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LA TRAGEDIA DE MI VIDA C A R T A A L O R D A L F R E D D O U G L A S OSCAR WILDE Título del original inglés: THE TRAGEDY OF MY LIFE Ediciones elaleph.com

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L A T R A G E D I A D E M IV I D A

C A R T A A L O R D

A L F R E D D O U G L A S

O S C A R W I L D E

Título del original inglés:THE TRAGEDY OF MY LIFE

Ediciones elaleph.com

Editado porelaleph.com

Traducción: Rubén A. N. Laporte

1999 – Copyrigth www.elaleph.comTodos los Derechos Reservados

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Cárcel de Reading.

Querido Bosie:

Luego de una prolongada e infructuosa espera,he tomado la decisión de escribirte, y ello tanto entu interés como en el mío, pues me subleva el pen-sar que he estado en la cárcel dos interminablesaños sin que haya recibido de ti una sola línea, unanoticia cualquiera, que no he sabido nada de ti,aparte de aquello que tenía que serme doloroso.

Ha concluido para mí de un modo funesto y conescándalo público para ti, nuestra trágica amistadpor demás lamentable. Sin embargo, muy rara vezme abandona el recuerdo de nuestra vieja amistad, yexperimento una profunda tristeza cuando piensoque mi corazón, henchido antes de amor, está ahora

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para siempre colmado de maldiciones, de amarguray de desprecio. Y con toda seguridad, tú mismosientes en el fondo de tu alma, que es mejor es-cribirme a mí, que me encuentro en la soledad de laexistencia carcelaria, que no dar a la publicidad, sinmi expresa autorización, cartas mías, o dedicarmepoesías, sin permiso alguno también. Y esto, aunquenada sepa el mundo de las frases abatidas o apasio-nadas, de los remordimientos de conciencia, o de laindiferencia que te agrada evidenciar en respuesta oa manera de justificativo.

En esta carta que voy a escribir sobre tu vida y lamía, sobre el pasado y el porvenir, sobre unas dul-zuras trocadas en amarguras, y sobre unas amargu-ras que acaso lleguen a trocarse en alegrías; con todaseguridad habrá muchas cosas que tienen que herir,que hacer brotar sangre a tu vanidad. De ser así,vuelve a leerla hasta que quede muerta esa vanidadtuya. Si en ella hallas algo que supongas te ataca in-justamente, no eches esto en olvido: que debenagradecerse aquellas culpas por las cuales puede unoser acusado injustamente. Y si te llena los ojos delágrimas algún párrafo aislado, llora como aquí en lacárcel lloramos, en esta cárcel donde no se escati-man las lágrimas ni de día ni de noche.

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Es esto lo único susceptible de salvarte. Pero, siacudes en queja a tu madre -cual otrora hiciste, delmenosprecio que por ti manifestaba en mi misiva aRobbie-, para que te mime y te arrulle para satisfac-ción de tu orgullo, estás entonces irremediable-mente perdido. Porque apenas halles a tu conductauna disculpa, ciento hallarás, y has de retornar a ser,en un todo, el mismo que antes fuiste.

¿Persistes en tu afirmación, como lo afirmaste entu contestación a Robbie, de que yo te adjudiquémóviles indignos? ¡Ay! ¡Si jamás has tenido móvilesen tu vida! No tuviste más que apetitos. Un móvil esun fin espiritual. ¿Persistes en alegar que eras “muyjoven” cuando se inició nuestra amistad? Si pecastede algo, no fue de inexperiencia, sino, precisamente,de todo lo contrario. Tiempo hacía ya que habíasdejado en pos de ti el alba de tu juventud, con suvello sutil, su nítida y pura luz, su ingenua e impa-ciente alegría. Evolucionaste del romanticismo alrealismo con demasiada rapidez, a pasos de gigante.Eras ya presa del arroyo y de cuanto hierve en él.Fue éste el origen de aquel disgusto en cuya opor-tunidad recurriste a mí, y en que yo, movido decompasión, y por bondad, te presté mi ayuda, con

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tanta imprudencia si tenemos en cuenta lo que seentiende por prudencia en este mundo.

Tendrás que leer esta carta desde la primera hastala última letra, aunque te penetre cada palabra comosi fuera fuego, o como penetra el bisturí del ciruja-no. Preciso es que con ella sangre o se abrase, ladelicada carne. Recuerda que la demencia que apa-rece en los ojos de los dioses, es por completo dis-tinta de la que se advierte en los de los hombres.Aquel que todo lo ignora de las formas del arte de laexpresión; del proceso evolutivo del pensamiento;del esplendor del verso latino; de la armonía sonoradel griego, opulento en vocales; de la escultura tos-cana y de la elisabetiana lírica, podrá, así, ser dis-creto hasta la exquisitez. La verdadera demencia, dela que se burlan o con la que juegan los dioses, es laque a sí misma se ignora.

Durante demasiado tiempo así fui yo, y así fuistetú. Ya no debes serlo más. No tengas miedo; es laligereza el mayor de los vicios, y es justo todo lo quellega a la conciencia. Debes pensar, también, que site provoca pena la lectura de esto, harta más pename produce a mí escribirlo. Muy benévolas se mos-traron contigo las potencias ignoradas. Te permitie-ron ver los vicios, esas trágicas formas de la vida,

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cual se divisa la sombra en un espejo. Únicamenteen el espejo has visto la cabeza de Medusa, el serviviente trocado en piedra. Tú mismo seguiste an-dando libre y entre flores; a mí, me quitaron el her-moso mundo del color y del movimiento.

Deseo empezar por decirte que me formulo re-proches espantosos. Sí, ahora, sentado aquí en estalóbrega celda, cubierto con este uniforme de presi-diario; ahora, que soy un hombre sin honra, aniqui-lado, me formulo espantosos reproches. En eltranscurso de estas noches atroces, atravesadas poraccesos de terror; en el transcurso de estos días tanlargos e iguales, me formulo espantosos reproches.Me reprocho haber permitido que embargase com-pletamente mi vida una amistad cuyas raíces no es-taban en el espíritu, una amistad que no tenía porprimordial objeto la creación y contemplación de labelleza. Nos encontrábamos, desde un comienzo,separados por un abismo demasiado profundo. Tú,en el colegio, fuiste perezoso y haragán, y algo peoraún en la Universidad. No acudió jamás a tu menteel pensamiento de que un artista, y en especial unartista como ese al cual me refiero, o sea en quien elvalor de la obra dependía del vigor íntimo de supersonalidad, pudiese haber menester, para desarro-

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llo de su arte, del trueque de las ideas, de un am-biente espiritual, de calma, de paz, de soledad. Ad-mirabas mis trabajos cuando estaban terminados, ycelebrabas los auspiciosos resultados de los estrenosde mis obras y de las brillantes fiestas que eran co-mo su coronación. Y, naturalmente, de un modosuperlativo te agradaba ser el amigo dilecto de ar-tista tan esclarecido. Mas no pudiste comprenderjamás cuáles eran las circunstancias que debían con-currir en la creación de obras de arte. Si te afirmoque en todo el tiempo en que estuvimos juntos noescribí una sola línea, no incurro en una exageraciónretórica, sino que digo la verdad más estricta, fun-damentada en hechos concretos. Mi vida, tanto enTorquay, como en Goring, como en Londres, comoen Florencia o como en otro punto cualquiera, entanto estuviste a mi vera, fue absolutamente estéril eimproductiva. Y, desgraciadamente, excepción he-cha de contadas interrupciones, estuviste siempre ami vera.

Me acuerdo, por ejemplo -a fin de citar un solocaso entre muchos-, que, en setiembre de 1893,arrendé varias habitaciones amuebladas, con el úni-co propósito de trabajar sin que me molestasen.Había rescindido mi contrato con John Hare, a

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quien había prometido una obra teatral, y que meurgía para que le diese término lo antes posible. Enel transcurso de la primera semana, no te dejastever; habíamos disputado, lo cual no podía dejar deocurrir, a raíz del mérito de tu traducción de Salomé.

Te limitaste a escribirme, diciendo al respecto losmayores dislates. Escribí y terminé hasta en sus mí-nimos detalles, durante aquella semana, el primeracto de El marido ideal, dejándolo tal como en defi-nitiva hubo de ser representado. Volviste a aparecerla segunda semana, y mi trabajo se acabó.

Me dirigía todas las mañanas, a los once y media,a St. Jame’s Place, a fin de meditar y escribir sinlas molestias que hallaba en mi hogar, a pesar de lotranquilo y apacible que el mismo era. Pero, com-pletamente inútil fue mi empeño.

Llegabas en coche, a las doce, y allí te quedabas,fumando cigarrillos y dando cháchara, hasta la una ymedia; y después tenía yo que llevarte a almorzar alcafé Royal, o al restaurante Berkeley. La comida ylos licores, por regla general, se prolongaban hastalas tres y media. Te marchabas por un rato al Whi-te's Club, y volvías nuevamente a la hora del té, y tequedabas a mi lado hasta el instante de cambiar deropa para comer. Cenabas en mi compañía, ya en el

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Savoy, ya en Tite-Street. Por regla general, no nosseparábamos hasta medianoche, dado que la em-briagadora jornada había menester de la coronacióncon una cena en Willis. Y tal fue mi vida en el trans-curso de aquellos tres meses, un día tras otro, ha-ciendo la salvedad de los cuatro que anduvisteviajando. Luego de éstos, como es natural, tuve queir a buscarte a Calais.

Era ésta una situación al mismo tiempo trágica ygrotesca para un hombre de mis condiciones y demi manera de ser.

Ahora, no puedes dejar de comprenderlo. Nopuedes ahora dejar de reconocer que esa tu imposi-bilidad de estar solo, tu exigente carácter, que paranada tomaba en cuenta el tiempo de los demás, nihacía el menor caso de la consideración a que teníanderecho; que tu incapacidad para una concentraciónespiritual de envergadura; el deplorable hecho -puesno es mi deseo ver en ello otra cosa- de que no pu-dieras hacerte a las modalidades de Oxford encuanto se refiere a cosas del espíritu, vale decir, quejamás hayas podido ser un hombre capaz de barajarcon gracia las ideas, sino que, por el contrario, sus-tentases opiniones por demás violentas; todo esto,agravado por aquello de que tus deseos e intereses

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se sentían más inclinados a la vida que al arte,resultó tan perjudicial para el desen-volvimiento detu formación, como para mi propia tarea artística.

Al comparar la amistad que tuve contigo con laque he tenido con hombres jóvenes aún, como JohnGray Pierre Louys, me siento avergonzado. Mi vida,mi vida superior, pertenecía a ellos y a sus semejan-tes. Ahora no he de hablar de las consecuencias te-rribles de nuestra amistad. Tan sólo pienso en lanaturaleza de esa amistad, en tanto perduró. Espi-ritualmente, me ha envilecido. Se encontraban en ti,en germen, los impulsos de un temperamento artís-tico; pero di contigo demasiado tarde, o demasiadotemprano, no puedo puntualizarlo. Cuando te halla-bas lejos, en mí todo se iba ordenando a la perfec-ción.

Cuando -a principios de diciembre del año antesmencionado- conseguí que tu madre te enviase alexterior de Inglaterra, de inmediato torné a juntarlas embrolladas y rotas mallas de mi imaginación,recobré otra vez el dominio sobre mi vida, y no so-lamente finalicé los tres actos de El marido ideal quefaltaban, sino que imaginé también otras dos obrasde índole completamente distinta: La tragedia florenti-na y La santa cortesana, estando casi en un tris de po-

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nerles punto final. De pronto, sin que te llamaran,en momento escasamente oportuno, en circunstan-cias que habían de ser nefastas para mi felicidad fu-tura, te haces presente en mi casa. Y no pudeocuparme de nuevo de esas dos obras sin termina-ción aún, y nunca, en lo porvenir, pude retornar aaquel estado de espíritu que les insuflara vida. Túmismo, y en especial ahora que ya has dado a la pu-blicidad un tomo de poesías, comprenderás cuáncierto es lo que acabo de decirte. Pero, lo compren-das o no, ésta es, de cualquier manera, la horribleverdad de la intimidad de nuestras relaciones.

En tanto estuviste a mi lado, fuiste la causa de laruina total de mi arte; y por esto, porque consentí tuperenne presencia entre el arte y yo, siento ahorasemejante vergüenza, tan insuperable pesar.

No podías saber, ni comprender, ni darte cuenta.Nada me concedía el derecho de esperarlo de ti. Tuinterés tan sólo servía a tu gula y tus caprichos; sim-plemente se encaminaba tu afán hacia placeresy goces más o menos comunes, que necesitaba tutemperamento, o que creía necesitar.

Debía haberte prohibido la entrada a mi casa y ami cuarto de trabajo, salvo en aquellas ocasiones enque, de un modo especial, te hubiera invitado a ha-

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certe presente. No hallo disculpas a mi flaqueza.Porque sólo fue flaqueza. Nada más que media horade intimidad con el arte, siempre significaba para mímás que un siglo en tu compañía.

Nada, en momento alguno de mi vida de enton-ces, tuvo para mí la mínima importancia, en compa-ración con el arte. Pero, para el artista, equivale a laperpetración de un crimen una flaqueza envaradorade la imaginación.

Y me enrostro haber permitido que ocurriese mideshonroso quebranto por tu causa.

Me acuerdo de una mañana de comienzos deoctubre de 1892, en que me hallaba sentado con tumadre en los ya amarillentos bosques de Bracknell.Por ese entonces, muy poco era lo que yo sabíaacerca de tu verdadera manera de ser. Me había de-tenido en Oxford a pasar contigo las horas quetranscurrieran desde el sábado hasta el lunes. Estu-viste diez días junto a mí en Cromer, jugando algolf. Bien te sentaba esta distracción, y empezó tumadre a hablarme de tu carácter. Me reveló tus dosprincipales defectos: tu vanidad y, como decía ella,el carecer de la noción del valor del dinero. Recuer-do con toda exactitud cómo reí al escucharla:¡cuánto distaba de imaginarme que el primero de

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esos tus defectos iba a llevarme a la cárcel, y el se-gundo a la falencia! Me pareció la vanidad algo asícomo una flor bonita con la cual se adorna un mu-chacho, y en lo que a la prodigalidad se refiere -puessupuse que tu madre sólo deseaba hablar de prodi-galidad-, nada más lejano de mí mismo, como de losmíos, que las virtudes de la prudencia y del ahorro.Mas apenas llegó a contar un nuevo mes nuestraamistad, ya iba comprendiendo lo que en realidadintentaba dar a entender tu madre. Tu perseveranciaen una vida de demente derroche; tus perennes exi-gencias de dinero; esa tu pretensión de que yo teníaque pagar todas tus diversiones, estuviese o nojunto a ti, me aportaron, al cabo de cierto tiempo,muy serias dificultades de orden económico; y loque, además, tornaba para mí infinitamente menosinteresante ese monótono libertinaje, fue que, almismo tiempo que te inmiscuías con más empeño ytestarudez en mi existencia, se despilfarraba el dine-ro casi únicamente para dar satisfacción al placer decomer, de beber, o a otros de la misma categoría.De vez en cuando, constituye un placer tener unamesa con las bermejas notas de los vinos y las ro-sas; pero dejaste muy en pos de ti las normas delgusto refinado y de la moderación. Sin ninguna deli-

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cadeza pediste, y recibiste sin la menor gratitud.Fuiste paulatinamente pensando que tenías comoderecho a una orgía carente de freno, a la cual noestabas habituado ni mucho menos, debido a lo queprogresivamente se iba exacerbando tu concupis-cencia. Finalmente, cuando el juego empezó a dár-sete malo, en un casino de Argel, simplemente metelegrafiaste al día siguiente a Londres, a fin de queingresara en tu cuenta bancaria la suma despilfarra-da; y luego, nunca más volviste a recordar para nadael incidente.

Si te digo, ahora, que desde el otoño de 1892hasta mi ingreso en la cárcel, gasté contigo, y en tubeneficio, más de cinco mil libras en efectivo, apartede las deudas contraídas, podrás hacerte un cuadrode la índole de vida que pretendiste llevar a mi cos-ta.

¿Supones que estoy exagerando las cosas? Migasto cotidiano en Londres, por almuerzo, comida,cena, entretenimientos, carruajes y demás, variabapor lo general entre doce y veinte libras esterlinas;como es natural, se hallaba en relación con ello elgasto semanal, vale decir, oscilaba entre ochenta yciento treinta libras. Durante los tres meses que es-tuvimos juntos en Goring, mis gastos -incluido, por

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cierto, el arrendamiento de la vivienda- llegaron alas mil trescientas cuarenta libras. Paso a paso, de-bimos recorrer, con el síndico de la quiebra, cadapartida de mi vida. Aquello fue horrible. “Una exis-tencia sencilla con el pensamiento deslizándose agran altura”, era, en cualquier caso, un ideal que nohubieras sabido imaginar; pero, semejante derroche,constituía una vergüenza para los dos. Una de lasmás deliciosas comidas de que me acuerdo, es unaque hicimos Robbie y yo en un cafetín del Soho;costó, mas o menos, en chelines, lo que general-mente costaban en libras las que yo te pagaba. Na-ció de aquella comida en compañía de Robbie, elprimero y más bueno de todos mis diálogos. Seconcibió ante una lista de tres francos con cincuentacéntimos, la idea, el título, la acción, la forma, to-do... Nada restaba de aquellos frívolos festines cele-brados contigo, como no sea la desagradableimpresión de haber comido y bebido excesivamen-te.

Y hasta para ti mismo debía resultar perniciosoque me doblegase a tus caprichos. Eso, ahora losabes muy bien. Ello hizo que fueras, a menudo,exigente, muchas veces por demás desconsiderado,siempre escasamente amable. En demasiadas opor-

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tunidades fue menguado júbilo obsequiarte, y unhonor parco en exceso. Echabas al olvido, no he dedecir las corteses fórmulas del agradecimiento, puesno entiende de fórmulas así una amistad estrecha,sino simplemente el encanto de hallarse en gratacompañía, el placer de una charla agradable, eseterpnoncalon, como decían los griegos, y las dulzurastodas del trato humano, que hacen que merezca laexistencia ser amada y melodiosa, como la música,que no permite ninguna desafinación, incluso en loslugares menos armoniosos y más callados. Y aunqueacaso te asombre que alguien, en la espantosa situa-ción en que estoy ahora, establezca diferencias entrelos motivos de bochorno, francamente debo decla-rar que aquella locura de derrochar todo el dineropor ti y de permitir que dilapidases mis bienes, per-judicándonos a los dos, me da, y concede, a mi jui-cio, a mi quebranto, un carácter de soez libertinajeque centuplica mi vergüenza.

Había sido yo hecho para otras cosas. Pero, loque me recrimino con mayor dureza, es haber per-mitido que me tornases tan absolutamente vil. Es lavoluntad la base del carácter, y se vio mi fuerza devoluntad sometida por completo a la tuya. Esto, queexpresado así parece grotesco, es, empero, cierto

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por demás. Aquellas continuas peleas que parecíanser para ti una necesidad física, y en las cuales seechaban a perder del mismo modo el cuerpo y elespíritu, y eran tan horrorosas de ver como de oír;esa fea manía que heredaste de tu progenitor, y quete induce a escribir cartas impertinentes que provo-can indignación; el no saber en modo alguno domi-nar el impulso de tus sentimientos, que algunasveces exteriorizas en largos períodos de mal humorsilencioso, y otras en los súbitos arranques de unafuria casi epiléptica; todo esto, a cuyo respecto unade las cartas que te envié, y que dejaste descuidada-mente en el Savoy, o en cualquier otro hotel, demodo que fuese posible al letrado de tu padre ele-varla al juez -contenía un ruego desgarrador, comosi hubieses estado en condiciones de reconocer lopatético de su fundamento y de su exteriorización-;afirmo que todo constituyó el origen y el motivo deque accediese de una manera tan nefanda a tus pre-tensiones, que día a día aumentaban. ¡Me gastaste!Fue el triunfo de lo mezquino sobre lo grande. Unamanifestación de esa tiranía de los débiles sobre losfuertes, que llamo en una de mis obras, “La únicatiranía efectiva”.

Y resultaba inevitable que ocurriese.

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Es necesario hallar en cada una de las circunstan-cias de la vida en común, un moyen de vivre. Era nece-sario doblegarse a ti, o de lo contrario, imponérsete.No restaba otra disyuntiva. Yo, a raíz de mi profun-da aunque errónea inclinación hacia ti; de la inmen-sa compasión que sentía por los defectos de tutemperamento y de tu carácter; de mi conocidabondad de corazón; a consecuencia de mi indolen-cia celta y de mi odio de artista por los modales gua-rangos y por las palabras gruesas; a causa de esaincapacidad de rencor que me caracterizaba enton-ces; de mi asco a contemplar la vida en su amarguray en su fealdad, y porque el tener, en verdad, pues-tos mis ojos en otras cosas, me hacía considerar to-do aquello como meras fruslerías, por demás fútilespara merecer algo que no fuese un interés del mo-mento; por todos estos motivos, por muy simplesque puedan parecer, siempre he sido yo quien tuvoque ceder.

Y la inmediata consecuencia de ello, fue que tuspretensiones, tus ansias de dominio, tus exigenciasopresoras, aumentaran más absurdamente por mo-mentos. El más ruin de tus impulsos, el más vil detus apetitos, la más mísera de tus pasiones, se con-virtieron para ti en leyes que debían regir en todo

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momento la existencia de los demás, y a las cualeséstos, llegado el caso, habían de ser sacrificados fa-talmente y sin el menor escrúpulo.

Te constaba que era suficiente que armases unescándalo para imponer en todo momento tu santavoluntad, y de esa suerte es perfectamente naturalque casi inconscientemente, no es mi deseo dudarde ello, exacerbases hasta lo indecible la violencia.Ya no sabías al final de cuentas, el término que per-seguías ni hacia qué fin corrías. Luego de habertehecho brotar de mi genio, de mi voluntad y de mifortuna, en la ceguera de tu insaciable deseo, exi-giste todo mi ser. Y de él te adueñaste. Fue ese elmomento más crítico y de más trágico aspecto demi vida toda. Precisamente al punto de ir a dar yo eldeplorable paso de entablar mi estúpido proceso,me atacaban, por un lado tu padre, mediante es-pantosas tarjetas entregadas en mi círculo social, ypor el otro tú utilizando cartas igualmente desagra-dables. Esa misiva tuya, que me llegó el día en queme dejé arrastrar por ti a solicitar a la policía la ridí-cula orden de arresto contra tu padre, es una de lasmás infames que has escrito en tu vida, y lo hicistepor los motivos más vergonzosos. Me habíais hechoperder la cabeza entre los dos. La razón hizo aban-

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dono de mi mente. Y vino a reemplazarla el miedo.Ya no vi -y así deseo declararlo francamente- nin-guna posibilidad de librarme de ustedes. Y trastabi-llando como el buey que marcha al matadero,ciegamente, me precipité en ello.

Había cometido un enorme error psicológico.Había supuesto siempre que someterme a tu vo-luntad en las cosas sin importancia, no me llevaríamás lejos; que me resultaría factible, al llegar el ins-tante decisivo, imponer nuevamente la superioridadnatural de mi energía. Pero no fue así. Cuando llegóese instante, me falló por completo mi energía. Enrealidad, en la vida, nada es grande ni chico; todotiene el mismo valor y las mismas proporciones. Micostumbre -que en un comienzo sólo era, en reali-dad, consecuencia de mi indiferencia-, mi costum-bre digo, de cederte en todo, insensiblemente llegóa formar una parte esencial de mí mismo.

Sin que me diera cuenta de ello, se había idocuajando mi temperamento en un estado de espírituperennemente funesto. Dice con sobrada razónPater, en el epílogo tan sutil de la edición original desus Ensayos, que “sucumbir es adquirir hábitos". Alenunciarse ese axioma, pensaron los ingenios deOxford que la frase era sencillamente una capricho-

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sa inversión de la, por cierto un tanto tediosa, Éticade Aristóteles. Mas no deja de involucrar una ver-dad asombrosa y terrible. Te había permitido ente-rrar la energía de mi carácter, y se había manifestadoen mí la adopción de una costumbre, no sólo enforma de muerte, sino casi como de aniquilamiento.Todavía fuiste para mí más dañino desde el puntode vista moral que desde el artístico.

No bien quedó extendida la orden de arresto, fuetu voluntad, naturalmente, la que lo dirigió todo. Enla época en que debía yo haber estado en Londres,en que debía haber solicitado discretos consejos ymeditado en calma sobre el horrible cepo en que medejara atrapar -la trampa del necio, como aún hoydice tu padre-, insististe para que te acompañase aMontecarlo; allí justamente, al más asqueante lugarde este mundo, para que pudieses jugar, desde lamañana hasta la noche, durante todo el tiempo quepermanecía abierto el Casino. En lo que a mí res-pecta -puesto que para mí el baccarat no tiene atrac-tivo alguno-, me quedé fuera del palacio de juegos,solo. Te opusiste a que hablásemos, aunque más nofueran cinco minutos, de la situación en la que tupadre y tú me habíais colocado. Mi única misión allíera pagar tu cuenta en el hotel y sufragar el monto

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de tus pérdidas. Caía en saco roto cualquier alusiónmía a las pesadumbres que me aguardaban. Muchomás pudo interesarte una flamante marca de cham-paña que nos recomendaron.

Cuando retorné a Londres, aquellos de mis ami-gos a quienes realmente correspondía preocuparsepor mí, me pidieron insistentemente que empren-diese la fuga al extranjero, y no diese oportunidad aque se iniciase un proceso propio de locos. Siempreatribuiste ese consejo a motivos subalternos e infa-mes, y considerabas que al escucharlo, era yo unperfecto pusilánime. Fuiste tú quien me obligó aquedarme; tenía que refutar con toda audacia lasimputaciones que se formulaban, y de ser posible,con embustes tontos y de pésimo gusto, ante el ma-gistrado, Me detuvieron, por fin, y tu padre se con-virtió en el héroe del día. Mucho más, aún: cuentaahora tu familia, aunque bastante cómicamente, en-tre los inmortales. Pues, merced a ese grotesco re-sultado, especie de componente gótico de laHistoria, que convirtió a Clío en la menos seria delas musas, perdurará tu progenitor entre los espíri-tus mejores y más nítidamente intencionados de laliteratura de género moral; ocuparás un puesto a lavera del niño Samuel, y yo me encuentro hundido

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en el más profundo lodo de Malebolge, entre Gilesde Retz y el marqués de Sade.

Como es lógico, debí haberme librado de ti; debíahaberte aventado, como se aventan las polillas de laropa. En la que fue de todas sus tragedias, la másmaravillosa, nos refiere Esquilo la historia del nobleque criaba un leoncillo en su casa; le quería porquecon brillantes ojos atendía cuando le llamaba, ycontra él se restregaba cuando quería comer. Ycuando creció el animal, reveló su naturaleza real,hizo trizas a su amo, su casa y todo cuanto poseía.Comprendo ahora que yo era como ese noble.

Mas no estriba mi culpa en no haberme apartadode ti, sino en haberlo hecho demasiadas veces. En ellapso que mi memoria abarca regularmente he que-brado mi amistad contigo cada tres meses, y cadavez que ha ocurrido esto, conseguiste, recurriendo aapremiantes suplicas, a telegramas, cartas, a la inter-vención de tus amigos y de mis amigos, y a otrascosas por el estilo, hacerme cambiar de manera depensar, y que te permitiera volver a mi lado.

Cuando, a fines de marzo de 1893, te fuiste de micasa de Torquay, fue tan indigna tu aparición la no-che anterior a tu viaje, que resolví no volver a diri-girte nunca más la palabra, ni permitir, en modo

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alguno, que siguieses estando junto a mí. Telegráfi-camente y por escrito, desde Bristol me suplicasteque te concediera mi perdón y fuera a reunirmecontigo. Uno de tus profesores de la Universidad,que estaba allí, me dijo que en ciertos momentos noera posible, en absoluto, considerarte responsablede lo que decías y hacías, y que dicha opinión eratambién compartida sino por todos, por lo menospor la mayoría de los estudiantes del Magda College.

Accedí a reunirme contigo, y como es natural, teperdoné. En el transcurso del viaje a Londres, mepediste, casi suplicando, que te acompañase al Sa-voy. Realmente funesta debía ser para mí esta visita.En junio, tres meses mas tarde, nos encontrábamosen Goring. Vinieron a visitarnos, con motivo del finde semana, algunos de tus conocidos de Oxford.Armaste un escándalo tan horrible, tan despiadado,en la mañana de su partida, que te expresé que de-bíamos separarnos. Me acuerdo perfectamente có-mo, encontrándonos en aquel terreno de croquet,rodeado de césped, te hice notar que nos estábamosamargando la vida mutuamente, que destrozabascompletamente la mía, y que yo poco, en evidencia,te hacía dichoso. Añadí que una despedida definiti-va, una separación total, era la medida más prudente

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y más cuerda que podíamos adoptar. Con la caralarga te fuiste a almorzar, y le dejaste al camarerouna carta atiborrada de injurias, con orden de queme la entregase luego de tu partida. No habíantranscurrido aún tres días, y ya me suplicabas, desdela capital británica, por telégrafo, que te concediesemi perdón y te mandara regresar.

Yo había tomado allí una casa, por amor a ti; ac-cediendo a tus súplicas, coloqué en ella a tu propiocriado. Me dolió siempre sobremanera verte víctimade ese espantoso carácter. Te quería. Te dije, por lotanto, que regresases, y te perdoné. Tres meses mástarde, en setiembre, se produjeron sin embargonuevos escándalos, motivados por haberte yo seña-lado, en tu intento de traducción de Salomé, tus fal-tas de colegial. Actualmente, debes ya sabersuficiente francés para comprender que tu versiónera tan indigna de un estudiante de Oxford como dela obra que pretendía reflejar. La verdad es que nolo sabías entonces; en una de las altisonantes misi-vas que al respecto me enviaste, me decías que no tesentías conmigo “en deuda espiritual de ningunaíndole". Me acuerdo de eso aún; cuando leí seme-jante afirmación, sentí que realmente era la únicaverdad que hubieses escrito nunca en el curso de

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nuestra amistad. Comprendí que habría sido mejorpara ti trabar relación con algún hombre con menoscultura que yo. Te ruego que no veas en estas pala-bras ninguna acritud; sencillamente lo dejo sentadocomo un hecho que regula la totalidad de las rela-ciones sociales. Al final de cuentas, es la conversa-ción el nudo de todas, tanto en el matrimonio comoen la amistad.

Ha menester la conversación de una base común,y no es posible que exista entre dos personas de unacultura absolutamente opuesta. No deja de tener unrelativo atractivo la trivialidad en el modo de pensary de obrar; ese atractivo constituye el eje de unamuy ingeniosa filosofía, expresada por mí en sendasparadojas y obras teatrales; pero, con frecuencia, lainsulsez y la necedad de nuestra existencia, me has-tiaban. Tan sólo en el fango nos hemos encontrado.Y por cautivante, por muy cautivante que fuese eltópico en torno al cual giraban invariablemente tuspláticas, acababa por ser harto monótono para mí.El aburrimiento hacía con frecuencia presa de mí,pero lo soportaba, así como tu inclinación a las frí-volas funciones de variedades, o tu manía de despil-farrar de un modo estúpido en el yantar y el beber;lo soportaba como una de tus condiciones escasa-

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mente gratas; vale decir, como algo a lo que noquedaba otra disyuntiva que resignarse, o sea algoque formaba parte integrante del alto costo a quedebía pagar tu amistad.

Cuando me fui a pasar una temporada de catorcedías en Dinard, luego de mi regreso de Goring, teenojaste seriamente porque no te llevaba conmigo, yme hiciste unos escándalos para nada edificantes enel Albermale Hotel, mandándome además, poridéntico motivo, a una propiedad campestre dondeestuve viviendo algunos días, varios telegramas quenada tenían que envidiar a los escándalos antes cita-dos. Recuerdo haberte dicho que consideraba tudeber que vivieses cierto lapso con tus familiares,puesto que el verano entero lo habías pasado aleja-do de ellos, pero, si debo serte absolutamente since-ro, te diré que, verdaderamente, no podía accederen modo alguno a que te quedases junto a mí. Ha-bíamos estado en compañía casi tres meses; yo ha-bía menester de tranquilidad, y necesitaba librarmede la presión terrible de tu compañía. Era realmenteindispensable para mí vivir solo cierto tiempo. Des-de el punto de vista espiritual lo necesitaba, y así -tengo que confesarlo-, vi, en esa carta tuya a quehace un instante me referí, una espléndida oportu-

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nidad para dar término a la amistad funesta que sehabía desarrollado entre nosotros, y para matarla sinexcesiva amargura, tal como había pretendido ha-cerlo tres meses atrás en Goring, en aquella brillantemañana de junio. Pero -debo declararlo así hones-tamente-, uno de mis buenos amigos, a quien habíasapelado en tu apurada situación, me hizo presentede insistente manera, que te sentirías cruelmenteherido, y hasta humillado quizá, si te era devuelto tutrabajo como un tema de colegial; que yo, desde elpunto de vista intelectual, aguardaba demasiado deti, y que tú, empero, escribieses lo que escribieses, ohicieses lo que hicieses, sentías por mí un afectoprofundo y real. No quise ser el primero en desa-lentarte o en paralizar tus comienzos literarios. So-bradamente sabía yo que traducción alguna, nisiquiera siendo el fruto de un poeta, podía reflejarde un modo correcto la tonalidad y la cadencia demi obra. Me parecía el cariño, y aún sigue parecién-dome, una cosa maravillosa, que no es convenienteaventar así como así. Y a ello se debe que no hayarechazado la traducción, ni a ti.

Precisamente tres meses más tarde, luego de unaserie de orgías que llegaron a la cumbre de lo indig-nante, al siguiente día de una tarde -un lunes- en que

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llegaste a mi domicilio en compañía de dos amigostuyos, literalmente emprendía yo la fuga al extranje-ro, para zafarme de tu presencia. Justifiqué ante losmíos mi súbito viaje con un pretexto realmentetonto, y temiendo que salieses en mi busca en elprimer tren, dejé a mi sirviente una dirección falsa.Me acuerdo todavía cómo, en la tarde del día aquél,sentado en el vagón del convoy que me conducía aParís, reflexionaba respecto de esa situación impo-sible, temible y totalmente errónea a que mi vidahabía llegado, viéndome yo, un hombre de famauniversal, nada menos que en la obligación de esca-par de Inglaterra para librarme de una amistad ani-quiladora de todo cuanto de bueno existía en mí,tanto en el aspecto espiritual como en el moral,siendo el ser que me impelía a la fuga, y al cual yome había ligado, no una espantosa criatura que hu-biese saltado desde el fango o el arroyo, hasta la vi-da moderna, sino tú, un joven de mi mismacategoría y condición, que había cursado estudios enOxford en el propio Colegio donde los cursara yo, yque era comensal casi diario de mi casa. A esto si-guieron los acostumbrados telegramas con tus rue-gos apremiantes y tus expresiones de contrición.Pero no presté atención a los mismos. Amenazaste,

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por fin, conque de no aceptar reunirme contigo, noemprenderías en modo alguno tu viaje a Egipto. Erayo mismo quien, sin que lo ignoraras, había suplica-do a tu madre te mandase allí, para alejarte de lavergonzosa existencia que llevabas en la capital in-glesa. Sabía que, de no efectuar tú ese viaje, sería unterrible disgusto para tu madre, y por afecto haciaella, nuevamente me reuní contigo, y bajo la in-fluencia de una excitación tremenda que no puedeshaber echado al olvido, concedí el perdón por lopasado, aunque sin pronunciar palabra en lo queconcernía al futuro.

Ya de regreso en Londres, al siguiente día, senta-do en mi aposento, intentaba, serio y contristado,aclarar con mi propia conciencia si eras realmente ono lo que me parecías ser; si te hallabas, en verdad,lleno de terribles defectos, y si eras tan absoluta-mente dañino para ti mismo y para todos los demás;si verdaderamente eras ese compañero fatal que tanbien conocía yo. Estuve, una semana entera, medi-tando en ese problema, pensando si no me mostra-ba injusto contigo, si no te juzgaba de una maneraerrónea. Me escribió tu madre una carta en las pos-trimerías de la semana aquella, y me decía en lamisma, y en un grado idéntico, lo que pensaba de

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los sentimientos que experimentaba yo por ti. Enesa misiva se refería a tu exagerada y ciega vanidad,que te infundía el desprecio de tu hogar, y que tehacía tratar a tu hermano mayor -esa “alma candidí-sima”-, como a un “filisteo”; a tu carácter, que ledaba miedo de hablar contigo de tu vida, de esa vidaa la cual tú, como ella lo siente y lo sabe, temestanto; a la degeneración y mutaciones operadas enti. Tu madre, como es natural, veía que te habíaabrumado con un terrible peso la herencia, y since-ramente y aterrada lo reconocía así: “Es el único demis hijos que ha heredado el temperamento de losDouglas”, decía ella, refiriéndose a ti. Y concluía sumisiva expresando que se veía obligada a explicarque tu amistad conmigo, a su juicio, había acuciadoa tal extremo tu vanidad, que ésta se había trocadoen el origen de todas tus faltas, y me suplicaba porello seriamente que no viajase en tu compañía alextranjero.

