viejo caserÓn de san telmo - gabriela llanos...recordó sus únicas vacaciones en argentina: fue...
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VIEJO CASERÓN DE SAN TELMO
Gabriela Llanos
A mi madre, Anita Giménez, a mi
padre, Percy Llanos, y a mi tío,
Carlos Giménez, que inspiraron esta
historia y cada segundo de mi vida
A mi hermana, Mariana Llanos, la
mejor compañera para viajar al
pasado y creer en el futuro
«… por eso, muchacho,
no partas ahora soñando el regreso
que el amor es simple,
y a las cosas simples las devora el tiempo»
Canción de las simples cosas, Armando Tejada Gómez- César Issela
I
EL VIAJE
Aldo Canessa se cebó otro mate, el tercero de la mañana, empezando a
notar un ritmo sincopado en los intestinos. Miró el reloj en la pared de la cocina.
«Si acá en Buenos Aires son las diez… –contó usando los cinco dedos–, en
Madrid deben ser las tres de la tarde». No era de buena educación interrumpir
la hora de la siesta, y menos con un llamado a larga distancia.
Apuró el paso hasta el baño. Sentado en el inodoro se observó
detenidamente: encima de una mancha grisácea en el espejo surgía como de la
nada su cabeza. Le pareció ridículo seguir manteniendo esos cuatro cabellos
blancos a las que, inútilmente y a punta de cepillo, les procuraba la misma
dignidad de cuando fueron muchos y marrones. El Emiliano, en cambio, se
murió sin que se le cayera ni un pelo, aunque ya andaba canoso a los
veintinueve años antes de irse de la Argentina; había empezado con un mechón
blanco en el medio de la frente que le fue ocupando la cabeza entera.
Aldo Canessa se subió el pantalón del pijama y arrastró los pies de nuevo
a la cocina. «¡Qué frío, carajo!», soltó encendiendo la estufa. Había escuchado en
las noticias que este invierno se venía bravo; era una locura hacer viajar a las
tres chicas desde España en esta época del año. «¡En qué estarías pensando,
Emiliano Duarte!», lanzó la pregunta apuntando al techo. Y de repente le
pareció que se había colado en una novela. El Emiliano siempre fue un poco
novelero, usando palabras raras, explicándolo todo como un diccionario. Pero
había que reconocer que la carta de despedida le salió re linda, «¡Te partía en
medio!», y eso que no dejaba de ser un manual de instrucciones en donde la
menos difícil era desempolvar el viejo caserón de San Telmo. Se sirvió otro mate
y lo sorbió hasta el fondo, recuperando la imagen de la casa que no pisaba
hacía un año: las baldosas azules y blancas de la cocina, el patio con los bancos
de madera, el garaje oscuro en el que el Emiliano tallaba sus vikingos gordos,
rubios platino, «casi en bolas con unos chalequitos de cuero». La casa donde
conocieron a Eva Olivares, en esos años en los que transitaron los alrededores
de lo que pudo haber sido una vida feliz.
Agarró el sobre blanco de encima de la mesa. Para el bueno de Aldo, había
escrito Emiliano Duarte con su letra perfecta. Sacó la carta y releyó las
indicaciones de su amigo achinando los ojos. «¡La pucha!», se quejó una vez
más de su segunda tarea: después del llamado a Madrid le tocaba lo peor, la
Florencia, contarle la verdad a la Florencia. «¡Pobre criatura!» ¿Cómo iba a
encajar la historia ese cuerpo chiquitito y frágil? Rubia, pizpireta, con los ojos
redondos y abiertos. ¡Se parecía tanto su madre! «Tan divertida, tan inteligente
y tan ingenua como la Eva», decretó guardando la carta dentro del sobre. «Una
Caperucita Roja con corpiño negro», recitó la frase del Emiliano sonrojándose,
porque era verdad, porque Eva Olivares había tenido el cuerpo de una vedette:
los pechos generosos, las caderas rotundas, la cintura de avispa, pero la cara de
un dibujo animado. Aunque Aldo Canessa nunca la vio en corpiño, «bueno, sí,
al final», cuando no era ni siquiera ella misma, cuando él prefería cerrar los ojos
ante las nalgas derrotadas, los pechos vacíos y el vientre inflamado de Eva
Olivares; la que había sido la mujer más linda del mundo.
