vuelapluma - número 5

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P uma Ejemplar gratuito Número 5 — Mayo 2015 @RevVuelaPluma www.revistavuelapluma.com Terror, Reflexión, Ciencia ficción, Romance, Fantasía... ¡Nuevos colaboradores! Continuación de todas las historias por capítulos Vuestros relatos:

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Page 1: VuelaPluma - Número 5

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5 —

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015

@RevVuelaPlumawww.revistavuelapluma.com

Terror, Reflexión,Ciencia ficción, Romance, Fantasía...

¡Nuevos colaboradores!

Continuación de todas las historias por capítulos

Vuestros relatos:

Page 2: VuelaPluma - Número 5

¿Escribes?¿Dibujas?

¿Te gusta el arte. la fotografía, el diseño...?

Con nosotros puedes publicar todo lo que quieras,siempre que sea original

No nos importa que seas principiante, amateur o todo un experto

Envía tus trabajos a

[email protected] participa en los siguientes números

Page 3: VuelaPluma - Número 5

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Revista Vuelapluma

Número 5. Revista bimensualMayo 2015

Quienes somos

Dirección: Noemí C. Castillo (@CapitanaBocazas)

Colaboración: Tanis Barca (@Tanis_Barca) Adrián Moreno (@CaballeroPifias)

Miriam C. Castillo (@MiriCC_21)

Corrección: Tanis Barca, Miriam C.C. y Adrián Moreno

Maquetación: Noemí C. Castillo

Páginas colaboradoras: La Era de las Mariposashttp://mipropiahistoria92.blogspot.com.es/

Fotografía de la portada: Noemí C.Castillo

Los principios de VuelaPluma

Este es un ejemplar gratuito, realizado con fines culturales y divulgativos. Queda prohibida su venta o comercialización, o difusión que pueda tener fines comerciales.

Revista VuelaPluma pretende publicar los trabajos escritos, plásticos o fotográficos de artistas tanto principiantes como experimentados, sin dejar fuera ningún estilo ni género.

En esta revista no se publicarán trabajos con derechos de autor registrados, derivados de otras obras ya comercializadas. Es decir, no se publicará ni fanart ni fanfiction.

Todos los trabajos publicados en cualquier número de VuelaPluma pertenecen a sus respectivos autores, cuyos nombres o alias aparecerán junto a él.

Dichos autores no nos ceden sus derechos de autor en ningún momento, si no que nos otorgan el derecho a publicar la obra de forma íntegra y gratuita, en uno o varios números de la revista.

Page 4: VuelaPluma - Número 5

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Introducción

La Silla del Director

La Taza del Café

Dime a quien sigues y te diré cómo eres.

Otro mes más aquí estamos de vuelta con un nuevo número, esta vez seré breve, sobre todo quiero agradecer a los nuevos seguidores que es-tamos teniendo en estos últimos meses, que cada vez son más los que se animan a seguirnos y a enviar sus colaboraciones, gracias a vosotros y también a los veteranos podemos seguir publicando a día de hoy.

Ya sabéis que estamos en Twitter y Facebook para contestar cualquier duda o consulta que tengáis y si no lo habéis visto pasad por nuestra pági-na web y veréis que tenemos nuevo contenido, en el cual vosotros también podéis participar.

Gracias una vez más por hacer esto posible.¡Nos vemos por las redes sociales!

#LaWeb

Dos meses más y otro número nue-vo. Como dije en el anterior, acabo de empezar a hacer prácticas y tengo mucho menos tiempo para maque-tar, pero bueno, ¡se ha conseguido!

A primeros de abril hizo un año que dimos de alta el dominio de la web y pusimos en marcha esta ini-ciativa, aunque el primer número no salió hasta julio. El tiempo ha pasa-do volando y cada vez tenemos más apoyo y más colaboración. Muchas gracias a todos por permitir que este proyecto siga adelantey formar par-te de estas páginas.

También hemos puesto en marcha una nueva sección en la web, donde podéis colaborar siempre que que-ráis. Consiste en que nos escribáis noticias, artículos de opinión, crí-ticas literarias... todo lo que tenga que ver con la cultura y el arte, y lo publicaremos cuanto antes, sin que tengáis que esperar a la salida de otro número de la revista.

Y hablando de números, el si-guiente, el número 6 será el aniver-sario oficial de VuelaPluma, ¿nos ayudarás a hacerlo especial?

Noe C.C.

¡Y estamos una vez más en Vuelapluma! Muchas gracias a todos por seguir

con nosotros en el quinto número, con todos estos maravillosos rela-tos, y fotografías. Poco a poco nos vamos consolidando cada vez más y no podríamos haberlo hecho sin nuestros colaboradores. Gracias a los habituales y gracias, por supues-to, a todos los nuevos que han envia-do algo en esta ocasión y a los que quieran participar en un futuro.

Los dos meses entre revista y re-vista se me hacen siempre muy cor-tos. Apenas publicamos un número y enseguida tenemos que pensar en la siguiente. ¡Y en la portada! La

portada siempre nos trae de cabeza (miento, los dos primeros números fueron fáciles), por el espinoso asun-to de utilizar imágenes sin el consen-timiento del autor. Uno no puede ir a Google, coger un dibujo o una foto y utilizarla sin más. Somos legales, y el crédito hacia el artista siempre es lo primero. Siempre andamos bus-cando buenos dibujos o fotos para las portadas, así que si lees esto y te apetece enviarnos algo, ¡aprovecha, no le haremos ascos!

Aunque pienso meter mano para la portada del número 6. Es el ani-versario de la revista, no anticiparé información.

No hay mucho más que deciros, salvo lo de siempre. Gracias por co-laborar con nosotros y darnos espe-ranzas con este pequeño proyecto, que cada vez se hace más grande. Significa mucho para todos. Y como siempre también, nuestro correo está disponible para que podáis en-viar sugerencias, quejas, opiniones, cartas a la dirección, a cualquiera de nuestros escritores... cualquier cosa que se os ocurra.

Disfrutad con la lectura de todos los relatos en este mes especial para los libros.

¡Feliz Nº 5 y nos vemos en el si-guiente!

Tanis Barca

Page 5: VuelaPluma - Número 5

Léelos o descárgatelos todos en:www.revistavuelapluma.com

¿Has leído los números anteriores?

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Reflexión

Anatomy of a writer

ANA ISABEL

El escritor, antes de comenzar a teclear enérgico o a trazar palabras al papel, se condena al sufrimiento pro-pio de un ratón de laboratorio en una mesa de disección. Concienzudamente, se clava él mismo al tablero en pos de desglosarse en un futuro, cuanto más ahonde en sí mismo.

Empuñando el bisturí entre sus manos, para nada temblorosas, acomete contra su desnudo y débil cuerpo, disfrutando al hincar el filo en su torso. Siente el des-garro de la piel y el paquete muscular e impunemente muerde sus labios de placer, ahoga un gemido involun-tario que ronronea por su garganta.

Toda su camisa de un blanco impoluto ha sido deco-rada con puntitos de sangre, formando una maquiavé-lica constelación. El corazón expuesto a plena luz, con cada latido, comienza a perder fuerza y eso le hace son-reír satisfecho.

Haciendo uso de una aguja, extrae con especial cui-dado aquel líquido de rubíes desde el corazón mismo, vaciando el contenido, segundos más tarde, dentro de un tintero.

Sin necesidad de más material quirúrgico, explora con sus manos desnudas aquella caliente y rosada cavidad que recién ha abierto y siente un placer impropio de la situación. No es un placer sexual, no lo es siempre, sin embargo se siente satisfecho de poder sacar provecho del dolor propio y tiene por costumbre embellecerlo con palabras que por dentro, están podridas.

Las vísceras aún desprenden calor e incluso se mantie-nen rojizas dado el riego sanguíneo.

Toma de la bandeja del material la miniatura de un lirio y la coloca dentro de su torso con el mismo respeto con el que se dejan las flores a un fallecido.

De una manera brusca comienza una imprecisa in-cisión para abrirse el cráneo, el pulso tiembla indeciso ante todo el peso de la introspección y la línea cortante serpentea vagamente.

La rudeza del hueso previo al encéfalo, decae ante la sierra circular.

El sonido de la máquina, agudo y chirriante, repique-tea incesante contra sus tímpanos e incluso cuando en la sala reina el más absoluto silencio, su propio oído parece haberse vuelto una cámara de aire en sí mismo. Los sesos lucen con voluptuosidad y varios caminos de un potente rojo aún palpitan en la zona más externa, perdiendo in-tensidad paulatinamente. El brillo de las luces se derra-ma sobre el órgano con intención de enfocarlo y centrar la atención sobre él, antes de que el escritor en sí mismo fallezca de una manera completa, en cuerpo y alma.

Procede entonces al siguiente paso: Vacía el cráneo con la destreza adquirida tras años de práctica y ex-prime su turbia esencia dentro del mismo tintero antes mencionado. Parte de su ser, en cierta medida metódico, acaba por mezclarse con lo más emotivo de sí mismo formando la costosa tinta con la que relata sus agonías o sus triunfos, dependiendo de qué se halle dentro del espeso líquido.

Cansado, el escritor pone punto y final a su texto. Se estira con placer ante el desentumecimiento de sus mús-culos y el crujir de sus articulaciones, sintiéndose volver de nuevo al mundo tras su dulce ensimismamiento. Los cortes de su piel, aunque profundos, cicatrizan nada más terminar de redactar la última línea. El tejido se vuelve inestable permitiéndole la entrada a sí mismo cada vez más fácilmente.

El pequeño ratón de laboratorio, más dado a las letras, espera con impaciencia la siguiente incursión en su perso-na permitiéndose vivir, antes de ello, para tener razón al-guna por la que volver al corchete de la mesa de disección.

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Sigues siendo un poco inentendible. Pero no te creas, que últimamente te estoy pillando el truco y no eres tan difícil como pareces. Sólo he de tratarte con cuidado, que aunque parezcas muy fuerte, aún estás debi-litado de todas las guerras que has tenido que librar y perdiste... He de coger un quita grapas y arrancar todas esas partes que se pegaron a ti de forma inoportuna, y después, curarlas con cariño, para que cicatri-cen bien y no te dejen resquicios que te hagan tratarme de forma des-agradable... He de estar pendiente de cada palpitación, para que no se te agolpen demasiadas juntas y empieces a ahogarte... He de abrazarte, despacio, para que no te puedas romper ni asfixiar...

No te preocupes, que te voy entendiendo. Prometo darte vacaciones una vez al año, y al menos, una noche de descanso entre semana. Pero sólo hazme un favor: no te cueles entre las cañerías oxidadas de nadie, que nos conocemos, corazón…

Corazón

MAARA WYNTER

Reflexión

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Sigues siendo un poco inentendible.

Pero no te creas, que últimamente te estoy pillando el truco y no eres tan difícil como pareces. Sólo he de tratarte con cuidado, que aunque parezcas muy fuerte, aún estás debilitado de todas las guerras que has tenido que librar y perdiste... He de coger un quita grapas y arrancar todas esas partes que se pegaron a ti de forma inoportuna, y después, curarlas con cariño, para que cicatricen bien y no te dejen resquicios que te hagan tratarme de forma desagradable... He de estar pendiente de cada palpitación, para que no se te agolpen demasiadas juntas y empieces a ahogarte... He de abrazarte, despacio, para que no te puedas romper ni asfixiar...

No te preocupes, que te voy entendiendo.

Prometo darte vacaciones una vez al año, y al menos, una noche de descanso entre semana. Pero sólo hazme un favor: no te cueles entre las cañerías oxidadas de nadie, que nos conocemos, corazón…

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Existen resquicios de tristeza que se apoderan del corazón. De una par-te a la que damos sólo importancia cuando sangra o cuando sorprenden-temente deja de latir. Lo golpeamos con fuerza desde fuera, o imitamos su latido con el pestañeo de los ojos. Pero nada es igual. Te has apagado. Me han apagado. Es el acontecimien-to más desesperante de todos. Duele incluso aunque ya no sientas nada.

Pero lo cierto es que los latidos son como una melodía. Una melodía particular que no sigue ninguna par-titura pero que simula una historia pasada. Tintinea bajo la piel y con-tiene a veces la respiración. A menu-do, cuando la música se apaga, nos quedamos a oscuras. En todos nues-tros sentidos. Y prestamos atención a las melodías que nos rodean, a las historias que en ellas se encierran, a que posiblemente cuando un co-

razón, como el nuestro, se marchi-ta, arrastra tras de sí un período de oscuras decepciones. Como si nada entonces pudiese ir bien.

Lo peor de todo es olvidarte como retumbaba bajo las costillas. No re-cordar como tu propia melodía se va perdiendo por las calles de tu de-rrota, porque más tarde o más tem-prano, te tientas. Y te quieres perder. Más todavía. Como si fuese posible.

Llegados a ese punto ya nada es lo suficientemente importante. Ni siquiera tú, ni siquiera nadie. Y te cierras al resto. Y te escarchas por dentro. Y te haces de algo que nun-ca has sido pero que pareces haber sentido toda la vida. Hasta que un día te quedas en silencio, y escuchas sin querer oír, una serie de notas de-safinadas que parecen clavarse allí dónde ya no sientes nada, y empie-zas a temblar. No por miedo. No por

la oscuridad. Algún corazón cercano parece haber grabado tu antigua melodía en sus latidos. Y se suceden una serie de momentos, que todavía no han pasado pero que pareces ha-ber vivido antes. Como aquellos re-cuerdos que nunca recordaste pero que amenazaron con quedarse. Y lo consiguieron.

Te emocionas. Detrás de aquella canción ves una sonrisa iluminada por una inocencia ya perdida. Por un brillo que trasluce las batallas que arañaron e hicieron desparecer(le). Te das cuenta de que una cajita de música se esconde en su interior, pa-rece haberse remendado así mismo, con hilos de aquí y con miradas de allá. Pero funciona, ¿lo oyes?

Reflexión

Melodías desafinadas

NIAR PYX

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Nunca pensé que una tormenta me despertase con-tigo a mi lado. Ni que la lluvia susurrase que te habías perdido y encontrado por mil caminos equivocados, que aunque ya no te acordases habías aparcado tu mirada cerca de la mía. No te esperaba aquella noche, bueno, en realidad no te esperaba ninguna.

Sonabas como un piano mal afinado. Habías perdido la armonía de tus palabras. Parecías un errante de esos que saben a dónde van pero lo olvidan todo el tiempo. No parecías tú, pero sin embargo podía olerte con los ojos dormidos y el alma despierta.

Me gustaban los pianos, me hacían temblar, como si las teclas chocasen a mí alrededor al son de las gotas que caían lentamente al vacío a través de tus pestañas. Me hacías temblar, y tú eras el único que parecía tener frío de verdad.

Siempre había soñado con ser parte de la sinfonía de tus dedos. Anidar entre tus cuerdas vocales; porque me adormecía oírte tatarear canciones que inventaste las noches de invierno. No quería recuperarte, de ninguna manera. Sólo quería tocar(te) el piano.

Coloqué mis manos sobre las tuyas, alineando dedo con dedo, con una simetría que parecía hasta dolorosa. Me cobijé en el arco de tu cuerpo y esperé. Hasta la melodía comenzó a sonar. Con cada movimiento ibas enloqueciendo. Me gustaban aquellos sonidos que se en-trelazaban con tu respiración.

Mis dedos bailaban con los tuyos, a una velocidad lenta y desmedida. Daba miedo saber que cuando la canción acabara te levantarías y reptarías entre la lluvia.

Se apagó todo. La luz, el cielo, la habitación, el piano tú y yo. Las teclas no paraban de sonar en mis oídos ni tampoco en tus manos.

Pianista a medianoche

NIAR PYX

Drama

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Poesía

Autor: Eduardo “Korvinian”

Piel de cordero

¿Quién puede lavar sus pecados en las aguas de la cordura?Cortinas de terciopelo que en la distancia cubren tus alas y no son más que sombra y barro de tu cruel impostura.

¿Quién baila y sangra por cerrar el telón de esta cruel mascarada?Detén los engranajes que pudren de orgullo tus manos desnudas y marca el fúnebre compás que cierre esta demente charada.

¿Quién responde por la falsa moral enquistada en la locura?Ensucias tu cuerpo con ignorancia mientras vomitas palabras y cobardía, desgarrando tu macilenta piel en cadente tortura.

¿Quién merece el castigo que sutura la más inocente mirada?Tatúa con sangre en tu pecho, yugo eterno de purulenta amargura:"… Y sea en mí la mentira, sea en mí la agonía, sea en mí la nada."

Olimpo

Maldice Nereida mientras llora sobre las férreas cadenas de su destinoque a la muerte llevan y que en la guerra se alzan por un amor perdido.