De inmediato le respondí, manifestándole quecompartía en un todo el sentir de cada una de suspalabras: incluso agregué muchas cosas más; fui to-do lo lejos posible. Le dije que nuestra amistad ha-bía nacido durante los estudios en Oxford, cuandote acercaste a mí, suplicándome te ayudase en un

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muy serio apremio, de categoría por demás especial.Le dije que tu vida siempre había tenido idénticosello. Habías cargado sobre quien te acompañó entu viaje a Bélgica, la culpa de ese viaje, y tu madreme había reprochado haberte presentado a esa per-sona; hice recaer la culpa en quien realmente co-rrespondía que recayera: en ti mismo. Y, finalmente,le aseguraba que no tenía la menor intención de re-unirme contigo en el extranjero, y le suplicaba fuesetan buena de retenerte allí, ya fuese como agregadode Embajada, si ello fuera posible, o con el pretextode aprender idiomas, o con cualquier otro motivoque le pareciese bien; y esto, cuando menos dos otres años, tanto en tu interés como en el mío.

Tú, en tanto, me escribías desde Egipto en todoslos correos. No hice el menor caso de ninguna detus misivas. Las leí y las desgarré. Me había pro-puesto firmemente no mantener ya contigo relaciónalguna. Inquebrantable era mi resolución, y embele-sado me entregué a mi arte, cuyo proceso te permi-tiera interrumpir.

Habían pasado tres meses apenas cuando tu ma-dre, con esa deplorable debilidad que la caracteriza,y que ha sido en la tragedia de mi vida un factor nomenos funesto que la violencia de tu padre, me es-

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cribió para decirme -influida por ti, cosa que no pu-se en duda ni por un solo instante, naturalmente-que querías saber imperiosamente de mí, y para queno recurriese yo a ningún pretexto para eludir unarespuesta, me mandaba al mismo tiempo tus señasen Atenas, que yo me sabía de memoria.

Debo confesar que esa carta me dejó pasmado.No acababa de comprender cómo tu madre, luegode lo que escribiera en diciembre, y de mi respuesta,podía ni siquiera pretender restablecer mi desdicha-da amistad contigo. Como es natural, acusé recibode su carta, y nuevamente le encarecí con gran in-sistencia, que hiciese lo imposible por tratar de ads-cribirte a una legación en el exterior, a fin de que nopudieses regresar a Inglaterra; pero no te escribí, yseguí pasando por alto tus telegramas, como antesde haber recibido la comunicación de tu madre.

Telegrafiaste, por último, a mi esposa, suplicán-dole influyese en mí para que te escribiera. Desde elprimer momento, nuestra amistad había sido paraella una fuente de pesares, no sólo porque nunca legustaste personalmente, sino porque muy prontoadvirtió cómo me cambiaba el trato contigo, y no,precisamente, para mejorarme. Pero, habiéndoseella mostrado siempre muy amable y hospitalaria

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contigo, no podía hacerse a la idea de que fuese yo -como ella lo suponía-, tan duro con uno de misamigos. Pensaba, sabía, mejor dicho, que no ibaconforme con mi carácter esa dureza. Accediendo asus súplicas, me puse otra vez en contacto contigo.Me acuerdo muy bien el contenido de mi telegrama.En el mismo te decía que el tiempo restaña todas lasheridas, pero que sin embargo, preferiría no escri-birte ni hablarte en muchos meses más, aún.

Saliste para París sin perder un solo instante,mandándome a lo largo del trayecto apasionadostelegramas, y suplicándome te hablase aunque másno fuese una vez. Pero me negué a hacerlo.

En las últimas horas de la tarde de un sábado tu-vo lugar tu arribo a París; en el hotel te encontrastecon una breve esquela mía, expresándote que prefe-riría no conversar contigo. A la siguiente mañanarecibía en Tite-Street un telegrama tuyo que llenabadiez u once hojas. Me decías en ese despacho que,no obstante lo que me hubieras hecho, no podíassuponer que me negase tan rotundamente a hablar-te; me recordabas que, tan sólo para hablar conmigoaunque más no fuese una hora, habías viajado seisdías con sus noches, atravesando toda Europa sindetenerte en parte alguna; y con singular insistencia

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me implorabas de un modo -no puedo negarlo- in-finitamente conmovedor; finalizabas tu cable conuna amenaza de muerte voluntaria, que personal-mente, no me pareció ni siquiera disimulada.

A menudo me habías contado tú mismo cómomuchos de los miembros de tu casta se habían ma-culado las manos con su propia sangre; con todaseguridad tu tío, muy probablemente tu abuelo, yalgunos más, miembros de aquel desventuradotronco del cual descendías. Compasión; mi viejoafecto por ti; consideración hacia tu madre, paraquien tu deceso en tan terribles circunstancias ha-bría sido casi una felonía del destino, y la espantosaperspectiva de que un ser tan joven que, no obs-tante sus odiosos defectos, prometía aún tan bellasesperanzas, había de terminar de una manera tanpoco digna, un sentimiento purísimo de humani-dad... contribuye todo esto a disculpar, si ha me-nester el hecho de disculpas, que accediese aconcederte una entrevista que, por fuerza, tendríaque ser la última.

Cuando llegué a París, te pasaste llorando la tardeentera; rodaban como gotas de lluvia las lágrimaspor tus mejillas, en Voisin durante la comida, y du-rante la cena en Paillard.

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Me indujeron a consentir en reanudar nueva-mente nuestra amistad, el sincero júbilo que mani-festaste por haberme vuelto a ver, y que seevidenciaba teniendo apretada mi diestra cada vezque podías hacerlo, como criatura sumisa y arre-pentida, y esa tu contrición, en ese instante tan sin-cera e ingenua. A los dos días de nuestro regreso aLondres, te vio tu padre almorzando conmigo en elCafé Royal; se sentó a mi mesa, bebió de mi vino, yesa misma tarde, en una carta a ti destinada, iniciabasus ataques contra mí.

Podrá la cosa parecer extraña; pero una vez más,se me brindó la oportunidad, se me impuso mejordicho, el deber de separarme de ti. No creo que ne-cesite decirte que me refiero aquí a tu proceder paraconmigo en Brighton, desde el 10 al 13 de octubrede 1894. Es demasiada distancia para ti volver lamirada tres años atrás; pero nosotros, los que mo-ramos en la cárcel, y en cuya vida no hay más pen-samiento que los de los padecimientos, tenemosnecesidad de medir el tiempo por las pulsaciones deldolor y el índice de nuestras amarguras. Es en loúnico que nos es dable pensar. Sufrir -por muy raroque pueda parecerte-, es el objeto de nuestra exis-tencia, pues es lo único que nos permite darnos

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cuenta de que vivimos, y nos es indispensable elrecuerdo de nuestros padecimientos pretéritos, co-mo aval y demostración de nuestra permanenteidentidad. Existe un abismo no menos profundo,entre yo y el recuerdo de pretéritas alegrías, que en-tre yo y posibles alegrías presentes. Si nuestra vidacomún se hubiera compuesto, tal como se lo imagi-naba la gente, tan sólo de placeres, carcajadas y li-bertinajes, no me sería posible, ahora, evocarrecuerdo alguno. El hecho de haber estado esa vidapletórica de días y de instantes trágicos, en suspreanuncios amargos y sombríos, y terribles y abu-rridos en su desarrollo monótono y en sus violen-cias inconvenientes; es lo que actualmente mepermite ver hasta en sus menores detalles los másíntimos sucesos. Más aún: poco me es dado ver yoír fuera de ello. Tan intensa es la vida en esta man-sión de dolor, que mi amistad contigo, en la formaen que me es dable evocarla, me da la impresión deun preludio concorde con los distintos estados deterror, por los cuales debo pasar día tras día. Y to-davía más: incluso parece que esto me resulta indis-pensable, como si mi vida -y así tanto yo comootros la hemos considerado-, hubiera sido en todomomento una verdadera sinfonía del dolor; sinfonía

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que fuese, por sus frases ligadas con ritmo, hacia elaniquilamiento seguro, con esa fatalidad que en elarte es la característica de los grandes temas en sutotalidad.

Me refería a tu proceder para conmigo hace tresaños, en el transcurso de aquellos tres días. ¿No esesto? Yo estaba entonces ocupado en dar término ami última obra, en la soledad de Worthing. Me ha-bías ya visitado dos veces. De pronto, te presentastesúbitamente por tercera vez, en compañía de uncamarada tuyo, el cual -con la mayor seriedad me lopropusiste- debía habitar en mi casa. Me negué ro-tundamente a semejante proposición, no podrásahora dejar de reconocer con cuánta razón. Comoes natural, cargué con todos sus gastos, puesto queno me restaba otra disyuntiva. Pero en otro lugar,no en mi misma casa. Al día siguiente, que era unlunes, retornó tu camarada a las obligaciones de suoficio, y te quedaste conmigo. Cansado de Wor-thing, y con seguridad más aún de mis inútiles in-tentos por concentrar mi mente en mi obra -loúnico que en ese momento me preocupaba real-mente-, insististe en que me fuera contigo al GranHotel de Brighton. La misma noche de tu llegadacaíste en cama, atacado por esa fiebre terrible y de-

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primente, denominada tontamente influenza. Eraése tu segundo o tercer ataque. No quiero recordarcómo te asistí, cómo te cuidé; no solamente prodi-gándote todos los mimos, obsequiándote con frutas,flores, libros y otras cosas que es posible obtenercon dinero, sino también con esa delicadeza y eseafecto que el dinero, cualquiera sea tu opinión alrespecto, no permite adquirir. Excepción hecha deun paseo por la mañana, y de otro en carruaje por latarde, ni por un solo instante me alejé del hotel. Or-dené que trajesen de Londres, especialmente para ti,unos pichones, porque no te agradaban los del ho-tel. Inventé todas las distracciones posibles, mequedé constantemente a tu lado o en el cuarto con-tiguo, y me sentaba todas las tardes a tu cabecera,para infundirte confianza o para entretenerte.

Te repusiste al cabo de cuatro o cinco días, y al-quilé entonces varios cuartos amueblados para dartérmino a mi obra. Como es natural, me acompaña-bas.

A la mañana siguiente caí gravemente enfermo;fuiste a Londres para tus asuntos, pero prometién-dome regresar por la tarde. Te encontraste en Lon-dres con un amigo, y no regresaste a Brighton hastael otro día por la tarde. Me encuentras con una fie-

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bre elevadísima, y el médico afirma que me hascontagiado la influenza. Nada es más incómodopara un enfermo que habitaciones alquiladas conmuebles. Mi gabinete de trabajo se encuentra en elprimer piso; mi dormitorio en el tercero. No hay allísirviente alguno que pueda prestarme asistencia, ninadie que se pueda enviar a un mandado, o a buscarlo prescrito por el médico. Pero te encuentras con-migo, y yo me siento amparado. Los dos días quesiguen, me dejas completamente solo, sin asistenciade nadie, sin criados, falto de todo. Ya no se trata depichones, ni de flores, ni de bonitos obsequios; setrata de lo más necesario. No pude, siquiera, beberla leche que me ordenara el doctor, y me estaba se-veramente prohibida la limonada. Y cuando te rue-go que vayas a la librería en busca de un libro o, encaso de no encontrar el solicitado, que me trajerasotro cualquiera, ni siquiera te tomas el trabajo de ir.Y luego de dejarme, a raíz de esto, un día entero sinleer, me cuentas con la mayor tranquilidad del mun-do que compraste el libro y prometieron mandarlo,cosa que, como pudo comprobarse más tarde porcasualidad, era un embuste de cabo a rabo. Y, natu-ralmente, vives todo ese tiempo a mi costa, te pa-

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seas en carruajes, almuerzas en el Gran Hotel, y sólote haces presente en casa para pedir dinero.

En la tarde del sábado -me habías dejado com-pletamente solo desde la mañana y sin asistencia deninguna índole-, te rogué que volvieses después dela comida, y me hicieses un poco de compañía. Melo prometes así, en tono violento y brusco. Me que-do esperándote hasta las once, y no apareces; tedejo, entonces, unas líneas en tu cuarto, a fin de re-cordarte tu promesa y tu manera de cumplirla. A lastres de la mañana, imposibilitado de conciliar elsueño, y torturado por la sed, me encamino, a travésdel frío y la oscuridad, hacia el gabinete de trabajo,con la esperanza de hallar ahí un poco de agua. Es-tabas allí. Te precipitaste sobre mí con todas las in-jurias de que es capaz el peor de los humores y lamás indisciplinada e indomable naturaleza. Tus re-mordimientos se convertían en irritación, la alqui-mia terrible del egoísmo. Me tildaste de egoísta, porpretender tenerte a mi lado durante mi enfermedad;me echaste en cara que me interpusiera entre tusdiversiones y tú, que intentara alejarte de tus ami-gos; me dijiste -y me consta que es la pura verdad-,que habías regresado a medianoche nada más quepara cambiarte de traje, y volver luego al punto

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donde sabías te aguardaban nuevos placeres; pero lacarta que te dejara, y en la cual te recordaba tuabandono de todo el día, te había enfriado las ganasde seguir divirtiéndote, anulando tu disposición paranuevos regocijos.

Con una sensación de repugnancia, subí de nue-vo a mi cuarto, en donde me quedé sin cerrar losojos hasta el alba, y hasta mucho más tarde no mefue posible beber nada que saciase la sed febril queme atenaceaba.

Entraste en mi aposento a las once. Hube de ha-certe observar, en el transcurso de aquella disputa,que mi carta, por lo menos, había servido para po-ner un freno a una noche en exceso pródiga -másque lo habitual- en libertinajes.

Ya eras nuevamente tú, a la mañana. Yo, como esnatural, esperaba oír de tus labios las disculpas quehabías de alegar, y deseaba saber cómo te las com-pondrías para conseguir mi perdón, que muy biensabía había de darte de corazón, me hicieses lo queme hicieses. Tu absoluta confianza en que tendríaque perdonarte siempre, era la cualidad que en todomomento me había agradado en ti, quizá la mejorcualidad que te reconocía. Pero, lejos de lo que es-peraba, hiciste una segunda representación del es-

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cándalo de la noche con, si ello fuese posible, másviolencia y arrogancia todavía. Finalmente, tuve queordenarte que salieses de mi alcoba; hiciste comoque obedecías mi orden, y sin embargo. cuando le-vanté la cabeza de la almohada, en la cual la teníahundida, aún estabas allí. Con risa sardónica, dehistérica irritación, te dirigiste bruscamente haciamí. Me sobrecogió un sentimiento de repulsión; nosabría decir con exactitud qué motivo me indujo aello, pero la verdad es que al punto salté del lecho, ycon los pies desnudos, tal como me encontraba, convacilante paso descendí los dos pisos que me sepa-raban del gabinete de trabajo, que no abandonéhasta que el dueño de casa, que vino acudiendo a untoque de mi timbre, me hubo asegurado que habíassalido de mi dormitorio y prometido, para mi tran-quilidad, quedarte al alcance de mi voz.

Al cabo de una hora -en cuyo transcurso me vi-sitó el médico, que, como es natural, me encontróen un estado de absoluta postración nerviosa, y conuna fiebre más alta que la que al principio tuviera-,regresaste. Regresaste por dinero. Sin abrir la boca,te adueñaste de todo lo que encontraste a mano enel tocador y encima de la chimenea, y te fuiste decasa con tu equipaje.

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¿Es preciso que te diga lo que pensé de ti en losdías siguientes, en esos dos solitarios días, tan mise-rables, de mi enfermedad?

¿Es necesario que te explique cómo comprendíen ese momento, nítidamente, qué bochornoso erapara mí seguir cultivando la amistad de un hombrecomo tú mismo me habías revelado ser?

¿Tengo que decir que entonces reconocí que ha-bía definitivamente llegado el momento de la sepa-ración, que ésta en verdad, se me aparecía como unalivio inmenso, y que sentía que en lo sucesivo, miarte y mi vida serían más libres, mejores y más be-llos en todos los aspectos posibles? Experimenté uninmenso sosiego, no obstante lo enfermo que esta-ba.

Saber que nuestra separación era irrevocable, meinfundió una sensación de paz. Paulatinamente fuecediendo la fiebre hasta el martes. Por primera vezcomí abajo ese día. Era mi cumpleaños. Entre lostelegramas y la correspondencia esparcidos sobre mimesa de trabajo había una carta con tu letra. Melan-cólicamente abrí tu misiva. Ya sabía que pertenecíaal pasado el tiempo en que un párrafo redactadocon ingenio, una expresión de ternura, o una frasede arrepentimiento, podían inclinarme de nuevo

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hacia ti. Pero estaba equivocado de medio a medio.Te había juzgado inferior a ti mismo; la carta en queme felicitabas con motivo de mi cumpleaños, erauna repetición, ideada con sutileza, de aquellos dosescándalos, taimada y cuidadosamente volcados enel papel. Te burlabas de mí con bromas burdas. Tuúnica preocupación fue mudarte de nuevo al GranHotel, y ordenar, antes de marcharte a Londres, quepusiesen en mi cuenta el importe de tu almuerzo.Me expresabas tus felicitaciones por mi buena ideaal levantarme de mi lecho de enfermo, y huir ve-lozmente escaleras abajo. Escribías: “Fue en ti ver-daderamente crítico ese momento, mucho más de loque puedes imaginarte”. ¡Ay! ¡Harto bien lo com-prendía yo! Ignoro el sentido exacto de esas pala-bras; no estoy en situación de decir si llevabas yaentonces el revólver que te habías comprado parainfundir miedo a tu padre, y que en cierta oportuni-dad, suponiéndolo descargado, hubiste de dispararen un restaurante en el cual nos encontrábamosjuntos; si esbozaste un gesto hacia un cuchillo quepor casualidad estaba encima de la mesa que nosseparaba; si te olvidaste, en tu rabia, de tu mezquin-dad y escaso vigor físico, y tuviste la intención demaltratarme de hecho, e incluso de atacarme, a pe-

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sar de estar yo enfermo y postrado. Lo ignoro aún.Lo único que sé es que hizo presa de mí una sensa-ción de total repugnancia, y que me invadió la im-presión de que, si no hubiese abandonado al puntoel aposento y emprendido la fuga, habrías hecho, ointentado hacer, algo que para ti mismo hubiera si-do, por el resto de tu vida, constante motivo de ver-güenza. Hasta ese instante, nada más que una vez enmi existencia había experimentado un sentimientoigual de miedo en presencia de un ser humano. Ellofue cuando tu padre, en compañía de aquel cómpli-ce o amigo suyo, sufrió en mi biblioteca de Tite-Street aquel acceso de rabia epiléptica, en cuyotranscurso daba manotazos como un poseso, almismo tiempo que profería las injurias más soecesque su vil cerebro podía imaginar, y farfullaba lasdetestables amenazas que con tanta astucia, mástarde, había de llevar a cabo. En el caso de referen-cia, fue él quien tuvo que salir del cuarto, porque loexpulsé del mismo. En el segundo caso, fui yoquien salió. Y ésta no era la primera vez que me veíaobligado a guardarte contra ti mismo.

La frase siguiente cerraba tu carta: “Dejas de serinteresante cuando no te hallas en tu pedestal. Alpunto me iré de tu lado, la próxima vez que estés

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enfermo”. ¡Ah! ¡Qué brutalidad revelan en su autorsemejantes líneas! ¡Qué total ausencia de imagina-ción! ¡Qué basto, que chato ya el carácter! “Dejas deser interesante cuando no te hallas en tu pedestal. Alpunto me iré de tu lado, la próxima vez que estésenfermo”. ¡Con cuánta frecuencia acudieron a mimente estas palabras, en las solitarias y miserablesceldas de las diversas cárceles a que me condujeron!Me las repetí constantemente, viendo en ellas -deseo que sin razón- parte del secreto de tu rarosilencio. En su grosería y tosquedad, era una cosademasiado indignante escribirme de ese modo, a mí,que por atenderte había caído enfermo y sufríaaquella fiebre que me aquejaba entonces. Pero en-viar semejante misiva, fuese quien fuese su destina-tario, habría sido en cualquier ser humano unpecado de los que no se pueden perdonar, si real-mente existe algún pecado que no merezca perdón.

Debo confesar que, al terminar de leer tu carta,me sentí mancillado, como si el trato con un indivi-duo de tu índole, me hubiera hollado y deshonradode una manera irreparable.

Por cierto que era así; pero esto, debía saberlo yoseis meses más tarde, justo tan sólo seis meses mástarde.

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Era mi intención regresar el viernes a Londres, yefectuar una visita privada a sir George Lewis, parapedirle que escribiese a tu padre que había decididono permitirte, bajo pretexto alguno, volver a fran-quear el umbral de mi puerta, tomar asiento a mimesa, hablar ni salir conmigo, ni vivir en ningunaparte ni nunca conmigo. De acuerdo con esta reso-lución, debí haberte impuesto por escrito de lamisma, y no hubieras podido dejar de comprenderlos motivos que a ella me habían impulsado. Lo te-nía todo dispuesto la tarde del jueves; pero en lamañana del viernes, en tanto tomaba el desayuno,antes de ponerme en marcha, abrí por casualidad eldiario, y leí un telegrama que anunciaba que tu her-mano mayor, el jefe verdadero de la familia, el here-dero del título, la columna que era el sostén de lacasa, había sido encontrado muerto en una tumba,con, a su vera, un revólver descargado. Las cir-cunstancias espantosas de la tragedia, que, como sesabe ahora, obedeció a una desdichada coincidencia,pero que en ese entonces, por adjudicársele oscurosmotivos, fue censurada con harta dureza; lo impre-sionante de esa súbita muerte de un hombre tanamado por todos cuantos le conocían, y que desapa-recía, como es posible decirlo, en vísperas de su bo-

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da; la idea que me forjaba yo de tu propio dolor; laconvicción de las desgracias que a tu madre reser-vaba la desaparición de uno de los seres a quienes seaferraba en busca de consuelo y de alegría, y que -como ella misma me lo contó- no le había hecho,desde el día en que nació, verter una sola lágrima; lacerteza de tu propia soledad, ya que tus otros doshermanos se hallaban lejos de Europa, y por consi-guiente eras el único en quien tu madre y tu herma-na podían buscar apoyo, no sólo para acompañarlasen su congoja, sino también para compartir conellas las lóbregas responsabilidades, plenas de deta-lles pavorosos, que siempre lleva consigo la muerte;un humanitario sentimiento para con los Lacrimaererum, para con las lágrimas de que este mundo estáforjado y para con la aflicción de todo cuanto eshumano; brotó, de la confluencia de estos pensa-mientos y emociones, un sentimiento de infinitacompasión hacia ti y hacia tus familiares. Mis pro-pias preocupaciones fueron olvidadas, así como to-da mi amargura. No podía, en esa dolorosa pérdidaque sufrías, portarme contigo como te habías por-tado conmigo en el transcurso de la dolencia queme postró. Te envié de inmediato un telegrama, ex-presándote mi pésame más sincero, y te mandé una

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carta en la que te invitaba a venir a mi casa no bienestuvieses en situación de hacerlo. Comprendí queera por demás terrible dejarte abandonado entreextraños en semejante trance. No bien regresaste aLondres desde el teatro de la tragedia, donde fuistellamado, acudiste a verme, con tus ropas de duelo ytu mirada velada por el llanto. Te mostraste muycariñoso y muy sencillo. Como una criatura, acudíasen busca de ayuda y de consuelo. Te abrí mi casa,mi hogar, mi corazón. Para ayudarte a sobrellevarlo,hice mío tu dolor. Jamás, ni siquiera con una solapalabra, aludí a tu proceder para conmigo, a aque-llos escándalos indignantes, ni a aquella carta as-queante. Parecía acercarte a mí más de lo que nuncalo habías estado, tu pena, evidentemente muy since-ra. Las flores que de parte mía llevaste al sepulcrode tu hermano, habían de ser un símbolo, no sola-mente de la belleza de su existencia, sino también dela belleza que dormitaba en el fondo de cada vida ypuede ser expuesta a la luz.

Son caprichosos los dioses. Aparte de imponer-nos el castigo de nuestros vicios, nos pierden recu-rriendo a lo que existe en nosotros de bueno ynoble, humano y tierno. No brotarían ahora tantaslágrimas en este espantoso lugar, sin la compasión

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que hizo que me inclinase hacia ti y los tuyos. Natu-ralmente, veo en nuestras relaciones, no solamentela mano del destino, sino la huella de la fatalidad, dela fatalidad que siempre anda rauda, porque el finque persigue es el de hacer verter sangre. Descien-des por línea paterna de una raza con cuyos hijos esterrible contraer enlace y funesto trabar amistad, yque aprieta con violenta mano su propia vida y lavida ajena. Cada vez que se cruzaron nuestras rutas;en todas las trascendentales circunstancias, en prin-cipio sin la menor importancia, que acudiste a mí enbusca de placeres o de ayuda, tanto en el juego co-mo en esos fútiles sucesos cuyo significado no esmayor que el de los átomos de polvo que bailan enun rayo de sol, o que el de la hoja caída del árbol,siempre, como lo es el eco de un grito de dolor, o lasombra de las bestias con las cuales parece competiren rapidez, siempre fue tu compañera la ruina. Lainiciación verdadera de nuestra amistad, fue esacarta tuya, deliciosa y verdaderamente conmovedo-ra, en la que me solicitabas ayuda en una situaciónque hubiera sido espantosa para cualquier hombre,pero que por partida doble lo era para un pensio-nista de Oxford. Esa ayuda que me solicitabas, te lapresté, y con ello, al hacerme aparecer como tu ami-

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go ante sir George Lewis, perdí la amistad y la ele-vada estima que me había demostrado ese dignocaballero durante un lapso de quince años. Y cuan-do perdí su estima, sus consejos, su apoyo, perdí alpropio tiempo la gran protección y el amparo de miexistencia.

Desde el académico ambiente de los poetas, meenvías una preciosa poesía, suplicándome te dé miparecer. Te contesto con una carta fantástica, plenade humorismo literario, en la que te comparo conHilas, con Jacinto, con Junquilo, con Narciso yotros personajes de la misma índole, amados por eldios de la poesía, y a quienes distinguía éste con supredilección. Pretendía mi carta ser algo así comouna transposición, en tono menor, de unos versosde un soneto de Shakespeare. Únicamente era sus-ceptible de ser comprendida por aquellos que hu-bieran leído a Platón, o que estuvieran empapadosen ese espíritu, en esa especial gravedad que paranosotros ha cuajado en la belleza de los mármolesde Grecia. Era -has de permitirme que te lo digacon franqueza-, era ésta la forma de carta que yo, enun dichoso instante de euforia, hubiera escrito acualquier simpático estudiante de una de las dosUniversidades, que hubiera enviado una poesía

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compuesta por él, con la absoluta certeza de queposeería cultura suficiente e ingenio bastante parainterpretar con justeza mis fantásticas frases.

Repara bien en la historia de tu carta: pasa de tusmanos a las de un muchacho repugnante, que a suvez la entrega a una pandilla de extorsionadores. Sehacen circular copias de esa misiva por Londres,entre mis amigos, y se mandan al director del teatroen donde representan mis obras. Es interpretada micarta de mil distintas maneras, pero en ningún casocon exactitud. Hace sobrecogerse de horror a la so-ciedad toda, el inepto rumor de que yo había tenidoque pagar una suma cuantiosa por haberte dirigidouna carta vergonzosa. Y esto forma la base de losataques más encarnizados de tu padre. Presentopersonalmente al Juez el original de la carta, parademostrar lo que expresa. La estigmatiza el letradode tu padre como un pérfido y asqueante intento deperturbar la inocencia. Y, finalmente, esa carta esutilizada como fundamento de un juicio criminal. Laaprovecha el fiscal. En su informe, el Juez se expla-ya acerca de la misma con escasa comprensión yexceso de moral. Y es el final de la historia que, araíz de esa carta, me encierran en el presidio. Y ha

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sido éste el resultado de haberte escrito una misivadeliciosa.

En el transcurso de nuestra permanencia en Sa-lisbury, te sentías terriblemente preocupado porqueun viejo camarada te había amenazado por escrito.Me suplicas que mantenga una entrevista con esapersona, y así lo hago. Resultado de ello: me pierdopor ti. Me veo en la obligación de abrumar mis es-paldas con todo lo que hiciste, y a responder portodo.

El día en que debes alejarte de Oxford porque nopudiste conseguir un grado académico, me telegra-fías a Londres, rogándome vaya a verte. De inme-diato te obedezco. Me suplicas que te lleve en micompañía a Goring, porque prefieres no acudirjunto a tus familiares en tales circunstancias.

Ves en Goring una casa que te encanta, y laarriendo para ti. Resultado de ello: por ti me pierdo.Vienes un día a verme, y como un servicio personalme pides que escriba algo para una publicación es-tudiantil de Oxford, que uno de tus amigos tiene laintención de fundar, y del cual nada he oído ni ten-go noticias. Por amor a ti -¡las cosas que no habréhecho por amor a ti!- mando una página de para-dojas que tenía destinadas a la Saturday Review. Y me

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veo sentado, algunos meses más tarde, en el ban-quillo de los acusados de Old Bailey, a causa de laíndole especial de esa revista.

Y forma esto parte, como otras muchas cosas, dela acusación del fiscal. Me invitan a defender la pro-sa de tu amigo y tus propios versos. Aquélla, nopuedo en modo alguno suavizarla; éstos, los defien-do comprendiendo el peligro que corre tu incipienteliteratura y tu misma juventud, y no me doblego areconocer que escribes cosas indecentes, A pesar delo cual, me veo conducido a la cárcel por culpa deaquel periódico estudiantil de tu amigo, y del “amorque no se ha atrevido a decir su nombre”.

Con motivo de la Navidad te hago un “obsequiomuy bonito”, como dices tú mismo en la carta conque me lo agradeces; obsequio que, como más ade-lante supe, tenías pendiente de tu corazón, por elvalor a lo sumo de cuarenta o cincuenta libras ester-linas. Cuando acaeció la quiebra de mi vida y miabsoluta ruina, embarga el alguacil mi biblioteca y lahace vender para pagar aquel “obsequio muy boni-to”.

A causa del mismo, colocan en mi bolsillo el al-barán anunciando el remate judicial.

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En la espantosa etapa final, cuando ya estoy des-trozado y me veo, impelido por tus provocaciones,a iniciar un proceso contra tu padre y hacerle arres-tar, la postrera brizna de hierba a la que puedo afe-rrarme en mis deplorables intentos de salvación, esla desproporción de los gastos. En tu propia pre-sencia le digo al abogado que no poseo capital algu-no y que no me es posible, puesto que no dispongode ningún dinero, soportar esos tremendos gastos.Y esto, lo sabes perfectamente, es la pura verdad.Ese desdichado viernes, de haber estado yo en si-tuación de hacer abandono del Avondale Hotel, enlugar de hallarme en el gabinete de Humphreys, endonde mi riqueza me hizo fraguar mi propia ruina,podía haberme visto en libertad y dichoso en Fran-cia, alejado de ti y de tu padre, sin hacer caso de suasqueante tarjeta ni hacerme mala sangre por tuscartas. Pero no querían dejarme salir en modo algu-no los empleados del hotel. Habías vivido allí diezdías conmigo. Finalmente, con gran sorpresa mía -ycomo has de reconocerlo tú mismo, muy justifica-da-, te habías traído a vivir a mi hotel a un compa-ñero tuyo. Mi cuenta, por aquellos diez días, seelevó a casi ciento cuarenta libras. Dijo el propieta-rio que no podía admitir que se retirase mi equipaje

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del establecimiento hasta que no le hubiese saldadotoda la cuenta. Y fue eso lo que me retuvo en Lon-dres. De no haber sido por la cuenta del hotel, eljueves por la mañana salía yo rumbo a París.

Cuando le dije al abogado que no tenía dinero al-guno, y que no me encontraba en situación de pagarlos cuantiosos gastos, interviniste para afirmar quetus familiares tendrían una verdadera alegría pagan-do todo lo que fuese necesario, que tu padre era unapesadilla para la casa entera, que a menudo se habíahablado de la posibilidad de declararlo inútil, reclu-yéndolo en una casa de orates; que constituía unmotivo de tormento y pesar para tu madre y paratodos: que si contribuía yo a su internación en unsanatorio de insanos, me considerarías como su hé-roe y benefactor, y que hasta los riquísimos parien-tes de tu madre se sentirían grandemente satisfechosde poder disfrutar del favor de pagar todos los gas-tos que fuesen necesarios para semejante empresa.Se declaró de inmediato conforme el abogado, y mevi en la obligación de ir a la Policía. Ya no pude re-currir a ningún pretexto para huir y me vi fatal-mente arrastrado por la corriente.

Como es natural, tus parientes nada pagaron, ytuvo tu padre la culpa de que se me declarase en

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quiebra, y todo por esos gastos, por ese pico mez-quino de alrededor de setecientas esterlinas.

Actualmente, mi esposa, alejada de mí por la im-portante cuestión de si ha de recibir, para vivir, unasuma semanal de sesenta o setenta chelines, se dis-pone a iniciar una demanda de divorcio, lo cual,como es lógico, implicará nuevos testimonios, nue-vos debates y acaso, un segundo proceso.

Claro es que no se me ha impuesto de ningúnpormenor. No conozco más que el nombre del tes-tigo en cuya declaración se han basado los letradosde mi esposa: es aquel sirviente tuyo de Oxford, aquien yo, haciendo caso de tus súplicas, tomé anuestro servicio el verano de Goring.

Por cierto que no he menester de seguir demos-trando con otros ejemplos la rara fatalidad que entodo, en lo grande como en lo chico, pareces haberhecho pesar sobre mí. Tengo en ocasiones la impre-sión de que no has sido más que un títere, agitadopor una invisible mano, para conducir cosas terri-bles hasta un fin que no lo era menos. Mas hasta lostíteres tienen sus pasiones. Aportan una nueva fá-bula a aquello que están representando, y algunos,por cariño a su misma fantasía o a su propio placer,

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complican el efecto prescrito, opulento ya en mati-ces.

Ser libre absolutamente y estar al mismo tiemposujeto al dominio de la ley, es ésta la eterna paradojade la existencia humana, a cada momento sentidapor nosotros.

Y a menudo pienso que es sin duda ésta la solaexplicación posible de tu manera de ser; siempreque exista alguna explicación del profundo y terriblesecreto de un alma humana, aun cuando esta expli-cación es la que torna más maravilloso aún el se-creto.

Naturalmente tenías tus ilusiones, verdadera-mente vivías por ellas, y su tornadiza niebla y suspolicromos velos, te alteraban la visión de las cosastodas. Muy bien sé que pensabas que tu leal devo-ción hacia mí, que llegó incluso a repudiar porcompleto a tu familia y la vida familiar, era unamuestra del aprecio maravilloso en que me tenías, yde tu gran inclinación hacía mi persona. Por ciertoque así lo creías. Pero, no lo olvides: aquello, paramí, era únicamente un afán de lujo, de vida opulen-ta, de placer sin límites, de gastos sin cortapisa. Tellenaba de tedio la vida de familia. Te repugnaba -recurro a tu gráfica expresión- el “vino frío y barato

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de Salisbury”. Se hallaban las fuentes egipcias parala carne, a mi lado y junto a mis atractivos espiri-tuales. Y cuando a mi lado no podías estar, bien po-co halagadores eran los compañeros con los cualesme reemplazabas.

Además, supiste que te bastaba con que manda-ses, por intermedio del abogado, una misiva a tupadre, diciéndole que antes de quebrar la amistadque ya para siempre me confesabas, preferías decli-nar la pensión anual de doscientas cincuenta esterli-nas que, según tengo entendido, te daba entonces,descontando lo que te retenía para abonar tus deu-das de Oxford, para conceder a nuestra amistad unmatiz de nobleza y renunciamiento; pero el menos-preciar de esa suerte tu modesta renta, no queríadecir que fuese tu intención renunciar a ninguna delas más fútiles voluptuosidades, ni a ninguno de losno menos superfluos libertinajes. Tu apetito de unaexistencia sensual, por el contrario, jamás fue másfuerte. En el transcurso de los ocho días que estu-vimos en la capital de Francia, tú, yo y tu sirvienteitaliano, mis gastos sumaron casi ciento cincuentamil libras, de las cuales se devoró Paillard solamenteochenta y cinco. Teniendo en cuenta la índole devida que tú pretendías, tus ingresos anuales íntegros,

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si hubieras tenido que abonar personalmente tuscomidas, e incluso mostrándote sumamente sobrioy ahorrativo, no habrían bastado ni para tres sema-nas. El hecho de que, con un gesto que era purafanfarronería, renunciases de un golpe a tu anuali-dad, concedió por lo menos un plausible motivo atu pretensión de vivir a costa de mi peculio. Y loque consideraste un plausible motivo, que utilizasteen serio en múltiples ocasiones, y expresado con lamayor energía, y las perpetuas sangrías que hiciste,en especial a mí, aunque, como me consta, tambiénen gran escala a tu madre, nunca hubieran sido tandolorosas si, al menos en lo que me concierne, hu-biesen sido acompañadas de una palabra de agrade-cimiento, o reguladas alguna vez por un sentimientonormal de moderación.

Por otra parte, pensabas que llevando un ataquecontra tu propio padre con cartas terribles, telegra-mas injuriosos y postales descocadas, conquistabasen realidad con ello triunfos para tu madre, mos-trándote, en cierto modo, su adalid, y apareciendocomo el hombre que había de tomar venganza delas terribles ofensas y padecimientos de su existen-cia conyugal. Era esto vana ilusión, y una de las másnefandas que tuviste. Poseías al alcance de tu mano

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un medio de vengar en tu progenitor las humilla-ciones de tu madre, y era ese medio, si considerabasque te incumbía como deber de hijo, mostrarte paracon ella más bueno de lo que hasta ese momentohabías sido, hacer que ya no temiese hablar en seriocontigo, no firmar pagaré alguno cuyo vencimientole correspondiese fatalmente, ser más ponderado entus relaciones con ella, y no abrumarla con ningúnnuevo pesar. En el transcurso de los breves años desu florida existencia, tu hermano Francis la desquitóabundantemente con su afecto y su bondad, de to-dos sus padecimientos.