Dejó el sobre en la mesa. «No es de cristianos desatender los deseos de
un muerto», se dijo. Y como en el tango se le piantó un lagrimón.
***
Celeste Duarte llevaba media hora despierta en la cama, desnuda, como
le gustaba dormir desde pequeña. Tenía que quitar ese espejo enorme de la
puerta del armario. Parecía una provocación de soltera madura, el tópico
perfecto para engordar el morbo de cualquier invitado de turno: un piso
coqueto en el centro de Madrid, la nevera vacía, una botella de vino adornando
el escritorio, zapatos de tacón desparramados y una anfitriona que se negaba a
asumir los cuarenta. Y eso que aún no los tenía. Le faltaban dos años, pero la
famosa crisis se le había instalado en el ánimo sin remedio.
Se levantó y se acercó al espejo. Todavía se gustaba. Había heredado las
piernas interminables de su padre. Tenía los pechos en su sitio, aunque le
preocupaban los anillos que se le empezaban a marcar alrededor del cuello, de
los que partía una tenue línea recta que amenazaba con dividirle el escote.
«¡Qué mierda es la madurez!», pensó mordiéndose el labio inferior hasta
hacerlo palidecer. Pero, en el fondo, sabía que no era eso lo que le molestaba
aquel sábado; ni la cercanía de los cuarenta ni la inutilidad de sus días desde
que intentaba atrapar la gran idea para su segunda novela. Había sido esa
llamada inoportuna a las dos de la mañana, precisamente a ella, la hija
sándwich, a la que debería asistirle el derecho de no ser tomada en cuenta.
«Hola querida», la había saludado un hombre en un tono amable, «soy el
tío Aldo». Celeste tuvo que esforzarse para decodificar la primera información.
Estaba regresando a casa tras una cita innecesaria, otro candidato al que
expulsar de la agenda del móvil, otra conversación intrascendente y culpable de
una ingesta de alcohol que iba a pasarle factura durante una semana. «Nena, te
estoy llamando desde Buenos Aires ¡No me digás que te agarro durmiendo,
che!». Celeste Duarte balbuceó un nopasanada con la lengua pastosa y entonces
recordó sus únicas vacaciones en Argentina: fue una Navidad a cuarenta grados
a las sombra, «año 1985», confirmó porque había cumplido allí los diez años.
Evocó un patio grande con barbacoa, una mesa llena de ensaladas, a su padre
riendo como nunca antes lo había visto, como nunca después lo volvió a ver; y
ahí, en ese carnaval de imágenes antiguas, apareció un hombre bajito, enjuto,
con el pelo escaso y la tristeza sellada en los ojos. «¡Qué sorpresa!», respondió
recordando al amigo de la infancia de su padre, esos a los que los hijos llaman
tío como si se estuviese saldando una deuda. El tío Aldo que, a miles de
kilómetros de distancia, empezó a contarle una historia que volvió a enturbiarle
la cabeza.
«¿Me entendiste, nena?», le preguntó sin aguardar respuesta, y agregó
que las esperaba en Buenos Aires dentro de quince días «para darle un arreglito
al caserón de San Telmo», que había estado cerrado durante un año. «Vos
quedate tranquila, nomás, que yo les mando los pasajes a las tres», le dijo el tío
Aldo, pidiéndole la «gauchada» de que le transmitiera el mensaje a sus
hermanas. «Y traigan ropa suficiente como para una temporadita por acá. No es
cosa mía, eh, son los deseos de tu viejo y donde manda capitán…»
Se despidieron con un afectuoso «hasta prontito». Celeste Duarte se
tumbó en la cama, frente al espejo, en la misma postura con la que amaneció ese
sábado tan extraño; pensando en Emiliano Duarte, su padre, «el capitán» que
seguía mandando aún después de muerto.
