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Cortejo de sombras

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Julián Ríos

Cortejo de sombras(La novela de Tamoga)

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Prólogo

Tamoga revisitada

Escribí Cortejo de sombras de 1966 a 1968 en Ma-drid (trataba entonces de revivir y de recrear sin re-gionalismos mi particular Galicia, el país de las ma-ravillas de la niñez y de la adolescencia, con sussombras del pasado ominosas a veces, al que se ane-xionaba entre nostálgico y fantasmal el país del quete irás y no volverás de tantos emigrantes) y cuandome fui a vivir a Londres, en 1969, me llevé el manus-crito con la intención de añadirle un par de capítulosque tenía ya esbozados. Finalmente decidí dejar el li-bro tal cual y sólo revisé y corregí el capítulo titulado«Palonzo». Aunque sus nueve capítulos pueden leer-se también de modo autónomo, como cuentos, siem-pre pensé que formaban parte de una novela coral so-bre un pueblo y espacio imaginarios, con personajesque se relevaban y revelaban sucesivamente a lo lar-go de las vicisitudes de sus vidas, relacionadas entresí en mayor o menor grado.

Algunas de estas historias recibieron premios –así«La segunda persona», el Gabriel Miró en 1969 y

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«El río sin orillas», el Hucha de Plata de cuentos en 1970–, pero no me animé a enviar la novela a uneditor. Supuse que la censura no dejaría pasar algúncapítulo como «Cacería en julio»; pero había otrasrazones para aplazar la publicación del libro. Laprincipal es que al año de vivir en Londres me metí enel proyecto narrativo de Larva, que iba para larga, yademás para ancha, pues trataba de ensanchar el cas-tellano y sacarlo de sus castillas para reflejar el mes-tizaje y cosmopoliglotismo de la gran ciudad comoresumen del mundo, y decidí que era mejor que Cor-tejo de sombras permaneciera aún en la sombra, sinver la luz en el país oprimente que dejaba atrás, mien-tras el Burlador carnavalesco de la nueva novela se-guía con el cortejo de hembras y sombras de la nochea orillas del Támesis. En la vida libre de Londres, en-frascado en el juego de damas y de idiomas y de más-caras de Larva, me fui desentendiendo de Cortejo desombras o me pareció tal vez que ya no entendía biensu llano castellano.

Una madrugada de enero de 1970 en Londres,con mucha nieve, después de cenar en casa de unosamigos en Golders Green, en el noroeste de la ciudad,conocí a un taxista que resultó ser originario de Ta-moga, o de un lugar muy parecido y cercano. Habíallegado a los siete u ocho años con sus padres a In-glaterra y al cabo de un cuarto de siglo se le había ol-vidado casi completamente el idioma materno. Tra-taba de decir frases sueltas en español que yo leayudaba a completar y a pronunciar mejor. Tras lle-gar a mi destino, más al sur, en Queen’s Park, nos

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quedamos una buena hora en su coche practicando elespañol básico de su añoranza reanudada envueltosen los copos que ya habían cubierto de blanco el par-que de enfrente. Con cada frase, difícilmente arran-cada del olvido, venía un jirón de recuerdo. Sí, sí, in-sistía. Con el idioma reaprendido venía prendido supasado breve de párvulo en Tamoga. Aquel taxistalondinense, algunos años mayor que yo, intentaba reaprender su idioma y su pasado perdidos. Por el con-trario, yo en Londres intentaba desaprenderlos, des-prenderme de un país y de una atmósfera asfixiantes.El letrero de la estación de Tamoga –con dos letrasdesdibujadas– viene a indicar con toda propiedad:«Ahoga». Con la perspectiva del tiempo, que es elmejor mirador, puedo ver que trataba de alejarme en-tonces de una España que me olía a alcanfor, cuandono a chamusquina, y que me dolía sin duda menosque a Unamuno, cuya célebre frase es parafraseadaen farsa y traducida fielmente por el narrador de Lar-va con la exclamación: «Spain pains me!». Y me pa-recía que la subversión del lenguaje era la mejor aspi-rina para el mal de los Pirineos.