Pudiste haberlo tomado por modelo. Cometisteun error al suponer que tu madre experimentaríauna frívola satisfacción si tú, por mi intermedio,lograbas hacer encerrar en la cárcel a tu padre. Es-toy firmemente persuadido de que incurriste en unerror. Y si deseas enterarte de lo que realmenteexperimenta una dama cuando su marido y el pa-dre de sus hijos se encuentra en la celda de una cár-cel, ataviado con el infamante uniforme delpresidiario, escribe una carta a mi mujer y pregúnta-selo. Ella habrá de decírtelo.

Yo también tenía mis ilusiones. Suponía que lavida debía ser una comedia ingeniosa, y uno de sus

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graciosos protagonistas, tú. Y me encontré con quees una tragedia repulsiva e indignante, y conque tú,ya caída la máscara del placer y de la alegría, quetanto a ti como a mí podía habernos engañado einducido en error, eras el instrumento funesto quela impelía hacia las grandes catástrofes, instrumentofunesto debido a la tensión de sus anhelos y al vigorde su energía comprimida.

¿Puedes ahora, no es cierto, comprender algo delo que padezco? Un diario, creo que la Pall Mall Ga-zette, al efectuar la reseña del ensayo general de unade mis piezas, habla de ti como de la sombra quepor doquiera me acompañaba. La sombra que meacompaña a mí es el recuerdo de nuestra amistad, esla sombra que no parece abandonarme nunca, quepor la noche me despierta, para referirme siempre lamisma historia, cuya enfadosa, terrible repetición,consigue aventar de mi lado el sueño hasta el alba, ycuando alborea vuelve a empezar, me sigue al patiode la cárcel, y hace que hable conmigo mismo, entanto voy dando vueltas a grandes trancos.

Tengo por fuerza que recordar cada detalle deldesfile de mis trágicos instantes. No se ha borradode este cerebro destinado al dolor o a la desespe-ranza, nada de lo acaecido en el transcurso de aque-

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llos lamentables años. Me acuerdo de cada matizahogado de tu voz, de cada gesto y de cada nerviosomovimiento de tus manos, de cada una de tuspalabras amargas, de tus frases cargadas de ponzo-ña. Me acuerdo de la calle o del río a lo largo delcual caminábamos; del muro o del bosque que noscircundaba; del punto de la esfera en que se encon-traban las agujas del reloj, y del rumbo del viento, yde la forma y de la tonalidad de la luna.

Me consta que todo lo que te he dicho tiene sucontestación: que me quisiste; que durante esos dosaños y medio, en los que tejían las Parcas, en unaúnica muestra roja, los dispares destinos de nuestravida, tú, realmente, me querías. Sí, lo sé; fue así. Ha-ciendo caso omiso de tu comportamiento paraconmigo, siempre sentí que tú, en lo más profundode tu corazón, realmente me amabas. No obstantecomprender yo perfectamente que mi situación enlos círculos artísticos, el interés que había desde uncomienzo despertado mi personalidad, mi fortuna,la abundancia en que vivía, las mil y unas cosas quede una manera casi inverosímil contribuían a formarel encanto y la maravilla de mi vida, eran, en con-junto e individualmente, elementos que te ataban amí, y te soldaban. Pero algo más había, algo que en

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ti era un extraño poder de atracción: haberme ama-do con mucha más ternura que cualquier otro ser.

Pero también tuviste en tu existencia, como yo,una tragedia horrible, aunque de una índole porcompleto contraria a la mía. ¿Deseas saber cuál fue?Esta: que el odio, en ti, siempre fue más fuerte queel amor. Tan grande era tu odio contra tu progeni-tor, que podía más que tu amor por mí; que rebasa-ba los ordinarios límites y dejaba en la sombra alamor, sin que apenas existiese ninguna lucha entreellos. Sí, tu odio alcanzaba esas proporciones gi-gantescas. No se te dio por pensar que no cabían almismo tiempo, en una misma alma, ambas pasio-nes. Que no pueden hacer vida en común en la bo-nita morada para ellas construida. Se alimenta elamor de la imaginación, merced a la cual rebasanuestra razón a nuestra sabiduría, a nuestra bondad,a nuestro sentimiento, a nuestra nobleza, a nuestrapropia vida; la imaginación, merced a la cual pode-mos abarcar la existencia en su conjunto; la imagi-nación, gracias a la cual nos es dable comprender alos otros en sus relaciones reales e ideales. Sólopuede nutrirse el amor con lo bello, y con lo que hasido ideado en belleza. Todo, en cambio, nutre alodio. Así es que, en esos años pretéritos, no bebiste

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una sola copa de champaña, ni comido un solomanjar suculento que no haya servido para nutrir ypara cebar tu odio. Y por eso tú, con el objeto desatisfacer este odio, has jugado lo mismo con mivida como con mi peculio, tranquilamente, sin mi-ramientos de ninguna clase, sin que te preocuparanni por un instante las posibles consecuencias. Siperdías, la pérdida no te afectaba a ti, como supo-nías; pero tuyos eran los beneficios, y bien que sa-bes tú cuál era el triunfo y cuáles sus ventajas.

Ciega el odio a los seres humanos. No has adver-tido esto. Puede el amor leer lo escrito en las másdistantes estrellas, pero te cegó el odio de tal mane-ra, que llegaste a no poder ver más lejos del dimi-nuto jardín de tus diarios deseos; de ese jardíncercado y marchito ya por el placer. Tu ausenciaterrible de imaginación, la verdadera y más fatal fla-queza de tu ser, no era más que el resultado del odioque se cobija en ti, que se cobija en ti de una manerapérfida, silenciosa y disimulada. Tal como corroe elliquen las raíces de las plantas sin savia, del mismomodo te ha corroído a ti el odio, hasta conducirte,de una manera paulatina, a no ver sino los másmezquinos intereses y los más pobres fines. Esacondición que te es peculiar, cuyo desarrollo habría

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apresurado el amor, el odio la emponzoñó y la en-varó. Cuando empezó tu padre sus ataques contramí, primeramente lo hizo como a un amigo parti-cular tuyo, en una carta particularmente dirigida a ti.No bien leí esa carta, y me enteré de las amenazassórdidas y de las violencias vastas que encerraba,intuí que un peligro tremendo se elevaba en el hori-zonte de mis inquietos días. Te expresé que no erami intención sacarles las castañas del fuego en eseodio que desde largo tiempo atrás los embargaba alos dos; que era yo en Londres una presa muchomás noble que un secretario del Ministerio de Rela-ciones Exteriores en Bad Homburg, que el intentarcolocarme por un solo instante en tal situación, eraya inicuo de por sí; que tenía que hacer en la vidacosas infinitamente más importantes que andar a lospuñetazos con un individuo temulento, carente deprestigio y tan ínfimo como tu padre.

No quisiste comprenderlo así. Te había cegadopor completo el odio. Que nada tenía yo que ver enesa discordia, fue lo que me dijiste, y que no podíapermitir de ninguna manera que tu padre pretendie-se reglamentar tus amistades privadas, y que era ab-surdo el simple pensamiento de que yo intervinieseen ello.

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Antes ya de haber hablado conmigo del asuntoen cuestión, habías respondido a tu padre con untelegrama de lo más alocado y soez. Eso, como esnatural, lo obligó más tarde a obrar de la maneramás soez y alocada. No deben ser atribuidas lasequivocaciones funestas de la vida a la falta de ra-zón. Puede llegar a ser nuestro momento más her-moso, un instante de irracionalidad. Producto son,nuestras equivocaciones, de la lógica que rige alhombre. Media un abismo entre esas dos cosas.

Era la hipótesis, el telegrama aquél, de todas tusfuturas relaciones con tu padre, y también en consi-derable parte, de mi vida toda. Y, lo más grotescodel caso, es que se hubiera puesto rojo de vergüen-za, de ese telegrama, el más bajo de los hombres delarroyo. El proceso natural de los cables imperti-nentes los trocó en las cartas pedantescas de los le-trados, y el resultado de las cartas del letrado de tupadre, fue empujar a éste cada vez más.

Seguir adelante era la única disyuntiva que le ha-bías dejado. Le presentaste el asunto como uno dehonor; mejor dicho, de todo lo contrario, a fin deque pensara más tu exigencia. De consiguiente, lapróxima vez ya no me atacó en una carta privada yen calidad de amigo tuyo, sino en forma pública, y

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como hombre que forma parte integrante del públi-co. Tuve que expulsarle de mi casa de mala manera.Y él me fue buscando de restaurante en restaurantepara injuriarme en presencia de todo el mundo, y entérminos tan gruesos, que de haberle yo pagado enla misma moneda, hubiera quedado por los suelos,aunque de todos modos por los suelos me veía, apesar de que no lo hiciese. Debías, en ese momento,haber proclamado que no deseabas en manera algu-na que yo, por complacerte, me expusiese a ataquestan viles y a persecución tan poco digna, y que pre-ferías antes renunciar para siempre a mi amistad.Esto lo comprendes ahora muy bien. Pero, en eseentonces, no se te ocurrió. Te cegaba el odio. Loúnico que acudió a tu mente (y esto pasando poralto las cartas y cables injuriosos que enviabas a tupadre), fue adquirir una ridícula pistola, que estuvoen un tris de dispararse en Berkeley, en circunstan-cias que provocaron un escándalo más formidableaún que todos los precedentes.

Debo decir con sinceridad que te encantaba pen-sar que podías ser la causa de una horrenda bregaentre tu padre y un hombre como yo. Era muy na-tural que esto gustase a tu vanidad y halagase tu pre-sunción. No habría dejado de ser para ti una

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solución en extremo dolorosa si hubiese sido posi-ble adjudicarle a tu padre tu cuerpo, que en nada meinteresaba a mí, dejándome a mí tu alma, que tam-poco podía interesarle a él. Oliste en el aire laoportunidad de un público escándalo, y sobre esaoportunidad te arrojaste. Te agradaba íntimamentela perspectiva de un combate en el cual intervenías,pero en la sombra. Me acuerdo de que nunca te ha-bía visto de mejor humor que durante el resto delaño. Lo que pareció desilusionarte, en verdad, fueque realmente nada sucediese, y no tuviera lugar,entre tu padre y yo, choque alguno. Te consolasteenviándole telegramas de una índole tal, que el des-dichado tuvo, finalmente, que escribirte que habíadado orden a sus sirvientes de que no le entregasenya telegrama alguno, bajo ningún pretexto.

Pero esto no te arredró. Te diste cuenta de todaslas facilidades que brinda la tarjeta postal para lainjuria, y las aprovechaste todas. Le incitaste cadavez con más fuerza a perseguir su presa, y no creoque la hubiera ya abandonado. Pero era demasiadofuerte en tu padre el instinto de casta. Estaba tanarraigado su odio hacia ti como tu odio hacia él, yera yo para ustedes dos como el broquel que tantosirve para el ataque como para la defensa. No era

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una manía simplemente personal su afán de quehablaran de él, sino una marca de la raza. De todasmaneras, de haberse acallado un tanto su interés,hubiesen reavivado el mismo tus cartas y tus posta-les, hasta que brotase nuevamente la primitiva llama.Y, como no podía dejar de ocurrir, una vez alcanza-do vuestro propósito, quiso él llegar más lejos aún.Luego de haberme atacado en particular, como aparticular, y en público como hombre público, seresolvió, para refrendar lo hecho, a iniciar un ataquede carácter decisivo contra el artista, y ello precisa-mente donde mis obras eran ofrecidas al público.Merced a un ardid, consiguió una localidad para elestreno de una de ellas, e imaginó nada menos queprovocar una interrupción de la función, pronun-ciando en presencia de todo el mundo un miserablediscurso contra mí, injuriando a mis actores, y fi-nalmente, al hacer yo mi aparición en el escenario,arrojándome proyectiles escabrosos o impertinen-tes, a fin de anonadarme monstruosamente me-diante mi propia obra. Pero quiso la casualidad que,en una embriaguez más aguda que las habituales,tuviese un instante de expansión y se jactase antetestigos de su propósito. Se impartió aviso a la Poli-cía, y se le vedó la entrada al teatro del estreno. Y

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ésta fue tu suerte. Tenías ahí una excelente oportu-nidad. ¿No piensas ahora que pudiste haberla pre-visto, y que estaba en ti el decir que no podíaspermitir que por culpa tuya se destrozara mi obra?Sabías muy bien lo que significaba para mí mi arte.Era el medio glorioso por el cual me había mani-festado primero a mí mismo y luego al mundo; lagran pasión de mi vida; el amor a cuyo lado todaslas restantes manifestaciones del amor eran comoagua fangosa junto al vino rubí, o como un bichitode luz junto al reflejo mágico del astro de la noche.

¿No comprendes aún que tu carencia de imagina-ción era la verdadera, la más fatal flaqueza de tu ser?

Muy sencillo era lo que tenías que hacer, y bienclaro se te brindaba a la vista; pero te cegaba el odioy nada te permitía ver. No tenía por qué disculpar-me yo ante tu progenitor de que me hubiese él inju-riado y perseguido, casi durante nueve meses, de lamás repugnante de las maneras. No podía alejarlode mi vida. En diversas oportunidades lo intenté,llegando incluso a abandonar corporalmente Ingla-terra y marchar al exterior de la patria, con la espe-ranza de librarme de tu presencia. Pero todo habíasido inútil. Eras el único que podía haber hecho al-go. Se encontraba en tus manos la clave de la situa-

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ción. Se te brindaba una verdadera oportunidad pa-ra manifestarme, siquiera una pizca de gratitud portodo el amor, por toda la bondad, por toda la gene-rosidad y todas las atenciones que tuve para conti-go. Si hubieras sido capaz de apreciar siquiera unadécima parte de mi valor en el arte, con toda seguri-dad lo habrías hecho. Pero te cegaba el odio. La fa-cultad “merced a la cual y únicamente por la cualpodemos comprender a los demás, tanto en sus re-laciones reales como en las ideales”, muerta estabaen ti. No pensaste más que en la manera de meter atu progenitor en presidio. Era tu única idea verlesentado en el banquillo de los acusados. Se convir-tió su manifestación en una de las muchas scies (re-peticiones) de tu conversación diaria; me era dadooírtela en cada comida cotidiana. Y tu deseo tuvocabal cumplimiento. Te concedía el odio todo loque deseabas y se mostraba contigo en extremobondadoso como lo es para todos sus fieles. Pudistedurante dos días desde tu alto sitial junto al sheriff,embriagarte los ojos con el espectáculo de tu padresentado en el infamante banquillo. Y al día terceroocupé yo su puesto.

¿Qué había ocurrido?

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Que en el asqueante juego de vuestro mutuoodio, se habían jugado mi alma, y quiso el azar quefueses tú el perdedor. Esto fue todo.

Como verás, no me resta otra disyuntiva que es-cribir tu vida para ti, y así es preciso que lo com-prendas. Más de cuatro años hace que nosconocemos el uno al otro. Hemos pasado juntos lamitad de ese tiempo, y la otra mitad la he tenido quepasar en la cárcel, en pago de nuestra gran amistad.Ignoro dónde has de recibir esta carta si algún díallegas a recibirla: en Roma, en Nápoles, en París, enVenecia, en alguna bella ciudad a orillas de un río,que con toda seguridad te alberga. Aunque carentede la vana opulencia de la que disfrutabas a mi lado,te encuentras, empero, rodeado de todo cuanto en-canta la vista, el oído y el paladar. Es la vida, para ti,lo más valioso del mundo. Y, sin embargo, si eresun hombre sensato y deseas que la vida te sea mu-cho más adorable aún, de una más elevada condi-ción, harás que la lectura de esta terrible carta -puesme consta que lo es-, marque para ti una crisis tanimportante, un instante tan crítico, como lo es paramí el escribirla.

Si tu rostro pálido, que tiene la costumbre de ru-borizarse ligeramente cuando el vino sobra en tu

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estómago o la alegría inunda tu alma, arde de vez encuando de vergüenza al leer lo que aquí esta escrito,como bajo el resplandor de un alto horno, tantomejor, entonces, para ti. Es la ligereza el mayor delos vicios: es justo todo cuanto llega a la concien-cia.

Hemos llegado ya a mi detención preventiva, ¿noes verdad? Luego de estar detenido una noche ente-ra por las autoridades policiales, me condujeron enel coche verde. Entonces te muestras muy atento,pletórico de amabilidad. Casi todas las tardes, perono todas, hasta tu partida al extranjero, te tomas lamolestia de venir a visitarme a Holloway, en ca-rruaje. Me escribes asimismo cartas muy gentiles yafectuosas. Pero nunca, ni siquiera durante un se-gundo, llegas a darte clara cuenta de que no es tupadre, sino tú, quien me metió en presidio; que des-de un comienzo hasta el fin, eres el responsable real;que si estoy en la cárcel es por culpa tuya, y que úni-camente a ti te lo debo. Ni siquiera verme entre ba-rrotes de una jaula de madera consigue animar esetemperamento tuyo, muerto y tan parco de imagi-nación. Experimentas la simpatía, el sentimentalis-mo del espectador que presencia la representación

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de una obra conmovedora. Y no te das cuenta deque eres el autor verdadero de la tremenda tragedia.

Ya lo veía yo; de todo cuanto habías causado, na-da tocó tu conciencia. No sentía yo el menor deseode ser quien te dijese lo que hubiera debido decirtetu propio corazón; lo que con toda seguridad te ha-bría dicho, si no te hubieras empedernido e insensi-bilizado a fuerza de odio. Es preciso que todo lefluya a uno mismo. Decirle a alguien una cosa queno siente, que no ha de comprender, no tiene lamenor finalidad. Si te escribo en este instante comolo estoy haciendo, es tan sólo porque tu propio si-lencio, tu manera de ser en el transcurso de miprolongada prisión, así lo requiere. Sin contar que,tal como las cosas se habían puesto, sólo a mí mehería el golpe.

Y esta fue mi alegría.Pese a -pues te observaba atentamente-, pese a lo

despreciable que me resultaba desde un principio, tucompleta e intencionada ceguera, me complacía te-ner numerosos motivos de sufrimiento. Me acuerdocon qué orgullo me mostraste una carta que habíaspublicado sobre mí en un diario de escándalo. Setrataba de una labor muy discreta, muy prudente, ytambién muy vulgar. Formulabas “un llamado al

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sentimiento inglés de la justicia”, o algo no menoslúgubre de la misma clase, en favor de “un hombreque yacía en el suelo”. Era una de esas cartas quepodías haber escrito para protestar de una acusacióncriminal, contra una persona honesta que te hubierasido absolutamente desconocida. Pero esa carta tepareció simplemente admirable. Poco más o menos,veías en ella una prueba de no vulgar caballerosidad.Me consta que escribiste más cartas a otras publica-ciones periódicas, que nunca las dieron a luz; peroestaban tan sólo destinadas a informar al público deque odiabas a tu progenitor. No pensó nadie en siesto venía al caso, o no. El odio -esto habías deaprenderlo aún- es, intelectualmente considerado,algo negativo en un todo. Es una forma de atrofiapara el corazón, cuyos resultados son fatalmentemortales, pero no sólo para uno mismo.

Publicar en los diarios que se siente odio hacíadeterminada persona, es como publicar que se pa-dece de una dolencia secreta y vergonzosa. Y el he-cho de ser tu propio padre el hombre odiado por ti,y de verse ese sentimiento correspondido con cre-ces, no le concedía a tu odio matiz alguno de distin-ción ni de hermosura. Si pudiste demostrar algo con

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ello, fue tan sólo la existencia de una enfermedadcongénita.

Me acuerdo aún que, al ser puestos en públicasubasta mi casa, mis libros y mi mobiliario, cuandofueron embargados para ser enajenados, y se erguíael fantasma de la quiebra ante mi puerta, recuerdoque te escribí, como es lógico, para enterarte deltriste acontecimiento. Pero no te decía que el pagaralguno de los obsequios que te hiciera, era lo quehabía conducido al alguacil a la casa en que habíascomido tantas veces, y pensaba, con o sin razónvaledera, que semejante noticia habría de resultartedolorosa. En forma escueta te impuse de los he-chos. Me pareció conveniente que estuvieses al co-rriente de los mismos. Desde Boulogne mecontestaste, en un tono casi de lírico entusiasmo.Decías estar enterado de que tu padre se hallaba“mal de fondos”, y que se había visto obligado asolicitar mil quinientas libras para sufragar los gastosdel proceso, y que mi cercano quebranto civil cons-tituía un triunfo fabuloso sobre él”, porque, en vistade ello, ya no podría resarcirse de sus gastos conmi-go.

¿Te das ahora cuenta de lo que es el odio, cuandole enceguese a uno?

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¿Reconoces ahora cómo, al decir yo que el odioes una fatal atrofia, no solamente para el que lo ex-perimenta, definía de una manera científica una ver-dad psicológica?

El hecho de que tuviesen que ser vendidas todaslas encantadoras cosas que poseía: mis dibujos deBurne Jones, de Whistler, mi Monticelli, mis Si-meon Salomón, mis porcelanas de Sévres, mi bi-blioteca, con sus tomos dedicados de casi todos losvates de mi época, desde Victor Hugo hasta Whit-man, desde Swinburne hasta Mallarmé, y desde Mo-rris hasta Verlaine; con las ediciones de las obras demi padre y de mi madre, encuadernadas en telaspreciosas; con su espléndida serie de premios de laUniversidad y del Colegio, con sus ediciones de lujoy otras cosas, todo esto, no significaba nada para ti.No veías en ello más que la posibilidad de hacerperder finalmente a tu padre algunos cientos de es-terlinas, y te llenaba esta lamentable perspectiva deextático júbilo.

En lo concerniente a los gastos del proceso, aca-so te interese saber que tu padre declaró pública-mente, en el Orleans-Club, que aunque le hubieracostado veinte mil libras, hubiera dado ese dineropor bien empleado, tan enormes eran la alegría y la

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victoria que ello le reportaba. Poder sepultarme dosaños en presidio, haciéndome además salir del mis-mo una tarde para oír cómo me declaraban públi-camente en estado de falencia, era una satisfacción yun refinamiento superior no esperado por él. Talfue la coronación de mi humillación y de su com-pleto e indiscutible triunfo.

Entonces, de no haber podido tu padre exigirmeel pago de tus gastos, tú, harto lo sé, compasivosiempre cuando se trata tan sólo de palabras, hubie-ras experimentado lástima por la pérdida total de mibiblioteca, irreparable para un literato, y la más de-soladora de todas, mis pérdidas de orden material. Yal acordarte de las cuantiosas sumas gastadas en tubeneficio, y también que durante años habías vividoa mi costa, quizá hasta te hubieras tomado la mo-lestia de rescatar, para mí, algunos de mis libros.

Se perdieron los mejores de ellos por menos deciento cincuenta libras, o sea, más o menos, la can-tidad que gastaba yo por término medio en una se-mana. Pero, la idea aviesa de que habría de perder tupadre unos céntimos no permitió que cruzase por tumente la idea de brindarme un pequeño servicioque, siendo tan ínfimo, tan fácil, tan poco oneroso y

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tan asequible, con tantas ansias habría deseado querealizaras.

¿No estoy en lo cierto, pues, cuando te digo queciega el odio a los hombres? ¿No lo reconoces aho-ra? Procura comprenderlo, al menos, si no lo reco-noces. No he menester de decirte que la verdad seme apareció entonces tan nítida como ahora. Masme dije: “Debo conservar a toda costa el amor enmi corazón. Si a la cárcel voy sin amor, ¿qué será demi alma?”

Las misivas que te escribí entonces desde Ho-lloway eran el fruto de mis esfuerzos por conservarel amor como dominante impulso de mi ser. Hu-biera podido aniquilarte con reproches amargos.Destrozarte con mis maldiciones. Hubiera podidohaberte colocado frente a un espejo, para enseñarteuna imagen tuya que no habrías reconocido comotal, hasta después de descubrir que con servilismoreproducía tu horrorosa fisonomía; y entonces, en-terado ya de quién era esa figura, por siempre la hu-bieras odiado, y a ti mismo con ella. Y más aún: mefueron achacadas culpas ajenas; si yo lo hubieraquerido, a costa de sus autores podía haberme sal-vado, por cierto que no del deshonor, pero sí delpresidio. Si hubiera yo descubierto cómo los tres

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principales testigos de cargo se hallaban minucio-samente aleccionados por tu progenitor, no sólo delo que tenían que silenciar, sino también de lo quedebían decir, y la manera como intencionadamente,concertados en secreto y ajenos al asunto, me acha-caron a mí acciones y hechos de otra persona, podíahaber hecho expulsar individualmente a cada unode la sala de Audiencia, con menos ceremonias quelas que utilizaron con el pillastre de Stkins, el perju-ro, pudiendo, entonces, quedar yo a mi turno enlibertad, e irme con la frente muy erguida y metidaslas manos en los bolsillos.

Sobre mí ejercieron una presión en extremo reciapara que lo hiciese así. Gentes únicamente movidaspor el interés que sentían en mi bienestar y en el delos míos, me aconsejaron seriamente en ese sentido,y hasta me rogaron y me suplicaron. Pero me neguéa ello; no podía prestarme a lo que de mí se pedía. Ynunca, ni siquiera por espacio de un segundo, ni aunen los más amargos momentos de mi prisión, de-ploré lo que había hecho. Hubiera estado por de-bajo de mi dignidad semejante manera de proceder.Nada significan los pecados de la carne. Son dolen-cias que un facultativo se halla en condiciones decurar, siempre y cuando convenga acceder a su cu-

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ración; mas los pecados del alma, aisladamente con-siderados, son vergonzosos. Haber logrado mi li-bertad por semejantes medios, hubiera sido para míun tormento para todo el resto de mi vida. Pero,¿crees que realmente mereciste el cariño que te de-mostré entonces? ¿Crees, en verdad, que pensé porun solo instante que lo merecías? ¿Verdaderamentecrees haber merecido, en una época cualquiera denuestra amistad, el cariño que supe evidenciarte, oque haya podido creer, por un solo instante, que túlo merecías? Sabía que no lo habías merecido jamás.Pero el amor no se rebaja a regatear, ni emplea ra-zones de mercachifles. Su júbilo, como el del espí-ritu, radica en su sentimiento de vivir. Consiste suesfuerzo en amar; nada más, pero tampoco nadamenos. Fuiste mi enemigo, un enemigo como nun-ca lo tuvo otro hombre del mundo. Te ofrendé miexistencia, y la tiraste para nutrir las más bajas ydespreciables pasiones humanas: la vanidad, losapetitos, y sobre todo, el odio. Aniquilaste en mítodo respeto, en menos de tres años. En mi propiointerés ya no me restaba otra cosa que hacer másque amarte. Sabía que si me permitía odiarte en elpáramo de la existencia a través del cual habría deandar, y por el cual sigo andando aún, perderían su

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sombra todas las peñas, se secarían todas las palme-ras, y aparecerían emponzoñados todos los manan-tiales.

¿Comprendes algo, ahora? ¿Tu imaginación des-pierta, por fin, del letargo mortal en que se hallabasumida?

Estás enterado ya de lo que es odio. ¿Empiezas atener una vislumbre de lo que es amor y la esenciadel mismo? No es demasiado tarde aún para queaprendas esto, aunque enseñártelo me haya costadoa mí años de encierro en una cárcel.

Luego de mi espantosa condena, vestido ya eluniforme de presidiario, y cerradas a mis espaldaslas puertas de la cárcel, me vi cubierto por las ruinasde mi magnífica vida, anonadado de miedo, con-fundido por el terror, aniquilado por el padeci-miento moral. Pero no deseaba odiarte. Me decíacotidianamente: “Debo hoy conservar el amor enmi corazón. De lo contrario, ¿cómo podré soportarel día?” Me acordaba que, intencionadamente almenos, no habías procedido de mala manera con-migo; hacía esfuerzos para pensar que la casualidadera quien había disparado el arco, para que la flecha,deslizándose por entre las junturas de la coraza,atravesase de parte a parte a un rey. Me parecía in-

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justo pensar, para juzgarte, en el ínfimo de mis su-frimientos, en la más nimia de mis pérdidas. Y a tidebí considerarte como un mártir. Y hacía esfuerzospara creer que un día habría de desprendérsete lavenda que durante tanto tiempo te había cegado.Me representaba, pleno de dolor, cuán enorme seríatu terror al contemplar la pavorosa obra de tus ma-nos. Momentos hubo, incluso, en aquellos días ne-gros, los más negros de mi vida toda, en que sentíala impaciencia de poder consolarte. Tanta era miseguridad de que llegarías a darte cuenta, por fin, delo que habías hecho.

No cruzó jamás por mi mente la idea de que pu-diese apoderarse de ti el peor de los vicios: la livian-dad. Sí, para mí constituyó una pena real vermeobligado a imponerte de todo. Para ello, tuve quereservarme la primera oportunidad propicia: recibiruna carta sobre cuestiones familiares, pues mi her-mano político me había comunicado que bastabacon que escribiese una sola vez a mi esposa, paraque ella, por amor hacia mí, y a causa de mis hijosno elevara la demanda de divorcio. Comprendía yoque era mi deber hacerlo. Sin referirme a otros mo-tivos, me resultaba insoportable el pensamiento deverme separado de Cyril, de ese hijito mío tan bo-

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nito, tan suave y tan digno de ser querido, mi mejoramigo entre mis amigos mejores, mi compañero porencima de mis compañeros todos. Me era más ama-do uno solo de los cabellos de su dorada cabecita, ytenía para mí más importancia -no diré que tú, des-de la cabeza hasta los pies-, pero sí que los crisóli-dos todos del mundo. Pero lo comprendí hartotarde.

A las dos semanas de tu intento de acercamiento,tuve oportunidad de tener noticias tuyas. RobertSherard, y estoy nombrando al más caballero y va-liente entre los mejores de los hombres, viene a vi-sitarme, y entre cosas diversas me anuncia que estásen la tarea de publicar un artículo a mi respecto,junto con fragmentos de mis cartas, en ese ridículoMercure de France, que es, con sus estólidas gracias, elcentro mismo de la corrupción literaria. Y me pre-gunta si obedece esto, en realidad, a un deseo mío.Presa de la cólera y del pasmo, imparto las órdenesdel caso para que no pasen tus intentos a mayores.Habías dejado rodar mis cartas, y pudo ocurrir, deesa suerte, que las robasen criados extorsionadores.Las escamotearon los sirvientes del hotel, y lasvendieron las camareras. No fue esto más que unaligereza tuya, una ausencia de estima por lo que yo

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te escribiera. Pero, que tuvieses la ocurrencia de dara la publicidad, en serio, extractos de las que resta-ban en tu poder, era para mí una cosa casi incom-prensible.

¿Y de qué carta se trataba? No conseguí enterar-me de ningún detalle aclaratorio. Fue ésta la primeranoticia a tu respecto que recibí. Y fue, como puedesverlo, una noticia harto desagradable. No se hizoesperar demasiado la segunda. Se habían reunido enla cárcel los abogados de tu padre, e iniciaron unaacción judicial a causa de las miserables setecientasesterlinas que importaba una minuta. Fui declaradodeudor insolvente, y se ordenó mi comparecenciaante el juez.

Estaba firmemente convencido, y lo sigo estan-do, y he de volver sobre este asunto, de que incum-bía a tu familia el pago de estos gastos. Te habíashecho personalmente responsable de los mismos,asegurando que los pagarían los tuyos, y era esto loque moviera al abogado a hacerse cargo del asuntoen la forma como lo hizo. Eras el responsable ab-soluto de todo. Aparte de tu compromiso en nom-bre de los tuyos, debiste haber tenido el sentimientode haber sido tú quien me impeliera a mi ruina, ypor ende, lo menos que te correspondía hacer, era

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evitarme la vergüenza de la falencia por una suma,al final de cuentas, despreciable, por una suma queera menor, en la mitad, a lo que gastara yo por ti enGoring, durante un breve veraneo de tres meses.Pero olvidemos esto. No niego que recibí por in-termedio del secretario del abogado, un mensaje detu mano relativo al asunto, o por lo menos relacio-nado con el mismo. El día que se hizo presente paratomarme declaración, se inclinó sobre la mesa -seencontraba allí el carcelero-, y luego de examinaruna hoja de papel que extrajo del bolsillo, me dijoen voz baja: “Le envía a usted un saludo el príncipeFleur de Lys”.

Me le quedé mirando con fijeza. Reiteró el hom-bre el mensaje. No acababa yo de comprender loque pretendía decirme con ello. Entonces, añadió elhombre con tono de misterio: “El caballero se en-cuentra actualmente en el extranjero". La verdad, alescuchar tales palabras, me iluminó con la luz de unrelámpago, y todavía me acuerdo que por primera yúltima vez reí en la cárcel. Encerraba esa risa todomi profundo menosprecio hacia todos. ¡El príncipeFleur de Lys! De inmediato comprendí -y cuán jus-tamente habrían de demostrármelo los hechos que

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siguieron-, que no había llegado hasta tu personanada de todo lo que sufriera yo.

Seguías creyéndote el héroe principal de una co-media, y no el lúgubre protagonista de un negrodrama. Todo lo que había ocurrido era como unapluma para adornar el birrete con que se engalanabauna cabeza de conocimientos limitados; como unaflor prendida en el jubón, bajo el cual palpitaba uncorazón en el odio, y nada más que el odio, podíaenardecer, y que el amor, nada más que el amor,debía encontrar frío. ¡Príncipe Fleur de Lys! Si, bienhacías en recurrir a un nombre supuesto para po-nerte en contacto conmigo. Carecía yo mismo, porese entonces, de nombre. En la prisión enorme enla cual estaba recluido, yo era tan sólo el número yla letrilla de una celda en un largo corredor, uno delos mil números carentes de vida y una de las milvidas muertas. Pero la historia verdadera, con todaseguridad, brindaba muchos otros nombres verídi-cos, que mucho mejor podían cuadrarte, y por loscuales, al mismo tiempo, yo te habría reconocidofácilmente. No me era posible imaginarte bajo undisfraz propio únicamente de un baile de máscaras.¡Ay, si hubiera estado tu alma, como a su propioperfeccionamiento convenía, traspasada de amor, de

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pena, abrumada por el remordimiento y humilladapor la aflicción, no habrías elegido ese disfraz para,a su sombra, penetrar en la mansión del dolor! Sonlo que aparentan ser los grandes acontecimientos dela vida, y por esto con frecuencia -aunque te suenenmis palabras de un modo inaudito-, de difícil expli-cación; pero son siempre un símbolo los pequeños.Nos suministran ellos la parte más asequible denuestras amargas enseñanzas. Esa elección, casual aprimera vista, de un nombre fingido, era un símbo-lo, y como símbolo ha de quedar. Te descubrió.

Me llegó la tercera noticia seis semanas después.Me sacaron del hospital, donde yacía lamentable-mente enfermo, para recibir, por intermedio del di-rector de la cárcel, un mensaje privado tuyo. Meleyó una carta dirigida a su nombre, y en la que lecomunicabas tu intención de publicar un artículosobre el “caso Oscar Wilde”, en el Mercure de France(revista ésta que, como tú agregabas tan graciosa-mente, era similar a la inglesa Fortnightly Review), yansiabas conseguir mi autorización. Era el tuyo unensayo y... se trataba de varias cartas.

¿De qué cartas? De las que te enviara desde laprisión de Holloway. De unas cartas que debías ha-ber conservado, como depósito sacro y secreto, más

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que cualquier otra cosa en el mundo. Si, efectiva-mente eran ésas las cartas que pretendías editar, pa-ra pasmo de los gomosos y de los decadentes, paraalimento de los ávidos periodistas, y para que lospetimetres del Barrio Latino, con su fama de "Leo-nes", las engullesen luego de abrir muy grandes susfauces. Pero, aun cuando nada protestase en tu co-razón contra ese abyecto sacrilegio, por lo menostendrías que haberte acordado del soneto escritopor aquél que con tan enorme dolor y despreciohubo de ver cómo eran sacadas en Londres, parasubastarlas públicamente, las cartas de John Keats, ypor fin, debías haber comprendido el significadoreal de mis versos:

Quien quiebra el cristal del corazón del aedadejándole al desnudo ante torpes miradas,es, a mi entender, para el arte insensible.

Porque, ¿qué podía probar tu artículo? ¿Que tehabía amado yo con exceso? En París, esto lo sabíanhasta los pilluelos de la calle. Leen todos los dia-rios que aparecen, y hasta la mayoría de ellos es-criben para esos mismos diarios.

¿Que era yo un hombre genial? Muy bien locomprendían ya los franceses; así como compren-

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dían el carácter peculiar de mi genio, infinitamentemejor que tú o que de ti podía esperarse jamás.

¿Que lleva el genio consigo, a menudo, una per-versidad característica de la pasión y el deseo? Muybien; pero esto tendría, con mucho mayor derecho,que tratarlo Lombroso, y no tú. Esto, sin contar conque este fenómeno de carácter patológico tambiénse produce en hombres que carecen en absoluto degenio.

¿Que yo, en la guerra de odio que con tu proge-nitor sostenías, hice las veces, para ustedes dos, y aun mismo tiempo, de arma y de escudo?

¿Que en esa cacería horrible de la cual yo era lapieza, y que cesó al finalizar la guerra aquélla, no mehubiera nunca derribado tu padre, de no haber esta-do mi pie enredado en tus redes? Bien; pero tengoentendido que esto lo dijo ya Henry Bauer de deli-ciosa manera.

Si era tu intención confirmar sus asertos, no ha-bías menester de dar mis cartas a la publicidad, porlo menos las que escribí en Holloway.

¿Acaso pretendías satisfacer aquella súplica mía,expuesta en una de mis cartas de Holloway, de quetuvieses la bondad, siempre que tal cosa te fuese

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posible, de tratar de presentarme ante un reducidosector del mundo bajo mi verdadero aspecto?

