como si yo fuera decristal, me depositó en el suelo.Entonces di unas volteretas, luegocorreteé a gatas por ser un ejercicio muysano que sirve para coordinar,finalmente me puse en pie y troté portoda la casa perseguida por mi Buela,quien iba pegando grititos entre asustaday maravillada.

—Ven aquí, Veva. Te creo, te creo,chiquita, pero ten cuidado.

Volví a su lado pegando brincos.Me levantó del suelo y me apretujó ensus brazos como para defenderme de mímisma. Yo me reí.

—Buela —le dije—. De esto, nipío. Pero me parece tonto que pases eldía cambiándome los empapadorescuando puedo hacer pis como todo elmundo. Me sientas en un orinalito yverás tú.

Desde el día aquel ahorré unmontón de empapadores y de ropas.Mamá se extrañó al ver la bolsa endonde se guarda todo lo que ensucio,casi vacía. Y la Buela mintió porprimera vez.

—La siento en el orinalito y hacepis tan ricamente. Es una niña muylimpia.

—¡Qué dices, mamá! ¿De verashace pis? Si no se moja lo suficientetendremos que ir al médico.

—Te aseguro que es verdad —afirmó la Buela—. La siento cada doshoras y no se ensucia.

—¡Qué raro! Déjame probar.Me quitó el montón de

empapadores que llevaba y me sentó enel orinal. Hice un pis como una casa ymi madre lo contempló como si fuera deoro.

—Es verdad —exclamó asombrada—. ¿Y lo otro?

—También. Cuando tiene ganas,claro.

—No la fuerces —recomendó a laBuela—. Podría desviársele la columnavertebral.

¡Qué pena no poder hablar con mi

madre! No era prudente. Por lo visto mishermanos se guardaron muy mucho dedecir esta boca es mía y se mojaronhasta muy crecidos. Así se ocupaban deellos. Y perdieron la memoria heredada,la que todos tenemos al nacer y vadesapareciendo en cuanto nos hacemosmayores. Aquella tontería del pis colmóde orgullo a mamá y lo pregonaba acuatro vientos. Si tenía algún día libre yme llevaba de compras con ella, en elcarrito, se llenaba la boca con aquellode que yo no me mojaba. Las gentes memiraban y ella se esponjaba como lapajarita en el baño. «¡Qué niña tanhermosa, Natalia!» —le decían lasamigas, las conocidas —yo tendríaentonces un mes o así —y ella,

inmediatamente, salía con lo del pis. Lasamigas no la creían. Por lo bajines sedecían unas a otras: «La pequeña letiene sorbido el seso. Tan desesperadacomo la vimos cuando nos anunció queesperaba un nuevo hijo y ahí la tienes,babeando de dicha. Y la abuela está máschocha que nunca».

Me da una rabia atroz cuando dicenque la Buela chochea. Yo sé que, por elcontrario, le está volviendo la memoriade las cosas importantes. Ahora quetengo confianza con ella pasamos unashoras la mar de divertidas. Y puedoayudarla. Pero aquello no fue más queun principio. A quien quería conquistarera a mi padre. Aún no sabía su puntoflaco. Tenía que averiguarlo. A los

hombres todo el asunto de pañales yetc., les deja fríos. Como ellos no han delavarlos...

Unos días después di un beso amamá. Pegué mi cara a la suya y apoyémis labios en su mejilla. Le di un beso,chis, con ruidito. Mamá se creyó que eraun pequeño eructo y me dio unaspalmaditas en la espalda. Yo me reí yella se rió conmigo.

—¡Ya se ríe! —dijo gritando—.¡Ya se ríe!

Por poco suelto una carcajada.—Mira, Enrique, ya se ríe. Ya me

conoce.Papá, que estaba escuchando

música, se levantó de mala gana parasaber si era verdad aquello de que me

reía. Estiré mi boca de oreja a oreja y elhombre pareció emocionado. Luego sefue en seguida y yo me puse a llorar.

—Calla, tontita —dijo mamá—.No llores. A papá le gusta mucho lamúsica. Es su mayor distracción.

Claro. ¿Cómo no darse cuenta deque a papá le gusta la música cuando loprimero que hace al llegar a casa esponer el tocadiscos? Y música buena, nocomo la que ponen mis hermanos que, aveces, parece música de locos. Papátiene un tocadiscos que pagó a plazos yse pone hecho un basilisco si se lotocan. Mozart es su preferido. Tambiénme gusta a mí, pero confieso que algunassonatas de Beethoven me hacen llorar de

sentimiento. Y otros. Le dije a la Buela:—Buela, cuando papá esté

escuchando música, ponme a su lado.—Le molestarás, Veva. Tu padre

escucha música como si estuviera enmisa.

—Tú me pones, Buela. Me portarébien.

Buela empezaba a hacerme caso, atener confianza en mí. Poco tiempodespués, mientras papá escuchaba LaFlauta Mágica, la Buela me tomó enbrazos y se sentó al lado de papá, cosaque nunca hace, por prudencia. Mamádaba en la cocina los últimos toques a lacena, y papá, sorprendido por aquelatrevimiento de la Buela, la miró comopreguntándole:

—¿A santo de qué estasnovelerías?

La Buela apoyó el índice en suslabios —los tiene fruncidos— y luego,con sus ojillos achinados y unmovimiento de cabeza, hizo que se fijaraen mí. Yo pensé: «Ahora o nunca».Entreabrí los ojos, como embelesada,sin chistar. Poco a poco dejé rodar pormis mejillas dos lagrimones. Y otrosdos. De sentimiento porque también a míme gusta la buena música. Papá no podíacreerlo. Finalmente echó una voz que mehizo tiritar de miedo.

—¡Natalia! ¡Natalia! Mira esto.Mamá vino corriendo, asustada,

pero al ver la cara de satisfacción depapá, preguntó:

—¿Qué ocurre?—Veva. Entiende la música. Fíjate

en esos lagrimones. No llora. Esemoción.

Y me tomó en sus brazos. Meretuvo hasta que terminó el disco. ¡Quéfelicidad! Al poco mamá dijo que erahora de cenar e iba a ponerme en lacuna. Papá me miró un buen rato y medio un beso distinto a los otros. Un besode verdad, no de compromiso. Meentraron ganas de devolvérselo, pero medije que no había llegado el momento.

BUELA Y DIOS

Empezaba a ser mayor, como dosmeses o así, cuando me enteré de queiban a bautizarme. Antes se hacía a lospocos días del nacimiento —esocomentó la Buela—, pero ahora hay queesperar. El párroco reúne un montón demadres con sus respectivos hijos y asíse ahorra mucho trabajo.

Buela se pasó la tarde del díaanterior planchando mi vestido; fue elmismo que ella llevó en semejanteocasión, lleno de lorcitas y puntillas,larguísimo. Debajo del vestido unaespecie de refajo con puntillas también.

Y un gorrito. Todo bien almidonado yrizado. Cuando me vistieron me sentíalgo incómoda, pero Buela no cabía ensu pellejo. Natacha me miró de esemodo que tiene de mirar tan pocoamistoso.

—Parece una escarola —comentó.Alberto soltó una carcajada. Casi

siempre se ríe de lo que dice Natacha.Papá sonrió. Quique me tomó la mano yme hizo cosquillas en la palma con lapunta de su índice, cosa que agradecí.Mamá me tomó en brazos después deenvolverme en una gran toquilla de lana;estábamos a principios de diciembre yhacía un frío pelón. La parroquia cae ados pasos de modo que fuimos a pie:papá, mamá, Buela, Quique y yo. Quique

iba a ser mi padrino y la Buela mimadrina. Ella dijo que era demasiadovieja pero yo le había pedido queaceptara. Quique era muy joven encontrapartida.

En la iglesia hubo concierto deberridos. Y el cura parecía muyapresurado; tanto llanto le ponía, sinduda, algo nervioso. Buela me quitó elgorrito de encajes cuando me llegó elturno. ¡Qué agua más helada la de lapila! Me dejó sin resuello y comprendílos llantos de mis compañeros. Meimpusieron tres nombres: Genoveva(por Buela), Rosa (por la otra Buela) yBruna por ser San Bruno el día de minacimiento. Creo que salí bien librada.Esto fue un sábado por la tarde y luego

volvimos a casa. Natacha y Alberto sehabían ido al cine. La Buela sirvió unascopas de jerez a los demás y a mí medio a lamer una cucharilla con una gotade aquella bebida que no me gustó enabsoluto. Se brindó por mi salud y largavida.

Los sábados por la tarde y losdomingos son días estupendos: papá ymamá están en casa. Los demás días dela semana se levantan muy temprano ycada cual tira por su lado. Pero losdomingos mis padres se quedan en camahasta más de las nueve, para descansarde los madrugones cotidianos. Mi sueñoes ligero y me gusta mirar cómoduermen mis padres. Muy juntos, en lacama de matrimonio. Son igual que lapareja de canarios. Casi igual, quierodecir. Porque los canarios, cuandoempiezan a tener sueño, se esponjan,parecen dos borlas de pluma, ponen elpico bajo el ala y se pegan el uno alotro. El macho es más dormilón que la

hembra. Ella se despierta al menorruido, mientras él sigue roque. A papá ymamá les sucede lo mismo. No seesponjan, claro, porque no tienenplumas, ni esconden la cabeza bajo elala porque tampoco tienen alas, peroduermen el uno contra el otro y yo no mecanso de mirarles. De aquel sueño brotami seguridad. Soy egoísta, ya lo sé, perome gusta sentirme protegida y la uniónde mis padres me protege; eso debe deser amor. En las mañanas del domingo,mientras ellos duermen, yo les miro. Yprocuro no despertarles. Pero si tengohambre y me pongo a llorar, que es lopropio, mi madre se aúpa y me acariciala cabeza con su mano tibia.

—Chisst. No llores. Papá duerme.

Lloro un poco más fuerte para queella me tome en brazos y me meta conellos en la cama grande. Allí se estácomo en los cielos, Al cabo del rato,aunque ya no llore, se despierta papá yme pone entre ellos dos. Los dos meabrazan. Somos un abrazo.

Empiezan a hablar de mí y yo lesescucho. Dicen una serie de disparates,todos agradables: que es una suerte quehaya nacido, que la casa se estabaponiendo muy aburrida, que qué ojitostan lindos tengo «algo achinados, comola Buela» —dice papá refiriéndose a lamadre de mamá—. «Pero también separece a ti —dice mamá—. Tiene tubarbilla y se le está rizando el pelo».Papá me mira detenidamente. He

perdido el mechón negro y lacio, y meestá saliendo una pelusa del color de lascastañas. «Pobrecita —dice papá riendo—. Tendrá canas a los veinticinco añosigual que yo.» «Te empezaron a salir alos treinta y cinco» —corrige mamá.«Lo mismo da. Treinta y cinco. ¿Cuántosaños tendré cuando Veva cumpla treintay cinco?» Mamá cuenta: «Setenta ysiete» —dice después de una rápidasuma. «Estaré hecho un yayo» —dicepapá. «Serás un yayo mucho antes deeso.»

(Hablaban a menudo de Natacha,de su posible boda. «Cualquier día senos casa Natacha» —decía mamá.«¿Casarse? ¿Acaso?...» «No, hombre,

no. Pero un día u otro se enamorara y secasará, ¿no crees?» A mí me hubieraencantado que Natacha se casara, peroincluso los papas lo veían como algoremoto).

Al fin mamá se levanta.—Hace rato que oigo trastear a

Buela —dice como excusándose.Trabaja demasiado desde que nacióVeva.

—Yo creo que le gusta. Parece másdespejada que antes.