Se fueron sucediendo los años y los libros, asícomo otras ciudades en las que viví, y el mecanoscri-to de Cortejo de sombras se quedó en el fondo de unacaja a la espera de que me dignara desempolvarlo yecharle un vistazo. Al cabo del tiempo lo recordabade vez en cuando no sin un asomo de remordimiento.Por ejemplo, en 1991, cuando vivía en Berlín, penséque a lo mejor podría ofrecer un fragmento para undossier que me dedicaba una revista alemana; pero

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no tenía entonces el manuscrito a mano. Algunosaños más tarde, en una conversación de sobremesaen Nueva York con uno de mis editores norteameri-canos, cuando evocábamos los tiempos del franquis-mo, saqué a colación mi libro inédito, que podríapensarse que se trataba de un pecado de juventud en-cerrado en el purgatorio. Y hace un año y pico, ha-blando en París con mis editores franceses, Cortejosalió de las sombras para asomarse en nuestra con-versación y despertar un interés que yo no sabía en-tonces si iba a compartir.

Pasaron algunos meses, desde aquella conversa-ción también de sobremesa en París, y en la novelaque estoy escribiendo se deslizaron entre los recuer-dos de un personaje –desarraigado como aquel taxis-ta londinense– unas evocaciones lejanas de Tamoga.Entonces me dije que yo también debería revisitar Tamoga. Y por vez primera desde 1970, no sin apren-sión, me puse a leer Cortejo de sombras. No hubo en-ternecimientos paternales ni saudades pero tampocoseudomasoquismos expiatorios ni sesudas displicen-cias. Yo es otro, otro autor. Que guarda, por supues-to, las marcas de las vueltas y revueltas de su tiempo.O como diría divinamente Milalias, el protagonistade Larva: Yo soy el que es hoy… En realidad, al cabode tanto tiempo, Cortejo de sombras no me dejó otraopción que ser su lector. No tuve, por tanto, nadaque añadir ni que quitar. Y me satisface que el librono se haya convertido en Cotejo de sombras, la deltexto primero con extemporáneas añadiduras y en-miendas, la del autor que fui con el que soy hoy.

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Aprecio de modo especial en Cortejo de sombrasel cortejo de la forma y del estilo, que desde entonceshe intentado emparejar en la escritura. Y, asimismo,la importancia de los personajes en la narración, otrode mis amores que atan y delatan que uno cuentatambién para meterse en la piel del otro.

Al acabar de escribir estas líneas veo desde miventana un carguero que pasa por el Sena, frente a laisla de Saint-Martin, orilla el pueblecito de Vétheuil yse pierde en otra curva del río junto a la antigua casade Monet. El curso del Sena lo tengo ya muy apren-dido y puedo anticipar que después, cerca de Ruán,pasará delante del pabellón de Flaubert en Croissetpara buscar luego la desembocadura e ir a dar a lamar y tal vez tras muchas horas y olas bordear la cos-ta de Tamoga que también fue muchas veces la de lamuerte.

J. R.19 de noviembre de 2007

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Cortejo de sombras

(La novela de Tamoga)

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I

HISTORIA DE MORTES

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Fue a fines de setiembre, cuando empezaba a insi-nuarse el letargo otoñal y las horas transcurrían yamás lentas y el tiempo parecía estancarse como elagua triste de las marismas de Tamoga.

«Un viajante», dijeron o pensaron sin demasiadointerés todos aquellos (gente aburrida y ociosa) que ala caída de la tarde se reunían en la estación, al ver laenorme maleta y después al hombre bajo, cómica-mente escorado, que trataba de arrastrarla por el an-dén. «Un escarabajo pelotero», bromeó alguien delgrupo, para reanimar la conversación mortecina. Lomiraron todavía unos instantes y nadie quiso moles-tarse en añadir otro comentario, todos ellos levemen-te desganados y nostálgicos después de haber vistodesvanecerse el tren en la lluvia interminable.