Aciago futuro ciega a los hijos del Olimpo por un sentimiento prohibidoy es en la venganza donde creen hallar consuelo y olvido.

Júpiter, eterno regente y leal amante, cuidando de la vida su brillopor el juramento bajo la luna hecho y con una rosa como ciego testigo:En sagrado templo habrá de convertirse el corazón níveode la dama que bajo la lluvia y sobre el mar hace de su virtud el alivioque, como la blanca espuma de las olas, marca la ruptura con todo enemigo.

El odio su castigo, sus labios frágil esperanza, la muerte su sino.

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Poesía

Autora: Irina García

Locura míaCuando baje la marea,

aráñame el corazón,haz música con mis latidos.Sé que tus suspiros son la fúnebre canciónde las despedidas.Pero cántame con voz honda que no hay mañanassin sol,que no existen anocheceres sin luna.Susúrrame con alma y dispara secretos hacia mi ombligo.Enséñame a desdibujar la cara oculta de las promesasy yo te prometo encontrar la violencia que hayen tu soledad.Si me llevas.Si aceptas la torpe distancia que separa tu locura de la mía.

Sencillamente túNo pudimos competir con el caos de esa tormenta.Nosotras éramos esa tormenta.No tenías nombre y yo te llamaba locura.Para mí no tenías edady eras la eternidad en un segundo.Hay tornados que arrasan ciudades ytu presencia de viento arrasó mi cuerpo en llamas.La madera era todo de mí y con tu incendio,llovieron cenizas.No bastaba el agua de tus ojos para pedirle unarosa al invierno.Porque tú,(sencillamente tú)eras el infierno.Y amarte era construir castillos en el ojo del huracán.

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Romance

Mireia no podía apartar la vista. De sus grandes ojos verdes, de su lacia melena negra, de sus labios rosados… No podía evitar sentirse así, pero sabía que aquello no estaba bien, que era imposible. Aunque de todos modos una ojeada no hacía mal a nadie, o eso pensaba ella.

Y sus ojos grisáceos se posaron de nuevo en aquella persona que la traía loca, en esa persona a la que cono-cía bien, puede que demasiado bien. Tanto así que sabía que seguía enamorada de su primer amor, aquel chico a quien Mireia tanto odiaba y no solo por celos.

Ella era incapaz de odiar si no había unos buenos mo-tivos por en medio y esta vez los tenía.

Dichosa se sentía de haber sido quien la había conso-lado durante las malas rachas y de ver que tenían una buena relación, algo confusa por su parte. Como un hu-racán cuando se dio cuenta de lo que para ella signifi-caba realmente aquella amistad. No solo la sentía como a una buena amiga, había algo más y Mireia no quiso reconocerlo… No quería hacerlo por miedo a que aque-llo echase su relación por los suelos.

El simple hecho de pensar en ello le provocó un pin-chazo enorme en el pecho, consiguiendo que una leve mueca de angustia se plasmase en su cara.

—Esto está mal. —Se susurró a ella misma, sin dejar de mirar a Sara.

¿Qué una ojeada no hacía mal a nadie? A su corazón sí, incluso puede que hasta a su salud emocional. Se ha-cía daño a ella misma, pero era demasiado terca.

Sara dejó de prestar atención durante un segundo al joven con quien hablaba para dedicarle una leve mirada y una sonrisa cómplice a, que sabía qué se cocía entre esos dos.

Sabía que el joven le gustaba a Sara tanto como ésta a Mireia, quien era quien la había animado a dar el paso para que expusiese lo que sentía al joven. Porque sabía que era imposible que Sara sintiese el mismo amor hacia ella, que no sería capaz de hacerla tan feliz como lo iba a hacer aquel joven… Y a ella le bastaba con saber que ella iba a estar bien.

Aun sabiendo todo lo que le dolería el pecho cada vez que los viese juntos, tomados de la mano. O besándose. O simplemente compartiendo de esas sonrisas cómpli-ces…

Sólo quería que Sara fuese feliz.

Sara

¡Visítame!BELÉN PÉREZ MARÍN

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@dtashtwt

Contenido: Historias. Tanto de fantasía, como drama, amor y en un futuro, algo de aventura.

BELÉN PÉREZ MARÍN

Page 13: VuelaPluma - Número 5

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Romance

Capítulo 2El domingo fue horrible, durante toda la mañana preferí

como medida temporal meterme dentro de la cama para hacer frente lo más tarde posible a lo que fuera que me esperaba, porque ¿qué era lo que me esperaba? Eso era lo más angustioso, ni yo mismo sabía lo que me causaba tanto miedo. Podía ser bien el volverme a encontrar con mi padre, que éste se lo hubiera contado a mi madre y el consiguiente rechazo de ésta, o el propio revoltijo de sentimientos que yo mismo tenía en mi cabeza. En ese momento era cuando empezaba a sentirme enfadado y desconcertado conmigo mismo por lo que había hecho, ¿se enteraría más gente, de la oficina quizás? No, era una idiotez, mi padre no iba a contar chismorreos sobre su hijo por la oficina, aunque, ¿Y si lo hacía? ¿Debía acaso importarme lo que opinaran?

El estridente sonido del teléfono móvil interrumpió mis preocupaciones, alargué el brazo y lo cogí de la mesita y miré quién llamaba.

—Lucas…—me dije a disgusto, no tenía ganas de hablar con nadie pero respondí—. Dime, Lucas.

—Hola, Rafa, ¿es cosa mía o quedamos en que me llamarías tú para decirme cómo había ido la cosa? —in-creíblemente no sonaba enfadado, más bien estaba entu-siasmado—. Como no podía esperar, ya te llamo yo para interrogarte.

Su carcajada infantil sonó al otro lado, y eso me hizo sonreír a mí también.

—Pues… no ha ido mal, la verdad.—¡Qué escueto, Rafa! —recriminó—. Expláyate un

poco, hombre.—Preguntó un poco de todo, qué quieres que te diga…

fue bien.Me acordaba sin poder remediarlo de lo que había su-

cedido ayer y se me hacía un nudo en la garganta, la en-trevista que hacía unos días me tenía ilusionado ahora me exasperaba.

—¿Te pasa algo? —preguntó preocupado, y tras una pausa en la que no respondí prosiguió—. Oye, te pasa algo, tu a mí no me engañas. Llámalo como tú quieras, “instinto de hermano” o como te parezca, pero me da que algo no ha ido bien, ¿verdad?

—Ha ido bien, la semana que viene la publican y la po-drás leer en la revista, ¿vale?

—¡No me salgas por la tangente! Si todo ha ido bien dime a qué vienen tantas reservas y esa voz de muerto que tienes.

—No quiero hablar de ello, ¿vale? —la voz se me quebró un poco, pero confié en que no lo hubiera notado.

Mi hermano suspiró, tras lo cual puntualizó.—Estoy allí en veinte minutos, quieras o no. Tienes un

problema y no siempre los puedes pasar sólo, Rafa.Sin darme tiempo a protestar, colgó. Dejé malhumorado

el móvil en la mesita con tanta fuerza que éste se deslizó y cayó al suelo, junto a la lata de cerveza medio vacía que había dejado al pie de la cama David y que yo no me había molestado en recoger. La angustia volvió a subirme por la boca del estómago, si le contaba a mi hermano lo que había pasado cambiaría su opinión sobre mí, y solo tenía veinte minutos para inventarme una excusa chapucera a mi esta-do de ánimo.

Me levanté de la cama y salí del dormitorio confuso y moviéndome por el apartamento como si fuera un visitante en terreno desconocido, yo procuraba calcular y contro-lar todo pero se me estaba yendo de las manos y no sabía cómo controlar todo lo que estaba sucediendo. Resolví pre-pararme un café bien cargado y tomarlo para despejarme.

Justo cuando bebía el primer sorbo el timbre de la puerta sonó. Los veinte minutos habían transcurrido para mí muy deprisa, o bien Lucas no había tardado casi nada. Con pa-sos cansados me dirigí a abrirle con la taza en la mano, no sin antes comprobar por la mirilla.

En efecto, ahí estaba mi hermano Lucas, su cabellera de rizos pelirrojos y las pecas lo hacían inconfundible. Su ropa era también muy distinta a la mía, vestía unos pantalones azules oscuros y una camiseta con la imagen de un labrador que yo nunca me hubiera puesto. La única diferencia con su aspecto habitual era que si bien siempre se mostraba son-riente ahora sus labios estaban apretados formando una fina línea que reflejaba preocupación.

Abrí, y entró a toda prisa sin parar de hablar.—Ya estoy aquí, así que no puedes negarte a hablar. Es-

toy para lo que necesites, ¿vale? No puedo decir que no me hayas preocupado pero… No hay nada que no tenga solución.— se obligó a regalarme una sonrisa tranquiliza-dora—. Sentémonos, así estaremos más cómodos.

El hijo predilecto LADY TURBALINA

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Asentí y me senté en el sofá, él se sentó a mi lado y me dio unas palmaditas en el hombro animándome a hablar, algo que no me apetecía nada.

—Es una tontería, de verdad, Lucas.—Por una tontería no estarías así —observó él, persuasivo.—He discutido con papá, es sólo eso.Abrió los ojos más sorprendido de lo que habría espe-

rado, el hecho de que yo tuviera diferencias con nuestro progenitor debía estar fuera de toda lógica para él.

—¿Ya no soy la oveja negra? –rió a carcajadas, a mí no me hacía gracia—. Ahora somos dos ovejas negras, ¿no? Tranquilo, aunque no lo hayas notado durante todos estos años, es más fácil de lo que crees estar en desacuerdo con papá y mamá, se le pasará.

—¿Tú crees? –me oí decir esperanzado—. Le he decep-cionado, y mucho.

—¿Pues qué has dicho en la entrevista? ¿Qué no somos la familia perfecta, que de vez en cuando se te escapa un pedo?— volvió a reírse de su propio chiste —has cumplido todas sus expectativas, por no cumplir una o dos no pasa nada, no puedes pretender ser perfecto para él, así que dime de una vez qué es eso tan grave que has hecho.

—No me juzgues, por favor —supliqué.Le conté lo que había sucedido el día anterior: quién

era David, un resumen de la entrevista bastante alargado a conveniencia, y me dispuse a relatarle el motivo de la dis-cusión y para mí el mayor error, cuando resolví no hacerlo. Mentir era la mejor elección, no tenía que enterarse nadie salvo mi padre e incluso con el paso de los años lo olvida-ría, ¿para qué mezclar a mi hermano con todo eso?

—Vino a verme después de la entrevista, estaba un poco preocupado. Le conté de todo un poco, como a ti, y… — quería sonar convincente, sólo tenía una oportunidad para soltar la mentira y que ésta fuera creíble—, resulta que me preguntaron por la familia, por ti, por mí… Y saqué a cola-ción que tengo pareja.

—¿Pareja? –Lucas lo pronunció en voz alta como para convencerse.— Pensaba que no habías estado con nadie desde lo de Victoria. Me hubiera gustado enterarme de otra manera…

—Lo siento, el primero en enterarse fue papá. Sólo fue un comentario…

—Espera, Rafa, lo has hecho mal desde el principio. El primero en enterarse no fue papá, fue el tal David ese porque te hacía una entrevista —su tono era el de un profesor dán-dole una reprimenda a su alumno—. ¿Piensas que está bien que se entere un ajeno antes que nosotros? ¡Y la entrevista no era para alimentar cotilleos, era para hablar del negocio!

Lucas negó con la cabeza varias veces con gesto de resig-nación y luego me miró, esperando que continuara con mi explicación.

—Eso ya está arreglado, llamé a David y le pedí que omi-tiera esa parte para la redacción.

—Bien, problema resuelto, ¿no?—Eso me gustaría, el caso es que no ha aceptado mi re-

lación. Ella es… mayor que yo, y es de clase humilde, a mí no me importa pero a papá sí.

Le intenté explicar cómo me sentía, agobiado, desilusio-nado, confundido… En ningún momento me interrumpió, y asentía a cada minuto indicándome que me escuchaba, todo eran sensaciones reales camufladas en una situación inventada. Cuando me quise dar cuenta, la taza de café es-taba fría entre mis manos.

—Tarde o temprano lo aceptará, créeme –me dio palma-ditas en el hombro y se levantó del sofá, su misión había concluido—. Es un viejo testarudo pero tiene corazón, a mí me ha terminado aguantando después de todos los disgus-tos que le he dado, así que por esa tontería no va a cambiar vuestra relación.

Se encaminó hacia la puerta y le seguí, entonces caí en que sólo habíamos hablado sobre mí y no se me había ocu-rrido siquiera preguntarle a él qué tal estaba últimamente.

—¿Y qué tal lo llevas tú todo? El trabajo, tu chica…—El trabajo, pues eso, trabajo —se volvió y me miró

divertido—. Nunca paro, pero es lo que me gusta así que no me quejo. Y Elena está todo lo estupenda que se puede estar para una embarazada de cinco meses, las nauseas no paran pero creo que nos estamos acostumbrando, ella cree que se está poniendo gorda pero creo que exagera.

—Me alegro por vosotros.Le di las gracias varias veces en la puerta, y varias veces

me dijo que no hacía falta, nos despedimos y dio unos pa-sos para marcharse, observé cómo se detenía como recor-dando que se dejaba algo olvidado y se volvió hacia mí.

—Nunca has sabido mentir, por eso siempre te pillo.Me quedé muy reparado y sin saber qué contestar a eso,

él no esperó respuesta y se marchó.

Romance

Page 15: VuelaPluma - Número 5

15

Durante un mes todo siguió su curso normal. Mi padre no volvió a hablar del tema conmigo, aunque sí lo noté susceptible y esquivo en varias ocasiones, por su parte Lu-cas parecía haber olvidado nuestra conversación y no hizo más preguntas, yo lo preferí así. Por otro lado, la entrevista ya publicada no causó el impacto esperado aunque sí que aumentó el número de las ventas. Yo no volví a saber de David.

Casi estaba a punto de volver a mi relajante rutina, hasta que un día de trabajo una llamada de Lucas volvió a alterar la pasividad que tanto deseaba. Nos citaba a toda la familia en su casa para darnos una notica, no necesitaba ser adivi-no para saber perfectamente de qué se trataba.

—Está bien reunir a la familia de vez en cuando, hacía mucho que no estábamos todos así —rompió Lucas el hielo.

—En navidades estuvimos todos juntos, cariño —le co-rrigió sonriente Elena, frotándose amorosamente su vientre de embarazada.

Se hizo un silencio un tanto incómodo, sentados en torno a la mesa del salón nos mirábamos entre nosotros sin saber muy bien qué decir. Mi padre, tenía el ceño fruncido y esta-ba pensando en algo; mi madre contemplaba esperanzada a Lucas, esperando la gran noticia; Yo, fingía no sospechar nada; Y Elena y Lucas por su parte, sonreían como los dos enamorados que eran sin poder contenerse.

—¡Nos casamos el año que viene!—anunció de sopetón Luca.—. Todavía no tenemos fecha definitiva, pero estamos pensando en junio…

—¡Oh, cariño! —exclamó mi madre entre lágrimas de alegría, yo sinceramente no esperaba una reacción tan efu-siva—. ¡Es una noticia estupenda! Felicidades a los dos, aunque os podríais haber decidido un poco antes…

La directa mirada de mi madre al vientre de Natalia de-jaba muy claro lo que quería decir.

—Enhorabuena —mi padre se levantó, estrechó la mano de Lucas y luego depositó un beso en la mejilla de mi cu-ñada—, espero que os vaya muy bien, tenéis que preparar muchas cosas, imagino.

Cuando mi padre terminó, llegó mi turno y apreté a Lu-cas en un afectuoso abrazo, por alguna razón empezaba a sentir calor en el pecho y tenía que hacer fuerza para con-tener las lágrimas. Luego estreché a Elena en un abrazo no tan intenso pero sí igual de afectuoso.

—Me alegro mucho por los dos, de verdad.Tras las debidas frases de felicitaciones, preguntas recu-

rrentes sobre la boda y el vestido que pensaba llevar la futu-ra novia, procedieron a servir café con unas pastas caseras y galletas. Observé orgulloso como Elena decidía tomar un zumo de pomelo, supuse bajo mis escasos conocimientos médicos que lo hacía por el bebé.

—¿Habéis pensado ya la iglesia para la boda? –pregun-taba mi madre a Elena.

—En realidad, pensábamos casarnos por lo civil —la muchacha no se achicó ante la mirada de preocupación de su suegra—. Una ceremonia íntima con los más allegados es lo que queremos Lucas y yo.