—Se siente menos sola.—Tu madre nunca se ha quejado de

soledad —dice papá algo picado—. Notendría razón. Está con nosotros.

—Sí. Está con nosotros —contestamamá. Y repite: Está con nosotros.

Yo sé lo que mamá ha queridodecir y papá también lo sabe, pero aveces los hombres también esconden lacabeza bajo el ala, como los pájaros.

Poco más o menos estas son lasconversaciones de mis padres desde queyo recuerde. Hay que ver lo que serepiten los mayores.

Los domingos por la mañana, Buelase levanta más temprano que decostumbre. Se viste y va a la pasteleríapara comprar croissants y ensaimadasrellenas con cabello de ángel. Preparaun café bien fuerte y pone la mesa paratodos. Cuando mamá se levanta ella yase ha desayunado. Parece que eldomingo, mamá, tiene más tiempo para

Buela.—Mamá, ¿por qué te levantas tan

temprano? Trabajas demasiado —ledice.

Y hasta tiene tiempo de darle dosbesos y asegurarle que sin ella todo iríamanga por hombro, pero que le prohíbetrabajar tanto, que ella tiene tiempo parahacer aquellas cosas...

Yo sé que Buela está esperando eldomingo para ver a mis padresdesayunarse juntos y sentados a la mesa;los otros días lo hacen en la cocina y enun vuelo. El olor del café con leche y delos croissants es delicioso. Yo mequedo con la Buela, en la cocinamientras los papas se desayunan.Quique, a menudo, lo hace con ellos.

Alberto llega cuando casi han terminadoy Natacha es siempre la última. Sesienta a la mesa desgreñada, bostezando,con la bata tirada sobre los hombros.Buela no dice ni pío, pero aquello no legusta nada. A ella nunca la he visto enbata. Bueno, sí, una noche que no pudedormir y vino al dormitorio de lospapas, a buscarme. Pero fue algoimprevisto. Tuve una horrible pesadillay me desperté gritando. Soñé... quemamá... se nos iba... para... SIEMPRE.No quiero recordarlo.

Mientras los demás se desayunan yse visten, Buela va a misa. Natachadecía que Buela era una carca. Lo decíapara fastidiar porque Buela es

demasiado comprensiva para ser carca.Va a misa para rezar por sus dosmaridos, por todos nosotros y por losdemás, aunque no les conozca. Dice queallí, en la Comunidad, se siente feliz. Lapura verdad es que Buela no necesitaríair a misa para rezar porque yo veo quereza, a veces, en casa, cuando me creedormida. Un día, refiriéndose al Credo,comentó muy apurada:

—Esperamos la resurrección delos muertos, Veva, y este pensamiento esmuy consolador, pero ¿cómo me lasarreglaré yo con dos maridos? Los doseran bastante celosos.

No supe cómo tranquilizarla ypreferí cambiar de conversación. Lepregunté si alguna vez había visto a Dios

y me dijo que no, que nadie ha visto aDios, pero que si en alguna ocasiónhabía tenido dudas sobre Su existencia,yo las había disipado. Me dejóboquiabierta. ¿Yo? ¿Yo? ¿Qué habíahecho yo para que la Buela creyeratotalmente en Dios? ¿Quién era Dios? Laverdad es que aún no lo comprendo deltodo. Ella me dijo:

—Dios es un padre.—¿Y por qué no una madre, Buela?

Las madres se ocupan más de suspequeños que los padres. Yo creo quemamá es Dios.

Se sonrió enseñando unos dientesmuy igualitos y blancos.

—Te comprendo, Veva. Y Diostambién te comprende. Por el momento

tu madre es Dios, pero si un día...La pesadilla. El sueño horrible que

no quiero recordar. Tampoco la Buelase atrevía a decirme la verdad. Me ladijo de forma velada, mintiendo unpoco; así hacen los mayores.

—Dios es... SIEMPRE, Veva.¿Comprendes?

—Sí —dije—. Y me eché a llorar.Buela me estrechó entre sus brazos.

Quiso hacer ver que sonreía.—Te he mentido al decir que no he

visto a Dios. Te he mentido... a medias.El día que naciste, tan hermosa, tan llenade vida, vi la mano de Dios. Sólo lamano, no creas. Es mucho.

HAY QUEAYUDAR UNPOCO

¡El trabajo que da una casa! Mamáno para y Buela tampoco. Papá, cuandollega, escucha música, lee o mira la tele.Natacha no da golpe con la excusa deque está terminando el COU (tendría quedecir «no daba golpe» porque las cosashan cambiado, pero ha sido todo tanrepentino que aún estamos algoaturdidos). Alberto y Quique lo únicoque hacen es limpiarse los zapatos, esosí, porque papá también lo hace y dice

que es trabajo de hombres. Mamá —quetrabaja como un hombre —hace lacompra, la colada, la plancha y tambiénsu dormitorio. La Buela hace el resto:limpieza de la casa y la cocina. Losplatos los lavan entre la Buela y mamá;es como si los otros fueran paralíticos.

Los sábados por la tarde, mamáhacía colada tras colada; ¡suerte delavadora! Buela le había pedido milveces que le enseñara a manejarla ymamá se lo había explicado otras tantas,pero la Buela no congenia con lamecánica. A mí me daba mucha rabiaque Natacha no arrimara el hombro ytambién que Buela no comprendiera unmecanismo tan fácil como el de la

lavadora. De modo que presté muchaatención a los manejos de mamá, me fijéen los programas y tal día como unviernes, dije a la Buela:

—Vamos a hacer la colada.Empezaremos por la ropa blanca.

—Veva, no hagas disparates. Esamáquina es diabólica.

—No, Buela. Tú haz lo que yo tediga y verás. Luego tenderemos lasropas en las cuerdas que dan al patio ymamá se llevará la gran sorpresa. Asípodrá descansar los sábados por latarde.

En cuanto se fueron todos de casa,me bajé del capacho —por cierto: meestaba quedando pequeño y no podía nimoverme— y dije a Buela que prestara

atención. Fue de maravilla. Por lanoche, mamá no podía creer lo que veía.

—Pero mamá —riño a la Buela—.¿Por qué has hecho esto?

—Hijita, la verdad: essencillísimo. No tiene misterio. Di que,hasta ahora, no presté atención.

Lo malo fue que de tanto trajinar, irde aquí allá con las sábanas, las toallasy el resto, mis botitas de punto quedarondestrozadas. Ni la Buela ni yo nos dimoscuenta. Al tomarme en brazos paradarme el pecho, mamá se quedó muymosca.

—¿Qué ha ocurrido con Veva? —preguntó—. Tiene las botitas sucísimasy rotas.

—Se pasa el día pedaleando en elcapacho— mintió Buela—. Creo que sele ha quedado pequeño. Es una niña muyrobusta y, a su modo, hace ejercicio.

—¿Ejercicio? —repitió mamá—.Parece que haya hecho una carrera a pie.

—Estas prendas de fibra no valenun pito —suavizó la Buela—. Yo letejeré unas de lana y verás cómo leduran.

Buela me tejió unas botitas de lanay les cosió, además, una suela de antesintético para reforzarlas, pero no se lasenseñó a nadie. Me las ponía en cuantonos quedábamos solas, limpiando lacasa, las verduras o los canarios. Ella seencarga de quitarles las cacas y yo lespongo el agua de los bebederos y del

baño. Del alpiste y del mijo también meencargo yo. Y de la galleta. Y ademásme gusta meter la mano por la portezuelade la jaula y atrapar uno de los pajaritospara acariciarlo. Al principio seasustaron mucho. Ahora ya no tanto. Elmacho es más fácil de atrapar que lahembra. Cuando lo tengo en la mano,todo él se convierte en un corazón.Tiene miedo. Poco a poco se calma,trata de picarme la mano y me amenazacon el pico abierto. Si tuviese dientesme los enseñaría. Incluso hace un ruidocon la garganta, así como: gee, gee, yuna vez libre se atusa las plumas, está unbuen rato componiéndose. Quiquetambién lo atrapa y mamá le regaña.Dice que cualquier día de estos el

canario se escapará y ella tendrá un grandisgusto. Cuando mamá no está en casay, por casualidad, estamos Buela,Quique y yo, me entran tentaciones dehablar con mi hermano pequeño yexplicárselo todo. Quique atrapa elcanario, se me acerca y coge mi manopara que lo acaricie.

—Mira, Veva. Mira qué rico es.Incluso lo acerca a mi mejilla para

que me dé un beso, pero el pájarointenta picarme y emite su gee, gee, quedebe de ser su mal genio. Quique es unsol, hace tiempo, con sus economías, mecompró un sonajero. Cinco campanitasde plástico que volaron por los aires encuanto les di un porrazo contra la pared.No lo hice expresamente, pero como el

capacho quedaba justo al lado de lapared, di un manotazo con tan malafortuna que escacharré el sonajero a losdos minutos.

—Esta niña es muy bruta —dijoQuique riendo.

Aunque me llame bruta yo sé queen él no hay malicia. Luego contará a susamigos que soy tan fortachona quedestrozo botitas y sonajeros. Sus amigosdeben estar de mis gracias hasta el coco.Y además no deben creerlo, seguro.

Cuando vi las campanillas por elsuelo me eché a llorar y Quique seapresuró a tomarme en brazos paraconsolarme.

—Una brutita, Veva. Eres unabrutita. Una destrozona.

Y apretó su mejilla contra la mía yyo le di un beso con ruido, y Quique nose extrañó porque no sabía que losbebés no besan. Me lo devolvió y yo,muy bajito, le dije:

—Quique, te adoro.Quique me oyó, pero no quiso

creerlo. Llamó, voceando, a Buela.—¡Buela! ¡Buela! ¿A qué edad

empiezan a hablar los niños?Buela vino corriendo y se hizo la

loca. Contestó que dependía, que unoshablaban antes y otros después, pero queella, que pasaba todo el santo díaconmigo, nunca me había oído hablar.

—Pues me ha dicho: «Quique, teadoro».

—A veces —dijo la Buela— uno

cree oír lo que desea. La chiquita tequiere, no hay más que ver lo contentaque se pone en cuanto la coges.

—Soy su padrino —comentóQuique más hueco que un pavo.

—¡Ya lo creo! Los niños tienencosas muy raras, Quique. Lo mejor es nodarles importancia.

—Me gustaría hablar con ella.¡Caramba si me gustaría!

Estuve a punto de decirle:«Háblame, Quique, por favor».

Pero al ver los ojos de la Buela mecallé. «Si hablara a Quique —pensé—,Buela, tendría celos. Está deseandoquedarse a solas conmigo para contarmede sus dos maridos y de lo buena que esmamá».

Buela habla bien de todos, esa es laverdad. Cuando termina de elogiar amamá dice acto seguido:

—Y tu padre también es bueno, nocreas. En el fondo yo aquí soy unestorbo y nunca se ha quejado.

—¿Y Alberto es bueno?—Alberto también es bueno, Veva,

y Quique es un ángel.

—Eso sí. ¿Y Natacha? —lepregunté.

Natacha hacía sufrir a Buela.Apenas si le dirigía la palabra y, cuandole decía algo, siempre era desagradable.

«Se te ha escapado la mano en lasal, Buela —esto antes de haberprobado la comida—. ¿Aún no me hascosido el tirante? Tendrás que cambiarla cremallera de mis tejanos, yo no tengotiempo...»

—Hemos de rezar por Natacha —decía la Buela— me da mucha pena.

—¿Pena esa mandona? A míninguna. En tu lugar no cosería suscremalleras, ni sus tirantes, ni learreglaría la habitación. Siempre hayque ir detrás de ella recogiendo cosas.

