voces y sonidos de la ciudad
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ganador de la categoría Te suenan sus personas (en suplencia del premio a la categoría Te suenan sus objetos). Ensayo escrito por Jorge Grueso Arboleda, ciudadano invidente desde hace 33 años, que, como líder de la población invidente de Bogotá, ha impulsado eventos en la ciudad para este sector social, como la Noche de Gala, el Mes de la Discapacidad y el montaje de la comparsa ‘Argos’ en la Fiesta de Amor por Bogotá. El texto es una crónica que recorre y describe los sonidos característicos de la cotidianidad bogotana.TRANSCRIPT
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Voces y sonidos de la ciudad
Jorge Grueso Arboleda
Ustedes, los lectores de estas palabras, probablemente viven en una ciudad, puede
ser Bogotá o cualquier otra en el mundo. De seguro la conocen bastante bien porque
han estado en ella desde que nacieron, o tal vez llegaron siendo niños o en su
juventud en busca de un mejor destino. Pero, desde que la empezaron a transitar,
aprendieron a reconocer la ubicación de cada sitio de su interés, creando vínculos y
relaciones para hacer referencia a ellos cuando hablan con otros. Cada sitio de su
ciudad tiene una arquitectura con formas propias a las épocas en que se ha ido
construyendo. Ustedes se desplazan por su ciudad según los medios de transporte
que posean. En las calles la gente se mueve de un lugar a otro, cruzándose con
más gente, con vehículos, con edificaciones y almacenes, con diversos sonidos y
ruidos que tensionan y desesperan al más tranquilo.
Quizá no sea su caso, pero las palabras y los gritos de la gente, los sonidos y los
ruidos de Bogotá –la ciudad en la que habito–, el ritmo de cada una de sus zonas y
de sus muchas calles me dicen dónde estoy, ellos constituyen mis referentes, son la
forma como he conocido y como reconozco la ciudad. Bogotá es para mí sonido,
canciones, ruidos. Sin ese mundo sonoro Bogotá no existiría para mí, pues soy
ciego. La capital del país no siempre fue así: hubo un tiempo durante el cual me
habría perdido en sus pocas calles ya que el silencio lo envolvía todo y sus gentes
apenas cruzaban palabras en la calle. A lo mejor las campanas de las iglesias me
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habrían orientado en esos tiempos, aunque debo admitir que no sonaban todo el
tiempo. Ningún sonido o ruido rompía la paz de la pequeña ciudad.
Del tiempo del ruido
La antigua ciudad era bastante silenciosa, pero, en la noche del 9 de marzo de 1687,
la pequeña y silenciosa aldea que era Santafé de Bogotá fue asaltada por un terrible
sonido que estremeció a sus pocos y tranquilos habitantes, quienes ya dormían.
Nadie supo exactamente lo que pasó, ni siquiera el origen de semejante estruendo.
Todos salieron despavoridos en busca de una razón ante semejante
acontecimiento. Joseph Cassiani, cronista de la época, relata de esta manera el
acontecimiento:
No es fácil referir la turbación y conmoción de aquella noche; sólo aquella
prosopopeya, con que nos representan los predicadores el día del Juicio,
puede presentarnos alguna explicación de lo que físicamente sucedió la
noche del espanto: la gente toda fuera de sus casas, unos medio vestidos,
como estaban ya acostados; como estaban en sus posadas; otros
enteramente desnudos porque estaban ya acostados; y todos gimiendo y
clamando misericordia, discurrían sin tino por las calles. Nadie sabía dónde
iba, porque nadie sabía donde estaba. Todos clamaban al cielo, porque veían
que les faltaba tierra.
El acontecimiento de esa noche, sin ninguna explicación, se llenó de fantasías y
temores ante lo sobrenatural. Muchos de los testigos, al contar su experiencia,
agregaron al estruendo y la confusión un olor a azufre, añadiendo que “el diablo” era
el responsable de tal suceso. Estos relatos aumentaron la preocupación de la
novelas, series como la de Kaliman y la de Arandú, con la radio teatro en vivo y a
diario, y numerosos programas humorísticos. Así se dieron a conocer Los
Chaparrines, La escuela de doña Rita, Ever Castro, Montecristo, Los Tolimenses, La
Nena Jiménez, y otros personajes que crearon fantasías y trascendieron en el
tiempo. También por medio de la radio se ha escuchado el mundo deportivo: el
Mundial de fútbol de 1970, todas las competencias ciclísticas desde la época de
“Cochise” y Álvaro Pachón hasta el gran Lucho Herrera, la participación de
colombianos en atletismo –como Víctor Mora y Domingo Tibaduiza en San
Silvestre–, las corridas de Toros –desde Pepe Cáceres hasta César Rincón–, las
competencias automovilísticas –con Roberto José Guerrero y Juan Pablo Montoya–.
De otra parte, la radio ha sido el medio por el cual se han conocido los
acontecimientos de trascendencia para la ciudad, como el 9 de abril de 1948, que
marco un momento vital al narrarles a los oyentes de la ciudad y del país esta
macabra catástrofe.
Junto a este panorama debe resaltarse que la radio ha permitido acercar a la gente
de Bogotá y a quienes hemos llegado a ella. La radio en la ciudad ha permitido
transmitir, en todo el sentido de la palabra, nuestra identidad. Allí se han forjado los
momentos del esparcimiento y del ocio, así como también los de la opinión. La
transmisión de las voces bogotanas generó una importante cohesión que aún las
fuerzas de la televisión y del internet no han podido borrar por completo. Sin ver el
rostro tras las voces, los sonidos han generado vínculos que nos remontan a
recuerdos, a los lazos que hemos tejido con otras personas. Cada vez que la radio
transmite una canción no podemos evitar recordar algo de nuestra vida, aunque sea
solamente una sensación de inexplicable gozo. La radio, aunque se enfrente a otros
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población, sin quedarles otro camino que no fuera el de la oración y la expiación.
Mucho tiempo ha pasado en Bogotá desde la leyenda de los tiempos del ruido y sus
asustados habitantes. Pero esta anécdota nos da cuenta de algo trascendental para
la constitución de la ciudad: su historia se ha desarrollado con sonidos y ruidos.
Sonidos como los expresados durante los días del grito de la Independencia, los
disparos de los fusiles en los paredones de la época de la Reconquista y los vítores
por los triunfos en los campos de Boyacá.
La historia de las palabras, de los sonidos y los ruidos en Bogotá tiene sus
momentos especiales, va llenando sus propias páginas: se trata de una ciudad
donde los grandes sonidos más recurrentes eran los que producían las campanas
de sus incontables iglesias, los de los interminables rosarios en el seno de estas
edificaciones, los de las oraciones en todas las festividades religiosas. Durante
muchos años Bogotá fue una ciudad donde la voz era queda y el corre, ve y dile
apenas era audible. Sin duda, la voz de la iglesia era la más escuchada, aunque
pocos entendieran las prédicas de los curas en los altares y en las procesiones. Tal
vez por esa historia aún escuchamos hoy en día un sonido bastante característico
de las festividades religiosas; se trata de las matracas de madera, ruido que resulta
molesto para el oído, pero que marca definitivamente el tiempo de la Semana Santa.
Pero la ciudad ha cambiado. Por ejemplo, antes las iglesias debían contar con
construcciones monumentales, ahora es posible encontrar un templo en cualquier
casa, en grandes bodegas acondicionadas cuando la comunidad es numerosa. El
Evangelio no sólo se encuentra presente en el catolicismo, sino que se encuentra en
una gran diversidad de cultos esparcidos por toda la ciudad, inundando las calles
medios de difusión de la información y de la cultura, aún sigue siendo el medio
ambiente sonoro de las calles. Los buses y los negocios que tratan de llamar la
atención recurren a sus ondas para hacer más ameno el día, para llamar la atención
de los transeúntes. La radio, por lo tanto, da cuenta de unos lazos sonoros que nos
unen a todos quienes habitamos la ciudad, lazos que sólo un extenso paso del
tiempo podría llegar a afectar de manera contundente.
Todas las voces de la calle
La radio nos contó cómo era el mundo, y nuestra imaginación hizo el resto. En las
lejanas tierras del Litoral Pacífico colombiano escuchaba de niño lo que en Bogotá
y en el mundo ocurría. Me imaginaba cómo podía ser la capital. Sólo en los tiempos
de mi accidente visual la pude ver, y luego la conocí por medio de los sonidos. Salir
a la calle en la actualidad implica que se cree un panorama sonoro único que me
guía y me acompaña en mi día a día. Llegan hasta mi los recuerdos de los sonidos
del ‘paisa culebrero’ que oí al llegar a Bogotá. “¡Quieta Margarita!”, le decía a su
compañera, una serpiente que permanecía siempre con su modorra en un cajón de
madera. Esta Margarita de tres metros acompañaba siempre al culebrero. Éste le
sacaba el veneno, según él, para preparar brebajes, pócimas y bebedizos para curar
toda clase de males. Para llamar la atención este personaje se vestía
extravagantemente: utilizaba plumas de colores en su cabeza, collares de todo tipo
de piedras, se pintaba el rostro y vestía de manera llamativa. Formaba tribuna en los
mercados de cualquier plaza. Haciendo alarde de su labia lograba conseguir el
sustento diario. Su discurso llegaba a mis oídos y sus ¡cientos!, ¡cientos! de palabras
se fueron quedando para siempre en mi memoria.
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con sus cánticos y prédicas, sonidos que muchas veces generan quejas por parte
del vecindario.
Entonces, podemos hablar de unos sonidos que se han mantenido en la ciudad de
Bogotá a través de los siglos: los de su fervor religioso. Desde las conversaciones
suscitadas por el gran estruendo de 1687, hasta los conflictos que las iglesias
generan con sus vecinos, pasando por el ruido de las matracas y por el sonido de
las campanas, la ciudad ha llenado el ambiente sonoro de sus calles con
expresiones propias a su fe. Son expresiones que aún perviven. Si tomásemos el
caso de las campanas, nos encontraríamos con la sorpresa de que, a pesar de que
ya las campanas de metal han sido reemplazadas por grabaciones, y aunque ya no
doblen las campanas a cada hora sino solamente cuando va a oficiarse una misa, el
ambiente sonoro bogotano no se ha separado en gran parte de sus raíces. Tal vez
en unos cien años el número de campanas y de matracas se reduzca
considerablemente, pero aunque sólo una de ellas resuene, se estará manifestando
una tradición que se remonta a la época de la Colonia.
No hable mal en la ‘Atenas suramericana’
También la historia de Bogotá se emparenta con sus formas de hablar. En una
ciudad donde se iba gestando una diferencia de clases, debía existir un fundamento
no sólo económico –que no era muy visible– para marcar las distancias. Por ello se
implantó una diferencia especial: el denominado ‘buen uso’ de la lengua, tanto en la
escritura como en su uso oral. Al hablar se fueron marcando las diferencias entre los
“bien hablados” y los demás, los “incultos e ignorantes”. Las gentes con algún poder
político o económico tomaron la cultura como signo de diferenciación con respecto a
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otros grupos sociales. Fabio Zambrano, en su texto “De la Atenas suramericana a la
Bogotá Moderna”, señala que en Bogotá “…se consolidó una tendencia a crear una
realidad propia mediante la integración de un contexto cultural más amplio que
instrumentalizaba la cultura como herramienta para dirigir el rumbo de la sociedad
hacia lo que esta élite consideraba como la civilización y con ello dejar atrás lo que
se consideraba la barbarie: hablar mal, vestirse mal, comportarse mal por fuera de
las reglas dictadas por los manuales de urbanidad” (Zambrano, : ).