—¿Y el banquete? ¿Tenéis algún sitio en mente?Mi hermano me miró de soslayo y se acercó para realizar

su confesión en voz baja, lejos de los oídos de mi madre.—A mí todos estos detalles la verdad es que… Soltó un resoplido para completar su opinión y los dos

reímos, no podía estar más de acuerdo.—Tenéis más de un año para planearlo, no hay prisa —

consideré—. Dime, ¿tienes nervios? Muchas parejas afirman que sienten que van contrarreloj para preparar la boda.

—¿Cuándo me has visto a mí nervioso? —se jactó alzan-do las cejas con una expresión divertida—. Me canso del tema de la inminente boda, a ver qué hay en la tele.

Se levantó con gesto cansino de su silla y se dirigió al televisor. Cuando lo encendió estaban en medio del infor-mativo. Una reportera rubia hablaba del proyecto de ley consistente en la aprobación del matrimonio homosexual en el país, dos chicas ondeaban la bandera de la libertad en el fondo.

Mi padre, hasta ese momento bastante silencioso, se ade-lantó en su asiento frunciendo el ceño como si la pantalla del televisor le deslumbrase.

—Qué barbaridad —gruñó malhumorado—, ¿es que hoy en día se va a poder casar todo el mundo? Qué barbaridad…

Sin duda Lucas se dio por aludido, porque miró a mi padre con cara de asesino para replicar algo, pero decidió dejarlo estar y volver a su asiento. Por mi parte, me rubo-ricé y sentí calor en las mejillas. Algo antinatural, intenté decirme, no había motivos para pensar en una posible insi-nuación hacia mí.

Entonces Lucas fue a dirigirse a mí para decir algo, frunció el ceño al verme la cara, volvió a mirar a mi pa-dre ensimismado con la noticia y sucesivamente retornó su atención hacia mí. Yo lo observé confuso, y en aquel momento abrió mucho los ojos como si su mente hubiera hecho “clic” ante el descubrimiento de un gran misterio. Se ladeó hacia mí desde su asiento para aproximarse más.

—¡Eres…! —se contuvo y bajó la voz tanto que casi no se le oía, pero vocalizó mucho mirándome para que yo lo entendiera—. ¿Por eso discutisteis? ¿Por qué no me lo has dicho antes?

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—¡Cállate! —le contesté alarmado, él retrocedió y se en-derezó en la silla visiblemente molesto.

—Perdona, es sólo que no quiero hablar de esto ahora mismo. Mejor dicho, no es algo de lo que quiera hablar.

—Tú nunca quieres hablar —refunfuñó entre dientes.Momentos más tarde, mis padres se despedían en la

puerta y yo decidí marcharme también, entonces vi a Lucas que volvía de la entrada. Oí la puerta al cerrarse y los pasos de Elena hacia la cocina acompañados de su voz risueña.

—¿Otro café?—No gracias, ya me iba yo también —le contesté, y vino

aprisa hasta el salón.—¿Ya? Esperaba que te quedaras más tiempo…—Yo también —añadió Lucas—, así podríamos conver-

sar tranquilamente.

Le lancé lo que supuse que sería una mirada de adverten-cia a mi hermano, sus intenciones estaban muy claras y no pensaba dejar que me hiciera entrar en su juego.

—Muchas gracias por el café, y cuidaos mucho los dos, ¿vale? —miré a Natalia—. Sobre todo tú, que bastante tie-nes con aguantar a mi hermano.

La muchacha soltó una carcajada asintiendo, mientras Lucas se ruborizaba confuso.

—Oye, tan insoportable no soy.—Bueno, mejor no hacemos comentarios.— bromeé.Nos despedimos todos sonriendo, y acordando volvernos

a tomar algo juntos pronto. Una vez en el coche sopesé todo lo ocurrido, la noticia de la inminente boda me tenía emo-cionado, era algo que esperaba desde hacía muchos años y ahora que por fin ocurría me resultaba extraño. Por otro lado estaba Lucas, ¿pero qué más daba si estaba molesto? Nos ocuparíamos de solucionarlo a su debido tiempo.

Romance

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FotografíaMiriam C.C.

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Vía de Ruhr, territorio de los Soldados de Acero

—No me gusta. No me gusta nada de nada —escuchó mascullar a la chi-ca.

Noel la miró de reojo. Su actitud le resultaba enervante. No entendía que un humano no fuera capaz de explicar a las claras sus temores y que esperara a que se los arrancaran de los labios.

Habían recorrido la Vía de Ruhr durante dos días, intentando mante-ner el ritmo acordado en Athal, pero pronto corroboraron la impresión inicial de que iba a ser imposible. No sólo por el paso más lento de Río, sino por problemas con los que no habían contado cuando montaban el jeep. Por ejemplo, los animales salvajes.

Eran bestias que fácilmente podían alcanzar el metro y medio de altura; al-gunas pacíficas, mientras que otras eran mutaciones de lobos y otros tipos de criaturas tan retorcidas que daba gri-ma mirarlas. Y eran muy rápidas. Noel nunca había puesto un pie mucho más allá de Athal, por lo que la experiencia la cogió desprevenida. Río, en cambio, apenas malgastó balas. Sabía cómo ha-cerles huir y cómo evitar sus tácticas de caza. Sin embargo, cuando las acosó una manada entera tuvieron que poner pies en polvorosa. Durante varios kiló-metros dejaron atrás la Vía, hasta que decidieron hacer un alto para rociarse de spray. Sólo entonces consiguieron que los animales les perdieran el rastro.

—Vamos a tener que pasar la noche en Erinna. —Río masculló un insulto antes de soltar una tos—. Es un nido de bandidos.

—Tenía entendido que los bandidos no se llevaban mal con la gente de las ciudades.

—¿Y sabes cómo tratan a la gente de acero? ¿No? Estoy segura de que nos recibirán con los brazos abiertos cuando les demos el salvoconducto de tu Gobernadora.

Noel abrió la boca para contestar. Luego la cerró, sorteó sin problemas una roca y suspiró para sus adentros.

Al preparar su tesis había estudiado las historias de las antiguas ciudades humanas. Erinna cayó tras una pe-queña guerra civil como resultado de la división entre la población sobre si apoyar o no a los Soldados. Habían perdido sus escasas cosechas tras un mes de tormentas ácidas que disolvie-ron los tanques de agua y destrozaron los canales subterráneos. La hambru-na fue terrible. La mayor parte de la población que optó por unirse a los Soldados fue diezmada en la guerra y huyó, despavorida. Después los Sol-dados aplastaron la rebelión. De la ciudad ya no quedaban más que rui-nas, pues los humanos no tenían la tecnología suficiente para reconstruir-la. Una lástima, ya que sus murallas estaban estratégicamente dispuestas y resistían bien el paso del tiempo.

O al menos eso señalaban unos vie-jos informes de hacía más de doscien-tos años.

Se preguntó si la Gobernadora Amira habría considerado igual de in-teligente enviarla a ella a esa misión tras haber comprobado lo inútiles que eran sus conocimientos.

—¿Hay otro lugar donde podamos pasar la noche? —preguntó.

—Podemos intentar volver a la Vía y encontrar un búnker —respondió Río, resollando al trepar entre unas rocas. Noel no le ofreció la mano; la última vez se la había rechazado con

un golpe. Tampoco se ofreció de nue-vo a llevar su mochila o alguna de las bombonas de agua. No era difícil imaginar que, durante sus misiones de reconocimiento, habían sido los hombres o, al menos, mujeres más ro-bustas quienes se habían ocupado de cargar con las provisiones—. Pero te-nemos a esos monstruos a la espalda. Y en Erinna debe haber algo de agua si viven bandidos…

Noel se apartó un mechón de pelo de la frente, cubierta por una capa de humedad por culpa de la niebla, y asintió con lentitud.

—Pasaremos la noche allí y luego cruzaremos el Puente de Hierro.

El puente cruzaba el Río Contami-nado y llevaba al territorio de la últi-ma ciudad de la Humanidad al sur de la Frontera. Y una vez allí…

No pudo evitar fruncir un poco los labios. Deberían haber llegado hacía varios días. La avergonzaba su escasa previsión, el haber quedado reducida a tener que caminar y caminar sin más, huyendo de animales y escondiéndo-se de humanos. Se preguntó qué diría Ruth, qué pensarían los demás de su gran misión.

¿Lo había dejado todo atrás para… esto?

Sacudió la cabeza. No importaba. Cumpliría su cometido, costara lo

que costara.

***

Río exhaló un suspiro de alivio, do-lor y satisfacción cuando pudo sumer-

Soldados de Acero. Capítulo 4Suzume Mizuno

Misión

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gir los pies en agua fresca. Incluso si estaba acostumbrada a vivir jornadas duras, a comer poco, trabajar mucho y apenas pegar ojo, la combinación de todos esos factores con la ausencia de agua había podido con ella.

Habían cruzado los imponentes muros de Erinna poco antes de que se esfumara la luz, tras dar un inmenso rodeo hasta dar con una zona menos alta… Y más maltratada por el tiem-po. Parecía que los bandidos habían reforzado las zonas del este, las que comunicaban con la Vía del Ruhr, ig-norando el resto. Usaron los ganchos para trepar, aunque Noel más bien co-rrió por la pared. Una vez dentro com-probaron que los bandidos se habían limitado a cuidar los muros interiores de uno de los barrios, asegurándose una zona pequeña donde vivir.

Pero les venía bien, porque así po-drían tenerlos localizados.

Recorriendo las viejas calles, en-contraron una puerta que llevaba a las casas subterráneas. El aire —cómo no— no funcionaba, pero aún así Río sintió que se quitaba un enorme peso de encima al pensar que hasta allí no llegarían los raptores.

Inspeccionaron varias casas aban-donadas, similares a las de Ahura, lle-nas de polvo y sin ningún tipo de víve-res. Por casualidad encontraron unos antiguos baños comunes con un pozo rebosante de agua potable.

Si pudiera quitarme la máscara se-ría el paraíso, pensó Río, deshaciéndo-se del resto de su ropa y sumergiéndo-se en la bañera.

El agua estaba helada, pero se con-centró en sentir cómo limpiaba su su-dor, mugre y el maldito olor del spray y el traje nocturno. Aguantó hasta que la pequeña bañera que había escogido estuvo negra —tampoco es que el agua estuviera mucho más limpia antes— y

salió tiritando, con el pelo empapado y los labios casi azules.

Estaba poniéndose la ropa cuando llamaron secamente a la puerta.

—¿Has terminado?—S-sí —balbució, poniéndose a

toda velocidad los pantalones. Noel entró sin preguntar y Río soltó

un chillido estrangulado, cogiendo la ropa y cubriéndose a toda velocidad con ella. La Soldado sólo apartó el rostro, con el ceño levemente frunci-do, cuando Río le ladró que dejara de mirar.

—La cena está lista. Y he estado re-visando los alrededores. No hay hue-llas humanas.

—Genial. ¿Te importa salir de una vez y esperar a que me vista?

Noel asintió y salió. Temblando, Río se puso las camisas y jerseys, la-mentando que estuvieran tan sucios, y se escurrió el pelo.

No le gustaba que la vieran desnu-da. Y más alguien como Noel.

¿A quién fue el genio que se le ocu-rrió crear una raza tan… perfecta fí-sicamente?, refunfuñó para sus aden-tros. Se quedó perpleja al darse cuenta de que había pensado «perfecto» sin un matiz negativo y sacudió la cabeza.

Se reunió con Noel en el salón. La cocina no funcionaba, pero la Soldado se las había apañado para encender un fuego y en una olla hervía lo que parecía ser una masa de puré. O algo parecido. No sabía de qué estaba com-puesta la comida de la gente de acero, aunque al menos las mantenía en pie.

Río puso mala cara. Allí abajo el aire no podía estar tan contaminado, pero aun así no podría tomar más que un par cucharadas sin arriesgarse a pasar de nuevo un día entero con tos. Quería guardarse la medicina para la Zona Negra y tampoco era bueno in-

yectársela en dosis constantes; había visto cómo muchos de sus compañe-ros del Bastión Blanco abusaban de ella y terminaban sufriendo ataques cardíacos al cabo de las horas. O fie-bres muy intensas, si iban al extremo, que solían ser mortales.

Se sentó en el suelo —las mesas es-taban desvencijadas por el tiempo—, y aguardó en silencio hasta que Noel trajo la olla. La Soldado le tendió lo que parecía ser una pajita.

—No es lo más cómodo, pero así no tendrás que quitarte por completo la máscara. —Noel, para sorpresa de Río, bajó la vista—. No me di cuenta de porqué tosías.

Demasiado estupefacta para decir nada, cogió la pajita. Era de un metal flexible y parecía haber sido soldado rápidamente, quizás con el láser que tenía Noel. No supo qué pensar y al final dijo:

—Debe ser fácil… cuando uno nun-ca se enferma.

Noel agradeció su disculpa —supu-so que lo interpretó como tal— con un cabeceo.

Río maniobró con la pajita. Seguía siendo incómodo, pero al menos pudo dar cuenta de todo de su plato a base de aguantar la respiración, chupar, ba-jarse la máscara para aspirar un par de bocanadas. Tuvo que reconocer que había sido un gesto amable por su parte.

Amable no. Pragmático. Así son ellos. Pero al menos eso significa que sabe que me necesita.

Aquello la sacó de quicio.

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Ciencia Ficción

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Durante un buen rato ninguna dijo nada, hasta que el silencio se volvió tan ensordecedor que Río espetó:

—¿Por qué lo hicisteis?Noel, que había terminado ya con

su ración, exhaló un diminuto suspiro. —Es incómodo cuando no terminas

las frases. ¿Por qué hicimos qué?—Traicionarnos. A los humanos. Noel apartó el plato y apoyó las

manos sobre las rodillas. —Vosotros nos traicionasteis antes,

por tanto la reacción lógica fue inde-pendizarnos para sobrevivir.

—¿Qué? —rugió Río. La otra levantó una mano en un ges-

to tan repleto de autoridad que Río se quedó a medio camino de incorporarse.

—¿Para qué preguntas si no estás dispuesta a escuchar?

Río se tambaleó sobre una rodilla, rechinó los dientes y luego volvió a sentarse. Noel aguardó para asegu-rarse de que no tenía otra explosión y empezó a hablar:

—En realidad no debería hablar de «vosotros». Las generalizaciones nunca son buenas. Un gobierno hu-mano decidió que, para enfrentarse a los raptores, había que crear bio-sol-dados que fueran capaces de resistir sus ataques. Experimentaron, que-brando innumerables leyes de los De-rechos Humanos, hasta (conseguir) lograr el (primer) prototipo de Solda-dos. Originalmente sólo se convertían aquellos que deseaban serlo. Pero lue-go se comenzó a clonar. Y quisieron más y más. Se manipuló a los Solda-dos ya no sólo para que ofrecieran sus vidas para luchar contra los rap-tores, sino contra otras naciones hu-manas. Y esas naciones crearon otros Soldados. La guerra terminó por con-centrarse entre humanos y no contra los raptores.

»No puedo hablar en nombre de los Soldados que decidieron rebelarse, pero nuestro motivo de existencia es-taba claro. Y, entre tanto, los humanos

estaban creando cientos de niños para que murieran en sus guerras mien-tras las bombas y las armas volvían el mundo inhabitable para ellos mismos. Por eso iniciaron la Independencia.

»Los humanos no suelen aprender-lo porque no les conviene, pero hubo tratados e intentos de negociación du-rante varias décadas. Los humanos se negaron a aceptar que los Soldados tuvieran derechos más allá de que sus genes fueran recopilados y traspasa-dos a una siguiente generación. De modo que estalló el enfrentamiento.

»Y ganaron los Soldados porque los crearon para eso.

Noel calló y clavó los ojos en Río durante un momento.

—Hablar de traiciones no tiene sentido, ya ha transcurrido más de un siglo desde entonces. No puedo entender ese retorcido etnicismo que os lleva a la autodestrucción. Los hu-manos nos crearon como una versión más evolucionada de si mismos. ¿Qué tiene de malo que viváis con nosotros y vuestros hijos no mueran por en…?

—¡¡Cállate!! —chilló Río, dando un manotazo al plato. Impactó contra la pared y se rompió en pedazos. Se puso en pie de un salto, sofocada—. ¡¡Qué sabréis vosotros de hijos muertos!! ¡Nos manipuláis, nos dejáis morir en la Frontera, enfrentándonos a los rap-tores! ¡Tenemos que vivir con másca-ras, no podemos comer sin asegurar-nos de que la comida está purificada, ni siquiera somos capaces de dormir tranquilos! ¡Si compartierais con no-sotros vuestra tecnología, si no nos dierais vuestras sobras, si nos ayuda-rais con vuestros implantes y vuestras medicinas…! ¡Entonces sí que podría-mos hablar de qué tiene o no de malo vivir con vosotros porque…!

