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Contenido
PREFACIO ................................................................................................................................................. 10
INTRODUCCIÓN ..................................................................................................................................... 17
NUESTRO ABUELO: .............................................................................................................................. 20
EL DESPERTAR DE LOS ELFOS ........................................................................................................ 28
EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO ................................................................................................... 35
SI A UNA CHICA LE DAS UN HOBBIT… ......................................................................................... 43
EL ANILLO Y YO ..................................................................................................................................... 50
CLÁSICO DE CULTO .............................................................................................................................. 58
UN OBSTÁCULO Y UNA BÚSQUEDA .............................................................................................. 63
ESQUEMA RÍTMICO EN EL SEÑOR DE LOS ANILLOS ............................................................. 72
EL DOMINGO MÁS LARGO ................................................................................................................. 81
TOLKIEN DESPUÉS DE TODOS ESTOS AÑOS ............................................................................. 88
EL SIGNIFICADO DE TOLKIEN ...................................................................................................... 100
LA HISTORIA SIGUE Y SIGUE......................................................................................................... 111
EL HACEDOR DE MITOS .................................................................................................................. 117
«LA DISTINCIÓN RADICAL…» ....................................................................................................... 124
SOBRE TOLKIEN Y LOS CUENTOS DE HADAS ........................................................................ 132
BIOGRAFÍA DE LOS AUTORES ...................................................................................................... 142
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Tolkien no sólo ha despertado la imaginación de millones de personas: también ha
forjado más de una vocación literaria.
Ése es el caso de autores como Poul Anderson, Terry Pratchett, Ursula K. Le Guin, Diane
Duane, Douglas A. Anderson, Orson Scott Card. Junto con otros escritores, se han
animado a publicar emotivos artículos autobiográficos en que narran su primer contacto
con la obra de Tolkien, evocan cuánto les marcó tanto personal como profesionalmente,
y la analizan proporcionándonos nuevas claves para enfocar su lectura.
Éste es un lúcido y conmovedor homenaje al maestro de la fantasía por parte de dos
generaciones de los mejores escritores de ciencia ficción y literatura fantástica,
complementado con ilustraciones de John Howe, cuya recreación del universo de Tolkien
ya forma parte del imaginario colectivo.
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AA. VV.
La Tierra Media Reflexiones y comentarios
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Título original: Meditations on Middle-earth
AA. VV., 2001
«The Beat Goes On», Karen Haber, 2001
«Introduction», George R. R. Martin, 2001
«Our Grandfather: Meditations on J.R.R. Tolkien», Raymond E. Feist, 2001
«Awakening the Elves», Poul Anderson, 2001
«A Changeling Returns», Michael Swanwick, 2001
«If You Give a Girl a Hobbit», Esther M. Friesner, 2001
«The Ring and I», Harry Turtledove, 2001
«Cult Classic», Terry Pratchett, 2001
«A Bar and a Quest», Robin Hobb, 2001
«Rhythmic Pattern in The Lord of the Rings», Ursula K. Le Guin, 2001
«The Longest Day», Diane Duane, 2001
«Tolkien After All These Days», Douglas A. Anderson, 2001
«How Tolkien Means», Orson Scott Card, 2001
«The Tale Goes Ever On», Charles De Lint, 2001
«The Mythmaker», Lisa Goldstein, 2001
«“The Radical Distinction…” A Conversation with Tim and Greg Hildebrandt», Glenn Hurdling, 2001
«On Tolkien and Fairy-Stories», Terri Windling, 2001
Traducción: Estela Gutiérrez Torres
Ilustraciones: John Howe
Diseño de cubierta: Enrique Iborra
Ilustración de cubierta: John Howe
Editor digital: Banshee
ePub base r1.1
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PREFACIO
EL CAMINO CONTINÚA
hora se puede contar: yo viví con una elfo.
En realidad, era mi compañera de habitación en la universidad. De hecho, su
nombre de pila era perfecto, pero ella decidió hacerse llamar «Arwen Estrella de la
Tarde» y ese nombre puso en el marco de la puerta de nuestra habitación. Su
novio era «Trancos», por supuesto. A pesar de su apodo, prefería las carreras de
coches a caminar.
No fui tan amable con ella —o con él— como debería haber sido. Tal vez les tenía
manía a los elfos. Pero lo cierto era que no quería vivir con una elfo, sobre todo si se
ponía a escribir cartas de admiración a Jerry Garcia a las dos de la madrugada con mi
máquina de escribir.
Entendedme, no es que tuviera nada en contra de J.R.R. Tolkien. Eso fue
aproximadamente hace treinta años y yo había leído El Señor de los Anillos, claro. Era
prácticamente un rito.
Tolkien me sorprendió. No había esperado que me gustaran los libros. ¿Hobbits?
¿Magos? No obstante, el poder de su narración llegó hasta mí, me atrapó y ya no me
soltó. Era un poco preocupante. Allí estaba yo, una sofisticada estudiante de segundo
curso de instituto, leyendo los mismos libros que esos despreciables estudiantinos de
primero.
Y sí, sentí la magia. Odiaba a Sauron. Gollum me inspiraba repugnancia. Tengo que
admitir que Bilbo me gustaba más que Frodo, y que Sam me ponía de los nervios con
tanta lealtad inquebrantable. Con los elfos lo pasé aún peor (véase «manía a los elfos»,
página anterior). Probablemente fuera algo mayor y tuviera demasiadas hormonas
activadas para caer completamente bajo el hechizo de los hobbits. Pero me gustaron los
libros.
Es posible que me hubieran gustado aún más de haber establecido la interesante
relación entre los elfos «guays» y el señor Spock, tal como hizo Esther Friesner (para
más detalles véase su ensayo). Hablando de extraños «cruces en el campo», ¿alguien
recuerda haber visto a Leonard Nimoy —en un televisor en blanco y negro, por
supuesto— canturreando en un tono de barítono apenas un poco más profundo y
uniforme que el de Cher la letra de la canción de «Bilbo Bolsón»? Me acuerdo de un
fragmento sobre «el más valiente de los hobbits…». Era una melodía absurda, y me sentí
avergonzada al ver un icono sagrado de la ciencia ficción hacer este inesperado cambio
de género. Pero ahí, para cualquiera que tuviera oído, con orejas puntiagudas o no,
estaba la siempre poderosa influencia de J.R.R. Tolkien infiltrándose en un nuevo
aspecto de la cultura pop.
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¿Recordáis la parodia de Harvard Lampoon, Bored of the Rings? Esa parodia amable y
mordaz de los héroes y villanos de Tolkien. Si me lo permitís, citaré con mucho gusto
dos líneas absurdas que se encuentran entre mis favoritas:
«—¡Ay! —gritó Legolam—. ¡Un dicciosaurio!
»—¡Herir! —rugió el monstruo—. Mutilar, destrozar, aplastar. Véase DAÑAR».
Tendréis que admitir que el material básico tiene que ser muy bueno para que
incluso la parodia continúe recordándose después de tantos años.
Luego terminé el instituto y me olvidé de los hobbits e incluso de Star Trek.
Imaginaos, pues, mi sorpresa —y consternación— cuando conocí a «Arwen». Era guapa,
bastante etérea, de voz melodiosa y cabellos largos y claros. Ahora que lo pienso, podía
pasar por una elfo. (Nunca comprobé cómo tenía las orejas, tampoco las de «Trancos»).
Apenas veinte años después, el karma latente me ha dado la oportunidad de reparar
mi crueldad con los elfos y los demás seres significativos dirigiendo esta colección de
reflexiones sobre ese creativo trovador élfico, J.R.R. Tolkien, y la entidad que es El Señor
de los Anillos.
Además de ocasionarme un dilema con una compañera de habitación en la
universidad, Tolkien marcó el ritmo literario de mis años de lectura experimental,
aproximadamente entre 1968 y 1978. Si a uno le gustaban la ciencia ficción y la fantasía
—y a mí me gustaban—, El Señor de los Anillos era una lectura obligada.
Con la súbita disponibilidad de ediciones de bolsillo de El Señor de los Anillos a
finales de los años sesenta, la demanda de ciencia ficción alcanzó proporciones
avasalladoras. La editorial que lo había publicado con tapa dura se había negado a sacar
los libros en edición de bajo precio, pero en cuanto se levantó la prohibición miles de
lectores corrieron a las librerías, compraron la trilogía y pidieron más. El hambre de
ciencia ficción, una vez despertada, fue —y sigue siendo— insaciable.
Los editores no tardaron en darse cuenta. Ellos también corrieron, en busca de
escritores que escribieran trilogías imitadoras. Pronto las librerías se vieron inundadas
de enormes historias de aire hobbit, que se vendían en cantidades igualmente
asombrosas. La subida de la marea empezó a reflotar otros barcos más viejos, como las
novelas de Conan de Robert E. Howard, antaño un fenómeno de culto, ahora un nuevo
fenómeno literario. Para su eterna buena reputación, Ballantine Books, que había
publicado a Tolkien en edición de bolsillo, sacó a la luz la serie Adult Fantasy, dirigida
por Lin Carter, que puso las obras fantásticas clásicas de James Branch Cabell, Lord
Dunsany, E. R. Eddison y Mervyn Peake al alcance de los lectores modernos.
Una industria subsidiaria de Tolkien brotó como si fuera una seta en un tronco
podrido: calendarios, cartas de tarot, juegos, libros de ilustraciones, pósters, cintas de
audio, mapas, películas. Pronto pareció que todo el mundo quería participar e
improvisar con el maestro.
El impulso sigue. Si se mira la lista de libros más vendidos del New York Times en
cualquier semana de cualquier mes de los últimos dos años, seguramente se encontrará
al menos un libro de fantasía, la mayoría de las veces entre los cinco primeros. Muchos
lectores y críticos han identificado a Harry Potter como el descendiente directo de la
línea literaria de Tolkien.
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Los lectores querían más, y lo tuvieron. Para algunos de ellos la fantasía no sólo se
convirtió en una obsesión, sino también en un estilo de vida. Para otros se convirtió en
un modo de vida, a medida que los lectores se transformaban en escritores. Algunos
empezaron a improvisar basándose en los ritmos y los temas de Tolkien. Y algunos
siguieron escribiendo sus propias sinfonías fantásticas.
De hecho, muchos escritores han dejado su propia huella en la literatura fantástica
con historias profundas, punzantes e incluso divertidas. Por citar sólo una muestra de
entre los colaboradores de este libro, tomad la serie de Terramar de Ursula K. Le Guin,
las historias del Mundodisco de Terry Pratchett, los libros de Riftwar de Raymond E.
Feist y las leyendas de Alvin el Hacedor de Orson Scott Card. Cada uno de estos
escritores se ha ganado un gran grupo de admiradores por su obra.
En las décadas transcurridas desde que El Señor de los Anillos fuera publicado en
edición de bolsillo para el mercado de masas por primera vez, hemos visto algunas
interpretaciones extraordinarias, algunas improvisaciones y solos impresionantes; pero
independientemente de lo progresista o decadente que sea la melodía, lo cierto es que,
si escuchamos con atención, aún se puede oír a J.R.R. Tolkien, marcando el ritmo de la
literatura fantástica.
La irresistible formulación del relato de Tolkien se basa en los mitos y las leyendas
heroicas, y está marcada por su instinto inconfundible para el lenguaje y la poesía. Él no
inventó los temas, pero los unió en una historia sin imperfecciones de tanto hechizo y
poder que ahora, muchos años después, nos hemos reunido para rendirle homenaje.
Una señal del poder de las dotes narrativas de Tolkien es el hecho de que en estas
páginas haya tantos escritores enamorados de su obra y dispuestos a comentarla. Los
ensayos que aquí nos ofrecen los maestros de la literatura fantástica son reflexiones
literarias sobre J.R.R. Tolkien y su influencia en ellos como escritores, como lectores y en
el campo de la literatura fantástica en su conjunto. Los comentarios son muy variados y
maravillosos. Hallaréis recuerdos afectuosos, revelaciones asombrosas, análisis
fascinantes y sentimientos enternecedores.
George R. R. Martin habla sobre lo que caracteriza a la fantasía épica, es decir, la
fantasía tolkienesca. Ursula K. Le Guin nos acerca a la técnica del maestro con un
irresistible análisis del ritmo de las palabras de Tolkien. Terry Pratchett comenta la
transformación de un libro de culto en un fenómeno editorial. Raymond Feist esboza la
aparición de la novela de fantasía moderna y su propio descubrimiento de la literatura
fantástica. Poul Anderson recrea el mundo perdido de la década de los cincuenta y el
impacto de la obra de Tolkien en la época de la Guerra Fría. Diane Duane recuerda el
larguísimo domingo —y lunes— de su adolescencia que pasó esperando el momento
para comprar el último libro de la trilogía. Los hermanos Hildebrandt revisan la
necesidad de «cortar» las cejas de Gandalf. Terri Windling se centra en los usos
metafóricos y terapéuticos de la fantasía. Charles de Lint comparte su descubrimiento
de que la magia prometía una relación más profunda con el mundo real. Esther Friesner
revela por primera vez la insospechada relación entre El Señor de los Anillos y Star Trek.
Harry Turtledove explica por qué Tolkien tuvo consecuencias funestas para su carrera
académica pero buenas para su futuro literario. Robin Hobb nos lleva a un almacén de
conservación de carne en Alaska, donde se adentró en el mundo de Tolkien por primera
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vez y como consecuencia de ello supo qué dirección tomaría su propia vida. Lisa
Goldstein reflexiona sobre los cambios en el ámbito de la fantasía sucedidos cuando
otros bardos retomaron la canción de Tolkien. Michael Swanwick retorna a la magia de
los libros de Tolkien leyéndolos en voz alta a su hijo pequeño. Además de estas
reflexiones de escritores de fantasía, presentamos una visión de conjunto de la obra de
Tolkien y la recepción de los críticos escrita por el tolkienista Douglas A. Anderson.
La idea es que, independientemente del escritor/lector y su respuesta, Tolkien
conmovió y cambió a todos, y también cambió la literatura fantástica. Si escucháis con
atención, aún ahora podéis oírlo, débilmente, en el fondo. Es el ritmo que ha sonado en
un género literario entero, tanto en quienes lo leen como en quienes lo escriben,
durante más de treinta años. Venid y uníos a la danza.
Karen Haber
P. S.: Quizás os preguntéis qué pasó con «Arwen»; lo único que puedo deciros es que no
regresó para el segundo año. Admito que tengo una punzada de remordimiento al
respecto, aunque no creo que ella fuera la persona más adecuada para aquella específica
institución educativa. No obstante, la verdad es que yo debería haber sido más amable. En
lugar de eso, en cuanto pude, cambié de compañera de habitación y me pasé la segunda
mitad del primer curso durmiendo junto a una tía a quien le gustaba leer novelas de
misterio y que tenía un novio que me recordaba a Gollum. Por supuesto, yo salía con
alguien que, visto retrospectivamente, podría haber pasado por un Balrog, pero ésa es otra
historia…
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INTRODUCCIÓN
GEORGE R. R. MARTIN
a fantasía existía desde mucho antes que J.R.R. Tolkien.
No hubo una edad en la historia humana en que los hombres no se preguntaran
qué había más allá de la siguiente colina y llenaran los espacios en blanco de sus
mapas con cosas maravillosas y seres terroríficos. El primer narrador fantástico
hilaba sus relatos sentado junto al fuego, mientras compartía una chamuscada
pierna de mastodonte. Homero lo fue, y también Shakespeare. Conan, ese original
bárbaro de nuestra época, se habría sentido como en casa bebiendo un cuerno de
hidromiel con Siegfried y Beowulf.
Sir Thomas Malory y La muerte de Arturo llegaron siglos antes que Tolkien. Igual que
La canción de Rolando, de Turoldo. Bram Stoker y Edgar Allan Poe hicieron unas obras
espléndidas en la frontera entre la fantasía y el horror, mientras que William Morris
creó mundos vastos y maravillosos, distantes precursores de la Tierra Media.
En este siglo, Lord Edward Dunsany, James Branch Cabell y E. R. Eddison dejaron sus
respectivos sellos en la literatura de fantasía. La importancia de Robert Ervin Howard y
su Era Hiboriana no puede sobres timarse, ni la de Fritz Leiber, que superó a Conan con
su Fafhrd y el Gray Mouser. En una tradición muy diferente, hallamos a Gerald Kersh,
John Collier, Thorne Smith, Abraham Merritt y Clark Ashton Smith.
Ya en vida, Tolkien tuvo rivales formidables. Mientras él contaba sus historias de la
Tierra Media, su compañero de los Inklings C. S. Lewis daba forma a Narnia. En otro
lugar de Inglaterra, Mervyn Peake creaba el gran castillo tenebroso de Gormenghast, y
al otro lado del mar, en Estados Unidos, el incomparable estilista Jack Vance escribía sus
primeras historias de la Tierra Moribunda.
Sin embargo, fue la Tierra Media la que demostró tener más poder y resistencia. La
fantasía existía mucho tiempo antes que él, sí, pero J.R.R. Tolkien la tomó y la hizo suya
de un modo distinto del de todos los escritores que lo habían precedido, un modo en
que ningún escritor lo volverá a hacer. El tranquilo filólogo de Oxford escribió por
placer, y para sus hijos, pero creó algo que conmovió el corazón y la mente de millones
de personas. Introdujo a los hobbits y los Nazgûl, nos llevó por las Montañas Nubladas y
las minas de Moria, nos mostró el sitio de Gondor y las Grietas del Destino, y ninguno de
nosotros ha vuelto a ser el que era, menos aún los escritores.
Tolkien cambió la fantasía; la elevó y la redefinió, hasta tal punto que nunca volverá
a ser la misma. Siguen escribiéndose y publicándose muchos tipos diferentes de
fantasía, sí, pero hay una variedad que domina tanto en los estantes de las librerías
como en las listas de ventas. En ocasiones se la llama fantasía épica; otras, alta fantasía,
pero habría que llamarla fantasía tolkienesca.
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Los sellos de esta fantasía forman legión, pero para mí hay uno que destaca sobre el
resto: J.R.R. Tolkien fue el primero en crear un universo secundario perfectamente
acabado, un mundo entero con su propia geografía y sus historias y leyendas, sin
ninguna relación con el nuestro, pero, por alguna razón, tan real como éste. Por mucho
que en los años sesenta los botones dijeran «Frodo vive», aquello que los lectores
colgaban en las paredes de sus dormitorios no era un dibujo de Frodo, sino un mapa. Un
mapa de un lugar que nunca existió.
Tolkien nos dejó personajes maravillosos, una prosa evocadora, aventuras y batallas
emocionantes… pero lo que más recordamos es el lugar. Se me conoce por haber dicho
que en la fantasía contemporánea el escenario se convierte en un personaje de pleno
derecho. Tolkien fue el que hizo que esto fuera así.
La mayoría de los escritores de literatura fantástica contemporáneos reconocen sin
reparos su deuda con el maestro (entre los cuales me incluyo, evidentemente), pero ni
siquiera quienes más denigran a Tolkien son capaces de escapar de su influencia. El
camino sigue y sigue, dijo él, y ninguno de nosotros sabrá nunca qué lugares
maravillosos nos aguardan, detrás de la siguiente colina. Pero no importa lo lejos que
viajemos, no debemos olvidar nunca que el viaje empezó en Bolsón Cerrado, y que
todavía todos estamos siguiendo los pasos de Bilbo.
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NUESTRO ABUELO:
REFLEXIONES SOBRE J.R.R. TOLKIEN
RAYMOND E. FEIST i se ha leído alguna novela fantástica de alguien que no sea J.R.R. Tolkien, hay
muchas posibilidades de que al menos en una reseña hayan comparado a su autor
con Tolkien. Si no es que la comparación aparece en una nota de la sobrecubierta,
escrita por alguien del departamento de publicidad de la editorial. Es un hecho del
mundo editorial y nada tiene que ver con el estilo, las ambiciones o los deseos del
autor en cuestión. A todo el mundo se lo compara con Tolkien.
Es frecuente que a los críticos les guste emplear una piedra de toque conocida para
informar a sus lectores de la naturaleza del libro que se reseña. No es raro leer alguna
de ellas en la que un libro de misterio es comparado con una obra de Raymond
Chandler, o un western con la obra de Louis L’Amour. A mí los críticos me han acusado
de ser «demasiado parecido a Tolkien» y de «no ser lo bastante parecido a Tolkien». No
estoy exagerando; lo cómico del asunto es que la editorial me pasó esas dos reseñas el
mismo día.
Los escritores de notas caen con frecuencia en la trampa de utilizar diferentes
variantes de «ningún escritor desde J.R.R. Tolkien…». Es fácil y permite que el lector
potencial del libro se haga una idea de lo que puede esperar: magia, proezas, grandes
aventuras, etc.
¿Por qué esta comparación constante con J.R.R. Tolkien? ¿Por qué es la piedra de
toque frente a la cual debemos demostrar nuestra valía todos los que trabajamos en el
género de la literatura fantástica? La razón es simplemente que muchos consideran que
es nuestro padre.
Yo no estoy de acuerdo. Desde mi punto de vista, Fritz Leiber fue mi padre espiritual,
junto con el resto de los escritores que influyeron en mi infancia: sir Walter Scott,
Robert Louis Stevenson, Rafael Sabatini, Anthony Hope, Samuel Shellabarger, Mary
Renault, Thomas Costain y algunos más. Para otros escritores de libros fantásticos,
fueron H. P. Lovecraft, Edgar Rice Burroughs, Robert E. Howard, A. Merritt o H. Rider
Haggard; no obstante, no hay duda de que Tolkien fue nuestro abuelo. Es posible que mi
opinión no encuentre muchos adeptos, pero lo cierto es que siempre soy una minoría de
uno en cualquier cosa. Sin embargo, permitidme que os exponga mis razones y os
explique por qué pienso que, a la larga, considerarlo nuestro abuelo espiritual es mucho
más respetuoso con los autores actuales.
Cuando era niño, mis gustos literarios se limitaban a lo que entonces se conocía
como «libros de aventuras para chicos», una curiosa variante de las novelas clásicas del
siglo XIX. Me recuerdo acurrucado bajo las sábanas con una linterna cuando
supuestamente estaba durmiendo, o escondiendo un ejemplar manoseado de alguna
vieja novela en el cuaderno del colegio y fingiendo que estudiaba. El profesor hablaba
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sin parar mientras yo leía Capitán Blood, de Sabatini, o El castillo peligroso, de Scott.
Recuerdo haber devorado toda la saga de Calzas de Cuero de James Fenimore Cooper, y
esa experiencia me acompañó tanto tiempo que cuando el editor me pidió una rúbrica
para mi primera trilogía le propuse Saga de Riftwar. Es probable que mis hijos no
lleguen a entender nunca el placer que me procuraban esos libros. Si leyeran cualquiera
de ellos, lo más seguro es que les parecería «curioso».
El realismo moderno de principios del siglo XX marcó el comienzo del declive de este
delicioso género. El cine y la televisión acabaron con él.
Cooper podía pasarse diez páginas describiendo una cabaña de troncos de una
habitación, porque sus lectores contemporáneos querían detalles. Vivían en sus casas de
Boston y Londres y no habían visto nunca una cupana o una casa flotante. La imagen
que más los acercaba a un nativo indígena era la del indio que estaba en la puerta del
estanco del barrio. La riqueza de las imágenes era imprescindible para el éxito. Los
lectores actuales han visto las reposiciones de películas y series sobre Davy Crockett y
Daniel Boone, y no tienen necesidad de ese tipo de descripciones detalladas y lentas.
Quieren acción y diálogo, y lo quieren ya.
A medida que fui creciendo —me niego a afirmar que fui madurando—, descubrí la
literatura de aventuras «clásica» —Twain, Cooper, Scott— y luego a los escritores de
«aventuras para chicos». Más tarde tropecé con la ciencia ficción, luego con la literatura
fantástica, y las adopté como herederas lógicas de un género que todavía echo de
menos. Incluso recuerdo mi introducción a la ciencia ficción y la literatura fantástica.
En el octavo curso debía escribir una reseña literaria de una novela elegida de una
lista aprobada, libros que unos generosos editores ponían a disposición de mi escuela a
través de una publicación escolar llamada My Weekly Reader. La lista era corta y tenía
un par de títulos de Hardy Boys y Nancy Drew, además de algún otro nombre
igualmente sospechoso; pero uno de los títulos atrajo mi atención: El ciclo de fuego, de
Hal Clement. Lo único que recuerdo de la nota de la sobrecubierta es la palabra
«aventura», y creo que también aparecían «alienígena» y «espacio». Así que lo pedí, y el
libro llegó unas dos semanas después.
Me quedé enganchado. La ciencia ficción era exactamente el tipo de aventuras que
yo necesitaba; además me proporcionaba una sensibilidad más moderna en cuanto a la
ética y la moralidad. Los personajes no eran tan nobles como en Ivanhoe, ni el bien y el
mal estaban tan invariablemente bien definidos. Pero, en fin, había mucha acción y un
montón de cosas divertidas que incluían espías, batallas en el espacio y grandes
imperios. E. E. Doc Smith era un buen sustituto de sir Walter Scott o de Robert Louis
Stevenson, en mi infantil opinión. Y cuando llegué a Robert A. Heinlein e Isaac Asimov
me habían dejado de interesar los caballeros de brillante armadura y los piratas del
Caribe.
Descubrí a Tolkien en torno a 1966. Un amigo me prestó un ejemplar de La
Comunidad del Anillo. Al principio no me impresionó. Las referencias a El Hobbit y la
lentitud del ritmo del primer capítulo estuvieron a punto de hacerme desistir. Pero la
narración tenía su encanto; y aunque no sabía quién era Bilbo ni Gandalf, estaba
dispuesto a seguir para saber qué sería de ellos. Al cabo de un rato descubrí un
maravilloso estilo narrativo del siglo XIX, y mucho más tarde se me ocurrió que quizá
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J.R.R. Tolkien también había leído novelas de «aventuras para chicos» cuando era joven.
Su elección del estilo y el ritmo era como si un viejo tío muy querido me estuviera
leyendo una historia maravillosa de caballeros y empresas románticas.
Sólo que los caballeros no eran campeones de la corte del rey Arturo; eran unos
interesantes personajillos llamados hobbits, y su papel en la destrucción del Anillo
Único no era exactamente como el de Parsifal en el Santo Grial.
Cuando la Comunidad se rompió, dejé el primer libro y dije: «¿Qué ocurre después?».
Fui a la librería de segunda mano a la que solía ir y allí encontré el segundo tomo,
Las Dos Torres. Además, hallé El Retorno del Rey y decidí comprarlo también, porque me
imaginaba que probablemente querría terminar toda la historia.
Un día o dos después había descuidado mis estudios y el resto de mis obligaciones
para leer los dos últimos tomos. Luego regresé a la librería y compré El Hobbit. La
historia no me pareció tan profunda o magnífica como la de El Señor de los Anillos pero
era divertida.
Así que volví a la librería y pregunté qué más había escrito Tolkien.
La respuesta fue «Nada». Ahora sé que había obras eruditas y poesía, pero aquélla
era una librería de segunda mano estadounidense, no lo olvidéis. Entonces pregunté por
otras obras parecidas a las de Tolkien.
Y así es como conocí a Robert E. Howard, a A. Merritt, a H. Rider Haggard y a Fritz
Leiber. Me enganché a la literatura fantástica tanto como lo había estado a la ciencia
ficción.
¿Qué es lo que me enganchó de El Señor de los Anillos? Lo principal fue un motivo
clásico: que el desvalido y diminuto Frodo fuera el único que siguiera adelante tras la
disolución de la Comunidad. Él, junto con Sam, Meriadoc y Pippin, estuvieron dispuestos
a enfrentarse a dificultades que los personajes más fuertes, más «clásicos», no quisieron
afrontar: las obvias maldades de Sauron, la ambición retorcida de Saruman, el trágico
Gollum y la insidiosa codicia de poder del propio Anillo Único.
Se trataba de un argumento clásico. Lo tenemos en El crepúsculo de los Dioses de
Wagner y en Beowulf. Es de una heroicidad similar a la de los relatos artúricos de
Malory y Tennyson o los textos del Mabinogion, pero con un tinte decididamente
moderno.
Frodo no coincide con la imagen que solemos tener del «héroe». Lancelot y Orlando
le harían mucha sombra. Es amable, como todos los de su raza; le gustan la comida, la
bebida y la comodidad. En muchos aspectos, representa a los probables lectores de
Tolkien, pertenecientes a las seguras, bien educadas y satisfechas clases alta y media-
alta de la Inglaterra inmediatamente anterior a la segunda guerra mundial.
Mucho se han estudiado los aspectos aleccionadores de El Señor de los Anillos como
metáfora de los sufrimientos de Gran Bretaña antes y durante la segunda guerra
mundial. Es algo que se repite una y otra vez porque Frodo, el «hombre corriente» de la
saga, se enfrenta al mal creciente poniendo su propia alma en peligro. Él y sus
compañeros regresan a casa como héroes después de la destrucción del Anillo Único, y
ese heroísmo y sus consecuencias se demuestran en la limpieza de la Comarca; no
tenemos aquí unos hombrecillos tímidos, sino unos veteranos endurecidos por la lucha
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que se hacen cargo de las cosas y liberan sus hogares de los tiranos nativos que han
venido para atormentar a sus familias mientras los héroes salvaban el mundo.
Era una historia deliciosa y llena de fuerza, una historia que exigía una relectura de
vez en cuando.
¿Y cómo me afectó en mi condición de escritor?
Ante todo, indirectamente. El mundo de Midkemia, en el que se sitúa la mayor parte
de mi obra, es un mundo lúdico, es decir, un mundo creado por mis amigos de la
universidad para ambientar nuestra variante personal de Dungeons & Dragons. Como
tal, tiene mucho «material tolkieniano». Los orcos, por ejemplo, junto con los balrogs,
por mencionar dos robos evidentes. En los libros que ambienté en Midkemia omití la
mayor parte de las criaturas que tenían su origen en Tolkien, pero la influencia, el
«aroma», persiste.
En Midkemia hay elfos y enanos, como en la Tierra Media, pero con mi propio sesgo
peculiar. Mis razas élficas son un poco más carnales, menos místicas que las de Tolkien,
y mis enanos se parecen mucho más a los duros mineros del carbón escoceses que se
instalaron en el oeste de Pennsylvania que a los enanos de la Tierra Media. Escogí unas
variantes de sus prototipos menos míticas, más reconociblemente humanas, y estoy
satisfecho con mi decisión, aunque tomé nombres directamente del léxico de la lengua
de los elfos de Tolkien que aparece en El Silmarillion. Los elfos de la luz son eledhel, los
elfos oscuros son moredhel, por citar dos préstamos. Fue una manera de «quitarme el
sombrero» ante el gran y viejo maestro.