Aquel hombre, aquel forastero, tal vez no suponunca por qué había elegido este pueblo. O no lo eli-gió él en realidad: fue el azar, el destino, fue su buenao mala estrella, la fatalidad del momento.

Supimos luego que había citado en el pueblo auna mujer y que ella –joven todavía, casi hermosa,con aspecto de recién viuda– era su cuñada; supimospor Cardona, el comisario, la historia de la huida, eldisparatado episodio amoroso; supimos también (ella,la cuñada, se dejó confesar largamente por el comi-

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sario, entristecida pero serena, orgullosa de su amor,dócil e incrédula al final, indiferente ya a todo y a to-dos) que se llamaba Mortes y era representante co-mercial, que iba a cumplir cincuenta años, que teníaesposa y cinco hijos, un pasado intachable, todo vul-gar y anodino, deprimente. Y sin embargo, parececomo si él, Mortes, el hombre menos misterioso delmundo, hubiese venido a este pueblo con el único ob-jeto de proponernos una charada aparentemente ab-surda.

Para nosotros, para nuestra curiosidad, todo em-pezó un martes de septiembre, a comienzos de otoño,el día de su llegada. Desde la ventanilla del vagón desegunda clase, Mortes contemplaría el andén azota-do por la lluvia, el letrero descolorido con la T y la Mcasi borradas que decía extrañamente A OGA, con-templaría un confuso horizonte de nubes y tejados.Debió de pensar, entonces, que el pueblo era lo sufi-cientemente triste para sus propósitos. Es probabletambién que lo que le impulsó a apearse en el últimomomento haya sido el cansancio, el hastío, la certezade no haber estado antes en este pueblo; la seguri-dad de no ser reconocido, de no haber arrastrado an-tes por las calles de Tamoga el inseparable maletónde cuero, de no haber exhibido por sus comercios lasonrisa profesional; también la seguridad y el aliviode saber que aquí no se había recostado sobre ningúnmostrador junto a la habitual solterona, para hablarde cintas y botones con la contenida pasión y el aireclandestino del que hace una proposición deshones-ta. También es verosímil que le atrayese la situación

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del pueblo, la proximidad de la frontera (esto habría-mos de sospecharlo luego, cuando vino la mujer),quizás haya contado desde el principio con la estupi-dez y la curiosidad colectiva, con nuestra falta deperspicacia, aunque ninguna de estas conjeturas sirvepara explicar el final de la historia, si es que ha de te-ner un final. Tampoco se puede descartar que estu-viese loco o asustado. O quizás él mismo se enredó ensu propio juego, en la mentira imposible en que qui-so creer.

Él, Mortes, llegó a Tamoga, tal como se ha con-tado, a principios de otoño, un día tristón y lluvioso.Y a pesar de que estuvo pocas horas entre nosotros,es recordado con fervor, sobre todo después de los úl-timos acontecimientos, y son muchos los que afirmanhaberlo visto, haber cambiado unas palabras con él.Tenía el don de transfigurarse porque cada uno lo re-cuerda de forma distinta y es posible que todos ten-gamos razón: alegre, tímido, triste, burlón, insolente,respetuoso, cínico, desabrido, amable, fue todo estoy lo que nosotros digamos de él. Al final nos quedanla fascinación y la imposibilidad de referir esta histo-ria porque las palabras en este caso son más realesque los hechos y una historia sólo merece ser conta-da cuando las palabras no pueden agotar su sentido.Nos queda también la libertad de imaginar y de atri-buir múltiples, contradictorios, oscuros designios aaquel forastero más bien bajo, más bien flaco, másbien desmañado que eligió Tamoga como escenariode su representación. Ahora aquel hombre, Mortes,es sólo palabras y una vaga imagen que empieza a

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confundirse en la memoria: un rostro ancho y terro-so, de facciones desdibujadas, blanduzco, como ama-sado con lodo; unos ojos enrojecidos y una boca-cicatriz, una voz monótona y nasal que se rompía aveces en un gorgoteo profundo de agua en una cañe-ría; un hombre cualquiera que vestía –sin elegancia ysin excesivo desaliño– un traje marrón arrugado y unatrinchera demasiado grande para su talla. Así acude él,Mortes, en los recuerdos y así debió de verlo desde elprimer momento don Elío, el jefe de estación.