No pudo terminar la frase. Noel se arrojó sobre ella y le cubrió la boca con una mano. Para evitar que inten-tara soltarse, la rodeó firmemente por la cintura con el otro brazo. Los dedos se le hincaron en la piel y le provoca-ron un espasmo de dolor. Era como si

la hubiera atrapado un cepo. —¿Es que quieres atraer a todos los

bandidos? —dijo Noel con tranquili-dad, aunque tenía el ceño levemente fruncido—. ¿Por qué no puedes dejar de gritar?

Río enrojeció, humillada, y sintió que se le saltaban las lágrimas. Pero tuvo que esperar a calmarse antes de que Noel se decidiera a soltarla.

Maldiciéndola una y mil veces para sus adentros, cogió su mochila, procu-rando hacer todo el ruido posible al abrirla y sacar su saco de dormir. No fue hasta que vio a Noel recoger los pedazos del plato y guardar las cosas que se dio cuenta de lo infantil que era su actitud. Se tragó a duras penas los gritos de rabia y se dirigió hacia una de las puertas.

—¿A dónde vas? —¡A dormir! ¡Por una jodida vez

quiero hacerlo sola!—No. —Categórica, Noel atravesó

la distancia que las separaba de un par de zancadas—. Es peligroso.

—¡Nadie va a venir aquí! —excla-mó, irritada.

—No es aconsejable. Debemos dor-mir en la misma habitación y hacer guardias.

—Mira, que te den. No pienso…—¿Quieres que me disculpe por lo

que dije? Lo haré. Perdón. Pido per-dón en nombre de los Soldados por haber traicionado a los humanos. —Noel apenas parpadeó al decirlo—. ¿Podrías quedarte, por favor?

Río se quedó mirándola con los ojos abiertos de par en par y luego meneó la cabeza, soltando una ronca carcajada.

—Eres una hija de puta. —Siento no ser de tu gusto.—¿Me tomas por una niña que

vaya a conformarse con lo que le digas cuando evidentemente no lo sientes?

Noel se quedó pensativa. —Entonces, ¿qué quieres que haga? Río fue a hablar, pero se dio cuenta

de que no tenía una respuesta.

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***Noel hizo la primera guardia con el

ceño fruncido y una mueca de irrita-ción. La discusión la había exaspera-do hasta extremos inimaginables y eso la avergonzaba. Un Soldado hecho y derecho ni siquiera habría respondido a una pregunta tan provocadora. Pero se sentía orgullosa de su raza y no so-portaba que alguien inculto y que ha-blaba sin saber les atacara con tanta saña. Como si los humanos hubieran sido inocentes. Una cosa era sentarse a debatir distintos puntos de vista sobre un mismo asunto, y otro ser acusado sin pruebas.

No debería haberse rebajado a su altura y, además, era consciente de que había hecho algo mal: mencionó a los niños aún suponiendo que entre los humanos se trataría un tema tabú. Y más si Río era estéril…

Respiró hondo y se pasó una mano por el pelo. Se habían quedado a os-curas excepto por una suave lámpara con forma de esfera que Noel usaba por las noches. Se encendía cada po-cos minutos e iluminaba durante unos segundos la estancia. Así no tenía que depender exclusivamente de su visión o su oído. De tanto en tanto, la joven desviaba la mirada hacia el pequeño montículo que era el saco de Río, des-de donde escuchaba su respiración acompasada.

Supongo que somos demasiado di-ferentes.

La muchacha se revolvió en el saco y la escuchó gemir.

Por suerte no tosía. —Mamá… —llamó entre dientes—.

Mamá… Mamá…Noel no recordaba haber llamado a

nadie así, ni siquiera a su instructora. Al contrario que los homo sapiens, los

Soldados aprendían deprisa y ya des-de pequeños gozaban de bastante más autonomía física. Nunca habían nece-sitado padres ni madres.

Se preguntó cómo sería saber que había formado de otro ser antes de convertirse en ella misma. Beber su leche, crecer entre los brazos de al-guien…

Notó una punzada en el pecho y se encontró sonriendo con cierta amar-gura.

***—Despierta. Río abrió los ojos. Noel estaba arro-

dillada a su lado, con una pistola apun-tando hacia la entrada. Se despejó al instante y se incorporó sin hacer ruido.

—¿Raptor o bandidos?—Bandidos. He oído voces. La sala estaba iluminada por la

linterna, pero no duraría mucho. Río trató de pensar rápido. Hasta donde ella sabía, los bandidos no tenían nada contra otros humanos. No les gustaba acatar las normas de las ciudades y vi-vían a su modo… Enemistados con los Soldados y comerciando con objetos que encontraban en distintos enclaves abandonados.

Quizás si hubiera estado sola po-dría haber negociado con parte de su munición para que la dejaran en paz.

Pero estaba Noel. La cogió por el brazo, temiendo que

se abalanzara sobre los bandidos. —Tú déjame hablar. Y mantén la

cabeza agachada, a ver si no se dan cuenta de lo que eres. —Le lanzó una rápida mirada al pelo corto y se lo re-volvió en un intento de darle un aire menos estricto—. ¡Y sácate ese traje! ¡Nos lo quitarán!

En un par de movimientos, Noel se libró del traje anti-raptores y lo ocultó

tras el único mueble de la casa que se mantenía más o menos en pie. Río no fue tan rápida y tuvo que conformar-se con ocultarlo bajo su mochila antes de que la luz se apagara.

Agudizó el oído, y sólo escuchó su propia respiración. Era como si Noel hubiera desaparecido. Pero entonces oyó los pasos.

—¿Quién anda ahí? —preguntó después de aspirar una temblorosa bo-canada de aire.

Tras un minuto que se le antojó eterno, se abrió la puerta y la luz de unas linternas la deslumbró. Levantó las manos, indicando que estaba des-armada, rezando porque Noel hiciera lo mismo.

—¿Quiénes sois?—Lo mismo podríamos pregunta-

ros a vosotras —respondió una voz grave, aunque de mujer—. ¿Qué ha-céis en nuestro territorio?

—Pasar la noche. ¡Bajad la luz, joder!Cuando las linternas dejaron de

enfocar a sus ojos, Río vio que se en-contraban ante cinco personas. Dos de ellas parecían mujeres y los otros, hombres, aunque sólo podía deducirlo por su altura y anchura de hombros, ya que todos iban vestidos con ropas similares y, por supuesto, llevaban máscaras… y metralletas.

Genial. —Levantaos. —Río obedeció, con

el corazón en un puño, enredándose un poco con el saco—. ¿Qué es esto? ¿Una chica sin máscara?

Río reprimió el impulso de abofe-tearse. ¿Cómo se le había podido pa-sar por alto? Estaba tan acostumbrada que no había caído en la cuenta de que la delataría por completo.

—Mira esa piel. —Uno de los hom-bres se inclinó sobre otro—: Una puta de acero.

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—No teníamos intención de moles-tar —dijo Noel—. Sólo pasar la noche y partir al alba.

Río le dio una patada para que se callara.

Demasiado tarde, claro. —¿Habéis oído eso, chicos? ¡Sólo

quería pasar la noche!—La mujer se acercó a Noel y le puso la ametra-lladora contra el pecho—. ¿Y en tus ciudades dejarían que un humano se colara y pasar la noche, tal cual?

—No —reconoció Noel. —Pues aquí sucede lo mismo. —Esta ni siquiera puede considerar-

se vuestra ciudad, y no hemos entrado en vuestros territorios que son…

—¡Cállate! —espetó Río, adelan-tándose. Estaba sudando copiosamen-te y el pelo se le pegaba a la nuca. Le costaba respirar. Tenía la garganta seca y áspera—. Podemos pagar por las molestias.

—¿Qué haces con esta, niña? ¿Es que eres amiga de los cyborgs?

—¡No! —protestó, pero se daba perfecta cuenta de que no podía ex-plicar qué hacía con una Soldado sin admitir que era una simpatizante—. Mirad, sólo estábamos intentando ale-jarnos de los raptores. Tenemos muni-ción, podemos…

—No podemos —se negó Noel, que aferró la punta de la ametralladora y tiró hacia arriba.

Los disparos ensordecieron a Río, que gritó y se agachó.

Noel clavó una rodilla en el estó-mago de la mujer, derribándola sin esfuerzo, y luego rodó hacia un lado para esquivar a sus compañeros, al tiempo que arrojaba al frente dos cu-chillas. Antes de coger impulso para abalanzarse sobre sus objetivos, exten-dió la muñeca hacia delante y el láser se disparó, acertando en la puerta y obligándolos a dispersarse. Uno de los hombres trató de noquearla usando lo que parecía ser un largo cuchillo, pero Noel no sólo lo detuvo, sino que apro-vechó su impulso para hacerle una

llave y catapultarlo contra sus compa-ñeros. Asestó dos puñetazos secos y un rodillazo más.

Y todo se terminó. Río, sin aliento, se quedó mirando a

los bandidos desperdigados por el suelo. —¿Los… has…?—No. Tampoco he dañado sus más-

caras —respondió Noel, flexionando los dedos—. Démonos prisa.

—Pero todavía es de noche… —Río no podía dejar de mirar los cuerpos con la boca abierta.

Noel arrastró sin esfuerzo a los ban-didos hasta una de las habitaciones la-terales. Cuando salió, con su traje bajo el brazo, se dio un par de palmadas para sacudirse el polvo y comenzó a recogerlo todo. Río la imitó sin pensar. A medida que comenzaba a superar la sorpresa la invadió el enfado.

—¡Por qué has hecho eso!—Era lo más rápido. No podemos

negociar nuestra munición, la necesi-taremos para la misión.

—¡Pero ahora querrán matarnos, estúpida!

—Pues seremos más inteligentes que ellos. No saldremos hasta dentro de un día.

—¿Qué? —Tenemos que encontrar un lugar

más seguro. Río reprimió un grito de frustración,

pero terminó de empaquetar sus cosas y se apresuró a ir en pos de Noel, que ya se alejaba dando largas zancadas.

Salieron a la superficie, donde la chica se negó a que encendieran nin-guna luz. Incluso con la visión noc-

turna, Río se encontró con problemas para avanzar por culpa de la niebla y al final, para su infinito escarnio, Noel la cogió de una muñeca para guiarla con más rapidez.

Vagaron de un lado a otro siguiendo los caminos de piedra para evitar dejar huellas, hasta que Río se dio cuenta de que estaban peligrosamente cerca de la muralla que se suponía que pertene-cía al barrio de los bandidos. Es más, al fijase bien, reconoció el típico refle-jo de la mirilla de los francotiradores. Noel, por supuesto, también lo había visto. Por eso la obligó a agacharse y a moverse muy, muy despacio.

Cuando Río estaba convencida de que sufriría un infarto de pura angus-tia, encontraron la entrada a una vieja casa prácticamente pegada a la mura-lla. La máscara impidió que la cortina de polvo que levantaron al recorrer los pasillos le provocara un ataque de tos.

—Esto es una locura, ¡nos encon-trarán!

—Pensarán que nos hemos ido. —¡Nos van a matar!—Si nos persiguen, nos matarán

igual. De todas formas no vamos a dormir en una de las casas.

Cansada, se dejó arrastrar por Noel y dejó de hacer preguntas.

***

En efecto, no acabaron en una casa,

sino en una de las viejas salas de con-trol de máquinas, que no tenía más que un metro y medio de anchura. Noel cogió ambas mochilas y las dejó en un lado, poniendo mucho cuidado con las bombas. Río pensó con rabia que no había tenido tiempo de darse otro baño. Al menos había rellena-do en su momento las bombonas de agua…

—¿Y cómo sabes que no nos bus-carán aquí?

—Porque estamos muy cerca de su territorio. Acuéstate, voy a borrar

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nuestras huellas. —¡No me des órdenes!Pero Noel ya se había marchado. Deseando patear cualquier cosa

que se interpusiera en su camino, Río trató de acomodarse contra una de las bombas de agua, que hacía mucho que habían dejado de funcionar. ¡Noel regresó al cabo de un rato, comentando sucintamente que todo estaba en orden. Se acu-clilló al lado de Río y cogió su saco para cubrirlas a ambas.

—¿Qué haces?—Si quieres apartarte no te lo

impediré. Ahora, duerme. —Te partiría la nariz, de verdad

—gruñó Río. No tenían espacio para mover-

se, sus piernas se encontraban por mucho que Río intentaba pegarse a una pared. Al final se resignó al contacto físico a regañadientes y los párpados comenzaron a cederle de puro cansancio. Había muy poco espacio, le llegaba el olor a cerrado y todo su cuerpo permanecía en ten-sión. Adormilada, rememoró cómo Noel había acabado en menos de un minuto con todos los bandidos. Se había enfrentado a una metralle-ta sin más.

¿Cómo podía ser tan temeraria?—¿No te da miedo morir? —pre-

guntó al final. Noel tardó tanto en responder

que pensó que iba a ignorarla —es-taba convencida de que seguía des-pierta—.

—Sí. Río se irguió y activó los visores

de visión nocturna. Noel mantenía su expresión de tranquilidad, pero de pronto… De pronto, en medio de la oscuridad, le pareció que era sólo una chica como cualquier otra, tan hundida en el fango como ella.

Rumiando para sus adentros, dejó que su rodilla se apoyara con-tra la de Noel. Para su sorpresa, la Soldado no la apartó.

—Puedes dejarme las bombas a mí. —No. —¿No crees que vaya a llegar?

—… No. Y también es mi misión. Tenemos más posibilidades juntas que yendo por nuestra cuenta.

Río recibió las palabras como una puñalada, pero sabía que tenía razón. Suspiró y cambió de costura, notando que se le empezaba a dormir el trasero. Le reconcomía cómo había estallado antes. Jamás había escuchado esa ver-sión de la historia y lo que más la in-citaba a saltar sobre Noel era que, en cierta manera, parecía tener sentido. Río odiaba a sus antepasados por ha-ber tenido tan poco seso y estaba claro que una guerra de ese calibre era muy típico de los humanos.

Pero…Escocía. Escocía muchísimo. —Perdona por lo de antes —termi-

nó por decir, arrastrando las palabras. —Perdonada. Chasqueó la lengua. Qué arrogante

era. Pero ya estaba. Había pedido per-

dón. No necesitaba hacer más, ni tampoco reconocería que los Solda-dos habían tenido sus motivos. Para ella, para toda su generación, seguían siendo unos traidores. Y así seguirían hasta que los humanos terminaran por extinguirse.

Sin embargo, al menos le había que-dado claro que Noel no mentía. Sólo tenía su propio punto de vista.

—Y yo lamento haber mencionado lo de los niños —dijo de pronto—. Nosotros no sufrimos mortalidad in-fantil, de modo que no he reparado en lo delicado que es para vosotros.

Río tensó las mandíbulas y durante un instante vio al pequeño en sus bra-

zos. Tan rosadito, llorón y saludable. No podía entender cómo, de un día

para otro… Cerró los ojos. —Lo es. Pero no pasa nada. Voso-

tros no lo entendéis. ¿Es cierto que no tenéis madres y padres?

—Es cierto. Se nos engendra en úte-ros artificiales mediante la mezcla de espermatozoides y óvulos preseleccio-nados. Luego nos crían a todos juntos, subdivididos en equipos.

—Qué… frío —masculló Río, as-queada—. Como gente que va a un matadero.

—¿Así lo ves tú? Curioso. —¿Y cómo se supone que tengo que

verlo?—Somos Soldados. Nacemos con

los mejores genes, somos criados para servir a nuestro pueblo y a cambio nadie pasa hambre, nadie crece sin educación, nadie es dejado de lado a menos que rompa las normas. No es la definición de un matadero.

—Y luego te cogen y te envían sin más a suicidarte.

—Es mi misión —contestó Noel, reticente.

—Antes has dicho que no querías morir.

—Y no quiero. Pero tampoco cues-tiono las órdenes. Así es como funcio-nan las cosas —dijo, tajante.

—O sea, que si no te dieran una or-den, no sabrías qué hacer con tu vida.

Noel abrió y cerró la boca. Frunció el ceño.

—Supongo que no, no sabría qué hacer.

—Eso… Es triste. —Quizás. Pero tengo una misión. —La tenemos las dos. Noel giró la cabeza hacia ella y, de

pronto, esbozó una ligera sonrisa. Río masculló algo ininteligible y se volvió a acurrucar contra la pared, diciéndo-se que era hora de dormir y descansar de una vez.

Continuará...

Page 24: VuelaPluma - Número 5

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Fotografía

Seixo es un pequeño pueblo de Pontevedra,

Galicia. Esta es una foto tomada al lado

del puerto pesquero, al atardecer.

Me pareció un pueblo precioso, con una

belleza inolvidable.

Si tenéis la oportunidad de visitarlo,

no lo dudéis... y no os vayáis sin probar

la tarta de manzana.