Para mí, como escritor en activo, la mayor influencia de J.R.R. Tolkien en mi obra fue
su impacto en la industria editorial. Él es el origen de toda la riqueza de la que proviene
toda mi recompensa.
Antes de Tolkien no había bestsellers internacionales escritos por autores
fantásticos, al menos no en el sentido que damos al término «bestseller» en la
actualidad.
El éxito de El Señor de los Anillos empezó lentamente y alcanzó su punto álgido a
finales de la década de los sesenta y a principios de los setenta. Mirando atrás, ahora se
lo puede contemplar como un «acontecimiento» monolítico, condensado en el tiempo y
marcado por la publicación de El Silmarillion. Si la memoria no me falla, la brillante
promoción de la editorial Random House/ Del Rey en la época creó una demanda de una
«primera edición» norteamericana que llevó a hacer una edición de alrededor de un
millón de ejemplares sólo en Estados Unidos.
A mediados de los años setenta, eso era una hazaña editorial. Fue seguida de
calendarios, libros de ilustraciones, otros artículos de merchandising, un especial
televisivo, películas y todo lo demás. La industria derivada de la Tierra Media tiene hoy
en día las proporciones de la de La Guerra de las Galaxias. No siempre fue así.
Lo que recuerdo de El Señor de los Anillos a finales de la década de los sesenta es un
crecimiento lento, boca a boca, sobre todo en los campus universitarios. Durante un
tiempo el hecho de haber leído la trilogía era casi un signo de ser hippy, porque no eran
libros de lectura común.
Eran, por decirlo en una palabra, «guays».
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Pero en la actualidad mi éxito se debe en gran parte al deseo de universitarios
dispersos, hippies y aficionados a la literatura que querían leer algo que fuera «guay».
Poder ir a esa fiesta a la que no asistirían deportistas y miembros de comunas, y hablar
de esa historia tan «guay», El Señor de los Anillos.
Más que las obras de los autores que he mencionado antes, la historia de Frodo y sus
compañeros, brillantemente ejecutada por J.R.R. Tolkien, despertó un apetito por la
literatura fantástica que permitió que muchos escritores fueran «descubiertos» por los
lectores que en un principio los habían pasado por alto.
Lin Carter había editado una serie para Random House con el sello de Ballantine
Adult Fantasy, con obras de James Branch Cabell y Lord Dunsany, entre otros, y de
repente empezaron a volar de las librerías de segunda mano, devoradas ansiosamente
por los nuevos adeptos a la literatura fantástica. Los grandes escritores de la versión
«mala» de esta literatura, A. Merritt, H. Rider Haggard, George Sylvester Viereck y Paul
Eldridge, Robert E. Howard, así como los libros del Profesor Challenger de Arthur Conan
Doyle y las obras de Edgar Rice Burroughs no relacionadas con Tarzán, fueron
adoptados décadas después de su publicación gracias a la sed de fantasía creada por
J.R.R. Tolkien.
De esos escritores, Robert E. Howard disfrutó de un renacimiento que terminó por
sobrepasar su modesto éxito original en múltiples aspectos: sus libros de Conan
hallaron nuevos lectores; otras obras que continuaban sus historias surgieron de por lo
menos un par de talentos como L. Sprague De Camp y Robert Jordán, y creó su propia
comercialización paralela, incluyendo dos películas y una serie de televisión. Y mi héroe
personal, Fritz Leiber, halló nuevos lectores para sus relatos de Fafhrd y Gray Mouser.
Pero las historias de civilizaciones perdidas, antiguos dioses y bárbaros errantes
carecían de la grandeza y de la base mítica de Tolkien. Es cierto que los relatos de los
Antiguos de H. P. Lovecraft trataban de seres malignos de siglos de antigüedad, que
acechaban bajo la superficie de nuestro mundo cotidiano, pero los conflictos se daban
siempre a escala personal, una pobre alma a la que las circunstancias llevaban a
enfrentarse a horrores inimaginables. Y nunca había victoria, sólo supervivencia tras la
confrontación.
H. Rider Haggard y A. Merritt escribieron sobre grandes civilizaciones, pero siempre
eran civilizaciones desaparecidas, descubiertas siglos después por personajes
contemporáneos de principios del siglo XX que se enfrentaban a males intemporales,
diosas inmortales o espíritus que poseían a sus compañeros exploradores.
Sólo Burroughs logró acercarse con sus historias de John Carter, pero ni siquiera el
heroico ex oficial de la Confederación que viajaba a Marte, con sus marcianos de más de
dos metros de altura y seis brazos y sus exóticas princesas, tenía la misma categoría que
Tolkien. Ésta también era la versión «mala».
Tolkien ocupa la cúspide de la pirámide editorial en el género de literatura
fantástica. Tenía contemporáneos de valía —E. R. Eddison, T. H. White y C. S. Lewis—
pero, de alguna manera, Tolkien había dado en el clavo con su mezcla de tradición,
historia antigua y personajes.
En su Tercera Edad, en su «mito para Inglaterra», resonaban los ecos de una antigua
majestad. Tolkien, ese hombre extraño, un místico cristiano británico, tenía creencias
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personales que influyeron claramente en su cosmología, la idea del bien y el mal
absolutos, el conflicto intemporal y las tentaciones de poderes oscuros que acechaban
incluso a los más puros e inocentes. Sin embargo, era evidente que al final el bien
obtendría la victoria.
Los escritores de mala literatura fantástica de los años veinte y treinta hablaban de
hombres modernos que tropezaban con antiguos peligros y horrores, exploraban
tumbas perdidas en el corazón de antiguas selvas o enterradas bajo las arenas
movedizas de desiertos remotos, pero Tolkien cambió ese paradigma. Creó un mundo
extraño y familiar al mismo tiempo. La Comarca era el «hogar». No importaba que el
lector viviera lejos de las verdes praderas de los condados del oeste de Inglaterra o
nunca hubiera contemplado la puesta de sol desde las orillas del Támesis: la Comarca
era su hogar.
Frodo y los hobbits eran «personas comunes», simples, graciosas, pacíficas y
humildes. Eran arquetipos que rozaban estereotipos: Frodo el Héroe Valeroso, Sam el
Bueno y el Fiel, Gandalf la eminencia que no podía ser más gris, Merry y Pippin, un par
de oportunos compañeros tan sanos como los que se podrían encontrar en el Beau Geste
de Percival C. Wren o Los tres mosqueteros de Alejandro Dumas, ignorantes de los
motivos por los que forman parte del drama pero dispuestos a dejar a un lado su
seguridad personal en aras de la amistad. Eran dos de mis personajes favoritos de la
serie, dos jóvenes inexpertos que hallaron fuerza y determinación en la adversidad y se
convirtieron en héroes.
Tom Bombadil, los Ents, los Nazgûl, el Balrog y los Elfos eran las entidades
imaginarias de la estructura de ese universo que aportaban un elemento sobrenatural
en una historia ya llena de fantasía. Incluso los personajes humanos se crearon algo
ajenos, para que los hobbits resultaran más familiares al lector.
Todo está ahí, heroísmo y humildad, miedo y victoria, un misterioso rey que regresa
para gobernar con sabiduría y generosidad, una princesa destinada a luchar junto a su
prometido; todo proviene directamente de Richard Wagner.
Esta maravillosa historia despertó en los lectores de obras futuras un apetito de
proporciones verdaderamente épicas. A pesar de estar demasiado utilizado en las notas
editoriales, en este contexto es correcto emplear el término «épica», porque la historia
de El Señor de los Anillos produce profundos cambios en una cultura o sociedad. Los
hobbits nunca volverán a ser los mismos y podemos ver vislumbres de la llegada de la
Cuarta Edad, la que supuestamente Tolkien consideraba la nuestra.
Mi obra se centra más en los personajes, con «actores» contemporáneos disfrazados.
Pero el trasfondo de la cosmología de mi universo, la lucha titánica entre antiguos
dioses, es una historia pasada tan larga como la de Tolkien. Subyace en todos los libros
que escribo, a veces como parte fundamental del relato, otras como un eco distante,
pero siempre está allí.
Ese deseo de lo wagneriano, la gran ópera, en oposición al gran guiñol de Robert E.
Howard y H. P. Lovecraft, fue el legado más tangible que he heredado de Tolkien como
escritor. Dejaré que la posteridad decida si he superado la prueba.
En cualquier caso, no importa cómo lleguemos allí, todos tenemos la obligación de
admitir que, aunque es posible que Tolkien no fuera el «padre» de la fantasía heroica
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moderna, sí fue el abuelo, y como tal su influencia directa en el estilo, el número de
lectores y el mercado fue en muchos aspectos más importante para mi carrera que lo
que otros escritores hayan podido influir directamente en lo que escribo. En mi humilde
opinión, por supuesto.
Así, aunque señalaré a los otros como «padres» espirituales, especialmente a Fritz,
me quitaré el sombrero una vez más ante J.R.R. Tolkien por ser nuestro abuelo
espiritual colectivo.
Gracias, abuelo. No podría haberlo hecho sin ti.
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EL DESPERTAR DE LOS ELFOS
POUL ANDERSON
odos tenemos una enorme deuda con J.R.R. Tolkien, los escritores quizá más que
los lectores. Él nos proporcionó el mejor libro fantástico de nuestra época, un libro
que además ocupa un lugar privilegiado en el conjunto de la literatura mundial.
Sólo Lord Dunsany es una figura comparable, pero la influencia de Tolkien ha sido
mucho mayor.
Ambos bebieron de nuestras fuentes literarias y culturales, de Homero y la Biblia en
adelante. Enseguida hablaré de eso. Antes me gustaría contar una vieja historia. No
tengo el propósito de fanfarronear, sino de ofrecer un ejemplo personal de cómo ha
operado esa influencia. Es posible que haya muchas otras personas con historias —de
muchos tipos— para contar, y espero que algunas lo hagan.
A principios de la década de los cincuenta, mi esposa y yo conocimos a Reginald
Bretnor y a su mujer. Gracias a eso surgieron numerosas y agradables conversaciones,
para beneficio considerable de la industria vinícola californiana, y una amistad que
sobrevivió a la muerte prematura de ella y terminó con la de él, hace unos ocho o nueve
años. La amistad se hizo tan estrecha que él no sólo nos habló de El Hobbit, sino que nos
prestó su ejemplar de la primera edición. Por tanto, tuvimos que buscar uno para
nosotros, y luego, después de oír hablar de El Señor de los Anillos, comprarlo y
devorarlo.
Era la primera edición inglesa, tres tomos que aparecieron a lo largo de un período
de más de un año. La espera se nos hizo muy larga. Es posible que a los lectores actuales
les cueste imaginarse cómo fue: meses esperando para saber cómo entrarían Frodo y
Sam en el País de la Sombra, y luego más meses para saber qué le pasaría a Frodo en
manos del enemigo.
(Eso explica el habitual error de decir que El Señor de los Anillos es una trilogía. No lo
es. Es una novela unificada, publicada en fragmentos por razones comerciales).
Con todo, no éramos los únicos entusiasmados. La gente hablaba de él con
vehemencia en las convenciones de ciencia ficción. Hubo quien puso música a las
canciones y las cantó, como las de ese otro espléndido libro fantástico, Silverlock, de
Myers Myers. De hecho, es señal de estima y afecto que surgiera una balada
divertidísima, la «Canción de marcha de los orcos», con la melodía de «Jesse James».
Así, se corrió la voz. En aquel entonces, la editorial de libros de bolsillo Ace Books
tenía otros dueños y otra dirección. Estados Unidos no se había adherido aún a la
International Copyright Convention, y en general la ley de derechos de autor necesitaba
algunas modificaciones. Ace vio un amplio vacío legal y sacó una edición de bolsillo
norteamericana sin ni siquiera pedir permiso.
T
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Eso despertó la indignación de quienes sabían lo que eso significaba; pero fueron
pocos en comparación con los lectores corrientes que compraron los libros de buena fe.
Tolkien atrajo a los jóvenes de los sesenta con imágenes de paz y belleza natural, su
profanación, la lucha de un puñado de seres intrépidos contra un mal que parecía
invencible; sin duda, un ambiente encantador, extraño, una narración que atrapaba y no
lo soltaba a uno hasta el final, un mundo entero imaginado tan completa y vívidamente
que parecía del todo real.
Oh, sí, todo esto no son más que tópicos y apenas rozan la verdad. El Señor de los
Anillos es mucho más. Trata de cuestiones fundamentales e intemporales, de la
naturaleza del bien y del mal, del hombre, de Dios. Por eso, además y por encima de su
amena lectura, pervive, y sin duda pervivirá, como es el caso de las obras de
Shakespeare o Alicia en el País de las Maravillas o Las aventuras de Huckleberry Finn.
El respeto que sentía por Edmund Wilson se esfumó cuando, en una exposición larga
y pretenciosa, dijo que El Señor de los Anillos era una obra infantil. Lo reconozco, nunca
tuve una opinión especialmente alta de los críticos. «Los que saben, saben. Los que no
saben, enseñan. Y los que ni siquiera saben enseñar se convierten en críticos». Para ser
justos, debe admitirse que algunos colegas de Wilson veían las cosas de otra manera, y
hoy en día Tolkien está completamente aceptado en los círculos literarios.
Me he ido por las ramas. Volvamos a los hechos.
El robo no me indignó, me puso completamente fuera de mí. Juré delante de amigos
que Ace no volvería a publicar nada mío mientras la cuestión no se hubiera resuelto
para satisfacción del profesor Tolkien. Pude cumplir mi palabra cuando la compañía me
propuso hacer una reimpresión. La editorial que entonces me publicaba en tapa dura,
Doubley, aunque tenía derecho a la mitad del dinero, apoyó mi negativa. Me gusta
pensar que eso añadió un poco de presión a Ace. Es una divertida nota a pie de página
que poco después otra editorial de libros de bolsillo hiciera una oferta más alta a mi
agente por el mismo libro.
Sea como sea, en última instancia Ace cedió y llegó a un acuerdo que incluía la cesión
de los derechos norteamericanos a la editorial Ballantine Books, muy bien considerada.
Para asegurar los derechos de autor, Tolkien realizó unos pocos cambios en el texto. No
estoy seguro de cuáles fueron, no pueden ser importantes. Desde entonces, El Señor de
los Anillos no ha dejado de reeditarse.
Otra nota a pie de página: firmé la paz con Ace, y ellos publicaron un par de libros
míos —faute de mieux por ambas partes— antes de que Tom Doherty adquiriera la
empresa. Él es un hombre con un gran sentido de la ética, que entre otras cosas pagó
medio millón de dólares a unos autores en concepto de derechos de autor que según
una auditoría no se les habían pagado en su momento, a pesar de no tener ninguna
obligación legal de hacerlo. Ace ha recuperado el buen nombre.
Naturalmente, el éxito de El Señor de los Anillos causó un resurgimiento de El Hobbit
y de todos los demás escritos de Tolkien, a excepción de los textos estrictamente
eruditos, y es posible que también éstos puedan conseguirse con facilidad. Algunos son
profundos, otros constituyen un placer absoluto, y otros, sinceramente, me dejan un
poco frío. Eso sólo demuestra que la obra de Tolkien es más amplia que mi mente, y no
tengo por qué aburriros con los detalles.
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De igual modo, El Señor de los Anillos despertó un interés nuevo por la literatura
fantástica pura. Ese interés siempre había existido. Es probable que las primeras
historias jamás contadas fueran fantásticas. Junto a Ung, el relato cavernícola del grande
que escapó, los humanos debieron interrogarse sobre el mundo, los días y las noches,
las estaciones y las criaturas, la vida, el nacimiento, la muerte, la suerte, el amor y todos
los misterios. Lo único que podía ayudarles a comprender era la imaginación. Así
surgieron la religión, las artes mágicas, el folclore.
Al menos desde Homero, probablemente desde antes y no sólo en Occidente, hasta
no hace mucho tiempo, la fantasía fue la corriente principal de la literatura. Cierto es
que los relatos «realistas», es decir, aquéllos sin ningún elemento que hoy consideremos
imposible, también son muy antiguos. Se convirtieron en la literatura dominante y la
mejor considerada durante el siglo XIX, época en la cual la burguesía pujante prefería
leer sobre sí misma que sobre tierras fantásticas y abandonadas. (No hay en esto un
esnobismo invertido. Después de todo, el género incluye muchas obras como Guerra y
paz. Además, no es completamente diferente de la fantasía. ¿Dónde, por ejemplo,
situaríais Moby Dick?).
Unos pocos autores que escribían sobre el aquí y el ahora siguieron haciendo
ocasionalmente obras fantásticas. Por mencionar sólo uno, las de Rudyard Kipling se
cuentan entre sus mejores creaciones. Algunos, como James Branch Cabell, se recuerdan
sobre todo por sus obras de este tipo. La primera de E. R. Eddison apareció en los años
veinte, y Silverlock, ya mencionada, lo hizo en 1949. No obstante, por muy apreciadas
que fueran por los entendidos, no tuvieron muchos seguidores. (Jurgen sí, pero como
succès de scandale, y ningún otro libro del autor tuvo unas ventas como las de aquella
breve temporada). The Saturday Evening Post, la voz semanal de la clase media, apenas
publicaba literatura fantástica, a excepción de las obras de Stephen Vincent Benét.
Etcétera.
Incluso los mercados que alimentaban la literatura más imaginativa se consagraron
sobre todo a la ciencia ficción, o al menos a lo que ellos podían etiquetar como ciencia
ficción. No se trató del cambio de marea que podría parecer. Durante la vida de The
Magazine of Fantasy and Science Fiction, Anthony Boucher me comentó una vez que, a
juzgar por las cartas que recibía, la mayoría de sus lectores preferían la fantasía a la
ciencia ficción, pero no lo sabían. Es más fácil, por ejemplo, en términos de los
conocimientos científicos actuales, justificar la vida después de la muerte y al menos la
existencia de un Dios que la posibilidad de viajar en el tiempo o moverse más rápido
que la luz.
En otras palabras, el público lector conservaba un deseo tácito por la fantasía pura. Y
entonces Tolkien irrumpió en el mundo editorial. El resto es historia.
El resurgimiento del género abarcó lo que sus seguidores denominan fantasía
heroica. En ese género, los héroes, normalmente masculinos pero a veces femeninos,
luchan contra terribles dificultades en un escenario arcaico. Ese escenario puede ser
histórico, pero la mayoría de las veces es imaginario; no ha habido ninguna revolución
científica o industrial; las fuerzas y los seres sobrenaturales son reales. Eddison escribió
este tipo de literatura a un altísimo nivel, mientras que Robert E. Howard lo hizo con
una calidad inferior. Como siempre, hay casos que están en la frontera entre ambas
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categorías, por ejemplo algunas historias de L. Sprague De Camp y Fletcher Pratt, pero
no me demoraré en ellos más que para recomendar encarecidamente a estos dos en
concreto.
El Señor de los Anillos es fantasía heroica. Es muchas cosas más, pero estos
elementos son definitivamente partes integrales de la obra. Su asombrosa popularidad
dejó al descubierto una demanda latente. No tardaría en llegar más material, y su
cantidad no ha disminuido desde entonces.
Podemos dejar a un lado los derivados, los derivados de los derivados y, cómo no, las
cosas para las que se ha acuñado el término despectivo de «genérico». Han aparecido
obras satíricas y divertidísimas de Esther Friesner y Diana Wynne Jones, entre otros.
Recordad la sentencia de Theodore Sturgeon, «El noventa por ciento de esto es basura»,
y juzgad el género por lo mejor y no por lo peor, como juzgamos las historias de amor
por Romeo y Julieta y no por los culebrones. Ha habido y hay obras excelentes.
Algunos veteranos se han visto beneficiados, también, quizá sobre todo Jack Vance y
Robert Silverberg. Permitidme ahora que me ponga personal una vez más, porque mi
experiencia nos lleva de nuevo al propio Tolkien.
Hace mucho, mucho tiempo, creo que probablemente en 1948, escribí una novela de
fantasía heroica, La espada rota, que estaba inspirada en los mitos, las sagas y el folclore
de Escandinavia. Fue rechazada por un editor tras otro, aunque algunos lo hicieron con
pesar, porque no creían que pudieran venderla. Por fin halló una editorial, que hizo una
impresión, casualmente en 1954, el mismo año que salió a la luz La Comunidad del
Anillo, y la dejó morir.
El boom que siguió a Tolkien permitió que el difunto Lin Carter volviera a publicar
una serie de obras fantásticas anteriores en Ballantine. Entre ellas se encontraba La
espada rota. Como entretanto había aprendido muchas cosas sobre el arte de escribir y,
concretamente, sobre el combate medieval, aproveché la oportunidad para revisarla: la
misma historia, pero —esperaba yo— mejor contada. La nueva versión apareció por
primera vez en 1971. Posteriormente, he gozado de la libertad de vagar por el ámbito de
la fantasía siempre que he querido. Ésa es una buena razón para admitir que estoy en
deuda con Tolkien.
Una de sus principales fuentes era idéntica a la mía. También se inspiró en otras,
sobre todo la Biblia y la tradición cristiana. Hablaré de eso más tarde. Sin embargo, en el
ámbito profesional fue un estudioso y un traductor de la literatura escrita en inglés
antiguo y medio. Su largo ensayo «Sobre los cuentos de hadas» explora el significado y
el poder de los cuentos populares de esa época, que también le inspiraron.
Sus orcos y trolls provienen del Norte. No creo que sea ése el caso de los elfos,
exactamente; eso es algo que vale la pena estudiar más a fondo.
Regreso a La espada rota sólo para comparar. También en mi libro aparecen elfos y
trolls. De hecho, la historia trata de una guerra que los enfrenta. Pero estos elfos son
muy diferentes, una diferencia que Tolkien habría admitido inmediatamente.
Permitidme parafrasear mi introducción a la edición revisada. El año 1018, el skald[1]
Sighvat Thordarson hizo un viaje invernal a Suecia por orden de su señor, el rey Olaf de
Noruega, luego conocido como san Olaf. En aquel entonces la mayor parte de Suecia era
pagana. Buscando un refugio para pasar la noche, Sighvat rechazó tres casas sucesivas,
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un comportamiento extraordinario en aquel entonces, por razones religiosas. Tal como
relató en un poema que compuso al respecto:
«Para que Odín no se enfurezca,
¡marchaos!», dijo la mujer.
«Somos paganos aquí y estamos celebrando
una velada sagrada, ¡desgraciado!».
La anciana que tan poco cristianamente
me echó del recinto
reveló que iban a ofrecer
una velada a los elfos.
Las sagas mencionan otros sacrificios en su honor, y una ley según la cual los barcos
de guerra que se aproximaran a una orilla amiga debían desmontar sus feroces
mascarones de proa, para evitar que se ofendieran los vigilantes de la costa.
Así, vemos que los elfos surgieron como dioses o semidioses locales. El Heimskringla
habla del pequeño rey de una región de lo que entonces aún no era Noruega, enterrado
con lujosos objetos funerarios en un enorme túmulo. Llegó a considerársele como un
espíritu tutelar que recibía ofrendas y al que se conocía como Olaf Geirstad-Elf. Las
leyendas sobre la Colina del Elfo deben de provenir de este tipo de acontecimientos.
Los Eddas hablan de elfos «claros» y «oscuros», aunque con bastante vaguedad.
Parece que al menos algunos de los elfos claros servían en Asgard, y los oscuros podían
ser los enanos, que también son importantes en Tolkien. Pero es posible que fueran una
invención de los poetas y narradores de la era cristiana, que durante dos o tres siglos
siguieron utilizando los antiguos motivos. En cualquier caso, tienen poco que ver con el
concepto de los elfos ya sea como dioses menores o como equivalentes aproximados a
las dríadas y las oreas clásicas o los kami japoneses.
Ellos significaban mucho para los antiguos pueblos germánicos. Es muy posible que
para la mayor parte de los habitantes de los páramos y las granjas solitarias fueran
mucho más reales e inmediatos que los grandes dioses, de quienes probablemente estas
gentes apartadas conocieran sólo fragmentos de historias, si es que los conocían. En los
nombres hallamos huellas de su importancia: por ejemplo, «Alfredo» significa «consejo
élfico».
Ahora bien, originalmente los dioses paganos eran tan despiadados como las fuerzas
naturales y los conflictos mortales a los que encarnaban. Homero, en la forma editada
que ha llegado hasta nosotros, y Hesíodo no pueden encubrir esta cuestión por
completo. Por ejemplo, vemos a Aquiles masacrando a los cautivos troyanos en el
funeral de Patroclo, para honrarse a sí mismo y para obtener la ayuda del Otro Mundo.
En ocasiones los sacrificios humanos se hacían directamente a Odín, Tor y Frey. Los
elfos siguieron viviendo en las creencias populares mucho después de la conversión al
cristianismo. Conservaron su antigua crueldad y tendencia al engaño. Y así, en la balada
medieval danesa «Elfshot», cuando un caballero se encuentra con una danza élfica
realizada a la luz de la luna y declina unirse a ella, vuelve a casa moribundo.
Fue esa idea de los elfos la que recuperé: hermosos, cautivadores, amantes del
placer, dadores de grandes recompensas a sus favoritos humanos —como en la balada
fronteriza de True Thomas—, pero en última instancia sin alma o compasión.
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Con el paso de los siglos fueron perdiendo cualidades. En la época de Isabel I ya se
habían convertido en los duendes impulsivos pero civilizados del Sueño de una noche de
verano, y para la época victoriana habían degenerado hasta convertirse en unos
hombrecillos amanerados. No obstante, quienes amamos la tradición nórdica
recordamos a los elfos de antaño.
Tolkien se inspiró en sí mismo, no se limitó a imitar, sino que creó. Conserva la
antipatía de los trolls y los orcos. Hizo a los enanos menos ambiguos, más atentos y
fiables que los de los antiguos relatos. Los elfos experimentaron una transformación
absoluta.
Por supuesto, él sabía exactamente lo que estaba haciendo, y lo hizo
extraordinariamente bien. Sus elfos son tan reales como el resto de los personajes de la
obra, serios y valientes, poderosos y poéticos, melancólicos y capaces de hacer cosas
maravillosas, un ideal inalcanzable, y sin embargo incuestionable. En mi opinión, es
evidente que en este aspecto se basó en la Biblia y expresó su propia fe. Como dice mi
esposa, Karen, estos elfos son como serafines.
Los eruditos, Tolkien con ellos, han hallado que Beowulf no es un relato pagano
glosado por los monjes, sino un texto profundamente cristiano de principio a fin, aun
cuando esté situado en una época anterior. Frodo el de los nueve dedos puede situarse
al lado de la ruina de Grendel.
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EL REGRESO DEL HIJO PRÓDIGO
MICHAEL SWANWICK
o hace tantos años, cuando el mundo era joven y todas las cosas eran tan
perfectas como podían serlo, mi hijo de nueve años, Sean, me pidió que le leyera
El Señor de los Anillos. A su amigo John Grant, parece, se lo habían leído entero, y
como John tenía sólo ocho años, Sean padecía una importante pérdida de
prestigio. Muy bien, dije, empezaremos a la hora de acostarse. Y así, durante una
larga y mágica serie de noches, viajé junto con mi hijo a través del gran mundo en tres
tomos de la Tierra Media.
No fue mi primer viaje a esa tierra.
Un cuarto de siglo antes, en mi época de instituto, mi hermana Patricia envió desde
la escuela de enfermería una caja de libros de bolsillo (todavía puedo verla, recién
abierta y llena de promesas) que ella ya había leído y no quería conservar. Entre ellos
estaba La Comunidad del Anillo. Un día, al caer la tarde, después de terminar los deberes,
lo tomé con la intención de leer un capítulo o dos antes de dormir. Me quedé en vela
toda la noche. No fue fácil, pero saltándome el desayuno por la mañana y leyendo
mientras iba al colegio conseguí terminar la última página justo cuando sonaba el
timbre que marcaba el inicio de mi primera clase.
¡Oh, cómo me impactó y sorprendió ese libro! Me hizo sonar como una campana.
Aún hoy, que tengo el triple de edad, puedo retener el aliento y oír los débiles ecos de
aquella larga, eterna noche. Aquella lectura me convirtió en escritor, aunque me llevó un
tiempo interminable aprender ese arte. Me demostró qué podía hacer y qué podía ser la
literatura.
Décadas después, escribí un cuento en homenaje a Tolkien, llamado «La historia del
niño huido». Es la historia de un joven tabernero que se marcha con una tropa de elfos y
deja atrás su hogar y todo cuanto conoce y ama. Paga un precio muy alto por el viaje,
pero se va por amor a la belleza, la gracia y la rareza de los elfos, hacia un futuro del que
sólo sabe que es incapaz de imaginarlo. Era un relato honesto, o eso espero. Pero
también tenía un componente autobiográfico. Will Taverner fue lo más parecido que he
escrito nunca a un autorretrato. Su historia no es tan diferente de la mía. Hace mucho
tiempo, me fui con los elfos y no regresé jamás.
Releí El Señor de los Anillos con cierto temor. Ese libro me había formado y
modelado. ¿Qué sucedería si resultaba ser sólo una obra menor, apenas la primera del
interminable flujo de trilogías de literatura fantástica que desde entonces han inundado
las estanterías de las librerías? ¿Qué pasaría si mi vida no hubiese sido más que la
representación de un entusiasmo infantil?
N
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Todo esto lo conté durante una mesa redonda sobre la literatura fantástica en no
recuerdo qué seminario. El público estaba lleno de rostros de mi edad, con los cabellos
empezando a encanecer, los cuerpos tal vez un poco más gruesos de lo que habían sido.
Muchos parecían aprensivos. Ellos también habían tenido miedo de regresar a la Tierra
Media. Y cuando les conté mi descubrimiento, que seguía siendo una obra importante y
que un adulto podía recuperarla sin peligro, advertí que esos rostros empezaban a
iluminarse con sonrisas de gratitud y alivio.
Pero el libro que Sean escuchó no era el mismo que yo le había leído.
Lo que él escuchó fue el mismo libro que yo había descubierto aquella noche
insomne en la tierra de Hace Mucho Tiempo, Allá Muy Lejos, la mejor historia de
aventuras jamás escrita. Como adulto, no obstante, yo descubrí que durante mi larga
ausencia se había transformado en algo completamente distinto. Ahora era el libro más
triste del mundo.
Es una historia en la que todos están en proceso de perder todo lo que más quieren.