***
Aldo Canessa se detuvo en la verja del caserón de San Telmo y le vino un
recuerdo de pibe, cuando trepaba con el Emiliano por esos hierros oxidados que
habían sido azules y lustrosos. ¡Y la voz aguda de su abuela María! «Se van a
clavar los filos en la panza», les gritaba desde la puerta de al lado, desde la casa
de Aldo Canessa, que se comunicaba con la de Emiliano Duarte por el patio.
Intentó recuperar alguna imagen de sus padres, pero no consiguió separar las
verdaderas de las que él mismo se fue creando con la ayuda de su abuela; la
mujer que lo cuidó hasta que cumplió los dieciocho años como si hubiese
esperado a que terminara el colegio y pudiera pagar las cuentas para descansar
en paz. Aldo Canessa nunca se había sentido solo gracias al Emiliano, que lo
protegió desde chico, que le regalaba ropa, le prestaba plata y lo invitaba a
almorzar los domingos; que lo incluyó en su vida y lo quiso como se quería a
un hermano.
Pero nada de esto le había contado a Celeste Duarte cuando la llamó por
teléfono a Madrid. Tampoco le habló de Eva Olivares, ni mucho menos de la
Florencia. Nada le dijo de lo que fue la vida del Emiliano hasta los veintinueve
años cuando la injusticia lo obligó a cruzar el Atlántico, cuando todo lo que
había sido, todo en lo que había creído, se volvió humo igual que los fuegos
artificiales al final de una fiesta. Estaba seguro de que las tres chicas de España
no sabían del grupo de teatro El Juglar, de los viajes en ómnibus, las mateadas,
ni de las ideas que se le metieron en la cabeza al Emiliano con sus ganas de
cambiar el mundo. Estaba convencido de que las hijas de Emiliano Duarte
pensaban que la historia de su padre había comenzado al aterrizar en Madrid,
al convertirse en un empresario exitoso y casarse con esa madre joven que no
pudieron conocer.
Aldo Canessa metió la llave en la cerradura y se quedó mirando la calle
desde el otro lado de la verja. Lo atrapó otro recuerdo que todavía dolía: la
madrugada de julio, cuarenta años atrás, en la que se despidió de Emiliano
Duarte hablando bajito, conteniendo las lágrimas, con un «hasta pronto,
hermano» que se prolongó más de una década de incertidumbre. Miró el reloj
en su muñeca. La Florencia llegaría en cualquier momento y, como en aquella
madrugada maldita, él ya no tenía a nadie a quién recurrir.
***
Marta Duarte suspiró agradeciendo el alivio del aire acondicionado ¡No
soportaba Madrid en verano! Se ubicó en una mesa preguntándose por qué
siempre era ella la que debía trasladarse al centro, concretamente al bar debajo
de la oficina de Paloma, que por ser la mayor parecía gozar de un voto de
calidad doble a la hora de decidir el lugar de los encuentros, más bien escasos,
de las tres hermanas. Aunque esta vez había sido Celeste la que propuso un
café urgente y a una hora incómoda para un lunes. «La rarita de Celeste», decía
Paloma, y que por alguna razón su padre la había bautizado con el nombre de
un color que en España ni siquiera existe.
Marta Duarte le pidió un café con leche al camarero y dudó en devolver
la llamada del colegio. «¡Menuda faena!», otra vez querían enviarle a casa a las
dos niñas por un simple catarro. Estuvo a punto de mandar al diablo a la
profesora, de decirle que se ocupara de la gripe de sus hijas, que para eso
pagaba un campamento de verano y que ella estaba harta de cuidar enfermos…
pero Paloma Duarte entró en el bar a paso decidido con cara de andar
resolviendo el mundo. Marta guardó el teléfono y se quedó observando a su
hermana mayor: traje de chaqueta impecable, cabello de peluquería, zapatos de
salón. Se arrepintió de no haberse puesto ni una gota de maquillaje.
–¡Tengo quince minutos! Luego voy a una reunión importantísima –le
informó Paloma soltando el bolso sobre la mesa –. Espero que merezca la pena
lo que Celeste viene a contarnos. Mira que citarnos a esta hora… Y tú, ¿cómo
estás, cielo? ¡Qué mala cara traes, hija!
–He dormido fatal. Tengo a las niñas acatarradas.