—Me da pena Natacha —decía laBuela—. Es egoísta. Un día, cuando seavieja, estará sola.

—Bien merecido.—¡Veva!No le gustan a la Buela esta clase

de conversaciones. Refiriéndose aNatalia solía comentar:

—Quizás un día encuentre unhombre bueno que la vuelva del revés,como un calcetín.

—Mejor un hombre bravo que ledé un buen palo. Natacha no nos quiere,Buela.

ROBAR UNPÁJARO

No nos quería, esa era la puraverdad. A veces se arrimaba a micapacho para mirarme. Pero no con losojos de los demás. Me hacía muecas. Seponía los índices en las sienes, como sifueran cuernos, o bien me daba pellizcospara hacerme llorar. Y me decía que erafea, que me parecía a la Buela y cuandofuera mayor nadie me querría. Yocallaba, limitándome a no llorar —eralo que pretendía— aguantándome parano decirle:

«Buela se casó dos veces, de modo

que no me importa parecerme a ella.Veremos quién carga contigo,majadera».

Me compraron una cama de metal,con barrotes. Por un lado era máscómoda, por otro resultaba difícil salirde aquella especie de jaula. «Veré loque puedo hacer» —me dije. Descubríque uno de los barrotes bailaba un poco;en cuanto tuviera un momento trataría desacarlo del todo, así podría deslizarmeal suelo por el hueco. Por otra parte,podía asomarme a la baranda como a unbalcón y mirar a los papas cuandoduermen. Son mis dos pajaritos. Cuandopienso en ellos...

La Buela los pone a la ventana,

cuando hace sol que es casi siempre. Laventana da al jardín público en donde laBuela me pasea y los canarios se ponenlocos de contento porque oyen los píosde los pájaros en libertad. Pues bien,como la ventana es bastante baja, hacealgún tiempo, mientras la Buela pelabapatatas en la cocina, oí que los canariosgritaban mucho. Como asustados. Llaméa Buela, pero no me oyó. Entonces hiceun esfuerzo y conseguí arrancar elbarrote de la cama. Me deslicé al sueloy fui corriendo a la ventana del cuartode estar, que es la de los canarios, y viun palo, muy largo, rematado por ungancho, que intentaba prenderse a losbarrotes de la jaula. Fui corriendo a lacocina para avisar a la Buela que iban a

robarnos los pájaros y Buela se levantóde la silla como un cohete. Cuandollegamos al cuarto de estar la jaulahabía desaparecido. Buela se asomó a laventana y vio a dos gamberros que huíancon la jaula. Les gritó, les dijo de todo,alertó a las gentes, pero las gentes selimitaron a miramos y encogerse dehombros. Lloramos las dos, abrazadas, yla Buela dijo que robar un pájaro era uncrimen, que seguramente los venderíanen la Alameda por cuatro cuartos, parasus vicios. La Buela terminó de llorar,pero le quedaron los ojos escocidos. Yono pude parar. Lloré toda la mañana ycuando vinieron los demás, a la hora delalmuerzo, seguía llorando. Buela contólo de los canarios y dijo que yo lloraba

por ellos, pero ni papá ni mamá lacreyeron. Según ellos yo era demasiadopequeña para darme cuenta de lo querepresentaba la pérdida de un canario.Total: yo debía de tener algo y lo mejorera avisar al médico. Tenemos unvecino que es médico de niños y aquien, por el momento, yo no conocía yaque nunca había estado enferma. Elmédico preguntó cuánto tiempo tenía ymamá contestó que iba a cumplir tresmeses. Mandó que me quitaran lasbragas— mamá suprimió losempapadores— y me tocó el vientre.Tenía los dedos helados, aquel tío, ypegué un aullido de sorpresa. El hombremeneó la cabeza y dijo que,seguramente, eran gases lo que tenía, y

volvió a hundirme los dedos en elvientre como si le gustara. Yo seguíallorando.

—Casi nunca llora —afirmaronmis padres.

Los dos parecían muy preocupados.Papá quizá más que mamá. Papá estabarealmente asustado y me tomó en brazos,y me besó la cabeza diciéndome cosasmuy bonitas, pero yo sufría por loscanarios y no podía callar.

El médico extendió una receta yrecomendó de nuevo que me hicieraneructar después de las comidas, que losgases eran muy dolorosos, pero que, porotra parte me veía muy sana y muydesarrollada.

Mira que... Lo que me dolía de

veras era el corazón. Se me puso allícomo una piedra; apenas si me dejabarespirar. Pero la única que mecomprendió fue la Buela, porque conella podía explicarme. Mamá afirmó queiría con más cuidado porque,efectivamente, yo tragaba demasiadoaprisa. Papá dijo que volvería a casamuy puntual aquella tarde, y telefonearíadesde la oficina para ver cómo meencontraba. Que si seguía llorandohabría de pensar en algo distinto,llamaría á otro médico, o me llevarían auna clínica. Todo se reducía a hablar demi vientre; de mi pena ni una palabra.Cuando me quedé sola con la Buela, ellasupo razonarme.

—No pueden comprender que es

por los pájaros. Lo mejor es serenarte.Es tu primer dolor, vida mía. Tendrásotros.

—¿Y los pájaros, Buela? ¿Dóndeestán?

Buela no sabe mentir, pero lointentó.

—Seguro que los ha compradoalguien bondadoso. Quizá los hanvendido a una pajarería.

—Pero ellos nos querían. Nosconocían. Eran algo de esta casa. A sumodo también estarán llorando.

Buela soltó más lágrimas.—Robar un pájaro debe de ser un

pecado horrible —dijo al fin.Ni siquiera los paseos cotidianos

consiguieron hacerme olvidar los

canarios. Si no llueve, Buela se apresuraen el trabajo de la casa y me saca apaseo; tenemos el jardín a dos pasos. Enaquellos meses de frío, me abrigababien dentro del cochecito y dábamosvueltas y más vueltas alrededor delestanque de nenúfares. Había cientos depalomas en el jardín, bastantedescaradas por cierto. Los niñosmayores les daban arvejas y ellas iban acomerlas de sus manos, sin ningúntemor. Cuando alzaban el vuelo lohacían todas a una y sólo se oía unfurioso batir de alas. Flap, flap, flap semarchaban de pronto y luego volvían apasearse y a comer lo que les daban. Amí me hubiera gustado que la Buela sesentara un rato y ver de encontrar un

bebé de mi tiempo para charlar denuestras cosas, pero quiá. Aún ahora laBuela no quiere que hable y por otraparte dice que ha de hacer ejercicio paraque no se le mustien las piernas. En esole doy la razón. Hay que ver lo ágil queestá Buela para su edad. Va y viene porla casa, ligera como una corza; por lacalle parece que la persigan. Me gustanlos columpios y el tobogán en dondejuegan los chicos mayores que ya tienentres o cuatro años. Y también la pista depatinar. No debe de ser difícildeslizarse con patines de ruedas, peroclaro, por el momento, imposible. Nohay patines a mi medida.

La Buela y yo siempre estamosjuntas, parecemos siamesas. Sale de

casa en contadas ocasiones: losdomingos, para ir a misa; cuando algunade sus amigas está enferma, o bien paraasistir a algún funeral. Ni siquiera va alpeluquero. Lleva el pelo recogido en loalto de la cabeza y ella misma se lorecorta cuando es necesario, y se loarregla. Le gusta lavarse la cabeza amenudo, y yo, encaramada en untaburete, se lo aclaro. No tenemostiempo de aburrirnos. La mañana se nospasa en un vuelo y lo mismo la tarde.Quique llega a las cinco y media.Alberto a las siete (Natacha llegaba alas ocho), y poco después los papas.Mamá se sienta un momento —antespara darme el pecho, ahora parahacerme mimos y decirme cosas bonitas

— y está pendiente de mí. Me gustaríahablar con ella, pero he de callarmeporque siempre ha sido así: los niños nodeben hablar. Bastante suerte he tenidocon la Buela. La conversación de mamáno dura mucho rato porque hay quepreparar la cena, pero papá se haacostumbrado a escuchar sus discos enmi compañía. Me acomodo en susbrazos, contra su grueso jersey de lana,y sin decirnos ni una palabra noscomprendemos. De vez en cuanto memira, me hace un gesto de complicidad yasí hasta que llega la hora de acostarme.

Pasó el Otoño, llegaron lasNavidades. Mamá adornó la casa conacebo, abeto y muérdago, que dicen trae

suerte. Para todo lo que sean plantas yflores mamá es algo especial. Tienegracia en las manos. La Buela se veíacontenta porque recibió cartas de losdos hijos que no viven en la ciudad. Leincluyeron también, un talón, unaspesetillas que hicieron afirmar a laBuela que sus hijos eran buenos ygenerosos. La víspera de Navidad sellenó la casa de aromas muy ricos.Lamenté ser demasiado pequeña y nopoder probar las suculencias que mamáy la Buela prepararon. Sin embargoencontré la leche de mamá distinta, másrica que nunca. Fue un día feliz, lomismo el del Año Nuevo. Lo único queeché de menos fue la compañía de loscanarios. Se lo dije a Buela.

—¿Cómo habrán celebrado estasfiestas los pájaros, Buela? Aquíhubieran tenido algún extraordinario:una hoja de lechuga, un trozo demanzana, un huevo duro bien picadito.No consigo olvidarme de ellos.

Buela se hizo la desentendida,estábamos en vísperas de Reyes y vi quecuchicheaba con mamá. No pudeenterarme de lo que se decían hasta quemamá alzó la voz, como enfadada:

—No. No. Tenías ilusión por unabrigo nuevo. Dijiste que con los dostalones de mis hermanos te locomprarías ¿y ahora sales con esas?

Me extrañó el tono de mamá. Era,al tiempo, autoritario y cariñoso.

—No hagas ese disparate, mamá —

decía mi madre a la suya—. Te aseguroque Veva ya no se acuerda.

—Eso lo dices tú —contestó laBuela enfurruñada—. Voy a salir abuscarlos. Los he encargado porteléfono. Ocúpate de Veva un momento.

Buela se compuso. Se abrigó bienporque el tiempo era de nieve y mamámeneó la cabeza. Al despedirla en lapuerta aún pude oír:

—Eres más terca que una mula,mamá. Cuidado no resbales. Y coge untaxi.

La Buela tardó muchísimo enregresar. Llegó a casa cuando todoshabían cenado y con una sonrisa deoreja a oreja.

Me cogió en brazos y me dio

docenas de besos. Hacía días que no laveía tan contenta. Y mamá tambiénsonreía de un modo especial.

A pesar de mis esfuerzos sólo pudepescar una frase. Mamá preguntó algo envoz bajísima y Buela contestó entredientes: «La portera los guardará hastamañana». Seguramente era una sorpresaque preparaban las dos para papá,porque la Buela y mamá siempre seconfabulan cuando se trata de papá.

SORPRESAS

El día de Reyes, por lo visto, todoel mundo madruga a pesar de ser fiesta.Papá y mamá saltaron de la cama y sepusieron las batas. Natacha, Alberto yQuique hicieron lo mismo. La Buela ibaya de punta en blanco porque no le gustaque la vean desaseada. Dice que lasjóvenes han de componerse para gustar ylas viejas para no disgustar. Mientrasmamá me daba el pecho (Natacha,Alberto y Quique le metían prisas y ellacontestaba que debía ir despacio por lode los gases), ellos se paseabannerviosamente por el pasillo. Papá

montaba guardia frente a la puerta delcuarto de estar, como si allí guardase untesoro.

