visiones de parís en la literatura hispánica
DESCRIPTION
Antología de textos de escritores españoles e hispanoamericanos cuyo tema es París como capital de la culturaTRANSCRIPT
VISIONES DE PARÍS EN LA LITERATURA HISPÁNICA
Antología
EL PARÍS GÓTICO
En sus memorias, Desde la última vuelta del camino, el escritor donostiarra Pío Baroja,
narra la significación que para él tuvieron sus sucesivas estancias en París.
El siguiente fragmento refiere la fiebre goticista que le asaltó en la Ciudad de la Luz.
Lo gótico es la flor de Francia en su vida artística, lo más acabado, perfilado y completo que ha hecho este país como obra colectiva. El siglo de Luis XIV y el imperio de Napoleón no tienen ese carácter tan completo ni tan artístico como el período gótico.
La floración del arte ojival es un milagro de Europa, y, sobre todo, de Francia. Parece que nace por generación espontánea, casi sin antecedentes.
En la juventud, quería completar mi educación con el estudio de obras artísticas, como se dice en las novelas pedagógicas francesas escritas para la juventud estudiosa.
Me figuraba que ver catedrales y palacios góticos era una de las ocupaciones más importantes del hombre.
París, en ese sentido, constituye una buena escuela, la mejor. Puede presentar los modelos más perfilados del arte ojival religioso y civil.
En un espacio reducido hay en la ciudad dos joyas arquitectónicas: Nuestra Señora y la Santa Capilla. Cerca, la torre Saint-Jacques, San Severino, San Julián el Pobre y San Julián de los Campos. Como edificios civiles próximos del mismo arte, el Hôtel de Cluny, tan elegante, y el Hôtel de Sens, con unos miradores como garitas de cuerpo cilíndrico y techo cónico.
En esa cuestión de arte ojival, Francia, y, sobre todo, la región de París y algunas próximas a ésta, al norte, son las primeras de Europa en pureza y en bellezas de estilo.
En aquella temporada parisiense me saturé de goticismo, hasta tal punto que después quedé inmune para esta pasión desordenada de la piedra. No llegué a la pedantería hasta hablar de arbotantes y botareles, etcétera, etcétera; supe pararme a tiempo.
TREPANDO A LA TOUR EIFFEL
En el poema Tour Eiffel (1918), escrito originalmente en francés, el poeta chileno Vicente
Huidobro convierte al monumento más emblemático de París en símbolo del mundo moderno
que ha de ser interpretado mediante el nuevo lenguaje vanguardista.
Torre Eiffel
Guitarra del cielo
Tu telegrafía sin hilos
Atrae las palabras
Como un rosal las abejas.
Durante la noche
Ya no corre el Sena
Telescopio o clarín
Torre Eiffel Y es una columna de palabras
O un tintero de miel
En el fondo del alba
Una araña de patas de alambre
Urdía su tela de nubes
Mi niño
Para subir a la torre Eiffel
Se trepa por una canción
do
re
mi
fa
sol
la
si
do
Ya estamos arriba
Un pájaro canta
En las antenas
Telegráficas
Es el viento
De Europa
El viento eléctrico
Allá abajo
Los sombreros vuelan
Tienen alas, pero no cantan
Jacobina
Hija de Francia
Qué ves allá en lo alto
El Sena duerme
Bajo la sombra de sus fuentes
Veo girar la tierra
Toco el clarín
Para todos los mares
Sobre el camino
de tu perfume
Todas las abejas y palabras se van
En los cuatro horizontes
Quién no oyó este cantar.
YO SOY LA REINA DEL ALBA DE LOS POLOS
YO SOY LA ROSA DE LOS VIENTOS QUE SE
MARCHITAN CADA OTOÑO
Y TODA LLENA DE NIEVE
MUERO DE LA MUERTE DE ESA ROSA
EN MI CABEZA UN PAJARO CANTA TODO EL AÑO
Así un día me habló la torre
Torre Eiffel
Jaula del mundo Canta
Canta
Repique de París
El gigante colgado en medio del vacío
Es el cartel de Francia
El día de la victoria
Tú se lo contarás a las estrellas
LLUVIA Y MUERTE EN PARÍS
En un día de otoño, lluvioso, en París, el poeta peruano César Vallejo predice
su muerte: no le cabe duda de que le llegará en un día de otoño, lluvioso, en París.