–¡Normal! Sólo a ti se te ocurre seguir viviendo en ese chalet en la sierra,
que está helado incluso en pleno verano. No sé por qué no quisiste mudarte a la
casa de papá.
Marta Duarte no respondió, cogió su bolígrafo y empezó a dibujar en
una servilleta de papel. No quiso confesarle a Paloma que la casa familiar le
había parecido siempre una escenografía: un patio desangelado, una barbacoa
inútil, un salón lleno de adornos intocables y una biblioteca prohibida en la que
su padre vivía atrapado. Le hizo una seña al camarero mientras enfocaba la
figura de Celeste Duarte abriendo la puerta del bar, vestida con unas mallas
negras, jersey de cuello vuelto negro y unas enormes gafas de sol también
negras. Parecía una de esas estrellas del cine que escogían un look
especialmente llamativo para despistar.
–¿Tan malo es lo que tienes que contarnos que ya vas de luto? –le soltó
Paloma a modo de bienvenida.
–¡Tengo una resaca de tres pares...!
–¿Otra noche movidita? –insistió Paloma en hacer sangre.
–Mucho más de lo que serán las tuyas los próximos cincuenta años –
respondió Celeste empezando a dilatar la nariz.
Marta Duarte se apresuró a encauzar la situación, «¿Te pido un café,
cariño?», y Celeste asintió quitándose las gafas. Definitivamente, no era su
mejor día: traía un color cetrino y dos surcos grises en los ojos como si llevase
un mes bajo tierra. Marta miró a sus dos hermanas: Paloma tenía una cara
perfecta, en la que nada sobresalía de manera incómoda; los rasgos de Celeste
eran exagerados, la nariz aguileña, los labios carnosos, los dientes grandes y el
cuerpo atlético de amazona. Aún así, Celeste había sido la gran atracción de la
familia, con esa capacidad de captar el interés ajeno, con ese halo de
magnetismo que desprenden las personas que nunca se han preocupado por
nada ni por nadie.
–A ver, Celeste –Paloma Duarte rompió el silencio–: ¿Se trata de dinero?
¡No sé qué demonios haces con la pasta! Estoy deseando que terminemos de
vender la empresa y el chalet, así te puedes pulir tu parte sin provocarme una
úlcera.
–No necesito dinero –respondió Celeste bebiendo su café a sorbos lentos–
. ¿Me vais a escuchar sin interrumpirme?
Marta hizo un gesto afirmativo y Celeste empezó a narrarles la llamada
del «tío Aldo» la madrugada del sábado; la naturalidad con la que se dirigió a
ella y la seguridad con la que mencionó los billetes de avión «que pagaba el
Emiliano». Les dijo que existía una carta de su padre que deberían leer las tres
juntas en la casa de los abuelos, y que para eso tendrían que pasar una
temporada en Buenos Aires.
Marta Duarte contó mentalmente los segundos, cinco, cuatro, tres… Y
Paloma lanzó una flecha destinada a hacer diana en la cabeza de Celeste. «¿Te
das cuenta de la gilipollez que nos estás planteando?», se inclinó a favor del
sentido común: para vender la casa de San Telmo no era necesario moverse de
Madrid y, además, como estaban las cosas en Argentina no convenía andar
metiendo prisas.
–Ya se podría haber ofrecido a ayudarnos con la venta el “tío Aldo” en
lugar de contarte chorradas ¿Una carta de papá un año después de su muerte?
¿Y para eso tenemos que quedarnos unos días en Buenos Aires? ¿Está escrita en
arameo, acaso? ¡Venga ya! Que la envíe por mail o por correo certificado. Yo no
tengo ni tiempo ni ganas de hacer una excursión a la nostalgia.
Marta Duarte miró a su hermana Celeste, que sacó cinco euros de la
cartera y los dejó sobre la mesa. El tío Aldo enviaría los billetes de avión en una
semana, les informó sin rodeos, «vosotras haced lo que creáis conveniente; yo
voy a ir a Buenos Aires». Se dio la vuelta y se marchó decidida. Marta sintió los
ojos de Paloma buscando los suyos: supo que no podría escapar del discurso
orientado a anular su voluntad.