Los elfos, que simbolizan la magia, están abandonando la Tierra Media. Galadriel
lamenta el marchitamiento de Lothlórien. Bárbol revela que los ents están perdiendo la
conciencia y se están volviendo arbóreos. Las cosas antiguas —todas ellas— están
desapareciendo. Se talan los árboles y se contaminan los ríos. Se ha inventado la
pólvora. La industrialización está en camino. Derrotar al Señor Oscuro y matar a sus
ejércitos no cambiará nada de eso.
Tolkien se burlaba con razón de quienes intentaban hallar lecturas alegóricas en su
obra. Pero la ausencia de alegoría no significa falta de relevancia. El crítico Hugh Kenner
da el convincente ejemplo de que Esperando a Godot empezó siendo una historia de dos
combatientes de la resistencia francesa que, disfrazados de vagabundos, emprenden un
peligroso viaje por las zonas rurales ocupadas y se encuentran con que su contacto se
retrasa. Asustados, en grave peligro e ignorantes de la importancia de su misión, sólo
pueden esperar y discutir. Si esta teoría es cierta, entonces Beckett eliminó
sistemáticamente todos los significantes específicos de la obra e hizo del de sus dos
héroes un caso universal. Recuperar los orígenes literarios de la historia sólo la
empequeñecería.
De igual modo, identificar a Sauron con Hitler y el Anillo con la bomba atómica es
reducir una obra significativa a la trivialidad. Es cierto que Tolkien luchó en la primera
guerra mundial y escribió gran parte de su obra maestra durante los momentos más
oscuros de la segunda. Para entonces la Inglaterra de su juventud había desaparecido en
gran medida. Al igual que la mayor parte de su generación, él lamentaba su
desaparición. Su descripción de los terribles acontecimientos está basada en lo que él
conocía demasiado bien: Hitler, Mussolini, Stalin, la bomba, el genocidio, las armas
químicas, la homogeneización cultural, el Estado Corporativo, la despersonalización, la
contaminación, el control mental, la Gran Mentira… todos los males de su época están
implícitos en su obra.
Por experiencia, Tolkien sabía que sólo hay dos posibles respuestas al fin de una
edad. Podemos intentar resistir, o podemos rendirnos. Quienes intentan aferrarse al
poder para evitar el cambio se ven corrompidos por la desesperación (destacan
Saruman, Théoden y Denethor, pero hay otros). Quienes están dispuestos a pagar por
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todo cuanto tienen, a sufrir y a hacer sacrificios, a afanarse desinteresadamente y con
honor, y luego a entregar su autoridad a lo que quede, en última instancia obtienen la
satisfacción de saber que el mundo tiene un futuro que vale la pena dejar a sus hijos.
Pero en el que ya no hay lugar para ellos. No obstante —y eso es lo que más me
conmovió— la visión de Tolkien de los horrores combinados del siglo XX terminó con
esperanza y perdón.
Éste es un libro lleno de tristeza y sabiduría. Me conmovió de un modo que mi hijo
no podía comprender.
Uno se hace viejo, se vuelve más cauto. Cuando yo era muchacho y vivía en Vermont,
me pasé un verano pescando casi todos los días en el río Winooski. A mis padres no les
dije que mi lugar preferido era un remanso que había justo debajo de la presa
hidroeléctrica, al principio de un tramo del río con unos barrancos altos y abruptos a
ambos lados que todos llamábamos la Garganta. El río pasaba muy revuelto por la
Garganta, y cada pocos años un adolescente moría al caer por los barrancos. Y claro,
tampoco les dije a mis padres que el camino que llevaba al remanso atravesaba la vieja
central eléctrica, y que había que subir por los restos rotos y oxidados de las escaleras
metálicas y tomar carrerilla para saltar un agujero en el que, si me hubiera caído,
seguramente me habría roto unos cuantos huesos. Por todo eso, aquellos largos días de
verano que pasé con mi mejor amigo, Steve, pescando, hablando, jugando a cartas y
leyendo montones de cómics que nos prestábamos fueron una de las mejores épocas de
mi vida. No cambiaría su recuerdo por nada.
Sin embargo, me estremezco al imaginarme a mi hijo jugándose la vida como lo hacía
yo mientras atravesaba la central eléctrica. O cuando saltaba entre los coches
destrozados en el depósito de vehículos que había al final de la ciudad. O cuando me
metía en casas abandonadas para explorar su fantasmal interior. O cuando me enredaba
en batallas de piedras. O cuando iba al pantano, como hacía yo cada año cuando el hielo
empezaba a derretirse y había agua líquida en el centro, y saltaba para ver cómo cedía el
hielo en el agua sin romperse y sin hundirme. O… bueno, las cosas tienen un aspecto
distinto cuando se es adulto. Entonces no lo comprendía, y no albergo esperanzas de
poder explicarlo ahora.
Nadie le sugiere a Bilbo que debería ir con la misión del Anillo, pero él se levanta y se
ofrece voluntario. Con El Hobbit en la mano, podríamos pensar que la misión le
corresponde a él por derecho. Pero Bilbo es, sencillamente, demasiado viejo, no sólo
desde el punto de vista físico, sino también espiritual. Ha bebido del vino de la
inmortalidad y para él la época de las aventuras ha quedado atrás.
Así que hay que encontrar otro héroe.
«Estabas destinado a tenerlo», le dice Gandalf a Frodo, el más inverosímil de los
salvadores. Una serie de coincidencias le lleva el Anillo. Se cae del dedo de un rey, es
hallado por alguien que busca entre la basura y robado por otro. Un aventurero, perdido
y que intenta evitar a los orcos, topa con él en los oscuros pasajes subterráneos de una
montaña. Un mago convence al aventurero de que se lo deje a su sobrino como herencia.
El Anillo, nos dicen, está buscando a su amo, Sauron. Sin embargo, su viaje lo aleja de
Mordor y lo lleva directamente a la Comarca.
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Las coincidencias se van multiplicando mientras Frodo huye de Hobbiton. Se marcha
en el último momento salvándose de un Jinete Negro por el simple hecho de que el Tío
cree que ya se ha ido. Se vuelve a salvar gracias a los elfos, que aparecen en el momento
justo. Se salva una tercera vez del Viejo Hombre Sauce, y una cuarta de los Tumularios
gracias a Tom Bombadil, que fuerza la verosimilitud apareciendo en el momento justo
en dos ocasiones. En Bree, se salva gracias a Trancos, que también aparece por allí, de
nuevo en el momento justo. En el Vado del Bruinen lo salvan Elrond y Gandalf, que…
bueno, ya conocéis la historia. Hay una providencia en Frodo, que lo guía y lo protege
todo el camino hasta Rivendel.
Sin embargo, a partir de Rivendel, la misión topa con obstáculos y retrasos con una
regularidad desesperante. La Comunidad no puede cruzar el paso de las Montañas
Nubladas, y por tanto debe tomar el camino más peligroso que atraviesa Moria. Gandalf
cae luchando con un Balrog, privándolos de su fuerza y consejo. Hay orcos en la orilla
oriental del Anduin, que obligan a Frodo y Sam a viajar por el río en lugar de usar la ruta
deseada. Gollum los guía por un camino en el que es imposible que sobrevivan.
Pero la contradicción sólo es aparente. Hay un poder que opera en todo esto, tanto
en lo que favorece la misión como en lo que la estorba, «que escapaba a los propósitos
del hacedor del Anillo», como dice Gandalf. Y en la Tierra Media sólo hay un poder así,
aunque (significativamente) nunca es mencionado.
Tolkien era religioso, no de la manera altisonante y proselitista de su amigo C. S.
Lewis (a quien, para su frustración, convirtió del ateísmo al anglicanismo, a sólo un paso
del catolicismo y la salvación), sino con la profunda sinceridad de un hombre nacido en
la fe que todavía conserva. Lo cual significa que no intentaba persuadir a nadie de que
adoptara sus creencias, sino sólo describir el funcionamiento del mundo tal como él lo
entendía.
Si nos preguntamos por qué una deidad omnipotente y benevolente habría de hacer
sufrir tanto a nuestro héroe para destruir el Anillo Único, estamos haciéndonos la
pregunta equivocada. Porque la sola destrucción del mal no estuvo nunca en el orden
del día. Los niños pequeños, en su terrible inocencia, creen que el mundo sería un lugar
mejor si matáramos a toda la gente mala. Los adultos que los quieren entienden que el
reino de la moral es más difícil que eso, y que el mal que más debemos temer es el que
habita en nuestro interior.
Aquí opera un propósito más sutil.
Ignorad la geopolítica y los movimientos de los ejércitos y seguid el viaje del Anillo
hasta su destino definitivo. Una vez tras otra, Frodo lo utiliza para probar
inconscientemente a aquellos con quienes se encuentra. Primero se lo ofrece a Gandalf,
que, horrorizado, grita «¡No!» y «¡No me tientes!». Luego debe rechazar el imprudente
deseo de su amado tío y mentor, Bilbo, de tocarlo otra vez. Cuando Aragorn el de los
muchos nombres revela su linaje, Frodo exclama: «¡Entonces el Anillo te pertenece a
ti!». Se lo ofrece inmediatamente a Galadriel, que le dice: «Muy delicadamente, te has
vengado de la prueba a que sometí tu corazón en nuestro primer encuentro»; y luego, en
una de las escenas más memorables del libro, procede a atemorizar al insolente antes de
concluir: «He pasado la prueba. Me iré empequeñeciendo, y marcharé al oeste, y
continuaré siendo Galadriel». Boromir intenta apoderarse de la joya por la fuerza, pero
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después se redime, de acuerdo con su duro código de guerrero, muriendo en defensa de
la Comunidad. El hermano de Boromir, Faramir, declara irreflexivamente que no la
tomaría ni aunque la encontrara tirada en el camino, y luego, más noblemente,
demuestra la verdad de sus palabras. Denethor, que nunca llega a tener el Anillo a su
alcance, se entusiasma hablando de lo que haría con él. En Mordor, es Gollum el primero
que sufre la tentación, le sigue Sam, y por último el propio Frodo.
Frodo viaja por la Tierra Media como una especie de prueba de integridad enviada
por Dios. Los Sabios, si realmente lo fueran, al ver que ha venido de visita, gritarían:
«¡Oh, no! Es ese maldito hobbit. ¡No estoy!», y le cerrarían la puerta en las narices.
Ése es el propósito de la misión del Anillo: no destruir la fuente de poder, sino poner a
prueba a toda la creación y decidir si merece continuar. La misión de Frodo, aunque él
no lo sepa, es recorrer la Tierra Media.
Lo más interesante de la prueba es que Frodo no la supera.
¡Qué protagonista tan extraño es Frodo! Empieza bastante bien. Al principio El Señor
de los Anillos es un libro infantil y la continuación de un libro infantil, y durante la
primera mitad de La Comunidad del Anillo lucha por salir de sus propias carencias, que
van desde la poco convincente y cómica ayuda brindada a los presuntuosos aldeanos
hasta la sensiblera insistencia en que los hobbits todavía están entre nosotros,
demasiado rápidos y tímidos para ser vistos. Sin embargo, se han entretejido
fragmentos de gran sagacidad y habilidad. Metida inteligentemente entre el artificio
poco sólido que rodea el «centésimo undécimo» cumpleaños de Bilbo se nos da la
información de que también es el primer día de la vida adulta de Frodo.
Vale, yo era un inglés mayor de edad. Sé lo que es un viaje iniciático. Las novelas de
este tipo tienen una estructura muy vieja y conocida, y en un principio Frodo parece
seguirla. Empieza siendo alegre, valiente, resuelto y bastante ingenuo. Cuando averigua
cuál será su misión, se pone de pie y, aun con miedo en el corazón, la acepta sin vacilar.
Pero luego, a medida que se interna en el meollo de la cuestión, en dirección a
Mordor, esa perpetua y oscura noche del alma, se va volviendo cada vez más pasivo,
más callado. Para bien y para mal, quienes tienen el papel protagonista son
forzosamente sus dos compañeros (necesarios para distraernos del silencio de Frodo),
Sam y Gollum.
Sam y Gollum son unos personajes interesantes. Pero es imposible comprenderlos
del todo sin advertir que ambos son aspectos de Frodo. Por separado, Sam es demasiado
bueno para ser creíble. Nunca falta a su deber, nunca está de mal humor, nunca piensa
en sí mismo si no es para reprocharse no haber actuado lo suficientemente bien. Todas
sus acciones están motivadas por el amor. Él es (o se convierte en) la exteriorización de
todo lo que es mejor en Frodo. Él recorre el arco de crecimiento que requiere un viaje
iniciático. Samsagaz Gamyi, el niño que se fue de casa con la esperanza de ver un
olifante, regresa a la Comarca y ya es un hombre con la fuerza y la decencia necesarias
para ocupar su puesto en la comunidad y tener una familia.
Donde Sam es el Bueno, Gollum es el Malo. No es una simple coincidencia que
Gollum sea un hobbit caído, ni que él y Sam se odien mutuamente con inquebrantable
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resolución. Tiene la determinación, la iniciativa y la perseverancia del Portador del
Anillo, aunque con una causa equivocada. Él es aquello en lo que se convertiría Frodo si
cayera en la tentación del Anillo. Pero como en realidad es una parte de Frodo, no es
completamente malo, sino apenas todo lo malo que puede ser un héroe.
El joven corazón de mi hijo lamentó la caída de Gollum a las llamas del Monte del
Destino. Lo mismo hace el corazón de todos los que aman de verdad este libro.
Como sus dos compañeros representan las tramas hermanas del crecimiento y el
fracaso, Frodo está libre para tomar un tercer camino, un camino que es, aunque
Tolkien se esforzó en disfrazarlo, esencialmente místico. Empieza cuando los Nazgûl
hieren a Frodo en el bosque bajo la Cima de los Vientos (es la herida del Rey Pescador, y
la razón por la que no deja descendencia), lo ennoblece a través de la adversidad y
alcanza su clímax en el Monte del Destino, cuando se pone el Anillo Único y reclama su
poder para sí.
Del viaje interior de Frodo sabemos muy poco. Tolkien nos da indicios y murmullos,
y muy poco más, por la simple razón de que carecía de la habilidad literaria que hubiera
exigido su explicación. «Aquello de lo que no sabemos hablar —escribió Wittgenstein—
debemos omitirlo en silencio». Sólo sabemos que sufre; y que en última instancia su
viaje lo lleva a las Grietas del Destino.
El momento del juicio ha llegado al fin. Frodo no ha superado la prueba. Pero
ninguna persona equitativa puede creer que alguna vez tuvo la posibilidad de superarla.
Antes bien, como diría un ingeniero, ha sido «probado hasta la destrucción». Y, como es
juzgado por toda su vida y no por la debilidad de un instante, es salvado de la
condenación que aparentemente se ha impuesto a sí mismo. Gollum, señalado desde el
principio como instrumento del Destino, interviene para salvarlo.
Frodo obtiene el perdón, no la victoria. Eso también indica la sabiduría de la vejez.
Los místicos, no obstante, no pueden vivir en el mundo real. Cuando la aventura ha
terminado, Frodo sabe demasiado para hallar la paz. Ha saltado por encima de todos sus
años medios y carga con el peso de la vejez. No hay lugar para él en toda la Tierra Media
salvo los Puertos Grises… los Puertos Grises y la muerte. Sam sigue a Frodo durante
parte de ese viaje y luego se vuelve. Se sienta en un gran sillón frente al fuego, su esposa
le pone a su pequeña hija en las rodillas y él pronuncia la línea más desgarradora de
toda la literatura fantástica moderna:
«Bueno, estoy de vuelta», dijo.
«¡No!», gritó Sean cuando leí esas últimas palabras. Soportaré esa culpa para
siempre. Al leer, me había dejado arrastrar por las palabras, por el ímpetu de la trama, y
olvidé por completo adónde se dirigían, ese terrible y hermoso final feliz. Debería
haberlo avisado de que iba a llegar. Debería haberlo preparado para eso. Es posible que
incluso debería haber mentido e inventado un final completamente distinto, uno con «y
todos vivieron felices y comieron perdices».
Pero tal vez no. Lo que hace que ese momento resulte tan doloroso es lo absoluta e
innegablemente cierto que es. Sería un error hilvanar una moraleja en El Señor de los
Anillos como si fuera una simple versión céltica de una de las fábulas de Esopo. Pero
Tolkien escribía sobre el mundo tal como él lo entendía, y en ese mundo había
aprendido algunas lecciones: que en ocasiones la piedad es mejor que la justicia. Que
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con frecuencia los mejores jefes están llenos de dudas. Y lo más importante, que la vida
tiene consecuencias.
¿Cómo podía privar a mi hijo de lo más esencial del libro?
Hay algo que puede parecer terriblemente sentimental, pero que sin embargo es
completamente cierto: yo estuve presente en el nacimiento de mi hijo. La comadrona se
lo dio primero a la madre, y luego, al cabo de un rato, a mí. Estaba en mis brazos. Miré
esa pequeña y dulce cara de trasgo (nació de color violeta por falta de oxígeno, y muy
lentamente se volvió rosado). Algún día, pensé, este niño crecerá y se hará un hombre, y
al hacerlo me convertirá a mí en un anciano, y entonces moriré. Pero está bien. No me
importa. Es un precio pequeño por su vida.
Vivimos en una época reflexivamente cínica, y sin embargo el cinismo, aunque
abarca una gran parte de la verdad, no lo cubre todo. Ese momento, visto desde fuera, se
acerca peligrosamente a lo empalagoso. Sin embargo, visto como algo que se ha
experimentado en persona, aceptar la necesidad de la propia muerte es algo alegre y
terrible. Conmueve el alma como el primer aliento del otoño. Hace sonar una campana
cuyo mensaje esencial es adiós.
Un momento así requiere libros que puedan ayudarnos a comprenderlo.
Cuando escribo esto, mi hijo tiene diecisiete años. Dentro de menos de un año —
aproximadamente cuando este ensayo salga a la luz— se marchará de casa para ir a la
universidad.
Un hombre joven es como un halcón. Cuando le quitas la caperuza y desatas las
correas, salta de tu brazo y se lanza hacia el cielo. Lo miras hacerse pequeño, tan
orgulloso y tan libre, y te preguntas si volverá contigo alguna vez.
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SI A UNA CHICA LE DAS UN HOBBIT…
ESTHER M. FRIESNER
oy escritora. En varias ocasiones me han pagado por escribir, así que lo más
probable es que siga por este desafortunado camino hasta que alguien recupere el
juicio. (Si no quieres que un escritor vuelva, no lo alimentes. Es una regla acertada y
muy práctica, que también sirve para los gatos. Los escritores son como los gatos
en este y en muchos otros aspectos, excepto en que no podemos limpiarnos el
cuerpo con la lengua. Qué lástima).
Una vez que he admitido el crimen en primer grado de escribir libros, con
premeditación y alevosía, no tengo escrúpulos en engrosar mi lista de actos punibles
diciendo que lo que escribo suele ser literatura fantástica y ciencia ficción. Esto ya se
consideraría lo bastante malo en la mayor parte de los foros respetables (por ejemplo,
publicaciones como Pays-in-Copies Review o Deconstructionist Quarterly), pero yo he
acumulado iniquidad sobre iniquidad (lo cual es más fácil de lo que parece, mientras
uno se acuerde de levantarse con las piernas, no con la espalda): he escrito literatura
fantástica y ciencia ficción humorísticas. Deliberadamente.
Hasta ahora, me limitaba a aceptar este gran defecto personal como algo sobre lo
que tenía tan poco control como el color de los ojos, los michelines que tengo en la
cintura o la recurrente necesidad de gritar «¡Macarrones!» en un cine lleno de gente. Es
posible que algunos imbéciles con buenas intenciones afirmen que sí puedo cambiar
cualquiera de esas cosas. Puedo comprarme unas lentillas de color, puedo comer menos
y renunciar más; y en cuanto al asunto de los «¡Macarrones!», bueno, siempre puedo
someterme a una terapia para aborrecer la pasta (o a una actuación de Jerry Springer).
Según ellos sólo es cuestión de hacer lo que decían en el colegio, de no quedarme ahí
sentada y hacer un esfuerzo valiente, de ir siempre hacia adelante y hacia arriba, porque
se acerca la noche. Es posible que tengan razón. También es posible que sean británicos.
Pero ¿es ésa la respuesta que estoy buscando? ¿Quiero aprender a controlar las
partes de mi vida que no son atractivas, saludables o socialmente aceptables? ¿Quiero
que me abran la puerta de oro a la Oportunidad de Ser Mejor las mismas manos amables
que están dispuestas a hacérmela atravesar por la fuerza? ¿Quiero aceptar las
responsabilidades de mis acciones y sus consecuencias?
¡Por supuesto que no! Es demasiado esfuerzo. Soy estadounidense. Lo que quiero es
seguir haciendo exactamente lo que llevo haciendo desde siempre, por malo que sea,
con la única diferencia de que antes quiero que me digan que está bien porque no es
culpa mía. Sí, lo que necesito es encontrar a alguien a quien echarle la culpa.
Yo le echo la culpa a Tolkien.
S
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(No, del número de «¡Macarrones!» no; de que me haya convertido en escritora.
Intentad no perderos, ¿vale?).
Todo empezó en los buenos viejos tiempos, cuando las mujeres conocían su papel y
los pilares gemelos en los que se sustentaba la civilización eran: Todo irá bien mientras
dispongas de una vajilla de porcelana, una cubertería de plata, una cristalería y ropa de
casa a juego y Las mujeres de verdad no leen literatura fantástica y/o ciencia ficción; los
chicos pensarán que estás chiflada. (Por supuesto, hoy en día la única persona que
mantiene el primero de estos principios es Martha Stewart, pero como ella sí que es un
personaje de ciencia ficción no sé dónde vamos a parar en lo del segundo principio).
Sí, eran tiempos más simples, y yo era una persona más simple. Creía con todo el
ardor de mi corazón adolescente que mientras viviese mi vida de acuerdo con los
principios expuestos en las sagradas páginas de la revista Seventeen, no podía
equivocarme. (Aunque pasé muchas horas inútiles devanándome los sesos tratando de
averiguar qué diablos vendían todos esos anuncios de «Modess… Porque…». Por si ese
fenómeno es anterior a vuestra época, antaño se consideraba poco delicado ir y ponerse
a hablar de… bueno, de los productos higiénicos femeninos, aunque estuvieras
intentando venderlos. Los anuncios en cuestión siempre mostraban a una mujer vestida
completamente de blanco en un escenario romántico, normalmente a la luz de la luna, y
su único texto era: «Modess… Porque…». Yo gritaba «Porque ¿qué? ¡Dios mío, decídmelo
o me volveré completamente loca!» a la revista hasta que mi madre me hacía callar. Una
amiga espiritual me ha sugerido que tal vez todos los tabúes elegantes del pasado
relacionados con las cosas de las chicas podrían parecer menos prehistóricos y más
permisibles si los consideramos una contribución a los Misterios de la Mujer. «¿Agatha
Christie… Porque…?». La verdad es que no lo creo).
Pero me estoy yendo por las ramas.
Entonces, un día fatídico, todo cambió. Estaba leyendo el nuevo número de
Seventeen y cuando llegué a la columna de reseñas de libros, qué hallaron mis
asombrados aunque miopes ojos sino un párrafo que alababa algo llamado El Hobbit
escrito por alguien (¡oh, vil hechicero!) llamado J.R.R. Tolkien.
Decían que era un buen libro.
Decían que era literatura fantástica, pero aun así afirmaban que era un buen libro.
Decían que era literatura fantástica, y un buen libro, y que estaría bien que yo fuera y
lo leyera.
Insinuaban que también estaría bien que después admitiera haberlo leído, aunque lo
hiciera público en un lugar donde pudieran oírme los chicos.
Al principio desconfiaba. Por lo que yo sabía, la persona que escribía las reseñas de
libros era alguna bruja maquiavélica que había decidido dar a las indefensas lectoras
una guía equivocada porque no quería que nos convirtiéramos en competidoras suyas
en el mercado del matrimonio. (¡Se merecía que hubiéramos llegado a robarle todos los
buenos maridos! ¡Eso le hubiera enseñado a esa arpía seca que no debía intentar tener
una carrera profesional estando casada! ¡No tiene la menor idea!). Si yo leyera El Hobbit
los chicos acabarían enterándose de que había asomado el cerebro rosa y con volantes
al oscuro lago de la fantasía y la ciencia ficción, y en adelante perdería todo mi atractivo.
Como ya llevaba gafas, compraba la ropa en lo que entonces llamaban el departamento
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de «tallas grandes» y me metía cajas enteras de pañuelos en las copas del sujetador A-
quién-te-crees-que-estás-engañando, no estaba dispuesta a hacer ninguna otra cosa que
pudiera perjudicarme en la carrera de pescar un buen marido que era la vida anterior a
la liberación.
Y sin embargo… y sin embargo, era la revista Seventeen la luz que guiaba mis pasos,
el evangelio de las chicas, el ángel guardián impreso en papel satinado que me orientaba
a través de la ciénaga sofocante, nociva y devoradora de almas que era la adolescencia.
(Si alguien piensa que estoy exagerando es que hace mucho tiempo que no es
adolescente). Si no podía confiar en ella, bueno, ¿en qué otra cosa podía confiar?
Además, el libro parecía algo así como… interesante. Fui a la biblioteca y me lo llevé.
Poco tiempo después estaba de nuevo en la biblioteca, aferrada al catálogo como un
refugiado de una película de Romero, sólo que en vez de «Seeeesooos… Seeeesooos…»
gemía «Tolkiiiieeeeeeen… Tolkiiiieeeeeen…».
Lo que nos lleva a la trilogía. No puedo culpar a Tolkien por mi actual oficio de
escritora sin echar un enorme cucharón pegajoso de responsabilidad en el plato de la
trilogía.
No soy la primera que echa la culpa de algo a la trilogía. Reunid cualquier grupo
considerable de escritores de ciencia ficción y en algún lugar, como una bola de pelo en
un cuenco de humus, encontraréis a una o varias personas dispuestas a contaros que
Tolkien tuvo consecuencias desastrosas para todos porque instauró la Regla de las
Trilogías. Sí, según algunos, toda la literatura fantástica posterior a Tolkien ha aparecido
en tres volúmenes o nada. (Por supuesto, está la pequeña cuestión de la Divina Comedia
de Dante, que también podría considerarse como la tatara-tatara-tatarabuela de todas
las trilogías fantásticas, pero no os molestéis en sacar el tema; nadie os escuchará).
Niños, antes de seguir con esta historia, permitidme que os recuerde que todo esto
tuvo lugar en tiempos prehistóricos, antes de la era Internet, antes de los grandes
centros comerciales, antes de la proliferación inexorable de las gigantescas cadenas de
librerías por todas partes. Veréis, en aquel entonces, si alguien quería una taza de café
no iba al Starbucks de la esquina porque no había ningún Starbucks de la esquina, y lo
único que teníamos eran esquinas con hogueras que estaban cuesta arriba con la nieve
por ambos lados. Tiempos oscuros de veras.
Evidentemente, había librerías, pero no estaban cerca de donde yo vivía. Eso
significa que cuando quise poner mis sucias manazas en la trilogía no tuve más opción
que ir a la biblioteca. El problema era que yo no era la única que quería leerla. Alguien se
había llevado La Comunidad del Anillo y había dejado los otros dos tomos atrás.
Supongo que podría haber esperado a que devolvieran La Comunidad. Una persona
racional habría esperado. Pero yo era una mujer poseída, para quien «paciencia» era
sólo el nombre de una opereta de Gilbert y Sullivan. Me llevé Las Dos Torres y empecé a
leer la trilogía por la mitad. Admito que al principio aquello me dejó un poco
confundida. («¿Quién es este tío a quien le hacen un funeral vikingo, y cómo murió, y oh,
guau, son imaginaciones mías o ese elfo Legolas es una pasada?»). Pero claro, tenía un
montón de práctica en eso de estar confundida gracias a todos los anuncios «Modess…
Porque…», así que la fiesta de despedida del pobre viejo Boromir era una tontería en
comparación con el grado máximo al que podía llegar la incomprensión de esta lectora.
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Para abreviar una larga historia, leí la trilogía en orden dos-tres-uno y cuando
terminé era una mujer cambiada. Lo siguiente que supe es que estaba leyendo otras
novelas fantásticas. Ya no me importaba que los chicos se enteraran de mi vergonzoso
vicio solitario. ¿Quién necesita a los chicos teniendo a los elfos, eh? (Teniendo en cuenta
que iba a un colegio femenino, mis posibilidades de conseguir una cita tipo Seventeen
con un chico eran aproximadamente las mismas que las de que alguien que fuera alto,
oscuro y tuviera las orejas puntiagudas me sacara del bosque de Galadriel. Y como las
posibilidades de encontrar un elfo simpático y judío eran las que os podéis imaginar, ésa
fue también la primera vez en que consideré vagamente la posibilidad de enamorarme
de alguien diferente).
Todo estaba preparado para la degradación definitiva.
Una tarde, después de declinar la invitación al baile de lord Ruthven y elegir
quedarme en la residencia familiar para holgazanear con mi bata y mis zapatillas de
conejo, encendí la televisión. Allí estaba. Él. Mi él: Legolas el elfo guay. Sabía que era
Legolas porque tenía las orejas puntiagudas y, como todo el mundo sabe, todos los elfos
tienen las orejas puntiagudas.
Antes de contemplarlo no me había dado cuenta de que además los elfos tienen
patillas puntiagudas, el pelo en forma de cuenco redondo, cejas sesgadas y despeinadas
y camisa azul de terciopelo, pero estaba dispuesta a aprender. Pero cuando por fin
comprendí que lo que estaba viendo mientras se me caía la baba no era una versión
televisiva de la trilogía (William Shatner no haría bien de hobbit ni en este ni en ningún
otro universo) era demasiado tarde: me había enganchado con «Star Trek». Estaba
condenada.
Podríais pensar que una vez que te estás revolcando en la cloaca de la fantasía y la
ciencia ficción es imposible caer más bajo. No tenéis la menor idea, tíos.
Avancemos el reloj un par de rayas, hasta mis años de universidad en Vassar. En ese
entonces, Vassar todavía no era mixta, así que seguimos hablando de una gran
concentración de hormonas femeninas puestas de punta en blanco y ningún sitio
adonde ir, salvo la sala de televisión de la residencia. Acudíamos a la hora de emisión de
«Star Trek» y «Dark Shadows» con una celosa regularidad que hacía que las órdenes de
clausura de las monjas carmelitas parecieran despendoladas. Pero todo aquel
enloquecimiento adolescente por inexpresivos vulcanianos y altivos vampiros no
significaba que fuéramos contrarias a salir con hombres de verdad. (Aunque podría
explicar por qué tantas de nosotras seguimos casándonos con abogados).