PIEDRA NEGRA SOBRE UNA PIEDRA BLANCA
Me moriré en París con aguacero, un día del cual tengo ya el recuerdo. Me moriré en París y no me corro tal vez un jueves, como es hoy, de otoño.
Jueves será, porque hoy, jueves, que proso estos versos, los húmeros me he puesto a la mala y, jamás como hoy, me he vuelto, con todo mi camino, a verme solo.
César Vallejo ha muerto, le pegaban todos sin que él les haga nada; le daban duro con un palo y duro
también con una soga; son testigos los días jueves y los huesos húmeros, la soledad, la lluvia, los caminos...
AMOR JUNTO AL SENA
En Rayuela (1963), del argentino Julio Cortázar, el Pont des Arts es el lugar donde
es posible el encuentro, casual y a la vez premeditado, con la amada.
¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Rayuela, capítulo 1.
EL CIELO DE PARÍS
París es el lugar de la dicha, la libertad, la juventud y el amor en este bello poema
del escritor barcelonés Jaime Gil de Biedma.
PARÍS, POSTAL DEL CIELO
Ahora, voy a contaros cómo también yo estuve en París, y fui dichoso. Era en los buenos años de mi juventud, los años de abundancia del corazón, cuando dejar atrás padres y patria es sentirse más libre para siempre, y fue en verano, aquel verano de la huelga y las primeras canciones de Brassens, y de la hermosa historia de casi amor. Aún vive en mi memoria aquella noche, recién llegado. Todavía contemplo, bajo el Pont Saint Michel, de la mano, en silencio, la gran luna de agosto suspensa entre las torres de Notre-Dame, y azul de un imposible el río tantas veces soñado –It's too romantic, como tú me dijiste al retirar los labios. ¿En qué sitio perdido de tu país, en qué rincón de Norteamérica y en el cuarto de quién, a las horas más feas, cuando sueñes morir no te importa en qué brazos, te llegará, lo mismo que ahora a mí me llega, ese calor de gentes y la luz de aquel cielo rumoroso tranquilo, sobre el Sena? Como sueño vivido hace ya mucho tiempo, como aquella canción de entonces, así vuelve al corazón, en un instante, en una intensidad, la historia de nuestro amor, confundiendo los días y sus noches, los momentos felices, los reproches y aquel viaje –camino de la cama– en un vagón del Metro Étoile-Nation.
PARÍS KAFKIANO
En su relato La cena, el guatemalteco Augusto Monterroso rinde homenaje a la vez a Kafka y a París.
Nos presenta una “fantasía” donde París se convierte en el nuevo territorio de lo absurdo.
LA CENA
Tuve un sueño. Estábamos en París participando en el Congreso Mundial de Escritores. Después de la última sesión, el 5 de junio, Alfredo Bryce Echenique nos había invitado a cenar en su departamento de 8 bis, 2º piso izquierda, rue Amyot, a Julio Ramón Ribeyro, Miguel Rojas-Mix, Franz Kafka, Bárbara Jacobs y yo. Como en cualquier gran ciudad, en París hay calles difíciles de encontrar; pero la rue Amyot es fácil si uno baja en la estación Monge del Metro y después, como puede, pregunta por la rue Amyot. A las diez de la noche, todavía con sol, nos encontrábamos ya todos reunidos, menos Franz, quien había dicho que antes de llegar pasaría a recoger una tortuga que deseaba obsequiarme en recuerdo de la rapidez con que el Congreso se había desarrollado.