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Fotografía

Atardecer en SeixoNoemí C. Castillo

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Fantasía

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Esa noche se sentía especialmente libre. Siempre le ha-bían gustado los bailes y mucho más si iban acompaña-dos de máscaras. Le encantaba el misterio de bailar con alguien a quien sólo podías ver los ojos, la sonrisa, y a veces, escuchar su voz. Solía divertirse intentando imagi-nar quien estaría detrás de ese misterio.

Pero al cambiar de pareja por última vez se había em-pezado a encontrar mal. Había algo en los ojos azules de ese chico que la hacía estremecerse y contener la respira-ción por miedo a que la mirase fijamente y la rompiese en pedazos. El chico no la prestaba atención, estaba dema-siado concentrado en algo que estaba lejos de allí, quizá incluso en sus propios pensamientos. Tenía la mirada casi ausente y su boca reposaba en su cara con un gesto de impasibilidad que no reflejaba ninguna emoción. Al con-trario que todos los presentes, parecía incluso aburrido, como si le hubiesen obligado a ir allí y estuviese, simple-mente, intentando que el tiempo pasase más deprisa.

Pero todas las divagaciones de Maia sobre ese misterio-so chico se acabaron cuando finalizó la música y por un segundo él la miró.

Todo lo que había pensado hasta ese momento des-apareció, dejando espacio sólo a esa mirada cautivadora. Era incapaz de apartar los ojos de él por mucho que lo intentaba y las fuerzas le flaquearon cuando de golpe, él se apartó de su lado para continuar el baile con otra chi-ca. Todo lo libre que se había sentido hasta ese momento, pasó a ser angustia y opresión.

"¿Qué me está pasando?" se preguntó en silencio mientras se retiraba a los jardines para ir a coger aire. A cada paso que daba el aire que entraba en sus pulmo-nes le quemaba más la garganta y la opresión que sentía amenazaba con asfixiarla, clavándose en ella como mil cuchillos llenos de veneno.

Apresuró el paso hasta llegar donde nadie podría verla y se dejó caer al suelo. "Esto es ridículo" pensó por enési-ma vez mientras intentaba contener las lágrimas a causa del dolor.

¿Qué le había pasado? ¿Por qué tanto por sólo unos ojos? ¿Quién era ese chico que no podía sacarse de la cabeza? ¿Por qué ese dolor?

Maia no entendía nada pero decidió que lo único que podía hacer era calmarse y dejar de pensar en los mo-mentos anteriores. Pensar en algo bueno, en algo que la gustase. Pero cuando lo intentó hubo algo que la asustó aún más. Algo en lo que nunca se había parado a pensar. No tenía ni un sólo recuerdo que no fuese de noches de baile y máscaras. Ni uno más. ¿Era eso posible?

"Ese chico me ha borrado mis recuerdos" fue lo prime-ro que pensó, dándose cuenta al segundo de lo absurdo que resultaba ese pensamiento.

Se forzó a hacer memoria, a averiguar algo más de lo que se suponía que era su vida. Pero por mucho que lo in-tentó no consiguió nada. Era como si sólo viviese durante los bailes de máscaras y el resto del tiempo permaneciese en una especie de sueño del que no era consciente.

Aterrada, volvió al salón para ver si allí encontraba alguna respuesta a todos esos pensamientos que se su-cedían por su mente sin ningún sentido, rayando la ve-locidad de la luz y mezclándose hasta que no se podía distinguir cual era cual.

Entró corriendo en aquella inmensa sala repleta de gente que de repente no le daban ninguna seguridad, bus-cando aquel chico, aquellos ojos… Sin encontrarlos. Una sombra cruzó la ventana que más próxima estaba a ella y con el último ápice de esperanza se asomó para ver si encontraba lo único que necesitaba ver en ese momento.

Lo que vio la dejó sin respiración. Era una sala igual que en la que estaba ella. Con miles de personas vestidas igual. Y allí estaba él, atravesándola con sus ojos azules. Dedicán-dola una mirada que la hizo sentir lástima por sí misma.

"¿Por qué me mira así?" fue lo único que pudo pensar mientras él se giraba para irse.

"¡No le dejes ir!" le gritó una voz desde su interior "¡Corre por él!". Y sin saber por qué se vio haciendo un intento de cruzar esa gran ventana. Un intento nulo. Ha-bía unas barreras invisibles que la prohibían moverse más allá de donde estaba. De esa ventana que desde el otro lado era un simple cuadro. Un cuadro que unos ojos azu-les no dejaban de observar intensamente.

"Estoy atrapada" fue lo último que pensó Maia, antes de desmayarse.

Baile de máscarasJA

PRIMERA PARTE

MAARA WYNTER

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El día había llegado primero a los campos de flores del valle, extendiéndose por todo Olvenemory. Las hadas y duendes salían de sus hogares, revoloteando entre las gran-des brotes en busca de algún capullo que trajese un nue-vo nacimiento. Los que se encargaban de la recolección, llevaban semillas de flores a la estación de los campos y los nuevos integrantes de Olvenemory empezaban a hacer cola para recibir la semilla con la que harían germinar su pequeña casa. Los guías apremiaban a sus apadrinados a seguirles en su recorrido para mostrarles el mundo en el que habitaban.

Lulurel salió de su casa en cuanto las primeras luces en-traron por su ventana. La noche anterior trazó con calma el recorrido por el que guiaría a Aymara por todo Olvenemory. Empezarían por el valle central, probablemente la zona más compleja y urbanita de aquellas tierras, luego proseguirían por los distintos valles periféricos, siguiendo en el sentido del sol, para acabar en el valle de los jardines de flores, don-de Aymara plantaría la semilla de su hogar. Solo había un pequeño problema que solucionaría sobre la marcha.

Poco después del amanecer, Lulurel se personó en el Ár-bol Celeste. Rénis se encontraba cerca de la entrada, junto a Aymara. La joven daba pequeño revoloteos, a la orden de Rénis, para comprobar que estaba capacitada para volar sin problemas. Parecía recuperada y llena de energía.

—¡Buenos días! ¿Cómo estás, Aymara? —preguntó entu-siasmada Lulurel.

—Buenos días a ti también, ¿eh? —dijo Rénis con tono burlón.

—Perdón, Rénis. Quería saber si Aymara estaba lista para conocer Olvenemory.

—Lo sé, lo sé —comentó quitándole importancia—. Está completamente recuperada y llena de dudas. Lleva toda la mañana haciéndome preguntas, ¿verdad, querida?

—Es cierto. No conozco nada aún. ¿Vamos a irnos ya, Lulurel?

—¡Ésta pequeña verdaderamente tiene prisa! —exclamó jocosamente Rénis—. Bueno, os dejo, que tengo un pacien-te que esta mañana se ha chocado con una rumbelda mo-rada por volar sin mirar y sufre picores a causa del polen —dijo, despidiéndose de las dos hadas. Ambas hicieron lo mismo con un gesto de mano.

—Pues… vámonos ya mismo. Comenzaremos por el cen-tro de Olvenemory, es decir, donde estamos actualmente y luego seguiremos el curso del sol por la periferia hasta que caiga el atardecer. Para entonces estaremos en el valle de los jardines de flores, allí crearemos tu casa y cerraremos el tour por Olvenemory.

—¿Cómo crearé mi casa?—Pues tendrás que elegir una semilla, la que más te gus-

te, y hacerla germinar.—¿Cómo?Lulurel se echó a reír. Ciertamente Aymara resultaba ser

muy impaciente, pues normalmente las hadas y los duen-des, al nacer, se mostraban muy pasivos y seguían las expli-caciones de sus guías sin cuestionar nada.

—Cuando llegue el momento lo sabrás. Es algo que hace-mos por pura intuición. ¿Lista para conocer Olvenemory?

—¡Sí! —dijo contagiada por el entusiasmo de su guía.Las dos hadas salieron del Árbol Celeste. Siguiendo las

indicaciones de Lulurel, ambas descendieron hacia el suelo. La mayor parte de la zona central estaba construida a ras de la tierra, dejando los árboles para los lugares más impor-tantes y de mayor altura.

—Aquí es donde se encuentra la mayor parte de la vida de Olvenemory. Este lugar es la parte oeste de la zona céntrica. El Árbol Celeste es la referencia, para que te hagas a su loca-lización. Como ya sabes, el Árbol Celeste es nuestro centro de salud. Tu estabas cerca de la copa, que es la sección del árbol de la que se encarga Rénis. Allí tratan las urgencias.

—¿Si me ocurre algo malo debo acudir al Árbol Celeste?—Exacto. Sigamos—Lulurel señaló la zona baja del ár-

bol—. A los pies del Árbol Celeste se encuentran los alma-cenes médicos. Las hadas y duendes sanadores más novatos se encargan de abastecer estos almacenes y atender a los

OlvenemoryCAPÍTULO 1: TIERRA DE HADAS - PARTE 1

ALEJANDO FERNÁNDEZ MÁRQUEZ

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pacientes que acuden a la planta baja del árbol. Si tienes vocación por la sanación, este lugar será casi tu segundo hogar. Sígueme por aquí.

Lulurel guió a Aymara un poco hacia el este, frente al Ár-bol Celeste. Allí se situaba una estación que arrastraba ces-tas amarillas por medio de fibras con un sistema de poleas.

—Esta zona de aquí es la estación de envíos, que comu-nica desde aquí hasta la zona este central. Es un sistema de cestas elaboradas con rumbelda amarilla. Las usamos para llevar todo tipo de objetos pesados de un lado a otro de la zona céntrica.

—¿Qué es una rumbelda?—Es un tipo de planta que solo existe en el valle de la

ribera. Crece en multitud de colores y cada tipo de rum-belda tiene distintas características físicas según su color. Por ejemplo, las amarillas son las que poseen las fibras más resistentes y duras, por eso el sistema de cestas usa este tipo de rumbelda.

—¿Cómo funciona el transporte de cestas?—Pues… No estoy segura, la verdad. Ángar me lo expli-

có una vez, pero ni él lo sabía con seguridad. Las cestas se mueven por esas fibras en las que se sostienen y así viajan de un lado a otro. Incluso hay algunas que suben desde el suelo al Árbol Rojo —Lulurel señaló las distintas partes de la estación según le explicaba a Aymara—. Es cosa de las hadas y duendes constructores, ellos son los que crean las distintas estaciones repartidas por todo Olvenemory, también se encargan de construir el mobiliario de nuestras casas y variedad de utensilios que utilizamos día a día.

—Creo que lo entiendo, las fibras se mueven y arrastran las cestas con su movimiento. ¿Es eso?

—Diría que sí. Sigamos viendo más sitios de esta zona —La guía señaló esta vez al sur—. Hacia nuestra derecha se encuentran los almacenes de los constructores y la sede de ingenieros. Básicamente es el lugar donde las hadas y duendes de Olvenemory acumulan materiales, que luego trabajan y modifican en los talleres, para crear cosas como la estación de las cestas.

—¿Podemos ir?—Hoy no, Aymara. Mañana iremos a las distintas sedes

para que conozcas en profundidad cómo trabajan las hadas

y pienses cual podría ser tu vocación. Hoy nos dedicaremos a que conozcas Olvenemory y tengas tu casa.

—Está bien, ¿seguimos?—Claro, mira, en nuestra izquierda se sitúan los talleres

que mencioné antes —dijo Lulurel, señalando al norte de la zona oeste—. Ahí es donde construyen las hadas y duendes. Como ves, son talleres muy grandes y altos para que todos los constructores e ingenieros puedan trabajar con comodi-dad. El exterior de los talleres está recubierto con conchas de crúrios, que aíslan el ruido que proviene de dentro —Lulurel hizo un gesto para que se Aymara se mantuviera en silencio—. ¿Ves? Ni un solo ruido.

—¿Qué son los crúrios?—Son un tipo de animal que vive en la ribera del río

que atraviesa Olvenemory. Portan grandes conchas a sus espaldas. Cuando las mudan, los constructores las recogen y las almacenan para utilizarlas. Más tarde los verás segu-ramente.

—¿Aquí no hay casas?—No, querida. Las casas se sitúan en los valles, nunca en

el centro. Solo el rey y la reina viven aquí, en el Árbol Rojo.—¿Podremos ver a los reyes?—Quizá. Puede que estén en centro, que es donde nos

dirigimos ahora. Aunque sinceramente, a mi me infunden demasiado respeto y suelo evitar tener que cruzarme con la realeza —comentó Lulurel algo avergonzada—. Bien, siga-mos el sistema de cestas.

Ambas alzaron el vuelo y siguieron las fibras que trans-portaban las cestas amarillas. A su paso, Lulurel saludaba a distintos duendes y hadas que trabajaban subiendo objetos a las cestas o que recolectaban materiales y se dirigían a los talleres. Aymara, cohibida, saludaba con timidez a los desconocidos. Desde lejos podían observar como entre las plantas y flores, se alzaba el Árbol Rojo, mucho más grande que el Árbol Celeste.

—Bien, pues esta es la zona central, propiamente dicho —comentó la guía cuando llegaron, riéndose—. Aunque desde lejos ya se veía, ahora, desde aquí abajo, puedes con-templar el orgullo de Olvenemory: Nuestro Árbol Rojo.

—¿Qué hace que sea tan especial?—Verás, el Árbol Rojo es el corazón de la propia Olve-

nemory. Sus raíces se extienden por todo lo que alcanza la vista y permite la vida tal y como la conocemos. En su in-terior fluye una energía que sólo los reyes tienen permitido manipular. Para el resto de hadas de Olvenemory es peli-groso, por ello los reyes son las hadas monarcas. Además, desde cualquier punto de Olvenemory puedes ver el Árbol Rojo, puesto que es gigantesco.

Aymara alzó de nuevo la vista para observar tal maravi-lla de la naturaleza, pero no lograba discernir a qué altura podría estar la copa del árbol.

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—¿Cuánto se tarda en alcanzar la copa desde aquí?—¡¿Qué?! —gritó Lulurel, ante la pregunta de Ayma-

ra—. Aymara, querida. Está prohibido subir a lo alto del árbol, solo los reyes pueden hacerlo —añadió en tono de advertencia.

—¿Por qué?—Porque es peligroso, en su copa se acumula la mayor

parte de la energía que fluye en su interior y únicamente los monarcas pueden manipularla.

—¿Lo normal no sería que la energía se concentrase en las raíces?

—No, se encuentra en la copa y deberíamos dejar este tema. Solo atañe a la realeza —Lulurel miró preocupada a los lados por si alguien había escuchado a Aymara o sus gritos. Por suerte nadie les prestaba atención.

—Está bien. Lo siento, Lulurel.—No pasa nada —respondió Lulurel, más calmada

viendo que nadie las había escuchado—. Sigamos con esta zona. Te va a encantar, al menos a mi es la zona del centro que más me gusta —Lulurel se separó un par de pasos de Aymara y extendió los brazos—. Aquí se encuentran los co-mercios de Olvenemory. Para todo lo que necesites tendrás que venir hasta aquí a conseguirlo.

—¿Cómo el qué?—Pues todo, Aymara. Muebles para tu casa, instrumen-

tos para tu vocación, bolsas de transporte, nuevas prendas para vestir e incluso hacer pedidos de cosas que quieras de las que no haya género. Todo está a tu disposición.

—¿Qué valor tienen las cosas?—¿Te refieres a que si tienen un precio que pagar? —Ay-

mara asintió a la pregunta de Lulurel—. En absoluto. Todo es libre de ser adquirido por cualquiera que lo necesite, ha-biendo un orden y prioridad, claro. De ello se encargan las hadas y duendes guardianes. Aymara, en Olvenemory cada uno paga con su trabajo y constituye una pieza fundamen-tal para nuestro mundo. Cada hada y duende desempeña la labor que mejor se le da y con su esfuerzo y dedicación obtiene su recompensa. Técnicamente todo es de todos.

—Comprendo. Pero... ¿y si me equivoco en la vocación que elija?

—No pasa nada. Todos servimos para algo en Olvene-mory, puede que tardemos en descubrirlo, pero en el fondo de nuestro corazón sabemos que queremos ser.

—Puedo pensarlo con calma entonces, ¿no?—Por supuesto, pero no te adelantes, querida. Ahora que

estamos aquí tenemos que hacer una cosa muy importante. Va a ser engorroso a posteriori, pero tal y como he trazado la ruta de hoy, es el único inconveniente.

—¿De qué se trata?

—Vamos a ir al comercio de mobiliario para que escojas tus primeros muebles y al de ropa para que tengas un mí-nimo de vestuario —Lulurel se acercó a Aymara y agarró el vestido de ésta por la falda—. No puedes ir toda la vida vestida con una hoja de lirio, ¿no crees?

—Supongo. ¿Pero no entiendo por qué va a ser engo-rroso?