Entonces el hablar bien y el escribir bien se constituyeron en las más importantes
formas de presentarse ante el mundo. Antes que unas cualidades morales, se
mostraban unas cualidades lingüísticas y estilísticas. En este ambiente surgió el
mote de la ‘Atenas suramericana’ para Bogotá, como signo de distinción de la gente
poderosa ante las fuerzas de las nuevas gentes que iban llegando a la ciudad con
sus propias costumbres y su aportes económicos al progreso de la ciudad. Sin
embargo, más allá de la discusión sobre las “buenas maneras y el bien hablar” se
agitaba el mundo de la gente “inculta”, de las personas que se emborrachaban en
las chicherías, que armaban escándalos callejeros o que jugaba al tejo con el
respectivo ruido de la mechas al explotar.
Por lo tanto, se constituyó un doble mundo de sonoridades en las calles bogotanas:
de un lado se encontraba la prefiguración de las clases dominantes, quienes, por
medio del lenguaje, buscaban distinguirse de todos los demás pobladores; de otro
lado, se encontraban aquellos de quienes querían alejarse los primeros. El pueblo
raso, motor de los grandes acontecimientos pero anónimo en el momento de los
reconocimientos, se consolidó en torno a una visión de la barbarie. Sus vidas,
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transcurridas en las calles, rodeadas de infinitos sonidos y estruendos, de un
lenguaje ‘mal hablado’, sin duda contribuyeron a constituir la identidad sonora de la
ciudad. Entre ellos deben contarse a los individuos que llegaron desde otras
regiones del país, en busca de oportunidades económicas. Portadores de patrones
culturales diferentes a los estrictamente capitalinos, generaron tensiones y
confrontaciones de las cuales resulta el panorama sonoro actual. Cada vez que
transito por las calles escucho un sinnúmero de dialectos, de acentos que varían de
latitudes y que nutren el mapa sonoro por el cual transito mis días. De manera que
podemos ver en las voces de las calles el sustrato de un largo proceso de
construcción de la ciudad: la llegada de diferentes visiones de mundo manifestadas
por medio de las expresiones lingüísticas. El conflicto del siglo XIX en torno al
lenguaje no consiguió borrar de la memoria de la ciudad el aporte que las
‘invasiones bárbaras’ realizaron a la consolidación de la identidad citadina. Éste, por
el contrario, sobrevivió, y se actualiza diariamente, cada vez que un forastero viene
con su cultura a buscar su lugar en esta gran urbe.
Suba el volumen
El siglo XX inicia con la llegada de nuevas costumbres en todos los campos:
cambios en el vestir, el comer, la forma de edificar las casas de habitación, la
movilidad, así como en otros campos. Las primeras décadas de esta centuria ven,
aunque con poca difusión, la llegada del teléfono: el sonido que interrumpía de
cuando en vez la rutina de la vida de las pocas casas que lo tenían. Los nuevos
inventos llegaban a cuentagotas. Cualquier día el ruido del tren se hizo cotidiano y
luego los pitos de los automóviles comenzaron a sorprender y a cambiar las rutinas
de los habitantes de la ciudad. El avance técnico del siglo XX se hizo más notorio
no hallarse asegurado, y que necesita ir urgentemente al servicio médico a que le
cojan puntos. Hay también los que andan de corbata y señalan un auto estacionado
y pide dinero porque se ha quedado sin gasolina, dejó la billetera en la casa y tiene
una junta en la empresa y remata su solicitud preguntando de manera retórica
“¿Cómo lo voy a dejar en éste sitio?”. Así se les escucha, semana tras semana. Son
historias que pueden ser ciertas, dolorosas o inverosímiles, pero todas expresan la
situación difícil por la que atraviesan las familias en nuestro territorio patrio.
En un recorrido por Bogotá, rumbo a mi hogar, se pueden subir al menos cuatro
personas que ofrecen su repertorio de música y poesía, asegurando ser personas
con carreras universitarias pero que, a causa de la droga, terminaron en la
denominada calle del “Bronx”. Están también los que buscan financiar sus carreras
universitarias a ritmo de canciones, esperando llenar sus expectativas y ser mejores
personas. Están los declamadores de la poesía universal o vernácula: “que cómo fue
señora, como son las cosas cuando son del alma…”. Dice uno y luego hace circular
CD con grabaciones propias o de Juan Harvey Caicedo: “El Ánima de Santa Helena:
Era un 16 de Enero con la brisa mañanera, cuando escuchaba yo el canto de la
pava montañera. En los copos de un almendro lamentaba la tragedia
sucedida en El Parrando, casa de Ramón Herrera…”. Se escucha de todo:
baladistas con repertorio de los años setentas, dúos de rap con pista en una
gigantesca grabadora o con pequeños trucos sonoros, y no pueden faltar las
reflexiones religiosas que dan testimonio de vidas salvadas por la palabra divina. Los
pitos de los carros en los trancones se vuelven insoportables. Escucho el silbato de
un policía de tránsito tratando de desatar el nudo que se ha formado. A veces no sé
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con los años veinte y treinta. La radio le dio a Bogotá sonidos llegados desde lejos.
Se trataba de la música, de relatos sobre sucesos que ocurrían en el mismo instante
en sitios distantes; podía escucharse, o bien un discurso político de algún dirigente o
bien las canciones de Gardel antes de partir para Medellín.
Años más adelante llegaría el cine, que se hizo más popular; entonces las voces de
los artistas se escuchaban en los teatros y la gente se agolpaba en éstos auditorios
cuando los personajes del cine mexicano hablaban como cualquier vecino, narrando
historias de gente del campo, como aquellos que llegaban a la ciudad y no sabían
leer los títulos de las películas norteamericanas. No obstante la gran revolución que
significaría el cine, los sonidos de la radio imperaron en la ciudad, entregándole a los
oyentes una gran variedad de ritmos: bolero, mambo, cumbias, temas del Caribe y
de otras regiones de Colombia se toman a Bogotá. Muchas voces se hacen
familiares aunque se desconozcan las imágenes de esas voces. Por ejemplo, a
Lucho Bermúdez, un ídolo de la música popular, pocos lo veían en persona. Los
grandes boleristas como Pedro Vargas, María Luisa Landín, Javier Solís, Agustín
Lara, Leo Marini, Daniel Santos, Celio González, Orlando Contreras, Celia Cruz;
Toña la Negra, Carmen Delia Dipini, Jhonny Albino y su trío San Juan, Los Tres
Ases, los Panchos, el trío Martino, los colombianos Víctor Hugo Ayala, Alcibíades
Acosta, Tito Cortés, Alberto Osorio, y muchos otros como ellos, produjeron melodías
que eran muy escuchadas. Aún en la actualidad la radio acompaña, entretiene y nos
permite movernos para realizar algún oficio mientras la escuchamos.
A través de los años, la radio en Bogotá nos sumergió en un mundo lleno de
imaginación y fantasía, con la trasmisión de cientos de historias como las radio
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novelas, series como la de Kaliman y la de Arandú, con la radio teatro en vivo y a
diario, y numerosos programas humorísticos. Así se dieron a conocer Los
Chaparrines, La escuela de doña Rita, Ever Castro, Montecristo, Los Tolimenses, La
Nena Jiménez, y otros personajes que crearon fantasías y trascendieron en el
tiempo. También por medio de la radio se ha escuchado el mundo deportivo: el
Mundial de fútbol de 1970, todas las competencias ciclísticas desde la época de
“Cochise” y Álvaro Pachón hasta el gran Lucho Herrera, la participación de
colombianos en atletismo –como Víctor Mora y Domingo Tibaduiza en San
Silvestre–, las corridas de Toros –desde Pepe Cáceres hasta César Rincón–, las
competencias automovilísticas –con Roberto José Guerrero y Juan Pablo Montoya–.
De otra parte, la radio ha sido el medio por el cual se han conocido los
acontecimientos de trascendencia para la ciudad, como el 9 de abril de 1948, que
marco un momento vital al narrarles a los oyentes de la ciudad y del país esta
macabra catástrofe.
Junto a este panorama debe resaltarse que la radio ha permitido acercar a la gente
de Bogotá y a quienes hemos llegado a ella. La radio en la ciudad ha permitido
transmitir, en todo el sentido de la palabra, nuestra identidad. Allí se han forjado los
momentos del esparcimiento y del ocio, así como también los de la opinión. La
transmisión de las voces bogotanas generó una importante cohesión que aún las
fuerzas de la televisión y del internet no han podido borrar por completo. Sin ver el
rostro tras las voces, los sonidos han generado vínculos que nos remontan a
recuerdos, a los lazos que hemos tejido con otras personas. Cada vez que la radio
transmite una canción no podemos evitar recordar algo de nuestra vida, aunque sea
solamente una sensación de inexplicable gozo. La radio, aunque se enfrente a otros
tareas? ¿Cuántas tareas tenías que hacer? ¿Por qué no hizo la tarea? ¿Sí ve? ¡Se
lo dije! ¡Apúrele, apúrele, acabe de hacer la tarea, se baña y se desayuna! ¡No se
demore tanto porque lo deja la ruta! ¿Cómo se va a ir en ayunas?”.
Debo alistarme y prepararme para salir. Es un día con muchas diligencias. Son las
8:30 de la mañana. Salgo a la avenida más próxima a casa, voy en busca de un
transporte que me lleve al centro de la ciudad; es mi primera lucha del día: no es
fácil encontrar una persona que esté dispuesta a acompañarme a tomar la buseta;
muchas veces mientras espero mi transporte pasa el bus de la persona que me está
colaborando y me toca conseguir un nuevo voluntario. Hay toda clase de personas:
algunas con muy buena voluntad de colaborar y ayudar, otras que sacan fácilmente
el cuerpo. A veces los buses no tienen entre sus propósitos recogerme. Ven a la
persona invidente y le niegan el servicio. Piensan que soy limosnero, que me voy a
subir a pedir. En algunos casos escucho a algún conductor, luego de cerrar la
puerta, gritar: “¡Él no paga el pasaje!”. Siempre puedo tomar asiento aunque esté
lleno el transporte, pues algún voluntario me brinda su silla. En algunas ocasiones
una persona se ofrece a colaborarme para decirme en dónde me debo quedar, pero
en muchas otras me hacen bajar en un sitio diferente al que necesito; creo que no lo
hacen de mala fe: quieren ayudar tanto que no saben cómo hacerlo bien. Me bajo en
el centro y escucho: “¡El forro para el celular…! Para toda clase de celulares…”;
“¡Tinto… perico… aromática… Chocolisto!”; “¿Busca ropa interior? ¡Conozco la
bodega en donde la encuentra a precio de fábrica!”. Pitan los buses pidiendo
espacio en la congestionada carrera Décima; se oye el grito de una persona que
acaban de robar; atravieso la carrera Décima en compañía de una agente de la
policía que me ve y me ofrece ayuda, la tomo del brazo y con la otra mano utilizo mi
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medios de difusión de la información y de la cultura, aún sigue siendo el medio
ambiente sonoro de las calles. Los buses y los negocios que tratan de llamar la
atención recurren a sus ondas para hacer más ameno el día, para llamar la atención
de los transeúntes. La radio, por lo tanto, da cuenta de unos lazos sonoros que nos
unen a todos quienes habitamos la ciudad, lazos que sólo un extenso paso del
tiempo podría llegar a afectar de manera contundente.