Yo también quería salir con un hombre de verdad, pero terminé quedando con un
estudiante de Yale. Me invitó a un baile de la universidad; y mientras estaba en el
hermoso New Haven descubrí algo que me abrió los ojos a un mundo nuevo de éxtasis
primario, visceral y trascendental: la cooperativa de Yale. En lo que a librerías se refiere,
el tamaño sí importa.
Allí es donde di el último paso hacia la destrucción: Bored of the Rings. Se trataba de
una parodia de la trilogía producida por Harvard Lampoon que era maravillosa o
parecía escrita por un estudiante de segundo curso, según el gusto del lector. Como en
ese entonces yo era una estudiante de segundo curso, me pareció maravillosa. Leyendo
Bored of the Rings aprendí que era posible tomar unos iconos sagrados y un argumento
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reverenciado y pegar unas grandes narices rojas y chillonas de payaso en todo lo que no
se quitara de en medio lo bastante rápido. (Soy de la opinión de que un buen libro
puede soportar un buen chiste y sobrevivir. La obra de Tolkien peleó diez vueltas
enteras contra Bored of the Rings y salió ilesa. Y aunque les tiren un pastel a la cara, los
elfos siguen siendo guays).
Correré un tupido velo sobre los incidentes posteriores de mi vida relacionados con
Tolkien. Por ejemplo, cuando cualquier cosa escrita por Tolkien volaba de los estantes,
las editoriales empezaron a sacar cualquier cosa que hubiera escrito Tolkien, que podía
incluir o no sus listas de la compra. Pido disculpas a los coleccionistas de Tolkien que
haya por ahí, pero nunca me gustó El Silmarillion. Sin embargo, así aprendí que si uno es
lo suficientemente famoso o rentable como escritor, absolutamente todo lo que escribió
en su vida irá a parar al mercado. (Observad que «escribió en su vida» no siempre se
aplica, verbigracia: V. C. Andrews).
Por otro lado, la producción animada de Rankin-Bass de El Hobbit y la tentativa
cinematográfica de Ralf Bakshi con El Señor de los Anillos fueron… no importa. Igual que
con Bored of the Rings, entramos en los gustos personales, los siempre presentes
YMMV[2] de Internet. Dejemos a un lado la guerra y limitémonos a cambiar de tema.
Ya veis que estoy en mi derecho al negar mi responsabilidad por haberme
convertido en escritora de (a menudo deliberadamente) literatura fantástica y ciencia
ficción en clave humorística. Todo es culpa de Tolkien. Sus libros fueron la droga que
abrió las puertas y sí, el primero fue gratis. Es ante él y no ante ningún otro donde debo
exponer las siguientes acusaciones:
1. Leer El Hobbit me llevó a leer toda la trilogía de El Señor de los Anillos. (Y
leerlos sin orden de precedencia me permitió comprender que un buen libro
es completamente capaz de sobrevivir solo aunque no sea más que uno de
una carnada de tres.)
2. Leer El Señor de los Anillos me llevó a leer otros libros del género fantástico.
3. El Señor de los Anillos —sobre todo la parte de los Apéndices— hizo que me
diera cuenta de que un buen libro de literatura fantástica surge de un mundo
completamente formado, y que construir ese mundo puede ser divertido. Si
cuando escribí mi primera novela de este género no saqué todos los
personajes de una cultura fantástica anodina, uniforme y que todo lo abarca;
si éstos se sintieron un poco agotados en el camino; si se acordaron de
llevarse comida —y otras cosas— para el viaje, y si aprendieron que aun
cuando derrotas a los malos tu mundo no puede volver a ser exactamente
como era antes, todo eso fue gracias a Tolkien.
Sé que no es el único que incluyó todos esos pequeños detalles, pero, para mí, él fue
el primero.
4. Los interesantes personajes de El Señor de los Anillos (es decir, los elfos
guays) me llevaron a ver «Star Trek».
5. «Star Trek» me llevó a leer ciencia ficción además de verla por la tele.
6. Leer ciencia ficción y fantasía me hizo caer en la misma trampa en que cayó
James Fenimore Cooper. (Se dice que J. F. C. estaba leyendo novelas a su
esposa enferma cuando se hartó y exclamó: «¿Quién ha escrito esta
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porquería? ¡Yo podría hacerlo mejor!». Y lo hizo; en su opinión, aunque no en
la de Mark Twain). Sí, me convencí de que podía escribir cosas parecidas a
las que se estaban publicando.
Así comenzó el largo y duro aprendizaje de la escritura (léase: Infierno) que me llevó
al ínfimo estado en que estoy ahora.
7. Leer a Tolkien me permitió comprender lo que era tan divertido de Bored of
the Rings, que a su vez me abrió los ojos al campo tan amplio de la escritura
fantástica y la ciencia ficción humorísticas.
8. Escribir per se me llevó a escribir con la intención declarada de ganar dinero.
Eso significaba que tendría que aprender a ganar el dinero de los editores; si
pensáis que eso es tarea fácil, o bien estáis armados con una palanca o sois
alguien llamado Big Rocko, o estáis armados con alguien llamado Big Rocko.
Mi primer libro profesional fue, de hecho, una historia humorística de ciencia
ficción con un gran componente de fantasía («The Stuff of Heroes», que
apareció en el número de marzo de 1983 de Isaac Asimov’s Science Fiction
Magazine), y eso fue el final del camino. Estaba perdida sin esperanza de
redención.
¡Pero me pagaron! Y, una vez que probé los frutos de la victoria (es decir, después de
que cobré el cheque y fui a comprar algo de fruta), volví a hacerlo otra vez. Y otra. Y otra,
y otra, y otra, y…
Así que aquí estoy y aquí me quedo. Podéis decir que soy una infeliz manchada de
tinta o una mujer empaquetadora de píxeles, pero la definición subyacente es la misma:
soy escritora, estoy irrevocablemente seducida por la exuberante, húmeda y tórrida
selva de la ficción especulativa en la que vivo, cautiva y contenta de que así sea. ¿Y de
quién es la culpa, podría preguntar?
De Tolkien. De ningún otro. La culpa es exclusivamente suya.
Bueno, de él y de esos elfos. ¡Mmmm! Me los comería.
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EL ANILLO Y YO
HARRY TURTLEDOVE
escubrí El Hobbit y El Señor de los Anillos en el verano de 1966. Tenía diecisiete
años; acababa de terminar el instituto y estaba a punto de ir al California Institute
of Technology. El Hobbit me gustó bastante: lo suficiente, al menos, para que me
comprara la trilogía con el fin de ver qué otras cosas había escrito J.R.R. Tolkien.
El Señor de los Anillos me dejó completamente hechizado, y todavía lo estoy desde
aquel día. Lo que más me impactó de la trilogía fue la asombrosa profundidad de la
creación de Tolkien. No se había limitado a imaginarse el presente ficticio en el que
vivían sus personajes, sino también una historia que abarcaba miles de años, además de
no una sino varias lenguas ficticias. Y lo que había sucedido en el débil y distante pasado
de su mundo creado seguía burbujeando y tenía una gran relevancia en el presente
ficticio, de igual modo que la derrota de las legiones romanas por Arminio el Germano
en el bosque de Teutoburgo el 9 d. J.C. sigue teniendo una gran relevancia en la historia
de Europa de este siglo.
Leí obsesivamente El Hobbit y la trilogía. El año siguiente, quizá los leyera, con los
Apéndices y todo, unas seis u ocho veces. Aquél era, evidentemente, mi primer año en
una institución académica muy exigente. Haberme enamorado por completo de El Señor
de los Anillos no fue la única razón por la que abandoné Caltech. Ni siquiera fue la más
importante. Pero el tiempo que pasé con Frodo y Sam y Merry y Pippin no lo dediqué a
lo que debería haberlo dedicado: la física, el cálculo y la química.
Tampoco era el único alumno de Caltech atrapado por el hechizo de Tolkien. Éramos
unos diez, de los cuales tres o cuatro, quiso la suerte, estaban en mi residencia. Nos
reuníamos siempre que podíamos para desafiarnos unos a otros a recordar oscuras
citas, intentar averiguar los significados de las palabras élficas y discutir sobre cosas tan
abstrusas y difíciles de comprobar como las aventuras de una legión romana
súbitamente transportada al universo de El Señor de los Anillos; de esto último hablaré
dentro de poco.
Buscábamos en los libros indicaciones de cómo podría seguir la historia no escrita
de la Cuarta Edad con la misma diligencia que los teólogos del siglo V examinaban el
Nuevo Testamento en busca de pistas sobre la naturaleza o las naturalezas de Cristo. Yo
llegué a la conclusión de que el poder maligno más importante de la Cuarta Edad sería el
Señor de los Nazgûl. Evidentemente, esto no es más que una absoluta herejía, pero, al
igual que los arríanos o los nestorianos de los primeros años de la historia del
cristianismo, tenía algunos textos de mi parte.
Supongamos que la Cuarta Edad sea la Edad del Hombre, con los elfos y las otras
razas antiguas desaparecidas o con un poder muy reducido. Los Nazgûl, hombres
D
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orgullosos esclavizados por las maquinaciones de Sauron, son el azote de la humanidad.
Cuando Merry golpeó al Señor de los Nazgûl en el tendón que está detrás de la rodilla, lo
hizo con una espada de las Quebradas de los Túmulos, una espada hecha especialmente
con hechizos contra el lugarteniente de Sauron, que había sido el Rey Brujo de Angmar
en el Norte. Pero cuando Éowyn dio el golpe que terminó con el Espectro del Anillo,
¿qué espada utilizó? Pues una espada ordinaria de los rohirrim. Y cuando el espíritu del
Nazgûl lo abandonó, «un grito se elevó en el aire estremecido y se transformó en un
lamento áspero, y pasó con el viento una voz tenue e incorpórea que se extinguió, y fue
engullida, y nunca más volvió a oírse en aquella edad del mundo [las cursivas son mías]».
En la Tercera Edad no, desde luego, pero ¿y en la cuarta?
También se puede decir que, al haber perdido el cuerpo, El Señor de los Anillos no fue
atrapado, como fueron los otros ocho, en la erupción del Monte del Destino después de
que el Anillo cayera en el fuego. Y, en una nota a pie de página de la carta 246 de la
colección de Carpenter, Tolkien, que estaba hablando de cómo le habría ido a Frodo de
haberse enfrentado a los ocho Nazgûl restantes, escribe: «El Rey Brujo [el Señor de los
Nazgûl] había sido reducido a la impotencia». Tolkien no dice que el Espectro del Anillo
hubiera sido destruido, así que tengo, por lo menos, un argumento a favor.
Ése fue mi razonamiento. En este punto también debería observar que ya quería
convertirme en escritor. Había intentado escribir tres novelas diferentes, y de hecho
había terminado una (cualquiera de ellas, me apresuro a añadir, estaba a años luz de ser
publicable). El verano de 1967 estuvo entre las peores épocas de mi vida. No tenía la
menor idea de cómo afrontar el fracaso académico; pensar que podía sacar buenas
notas sin estudiar mucho, como había hecho en el instituto, contribuyó, y no poco, a que
tuviera que abandonar Caltech.
Así que me sumergí en una nueva novela. Era, por supuesto, un ejercicio de un
orgullo desmesurado, completo y sin adornos. Ahora me doy cuenta de ello. No lo hice a
los dieciocho años. Hay muchas cosas de las que uno no se da cuenta a los dieciocho
años, y la menor de ellas no es la cantidad de cosas de las que uno no se da cuenta
cuando tiene dieciocho años. A partir de algunos de los argumentos de la residencia de
Caltech, mi interés creciente por la historia y mi convicción de que el Señor de los
Nazgûl había sobrevivido, puse un par de centurias de legionarios de César (y un
ruidoso celta) en lo que me imaginaba sería Gondor durante la Cuarta Edad.
Que Dios me ayude, todavía tengo el manuscrito. Lo único que puedo decir
sinceramente es que no tenía malas intenciones. (Me desdigo de esto último. Puedo
decir una cosa más: no soy la persona mencionada en la carta 292 de Cartas de J.R.R.
Tolkien, el chico que no sólo pretendía escribir una continuación de El Señor de los
Anillos, sino que además envió a Tolkien un boceto detallado. La carta es de diciembre
de 1966, antes de que parte de la misma mala idea pasara por mi cabeza).
La escribí. La terminé: tiene unas cien mil palabras, y fue con mucho el proyecto más
largo que yo había emprendido hasta entonces. Aun cuando me hubiera inspirado en mi
propia imaginación, no podría haberlo vendido. Ni el estilo ni la caracterización llegan al
nivel de lo que alguien estaría dispuesto a leer. Sin embargo, todavía puedo decir que el
argumento no era un auténtico desastre. Tenía una historia aceptable, pero aún no sabía
cómo contarla o dónde ambientarla.
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Pasaron más de diez años. Hice muchas de las cosas que hace la mayoría de la gente
de los dieciocho a los treinta años. Encontré algo que me gustaba y lo estudié. (En mi
caso, resultó ser la historia del Imperio bizantino, que, admito, no es un tema que suela
considerarse fascinante). Me enamoré varias veces. Algunas veces fui correspondido,
otras no. En una de estas últimas me casé. Aquello duró algo más de tres años y medio.
No mucho después de que mi primera esposa y yo nos separáramos, conocí a la mujer
con la que estoy casado en la actualidad. Dicho en pocas palabras, crecí, o empecé a
hacerlo.
Después de doctorarme en historia bizantina, estuve dando clases en la UCLA
durante dos años mientras el profesor que me había enseñado a mí estaba de profesor
invitado en la Universidad de Atenas. Continué escribiendo y, ocasionalmente, empecé a
vender alguna obra: una novela corta de ciencia ficción a una revista que expiró antes de
que la obra fuera publicada; una novela fantástica que no debía a Tolkien más que,
evidentemente, gratitud por haber ampliado de forma considerable el mercado para
este tipo de novelas.
En otoño de 1979 estaba prometido con la mujer que ahora es mi esposa y
desempleado —una combinación siempre especialmente atractiva para un futuro
suegro— y esperaba encontrar un trabajo, del tipo que fuera, antes de que se me
acabaran los ahorros y tuviera que enfrentarme a la indignidad máxima de mi
generación: verme obligado a volver a la casa donde me había criado. Como no tenía
trabajo, me sobraba tiempo y decidí ponerme a escribir otra novela fantástica. Con
mucha suerte, incluso podría ayudarme a pagar las facturas.
Mientras reflexionaba sobre el tema que abordaría, recordé la novela en la que había
trabajado en un momento de crisis anterior, la que soltaba a unos romanos de las
legiones de César en el Gondor de la Cuarta Edad. Ahora que había llegado a los treinta
años era lo bastante inteligente para imaginarme que utilizar el universo de otra
persona —sobre todo sin su permiso— no era la mejor manera de hacer las cosas.
Además, había dedicado mucho tiempo y esfuerzo a mi propia especialidad. Esta vez
situé a los legionarios en un mundo creado por mí y no por Tolkien. Debería haberlo
hecho desde el principio, pero más vale tarde que nunca, esperaba.
El mundo que construí se basaba en el Imperio bizantino de finales del siglo XI, en la
época de la crucial batalla de Mantzikert, con la diferencia de que en el mío había magia.
En ese lugar puse a mis romanos y a un celta desmadrado. Las líneas generales del
argumento de lo que se convirtió en el Ciclo de Videssos son las mismas que las de mi
acto anterior de apropiación literaria no autorizada. Ésa es la razón por la cual The
Misplaced Legion, el primer libro del Ciclo de Videssos, está dedicado a mi esposa, al
profesor que me enseñó historia bizantina, a L. Sprague De Camp (cuyo Que no
desciendan las tinieblas fue lo que despertó mi interés por Bizancio) y a J.R.R. Tolkien. Mi
temperamento y mi obra suelen parecerse mucho más a los de De Camp que a los de
Tolkien, pero pensé que tenía que mencionar a todas las fuentes de la serie. Hay que
tener cuidado.
Estirar y recortar el argumento para adaptarlo a la nueva situación no fue tan difícil.
La situación de Gondor en la Cuarta Edad que yo había imaginado habría sido
comprensible para los bizantinos: antiguo, orgulloso; con menos territorio que en días
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pasados; en conflicto constante con los pueblos vecinos, de los que algunos eran
nómadas que vivían en las llanuras. Todavía hoy me parece razonable. El propio
Tolkien, en la carta 131 de la colección de Carpenter, escribe: «En el sur, Gondor se
eleva a la cúspide del poder y llega a ser casi un reflejo de Númenor; luego se va
apagando lentamente hasta alcanzar una deteriorada Edad Media, una especie de
Bizancio orgullosa y venerable, aunque cada vez más impotente». Él también tenía la
analogía en mente. La diferencia es que él tenía derecho a tenerla, pero yo no, al menos
en su universo.
Uno de los problemas que tuve con el Ciclo de Videssos fue la naturaleza de mi
villano. El Señor de los Nazgûl era, tal como he mencionado antes, la principal potencia
del mal en mi imaginada Cuarta Edad. Cuando se dejaba ver entre los hombres,
necesariamente iba velado y enmascarado, porque carecía de un rostro que pudiera
enseñar al mundo. Incorporé ese rasgo de su aspecto al nuevo mundo que estaba
construyendo: lo incorporé sin preguntarme antes «¿Por qué lo haces?».
Cuando me hice esa pregunta, mi villano enmascarado y velado se había convertido
en una parte integral del mundo que había creado. Eso significaba que tenía que
inventarme alguna razón que lo llevara a ocultarse, una razón que debía ser muy
diferente de la razón por la que nunca se mostraban los Nazgûl. Espero que lo haya
conseguido. De no haber transferido tan concienzudamente el mundo de Tolkien al que
yo estaba creando, el problema no habría surgido jamás. Y, de hecho, no debería haberlo
hecho.
Además de explotar a cielo abierto mi impublicable homenaje a El Señor de los
Anillos para dar forma a una obra que pudiera mostrar al mundo honradamente, sólo
recuerdo haber usado motivos tolkienescos una vez, en un cuento llamado «After the
Last Elf is Dead». En esa ocasión, el préstamo fue intencionado y, creo, necesario.
Tolkien y muchos de sus imitadores menores describen la lucha del Bien y el Mal, con
un Bien triunfante y, al final, la necesidad de pagar algún precio.
Así es, evidentemente, cómo queremos que sea el mundo. La cuestión que planteé en
«After the Last Elf is Dead» es: ¿qué pasa si no es así? ¿Qué aspecto tiene el mundo si el
Mal derrota al Bien? Para un escritor, dar la vuelta a los temas suele ser una de las cosas
que causan más placer y reflexión.
Sin embargo, una de las cosas más provechosas que puede hacer un escritor es
repetir esos temas. La influencia de Tolkien en la literatura fantástica desde la
publicación y el gran éxito de El Señor de los Anillos no ha sido completamente positiva.
No es culpa suya, me apresuro a decir. Pero tiene muchos imitadores, e imitadores de
imitadores, e imitadores de imitadores de imitadores, hasta el punto que algunas obras
épicas de este género no parecen más que fotocopias borrosas de sexta generación de
su gran obra, de la que toman no sólo la estructura, sino también elementos
circunstanciales como elfos nobles e inmortales y orcos brutales y malvados, como si
hubieran surgido del folclore tradicional y no de la imaginación de un escritor que ha
muerto hace menos de treinta años.
Un imitador de mucho éxito —al menos en términos económicos— afirmó
abiertamente en una entrevista que su método era emular todos los elementos de
aventuras de El Señor de los Anillos y eliminar todos los temas mitológicos, teológicos y
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lingüísticos: cada uno de los fragmentos de la tradición, erudición y profundidad que
daban forma al original. Leí sus palabras con asombro, incredulidad y consternación. Y
sin embargo, ha demostrado ser un sagaz adivino de lo que quería o satisfaría a una
parte sustancial de los lectores. Sus libros sólo son superados en ventas por apenas
unos pocos escritores del género.
La diferencia esencial, a mi parecer, es que Tolkien creó primero un mundo para sí
mismo, y sólo después para los demás. Empezó a construir las baladas y leyendas de la
Tierra Media más de veinte años antes de que El Hobbit entrara en la imprenta.
Transcurrieron casi veinte años más antes de que apareciera El Señor de los Anillos.
Todo lo que encontramos en esos libros es fruto de un largo proceso de reflexión y
perfeccionamiento. Se nota. ¿Cómo podría no notarse?
Por esa razón es único, y probablemente siga siéndolo. La mayoría de los libros salen
a la luz mucho más rápido, y con por lo menos un ojo puesto en el mercado. Siempre ha
sido así, desde los primeros días de la imprenta. Varias obras de Shakespeare, por
ejemplo, se publicaron originalmente en lo que hoy llamamos «folletos»: apresuradas
ediciones pirata que tenían el propósito de enriquecer al impresor rápidamente. Si sólo
tuviéramos el «folleto» de Hamlet, el inmortal soliloquio del príncipe de Dinamarca
diría:
Ser o no ser. Ay, ésa es la cuestión,
morir o dormir, ¿es eso todo? Ay, todo:
no, dormir, soñar, ay casarse va a parar allí,
porque en ese sueño de muerte, al despertar,
y nos presentamos ante el Juez eterno,
de donde no ha regresado ningún pasajero,
el país por descubrir, ante cuya visión
los felices sonríen, y los malditos blasfeman.
Pero en cuanto a éste, la alegre esperanza de éste,
¿quién soportaría las burlas y lisonjas del mundo,
bajo las burlas de los ricos, los ricos maldecidos por los pobres?
La diferencia entre este texto lamentable —probablemente publicado a partir de la
mala memoria de uno de los actores de la obra— y lo que Shakespeare escribió es como
el abismo que separa a quienes imitan a Tolkien de Tolkien mismo. Es la diferencia
entre la prisa y el cuidado, entre el comercio y el amor. (No pretendo sugerir que
Tolkien fuera inmune a la preocupación por el comercio; cualquier examen de sus cartas
demuestra lo contrario. Pero había construido su mundo mucho antes de que el
comercio empezara a preocuparle. Eso no sucede con frecuencia, y no puede suceder
con frecuencia).
Como he comentado antes, quizá la mayor deuda que los escritores de literatura
fantástica de todo tipo —insisto, no sólo los imitadores— tenemos con J.R.R. Tolkien es
lo que su éxito significó para el género en su conjunto. Un par de generaciones atrás,
hablando en términos generales, esta literatura era algo que los escritores hacían de vez
en cuando entre dos novelas llenas de naves espaciales. Comercialmente, la ciencia
ficción le llevaba una ventaja considerable.
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Ahora ya no es así. Las novelas fantásticas, aparecen en las listas de ventas con
mucha más regularidad que sus equivalentes de ciencia ficción. Y la subida de la marea
arrastra a todos los barcos. Novelas fantásticas que no hubieran tenido esperanzas de
hallar un hogar en los años cincuenta o sesenta, ahora tienen más posibilidades de ser
publicadas, porque —en gran medida gracias a la obra de Tolkien— la fantasía se ha
convertido en un género reconocido por derecho propio. No es casual que la
organización profesional de quienes hacen ficción especulativa haya cambiado
recientemente el nombre de Escritores de Ciencia Ficción de América por Escritores de
Ciencia Ficción y Fantasía de América.
La siguiente pregunta que podemos hacernos es: ¿por qué ha ocurrido? ¿Qué ha
hecho que la popularidad de Tolkien sea tan duradera? ¿Qué ha hecho que la literatura
fantástica en general sea tan popular, además del ejemplo de Tolkien? Parte de la
respuesta, en mi opinión, se encuentra en los cambios, cada vez más rápidos, que
tuvieron lugar en la vida estadounidense —en realidad, en la vida de todo el mundo
industrializado— durante el siglo XX y sobre todo después del final de la segunda guerra
mundial. En la actualidad todos somos viajeros. Cuando volvemos la vista hacia nuestra
infancia, recordamos un mundo bastante distinto de aquel en el que vivimos ahora.
Yo, por ejemplo. Cuando escribo estas palabras tengo cincuenta y un años. Entre las
cosas que hoy damos por supuestas y que no existían o acababan de ser descubiertas se
encuentran la televisión; las vacunas de la polio, las paperas, el sarampión y la varicela
(a mí me las pusieron todas menos la primera, aunque no contraje la varicela hasta los
cuarenta y tres años); los alimentos congelados; los aviones a reacción; el divorcio sin
culpa; la mayoría de los antibióticos, aunque no todos; las cintas de audio y vídeo; los
viajes espaciales y la mayor parte de las cosas que sabemos de astronomía (en los años
cincuenta, los canales de Marte y los océanos de Venus eran temas propios de ciencia
ficción dura); las píldoras anticonceptivas; los hornos de microondas; los derechos
civiles, los derechos de las mujeres, los derechos de los homosexuales y los movimientos
ecologistas; las autopistas y el sistema de carreteras interestatal; el rock and roll; los
láser; los discos compactos; las misas en lengua vernácula y no en latín; los
ordenadores, la pornografía legal; el correo electrónico; la bomba de hidrógeno; los
trasplantes de órganos e Internet. La lista es breve y está lejos de ser exhaustiva.
No es extraño, pues, que cada cierto tiempo sintamos la tentación de detenernos y
preguntarnos: ¿qué diablos estoy haciendo aquí? A lo largo de casi toda la historia
humana, la gente moría en un mundo muy parecido a aquel en el que había nacido.
Había cambios, pero éstos eran progresivos, lentísimos. Los artistas medievales vestían
a los soldados romanos que rodeaban a Jesús crucificado con las armaduras de su época
y no veían nada incongruente en ello. Que los estilos y las técnicas de ese tipo de cosas
hubieran cambiado en el tiempo no entraba en su horizonte mental.
Sólo en los últimos doscientos años el cambio se ha acelerado tanto como para
hacerse visible en el transcurso de una generación. No es casualidad que la ficción
histórica —la ficción que resalta las diferencias entre el pasado y el presente— surgiera
casi al mismo tiempo que la revolución industrial remontó el vuelo. La suave
continuidad entre pasado y presente se había roto; el pasado se convirtió en un país
separado, interesante precisamente por eso.
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Tampoco me parece casualidad que la fantasía haya adquirido tanta popularidad en
una época de cambios sin precedentes. Ofrece al lector un atisbo de un mundo en el que
perviven las verdades subyacentes a la sociedad, en el que los valores morales son
fuertes (y, volviendo directamente a Tolkien, quienes niegan las bases morales de su
obra cierran los ojos a una parte considerable del mundo que él construyó), en el que la
elección entre el Bien y el Mal es más sencilla que en el mundo real, y en el que el Bien
tiene esperanzas de salir vencedor al final. Es un ancla en un mar embravecido. A veces
puede ser una muleta.
A pocos de nosotros, creo —¡espero!—, nos gustaría vivir permanentemente en un
mundo así. Pero, sobre todo cuando está presentado de un modo tan magnífico como el
de Tolkien, es un lugar fantástico para visitar. Podemos disfrutar de las intrincadas
aventuras por sí mismas, y por el respiro que nos permiten ante las complicaciones y
frustraciones de la vida mundana. Y, tal vez, aun después de dejar los libros a un lado,
nos hallemos un poco más dispuestos a enfrentarnos con buen ánimo al mundo en el
que vivimos. ¿Qué más se le puede pedir a una obra que es fruto de la imaginación?
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CLÁSICO DE CULTO
TERRY PRATCHETT
l Señor de los Anillos es un clásico de culto. Sé que es cierto porque lo he leído en los
periódicos, lo he visto en televisión, lo he oído por la radio.
Sabemos lo que significa «culto». Es una palabra despectiva. Significa
«inexplicablemente popular pero poco digno de atención». Es una palabra que
emplean los guardianes de la única llama verdadera para desechar cualquier cosa
que guste a la gente inapropiada. También significa «pequeño, hermético, impenetrable
para profanos». Se la asocia con una bebida fría en Jonestown.
El Señor de los Anillos tiene más de cien millones de lectores. ¿Cuántos lectores hacen
falta para dejar de ser de culto? O bien, una vez que se ha sido de culto —es decir, una
vez que se ha tenido la marca de Caín—, ¿es posible que alguna vez se permita que algo
se convierta en un clásico de pleno derecho?
Sin embargo, estos últimos años la democracia se ha puesto en acción. Una cadena
de librerías inglesa realizó una votación para hallar el libro favorito del país. Fue El
Señor de los Anillos. No mucho tiempo después, otra se propuso averiguar el autor
preferido y salió J.R.R. Tolkien.
Los críticos protestaron, algo extraño pero que era de esperar. Al fin y al cabo, las
librerías sólo utilizaron la palabra «preferido». Se trata de un término muy personal.
Nadie dijo jamás que fuera sinónimo de «el mejor». Pero un coro de críticos recibió los
resultados con una acusación terrible al gusto del público británico, que había recibido
el precioso don de la democracia y lo desperdiciaba votando cosas inadecuadas. Hubo
insinuaciones de una conspiración de aficionados de pies peludos. Pero también hubo
otro mensaje. Decía: «Mirad, llevamos muchos años intentando deciros los libros que
son buenos. ¡Y no escucháis! ¡No estáis escuchando! ¡Os limitáis a salir por ahí y
comprar ese maldito libro! ¡Y lo peor de todo es que no podemos deteneros! Podemos
deciros que es basura, que no es relevante, que es el peor de los escapismos, que fue
escrito por un autor que nunca iba a nuestras fiestas y a quien no le importaba lo que
pensábamos, pero por desgracia la ley os permite seguir sin escuchar. ¡Sois estúpidos,
estúpidos, estúpidos!».
Y, de nuevo, nadie escuchó. En lugar de eso, un par de años después, una encuesta de
un periódico nacional, Millenium Masterworks, escogió cinco obras de lo que
aproximadamente podría llamarse «ficción narrativa» entre las cincuenta mejores
«obras maestras» de los últimos mil años y, sí, allí estaba El Señor de los Anillos una vez
más.
La Gioconda también se encontraba entre las cincuenta mejores obras maestras. Y
confieso que sospecho que muchos de los votantes la escogieron por una reacción
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automática puramente cultural, poco sincera pero bienintencionada. ¡Rápido, rápido,
dígame las mejores obras de arte de los últimos mil años! Esto… esto… bueno, la
Gioconda, claro. Bien, bien, ¿y ha visto usted la Gioconda? ¿Se quedó a mirarla? ¿Lo
cautivó su sonrisa, lo siguieron sus ojos por la estancia y de vuelta al hotel? Esto… no, no
exactamente… pero, eh, bueno, es la Gioconda, ¿de acuerdo? Tiene que incluir la
Gioconda. Y el tipo con la hoja de parra, sí. Y la mujer sin brazos.