Es cierto que te formulé esa suplica. Piensa porqué y cómo me encuentro aquí en este momento.¿Crees, por ventura, que ello se debe a mis relacio-nes con los testigos del proceso? Mis relaciones, misreales o supuestas relaciones con gente de esa índo-le, no ofrecían el menor interés, ni al Estado ni a laSociedad. No se sabía nada acerca de ello, y todavíase intentaba menos averiguar.

Me encuentro aquí porque pretendí meter a tuprogenitor en la cárcel. No podía dejar de fallar miaudacia. Renunció mi abogado a mi defensa. Volviótu padre el asunto contra mí, fue a mí a quien metióen la cárcel, y en la misma estoy aún. Y se me des-precia por esto. Y por esto se burlan de mí loshombres, Por esto me veo obligado a vivir todos losdías, todas las horas y los minutos todos de mi es-pantosa reclusión. Y por esto fueron rechazadastodas mis demandas de indulto.

Eras el único que podías, sin exponerte en abso-luto a la burla, al peligro o a las censuras, haber im-preso otro giro al asunto, haber hecho que el mismoapareciese bajo otro aspecto, y arrojado hasta ciertopunto una luz diáfana sobre la verdad de las cosas.

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Como es natural, no deseaba, ni esperaba tampoco,que revelases cómo y para qué recurriste a mí en tussinsabores de Oxford, ni cómo y por qué -si real-mente por algo era-, no te habías nunca apartado demí en casi tres años.

Innecesario era exponer tan claramente comoaquí lo hago, mis perennes esfuerzos para quebraruna amistad que me perjudicaba en mi arte, en misituación social, e incluso como miembro de la so-ciedad. Yo no pedía tampoco que hicieses una des-cripción de aquellos escándalos que de una maneracasi monótona se iban reproduciendo, ni que publi-cases aquella maravillosa colección de telegramasque me enviabas con una rara mezcla de romanti-cismo y de interés pecuniario, ni que citases aquellosindignantes párrafos, tan despiadados, de las misivastuyas que me vi obligado a soportar. Pero me pare-ció, esto sí, que hubiera sido conveniente, para am-bos, que elevaras una protesta contra lainterpretación dada por tu padre de nuestra amistad,interpretación tan grotesca como emponzoñada yponzoñosa en sus consecuencias, y tan tonta conrelación a ti, como deshonrosa en lo que a mí con-cierne.

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Ya se ha transformado ahora en un hecho histó-rico; se propaga, se cree, se incrusta en la mentecomo artículo de fe. La toma el pastor como textode sus sermones, y busca en ella un infructuoso te-ma el predicador moral. Y yo, a quien recibía todoel mundo con reverencia, tengo que acatar la sen-tencia de un badulaque, de un payaso.

Te dije ya en esta misma carta, y no sin amargura,lo confieso, que la ironía del asunto radica en que tuprogenitor siga siendo considerado como el héroede un libro piadoso; que te halles tú comparado conel niño Samuel, y que yo ocupe un lugar intermedioentre el de Giles de Retz y el del marqués de Sade.Acaso sea preferible así. No es mi intención que-jarme de ello. Son lo que son, las cosas, así tendránque ser, por siempre; es ésta una de las numerosasenseñanzas que agradece uno a la cárcel. Y no mecabe ya la menor duda, tampoco, de que el libertinomedieval y el autor de Justina sean, en el fondo, unoscamaradas mejores que Sandford y Merton.

Pero, por el tiempo aquél, cuando yo te escribí,comprendía que, en el interés de ambos, era conve-niente, pues debía ser benéfico y justo, no confor-marnos santamente con lo expuesto por tu padrepor intermedio de su letrado, para edificación de un

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mundo de filisteos, y te supliqué por eso que urdie-ses y escribieses algo que estuviese bastante próxi-mo a la verdad. Mejor hubiera sido eso, para ti, queel desmenuzar la vida conyugal de tus padres en losdiarios de Francia.

¿Qué podía importarles a los franceses que tuspadres fueran dichosos, o no, en la intimidad?

Muy difícil es que pueda encontrarse algo quepudiese interesarles menos. Por el contrario, lo queverdaderamente les interesaba era saber cómo unartista de mi fuste, un artista que, por las teorías y elmovimiento que encarnaba, había sido de enormeinfluencia en la trayectoria del pensamiento francés,podía, luego de una vida como la suya, dar lugar aun proceso semejante. Si hubiera sido tu intenciónpublicar en tu artículo las cartas -que mucho metemo han de ser numerosas-, en las que te hablabayo de la ruina que traías a mi vida; de la demencia,de los ataques de rabia que te dominaban, con tantodaño para ti como para mí, de mi anhelo, mejor di-cho, de mi resolución de quebrar una amistad quetan funesta me resultaba, por todos los conceptos,esto sí que lo hubieran comprendido. Aunque, decualquier manera, no habría autorizado la publica-ción de esas cartas.

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Cuando el letrado de tu padre quiso atraparme enuna contradicción, presentando sorpresivamente aljuez una carta que te dirigiera en marzo de 1893, yen la cual te decía que antes que permitirme la repe-tición de los espantosos escándalos que, al parecer,tanto te gustaban, estaba resuelto a dejarme “chuparla sangre por cualquier extorsionador de Londres”,experimenté una pena real, al ver cuán errónea-mente se descubría, ante torpes miradas, ese aspectode mi amistad contigo. Pero, que te mostrases tanpobre de comprensión, que carecieses en ese gradode toda delicadeza, y aparecieses tan cerrado a todoexquisito sentimiento de belleza y de refinamiento,hasta el extremo de publicar las cartas en las cuales,y mediante las cuales, intentaba yo conservar vivosel espíritu y el alma del amor, a fin de que siguiese elamor amparándose en mí durante los largos años dehumillación, fue entonces y sigue siendo aun paramí una fuente de profundísimo dolor, una causa demuy fuerte desilusión.

¿Por qué hiciste eso? No lo sé, por desgracia. Ano ser que, al mismo tiempo que te cegaba el odiolos ojos, te cosiese la vanidad los párpados con he-bras de hierro. La “facultad merced a la cual esúnicamente posible comprender a los demás en sus

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relaciones e ideales”, se había estrellado contra tuegoísmo mezquino, tornando ineficaz su largo abu-so. Yacía conmigo la imaginación en la cárcel, cuyasventanas soldara la vanidad, y cuyo centinela se lla-maba odio.

Ocurrió todo esto en la primera mitad de no-viembre del año antepasado. Me separa de tan leja-na fecha un anchuroso río de vida. Apenas sipodrías -de ser tal cosa posible- abarcar con la mi-rada espacio tan dilatado: pero a mí me parece queaquello no ocurrió ayer, sino hoy. Muy largo es elsufrir, y no es posible dividirlo por las estacionesdel año. No podemos hacer más que señalar su pre-sencia y advertir su retorno. No avanza el tiempopara nosotros: gira. Da la impresión de que formaun círculo en torno de este eje: el dolor. La inmovi-lidad envaradora de una vida regulada, hasta en susmínimos detalles, por una inmutable rutina, de ma-nera que comemos, bebemos, nos paseamos, dor-mimos y oramos, o cuando menos nos ponemos dehinojos para orar -de acuerdo con los dictados in-flexibles de un férreo reglamento-; esa inmovilidad,que hace que cada día sea, con todos sus horrores, yhasta en sus detalles más íntimos, igual a sus her-manos, parece comunicarse a esas fuerzas exteriores

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cuya existencia es una variación perpetua. No sa-bemos nada de la siembra ni de las cosechas, de lossegadores encorvados sobre las espigas, o de losvendimiadores deslizándose entre las viñas; del cés-ped del jardín, revestido con el manto blanco de lasflores caídas, o sobre el cual están desparramadoslos frutos en sazón. No sabemos nada, no podemossaber nada.

No existe para nosotros más que una estación: ladel dolor. Hasta parece como si nos hubieran arre-batado el sol y la luna. Afuera, el día podrá brillarcon matices azules o de oro; pero la luz que penetra,filtrada, por el denso cristal del ventanillo con ba-rrote de hierro, bajo el cual estamos sentados, míse-ra y grisácea es. Reina eternamente en nuestra celdala penumbra, y siempre invade la noche nuestro co-razón. Y se detiene todo movimiento, como en elgirar del tiempo, en la esfera del pensamiento.

Lo que habrás olvidado desde hace años, o fácil-mente puedas olvidar, retorna a mi mente, y contoda seguridad volverá a retornar mañana. Paracomprender por qué escribo, y por qué escribo así,piensa en ello.

Me traen aquí al cabo de una semana. Muere mimadre a los tres meses. Bien sabes, mejor que nadie,

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cuán profundamente la amaba y veneraba. Algo te-rrible fue su muerte para mí; pero yo, que en unaépoca he sido maestro del idioma, no encuentroahora palabras para expresar mi bochorno ni midolor. Jamás, ni siquiera en los más dichosos ins-tantes de mi carrera artística, podía haber halladopalabras capaces de cumplir misión tan elevada, ode hacerse presentes suficientemente sublimes yarmoniosas dentro del manto purpúreo de mi dolorindecible. De ella y de mi padre había heredado unnombre honrado y ennoblecido, no solamente en laliteratura, en el arte, en la arqueología y en las cien-cias físicas y naturales, sino también en la historiapolítica de mi país, y en su desarrollo nacional. Ha-bía yo cubierto eternamente de oprobio este nom-bre, y lo había convertido en una injuria vil entre loshombres viles. He arrastrado este nombre por ellodo, y se lo entregué a compañeros indignos, quelo mancillaron; a dementes, para quienes debía seruna demencia más. Pluma alguna podría describir,ningún libro relatar, lo que entonces sufrí, y sufroaún. Mi esposa, que en ese entonces se mostrabamuy buena y muy cariñosa conmigo, quiso evitarque la noticia llegase a mis oídos a través de labiosindiferentes y extraños, y no obstante encontrarse

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enferma, vino desde Génova hasta Inglaterra con elúnico objeto de anunciarme esa irreparable e in-substituible pérdida. Recibí demostraciones de pé-same de todos aquellos que seguían siéndome fieles.E incluso personas a las cuales no conocía perso-nalmente, al enterarse de que un nuevo dolor abru-maba mi vida, me hicieron saber que lo compartían.

Transcurren tres meses. Gracias a la tablilla col-gada al exterior de la puerta de mi celda, y en la quefiguran, además de mi conducta y mi trabajo, minombre y mi condena, sé que estamos en mayo. Misamigos vuelven a visitarme. Me hablan de ti, comode costumbre. Me dicen que te hallas en Nápoles,en una villa, y que es tu intención dar a la publicidadun tomo de poesías. Incidentalmente me anuncianal final de la conversación que deseas dedicármelo.Remueve esta noticia ante mí la inmundicia toda dela vida. No respondo una palabra; retorno a mi cel-da en silencio, con el corazón rebosante de despre-cio.

¿Cómo, en verdad, podías pensar en dedicarmeun tomo de poesías sin pedirme antes autorización?

¡Qué digo pensar! ¿Cómo podías atreverte siquie-ra a una audacia semejante? Has de respondermeque en los días de mi gloria y esplendor, había per-

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mitido que me dedicases las primicias de tu obra. Esla pura verdad. A ello accedí, como podía haber ac-cedido a recibir el homenaje de cualquier otro jovenque se hubiera iniciado en el difícil y bello arte de laliteratura. Todo homenaje es agradable para el ar-tista, y doblemente, cuando quien se lo brinda es lajuventud: si manos ancianas son las que lo cortan,se marchita el laurel. Únicamente la juventud se ha-lla autorizada a coronar al artista. Y si éste lo com-prendiese así, ello constituirla su verdaderasuperioridad.

Pero, los días de vileza y de vergüenza son com-pletamente distintos de los de gloria y esplendor. Yesto, tu tenías aún que aprenderlo.

La dicha, la existencia placentera y el triunfo,pueden tener un exterior áspero y una esencia vil; eldolor es lo más sensible que existe en el mundo. Nohay nada en el mundo espiritual a lo que el dolor noconsiga alcanzar, con su pulsación sutilísima y pavo-rosa; pulsación comparada con la cual, resulta gro-sera la laminilla de oropel que indica la dirección delas fuerzas que no puede percibir la vista. Es el do-lor una herida que sangra apenas la roza cualquiermano que no sea la del amor, y que sangra, aunquesin sufrir ya, cuando la toca éste. Pero, bien que su-

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piste escribir al director de la cárcel de Wandsworth,solicitándome la autorización necesaria para dar apublicidad mis cartas en ese Mercure de France, “de lamisma índole de nuestra inglesa Fortnightly Review”.¿Por qué no escribiste también al director de la cár-cel de Reading para solicitarle te diese permiso paradedicarme tus poesías, por extremadamente fantás-tica que fuese la descripción que podías habermehecho de las mismas?

¿Acaso porque, ya en determinado caso, habíavedado a la citada revista publicar cartas cuyos dere-chos de autor, como sabías de sobra, me corres-pondían y me corresponden aún, en tanto que, conlas poesías, pensaste poder disfrutar hasta últimomomento de tu proceder arbitrario, sin que llegaseeso a mi conocimiento sino cuando ya fuese hartotarde para intervenir?

El hecho de ser yo un hombre infamado, arrui-nado y presidiario, te obligaba, si querías poner minombre al frente de tu obra, a pedirlo de mí comoun favor especial, como un privilegio, como unadistinción. De este modo debe uno acercarse a losque están sumidos en la desgracia y cubiertos devergüenza. Lugar sagrado es aquel donde hay dolor.

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Comprenderá algún día la Humanidad lo que estosignifica. No se sabe nada de la vida, hasta entonces.

Lo sabrán apreciar Robbie, y otros hombres desu clase, con él. Cuando, entre dos guardias, fui lle-vado desde la cárcel hasta el Tribunal de Quiebras,me aguardaba Robbie en el largo y siniestro corre-dor para, ante el asombro de la multitud, que sequedó muda al presenciar tan tierna escena, descu-brirse gravemente en tanto pasaba yo ante él con lasmanos engrilladas y la cabeza gacha. Los hay queascendieron al cielo por cosas menos importantes.Cuando los santos se ponían de rodillas para lavarlos pies a los pobres, y se inclinaban para depositarun ósculo en la mejilla de los leprosos, estaban po-seídos de idéntico espíritu, henchidos de idénticoamor.

Nunca le dije a Robbie una sola palabra a esterespecto. No sé siquiera aún, si sabe que reparé ensu actitud. Esa no es una cosa que pueda agradecer-se con cumplidos ceremoniosos. Este recuerdo loconservo en el relicario de mi corazón. Lo conservoallí cual deuda que, para mi dicha, no me será nuncadado pagar, sin duda. Yace allí, embalsamado, loza-no siempre gracias a la mirra y los nardos de las in-numerables lágrimas sobre él vertidas. Cuando hubo

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de parecerme vana y estéril la filosofía, y en la bocame supieron a polvo y ceniza las sentencias y frasesde todos los que pretendían consolarme, el recuerdode ese encantador y callado gestecito de amor, hizobrotar nuevamente en mí las fuentes todas de lapiedad, florecer como una rosa mi páramo, y mesalvó de la solitaria amargura del destierro, ponién-dome en armonía con el amplio, exhausto y lacera-do corazón del mundo.

Quien alcance a comprender, no solamente todala belleza de ese gesto de Robbie, sino todo cuantohubo de representar y seguirá representando esegesto, acaso comprenda cómo y de qué manera seme debe interpretar.

El tomo inicial de poesías que un joven, en losalbores de su edad madura, lanza al mundo, tieneque ser como un brote o flor primaveral, como elespino de los jardines de Oxford, o como las pri-maveras en los campos floridos de Gumbor. Nopuede estar esta obra bajo el peso de una tragediahorrible e indignante, de un indignante y horribleescándalo. Hubiera sido una enorme equivocaciónartística, y habría puesto a la obra en un medio queno le correspondía de derecho, permitir que sirviesemi nombre de heraldo a un libro de la índole del

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tuyo. Y es una cosa de importancia el medio, en elmoderno arte. Complicada y relativa es la vida mo-derna, y son éstas sus dos características. Se necesi-ta, para interpretar la primera, el medio, con susmatices delicados, con sus bosquejos y con susperspectivas inesperadas; lejanía requiere la segunda.Y es esto lo que hace que la plástica ya no sea paranosotros el arte representativo, pero sí que lo sea lamúsica, y lo haya sido asimismo, y como tal perdu-re, y en el más alto grado, la literatura.

Tanto me he extendido a este respecto, para quecomprendas bien todo su alcance, y sepas por qué leescribí de inmediato a Robbie sobre tu asunto, ve-dando con el más grande de los desprecios y rotun-damente, la dedicatoria, y expresando el deseo deque las frases que se referían a ti, se copiasen prime-ro cuidadosamente, y se te mandasen luego. Me da-ba cuenta de que por fin había llegado el momentode empezar a hacerte ver, a hacerte comprender,todo lo que por culpa tuya había sucedido. Puedealcanzar la ceguera un grado que la haga procederde un modo grotesco, y una naturaleza escasa deimaginación, puede, si no acude algo a sacudirla,petrificarse hasta la insensibilidad más absoluta.Puede seguir el cuerpo comiendo y bebiendo, y go-

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zando, aunque el alma que aloja llegue a extinguirsede un modo tan absoluto como la de Branca d'Oria,del Dante.

Es indudable que mi carta ni siquiera se anticipa-ba en un minuto al tiempo en que le correspondíallegar. Te sentó como un petardo, por lo que he po-dido apreciar. Asegurabas hallarte, en tu contesta-ción a Robbie, “inhabilitado para pensar yexpresarte". Y, efectivamente, se ha dicho que no sete ocurrió nada mejor que quejarte por carta a tumadre. Y tu madre, como es natural, como siempreciega para lo que realmente era de tu conveniencia -y ha sido ésta su desgracia y la tuya-, te concedió deinmediato todos los consuelos posibles e imagina-bles, aletargándote en ese anterior estado tuyo, in-digno y deplorable.

En lo que me concierne, por el contrario, comu-nica a mis amigos que se siente “muy molesta” porla severidad con que te he tratado. Más aún: exterio-riza este descontento, no solamente con mis ami-gos, sino también con aquellos que no lo son, y que-como no necesito, creo, recordártelo-, forman le-gión. Y me entero ahora, y por intermedio de per-sonas muy afectas a ti y a los tuyos, que ella me robacompletamente gran parte de las simpatías que ha-

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bían ido despertando, con lentitud pero con certeza,mis dotes relevantes y mis espantosos padecimien-tos.

La gente piensa: “¡Ah! ¡Resulta ahora que prime-ro intentó meter en la cárcel al bondadoso padre, yal no haberlo conseguido, vuelve hacia otro lado elarma, y trata de descargar sobre los hombros delinocente hijo el golpe que antes erró! ¡Justo, muyjusto era el odio que le profesábamos! ¡Bien mereci-do tenía nuestro desprecio!”

Pero, me parece a mí que, puesto que cuando seme nombre ante tu madre, no tiene ella la menorpalabra de dolor o de sentimiento por la parte nadapequeña que en el derrumbe de mi casa tuvo, máscorrecto y decente sería que no dijese nada.

Y en lo que personalmente te concierne, ¿no cre-es ahora que hubiera sido mejor para ti, en todosentido, que en lugar de quejarte a ella por escrito,me hubieras enviado directamente a mí unas líneas,y haber tenido el valor de comunicarme lo que metenias que comunicar y todo lo que pensabas?

Hace actualmente casi un año que escribí aquellacarta. No puedo creer que durante todo este lapsohayas permanecido “incapaz de pensar y de ex-presarte”.

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¿Por qué no me escribiste?Te demostraba mi misiva lo profundamente heri-

do, lo vergonzosamente tratado que me sentía portu proceder. Más todavía: por fin se revelaba en suaspecto real tu amistad hacia mí, y en una forma queno permitía en absoluto interpretaciones erróneas.Otrora, te había dicho a menudo que constituías laperdición de mi vida. Siempre te hicieron reír estaspalabras. Cuando Edvin Levy, en los albores denuestra amistad, al notar tu manera de proceder,amparándote a mi sombra en el escándalo terribleque provocaste en Oxford, y los fastidios y los gas-tos que ese tu mal paso me ocasionaron -y llamé-mosle mal paso-, pues se había recurrido a élsolicitándole apoyo y consejo, quiso ponerme enguardia contra ti, y te referí en Bracknell la prolon-gada y emocionante conversación que al respectomantuvimos, te echaste a reír. Cuando te conté quehasta aquel desventurado joven que, finalmente,tuvo que sentarse junto a mí en el banquillo de losacusados, me había en más de una oportunidad au-gurado que me perderías de un modo más infinita-mente trágico que ninguno de los muchachos debaja estofa que tuve la gran locura de tratar, te reístetambién, aunque no tan alegremente ya. Cuando

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aquellos amigos míos, más previsores, o quizá me-nos bien intencionados, trataban de abrirme los ojosen lo concerniente a tu amistad, o a causa de lamisma me abandonaban, te reías irónicamente. Y acarcajadas te reíste cuando yo, a raíz de la primeracarta insultante que tu padre te escribió contra mí,te dije estar seguro de que habría de servirles tansólo de instrumento en la tremenda lucha entre us-tedes, y que, al ser colocado entre los dos, tendríaque salir perdiendo.

Pero al comprobar el resultado, se nota que todoocurrió tal cual yo lo previera. Ningún pretexto te-nías para no ver cómo se había ido desarrollandotodo. ¿Por que no me escribiste? ¿Pura holgazane-ría? ¿Por ausencia de sensibilidad?

El que me sintiese ofendido por ti y hubiese evi-denciado tal sentimiento, era un motivo más quesuficiente para que me escribieses. Si te parecía justami carta, debías habérmela contestado. Y si te pare-cía injusta, por un detalle cualquiera, también. Yoaguardaba una carta tuya.

Persuadido estaba de que, aunque tu vieja incli-nación por mí, tus frecuentes juramentos de amor,las innumerables oportunidades en que tuvo miamistad que ampararte, siendo después tan mal re-

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compensado; las mil deudas de gratitud que conmi-go tenías, aunque nada fuese todo esto para ti, eransuficiente para incitarte a escribir, el estricto y ver-dadero deber que las relaciones de hombre a hom-bre imponen.

No puedes seriamente alegar que creías que yono estaba autorizado a recibir más noticias que lasconcernientes a mis asuntos, o de mis familiares.Muy bien sabías que Robbie me enviaba cada tresmeses las últimas novedades literarias. No puedeexistir nada de más encantador que sus cartas, taningeniosas y diestramente redactadas, y con tantasoltura elucubradas. Son cartas verdaderas, diálogosde verdad, poseen el mérito de una íntima causerie(charla) entre franceses. Y la suavidad con que mebrindan un respeto que se dirige unas veces a mijuicio crítico, otras a mi humor, a mi innata inclina-ción hacia lo bello, o a mi cultura, las más, tierna-mente me recuerdan, de mil maneras, que, si bienmuchos me consideraban otrora una autoridad enestilo, también los había quienes me considerabanuna autoridad suprema en la materia. Y demuestraRobbie poseer con ello, por partes iguales, el ins-tinto de la literatura y el instinto del amor.

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Fueron sus cartas los intermediarios entre yo y elmundo irreal y espléndido del arte, en el cual antesera rey, y rey hubiera seguido siendo, de no haber-me dejado atrapar por aquel mezquino mundo depasiones crudas e incompletas, de un gusto sinpauta, de deseos ilimitados y de apetitos informes.

Sin embargo, aunque ya todo está dicho, podrásindudablemente comprender ahora cómo, aunquemás no sea a título de curiosidad psicológica, mehubiera interesado más saber algo de ti, que ente-rarme que Alfred Auston tenía la intención de dar ala publicidad un libro de versos, que George Streetse había hecho cargo de la crítica teatral del DailyChronicle, o que la señora Meynele era conceptuadauna nueva Sibila del estilo por alguien que no eracapaz de entonar un himno sin empezar a tartamu-dear.

¡Ah! ¡si te hubieras visto en la cárcel! No digo quepor culpa mía, pues para mí habría sido una ideainsoportable pensarlo, sino por tu propia culpa, portus propias faltas, por haber confiado en amigosindignos de serlo, por deslizarte en el lodo de lasensualidad, por un abuso de confianza, por unamor mal colocado, o por ninguno de todos estosmotivos, ¿crees, por ventura, que habría yo permiti-

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do que te sumieses en las tinieblas y la soledad, sintentar ayudarte o soportar la carga de tu ignominia?

¿Crees que yo, en caso semejante, no te hubierahecho saber que, si sufrías, compartía yo tu sufri-miento; que si llorabas, estaban también mis ojosllenos de lágrimas? ¿Y crees que al encontrarte tú,encerrado, en la mansión del castigo, menosprecia-do por los hombres, no hubiera yo construido unacasa con mi dolor, una casa en la cual hubiera mo-rado hasta tu regreso, un arca en el cual lo que tenegaban los hombres, para curarte se hubiese con-servado y en riqueza hubiese crecido?

Si la necesidad amarga o la prudencia, más amar-ga para mí aún, me hubiesen impedido estar a tuvera y despojado de la alegría de tu presencia, tansólo percibida a través de los férreos barrotes y a laluz de la vergüenza, constantemente siempre, te hu-biera escrito, esperando ansioso que una sola frase,una sola palabra, una sola sílaba, hubieran llegadohasta ti como un eco del amor. Y aun cuando tehubieras negado a recibir mis cartas, yo habría se-guido escribiéndote, para que supieses siempre quemis cartas te estaban aguardando.

Conmigo han obrado muchos de esa suerte. Se-res hay que me escriben cada tres meses o tienen la

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intención de escribirme. Quedan detenidas sus car-tas y comunicaciones. A mis manos han de llegarcuando salga yo de esta cárcel infame. Sé que estánahí sus cartas; conozco los nombres de las personasque las han escrito; me consta que estén pletóricasde compasión, de cariño y de bondad. Me basta conesto. No he menester de enterarme de más. Horri-ble ha sido para mí tu silencio. Ha durado no sola-mente semanas y meses, sino años; años que debencontar hasta para los que, como tú, viven deprisa enla dicha, y apenas consiguen alcanzar los pies dora-dos de los días que transcurren bailando ante ellos,y pierden el aliento en su carrera tras la satisfacción.

No admite disculpas tu silencio; es algo que nadapodría cambiar. Me constaba ya que tenías los piesde barro. ¿Quién mejor que yo podía saberlo?Cuando dije en mis aforismos que únicamente lospies de barro conceden valor al oro de la estatua, enti estaba pensando. Pero no creaste estatua algunade oro con pies de barro. Ante mí has ido modelan-do tu imagen toda con el vil polvo del camino, ho-llado por las patas del ganado. De manera que, pormucho que desease íntimamente otra cosa, no seríaposible que sintiese por ti más que desdén y me-nosprecio. Y ese imperio de los restantes motivos,

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tu indiferencia, tu prudencia, tu ausencia de sensibi-lidad, tu manía previsora -llámalos como te plazca-,fue para mí doblemente amargo, a causa de las cir-cunstancias especiales que en mi caso ocurrieron, oque mi caso acarreó.

Otros desdichados seres humanos dignos decompasión, cuando son sumidos en prisión y se lesdespoja de la belleza del universo, están seguros,por lo menos, de verse en cierto modo libres de lasperfidias más agudas y de las flechas más emponzo-ñadas del mundo. Pueden esconderse en la lobre-guez de su celda, y con su vergüenza edificar unaespecie de santuario inviolable. Prosigue el mundosu marcha, y pueden padecer sin que nadie los mo-leste. Uno tras otro, los dolores acudieron a pre-guntar por mí a las puertas de la cárcel, y se abrieronlas mismas de par en par para dejarlos entrar. Ape-nas si se les permitió a mis amigos visitarme, e in-cluso no pudieron hacerlo. Pero mis enemigossiempre encontraron la senda franca hasta mi per-sona. He sido entregado en dos oportunidades, encircunstancias terriblemente degradantes, a las mi-radas y a las burlas de la chusma. Cuando tuve queaparecer en público ante el Tribunal de Quiebras, y

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dos veces más aún, al ser públicamente llevado deuna mazmorra a otra.

Me trajo su mensaje el mensajero de la Muerte yse marchó, y yo, solo en absoluto, apartado de todolo que podía haberme aportado un consuelo, de to-do lo que podía haber amortiguado mi padeci-miento, tuve que aguantar la pena irresistible de lamiseria, y los remordimientos que me causaba, y mesigue causando aún, el recuerdo querido de mi ma-dre.

Y cuando apenas ha podido el tiempo cicatrizarestas heridas -pues curarlas no era posible-, me en-vía mi esposa, por intermedio de su letrado, muyduras y muy amargas cartas. Se me amenaza con elfantasma de la pobreza, y se me echa al propiotiempo la pobreza en cara. Puedo aguantar todoesto aún, y hasta habituarme a cosas peores. Perome arrebata la ley a mis dos hijos, y esto me causarásiempre un dolor infinito, una pena infinita, unainfinita aflicción. Que pueda disponer la ley, y esposible hacer que lo disponga, que no tengo ya de-recho a estar con mis propios hijos, es esto para míen verdad atroz. Ya nada significa la vergüenza deverme en un calabozo, comparado con ello. Envidioa los demás hombres que conmigo se pasean por el

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patio de la cárcel. Con toda seguridad les aguardansus hijos, y con ellos se mostrarán buenos y afec-tuosos.

Más sensatos, más caritativos, más buenos y mássensibles que nosotros, son los pobres. Para ellos, lacárcel constituye una tragedia en la vida de un serhumano, un infortunio, una consecuencia del azar,algo que provoca las simpatías de los demás. Sim-plemente dicen del que se encuentra en la cárcel,que es un “desdichado”. Es ésta su manera de ha-blar y encierra esta expresión la sabiduría más cabaldel amor. Ya es distinta la cosa para las personas denuestra categoría. La cárcel, entre nosotros, hace unparia del ser humano. Apenas si tenemos derecho,yo y mis iguales, al aire y al sol. Empaña la alegría delos demás nuestra presencia. Somos unos intrusoscuando volvemos a hacernos presentes. No nosdejan, siquiera, disfrutar de la claridad de la luna.Nos Arrebatan a nuestros hijos. Quebrados quedanesos adorables lazos que a la humanidad nos unen.Nos vemos condenados a estar solos, en vida denuestros hijos. Se nos niega todo lo que sería sus-ceptible de curarnos y conservarnos, todo lo quepodría aportar algún bálsamo al destrozado cora-zón, y calma al alma dolorida.

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Y a todo esto es preciso agregar la crueldad conque tú, por tu proceder y tu silencio, por lo que hi-ciste y dejaste de hacer uno y todos los días de milargo cautiverio, me hiciste aún más difícil poderresistir. Alteraba tu conducta hasta el gusto del pan,y mi agua tornaba turbia. Has duplicado el padeci-miento que te correspondía compartir; trocaste enun tormento verdadero el dolor que era de tu obli-gación haber intentado aliviar. No quiero suponerque lo hayas hecho con intención. Sé, incluso, queno lo has hecho con intención. Obedeció aquello,tan sólo, a la “única y realmente trágica flaqueza detu ser: tu absoluta ausencia de imaginación”

Y es el resultado de todo esto, ¡oh irrisión!, quetengo aún que perdonarte. Sí, tal como lo oyes, ten-go que perdonarte. No escribo esta carta para volcaracíbar en tu corazón, sino para arrojarla en el mío.He de perdonarte por mí mismo. No es posible queconserve eternamente en el corazón una sierpe quede uno mismo se nutre, y levantarme todas las no-ches para sembrar espinas en el jardín del alma.Como me ayudes un poco, no ha de serme muy di-fícil concederte mi perdón. Siempre otrora, te per-doné de buen grado, hicieses lo que me hicieses.Esto no te reportó beneficio alguno, por aquel en-

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tonces. Únicamente puede conceder el perdón delos pecados, aquél cuya vida se halla libre de man-chas en absoluto. Pero estoy ahora hundido en ladegradación y la vergüenza, y muy diferente es lacosa. Mucho más ha de significar ahora mi perdón,para ti. Así has de comprenderlo algún día. Sucedaesto tarde o temprano, o nunca, se me aparece misenda, empero, nítidamente definida. No puedodejarte marchar, a través de la existencia, con elcorazón abrumado por la carga de haber aniquiladoa un hombre como yo. Podría hacerte enmudeceresta idea de indiferencia, o enfermar de tristeza;tengo necesidad de aliviarte de esa carga, y echarlasobre mis hombros. Necesito afirmarme que ni tú,ni tu progenitor, ni siquiera aunque se multiplicasenambos por mil, podían haber perdido a un hombrede mi fuste. Que yo mismo he sido quien se destru-yó. Que nadie, por grande o chico que sea, puedeperderse como no sea por sus propias manos. Sí,estoy dispuesto a afirmarlo. Esto es lo que preten-do decir, aun cuando por ahora no se me quieracreer. Si ha brotado despiadadamente de mí algunaqueja, piensa que es una queja que elevo contra mímismo, despiadadamente. Por espantoso que hayasido lo que yo mismo me hice. Era yo una encarna-

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ción del arte y de la cultura de mi tiempo. Esto ya lohabía reconocido en los albores de mi adolescencia,y obligado más tarde a mis contemporáneos a reco-nocerlo. Pocos son los hombres a quienes eldestino indica para ocupar durante su vida una po-sición semejante, y a pocos se la ratifica. Por logeneral, son el historiador y el crítico, quienes, largotiempo más tarde, efectúan esta ratificación, si lle-gan a efectuarla alguna vez, cuando tanto el hombrecomo su época ya han desaparecido. Muy distintofue conmigo. Personalmente sentí la altura de miposición, y personalmente se la hice sentir a losdemás. Fue también Byron una encarnación, peroreflejaba la pasión, y la fatiga de la pasión de suépoca. Representaba yo algo más noble, más peren-ne, algo que poseía una importancia más vital y unsignificado más dilatado.

Me habían concedido los dioses casi todos susdones: era amo del genio, poseía un nombre ilustre,tenía una alta posición social, y fama, y esplendor yaudacia intelectual. Una filosofía he hecho del arte,y un arte de la filosofía. He enseñado a los hombresa pensar de otra manera, y he concedido otra tona-lidad a las cosas. Asombraba a las gentes todocuanto yo decía o hacía. Me adueñé del drama, la

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más objetiva forma que del arte se conoce, y lo tro-qué en un medio de expresión tan personal comoun soneto o una poesía lírica, y ensanché al propiotiempo su campo de acción y lo enriquecí en su psi-cología. Novela, drama, prosa poética y poesía enverso, diálogo espiritual o fantástico, todo lo que yotoqué quedó revestido con una nueva belleza. Yhasta a la verdad le impuse el artificio y le concedísu carácter natural, y de ambos hice su imperio legi-timo. Y demostré que la verdad y el artificio son,tan sólo, unos aspectos intelectuales.

El arte, para mí, fue una realidad superior, y unaforma de la ficción la vida, desperté de mi siglo laimaginación, haciendo que me envolviera en mitos yleyendas. En una sola frase resumí todos los siste-mas filosóficos, y en un epigrama la existencia toda.Y muchas otras cosas tenía, además. Pero, me dejéarrastrar a períodos muy largos de un bienestar sen-sual y vacuo. Me divertí siendo un ocioso, un “dan-dy”, un arbiter elegantiarum. Me rodeé de caracteresmenguados y de mezquinos espíritus. Mi propiogenio derroché, y hallé una especial alegría en arrui-nar una juventud que habría tenido que ser eterna.Harto de pasearme por las cumbres, descendí desdelos caminos de libertad a los abismos, y en ellos me

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precipité, explorador de nuevas sensaciones. Lo queera para mí la paradoja en el universo del pensa-miento, la perversidad lo fue en el de la pasión. Yfinalmente, se trocó el deseo en dolencia o en de-mencia, o en las dos cosas al mismo tiempo. Dejéde preocuparme por la vida de los otros, y disfrutédonde se me ocurrió, y seguí adelante.

Eché en olvido que la más íntima de las diariasacciones conforma o aniquila el carácter, y que, porconsiguiente, habremos algún día de gritar desde eltejado, lo practicado en el secreto de la alcoba. Perdíel propio dominio. Sin advertirlo, cesé de ser el pi-loto de mi alma. Me dejé, en cambio, dominar porel placer, y a esta tremenda vergüenza he venido aparar. Sólo me queda ahora una cosa: la perfectahumildad.

Casi dos años hace ya que vivo en una mazmorra.Me sentí invadido, al principio, por una salvaje de-sesperación. Me causaba mi desgracia un dolor des-garrador, cuyo aspecto no inspiraba más quecompasión; me sentía poseído de una espantosa eimpotente rabia, cubierto de un desprecio e inunda-do de amargura; pesar del alma que lloraba en alto,miseria imposible de expresar, dolor que tenía queestar callado. Pasé por todas las formas posibles del

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padecimiento, y mejor que Wordsworth sabría yoexpresar lo que pretendió expresar él en sus versos:

Siempre es lúgubre y triste el sufrimiento,Porque de lo infinito posee el carácter.

Pero, tal como a ratos me hacía dichoso la ideade que mis padecimientos serían sin fin, no podíahacerme a la idea de que no tuviesen el menor signi-ficado. En mí mismo descubro ahora algo recóndi-to, que me dice que nada carece de sentido en elmundo, y menos todavía el sufrimiento. Y este algo,que me habla como me habla y se encuentra pro-fundamente enterrado en mí, como un tesoro en uncampo, es la humildad. Es lo mejor y lo último queresta en mí, el más alejado término que he podidoalcanzar, el punto de partida de una evolución nue-va. Por error ha brotado en mi interior, y me diceesto que ha llegado en el más preciso momento.