–¿Estás pensando lo mismo yo, cariño? ¡Esta historia es un disparate!
Celeste quiere unas vacaciones para ver si se inspira de una puñetera vez en esa
novela con la que viene mareando desde hace un siglo ¡Pero tú y yo somos
diferentes, cielo! Yo tengo muchísimo trabajo y tú a tu marido y a las niñas ¡Que
Celeste se vaya solita a invocar a las musas!
Marta agradeció la llamada telefónica que obligó a Paloma a salir a la
calle y despedirse con un gesto al aire. Le pidió otro café al camarero
observando a la clientela del bar. Sintió envidia de las personas que parecían
estar allí sin ningún peso en la conciencia, sin obligaciones que las ataran a un
chalet helado en la sierra y a dos niñas con gripe. Envidió a Paloma, que se
ocupaba siempre de todo, y a Celeste, a la que no le importaba nunca nada.
Arrugó la servilleta de papel: había vuelto a dibujar un vikingo gordo, con el
pelo largo y cara de buena gente.
Marta Duarte quiso estar en otro lugar, muy lejos, quizás en aquel viejo
caserón de San Telmo.
***
Aldo Canessa miró a su alrededor y le sobrevino un mareo de los raros,
en los que un frío enorme recorre el espinazo y parece que el alma se va
despidiendo de a poquito. «¡Ni en pedo!», no se podía caer redondo al piso,
menos en el patio del Emiliano, que estaba roñoso después de tanto tiempo sin
que nadie lo baldeara. Citar a la Florencia en el caserón de San Telmo había sido
una idea pésima. «Tendría que haber barrido un poco», se lamentó empezando
a tiritar. «Se va a pelar de frío», de eso estaba seguro: la Florencia era igual que
su madre y Eva Olivares vivía con frío, «desde que era una pendeja», hasta en
verano cuando salía de la pileta con la piel de gallina, con esos puntitos rojos
que se le formaban como si la hubiesen picado un millón de mosquitos, y los
dedos más arrugados que había visto en la vida. Una vez Emiliano Duarte les
explicó que a la gente se le arrugaban los dedos gracias a la naturaleza, «que era
re sabia», porque el cuerpo no entendía lo de pasar tanto tiempo en el agua y
asumía que se estaba corriendo peligro. «Las arrugas sirven para poder trepar»,
les dijo y la Eva se tentó de risa, «¡Nos estás cargando!», se carcajeaba al punto
del hipo. Aunque a la Eva las arrugas en los dedos sí que le habían servido; al
menos para trepar por el cuerpo del Emiliano.
–¿Qué hacés acá, tío Aldo? ¿Te volviste loco? ¿Me hiciste venir para
invadir de prepo una casa abandonada? –la voz cantarina de la Florencia lo
apartó de sus recuerdos.
Aldo Canessa miró a Florencia Olivares que traía la sonrisa puesta.
Llevaba un gorrito de pana que le tapaba la frente, por el que se le escapaba
algún rulo amarillo. «¿Para qué carajo te cortaste el pelo?», se quejó pero no se
lo dijo. Parecía una francesita, una chica de fuera, y no quiso imaginar ni por un
minuto que la Florencia pudiera vivir en otro país. «Suerte que vino re
abrigada», pensó Aldo Canessa, mientras ella se sentaba en un banco haciendo
crujir la madera.
–¿Ésta es la famosa casa donde naciste? –le preguntó la Florencia,
sacando un termo de la mochila para cebarle un mate caliente.
–No, la mía era la de al lado, más chiquitita, casi un microbio. Ésta es la
casa de Emiliano Duarte ¿Te acordás de ese amigo mío del que tu mamá y yo te
hablamos alguna vez?
–¿El que hizo que la Eva se volviera actriz?
–¡No le llamés la Eva a tu mamá, che!
–¡Si a ella le encantaba! Nunca me dejó decirle mamá delante de la gente,
por ese miedo que tenía de hacerse vieja.
–La Eva nunca se hizo vieja.
–¡Habría sido una vieja imbancable!
–¡Nena, pará!