Yo, chupa que te chupa, estabadeseando terminar mi desayuno y ver loque ocurría en casa. También mamáparecía algo impaciente y cuando vioque soltaba el pecho no se hizo rogar. Selo colocó en su sitio y me mantuvo bientiesa. Hice un ruido espantoso y mamásonrió feliz.

—Ya estamos —gritó a los demás.Papá abrió la puerta del cuarto de

estar y dijo:—Mamá la primera.Como yo iba en brazos de mamá,

fuimos las primeras en ver la sorpresa:una jaula idéntica a la que nos robaron y

dentro de ella una pareja de canarios.Pasé de los brazos de mamá a los

de la Buela, quien dijo fingiendo gransorpresa:

—¡Qué alegría! Los Reyes hanencontrado los pajaritos y te los handevuelto.

Me callé. La mentira de Buela mellenó los ojos de lágrimas. Aquellos noeran nuestros canarios. Los nuestrostenían un bonito color rojizo y losnuevos tiran a verdosos. La Buela, queme conocía de sobras y adivinaba lo queestaba pensando añadió:

—Tienen mal color, pobrecillos. Ono les ha tocado el sol o bien no les handado la galleta apropiada. Dentro deunas semanas se recobrarán.

Me ovillé en el resto de pechos quetiene la Buela y sonreí. Sus mentiraseran buenas. Luego miré los pajaritos ymanoteé. Uno de ellos cantó un poco.

—Han de acostumbrarse de nuevo—dijo mamá—. En cuanto se ambientencantarán como antes. ¡Qué listos hansido los Reyes! ¡Pero qué listos!

Entonces papá me tomó en brazos yrepitió: «!Qué listos son los Reyes!

Fíjate, Veva, me han traído un billetero,el mío estaba indecente. Anda ¡y undisco! Y a mamá le han dejado un bolsoy un pañuelo de seda...» Alberto andabacomo loco con un chaquetón de paño yuna guitarra. Natacha se probaba unjersey y unos pantalones. Quique teníaun mecano y tres libros de cuentos,además de unas botas de fútbol. LaBuela desplegó un chal esponjoso, colormalva y me enseñó, también, un frascode colonia. Además de los canarios a míme habían dejado una muñeca y un osode peluche.

Agarré inmediatamente el oso.Todos éramos felices y los pájaros

empezaron a cantar de tanta bulla comoarmábamos. Quizá fuera cierto lo del

color de los pajaritos. Quizá los Reyesadivinaban y lo podían todo menosreavivar los colores.

Cuando me quedé a solas con laBuela, no pude aguantarme y lepregunté:

—¿Es verdad lo de los Reyes,Buela? No habrás sido tú la de lospájaros.

—¡Veva! ¡Qué herejías son esas!Claro que lo de los Reyes es verdad. Yuna bonita verdad por si fuera poco.Pero mucho ojo. A los niños malpensados los Reyes no les dejan nada.

Me doy cuenta de que hablo más dela Buela que de mamá. Es normal. Mamáes la fiesta, el extraordinario; la Buela

es lo corriente. Mamá es la sorpresa, lapuerta que se abre, el postre deldomingo. La Buela son los biberones,las cacas de los canarios, los paseos porel jardín. Mamá es la piel suave, losojos con estrellitas, los labios tiernos.La Buela es las mejillas fofas, los labiosarrugaditos, los ojos a través de loscristales. Papá es la voz pausada, elcalor de un grueso jersey, el butacón deoír música. Natacha... Bueno, Natachaes muy guapa, de acuerdo, pero hastahace poco no le encontraba ningunagracia. La Buela insistía en que debíaquererla, pero eso del querer o noquerer, creo yo, es algo así como laelectricidad. Entre Natacha y yo nohabía corriente. Alberto es distinto. A

medida que me hago mayor se interesapor mí. A veces dice:

—La chiquita será atractiva.Tendrá un algo. Y desde luego es lista.Las hermanas pequeñas de mis amigosse caen de tontas.

Confieso que soy muy sensible alos halagos. Quique siempre ha sidogeneroso en este aspecto. Quiquesiempre me ha dado conversación y sinesperar respuesta. Me habla de Paola,de mamá, de la Buela y de lo mucho quele gusta el fútbol. Me dice que en cuantosea mayor, me llevará a ver un partido.Él es del Barça y me está mentalizando.

—Tú has de ser del Barça, comoyo y como la Buela.

Aquel día no pude aguantarme.

Olvidé que Buela me tenía prohibidohablar, para no asustar a los mayores, ypregunté sorprendida a Quique.

—¿De veras que la Buela es delBarça?

—Claro. El Barça, en la época dela Buela, se llevaba todas las copas.

Y de pronto se quedó callado. Memiró como si viera un fantasma y tragósaliva.

—¡Pero si está hablando! —dijo alfin. Y llamó a gritos a la Buela.

—¡Buela! ¡Buela! Veva habla.La Buela vino corriendo. Nos miró

a los dos severamente.—Veva no habla —dijo a Quique

—. Lo que ocurre es que tú oyes lo quedeseas escuchar.

—Déjate de cuentos, Buela. Meacaba de preguntar si de veras eres delBarça.

La Buela se tapó la boca con lamano y suspiró:

—¡Santo Dios!Yo me encogí de hombros y traté

de consolarla.—Ya no tiene remedio, Buela. Lo

mejor será decírselo todo con unacondición.

—Acepto. Acepto —contestóQuique entusiasmado—. ¿Qué ocurre?

—Pues eso. Que hablo... y otrascosas. Pero no hay que decirlo a losotros. Para empezar no te creerían yademás se asustarían mucho.

—Eso sí. Me he llevado un susto

morrocotudo.—¿Lo ves? Y eso que tú eres

todavía un niño. ¿Podrás guardar elsecreto, Quique? —pregunté dudosa.

—Lo juro.

A partir del día aquel tuve seriasconversaciones con mi hermano Quique.Empecé diciéndole que me habíaconfiado a la Buela antes que a nadieporque la veía trajinar todo el santo díay mi conversación le compensaba. Queél y Alberto eran unos descuidados ybien podrían hacerse la cama y ordenarsus ropas dentro del armario en lugar dedejar el dormitorio como un campo debatalla. Que si todos poníamos nuestrogranito de arena, la Buela no andaría

mañana y tarde como un mono loco,arriba y abajo. Que eso de confiar todoel trabajo a mamá y a la Buela, como siellos fuesen paralíticos, era una actitudmachista, por completo desfasada.Quique me escuchaba con ojosdesorbitados, pero asentía con la cabezay prometió que las cosas iban a cambiar.Luego me besó muy fuerte y tambiénbesó a la Buela. Hizo más: pidió perdóna la Buela por su ignorancia, por suegoísmo. La Buela le disculpó:

—Quita, quita, no le hagas caso.¡Qué me importa a mí hacer las camasque sea y recoger lo que haya querecoger! Así me conservo ágil.

No sé qué diría Quique a Alberto,lo cierto es que al día siguiente, cuando

los chicos salieron del dormitorio, lascamas estaban hechas y la habitaciónordenada. Natacha no se dio poraludida; ni se hizo la cama, ni recogiónada. Mamá insinuó que tomara ejemplode los chicos, pero ella se hizo ladesentendida. Es más, cuando mamácomentó que la Buela trajinabademasiado para su edad, contestó queasí se distraía un poco, que moverse erabueno para los viejos y que, por otraparte, ella tenía demasiadas cosas quehacer. Papá, por primera vez desde quevine al mundo, le hizo una observación:

—Un día te casarás, Natacha. Estoyviendo que tu marido te devolverá acasa al cabo de una semana si continúastan inútil.

Natacha no le hizo el menor caso ypapá se calló.

EL SECRETO DELA BUELA

La gran pasión de papá, además dela música, es el fútbol. Cuando danfútbol por la tele, a las ocho de la tardede los domingos, se vuelve loco. Gritacomo si estuviera en el campo: «!Muybueno! ¡MUY BUENO! ¡GOL! ¡GOL!¡Tarjeta! ¡TARJETA! ¡OOOh! ¡Penalty!¡GOL! ¡GOL! ¡GOL! ¡OOOh!» Mamádice que le va a dar algo, que no se lotome así y que está destrozando elsillón. Papá es del Sporting de Gijón,claro. Mamá, que no entiende ni torta,pero de todos modos quiere participar

en todo para crear ambiente, es delAtlético de Madrid. Alberto es de laReal Sociedad, para estar encondiciones de discutir deportivamentecon papá y mamá. Natacha dice que elfútbol es el opio del pueblo; una idiotez.Quique es del Barça porque su mejoramigo es catalán. La Buela también lo esporque siempre está con el más pequeñode la casa —sin contarme a mí— yporque Reixac tiene un parecido con suprimer difunto esposo.

Papá, que no es muy hablador nimuy gritón, por fortuna, pierde la calmacuando hay partido. Él jugó en su épocade estudiante y tiene las piernas muyrecias. Es divertido verle y oírle. Sehace servir la cena en una bandeja para

no perder detalle. Que a nadie se leocurra pasar entre la tele y el sillón, sepone frenético. Cuando gana el Atléticode Madrid, la Real Sociedad o el FútbolClub de Barcelona (El Barça como diceQuique) pone cara larga. Y no consienteque los demás estén contentos. EntreAlberto. Quique y él se arma un zipizapede miedo hasta que mamá dice que bastade gritos porque es hora de que yoduerma. Un día dejó de darme el pecho;se acabaron los festines. Me dieronotras cosas que no estaban mal, peroaquellos minutos que yo prolongaba apropósito, en que mamá y yopermanecíamos unidas, se terminaron.Me volvía mayor y la Buela me enseño atragar con cuchara. Hay que pasar por

tantas cosas...

A las pocas semanas de Reyesocurrió algo muy curioso. Estábamos laBuela y yo en casa y llamaron a lapuerta. La Buela, que se encontraba enel cuarto de baño, salió escopeteada.Nunca abre la puerta sin preguntar«¿quién es?» porque no están lostiempos como para confiarse. Yo laseguí y la vi muy rara: con la bocasumida, sin labios. Y cuando preguntó«¿Quién es?» le salió un acento muychusco, andaluz o así: «¿Quién ez?» Erael de los contadores de electricidad y laBuela le hizo pasar. Como pregunta atodo el mundo por la familia y la salud,siguió hablando de aquel modo tan

especial: «¿Eztán bien zuz hijoz? ¿Ze lepazo el reúma a su ezposa? Adiós. Haztamáz ver.»

Yo me fui corriendo al cuarto debaño porque me moría de risa, pero

valiente susto me pegué. En un vaso decristal vi una barbaridad de dientes.Todos los que pueda tener una boca,alineaditos en sus correspondientesencías.

«¡Ah, vaya! Ahora comprendo —me dije—. La Buela lleva dentadurapostiza. Un gran invento. Si yo tuviesedientes y muelas —pensé— podríacomer cosas más apetecibles que sopasy papillas». Me encaramé sobre eltaburete del cuarto de baño, abrí bien laboca y me puse la dentadura aquella. Meiba enorme. En aquel momento entró laBuela e intenté sonreírle. Casi le da untelele. Se quedó atónita y luego seacercó a mí, despacio, temblorosa.

—No te muevaz, mi vida. No

hablez. No me rompaz la dentaduraporque zería cataztrófico. Eztoz dientezcueztan un riñón.

Me los sacó de la boca con grandelicadeza y me pidió que saliera delcuarto de baño, porque eso de ponerse yquitarse los dientes se hacía en laintimidad, y lo mismo limpiar aquellaspiezas de porcelana.