Todas las voces de la calle
La radio nos contó cómo era el mundo, y nuestra imaginación hizo el resto. En las
lejanas tierras del Litoral Pacífico colombiano escuchaba de niño lo que en Bogotá
y en el mundo ocurría. Me imaginaba cómo podía ser la capital. Sólo en los tiempos
de mi accidente visual la pude ver, y luego la conocí por medio de los sonidos. Salir
a la calle en la actualidad implica que se cree un panorama sonoro único que me
guía y me acompaña en mi día a día. Llegan hasta mi los recuerdos de los sonidos
del ‘paisa culebrero’ que oí al llegar a Bogotá. “¡Quieta Margarita!”, le decía a su
compañera, una serpiente que permanecía siempre con su modorra en un cajón de
madera. Esta Margarita de tres metros acompañaba siempre al culebrero. Éste le
sacaba el veneno, según él, para preparar brebajes, pócimas y bebedizos para curar
toda clase de males. Para llamar la atención este personaje se vestía
extravagantemente: utilizaba plumas de colores en su cabeza, collares de todo tipo
de piedras, se pintaba el rostro y vestía de manera llamativa. Formaba tribuna en los
mercados de cualquier plaza. Haciendo alarde de su labia lograba conseguir el
sustento diario. Su discurso llegaba a mis oídos y sus ¡cientos!, ¡cientos! de palabras
se fueron quedando para siempre en mi memoria.
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También recuerdo las palabras del llamado “artista colombiano”, un personaje
callejero que convocaba la gente para que escuchara sus estrafalarias historias, el
sonido de sus destartalados instrumentos musicales y las canciones de sus
ayudantes. Recuerdo al doctor Goyeneche, otro personaje muy anciano que
pregonaba distintos discursos para llegar a la presidencia.
Mi nombre es Pedro Salahonda. Perdí la visión hace treinta años y, desde entonces,
el mundo es para mí sonidos y sonidos, a veces ruidos que llegan a ser molestos,
ruidos que, en medio de la oscuridad por donde me muevo, pueden llegar a
producirme un verdadero temor. Aunque debo admitir que siento algo similar cuando
no escucho un sonido en la ciudad; entonces parece que estuviera sólo en éste
mundo. El silencio también me altera, me provoca miedo y hasta pánico. Sólo
cuando escucho a alguien que me dice “¿le puedo ayudar?”, vuelvo a la realidad.
En mi trasegar por la ciudad resulta ineludible percibir los sonidos de los
vendedores, estas personas dedicadas a la caza del cliente ocasional, ya sea
porque son los representantes de una empresa o porque son sus propios jefes. Les
escucho prorrumpir a mitad de la mañana con sus pregones: “¡El Tiempooooooo…!
¡El Espectadooooorrr...! ¡El Tiempooo…! ¡El espectador…!”; “Minutos… Minutos…
Llamadas… ¡Llamadas!”; “¡Almuerzos…! ¡Almuerzos! Sí hay almuercito corriente,
almuerzo especial, platos a la carta, mariscos, carne a la plancha, hígado
encebollado… ¡Siga!, ¡siga…!”.
De igual manera está el que se sube al transporte público, siempre ofreciendo
disculpas: “Permítame quitarle cinco minutos de su preciado tiempo; le ofrezco
del almacén escucho la voz del vendedor informal que me dice “zapatos en puro
cuero para hombre“; la diferencia de precios es enorme.
Paso por donde un paisano, esto lo sé por su voz; ofrece aguacates. En la próxima
esquina escucho al vendedor de relojes: “¡Relojes, relojes…! Desde cinco mil,
baraticos y de calidad”. Paso por la Avenida 19 y se ofrecen “¡CD! ¡Películas a $
2.000! ¡Las películas de cartelera…! ¡Láminas de Panini…! Láminas del Mundial y
de Coca-Cola. ¡Se vende el álbum lleno!”. Avanzo al norte y se escucha: “Chicas…
Chicas… Show… Show… Siga, siga… Show en vivo… Chicas, show”. Es una venta
de placer sin una gota de amor. Me dirijo a la ETB, y en la Plazoleta de las Nieves se
escucha una pelea de borrachos que se insultan a grito herido: “Este grandísimo
chiquitico otra vez por aquí”; y le responden: “Ya me retiro hermano”. Escucho el
sonido de botellas que se rompen, entonces me alejo y encuentro a una señora que
imita a Celia Cruz, es aplaudida por su público con mucho fervor. Escucho que se
ofrece a todo pulmón: “¡Picada…picada!”. Alcanzo la carrera Séptima y escucho al
vendedor de: “¡Mazamorra paisa, con leche y panela…! ¡Calientica la mazamorra!”.
El sol es abrasador; busco un restaurante y tomo mi almuerzo.
Me espera la entrega de cuatro documentos que llevan la esperanza para otra
persona con discapacidad, de Adelita (Adelaida). Ella tiene cincuenta y un años,
apenas mide un metro con diez centímetros de estatura, es invidente, de piel negra.
El 14 de abril del año 2000 experimentó los peores maltratos físicos de su vida, al
ser golpeada por un comandante de policía en la plaza de la parroquia del barrio
Veinte de Julio; dijo ella con su voz de niña: “¡Me dio golpes por todo el cuerpo! Casi
me desmayo. Se ensañó conmigo de manera brutal; pensé que me iba a matar ese
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disculpas a quienes estaban durmiendo, hablando o meditando”. Y comienza su
saludo: “¡Muy buenos días, (tardes o noches)…!”. Cuando no contestan su saludo
dice: “¡Gracias por su educación!”; cuando sólo le responde una persona hace
énfasis en quien respondió diciendo: “¡Gracias señorita, caballero, señora, joven o
niña!”. Y luego sigue: “Gracias por su atención: los saludo a nombre de la
‘Fundación de salvación del Mundo’, les estamos ofreciendo estas deliciosas
galletas brasileñas, la unidad a trescientos, dos por quinientos, y cinco por mil”.
Todos dicen lo mismo. Al pasar de puesto en puesto, entregando el producto de
turno, nos cuenta la historia del momento, luego se bajan del bus dando las gracias,
y en la siguiente parada se sube otro y ¡luego otro! Está el que se enfrenta al
conductor cuando trata de bajarlo. “¡Bájese hermano!, ¡bájese ya!, ¡bájese!, ¡bájese!
¡Que se baje, le dije!”, dice el conductor, a veces éste amenaza con una golpiza
diciendo: “¡Se baja, o me va tocar bajarlo!”. Y si el que se sube no tiene nada para
vender, responde: “¡Todo bien hermano! ¡Déjeme trabajar! ¡Ya me bajo! Una vez
superada la dificultad, y comienza con su discurso: “Soy desplazado, tengo 8 hijos,
tengo a mi mujer enferma. Uno de mis hijos está hospitalizado y no tengo cómo
comprarle la medicina”. O dice: “Ayer me detuvieron y apenas salgo. Me quitaron
toda la mercancía y no tengo qué llevarle a mi familia para comer”. Y así surgen
muchas historias, algunas de ellas triviales, como la mujer que busca apoyo porque
estuvo seis meses en la cárcel acusada de medio homicidio. Algunos muestran
sellos en los brazos con los cuales certifican haber estado cuatro años en la cárcel;
están quienes muestran sucias gasas asegurando haber sido operados
recientemente; están los que van de paso y requieren apoyo para un pasaje, a un
lejano pueblo, o el que simula ser “obrero”, presentándose manchado de sangre y
asegurando que acaba de caer de un piso de la construcción, con la mala fortuna de
cobarde, sólo porque estaba pidiendo limosna”. Aunque ya han transcurrido diez
años, ésta sombra sigue retumbándome en la cabeza; es la narración de uno de los
testimonios más desgarradores de mi vida. Continúo mi marcha para entregar los
documentos. Debo entregarlos personalmente; se trata de conseguir ayuda para
Adelita, pues su protectora está muriendo de cáncer. Salgo nuevamente a la avenida
Calle 19 buscando de nuevo un transporte que me sirva.
Me encuentro con la vendedora de cocadas, también con la de cucas; pasa el
vendedor de los chontaduros nuevamente. Después de aproximadamente quince
minutos logro tomar una buseta. Me bajo en la carrera Treinta con la avenida de las
Américas. Escucho voces que anuncian que se elaboran declaraciones de renta,
certificados de ingresos, o balances, todo por contador público graduado. Ofrecen
simcards de diferentes operadores, se escucha el silbato del policía tratando de
agilizar el paso de los carros. Empieza a lloviznar; alcanzo a entrar al Centro
Administrativo Distrital, rápidamente me orientan hacia el lugar donde debo realizar
mi trámite. Realmente no me he demorado más de media hora. Alcanzo la puerta
principal y se escucha al vendedor de sombrillas y paraguas. Espero sin salir.
Escucho que está escampando, espero un momento más, oigo el movimiento y
comentarios de las personas que me rodean: “Imagínese cómo me subieron ese
impuesto predial; no le pude hacer bajar más”; “Venir a perder todo este tiempo, mire
dónde vivo yo; vine a gastarme lo del bus que no tengo y no me solucionaron nada”.
Del otro lado escucho: “Hacer todo este colononón para decirme que es en otra
ventanilla, no le informan a uno bien”.
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transcurridas en las calles, rodeadas de infinitos sonidos y estruendos, de un
lenguaje ‘mal hablado’, sin duda contribuyeron a constituir la identidad sonora de la
ciudad. Entre ellos deben contarse a los individuos que llegaron desde otras
regiones del país, en busca de oportunidades económicas. Portadores de patrones
culturales diferentes a los estrictamente capitalinos, generaron tensiones y
confrontaciones de las cuales resulta el panorama sonoro actual. Cada vez que
transito por las calles escucho un sinnúmero de dialectos, de acentos que varían de
latitudes y que nutren el mapa sonoro por el cual transito mis días. De manera que
podemos ver en las voces de las calles el sustrato de un largo proceso de
construcción de la ciudad: la llegada de diferentes visiones de mundo manifestadas
por medio de las expresiones lingüísticas. El conflicto del siglo XIX en torno al
lenguaje no consiguió borrar de la memoria de la ciudad el aporte que las
‘invasiones bárbaras’ realizaron a la consolidación de la identidad citadina. Éste, por
el contrario, sobrevivió, y se actualiza diariamente, cada vez que un forastero viene
con su cultura a buscar su lugar en esta gran urbe.
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El siglo XX inicia con la llegada de nuevas costumbres en todos los campos:
cambios en el vestir, el comer, la forma de edificar las casas de habitación, la
movilidad, así como en otros campos. Las primeras décadas de esta centuria ven,
aunque con poca difusión, la llegada del teléfono: el sonido que interrumpía de
cuando en vez la rutina de la vida de las pocas casas que lo tenían. Los nuevos
inventos llegaban a cuentagotas. Cualquier día el ruido del tren se hizo cotidiano y
luego los pitos de los automóviles comenzaron a sorprender y a cambiar las rutinas
de los habitantes de la ciudad. El avance técnico del siglo XX se hizo más notorio
no hallarse asegurado, y que necesita ir urgentemente al servicio médico a que le
cojan puntos. Hay también los que andan de corbata y señalan un auto estacionado
y pide dinero porque se ha quedado sin gasolina, dejó la billetera en la casa y tiene
una junta en la empresa y remata su solicitud preguntando de manera retórica
“¿Cómo lo voy a dejar en éste sitio?”. Así se les escucha, semana tras semana. Son
historias que pueden ser ciertas, dolorosas o inverosímiles, pero todas expresan la
situación difícil por la que atraviesan las familias en nuestro territorio patrio.