La Florencia se empezó a reír muy fuerte, tanto, que parecía que sus
carcajadas resonaban en todos los rincones de la casa. Aldo Canessa dudó, se
rascó la nuca despoblada, y posó la mano hasta atrapar los dedos pequeñitos de
la Florencia. Comenzó a hablar de Emiliano Duarte desde que iban juntos a la
escuela, de los partidos de fútbol, las canciones a la guitarra, el diario de una
sola página que escribía el Emiliano y repartían por el barrio subidos a la misma
bicicleta; hasta que llegó al grupo de teatro El Juglar, cuando conocieron a Eva
Olivares en una audición improvisada en ese mismo patio, la vez que ella
interpretó la canción de Gilda y los dejó asmáticos para siempre.
–Y ahora te tengo que contar tu propia historia, que empieza con el
Emiliano y la Eva.
Pasaron diez minutos que se volvieron siglos. Florencia Olivares lo
escuchó sin interrumpir, sin pestañar, con los ojos fijos en ninguna parte. Aldo
Canessa tenía la respiración entrecortada, daba rodeos, hacía pausas para dejar
escapar una tos que lo obligaba a torcer el cuello a la derecha como si tuviera un
tic nervioso. Terminó de hablar, sintió la lengua áspera y un sabor amargo en la
boca. No se atrevió a pedirle un mate a la Florencia, que había abrazado el
termo contra su pecho igual que a un salvavidas.
–¿Te sentís bien, nena? –le preguntó con un hilo de voz.
Pero ella no dijo nada. Se levantó del banco y salió de la casa sin hacer
ruido, con la misma precaución con la que caminaría por encima del fuego.
Aldo Canessa no intentó detenerla. Sabía muy bien que a la Florencia no le
gustaba llorar en público.
***
Florencia Olivares salió del aula transpirada. Se puso el gorro sobre el
cabello mojado y la campera de cuero se le pegó a la espalda como una venda
de gasa. Tenía ganas de llorar pero estaba seca, deshidratada. «¡Qué turra que
es la Benitez! ¡Una hija de puta desalmada!», pensó con rabia recordando los
ojos pequeños, de bicho malo, de su profesora de arte dramático. «Dale
Florencia, pensá en algo que te conecte con lo más profundo de tus sentimientos
¡Dejate llevar, sacalo afuera!», le decía moviendo los brazos con las venas
infladas como un bife lleno de nervios. «Contanos algo de tu infancia, cómo es
tu mamá, tu papá, cuáles son tus referencias». Sus compañeros la habían
mirado fijamente y ella empezó a transpirar con la voz atascada en la garganta.
«¿Qué carajo te importa, pelotuda?», estuvo a punto de gritarle a la profesora,
pero prefirió escapar del aula con el cuerpo deslavazado igual que un títere en
manos de un niño rabioso.
Llegó a la pensión y se tiró en la cama sin sacarse la campera ni las botas.
Se iba a agarrar un resfriado terrible y le importaba un pepino. Así tendría la
excusa perfecta para faltar a clase. El tío Aldo se querría morir si se llegase a
enterar de que no iba a la academia. «¡Que se muera!», gritó con bronca y se
arrepintió enseguida. El pobre tío Aldo, que le estaba pagando las clases de
teatro a regañadientes porque «no sería mejor que estudiaras algo normal, no
sé, maestra, perito mercantil, enfermera…». Pero ella quería ser actriz, una
buena actriz que no iba a terminar recitando a García Lorca cuando lavara los
platos igual que su vieja. «¿Por qué abandonaste el teatro, mamá? ¿Por qué te
pasaste la vida escuchando neuras ajenas?» Se levantó de la cama y encendió la
computadora. Googleó grupo de teatro El Juglar seguido de dos nombres: Eva
Olivares y Emiliano Duarte. Estuvo un buen rato mirando fotografías en blanco
y negro.
Florencia Olivares se sacó el gorro, la campera de cuero, y empezó a
llorar.