Antes, no podía haber venido; ni después, tam-poco. Si me hubiera hablado alguien de humildad,de mí lo habría apartado; si me la hubiera traído al-guien, yo la hubiera rechazado; pero la encontré yomismo, y es por eso que deseo conservarla.

Imposible que sea de otra manera; es ella lo únicoque en sí misma lleva gérmenes de vida, de una vida

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nueva, lo único que me aporta los gérmenes de mivita nova.

De todas las cosas, es la más singular: no se pue-de regalarla, ni aceptarla como un regalo. Por fuer-za, para adquirirla, hay que despojarse de todo loque se tiene. Y sólo se entera uno de que la posee,luego de haberlo perdido todo.

Hoy, convencido ya de poseerla, clara y nítida-mente veo lo que me corresponde hacer, lo que ne-cesariamente tengo que hacer. Y no me refiero, aldecir esto, a ley externa alguna ni a precepto alguno;no existen, para mí. Soy mucho más individualistaque antes. Aparte de lo que lleva uno en sí, me pa-rece que todo carece de valor. Busca mi naturalezauna nueva forma de realizarse personalmente. Y nome ocupa cosa alguna, sino ésta. Y lo que primerodebo hacer, es libertarme de todo sentimiento aci-barado para con el resto del mundo.

No poseo en absoluto recursos y abrigo. Y, em-pero, todavía existe algo mas duro que esto: hablocon absoluta sinceridad cuando afirmo que, antes deabandonar esta cárcel con rencor contra la humani-dad, preferiría de corazón ir a mendigar mi pan depuerta en puerta. Si no recibiese nada en la mansión

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de los ricos, con toda seguridad habrían de darmealgo los pobres.

Muy a menudo se muestra avaricioso el que mu-cho tiene. El que tiene poco, siempre está dispuestoa compartirlo con otro. Lo mismo me importaríatener que dormir en el estío sobre el fresco césped,y buscar en invierno un cálido refugio en un almiarde heno, o debajo de un gran henil, siempre y cuan-do se abrigase el amor en mi corazón. Ahora, lascosas exteriores de la existencia, me parecen carecerabsolutamente de importancia. Ya puedes ir viendoen esto, cuánto he marchado por la senda del indi-vidualismo, o mejor dicho he de marchar lenta-mente, porque larga es la jornada, “y se halla misenderillo sembrado de espinas”.

La verdad es que me consta que mi destino nohabrá de hacerme pedir limosna por la carretera, yque si reposo alguna noche tendido sobre la hierbafresca, será para dedicarle sonetos a la luna. Cuandosalga de esta cárcel, me estará aguardando en su ex-terior Robbie, ante el enorme portón con barrotesde hierro. Y es ése el símbolo, no de su propioafecto tan sólo, sino del afecto de muchos otros. Entodo caso, supongo que he de recibir lo necesariopara vivir más o menos un año y medio. Y si enton-

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ces no escribo libros hermosos, por lo menos estaréen condiciones de leerlos. ¿Existe, por ventura, feli-cidad más grande?

Mas, creo que me será dado aún resucitar mi po-der creador.

Pero, si así no fuera; si por el mundo no me que-dase ya amigo alguno, y ninguna casa me abriesecompasivamente sus puertas; si tuviera que resig-narme a cargar con las alforjas y a vestir los andrajosde la absoluta pobreza, podría aún, siempre que li-bre de todo sentimiento de venganza estuviese, ylibre asimismo de todo sentimiento de crueldad ymenosprecio, hacer frente a la vida con infinita-mente más serenidad y confianza que si mi cuerpoestuviese cubierto de púrpura y se hallase mi almapreñada de odio.

Y por cierto que no ha de ofrecerme esto la me-nor dificultad. Quien cobije en sí el amor, verdade-ramente, amor para consigo mismo encuentra. Nohe menester de decirte que no concluye aquí mi ta-rea. Relativamente fácil sería, de lo contrario. Mu-chas, muchísimas son las cosas que ante mí se hacenpresentes. Debo escalar cimas mucho más altas yatravesar valles mucho más oscuros. Y ha de salir

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todo de mí mismo, de mí mismo... No pueden con-cederme ayuda, ni la religión ni la moral, ni la razón.

No puede concederme ayuda la moral. Soy un seresencialmente autonomista, y formo parte de aque-llos para quienes las reglas no existen, pero sí la ex-cepción. Pero, al propio tiempo que comprendoque nunca es dañoso lo que uno hace, comprendo,también, que puede existir el mal en aquello queuno va siendo, y puede ser de considerable ayuda elconocimiento de esta verdad.

No puede la religión concederme ayuda. Tal co-mo creen otros en lo que no pueden ver, yo, encambio, creo únicamente en aquello que me parecever y palpar. Viven mis dioses en templos erigidospor la mano del hombre, y se cierra y perfeccionami evangelio dentro de la esfera de la verdad expe-rimental. Y acaso con exceso, pues como la mayorparte de los hombres que buscan en esta tierra sucielo, yo he descubierto en ella, por partes iguales, labelleza celeste y los horrores del Averno. Cuandosobre la religión empiezo a pensar, me doy cuentade que me agradaría fundar una Orden para los queno pueden creer: y esa Orden podría denominarseComunidad de los Incrédulos. De pie ante un altaren el cual no ardiese cirio alguno, un sacerdote, cu-

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yo corazón no conociese la paz, celebraría con pancarente de consagración y con un cáliz sin vino. Pa-ra ser reales, todas las cosas tienen que trocarse enreligión. Y habrá de poseer su ritual la doctrina delos agnósticos, como la doctrina de todas las creen-cias. Sus mártires ha sembrado; por lo consiguiente,debería cosechar santos y agradecer cotidianamentea Dios el no haberse ofrecido a las miradas de loshombres. Mas, tanto la fe como el agnosticismo,nada en mí puede ser exterior. Necesario es quecree yo mismo sus símbolos. Es trascendente, úni-camente lo que su propia forma modela. Si en míno consigo descubrir su secreto, nunca lo descubri-ré, y si no lo tengo ya, nunca más lo volveré a tener.

No puede prestarme ayuda la razón. Me declaraque las leyes aquellas de que fui víctima, son injustasy fueron vulneradas, y que está vulnerado y es in-justo el sistema bajo el cual he padecido. Pero habréde componérmelas de alguna manera para que lasdos cosas sean, al propio tiempo, justas y buenaspara mí. Y así como en el arte no se preocupa unomás que por un determinado objeto en un mo-mento determinado, lo mismo ocurre con la evolu-ción ética del carácter. Consiste mi tarea, entonces,

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en lograr que redunde en mi beneficio todo cuantome ha acaecido.

El camastro de tablas, la comida inmunda, losduros cordeles que debemos deshilachar para tro-carlos en blanda estopa, hasta que nos insensibilizael dolor las yemas de los dedos; la faena de siervosque inaugura y clausura el día; la indumentaria ho-rrenda que torna el dolor grotesco; el silencio, lasoledad, la vergüenza, estos padecimientos todos, esnecesario que los convierta en etapas del espíritu.

No dejaré de tratar de convertir en un ascensoespiritual ni una sola degradación corporal.

Deseo poder llegar a decir con la mayor sencillez,sin hipocresía, que mi existencia tuvo dos momen-tos decisivos: cuando me envió mi padre a Oxford ycuando me mandó a la cárcel la sociedad. No es mideseo decir con esto que el hecho de ingresar en lacárcel sea lo mejor que me podía haber ocurrido,pues implicaría esto una amargura excesiva contramí mismo. Prefiero decir, u oír que dicen de mí, quehabré sido tan característico hijo de mi época, que,en mi perversidad, y a consecuencia de la misma,troqué en malo lo bueno de mi vida, y en bueno lomalo.

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Y entre tanto, poco importa lo que yo u otrospodamos decir. Lo esencial que se me presenta, yque debo realizar, si no es mutilado, destruido odefectuoso el escaso tiempo que me resta aún, esabsorber en mí todo lo que se me ha hecho, trans-formarlo en una parte de mí mismo, aceptarlo sinprotestas, sin resistencias y sin temores. Es la livian-dad el mayor de los vicios. Es justo todo cuantollega a la conciencia.

Hubo quien me aconsejó al principio de mi re-clusión, que tratase de olvidar quién era. No podíaser más desdichado el consejo. Únicamente dándo-me cuenta de lo que soy, pude encontrar algún con-suelo. También hay quien me aconseja ahora que,no bien me vea en libertad, trate de olvidar que hemorado en la prisión. Pero me consta que esto seríadel mismo modo fatal, pues me sentiría perseguidomi vida entera por un sentimiento inaguantable devergüenza, y todo lo creado para mí y para los de-más: la belleza del sol y de la luna, las estaciones delaño, la armonía de la aurora y el silencio de las lar-gas noches, la lluvia que murmura entre el follaje, yel rocío que al caer sobre el césped lo cubre de pla-ta, estaría todo pisoteado para mí y perdería su fuer-za curativa y su propiedad de derramar alegría.

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Equivale a impedir el propio desarrollo; deplorar lapropia experiencia es como sellar con una mentiralos labios de la propia vida. Es nada menos que in-tentar renegar de la propia alma.

Y es que, tal como el cuerpo absorbe toda clasede cosas, tanto las más ordinarias e impuras, comoaquellas consagradas por el sacerdote o el éxtasis, ylas convierte en agilidad y fuerza, en el hermosojuego de los músculos, en las formas de la carneluminosa, en los tonos y curvas de las cabelleras, delos labios y de los ojos, también es la actividad nu-tricia del alma, que puede trocar en nobles excita-ciones y pasiones de amplio alcance, lo bajo, locruel y degradante; más todavía: que puede precisa-mente hallar en ello su modo más noble de afirmar-se y que, a menudo, se exterioriza de la más perfectamanera, a través de aquello cuya primera intenciónera de destrucción o de profanación.

Necesario es que acepte ya francamente haber si-do uno de los viles reclusos de una vil cárcel. Y, pormuy raro que esto parezca, no avergonzarme de elloes una de las enseñanzas que debo inculcarme. Esnecesario que acepte esto como un castigo: no sen-tir vergüenza de un castigo, equivale a no haberlorecibido. Cierto es que fui condenado por muchas

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cosas que no cometí, aunque también por muchasque confieso haber cometido, y que hay todavía enmi vida muchas más de las que no se me pidiócuenta jamás. Y, como lo dije ya en esta carta, yaque es difícil conformar a los dioses, y lo mismonos castigan por lo que existe en nosotros de bue-no, que por lo que de malo y perverso haya, no mequeda más remedio que conformarme con ser casti-gado, tanto por lo bueno como por lo malo. No meparece que sea esto justo del todo. Ayuda, al menos,o debería ayudar a considerar las dos cosas con sen-satez, y a no envanecerse por demás de ninguna deellas. De modo, que si en vista de ello, no me aver-güenzo de mi castigo -y espero conseguirlo-, podrépensar, andar y vivir con la mayor libertad. Muchoshombres hay que, al ser puestos en libertad, consigose llevan la cárcel y la esconden en su corazón, co-mo si fuera una secreta ignominia, y acaban porarrastrarse en un agujero como desventurados en-venenados, hasta morir allí. Es espantoso verlosreducidos a semejante extremo, e injusto, terrible-mente injusto; que les impulse a ello la sociedad. Searroga la sociedad el derecho de infligir al individuohorrendos castigos, pero posee asimismo el supre-mo vicio de la liviandad, y no llega a comprender la

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verdad de lo que realiza. Abandona a sí mismo alhombre que ya ha cumplido su condena, porque sedesinteresa de él, en el preciso momento en quemás estrecho es el deber que tiene para con él.Realmente se avergüenza de su propia obra, y eludea quienes ha castigado, como se escapa de un acree-dor a quien no es posible pagar, o de alguien a quiense causó un irreparable perjuicio. Por mi parte, pue-do yo pretender que, tal como me represento lo quesufrí, se representa la sociedad cuanto me hizo, yque no perdure, ni en ella ni en mí, ninguna clase deamargura ni de odio.

Naturalmente que sé muy bien que, desde deter-minado punto de vista, han de ser las cosas muchomás difíciles para mí que para otros, y que no puededejar de ser así, en vista de mis circunstancias. Losdesdichados ladrones y vagabundos que están aquírecluidos conmigo son, en diversos aspectos, másdichosos que yo. El breve espacio que presenció susdelitos, en una grisácea ciudad o en un verdeantecampo, es muy reducido; para tropezar con seresque todo lo ignoren de ellos, no han menester derecorrer más tierra que la que cruza un ave en suvuelo, desde el anochecer hasta la aurora. El mun-do, para mí, es en cambio como la palma de la ma-

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no, y a cualquier parte adonde vaya, mi nombre hede ver grabado en las rocas, con letras de bronce.

Y ello porque no emergí de las tinieblas a la ta-jante luz de la pasajera fama del delincuente, sinoque desde la gloria inmortal me precipité en la in-famia. Y tengo la impresión, a veces, de que hubieseprobado -si en realidad necesitase ello semejantedemostración- que sólo media un paso entre la glo-ria y la infamia, y acaso menos de un paso.

Pero, justamente el hecho de que allí donde mepresente me conocerán los hombres y estarán ente-rados de mi vida toda, o por lo menos de mis locu-ras todas, puede ser un bien para mí: me impondrála necesidad de afirmarme nuevamente como artista,y ello lo antes posible. Bastará con que consiga pro-ducir una hermosa obra de arte, para que me vea ensituación de arrancarle su ponzoña a la maldad, a lacobardía sin sarcasmos, y de raíz la lengua a la ca-lumnia. Y aunque fuese la vida -como seguramentelo es- un problema para mí, también yo soy, a mivez, un problema para la vida. Preciso ha de ser quebusquen las gentes el modo de comportarse conmi-go, y con ello expresen su juicio a su respecto y almío. No preciso decir que a nadie me refiero aquíen particular. Los únicos hombres que deseo tener a

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mi vera, son los artistas, y aquellos que sufrieron, yaquellos que conocen la belleza, y los que saben loque es el dolor. Ya nadie me interesa fuera de ellos.No le exijo nada más a la vida. Todo lo que aquídije, se refiere tan sólo a mi propia posición espiri-tual ante la vida, en su conjunto considerada, ysiento que una de las etapas primeras que debo al-canzar es, por amor a mi propio perfeccionamiento;y a raíz de mi propia imperfección, no tener ver-güenza del castigo sufrido.

Luego, también he de aprender a ser dichoso.Sabía serlo antes, o instintivamente creía saberlo.Siempre reinaba la primavera en mi corazón. Erapareja de mi temperamento la alegría de vivir. Col-mé mi vida de placeres, como hasta los bordes secolma una copa de vino. Me acerco ahora a la vidacon una visión absolutamente nueva, y a menudohabré de serme por demás difícil concebir tan sólola felicidad.

Me acuerdo que durante mi primer semestre enOxford leí en El Renacimiento, de Pater -ese libro queuna influencia tan extraña había de ejercer sobre miexistencia-, cómo sitúa Dante en las profundidadesdel Averno a los que se empecinan en vivir sumidosen la tristeza. Me dirigí a la biblioteca del colegio, y

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busqué el pasaje de la Divina Comedia, en donde seespecifica que viven bajo el fango del infierno “losque se hallan sumidos en la dulzura de la melanco-lía”, y eternamente gimen entre suspiros:

Tristi fummoNell’aer dolce che dal sol s'allegra.

Estaba enterado de que la Iglesia condenaba la ac-cidia; pero me pareció por demás fantástico todoeste concepto. Sería ésa una forma de pecado -pensaba yo- inventada por algún sacerdote quenada conocía de la vida. Tampoco podía acabar decomprender cómo el Dante, que dice que “el dolorvuelve a unirnos a Dios”, podía mostrarse tan duropara con los que bogaban en el éxtasis de la melan-colía, si realmente los había. Entonces yo no podíasospechar que esto, algún día, habría de constituiruna de las tentaciones mayores de mi vida. Cuandoestuve en la cárcel de Wandsworth, hasta llegué aansiar la muerte. Mi único deseo era morir. Y cuan-do, luego de una permanencia de dos meses en laenfermería, fui traído aquí y mi estado físico mejorópaulatinamente, bramaba de ira. Me forjé el propó-sito de suicidarme el mismo día de mi liberación.

Transcurrido algún tiempo, esta crisis decayó, yconseguí convencerme de que debería vivir, pero

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envolviéndome en una profunda aflicción, como unrey en su púrpura; no tornar a sonreír jamás; con-vertir en mansión de duelo cada casa que pisase;obligar a mis amigos a marchar a mi vera al lentopaso de mi melancolía; demostrarles que es éste elsecreto real de la vida; amargarles su júbilo con eldolor ajeno, atormentarles con mi propio dolor.Pero, he cambiado ahora radicalmente de manera depensar. Comprendo que ofrecer un rostro tan fune-rario sería, de mi parte, ingratitud y descortesía,pues obligaría a tal cosa a mis amigos, cuando mehiciesen una visita, a poner caras más fúnebres aún,para expresarme de ese modo su simpatía, o en elcaso de que se me antojase obsequiarles, invitarles atomar asiento, en silencio, ante unas amargas hier-bas y un yantar de velatorio. Debo aprender a cu-rarme de las cosas y a ser dichoso.

En las dos últimas oportunidades que me fue da-do recibir aquí a mis amigos, hice esfuerzos paramostrarme lo más contento posible para eviden-ciarles mi alegría, a fin de indemnizarlos, por lo me-nos así, de la prolongada caminata que hicierandesde Londres hasta aquí. Me consta perfectamenteque es por demás mezquina la compensación, perotambién me consta, y estoy persuadido de ello, que

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no podía serles ninguna más grata. Hace ocho díasel sábado, pasé una hora con Robbie y traté por to-dos los medios de demostrarle lo más claramenteposible, la alegría sincera que su presencia originabaen mí; y el hecho de que, por vez primera desde eldía de mi condena, sentí un vivo deseo de vivir, meprueba que las conclusiones y la manera de ver aque voy llegando aquí, en el silencio, efectivamenteme encauzan por el sendero correcto.

Tantas son las cosas que debo hacer, que seríapara mí una tragedia horrible tenerme que morirantes de haber podido realizar aunque más no seauna parte de ellas. Nuevas posibilidades advierto enel Arte y en la Vida, y cada una de ellas es una for-ma inédita de perfección. Ansío vivir para poderinvestigar lo que es un mundo que se me aparecenuevo, casi. ¿Deseas saber cuál es este mundo? Teserá fácil adivinarlo: el mundo en el cual he vividoúltimamente. Vale decir: el dolor y todo lo que elmismo enseña.

Vivía yo únicamente, otrora, para el placer, y meapartaba yo mismo de las formas todas del dolor ydel padecimiento. Los dos me asqueaban. Habíaresuelto imponerme de su existencia lo menos posi-ble, y considerarlos, en cierto modo, como formas

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de imperfección. Extraños eran a mi concepto de lavida. Para ellos no había sitio en mi filosofía. Mimadre, que conocía peldaño por peldaño toda laescala de la vida, tenía la costumbre de citarme unosversos de Goethe que le escribiera muchos añosantes Carlyle en un libro, y que si mal no recuerdoexpresaban:

Quien no comió nunca su pan en el dolor,ni se pasó llorando y aguardando la lerda mañana,las largas horas de la noche,ése no os conoce, potencias celestiales.

Esa noble reina prusiana, tan brutalmente tratadapor Napoleón, tenía también la costumbre de reci-tar estos versos en su humillación y destierro, y losrepetía a menudo mi madre, cuando los reveses delos últimos años.

Pero yo me negaba a admitir, en una forma ro-tunda, la grandiosa verdad que se ocultaba en ellos.No alcanzaba a comprenderlos, y me acuerdo toda-vía hoy cómo le decía a mi madre que no me agra-daba en absoluto comer mi pan con lágrimas, nipasarme las noches llorando y esperando despiertoun todavía más triste amanecer.

No podía imaginarme que ésa era una de las sor-presas para mí reservadas por el destino; que du-

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rante un año entero apenas si habría de hacer otracosa. Pero, era tal la parte que me fuera adjudicada,y en el transcurso de los últimos meses, luego deluchas y dificultades sin cuento, conseguí compren-der algunas de las enseñanzas que se esconden en lomás recóndito del dolor.

Hablan a veces del dolor como de un misterio,los sacerdotes y demás individuos que sin discerni-miento recurren a frases carentes de sentido. Enpuridad de verdad, es el dolor una revelación, puesse conoce por él eso en que jamás se había pensado,y consideramos entonces la historia bajo un puntode vista muy diferente. Y aquello que débil e instin-tivamente presumíase en el arte, entonces apareceen el campo del pensamiento y del sentimiento, através de una perfecta nitidez de visión, y represen-tado con toda intensidad.

Comprendo ahora que el dolor, la emoción másnoble de que es el hombre capaz, es al mismo tiem-po el modelo original y la piedra de toque del granarte. De acuerdo con lo que busca siempre el artista,es ésa la forma de vida en la cual estén fundidos elcuerpo y el alma, en forma inseparable, en la que loexterior expresa lo interior que por él se exterioriza.

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No son muchas estas formas de existencia: pue-den servirnos de modelo en un momento dado, elcuerpo de un joven y las artes que se encargan derepresentarlo, podrá también complacernos la ideade que la moderna pintura del paisaje, en la fineza ydulzura de sus impresiones por su manera de indi-car el espíritu que mora en lo externo y se envuelveen la tierra y el aire, en la neblina y en la configura-ción de las ciudades, por la excitante y mórbida ar-monía de sus impresiones y matices, para nosotrosrealiza, por el colorido, lo que hubieron de realizarlos griegos con tanta perfección plástica. Es la mú-sica, en la cual el tema se esfuma en la expresión, dela cual no puede ser separada, un complejo ejemplode aquello que quiero expresar, así como son unsencillo ejemplo de esto una flor o un niño. Pero eldolor es el modelo supremo, tanto en la vida comoen el arte. Podrá ocultarse detrás de la alegría y de larisa su temperamento tosco, recio, limitado, perocabe tan sólo dolor detrás del dolor. No usa caretael dolor, contrariamente a la alegría. No está la ver-dad, en arte, en la relación que puede guardar la ideaesencial con la existencia accidental; no está en lasemejanza de la forma con su sombra, o en la repre-sentación de la forma con la sombra misma; no es el

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eco que devuelve la cavidad que forma la colina, nila fuente de plata del valle, tampoco, que la lunamuestra a la luna, y Narciso a Narciso. Consiste laverdad, en arte, en la concordancia que guarda unobjeto consigo mismo; en que se convierte lo exte-rior en expresión de lo interior, en carne el alma, yen que el cuerpo está animado por el espíritu. Y porello no existe verdad comparable a la del dolor. Al-gunas veces me parece que es el dolor la verdadúnica. Y todo lo restante, fantasías de la vista o deldeseo, cosas nacidas para cegar a aquélla y para sa-ciar éste. Pero están forjados los mundos con dolor,y no puede verificarse sin dolor, ni el nacimiento deuna criatura, ni el de una estrella.

Y hay aún más: tiene en sí mismo el dolor unarealidad extraordinariamente intensa. Dije ya quehabía sido yo una encarnación del arte y de la cultu-ra de mi siglo. No hay en esta mansión del dolorningún miserable, ninguno de mis compañeros, queno encarne el misterio todo de la vida. Porque es elsufrimiento el misterio de la vida. Detrás de todo lodemás está escondido. Apenas empezamos a vivir,se nos brinda lo dulce tan dulce, y tan amargo, quedirigimos inevitablemente todo nuestro afán hacialas alegrías de la existencia, y no nos conformamos

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ya con “alimentarnos un mes o dos con miel”,sino que querríamos no probar nunca otro alimen-to, sin saber que, realmente, en el transcurso de eselapso dejamos que se muera de hambre nuestra al-ma.

Me acuerdo de haber hablado de esto, una vez,con uno de los seres más encantadores que tuveocasión de conocer, una mujer cuya gran simpatía ynoble bondad para conmigo, tanto antes de la tra-gedia de mi prisión, como después, es imposibledescribir; una mujer que, ignorándolo, me ayudó deverdad, más que nadie en este mundo, a sobrellevarla carga abrumadora de mis pesares, y ello simple-mente por ser como es: a medias un ideal, a mediasuna fuerza activa, una expresión de lo que podríauno llegar a ser, y una ayuda real para decidir lo-grarlo: un alma cuya dulzura infunde al aire de cadadía, y que hace aparecer lo espiritual tan simple ynatural como la luz del sol, o como el mar; unamujer merced a la cual se dan la mano y cumplenuna misión idéntica, la belleza y el dolor.

Me acuerdo con exactitud cómo, en esa oportu-nidad que acude hoy a mi mente, le dije que unasola callecita de Londres contenía olor suficientepara demostrar que no ama Dios a los hombres, y

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que allí donde sufre alguien, aunque este alguien nosea más que una criatura llorando en un jardín unaculpa que no ha cometido, o que ha cometido, estádesfigurada la faz de la creación. Expresándome deesta manera, yo estaba completamente equivocado,y así me lo hizo notar ella, aunque no podía yocreerlo, pues no me encontraba entonces en condi-ciones de poder experimentar semejante senti-miento.

Creo actualmente que el amor, sin discutir su ca-lidad, es la única explicación plausible para la canti-dad inmensa de dolor que existe en el mundo. Noalcanzo a concebir una explicación distinta, y estoypersuadido de que no puede haberla tampoco. Y siverdaderamente, como dije antes, está el mundoforjado de dolor, la mano del dolor es la que lo haconstruido, pues de otro modo el alma del hombre,para la cual fue creado este mundo, no podría al-canzar nunca el completo desarrollo de su perfec-ción. Para el cuerpo hermoso, está el placer; para lahermosura del alma, el dolor.

Involucran mis palabras demasiado orgullo,cuando digo que estoy firmemente persuadido deello. Se vislumbra en la lejanía, cual perla sin defec-to, la Ciudad de Dios. Tan maravillosa es, que de-

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searía uno poder creer que le sería dado a una cria-tura alcanzarla en un día del estío. Y por cierto quepuede alcanzarla una criatura, pero no yo ni missemejantes. En un instante dado, podemos sentiralgo en toda su intensidad, pero volvemos a per-derlo en las horas siguientes, horas largas y abruma-doras, cual si anduviese con pies de plomo. ¡Tandifícil es "mantenerse en las cimas donde puede elalma caminar"! Pertenecen nuestros pensamientos ala eternidad, pero nos movemos nosotros lenta-mente a través del tiempo. Y no he menester de in-sistir sobre la lentitud con que el tiempo transcurrepara los que moramos en la cárcel. Ni tampoco so-bre el hastío y descorazonamiento que se deslizancon tanta tenacidad en nuestra celda, y en la denuestro corazón, que en cierto modo nos vemosobligados a limpiar y adornar la casa para ellos, co-mo para una visita importuna, para un amo duro, ocomo para esclavos de los que fuésemos, por elec-ción personal o disposición de la casualidad, tam-bién esclavos nosotros.

Tal vez les resulte a mis amigos difícil creerlo; pe-ro es la pura verdad; es más fácil para ellos, en suexistencia de libertad, ocio y holgura, aceptar laslecciones de la humildad que no para mí, que inau-

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guro el día fregando de hinojos el piso de mi maz-morra. Y es que la vida carcelaria, con sus privacio-nes y restricciones innumerables, le torna a unorebelde. Y lo más terrible es que, en vez de partirle auno el corazón -pues para eso están hechos los co-razones, para que los quiebren- se lo trueque a unoen pedernal. En ciertos momentos tiene uno la im-presión de que sólo podrá dar prisa al día con unafrente de hierro y una expresión de desdén en loslabios. Y quien se encuentra en estado de rebeliónno se halla en condiciones de participar de la gracia-para utilizar la expresión, que tanto agrada, y conrazón a mi entender, a la Iglesia- pues tanto en lavida como en el arte, cierra los canales del alma eseestado de rebelión, y no deja penetrar los consueloscelestiales.

Sin embargo, si en alguna parte tengo que apren-der las enseñanzas de la humildad, aquí tendrá queser, y no obstante las muchas veces que me preci-pitaré en el fango y marcharé con paso incierto en-tre la niebla, he de alegrarme al ver que mis plantasestán en el buen sendero y vueltos mis ojos “haciala puerta que denominan hermosa”.

Esta Nueva Vida, como me agrada llamarla a ve-ces por amor al Dante, no es nada una nueva vida,

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naturalmente, sino sencillamente la lógica evoluciónque prolonga mi existencia anterior. Me acuerdoque en Oxford, el año que me gradué, dije a uno demis amigos, una mañana en que íbamos al MagdalenCollege, por unas estrechas callejas por las que revo-loteaban los pájaros, que era de mi gusto probar losfrutos de todos los árboles del jardín del mundo yque, con esa pasión en el corazón, yo me adentrabaen la vida. Y así, de acuerdo con mi expresión, meadentré en la vida, y viví así.

Consistió mi único error en limitarme de un mo-do exclusivo a los árboles que me parecían encon-trarse en la parte besada por el sol del jardín, y enevitar el sendero y la zona de sombra y lobreguez.La caída, la desgracia, la pobreza, el dolor, la deses-peración, el padecimiento y hasta las lágrimas, laspalabras que brotan de los labios entrecortadas porel dolor, el remordimiento que siembra nuestra rutade espinas, la conciencia que condena, la voluntariahumillación que castiga, la miseria que se echa ceni-zas sobre la cabeza, las penas del alma que se vistencon lienzos toscos y vierten hiel en nuestras bebi-das, todas estas cosas me hacían retroceder espan-tado. Y como había resuelto no hacer nada de ellas,una tras otra hube de probarlas todas, hube de ali-

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mentarme con ellas, y tuve que renunciar durantealgún tiempo a cualquier otra pitanza.

Ni por un solo momento deploro haber vividopara el placer; intensamente viví para él, como debehacerse todo cuanto se hace. No hubo placer delcual yo no gozase. La perla de mi alma fue arrojadapor mí en una copa de vino. La senda tapizada deflores descendí al son de la flauta, y de miel me nu-trí. Pero, el prolongar esa existencia habría quedadotrunco, y era necesario seguir avanzando. Me reser-vaba también sus secretos la otra mitad del Jardín.Como es natural, se encuentra todo esto encarnadoen mi arte, y hacia el exterior me proyecta. Puedenverse huellas de eso en El príncipe feliz, y asimismoen el cuento de El rey joven, sobre todo en aquellaparte en que el obispo le dice al chico arrodillado:“¿No es más sabio que tú Aquél que creó la Mise-ria?”. Cuando escribí estas palabras, apenas si meparecieron algo más que palabras.

Y gran parte de todo eso se encuentra, por fin,disimulado en el tono que, como hilo de púrpura,corre a través del brocado de oro de Dorian Gray,brilla a través de la opulenta policromía de La críticaconsiderada como arte, se lee en letras por demás clarasen El alma del hombre; un tema cuya repetición insis-

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tente asemeja tanto a Salomé con una pieza de músi-ca, concluye como una balada y se ha trocado encarne y en sangre en el poema en prosa del hombreque, con el bronce de la imagen del Placer que un ins-tante dura, debe crear la del Dolor que perdura siempre.

Y no era posible que de otro modo fuese. Es unoaquello que ha de ser, no menos que aquello que yafue, en cada instante aislado de la vida. Es el arte unsímbolo, porque también lo es el hombre.

Si puedo llegar hasta allí, habré alcanzado la reali-zación suprema de la existencia del artista, pues lamisma no es más que la prolongación del artista ensí. Consiste la humildad en el artista en aceptar in-condicionalmente las experiencias todas, así como elamor estriba en él simplemente en el sentido de labelleza, que al mundo revela su cuerpo y su alma.Pater, en Mario el epicúreo, pretende armonizar la vidadel artista con la vida religiosa, en el profundo, aus-tero y gracioso sentido de la palabra. Pero apenas sies Mario un mero espectador, aunque sí un especta-dor ideal, que puede “considerar con sentimientospropios el drama de la existencia”, lo cual paraWordsworth es el verdadero destino del aeda. Pero,no es más que un espectador, y acaso por demásocupado de la elegancia de los bancos del templo,

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para notar que el templo que ante sus ojos tiene, esel del Dolor.

Noto una relación mucho más íntima e inmediataentre la vida verdadera de Cristo y la vida verdaderadel artista, y constituye para mí una inmensa alegríapensar que, mucho antes de que se hubiese adueña-do de mis días el dolor, y me amarrase a su carro, yohabía escrito, en El alma del hombre, que “el que pre-tende vivir una existencia semejante a la de Cristo,tiene que ser completa y absolutamente él mismo”.Y como ejemplo citaba, no solamente al pastor ensu llanura, y al preso en su mazmorra, sino al pintortambién, para quien el mundo es una mascarada, yel vate, para quien es una canción.

Me acuerdo haberle dicho una vez a André Gide,un día que estábamos juntos en un café de París,que a mí me inspiraba muy poco interés la metafísi-ca, en realidad, y absolutamente ninguno la moral, yque todo lo que fue dicho por Platón y por Cristopodía transponerse de inmediato a la esfera del arte,y en ella hallar su realización perfecta. Esta era unageneralización tan profunda como nueva.

No solamente es la íntima relación que podemosver entre la personalidad de Cristo y la perfección loque hace la verdadera diferencia existente entre el

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arte clásico y el arte romántico, y lo que hace apare-cer a Cristo como el precursor real del movimientoromántico en la vida, sino que era la misma que ladel artista, la esencia de su naturaleza; vale decir,una intensísima imaginación, ardiente como unallama.

Llevó Cristo a toda la esfera de las relacioneshumanas, esa imaginación que constituye el secretode la creación artística. Comprendió el mal del le-proso, las tinieblas del ciego, la miseria cruel de losque viven en el placer, y la miseria singular de losopulentos. Me escribiste tú en mi desgracia: “¡Dejasde ser interesante cuando no te encuentras sobre tupedestal!”. ¡Cuán distante te encontrabas de lo quedenomina Mathew Arnold “el secreto de Jesús”! Tehabrían enseñado ambos que lo que a otro acaece leacaece a uno mismo. Si quieres un lema de útil lec-tura para cualquier hora, en la hora del dolor y en lahora del placer, escribe en las paredes de tu casa,para que las cubra de oro el sol y de plata la luna,estas palabras: “Lo que a otro le acaece, a uno mis-mo le acaece”.

Indudable es que Cristo figura entre los poetas.Su concepción de la humanidad provenía directa-mente de la imaginación, y no puede ser compren-

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dida más que a través de ésta. Fue el hombre paraÉl lo que Dios para los panteístas. Fue Él el prime-ro en concebir la unidad de las distintas razas.

Ya existían dioses y hombres antes que Él. Y Él,sintiendo que se habían hecho carne en Él, gustabade llamarse, a veces, el Hijo de Dios, y el Hijo delhombre, otras. Más que cualquier otro en la Histo-ria, despierta en nosotros esa inclinación hacia lomaravilloso, a que se halla siempre dispuesto el ro-manticismo. Todavía es para mí algo increíble esode que un joven labriego galileo se imagine quepuede llevar sobre sus hombros todo el peso delmundo; el peso de todo lo que hasta ese momentose había hecho y padecido y de cuanto habría dehacerse y padecerse: los pecados de Nerón, de Cé-sar Borgia, de Alejandro VI, del que fue emperadorde Roma y también sacerdote del Sol; los padeci-mientos de todos aquellos, que forman legión, queyacen entre ruinas, los sufrimientos de los pueblosoprimidos, de los niños que laboran en las fábricas,de los ladrones, de los presidiarios, de los deshere-dados de la suerte, y de los que están sojuzgados ycuyo silencio sólo puede oír Dios. Y no solamentellega a imaginárselo, sino que lo realiza efectiva-mente, de modo que hay todavía los que entran en

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contacto con Él, aunque ante sus altares no seprosternen, ni se pongan de hinojos ante sus sacer-dotes, tienen hasta cierto punto la impresión de quese les esfuma la fealdad de sus pecados y se les re-bela la hermosura de sus padecimientos.

Dije ya que Cristo figura entre los aedas, y es lapura verdad. Son hermanos suyos Shelley y Sófo-cles... Pero su misma vida constituye el más maravi-lloso de sus poemas, y en todo el ciclo de la tragediagriega no hay nada que pueda asemejarse al “temory la piedad” de esta vida. La pureza del protagonistaeleva este edificio a una altura de arte románticoque, a causa de su propio horror, les está prohibidoa los padecimientos de las familias de Tebas y a lade los Átridas. Y demuestra también esta pureza loerróneo que era el axioma expuesto por Aristótelesen su Tratado del Drama, y que sentaba que era impo-sible soportar el espectáculo del castigo de un ino-cente. Ni en Esquilo ni en Dante, el austero maestrode la ternura; ni en Shakespeare, el más nítidamentehumano de todos los grandes artistas; ni en todoslos mitos y todas las leyendas celtas, en los cualesluce la gracia del mundo a través de una niebla delágrimas, y no vale la vida de un hombre más que lade una flor, nada hay que a causa de su sencillez

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conmovedora, unida a la sublimidad del trágicoefecto de que proviene, nada hay que igualarse pue-da, ni siquiera acercarse, al acto último de la historiade la Pasión de Cristo. La simple Cena aquélla, consus discípulos, uno de los cuales le ha vendido yapor unos pocos dineros; la angustia aquella del almaen el Jardín, en el apacible Jardín alumbrado por laluna, y en el cual habrá de acercarse a Él el falsoamigo para traicionarle con un beso; el amigo aquelque creía aún en Él, y en el cual Él creía poder ba-sar, como sobre una roca, un refugio para la huma-nidad, y que lo niega apenas el gallo canta alalborear el día; aquella Su absoluta soledad, aquellasu sumisión con que Él lo acepta todo, junto a és-tas, esas otras escenas en que el Gran Sacerdote dela Ortodoxia, en su furia, le desgarra sus vestiduras,manda el funcionario de la Justicia civil traer agua,con la fútil esperanza de poder limpiar la mancha desangre inocente que lo hace aparecer como la figuramás sangrienta de la Historia; la escena -uno de losmás maravillosos sucesos de los libros todos de to-dos los tiempos-, en que le es colocada la corona deespinas; esa otra escena de la crucifixión del ino-cente ante los ojos llorosos de su madre; aquella -entanto se reparten y juegan sus vestiduras los solda-

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dos- de la muerte horrenda por lo cual dio al mun-do el más eterno de sus símbolos: y finalmente,aquella otra de su entierro en el sepulcro del rico, laescena en que su cuerpo es embalsamado con pre-ciosas especies y perfumes, y envuelto en una mor-taja egipcia, como si fuera el hijo de un rey.