En un recorrido por Bogotá, rumbo a mi hogar, se pueden subir al menos cuatro
personas que ofrecen su repertorio de música y poesía, asegurando ser personas
con carreras universitarias pero que, a causa de la droga, terminaron en la
denominada calle del “Bronx”. Están también los que buscan financiar sus carreras
universitarias a ritmo de canciones, esperando llenar sus expectativas y ser mejores
personas. Están los declamadores de la poesía universal o vernácula: “que cómo fue
señora, como son las cosas cuando son del alma…”. Dice uno y luego hace circular
CD con grabaciones propias o de Juan Harvey Caicedo: “El Ánima de Santa Helena:
Era un 16 de Enero con la brisa mañanera, cuando escuchaba yo el canto de la
pava montañera. En los copos de un almendro lamentaba la tragedia
sucedida en El Parrando, casa de Ramón Herrera…”. Se escucha de todo:
baladistas con repertorio de los años setentas, dúos de rap con pista en una
gigantesca grabadora o con pequeños trucos sonoros, y no pueden faltar las
reflexiones religiosas que dan testimonio de vidas salvadas por la palabra divina. Los
pitos de los carros en los trancones se vuelven insoportables. Escucho el silbato de
un policía de tránsito tratando de desatar el nudo que se ha formado. A veces no sé
Aventurándome nuevamente a salir, a continuar con la cotidianidad, me apuro a
bajar las escaleras y avanzo hacia la avenida Calle Veintiséis. Hay ventas de avena
con empanadas, sándwiches de diferentes tipos, formularios de impuestos y
retenciones, frutica picada, sombrillas, paraguas, es un mercado persa, ésa es la
ciudad. Tomo un bus que me lleva por los lados de San Andresito. Encuentro de
nuevo los vendedores de buñuelos con avena, el de cauchos para la olla exprés, el
que vende el sifón ahorrador de agua para el lavaplatos, la crema de concha de
nácar para quitar las cicatrices; mas allá le pulen los CD para que vuelva a escuchar
sus canciones preferidas, o le quitan los rayones a la pantalla del celular. Si es de
mañana, se encuentra en cualquier esquina de éste sector una parrilla que le ofrece
desayuno: arepa con huevos, con queso, con mantequilla. En otra parte escuchas, si
es en día sábado, la gaseosa o cerveza helada, o cualquier bebida energética bien
fría para que desenguayabe, todo esto está junto con la venta de tenis o zapatillas
que se ofrecen al paso. “¿Qué está buscando el caballero?; ¡Le tengo el radio para
el carro!; ¡La lechona tolimense! Fresquita, calientica”. Encuentro más escenarios
con diferentes tipos de vendedores, que dependen del día y del clima de mi ciudad.
En la noche, por ejemplo, es común encontrar en los sitios de mayor movimiento,
puestos de comida que se instalan en cualquier esquina, en donde puede conseguir
una picada, un tamal, la butifarra o una presa de gallina criolla, en un improvisado
comedor, o cualquier sancocho acompañado de arroz casero, o el vendedor que
lleva una chaza a cuestas y ofrece dulces, cigarrillos, galletas, chicles, el lustrabotas
que ofrece dejarle resplandeciente el calzado, o la persona que vocifera el nombre
de un barrio y todavía tiene cupo en un taxi que hace de transporte colectivo,
aparece por el mismo sitio quien vende cinco kiwis por mil pesos, o tres libras de
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si es la caravana del alcalde o del presidente la que alcanza mi transporte y nos
detiene para dar paso a su jefe.
En un día normal, al llegar a mi casa, luego de cuarenta y cinco minutos de viaje,
llega la tarde y con ella la salida de los muchachos de sus estudios. Se produce una
gran algarabía: las carreras, los gritos, el susto, las madres que gritan “¡Esperen, no
vayan a pasar la calle solos!”. Se escucha la frenada de un carro; escucho el
vendedor de envueltos de Mazorca diciendo “¡los envueltosss… de mazorca… con
queso, con uvas pasas…! ¡Calientes los envueltos! Cuatro en mil”. Repite su pregón
una y otra vez; creo que los vende toditos. En casa comienzo a escuchar los gritos
de mis nietas y nietos que me indican que ya están de vuelta de la escuela. Los
sonidos de la vida del hogar me envuelven durante un par de horas más; luego esos
sonidos van disminuyendo. Entonces puedo escuchar la radio y algo de música, más
tarde sólo se oyen los pasos apresurados en la calle, porque la noche se hace más
fuerte. Entonces, el sueño reparador me va ganando la partida. Escucho frente a la
casa a una pareja que pasa bastante alterada; suben suficiente el tono como para
que todo el vecindario se entere de que “no sacó la cita del médico para el niño, que
se encuentra con bastante tos y no ha dejado dormir ya por dos noches seguidas”. A
veces los escucho discutiendo por cosas cotidianas.
Amanece. Son las seis y quince de la mañana. Oigo nuevamente a la vendedora del
periódico: “¡El Tiempoo…! ¡El Espectadooooorrr...!”. Y se une el vendedor de
tamales: “¡Los tamalessss… calientes los tamalessss…!”. Y hace sonar la corneta de
la bicicleta y repite: “¡Los tamalessss... calientes los tamalessss…!”. Los niños se
dirigen a sus escuelas y colegios mientras sus madres preguntan: “¿Hiciste todas las
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novelas, series como la de Kaliman y la de Arandú, con la radio teatro en vivo y a
diario, y numerosos programas humorísticos. Así se dieron a conocer Los
Chaparrines, La escuela de doña Rita, Ever Castro, Montecristo, Los Tolimenses, La
Nena Jiménez, y otros personajes que crearon fantasías y trascendieron en el
tiempo. También por medio de la radio se ha escuchado el mundo deportivo: el
Mundial de fútbol de 1970, todas las competencias ciclísticas desde la época de
“Cochise” y Álvaro Pachón hasta el gran Lucho Herrera, la participación de
colombianos en atletismo –como Víctor Mora y Domingo Tibaduiza en San
Silvestre–, las corridas de Toros –desde Pepe Cáceres hasta César Rincón–, las
competencias automovilísticas –con Roberto José Guerrero y Juan Pablo Montoya–.
De otra parte, la radio ha sido el medio por el cual se han conocido los
acontecimientos de trascendencia para la ciudad, como el 9 de abril de 1948, que
marco un momento vital al narrarles a los oyentes de la ciudad y del país esta
macabra catástrofe.
Junto a este panorama debe resaltarse que la radio ha permitido acercar a la gente
de Bogotá y a quienes hemos llegado a ella. La radio en la ciudad ha permitido
transmitir, en todo el sentido de la palabra, nuestra identidad. Allí se han forjado los
momentos del esparcimiento y del ocio, así como también los de la opinión. La
transmisión de las voces bogotanas generó una importante cohesión que aún las
fuerzas de la televisión y del internet no han podido borrar por completo. Sin ver el
rostro tras las voces, los sonidos han generado vínculos que nos remontan a
recuerdos, a los lazos que hemos tejido con otras personas. Cada vez que la radio
transmite una canción no podemos evitar recordar algo de nuestra vida, aunque sea
solamente una sensación de inexplicable gozo. La radio, aunque se enfrente a otros
tareas? ¿Cuántas tareas tenías que hacer? ¿Por qué no hizo la tarea? ¿Sí ve? ¡Se
lo dije! ¡Apúrele, apúrele, acabe de hacer la tarea, se baña y se desayuna! ¡No se
demore tanto porque lo deja la ruta! ¿Cómo se va a ir en ayunas?”.
Debo alistarme y prepararme para salir. Es un día con muchas diligencias. Son las
8:30 de la mañana. Salgo a la avenida más próxima a casa, voy en busca de un
transporte que me lleve al centro de la ciudad; es mi primera lucha del día: no es
fácil encontrar una persona que esté dispuesta a acompañarme a tomar la buseta;
muchas veces mientras espero mi transporte pasa el bus de la persona que me está
colaborando y me toca conseguir un nuevo voluntario. Hay toda clase de personas:
algunas con muy buena voluntad de colaborar y ayudar, otras que sacan fácilmente
el cuerpo. A veces los buses no tienen entre sus propósitos recogerme. Ven a la
persona invidente y le niegan el servicio. Piensan que soy limosnero, que me voy a
subir a pedir. En algunos casos escucho a algún conductor, luego de cerrar la
puerta, gritar: “¡Él no paga el pasaje!”. Siempre puedo tomar asiento aunque esté
lleno el transporte, pues algún voluntario me brinda su silla. En algunas ocasiones
una persona se ofrece a colaborarme para decirme en dónde me debo quedar, pero
en muchas otras me hacen bajar en un sitio diferente al que necesito; creo que no lo
hacen de mala fe: quieren ayudar tanto que no saben cómo hacerlo bien. Me bajo en
el centro y escucho: “¡El forro para el celular…! Para toda clase de celulares…”;
“¡Tinto… perico… aromática… Chocolisto!”; “¿Busca ropa interior? ¡Conozco la
bodega en donde la encuentra a precio de fábrica!”. Pitan los buses pidiendo
espacio en la congestionada carrera Décima; se oye el grito de una persona que
acaban de robar; atravieso la carrera Décima en compañía de una agente de la
policía que me ve y me ofrece ayuda, la tomo del brazo y con la otra mano utilizo mi
aire, siempre alcanzan a sobresalir las voces de las personas, dando cuenta de su
existencia, de su aporte a la constitución de lo que es esta ciudad.
Sonidos de y para todo el mundo
Se puede ver que cada zona en la ciudad tiene su gente y sus sonidos, así como
sus olores. Uno puede identificar en el centro la calle Veinte con Octava y Novena
por el olor a pescado: se consigue crudo y cocido. Se escuchan los promotores de
los restaurantes donde su especialidad es el pescado. Cada zona con su gente: la
gente del parque Simón Bolívar, por ejemplo, vive en paz y en frenéticos conciertos.
Allí se encuentran quienes se ofrecen acomodarlo a uno en una mejor posición para
vivir el concierto más cerca, se encuentra el vendedor de boletas, con su sobrecosto,
el de bolsas de agua, los que venden licor y drogas camufladas. Cada quien opina
cómo le fue en el concierto: “Eso estuvo feo”, “los artistas nos hicieron esperar”.
Están a quienes no les gustó nada, quienes creen haber perdido el dinero, que la
gente no se sabe comportar. Hay quienes salen con sueño, con hambre, con pereza,
aburridos, pensando que hubiese sido mejor quedarse en casa. Se quejan porque el
artista no cumplió, porque el artista está viejo y barrigón, que no canta bien.