«Uno está acostumbrado a toda clase de rarezas,sobre todo a mis años y en una estación de fronteracomo ésta –dirá así el viejo don Elío–. Pero el hombreaquel debía de estar mal del seso, con poco juicio.Miren si no: venía en el tren de las diecinueve quince,casi a su hora esa tarde. Y aquí para siempre cincominutos, suficientes. Doy la señal de salida y lo veo alhombre, justo enfrente, que da un bote en el asientoy corre hacia el pasillo con la maleta. Se bajó cuandoya arrancaba el tren. ¿Despiste? Bueno, escuchen:medio minuto antes el hombre miraba plácidamentepor la ventanilla. Miró a los viajeros, me miró a mí,miró a la estación, fumando tan tranquilo, como situviese otro destino; sin preocuparse lo más mínimode que esta estación se llamase Tamoga, el letrerobien grande delante de sus narices. Oyó la campanacomo si tocase a misa y luego, en el último segundo,le entra el apuro y salta del tren en marcha, con ma-leta y todo. Casi se desnuca. Lo hubiesen visto: plan-tado en el andén, como llovido del cielo y tieso comoun espantapájaros.»

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De todos modos, no se quedó haciendo la estatuapara siempre: buscó la puerta principal y salió a lalluvia, al viento desafiante de Tamoga. Los taxistasque se aburrían en sus coches frente a la estación lovieron sin esperanza cruzar la plazoleta, desdeñarcon un gesto los servicios de los maleteros, dirigirsearrastrando la maleta hacia el autobús de línea apar-cado bajo los plátanos. Se sentó junto a los escasospasajeros en el destartalado autobús, contempló abu-rrido la lluvia y la plazoleta, los plátanos chorreantes,el ostentoso cartel, junto a la carretera, que procla-maba en letras rojas ¡BIENVENIDO A TAMOGA!,hasta que Manco Gómez, el cobrador, se situó frentea él. Según Gómez, el forastero parecía convalecienteo cansado, como después del hospital o de un largoviaje. Se secó la cara con un pañuelo y se manoteó loshombros, empapados de lluvia. Preguntó el preciodel billete, qué distancia había hasta el pueblo. Acep-tó con alivio la información, como si tuviese prisa y lostres kilómetros de recorrido fuesen un mal menor. Sequedó inspeccionando el billete, como si el papelito decolor rosa que dice Servicio de Autobuses / Tamoga-Estación o viceversa fuese digno de curiosidad. Luegode un buen rato, levantó la vista para preguntar:

–Tal vez usted pueda informarme... Algún hotel opensión que no aloje demasiados chinches o pulgas–sonriendo al cobrador.

«Le indiqué el Londres –contó Gómez–. No sépor qué, me cayó bien el tipo. Quizá porque era dis-tinto a los viajantes que vienen por aquí. Porque meentregó las monedas en la mano izquierda, sin pas-

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marse al ver el muñón, aceptando con naturalidadque a un cobrador le pueda faltar una mano o unapierna mientras no se le largue nadie sin pagar. Des-pués me dijo Gracias, pegó la cara al cristal de la ven-tanilla y estuvo mirando todo el tiempo para las ma-rismas, hasta que entramos en el pueblo.»