Salí, para no ponerla más nerviosade lo que ya estaba, y me dio por pensar.La Buela y yo corríamos parejas; las dosdesdentadas. Nunca lo hubiera creído.Pero ella tenía la ventaja de llevarlospostizos y podía comer de todo. Al cabodel rato me confesó que ser viejo erauna gaita; que guapa, lo que se diceguapa, nunca lo había sido, pero que su

dentadura llamaba la atención.—De tan blancos, de tan bien

puestos, parecían postizos. Ahora, lospostizos, parecen míos.

Se me antojó que la Buela estabaun poco triste por el hecho de que yohubiera descubierto su secreto y, paraanimarla, le aseguré que aquello meparecía un gran invento, debía de sermuy práctico poder cepillarlos en lamano en lugar de hacerlo en la boca yque, por otro lado, estaba muy graciosahablando andaluz.

—Calla. Calla, loca —contestósonriendo—. No sé por qué los dientesno son como el pelo o las uñas.Tendrían que ir creciendo. Pero no,señor: cuando salen nos hacen sufrir y

cuando nos los tienen que arrancar porviejos, nos martirizan de nuevo.

—¿Cuándo empiezan a salir losdientes, Buela?

—No recuerdo. Hacia los seismeses o así.

Acababa de cumplir los cuatro yesto me consoló; me quedaban dostodavía. Pero quiá. Como a los tres díasde aquel sucedido noté una especie derabia en la encía superior. Me dolía,¡vaya si me dolía! Hasta que no pudeaguantarme y lloré con ganas; rabiaba dedolor. De nuevo vino el vecino médico yotra vez me plantó las manos en elvientre. Como un sorbete las tenía. Allíestaban mi madre, mi padre y la Buela,

todos pendientes de la sabiduría deaquel hombre que se empeñaba enamasar mi vientre. Luego se puso unaparato en los oídos y me auscultó,primero la espalda y luego el pecho.También se las traía el artilugio aquel.También estaba frío, ¡canastos! Totalpara decir que no encontraba nadaanormal, estaba fuerte como un toro yquizás eran gases. Tenía lo de los gasesentre ceja y ceja. Mamá, mosqueada,preguntó:

—¿No podrían ser los dientes,doctor?

—¿Cuánto tiempo tiene la niña?—Cuatro meses y un pico.—Señora, cuatro meses son muy

pocos.

Lo dijo en tono de suficiencia,como queriendo decir: «Señora. Su hijano es excepcional. Es una niña corriente,más bien robusta, pero de ahí a echar losdientes a los cuatro meses...».

Y para dejar bien sentado lo queacababa de decir metió su índice en miboca. Yo cerré mis encías furiosamenteapresando el dedo indiscreto. El hombretuvo un sobresalto, retiró el dedo y yametido en razón dijo:

—Veamos.Quieras que no tuve que abrir la

boca. Inspeccionó el interior con unalámpara de pilas y finalmente me miróen los ojos. Yo sostuve su mirada.

—En efecto, señora —farfulló—.Son los dientes. Están apuntando.

Y extendió la receta de un jarabeque debía de calmar mi desazón.

PASITO A PASO

Los paseos a la hora del sol megustaban y siguen gustándomemuchísimo. Buela se da prisa para dejarla casa limpia y ordenada, prepara lasverduras o la sopa y, después debañarme y darme la papilla, me mete enel carrito y vamos al jardín. Me gustafijarme en la gente y cuando pasamos allado de algún chiquillo digo adiós.Algunos, no todos, me contestan. Nossonreímos. Ellos quisieran pasearconmigo y yo quisiera quedarme un ratocon ellos. Buela consulta el relojito quelleva pendiente de una cadena al cuello,

ve si hay tiempo de dar otra vuelta, obien es hora de volver a casa, poner lamesa y terminar de preparar la comida.Papá y mamá sólo tienen una hora paracomer e irse de nuevo. Alberto y Quiquealmuerzan en el colegio; Natachatambién lo hacía. Después de comer,mientras duermo la siesta, Buela recogela mesa y lava los platos. Los de lanoche los lava mamá y la Buela le ayudaa secar. El aire del jardín me da muchosueño y Buela aprovecha para ver la telemientras teje jerséis para unos y otros.En cuanto me despierto, charlamos. Ellacose o bien pone orden en sus cosas.Tiene una caja con hilos de todos loscolores; no sé por qué tiene tanto hilo. Yotra llena de botones. Algunos muy

bonitos. Me deja jugar con ellos acondición de que no me los meta en laboca.

—Mira, éstos son del chaleco demi abuelo— dice enseñándome unos denácar ribeteados de oro que no es oro.Fíjate qué cosas se hacían antes.

Luego abre uno de los cajones de lamesilla de noche y se lía a arreglar unmontón de papelotes. Los relee, guardalos que todavía sirven y rasga los otros.Hace algún tiempo hizo limpieza delcajón y vi que echaba a la papeleracantidad de folletos.

—¿Qué es eso? —pregunté.—Nada, nada —dijo quitándole

importancia al asunto—. Ahora ya nosirven.

—Dime qué son esos papeles,Buela —pedí con voz seria—.Enséñamelos.

La Buela me dio cinco o seis.—Son folletos de residencias para

ancianos —dijo la Buela—. En laportada se ve el edificio y en el interiorverás fotos de los dormitorios, no muylujosos, pero decentes.

—Y ¿a santo de qué guardabasestos folletos?

—Por nada —dijo la Buela—. Pornada.

—Buela, no mientas. Tú no guardaslas cosas así como así.

Pensó un momento antes decontestarme y al fin se decidió:

—Verás. Cuando hube de retirarme

a esta habitación, me di cuenta de quequizás era un estorbo en la casa. Quiquehabía cumplido once años. Yo no hacíafalta. Podía vivir en la Residencia yvenir a esta casa alguna tarde, paraechar una mano a tu mamá.

—¿Pensabas irte a una casa deviejos, Buela?

—¿Por qué no? Si los demás teníanmás espacio, estaban más cómodos sinmí, ¿qué falta hacía?

—Mamá no te hubiera dejado —aseguré convencida.

—Yo también tengo derecho aelegir, Veva. Tu madre me respeta.Habría aceptado mis razones. Los viejosno deben interferirse en la vida de losjóvenes. El casado casa quiere.

—Buela, no hables con sentencias.Me pones nerviosa.

—La cuestión es que iba a irme deaquí, precisamente, cuando tu madre sedio cuenta de que iba a tener otro hijo.La verdad: fue una sorpresa. Entoncesme pidió, por favor, que me quedara,que sin mí ¿cómo iba a arreglárselas? Yyo me quedé la mar de contenta porqueme necesitaban. Aquel día vi la mano deDios.

—¿Cómo es?—Como el aire. En realidad no se

ve, pero se nota. Sí, como el soplo deaire que mece las hojas de los árboles oriza la piel del mar. De pronto sentí enmí una ráfaga de alegría y supe que lamano de Dios se asentaba en mi vida.

—¿Por eso me llamaste «¡Vidamía!» en cuanto me tomaste en brazos?

—Claro. Sólo estamos vivos sisomos necesarios, ¿comprendes?

Agarré los folletos y los destrocéen un santiamén.

—Que no te oiga hablar más delasunto —dije a la Buela—. Yo tenecesito y te necesitaré siempre. Cuandome case vendrás conmigo y hablarás conmis niños.

—Cuando tú te cases, Veva...—Cállate, Buela.Parecía de pronto muy triste,

también yo lo estaba, de modo que noscallamos. Al cabo del rato la Buela dijoque encontraba a Natacha distinta y querezaba mucho por ella. Por fortuna llegó

Quique y antes de ponerse a estudiarjugamos a la batalla naval. Dejamosganar a la Buela para que se animara unpoco.

Los dientes me salieron al fin, peroaquello no fue más que un principioporque en cuanto asoman unos empiezana doler los otros, los que aún estánescondidos en las encías. Natachaafirmó que yo sería dentona, que mis dosincisivos superiores eran enormes yparecía un conejo. Esto cuandoestábamos solas, porque delante de losdemás no se atrevía a insultarme. Papáandaba como loco con mis dientes ymamá me hacía abrir la boca en cuantose encontraba con algún conocido en la

calle. Cuando vamos de compras por elbarrio mamá y yo, es de risa. Todosquieren a mamá: el carnicero, lapanadera, el tendero, hasta la portera.Lo del pis no se lo creyeron porque nolo veían, pero mis dientes sí, se veían.Para dar gusto a mamá, yo abría la bocapara que los vieran mejor.

—A los cuatro meses y catorcedías le salieron los primeros —decía mimadre a quien quisiera oírla; y lasgentes decían ¡Oh! ¡Ah! y otras cosaspor el estilo. Empezaron a creer todo lodemás porque la gente es así, sólo creelo que ve.

Me pasé dos meses y pico rabiandode lo lindo y echando baba. Empapabaun babero tras otro y Natacha no paraba

de decir «!Qué asco! ¡Parece uncaracol!» En cambio, papá, apenasllegar a casa, se lavaba las manos y meuntaba las encías con el jarabe dealiviar el dolor. Era bastante bueno. Sinembargo, lo que me calmaba de verasera el sentirme comprendida. Papá,después de darme con aquel jarabe, metomaba en sus brazos y escuchábamosmúsica. Allí, repantigados los dos en elsillón, se me pasaban las penas.

—La estás malcriando —decíamamá—. No querrá quedarse en lacama. Por cierto: ¡vaya porquería decama! Se sale un barrote. Tendremosque hacerlo soldar.

Menos mal que con tantas cosascomo mamá tiene en la cabeza, se olvidó

del dichoso barrote.

Pregunté a la Buela a qué edadpodían empezar a andar los niños y mecontestó que dependía. Que a ella leocurrió lo que a mí y para no asustar asus papas se aguantó hasta los ochomeses, pero que a partir de los seis ibade un sillón a otro y nadie se asustó.¡Cuánta comedia! Me compraron unparque porque mamá dijo que me poníaperdida de tanto gatear. ¡Un parque! Detodos modos fue un gran alivio. Hacíaver que me costaba mucho, me ponía enpie y daba la vuelta, ¡qué risa!, agarradaa la barandilla. Pasito a paso. Un buendía me bajé de las rodillas de papá y mefui de un sillón a una silla.

—¡Natalia! ¡Natalia! —gritó papáa mamá.

Y mamá vino volando.—¿Qué pasa, hijo? —mamá a

veces se equivoca y llama «hijo» a sumarido—. ¡Menudo susto me haspegado!

—Calma. Un momento. ¿A quéedad empiezan a andar los chiquillos?

—Depende. La Buela dice que ella,a los ocho meses, andaba como tú y yoahora. Y que a partir de los seis iba deuna silla a otra. Pero ya se sabe:siempre se exagera un poco.

—Pues... sin exagerar, ahí la tienes.Me señalaba. Yo, para no hacer

quedar mal a papá, me dirigí,expresamente temblona, a otra silla.

—¡Vaya, vaya! —dijo mamá. Yañadió—: Yo fui muy torpe. Hasta loscatorce meses no me solté. Y Natacha lomismo.

Natacha, que acababa de llegar enaquel momento, dijo rabiosa:

—Naturalmente. Yo fui una niñanormal. No como este monstruo.

Papá se levantó del sillón. Creí queiba a dar un guantazo a Natacha, pero nolo hizo. Papá nunca pega a nadie. Selimitó a decir:

—Desde que ha nacido la pequeñaeres insoportable. Estás celosa. Nopuedes negar que Veva es muyespabilada. Tiene seis meses y va deuna silla a otra. A los ocho no habráquien la siga.