Aseguran que “la gente debería invertir la plata en otra cosa, es que la gente no
sabe en qué gastar la plata: hubiera salido mejor echar esa plata a la basura, y con
esas boletas tan caras”, o que “esos músicos son muy lindos pero poco inteligentes,
y la cabeza la deberían utilizar para algo diferente a ponerse una gorra”, incluso que
“la organización estuvo mala, no respetaron la fila”, “hay gente muy sucia, todo olía
a sobaquina”. Como para volverse loco, pues en los mismos conciertos se escuchan
a los que todo les pareció bien: “son muy buenos artistas, se mueven muy bien, y
cantan como los dioses”; “ése sí es un verdadero artista”, “debe ser ateo(a) porque
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medios de difusión de la información y de la cultura, aún sigue siendo el medio
ambiente sonoro de las calles. Los buses y los negocios que tratan de llamar la
atención recurren a sus ondas para hacer más ameno el día, para llamar la atención
de los transeúntes. La radio, por lo tanto, da cuenta de unos lazos sonoros que nos
unen a todos quienes habitamos la ciudad, lazos que sólo un extenso paso del
tiempo podría llegar a afectar de manera contundente.
Todas las voces de la calle
La radio nos contó cómo era el mundo, y nuestra imaginación hizo el resto. En las
lejanas tierras del Litoral Pacífico colombiano escuchaba de niño lo que en Bogotá
y en el mundo ocurría. Me imaginaba cómo podía ser la capital. Sólo en los tiempos
de mi accidente visual la pude ver, y luego la conocí por medio de los sonidos. Salir
a la calle en la actualidad implica que se cree un panorama sonoro único que me
guía y me acompaña en mi día a día. Llegan hasta mi los recuerdos de los sonidos
del ‘paisa culebrero’ que oí al llegar a Bogotá. “¡Quieta Margarita!”, le decía a su
compañera, una serpiente que permanecía siempre con su modorra en un cajón de
madera. Esta Margarita de tres metros acompañaba siempre al culebrero. Éste le
sacaba el veneno, según él, para preparar brebajes, pócimas y bebedizos para curar
toda clase de males. Para llamar la atención este personaje se vestía
extravagantemente: utilizaba plumas de colores en su cabeza, collares de todo tipo
de piedras, se pintaba el rostro y vestía de manera llamativa. Formaba tribuna en los
mercados de cualquier plaza. Haciendo alarde de su labia lograba conseguir el
sustento diario. Su discurso llegaba a mis oídos y sus ¡cientos!, ¡cientos! de palabras
se fueron quedando para siempre en mi memoria.
bastón, me acompaña por dos cuadras y me deja donde le pido. Escucho vender la
pomada para los dolores, la novena de Santa Marta o de San Judas Tadeo, el
veneno para los ratones, la rifa de los bomberos voluntarios de Tuluá y las venta de
veladoras de todos los tamaños y para todos los santos; me ofrecen el ungüento
Merey y la pomada verde, junto al sahumerio, el riego de la siete yerbas y continúo
mi marcha hacia el oriente por la Trece. En esta calle me abordan varios
vendedores: “¿Busca vestido el caballero…? ¡Siga! Tenemos de muchos estilos y
precios”. Avanzo y me dicen: “¿Qué está buscando el señor? ¡Tenemos mucho
surtido y a los mejores precios!”.
Alcanzo la carrera Octava, escucho al frente a una persona que se encuentra dando
un discurso, llamando la atención sobre la situación que vivimos. Realizo mis
diligencias, hago mis averiguaciones, luego termino y salgo. Es ya mediodía. Me
ofrecen almuerzo de dos mil quinientos pesos a cuadra y media de donde me
encuentro. Luego tomo rumbo hacia el norte, camino hasta el eje ambiental y me
ofrecen “¡chicharrones calientes! ¿Lo quiere carnudito o crocante?”. De nuevo,
minutos a celular, y percibo al vendedor de frutas ofreciendo ensaladas, jugo de
naranja o mandarina natural, también está el que vende chontaduros, adjudicándole
poderes afrodisíacos. Antes de llegar a la siguiente cuadra me preguntan si soy
pensionado, me ofrecen préstamos de dinero por libranza para pensionados. Avanzo
más y escucho varios títulos de libros, libros nuevos y usados, formularios para
presentar impuestos. Cruzo por una nueva cuadra y ofrecen “¡linternas, linternas…!
¡Navajas, destapadores!”; en otra parte, por el mismo sector, pregonan “¡zapatos en
cuero…! Zapatos dama en punta, botas altas y a media pierna… Tenis, zapatos
chatos, de tacón punta o grueso… ¡Siga adelante sin ningún compromiso…! Al lado
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del almacén escucho la voz del vendedor informal que me dice “zapatos en puro
cuero para hombre“; la diferencia de precios es enorme.
Paso por donde un paisano, esto lo sé por su voz; ofrece aguacates. En la próxima
esquina escucho al vendedor de relojes: “¡Relojes, relojes…! Desde cinco mil,
baraticos y de calidad”. Paso por la Avenida 19 y se ofrecen “¡CD! ¡Películas a $
2.000! ¡Las películas de cartelera…! ¡Láminas de Panini…! Láminas del Mundial y
de Coca-Cola. ¡Se vende el álbum lleno!”. Avanzo al norte y se escucha: “Chicas…
Chicas… Show… Show… Siga, siga… Show en vivo… Chicas, show”. Es una venta
de placer sin una gota de amor. Me dirijo a la ETB, y en la Plazoleta de las Nieves se
escucha una pelea de borrachos que se insultan a grito herido: “Este grandísimo
chiquitico otra vez por aquí”; y le responden: “Ya me retiro hermano”. Escucho el
sonido de botellas que se rompen, entonces me alejo y encuentro a una señora que
imita a Celia Cruz, es aplaudida por su público con mucho fervor. Escucho que se
ofrece a todo pulmón: “¡Picada…picada!”. Alcanzo la carrera Séptima y escucho al
vendedor de: “¡Mazamorra paisa, con leche y panela…! ¡Calientica la mazamorra!”.
El sol es abrasador; busco un restaurante y tomo mi almuerzo.
Me espera la entrega de cuatro documentos que llevan la esperanza para otra
persona con discapacidad, de Adelita (Adelaida). Ella tiene cincuenta y un años,
apenas mide un metro con diez centímetros de estatura, es invidente, de piel negra.
El 14 de abril del año 2000 experimentó los peores maltratos físicos de su vida, al
ser golpeada por un comandante de policía en la plaza de la parroquia del barrio
Veinte de Julio; dijo ella con su voz de niña: “¡Me dio golpes por todo el cuerpo! Casi
me desmayo. Se ensañó conmigo de manera brutal; pensé que me iba a matar ese
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cobarde, sólo porque estaba pidiendo limosna”. Aunque ya han transcurrido diez
años, ésta sombra sigue retumbándome en la cabeza; es la narración de uno de los
testimonios más desgarradores de mi vida. Continúo mi marcha para entregar los
documentos. Debo entregarlos personalmente; se trata de conseguir ayuda para
Adelita, pues su protectora está muriendo de cáncer. Salgo nuevamente a la avenida
Calle 19 buscando de nuevo un transporte que me sirva.
Me encuentro con la vendedora de cocadas, también con la de cucas; pasa el
vendedor de los chontaduros nuevamente. Después de aproximadamente quince
minutos logro tomar una buseta. Me bajo en la carrera Treinta con la avenida de las
Américas. Escucho voces que anuncian que se elaboran declaraciones de renta,
certificados de ingresos, o balances, todo por contador público graduado. Ofrecen
simcards de diferentes operadores, se escucha el silbato del policía tratando de
agilizar el paso de los carros. Empieza a lloviznar; alcanzo a entrar al Centro
Administrativo Distrital, rápidamente me orientan hacia el lugar donde debo realizar
mi trámite. Realmente no me he demorado más de media hora. Alcanzo la puerta
principal y se escucha al vendedor de sombrillas y paraguas. Espero sin salir.
Escucho que está escampando, espero un momento más, oigo el movimiento y
comentarios de las personas que me rodean: “Imagínese cómo me subieron ese
impuesto predial; no le pude hacer bajar más”; “Venir a perder todo este tiempo, mire
dónde vivo yo; vine a gastarme lo del bus que no tengo y no me solucionaron nada”.
Del otro lado escucho: “Hacer todo este colononón para decirme que es en otra
ventanilla, no le informan a uno bien”.
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no hallarse asegurado, y que necesita ir urgentemente al servicio médico a que le
cojan puntos. Hay también los que andan de corbata y señalan un auto estacionado
y pide dinero porque se ha quedado sin gasolina, dejó la billetera en la casa y tiene
una junta en la empresa y remata su solicitud preguntando de manera retórica
“¿Cómo lo voy a dejar en éste sitio?”. Así se les escucha, semana tras semana. Son
historias que pueden ser ciertas, dolorosas o inverosímiles, pero todas expresan la
situación difícil por la que atraviesan las familias en nuestro territorio patrio.
En un recorrido por Bogotá, rumbo a mi hogar, se pueden subir al menos cuatro
personas que ofrecen su repertorio de música y poesía, asegurando ser personas
con carreras universitarias pero que, a causa de la droga, terminaron en la
denominada calle del “Bronx”. Están también los que buscan financiar sus carreras
universitarias a ritmo de canciones, esperando llenar sus expectativas y ser mejores
personas. Están los declamadores de la poesía universal o vernácula: “que cómo fue
señora, como son las cosas cuando son del alma…”. Dice uno y luego hace circular
CD con grabaciones propias o de Juan Harvey Caicedo: “El Ánima de Santa Helena:
Era un 16 de Enero con la brisa mañanera, cuando escuchaba yo el canto de la
pava montañera. En los copos de un almendro lamentaba la tragedia
sucedida en El Parrando, casa de Ramón Herrera…”. Se escucha de todo:
baladistas con repertorio de los años setentas, dúos de rap con pista en una
gigantesca grabadora o con pequeños trucos sonoros, y no pueden faltar las
reflexiones religiosas que dan testimonio de vidas salvadas por la palabra divina. Los
pitos de los carros en los trancones se vuelven insoportables. Escucho el silbato de
un policía de tránsito tratando de desatar el nudo que se ha formado. A veces no sé
Aventurándome nuevamente a salir, a continuar con la cotidianidad, me apuro a
bajar las escaleras y avanzo hacia la avenida Calle Veintiséis. Hay ventas de avena
con empanadas, sándwiches de diferentes tipos, formularios de impuestos y
retenciones, frutica picada, sombrillas, paraguas, es un mercado persa, ésa es la
ciudad. Tomo un bus que me lleva por los lados de San Andresito. Encuentro de
nuevo los vendedores de buñuelos con avena, el de cauchos para la olla exprés, el
que vende el sifón ahorrador de agua para el lavaplatos, la crema de concha de
nácar para quitar las cicatrices; mas allá le pulen los CD para que vuelva a escuchar
sus canciones preferidas, o le quitan los rayones a la pantalla del celular. Si es de
mañana, se encuentra en cualquier esquina de éste sector una parrilla que le ofrece
desayuno: arepa con huevos, con queso, con mantequilla. En otra parte escuchas, si
es en día sábado, la gaseosa o cerveza helada, o cualquier bebida energética bien
fría para que desenguayabe, todo esto está junto con la venta de tenis o zapatillas
que se ofrecen al paso. “¿Qué está buscando el caballero?; ¡Le tengo el radio para
el carro!; ¡La lechona tolimense! Fresquita, calientica”. Encuentro más escenarios
con diferentes tipos de vendedores, que dependen del día y del clima de mi ciudad.