Como a las once y cuarto telefoneó para decir que se hallaba en la estación Saint Germain de Prés y preguntó si Monge era hacia Fort d’Aubervulliers o hacia Mairie d’Ivry. Añadió que pensándolo bien hubiera sido mejor usar un taxi. A las doce llamó nuevamente para informar que ya había salido de Monge, pero que antes tomó la salida equivocada y que había tenido que subir 93 escalones para encontrarse al final con que las puertas de hierro plegadizas que dan a la calle Navarre estaban cerradas desde las ocho y treinta, pero que había desandado el camino para salir por la escalera eléctrica y que ya venía con la tortuga, a la que estaba dando agua en un café, a tres cuadras de nosotros. Nosotros bebíamos vino, whisky, coca cola y perrier.
A la una llamó para pedir que lo disculpáramos, que había estado tocando en el número 8 y que nadie había abierto, que el teléfono del que hablaba estaba a una cuadra y que ya se había dado cuenta de que el número de la casa no era el 8 sino el 8 bis.
A las dos sonó el timbre de la puerta. El vecino de Bryce, que vive en el mismo 2º piso, derecha, no izquierda, dijo en bata y con cierta alarma que hacía unos minutos un señor había tocado insistentemente en su departamento; que cuando por fin le abrió, ese señor, apenado sin duda por su equivocación y por haberlo hecho levantar, inventó que en la calle tenía una tortuga; que había dicho que iba por ella, y que si lo conocíamos.
UN CUARTITO EN PARÍS
En La vida exagerada de Martín Romaña, el peruano Alfredo Bryce Echenique se burla de la visión romántica del artista bohemio que vive entregado a su arte, recluido en una humilde buhardilla parisina.
Mi cuartito de pobre, porque ahora era pobre, quedaba en el techo de un hermoso edificio burgués, bastante burgués, en realidad, que miraba feliz y seguro de sí mismo al hermoso Jardin des Plantes. Lo único malo es que mi cuartito no tenía ventana ni hacia el Jardin des Plantes, ni hacia ninguna parte. Sólo una claraboya para las noches de luna, pero la verdad es que en París, éstas suelen ser las menos, y las más pueden ser noches de esa lluvia de mierda que a menudo se me filtraba por la maldita claraboya, justito encima de mi almohada. Me goteaba lluvia en la cara, y cuando no llovía en otoño, invierno o primavera, se metía irremediablemente el aire por los rincones, enfriando la enorme camota que sabe Dios cómo había llegado hasta allí. Bueno, desarmadísima, me imagino, porque a mi cuartucho amarillo patito no se llegaba por la escalera de los burgueses, mucho menos por el ascensor de esas damas y caballeros y de sus respectivos perritos de todo tipo, aunque predominando más bien el chiquitito y horroroso, sino por una estrecha escalera de caracol que subía y subía, para que en otros tiempos subieran las empleadas domésticas a sus habitaciones. Ahora subíamos nosotros: estudiantes, obreros y uno que otro bicho raro. Yo trabajaba en un colejucho infame, dando unas infames clases de castellano. Con eso, con el restaurante universitario, y con los tirantes que me regaló Inés, iba tirando pa’delante, como se dice, sin que se notaran demasiado los efectos de la balanza sobre mi organismo físico, psíquico y de sistema de valores.
Mi camota era como un cuartito dentro de mi cuartito. Todo lo que había en el cuartito cabía en la camota, que era, además, altísima, y por culpa de la camota no todo lo que cabía en ella cabía en el cuartito. En todo caso, no bien entraba yo, me atracaba con algo, con lo poco que allí había, una silla medio desfondada, un pequeño armario, una mesita más baja que la camota y que sólo cabía empotrándola contra un espejo que me obligaba a trabajar contemplando la miseria en que vivía, porque en él se reflejaba íntegro el cuartito más feo de París. El propietario me había prohibido sacar el espejo de la pared en que estaba pegadísimo, además, o sea que un día, para evitar verme viendo mi miseria con esa cara de imbécil, puse la silla y la mesita sobre la camota y me instalé para siempre a trabajar allí.
Había también un aparatito redondo, que era la calefacción eléctrica, útil más que nada para encender cigarrillos, que se mantenía rojito de noche y era buena compañía, pero que en definitiva nunca logró calentarme los dos pies al mismo tiempo. De ahí me ha quedado la costumbre de andar cruzando una y otra pierna todo el tiempo.