—Bueno, hasta la caída del atardecer no iremos al valle de los jardines. Tus cosas se quedarán en mi casa mientras y tendremos que transportarlas más tarde, cuando germine tu hogar. Pero no te preocupes, pediré ayuda.

—¿Qué muebles necesito?—Pues aprovechando que todavía es pronto y no hay

mucha cola en los comercios… Puedes mirar todo detenida-mente, aunque con un poco de prisa para que no se nos eche el tiempo encima. Para empezar necesitarás al menos una mesa y una silla, una pequeña alacena, una cama también y por supuesto un armario para guardar tus nuevas prendas.

—¿Y de ropa?—Eso dependerá más de tu gusto. Ahí no te puedo ayu-

dar. Cuando estemos en la tienda mira lo que más te guste.Lulurel guió a la joven hada hasta la tienda de muebles.

Había en su interior otras hadas y duendes guías acompa-ñando a los recién nacidos para escoger su mobiliario. Una de las hadas que había allí reconoció a Lulurel y se acercó a ella junto con un duende novato.

—¡Buenos días, Lulu! ¿Es ella tu protegida? —dijo la re-cién llegada.

—Buenos días, Sanfy. Sí, es Aymara.—Hola, Aymara. ¿Qué tal con Lulu? ¿A qué es muy pe-

sada y no se calla nunca?—No me lo parece —respondió Aymara.—¡Que divertida eres! —gritó riéndose Sanfy —Éste es

Jolu, es muy callado.El joven duende saludó con la mano a Lulurel y Aymara.—Me alegro de haberte visto, Sanfy, pero ahora mismo

no tengo tiempo para charlar. Debo enseñarle a Aymara todo Olvenemory y luego preparar su casa. Aunque maña-na me pasaré por la tuya al atardecer y podremos hablar.

—Eres muy estricta con tus obligaciones, Lulu —comen-tó Sanfy, en tono de divertido—. Está bien, mañana por la tarde te espero.

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Lulurel y Aymara se despidieron de Sanfy y su apadrina-do y se pusieron enseguida a escoger los muebles de la jo-ven hada. Aymara tuvo claro rápidamente que mesa quería poner en su hogar. Se trataba de un tablero construido con rumbelda roja, refinada y pintada en un tono verde oliva, de forma rectangular con las puntas redondeadas. La silla iba a juego con la mesa y era del mismo estilo, aunque el asiento estaba confeccionado con fibras de flores silvestres. Luego escogió el armario para la ropa, que era igual de alto que ella y estaba elaborado con cortezas sueltas de roble reforzadas con rumbelda amarilla, sin pintar, manteniendo el color roble, y de forma redondeada en parte su parte superior. La alacena la seleccionó basándose en la misma estética que la del armario, también hecho de roble y sin pintar. La cama fue lo más complicado porque ninguna le resultaba cómoda, o muy dura o muy blanda, hasta que finalmente se decantó por una cama que estaba hecha con hojas de campanula azul rellenas de una mezcla de polen y algodón.

—Te ha costado elegir la cama… Debí prever que en los comercios tardaríamos más de lo normal, pero creo que si nos damos prisa todavía podremos ver todo Olvenemory.

—Lo siento, Lulurel. Muchas me resultaban incómodas.—Tranquila, si es lo normal. Yo también tardé lo mío,

pero no lo había pensado —dijo, soltando un suspiro—. Por cierto, Aymara, no hace falta que me llames Lulurel, puedes llamarme Lulu. Así me llaman mis amigos.

—Está bien, Lulu —dijo Aymara, sonriendo.—Bien, vamos a avisar que lleven todo lo que has ele-

gido a mi casa y vamos a por tu ropa —comentó Lulurel, mientras ambas se acercaban al mostrador del comercio. Trenous, el dependiente, estaba hasta arriba de hojas de encargos—. ¡Hola, Trenous! ¿Te molesto?

El duende tenía un bigote muy poblado y apenas se le veía la boca. Levantó la vista de las hojas y vió a las dos hadas.

—Hola, Lulurel, tranquila, no molestas. Dime, ¿qué que-rías?

—Pues verás, esta es Aymara, una recién nacida —Ay-mara saludó con la mano al duende—, y viene a llevarse su primer mobiliario.

—Bien, bien. ¿Qué te llevarás pequeña? —preguntó el duende a la joven hada.

—Pues… Me gustaría la mesa y la silla de rumbelda roja pintadas en verde. También el armario y la alacena de roble y la cama de campanula azul.

—Está bien, tomo nota de todo —el duende paró un bre-ve instante mientras escribía el pedido—. ¿Tu casa en qué valle se encuentra?

—Oh, de momento no tiene casa Trenous —respondió Lulurel—. Se instalará en el valle de los jardines de flores esta tarde. Mientras tanto, sus cosas se quedarán en mi casa, ¿podeis enviarlas allí?

—Sin problemas. Estarán en tu casa en menos de tres horas.

—Perfecto, Trenous. Llegaremos al valle de los jardines al caer la tarde, teneis tiempo de sobra. Muchas gracias —añadió mientras se despedía. Aymara la imitó y se despidió del duende.

Las dos hadas pusieron rumbo al comercio de ropa, pero se toparon con una multitud de hadas y duendes congrega-dos en el centro de la plaza, frente al Árbol Rojo. Lulurel no pudo evitar echar un vistazo. De pronto la gente empezó a abrir un camino y en medio del gentío apareció la Reina Inaria. Aymara quedó fascinada ante la visión de la reina, elegante y de porte majestuoso, volando a ras del suelo. Llevaba un vestido azul turquesa decorado con bellos ador-nos florales que caían desde los hombros hasta el final de la falda de la prenda. La soberana saludaba a todos los habitantes que estaban frente a ella a medida que le abrían paso, mientras se dirigía a la tienda de ropa.

—La reina va allí también —comentó Lulurel—. Tal vez deberíamos ir a ver la zona central este y volver más tarde. No me atrevo a cruzar palabra con ella.

— Pero me gustaría conocer a la reina —dijo Aymara. Sin darle tiempo a Lulurel para replicar, la joven hada se puso tras el vuelo de la bella majestad.

Fin de la primera parte del Capítulo 1: Tierra de hadas

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Fotografía

ChocolateMiri C.C.

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Con la desaparición de Midnight volvieron las pesa-dillas. Al principio eran tan solo vagos sueños que Edgar apenas era capaz de recordar pero pasadas varias noches se transformaron en recurrentes visiones que presentaban ante él la misma escena; entonces era cuando despertaba angustiado y con los ojos llenos de lágrimas. Recordaba en medio de la noche aquel escenario que había visto en pesadillas, el cual olía a incienso y era dominado por una extensa negrura que no le permitía ver más allá de lo que tenía justo delante, así ante él siempre se presentaba un lecho en el que yacía un cuerpo sin vida cuya identidad estaba oculta bajo una fina sábana gris. Sin embargo, el mismo pensamiento llegaba a la mente del durmiente se-gundos antes de terminar la pesadilla, el cadáver que se encontraba allí pertenecía a su padre.

Así, Edgar volvió a pasar otra noche sin apenas con-ciliar el sueño y con un torrente de emociones que des-embocaban en lágrimas. Era cierto que no sentía mucho aprecio hacia su padre pero la idea de perderlo ahora le hacía recordar viejos tiempos en los que habían esta-do más unidos y se daba cuenta de que tan sólo habían construido un muro entre ellos dos, y aún así ambos se preocupaban el uno por el otro.

Cuando las primeras luces de la mañana entraron en la habitación posó su mirada en la fotografía de la mesilla. Sus padres y él parecían muy felices, era extraño pregun-tarse cómo habría sido todo si ella siguiera allí con ellos. Apenas tenía unos vagos recuerdos de su madre y era cu-rioso que de todas formas la echara de menos con tanta intensidad.

Se incorporó con lentitud mirando el reloj que marca-ba las nueve y sintió el cuerpo aplomado por la falta de descanso. Abrió el cajón de la mesilla y comprobó que la brújula seguía allí, tal y como la había dejado el día de la tormenta.

El sonido de unos golpecitos en la puerta le sobresaltó.—Edgar, he preparado el desayuno —era Marie que se

asomaba a la habitación con gesto cariñoso—, ¿quieres que te lo traiga al dormitorio?

—No, lo tomaré contigo en la cocina, Marie.—Yo ya he desayunado, Edgar —ante la apesadumbra-

da expresión del muchacho, corrigió enseguida—. Claro

Sueño de medianocheCAPÍTULO 4

LADY TURBALINA

que te puedo hacer compañía mientras lo tomas, no me viene mal un descanso. Y por cierto, hoy te puedes quedar en pijama, no está tu padre y a mí personalmente no me importa que bajes a desayunar así.

Le guiñó un ojo desde la puerta y se marchó canturrean-do. Minutos después estaban reunidos en la cocina, Marie sentada frente a la mesa ojeando el periódico y Edgar en la importante tarea de devorar las tostadas y acabar con el zumo. Mientras, ambos conversaban.

—¿Qué tal has dormido hoy? ¿Has descansado bien?—Sí —mintió, y Marie se lo creyó—, he pasado una no-

che estupenda, ¿algo interesante en el periódico?La mujer soltó un resoplido al tiempo que negaba con

la cabeza, no parecía gustarle nada lo que estaba leyendo.—Kernel Bhanu ya no es la misma; estafas, fraudes, se-

cuestros… y como añadido a los problemas que ya tiene la ciudad, están esos búhos —Edgar no necesitó agudizar mu-cho el oído para notar el tono despectivo con el que había dicho “esos búhos”—, han aparecido varios sobrevolando las calles en los últimos días.

—¿Por el incendio? Estarían huyendo, es natural…—re-cordó apesadumbrado el infernal paisaje que durante tres días contempló cada vez que miraba al norte.— Se exten-dió y en diversos puntos tardaró en extinguirse, a mí me parece una reacción de lo más normal.

La criada alzó una ceja inquisitiva, sonrió forzadamente y posiblemente iba a decir “no sabes lo que dices”, “estás equivocado” o “no se te ocurra decir eso enfrente de na-die”. Pero optó por decir otra cosa: un argumento tajante y que intentaba hacerle entrar en razón.

—¿Has oído las viejas historias? Bueno, más que histo-rias son hechos, Edgar. Esos… seres, están malditos. Usan magia, una magia perversa. También habrás oído que se-cuestraban niños y se los comían, ¿te lo habrá contado tu padre alguna vez, no? desde luego que sí; Hace años, antes de que tú nacieras, raptaban niños humanos.

Si eso era cierto, había sido antes de que él naciera, ya que no tenía constancia de tales sucesos.

—Hablas de ellos con muchos prejuicios, ellos… —no podía decirle que había estado con Midnight suficiente tiempo para saber que no era así—. Estás equivocada.

—Eres como tu madre, ella también los defendía. Pero en este mundo, Edgar, hay cosas que no se pueden defender.

—No son humanos, y por eso no merecen que los defien-da, ¿es eso?

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Empezaba a enfadarse, en ningún momento habría pen-sado que Marie, tan tranquila y afable en todo momento, iba a tener los mismos prejuicios que tantos habitantes de Kernel Bhanu.

—Ahora mismo eres muy joven y por eso piensas así pero te aseguro que cuando pasen unos años te desenga-ñarás tú sólo, Edgar. Imagina dos montones de cosas, uno son las “cosas buenas” y en el otro están las “cosas malas” —para hacer énfasis en su explicación hacía gestos con las manos indicando a la derecha un montón imaginario, y a la izquierda el otro—. Pues los búhos están en el montón de las cosas malas ¿Te parece que arrancar a los pequeños de sus hogares es algo bueno?

—¿Porqué lo hacían? No es que crea que hay justifica-ción para ello… pero algún motivo habría.

—La envidia, Edgar. Si hay algo que mueve la balanza de la moral hacia el lado negativo, ésa es la envidia —encogió los hombros en gesto resignado y prosiguió—. ¿Qué mejor manera de castigar a tu enemigo cuando no tienes lo que él posee que quitándole a sus preciosos niños? Ellos querían la tecnología humana.

—Y nosotros queríamos su magia —añadió Edgar a su explicación, terminando con el último bocado de tosta-da—. Por eso empezó la guerra.

Entonces Marie soltó de golpe el periódico como si que-mara, y se puso tensa y abrió los ojos como si algo espan-toso hubiera entrado en la cocina.

—Esa magia está maldita igual que todos ellos. Ver el fu-turo y tener visiones es algo que nadie, salvo algo maligno, puede hacer.

Se levantó inmediatamente de su asiento y dio por termi-nada la conversación.

***

Contempló desolado el que antes era su hogar conver-tido en una maraña de árboles ennegrecidos y nubes de ceniza. Los pocos restos de cabañas colgantes de la aldea que habían resistido en los árboles estaban carbonizados y se hacía difícil imaginar que alguien en el pasado hubiera podido habitar aquel desolado lugar.

Dio un paso tras otro sin parar de contemplar el horror que le rodeaba, la ceniza había teñido sus pies desnudos y éstos iban dejando una hilera de pisadas tras él. Se detuvo cuando localizó la que había sido su cabaña y la de su pa-dre, del gran árbol que tenía enfrente colgaba un enorme amasijo de maderas incendiadas. El viento sopló y unos fragmentos cayeron agitando las cenizas a su paso, el ruido sordo que hicieron al estrellarse contra el suelo le hicieron dar un brinco involuntario de sorpresa.

—¡Padre…! –se escuchó a sí mismo, nadie respondió.Se agarró a la superficie cortezuda de lo que había sido

la escalera del árbol y trepó con cuidado. En dos ocasiones los peldaños se rompieron con su peso y tuvo que aferrarse fuertemente para no caer. Cuando estuvo a la altura de su antiguo hogar comprobó con alivio que allí no había nin-gún cadáver, al igual que en el resto de la aldea. Eso quería decir que habrían huido a tiempo a algún lugar seguro. Si-guió ascendiendo por la escalera que se retorcía a lo lar-go del tronco del grueso árbol sorteando ramas, y cuando llegó a un punto suficientemente elevado y despejado de obstáculos abrió las alas y alzó el vuelo.

El viento le golpeaba el rostro y le arrojaba un desagra-dable olor a quemado, había echado mucho de menos volar y ahora en cambio no sentía ningún tipo de liberación en el acto. Buscó zonas que no hubieran sido dañadas por el fuego, que aún continuasen siendo el mar verde que recor-daba, allí estarían todos.

Un movimiento de ramas atrajo su atención cuando so-brevolaba un paraje especialmente frondoso, y sin pensarlo dos veces descendió entre los árboles. Midnight se acomo-dó entre los ramajes de uno y miró a su alrededor, allí no había luz debido a la inmensa espesura del bosque, pero no fue un problema para sus ojos de búho. Allí había alguien.

—He vuelto —anunció.—El casi búho vuelve con nosotros —respondió sarcás-

tica la afilada voz de una mujer, apartando con la mano las hojas de un árbol próximo para poder verle—. ¿O debería decir el ladrón? ¿Cómo prefieres que te llame, casi búho?

—Me llamo Midnight, y no soy un ladrón —se avergon-zaba mucho por ello, pero no consideraba un robo lo de la brújula aunque su defensa podría ser penosa, pretendía devolverla.

—Así que casi búho y casi ladrón, te gusta presumir de títulos.

Avanzó entre las ramas mostrándose ante él, sus finos ojos dorados lo miraron con desaprobación, y alzó las lar-gas alas marrón rojizo en gesto amenazante. A pesar de su actitud, Midnight no podía negar que poseía una belleza inigualable, “una belleza peligrosa” se recordó. Era Star, una joven búho escarlata. Su aspecto era a la par elegante que poderoso, el plumaje que le nacía en la cabeza le lle-gaba hasta la cintura, y sus manos y pies eran poderosas garras, eso era lo que más le dolía a Midnight del aspecto de sus compañeros.

¿Porqué era tan diferente? Se había preguntado múlti-ples veces sabiendo perfectamente la respuesta. Su cabelle-ra no era el gracioso plumaje del resto, sino una maraña de cabellos y plumas; las garras de sus manos no eran tan afiladas y las de sus pies ni siquiera lo parecían, eran los pies de un humano; y luego estaban las dichosas alas, más

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diminutas que las del resto, débiles y desiguales, eso era lo que más lo atormentaba. Era un casi búho, y no era justo.

—¿Dónde está mi padre? —le espetó, no tenía tiempo para tonterías.

—Más bien deberías preguntar dónde ha estado y cómo ha estado, Midnight. Se quedó esperando, con la esperanza de que volvieras e insistiendo en que no fuéramos a captu-rarte. Un padre siempre piensa lo mejor de sus hijos aunque estos no lo merezcan —lo fulminó con la mirada y prosi-guió—. Sabes lo valioso que era lo que te llevaste para tu padre y para todos nosotros, casi búho…

—Lo sé muy bien— admitió a desgana.—Deja que te lo recuerde, el último objeto mágico que

ha logrado fabricar nuestro pueblo, y eso fue ya hace quin-ce años, ¿puedes imaginar siquiera la valía que tiene?