En la noche, por ejemplo, es común encontrar en los sitios de mayor movimiento,
puestos de comida que se instalan en cualquier esquina, en donde puede conseguir
una picada, un tamal, la butifarra o una presa de gallina criolla, en un improvisado
comedor, o cualquier sancocho acompañado de arroz casero, o el vendedor que
lleva una chaza a cuestas y ofrece dulces, cigarrillos, galletas, chicles, el lustrabotas
que ofrece dejarle resplandeciente el calzado, o la persona que vocifera el nombre
de un barrio y todavía tiene cupo en un taxi que hace de transporte colectivo,
aparece por el mismo sitio quien vende cinco kiwis por mil pesos, o tres libras de
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mango por el mismo valor, los puestos o carros de perros, hamburguesas o chorizos
calientes. “¿A cómo…? ¿A cómo…? A mil”. Siento que la noche avanza y se
escucha nuevamente una pareja enfrascada en una pelea, en donde hay hasta
golpes; un hombre se acerca a defender la mujer que está siendo golpeada y le grita
al tipo: “Pégueme a mí si es tan varón”. El implicado responde: “No se meta gran
h.p., es mi mujer”; al momento ésta también golpea a quien la quiso defender
diciendo: “¿Qué le pasa? ¿Por qué se mete? Él es mi marido, métase en sus
problemas”. Entonces pienso que por meterse a redentor se fue con la cruz a
cuestas.
En este día a día de la ciudad, se encuentra de todo. El sonido que seduce para
comprar y el sonido que aturde generando miedo o hastío. Sonidos que provienen
de objetos o de las gargantas de las personas. Son, como lo he dicho, el ambiente
por el cual transito en Bogotá. Pero, más allá de lo agradables o comunes que
puedan resultar, son sonidos en los cuales se cifran las vidas de las personas. En
estos sonidos se encuentra representada la historia personal de innumerables
habitantes de la urbe que se entregan a sus vidas diarias tratando de ganarse la vida
o sorteando las circunstancias de la cotidianidad. Mi propia voz contribuye a este
ambiente. Cuando converso, cuando hago alguna averiguación en una oficina, se
pone de manifiesto que esta ciudad no es un conglomerado de edificios vacíos: es el
lugar en el cual las historias de millones de personas se entrecruzan, dibujando o
desdibujando fronteras. Y para mí, es por medio del sonido que estas vidas se
manifiestan. Probablemente puedan verse y palparse, mas el impacto de los sonidos
es abrumador, porque a pesar del perturbador ruido que puede acumularse en el
62
tareas? ¿Cuántas tareas tenías que hacer? ¿Por qué no hizo la tarea? ¿Sí ve? ¡Se
lo dije! ¡Apúrele, apúrele, acabe de hacer la tarea, se baña y se desayuna! ¡No se
demore tanto porque lo deja la ruta! ¿Cómo se va a ir en ayunas?”.
Debo alistarme y prepararme para salir. Es un día con muchas diligencias. Son las
8:30 de la mañana. Salgo a la avenida más próxima a casa, voy en busca de un
transporte que me lleve al centro de la ciudad; es mi primera lucha del día: no es
fácil encontrar una persona que esté dispuesta a acompañarme a tomar la buseta;
muchas veces mientras espero mi transporte pasa el bus de la persona que me está
colaborando y me toca conseguir un nuevo voluntario. Hay toda clase de personas:
algunas con muy buena voluntad de colaborar y ayudar, otras que sacan fácilmente
el cuerpo. A veces los buses no tienen entre sus propósitos recogerme. Ven a la
persona invidente y le niegan el servicio. Piensan que soy limosnero, que me voy a
subir a pedir. En algunos casos escucho a algún conductor, luego de cerrar la
puerta, gritar: “¡Él no paga el pasaje!”. Siempre puedo tomar asiento aunque esté
lleno el transporte, pues algún voluntario me brinda su silla. En algunas ocasiones
una persona se ofrece a colaborarme para decirme en dónde me debo quedar, pero
en muchas otras me hacen bajar en un sitio diferente al que necesito; creo que no lo
hacen de mala fe: quieren ayudar tanto que no saben cómo hacerlo bien. Me bajo en
el centro y escucho: “¡El forro para el celular…! Para toda clase de celulares…”;
“¡Tinto… perico… aromática… Chocolisto!”; “¿Busca ropa interior? ¡Conozco la
bodega en donde la encuentra a precio de fábrica!”. Pitan los buses pidiendo
espacio en la congestionada carrera Décima; se oye el grito de una persona que
acaban de robar; atravieso la carrera Décima en compañía de una agente de la
policía que me ve y me ofrece ayuda, la tomo del brazo y con la otra mano utilizo mi
aire, siempre alcanzan a sobresalir las voces de las personas, dando cuenta de su
existencia, de su aporte a la constitución de lo que es esta ciudad.
Sonidos de y para todo el mundo
Se puede ver que cada zona en la ciudad tiene su gente y sus sonidos, así como
sus olores. Uno puede identificar en el centro la calle Veinte con Octava y Novena
por el olor a pescado: se consigue crudo y cocido. Se escuchan los promotores de
los restaurantes donde su especialidad es el pescado. Cada zona con su gente: la
gente del parque Simón Bolívar, por ejemplo, vive en paz y en frenéticos conciertos.
Allí se encuentran quienes se ofrecen acomodarlo a uno en una mejor posición para
vivir el concierto más cerca, se encuentra el vendedor de boletas, con su sobrecosto,
el de bolsas de agua, los que venden licor y drogas camufladas. Cada quien opina
cómo le fue en el concierto: “Eso estuvo feo”, “los artistas nos hicieron esperar”.
Están a quienes no les gustó nada, quienes creen haber perdido el dinero, que la
gente no se sabe comportar. Hay quienes salen con sueño, con hambre, con pereza,
aburridos, pensando que hubiese sido mejor quedarse en casa. Se quejan porque el
artista no cumplió, porque el artista está viejo y barrigón, que no canta bien.
Aseguran que “la gente debería invertir la plata en otra cosa, es que la gente no
sabe en qué gastar la plata: hubiera salido mejor echar esa plata a la basura, y con
esas boletas tan caras”, o que “esos músicos son muy lindos pero poco inteligentes,
y la cabeza la deberían utilizar para algo diferente a ponerse una gorra”, incluso que
“la organización estuvo mala, no respetaron la fila”, “hay gente muy sucia, todo olía
a sobaquina”. Como para volverse loco, pues en los mismos conciertos se escuchan
a los que todo les pareció bien: “son muy buenos artistas, se mueven muy bien, y
cantan como los dioses”; “ése sí es un verdadero artista”, “debe ser ateo(a) porque
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no está como Dios manda sino como él (ella) quiere”, “papito, capullo, yo quiero un
hijo tuyo”, “quién fuera agua para calmarte la sed”, “qué envidia me da esa camiseta
que puede estar pegadita a ti”. Y muchos que piensan que fue una buena inversión,
que deberían traer más artistas como ellos al país, que nunca habían estado tan
felices en su vida.
Si se trata de actividades recreativas y deportivas, se encuentran a los vendedores
de frutas, ensaladas y jugos, de algodones de azúcar, el vendedor de sorpresas,
inflables y juguetes, las obleas y el quiosco que tiene variedad de sándwiches y
hasta almuerzos. Se puede buscar el postre dentro del Parque, o salir por la carrera
Sesenta en donde hay una gran variedad de locales cuya especialidad son los
postres. Cada día festivo se encuentra un trancón monumental; se oye a la policía
tratando de evitar el estacionamiento de vehículos y haciendo movilizar los autos.
Esos días se instala en el parque una tarima, que al igual que en el Parque Nacional
o en cualquier otro parque de la ciudad, es ubicada para adelantar jornadas de
ejercicios aeróbicos, acompañados de una música seleccionada para la ocasión que
incita a unirse a ésta jornada. También se puede encontrar en los alrededores del
Parque Simón Bolívar, el vendedor de arte ofreciendo sus bodegones o cuadros de
caballos, un vendedor de piscinas inflables y también el que vende sillas en lona y
forradas en bonitos colores. Aunque, si de la noche se trata, también se organizan,
al igual que en la Torre Colpatria, espectáculos de juegos pirotécnicos manejados
por manos expertas y que producen explosiones que dibujan en el cielo diversas
figuras en esplendorosos y llamativos colores.
El tiempo del ruido y de la muerte
Lo primero que percibí cuando llegue al aeropuerto Eldorado fueron los elevados
decibeles producidos por los aviones. El aeropuerto era una barahúnda de palabras,
algunas de ellas en idiomas extraños, pero que me indicaban que era gente feliz por
muchos motivos. Había muchas personas tristes también, porque habían llegado a
recoger los restos de un familiar, amigo, conocido, o venían a visitarlos puesto que
se encontraban detenidos. Mis primeros meses en Bogotá fueron los últimos para mi
residuo visual. Un médico de turno quiso obligarme para que me dejara inyectar una
medicina de la cual nunca supe su nombre; luego me exigió que desocupara la
cama en la que estaba. El resultado fue que el médico tratante, después de leer el
informe pasado por el médico que me inyectó, me llamó a descargos, me evaluó y
me cambió totalmente los medicamentos que me producían muchas molestias.
Los sonidos de Bogotá de esa época, los puedo definir como grises, a diferencia de
estos tiempos que tienen en mi imaginación muchos matices. Fue en esos años
cuando los ruidos de la ciudad me recordaron lo que cuentan las crónicas del tiempo
del ruido. El 6 de diciembre de 1989 estaba en la clínica; era la hora del desayuno
cuando se sintió un pavoroso estruendo, cundió el miedo, el pánico y el nerviosismo.
Todos nos preguntábamos por lo que había pasado. Tal vez de manera jocosa, pero
en medio de su miedo, uno de los compañeros expresó: “Parece que se cayó
Monserrate!”. Otro de ellos dijo: “¡Nooo, qué va! ¿Cómo se le ocurre?”.
Acto seguido escuché la voz de la hermana Laura, la enfermera de turno, quien
preguntaba si nos encontrábamos bien. En medio de mi oscuridad, suponía, que
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del almacén escucho la voz del vendedor informal que me dice “zapatos en puro
cuero para hombre“; la diferencia de precios es enorme.
Paso por donde un paisano, esto lo sé por su voz; ofrece aguacates. En la próxima
esquina escucho al vendedor de relojes: “¡Relojes, relojes…! Desde cinco mil,
baraticos y de calidad”. Paso por la Avenida 19 y se ofrecen “¡CD! ¡Películas a $
2.000! ¡Las películas de cartelera…! ¡Láminas de Panini…! Láminas del Mundial y
de Coca-Cola. ¡Se vende el álbum lleno!”. Avanzo al norte y se escucha: “Chicas…
Chicas… Show… Show… Siga, siga… Show en vivo… Chicas, show”. Es una venta
de placer sin una gota de amor. Me dirijo a la ETB, y en la Plazoleta de las Nieves se
escucha una pelea de borrachos que se insultan a grito herido: “Este grandísimo
chiquitico otra vez por aquí”; y le responden: “Ya me retiro hermano”. Escucho el
sonido de botellas que se rompen, entonces me alejo y encuentro a una señora que
imita a Celia Cruz, es aplaudida por su público con mucho fervor. Escucho que se
ofrece a todo pulmón: “¡Picada…picada!”. Alcanzo la carrera Séptima y escucho al
vendedor de: “¡Mazamorra paisa, con leche y panela…! ¡Calientica la mazamorra!”.