—Y se le torcerán las piernas —pronosticó Natacha que las tiene muylargas y bonitas.

—Es verdad —dijo mamápreocupada—. No tendríamos quedejarla andar. Es demasiado pequeña.

—¿No dices que tu madre hizo lomismo? No veo que tenga las piernastorcidas.

—No. No las tiene.

—Porque las tiene cortas —apuntóNatacha—. Como Veva. Los paticortos

andan más pronto.Cuando Natacha salió del cuarto de

estar, papá dijo a mamá:—Me preocupa Natacha. ¿Tendrá

celos? La veo muy rara estos últimos

NIÑOS, JÓVENESY VIEJOS

Entramos en Primavera y el jardínen donde Buela y yo paseamos se pusoprecioso. Las palomas se multiplicaron,los árboles se llenaron de hojas, lasplantas de flores, y el aire de pájaros.Iban y venían, se posaban sobre lasgrandes hojas de los nenúfares y bebíana sorbitos. El jardín también se llenó deniños nuevos, los que no sacan enInvierno por miedo a que se resfríen ylos otros, los recién nacidos. Conocí aun chico mayor, de dos años o así, quetambién va al parque con su abuela. La

tal abuela no se parece a la mía; no legusta pasear. Se sienta en uno de losbancos y prende hebra con quien tiene allado. Su nieto, mi amigo, se llama Javi.No le dejan deslizarse por el tobogán, nidivertirse en los columpios ni en elbalancín. Nos hicimos amigos porcasualidad, porque a Buela le entróarenilla en el zapato y tuvo que sentarseun momento, para descalzarse. En aquelinstante la otra vieja empezó a largarleel rollo: que vivía en casa del hijo, quesu nuera era así y asá —cosas pocoamables—, que Javi era un niñoinsoportable, muy mal educado, que siella lo sacaba a pasear era para huirunos momentos de aquella casa en dondenadie le prestaba atención, y que no

quería que Javi jugara con otros niñosporque se ponía perdido de tierra. Buelale pidió que nos dejase a Javi para daruna vuelta por el jardín y la otra abueladijo que bueno, que ella no podía pasearporque estaba muy cansada. Javi, la marde contento, marchaba al lado de micochecito y yo le pregunté si su abuelaera tan vieja como para no poder pasearun rato. Me dijo que, por favor, no lallamara vieja, que se enfadaba mucho.Que al hablar de ella debían decir queera mayor y que no tenía motivo algunopara estar cansada. No hacíaabsolutamente nada en casa. Nada másque tumbarse en cama o pasear sutrasero de un sillón a otro; por lo mismolo tenía tan grande. «Le empieza en la

nuca y le termina en las corvas» —afirmó Javi muy serio. Buela, que nosescuchaba se rió mucho, aunque nos hizocallar. Dijo que esas novelerías de«persona mayor» o «tercera edad» eranuna bobada. Que decir viejo, era igualque decir niño o joven. Javi no puedellamar Buela a su abuela. Tiene quellamarla Mamá Dolores, para noofenderla. Nos contó que, una vez alaño, Mamá Dolores salía en grupo. Unaempresa dedicada a distraer a las gentesde «la tercera edad» organizaba viajes aprecios muy asequibles. Viejos y viejaszarandeaban de acá para allá un par desemanas, regresaban a sus respectivoshogares molidos y debían guardar camaocho días para reponerse.

—Tendrían que regalar viajes a lagente joven —comentó Buela—. Losviejos no estamos para trotes. Pero tú —dijo a Javi— no debes criticar a tuMamá Dolores porque, poco o mucho,se ocupa de ti y te trae al jardín.

—Pero me hace estar quieto a sulado y no me dirige la palabra. Se ponea hablar con el primero que se sienta asu lado y le suelta el rollo. Una sarta dementiras que me sé de memoria.

Buela desvió la conversación y nospusimos a hablar de los pájaros que vana beber en el estanque. Las pajaritas sequedaban en sus nidos, empollando loshuevos. El macho salía y regresaba alnido con insectos y semillas que daba asu compañera. Si la pájara salía del

nido para beber, el pájaro empollaba.Nuestra pareja de canarios hacía lomismo. La canaria hizo el nido, puso loshuevos, y allí aguantó las horas muertas.Sólo se permitía comer y beber y,entonces, el canario se acuclillaba sobrelos huevos. Un buen día las críassalieron del cascarón.

Veo a Javi diariamente y nos locontamos todo.

Su abuela parece encantada de quela mía lo pasee y lo entretenga mientrasella se enrolla con la vecina de banco.

—¡Menuda suerte tienes con tuBuela —me dijo Javi no hace mucho—.La mía, un día que se enfadó con lospapas...

Buela le cortó.

—Has de ser cariñoso con ella.Los niños y los viejos siempre se hanentendido bien.

—Con ella nadie se entiende —contestó Javi, que es muy sincero—.Sólo mamá la soporta... porque es unángel.

Mamá también es un ángel, en esoestamos todos de acuerdo. Cuandoempecé a comer casi de todo, la oíquejarse a la Buela del precio de lascosas.

—Este lenguado que he compradopara Veva, mamá, me ha costado...

Por lo visto un dineral de modo quehice ver que no me gustaba y dejé másde la mitad.

—Esta niña es muy simple —comentó mamá al cabo de unos días—.Prefiere un plato de pastas o delegumbres a los manjares finos. En elfondo es una suerte.

Y papá se pone la mar de contentocuando me ve terminar un platazo demacarrones o de lentejas.

—La verdad: Veva no es unproblema. Es el caso de decir que dondecomen cuatro comen cinco.

—Con lo que nos hizo sufrirNatacha —recuerda a veces mamá—.No había modo de hacerla comer. ¡Quécriatura remilgada!

Por el momento me callo. Claroque me gusta el lenguado y el filete, perosi es tan caro...

Lo que sí me apetecía era empezara hablar con todos, cosas fáciles, parano asustarles. Todos los niñosempezamos por pppa-pá, no sé por qué,y luego seguimos con mmma-má.«Cualquier día de estos —pensé—.Aprovecharé la menor oportunidad».

La Primavera también mejoró aNatacha. Parecía otra. Pidió a Buela quele cogiera el bajo de los tejanos —queera un puro fleco— y le dio las gracias.Cuando nos quedamos solas la Buelacomentó:

—A esta niña le ocurre algo.

MAMÁ ES UNÁNGEL

Hace cosa de dos meses la Buelame dio un susto horrible. Estábamoslimpiando la jaula de los canarios —lascrías eran feísimas, sin una pluma, igualque lombrices— y vi que se poníapálida, muy pálida. La frente se leinundó de sudor, empezó a tambalearsey dijo que le tiraban las venas de losbrazos. Yo la agarré de la falda y casiarrastrándonos conseguimos llegar a sudormitorio. Allí se tumbó en la cama yme dijo con un soplo de voz:

—Estoy muy mala, Veva, pero no

te asustes.Me puse a llorar, le di mil besos,

pero nada. Entonces me acordé delvecino médico y dije a la Buela:

—Voy a llamar al médico. ¿Sabessu teléfono? Buela me pidió el listín quetenemos con las direcciones importantesy me señaló un número.

Marqué, se puso él mismo, y mepreguntó quién era.

—Soy Veva —contesté—. Lapequeña del tercero segunda. Vengaenseguida que la Buela está mal.Muriéndose —añadí para que se dieraprisa.

—¿Qué eres la pequeña? ¿La queahora tiene seis o siete meses?

—Eso. Pero no perdamos tiempo.

Venga volando, doctor.Me subí a una silla y abrí la puerta

de la entrada para que no tuviera queesperar. Al cabo de unos segundos llegóa casa y se quedó mirándome comoquien ve un fantasma.

—No me mire así, doctor, que yono tengo nada. Venga, rápido.

Y corrí al dormitorio de la Buelacon el médico pegado a mis talones. Lacara del buen hombre era un poema.

Miró a la Buela, la auscultó yluego, como si fuera lo más natural delmundo, me pidió un vaso de agua.

Lo malo es ser tan bajita. He deandar encaramada a las sillas cuando mepiden cosas que sólo están al alcance delos mayores. Pero como estoy

acostumbrada, en un abrir y cerrar deojos estuve de nuevo en el dormitoriocon el vaso. El médico dio uncomprimido a la Buela, y un sorbo deagua. Luego le puso una inyección y lepalmoteo la mano. Muy cariñoso elhombre. Un poco de color volvió a lasmejillas de la Buela, le pasé un pañuelopor la frente para enjuagarle el sudor, yel médico se sentó a los pies de la cama.Sólo entonces se volvió a mí y mepreguntó muy interesado:

—Entonces hablas, andas, erescapaz de llamar por teléfono y hasta deatender a tu abuela. ¿Lo saben tuspadres?

—No, doctor —contesté—. Y lepido, por lo que más quiera, que no lo

diga a nadie. Para empezar, no lecreerían. Segundo: se asustarían mucho.Las personas mayores no estánpreparadas para según qué cosas.

El buen hombre se agarró labarbilla con una de sus manos. Con laotra tomó la de la Buela.

—Señora —le dijo—, esto esincreíble. Pero he de aceptarlo.Confieso que es difícil, pero a menos deque esto sea un sueño...

Buela, algo más animadilla,contestó con voz flaca:

—No está soñando, doctor. Vevahabla desde que nació y desde entoncesanda y razona como muchas personasmayores quisieran hacerlo. Sin embargoes mejor guardar el secreto, créame.

Como dice la niña perdería usted subuena reputación.

El médico asintió con la cabeza.Luego se quedó mirándome como quienacaba de descubrir algo fantástico.Finalmente se echó a reír, me tomó enbrazos, me sentó en sus rodillas y mellamó «granuja».

—¿Se pondrá buena la Buela? —lepregunté.

—Se pondrá buena. Pero no tienesque cansarla demasiado. Es muy mayor.

—Puede usted llamarla vieja —corregí—. A ella no le importa.

—Muy vieja, sí señor.—Veva no me cansa —interrumpió

Buela—. Me ayuda en lo que puede. Yme distrae. No puede usted saber cuántome distrae...

—Lo supongo.—Vuelva esta noche, doctor —

pidió la Buela.Diré a mis hijos que le llamé antes

de encontrarme mal del todo. De estemodo Veva y yo podremos guardarnuestro secreto.

—Descuide, así lo haré.Le acompañé a la puerta de

entrada, como hace mamá cuando vienealguien de fuera y le pregunté en vozbaja:

—¿Está muy mala la Buela?—Es un aviso.Aquello me sonó muy mal y me

eché a llorar. Entonces él me aupó, medio un beso y trató de consolarme.

—Tu abuela se repondrá. Vigilaque no trabaje demasiado. Es una viejafuerte tu abuela.

—¿No se morirá? La necesitamosmucho.

—Entonces no se morirá —dijomuy serio.

Y me depositó de nuevo en el

suelo, mirándome a más y mejor ymoviendo la cabeza.

—Hasta la noche, doctor y...Descuida.

Por la noche estuvo hablando conlos papas. Mamá lloró un poco yNatacha entró en el dormitorio de laBuela y le dio un beso. Le dijo quecomo trajinara tanto iba a regañarlamuchísimo. Mamá le llevo un poco decena a la cama y los dos chicos lehicieron un rato de compañía. Papá meacarició mucho y puso música, pero muybajita, para no molestar. Después decenar llevó a la Buela una campanilla debronce, que sirve de adorno en elcomedor, y la dejó encima de la mesilla

de noche de la Buela.—Cualquier cosa que necesites

esta noche, Buela, tocas la campanilla.—También le dio un beso gordo.