Nadie sabía a ciencia cierta qué era lo que había suce-dido, pero con el paso de los años cada vez dominaban menos la magia, apenas unos cuantos adivinos quedaban ya entre los búhos y uno de ellos era su progenitor.

—Llévame con él —sonó como una orden pero a pesar del tono impertinente, Star pareció escucharle—, He venido a devolverle la brújula.

La mentira surgió efecto. Sin ningún intercambio más de palabras ni pérdida de tiempo, Star descendió rápidamente entre los árboles con gran elegancia, suavizando la caída con un grácil aleteo antes de llegar al suelo. Emprendió su camino entre los árboles y él la imitó para seguirla sin conseguir un resultado tan limpio, él descendió de manera vasta y torpe.

La siguió por un sendero entre los altos árboles, inunda-do por la diversa vegetación. Agradeció que el olor a humo se disipara por aquel camino, ahora lo impregnaba un olor a bosque que lo hacía sentir en casa.

Finalmente lo localizó al pie de un grueso y anciano ár-bol, recostado en un lecho de ramitas secas y flores. Dor-mitaba plácidamente y estaba más pálido que la última vez que lo vio, y las vestimentas tradicionales grises que llevaba lo hacían parecer aún más macilento. El plumaje de la ca-beza era plateado y algunas plumas le caían sobre el rostro, estaba boca arriba con las manos cruzadas sobre el pecho, con el aspecto de esperar algo.

—“Me está esperando a mí”—se recordó.—Ahí lo tienes, no seas brusco con él, últimamente ha

estado muy preocupado y el incendio le ha hecho mella.—Lo tendré en cuenta, gracias por guiarme, Star.—No me des las gracias, no las necesito—le dedicó una

mirada burlona de arriba abajo y añadió—, casi humano.El búho se sorprendió al darse cuenta de que había viaja-

do hasta allí con la ropa que le había prestado Edgar, ropa humana. Hasta entonces, no había reparado en ello.

***

Sólo un día había necesitado Edgar para decidirse a ha-cer el equipaje y marcharse. Su padre seguramente habría averiguado sus intenciones enseguida de haber estado en casa, así que su ausencia fue bienvenida a la hora de ejecu-tar el plan. Marie se encontraba algo malhumorada y mo-lesta con él por la charla que mantuvieron en el desayuno, sin duda no esperaba esa diferencia de opiniones entre ella y el muchacho al que tanto apreciaba.

Así que por la noche se escabulló con su mochila a los hombros llena de lo indispensable, y lo puesto. Sabía que había un tren nocturno que lo llevaría hasta el distrito nor-te, a partir de allí tan sólo tendría que salir de la ciudad y seguir el camino indicado por la brújula.

Continuará...

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Los colmillos perforaron la piel y la carne del brazo y Gilles empezó a succionar la sangre que manó como si no se hubiera alimentado en meses. Tenía que hacerlo rápido, antes de que el corazón dejara de latir. Inmovilizó todavía más al histérico humano contra el suelo hasta que notó el descenso del pulso. Entonces se obligó, no sin esfuerzo, a separarse de su presa. Se relamió los labios sintiendo el gruñido de la sed que le trepaba por la garganta y acomodó el frágil cuerpecito del joven en su regazo.

Su futuro neófito le miró con ojos vidriosos mientras bo-queaba por un aire que ya no le llegaría a los pulmones. Gilles se inclinó sobre él y le besó la frente antes de mor-derse su propia muñeca y apretar la herida abierta contra los labios del humano, apenas ya consciente. Le echó la ca-beza hacia atrás para que la sangre le recorriera la garganta y rezó a un dios que condenaba la existencia de criaturas como él, para suplicar que por una vez se le concediera un favor. Durante un largo minuto, sintió que el mundo dejaba de girar alrededor del sol.

—Por favor, no te mueras —murmuró—, no te mueras, necesito que esto funcione. Te necesito.

De pronto el humano le clavó la fila superior de dientes, tan fuerte que el vampiro pensó que le arrancaría la mano. Haciendo alarde de gran parte de su autocontrol para no destrozarle, Gilles lo separó de sí y volvió a aprisionarlo contra el suelo. Esa vez, el humano se revolvió más violento.

Y rugió:—¡quiero más, dame más!—Tranquilo, pronto —contestó Gilles.—¡te arrancaré la cabeza, te destriparé, joder!

La alegría de morir

TANIS BARCA

Gritó de dolor cuando su corazón se paró del todo y su cuerpo comenzó a renacer a la nueva vida. Gilles sujetó sus brazos y sus piernas y soportó las convulsiones y los bramidos.

Estaban a cinco metros bajo tierra, en los túneles de las alcantarillas inferiores de Londres, pero aún así sintió miedo al pensar que alguien podría oírle. Sin embargo, los aullidos desesperados y los espasmos doloridos del joven remitieron de forma gradual hasta que se convirtieron en gañidos inofensivos. También dejó de intentar patalear y, al final, Gilles aflojó un poco la presa, aunque no se quitó de encima. Con cuidado deslizó los dedos por la boca de su neófito y la abrió. Débil por la transformación, este no hizo mucho por impedírselo salvo emitir un gruñido de adver-tencia y contempló, cansado, la expresión fascinada de su creador mientras le examinaba los colmillos.

—Son tan pequeños... —La voz de Gilles sonó tenue y maravillada—. Y tu piel todavía está tan tibia, pero tus ojos... Tus ojos ya son tan brillantes y tan hermosos... Po-dría mirarte durante años.

Las palabras hicieron gruñir de nuevo al joven vampiro, que otra vez intentó revolverse. Gilles siseó suave para cal-marlo y le acarició la mejilla con las yemas de los dedos.

—Tranquilo, mi niño, tranquilo. Tienes sed, estás enfa-dado y no sabes qué te está pasando, lo entiendo. Pasará pronto, todo esto... pasará pronto.

La herida de su muñeca no se había cerrado del todo, se necesitaba mucha sangre interna para la regeneración casi instantánea, de modo que sólo tuvo que ofrecerle el brazo para que hincara sus nuevos colmillos y bebiera un poco más.

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—Eso es, muy bien —Animó Gilles, deleitándose con la expresión de gusto y placer que el neófito mostraba al pa-ladear su sangre.

Durante un año sólo podría alimentarle así, porque no tendría suficiente autocontrol para dejarle cazar humanos por su cuenta. Era una medida de seguridad casi obligada. Mientras durase su tutela de ciento cincuenta años, Gilles sería responsable de las acciones de su «chiquillo» y paga-ría por cualquier error que él cometiera. No era que hu-bieran demasiadas reglas, pero mantener el secreto de la existencia de los vampiros era la más importante, junto con la lealtad al creador si se había sido convertido.

El neófito abrió y cerró la boca varias veces, como si no se terminara de acostumbrarse a esos dientes demasiado largos. Giró la cabeza a la derecha y a la izquierda: lo que recordaba como un túnel oscuro ahora era un pasadizo en penumbra. Al inspirar pudo reconocer el olor de una rata que correteaba por encima de sus cabezas. También escu-chó sus pasitos sobre las cañerías de metal. Eso le asustó y desvió la vista hacia arriba, hacia Gilles, que le miraba con unos pacientes ojos azules tan luminosos y claros como el cielo de verano. Se fijó en sus pestañas rubias, espesas y tupidas, en los mechones de pelo, también rubios, que enmarcaban su rostro blanquecino, en los más ínfimos de-talles de sus rasgos como la forma perfectamente moldeada de la nariz, el leve rastro de barba que coloreaba su qui-jada, las gotas de sangre que todavía pintaban sus labios rosados.

Deseó poder lamer esas gotas y ahogó un gimoteo.—¿Qué me has hecho? —preguntó.Gilles curvó una sonrisa y le mostró sus colmillos, mu-

cho más pronunciados y grandes que los de un recién con-vertido. Volvió a acariciarle la mejilla y subió los dedos deslizándolos por la piel para tocar también el pelo, rubio y corto, de su «hijo».

—¿No quieres saber primero cómo me llamo, quién soy, por qué y todo lo demás?

El joven arrugó el entrecejo.—¿Cómo te llamas?—Gilles. Gilles Blanc.—Francés —El tono de desprecio de la voz del neófito

hizo reír a su «padre»—. ¿Qué me has hecho, Blanc? —pre-guntó de nuevo, más agrio y tenso.

Gilles conformó una expresión suave y tierna y se inclinó de nuevo para besar la frente tibia del muchacho. Aquel fue un gesto paternal, íntimo y cariñoso y quizá fue la sangre que había bebido de él, pero el neófito sintió cómo esa poca sangre simulaba una sensación de calor acogedora que le hormigueó por todo el cuerpo. No bastó para calmarlo, el ardor de la garganta le estaba matando y lo único que que-ría era apagar ese fuego infernal que tenía dentro.

Gilles abrazó al joven vampiro contra sí y caminó des-pacio hasta que dio con la espalda contra la pared. Allí se dejó caer. El neófito inspiró hondo y gruñó. Su pequeña parte humana todavía consciente luchaba contra el deseo de beber, apagar la quemazón. Sin embargo el instinto de supervivencia, la sed y la maldición salvaje del vampirismo pesaron más. Gilles se abrió los primeros botones de la ca-misa, dejando al descubierto su cuello terso y apetecible, y parte de su pecho inmaculado. El muchacho no pudo re-sistirse ante la imagen mental de la sangre que de repente irrumpió en su cabeza y mordió sin contemplaciones. Subió los dedos de su otra mano por el pecho de Gilles, entre los pliegues de la camisa, y los enredó en su pelo. Gilles sintió un extraño latigazo de placer en cuanto empezó a succio-nar con fuerza.

—Eso es, mi niño —musitó y apretó uno de sus brazos en torno a la cintura del neófito—. Eso es, bebe, bebe de mí.

El chico obedeció de forma involuntaria. Dio tragos lar-gos y se recreó en su sabor, en el olor, la textura... Al poco rato Gilles hizo una mueca desagradable y le apartó con brusquedad. El neófito tenía toda la boca y las mejillas en-sangrentadas. Le enseñó los dientes, iracundo, y exigió:

—¡Quiero más!—No.—¡¿Por qué no?!—Porque si me matas no tendrás a nadie para que te

cuide, y no querrás morir quemado al sol, ¿verdad?El joven arrugó el entrecejo, demasiado abundante para

el gusto del vampiro francés, y siseó algo incomprensible intentando acercarse a la sangre. Por supuesto, Gilles le su-jetó bien para evitar que lo hiciera.

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—La sed se te pasará pronto, no te preocupes —aseguró.—Hijo de puta.—Sí, bueno, es un trabajo igual de digno que los demás,

¿no te parece? ¡Y hace feliz a mucha gente! —Gilles rió—. ¿Seguro que no quieres preguntar más cosas?

La respuesta ni se hizo esperar.—No.—Tú mismo.Con un movimiento rudo, Gilles lanzó al neófito hacia

el otro lado del túnel. Su hubiera sido humano habría cho-cado contra la pared y caído al suelo como un trapo, pero de forma instintiva logró ponerse de pie tras el golpe lo suficientemente rápido como para que Gilles asintiera con aprobación. El muchacho jadeó y observó con rencor cómo

se ponía de pie.—Yo no te recomendaría huir: eres un vampiro recién

renacido y a todos los efectos dependes de mí por mucho, mucho tiempo. —Gilles realizó una grácil y burlona reve-rencia.

El joven vampiro entreabrió los labios, confuso, frustra-do, rabioso. Notó el peso del vínculo de sangre, el lazo que le unía a esa criatura como si fuera su propio padre. Una sensación viscosa y fría le comprimió el estómago. Gilles sonrió, casi imaginando a la perfección la amalgama de emociones fluyendo y confluyendo en la mente del neófito. Se acercó a él lo suficiente como para que el neófito retroce-diera todavía más, hasta chocar con la pared del pasadizo. Gilles extendió una mano y se la ofreció.

—Bienvenido al submundo, Tom Evans.

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Relatar la caída de Cronos me llevaría días, por no de-cir meses. El tirano, el padre de los dioses, el más joven de los titanes, se resistió hasta el último aliento y a no-sotros nos costó icor y sudor arrancarlo de su trono. No lo hice, ninguno de nosotros lo hizo por capricho y eso debe quedar claro. Mi papel, como el de mis hermanos, fue vital. Así pues, si tengo que contar esta historia desde mi punto de vista, debería empezar por el principio.

No comenzó en brazos de mi madre, Rea, ya que no la conocí hasta muchos siglos después. Tampoco con los largos años de encierro en la torre a la que nuestro padre nos desterró.

Me duele reconocerlo, pero fue con Zeus. Cuando has pasado gran parte de tu vida experimen-

tando los mismos acontecimientos, escuchando los mis-mos sonidos, sosteniendo las mismas conversaciones, en un espacio tan cerrado que me provoca ansiedad de sólo pensarlo, las excepciones se marcan a fuego en tu me-moria. Por eso recuerdo a la perfección cómo sucedió todo.

Estaba sentado en el borde de la torre. No había más que una balaustrada de piedra para evitar que los pri-sioneros nos precipitáramos al vacío y a mi me gustaba sentarme sobre ella, con las piernas colgando. El viento rugía y me azotaba la piel, sacudía mi cabello y deshacía las trenzas que me había hecho Mamá con parsimonio-sa dedicación. Ella estaba en un rincón, como de cos-tumbre, y canturreaba mientras dibujaba con Río en los charcos de la lluvia. Trueno dormitaba acurrucada con-tra Lirio, que le lavaba el pelo lentamente con el agua, sin ganas. Los sentía a todos sin prestarles atención y mi mirada se perdía en las nubes negras. De vez en cuando podía atisbar un retazo de cielo, el resplandor de una estrella o incluso los picos de la montaña sobre la que se elevaba nuestra cárcel a través de la cortina de nubes negras.

Entonces lo escuché. Los músculos se me tensaron y se me cortó la respiración. Bajé con lentitud la vista. El co-razón me latía fuera de control. Ese cascarón vacío que fui un día nunca había conocido a un individuo «loco» y mi vocabulario no albergaba una definición para el tér-mino. Aun así, en mi tierna mente yacía la idea de que,

tarde o temprano, algo se quebraría. Siempre me había sentido al filo de algo que no podía describir, un terror, una violencia que nunca dejaba brotar porque nada iba a cambiar.

Me atemorizó la idea y, a la vez, me llenó de alivio que hubiera llegado al fin el momento. ¿Se acabaría por fin el tedio? Perder la cabeza era mejor a aquella tortura corrosiva.

No lo estaba imaginando. Alguien ascendía por la base de la lisa torre. Con los ojos abiertos de par en par por la sorpresa, me incliné hacia el exterior.

Entonces le vi. Llevaba un gancho de adamantino en cada mano y

las hojas se hundían en la piedra como una espada en la carne. Su cabello dorado parecía resplandecer incluso en medio de aquella penumbra eterna. El flagelo del vien-to no lo desequilibraba, a pesar de que habría podido arrancarnos a todos de la torre si no hubiéramos tenido cuidado. De pronto, como si se hubiera percatado de mi presencia, miró hacia arriba y me clavó su mirada de un azul eléctrico que hoy desprecio. Me aterrorizaron. Los ojos de mis hermanos, aunque hermosos, eran apaga-dos, sin fuerza. Los siglos de rutina los habían carcomi-do por dentro.

Los de él, en cambio, desprendían una voluntad abru-madora.

Los demás se arremolinaron a mi alrededor, atraídos por el ruido, y entre los cinco ayudamos al desconocido a subir el último tramo. Se sentó en la baranda de piedra y nos observó con una sonrisa que se desvaneció poco a poco. Por su rostro cruzaron muchas emociones: des-concierto, desprecio, lástima, rabia.

SUZUME MIZUNO

TitanomaquiaPRISIÓN

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Era más alto que Río y que yo, aunque a nosotros todavía nos quedaba un poco por crecer. Su piel estaba tostada por el sol, y sus miembros eran estilizados, fi-brosos. A pesar de ser el más joven de todos, parecía un adulto al lado de nosotros, pobres niños atrasados, in-cluso cuando sus rasgos infantiles todavía no se habían endurecido. El cabello, ligeramente ondulado, enmar-caba su rostro como una aureola. Llevaba una túnica limpia, blanca, desgarrada por la subida y salpicada de fragmentos de hielo.