Eso es sinceridad, en cierto modo. Es un voto por el buen gusto de vuestros
conciudadanos y de vuestros antepasados también. El hombre de la calle sabe que votar
un cuadro de unos perros jugando al póquer probablemente no sea, en un contexto de
mil años, una decisión muy sensata.
Pero El Señor de los Anillos, me imagino, se incluyó cuando la gente dejó a un lado la
cultura y se limitó a votar por lo que le gustaba. No todos somos capaces de plantarnos
delante de un cuadro y sentir que abre nuevos horizontes en nuestra mente, pero sí
podemos —la mayoría de nosotros— leer un libro de masas.
No recuerdo dónde estaba cuando dispararon a John F. Kennedy, pero recuerdo
exactamente dónde y cuándo leí por primera vez a J.R.R. Tolkien. Fue el día de
Nochevieja de 1961. Estaba haciendo de canguro para unos amigos de mis padres
mientras todos se habían ido a una fiesta. No me importaba. Ese día había sacado ese
tocho de tres tomos de la biblioteca. Los niños del colegio me habían hablado de él.
Tenía mapas, decían. Eso me gustó desde el primer momento, me parecía un buen
indicador de calidad.
Había esperado bastante tiempo ese momento. Ya entonces era de esa clase de
niños.
¿Qué recuerdo del libro? Recuerdo la visión de unos bosques de hayas en la
Comarca; era un niño de campo y los hobbits caminaban por un paisaje que, dejando a
un lado la extraña evolución de las casas, era muy similar al lugar donde me había
criado. Lo recuerdo como una película. Allí estaba yo, sentado en un sofá estilo años
sesenta bastante frío en una habitación más bien vacía; pero en los bordes de la
alfombra empezaba el bosque. Recuerdo la luz verde que venía de los árboles. Nunca he
vuelto a sentirme tan metido en una historia.
Recuerdo el sonido de la calefacción al apagarse y que la habitación se iba enfriando,
pero todo eso sucedía en el horizonte de mis sentidos y no era relevante. No recuerdo
haber vuelto a casa con mis padres, pero recuerdo que me quedé sentado en la cama
hasta las tres de la mañana, leyendo. No recuerdo haberme dormido. Recuerdo haberme
despertado con el libro abierto sobre el pecho, y haber buscado la página y haber
seguido leyendo. Tardé, oh, unas veintitrés horas en llegar al final.
Entonces tomé el primer libro y volví a empezar. Me pasé un buen rato
contemplando las runas.
Confieso que ya estoy viendo a mi alrededor un círculo de nuevos rostros, ansiosos
pero amables: «Me llamo Terry y solía dibujar runas enanas en las libretas del colegio.
Empecé con las rectas, ya sabes, ésas las puede hacer todo el mundo, pero luego fui
profundizando y antes de darme cuenta estaba haciendo las runas curvas y con puntos
de los elfos. Espera… eso no es lo peor. Antes de escuchar siquiera la palabra “fandom”
me puse a escribir ficción fantástica como aficionado. Escribí una historia mezclando
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géneros en la que trasladaba Orgullo y prejuicio de Jane Austen a la Tierra Media; a los
demás chicos les encantó, porque una clase de niños de trece años con granos
volcánicos y ansias en el bajo vientre no es el mejor lugar para apreciar la elegante
prosa de Jane Austen. El trozo en que los orcos atacaban la casa del párroco era muy
bueno…». Pero más o menos en ese momento, supongo, el grupo de apoyo me
expulsaría.
Estaba extasiado. Volví a la biblioteca y hablé de esta guisa: «¿Tenéis más libros
como éstos? ¿Con mapas? ¿Y runas?».
El bibliotecario me dirigió una mirada de ligera desaprobación, pero terminé con
Beowulf y un libro de sagas nórdicas. El hombre tenía buena intención, pero no era lo
mismo. Alguien había necesitado varias estrofas sólo para decir quiénes eran.
Pero eso me llevó a los anaqueles de Mitología. Los libros de Mitología estaban junto
a los de Historia antigua. Qué diablos… todo eran tíos con cascos, ¿no? Sigue, sigue… ¡a
lo mejor hay un anillo mágico! ¡O runas!
La búsqueda desesperada del efecto Tolkien me abrió un nuevo mundo, y fue éste.
La historia que se enseñaba en los colegios británicos se centraba en reyes y
acciones del Parlamento, y estaba llena de gente muerta. Tenía una estructura algo
extraña, mecánica. ¿Qué sucedió en 1066? La batalla de Hastings. Puntuación máxima.
¿Y qué otra cosa pasó en 1066? ¿Qué significa qué otra cosa pasó? La batalla de Hastings
era lo que correspondía a 1066. Habíamos «tenido» a los romanos (llegaron, vieron, se
dieron unos baños, construyeron unas carreteras y se fueron) pero mi lectura privada
coloreaba la imagen. No habíamos tenido a los «griegos». En cuanto a los imperios de
África y Asia, ¿hubo alguien que los «tuviera»? Pero eh, mira este libro; estos tíos no
usan runas, son todos dibujos de pájaros y serpientes; pero, mira, saben cómo sacarle a
un rey el cerebro por la nariz…
Y seguí, cultivándome de la mejor manera posible, que es pensando que estás
divirtiéndote. ¿Habría sucedido en cualquier caso? Es posible. Nunca se sabe qué es lo
que puede desencadenar una serie de acontecimientos. Pero El Señor de los Anillos
cambió mis hábitos de lectura. Ya disfrutaba leyendo, pero este libro me abrió las
puertas al resto de la biblioteca.
Solía leerlo una vez al año, en primavera.
Me he dado cuenta de que ya no lo hago, y no sé por qué. No es por el lenguaje denso
y en ocasiones pesado. No es porque el paisaje tenga más carácter que los personajes, o
por la falta de relevancia de las mujeres, o por otros defectos imaginarios o reales según
los códigos sociales actuales.
Es simplemente porque tengo la película en la cabeza, y lleva allí cuarenta años.
Todavía recuerdo el verde luminoso de los bosques de hayas, el aire helado de las
montañas, la aterradora oscuridad de las minas enanas, las plantas de las laderas de
Ithilien, al oeste de Mordor, resistiendo aún a la sombra que avanza. Los protagonistas
no aparecen mucho en la película, porque para mí nunca fueron más que figuras en un
paisaje que era el héroe en sí mismo. Lo recuerdo con tanta claridad como —no, ahora
que lo pienso, con más claridad— muchos lugares que he visitado en lo que nos gusta
llamar el mundo real. De hecho, es extraño escribir esto y darme cuenta de que recuerdo
fragmentos del paisaje de la Tierra Media como si fueran lugares reales. Los personajes
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no tienen rostro, son meros puntos en el espacio del que surgen los diálogos. Pero yo fui
a la Tierra Media.
Supongo que el viaje era una forma de escapismo. Aquello era un crimen terrible en
mi colegio. Es un crimen terrible en la cárcel; al menos, es un crimen terrible para un
carcelero. A principios de los años sesenta, la palabra no tenía significados positivos.
Pero tanto se puede escapar a como de. En mi caso, escapar fue como lo contó Tolkien
en su Árbol y hoja. Empecé con un libro, y eso me llevó a la biblioteca, y eso me llevó a
todas partes.
¿Sigo pensando, como pensaba entonces, que Tolkien fue el mejor escritor del
mundo? En el sentido estricto de la palabra, no. Uno puede pensarlo a los trece años. Si
sigue pensándolo a los cincuenta y tres, hay algo que no va bien en su vida. Pero se junta
todo en el momento y el lugar adecuados: libro, autor, estilo, tema y lector. Fue un
momento mágico.
Y seguí leyendo; y, cuando uno ha leído bastantes libros, con el tiempo se convierte
en escritor.
Un día estaba firmando libros en una librería de Londres y la siguiente de la cola era
una señora que llevaba lo que, en los años ochenta, se llamaba «traje de poder» a pesar
de su cómica carencia de armadura de titanio y armas de protones.
Me tendió un libro para que se lo firmara. Le pregunté cómo se llamaba. Dijo algo
entre dientes. Le pregunté otra vez… después de todo, había mucho ruido en la librería.
Volvió a decir algo entre dientes, que no pude descifrar muy bien. Cuando abrí la boca
para hacer el tercer intento dijo: «Me llamo Galadriel, ¿vale?».
Yo dije: «¿Acaso nació usted en una plantación de cannabis de Gales?». Ella sonrió,
sombría. «Fue en una caravana, en Cornualles —dijo—, pero no va usted por mal
camino».
No fue culpa de Tolkien, pero recordemos con amistad y simpatía a todos los Bilbos
que hay por ahí.
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UN OBSTÁCULO Y UNA BÚSQUEDA
ROBIN HOBB
oy incapaz de escribir un ensayo especializado sobre Tolkien. No soy una estudiosa.
Tampoco soy capaz de hacer un análisis elaborado de cómo El Señor de los Anillos
cambió no sólo la literatura fantástica sino también la de mi generación y la de las
generaciones venideras. No es que me afecte demasiado de cerca, es que estoy en el
centro de la explosión. Soy un producto de ese impacto. Como el piloto de un
cohete, desconozco los mecanismos de su lanzamiento o el propósito de su diseño. Lo
único que sé es que me llevó a donde pude ver las estrellas y nada ha vuelto a ser lo
mismo.
¿1965? Creo que es correcto. Es extraño que no pueda fecharlo con más precisión. Mi
familia vivía en una casa de madera en una zona rural en las afueras de Fairbanks,
Alaska. Así que tenía unos trece años.
En el patio que había delante de nuestra casa de madera, montada sobre unos
pilotes de unos cuatro metros de alto, había una pequeña cabaña de troncos. En la
oscuridad y el frío del invierno de Alaska, en los años buenos se utilizaba para guardar
carne. Los cuartos congelados de alce o caribú descansaban apoyados en las paredes. No
se quitaba la piel de las repugnantes piezas para que la carne no se secara. También
teníamos un congelador eléctrico en el porche trasero, pero el almacén nos servía para
guardar lo que habíamos cazado hasta que pudiéramos cortarlo en trozos manejables,
envolverlos en papel blanco y guardarlos en el congelador (que con frecuencia, en el frío
de Fairbanks, se pasaba apagado la mayor parte del invierno).
Cuando se acababa el frío, la cabaña tenía una utilidad completamente distinta. Era
mía. Una casa con siete niños, sin mencionar a los amigos que pasaban por allí, no me
permitía tener un espacio privado. Los dormitorios y la sala de estar debían
compartirse. Pero, salvo a mí, a nadie le interesaba la cabaña; entonces, subía sacos de
dormir y almohadas y, al menos durante el verano, podía tener mi propia habitación.
Conmigo iban mis libros. Montones de libros. Fuera de la vista de mis padres y
hermanos, podía esconderme de las tareas domésticas y del mundo en general, y leer.
Una de las conocidas ventajas del sol de medianoche es que en verano no hace falta
encender una linterna para leer por la noche. Con una gran cantidad de repelente para
insectos Off y un viejo saco de dormir del ejército, la velada estaba completa.
Ése fue el escenario no sólo de mi primera lectura de El Señor de los Anillos, sino de
muchas otras que le siguieron. Las sensaciones relacionadas con esos libros que
recuerdo son la superficie desigual de los troncos de álamo de Virginia bajo mi espalda y
unos pequeños fragmentos de cielo azul entre los apretados maderos del techo de la
cabaña.
S
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Empecé con la edición de bolsillo de Houghton Mifflin de cubierta rosa de El Hobbit,
que había encontrado en la estantería de una tienda. Luego compré el timo que Ace
perpetró con El Señor de los Anillos. Cuando descubrí que las personas que al menos
respetaban a los autores vivos no hubieran comprado las ediciones de Ace, ahorré
rigurosamente y me compré los cuatro libros en la edición de tapa dura de Houghton
Mifflin. Me costaron la enorme cantidad de 5,95 dólares cada uno. Me llevó tanto tiempo
adquirir todos los libros que las encuadernaciones son diferentes.
El Hobbit tenía, por supuesto, un dibujo del propio Tolkien en la portada. Dos tenían
las tapas de Walter Lorraine y en el tercero aparecía el dibujo más sombrío de Robert
Quackenbush. Pero las tapas no me importaban demasiado. Era su interior lo que
necesitaba poseer. Todavía guardo las mismas ediciones en tapa dura en el despacho.
Las sobrecubiertas están gastadas y raídas. Sin embargo, cuando los abro en una página
cualquiera, las palabras conservan aún el poder de atraparme y, en última instancia,
llevarme a casa.
He perdido la cuenta de las veces que los he releído a lo largo de los años. Tampoco
me acuerdo del número de ejemplares de El Señor de los Anillos que he comprado en
todo este tiempo. Fueron regalos para amigos, jóvenes y viejos; y mis hijos se han
llevado algunos a la universidad. La última vez que regresé a El Hobbit fue hace menos
de un mes, cuando se lo leí a mi hija pequeña. Soy capaz de recitar el párrafo inicial de
memoria, aunque nunca lo he memorizado deliberadamente. Frases e imágenes
sensoriales de los libros aparecen en mi mente en momentos extraños: «adelfas dejando
caer las semillas como pelusas al viento», manzanas de invierno que estaban «ajadas
pero sanas», o el olor a setas recién cogidas que sale de una cesta tapada.
Supongo que para los lectores que han crecido en una época en la que El Hobbit y El
Señor de los Anillos se consideran clásicos es difícil comprender el gran impacto que
tuvieron en lectores de entonces como me ocurrió a mí misma. Simplemente, nunca
había leído nada así. Era una lectora omnívora, saturada de libros de cuentos de hadas,
clásicos, mitología, misterio y aventuras. Antes de descubrir a Tolkien, devoraba ciencia
ficción y mala literatura a un ritmo de drogadicto, por lo menos un libro al día. No es que
no hubiera buen material. Lo había. Había descubierto a Heinlein, Bradbury, Simak,
Sturgeon y Leiber. Todos esos encuentros me marcaron. Pero ningún escritor me había
cautivado como lo hizo Tolkien.
Su magia me envolvió y se apoderó de mí, y cuando salí era una criatura diferente.
Incluso ahora, mientras miro sentada la pantalla del ordenador intentando analizar el
porqué, me veo incapaz de explicarlo. Tal vez fuera la edad que tenía entonces, o el
momento de la evolución de mis gustos literarios. Tal vez fuera simplemente la
yuxtaposición de la Tierra Media de Tolkien y los inquietos años sesenta. Pero tal vez la
magia no deba ofrecer explicación alguna de su funcionamiento. Tal vez sencillamente
sea así.
Sin embargo, creo que puedo analizarlo un poco. Cuando terminé El Señor de los
Anillos tuve tres sensaciones diferentes. Una fue el simple e increíble vacío de: «Se ha
acabado. No hay más para leer». La segunda fue: «Nunca leí nada parecido. Jamás
volveré a encontrar nada tan bueno». La tercera fue quizá la más alarmante: «En mi vida
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escribiré nada tan bueno como esto. Él lo ha hecho; él lo ha conseguido. ¿Tiene sentido
intentarlo?».
Empecemos con la tercera sensación: ya entonces sabía que iba a ser escritora.
Llevaba escribiendo desde el primer curso y empecé a inventar cuentos casi en cuanto
supe construir frases. Cuando terminé el instituto ardía en mí la obsesión de escribir
algún día libros asombrosos. Descubrir que alguien ya había escrito el libro más
asombroso que podía existir ponía el listón a una altura casi imposible para mí.
Subir el listón fue lo más maravilloso que cualquiera podría haber hecho por una
joven escritora ambiciosa.
La fantasía que había leído hasta entonces no se tomaba en serio. Antes de que
alguien me envíe una lista de cien libros serios de literatura fantástica existentes antes
de que Tolkien empezara a escribir, dejadme admitir que acepto toda la responsabilidad
por mi ignorancia. Estoy segura de que había libros de literatura fantástica importantes,
y es probable que algunos hubieran llegado a Fairbanks, Alaska. Sólo estoy diciendo que
yo no los había encontrado. Hasta que llegó El Señor de los Anillos.
Sin lugar a dudas gran parte de la fantasía que había leído antes de Tolkien estaba
escrita «para niños». Algunos libros tenían un humor con segundas, lleno de guiños para
«los más creciditos», que a algunos adultos les parecen divertidos y que los niños
encuentran irritantes. (Bueno, si creéis que somos tan estúpidos, ¿por qué escribís para
nosotros?). Algunos estaban escritos con el tipo de humor que se convierte en una
barrera para el lector que se toma en serio el personaje o la historia. ¿Cómo puede uno
preocuparse por el héroe si probablemente volverá a caerse de culo en la página
siguiente? ¿Por qué identificarse con un personaje al que el escritor no ha dado
contenido emotivo?
Muchas de las cosas que leí eran historias de espadas y brujería, con aventuras
entretenidas; divertido, pero escrito con una elegante indiferencia por la inmoralidad
del robo o el asesinato mercenario. No parecía haber relaciones serias y a largo plazo
entre los personajes. Normalmente el final feliz consistía en que el personaje conseguía
salir ileso y sin mácula. Algunos libros de fantasía que había leído estaban escritos en el
formato simplista de «Había una vez» en el que el Príncipe, el Gigante y la Montaña de
Cristal iban en mayúsculas, sólo para garantizar que el lector supiera que se encontraba
inmerso en un clásico cuento de hadas. Ni siquiera El Hobbit, por mucho que me gustara,
estaba desprovisto de cierta actitud de superioridad hacia sus personajes.
Sin embargo, en El Hobbit descubrí elementos que nunca habían brillado con tanta
fuerza ante mí. El escenario estaba completamente desarrollado. Un verdadero
escenario es mucho más que unos pasajes descriptivos sobre hayas en invierno o aldeas
pintorescas. El escenario de Tolkien invocaba un tiempo y un lugar que me resultaban
tan familiares como el hogar, pero desplegaban las maravillas y los peligros de todo lo
que siempre había sospechado que se ocultaba detrás de la siguiente colina. Aquí,
también, había personajes que parecían completamente reales, el pomposo Thorin y el
competente Balin, y Gandalf el mago, sutil y rápido para la ira. Los encontré y, a medida
que avanzaba en el libro, iba conociéndolos. Tolkien me permitió quererlos, sin el temor
de descubrir en la página siguiente una cartulina hueca o una contorsión argumental
para hacer un chiste. El argumento tampoco era lineal, aunque la «Historia de una ida y
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una vuelta» del título pareciera sugerirlo. Se extendía en extrañas direcciones,
empleando magias más antiguas con la tranquila seguridad de que el lector sabría que
siempre habían existido y siempre sería así. Los anillos mágicos y el Bosque Negro no
podían encajarse en la cubierta del libro. Iban más allá de los límites de la página, y
Tolkien no se disculpaba por ello. Como los mapas de los libros de tapa dura, su palabra
iba más allá de lo que podía abarcar una simple cubierta.
Pero lo más estimulante fue que este autor escribiera sobre cosas que importaban y
que no tuviera escrúpulos en decirlo. Si se acepta lo que alguien ha robado, ¿puede
llegar a ser verdaderamente de uno alguna vez? ¿Qué es lo más importante, ser leal a los
amigos o evitar un derramamiento de sangre? Había momentos de verdadero coraje, y
en los que hacer lo correcto era más importante que hacer lo glorioso. Bilbo era un
personaje simple, honesto y de buen corazón, pero complejo en el sentido de que tenía
que tomar decisiones en las que la posibilidad de «vivir felices y comer perdices» estaba
más allá del beneficio o la seguridad personal.
El final no era el que había esperado. ¿Acaso no había merecido Bilbo ser el gran
héroe, el matador del dragón? ¡Y los enanos! Esperaba que Thorin acabara siendo Rey
Bajo la Montaña, con el oro del dragón y todos sus compañeros ilesos. ¿Qué había sido
del requisito de Vivieron Felices y Comieron Perdices, en el cual cuando todo termina
las cosas son exactamente como al principio de la historia, sólo que mejores?
Evidentemente, este escritor, que me había atrapado empezando con un «había una
vez», tenía algo.
Empecé La Comunidad del Anillo con la impresión de que ya sabía lo que se podía
esperar de Tolkien. Me equivocaba. Casi enseguida, me vi arrastrada de los preparativos
ordinarios de la fiesta de cumpleaños a la oscuridad y la intriga de la antigua magia. Un
cambio sutil tanto en el lenguaje como en el tono me advirtieron de que había dejado
atrás la zona de los «cuentos de hadas» para adentrarme en las tinieblas y la emoción de
la magia arcana. Cosas que creía resueltas en El Hobbit resultaban ser apenas la punta
del iceberg. Incluso los personajes que creía conocer, de repente cobraban mayor
profundidad.
Gandalf era algo más que un mago irascible; era una fuerza que operaba en el
mundo, un poder que había que tener en cuenta. La indecisión de Bilbo sobre el Anillo
me perturbó. Si Tolkien no me hubiera convencido para que apreciara profundamente
ese personaje, el dilema no habría presagiado tanto las cosas por venir.
Tolkien me había advertido que el camino podía arrastrarme a lugares no sólo
desconocidos, sino inimaginables. Sus palabras se apoderaron de mí y, a lo largo de tres
tomos y seis libros, fui toda suya. Yo ya había leído libros largos antes. Ya había leído
series de libros sobre los mismos personajes. Pero (y esto puede parecer inconcebible a
los lectores de fantasía actuales) era mi primer encuentro con una trilogía, una única
historia contada en tres volúmenes. Hasta entonces nunca había leído una obra que
ocupara tantas páginas. El impacto fue mucho más grande que: «Guau, esta historia es
muy larga». Según mi modo de pensar, la historia y la experiencia que tuve de ella eran
demasiado breves. Tolkien había utilizado la cantidad de páginas y de palabras —ni una
más, ni una menos— necesarias para crear este mundo. Yo había experimentado la
profundidad que podía tener la fantasía. En comparación, en los años siguientes, otros
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libros de literatura fantástica, por muy profundos que fueran, me parecerían
superficiales. Anhelaría la riqueza de la prosa que se tomaba su tiempo para contar la
historia; no se había buscado la mayor eficiencia posible sino la complejidad que la
historia se merecía.
Así que ése era el guante que me habían arrojado como escritora en potencia. ¿Podía
hacer yo lo que había hecho él? ¿Podía yo crear una historia fantástica con un
argumento emocionante y complejo, un escenario brillante y unos personajes que se
salían de las páginas para meterse en el corazón del lector? El listón estaba alto.
Y sabiendo instintivamente que el listón estaba alto, mis primeras dos sensaciones
fueron de lo más desalentadoras. Había terminado de leer El Señor de los Anillos y no
quedaba nada más por devorar. Y me temía que no iba a volver a encontrar algo que me
satisficiera de aquella manera.
Una pequeña digresión: no fui la única que reaccionó de esa manera. El comentario
más habitual que he oído de los lectores de mi generación que también quedaron
anonadados ante El Señor de los Anillos de Tolkien es que nunca habían leído nada igual,
y que inmediatamente se pusieron a buscar más libros como ése. Algunos incluso
intentaron enseguida escribir libros «exactamente iguales» con la esperanza de
satisfacer el hambre de más. Así, en cierto sentido, Tolkien envió a toda una generación
a una búsqueda. Estábamos condenados a fracasar, evidentemente. No había, y no hay,
nada que sea «exactamente igual que» El Señor de los Anillos. Pero como yo no lo sabía,
yo y otros como yo emprendimos la búsqueda con entusiasmo. Al igual que muchas
búsquedas que persiguen lo magníficamente esquivo, la significación última no era que
yo encontrara mi grial, sino que emprendiera el viaje, la entusiasta búsqueda.
Por supuesto, leí las obras «menores» de Tolkien: Egidio, el granjero de Ham y The
Adventures of Tom Bombadil, Árbol y hoja y El herrero de Wootton Mayor. Investigué las
obras en las que Tolkien admitió haberse inspirado: Sir Gawain y el Caballero Verde, las
sagas islandesas. De repente me encontré excavando en nuevas secciones enteras de la
biblioteca pública. Había sido una lectora voraz e indiscriminada toda la vida. Los
profesores de inglés habían intentado en vano inculcarme algo de estima por la
«literatura». Las listas de lecturas obligatorias y las reseñas de libros no lo habían
conseguido. Pero de golpe, J.R.R. Tolkien me la había inyectado directamente en el
corazón. Creo que al dar un paso atrás, saltarme la última generación de la literatura
estadounidense, saltarme incluso lo que me habían presentado como literatura inglesa,
llegué de repente a un lugar en el que conectaba con el Relato mismo. Despojándome de
los escenarios y los recursos literarios que habían llegado a ser demasiado familiares
para mí, de pronto hallé la huella de la pura esencia que había alimentado la obra de
Tolkien.
He mencionado antes que creo que leí a Tolkien justo en el momento adecuado de
mi vida. Antes de ese momento me habría conmovido, pero no tanto. No habría estado
preparada para escucharlo. Es posible que más tarde hubiera estado demasiado
hastiada y desafecta para que los relatos me llegaran al corazón. Pero Tolkien hizo sonar
una fibra en mi interior y me hizo emprender la búsqueda. Me llevé sus relatos al
instituto, cuatro años difíciles para mí durante los cuales fueron tanto mi armadura
como mi refugio.
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Empecé a conocer a otros lectores de Tolkien que también habían adoptado los
libros. Recuerdo un té que hicimos un 22 de septiembre en honor del cumpleaños de
Bilbo. La escuela, algo confundida, nos permitió utilizar la enfermería, porque no había
ningún otro sitio libre para nosotros. (¡No iban a dejar que lleváramos té a la
biblioteca!). Asistimos otros dos aficionados de Tolkien, el bibliotecario de la escuela y
yo. Era un grupo de gente que creía compartir el haber descubierto la mejor de las
literaturas. Yo no conocía bien a ninguno de los otros asistentes, y sin embargo fue muy
fácil sentir que había un fuerte vínculo entre nosotros.
En la universidad topé con un fenómeno diferente. Me fui a estudiar «fuera», a la
Universidad de Denver, «al sur del paralelo cuarenta y ocho». El shock cultural fue
bastante duro para la muchacha de Alaska que yo era entonces. El smog hizo que se me
cayeran las pestañas. El menú del comedor, que carecía de alce o caribú, me dejó
anémica. Pero lo más chocante de todo eran esas personas que parecían creer que
Tolkien y El Señor de los Anillos les pertenecían. Estúpidos mortales. Yo sabía que era
mío, todo mío, de un modo que ellos ni siquiera podrían comprender. Había una chica
que insistía en que sus amigos la llamaran Galadriel, y un joven bajo que intentó
convencerse a sí mismo y a los demás de que probablemente tuviera sangre hobbit;
ambos me horrorizaban. ¿Estaban locos? Aquello era un sacrilegio literario.
No se podía entrar en el mundo de Tolkien de esa manera, manchando la gloria que
en él había e intentando apoderarse de ella. La única manera posible de entrar era como
lector, como un invitado honorable. Había que sentir las palabras como un Relato, no
ponérselas como un disfraz de Halloween de la talla inadecuada. Todavía, después de
todos estos años, siento la profundidad de aquella ofensa. No era, me decía, lo mismo
que cuando yo firmaba notas para mí misma como Sméagol. Aun cuando los amigos que
mejor me conocían me llamaban a veces por ese nombre, yo sabía que no era Sméagol.
Sméagol era solamente una de las claves, un personaje que abría la historia para mí.
Nunca se me hubiera ocurrido disfrazarme de Sméagol o afirmar públicamente que de
verdad yo era Sméagol.
Resulta extraño pensar que, en ciertos aspectos, mi amor por El Señor de los Anillos
de Tolkien se convirtió en una barrera. No podía hablar de Tolkien con esa gente, del
mismo modo que no podía comentar su obra con esos estúpidos ignorantes que
insistían en que todo era simbolismo, que Frodo era Cristo sacrificado por Bilbo, el
Padre. No quería distraerme por esas ideas ridículas. Sabía que no debía perder mi
punto de vista. El Señor de los Anillos era El Señor de los Anillos, no un esquema para mi
vida ni una religión alternativa.
Tenía que entenderlo como Relato.
A lo largo de todos estos años y durante mi experiencia universitaria, mi búsqueda
prosiguió. Como un buscador de oro, siguiendo a contracorriente ese rastro elusivo de
«color», cribé mis lecturas en pos de fragmentos y pepitas del elemento puro,
persiguiendo la veta madre del Relato. No sé cuándo ocurrió, pero al cabo de un tiempo
el objeto de mi búsqueda cambió y dejó de ser encontrar algo «exactamente igual a»
Tolkien, sino beber de las fuentes de las que había surgido su mágica obra.
Es una búsqueda que todavía hoy no ha concluido para mí. En los treinta años
aproximadamente que dura, he ido descubriendo poco a poco que los fragmentos del
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Relato que estoy buscando no están necesariamente enterrados en la literatura del
pasado remoto, ni siquiera en las estanterías de las bibliotecas. Ahora, gracias a las
minuciosas «plantillas» que he reunido con gran esfuerzo, soy capaz de distinguir esos
elementos en muchos lugares dispares. He recogido piezas de los antiguos cuentos de
hadas que tanto he apreciado siempre, y he oído el claro sonido del Relato en las
historias exageradas de los bares de marineros.
Más emocionante es empezar un nuevo libro de uno de mis contemporáneos y
descubrir que alguna otra persona no sólo ha conseguido beber de la fuente del Relato
perfecto, sino que además la ha desplegado con los tres fundamentos imprescindibles:
un argumento sólido, un escenario detallado y unos personajes genuinos. Casi sin
excepción, descubro que me he encontrado a alguien que, como yo, se embarcó en una
búsqueda después de leer a Tolkien. La búsqueda ha dado fruto para mí, no en el
sentido de que hallara algo «exactamente igual» a Tolkien, sino en que sus obras fueron
una piedra de toque que me ayudó a distinguir el Verdadero Relato de la Verborrea de
Siempre.