EL PRIMER VIAJE A PARÍS
En su libro de memorias Sin rumbo cierto, el poeta Juan Luis Panero nos cuenta
el deslumbramiento que le produjo su primer encuentro con París.
En 1960 terminé el bachillerato. […] Durante ese curso hicimos un viaje de estudios por Suiza, Bélgica, Holanda, Alemania y Francia. Fue mi primer encuentro con París, donde sólo pasé cuatro días, los suficientes para quedarme deslumbrado.
Siempre que he regresado a París, en diversas épocas de mi vida, he pateado a fondo la ciudad, pero nunca como en aquel primer viaje: desde Montmartre al Barrio Latino o a Montparnasse, el museo del Louvre, que me abrumó y me mareó un poco –en esa visita mi mayor impacto fue contemplar la Victoria de Samotracia, una escultura que desde entonces es para mí el símbolo de la antigua Grecia–. También (ahora me parece increíble) subí andando hasta el último piso de la torre Eiffel. Bueno, recuerdo los callejeos inacabables y los primeros libros comprados en una librería que ya no existe, Le Divan, en la Rue Bonaparte (Sartre vivía en el piso de encima). Unos libros –entre ellos un volumen de las obras completas de Genet– que tuve que esconder minuciosamente a la hora de pasar la frontera española.
PARIS, JE T’AIME
Enrique Vila-Matas novela su experiencia parisina como aprendiz de escritor, imitador de Hemingway,
en la novela París no se acaba nunca. En estos párrafos deja constancia de su amor por la ciudad:
Me gusta sentarme en las terrazas de los cafés de París, y también me gusta mucho andar por esta ciudad, andar a veces durante toda una tarde, sin rumbo preciso, aunque tampoco exactamente al azar, ni a la ventura, pero tratando de dejarme llevar. A veces tomando el primer autobús que se detiene ante mí (como decía Perec, no se puede tomar el autobús al vuelo). O bien caminando deliberadamente por la rue de Seine para asomarme al arco que da al Quai de Conti y allí descubrir la silueta delgada de mi amiga La Maga detenida en el pretil de hierro del Pont des Arts.
Me gusta París, la place de Furstemberg, el 27 de la rue Fleurs, el Museo Moreau, la tumba de Tristan Tzara, las rosadas arcadas de la rue Nadja, el bar Au Chien qui Fume, la fachada azul del Hotel Vaché, los puestos de libros de los muelles. Y sobre todo una carretera secundaria, cerca del castillo de Vincennes, en la que hay un modesto y antiguo letrero sobre un poste que señala, como si acabáramos de llegar a un pueblo, que vamos a entrar en París. Me gusta mucho en esta ciudad pasar por un sitio que no he visto hace tiempo. Pero también lo contrario: pasar por uno por el que acabo de pasar. Me gusta tanto lo que hay en París que la ciudad no se me acaba nunca. Me gusta mucho París porque no tiene catedrales ni casas de Gaudí.
VIVIR EN PARÍS
No hay nada comparable a vivir en París: así opina Ricardo, el protagonista limeño de
Travesuras de la niña mala, novela reciente de Mario Vargas Llosa (Nobel de Literatura, 2010).
-¿Eso es lo que quieres ser en la vida? ¿Nada más que eso? Todos los que vienen a París aspiran a ser pintores, escritores, músicos, actores, directores de teatro, a hacer un doctorado o la revolución. ¿Tú solo querías eso, vivir en París? Nunca me lo he tragado, viejito, te confieso.
-Ya sé que no. Pero, es la pura verdad, Paúl. De chiquito, decía que quería ser diplomático, pero era sólo para que me mandaran a París. Eso es lo que quiero: vivir aquí. ¿Te parece poco?
Le señalé los árboles del Luxemburgo: cargados de verdura, desbordaban las rejas del jardín y lucían airosos bajo el cielo encapotado. ¿No era lo mejor que podía pasarle a una persona? ¿Vivir, como en el verso de Vallejo, entre “los frondosos castaños de París”?