Sin duda, experimentamos lo que un mortal siente al atisbar la forma real de un dios. No había sido consciente de mi palidez enfermiza, de nuestros cabellos lacios y su-cios, de las uñas largas y quebradas, los labios desgarrados, las ropas destrozadas, de los cuerpos escuálidos y lángui-dos. Frente al chico, la realidad me abofeteó con crueldad.

Una lágrima traicionera recorrió la mejilla del joven, que apretó las mandíbulas y dijo con voz contenida:

—Jamás perdonaré a Cronos por lo que os ha hecho. Nos miramos unos a otros, desconcertados. Sabíamos

hablar porque Mamá nos había enseñado, pero no está-bamos acostumbrados a decir más de un par de palabras seguidas.

—¿Quién eres tú? —inquirió Mamá, con la voz ronca. —Mi nombre es Zeus —contestó—. Y soy vuestro

hermano menor. —Saltó al suelo y todos nos apresu-ramos a abrirle paso. Zeus recorrió con la mirada mi hogar y hundió los hombros, asqueado. Se giró hacia nosotros con una sonrisa tensa—. Hermanos, he venido para que nos unamos todos y derroquemos a nuestro padre.

—¿Padre? —repitió Trueno, fascinada. —Quien os encerró aquí —aclaró—. Su nombre es

Cronos. Os arrebató a todos de los brazos de nuestra madre, Rea, al poco de nacer. Es un tirano que ha so-metido a sus propios hermanos y quien no le obedece es eliminado —Su tono se endureció y tuve la impresión de que sus ojos chispeaban—. Y nos teme a los seis. Urano profetizó que sus hijos le derrocarían. Por eso trató de librarse de nosotros, pero es imposible luchar contra el destino: juntos acabaremos con él.

Sonrió y posó una mano en mi hombro. Estaba acos-tumbrado a que el contacto con mis hermanos me pro-porcionara frío, ya que nunca terminábamos de entrar en calor, y la calidez que desprendían esos dedos me sor-prendió. Casi quemaban.

—Porque vendréis conmigo, ¿verdad?En realidad, lo único que comprendimos fue que aquel

desconocido, que se proclamaba hermano nuestro, que-ría sacarnos de allí. Tratamos de explicarle que no había forma de hacerlo, que había guardias montados en gri-fos que nos traerían de vuelta en caso de que nos atre-viéramos a intentar despeñarnos por la torre. Zeus nos calmó y tomó el control de la situación. Sabía que nos tenía en la palma de la mano. Nos aseguró que los había matado, que podía ayudarnos, que no pasaría nada.

Que él nos protegería.Trueno fue la primera en aceptar, embriagada por la

presencia de Zeus. Cuando este le sonrió y la vi sonro-jarse, entendí que ella le seguiría hasta donde fuera nece-sario. Río se sumó a la iniciativa después , emocionado y desesperado por escapar. Lirio, nerviosa, dio un paso al frente sin decir nada.

Solo quedábamos Mamá y yo. Yo no sabía qué hacer. Aquel lugar había sido mi hogar, mi prisión, desde que tenía uso de conciencia. Había asumido hacía demasia-do tiempo que las cosas nunca cambiarían. Y ahora…

Zeus fue paciente, eso tengo que reconocérselo. Nos sonrió y aseguró que no iba a forzarnos. Ahora río al pensarlo. Sin duda nos habría sacado a rastras, carga-dos como sacos al hombro, de haber tenido la seguridad de que estábamos demasiado asustados para marchar-nos, pero por esa Era, antes de que el poder le volviera arrogante y tan tiránico como padre, todavía poseía una vena diplomática.

Se nos fue llevando uno a uno. Dejaba que treparan a su espalda y luego, hincando sus ganchos en la pared, descendía hasta perderse de vista. La primera vez pensé que no regresaría, pero lo hizo y siempre me clavaba la intensa mirada, como si preguntara en silencio si había decidido.

Yo negaba con la cabeza y Zeus se llevaba a otro. Me asomé al borde de la torre. Me desconcertaba asu-

mir que sí que había algo más allá que los retazos de cielo y estrellas que había avistado. Que todo me había sido arrebatado antes de que pudiera entender lo que estaba pasando. Que esa soledad, ese frío, esa desespe-

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ración, podrían haberse evitado. Y aunque no conocía a Cronos, lloré de rabia. No poseía una verdadera concien-cia de tiempo, pero Mamá nos había enseñado a contar y saber que había perdido dos siglos de mi vida me mareó.

Doscientos años de… nada. De dormir y pasar frío, de gritarnos y odiarnos los unos a los otros. De querernos y despreciarnos al mismo tiempo porque no podíamos estar solos ni tampoco nos atrevíamos a desearlo.

Temblé de los pies a la cabeza y contuve un alarido. Porque lo que más me afectó, el sentimiento que me

aguijoneó el pecho con más saña, no fue la sensación de pérdida, sino comprender que, aun así, me daba miedo dejar la torre.

Nunca había conocido a ningún cobarde, pero en ese momento comprendí que yo lo era.

Entonces Zeus me puso la mano en el hombro. Me encogí un poco. Era el último que quedaba.

—¿Cómo te llamas, hermano? —Gris —respondí con un hilo de voz, apartando el

rostro. —Como tus ojos. ¿Lo elegiste tú? —dijo con amabi-

lidad. Sacudí la cabeza. —Mamá eligió los nombres.—Mamá —repitió. Me obligó a quedar de cara a él...

y me sorprendió ver que parecía triste—. ¿No quieres conocer a tu verdadera madre?

—Mamá es mi madre —dije con hosquedad. Los dedos de Zeus se clavaron en mi brazo y se me es-

capó un quejido. El rostro de nuestro salvador se había oscurecido y su sonrisa era colérica. Retrocedí, asustado y distinguí cierta satisfacción en los rasgos de Zeus. Él se calmó enseguida y me dio una palmada en el hombro.

—Disculpa, no quería enfadarme. Es sólo que… —Suspiró y hundió los hombros—. Yo tampoco he teni-do la oportunidad de conocer a nuestra madre, ¿sabes? ¿Puedes imaginar lo sola que debe sentirse? Seguro que pensó nombres para todos. A mí me salvó con la espe-ranza de que pudiera llevaros de vuelta para salvarla de Cronos. Como he hecho yo con vosotros.

—¿La tiene encerrada? —pregunté con el corazón en-cogido.

—Algo así. Lo cierto es que Rea nunca estuvo encerrada, aunque

tampoco se atrevió a alejarse de los dominios de Cro-nos. Por supuesto, a Zeus no le interesaba aclarar aquel detalle.

Así que, tras muchos titubeos, me subí a la espalda de mi hermano menor y dejé que me bajara de la torre. Du-rante todo el trayecto me aferré a él, tembloroso y ate-rrorizado, convencido de que la oscuridad nos engulliría para siempre. Zeus susurraba palabras tranquilizadoras y comenzó a hablarme de lo que iba a encontrar cuando dejáramos atrás aquel lugar. Cielos azules, estrellados,

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interminables colinas verdes, bosques, praderas, mares, ríos, océanos. Era incapaz de imaginar nada de lo que me relataba, pero me dejé prendar por sus palabras.

Zeus siempre ha sabido cómo ganarse el corazón de los demás.

Cuando alcanzamos tierra firme todavía nos envolvía una cortina de nubes oscuras, pero apenas sí lo noté. Era la primera vez que mis pies tocaban la hierba y estaba hechizado. Zeus me cubrió con una capa y me dijo que lo había hecho muy bien.

No intentó explicarnos que la torre estaba protegida por unos hechizos que anulaban nuestra naturaleza. No nos dijo que había ascendido por la montaña transmu-tado en un águila, hasta que el hechizo le obligó a regre-sar a su forma más terrenal, ni que nos esperaba un des-tacamento de Cíclopes y traidores a nuestro padre, que nos trasladarían a un lugar seguro. No nos dijo lo que nos aguardaba fuera, lo que Cronos estaría dispuesto a hacer para detenernos. Él sólo vino para sacarnos de aquel lugar porque nos necesitaba, porque nos quería, y no pensaba irse sin ninguno de nosotros.

No relataré mucho más de lo que pasó después, alar-garía demasiado la narración. Sólo diré que durante el camino, Gris murió...

Y nací yo.

Todavía faltaba para llamarme Hades, pero esa cria-tura que había estado condenada a vivir en aquel vacío había encontrado por fin su final.

Con Zeus empezó mi historia. Él vino y nos arrancó de la eternidad para lanzarnos a un mundo desgarrado por la guerra. Un mundo terriblemente hermoso, que era más que oscuridad y relámpagos, con día y noche, con mil colores que me hicieron echarme a llorar.

Zeus nos dio la vida. Al menos eso tengo que reconocérselo. También nos trajo el dolor y la desesperación, pero

cuanto más lo pienso, más consciente soy de que cada gota derramada de icor divina mereció la pena. En cual-quier caso no habríamos podido evitarlo. Estaba escrito que derrocaríamos a nuestro padre, el titán que engen-dró a cinco dioses y los condenó a un eterno olvido.

Para mí, el primer día de mi vida fue también el co-mienzo de la venganza.

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Hacía días que John no podía dormir. Se pasaba las noches senta-do en el sofá del salón, frente al tele-visor apagado, a oscuras, sostenien-do el arma. En el silencio de la zona residencial donde había establecido su hogar, a veces podía escuchar las voces lejanas de sus vecinos, las risas de algunos chavales jóvenes que pa-saban de vez en cuando, los ladridos nocturnos de algún perro.

Vivía solo desde hacía años. Nun-ca había estado con nadie más de unos meses, y siempre había disfru-tado de su intimidad. Podía hacer lo que le diera la gana cuando le ape-teciera sin tener que dar explicacio-nes a nadie. Pero ahora deseaba a alguien con quien hablar de lo que le estaba pasando.

Porque las cosas habían cambiado desde que atropellara al hijo de los Stevenson, Jimmy, con el coche.

Desde aquello no dormía, no des-cansaba, apenas cerraba los ojos a lo largo del día. Si los cerraba, aunque fuera un minuto, volvía a aquella acera donde yacía el peque-ño, descompuesto después de haber sido arrollado por el vehículo. Su madre apenas podía reconocerlo, tal y como había quedado. El niño no debía tener más de 10 años, y su pequeño cuerpo parecía un muñeco roto abandonado en la calle.

La pobre mujer gritaba mientras lo sostenía en brazos. El padre, un tipo corpulento llamado Roger, casi

InsomnioAdrián Moreno Castro

Terror

lo había sacado a volandas del co-che. También gritaba, y señalaba el cuerpo de su hijo con gran dolor. John estaba seguro de que le había golpeado en algún momento, aun-que no recordaba cuando. Estaba completamente en shock.

Y allí estaba, una noche más, sen-tado en el sofá en la oscuridad. No sabía exactamente porque lo hacía, pero lo hacía. No encendía la tele, ni leía un libro a la luz de la lám-para. No se sentaba a la mesa en la cocina o trabajaba con el ordenador. No, se sentaba allí, en la oscuridad, mientras sentía el peso de la pistola en su mano.

Y esperaba.Esperaba algo que era incapaz de

describir, pero sabía que iba a pasar, tarde o temprano. Y tenía un presen-timiento sobre aquella noche, como una especie de pálpito. No había dormido en más de una semana es-perando aquel momento.

Y cuando levantó la mirada, lo vio en el reflejo del televisor.

A su espalda, en la entrada, había una pequeña y temblorosa figura de pie, escondido en la sombra. Pare-cía observarle desde lejos, encogido al lado del marco de la puerta. Su cuerpo vibraba por los espasmos, sin dejar de moverse, como el crepitar de una pequeña llama. Parecía una extraña mancha en el reflejo del te-levisor.

John no miró atrás. Podía ser que por el cansancio extremo de llevar tantos días de completo insomnio estuviera volviéndose loco, pero no dudó de que aquella presencia fuera

real. Se limitó a observar la infantil figura a su espalda, que empezaba a avanzar hacia él, despacio. Primero arrastraba un pie, luego el otro, en un tímido pero constante zap zap. Escuchaba el sonido que hacían sus pies descalzos sobre el suelo con cla-ridad, mientras veía a la frágil y vi-brante criatura moverse.

Bajó la mirada un momento y recordó la pistola en sus manos. Se trataba de una vieja Glock 25, una 9mm que le había regalado su pa-dre por un cumpleaños hace tiempo. “Para emergencias”, había dicho el viejo.

—Para emergencias… —susurró John.

¿Por qué sujetaba aquella pisto-la? No recordaba el momento en el que la había cogido, pero allí estaba, entre sus manos. Sentía el frío del metal sobre la piel de su mano, y la corredera estaba limpia y brillante como un espejo. Le había sacado brillo hace poco.

Pom.Algo se había caído detrás de él.

Levantó de nuevo la vista hacia el televisor. El silencio era total. No había nada detrás suya. ¿Cómo iba a haber nada allí? En esa casa estaba él solo, él con sus pensamientos de culpabilidad, sus remordimientos, esa asfixiante sensación de impoten-cia. Pero nada más.

O eso pensó durante un segundo, hasta que escuchó a la figura arras-trarse por el suelo, detrás del sofá.

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TerrorEl texto va acompañado del tema “Isn’t It Bromatic” de la serie Supernatural. El compositor es

Christopher Lennertz. Recomiendo el uso de cascos para un mejor efecto y, si se acabara antes de tiempo, reiniciarla. Enlace: https://www.youtube.com/watch?v=e3E_f9ORJio

«Es Jimmy. Está aquí»El sudor le caía por la frente des-

pacio mientras mantenía la mirada fija en la imagen. Poco a poco, la fi-gura espasmódica se fue incorporan-do a su espalda. La leve luz blanca de la luna que entraba por la ven-tana caía sobre el pequeño ser. Se había aparecido tal y como le había visto por última vez, aquel terrible día. La cabeza le caía sobre el hom-bro, como si no pudiera sostenerla, y una terrible herida le abría el cráneo por un lado. Uno de sus ojos parecía una desagradable gelatina blanca in-troducida en la cuenca, mientras el otro, oscuro, le miraba fijamente. Sus brazos se retorcían alrededor de su cuerpo, incontrolables. Su espal-da también temblaba y crujía. John podía oler una extraña peste, mezcla de aceite de motor y sangre, y sentía una gélida respiración entrecortada a su espalda.

Sabía que todo aquello era culpa suya. Él no había querido atropellar al pequeño, pero lo había hecho. Y ahora estaba allí, para que pagara por ello.

Miró la pistola y supo al instante lo que debía hacer. Lo había sabido siempre, desde la primera noche que pasó en la oscuridad, esperando a Jimmy. Por eso se sentaba allí, con el arma en la mano, pensando. Reu-

nía el valor para lo que había sabido que debía hacer en el momento en que los remordimientos le golpearon por primera vez, sentado en el lado del conductor de su coche.

Levantó la pistola y apoyó el ca-ñón contra su sien. El dedo acarició el gatillo.

«Hazlo»Cerró los ojos. Su corazón palpi-

taba con fuerza, como si fuera a sa-lírsele del pecho.

«¡Hazlo!»Alargaba el momento de la ver-

dad. Estaba aterrorizado. «¡hazlo!»Y apretó el gatillo. O lo hubiera hecho en ese mis-

mo instante si una fría mano no se hubiera posado en su hombro. Se sobresaltó y dejó caer el arma, que sonó con estrépito. La bala perdida impactó en la pared.

John no escuchó nada de esto. Es-taba paralizado, observando la cara de Jimmy, quien estaba frente a él, de pie. Ya no estaba descompues-to por el accidente. Volvía a ser un niño normal que emitía una especie de brillo.

Y sonreía.El hombre sintió como sus ojos se

llenaban de lágrimas. Le dolía tan-to lo que había hecho que empezó a temblar de pena y rabia. Cayó de rodillas ante el pequeño mientras se estremecía.

—¡Lo siento! ¡Lo siento muchísimo!El niño se limitó a sonreírle. Pare-

cía feliz. Extendió su pequeña mano hasta acariciar la cabeza de John, quien cerró los ojos mientras sentía las lágrimas en las mejillas. Empezó a sentir un extraño mareo mientras todo se nublaba. Se estaba desma-yando. Cayó por completo al suelo. Quiso hablar, pero un dedo en los la-bios le interrumpió. Jimmy se había arrodillado frente a él.

─Te perdono ─dijo.Y John se desmayó. El disparo había despertado a

buena parte del barrio. La policía no tardó en llegar, alertada por uno de los vecinos. Todo el mundo conocía la historia, y el sonido del arma solo presagiaba una nueva desgracia. Cuando la patrulla irrumpió en la casa, derribando la puerta, y encon-traron el cuerpo de John en el suelo, temieron lo peor.

Pero aquel hombre no estaba muerto. Solo había podido volver a dormir.

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¡Aquí termina nuestro Número 5!

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