En los largos años transcurridos desde que me ocultara en un almacén de carne para
viajar por la Tierra Media por primera vez, he oído muchas críticas a Tolkien. Que no
tiene «personajes femeninos fuertes», que el libro es demasiado lento, que no nos habla
lo suficiente de lo que sienten y piensan los personajes quizá sean las quejas más
comunes. Algunas me parecen, y lo digo en serio, las típicas críticas de quienes quieren
que los escritores de épocas y lugares distintos coincidan milagrosamente con lo que
ahora se considera políticamente correcto. Algunas me parecen las quejas de los
lectores que desean que todos los autores escriban con lo que consideramos un «estilo
simple, moderno». Todavía me sorprende la gente que me dice que no pudo pasar del
tercer capítulo, o que se aburrió, o que fue incapaz de hallar un personaje con quien
identificarse. A veces me quedo preguntándome si habremos leído el mismo libro. Pero
tal vez al final todo se reduzca a haber descubierto su magia en el lugar y el momento
adecuados de la vida. Si es así, lo único que puedo decir es que me alegro de haber
experimentado esa milagrosa coincidencia de momento y situación.
Tolkien me ha marcado. Aun después de todos estos años, el listón que me puso para
escribir sigue igual de alto. Todavía estoy intentando superarlo con la misma
naturalidad y limpieza que lo hizo él. Todavía acabo haciéndome daño en las espinillas,
pero las ganas de intentarlo no ha disminuido. De igual modo, sigo buscando el Relato,
aunque ya he aceptado el hecho de que nunca encontraré nada que sea «exactamente
igual que» El Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien. La única manera de satisfacer esa
hambre es abrir los manoseados libros una vez más y entrar de nuevo en un mundo que
tal vez los años hayan hecho más familiar, pero no menos maravilloso.
Y mientras me pregunto si he dicho todo lo que quiero decir aquí, se da la
coincidencia perfecta. Es uno de esos acontecimientos deus ex machina que desechan
los buenos editores y que la vida no deja de poner en nuestro camino. Una serie de
golpes enérgicos en la puerta de abajo interrumpe mi tranquila mañana con el
ordenador y la taza de café. No hay rastro de enanos o magos con varas haciendo
muescas en mi puerta, sólo el cartero que solícitamente ha dejado un paquete a la
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distancia justa del umbral para que tenga que salir descalza al porche helado a
recogerlo.
No vacilo. Grabado en un costado se lee: «título: J.R.R. Tolkien». Viene del otro lado
del mar. Lo recojo y me lo llevo al despacho antes de abrirlo. Los tesoros largo tiempo
esperados salen a la luz. La edición de HarperCollins con ilustraciones de Alan Lee; El
Hobbit y una preciosa edición de El Señor de los Anillos en un solo volumen con estuche.
Rasgo el envoltorio con la uña del pulgar y saco los libros para sopesarlos. Abro uno y
compruebo la robustez de la encuadernación. Ah. Un buen tamaño de letra. Me acerco y
aspiro el delicioso aroma a libro nuevo. Bueno, éstos deberían durarme otros treinta
años. ¿Qué más? Una edición de bolsillo de Egidio, el granjero de Ham, adornada
exactamente como debe ser con los dibujos de Pauline Bayne. Y en el fondo una edición
en un estuche de El Hobbit, en un tamaño muy manejable, incluyendo postales con
dibujos de Tolkien y un mapa desplegable con imágenes de John Howe. También incluye
un CD de Tolkien leyendo fragmentos de su obra, que podría complementar mi bien
conservado LP en el que lee élfico. Creo que quería regalárselo a alguien para Navidad,
pero ahora mismo no recuerdo a quién, y el CD ya está sonando. La voz sonora y familiar
llena mi despacho y de repente veo a Gollum mirando «con los pálidos ojos como
farolas» mientras hace avanzar su pequeña barca remando con las manos en el lago
subterráneo. Demasiado tarde. Es mío, mi tesoro, y dudo que alguna vez vaya a estar
envuelto en papel de regalo y debajo de un árbol de Navidad.
Abro la manejable y pequeña edición de El Hobbit y la ojeo. Hum. Han añadido el
primer capítulo de La Comunidad del Anillo al final, como anticipo. No estoy segura de
que me parezca bien. Pero allí, en la última página del libro, como una bendición, hay
una promesa para mí. Gandalf me dice: «¡Adiós, ahora! ¡Cuídate! Búscame sobre todo en
los momentos difíciles».
Claro que sí. Creo que siempre lo haré.
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ESQUEMA RÍTMICO EN EL SEÑOR DE LOS
ANILLOS
URSULA K. LE GUIN
omo he tenido tres hijos, he leído la trilogía de Tolkien en voz alta tres veces. Es un
libro maravilloso para leer en voz alta o (si los niños están de acuerdo) escuchar.
Aunque las frases son largas, fluyen de una manera perfectamente clara, siguiendo
la respiración; la puntuación está justo donde uno necesita detenerse; las
cadencias son hermosas e inevitables. Como Charles Dickens y Virginia Woolf,
Tolkien debía de escuchar lo que escribía. La prosa narrativa de estos novelistas es
como la poesía en el sentido de que quiere que la voz la pronuncie, que encuentre su
belleza y poder en toda su magnitud, su música sutil, su vitalidad rítmica.
El vigoroso ritmo de las oraciones de Woolf, tan característico de ella, es pura y
exclusivamente prosa: no creo que utilice nunca un compás regular. Tanto Dickens
como Tolkien emplean ocasionalmente la métrica. La prosa de Dickens, en momentos de
gran intensidad emotiva, tiende a ser yámbica e incluso puede medirse: «It is a far, far
better thing that I do/than I have ever done…»[3] La frivolidad puede parecer un
desprecio, pero este ritmo yámbico es tremendamente efectivo, sobre todo cuando la
regularidad métrica pasa inadvertida como tal. Si Dickens era consciente de ella, no le
molestaba. Como la mayoría de los grandes artistas, usaba cualquier truco que
funcionara. Woolf y Dickens no escribían poesía. Tolkien escribió mucha, sobre todo
narrativa y «baladas», con frecuencia en formas extraídas de los temas que le
interesaban académicamente. A menudo sus versos muestran una métrica, una
aliteración y una rima extraordinariamente complejas, pero son fáciles y fluidos, a veces
en exceso. Sus narraciones en prosa están en muchas ocasiones entremezcladas con
poemas, y en la trilogía se desliza de la prosa al verso sin señalarlo tipográficamente al
menos en una ocasión. Tom Bombadil, en La Comunidad del Anillo, habla en verso. Su
nombre es un redoble, y su métrica está compuesta de dáctilos y troqueos libres y
galopantes, con un tremendo ímpetu hacia adelante: Tum tata Tum tata, Tum ta Tum
ta… «¡Déjalo salir, viejo Hombre-Sauce! ¿Qué pretendes? No tendrías que estar
despierto. ¡Come tierra! ¡Cavahondo! ¡Bebeagua! ¡Duerme! ¡Bombadil habla!».
Normalmente las palabras de Tom no están en líneas interrumpidas, de modo que los
lectores incautos o descuidados que leen en silencio pueden no advertir el ritmo hasta
que ven que es un poema; una canción, en realidad, porque cuando las palabras de Tom
tienen forma de poema son una canción.
Como Tom es un personaje alegremente arquetípico, que tiene un profundo contacto
con los grandes ritmos naturales del día y la noche, las estaciones, el crecimiento y la
C
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muerte, hasta el punto de ser su representación, resulta apropiado que hable en verso,
que sus palabras sean como una canción. Y el ritmo se contagia de una manera
encantadora; se repite en las palabras de Baya de Oro, y Frodo lo adquiere. «¡Baya de
Oro!», grita cuando se marchan. «¡Mi hermosa dama, toda vestida de verde plata! ¡No
nos hemos despedido, y no la hemos visto desde anoche!».
Si hay otros pasajes métricos en la trilogía, yo los he pasado por alto. El habla de los
elfos y la gente noble como Aragorn tiene una cadencia dignificada, a menudo
majestuosa, pero no un ritmo regular. Llegué a sospechar que el Rey Théoden utilizaba
yambos, pero sólo lo hace ocasionalmente, como sucede siempre que utilizamos un
inglés acompasado. En los pasajes de acción épica la narración avanza en cadencias
equilibradas, que recuerdan rápida y majestuosamente a la poesía épica, pero sigue
siendo prosa pura. Tolkien tenía demasiado buen oído y estaba muy acostumbrado a la
prosodia para caer en el uso inconsciente de la métrica.
Las unidades rítmicas —pies métricos— son los elementos rítmicos más pequeños
en la literatura, y probablemente los únicos cuantificables en prosa. Hace un tiempo me
interesé por la proporción de las sílabas tónicas en prosa e hice algunos cálculos.
En poesía, la proporción normal está en torno al cincuenta por ciento; es decir, por
lo general, en poesía, una de cada dos sílabas es tónica: Tum ta Tum ta ta Tum Tum ta,
etc. En prosa, esa proporción desciende a una sílaba tónica de cada dos o cuatro: ta Tum
tatty Tum ta Tum ta-tatty, etc. En textos discursivos o técnicos, sólo una de cada cuatro
o cinco sílabas puede ser tónica; la prosa de los libros de texto tiende a cojear impedida
por una superfluidad de flagrantes e innecesarios polisílabos escasamente acentuados.
La prosa de Tolkien se ciñe a la proporción normal en narrativa de una silaba tónica
de cada dos o cuatro. En pasajes de mucha acción y emoción la proporción se acerca al
cincuenta por ciento, como en poesía; pero sólo las palabras de Tom pueden medirse.
El acento rítmico en prosa es bastante fácil de identificar y contar, aunque dudo que
dos lectores cualesquiera de un pasaje en prosa pongan los acentos exactamente en los
mismos lugares. Otros elementos del ritmo en la narrativa son menos físicos y muchos
más difíciles de cuantificar, pues no guardan relación con una repetición audible, sino
con la estructura rítmica de la propia narrativa. Estos elementos son más largos, más
extensos y mucho más esquivos.
El ritmo es repetición. En poesía se puede repetir cualquier cosa: un acento rítmico,
un fonema, una rima, una palabra, un verso, una estrofa. Su formalidad proporciona una
libertad infinita a la hora de establecer la estructura rítmica.
¿Qué se puede repetir en la prosa narrativa? En la narrativa oral, que generalmente
conserva muchos elementos formales, es posible establecer la estructura rítmica
mediante la repetición de ciertas palabras clave y agrupando acontecimientos en
semirrepeticiones similares, acumulativas: pensad en «Los tres osos» o «Los tres
cerditos». En los cuentos europeos se emplean tríadas; la narrativa norteamericana
tiende más a hacer las cosas en grupos de cuatro. Las repeticiones sirven tanto para
construir la base del acontecimiento climático como para adelantar la historia.
La historia se mueve, y normalmente se mueve hacia adelante. La lectura silenciosa
no precisa de pistas repetitivas para no desorientar al narrador y los oyentes; la gente
puede leer mucho más rápido de lo que habla. Así, los que están acostumbrados a leer
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en silencio esperan por lo general que la narración avance ininterrumpidamente, sin
formalidades ni repeticiones. En el transcurso del siglo XX los lectores se han visto cada
vez más alentados a contemplar los relatos como un camino bien pavimentado,
graduado y sin rodeos, por el que avanzamos lo más rápido posible, sin cambios de
ritmo ni mucho menos pausas, hasta que llegamos —bien— al final y nos detenemos.
«Historia de una ida y de una vuelta»: en el título que Bilbo da a El Hobbit, Tolkien ya
nos ha contado la forma general de su narración, la dirección de su camino.
El ritmo que conforma y dirige su narración es evidente, fue evidente para mí,
porque es muy fuerte y muy sencillo, todo lo sencillo que puede ser un ritmo: dos pasos.
Esfuerzo, descanso. Inspiración, espiración. Un latido del corazón. Un modo de andar, un
paso. Pero a una escala tan vasta, tan susceptible de presentar infinitas variaciones
complejas y sutiles, que lleva la totalidad de la enorme historia de principio a fin, de la
ida a la vuelta, sin vacilar. El hecho es que caminamos de la Comarca al Monte del
Destino con Frodo y Sam. Uno, dos, izquierda, derecha, andando, todo el camino. Y de
vuelta.
¿Cuáles son los elementos que establecen este paso en una distancia tan larga? ¿Qué
elementos se repiten sin variaciones para dar forma al ritmo de la prosa? Los que yo he
visto son: palabras y frases. Imágenes. Acciones. Ambientes. Temas.
Las palabras y las frases, repetidas, son fáciles de identificar. Pero Tolkien, al fin y al
cabo, no está contando su historia en voz alta; al escribir prosa para lectores silenciosos
y sofisticados, no utiliza palabras clave ni frases comunes como hacen los narradores
orales. Este tipo de repeticiones serían tediosas y falsamente ingenuas. No he
encontrado ningún «estribillo» en la trilogía.
En cuanto a las imágenes, las acciones, los ambientes y los temas, me veo incapaz de
separarlos de un modo que resulte provechoso. En una novela con una concepción tan
profunda y una redacción tan inteligente como El Señor de los Anillos, todos estos
elementos operan juntos de un modo indisoluble, simultáneo. Cuando intenté
analizarlos por separado, lo único que conseguí fue deshacer el tapiz y quedarme con un
montón de hilos, pero sin imágenes. Así que me puse a reunirlos todos. Apunté todas las
repeticiones de cualquier imagen, acción, ambiente o tema, sin intentar identificarlas
como algo más que una repetición.
Trabajaba desde la impresión que tenía de que un acontecimiento oscuro de la
historia probablemente estuviera seguido por otro más luminoso (o viceversa); de que
cuando los personajes habían realizado un terrible esfuerzo, luego debían tener un
descanso; de que cada acción provocaba una reacción, nunca de naturaleza previsible —
porque la imaginación de Tolkien era inagotable—, pero que se podían prever de un
modo aproximado, como el día después de la noche y el invierno después del otoño.
Esta alternancia «trocaica» de tensión y alivio es por supuesto un recurso básico de
la narrativa, desde los cuentos populares hasta Guerra y paz; pero la confianza que
Tolkien tiene en ella es asombrosa. Es una de las cosas que hacen que su técnica
narrativa sea poco habitual para mediados del siglo XX. Una tensión continua,
psicológica o emotiva, y un rápido ritmo narrativo desde el principio hasta el clímax,
caracterizan gran parte de la ficción de la época. A los lectores con esas expectativas, el
lento pero insistente esquema tensión/alivio de Tolkien les pareció, y les parece,
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simplista, primitivo. Otros pueden considerarlo una técnica sutil, notablemente sencilla,
para hacer que el lector recorra un camino largo y siempre provechoso.
Mi intento era localizar los mecanismos con los cuales Tolkien establece este ritmo
básico en la trilogía; pero la idea de trabajar con la totalidad de la inmensa saga era
aterradora. Tal vez algún día yo o algún valeroso lector pueda identificar las estructuras
más amplias de las repeticiones y alternancias a lo largo de todo el relato. Yo reduje mi
campo de trabajo a un capítulo, el octavo del Tomo I, «Niebla en las Quebradas de los
Túmulos»: unas catorce páginas, escogidas casi arbitrariamente. Quería que en el texto
seleccionado hubiera algún viaje, porque es un componente fundamental de la historia.
Leí el capítulo de principio a fin apuntando todas las imágenes, acontecimientos y tonos
emotivos importantes, prestando especial atención a las repeticiones o grandes
similitudes de palabras, frases, escenas, acciones, sentimientos e imágenes. Muy pronto,
antes de lo que esperaba, empezaron a surgir repeticiones, incluyendo un esquema
binario positivo/negativo de alternancia o inversión.
Éstos son los principales elementos recurrentes que listé (las referencias de página
corresponden a la edición en lengua inglesa de George Allen & Unwin de 1954):[4]
• Una visión o vista de una gran extensión (tres veces: en el primer párrafo; en
el quinto párrafo, y en p. 157, cuando la visión se introduce de nuevo en la
historia)
• La imagen de una única figura recortándose en el cielo (cuatro veces: Baya
de Oro, p. 147; la piedra erguida, p. 148; el tumulario, p. 151; Tom, pp. 153 y
154. Tom y Baya de Oro son figuras brillantes a la luz del sol; la piedra y el
espectro son figuras oscuras y amenazadoras en la niebla)
• Menciones de los puntos cardinales: frecuentes, y a menudo con
connotaciones benignas o malignas
• La pregunta «¿Dónde estáis?» (tres veces: p. 150, cuando Frodo pierde a sus
compañeros, los llama y no obtiene respuesta; p. 151, cuando le responde el
tumulario, y Merry, en p. 154, «¿De dónde vienes, Frodo?», la respuesta de
Frodo «Me creí perdido», y Tom «Habéis vuelto a encontraros a vosotros
mismos, saliendo de las aguas profundas»)
• Frases que describen el paisaje lleno de colinas por el que cabalgan y
caminan, el olor a hierba, la cualidad de la luz, las subidas y bajadas y las
cimas de las colinas donde se detienen: algunas benignas, otras malignas
• Imágenes asociadas de calina, niebla, aire turbio, silencio, confusión,
inconsciencia, parálisis (que se presagia en p. 148, en la colina de la piedra
erguida, se intensifica en p. 149, cuando avanzan, y alcanza su clímax en p.
150, en el túmulo), que se invierten en imágenes de luz solar, claridad,
resolución, reflexión, acción (pp. 151-153)
Lo que yo llamo inversión es una pulsación adelante y atrás entre polaridades de
sentimiento, ambiente, imagen, emoción, acción, ejemplos de la pulsación tensión/alivio
que considero parte fundamental de la estructura del libro. Hice una lista con algunos
de estos grupos binarios o polaridades, anteponiendo el elemento negativo al positivo,
aunque no siempre éste es el orden de aparición. Cada una de estas inversiones o
pulsaciones aparece más de una vez en el capítulo, algunas en tres o cuatro ocasiones.
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oscuridad / luz diurna
descanso / seguir adelante
vaguedad / percepción vívida
pensamiento confuso / claridad
sensación de amenaza / comodidad
aprisionamiento o trampa / libertad
lugar cerrado / espacio abierto
temor / coraje
parálisis / acción
pánico / reflexión
olvido / recuerdo
soledad / compañía
horror / euforia
frío / calor
Estas inversiones no son simples giros binarios. Lo positivo es la causa o la
consecuencia del estado negativo, y lo negativo del positivo. Cada yang contiene su yin,
cada yin contiene su yang. (No utilizo los términos chinos a la ligera; creo que encajan
con la concepción de Tolkien del funcionamiento del mundo).
La dirección es muy importante en todo el libro. Creo que no hay momento en que
no sepamos, literalmente, dónde está el norte y en qué dirección van los protagonistas.
Dos de los puntos cardinales tienen un valor emocional bastante claro y coherente: el
este posee connotaciones negativas, y el oeste es benigno. El norte y el sur son más
variables, dependiendo de dónde nos encontremos en el tiempo y el espacio; en general
creo que el norte es una dirección melancólica, y el sur, peligrosa. En un pasaje del
principio del capítulo, una de las tres grandes «vistas» nos ofrece todos los puntos
cardinales, uno a uno: al oeste, el Bosque Viejo y la invisible y querida Comarca; al sur, el
río Brandivino «se alejaba hacia regiones desconocidas para los hobbits»; al norte, «una
lejanía oscura e indistinta»; y al este, «una conjetura azul y un esplendor remoto y
blanco… unas montañas altas y distantes», adonde los llevará su peligroso camino.
Los puntos cardinales de los nativos norteamericanos y de la brújula aeronáutica —
arriba y abajo— también están firmemente establecidos. Sus connotaciones son
complejas. Arriba suele ser un poco mejor que abajo, las cimas de las colinas mejor que
los valles; pero las Quebradas de los Túmulos —colinas— son un sitio funesto para
estar. La cima de la colina donde se duermen bajo la piedra erguida es un mal lugar,
pero hay un hueco, como dispuesto para contener la maldad. El peor lugar de todos es
debajo del túmulo, pero Frodo llega hasta allí subiendo una colina. Cuando giran hacia
abajo y hacia el norte, al final del capítulo, les alivia dejar las tierra altas; pero están
volviendo al peligro del Camino.
De igual modo, la imagen repetida de una figura recortada sobre el cielo —que se ve
arriba desde abajo— puede ser benevolente o amenazadora.
Cuando la narración se intensifica y concentra, de repente el número de personajes
disminuye hasta que queda sólo uno. Frodo, a pie, va delante de los otros, viendo lo que
supone que es el camino que sale de las Quebradas de los Túmulos. Sus percepciones
son cada vez más ilusorias: dos piedras erguidas como «pilares de una puerta
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descabezada», que no ha visto antes (y tampoco verá cuando los busque después); una
niebla que se forma rápidamente; voces que lo llaman por su nombre (desde el este);
una colina, que él debe subir después de perder (ominosamente) el sentido de la
orientación. En la cima, «La oscuridad era completa. “¿Dónde estáis?”, gritó como en un
lamento». Este grito no obtiene respuesta.
Cuando ve el gran túmulo cernirse sobre él, repite la pregunta, «irritado y
temeroso», «¿Dónde estáis?». Y esta vez le responde una voz profunda y fría que viene
desde el suelo.
La acción clave del capítulo, dentro del túmulo, concierne a un Frodo que está solo y
completamente desesperado, horrorizado, helado, confundido y con el cuerpo y la
voluntad paralizados, una auténtica pesadilla. El proceso de inversión —de escapar—
no es sencillo ni directo. Frodo pasa por varias fases o etapas para deshacer el maligno
hechizo.
Mientras yace paralizado en una tumba en la oscuridad, sobre la fría piedra, se
acuerda de la Comarca, de Bilbo, de su vida. La memoria es la primera clave. Piensa que
ha llegado a un final terrible, pero se niega a aceptarlo. Se queda «pensando y
recobrándose», y mientras lo hace la luz empieza a brillar.
Pero lo que le muestra es horrible: sus amigos yacen como muertos, y «sobre los tres
cuellos se veía una larga espada desnuda».
Empieza una canción —una especie de inversión torpe y macabra de los alegres
cantos de Tom Bombadil— y ve, en una imagen memorable, que «un brazo largo
caminaba a tientas apoyándose en los dedos y venía hacia Sam… y hacia la empuñadura
de la espada puesta sobre él».
Deja de pensar, deja de recobrarse, olvida. Aterrorizado, piensa en ponerse el Anillo,
que, aunque no se ha mencionado en todo el capítulo, tiene escondido en el bolsillo. El
Anillo, evidentemente, es la imagen central de todo el libro. Su influencia es
absolutamente funesta. Sólo pensar en ponérselo es imaginarse a sí mismo
abandonando a sus amigos y justificando su cobardía: «Gandalf mismo admitiría que no
había otra cosa que hacer».
Su valor y el amor que siente por sus amigos despiertan gracias a su imaginación:
escapa de la tentación por una (re)acción violenta e inmediata, y aferra la espada y
golpea el brazo que avanza a tientas. Se oye un grito, cae la oscuridad, y Frodo se
desploma sobre el cuerpo frío de Merry.
Con ese contacto recupera por completo la memoria, que le había arrebatado el
encantamiento de la niebla: recuerda la casa bajo la Colina, la casa de Tom. Recuerda a
Tom, que es la memoria de la Tierra. Con eso se acuerda de sí mismo.
Ahora recuerda el hechizo que Tom le dio por si lo necesitaba, y lo pronuncia, al
principio «con una vocecita desesperada» y luego, con el nombre de Tom, en voz alta y
clara.
Y Tom responde: la respuesta inmediata, correcta. El encantamiento se ha roto. «La
luz entró a raudales, luz verdadera, la pura luz del día».
El aprisionamiento, el miedo, el frío y la soledad invierten la libertad, la alegría, el
calor y la compañía… con un último y elegante toque de horror: «Frodo dejaba el túmulo
por última vez cuando creyó ver una mano cortada que se retorcía aún como una araña
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herida sobre un montón de tierra». (El yang siempre tiene una pizca de yin en su
interior. Y al parecer Tolkien no sentía ni una pizca de amor por las arañas).
Este episodio es el punto álgido del capítulo, el punto de máxima tensión, la primera
prueba real de Frodo. Todo lo anterior llevaba hacia él con tensión creciente. Está
seguido de un par de páginas de alivio y liberación. Que los hobbits tengan hambre es
una señal excelente. Después de recuperar el bienestar, Tom entrega armas a los
hobbits: unas dagas forjadas, les cuenta algo sombrío, por los Hombres de Oestemesse,
enemigos del Señor Oscuro en los años oscuros de antaño. Frodo y sus compañeros,
aunque aún no lo saben, son por supuesto los enemigos de ese señor en esta edad del
mundo. Tom habla —por medio de enigmas, sin mencionarlo— de Aragorn, que no ha
aparecido todavía en la historia. Aragorn es una figura puente entre el pasado y la época
presente; y mientras Tom habla, los hobbits tienen una visión momentánea, vasta y
extraña, de las profundidades del tiempo y de unas figuras heroicas, la última de las
cuales «llevaba una estrella en la frente»: un presagio de su saga y del conjunto de la
inmensa historia de la Tierra Media. «Luego la visión se desvaneció y se encontraron de
nuevo en el mundo soleado».
El relato prosigue ahora con menos suspense o tensión argumental, pero con el
mismo ritmo y la misma complejidad narrativa. Hemos vuelto y nos dirigimos hacia el
resto del libro, como antes. Hacia el final del capítulo, el argumento más vasto, el
suspense más grande, la tensión bajo la que todos se encuentran, empieza a asomar de
nuevo en la mente de los personajes. Los hobbits han caído en una sartén y han
conseguido salir, como hicieron antes y como volverán a hacerlo, pero el fuego del
Monte del Destinó sigue ardiendo.
El viaje continúa. Andando, a caballo. Paso a paso. Tom los acompaña y la jornada es
tranquila, bastante cómoda. Por fin, a la puesta de sol llegan de nuevo al Camino, que
«corría casi del suroeste al nordeste, y a la derecha caía abruptamente hacia una ancha
hondonada». Los augurios no son demasiado buenos. Y Frodo menciona —sin llamarlos
por su nombre— a los Jinetes Negros, por quienes abandonaron el Camino
originalmente. Un miedo helado se apodera otra vez de ellos. Tom no puede
tranquilizarlos: «De lo que se extiende al este nada sé». Incluso sus dáctilos son tristes.
Parte hacia el crepúsculo, cantando, y los hobbits siguen su camino, los cuatro solos,
conversando un poco. Frodo les recuerda que no deben llamarlo por su nombre. Es
imposible evitar la sombra de la amenaza. El capítulo que empezó con una
esperanzadora visión de un amanecer de luz termina en las tinieblas de un atardecer
agotador. Éstas son las últimas frases:
La oscuridad cayó rápidamente mientras subían y bajaban las lomas, hasta que al fin
vieron luces que resplandecían a lo lejos.
Delante, cerrándoles el paso, se levantaba la colina de Bree, una masa oscura contra
las estrellas neblinosas; bajo el flanco oeste anidaba una aldea grande. Fueron hacia allí
de prisa, sólo deseando encontrar un fuego, y una puerta que los separara de la noche.
Estas pocas líneas de simple descripción narrativa están llenas de rápidas
inversiones: oscuridad / luces que resplandecían, subir / bajar lomas, la aparición de la
colina de Bree / la aldea de debajo (al oeste), una masa oscura / estrellas neblinosas, un
fuego / la noche. Son como golpes de tambor. Al leer las líneas en voz alta no puedo
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evitar pensar en un final de Beethoven, como en la Novena Sinfonía: la certeza y la
definición absolutas de las cuerdas y silencio, repetidos, una y otra vez. Sin embargo, el
tono es tranquilo, la lengua es sencilla y las emociones que se evocan son igualmente
tranquilas, sencillas, comunes: el deseo de que llegue el final de la jornada, para estar a
cobijo, junto al fuego, fuera de la noche.
Después de todo, la trilogía termina con una nota muy similar. De la oscuridad a la
luz del fuego. «Bueno, dice Sam, estoy de vuelta».
Una ida y una vuelta… En este único capítulo, algunos de los grandes temas del libro,
como el Anillo, los Jinetes, los Reyes del Oeste, el Señor Oscuro, se tocan sólo una vez, o
apenas indirectamente. No obstante, este pequeño fragmento del gran viaje es parte
integral del conjunto en los sucesos y las imágenes: el tumulario, antaño sirviente del
Señor Oscuro, aparece del mismo modo que aparecerá Sauron en el clímax de la
historia, amenazante, «una figura alta y oscura como una sombra que se recortaba
contra la estrellas». Y Frodo la derrota, gracias a la memoria, la imaginación y un acto
inesperado.
El capítulo mismo es un «latido» de la inmensa estructura rítmica del libro. Cada uno
de sus acontecimientos y escenas, por vividos, particulares y locales que sean, repiten,
recuerdan o presagian otros acontecimientos e imágenes de todas las partes del libro
gracias a la repetición o la insinuación de partes del esquema del conjunto.
Creo que es un error considerar la historia como un simple movimiento de avance.
La estructura rítmica de la narrativa es como un viaje y como una compleja obra
arquitectónica al mismo tiempo. Las grandes novelas consisten en una serie de
acontecimientos, pero también en un lugar, un paisaje de la imaginación que podemos
habitar y al que podemos volver. Es posible que esto se vea con especial claridad en el
«universo secundario» de la fantasía, donde no sólo la acción sino también el escenario
son invenciones reconocidas del autor. Basándose en la simplicidad irreductible del
verso trocaico, tensión / descanso, Tolkien construye un esquema rítmico estable,
infinitamente complejo, en un espacio y un tiempo imaginarios. El formidable paisaje de
la Tierra Media, el universo psicológico y moral de El Señor de los Anillos, está hecho de
repeticiones, semirrepeticiones, indicaciones, presagios, recuerdos, ecos e inversiones.
A través de él, la historia avanza a su paso firme y humano. Es una ida y una vuelta.
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EL DOMINGO MÁS LARGO
DIANE DUANE
ún puedo ver la luz de la mañana, la manera en que caía sobre el empapelado
amarillo con flores y ligeramente descolorido de la pared del comedor en la parte
delantera de nuestra casa. Eran las seis y media de la mañana. Levanté la vista,
aturdida por esa repentina luz que se colaba en la oscuridad después de haber
acabado la lectura del segundo tomo de El Señor de los Anillos, y pensé
completamente horrorizada:
¡Hay otro tomo y yo no lo tengo!
¡Y HOY ES DOMINGO!