Mamá me acostó y yo me propuseno dormir. En cuanto todos se hubieranacostado pensaba levantarme e irme conla Buela, no fuera a darle otro patatús.Pero, con tantas emociones debí dequedarme dormida ya que, de pronto, medesperté y el relojito luminoso quemamá tiene en la mesilla de nochemarcaba las tres de la madrugada. Miréla cama de mis padres y sólo vi a papá.¿Dónde estaba mamá? Bajé de la cama,por el agujero del barrote que faltaba, yde puntillas, para no hacer ruido, me fuial dormitorio de la Buela. Desde el vano

de la puerta la vi dormida y a mamá,sentada en la única silla de lahabitación, mirando a su madre. Lamisma mirada que tiene para mí todaslas noches, cuando me cree dormida yyo la observo con los ojosentrecerrados, pues no quieroperdérmela. Un halo de luz rodeaba a mimadre. En la habitación oscura, mamáresplandecía justo lo necesario para queyo la viera. «Es un ángel»-me dijerecordando las palabras de Javi—. Es elÁngel del que siempre está hablando laBuela. Vigila para que nadie venga allevársela. Y pensé que era un hermososecreto entre ellas dos, como la Buela yyo teníamos el nuestro. De modo que meretiré poquito a poco y volví a mi cama

para dormir tranquila, pues nada malopodía sucedernos si mamá velaba.

Ocho días estuvo en cama la Buelay mamá se quedó en casa para cuidarla.El médico venía diariamente y leagradecí que no dijera ni pío sobre loque él, Buela, Quique y yo sabíamos.Dijo que la Buela se había recuperado,pero que no hiciera imprudencias. Quepor otro lado le convenía un poco deejercicio, dar un paseo cada día, porejemplo.

Durante esos días no pude ver a miamigo Javi y lo eché de menos. Sabe unabarbaridad de cosas, Javi, y me caebien. Quique le compró a la Buela unoscaramelos de miel y tanto él comoAlberto me bajaron a la calle cada día,

para que me diera el sol y conociera asus amigos. Unos chicos mayores comoellos que no me hicieron ningún caso.

Cuando la Buela pudo levantarse,mamá volvió al trabajo. Desde entoncesNatacha empezó a madrugar. Lo queantes hacía Buela, lo hacia ella. Yademás se componía mucho. No era lade antes. Seguía sin prestarme atención,pero me daba igual. Con tal que no fuerauna inútil ni tratara mal a la Buela meconsideraba satisfecha.

Un buen día cuando papá me tomoen brazos para escuchar música, lellamé pppa-pá. El hombre llamó amamá, como si la casa ardiera y mamá,como siempre, llegó corriendo.

—¡Ya dice papá! Veva me ha

llamado papá.—No gano para sustos —contestó

mamá.Dos días después la llamé mma-má

y todos contentos.

EL SECRETO DENATACHA

Buela y yo volvimos al jardín y allíencontramos a Javi, esperándonos.También él me echaba de menos.

En ciertos aspectos Javi es miconsejero. Deja a su Mamá Dolores bienretrepada en un banco y nos acompaña aBuela y a mí en nuestro ir y venir. Debede pasar muchas horas viendo la teleporque sabe un buen rato de losprogramas.

—Yo casi no tengo tiempo de verla tele —le dije hace algún tiempo.

Las películas de dibujos animados

son las preferidas de Javi a quien, engeneral, no le gustan los programasinfantiles.

—Tienes razón chico —dijo laBuela—. Yo me pregunto si esa gente(se refiere a los de televisión) han vistojamás un niño. O si lo han escuchado. Osi han sido alguna vez niños. Son taninteligentes los niños...

Lo dijo como olvidándose de queJavi y yo éramos dos niños, muypequeños incluso. O tal vez la Buela,por dentro, sea como un niño y por lomismo está cerca de nosotros.

Javi y yo coincidimos en muchospuntos, menos en uno: él cree que serviejo es una gran desgracia y yo pienso

que no todos los viejos sondesgraciados. La Buela siempre estácontenta y además reza para que losdemás también lo estén. Reza para que alos de casa no nos ocurra nada malo y laoigo decir a Dios —supongo que es aDios—: «todo lo malo que tengasreservado a cualquiera de esta casa,cárgalo a mi cuenta». De modo queBuela debe ser más rica de lo queaparenta ya que carga con lo de todos.Pero a lo mejor me equivoco; la Buelano se aclara sobre la clase de males quepueden afligirnos.

—¿Qué clase de males, Buela? —le pregunto a veces.

—Miles y miles —contesta—. Ylos peores son los que vienen de dentro.

No comprendo, la verdad. Lepregunto: —¿Qué te gustaría ser, Buela?

—Un pararrayos.—¡Que cosas dices!—Un pararrayos para los males de

fuera. Para los de dentro, que sonpeores, necesitamos a Dios.

Natacha no era la misma con laBuela, le estaba haciendo la rosca, sinduda alguna. Hoy le traía una flor,mañana un dulce... Había gato encerradoen aquellos mimos. La misma Buelaparecía algo mosca ya que los demásnos limitábamos a quererla, peroNatacha lo hacía con ostentación. Se lodije a Quique y mi hermano adoptó unaire entre reservón y pitoflero.

—Anda, cuenta, suéltalo de una vez

—le pedí algo nerviosa—. Tú sabesalgo.

Quique me tomó en sus brazos ybajito, para que Buela no nos oyera, medijo:

—Natacha tiene un ligue.—¡Toma castaña! ¡Claro!—Pero ella no sabe que yo lo sé,

de modo que chitón.—¿Y cómo lo sabes?—La he visto varias veces colgada

del brazo de un tío.—¿Guapo o feo?—Un tío estupendo. Algo mayor,

eso sí.—¿Quieres decir que es un viejo?—¿A santo de qué ha de ser viejo?—Me hago un lío con lo de mayor

y viejo.—Quiero decir algo mayor para

Natacha. Tiene un coche de narices.

Natacha, a pesar de su ligue,empollaba que era un gusto. Nunca fuemala estudiante —¡buenos se hubieranpuesto los papas!—, pero en los últimostiempos era cosa de verla. Hasta poníanerviosa a la Buela quien al cabo deunas horas inquiría:

—¿Te apetece un café, Natacha?—Sí, Buela. Eres un sol.Y la Buela, si llega a ser perro,

hubiese meneado la cola porque Natachafue su dolor. Yo no podía creer en tantabelleza y me decía que Natacha tramabaalgo. «Está engatusando a Buela». Pero

quizá no. Quizá el mal de dentro deNatacha iba sanando. Alberto, quien porcierto saca bastante partido de laguitarra, también apreció el cambio. Apesar de su despiste —casi siempre estáen la luna —comentó el otro día:

—Te estás poniendo muy guapa,Natacha ¿Estás enamorada?

Lo soltó en la mesa y papá alzó lacabeza del plato de tallarines queestábamos comiendo, y reprendió aAlberto.

—No digas burradas, chico.Natacha es una niña. Quique y yo nosmiramos y nos sonreímos. Al ver queNatacha se había cortado, Quique leechó un capote.

—Siempre ha sido guapa Natacha.

Lo que ocurre es que ahora se cuidamás.

Papá miró a Natacha como si laviera después de un largo tiempo deseparación.

—Pues es verdad. Oye, Natalia —dijo dirigiéndose a mamá—. Tenemosuna hija muy guapa.

Natacha parecía entre contenta yfastidiada.

—Sois unos memos —contestó en

tono amable—. Y ya está bien. Cuandono me arreglaba todo eran consejos yreproches. Ahora, que trato de daros porla contenta, me tomáis el pelo. No hayquien os comprenda.

El buen humor de Natacha seesparció por la casa. Los pajaritos sellenaron de plumas y aprendieron avolar. Son petantes. Y hay que ver lasabiduría de los padres pájaros. Cuandoconsideran que sus crías están a puntode poder servirse de sus alas, losempujan suavemente fuera del nido.Parecen decirles:

—¡Hala! Decídete. Tienes un parde alas. A ver si llegas al barrote deenfrente.

Y con el pico azuzan a las crías.Son tres los pajaritos, y hacen ver quetienen miedo, lo mismo que yo cuandoiba de una silla a otra, para que lospapás no se asustaran. Hacen ver que secaen y pegan un saltito. Y pían, y seesponjan. Cuando creen que los papascanarios están distraídos, revolotean porla jaula, beben sorbitos de agua y seatracan de mijo.

El buen humor de Natacha nosenvolvía a todos. Debe de sermaravilloso estar enamorada. O no tanmaravilloso. Porque Natacha lloraba, aveces, y otras reía. Al sonar el timbredel teléfono corría como una loca paracogerlo antes que nadie y hablaba bajito,rato y rato, hasta que papá decía:

«¡Basta! ¡Ya está bien!» Una luz nuevatemblaba en sus pupilas. Sus ojos fríos,tan azules, se volvieron cálidos. Inclusoal mirarme a mí lo hacía con ternura nofingida.

El tiempo era hermosísimo y medecidí a decir «papá y mamá» sintartamudear. Y otras muchas cosas. Lotomaron bien, claro que extremé misprecauciones para no preocupar a lospapás.

Por supuesto nadie se extraño deque empezara a corretear por la casa.Había precedentes.

NATACHA SECASA

Hace unos días, cuando Buela lepreguntó: «¿Quieres un cafetito,Natacha?», Natacha dijo: «Por favor,Buela». Y cuando Buela y yo fuimos allevárselo, ella se levantó de la silla ypidió.

—Siéntate en el balancín, Buela.He de hablarte. Buela me tomo enbrazos. La sentí muy agitada. Su corazóniba como un loco y pensé que a lo mejorle daba otro soponcio. Pero no. Selimitó a preguntar:

—Lo que vas a decirme, ¿puede

escucharlo Veva?—¡Buela! Veva sólo tiene nueve

meses. Por muy lista que sea nocomprende todavía ciertas cosas.

Buela me estrechó contra ella.Nadie sabe lo qué un niño es capaz

de comprender —afirmó—. Pero dime.

Natacha tenía un bolígrafo en lamano y empezó a garabatear un papel.

—Buela, voy a casarme.Ahí sí que... Buela se puso tan

pálida que pensé iba a quedarse tiesa.—¿A casarte?—Eso he dicho.—¿Y por qué me lo dices a mí?

¿Por qué no a tus padres? Es loprocedente.

—Buela. No siempre he sidoamable contigo; no sabría decir elporqué. Pero siempre te considerécomprensiva. Los papas no estaráncontentos con mi boda. Si tú te pones demi lado...

A pesar del calor, las manos deBuela parecían de hielo. Me poníanerviosa, Natacha, con sus tiquismiquis.

—Haré lo que pueda. ¿Tanta prisacorre... Natacha?

—Sí. Carlos se marcha a la Guineadentro de un mes. Y quiero ir con él.

—¿Es un negro?Natacha soltó una carcajada. Yo

también me eché a reír. ¡Pobre Buela!—No, Buela. Carlos es blanco del

todo. Pero cuando terminó la carrera de

medicina, junto con dos compañeros,abrió una policlínica en la Guinea. Allíejerce. Viene a menudo a España —también viaja al extranjero —paraperfeccionarse—. Hace tres meses salgocon él y ahora él se vuelve allá. Antes,quiere casarse.

El pecho de la Buela se infló yluego volvió a desinflarse. Parecíaaliviada.

—Así, pues, Natacha, ¿cuál es elproblema?