El sol es abrasador; busco un restaurante y tomo mi almuerzo.
Me espera la entrega de cuatro documentos que llevan la esperanza para otra
persona con discapacidad, de Adelita (Adelaida). Ella tiene cincuenta y un años,
apenas mide un metro con diez centímetros de estatura, es invidente, de piel negra.
El 14 de abril del año 2000 experimentó los peores maltratos físicos de su vida, al
ser golpeada por un comandante de policía en la plaza de la parroquia del barrio
Veinte de Julio; dijo ella con su voz de niña: “¡Me dio golpes por todo el cuerpo! Casi
me desmayo. Se ensañó conmigo de manera brutal; pensé que me iba a matar ese
También están las voces de los deportes en los barrios y viene a mi memoria un
barrio en particular: el barrio Potosí, de la localidad 19 de Ciudad Bolívar. Como en
muchos otros barrios de Bogotá el deporte es una actividad que algunas personas
realizan día a día, otras los fines de semana (sábados y domingos) y algunos sólo
en festivos. Sin embargo, nunca falta un grupo de personas que, inclusive en las
noches, realiza una actividad deportiva. Y conversan:
- “El deporte es bueno para la salud”.
- “Hacer deporte me mantiene bien”.
- “No, parce, yo llego del trabajo y salgo a echarme un partidito de micro para
desestresarme”.
- “No, compa, yo no salgo en las noches porque hay muchos muchachos que no
sólo vienen al parque a jugar sino a meter vicio”.
- “Hay grupitos que antes de jugar se meten su cachito. La policía debería cogerlos y
llevárselos”.
- “Qué va, esos chinos son abejas, apenas ven que viene la moto, se van o
esconden esa vaina y aunque a veces los requisan nunca les encuentran nada”.
Se les escuchan sus opiniones sobre los lazos y circunstancias que surgen en torno
al deporte: “Oiga, pero eso de los campeonatos sí es bueno, porque de esa manera
los niños, niñas, jóvenes e inclusive adultos, utilizaríamos mejor el tiempo libre.
Claro, y tan delicioso que es echarse una pola después del partido”.
- “Venga hagamos el picao y apostemos la gaseosa; no, vamos de a mil cada uno”.
- “Ah, no sea garulla, pongamos de a quini y si es el caso pues jugamos la doble”.
- “Listo, vamos. Sí, pero casemos porque ustedes son severos faltones; cuando
pierden no pagan y lo dejan a uno metido”.
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cobarde, sólo porque estaba pidiendo limosna”. Aunque ya han transcurrido diez
años, ésta sombra sigue retumbándome en la cabeza; es la narración de uno de los
testimonios más desgarradores de mi vida. Continúo mi marcha para entregar los
documentos. Debo entregarlos personalmente; se trata de conseguir ayuda para
Adelita, pues su protectora está muriendo de cáncer. Salgo nuevamente a la avenida
Calle 19 buscando de nuevo un transporte que me sirva.
Me encuentro con la vendedora de cocadas, también con la de cucas; pasa el
vendedor de los chontaduros nuevamente. Después de aproximadamente quince
minutos logro tomar una buseta. Me bajo en la carrera Treinta con la avenida de las
Américas. Escucho voces que anuncian que se elaboran declaraciones de renta,
certificados de ingresos, o balances, todo por contador público graduado. Ofrecen
simcards de diferentes operadores, se escucha el silbato del policía tratando de
agilizar el paso de los carros. Empieza a lloviznar; alcanzo a entrar al Centro
Administrativo Distrital, rápidamente me orientan hacia el lugar donde debo realizar
mi trámite. Realmente no me he demorado más de media hora. Alcanzo la puerta
principal y se escucha al vendedor de sombrillas y paraguas. Espero sin salir.
Escucho que está escampando, espero un momento más, oigo el movimiento y
comentarios de las personas que me rodean: “Imagínese cómo me subieron ese
impuesto predial; no le pude hacer bajar más”; “Venir a perder todo este tiempo, mire
dónde vivo yo; vine a gastarme lo del bus que no tengo y no me solucionaron nada”.
Del otro lado escucho: “Hacer todo este colononón para decirme que es en otra
ventanilla, no le informan a uno bien”.
- “Ah, no sea marica, usted sabe que yo le respondo. Todo bien, loco, nosotros le
respondemos”.
- “No, ñero, mejor casémosla para que no tengamos problemas, dejemos que
alguien tenga la plata y se la entregue al que gane”.
- “Ya, está bien, démosle la plata a estas garbimbas. Listo, juguemos a cuatro goles,
no, a dos porque hay más equipos”.
- “No, qué va, juguémosla a cuatro sin alargue. Bueno, sale, a cuatro muere”.
Jugando el partido gritan: “¡Échala pues, que no estás jugando solo!”; “No, ¡éste man
se come ese gol con el arco a su disposición, era más fácil meterla que botarla!”;
“No, va tocar cambiarlo”; “¡Usted sí es tronco!”, “Corre más un marica en chanclas”.
Las barras en un partido oficial alientan: “¡Hágale, hágale…mijo! No se la deje
quitar”; “¡Péguele, péguele…péguele de ahí!”, “¡Huy, se lo tapó!”; “Ese arquero es
bueno, voló de palo a palo”; “No, qué va, lo que pasa es que está de buenas”; “¡No!
Yo creo que rezó ese arco. Ya ha tapado varios tiros de gol”.
Entonces se escuchan las voces masculinas: “Oiga, aquí es bueno cuando juegan
las viejas. Eso se ve de todo. Buenas piernas, buenos alimentadores, unos culi…
ricos. Pero dan más pata que un paquete de menudencias. Sin embargo, es
gracioso ver cómo juegan las mujeres”. Y las voces de padres de familia: “A veces
dejo salir a los muchachos pero con el temor de que se dejen influenciar de alguien y
se pongan a consumir vicio o se desvíen del camino correcto. ¡No!, pero sí es bueno
que lo deje hacer deporte, ¡para que juegue en Millonarios! No en esa chucha, si va
a jugar que juegue para Santa Fe o para la Equidad, pero no para esa chucha, o si
no por lo menos cuando usted venga, lo trae, con eso le pone cuidado”.
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Aventurándome nuevamente a salir, a continuar con la cotidianidad, me apuro a
bajar las escaleras y avanzo hacia la avenida Calle Veintiséis. Hay ventas de avena
con empanadas, sándwiches de diferentes tipos, formularios de impuestos y
retenciones, frutica picada, sombrillas, paraguas, es un mercado persa, ésa es la
ciudad. Tomo un bus que me lleva por los lados de San Andresito. Encuentro de
nuevo los vendedores de buñuelos con avena, el de cauchos para la olla exprés, el
que vende el sifón ahorrador de agua para el lavaplatos, la crema de concha de
nácar para quitar las cicatrices; mas allá le pulen los CD para que vuelva a escuchar
sus canciones preferidas, o le quitan los rayones a la pantalla del celular. Si es de
mañana, se encuentra en cualquier esquina de éste sector una parrilla que le ofrece
desayuno: arepa con huevos, con queso, con mantequilla. En otra parte escuchas, si
es en día sábado, la gaseosa o cerveza helada, o cualquier bebida energética bien
fría para que desenguayabe, todo esto está junto con la venta de tenis o zapatillas
que se ofrecen al paso. “¿Qué está buscando el caballero?; ¡Le tengo el radio para
el carro!; ¡La lechona tolimense! Fresquita, calientica”. Encuentro más escenarios
con diferentes tipos de vendedores, que dependen del día y del clima de mi ciudad.
En la noche, por ejemplo, es común encontrar en los sitios de mayor movimiento,
puestos de comida que se instalan en cualquier esquina, en donde puede conseguir
una picada, un tamal, la butifarra o una presa de gallina criolla, en un improvisado
comedor, o cualquier sancocho acompañado de arroz casero, o el vendedor que
lleva una chaza a cuestas y ofrece dulces, cigarrillos, galletas, chicles, el lustrabotas
que ofrece dejarle resplandeciente el calzado, o la persona que vocifera el nombre
de un barrio y todavía tiene cupo en un taxi que hace de transporte colectivo,
aparece por el mismo sitio quien vende cinco kiwis por mil pesos, o tres libras de
En el Estadio Nemesio Camacho “El Campin”, y en medio del fanatismo, se
encuentran los uniformes con las camisetas del equipo de preferencia, los gorros y
las bufandas, la venta de boletas revendidas para el partido, el puesto para que
parqueé el automóvil, la moto o la bicicleta en plena calle, o el alquiler de
parqueaderos de las casas vecinas al estadio para motos y bicicletas, la venta de
banderas, los refrescos helados y las paletas. Cuando termina el partido aparecen
las grandes filas para la compra de pasajes para el TransMilenio, los pinchos, las
mazorcas, y no puede faltar el licor para celebrar; si se trata de un clásico, es
ineludible la gran cantidad de policía en todas las presentaciones tratando de
organizar el tránsito y evitando que ocurran enfrentamientos entre barras las bravas.
Otro escenario se encuentra en la Central de Abastos. Allí, los gritos de los coteros,
los camioneros que hacen sonar pitos y cornetas para pedir paso, los comerciantes
que hacen transacciones a todo pulmón, los vendedores de comida que ofrecen el
desayuno bien trancado, los de las rifas, todos ellos recorren a diario la Central con
megáfonos repitiendo una y otra vez sus pregones. Los de las rifas pasan
anunciando que “el número ganador fue el 32, vendido en la bodega 14, al
comerciante de plátanos y pagado a su representante; hoy el premio es de diez
millones de pesos que se sortearán en presencia de todos a las diez de la mañana
frente a la entrada de la bodega 3”. También se encuentra quien va ofreciendo los
overoles de puesto en puesto, la cadena que se encuentra haciendo entre
propietarios de puestos o entre coteros, hay quienes ofrecen ropa o zapatillas
supuestamente de marca y para que se la vayan pagando semanalmente. Los
sonidos más cercanos a la Central de Abastos quizá se encuentren en la Plaza de
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Mercado de Paloquemao, en donde también lo llaman por altoparlante al propietario
del vehículo de placas APJ 5…, porque su vehículo presenta novedad.
Pero en la Séptima se pueden encontrar las más grandes concentraciones de
personas de Bogotá, gritando “¡Libérenlos…libérenlos….Libérenlos ya!”, o están los
empleados oficiales pidiendo que deroguen tal Decreto o a los maestros pidiendo
que les paguen sus salarios atrasados; también encontramos marchas de
desplazados, de personas con discapacidad, de ahorradores de DMG, de las
centrales obreras de trabajadores o de la población LGBT haciéndose visibilizar y
mostrando sus coloridos vestuarios y pidiendo que se les reconozcan sus derechos
y se les respete. La Séptima ha sido escenario de muchos eventos deportivos como
la media maratón, la etapa de la vuelta a Colombia, la exhibición de carros Fórmula
1; en ella se han hecho exposiciones de carros antiguos y de motociclistas. Los
domingos se convierte en ciclovía y una vez al año acoge la Caminata de la
Solidaridad. Es uno de los lugares en los cuales se realizan las presentaciones del
Festival Iberoamericano de Teatro, los desfiles de comparsas en la celebración del
cumpleaños de Bogotá. Todos los imponentes sonidos producidos por tambores,
cornetas y quienes marchan erguidos, nos hacen brotar el patriotismo hasta
hacernos vibrar de alegría el corazón en los desfiles organizados para conmemorar
un aniversario más del grito de Independencia cada 20 de julio por las Fuerzas
Armadas, siempre acompañadas por el sonido de la flotilla de aviones y helicópteros
que pasan raudos y estratégicamente. Aunque a diario podemos encontrarnos en la
hora del cambio de guardia en la Casa de Nariño por parte del Batallón Guardia
Presidencial, o cuando algún personaje internacional se encuentra de visita en
nuestro país.