Samsagaz estaba de bruces delante de la puerta cerrada. La flecha de guerra seguía
su camino en pos de Rohan. Gondor estaba a punto de ser sitiada. Unas sombras negras
volaban alto en el cielo; la Tierra Media tenía graves problemas. Y mi situación era casi
igual de mala, porque la librería de la ciudad cercana, donde había comprado los dos
primeros tomos de El Señor de los Anillos, estaba cerrada. Estábamos a mediados de la
década de los sesenta, en los suburbios de Nueva York, y donde nosotros vivíamos lo
único que se encontraba abierto los domingos eran las iglesias.
Mi desesperación no tenía nada que envidiar a la de Sam, pensé. Y entonces
reflexioné sobre lo que acababa de pensar, porque la Tierra Media, un mundo del que
apenas sabía nada un par de días antes, era ahora más importante para mí que el mío.
Todavía no sé por qué compré los dos primeros tomos y no el tercero. ¿Es que el tío
de la librería (que no era ningún experto) no sabía que había otro? ¿No lo sabía yo, o no
me importó? Aun después del tiempo transcurrido, me gustaría conceder al librero
cierta posibilidad de perdón. A veces, cuando tengo prisa, no soy muy observadora.
¿Realmente pasé por alto todas las referencias al tercer tomo? ¿Vi el libro, le eché una
ojeada, me di cuenta de que era algo especial, y luego simplemente cogí lo que había y
me fui corriendo con él, sin prestar atención a detalles menores como la existencia de
otros tomos, pero consciente de que me había topado con algo novedoso?
En aquel momento ya no tenía importancia. Sufría ese tormento particular que sólo
conocen los lectores compulsivos que no pueden terminar lo que están leyendo. Como
(por suerte) leo muy rápido, me había aficionado a leer cualquier libro de una sentada.
En ocasiones si el tema era demasiado radical o emocionante, las consecuencias de esto
podían ser bastante cómicas. Una vez recibí una zurra, después de que me pasara una
tarde demoledora en la biblioteca leyendo Tropas del espacio, cuando volví a casa y
expliqué inmediatamente a mi padre, con una condescendencia del todo inconsciente
pero sólida como una roca, que todas las guerras se debían a la presión de la población.
Entonces tenía nueve años, y aún me sorprende la insensatez (o el taimado descaro) del
A
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bibliotecario que puso el libro en el sector infantil, justo al lado de Jones, el hombre
estelar. Para colmo, yo solía tomarme mis lecturas más en serio de lo que es habitual,
posiblemente porque las utilizaba para mitigar los efectos de una infancia bastante
aburrida. Entonces, como ahora, la lectura como calmante tenía dos efectos: mejoraba la
situación y, en ocasiones, la empeoraba, porque el hecho de que una persona «estuviera
siempre con las narices metidas en los libros» llamaba la atención de la gente, como si
hubiera otro lugar mejor para meter las narices (¿en la vida de otra persona? ¿Donde no
ha sido invitado?).
En aquel entonces, yo era apenas consciente de que mis padres consideraban que
esta tendencia mía al escapismo era un poco desconcertante, quizás signo de
inestabilidad. Se trataba de un caso leve de algo que después he visto con mucha más
virulencia: la sospecha de que no es bueno permitir que los niños lean literatura
fantástica, ya sea porque se piense que el niño es incapaz de distinguir la realidad de la
fantasía, o porque se tenga la sensación de que los adultos tienen en cierto modo la
terrible responsabilidad de mantener las narices de la siguiente generación firmemente
pegadas a la despiadada realidad hasta que ese sensible apéndice haya perdido más allá
de toda esperanza de recuperación la capacidad de reconocer que hay cosas de las que
vale la pena escapar, y lugares (reales y no reales) a los que vale la pena huir.
Más tarde descubrí con placer que Tolkien no se hacía ilusiones sobre esta particular
percepción de los «preocupados adultos»: él creía que la gente que más se preocupaba o
alarmaba por la posibilidad de que otras personas escaparan eran los carceleros. Sin
embargo, en ese entonces yo ya intuía que estaba prisionera en un mundo que no me
importaba especialmente, y esperaba poder liberarme algún día de las presentes
circunstancias. Mientras tanto, tenía que decidir adónde iría y qué haría con mi vida
cuando llegara el momento de ir a la universidad, y lo que seguiría después. Y por eso
leía con voracidad, evaluando todas las opciones posibles, investigando todo lo
buenamente que podía cómo era el mundo, sobre todo las partes del mundo que no se
parecían en nada a una «ciudad dormitorio» de los suburbios de Nueva York.
En mi tiempo libre exploraba el mundo distante viviendo en la biblioteca local. Los
otros niños podían perseguirme y llamarme rata de biblioteca cuando saliera, pero
mientras estaba allí me encontraba en un santuario tan seguro como una iglesia. Y había
mucho más que leer. Por medio de los libros exploré desiertos, otros océanos que no
eran el Atlántico, ciudades lejanas y exóticas (incluso Nueva York, adonde aún no me
dejaban ir sola y que podría haber estado tan lejana en el tiempo y el espacio como la
Atlántida, por lo poco que me servía su presencia a sólo cincuenta kilómetros hacia el
oeste). Miraba con intenso anhelo las imágenes de montañas, sobre todo, y
especialmente los Alpes, como si fueran un lugar adonde iría alguna vez, no importaba
lo que hiciese. Eran casi un símbolo del mundo real, un mundo interesante y
emocionante en el que valía la pena hacer cosas, que para mí era aún más efectivo como
símbolo del mundo que el espacio exterior; la llegada del hombre a la luna en 1969 me
había conmovido profundamente.
Cuando empecé a leer La Comunidad del Anillo no tenía idea de lo que iba a pasar en
ese libro, o de adónde iba a llevarme. Había montañas, que me encantaron… en parte
porque no sólo estaban allí: en ellas sucedían cosas que de repente afectaban
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profundamente a gente y criaturas que importaban. Poco después, el placer de lugares
lejanos se vio superado por algo mucho más trascendente. Toda aquella tarde del
viernes, después de la escuela, y la noche hasta muy tarde, y todo el sábado y la noche
hasta tarde, y luego el domingo por la mañana, estuve completa y literalmente fuera de
este mundo. Y entonces, en esta súbitamente desolada mañana del domingo, sentada en
el comedor, sola —eran las seis y media de la mañana y nadie iba a levantarse durante
un buen rato—, me encontré completamente involucrada en unas circunstancias que
nunca había imaginado, que hacían que mis problemas, y de hecho cualquier otro
problema del que tuviera constancia, parecieran insignificantes y pequeños en
comparación. La idea de que había cosas mucho, mucho más importantes en el mundo
por las que preocuparse que si yo iba conseguir alguna vez atravesar y superar una
infancia que no era muy interesante ni muy placentera cayó sobre mí con toda su fuerza.
De repente sentí que me enfrentaba con el tema del mal absoluto. Me asombraba que no
le hubiera prestado especial atención antes. Ahora me daba cuenta de que lo había
tenido delante toda la vida, como un rinoceronte en la sala de estar, y me parecía que
tenía la obligación de adoptar alguna postura al respecto.
Entonces (y durante mucho tiempo después), evité pensar en quién o qué me
imponía esa obligación, o en cómo el hecho de que yo adoptara una postura podía
cambiar en algo el estado del mundo. Todavía hoy sigo sin encontrar una respuesta
satisfactoria a esa pregunta. Pero aquel domingo no le dediqué más que algunos
minutos de reflexión. Estaba completamente abrumada por la idea de tener que esperar
un día entero para saber qué pasaba después. Era insoportable. Mis familiares me
observaban mientras andaba por la casa con expresión abatida y varias veces me
preguntaron qué me pasaba. Intentar explicárselo fue un error. Mi padre se limitó a
encogerse de hombros y a decir: «No es más que un libro; no te emociones tanto». Y
luego hurgó un poco en la herida añadiendo: «Deberías haber comprobado que no había
un tercer tomo antes de marcharte de la librería». Vale, gracias, papá. La próxima vez
que una araña gigantesca te muerda en el cuello ya veremos si te echo una mano.
El resto del día y de la noche (durante la cual sólo me dormí tarde y mal) pasó
lentamente como una mala imitación de la definición humorística de la relatividad de
Einstein. Pero, al fin, llegó la mañana del lunes. Antes tenía que ir a la escuela, algo
bastante más pesada que lo habitual: las ocho horas que transcurrieron entre la entrada
y la salida me parecieron más largas que cualquier desierto y más desafiantes que
cualquier montaña. Estuve todo el rato pensando en Caradhras el Cruel —todas las
dificultades que había superado la Comunidad del Anillo; total, ¿para qué?— y en el
pobre Sam tendido de bruces, y en Frodo, lejos, vivo, aunque tal vez no por mucho
tiempo, ¿quién podía saberlo? La cuestión me tuvo en vilo todo el día, porque lo que me
había conmovido cuando leí los dos primeros tomos fue esa especie de cualidad
despiadada que tiene el texto de Tolkien, no tanto una transparencia del argumento
como una sujeción absoluta a las necesidades, no las del autor, sino las del mundo sobre
el —o en el— que estaba escribiendo. La Tierra Media parecía tener sus propios planes,
al servicio de los cuales quizás estaba Tolkien, de una manera muy especial, y se me
había ocurrido que tal vez lo que le exigía ese mundo, a él o a mí, no fuera un final feliz.
Conseguir el tercer tomo me inspiraba terror; al mismo tiempo, estaba impaciente.
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Al fin, como suele suceder en este universo, el tiempo pasó y llegaron las tres y
media, y escapé de ese lugar de tormento a gran velocidad, y corrí hacia la calle
principal de la pequeña ciudad, y tomé el autobús hasta la ciudad vecina, donde se
encontraba la librería. Entré precipitadamente y fui directamente al estante donde
había encontrado los dos primeros libros, y vi el tercero, y lo aferré como si fuera el
corazón que se me había salido del cuerpo, y a punto estuve de olvidarme de pagarlo,
porque cuando llegué a la puerta donde estaba la caja ya lo estaba leyendo.
Hasta el día de hoy no recuerdo cómo llegué a casa. Me interesaba mucho más lo que
ocurría en las llanuras de Rohan y en la torre de Cirith Ungol. Y después de acabar el
libro aquella noche, tardé mucho tiempo en dormirme, porque sufría una especie de
desfase horario del alma. El mundo en el que vivía se había ampliado
inconmensurablemente, pero también, de algún modo, se había contraído en
comparación con aquel otro, que no era más «real» —en ese aspecto no me engañaba en
absoluto— sino mejor. Sin embargo, como era la primera vez que experimentaba un
mundo creado con ese nivel de imaginación, también tenía la extraña sensación de que
llevaba allí mucho, mucho tiempo… y de que, aun después de cerrar el libro, ese mundo
seguiría existiendo en alguna otra parte. Que siguiera allí cuando volviera a abrir el libro
parecía casi una casualidad, como cuando una habitación que uno ha abandonado sigue
allí (salvo que caiga un meteorito u ocurra algún otro desastre parecido) cuando se abre
la puerta otra vez. En ese momento, al menos, no me apetecía dejar el libro cerrado
mucho tiempo. Empecé a leerlo de nuevo enseguida, y es probable que durante el mes
siguiente fuera una firme aspirante al premio a la persona que lee la trilogía más veces
por semana.
El Señor de los Anillos fue lo que hizo de mí una escritora. Siempre había escrito
cuentos para divertirme, normalmente del estilo de lo que estuviera leyendo en ese
momento: en esa época mis obras oscilaban entre lo que ahora se consideraría una
ciencia ficción bastante «dura» y los cuentos de hadas al estilo de los de E. Nesbit. Pero
entonces me puse a escribir una serie de relatos de «fantasía épica» no muy profundos
que imitaban salvajemente el libro de Tolkien, y el Anillo dominó mi paisaje imaginativo
interior durante los aproximadamente veinte años siguientes. Todavía pensaba en los
Alpes, pero ahora la gran cordillera incluía Celebdil y Fanuidhol, y Caradhras el Cruel
estaba en mi mente con la misma frecuencia; los océanos seguían interesándome, pero
aquel que se atravesaba al salir de los Puertos Grises había adquirido connotaciones
más profundas. El dolor de aquel larguísimo domingo desapareció con rapidez y me
dejó con algo mucho mejor: un mundo disponible para vivir en él cuando el
aburrimiento hiciera que éste fuera insoportable.
En el sentido más amplio, la vida siguió como lo hace normalmente, y avanzó, y
eventualmente tomó direcciones inesperadas. Fui a la universidad. Fracasé como
estudiante de física, pero me fue bien con la enfermería. Me gradué con una preferencia
por el trabajo en el campo de la psiquiatría. Y conseguí un «trabajo en el mundo real»,
que resultó satisfactorio, pero también frustrante en algunos aspectos; y yo tenía
necesidades que la enfermería no podía satisfacer. Seguí escribiendo, por diversión, o a
veces para confusión de quienes me rodeaban. Para mi sorpresa, terminé dejando la
enfermería e intentando ganarme la vida con la escritura. Y de repente me hallé
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escribiendo un libro, una obra fantástica basada en una Tierra alternativa vagamente
medieval, aunque parezca mentira. Una editorial compró el libro y de repente yo
también me convertí en escritora. Un chiste que se decía en casa en aquella época es que
si hubiera sabido la cantidad de tiempo de lectura que me iba a quitar el hecho de
escribir, tal vez no habría continuado. Pero independientemente de eso, un libro que
sigo leyendo una y otra vez, al menos una vez al año, es el Anillo.
Con el tiempo fui a las montañas. Todavía recuerdo aquella primera impresión al
mirar el panorama de cumbres nevadas, extendiéndose infinitamente por todo el
horizonte como las olas del mar: más grandes que yo, más viejas que yo, más reales que
yo en cierto sentido; en su presencia el cuerpo y la personalidad parecían, de repente,
pequeños, evanescentes e insignificantes. Es una buena experiencia, creo, que he tenido
la oportunidad de vivir con frecuencia en los últimos años. Pero la última vez sucedió
algo inesperado.
Me encontraba en el monte Rigi, en medio de Suiza. Era primavera. Había salido a
pasear una mañana, a un lugar con una vista especialmente bonita. No hay carreteras
que suban hasta allí, sólo senderos y praderas, y mientras atravesaba una miré la hierba
y vi algo que no había esperado: unas florecillas blancas, de seis pétalos, de unos tres
centímetros. Y una voz, la voz de Sam, dijo en mi mente: «¿Recuerdas la elanor, la
estrella del sol, que crecía en la hierba de Lórien?».
Me incliné para verla más de cerca. Las florecillas resultaron ser Crocus alpinus, el
azafrán alpino. Pero lo que no dicen las referencias botánicas es que el Crocus alpinus
arroja una versión «deportiva» en un bulbo de cada doce aproximadamente: una
versión de seis pétalos con pequeñas puntas de un dorado pálido al final de los pétalos.
Son lo suficientemente raras para hacer que se las busque, una vez que se empieza a
verlas. Son (creo) las elanor. Tolkien estuvo de vacaciones en estas montañas, y seguro
que las vio.
Me erguí en el pequeño campo de elanor y miré más allá de la «espalda» de Rigi,
hacia las montañas más altas. Si sus devotos llaman a Rigi (por alguna razón
etimológica) «la reina de las montañas», también lo hacen con una especie de rebelión,
porque en el fondo, desde su cumbre, se pueden ver montañas de un carácter más regio,
por no decir imperial: el Eiger, el Monch, el Jungfrau. Tolkien hizo una excursión al pie
de estas montañas, antes de ir a la guerra. Y cuando aparté la vista de mi primera elanor,
miré al otro lado del gran abismo de aire azul y las vi allí, como tal vez hiciera él (porque
probablemente Tolkien también siguiera esta vía de tren cremallera): Celebdil,
Fanuidhol y Caradhras el Cruel; el Cuerno de Plata, el Monte Nuboso y el terrible Cuerno
Rojo. Durante apenas un instante, genuina y físicamente, estuve en la Tierra Media.
La realidad se reafirmó, pero sólo con dificultad. Recuerdo, después de aspirar unas
pocas veces, haber experimentado tal vez no tanto una afinidad con Tolkien —eso
habría sido una insolencia—, sino una extraña sensación de cierre. Y si hubiera tenido
alguna duda sobre el perdurable poder de su obra, en ese momento se habría
desvanecido sin dejar rastro. Empecé a preguntarme si la única manera de juzgar el
poder de la obra de un escritor es ver hasta qué punto «contamina» el mundo en el que
vive su lector. Cuando las palabras y las imágenes comienzan a insinuarse
inesperadamente en la vida y todo parece remitirse a esa obra o recuerda a cosas que se
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han visto en ella, entonces se sabe que un segundo creador —de una habilidad
inusual— ha estado trabajando dentro de uno. Y cuando se encuentra un ejemplo
concreto de algo «real», que el escritor ha metido en su propio mundo y lo ha hecho
suyo, de repente hace que el mundo «real» parezca más mágico de lo que es en realidad;
ésa es la más poderosa de las brujerías. El hecho de que El Señor de los Anillos sea
responsable indirecto de casi todo (o al menos tenga algo que ver con ello) lo que tiene
valor en mi vida actual, no tiene importancia frente a la magia extraordinaria de hacer
que la realidad sea más real, de añadirle algo que nunca hubiera estado allí de no ser
por la sobrecogedora imaginación de un hombre. Gracias a Tolkien, el universo tendrá
una magia genuina que perdurará siempre, incluso cuando toda ella desaparezca y las
tapas del libro se cierren por última vez.
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TOLKIEN DESPUÉS DE TODOS ESTOS
AÑOS
POUL ANDERSON
urante mucho tiempo, Tolkien fue un enigma para los críticos, sin embargo no lo
fue para los lectores en general. Las cifras de ventas no son muy precisas, pero
recientemente se calculó que la obra más popular de Tolkien, El Señor de los
Anillos, publicada en más de treinta lenguas, ha vendido más de cincuenta
millones de ejemplares en todo el mundo. Y varias encuestas han proclamado en
los últimos años que El Señor de los Anillos es el libro del siglo. Personalmente, creo que
estas encuestas y declaraciones no tienen mucho significado real, pero hay una verdad
que es innegable, y es que El Señor de los Anillos es una novela muy querida por un gran
número de lectores.
Leí El Hobbit y El Señor de los Anillos por primera vez en el verano de 1973, cuando
tenía trece años. Había ido a visitar a mi hermana mayor, y la estaba molestando de esa
manera que tan bien se les da a los hermanos pequeños. Además, estaba aburrido, y
después de echar un vistazo a su librería y quejarme de que no había nada para leer,
salió de la cocina pisando muy fuerte, tomó los libros de Tolkien de la estantería y me
los arrojó con unas pocas órdenes inconexas: «Aquí tienes. Léete éstos. Te gustarán.
Ahora déjame en paz».
Los libros eran de la edición de bolsillo de Ballantine con las surrealistas cubiertas
de Barbara Remington, un paisaje de colores brillantes lleno de emúes, criaturas
reptilianas retorcidas y árboles con frutos bulbosos. Miré los libros con escepticismo
(como todavía miro esas cubiertas), pero estaba desesperado y decidí intentarlo. Y me
pasé los días siguientes completamente absorto en esos cuatro libros. Entonces no sabía
que me pasaría los siguientes treinta años estudiándolos, junto con la vida de Tolkien y
sus otros escritos.
El interés que despertaron en mí los libros de Tolkien ha cambiado en muchos
aspectos con el paso de los años. Al principio me deleitaba en detalles del mundo de la
Tierra Media, en la profundidad de la historia inventada y en las alusiones de historias
que se contaban en parte en los apéndices. En el instituto escribí una obra de teatro
basada en El Hobbit, y la representé con varios amigos. Por ese entonces también
empecé a leer mucha más literatura, tanto cosas que inspiraron a Tolkien (desde
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Beowulf, los Eddas y las sagas islandesas hasta los romances en prosa de William
Morris), como de escritores modernos que a su vez se inspiraron en Tolkien.
En la universidad estudié más en serio las literaturas medievales en las que se había
especializado Tolkien, e incluso asistí a un curso de verano en Oxford, donde Tolkien
había vivido y trabajado gran parte de su vida. En la universidad y los años que
siguieron, he seguido todos los temas de estudio que me han interesado, muchos
inspirados por Tolkien, otros no. Este tipo de libertad en mis estudios (sólo posible
fuera de un currículo establecido) me ha permitido seguir un itinerario universitario
impredecible por los reinos de la mitología, los cuentos de hadas y la literatura infantil,
seguidos de estudios textuales, bibliografía, métodos de impresión, producción editorial
e historia de la edición, y muchos otros aspectos que van más allá de lo que
normalmente se considera literatura y crítica literaria.
No creo que mi experiencia sea atípica. Es cierto que no es habitual entre muchos de
mis amigos y colegas tolkienistas, porque creo que quienes estudiamos a Tolkien y
leemos su obra con mucha atención hallamos que sus sutilezas, su inteligencia aguda y
penetrante, hacen que nuestros intereses se expandan en muchas direcciones
inesperadas. Por supuesto, esta observación contradice el núcleo de la supuesta verdad
que los críticos de Tolkien llevan mucho tiempo proclamando, la de que los aficionados
a Tolkien sólo leen a Tolkien, una y otra vez.
Para analizar la recepción por parte de los críticos de las obras de Tolkien, primero
hay que explicar cuánto se ha ampliado la bibliografía de los textos de Tolkien desde su
muerte en 1973 a la edad de ochenta y un años. Durante su vida, y de momento a
excepción de su trabajo académico, las primeras publicaciones literarias de Tolkien sólo
consistían en una pequeña estantería de libros: El Hobbit (1937); el cuento Egidio, el
granjero de Ham (1949); los tres tomos de El Señor de los Anillos (1954-1955); la
pequeña recopilación poética de The Adventures of Tom Bombadil (1962); otro pequeño
libro, con un cuento y un ensayo, titulado Árbol y hoja (1964); el cuento fantástico
independiente El herrero de Wootton Mayor (1967); un ciclo de canciones con los
poemas de Tolkien con música de Donald Swann, The Road Goes Ever On (1967); y la
edición de bolsillo de una antología estadounidense de algunos de estos textos llamada
The Tolkien Reader (1965). De todos estos títulos, las obras principales, en tamaño y
popularidad, son El Hobbit y El Señor de los Anillos.
Desde la muerte de Tolkien ha aparecido una cantidad extraordinaria de sus escritos
hasta entonces inéditos, algunos terminados, otros no. Muy pocos escritores han visto
sus despojos literarios publicados hasta estos extremos y presentados con el cuidado
prodigado en estos textos. Una vez más exceptuando temporalmente su obra académica,
desde la muerte de Tolkien hemos tenido el privilegio de leer otras obras terminadas
para niños, incluyendo El señor Bliss (1982) y Roverandom (1998), ambas ilustradas por
el autor. Otro libro, Las cartas de Papá Noel (1976; una edición ampliada, titulada Cartas
de Papá Noel apareció en 1999), reproduce en facsímil los cuentos y dibujos que
Tolkien, bajo la identidad de Papá Noel, hizo cada año para sus hijos cuando eran
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pequeños. En estas cartas Tolkien desarrolló con gran ingenio una historia imaginaria
para Papá Noel y los otros habitantes del Polo Norte.
A pesar del encanto que tienen todos los libros mencionados, siguen siendo obras
menores en comparación con el mayor logro de Tolkien en la completa creación de la
Tierra Media; es en esta última área donde las publicaciones póstumas de Tolkien son
más notables. La mayoría de estos libros han sido editados por el tercer hijo de Tolkien,
Christopher, cualificado casi como nadie para supervisar literariamente en tanto
ejecutor de la publicación póstuma de los diferentes textos de su padre, pues cuenta con
la misma formación literaria de su padre y siempre ha sentido devoción por sus
escritos. Christopher formó parte del público original para el que se escribió El Hobbit, y
fue el primer crítico de su padre cuando éste escribió El Señor de los Anillos, algunos de
cuyos capítulos le envió en serie a Sudáfrica cuando seguía la instrucción de piloto de la
RAF durante la segunda guerra mundial. Christopher también siguió a su padre
académicamente y se especializó en las mismas lenguas y literaturas medievales. Y,
como su padre, fue profesor de estas asignaturas en Oxford.
La primera publicación importante fue El Silmarillion, en 1977, una versión editada
de las leyendas del «Silmarillion» de Tolkien. (Aquí sigo la convención presente en los
estudios de Tolkien de mencionar en cursiva el libro publicado, como El Silmarillion,
mientras que el «Silmarillion» entre comillas se refiere a las leyendas que fueron
evolucionando en general). Éste fue seguido por una colección de Cuentos Inconclusos en
1980. De 1983 a 1996, los fans de Tolkien recibieron una nueva entrega de textos sobre
la Tierra Media casi cada año, que en total suman doce grandes tomos de la serie de
Christopher Tolkien sobre La Historia de la Tierra Media. Los catorce volúmenes
resultantes —porque deben incluirse los Cuentos Inconclusos y El Silmarillion como
parte de la Historia— abarcan casi sesenta años de trabajo creativo de Tolkien en su
mundo inventado. Estos libros contienen una multitud de cosas fascinantes —algunas
terminadas, aunque la mayoría no lo están— cuya forma oscila desde cuentos, ensayos y
anales hasta gramáticas, mapas, ilustraciones y poemas (los hay cortos, además de
largas poesías narrativas en pareados rimados o versos aliterados). Estas obras se
comentarán después, pero de momento basta decir que estos catorce tomos publicados
a modo póstumo contienen aproximadamente cuatro veces más texto que El Hobbit y El
Señor de los Anillos. Hay que admitir que existen duplicaciones y repeticiones, y que
algunos textos se superponen (sobre todo en los tomos de la Historia que abarcan la
escritura de El Señor de los Anillos); no obstante, la cantidad de material sobre la Tierra
Media que Tolkien escribió a lo largo de su vida es asombrosa.
Cabe señalar aquí unas pocas publicaciones póstumas adicionales. Las cartas de
J.R.R. Tolkien (1981) es una compilación enormemente significativa en el campo de los
estudios de Tolkien, pues el estilo epistolar de Tolkien es en sí mismo muy atractivo, y
las cartas (con frecuencia dirigidas a fans, para responder preguntas específicas sobre
sus escritos) revelan muchos detalles de la creación y las intenciones literarias de
Tolkien que de otro modo nos serían desconocidos. Junto con J.R.R. Tolkien: una
biografía, de Humphrey Carpenter (1977), un libro autorizado para el que Carpenter
tuvo acceso a todos los papeles de Tolkien, las Cartas y la biografía son los mejores dos
puntos de partida para entender a Tolkien como escritor. Para destacar sólo un libro
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adicional, J.R.R. Tolkien: artista e ilustrador (1995), de Wayne G. Hammond y Christina
Scull, muestra otra faceta de las habilidades de Tolkien, con una gran recopilación de
dibujos y pinturas, muchos de los cuales describen escenas y paisajes de la Tierra Media,
proporcionando así otro medio, esta vez visual, de apreciar el mundo de Tolkien.
Volviendo al fin a la respuesta de los críticos, desde el principio los textos de Tolkien
han despertado una primera reacción no tanto intelectual como emocional. Las reseñas
de El Hobbit en la época de su publicación son en su mayor parte agradables, aunque en
ocasiones se confunden un poco cuando intentan hallar un libro con el que compararlo.
(A decir verdad, ninguna de las comparaciones funciona realmente, porque Tolkien hizo
algo completamente nuevo). Egidio, el granjero de Ham, publicado doce años después de
El Hobbit, no llamó mucho la atención. Pero pocos años después, con la publicación de
los tres tomos de El Señor de los Anillos, empezó en serio la polarización de la respuesta
a Tolkien. Aunque El Señor de los Anillos es en realidad una sola novela, se dividió en
tres tomos por razones de marketing, pues el editor tenía la esperanza de que así
dividida y a un precio competitivo, obtuviera el triple de reseñas, mientras que un único
tomo de precio elevado sólo se reseñaría una vez, y probablemente vendiera pocos
ejemplares. La estrategia editorial funcionó.
Algunos nombres importantes, incluyendo a W. H. Auden, Naomi Mitchison y C. S.
Lewis (que también era íntimo amigo de Tolkien), reseñaron los libros con grandes
alabanzas en periódicos de prestigio, pero hubo otros igualmente importantes a quienes
los libros no les gustaron, y lo dijeron con locuacidad. La reseña anti-Tolkien más
notoria es la que Edmund Wilson tituló «¡Oh, esos terribles orcos!» y se publicó en The
Nation en abril de 1956. En ella, Wilson afirma haber leído la novela en voz alta a su hija
de siete años (aunque curiosamente escribe mal el nombre de uno de los personajes
principales, «Gandalph») y dice que El Señor de los Anillos es «esencialmente un libro
para niños, un libro para niños que de algún modo se le ha ido de las manos porque, en
lugar de estar dirigido al mercado “juvenil”, el autor se ha concedido el capricho de
escribir literatura fantástica sólo por el gusto de hacerlo». Aquí radica la acusación
básica que la mayor parte de los detractores de Tolkien le han arrojado en los años
siguientes. El problema, para Wilson, es que es un libro fantástico, y por eso intenta
quitarle importancia diciendo que es para niños. Un estudio de los otros escritos críticos
de Wilson revela que sentía aversión por casi todo lo que fuera fantasía, aunque admitía
que le gustaban los textos de James Branch Cabell, cuyos relatos de Poictesme, un
pequeño reino imaginario situado en el sur de Francia, contienen la picardía y las
insinuaciones sexuales que Wilson esperaba sin duda hallar en las novelas para
«adultos».
La controversia sobre El Señor de los Anillos estalló a mediados de la década de los
sesenta, después de que en Estados Unidos se publicara la primera edición de bolsillo de
los libros y éstos llegaran a las listas de los más vendidos. Pero el argumento básico
contra Tolkien no sufrió muchos cambios. Recientemente, el crítico Harold Bloom ha
tomado un camino ligeramente distinto a la hora de rechazar a Tolkien, confundiendo
erróneamente el extendido crecimiento de su popularidad en los años sesenta con la
idea de que en adelante las obras de Tolkien deben considerarse ancladas en esa época,
desde un punto de vista cultural e histórico. Bloom considera que El Señor de los Anillos
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es lo que él llama (con mayúsculas) una «Obra Temporal», presumiblemente algo que en
cierto momento fue popular por alguna razón incomprensible (para él), pero que no
tardó en caer en el olvido. Bloom no podía estar más equivocado.