—El problema es que viviré lejosde aquí. Que conozco a los papás y séque les hubiera gustado que me casaracon alguien de esta ciudad. Así losdomingos —y fiestas de guardar— loshubiésemos celebrado juntos. El

problema, el único problema —recalcó— es que me voy a África.

La Buela meditó unos segundos.—Pero eso no es un crimen,

Natacha. Los hijos se van.—Díselo a mi padre. Se pondrá

rabioso como un mono. Y por si fuerapoco, Carlos casi me dobla en edad.

—¿Cuántos años tiene?—Treinta y cinco.La Buela meditó de nuevo.—No son tantos.—Papá dirá que es un viejo.—Estás hecha un lío, Natacha.

Habla inmediatamente con tu padre.—Pues ven conmigo, Buela.—¡Diantres! ¿Por qué he de cargar

con el mochuelo?

—No tienes que abrir la boca. Sóloestar. Me sentiré más segura.

No quería perderme la escena, demodo que me agarré a la mano de laBuela y fuimos, en procesión, al cuartode estar. Papá, embelesado, escuchabamúsica. Volvió la cabeza y nos mirótorvamente. Era como quitarle a unperro su hueso preferido. Mamá tejía unjersey para Alberto, sin atreverse acomentar lo que fuera. Aquella invasiónpuso en guardia a papá. Bajó el tono deltocadiscos y preguntó malhumorado.

—¿Sucede algo grave?Natacha se inclinó y besó a papá en

la mejilla.—Nada grave papá, pero he de

decirte algo importante.

—En estos momentos lo másimportante es este disco.

—No, papá. Lo que he de decirtees más importante aún.

Papá desconectó.—Escucho —dijo con un suspiro

de impaciencia.—Papá...—Sí, ¡canastos! Desembucha.—Papá... voy a casarme.Papá miró a Natacha como si viera

a una marciana.—¿Qué broma es está?—Ninguna broma. Voy a casarme.—Pues no. Eres una criatura. No

vales nada. Una inútil, sí, señor. Ayertodavía te limpiaba los mocos.

—He crecido, papá.

—En estatura.—Quiero casarme, papá.—¿Quieres casarte? ¿Estás

obligada a casarte?—No, pero Carlos vuelve a la

Guinea y quiero irme con él.Papá cayó en la misma trampa que

la Buela.—De modo que por si fuera poco

te casas con un negro...—No sabía que fueras racista,

papá. Por supuesto, si Carlos fuesenegro me casaría con él de todos modos,pero es tan blanco como tú. Un pocomás blanco, incluso.

Papá suspiró.—¿Y qué hace ese conquistador de

menores?

—Te recuerdo que soy mayor deedad y voté en las últimas elecciones.Carlos es cirujano. Cuando terminó lacarrera abrió, allí, una clínica. Le tentóaquello.

—¡Vaya! Un conquistador de otroestilo. Un colonizador.

—Lo que prefieras, papá.—Está bien. Hablaremos en otro

momento. Hay tiempo.—No lo hay. Él se vuelve a

principios de julio y quisiéramoscasarnos antes.

Alberto y Quique debían estarescuchando en el pasillo porque se oyóel rumor de unos secreteos.

—Venid acá —rugió papá—. Quedisfrutemos todos de la función. ¿Dónde

estábamos?Alberto y Quique no se lo hicieron

repetir. Los ojos de ambosresplandecían. Algo había cortado larutina.

—En que Natacha es mayor deedad —dijo entonces mamádiplomáticamente.

—Sí, ya lo he oído. Y que tienederecho al voto. Pero no tiene ningúnderecho a hacer tonterías. ¿Desdecuándo sales con el individuo?

—Hace tres meses.—¡Tres meses! Ayer como quien

dice. Me gustaría mucho saber quépiensa la Buela de semejante disparate.

Buela me tenía en sus rodillas y denuevo su corazón empezó a ir como

loco. «Ahora me la matan —pensé—.De esta no sale». La Buela dejó caer conun hilo de voz:

—Mi abuela se casó por poderes,sin conocer al que iba a ser su marido.El abuelo había nacido en Filipinas, seenamoró de ella por una foto y la mandóllamar.

—Debía de ser una mujer hecha yderecha.

—Tenía dieciséis años —contestóla Buela.

—Otro disparate —runruneó papá,chafado por aquel comentario—. ¡Irse aFilipinas! ¿Qué clase de padres tenía tuabuela?

—Era huérfana.—Huérfana —repitió papá

triunfante—. Así se comprende. PeroNatacha no lo es. Tiene padre, madre,hermanos y abuela, ¿no es así?

Luego contempló curiosamente a laBuela.

—¿Has dicho que tu abuelo nacióen Filipinas?

—Muchos españoles nacieron allí.Su padre se había casado con una tagala,pero él quiso hacerlo con una española.

Todos miramos a la Buela. Nunca,ni siquiera a mí, nos había contado lo dela bisabuela tagala. Ahora secomprendía todo.

—Está bien —dijo papá—. Eso esagua pasada. Volvamos a nuestro asunto.

—Papá —insistió Natacha—. Hedecidido casarme, pero preferiría que

estuvieses de acuerdo... y contento.—Por si fuera poco, contento.

Primero tengo que hablar con ese sujeto.—Vendrá a verte mañana. A esta

hora.—¡Mañana! ¿Es puñalada de

pícaro?Mamá intervino de nuevo:Enrique, por favor. Natacha se ha

comportado correctamente. También amí me duele perderla, pero ya se sabe.

—¡Ya está! —gritó papá hecho unafuria—. Así sois las madres. Con tal decasar una hija sois capaces de echarlas alos leones.

Alberto sofocó un asomo decarcajada y Quique salió del cuarto deestar y se encerró en el baño. Mamá

parecía desolada.—Y supongo —prosiguió papá—

que todos estabais en el ajo. Conjuradostodos, menos yo, claro. Todo se hacesiempre a espaldas del padre.

—Nadie sabía nada —dijo Buela—. Nadie te ha engañado. Creo,Enrique, que estás tomando las cosas ala tremenda.

—Me siento estafado. Pasas años yaños educando a una hija y cuando estápreparada viene un desconocido y te labirla.

Nadie contestó. Papá pidió que ledejásemos solo, que tenía quementalizarse. Se levantó mamá, Albertose reunió con Quique, se levantaronNatacha y la Buela dispuestas a irseconmigo. Papá gritó de pronto:

—Dejadme a Veva.Y Buela me dejó en las rodillas de

papá.

En cuanto nos quedamos solos,papá puso el Concierto para piano enDo menor de Rachmaninov. No era sumúsica predilecta, pero tenía tendenciaa escucharla cuando se sentíapreocupado por algo. A mí, sí, megustaba mucho el Concierto. Era suave ytriste al mismo tiempo. Como algo

perdido, algo que se acaba. Papá meestrechó contra él y me di cuenta de quelloraba. Juntó su mejilla a la mía y suslágrimas chorrearon sobre mí. Estuve apunto de hablarle, de decirle: «Nollores, papá. Buela dice que los hijos sevan. Que es ley de vida. No llores,papá...».

Pero me limité a acariciarle la caray decirle bajito: papá, papá, papá... Él,entonces, me abrazó más fuerte aún y mebesó mientras murmuraba: «Suerte quete tengo a ti, Veva. No crezcasdemasiado aprisa. No te vayas. Aúntenemos dieciocho años por delante y novamos a perder ni un minuto de estosaños».

Me mantuvo abrazada como si

alguien quisiera robarme. Al fin dejó dellorar y decirme cosas tan bonitas, tantristes. Al cabo del rato entró mamá ypapá le dio un beso.

CRECER ESINEVITABLE

Natacha y Carlos se casaron a finesde junio. Después de la boda los noviosse fueron por su lado, Alberto y Quiquese metieron en el cine de barrio, puesdaban una del Oeste, y nosotrosvolvimos a casa.

Hacía un calor bárbaro y a la Buelale dolían mucho los pies porque se habíacomprado, para la boda, zapatos nuevoscon tacón bastante alto. Se los quitó ytambién se cambió el vestido. A mí medesnudó y me puso el pijama. Eran casilas nueve de la noche y no pensábamos

cenar porque la merienda había sidoabundante.

Todo parecía igual y sin embargopercibí una suerte de vacío. Pensé en lospapas y dije a la Buela:

—Tal vez podría consolar a papá ymamá, hablándoles como lo hagocontigo. Si supieran de mí lo que túsabes...

Buela movió negativamente lacabeza.

—De ningún modo, Veva. Ahorahas de tener más cuidado que nunca. Tefaltan tres meses para cumplir el año yhas de comportarte como lo que eres:una niña muy pequeña. Ellos no quierenque crezcas.

—No lo puedo evitar, Buela. Cadadía soy un poco más vieja.

—Disimula unos años todavía. Porfavor, Veva, no seas insensata. ¿No vesque de ti depende su seguridad?

—¿Y Alberto? ¿Y Quique? Papá ymamá están contentos de que se haganhombres.

—Es distinto. Tú, ahora, eres laúnica chica de la casa, como Natacha lofue durante muchos años. Ellos se irán ytú te quedarás. Deja que disfruten de ti.Anda, ve con ellos.

Los encontré, ensimismados, en elvano de la puerta del dormitorio quehabía sido de Natacha. Sí, todo parecíaigual. Natacha había dejado allí unrastro de perfume y el esplendor de sus

años de adolescente. Allí, invisibles,permanecían sus horas de estudio,pensamientos, alegrías, temores, susúltimas horas de ilusión. Papá y mamáse agarraban a los restos del paso deNatacha: la cama, el armario, la mesa, lasilla, el balancín, un bloc de apuntes,dos bolígrafos usados...

—¿Es posible —preguntó papá—que una sola persona haga tanto bulto?¿Deje un hueco tan enorme en una casatan pequeña?

—Estas cosas siempre son así —dijo mamá, que había llorado muchodurante la ceremonia—. Siempre son así—repitió.

No supe a qué cosas se referían.Deben de ser cosas de mayores, cosas

de dentro más difíciles que las de fuera.Los papas permanecían allí, clavados,buscando, tratando de recuperar lo queya no era más que un recuerdo.

—¡Mamá! ¡Papá!En aquel momento despertaron.

Mamá me tomó en brazos.—¡Dámela! —dijo papá.—No. Déjamela un momento.

¡Cómo ha crecido! Papá quería tomarmeen brazos. Mamá me retenía en lossuyos.

—Dámela, te digo. No hay queperder ni un minuto.

Mamá me estrechaba contra supecho. Allí me acurrucaba yo, siempreque podía, para escuchar el ruidoaterciopelado de su corazón. Papá me

tiraba por un lado, mamá por otro y yome eché a reír.

—Vamos a destrozarla —dijomamá riendo también.

—¡Qué demonios, dámela! ¡Es mihija! Entonces me eché al cuello depapá.

Él me necesitaba más que nadie enaquel momento.

Mamá cedió al fin y papá meenvolvió en sus brazos.

—Es mi hija —repitió papá—. Mihijita, Veva. Mi pequeña. Mi chiquititapor muchos, muchos años.

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11/12/2010

Table of ContentsCarmen Kurtz VevaEL NACIMIENTOMI CASAQUIERO QUE ME QUIERANBUELA Y DIOSHAY QUE AYUDAR UN POCOROBAR UN PÁJAROSORPRESASEL SECRETO DE LA BUELAPASITO A PASONIÑOS, JÓVENES Y VIEJOSMAMÁ ES UN ÁNGELEL SECRETO DE NATACHANATACHA SE CASACRECER ES INEVITABLE