Se alojó en el Londres, inscribió su nombre y lasseñas completas en el registro del hotel, aguantó lamirada impertinente de doña Milagros, erguida y cal-cetando como de costumbre en su trono –la silla deruedas– detrás del mostrador de recepción. (Senti-mentales, algunos sospechamos que doña Milagrosfundó el hotel no sólo para demostrar a todos los ha-bitantes de Tamoga su fortaleza y su capacidad, quede ningún modo era una inválida y que jamás acep-taría la compasión de nadie, sino también con la se-creta esperanza de que algún día su marido tenga elatrevimiento nostálgico de volver a Tamoga. El ma-rido la había abandonado en plena luna de miel, cuan-do ella tuvo la lesión de columna, asustado por loque se le venía encima: sin dinero ni empleo entoncese incapaz de soportar un día más el carácter irasciblede su mujer, debió de adivinar en un momento de pá-nico y lucidez el futuro infierno. Vivían en ese enton-ces junto al barrio de los portugueses, en una casaque era propiedad de un tío de doña Milagros, unviejo solterón, avaro y extravagante que había pro-metido legar toda su herencia a la sobrina si lo cui-daba en la hora de la muerte –como todos los viejos,en su afán de perdurar, debía de prometerse unamuerte lenta y laboriosa–, aunque en vida se negó ro-

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tundamente a soltar un céntimo. Eran años malos.Una mañana cualquiera, el marido se despidió de ellacomo todos los días, con la desgana y la sonrisa forza-da de siempre: «Voy hasta el puerto. Vino un barco in-glés», dijo. Fue la última vez que doña Milagros oyó lavoz de su marido. Poco después murió el viejo, como sisólo hubiese estado aguardando la fuga del marido desu sobrina para cerrar los ojos en paz. Ella, con el di-nero de la herencia, decidió establecer un negocio ho-telero desoyendo a los que la aconsejaban que viviesede rentas. Desde entonces, doña Milagros, curiosa y vi-gilante, permanece a todas horas en el vestíbulo del ho-tel, sostenida en su silla de ruedas por la esperanza y unantiguo presentimiento –si el marido decide regresaralgún día, tal vez se hospede en el Londres, incautocomo la mayoría de los forasteros, atraídos por el cos-mopolita nombre del hotel, sin sospechar que le aguar-da la momia-recién casada tejiendo y destejiendo ven-ganzas–, escrutando hasta la impertinencia a todos losviajeros que llegan, tratando de comparar sus rostroscon unas facciones que empezarán ya a desdibujarse enlos viejos borradores de la memoria, o tal vez, simple-mente, tratando de adivinar su grado de solvencia.)

Así pues, Mortes aguantó el alfilerazo de los ojosde doña Milagros, pidió un cuarto individual conbaño, dijo que no sabía el tiempo que iba a permane-cer en Tamoga. «Un día, dos o una semana. Segúnvayan las cosas», dijo mientras acababa de rellenar elimpreso. «O a lo mejor, me quedo para toda la vida»,añadió guiñando un ojo a la vieja, tratando de haceruna broma que ella no supo apreciar.

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Viene luego el informe prolijo de Alcides, uno delos incontables ahijados de doña Milagros. Alcides,enfundado en su habitual traje negro, fúnebre y ser-vicial como siempre, con sus alambicados gestos demarica, destilando su empalagosa retórica de antiguoseminarista, con la cabeza reluciente, perfumada ygomosa, hizo su aparición para tomar la maleta, lue-go de un lánguido forcejeo servil, y guiar al forasterohasta la pieza correspondiente, en el primer piso.

«La maleta pesaba como si tuviese libros o plomo,o un muerto dentro», habría de exagerar Alcides.

–Así. Puede dejarla sobre la cama –pidió Mortes.No pareció desagradarle la habitación, pequeña y

sombría, situada en la parte posterior del hotel.Apartó la cortinilla descolorida y se asomó a la

ventana. A muy poca altura, podría ver el suelo llenode charcos y montes de basura, los galpones y barra-cas de los portugueses enfrente; y más lejos, las lomaspeladas, barridas por el viento, y el agua quieta y grisque lamía el horizonte.