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aire, siempre alcanzan a sobresalir las voces de las personas, dando cuenta de su
existencia, de su aporte a la constitución de lo que es esta ciudad.
Sonidos de y para todo el mundo
Se puede ver que cada zona en la ciudad tiene su gente y sus sonidos, así como
sus olores. Uno puede identificar en el centro la calle Veinte con Octava y Novena
por el olor a pescado: se consigue crudo y cocido. Se escuchan los promotores de
los restaurantes donde su especialidad es el pescado. Cada zona con su gente: la
gente del parque Simón Bolívar, por ejemplo, vive en paz y en frenéticos conciertos.
Allí se encuentran quienes se ofrecen acomodarlo a uno en una mejor posición para
vivir el concierto más cerca, se encuentra el vendedor de boletas, con su sobrecosto,
el de bolsas de agua, los que venden licor y drogas camufladas. Cada quien opina
cómo le fue en el concierto: “Eso estuvo feo”, “los artistas nos hicieron esperar”.
Están a quienes no les gustó nada, quienes creen haber perdido el dinero, que la
gente no se sabe comportar. Hay quienes salen con sueño, con hambre, con pereza,
aburridos, pensando que hubiese sido mejor quedarse en casa. Se quejan porque el
artista no cumplió, porque el artista está viejo y barrigón, que no canta bien.
Aseguran que “la gente debería invertir la plata en otra cosa, es que la gente no
sabe en qué gastar la plata: hubiera salido mejor echar esa plata a la basura, y con
esas boletas tan caras”, o que “esos músicos son muy lindos pero poco inteligentes,
y la cabeza la deberían utilizar para algo diferente a ponerse una gorra”, incluso que
“la organización estuvo mala, no respetaron la fila”, “hay gente muy sucia, todo olía
a sobaquina”. Como para volverse loco, pues en los mismos conciertos se escuchan
a los que todo les pareció bien: “son muy buenos artistas, se mueven muy bien, y
cantan como los dioses”; “ése sí es un verdadero artista”, “debe ser ateo(a) porque
También se encuentran todos los sonidos de un Séptimazo al finalizar cada viernes,
con una gran cantidad de presentaciones musicales a lo largo y ancho de la carrera
Séptima, en donde tienen cabida toda clase de grupos que no tienen un gran
nombre en la capital y de recreadores que organizan toda clase de recreación que
incita hasta las personas mayores a saltar lazo o jugar un partido con globos
cargados de agua, o se realiza una representación teatral con el tema que se
encuentre trabajando la administración distrital. Es posible encontrar los viernes en
que no hay una programación especial, una invasión de vendedores ambulantes,
que hasta riñas y escándalos producen porque se creen dueños del pedazo de vía
que han colonizado, en donde se consiguen armas de colección, gafas deportivas a
tres mil pesos, cauchos y hebillas para el cabello, celulares de segunda y libres para
cualquier operador. Se ven los indígenas de países vecinos vendiendo suéteres,
ruanas y toda clase de tejidos, seguramente elaborados manualmente por ellos
mismos. Se encuentran los vendedores de reliquias, de cachivaches viejos, de
discos de la época de upa y de colección en general, que ahora ya no se encuentra
donde escucharlos; cada cuadra tiene sus propios vendedores y un mercado
especializado. Todos con sus voces y todos con sus sonidos.
Bogotá, la ciudad de los sonidos, alberga una multiplicidad de expresiones en las
cuales se puede reconocer la conformidad o la inconformidad con la realidad que se
vive, así como también la expresión del jolgorio. Las voces de las personas dan
cuenta de su relación con la ciudad: la aprecian y la desprecian, la disfrutan y la
hacen disfrutar. Los sonidos que la ciudad alberga en sus momentos de celebración
tienen su sustrato en las personas que buscan expresar su alegría de vivir, su gusto
por la tierra en que nacieron, por la tierra en la cual habitan.
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El tiempo del ruido y de la muerte
Lo primero que percibí cuando llegue al aeropuerto Eldorado fueron los elevados
decibeles producidos por los aviones. El aeropuerto era una barahúnda de palabras,
algunas de ellas en idiomas extraños, pero que me indicaban que era gente feliz por
muchos motivos. Había muchas personas tristes también, porque habían llegado a
recoger los restos de un familiar, amigo, conocido, o venían a visitarlos puesto que
se encontraban detenidos. Mis primeros meses en Bogotá fueron los últimos para mi
residuo visual. Un médico de turno quiso obligarme para que me dejara inyectar una
medicina de la cual nunca supe su nombre; luego me exigió que desocupara la
cama en la que estaba. El resultado fue que el médico tratante, después de leer el
informe pasado por el médico que me inyectó, me llamó a descargos, me evaluó y
me cambió totalmente los medicamentos que me producían muchas molestias.
Los sonidos de Bogotá de esa época, los puedo definir como grises, a diferencia de
estos tiempos que tienen en mi imaginación muchos matices. Fue en esos años
cuando los ruidos de la ciudad me recordaron lo que cuentan las crónicas del tiempo
del ruido. El 6 de diciembre de 1989 estaba en la clínica; era la hora del desayuno
cuando se sintió un pavoroso estruendo, cundió el miedo, el pánico y el nerviosismo.
Todos nos preguntábamos por lo que había pasado. Tal vez de manera jocosa, pero
en medio de su miedo, uno de los compañeros expresó: “Parece que se cayó
Monserrate!”. Otro de ellos dijo: “¡Nooo, qué va! ¿Cómo se le ocurre?”.
Acto seguido escuché la voz de la hermana Laura, la enfermera de turno, quien
preguntaba si nos encontrábamos bien. En medio de mi oscuridad, suponía, que
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entre videntes se cruzaban miradas de interrogación sobre lo que estaba
sucediendo. La hermana Laura se me acercó, me puso su mano en el hombro, ya
que yo era la única persona que no veía en éste cuarto y me preguntó: “¿Cómo
estás…? ¿Te encuentras bien?”. La noté muy preocupada. Le respondí que estaba
bien y ella continuó su marcha procediendo a visitar el resto de habitaciones. “Por la
radio dicen que estalló una bomba en el edificio del DAS”, dijo ella antes de
continuar su inspección por todos los cuartos. El más silencioso de los pacientes
dijo: “Esos hp de la droga, con toda su plata van a acabar con la gente y con todo”.
Entonces, dije: “Los carros bomba. Los malditos carros bomba. Conseguir todo el
dinero del mundo para dejar tanta gente muerte o lisiada”.
El estruendo por el carro bomba del DAS fue el preludio de muchos carros bomba
que se escucharon en Bogotá los siguiente tres años, dejando toda una secuela de
muertos y heridos. Pero no era solo el ruido de los carros bomba. También estaba el
ruido de toda clase de armas muy sofisticadas, de motos de alto cilindraje, de
lujosas camionetas 4X4 con las que se segó la vida de gente importante como
Rodrigo Lara Bonilla, Luis Carlos Galán Sarmiento, Enrique Low Murtra, Carlos
Pizarro Leongómez, Bernardo Jaramillo Ossa, Guillermo Cano Isaza, Jorge Enrique
Pulido, y muchos otros que fueron silenciados por culpa del ruido de las balas
asesinas en una ciudad que, al igual que en “los tiempos del ruido”, andaba
temerosa de los estruendos que podían acabar con la vida de muchos inocentes,
como en efecto ocurrió en centros comerciales, puentes y calles céntricas.
No es posible olvidar esos fatídicos días del 6 y 7 de noviembre de 1985, cuando
ocurrió la toma al Palacio de Justicia. Se escuchó el estallido de cañones, fusiles y
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metrallas contra el edificio. Quienes se encontraban en su interior y en sus
alrededores escucharon continuamente las sirenas de patrullas de las autoridades,
bomberos y ambulancias, y no fueron sino ochos días los que separaron éste evento
de una gran transmisión que se pudo escuchar en cualquier radio o estación de
televisión: fue la noticia que nos hizo quedar grabada en la memoria la figura de una
indefensa criatura, la niña Omaira en la avalancha del Nevado del Ruíz, en esa
tragedia en Armero, imagen que recorrió el mundo entero. Así, la tristeza también se
encuentra en los sonidos de la ciudad. Existe el riesgo del dolor y de la tragedia,
muy probablemente porque no sabemos escucharnos. Esos ruidos que a veces
pueden causar temor deberían cesar para que los sonidos de la alegría y del jolgorio
pudieran retumbar con mayor fuerza, llevando consuelo a todos los que puedan
necesitarlo.
La ciudad de los sonidos
La cuidad de los sonidos, esto es para mí Bogotá: sonidos de vida, sonidos de la
gente que busca sobrevivir. Escucho sus alegrías, sus angustias, sus llantos, sus
disgustos; puedo distinguir las palabras amables de las que son el preludio a una
agresión. Aprendí a moverme por la ciudad, entre sus gentes y con sus gentes, con
todos sus sonidos y ruidos; aquí escuche los llantos de mis nietos, las voces de
muchos amigos, algunas voces que se han ido y otras que son nuevas. Son sonidos
que hablan de la espera y de la esperanza, de la tristeza y el jolgorio, del presente y
de la historia. Voces y sonidos que constituyen a la ciudad, que la tejen y la
destejen, que la hacen habitable y atemorizante. Son el mundo por el cual transito, y
por el cual muchos otros transitan mientras dejan sus huellas. Cuando llegué, vi y
escuche a un acordeonista ciego, en la carrera Séptima; y durante todos estos años
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le escuché de cuando en cuando sus melodías: canciones mexicanas y su himno
“La Canción del Barrilito”; él ya no está en su lugar de la carrera Séptima. Sirvan
estas palabras de homenaje para él y su acordeón.
Bibliografía.
AA.VV. 2007. Bogotá años 40. Bogotá: Revista Número.
AA.VV. 2007. Bogotá años 50. Bogotá: Revista Número.
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Claver Téllez, Pedro. 1988. Biografía del disparate. Bogotá: Planeta.
Ibáñez, Pedro. 1991. Crónicas de Bogotá. Bogotá: Tercer Mundo.
Londoño, Santiago. 1989. “Vida diaria de las ciudades colombianas”. En: Nueva
Historia de Colombia. Bogotá: Planeta.
Pérez P. Marpia Cristina. 2009. Historia de la vida privada de Colombia. 2
volúmenes. Bogotá: Taurus.
Zambrano, Fabio. 2002. “De la Atenas suramericana a la Bogotá moderna”. En:
Revista de Estudios Sociales. Febrero 2002. Bogotá: Universidad de los Andes.
1989. Nueva historia de Colombia. Editorial Planeta.