Al considerarse aisladamente estas escenas, y so-lamente desde el punto de vista artístico, hay porfuerza que agradecer que el más solemne de los ofi-cios de la Iglesia sea, sin efusión alguna de sangre,una representación de la tragedia del Calvario; lamística representación de la historia de la Pasión delSeñor, mediante el diálogo, los trajes y hasta losgestos. Es siempre para mí una fuente de respetuosaelevación pensar que lo que resta del coro griego,perdido ya para el arte, sobreviene en otros terrenoscon el acólito que ayuda al sacerdote a oficiar la mi-sa.

Y, sin embargo, la vida de Cristo es un conjunto -a tal extremo están fundidos en su significación y ensu representación la belleza y el dolor-, un idilioverdadero, a pesar de terminar en el desgarramientode las cortinas del templo, en las tinieblas que cu-bren la tierra, y en el movimiento que levanta la pie-dra del sepulcro. Siempre nos representamos a

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Cristo como a un novio entre sus discípulos, talcomo Él mismo se describe en una oportunidad;como a un pastor recorriendo un valle con sus ove-jas, en busca de verdeantes prados o de frescos ria-chos; como un cantor que pretendiese levantar consu música los muros de la Ciudad de Dios; como unamante para cuyo amor es demasiado chico el mun-do entero. Me parecen encantadores sus milagros,como la llegada de la primavera, y no menos natu-rales. Poco trabajo me cuesta creer en un encantotal de su persona, que fuese bastante su simple pre-sencia para inundar las almas de paz, y para que ol-vidasen todos sus dolores, aquellos que tocaban susvestiduras. O para que, al transitar por el caminoreal de la Vida, personas para las cuales hasta esemomento constituía un secreto el misterio de laexistencia, abriesen a la luz los ojos, y para queaquellos que cerraban sus oídos a cualquier otra vozque no fuese la del placer, comprendieran por pri-mera vez, la voz del amor y la encontrasen “armo-niosa cual la lira de Apolo”, o para que, a su arribo,escapasen todas las malas pasiones, y los hombres,cuya existencia sórdida y hermética se parecía a unaforma de muerte, se alzaran de sus tumbas moralesal llamarles Él; o para que la multitud, a la cual des-

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de la falda de la montaña predicaba, olvidase su sedy su hambre; y los padecimientos del mundo, y losamigos a los cuales hablaba en tanto comían, gusta-sen, cual si fueran sabrosos manjares, los más ordi-narios alimentos, y les supiese el agua cualgenerosos vinos, y se esparciese por la casa toda, eldulce perfume de la mirra y de los nardos.

Dice Renán en su Vida de Jesús -ese encantadorquinto evangelio, que podría llamarse el Evangeliosegún Santo Tomas-, que la suprema obra de Cristoconsiste en haber sabido conservar, aún después demuerto, el amor que poseyera en vida. Y es ciertoque, aunque su lugar esté entre los poetas, tambiénse encamina hacia Él el cortejo de los amantes. Re-conoció Él que el amor es el secreto principal delmundo, el secreto investigado por los sabios, y quetan sólo por medio del amor es posible llegar hastael corazón del leproso y hasta las plantas del Señor.

Pero, por encima de todas estas consideraciones,aparece Cristo como el mayor de los individualistas.Como aceptación artística de todas las experiencias,la humildad no es más que un medio de manifestar-se. Lo que persiguió Él en todo momento, fue elalma del hombre. La denomina “el reino de Dios”,y la descubre en cada uno de nosotros.

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Compara esa alma con una serie de nimiedades,con un grano de semilla, con un poco de levadura,con una perla, y ello, porque no puede uno forjar sualma más que liberándose de todas las pasiones ex-trañas, de toda la cultura adquirida, de todo lo queexteriormente se tiene, tanto de lo bueno como delo malo.

Me rebelaba contra todo, con la tenacidad de mivoluntad y más aún con el espíritu de contradiccióningénito en mí, hasta que no me quedó nada, abso-lutamente nada en el mundo, salvo Cyril. Habíaperdido mi nombre, mi situación, mi dicha, mi li-bertad, mi fortuna. Era un pobre y un recluso, perome restaba mi bien más preciado: mis hijos. Y la leyme los arrebata de repente. Tan terrible fue el golpeque permanecí como alelado. Me puse de rodillas,agaché la cabeza, lloré y dije: “Es el cuerpo de unniño como el cuerpo del Señor; no soy ya digno deninguno de ellos”. Y sin duda fue ese momento elque me salvó. Comprendí en ese momento que sólome correspondía aceptarlo todo. Y desde ese mo-mento -por raro que pueda esto parecer-, soy dicho-so, pues conseguí llegar hasta lo más profundo de laesencia de mi alma. Había demostrado ser su ene-migo, bajo muchos aspectos, y la encontré aguar-

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dándome como un amigo. Al entrar en contactocon su propia alma, se torna uno sencillo como unacriatura, y es esto lo que debemos ser, de acuerdocon las palabras de Cristo.

Es realmente trágico pensar lo escasos que sonlos hombres que se encuentran en posesión de sualma, antes de la muerte. Expresa Emerson: “Noexiste nada más raro en un hombre que una acciónde su propia voluntad”

Es esto una verdad de a puño, pues son distintasde sí mismo la mayoría de las personas. Piensan conideas ajenas; su vida es una parodia de vida, y suspasiones remembranzas. Cristo no solamente fue elmayor individualista, sino también el primero de laHistoria. Algunos han pretendido presentarlo comouno de los tantos y detestables filántropos del sigloXIX, o como un altruista que apareció entre gentesignaras y sentimentaloides. No fue ni lo uno ni lootro, en realidad. Por cierto que sintió piedad porlos pobres, por los presos, por los miserables y porlos humildes, pero más aún la sintió por los ricos,por los hedonistas, por los que hacen el sacrificio desu libertad y se convierten en esclavos de las cosas,por los que lucen finísimas vestiduras y moran enpalacios dignos de soberanos. La opulencia y el pla-

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cer le parecieron tragedias más grandes que la po-breza y el dolor. Y en cuanto se refiere al altruismo,¿quién podía saber mejor que Él que lo que nos im-pulsa es la inclinación y no la voluntad, y que no esposible arrancar uvas del espino ni cosechar higosentre los cardos?

No era un fin determinado y consciente de sudoctrina vivir para los demás. Muy diferente era subase. Dice Cristo: “Perdonad a vuestros enemigos”,y eso no significa amar a nuestros enemigos, sino anosotros mismos. Porque el amor es más bello queel odio. Al joven rico le dice: “Enajena lo que tienes,y entrégaselo a los pobres”, y no piensa, al decirlo,en la condición de los pobres, sino en el alma delmancebo, esa adorable alma que arrastraba la opu-lencia a la perdición. Su concepto de la vida esidéntico al del artista; el artista sabe que la inevitableley del propio desarrollo impulsa al vate a cantar, alescultor a pensar en bronce, y al pintor a transfor-mar el mundo en espejo de sus estados de alma,cosas todas tan necesariamente seguras como lo esque el espino dé flores en primavera, madure el tri-go en otoño en frutos de oro, y pase la luna, en suruta previamente trazada, de la forma de disco a lade hoz, y de la de hoz a la de disco.

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No les dijo Cristo a los hombres: “Vivid para losdemás”, sino que afirmó que no existe diferenciaalguna entre la existencia de los demás y nuestrapropia existencia, concediendo con ello a los hom-bres una enorme y titánica personalidad. La historiade cada hombre en sí, desde el momento de su apa-rición, puede llegar a ser la historia del mundo, yhasta lo es.

Es verdad que la cultura ha elevado la personali-dad del hombre. El arte creó el infinito en nuestroespíritu. Aquél que posee un temperamento de ar-tista hace compañía al Dante en el destierro, yaprende lo sazonado que es el pan ajeno, lo escar-padas que son las gradas de su senda, y aunque porun instante logra la serenidad de Goethe, sabe muybien qué le gritó Baudelaire a Dios:

“Ah! Seigneur! donnez moi la force et le couragede contempler mon corps et mon coeur sans dégout!”

Aunque sea, acaso, para su propio mal, busca elsecreto del amor de los sonetos de Shakespeare, y seadueña del mismo, contempla con nuevos ojos lavida moderna, porque ha oído uno de los nocturnosde Chopin, porque penetró en las artes helénicas, oporque leyó la historia de la pasión de un hombremuerto por una mujer, cuyos cabellos parecían finí-

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simas hebras de oro, y que poseía una boca comouna granada. Pero la efusión del temperamento delartista, por fuerza se dirige hacia todo lo que haconseguido su expresión. Tanto en las palabras co-mo en los colores, y tanto en los colores como en elmármol, y lo mismo tras las pintadas carátulas de undrama de Esquilo, que por medio de los perforadosy unidos caramillos de un pastor de Sicilia, se mani-fiestan el hombre y su misión.

La expresión, para el artista, es la única forma porla cual puede comprender la vida. Está muerto, paraél, lo que no habla. Pero no ocurre lo mismo conCristo. Con una imaginación maravillosamente am-plia, que infunde realmente miedo, escogió para sureino el universo de lo inexpresado, el silenciosomundo del dolor, y quiso ser un intérprete eterno. Aaquellos a quienes ya me referí, que yacen calladosbajo la opresión y “cuyo silencio es oído tan sólopor Dios”, los escogió por hermanos. Pretendióllegar a ser el ojo del ciego, el oído del sordo, y elangustioso grito que brota de los labios de aquellosque tienen su lengua trabada. Ansió ser la trompetade las multitudes que no habían descubiertomodo alguno de expresarse, la trompeta con la cualesas multitudes pudiesen llamar al cielo. Munido de

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las artísticas dotes de aquél que ve en el padeci-miento y en el dolor las formas que le permitiránrealizar su concepción de la belleza, comprendióque no tiene valor de ninguna clase una idea hastaque se encarna y transforma en imagen, y debido aesto, hizo de sí mismo la imagen del sufrimiento, ycomo tal dio impulso y dominó al arte en un gradoque no pudo lograr jamás una divinidad griega.

Porque los dioses griegos, a pesar del tono blan-do y sonrosado y a la agilidad de sus armoniosos yflexibles miembros, no eran en realidad lo que pare-cían ser. Se parece al disco solar el arco de la frentede Apolo, cuando en el crepúsculo domina una co-lina, y se asemejan sus pies a las alas de la mañana.Pero él mismo se había mostrado cruel con Marsias,y había raptado a los hijos de Niobe. No aparecióen el escudo de acero de los ojos de Atenea, el me-nor destello de piedad para con Aracné; la pompa ylos pavos reales de Hera constituían todo lo queposeía esta diosa de realmente noble, y el propiopadre de los dioses había amado demasiado a lashijas de los hombres. Para la religión, eran las dosfiguras más profundamente significativas de toda lamitología griega, Demeter, esa diosa de la Tierraque no fue admitida jamás en el Olimpo; y para el

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arte, Dionisios, hijo éste de una mortal, para la cualel instante de traerlo al mundo fue el de su muerte.Pero la vida misma extrajo de su más honda y hu-milde capa, una figura infinitamente más espléndidaque la de la madre de Proserpina, o que la del hijode Semelé. Surgió, del taller del carpintero de Naza-reth, una personalidad inmensamente más grandeque cualquiera de aquellas creadas por el mito o laleyenda, una personalidad que estaba -cosa rara, enverdad-, destinada a revelar al mundo el sentidomisterioso del vino, y la belleza real del lirio de loscampos, como no había sabido nadie explicarlo, nien el Citerón ni el Etna.

Las palabras aquellas de Isaías: “Era el más me-nospreciado e indigno de los hombres, se hallabapletórico de dolor y lleno de enfermedades. A talpunto le despreciaban, que la gente se cubría el ros-tro en su presencia”, le habían sonado a Cristo co-mo el anuncio de su llegada, y hubo de cumplirse enÉl la profecía.

No existe ninguna razón para asustarse ante estafrase, toda obra de arte es realización de una profe-cía, pues toda obra de arte es la transformación enimagen de una idea. E igualmente debería ser todacriatura humana, la realización de una profecía,

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puesto que toda criatura humana debería ser la rea-lización de un ideal, ya fuese a los ojos de Dios, ya alos ojos de los hombres.

Encontró Cristo el modelo perfecto y para siem-pre lo dejó definido, y de esta suerte el sueño de unpoeta virgiliano, en Jerusalén o en Babilonia, se en-carnó en Él, cuya venida era aguardada por el mun-do, a través de los siglos.

“Era su cara más fea que la de los otros hombres,y más feo su aspecto que el de los hijos de los hom-bres”; así indicaba Isaías los signos distintivos delideal nuevo. No bien hubo comprendido el arte loque significaban estas palabras, se abrió como elcáliz de una flor ante aquellos en quienes aparecía laverdad en el arte, como nunca apareciera hasta en-tonces.

Porque, ¿acaso no es como dije ya, la verdad enel arte, “la expresión exterior de lo interior, en quese hace carne el alma y está el cuerpo animado porel espíritu”, aquello que se proyecta en la forma?

Uno de los más lamentables hechos de la Histo-ria, a mi juicio, es que el renacimiento cristiano ver-dadero, el que trajo consigo la Catedral de Chartres,el ciclo de leyendas del Rey Arturo, la vida de SanFrancisco de Asís, el arte de Giotto y la Divina Co-

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media del Dante, no pudiera seguir desarrollándoseen su propia senda, sino que fue detenido y desvir-tuado por el lúgubre renacimiento clásico, que nosdejó como herencia a Petrarca, los frescos de Ra-fael, las arquitecturas de Palladio, las formas rígidasde la tragedia gala, la Catedral de San Pablo, la poe-sía de Pope, y todo lo que exteriormente se hallacreado de acuerdo a cánones muertos, en vez desurgir de un espíritu que desde su interior lo anime.Por doquiera donde se produzca, en arte, un movi-miento de carácter romántico, sea cual fuere la for-ma que revista éste, aparece allí Cristo o el alma deCristo. Se halla en Romeo y Julieta y en el Cuento deinvierno, en la poesía de Provenza, y también en Elviejo marinero, en la Bella sin piedad, y en la obra deChaterton denominada Balada de la Misericordia.

Le debemos las cosas y los seres más diversos:Los Miserables, de Hugo; Las flores del mal, de Baude-laire; el matiz piadoso de los romances rusos; Ver-laine y sus poesías; las policromas vidrieras, lostapices y las obras prerrafaelistas de Burne Jones yde Morris también le pertenecen, así como el cam-panario del Giotto, el romance de Lancelot y Gine-bra, Tannhäuser, los románticos y torturadosmármoles de Michelangelo, y el estilo ojival. Y el

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amor a los niños y a las flores, además. Muy pocoespacio quedó para ellos en el arte clásico, apenas elsuficiente para que les fuese posible crecer y jugar.Pero desde el siglo XII hasta la época presente, bajolas formas más diversas y en los más diversos tiem-pos, aparecieron sin cesar, manifestando de unamanera caprichosa y obstinada, su significación. Laprimavera siempre le daba a uno la impresión deque se mantenían escondidas las flores, y tan sóloaparecían a la luz del Sol por temor de que se cansa-sen los hombres de buscarlas y diesen término a susbúsquedas. Y la existencia de un niño, era un día deabril, en que tan pronto aparece el narciso bajo lalluvia, como inundado de Sol.

Lo que convierte a Cristo en el centro e impulsodel romanticismo, es el imperio de la imaginaciónen su temperamento. Otros habrán de crear, merceda su fantasía, las singulares formas del drama poéti-co y de la balada; pero Jesús de Nazareth se creó a símismo, por su propia imaginación. Es verdad, elprofético grito de Isaías no tuvo otra relación consu arribo, que la que el canto del ruiseñor tiene conla aparición de la luna. Nada más que esto, aunqueacaso nada menos. Vino a ser por igual la negacióny la confirmación de las palabras del Profeta, por-

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que cada esperanza que Él satisfacía, iba acompaña-da de otra por Él destruida.

Bacon, dice: “Toda belleza tiene alguna despro-porción”; dice Cristo, de los que gocen de la inteli-gencia, o sea de los que, como Él, son fuerzasdinámicas, y que se asemejan al viento, que “sopladonde se le antoja, pero sin que sepa nadie de dón-de viene ni adónde va”. Y es por esto que de talmodo fascina a los artistas; todos los elementos queson los animadores de la vida, el enigma, la nove-dad, lo raro, la sugestión, el éxtasis, el amor, todoslos posee. Forja condiciones conducentes al mila-gro, esa necesaria disposición de ánimo para llegar acomprenderlo.

Constituye para mí un grande júbilo pensar que sies Él “solamente imaginación”, de la misma materiaesta compuesto el mundo. He dicho ya en DorianGray, que todos los grandes pecados del mundo tie-nen su nacimiento en el cerebro. Y es que es en elcerebro donde se realizan. Sabemos ya que no ve-mos con la vista, ni que oímos con el oído. Que lavista y el oído, en realidad, sólo son canales con-ductores, y transmisores más o menos fieles, de lasimpresiones de los sentidos. Es en el cerebro donde

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se encuentra roja la amapola y perfumada la manza-na, y también donde canta la alondra.

Desde hace cierto tiempo, ocupo ardorosamentemis horas con los cuatro poemas en prosa que tra-tan de Cristo. Conseguí exhumar, en oportunidadde la Navidad, una biblia griega, y todas las maña-nas, luego de haber barrido mi celda y fregado misutensilios de estaño, me dedico a la lectura de algúntrozo de los Evangelios, nada más que una docenade versículos escogidos al azar. Es ésta una deliciosamanera de iniciar el día. Todos deberían hacer lomismo, incluso las gentes que llevan una vida dedesorden y agitación. La monótona, constante eintempestiva repetición de los Evangelios, desvirtuósu encanto romántico, su lozanía, su candidez, suestilo sencillo. Demasiado a menudo y demasiadomal nos hace su lectura, y siempre acaban por has-tiar las repeticiones. Volviendo a leer el texto griego,se tiene la impresión de que sale uno de un cuartolóbrego y estrecho, y se pasea por un jardín cubiertode lirios.

Y se duplica mi júbilo con la idea de que lo másprobable, es que sean aquellas las palabras verdade-ras de Cristo: ipsissima verba. Hace muchos años, eraidea general suponer que Cristo hablaba en arameo.

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Así lo creía aún el propio Renán. Pero ahora esta-mos enterados de que los labriegos de Galilea ha-blaban dos lenguas, como ocurre actualmente conlos habitantes de los campos de Irlanda, y que elgriego era el idioma corriente en toda Palestina,mejor dicho, en Oriente todo. Me resultó en todomomento desagradable pensar que únicamente po-díamos conocer las palabras de Cristo a través de latraducción de otra traducción.

Cuando leo los Evangelios -el escrito por el mis-mo San Juan o por un gnóstico de los primerostiempos que con su nombre se encubrió-, observocómo resalta perennemente en ellos la imaginación,y cómo es la imaginación la esencia de toda vidaespiritual y material; y también, que la imaginaciónfue sencillamente, para Cristo, una forma del amor,siendo para Él soberano el amor, en el más com-pleto sentido del término.

Hará unas seis semanas, el médico me autorizó acomer pan blanco, en vez del tosco pan negro omoreno, que es corriente como alimento de los mo-radores de la cárcel. Constituye este pan blanco unagolosina. Podrá parecer raro que el pan seco puedatrocarse en una golosina. Pero, lo es para mí a talpunto, que después de cada comida, recojo cuida-

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dosamente todas las migajas que quedan en mi platode opaco estaño, o que cayeron sobre la ordinariaservilleta con que cubrimos la mesa para no man-charla; y hago esto, no por apetito, pues me sirvenahora lo suficiente, sino para evitar que se pierdanada de lo que me dan. Y del mismo modo debe-mos obrar los hombres con el amor.

Como todos los que saben cautivar, poseía Cristoel don, no tan sólo de decir cosas hermosas, sinotambién de hacer que las dijeran otros. Siento espe-cial predilección por esa historia que nos refiereMarcos de una mujer griega que, al decirle Jesús, enel afán de probar su fe, que no podría concederle elpan de los hijos de Israel, le contestó: “Se alimentael perrito que está debajo de la mesa con las migajasque dejan caer los niños". Viven la mayor parte delos hombres para el amor y la admiración. Nosotrostambién deberíamos vivir de amor y admiración. Ycuando se nos demostrara amor, reconocer que so-mos indignos de él. No merece nadie que le amen.El hecho que ame Dios a los hombres, nos pruebaque en el divino orden de los bienes ideales está es-crito que le será concedido el amor eterno a quienes eternamente indigno de él. Y si estas palabrasparecen harto amargas, digamos, en su reemplazo,

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que son todos dignos de amor, excepción hecha deaquellos que creen serlo. El amor es un sacramentoque debería recitarse de hinojos con las siguientespalabras: Domine non sum dignus en los labios y en elcorazón.

El día que vuelva yo a escribirte, o sea el día quecree una nueva obra de arte, desearía tratar precisa-mente a fondo los dos temas siguientes: “Cristocomo precursor del movimiento romántico en lavida" y “La vida del artista y el arte de la Vida”.Naturalmente, el primero es seductor a un gradoextraordinario, porque yo veo en Cristo, no sola-mente las características esenciales del tipo románti-co por excelencia, sino asimismo todo lo accidental,y hasta, incluso, las arbitrariedades del tempera-mento romántico. Fue Él el primero en invitar a loshombres a vivir “una vida idéntica a la de las flo-res”. Sentó Él esta expresión. Vio Él, en los niños,el modelo que debemos tratar de imitar. Él los diocomo ejemplo a los hombres. Y siempre ha sidoéste, también para mí, el fin principal de los niños,siempre y cuando pueda tener un fin lo perfecto.

Nos describió Dante cómo sale de entre las ma-nos del Creador el alma del hombre, “llorando yriendo como una criaturita”, y también ha sido re-

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conocido por Cristo que debía ser el alma de todohombre “a manera di fanciulla che piangendo e ridendoparpoleggia”. Comprendió que la vida se halla sujeta afrecuentes cambios, que es activa y fluida, y que sig-nificaría la muerte comprimirla dentro de una formarígida. Comprendió que los hombres no debenpreocuparse demasiado de sus intereses materialescotidianos; que no ser práctico es cosa muy grande,y que no es posible forjarse demasiadas ideas en loque respecta a la marcha del mundo. Si no se ocu-pan de ello los pájaros, ¿por qué habrían de preocu-parse los hombres? Y es realmente encantadoraaquella frase suya, que expresa: “No os preocupéisdel mañana. ¿Acaso es la vida tan sólo el alimento?¿Acaso las ropas son tan sólo el cuerpo?” Podía ha-ber dicho esto último también en griego, pues real-mente expresa el sentir heleno. Pero únicamenteCristo pudo haber dicho ambas cosas reunidas,condensando para nosotros en ellas la suma de lavida.

No es más que amor su moral; justo lo que de-biera ser la moral. Conque hubiera dicho, simple-mente: “sus pecados le serán perdonados, porqueha amado mucho”, valía la pena morir por estaspalabras. Es su justicia, de un modo esencial, una

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justicia poética, o sea, realmente lo que la justiciadebe ser. Llega el pobre al cielo porque ha sido des-dichado. No puedo concebir para ello un motivomejor. Los que sólo han laborado en el viñedo unahora, a la fresca de la tarde perciben el mismo sala-rio que los que se agotaron trabajando todo el día alsol radiante. ¿Por qué no? Es lo más probable queni unos ni otros merecieran nada, o acaso eran seresde clase diferente.

No podía Cristo soportar los sistemas rutinarios,mecánicos e inanimados, esos sistemas que toman alos hombres por objetos, y que, por consiguiente, atodos los tratan por igual. Cristo no reconoceríaleyes, sino tan sólo excepciones, como si cada ser ycada cosa no tuvieran igual en el mundo.

Era para Cristo la base esencial de la vida natural,lo que constituye el basamento fundamental del arteromántico. No veía otra. Cuando ante su presenciallevaron a una mujer que había sido sorprendida enflagrante delito de adulterio, y le indicaron el castigoa que se había hecho acreedora, de acuerdo con lasdisposiciones de la ley, preguntándole lo que eraconveniente hacer, empezó Cristo a escribir con eldedo en la arena; como le siguieran apremiando,levantó la cabeza y dijo sencillamente: “Aquél de

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vosotros que esté libre de pecado, que le arroje laprimera piedra”. Vale la pena de vivir, nada más quepor estas palabras. Amaba a los ignorantes, comotodos los poetas, pues sabía que siempre hay espa-cio en el alma de un ignorante para una gran idea.Pero no podía soportar a los necios, especialmente aaquellos embrutecidos por la educación, vale decir,a esas gentes que poseen un juicio a punto para to-do, aunque no comprendan ninguno; un tipo, éste,especialmente moderno, y que describe Cristo bajola forma de aquél que posee la llave de la sabiduría yno la sabe emplear, ni permite que la empleen losdemás a pesar de que ésta, acaso, sirva para abrir lapuerta del reino de Dios.

Tuvo que luchar, en especial, contra los filisteos.Es ésta una brega que se ve en la obligación de pro-seguir cualquier hijo de la luz. Era el filisteísmo lacaracterística de la época y del pueblo en que Élmoraba. Por su mente hermética, por su rectitudinflexible, por su adoración a los ídolos del mo-mento, por su preocupación exclusiva por las cosasgroseras de la existencia material, por su ridículoengreimiento y por su suficiencia, los judíos de Jeru-salén, contemporáneos de Cristo, eran cabalmenteidénticos a los filisteos británicos de nuestra época.

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Clamó Él contra “los sepulcros blanqueados” de larespetabilidad, y para siempre ha dejado grabadaesta expresión. Era el éxito mundano, para Cristo,una cosa completamente despreciable, que carecíaen absoluto de significado, y una carga abrumadorala riqueza.

Nada quiso saber de una existencia sacrificada enaras de un sistema de filosofía o de moral. Dijo quelas formas y los usos fueron hechos para el hombre,y no el hombre para ellos. No tenía para Cristo, lamínima importancia el descanso del séptimo día, ycon el más terrible e inquebrantable desprecio, fus-tigó la filantropía, la pública caridad, el enfadosoformalismo a que tan aficionada es la mentalidad delburgués de menor cuantía. La ortodoxia, para no-sotros, no es más que una aquiescencia cómoda ycarente de espíritu; pero, para los judíos, y en susmanos, constituyó una terrible y envaradora tiranía.La rechazó Cristo, demostrando que tan sólo el es-píritu tiene valor. Para Él fue una inmensa satisfac-ción probarles que, aun cuando constantementeleían la Ley y los profetas, no tenían en realidad lamenor idea de lo que tal cosa significaba. Más aun,contrariamente a ellos, que mascaban todos los días,como si fueran hojas de ruda o de menta, sus ruti-

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nas intocables, los deberes establecidos de antema-no, predicó que lo único que tiene importancia, esvivir plenamente cada instante de la vida.

Los hombres que lograron de Él la absolución desus pecados, únicamente obtuvieron esta absolucióna causa de los momentos bellos de su vida. Al verle,María Magdalena quiebra la preciosa copa de ala-bastro que le regalara uno de sus siete amantes, ysobre sus fatigados y polvorientos pies, vierte elperfumado ungüento, y basta este sólo instante paraque por siempre se siente en el Paraíso, a la vera deRuth y Beatriz, entre guirnaldas de rosas blancascomo es blanca la nieve.

Lo único que nos dice Cristo, con acento suave einsinuante, es que debe ser hermoso cada momento,que debe estar siempre preparada el alma para lallegada del esposo y dispuesta siempre a ser la vozdel amante, y es el filisteísmo simplemente esa partede la naturaleza humana que no puede ser iluminadapor la imaginación. Son como luces, para Cristo, lasinfluencias todas que son gratas a los sentidos; lamisma imaginación constituye la luz del mundo.Ella lo ha creado, pero ello no obstante, no puedecomprenderlo. Y esto, porque la imaginación no esotra cosa que una manifestación del amor, y es el

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amor y la facultad de amar lo que entre sí distinguea las criaturas.

Pero es Cristo más romántico aún con los peca-dores, en el sentido más estricto del término. Siem-pre había amado el mundo a los santos, viendo enellos la etapa inicial inmediatamente posible hacia laperfección de Dios. Guiado por un divino instinto,Cristo parece, desde un comienzo, haber amado alos pecadores, viendo en ellos la etapa inicial posiblehacia la perfección del hombre. Su objeto principalno era el mejoramiento de los hombres, ni tampocola mitigación de sus padecimientos. No le importabatransformar a un interesante amigo de lo ajeno, enun tedioso hombre de bien. Con toda seguridad, nohabría prestado mayor atención a La sociedad para laprotección de los delincuentes regenerados, ni a las restantesy modernas instituciones de esta índole. Segura-mente no habría considerado que constituía unaacción heroica la conversión de un publicano, en unfariseo. Comprendía el pecado y el dolor como nohan sido comprendidos aún, como algo hermoso ysanto en sí, como etapas hacia la perfección.

Esta es una idea al parecer muy peligrosa, y efec-tivamente lo es. Son peligrosas todas las grandesideas. Y no es posible poner en tela de juicio, que

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era ésta, verdaderamente, la fe de Cristo. No mecabe a mí la menor duda de que ésta sea la verdade-ra fe.

Naturalmente que es necesario que el pecador searrepienta. Pero, ¿por qué? Pues, por la sencillísimarazón de que no estaría de otro modo en condicio-nes de comprender lo que ha hecho. Es el de la ini-ciación el momento del arrepentimiento. Mástodavía: es el medio por el cual podemos deshacerel pasado.

Esto era imposible para los griegos. Nos dicen amenudo sus sentencias, que “los dioses nunca pue-den cambiar el pasado”. Demostró Cristo que estose halla al alcance del más vulgar de los hombresque pecan; que es lo único que se encuentra a sualcance. Si se le hubiera preguntado a Cristo acercade ello, estoy seguro de que habría contestado queel hijo prodigo, luego de haber despilfarrado su pe-culio con meretrices, y de haber guardado los ma-rranos y padecido hambre, y solicitado losdesperdicios que comían los cerdos, en el instantemismo en que cayó de hinojos y lloró, todos estoshechos fueron transformados por él en momentoshermosos y santos de su vida. Difícil les será com-prenderlo a la mayor parte de los hombres. Tal vez

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sea preciso haber morado en la cárcel para ello. Sifuera así, valdría realmente la pena haber morado enla cárcel.

Existe algo único en la figura de Cristo. Porcierto que así como es precedida la aurora por en-gañosos fulgores que parecen anunciarla, y existendías invernales en los que el sol luce de repente conclaridad tal que el azafrán, inducido en error, derro-cha su oro antes de tiempo, y que llama algún pájaroingenuamente a su hembra, para construir el nidosobre las peladas ramas, hubo así también Cristosantes de Cristo. Y son dignos de nuestra gratitud.Desgraciadamente, no ha habido ninguno más des-de entonces. Con una sola excepción: Francisco deAsís. Pero Dios le concedió al nacer un alma depoeta; él mismo, muy joven aún, se desposó místi-camente con la pobreza, y de esa suerte, con uncuerpo de mendigo y un alma de aeda, no podíaserle más duro el sendero abrupto de la perfección.A Cristo supo comprender, y por esto mismo con-siguió parecerse a Él. No hemos menester del liberconformitatum para saber que la vida de San Franciscofue la verdadera imitación de Cristo; una poesíacomparada con la cual, el libro del mismo nombrees prosa chata.

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Y es que, en el fondo, está el encanto que emanade Cristo en que se asemeja Él en un todo a unaobra de arte. En realidad, no nos enseña Él nada;pero, si algo llegamos a ser, es porque en contactoentramos con Él. Y estamos a ello predestinados, ypor lo menos una vez siquiera, en su vida, se dirigecada hombre, con Cristo, hacia Emmaús.

En lo que al segundo tema se refiere, o sea “Lavida del artista y el arte de la Vida” sin duda ha deparecerte su elección un tanto extraña. Señala hoy lagente hacia la cárcel de Reading, y dice: “Ahí esdonde le lleva a uno la vida de artista". Bien; peropodía llevarles a sitios peores aún. El vulgo, esospara quienes la vida es una especie de diestra espe-culación, fruto de un cálculo cuidadoso de posibili-dades, siempre saben adónde van, y derechamentevan hacia su objeto. Se proponen como fin idealllegar a ser mayordomos de cofradía, y lo consiguen,efectivamente, cualquiera que sea la situación en quehayan sido colocados. Y es esto todo. Y aquél queaspira a ser algo exterior a sí mismo, diputado en elParlamento, opulento negociante, letrado eminente,magistrado o cualquier otra cosa tan aburrida comolas enunciadas, siempre ve sus esfuerzos coronados

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por el éxito. Y es éste su castigo. Quien ansía unacareta, no tiene más remedio que usarla.

De muy distinta manera ocurren las cosas con lasfuerzas dinámicas de la vida, y con aquellos que lasencarnan. Los que piensan tan sólo en el desenvol-vimiento de su propia personalidad, no saben nuncaadónde les lleva la senda que siguen. No puedensaberlo. Dicho en pocas palabras, es indispensable,como lo pedía el oráculo griego, conocerse a símismo. Es éste el paso inicial hacia la sabiduría. Pe-ro estriba la etapa final de la sabiduría en compene-trarse de lo insondable del alma humana. Somosnosotros mismos el misterio final, y aun luego dehaberse averiguado el peso del sol, y medido las fa-ses del astro de la noche, y sobre el mapa seguido,estrella por estrella, las siete constelaciones, nosfalta todavía conocernos a nosotros mismos.

¿Quién sería capaz de calcular la órbita de supropia alma?

El hijo aquél que salió en busca de los pollinos desu padre no sabía que le aguardaba el hombre deDios para ungirle, y que era ya su alma el alma de unsoberano.

Espero yo vivir todavía lo suficiente para podercrear una obra que me permita manifestar en las

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postrimerías de mi vida: “Bien; aquí están ustedesviendo adónde conduce al hombre la vida de artis-ta”. La vida de Verlaine y la del príncipe Kropotki-ne, es lo más perfecto que he hallado en la esfera demi experiencia. Y los dos son hombres que estuvie-ron varios años en la cárcel. Desde el Dante, esVerlaine el único poeta cristiano; posee Kropotkineel alma de ese blanco y hermoso Cristo que pareceque Rusia tenía que producir.

Y en el transcurso de los últimos siete u ochomeses, pude mantener, a pesar de las enormes difi-cultades que continuamente me llegaban del mundoexterior, un contacto estrecho con un espíritu nue-vo que anima, en esta cárcel, a hombres y cosas, yque me beneficiaron más de todo lo que pudieranexpresar mis palabras. Y tal como no hice otra cosa,en el primer año de cárcel, ni puedo recordar otracosa, que retorcerme las manos con terrible deses-peración y gritar: “¡Qué fin, qué horrendo fin!”, in-tento ahora decirme, y efectivamente me lo digoalgunas veces, con absoluta sinceridad, cuando a mímismo no me torturo: “¡Qué principio, qué maravi-lloso principio!”.

Quizá sea esto cierto, y mucho le debo, entonces,a la nueva personalidad que cambia, en este lugar, la

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vida de todos. Poca importancia tienen las cosas ensí. Agradezcámosle, por lo menos, una vez a la filo-sofía algo que nos haya enseñado. No hablo aquí delas ordenanzas, pues están determinadas por regla-mentos férreos, sino del espíritu que reside en ellas.

Puedes tú comprenderme, cuando te digo que, dehaber sido liberado en el mes de mayo, como lo in-tenté, habría abandonado este lugar presa del ho-rror, habría experimentado por él y por todos susdirigentes un odio tan enorme, que hubiera empon-zoñado mi existencia íntegra. Tuve que quedarmeun año más en el calabozo; pero en este lapso hainvadido a todos un sentimiento de humanidad, ycuando salga ahora de la prisión, siempre me acor-daré de la bondad que tuvieron aquí, casi todos, pa-ra conmigo, y el día de mi partida manifestaré amuchos mi sincera gratitud, y les suplicaré que, devez en cuando, se acuerden de mí.

Están equivocadas de medio a medio las institu-ciones penitenciarias. Y daría yo cualquier cosa porpoderlas modificar más adelante. Tengo la intenciónde hacerlo. Pero no existe nada tan defectuoso en elmundo que no consiga el espíritu de humanidad -osea, el espíritu de amor, el espíritu de Cristo, que nose halla en las iglesias-, si no modificarlo por com-

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pleto, ayudarlo, al menos, a soportarlo sin exceso deamargura.