Dio luego varias vueltas por el cuarto, pasó lamano con precaución por la desgarradura del empa-pelado esperando descubrir un nido de chinches oalgo peor. Abrió el ropero, asomó la cabeza y de unmanotazo arrancó un arpegio triste a las perchas me-tálicas que colgaban en el interior. Continuó la ins-pección minuciosa: fue al cuarto de baño, accionó lacisterna, dio un paso atrás al oír el tenebroso gorgo-teo del agua, encendió la luz, se contempló unos se-gundos en el espejo y se pasó los dedos por las meji-llas, como si necesitase comprobar al tacto que tenía

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barba de varios días. Por último, abrió los dos grifosdel lavabo.

–No hay agua caliente –dijo, con la expresión delque acaba de descubrir una estafa.

–Sólo por las mañanas –suspiró Alcides, aburridode repetir el mismo estribillo desde hace ocho años.

Volvió al dormitorio y comprobó satisfecho quehabía dos sillones de mimbre, una lamparita portátilsobre la mesilla de noche, un gran cenicero de porce-lana y una botella de agua tapada con un vaso. Qui-zá trataba de aparentar que era exigente, que iba apasar varios días en Tamoga y quería escoger un sitiocómodo.

–Mercería o tejidos –preguntó Alcides, dispuestoa ganarse la propina.

Tardó en contestar mientras descubría alarmadola quemadura que había en la colcha, la mancha dehumedad en la pared que dibujaba un enorme can-grejo dispuesto a desplomarse sobre la cabecera de lacama.

–De todo un poco –llegó al fin su respuesta, des-ganada, elusiva, hablando a la ventana o a nadie.

–Puedo informarle sobre el comercio de esta pla-za –ofreció Alcides, para ir de una vez al grano.

«No parecía interesado –se quejó más tarde Alci-des–, apartó con el pie el borde arrugado de la alfom-bra y se volvió con un gesto afligido, casi de repugnan-cia, como si acabase de complicarlo en un negociosucio.»

–Mire –le dije, en tono confidencial–. Mire usted.Aquí hay comercios con mucha fachada, estupendos

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por fuera, que tienen los mismos artículos en el esca-parate desde hace medio siglo. No crea que exagero.¿De qué viven? No me lo pregunte: eso no lo sabe na-die. Aquí tenemos tiendas, en el centro del pueblo (sí,las verá usted enseguida), con lunas así de grandes yletreros que dicen Hijos de Tal y Cual, Sucesores dedon Mengano, Casa Fundada en 1860, Últimas No-vedades de París, todo muy historiado. Y usted entray sólo hay polvo, cagadas de moscas y artículos delaño de la nana, apolillados o medio podridos. Sí, enferias venden algo, cuando bajan a Tamoga los cam-pesinos de Páramos, de Santa Cruz, los pescadores deProvidencia y de Puerto Angra. Y pare usted de con-tar. Créame: son tiendas muertas. Pierde uno el tiem-po tratando de introducir novedades, artículos demoda.

«Aquí hago siempre una pausa, la definitiva, an-tes de proponer los nombres de los comerciantesprósperos y emprendedores. Pero el tipo no estabaimpresionado, luego del derroche oratorio. Sonriócon cara de pena, nada más, como diciendo qué levamos a hacer...»

–Bueno –dijo como pidiendo disculpas–. Bueno,no necesito cicerone..., ¿verdad? A mí me gusta ins-peccionar primero el campo de batalla, adivinar dón-de me espera la suerte o la desgracia, ¿eh?

«Dígame qué hace uno con un hombre así. En-tonces yo ya no pensaba en la propina, sino en la su-ficiencia, en el desprecio del tipo. Ahí ya me empe-zaron a entrar sospechas. Estoy harto de tratarviajantes y todos son curiosos, y más cuando llegan

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por primera vez a un pueblo y no conocen a nadie.Enséñeme uno que no sea curioso. Bueno, pero él en-seguida trató de hacerse perdonar: sacó del bolsilloun billete arrugado –de veinticinco–, lo alisó y me lotendió sonriendo.»