***
Paloma Duarte se apartó del equipaje listo para cerrar y encendió un
cigarrillo. Era el cigarrillo que más disfrutaba, el de después de hacer una
maleta, porque hacía muchas, una por semana, y terminaba satisfecha con la
labor cumplida. Pero esta vez no sintió el placer del humo llenando sus
pulmones; ni siquiera experimentó la gratificante seguridad de haber guardado
todo lo necesario, e incluso lo contingente, para emprender un viaje. Paloma
Duarte estaba acostumbrada a los viajes de trabajo: tres trajes de chaqueta
combinables, dos pares de zapatos de salón, una americana, un pantalón
vaquero por si alguna reunión se tornaba informal y un vestido negro ajustado,
por debajo de las rodillas, por si había que asistir a alguna cena. «¡Cuánto
tiempo sin pensar en el equipaje para unas vacaciones!». Pero ¿eran realmente
unas vacaciones? A su jefe, a su hijo y a su ex marido les dijo que se trataba de
un asunto familiar en Buenos Aires. ¿Se habría dejado convencer por la
insensata de Celeste? No, en realidad era Marta quién le preocupaba: tan
ingenua, con tan poca calle, acabaría tomando malas decisiones en cuanto se
vendieran la empresa, la casa de Madrid y la de San Telmo. ¡Y esas decisiones sí
que le importaban! Al fin y al cabo fue a ella a la que le tocó lidiar con la eterna
tristeza de Emiliano Duarte, con sus ganas de desparecer del mundo que había
empezado a construir junto a su madre; ese mundo del que había heredado
demasiado pronto tres hijas huérfanas.
Sonó una alerta en su teléfono móvil. «¡Otra vez con el mismo cuento!»,
se quejó mirando el último email que le enviaba su ex marido. Otra estúpida
cita para hablar de la mala conducta de Guillermo. ¿No había exigido él la
custodia del niño, acaso? Que se las arreglara solo con la adolescencia perversa
que estaba viviendo. Cuando era pequeño y no daba problemas sí que quería
preocuparse por su educación. «Yo tengo más tiempo que tú», le había dicho
rebozando dignidad. Y ahora que Guillermo estaba en plena edad del pavo le
parecía adecuado compartir responsabilidades con «la madre ausente».
Cerró la maleta y apagó el cigarrillo. Buscó en la pared la fotografía de su
madre. Le habló por primera vez: «¿Te lo puedes creer? Estamos las tres a
punto de embarcarnos rumbo a Buenos Aires por una carta de tu querido
Emiliano. Porque lo quisiste mucho, ¿no? ¡Por supuesto! Si no, te ibas a casar tú
con un hombre que no sabía sonreír». Observó a su madre con atención: el
cabello castaño y liso, las facciones delicadas, idénticas a las suyas; los ojos eran
los de Marta, lánguidos, como mirando de lejos una vida que nunca llegaría a
protagonizar; no encontró ningún rasgo de Celeste, Celeste era el duplicado de
su padre. Ese desinterés, esa soberbia de su hermana, probablemente venían
escritos en su código genético. «No se trata de dinero, al menos no sólo de
dinero», volvió a hablarle a la fotografía, insistiendo en que ella, la mayor, era la
única razonable, la que velaría por los intereses de sus dos hermanas. Y de
pronto, se descubrió elucubrando en la posibilidad de que su madre no hubiese
muerto cuando ella tenía siete años. Eliminó la fantasía de cuajo: nada ni nadie
podría haber caldeado el invierno que Emiliano Duarte instaló en su infancia.
Amplió la mirada hasta abarcar toda la pared: la foto de su graduación
en la facultad, su fiesta de promoción en el trabajo, y una de su hijo el primer
día de colegio. Se preguntó por qué no tenía fotos actuales de Guillermo; pensó
que quizás ella también había muerto para su hijo a los siete años, tras el
divorcio, aunque pasaran juntos los veranos y le hiciera un estupendo regalo en
Navidad. Abrió el primer cajón de la mesilla de noche; encontró su pasaporte
encima de un portarretrato antiguo.
Paloma Duarte cogió la maleta y apagó las luces. Salió de casa
convencida de que su padre no merecía un lugar en su pared; tampoco un viaje
transatlántico para leer, en el mejor de los casos, una carta llena de
arrepentimiento.