Además, me consta que me aguardan aún, en elexterior, muchas cosas deliciosas, desde aquello quellama San Francisco de Asís “hermano viento” y"hermana agua” -las dos cosas son un placer- hastalas vidrieras y las puestas del sol de las grandes ur-bes. Si desease hacer una lista de todo lo que toda-vía me resta, no sé cuándo podría terminarla, puesDios, en verdad, creó el mundo tan bueno para mícomo para cualquier otro hombre. Quizá salgo deaquí dueño de algo que antes no tenía. No he me-nester de decirte que las reformas sociales para míson tan insípidas y tan desprovistas de importanciacomo las teológicas. Pero si bien es cierto que tenerla intención de llegar a ser un hombre mejor, cons-tituiría una hipocresía carente de base, llegar a serun hombre más profundo, privilegio es de los quehan padecido. Y tengo la impresión de haberlo lo-grado.

No me importaría nada, al recobrar mi libertad,que diese uno de mis amigos una fiesta, y no meconvidara a la misma. Puedo ser absolutamente di-choso, a solas conmigo mismo. ¿Quién podría noserlo, si es dueño de la libertad, si tiene flores, y li-

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bros, y una luna en el cielo? Esto, sin olvidar que yano me agradan las fiestas; demasiadas fueron las quedi para que todavía puedan proporcionarme algúnplacer. Este es un aspecto de la vida que ha muertopara mí, desearía poder decir que por suerte. Pero siluego de verme libre, tuviese una pena uno de misamigos y no me permitiese compartirla, habría deexperimentar una gran amargura. Sí me cerrase esteamigo las puertas de la mansión del dolor, retornaríayo una y otra vez, suplicando me permitiese entrar,para compartir aquello que me asiste el derecho decompartir. Si me considerase indigno e incapaz dellorar con él, me haría el más cruel de los despre-cios, la más grande de las ofensas. Pero, es imposi-ble semejante cosa. Tengo derecho a compartir eldolor, y a poder contemplar la dulzura del mundo, ycompartir su dolor, y medir la maravilla de ambosen toda su extensión, es estar en contacto directocon las cosas divinas y aproximarse más que cual-quier otro al misterio de Dios.

Y acaso también penetre en mi arte, tal como enmí vida, una nota más profunda aún, la de una ma-yor unidad de la pasión y la de una fuerza más di-recta. El verdadero objeto del arte moderno es laintensidad, y no la amplitud. No debemos ya ocu-

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parnos del prototipo de arte; únicamente de la ex-cepción. No sé si necesito decir que no puedo ex-presar mis padecimientos en la forma que realmentetuvieron; empieza el arte allí donde termina la imita-ción. Pero deberé animar algo mi obra, quizá unamás profunda resonancia, un ritmo más rico, másinauditos efectos, o una más simple estructura.Nuevos valores estéticos, en todo caso.

Cuando fue arrancado Marsias de la vaina de susmiembros -recurriendo a una de las más horrendasimágenes del Tácito recopiladas por el Dante-, dellavagina delle membra sue, los griegos dicen que finalizósu canto. Había vencido a Apolo. La lira había de-rrotado al caramillo del pastor. Pero quizá anduvie-sen errados los griegos. En el arte moderno oigo amenudo el grito de Marsias: en Baudelaire suenaamargo, lastimero y dulce en Lamartine, misteriosoen Verlaine.

Lo percibo en los acentos contenidos de la músi-ca de Chopin, en la repetida melancolía de todas lasfiguras de mujeres de Burne Jones. Y hasta se sienteen el canto angustioso de los versos de duda y detortura de Matthew Arnold, cuyo poema de Callicleshabla con tan hermoso lirismo y tan nítidos tonosdel Triunfo de la dulce y persuasiva lira y de la Fa-

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mosa victoria final; no pudieron ayudarle ni Goethe niWordsworth, a pesar de que alternativamente sevolvía él hacia cada uno de ellos; cuando pretendeexpresar los lamentos de Tirsis, o deja cantar al Es-tudiante gitano, se ve en la necesidad de apelar al ca-ramillo del pastor.

Pero, esté mudo o no el fauno frigio, no puedoyo callar, y dar flores a las negras ramas de los ár-boles que se asoman por encima de los paredonesde la cárcel, y que tiemblan al viento con tanta agi-tación. Se entreabre ahora un profundo abismo en-tre mi arte y el mundo, pero no entre el arte y yo.Así lo espero, al menos.

A cada uno de nosotros le estaba reservado sudestino. Te ha tocado a ti el de la libertad, los place-res, las diversiones y el bienestar; el de la vergüenzapública, el de la larga reclusión en una mazmorra, elde la miseria, la ruina y el deshonor a mí, a pesar deque en nada lo merecía.

Me acuerdo de haber dicho que creía poder so-portar una tragedia verdadera, siempre que apare-ciese ante mí con un manto de púrpura o con lamáscara del verdadero dolor; pero es lo tremendode la vida moderna que, por el contrario, se oculta latragedia bajo el disfraz de comedia, con lo cual pa-

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recen grotescas o sin estilo, las grandes realidades detodos los días. Tiene esto su razón de ser. Es pro-bable que hubo siempre de acontecer en la actuali-dad de todas las épocas. Se dijo que al espectador leparecían viles todos los martirios, no debe ser unaexcepción el siglo XIX.

Todo ha sido feo, bajo, asqueante, carente de ca-rácter, en mi tragedia. Incluso nuestros uniformesnos tornan grotescos. Somos los bufones del dolor.Unos payasos con el corazón hecho añicos. Y dis-frutamos de la facultad de mover los músculos de larisa.

El 13 de noviembre de 1895 aquí me trajeron,desde Londres. Hube de estar aquel día desde lasdos y media hasta las tres de la tarde, con ropas depresidiario y las manos esposadas, expuesto a lasmiradas del público en el andén principal de la esta-ción de Clapham Junction. Sin previo preparativo,ni siquiera un aviso un minuto antes, me habían sa-cado de la enfermería. Era yo el más grotesco detodos los depravados existentes, y se echaba a reír lagente, al verme. Aumentaba el número de los curio-sos con cada tren que llegaba, y se divertían todosde indescriptible manera. Como es natural, ocurríaesto antes de saber quién era yo. No bien lo supie-

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ron, arreciaron sus carcajadas. Estuve allí media ho-ra larga, bajo la gris lluvia de noviembre, víctima delas mofas de la chusma.

He llorado por espacio de un año entero, todoslos días y a la hora en que tal cosa me acaeció. Masno es este llanto tan trágico como sin duda lo supo-nes. Para los que estén en prisión, las lágrimas for-man parte de la cotidiana experiencia. El día que nollora uno allí, es un día en que se tiene el corazónempedernido, no un día en que el corazón se sientedichoso.

Bien; paulatinamente he ido experimentando máslástima de aquellos que se burlaban de mí, que demí mismo. Claro está que el día aquél no me en-contraba yo sobre mi pedestal, sino en la infamantepicota. Pero las gentes desprovistas de imaginaciónno se ocupan de los que están en un pedestal. Puedeser una cosa irreal, un pedestal; en cambio, es la pi-cota una terrible realidad. Debían aquellas genteshaber interpretado con más lucidez el dolor. Dije yaque siempre se halla el dolor tras el dolor; mejorsería decir que siempre hay un alma tras el dolor. Yes una cosa horrenda mofarse de un alma atormen-tada. No es bella la vida de quien tal cosa hace.

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Recibe uno tan sólo aquello que da, en la econo-mía extrañamente sencilla del mundo. ¿Es posible,por ventura, conceder otra piedad que la del despre-cio a aquellos que no poseen la suficiente imagina-ción para comprender el mero aspecto exterior delas cosas, y apiadarse de él?

Me refiero en esta carta a mi traslado a esta cár-cel, para demostrar lo difícil que hubo de serme ex-traer de mi castigo algo más que amargura ydesesperanza. Pero es preciso que sea así, y tengo,de vez en cuando, instantes de resignación y dehumildad. Puede cobijarse la primavera toda en unsolo capullo, y el nido de la alondra en los surcospuede cobijar todas las delicias que un día habrá deanunciar el alborear de infinitas auroras. También,tal vez toda la belleza que la vida me reserva aún, seencuentra en un período de abandono, de resigna-ción y de humildad.

Sea lo que fuere, no puedo yo seguir adelante, sino es por los caminos de mi propia evolución y,aceptando todo lo que me ha ocurrido, hacermedigno de ello.

Me decían a menudo que era yo por demás indi-vidualista. Pues he llegado a ser muchísimo más in-dividualista de lo que antes era. Preciso extraer de

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mí, mucho más de lo que extraía antes, y exigir me-nos del mundo. Mi ruina, en el fondo, no se debe aun exceso, sino a ausencia de individualismo. Elúnico paso bochornoso de mi existencia, el únicoque no merece perdón, y que será por siempre des-preciable, fue haberme atrevido a dirigirme a la so-ciedad, solicitándole ayuda y protección. Ya era muytorpe ese pedido de amparo, desde el punto de vistaindividualista. ¿Qué disculpa podría invocar en fa-vor mío? Una vez que puse en marcha las fuerzas dela sociedad, ésta, como es natural, se volvió de in-mediato contra mí, expresando: “¿No has vividosiempre al margen de mis leyes? ¿Y recurres ahora amis leyes para que te protejan? Bien, entonces; teharemos sentir todo ahora el peso de estas leyes, ytendrás que soportar sus consecuencias”. Y arrojóesto como resultado, el que me vea yo ahora ence-rrado en una celda. Y, durante mis tres procesos,pude sentir amargamente la ironía ignominiosa demi situación.

Es casi seguro que nunca cayó un hombre tanvergonzosamente, ni fue precipitado por tan ver-gonzosos instrumentos como yo. Pueden leerse es-tas palabras en Dorian Gray: “Es poco siempre elcuidado que se pone en la elección de sus enemi-

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gos”. Yo no me hubiera imaginado nunca, que porculpa de unos parias, llegaría a transformarme en unparia. Y a ello se debe el enorme desprecio que pormí siento.

No consiste el filisteísmo en la vida, en la incapa-cidad de comprender el arte. Hay hombres encanta-dores, pescadores, pastores, labriegos, campesinos yotros por el estilo, que no saben una pizca del arte yque, ello no obstante, son la sal de la tierra. Es elverdadero filisteo aquél que estimula las fuerzas me-cánicas, pesadas, enfadosas, ciegas, de la sociedad, yque cuando se le brinda la oportunidad las apoya,sin reconocer la fuerza dinámica, en un hombre oen un movimiento.

Se consideró espantoso el que sentase yo a mimesa a individuos nocivos, y me sintiese cómodo ensu compañía. Sin embargo, desde el punto de vistadesde el cual tuve que aproximarme a ellos, en micalidad de artista, constituían para mí un estimulanteencantadoramente sugestivo. Era lo mismo queembriagarse en medio de unas panteras; radicaba lamitad de la embriaguez en el peligro. Tenía la im-presión de que era yo un encantador de serpientes,en el instante en que hace que la víbora, a su voz, sealce del abigarrado paño, o del cesto, y desenvuelva

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sus anillos y se balancee en el aire como una plantaen la corriente del río. Para mí eran las más lumino-sas de las serpientes doradas, y radicaba parte de superfección en su ponzoña. No sabía yo que empe-zarían a atacarme al oír el silbido y el ruido del dine-ro de otro. Y no experimento bochorno porhaberlos conocido, porque eran formidablementeinteresantes. Pero me abochorno, eso sí, del am-biente de filisteísmo al que fui arrastrado. Me impe-lía hacia él mi calidad de artista, y tuve que darme ala tarea de bregar contra Calibán. En vez de escribirpiezas armoniosas, magníficamente policromadas,como Salomé, La tragedia florentina, o La santa cortesa-na, tuve que redactar cartas de picapleito, y me vi enla necesidad de colocarme bajo la protección, preci-samente, de aquellas cosas contra las cuales siemprehabía adoptado precauciones.

Se mostraron admirables en su guerra infamecontra la vida, Glibborn y Akkins. Una empresa enverdad arriesgada, fue darles amparo. Dumas padre,Cellini, Goya, Edgar Allan Poe, Baudelaire, hubie-ran actuado exactamente de la misma manera. Meda asco el recuerdo de las visitas sin fin que hice alletrado Humphrey; en la cruda luz de un cuartodesnudo, estaba sentado, diciendo con faz muy seria

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embustes muy serios a un individuo calvo, hasta queme hacía bostezar y gemir el tedio. Estaba allí real-mente en el centro de Filistea, lejos de cuanto eshermoso, brillante, maravilloso y osado. Me habíapresentado como adalid de la decencia y la austeri-dad en la vida, y de la moral en el arte.

Voila où ménent les mauvais chemins.1

Resulta lo más extraño para mí, que tengas quehaber intentado imitar a tu padre, en los rasgos dis-tintivos de su carácter. No alcanzo a comprendercómo pudo tu progenitor llegar a ser para ti unejemplo, cuando, precisamente, debía haber sidotodo lo contrario. No existe más que un lazo real,una verdadera fraternidad allí donde el odio impera.Ustedes, debido a esa ley extraña que torna antipáti-cos entre sí a los semejantes, se odiaban, y no por-que fueran dispares en muchos puntos, sino porqueeran iguales en algunos. En junio de 1892, cuandoabandonaste Oxford, sin obtener ningún título aca-démico, pero lleno de deudas, que si bien no eranmuy cuantiosas, eran importantes para un hombreque sólo contaba con los recursos de su padre, teescribió éste una misiva redactada en términos soe-

1 He ahí dónde conducen los malos caminos.

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ces, crudos e insultantes. Fue tu respuesta, desdecualquier punto de vista, peor aún, y como es natu-ral, todavía menos excusable. De lo cual, me lo ima-gino, te enorgullecerías. Me acuerdo perfectamenteaún que me dijiste, con acento más presuntuoso,que podías atacar a tu padre en su propio terreno. Muybien. Pero, ¡vaya un terreno, y vaya una lucha!

Tenías la costumbre de burlarte y de reírte de tuprogenitor, porque se iba de la casa de tu primo, enla cual vivía, para escribirle desde un hotel cercano,misivas muy puercas. Y la misma costumbre tenías ami respecto. Siempre almorzabas conmigo en algúnrestaurante, armabas un escándalo en el transcursode la comida, y te marchabas después al White'sClub, a escribirme una epístola infame. La únicadiferencia entre tú y tu padre, era que tú, algunashoras después de haberme mandado la carta porintermedio de un quidam, acudías a mi domicilio, noa excusarte, sino a averiguar si había yo encargado lacomida en el Savoy, y si no, por qué razón no lohabía hecho. E incluso, en ciertas ocasiones, llegasteantes de haber yo leído la misiva en que me cubríasde injurias. Me acuerdo que una vez me suplicasteinvitase al lunch, en el Café Royal, a dos de tus ami-gotes, a uno de los cuales no había visto en mi vida.

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Lo hice así, y de acuerdo con tus deseos, ordené unacomida suculenta especial. Requerí la presencia delmaître d'hôtel -todavía me parece estarlo viendo-,para puntualizarle de una manera concreta todos losdetalles referentes a los vinos. Y, en lugar de acudiral almuerzo, me enviaste al café una carta rebosantede injurias, calculando el tiempo de tal manera, quela recibí luego de haberte aguardado durante mediahora.

Me impuse de la primera línea, lo comprendí to-do, metí la carta en el bolsillo y comuniqué a tusamigos que te habías enfermado de repente; que elresto de la misiva trataba de los síntomas de la do-lencia. En realidad no leí la carta hasta mucho mástarde, cuando fui a Tite-Street a cenar.

Dominado por una amargura intensa, sumido enel lodo de las líneas aquéllas, me preguntaba cómopodías escribir esas cartas que eran como la baba yla espuma que brota de la boca del epiléptico, cuan-do me comunicaron que te encontrabas en el vestí-bulo y deseabas hablarme sin dilaciones.

De inmediato te hice subir. Reconozco que tepresentaste pálido y demudado; acudías en busca deapoyo y de consejo, pues había ya llegado a tus oí-dos que alguien del estudio del abogado Lumley

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había inquirido a tu respecto en Cadoglan Place, ytemías ver erguirse la amenaza de tu asunto de Ox-ford, o de algún nuevo peligro. Te consolé, dicién-dote que era probable -y en efecto así era-, que setratase simplemente de la factura de algún comer-ciante, y te invité a cenar y a pasar en mi compañíala velada.

Para nada mencionaste tu nefasta carta, ni tam-poco yo hablé de ella. No era para mí más que undeplorable síntoma de un carácter desdichado. Nomencionaste la epístola. Haberme escrito, a las dos ymedia de la tarde, una carta asqueante, y acudir a lassiete y cuarto de ese mismo día, en busca urgente deayuda y amparo a mi vera, constituía para ti algo detodos los momentos. En esto, y en numerosas cosasmás, rebasas a tu padre.

Cuando fueron leídas ante el magistrado las in-fames cartas que te mandó tu progenitor, se aver-gonzó éste, y simuló echarse a llorar. Y si hubieseleído también su letrado las misivas que le habíasdirigido, hubiera el mundo experimentado un ho-rror, un asco mayores aún.

Pero no era solamente con el estilo con lo que teimponías a tu padre “en su propio terreno”, sinoque también le dejabas rezagado en el sistema de

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ataque. Recurrías al telegrama público y a la postalsin sobre. Me parece que esas formas de atacar, de-bías habérselas dejado a individuos como AlfredWood, para quienes son la fuente principal de in-gresos.

¿No es así acaso?Lo que para su pandilla y él mismo era una pro-

fesión, para ti significaba un placer, aunque un pla-cer por demás perverso. Y no renunciaste al mismo,ni siquiera después de todo lo que me sucedió, pre-cisamente a causa de esa abominable costumbretuya de mandar misivas injurio-sas. Sigues conside-rando esta práctica como una genialidad tuya, y laesgrimes contra mis amigos, o contra aquellos quese mostraron bondadosos conmigo en la cárcel,como Robert Sherard, entre otros. Y esto es en tirealmente vergonzoso.

Cuando se enteró Robert, por mí mismo, de queyo no quería que diera a publicidad un artículo a mirespecto en el Mercure de France, ni con cartas ni sinellas, debías haberle dado las gracias por habertecomunicado mis deseos con respecto al asunto, y deesta manera te hubieras evitado provocarme, in-conscientemente, un sufrimiento mayor aún del queya me habías causado. Comprenderás, sin embargo,

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que una carta seudoprotectora, de mezquino espí-ritu, respecto de “un hombre que yace en el suelo”,iría admirablemente en un diario inglés, en dondepersiste la tradicional actitud de la prensa británicapara con los artistas; pero que, en Francia, sólo ha-bría de servir para ridiculizarme y tornarme en unente despreciable.

Para conceder mi autorización a un artículo, an-tes había menester de conocer su objeto, su natura-leza, la forma de su concepción y otrasparticularidades. Las buenas intenciones no tienenningún valor, en arte. El arte malo es siempre el re-sultado de inmejorables intenciones.

Y no es Sherard el único de mis amigos a quienenviaste cartas mordaces y acibaradas, porque creíaconveniente tener en cuenta mis deseos y mis sen-timientos en asuntos que me incumbían, tales comola publicación de artículos sobre mi personalidad,dedicarme tus poesías, devolverme mis cartas y ob-sequios, y cosas por el estilo. Has molestado tam-bién a otros, o pretendiste molestarles.

¿No se te ocurre nunca pensar en qué terrible si-tuación me hubiese visto, en los dos años últimosde mi terrible condena, si hubiera hecho un llamadoa tu amistad?

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¿Piensas, por lo menos, constantemente en ello?¿Acaso te sientes agradecido de continuo a aque-

llos, cuya ilimitada bondad, cuya abnegación infini-ta, cuyos obsequios espontáneos aligeraron mitenebrosa carga; a aquellos que me visitaron repeti-das veces, que me demostraron su simpatía en muybellas cartas, que se ocuparon de mis asuntos enlugar mío, que adoptaron providencias para mi por-venir, y permanecieron a mi vera, no obstante lascalumnias, las burlas, el público desprecio, e inclusolas injurias?

A ellos se lo debo todo. Incluso los libros quetengo en mi celda, es Robbie quien los pagó de subolsillo. Y cuando sea puesto en libertad, han dellegarme ropas de la misma fuente. No me da ver-güenza aceptar lo que con sincero afecto se meofrece, y hasta me enorgullezco de ello. Más aun:pienso en ésos mis amigos, en More Adey, enRobby, Robert Sherard, Frank Harris, Arthur Clif-ton, y en todo lo que ha sido para mí su ayuda, suafecto, su simpatía.

Esto no lo has visto tú. Pero sí tuvieses cuantomenos una chispa de imaginación, sabrías que no haexistido nadie que, en el transcurso de mi encarce-lamiento no se haya mostrado bondadoso conmigo;

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incluso, en escala descendente, el carcelero que meda, sin que nada le obligue a hacerlo, los buenosdías y las buenas noches; incluso los guardias hu-mildes que, a su manera, tosca y silenciosamente,trataban de consolarme el día en que me llevaron alTribunal de Quiebras, y en que regresé en un estadoterrible de angustia; incluso, descendiendo más aún,el pobre ladrón que me conoció en tanto dábamosvueltas por el patio de la prisión de Wandsworth, yque, con la ronca voz del calabozo, que adquiereuno en el prolongado e involuntario silencio, memurmuró estas palabras: “Me inspira usted lástima,pues para un hombre como usted, esto es más duroque para nosotros".

No, no existe siquiera uno ante el cual no debie-ras enorgullecerte de ponerte de rodillas, para lim-piarle el polvo de sus zapatos.

¿Acaso puedes llegar a imaginarte, por lo menos,qué terrible fue para mí encontrarme en el caminocon tu familia?

¿Qué tragedia no había de ser, para todo aquélque podía haberse precipitado desde una elevadaposición, que podía haber perdido un nombre ilus-tre, o algo de la misma importancia? Apenas si hayuno entre los miembros mayores de tu familia, Per-

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cy, que realmente es un buen chico, que no hayaparticipado de alguna manera en mi ruina.

Con bastante amargura te hablé de tu madre, ycon gran insistencia te aconsejo que le muestres estacarta, principalmente en tu propio interés. Si le re-sulta doloroso leer semejantes recriminaciones con-tra uno de sus hijos, que piense que mi madre, quefue hermana, por el espíritu, de Elizabeth Barret-Browning, y por su historia, de madame Roland,murió con el corazón hecho pedazos, porque el hijode quien estaba orgullosa, por sus dotes y por suarte, y en quien viera siempre al digno continuadorde un ilustre apellido, fue condenado a purgar lapena de dos años de cárcel.

Y habrás de preguntarme cómo pudo tu madreparticipar en mi ruina. Te lo diré. Tal como tú ha-cías los mayores esfuerzos para descargarte sobremí de todas tus responsabilidades directas, tu ma-dre, por su parte, se esforzaba por descargarse sobremí de todas las responsabilidades morales que teníarespecto a ti. En lugar de hablarte francamente de tuvida, como hubiera sido el deber de una madre,siempre me escribió confidencialmente, suplicán-dome al mismo tiempo con intenso dolor, que no tepusiese en conocimiento de sus cartas. ¡Mira en qué

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situación me colocaban ambos! Una situación nomenos falsa, tonta y trágica, que aquella en que tupadre y tú me precipitaron.

En agosto de 1892, y el 8 de noviembre del mis-mo año, mantuve con tu madre dos prolongadasconversaciones a tu respecto, y le pregunté las dosveces por qué no hablaba directamente contigo. Merespondió lo mismo las dos veces: “Me inspira te-mores; cuando se le habla se pone en un estado fre-nético”. Tan poco hacía que yo te conocía, laprimera vez, que no alcancé a comprender lo quepretendía expresar. Pero tan bien te conocía ya lasegunda, que admirablemente la entendí. (Entre-tanto, habías sufrido un ataque de ictericia, te habíaordenado el médico pasases una semana en Bour-nemouth, y como detestabas la soledad, me habíascomprometido a viajar en tu compañía.) Pero, elprimer deber de una madre es no tener miedo dehablar seriamente con su hijo. Si te hubiese habladoen serio tu madre en lo referente al disgusto en quete vio en 1892, y te hubiera animado a confiar enella, todo habría marchado mejor para ustedes ymás dichosamente. Eran un craso error todos esossecretos conmigo. ¿Qué finalidad podía tener queme enviase tu madre misivas innumerables, para

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suplicarme que no te convidase a comer tan a me-nudo, ni te entregase más dinero, cartas que en elsobre tenían estampada la mención “confidencial”,e invariablemente finalizaban con esta posdata: “Deningún modo le diga usted a Alfred que le he escri-to”? ¿Cuál podía ser la eficacia de una correspon-dencia semejante? ¿Acaso esperaste alguna vez quete invitase yo a comer? Nunca. Te parecía muy na-tural comer siempre conmigo. Contestabas lo mis-mo a todas mis protestas: “¿Dónde iré a comer sino lo hago contigo? Supongo que no querrás que lohaga en mi casa". Era éste un argumento irrefutable.Y cuando, en modo alguno, quería permitir quecomieses en mi compañía, me amenazabas con ha-cer una barbaridad, y lo que es peor, la hacías efec-tivamente.

Por lo tanto, ¿de qué podían servir esas cartasque tu madre me mandaba? ¿Qué otro podía ser suresultado, más que aquel que realmente tuvieron, osea, el de abrumar mis hombros con una absurdaresponsabilidad de orden moral? Y no es mi inten-ción hablar aquí de las numerosas oportunidades enque la flaqueza de tu madre, y su ausencia de coraje,se manifestaron tan perjudiciales para ella, comopara ti y para mí. Pero lo cierto es que al saber que

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tu padre había ido a mi casa a armar un terrible es-cándalo, y con toda la intención de transformarlo enescándalo público, bien pudo haber visto en ese in-cidente la premonición de una catástrofe, e intenta-do evitarla. Pero no se le ocurrió nada mejor quemandarme al prudente George Wyndham, con susdiestras palabras, ¿y qué es lo que venía a propo-nerme? Pues “hacerte poco a poco a un lado”.¡Como si hubiera sido esto posible!

Por todos los medios ya había intentado ponerpunto final a nuestra amistad; incluso me había ale-jado de Inglaterra, dejando una dirección falsa, conla esperanza de quebrar de una vez por todas unlazo que me resultaba pesado, que era funesto, yque me inspiraba solo odio.

¿Verdaderamente crees que podía yo “hacertepoco a poco a un lado”?

¿Crees que de ese modo podía haber hecho algúnbien a tu padre?

Sabes muy bien que el caso era completamentediferente. Lo que quería tu padre, no era que que-brásemos nuestra amistad, sino provocar un escán-dalo público. Y hacía grandes esfuerzos paraconseguirlo. Muchos años hacía ya que no aparecíasu nombre en los diarios. Vislumbró la posibilidad

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de volver a aparecer ante el público británico en unpapel completamente desconocido en él: el de padrecariñoso. Estimulaba esto su Humor. Si rompía misrelaciones amistosas contigo, tal cosa le hubiera ori-ginado una tremenda desilusión, a la cual sólo podíaaportar un levísimo paliativo la chismografía a quedaría lugar un segundo divorcio, por muy repug-nante que el mismo fuese en su causa y en sus deta-lles.

Y es que no perseguía más que un fin: la popula-ridad y el henchirse de fatuidad -cual suele decirse-en calidad de adalid de la austeridad; cosa que, envista del estado actual de la sociedad de Gran Bre-taña, es el procedimiento más seguro para conver-tirse de inmediato en un héroe.

Dije ya en una de mis obras de teatro, con rela-ción a esta sociedad, que es Calibán una mitad delaño, y Tartufo la otra mitad; tu padre, en quien per-fectamente encarnaron los dos caracteres, aparecíade este modo indiscutiblemente como el represen-tante más puro del puritanismo, en su más típico yagresivo tipo.

Incluso en la suposición de que ello hubiera sidoposible, de nada habría servido hacerte poco a pocoa un lado.

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¿No comprendes en este momento que lo únicoque le correspondía hacer a tu madre, era habertesuplicado que la fueses a ver, y una vez allí los tres,tú, tu hermano y yo, declarar en forma rotunda quenuestra amistad debía necesariamente de terminar?

En mí habría encontrado el apoyo más decidido,y no tenía por qué tener miedo alguno de hablarcontigo, puesto que hubiéramos estado presentesDrumanrig y yo. Pero no lo hizo. Temía la respon-sabilidad, y le agradaba más derivarla hacia mi per-sona. La verdad es que me envió una carta. Setrataba de una esquelita, para suplicarme no manda-se a tu padre la carta del letrado en que me invitabaél mismo a no seguir adelante.

Tenía razón en esto. Era risible de parte mía re-currir a los abogados en demanda de protección yde consejo. Pero toda la eficacia que había podidotener su esquela, la destruía ella misma con su eter-na posdata: “No le diga en modo alguno a Alfredque le escribí”.

Te embriagaba literalmente la idea de que yo pu-diese hacer que unos abogados les escribiesen, tantoa ti como a tu padre. Eras quien provocaba esto, yno podía yo decirte que tu madre era contraria aello, pues con solemnes promesas me había com-

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prometido a no decirte nunca una palabra de lascartas que me escribía, y yo, locamente, mantuveesta promesa.

¿No comprendes ahora lo errada que estaba al noconversar francamente contigo? ¿Y cuán erróneaera asimismo esa correspondencia de chismes y esasentrevistas a ocultas?

No puede descargarse nadie, sobre otro, de supropia responsabilidad. Esta termina siempre porretornar a aquel a quien corresponde. Tu idea de lavida, tu filosofía -si es que podemos suponer que loes-, era que siempre tenía que pagar otro lo que hi-cieras, y esto, no solamente en el sentido económicode la frase -lo cual, sencillamente, fue la aplicaciónde tu filosofía a la vida diaria-, sino también en elsentido mucho más amplio y completo de transmi-sión de la responsabilidad. Y esa filosofía, que tedaba excelentes resultados, llegado el caso, la trans-formaste en una verdadera profesión de fe.

Me colocaste en la obligación de iniciar un proce-so, porque sabías muy bien que tu padre no habíade atacarte nunca, ni personalmente ni en tu vida, yque yo defendería hasta el último baluarte a tu viday a ti, cargando sobre mis hombros con todo cuantose te ocurriera abrumarlos. Y no pensabas mal, todo

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lo contrario. Tu padre y yo -naturalmente, cada cualpor distintos motivos-, hicimos exactamente aquellocon lo que contabas. Sin embargo, a pesar de todo,tampoco saliste ileso. La “historia del niño Samuel”,como es posible llamarla para ser breves, podrá pa-recer muy hermosa a los ojos de la chusma, perotengo entendido que en Londres se burlaron de ella;y en Oxford sonrieron. Y es que hay en todas partespersonas que te conocen, y tú has dejado huellas entodas partes. Pero, aparte de un reducido círculo enestas dos ciudades, el mundo ve en ti a un hombrebueno, poco menos que arrastrado al crimen por elartista maligno e inmoral, y salvado con toda felici-dad, en el preciso instante, por su padre amante ybondadoso.

Resulta esto encantador. Y ello no obstante, sa-bes perfectamente que no saliste incólume de esteasunto. Y no me estoy refiriendo aquí a la tontapregunta formulada por un jurado no menos tonto,y considerada naturalmente con desprecio por elfiscal y el presidente; carece aquello de importancia.Quiero decir que quizás, en el fondo, ante ti mismoy a tus propios ojos, no te sientas exento de culpa.

Tendrás algún día que meditar respecto a tu con-ducta; no estás, no puedes estar conforme del giro

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que adoptaron las cosas. Cuando pienses en ti, nopodrás dejar de sentir que se te cubre el rostro deintenso rubor.

Es, en verdad, maravilloso, mostrar al mundouna frente de bronce; pero, cuando te encuentressolo y lejos de todo espectador, tienes por fuerzaque quitarte la careta, para respirar, pues de no ha-cerlo, morirás asfixiado.

Y tu madre, también, no puede dejar de deploraralguna vez haber deseado descargar en espalda ajenasus graves responsabilidades; máxime que ese otrotenía ya que soportar una carga bastante pesada.

Hacía ella a tu lado las veces de padre y de madre¿cumplió acaso, aunque sólo sea con uno de esosdeberes?

Puesto que me mostré indulgente con tus capri-chos, tus violencias, tus estallidos, la misma indul-gencia debió haber demostrado ella.

La última vez que vi a mi esposa -de esto hace unaño y dos meses-, le dije que ella debía ser, al propiotiempo, padre y madre de Cyril. Le referí cuantosabía con respecto al modo de ser de tu madre con-tigo; se lo referí con todos los detalles expuestos enesta misiva, aunque, como es natural, mucho másextensamente. Le di una explicación en lo que con-

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cernía a esas innumerables cartas de tu madre, quellegaban a Tite-Street con la mención de “Privada”,y con regularidad tanta, que mi esposa me habíadicho, riendo, que con toda seguridad estabamosescribiendo, tu madre y yo, una novela social encolaboración. Y encarecidamente le rogué no pro-cediese con Cyril como procedía tu madre contigo.Le dije que tenía que educarlo de una forma tal que,si llegaba, algún día, a verter sangre inocente, fuese asu lado y se lo confesase, para que ella le lavase pri-meramente las manos, y viese después cómo podríalavarle el alma con el arrepentimiento y la repara-ción del daño provocado.

Y le dije que si le atemorizaba cargar con la res-ponsabilidad de la vida de otra persona, aunque lamisma fuese su propio hijo, que buscase un tutorque la ayudara. Y, en efecto, esto fue lo que hizo, ysu gesto constituye una alegría para mí. Recayó suelección en Adrián Hope, un hombre de rancia al-curnia, de enorme cultura y noble carácter, primosuyo, con quien te encontraste una vez en Tite-Street, y en él hallaron Cyril y Vivian las esperanzasmejores de un bello porvenir.

Si tu madre tenía miedo de hablar seriamentecontigo, debía haber escogido alguno de sus propios

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familiares, a quien, quizá, tú hubieses hecho caso.Pero no había razón alguna para que tuviese miedo.Debía de haberte aconsejado y ofrecido su frente, yya estás viendo el resultado por no haberlo hecho.

¿Crees que puede el mismo haberla dejado satis-fecha?

Me consta que me culpa de todo a mí, y meconsta, no por personas que te conocen, sino porotras que no te conocen y que tampoco tienen elmenor interés en conocerte. Oigo hablar de esteasunto a menudo. Tu madre, por ejemplo, tiene lacostumbre de hablar de la influencia ejercida por elhombre de edad adulta sobre el joven. Se aferra depreferencia a esta idea porque, en vista de los pre-juicios vulgares del país y de la ignorancia, no dejanunca de causar su impresión. No he menester depreguntarte cuál ha sido mi influencia sobre ti. Sa-bes de sobra que ninguna tuve. Con frecuencia tejactabas de ello, y es lo único de que, en realidad,podías jactarte. ¿Y qué pudo haberse dejado in-fluenciar en ti? ¿Tu inteligencia? No estaba desarro-llada todavía. ¿Tu imaginación? Estaba muerta. ¿Tucorazón? Aun no había nacido. De todos los hom-bres con los que me he cruzado en la senda de mi

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vida, fuiste el único en quien no podía haber ejerci-do la menor influencia.

Cuando guardaba cama, sin la ayuda de nadie, yenfermo de la fiebre por ti contagiada, no conseguíejercer influencia sobre ti, ni siquiera para que fue-ses en busca de una copa de leche o para que trata-ses de que no me faltaran los objetos mas corrientesy precisos en la alcoba de un hombre enfermo; opara que te tomases la molestia, si era una, de reco-rrer en carruaje doscientos metros y adquirir en unalibrería un volumen que, naturalmente, yo hubiesepagado. Cuando estaba enfrascado en la tarea deescribir y concebir comedias que hubieran sido encualquier aspecto superiores a las de las de cualquierotro, no fue tanta mi influencia sobre tu personacomo para lograr que me dejases en paz, como debeestarlo el artista. Mi gabinete de trabajo, estuviesedonde estuviese, era siempre para ti un cuarto depaso, un aposento para fumar, beber vino con soday charlar de temas insulsos. La teoría esa de la “in-fluencia del hombre adulto sobre el Joven”, tiene salhasta el instante en que llega a mis oídos; luego, re-sulta ridícula. Y cuando llegue a los tuyos, habrás desonreír, seguramente, y con razón sobrada.

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Oigo mucho hablar, también, de lo que dice tumadre en lo que al dinero se refiere. Hace notar queme suplicaba constantemente no te entregase dine-ro, lo cual es verdad. Tengo que reconocerlo. In-numerables fueron sus cartas, y aparece en todas lasempiterna postdata: “Le suplico no se entere Al-fred de que le he escrito”. Pero, personalmente, nome hacía ninguna gracia tener que sufragar hasta tusmínimos gastos, desde la afeitada matinal, hasta elcarruaje que se te ocurría tomar a altas horas de lamadrugada. Constituía aquello para mí una verdade-ra hipoteca y te lo reproché de un modo constante.Repetidas veces -supongo que te acordarás-, te dijetodo lo que me disgustaba vieses en mí a una per-sona “de utilidad”, cuando el artista y el propio arteen su esencia íntima, deben carecer en absoluto deutilidad. Mis palabras siempre te molestaron.

La verdad es algo muy doloroso de oír y de ex-presar. Pero esta verdad nunca te hizo cambiar demodo de ver ni de vivir, y tuve todos los días queabonar todos los pequeños gastos que hacías. Estosólo podía hacerlo un hombre de bondadoso cora-zón o infinitamente estúpido. ¡Desgraciadamente, seunían en mí a las mil maravillas las dos cosas! Cadavez que te insinuaba que correspondía a tu madre

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munirte del necesario dinero, ya tenías a flor de la-bio una respuesta demoledora y digna. Decías que larenta que le pasaba tu padre -creo que alrededor demil quinientas libras anuales-, era completamenteinsuficiente para una mujer de su alcurnia y rango, yque, por consiguiente, no querías solicitarle más di-nero del que te entregaba por propio impulso. Te-nías razón al decir que su renta no correspondía auna mujer de su alcurnia, rango y gustos. Pero esono te autorizaba a vivir como un Creso a mi costa,sino que, por el contrario, debía haberte ante todoimpulsado a llevar un tren más rígido de economías.Indiscutiblemente eras, y lo más probable es que losigas siendo, un sentimental; únicamente un senti-mental puede permitirse gratis el lujo de una emo-ción. Muy bien hacías mirando por el bolsillo de tumadre, pero no por eso dejaba de ser feísimo que lohicieses a mi costa.