–Ya veremos mañana –dijo en plan de despe-dirse.

«Yo estaba ya en el corredor, cuando me volvió allegar la voz nasal, cansada, calmosa.»

–Aquí, por la tarde, por la noche –soltó un ca-rraspeo y dio unos cómicos pasos de lado–, ¿qué sepuede hacer?

«Ajá. El tipo era de los que llevan por dentro laprocesión. Un buen pájaro nocturno, sin duda.»

–Éste es un pueblo aburrido –dije sin rencor, sinánimo de mentir–. Claro, tenemos tres cines. Bueno,los martes sólo funciona uno, el Moderno. Hoy pa-san una película nacional: La amada invencible oalgo así. No recuerdo muy bien. Tenemos demasia-dos bares y tabernas. Dos salones de baile sábados ydomingos. Y tenemos el Terranova, que está abiertotodos los días hasta la madrugada.

«Ahora me escuchaba con atención, tratando deimaginar por mis palabras lo triste que puede ser unpueblo de la costa después de la temporada veraniega.Acabé de enumerarle los placeres de Tamoga, con lasensación de que empezaba a vengarme y de que él ibaa empezar a sentir el peso de las horas, lo deprimente,lo larga que puede ser una noche en este purgatorio.»

–Antes teníamos unas casitas alegres junto al río–me puse a recordar, a contagiarme la nostalgia, a

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pensar en Materno el eunuco cuando se instaló consus cinco siemprevírgenes y la tómbola del amor enlas ruinas de la vieja fábrica de salazones, en los bue-nos tiempos, cuando funcionaba el cargadero de mi-neral–. Pero la cerraron y ahora nuestro único lugarde perdición es el Terranova. Ahí puede oír música,bailar, beber unas copas y, si no es demasiado escru-puloso, conseguir compañía. Aunque siempre le que-dará el consuelo de ver alguna cara tan aburridacomo la suya; o en el mejor de los casos, regresar alhotel con el recuerdo de alguna mujer no demasiadohorrible. Aunque esto, en confianza, señor, no se lopuedo garantizar.

Mas tarde, cuando aparentemente estaba todoconcluido, el comisario Cardona, por rutina, afán ymanía de ordenar con lógica lo que quizá no guarda-ba ninguna, trataría de reconstruir el vía crucis delforastero, procurando que no quedasen huecos en eltiempo breve que Mortes gastó con nosotros.

Él, Mortes, debió de permanecer en la habitacióndel hotel unas dos horas, tumbado en la cama (lahuella de su cuerpo sobre la colcha permanecería aúna la mañana siguiente como prueba de que no habíapernoctado en el Londres, de que no era un fantasmay había existido realmente durante unas horas en Ta-moga), rumiando penas y proyectos, emborrachán-dose de sueños, acunando al miedo, oyendo el ruidode la lluvia contra los cristales, tal vez pensando decara a la pared: «Estoy en este pueblo rodeado de agua por todas partes, y todavía no sé qué voy ahacer».

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Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2006concedido a Galaxia Gutenberg por el Ministerio de Cultura

Diseño: Josep Bagà

Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal)/Galaxia Gutenberg

Travessera de Gràcia, 47-49, 08021 Barcelonawww.circulo.es

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© Julián Ríos, 2007© Círculo de Lectores, S. A. (Sociedad Unipersonal), 2007

Depósito legal: B. 47008-2007Fotocomposición: Víctor Igual, S. L., Barcelona

Impresión y encuadernación: Printer industria gráficaN. II, Cuatro caminos s/n, 08620 Sant Vicenç dels Horts

Barcelona, 2007. Impreso en EspañaISBN Círculo de Lectores: 978-84-672-2736-9ISBN Galaxia Gutenberg: 978-84-8109-691-0

N.º 41830