Digo ya, en mis Intenciones, que los impulsos delsentimiento son, en su extensión y duración, tanlimitados como los de la fuerza física. La copa mol-deada para contener una cantidad previamente de-terminada, puede contener dicha cantidad, pero norebasarla, aunque todos los bermejos toneles deBorgoña estén rebosando de vino, y se hundan los

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vendimiadores hasta las rodillas entre los racimos deuva de los viñedos de España. No existe error máscraso que creer que aquellos que causan o provocanlas grandes tragedias, tienen al unísono de las mis-mas sus sentimientos, y es el más funesto de todoslos errores, aguardar semejante cosa de ellos. Quizáel mártir, dentro de su “camisa de llamas”, puedacontemplar la faz del Señor. Pero el que hacina laleña o sopla en la hoguera para que el aire avive lasllamas, no siente otra cosa que la que siente el mata-rife cuando sacrifica un buey, que la que siente elleñador que derriba un árbol en el bosque, o el se-gador que, al segar, hace caer lentamente una florcon su hoz. Para las almas grandes son las grandespasiones. Y sólo pueden ser comprendidos losgrandes acontecimientos, por quienes se encuentrana la altura de los mismos.

Me imagino que si alguna vez vuelves atrás tuvista, y reflexionas sobre tu proceder para con tumadre, o para conmigo, no podrás experimentarsatisfacción por ti mismo y que, si no le muestrasesta carta a tu madre, quizás algún día tengas queexplicarte cómo, viviendo a mi costa, en modo al-guno obedecías a mis deseos.

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La forma que para conmigo adoptaron tus senti-mientos no pudo ser más personal, ni serme perso-nalmente más desagradable. El hecho de dependerde mí tanto en los gestos pequeños como en losgrandes, te prestaba a tus propios ojos el encanto dela infancia, y cuando me obligabas a pagar tambiénpor todos tus amigos, suponías haber descubierto elarcano de la juventud eterna.

Confieso que me es sumamente doloroso ente-rarme de lo que dice tu madre de mí. Y tengo la se-guridad de que, si lo piensas un poco, has de estarconmigo en que ya que no tiene una sola palabra desentimiento o de pesar por la catástrofe a que meprecipitaron los tuyos y tú mismo, sería preferibleque callase.

Naturalmente, no es preciso que ella vea esaparte de esta carta que trata de mi proceso espiri-tual, ni de la meta que tengo la firme esperanza dealcanzar, pues tal cosa no podría interesarle. Peroyo, en tu lugar, le enseñaría los párrafos aquellosque se refieren tan sólo a tu vida.

En tu lugar, no me agradaría de ninguna manerasaberme amado a causa de una falsa ilusión. No tie-ne el hombre por qué descubrir al mundo su vida,pues el mundo carece de comprensión. Pero cuando

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se trata de personas cuyo amor ansiamos, la cosa esmuy diferente.

Un excelente amigo mío, y que ha demostradoserlo durante diez años, vino a verme poco ha, y medijo que no creía una sola palabra de todo lo que semurmuraba contra mí, y me dio a entender que sehallaba en un todo persuadido de mi inocencia, yme consideraba la víctima de una nefasta conspira-ción. Me eché a llorar al oírle hablar de esa suerte, yle dije que muchos de los extremos de que me acu-saban eran falsos en absoluto y urdidos con indig-nante perfidia; pero que mi vida, empero, habíaestado llena de placeres perversos y de pasiones ex-trañas, y que tenía que convencerse de ello y acep-tarlo, para que yo pudiese seguir siendo su amigo, ovolviese a estar en su compañía alguna vez. Estoconstituyó para él un terrible golpe; pero seguimossiendo amigos, y no me adueñé de su amistad me-diante ilusiones falaces. Te dije ya que es muy dolo-roso confesar la verdad, pero lo es todavía mástener que mentir.

En el transcurso de mi último proceso, estabasentado en el banco de los que han pecado, escu-chando aquella extravagante acusación de Lockwo-od, que era oída como si se tratase de un trozo de

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Tácito, de un verso del Dante, o de uno de los dis-cursos incendiarios de Savonarola contra los pontí-fices de Roma. Me sentí invadido por una indeciblerepugnancia. Pero, de repente, cruzó por mi menteesta idea: ¡Qué maravilloso sería que refiriese yotodo esto por mí mismo! Y pensé al punto que nadasignificaban las palabras por sí mismas, que todoradica en quien las pronuncia. El instante Supremopara un hombre -y no me cabe de ello la menor du-da-, es aquél en que, de hinojos en el polvo, se gol-pea el pecho y confiesa todos los pecados de suexistencia.

Y también es verdad esto en lo que a ti se refiere.Habrías de sentirte mucho más dichoso si tú mismoimpusieses a tu madre de una parte por lo menos detu vida. En diciembre de 1839, yo le conté granparte de la misma, naturalmente con omisiones, ygeneralizando. Al parecer, no le infundió tal cosamás coraje para sus relaciones contigo. Parece, porel contrario, haberse empeñado más aún en no que-rer ver la verdad. Si le hubieras hablado tú mismo, lacosa hubiese sido muy distinta. Quizá mis palabrasson, a menudo, demasiado amargas para contigo,pero no puedes negar los hechos. Las cosas fuerontal como las conté, y si lees esta carta con cuidado, y

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debes hacerlo, te verás frente a ti mismo, verás tuvida cara a cara.

Te escribo esta tan dilatada carta, para que te descuenta de lo que has sido para mí antes de mi pri-sión, durante los tres años de aquella amistad fatal;lo que fuiste para mí durante esta prisión mía, quehabrá llegado a su término dentro de dos lunas, y loque para mí mismo espero ser, y para los demás, alsalir de la cárcel.

No me es posible modificar mi carta, ni volverlaa escribir. Tienes que aceptarla tal cual es, muchosde sus párrafos borrados por las lágrimas, ostentan-do muchos más las huellas del dolor o de la pasión,y tendrás así que descifrarla como puedas, con susborrones y sus correcciones todas. En lo que res-pecta a las enmiendas y errores que pudiera tener,los hice para que mis palabras realmente fuesen laexpresión de mis pensamientos, y no se incurrieseen falta alguna por palabras de más o palabras demenos.

Debe estar afinado el lenguaje como un violín, ytal como una vibración excesiva, o por demás esca-sa, en la voz del cantante o en el temblor de lascuerdas, torna el tono impuro, también el exceso ola ausencia de palabras echan a perder lo que se ex-

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pone. Tal como va mi carta, tiene, por lo menos,una importancia esencial en cada una de sus frases.Carece de toda retórica. Si hay párrafos borrados oañadidos, aunque no muchos, en extremo pulidos,obedece ello a mi deseo de reproducir con exactitudmi sentimiento, y a no encontrar nada que inter-prete absolutamente a la perfección mi estado deánimo. Lo primero que dicta el sentimiento es loúltimo que acude en la forma.

Debo agregar que ésta es una carta severa. No hetenido para contigo la menor consideración. Másaún: afirmo que es injusto colocarte en la balanzafrente al más nimio de mis padecimientos, frente ala más infinitesimal de mis pérdidas, y que con ra-zón puedes decir que he ido pesando éstas granopor grano. Es cierto. Pero tendrás que reconocerque te ubicaste tú mismo en el platillo.

Tendrás que reconocer también que si te has aso-ciado a mí un sólo instante en mi prisión, subebruscamente tu platillo. Fue la vanidad la que te hi-zo escoger la balanza, y es ella la que te impulsa aadherirte a la misma. Fue este el enorme error psi-cológico de nuestra amistad: su absoluta carencia deproporción.

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Encauzaste tu camino por una existencia hartogrande para ti, cuyos límites rebasan tu misión y tufacultad de movimiento cíclico; por una existenciacuyos pensamientos, acciones y pasiones, poseíanun intenso interés y un considerable significado, yestaban realmente abrumados por la carga de mara-villosas y trágicas consecuencias. Era deliciosa,dentro de lo reducido de tu órbita, tu pequeñaexistencia de pequeños caprichos, a merced de tuhumor. Deliciosa era en Oxford, en donde lo másmalo que podía ocurrirte era una reprimenda deldecano o una lavada de cabeza del rector, y en don-de lo más excelso era el triunfo de Magdelen en lasregatas, y el hacer arder una hoguera en el patio dela universidad, a manera de festejo por suceso tanimportante. Luego de haberte alejado de Oxford,debía haber seguido girando tu vida dentro de tupropia órbita. Para ello, todo estaba en ti dispuestode admirable manera. Eras un ejemplar sin tacha deuna especie muy moderna. Pero, no habías nacidoni tenías pasta, para servirme de paralelo. Tu prodi-galidad sin límites era un crimen. Siempre es pródi-ga la juventud, pero que me obligases a sufragar esamanía tuya, era algo que podemos calificar de real-mente bochornoso. Casi idílico y encantador, era

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ese tu afán de tener un amigo con el cual pudierasestar desde la mañana hasta por la noche; pero elamigo que buscaste nunca debió ser un hombre deletras, un artista, alguien en quien tu perenne pre-sencia anulaba toda obra de belleza y envaraba lafuerza de creación. En serio creías, con absolutabuena fe, que la forma mejor de pasar una nocheera ir a comer con champaña en el Savoy, y despuésir a ver un espectáculo frívolo de variedades desdeun palco, y finalmente, para la bonne bouche,2 cenarcon champaña en el establecimiento de Willis. Infi-nidad de chicos encantadores hay en Londres quecomparten esta manera de ser. Ni siquiera puedeconsiderarse esto libertinaje. No es más que el certi-ficado de aptitud para ingresar en White's Club. Pe-ro no te asistía en modo alguno el derecho de exigirque fuese yo quien hubiera de facilitarte tales place-res. Eso probaba cuán escasamente sabías estimarmi genio.

Retornando a tu disputa con tu padre, sea lo quesea lo que sobre la misma se opine, resulta evidenteque era éste un asunto que tenía que haber quedadoestrictamente entre ustedes dos. Tenía que habersido arrojado a un corral, pues esto es lo que por lo

2 Paladar refinado

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común acaece con querellas de esta índole. Estribatu culpa en haberla hecho representar a la fuerza,como un intermedio trágico, sobre un elevado ta-blado y ante el foro de la Historia, utilizando comopúblico al mundo entero, y concediéndome a mímismo en premio al triunfador de tan deleznabletorneo.

El hecho de que tu padre te odiase, y que tú leodiases a él, no podía tener la mínima importanciapara la sociedad de Gran Bretaña. Esos sentimien-tos están muy de moda en la existencia familiar delos ingleses, pero es conveniente fijarles un límite enel sitio que a ellos conviene: el sagrado del hogar.Fuera de este círculo están desplazados, y constituyeuna ofensa transplantarlos a un escenario distinto.

No es posible utilizar la vida de familia como unpendón rojo que se hace flamear por las calles, nicomo un cuerno en el cual se sopla roncamentedesde la parte más elevada del tejado; desplazaste desu terreno normal las cosas domésticas, así comopersonalmente te saliste del campo que te pertene-cía. Y quien abandona el terreno que es el suyo,cambia lo que se halla en torno de él, pero no sunaturaleza. Porque no puede apoderarse de los pen-

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samientos ni de las pasiones que predominan en elcírculo en que se ha introducido.

No conozco en toda la literatura dramática, re-tornando al terreno del arte, nada que sea compara-ble al modo con que trazó Shakespeare las figurasde Rosenkranz y Guildenstern, ni que sea más su-gestivo que éstas, debido a su fineza psicológica.Son dos camaradas de Universidad de Hamlet; fue-ron sus amigos. Guardan el recuerdo de los jubilo-sos días vividos juntos. En el momento en que seencuentran en la obra con Hamlet, éste vacila bajoel peso de una irresistible carga para un hombre desus condiciones. El muerto ha salido de su tumbapara encomendarle una misión al mismo tiempodemasiado grande y demasiado mezquina para él.Hamlet es un soñador y se ve en la necesidad deobrar. Posee un temperamento de aeda, y se le pideque luche contra la relación habitual de causa aefecto, contra la vida en su aspecto práctico, del cu-al todo lo ignora, en vez de bregar contra la esenciaideal de la vida, de la que tanto sabe. No tiene lamenor idea de lo que debe hacer, y su locura con-siste en simular la locura; Recurrió Bruto a su de-mencia como manto que había de ocultar la espadade su intención, el puñal de su sabiduría; pero no es

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más que un disfraz la locura de Hamlet, debajo delcual se oculta su debilidad haciendo muecas y di-ciendo chistes, un pretexto para demorar la acción,con la cual juega como con una teoría un artista.

Se convierte en espía de sus propios actos, y alescucharse a sí mismo, sabe que aquello son sola-mente “palabras, palabras, palabras”. En lugar decorrer el riesgo de ser el héroe de su propia historia,trata por todos los medios de ser el espectador desu propia tragedia. En nada cree, ni en sí mismosiquiera; pero no puede prestarle ayuda su duda,porque no es fruto del escepticismo, sino de su vo-luntad incierta.

No perciben nada de esto Guildenstern ni Ro-senkranz. Se inclinan y sonríen complacientes, mi-man gracias, y lo que el uno dice, como un eco lorepite el otro. Y cuando, finalmente, mediante eldrama que nace dentro del drama y del discreteo delos títeres, logra sorprender Hamlet al rey en “elsecreto de su conciencia”, y expulsan del trono altraidor presa de pánico, Guildenstern y Rosenkranzno ven en su conducta más que un deplorable olvi-do de la etiqueta de palacio. Es todo lo que les per-miten los “sentimientos propios con quecontemplan el drama de la vida”. Junto al secreto de

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Hamlet están, y no sospechan nada del mismo. Yno tendría finalidad alguna iniciarlos en ese secreto.Son copas chicas, cuyo espacio no sería posible au-mentar. Al finalizar el drama, se indica que han sidosorprendidos ambos planeando un artero golpecontra una tercera persona, y fueron, o serán,muertos violenta o bruscamente. Pero, un fin tantrágico, aunque el Humor de Hamlet le concedeuna apariencia de sorpresa de comedia, y de justicia,no es el que cabe a jóvenes de su calaña. No muerenéstos nunca. Al morir Horacio -aunque no en pre-sencia del público-, en defensa de la causa de Ha-mlet, no deja hermano alguno:

(Absents him from felicity a while,and in this harsh world draws his breath in pain...)

Tan inmensamente lejos de la pura felicidad,arrastran por este mundo su desaliento...

Pero son inmortales Guildenstern y Rosenkranz,como Angelo y como Tartufo, y merecen vivir eter-namente junto a éstos. Constituyen el tributo paga-do por la vida moderna al viejo ideal de la amistad.Quien escriba en lo futuro un nuevo tratado DeAmicitia tendrá que reservarles en el mismo un lu-gar, y glorificarlos en prosa ciceroniana. Son tipos

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eternamente inmutables. Sería no comprenderlos,intentar censurarlos. Lo que ocurre, es que no seencuentran en el lugar que les corresponde, y nadamás. No es contagiosa la grandeza del alma. Esténsolos desde su nacimiento los pensamientos y sen-timientos sublimes.

Lo que no pudo comprender Ofelia, tampocopudieron comprenderlo Guildenstern y su “amado”Rosenkranz, Rosenkranz y su “amado” Guildens-tern.

Y, naturalmente, no es que pretenda comparar-los. Es mucho mayor la diferencia entre nosotrosdos, que entre ellos y Hamlet. Fue en ti libre elec-ción, lo que había sido en ellos fruto de la casuali-dad. Premeditadamente, sin que te impeliese ahacerlo, te introdujiste a la fuerza en mi terreno, yusurpaste un puesto al cual no tenías el menor dere-cho, ni para el cual eras idóneo, logrando con tena-cidad singular que tu presencia fuese uno de loselementos esenciales de todos y cada uno de misdías, recabando para ti mi vida entera, sin hacer conella nada mejor que destrozarla. Por extraño quepueda parecerte, era muy natural que hicieses lo quehiciste. Si se le entrega a una criatura un juguetedemasiado maravilloso para su mentalidad, o dema-

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siado bello para sus ojos, hasta ese instante nadamás que entreabiertos, si la criatura es traviesa, harátrizas el juguete, y si es poco cuidadosa, lo dejarácaer y se alejará con sus amiguitos. Y lo mismo haocurrido contigo. Cuando te adueñaste de mi vida,no supiste qué hacer con ella. Era imposible que losupieras. Para tus manos resultaba algo por demásmaravilloso. Debiste dejarla caer y marcharte otravez con algún camarada de juego. Pero como erastravieso, la hiciste añicos. Y es esto, quizá, al final decuentas, la última verdad.

Y es que siempre las verdades son más pequeñasque sus manifestaciones. Acaso pueda conmover almundo la mutación de un átomo. Y, para que te descuenta de que no me muestro más indulgente con-migo que contigo, agregaré lo siguiente aún: tu rela-ción, para mí tan peligrosa, fue todavía más fatal acausa del instante especial en que se inició. Pues teencontrabas en la edad en que todo lo que se hace,no es sino arrojar la semilla, y yo estaba en aquellaen que todo cuanto se hace, no es sino cosechar losembrado.

Todavía hay algunos extremos acerca de los cua-les debo escribirte. Se refiere el primero de ellos ami falencia. Me enteré hace unos días -con profunda

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pena, lo confieso- de que es ya demasiado tarde pa-ra que los tuyos puedan indemnizar a tu padre, puesla ley no lo permite, y que tendré que permanecerbastante tiempo en mi deplorable situación actual.Esto es muy triste para mí pues, según me lo afirmaun hombre de leyes, ni siquiera puedo dar a la pu-blicidad un volumen sin permiso del administradorde la quiebra, a quien tendrían que ser presentadastodas las liquidaciones, no podré firmar contratoalguno con directores de teatro, ni hacer representaruna obra, sin que fuesen los derechos a parar a tupadre y a mis otros escasos acreedores.

Reconocerás ahora que ese plan de “embarcar” atu padre, permitiéndole me hiciese declarar en esta-do de quiebra, no tuvo realmente el maravilloso re-sultado que te prometías.

Para mí, por lo menos, esto es por demás doloro-so, y el sentimiento de humillación que mi miseriame produce, debía haberse tenido en cuenta antesque ese Humor tuyo, tan mordaz o tan insospecha-do. Es indudable una cosa: que por haber permitidomi falencia, por haberme inducido al primer proce-so, le hiciste el juego a tu padre, y llegaste a donde élpretendía llegar.

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Desde un comienzo se hubiera visto impotente,solo y sin ayuda ajena. Fue en ti -aunque no hayaspretendido desempeñar tan deslucido y feo papel-,en quien siempre halló su primer aliado.

Me entero, gracias a una carta que me envía MoreAdey, que el verano último expresaste insistente-mente el deseo de devolverme “lo que por ti gasté”.Como le decía en mi contestación, desgraciada-mente he sacrificado por ti mi arte, mi existencia, miapellido, mi posición ante la posteridad, y aunquepudiese tu familia poseer todas las maravillas delmundo, el genio, la opulencia, el elevado rango, yotras cosas por el estilo, y lo depositase todo a misplantas, ni siquiera podría pagarme la décima partede las cosas más nimias que me fueron arrebatadas,ni una sola lágrima de las últimas que vertí. Sin em-bargo, es preciso que se pague todo cuanto unohace. Hasta cuando se ha sido declarado en quiebra.

Tú, por lo que advierto, supones que la quiebraes un medio muy cómodo para no saldar las deudas.Y que realmente es posible burlar a los acreedores.Pero las cosas son muy distintas.

La quiebra es el procedimiento mediante el cuallos acreedores le “embarcan” a uno -y recurro a tuexpresión favorita-, y mediante el cual la ley, adue-

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ñándose de todo cuanto uno tiene, le obliga a pagartodas y cada una de sus deudas; y si no está en si-tuación de hacerlo, lo dejan tan desprovisto de fon-dos como el más mísero de los menesterosos que seencuentre en el quicio de una puerta o marche calleabajo, tendiendo la mano en solicitación de una li-mosna, cosa que, al menos en Inglaterra, no se hacesin temores.

La ley todo no sólo me arrebató cuanto yo po-seía: mis libros, mis muebles, mis cuadros, mis dere-chos de autor de obras publicadas, los que mecorresponden por mis piezas teatrales, todo, en po-cas palabras, desde El príncipe feliz y El abanico deLady Windermere, hasta las alfombras de la escalinatay los quitabarros de mi casa, sino todo lo que en elfuturo pudiera llegar a tener. Así, por ejemplo, se haenajenado la parte que me corresponde en mis bie-nes gananciales. Pude, por suerte, y gracias a misamigos, recuperarla. De lo contrario, mis dos hijos,si falleciese mi esposa, se encontrarían, viviendo tancarentes de recursos como yo mismo.

La parte que me toca en la finca de Irlanda, here-dada de mi padre, es de suponer que será lo primeroen entrar en turno. Su venta despierta en mí muy

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dolorosos sentimientos, pero la resignación es loúnico que me resta en la emergencia.

Aquellos setecientos peniques -¿o eran libras?- detu padre, pronto han de llegar, y le serán abonados.Y aunque se me quite todo lo que tengo y lo quepueda tener, y el proceso, desvanecidas ya las espe-ranzas de mi capacidad de pago, sea sobreseído, se-guirán impertérritas mis deudas. Quedan aún porpagar las comidas del Savoy: la sopa de tortuga, loshortelanos cubiertos por sus dentadas hojas de pa-rra siciliana, el pesado champaña de ambarino color,y hasta casi oliendo a ámbar, tu vino predilecto, meparece que era el Dagonet 1880, las cenas de Willis;las cuvées (vinos seleccionados) de Perrier-Jouet, es-pecialmente reservadas para nosotros; los deliciosospasteles de foie-gras, traídos en línea directa de Es-trasburgo, el maravilloso coñac, que era siempreservido en el fondo de grandes copas acampanadas,a fin de que su aroma fuese gustado conveniente-mente por los sibaritas de todos los refinamientosreales que brinda la vida; nada de esto puede quedarsin pagar, como vergonzosas deudas de un anfitrióndesleal. Y aquellos bonitos gemelos -cuatro labra-dorcitas acorazadas, con puntitos de plata alternan-do con rubíes y diamantes- que yo mismo dibujara y

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encomendara a Henry Lewis, modesto obsequiocon el que pretendía celebrar contigo el éxito de misegunda comedia, también tendré que pagarlos, apesar de que los vendiste pocos meses más tardepor un trozo de pan; no es posible que consientaque sufra el joyero una pérdida por los regalos quete hice, sea cual fuere el uso que posteriormentehicieses de ellos.

De modo que ya ves que yo, aunque se produzcael sobreseimiento del proceso, tengo que pagar aúnmis deudas. Y lo que se aplica a quien ha quebrado,puede aplicarse también a cualquier otra emergenciade la vida. Alguien tiene que pagar todo lo que sehace. Tú mismo, a pesar de tu afán de ser releva-do de todos los deberes, de la tenacidad con quelogras que otro te lo proporcione todo, y de tus es-fuerzos por rechazar todas las obligaciones deafecto, consideración o gratitud, verás el día en quetendrás que meditar seriamente acerca de lo quehiciste, y en que no podrás dejar de intentar desha-cerlo, por inútil que esto sea.

Y será una parte de tu castigo que no te encuen-tres en condiciones de poderlo hacer. No es posibleque te laves las manos de toda responsabilidad yque, con un encogimiento de hombros, marches

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con una sonrisa hacia un nuevo amigo, o te aproxi-mes a otra mesa recién tendida.

Tampoco es posible que todo lo que me sucediópor ti, sea para ti tan sólo un recuerdo sentimental yque si conviene, se sirve de sobremesa al mismotiempo que los cigarrillos y los espirituosos, comopintoresco fondo de una vida moderna, o sea comouna vieja tela en el muro de una taberna.

Por el momento, parece poseer el encanto de unplato nuevo, o de un vino nuevo, pero se tornanduras las migajas del festín, y es amargo el fondo deuna botella. Quizá hoy, mañana quizá, quizá cual-quier otro día, sonará la hora en que debas com-prender esto. Y si no, si llegases a morir sin haberlocomprendido, ¡qué mísera tu vida, qué hambrienta yqué pobre tu imaginación!

Ya dejaba entrever, en mi carta a More, mi opi-nión, según la cual lo mejor que te resta por haceres entrar lo antes posible en el fondo del asunto. Tedirá él de qué se trata. Es preciso que hagas trabajartu imaginación para comprenderlo.

No te olvides que es éste el don que le permite auno ver las cosas y a los hombres en sus relacionesverdaderas, tanto en las reales como en las ideales.Si sólo eres incapaz de sentirlo, habla de ello con

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otros. Tuve que enfrentarme directamente con mipasado; enfréntate directamente con el tuyo. Tomaasiento con calma, y examínalo. La liviandad es elmayor de los vicios, es justo todo lo que llega a laconciencia. Habla con tu hermano de ello. Percy esel hombre más a propósito para esto. Muéstrale estacarta, y que sepa todos los pormenores de nuestraamistad. Si los hechos se le exponen con claridad,no existe un juicio más seguro que el suyo. ¡Cuántodolor y cuánta vergüenza me hubiera evitado si lehubiésemos dicho la verdad! Te acordarás que te lopropuse aquella tarde en que llegaste a Londres, deregreso de tu viaje a Argel. Te negaste a ello de unmodo rotundo. Y por eso, cuando llegó a casa des-pués de comer, tuvimos que fingir la comedia deque tu padre estaba loco y era presa de inexplicablesy tontas alucinaciones. Fue deliciosa la comediamientras duró, tanto más cuanto que Percy lo tomótodo muy en serio. Desgraciadamente, la comediaterminó de un modo repugnante. Esto acerca de locual te escribo ahora, te ruego no eches en olvido esque para mí la más profunda de las humillaciones yuna humillación por la cual no tengo más remedioque pasar. No puedo elegir, ni tú tampoco.

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El segundo extremo del cual necesito hablarte serefiere a las condiciones, circunstancias y lugar enque debamos vernos al concluir mi condena. Porciertos párrafos de la carta que enviaste a Robbie, acomienzos dei último verano, sé que conservas endos paquetes lacrados mis cartas y mis obsequios -por lo menos lo que de los mismos resta-, y que estu intención entregarme eso personalmente. Es na-tural que me los devuelvas. No comprendiste jamáspor qué te escribía cartas tan hermosas ni te hacíatan hermosos obsequios. No comprendiste que niestaban éstos destinados a ser pignorados, ni a serpublicadas aquéllas. Aparte de pertenecer a un ca-pítulo ya cerrado de mi vida, son partes integrantesde una amistad que no supiste estimar en su verda-dero valor. Cuando mires nuevamente hacia atrás,hacia los días aquellos en que tenías en la mano todami vida, no podrás evitar el asombro; también yovuelvo asombrado la vista hacia esos días, y conunos sentimientos muy distintos de los que eranentonces los míos.

Para un ser tan moderno como yo, tan enfant demon siecle,3 constituirá siempre un placer, aunquesólo sea contemplar el mundo. Tiemblo de júbilo al

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pensar en los citisos que han de florecer en los jar-dines el día en que abandone mi cárcel, en los citi-sos y en las lilas, y en que podré ver cómo se agitaincansablemente al viento el oro que pende deaquéllos y desmenuza la débil púrpura del plumajede las otras. Tendré la impresión de que estoy en-vuelto en un aire proveniente de Arabia. Cayó Lin-neo de hinojos y lloró emocionado al ver por vezprimera la vasta llanura de una meseta inglesa dora-da por la aromática retama; yo, para quien las floresconstituyen una de mis añoranzas más ardientes, séque los pétalos de las rosas me reservan lágrimas.Me ocurre lo mismo desde niño. No existe ni si-quiera uno de los tonos ocultos en el cáliz de unaflor, o en el cuenco de un caracol, con el cual noesté familiarizado a causa de la suave simpatía queinundaba mi alma de criatura. Con Gauthier, he si-do uno de aquellos para quienes existe el mundovisible.

Pero sé ahora que detrás de todas estas bellezas,por sugestivas que sean, hay escondido un espíritudel cual brotan las formas, y las figuras son sólo unreflejo, y es con este espíritu que deseo fundirme.Harto estoy de la expresión netamente perceptible 3 Hijo de mi siglo.

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de los hombres y las cosas. Lo místico en el arte, enla vida y en la naturaleza, es lo que busco, y que qui-zá pueda encontrar en las grandes sinfonías musi-cales, en la solemnidad del dolor, o en el fondo delmar. Más aún: es absolutamente indispensable paramí encontrarlo en alguna parte.

Experimento un amor especial por los sencillos ygrandes elementos, como el mar, que es para mí,como la tierra, igual que una madre. Creo que con-templamos todos por demás a la naturaleza, y vivi-mos por demás alejados de ella.

Me parece muy sana y muy sensata la actitud delos helenos para con ella. No se les ocurría nuncahablar de las puestas de sol, ni ponerse a discutirsobre si eran moradas o no las sombras en la hierba;pero comprendían que el mar es para los que nadan,y la arena para los pies de los corredores. Gustabande los árboles por la sombra que dan, y del bosquepor el silencio que lo invade en los mediodías. En laviña, el vendimiador coronaba con pámpanos suscabellos, para defenderse de los rayos solares cuan-do se agachaba sobre los jóvenes tallos. Y para elartista y el atleta -los dos tipos que nos legó la Héla-de-, trenzaban en coronas las hojas del amargo lau-

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rel y de la etusa que, de no haber sido por esto, nole habrían brindado al hombre la menor utilidad.

Denominamos utilitaria una época de la cual na-da sabemos aprovechar. Nos olvidamos que el aguasirve para lavar las manchas, el fuego para purificar,y que la tierra es nuestra madre común. Y es poresto nuestro arte un arte lunar, y juega con sombras,en tanto el arte griego era el del sol y se dirigía di-rectamente a las cosas. Estoy persuadido de que loselementos tienen un poder de purificación, y deseoretornar a ellos y vivir con ellos.

Nos jugamos la vida en todos nuestros procesos,tal como todas las sentencias son sentencias demuerte para nosotros. Y yo he sido procesado tresveces. Abandoné la primera vez la sala para perma-necer arrestado; la segunda para ser nuevamenteconducido a la prisión, y la tercera, para ir a ence-rrarme dos años enteros en la mazmorra de un pre-sidio. La sociedad, según lo hemos ordenado, no mereserva puesto alguno, ni puede brindarme ninguno;pero la naturaleza, cuya dulce lluvia se precipita lomismo sobre los justos como sobre los pecadores,tendrá alguna hendidura en las rocas de sus monta-ñas para brindarme refugio, y ocultos valles en cuyosilencio pueda llorar en libertad. Esto hará que se

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pueble de estrellas la noche, para que yo, en el des-tierro, pueda marchar seguro a través de las tinie-blas. Y haré que el viento borre la huella de mispasos, para que nadie pueda perseguirme y hacermedaño. Mis faltas ha de lavar en la inmensidad de susaguas, y con sus hierbas amargas ha de curarme.

Si marcha todo bien, seré puesto en libertad a fi-nes de mayo, y espero salir, entonces, en compañíade Robby y de More Adey, para algún puertecito demar extranjero.

En una de sus Ifigenias, Eurípides dice que el marlava todas las manchas y todas las heridas del mun-do. Pienso pasar cuanto menos un mes con misamigos, y recobrar en su sana y grata compañía lapaz y el equilibrio, y lograr un corazón menos llenode angustia, y retornar a un más tranquilo estado deespíritu. Y transcurrido un mes, cuando las rosas dejunio estén en todo su esplendor, deseo, si es queme encuentro en condiciones, hacer que Robbiedisponga un encuentro contigo en alguna tranquilaciudad extranjera, digamos en Brujas, cuyas grisescasas, cuyos verdes canales y frescos y apaciblescaminos, tienen para mí, desde años atrás, un granencanto. Si me quieres ver, tendrás que despojartede ese titulito del que te vanagloriabas tanto, ha-

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ciendo que sonase tu nombre como el de una flor;así como también tendré yo que despojarme de esenombre que tan musicalmente sonaba antaño enboca de la fama.

¡Mezquino y estrecho es este siglo nuestro, y po-co apropiado a sus vicios! Le da un palacio de pór-fido al éxito, pero ni siquiera tiene una choza para lavergüenza y el dolor. Todo lo que por mí puedehacer, es invitarme a cambiar de nombre, cuando lamisma Edad Media me hubiera brindado una capu-cha de monje o el cubrefaz de un leproso, detrás delos cuales hubiera podido vivir en paz.

Aliento la esperanza de que nuestro encuentroserá el que deba ser después de todo lo pasado.Otrora, siempre estuvimos separados por un pro-fundo abismo: el que separa el arte perfecto de lacultura adquirida. Pero aún es más hondo esteabismo hoy, pues es el abismo del dolor. Sin embar-go, nada es imposible para la humildad, y todo re-sulta fácil para el amor.

En lo referente a la carta con que a ésta respon-das, puede ser larga o corta, según te acomode. De-be estar dirigida al “Señor Director de la Cárcel deReading”; dentro de un segundo sobre abierto, ponla misiva para mí. Si es muy fino tu papel, no escri-

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bas por las dos caras, pues tal cosa traba la lectura.Te he escrito con absoluta libertad, y de la mismamanera puedes escribirme a mí. Lo que necesitosaber de ti, es por qué no intentaste ni siquiera es-cribirme una vez desde agosto del año pasado, es-pecialmente luego de haber sabido, en mayo último,o sea hace once meses -y ni siquiera lo disimulaste-,todo lo que padecía por ti, y cómo me daba cuentade ello.

He estado aguardando noticias tuyas un mes trasotro. Y aun cuando no las hubiera aguardado, ce-rrándote las puertas, debías haber pensado que na-die puede cerrar las puertas del amor. En elEvangelio, se levanta finalmente el Juez injusto parapronunciar una sentencia justa, porque viene a lla-mar la justicia a su puerta todos los días; de noche,el amigo en cuyo corazón no anida el cariño verda-dero, acaba de oír al amigo, “a causa de su ardientedeseo”. No hay en el mundo cárcel cuya entrada elamor no pueda forzar. Si no lo has comprendido, esque nada has comprendido del amor. Dime, tam-bién, todo cuanto se relacione con tu artículo a mirespecto en el Mercure de France. De algo estoy ente-rado, pero mejor es que me lo digas tú. Ya debe ha-berse publicado.

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Mándame también el texto de la dedicatoria de tupoesía. Si se halla en prosa, envíame esa prosa, y siestá en verso, envíame esos versos. No me cabe lamenor duda de que han de encerrar alguna belleza.

Escríbeme con franqueza y libertad a tu respecto,y con respecto a tu vida, tus amigos, tus tareas, tuslibros. Háblame de tu volumen de poesías, y de laacogida que haya obtenido. Di sin temor todocuanto tengas que decir, si es que algo tienes. Noescribas lo que no sientas. Únicamente esto impor-ta. Si tu carta tiene algo de falsa o artificial, de in-mediato lo conoceré en el tono.

No en vano me convertí, en el culto que profesétoda mi vida a la literatura, en alguien que “no esmenos avaro de sus vocales y sílabas que Midas desu oro”. Piensa que también yo tengo que conocertetodavía. Acaso todavía tengamos que conocernos eluno al otro.

Sólo esto he de decirte aún yo a ti: no le tengas elmenor temor al pasado. Si te dicen los hombres queno se puede cambiar el pasado, no los creas: el pa-sado, el presente y el futuro, sólo son un instantepara Dios, ante Quien debiéramos esforzarnos envivir.

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No son el tiempo y el espacio, la sucesión y laextensión, más que casuales relaciones de ideas, quepuede traspasar la imaginación para moverse en li-bertad en el campo de las existencias ideales. Y sonlas cosas también, de acuerdo con su esencia, lo quenos guste que sean. Lo que son, depende de la ma-nera como las contemplamos.

Blake dice: “Allí donde otros tan sólo ven el cre-púsculo descender sobre la montaña, yo veo retozarde júbilo a los hijos de Dios”.

Eso que todo el mundo y yo mismo considerá-bamos como mi porvenir, lo perdí sin remedio eldía en que me dejé arrastrar a iniciar un procesocontra tu padre, e incluso mucho antes de eso. Loque ahora se me brinda, es el pasado. Conseguiréverlo con ojos distintos y conseguiré que tambiénDios lo vea así. Y no me sería esto posible, abando-nándolo o despreciándolo. No puedo ni ensalzarlo,ni renegar de él. Por el contrario, debo considerarlocomo una parte inevitable del proceso de mi vida yde mi naturaleza, y agachar la cabeza ante todo loque he padecido.

Cuán alejado estoy aún de la verdadera serenidad,ha de demostrártelo con toda nitidez esta carta, consus titubeantes y variables estados de espíritu, con

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su desprecio y su amargura, con sus anhelos y con laimpotencia de convertirlos en acción. Pero, noeches en olvido cuán espantosa es la escuela en queme veo sentado ante mi tarea. Por muy imperfecto,por muy incompleto que yo sea, has de aprendermucho de mí aún. Quisiste que te enseñara el placerde vivir y el placer del arte; quizá esté llamado a en-señarte una cosa infinitamente más bella: el valor yla hermosura del dolor.

Tu amigo que te quiere:

OSCAR WILDE