Para los medios de comunicación, la publicación póstuma de El Silmarillion en 1977
fue todo un acontecimiento, pero a excepción de unos pocos críticos (entre los que
destacan Anthony Burgess y John Gardner), la mayoría compararon El Silmarillion con
El Señor de los Anillos y hallaron que carecía de la mayor parte de los encantos del
primero. A Cuentos Inconclusos, publicado en 1980, no le fue mejor, y los tomos
posteriores de La Historia de la Tierra Media han sido conscientemente ignorados por
los escritores de reseñas literarias. Vistas ahora, es posible ver que las críticas más
serias de Tolkien se trasladaron de los periódicos y las revistas más importantes a las
publicaciones y libros especializados.
La antipatía de los críticos por Tolkien no es sólo una cuestión de género, sino
también de estilo y tono. En realidad El Señor de los Anillos no es, según las definiciones
de los críticos más severos, una novela, sino, tal como la llamó Tolkien, un «romance
heroico». Este libro constituye un ejemplo de un género que tiene sus orígenes miles de
años antes, en la Ilíada y la Odisea de Homero, en Beowulf y en las historias artúricas, un
género que a principios del siglo XX había caído en el olvido, sobre todo después de la
aparición del modernismo en los años veinte y treinta. El género del romance no estaba
muerto en absoluto, pero había pasado inadvertido durante unas cuantas décadas. La
obra de Tolkien está firmemente arraigada en esta tradición romántica, pero también es
una evolución de esa tradición según las líneas de las convenciones novelísticas
modernas.
Justo cuando los defensores del realismo habían empezado a dominar el mundo
literario, aparecieron Tolkien y El Señor de los Anillos, su refundación del antiguo
género. Y en cuanto al tono, los textos de Tolkien son muy distintos de la tendencia a la
ironía predominante en las obras modernas. No es que Tolkien fuera incapaz de utilizar
la ironía, sino que no escribía con un tono mayormente irónico. Así, la obra de Tolkien
representa gran parte de lo que detestan los modernistas (y después, los
posmodernistas); además, la que para ellos quizá sea la peor ofensa de todas es que las
obras de Tolkien son populares.
Para el público lector, el éxito de El Señor de los Anillos a mediados de los sesenta
provocó el despertar del viejo género del romance, ahora con el nuevo nombre de
literatura fantástica. La editorial que publicó a Tolkien como libro de bolsillo en Estados
Unidos, Ballantine Books, respondió a la creciente demanda de más cosas como Tolkien
con la nueva serie Ballantine Adult Fantasy. Esta serie reimprimió un gran número de
libros oscuros de la primera mitad del siglo, demostrando así que el género del romance
no había muerto en absoluto, sino que había pervivido a la sombra de las formas
literarias predominantes. La serie acercó a un nuevo público los textos de autores que
ahora se cuentan entre los grandes del género como E. R. Eddison, Lord Dunsany, David
Lindsay y Mervyn Peake. Y el mercado para nuevos libros de literatura fantástica creció
a pasos agigantados. La consideración de estas obras está relacionada con el éxito
comercial de la fantasía, y del género que con ella se convirtió en una industria o un
artículo de consumo. Tal como escribió acertadamente Ursula K. Le Guin: «La fantasía
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de consumo no entraña ningún riesgo: no inventa nada, sólo imita y trivializa. Actúa
privando a los antiguos relatos de su complejidad intelectual y ética, convirtiendo la
acción en violencia, los actores en muñecos y la verdad en tópicos sentimentales».
La respuesta académica a Tolkien ha sido casi tan problemática como la de los
críticos, pues los críticos y los académicos son a menudo las mismas personas. Además,
gran parte de la formación literaria moderna que se da en las universidades abarca un
campo tan estrecho que es posible decir sin exagerar que los lectores son apartados de
Tolkien por el poder literario convencional.
Sin embargo, con el paso de los años Tolkien ha hecho pequeñas incursiones en los
currículos de algunos departamentos de lengua inglesa. Y sus textos gozan de mayor
aprecio en el campo especializado de los estudios medievales, donde un número
significativo de sus eruditos actuales admiten que Tolkien los inspiró a la hora de
escoger su carrera.
Las críticas académicas de Tolkien surgieron en los años sesenta y alcanzaron su
punto álgido en la época anterior a la muerte de Tolkien con Master of Middle-earth, de
Paul Kocher (1972), un estudio crítico que también fue un éxito popular. El libro de
Kocher fue superado hace mucho tiempo, pero sigue teniendo mérito. En los años que
siguieron, ha habido bastantes estudios sobre Tolkien. Los mejores son El camino a la
Tierra Media, de Tom Shippey (1982) y A Question of Time: J.R.R. Tolkien’s Road to
Faërie, de Verlyn Flieger (1997). El camino a la Tierra Media es una mirada exhaustiva al
uso que Tolkien hace del lenguaje y a la influencia que ejercieron en él las lenguas y las
literaturas medievales, mientras que A Question of Time explora exhaustivamente
algunos aspectos menores de la obra de Tolkien, en concreto su inquietud por el tiempo
y los sueños y cómo utilizó estos elementos en la ficción para tratar los temas de la
época en que vivió. Pero incluso estos estudios de gran nivel intelectual están dirigidos a
lectores ya benévolos con él; de hecho, predican para los convertidos. No es el caso del
último libro de Shippey, con el conflictivo título de J.R.R. Tolkien: Author of the Century
(2000), que describe la obra de Tolkien en relación con otros escritores modernos como
George Orwell y James Joyce. Shippey constituye un buen ejemplo de estudio de Tolkien
en tanto que escritor moderno importante, pero queda en pie la cuestión de si la facción
contraria a Tolkien leerá alguna vez este libro.
Lo doloroso no es el hecho de que estos críticos tengan opiniones discrepantes sobre
Tolkien (y sobre la fantasía), sino que en la competición por los programas de estudios
de las universidades, y en la propuesta de un canon literario, intenten excluir todo lo
que no se incluya en su limitado abanico de simpatías. Y por tanto intenten excluir a
Tolkien.
Dejando los críticos a un lado, es el momento de volver la atención a lo que nos aportan
todas las publicaciones póstumas a la hora de entender a Tolkien, incluyendo las Cartas
y la serie de La Historia de la Tierra Media. Para empezar, cabe señalar un hecho que
con frecuencia pasa inadvertido, que es el que Tolkien no era escritor de profesión y que
no se ganaba la vida escribiendo relatos. Era un distinguido profesor de la Universidad
de Oxford, donde ocupó dos cátedras sucesivamente, primero como Rawlinson
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Bosworth Professor de anglosajón, de 1925 a 1945, y luego como Merton Professor de
lengua y literatura inglesas, desde 1945 y hasta su jubilación en 1959. Las
contribuciones de Tolkien a su área de estudio no fueron especialmente numerosas
durante su vida, pero sí de una gran calidad. Entre ellas se encuentran A Middle English
Vocabulary (1922), compuesto para su utilización con Fourteenth Century Verse and
Prose, de Kenneth Sisam (1921), una edición (junto con E. V. Gordon) del poema en
inglés medio Sir Gawain y el Caballero Verde (1925), y una edición de Ancrene Wisse
(1962), una guía del siglo XIII para las mujeres religiosas que vivían recluidas en celdas
contiguas a las iglesias. La conferencia de Tolkien «Beowulf: Los monstruos y los
críticos», entregada a la British Academy en 1936, es un punto de referencia en el
estudio de los poemas anglosajones.
Después de su muerte, también han salido a la luz algunas de las obras académicas
de Tolkien, incluyendo sus traducciones de tres poemas en inglés medio, Sir Gawain y el
Caballero Verde, Pearl y Sir Orfeo (1975), y un tomo de ensayos especializados, Los
monstruos y los críticos y otros ensayos (1983). También se han publicado algunas notas
de conferencias y ediciones de trabajo, entre las que se encuentran The Old English
Exodus (1981), editado por Joan Turville-Petre, y Finn and Hengest (1982), editado por
Alan Bliss.
Hay que admitir que los textos póstumos de Tolkien sobre la Tierra Media no
siempre son fáciles de leer. Dentro de su entorno inventado, los escritos de Tolkien
empiezan con leyendas de la creación del mundo y desde ahí avanzan en el tiempo hasta
abarcar tres edades enteras de historia. Estos textos hablan de las guerras con el primer
señor oscuro, Morgoth, que ocupan toda la Primera Edad; de la historia de Númenor,
semejante a la de la Atlántida, y su hundimiento cerca del final de la Segunda Edad, y de
los relatos de la Tercera Edad, incluyendo El Hobbit y El Señor de los Anillos, que cuentan
la caída final de Sauron, un seguidor de Morgoth que se erigió en segundo señor oscuro.
Algunos textos de Tolkien sobre la Tierra Media trascienden la estructura por edades,
igual que algunas de sus obras sobre lenguas y esa especie de extraordinario ensayo
cosmológico breve con diagramas, el «Ambarakanta» («La forma del mundo»).
Los escritos de Tolkien sobre la Tierra Media abarcan el período que va desde
alrededor de 1915 hasta su muerte en 1973; y en la obra de Christopher Tolkien en su
mayor parte se presentan por orden cronológico, según el momento en que se
escribieron o revisaron. Con la publicación de estos textos ahora podemos ver el
desarrollo de todo el legendarium de Tolkien como desde arriba, un legendarium que
surgió, según recordó con frecuencia el propio Tolkien, como vehículo para sus lenguas
inventadas. Tolkien creía que para que sus lenguas vivieran y evolucionaran como si
fueran reales debían tener un pueblo que las hablase. Empezó con el Gnómico y el
Qenya (posteriormente Quenya), las lenguas habladas por los elfos. Tolkien inventó la
historia de un marinero anglosajón que atravesaba el mar y escuchaba los relatos de
boca de los elfos y más tarde, después de su regreso, los ponía por escrito en «El Libro
de los Cuentos Perdidos». Tolkien trabajó en estos «Cuentos Perdidos» entre 1916 y
1920, aproximadamente, después de lo cual se concentró en la narración de dos de las
historias más importantes del «Silmarillion», la de Túrin y la de Beren y Lúthien, en
verso narrativo. Su «Balada de los Hijos de Húrin» alcanzó más de dos mil versos
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aliterados, mientras que «La Balada de Leithian» llegaría a más de cuatro mil versos de
pareados octosílabos. Ambas constituyen una ampliación considerable respecto a la
historia original que se cuenta en «El Libro de los Cuentos Perdidos», y ambas están sin
acabar.
En torno a 1926, Tolkien escribió un texto en prosa, el «Esbozo de la mitología», que
para él fue el «Silmarillion» original, luego ampliado y reescrito varias veces. Para
entonces, ya existía el núcleo esencial de las historias narradas en el «Silmarillion», a
pesar del hecho de que estos relatos se reescribirían en varias versiones a lo largo de
muchos años.
A principios de la década de los treinta, Tolkien escribió para sus hijos el relato El
Hobbit y en él empleó espontáneamente algunos personajes (como Elrond), lugares e
historias de su mitología ya existente. Más tarde llamaría a este desarrollo «el mundo en
el que se introduce el señor Bolsón». Porque El Hobbit pretendía ser una obra
independiente, pero al escribirlo deslizó algunos elementos del «Silmarillion». Después
de la publicación y el éxito de El Hobbit, a Tolkien se le pidió una continuación. La
novela resultante, El Señor de los Anillos, es tanto una continuación de El Hobbit como
del conjunto del legendarium del «Silmarillion».
Inicialmente, la mitología inventada de Tolkien había sido algo cerrado, con un
principio, un desarrollo y un final, como el Gylfaginning, la primera parte de la Edda en
prosa de Snorri Sturluson, del siglo XIII, que resume la mitología nórdica y que fue una
fuente de inspiración para Tolkien. No obstante, el final de la mitología de Tolkien fue
retrocediendo progresivamente y su historia inventada se amplió con los relatos de
edades posteriores, incluyendo el de la Tercera Edad, cuyo final se cuenta en El Señor de
los Anillos.
Tolkien empezó a trabajar en este libro en 1937, y llegó al final de la historia doce
años después, en 1949. Durante unos cuantos años trabajó diligentemente en el
«Silmarillion», con la esperanza de publicarlo junto con El Señor de los Anillos en una
larga «Saga de las Tres Joyas y los Anillos de Poder». Al final, sólo el segundo salió a la
luz en ese entonces, y hubo que omitir gran parte de los extensos textos que Tolkien
había escrito para los apéndices.
Los tomos de la serie de la Historia de la Tierra Media que abarcan la escritura de El
Señor de los Anillos tienen un tratamiento especial, pues en ellos aprendemos muchas
cosas del método de trabajo del Tolkien escritor. El relato de Christopher Tolkien —en
esencia la historia de la composición de un libro— no se parece a ninguna otra historia
literaria, porque en él vemos muy detalladamente cómo funciona el proceso de
escritura. Tolkien hizo muchas notas apresuradas para sí, y extensos esbozos, sobre la
dirección de la historia, sobre por qué podía o no podía ir de esa manera o de esa otra.
Todos estos pensamientos y argumentos están transcritos. Casi podemos ver a Tolkien
pensando sobre el papel y compartir con él el asombro y desconcierto que despiertan
los nuevos personajes que aparecen de la nada. Se trata de un punto de vista muy
privilegiado.
Después de que se publicara El Señor de los Anillos, Tolkien dedicó una atención
considerable a ciertas facetas de la filosofía interna de su mundo inventado. Examinó
con gran detalle muchos aspectos de la naturaleza de los elfos, sus costumbres y
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ceremonias matrimoniales y su naturaleza dentro del mundo, sus espíritus y la idea de
la reencarnación élfica. Exploró ideas sobre la naturaleza del mal y los orígenes de los
orcos. Tolkien trabajó también en algunos aspectos externos de la Tierra Media, sobre
todo la cosmología, porque llegó a pensar que el emplazamiento de su mundo inventado
debía estar dentro del universo físico tal como se entiende en el pensamiento moderno.
De ese modo llegó a creer que debía descartar el tan emotivo mito de la creación del Sol
y la Luna como los dos últimos frutos de los Dos Árboles de Valinor. Christopher
Tolkien, de entre las diversas versiones de los textos de su padre, conservó
acertadamente esta leyenda en el Silmarillion publicado.
Después del éxito de El Señor de los Anillos, Tolkien pasó mucho tiempo intentando
elaborar el material de su «Silmarillion» para darle una forma publicable y perfeccionar
un marco en el que pudiera presentar estas dispares leyendas y escritos. Durante toda
su vida había prestado especial atención al método de transmisión de sus relatos: quién,
dentro del mundo inventado, los había escrito originalmente, tal vez alguno de los
sabios élficos, Rúmil o Pengolodh, y cómo habían llegado estos relatos a los tiempos
modernos, a través de copias y traducciones hechas por los hobbits y conservados en la
tradición hobbit o por otros medios. Al parecer Tolkien nunca lo resolvió de una manera
que lo satisficiera, y en la versión publicada de El Silmarillion se eliminaron todas las
observaciones que sitúan los escritos en esta especie de contexto histórico.
Como se ha mencionado antes, algunos de los tomos de la serie de la Historia de la
Tierra Media no son necesariamente de fácil lectura. Para empezar, estos escritos
abarcan un largo intervalo de tiempo, y el Tolkien escritor adolescente no era aún el
excelente estilista en prosa que sería a los treinta y cuarenta años. Además, Tolkien
desarrolló varios estilos en prosa para los diversos métodos en los que intentó contar
sus historias. Un crítico de Tolkien, David Bratman, ha dividido los estilos en prosa de
Tolkien en cuatro tipos principales, y estas distinciones ayudan a describir los distintos
materiales del legendarium de Tolkien. El primero es el enfoque novelístico de Tolkien
que vemos en El Hobbit y El Señor de los Anillos. A los otros tres estilos en prosa
Bratman los ha llamado el analítico, el apendicular y el antiguo. El estilo analítico es el
que aparece en los diversos «anales» y en el Silmarillion publicado: una narración
rápida y distante de los acontecimientos. El estilo apendicular tiene una forma mucho
más de ensayo, como la que vemos en los apéndices de El Señor de los Anillos; es
también el estilo predominante en las cartas de Tolkien, y en gran parte de sus últimos
escritos filosóficos. El antiguo es el más arcaico de los estilos de Tolkien, presente en la
«Ainulindalë» («La Música de los Ainur», el mito de la creación que aparece en el
comienzo de El Silmarillion) y en los primeros textos en prosa de Tolkien, El libro de los
Cuentos Perdidos.
En cada uno de estos cuatro estilos de la prosa de Tolkien hay varios textos notables.
Pero de su variante narrativa, que es quizá la más atractiva para el lector general,
algunos de los ejemplos más significativos se encuentran en los tomos que abarcan la
composición de El Señor de los Anillos, entre los cuales se incluye el «Epílogo», por lo
demás inédito, que ata algunos cabos sueltos de la historia. También tiene un interés
considerable «La nueva sombra», el único y encantador capítulo que escribió Tolkien
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para una continuación de El Señor de los Anillos. (Aparece en el último tomo de la
Historia).
Si hay algo que deja claro la serie de la Historia de la Tierra Media, que los lectores
que sólo conocen El Señor de los Anillos pueden no haber comprendido en toda su
dimensión, es que el corazón del gran legendarium de Tolkien, del cual El Señor de los
Anillos no es más que la pequeña parte final, son las leyendas del «Silmarillion». Tolkien
creó —o subcreó, usando su propia terminología— un mundo entero, y pocos de sus
aspectos escaparon a su escrutinio. Desde los pueblos y los lugares hasta las lenguas, las
nomenclaturas y los sistemas de escritura, el material gráfico, los tejidos, los
calendarios, etc., todo tipo de cosas que van más allá de un simple texto narrativo. Esta
multiplicidad de expresión y la gran atención a los detalles es una de las cosas
fundamentales que atraen a muchos lectores a Tolkien; y en otro sentido esta atracción
deriva con frecuencia en el deseo de más detalles y de alguna participación del lector en
el mundo inventado.
Por embarazosa que me resulte hoy la obra hobbit que escribí a los catorce años,
ésta demuestra un impulso común en muchos lectores de Tolkien. Los escritores se
sienten inspirados a escribir. Los artistas quieren ilustrar y hacer dibujos de escenas y
personajes. Los músicos componen música relacionada con los relatos. Los lingüistas
rellenan los huecos de la evolución de las lenguas de Tolkien. Y los cineastas quieren
hacer películas.
Los lectores quieren implicarse y utilizan sus propios intereses o talentos para
participar de algún modo en el mundo de Tolkien. Estos textos invitan a la participación
como pocas obras literarias. Y es ahí donde reside el poder de la magnífica creación de
Tolkien. Como seguidores entusiastas de Tolkien, hoy nos hallamos ante una
encrucijada. Delante se vislumbran las tres películas multimillonarias de El Señor de los
Anillos de Peter Jackson, la primera de las cuales se estrenará hacia la Navidad de
2001[5]. Al lado tenemos la gran cantidad de personas de todo el mundo que han leído
los tres tomos de la novela en la que se basan las películas. Detrás tenemos nuestra
experiencia personal de leer a Tolkien, nuestros personajes y pasajes favoritos, las
escenas e imágenes que las palabras de Tolkien han conjurado en nuestra mente, y
nuestra alegría al compartir este entusiasmo con los demás.
El futuro es un signo de interrogación. La novela de Tolkien ha sobrevivido a un
intento anterior de llevarla al cine, la versión «en rotoscope» de Ralph Bakshi de 1978,
en la que se insertaron escenas rodadas con actores en lo que era principalmente una
película de animación. Aunque pretendía ser parte de una serie de películas, después del
fracaso en taquilla de la primera parte no hubo ninguna continuación cinematográfica.
Otra empresa, Rankin/Bass, realizó una producción musical para la televisión de El
Retorno del Rey (1980), como continuación de una versión similar de El Hobbit (1977).
De la película de Bakshi, y de los execrables programas televisivos, cuanto menos se
diga, mejor.
Ahora Hollywood ha abierto su considerable cartera para una nueva versión con
acción en vivo, rodando las tres partes antes del estreno de la primera. La promesa
encarnada por las nuevas películas decae ante la experiencia, y ante una cautela y un
escepticismo completamente justificados sobre lo que Hollywood podría hacer con la
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novela. Hay un consuelo mínimo: sea cual sea el veredicto que merezcan las películas de
Peter Jackson, siempre tendremos el libro.
Probablemente más alarmante que cualquier película futura sea el hecho de que la
maquinaria propagandística y comercial de Hollywood ha estado trabajando a todo
ritmo desde hace ya algunos años, mucho antes del estreno de la primera película. No
tardará en caer sobre nosotros una monstruosa cantidad de muñecos, juguetes,
rompecabezas, juegos, tazas, cartas, pegatinas, figurillas y cosas como los Happy Meals
de Gollum. Estas cosas no tienen el permiso del Tolkien Estate, sino de Tolkien
Enterprises, una empresa de Hollywood que no tiene relación alguna con la familia de
Tolkien, fundada para explotar la película, la marca registrada y los derechos de
merchandising de El Hobbit y El Señor de los Anillos, que vendió el propio Tolkien
algunos años antes de su muerte.
Y junto con la propaganda de la película vendrá la inevitable repetición de rancios
juegos de palabras que tendremos que soportar saliendo de los rostros vacuos,
sonrientes y desinformados de los medios de comunicación. En mi opinión, todo esto no
hace más que trivializar lo que Tolkien tiene de especial, al menos para el público
general, que todavía no se ha forjado ninguna opinión sobre Tolkien y carece de
prejuicios. En cuanto a mí, estoy casi preparado para enterrarme durante los años
siguientes. (Nota para los medios de comunicación: hablo de modo metafórico, no
literal; nada de agujeros hobbits para mí, por favor).
Desde este punto de vista aventajado me pregunto cómo verá el futuro la novela de
Tolkien El Señor de los Anillos frente a las películas de Peter Jackson basadas en ella.
¿Estaremos en el año 2001, como fans de Tolkien, condenados al mismo destino
ineludible que los fans de L. Frank Baum en 1939, justo antes del estreno del musical de
Judy Garland basado en la novela infantil El maravilloso mago de Oz? Hoy en día parece
imposible ver el libro de Baum a través de otra lente que no sea la película, con el título
abreviado de El mago de Oz. Judy Garland es siempre Dorothy Gale, mientras que
Margaret Hamilton se ha convertido en un icono cultural por su soberbia interpretación
de la Bruja Malvada del Oeste. ¿Cómo afectará la elección de los actores y las actrices de
Peter Jackson la percepción de los diversos personajes por parte de los futuros lectores?
¿Y qué pasará con la elección de Nueva Zelanda como esencia visual de la Tierra Media?
O, dicho de un modo más general, ¿se convertirá la visión de Peter Jackson en la lente a
través de la cual nuestra sociedad contemple a Tolkien?
Para bien o para mal, espero que no. Creo que soy bastante purista con la palabra
escrita, y sobre todo con la novela El Señor de los Anillos. Ésa es la forma en que Tolkien
imaginó y, a su vez, creó su obra maestra, y ésa es la forma en que debería ser
recordada. Esta opinión no significa, no obstante, que vaya a menospreciar las películas
de Peter Jackson. La traslación de un libro a la pantalla es un proceso plagado de
dificultades y, en el caso de una obra tan larga como la que nos ocupa, es inevitable
abreviar y modificar. Pero estoy deseando ver… con cautela… el resultado del trabajo de
Peter Jackson.
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EL SIGNIFICADO DE TOLKIEN
ORSON SCOTT CARD
uando Tolkien era niño e inventaba la Tierra Media, el modernismo todavía no
había levantado cabeza. Y dado que la carrera académica de Tolkien lo tuvo
inmerso en lenguas que ya no se hablaban, no debe extrañar que sus ficciones no
muestren una conciencia particular del enfoque modernista de la literatura. Sin
embargo, cuando Tolkien declaró su aversión por la alegoría en todas sus formas,
también rechazó la manera modernista de interpretar el significado de los relatos y, en
última instancia, de introducir significado en los relatos. Es cierto que los modernistas
no adoptaron la correspondencia exacta de objeto y referente que tipificaba la alegoría
medieval. Sin embargo, a largo plazo el modernismo ha llevado a un método de
interpretar el significado de los relatos que, al igual que la alegoría, consiste en
descodificarlos en lugar de experimentarlos.
Los relatos de Tolkien se resisten a este método de lectura; es por esa razón que los
métodos literarios estándar llevan inevitablemente a interpretaciones vacías de la obra
de Tolkien. ¿Qué «significa» el anillo de invisibilidad en El Hobbit y en qué difiere ese
significado del «significado» del Anillo Único en El Señor de los Anillos? Manipulad esta
pregunta como queráis: ¿Cómo interpretamos la metáfora del anillo? ¿A qué aspecto de
la cultura circundante aludía Tolkien cuando empleó un anillo como encarnación del
poder? Y el problema sigue siendo el mismo: los anillos no tienen ningún «significado»
fuera de la historia en la que Tolkien los empleó.
El anillo en El Hobbit daba a Bilbo el poder de ser invisible; también le proporcionó
un peligroso compañero de viaje en la forma de Gollum, que creía (con bastante razón)
que había sido engañado en el juego de los acertijos. El Anillo Único de El Señor de los
Anillos fue forjado por Sauron para que su portador tuviera poder sobre los anillos de
los elfos, los enanos y los hombres; y el mal inherente a su poder puede apoderarse
fácilmente de quien lo lleve, por no mencionar que Sméagol/Gollum está todavía vivo,
tan peligroso como siempre. Ése es el significado del anillo en estas dos obras. Es lo que
hace. Tolkien no quería que «significara» nada más, porque Tolkien no escribía ficciones
para que fueran descodificadas, sino para que fueran vividas y permanecieran en la
memoria de los lectores como una unidad.
Por supuesto, se puede «descodificar» la ficción de Tolkien según la lente crítica con
que se la mire. Es por esa razón que estos métodos han sido tan populares en las
universidades durante varias generaciones: siempre se puede encontrar algo a lo que se
podrá asignar el papel de una metáfora, un símbolo o una analogía y, como un psicólogo
aficionado en un teléfono de emergencia, aventurar infinitas interpretaciones que el
texto no podrá contradecir. Los métodos posmodernos —feminismo, multiculturalismo,
C
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deconstruccionismo— difieren en que buscan mensajes codificados inconscientes, y
luego sienten enfado o desdén por el autor que se ha «revelado» en el texto. Pero siguen
tratando el texto como algo que debe ser descodificado.
Los escritores que han sido enseñados a pensar en la ficción escrita como el proceso
de codificar significados en un texto escriben relatos en los cuales estos símbolos están
cuidadosamente insertados en los puntos clave de un modo que los lectores atentos no
pueden pasar por alto. Cuando se encuentran sus símbolos, normalmente no se tiene
ninguna duda de que es un símbolo que tiene un significado claro para el autor, y a
menudo también para los personajes. Aun cuando el significado es vago o ambiguo, el
modo en que estos símbolos están insertados dice —normalmente por su irrelevancia
para la línea argumental de la historia— que este objeto tiene significado, y que hay que
prestarle atención. Ciertamente reconocemos los fragmentos que han insertado para
evitar el desprecio de los postmodernistas: ah, aquí está el detalle que evitará que las
feministas descuarticen la historia, y aquí está el que garantizará que los
multiculturalistas consideren aceptable al autor. Así es como suele enseñarse literatura
en las universidades: el valor (o su ausencia) de los grandes relatos radica en los
mensajes que pueden ser descodificados.
¿Por qué, entonces, no están «cargados» de significado el anillo de Tolkien y la vara
de Gandalf y el pelo de los pies de los hobbits y el agua mágica de los Ents que beben
Pippin y Meriadoc? ¿Por qué cuando los literatos desmenuzan estos objetos y los
enseñan, anunciando que tienen un «significado», quienes amamos el relato desviamos
la mirada incómodos, como si usaran la cuchara para comer puré de patatas?
Porque Tolkien, como la mayor parte de los narradores de la mayoría de las
sociedades a lo largo de la historia, valora las historias en tanto que historias, no como
ensayos disfrazados. Tolkien no quiere que se lean sus relatos descodificándolos a
medida que se avanza. Quiere que uno se sumerja en la historia y que le importe lo que
hacen los personajes y por qué lo hacen. Quiere que uno se sienta frustrado cuando el
Senescal intenta quemar vivo a su hijo y aliviado cuando su hijo salva la vida. No quiere
que uno empiece a preguntarse si se trata de algún tipo de reversión del mito de Cristo,
o quizás una alusión al Akedah, en el que el padre ofrece al hijo en sacrificio sólo para
que lo detengan en el último momento, con el propio padre haciendo de «carnero
enredado en el arbusto»[6]. No quiere que se piense que en realidad es una analogía del
modo en que el patriarca autoritario destruye a sus hijos varones. Quiere que uno se
arroje rápidamente a la historia para saber qué pasa después. Para averiguar qué
significan estos acontecimientos para los personajes, qué consecuencias tendrán, qué
causas se descubrirán luego. ¡Ya veo; estaba usando la Palantir de Gondor! Eso es;
Faramir no podrá adoptar el papel de líder, dejando el camino libre para Aragorn sin
forzar un conflicto entre estos dos hombres buenos.
Los únicos significados que le importan a Tolkien son los significados que hay
dentro de la historia, no los externos. Estos recursos están presentes en la historia sólo
en beneficio de la historia misma. No hay imperativo freudiano que obligue a darles un
nuevo nombre para comprenderlos. Tolkien les ha dado sus verdaderos nombres desde
el principio; y cuando cambia los nombres es por razones prácticas, no literarias —
Aragorn es también Trancos, Saruman es también Zarquino, y Sméagol es también
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Gollum—, porque su papel en la sociedad cambia a medida que avanza la historia y la
revelación de identidad tiene por objetivo revisar el significado de la historia para sus
participantes y a la vez para los lectores. Estas revelaciones cambian el significado de la
historia dentro de la historia, y no sólo en una clase de inglés.
Hay literatos que lo reconocen, pero lo consideran como una razón para tratar la
obra de Tolkien como «subliteratura». Como no se presta a ser operada con los
instrumentos de la profesión, la obra de Tolkien no merece ser tratada como literatura
seria. Y, dejando aparte el juicio de valor inherente en esta actitud, tienen razón. Si por
literatura «seria» se entiende aquella cuyo significado debe buscarse en la superficie de
la historia como un exoesqueleto, anatomizándola sin introducirse en la historia misma,
la obra de Tolkien desde luego que no es «seria».
Obviamente, lo que Tolkien escribió no es «serio», sino «escapista».
Quienes leen «seriamente» no tienen posibilidad de escapar. Nunca se meten en el
mundo de la historia (o al menos son incapaces de admitirlo en la discusión «seria»
sobre el tema: Dios no permita que los atrapen cometiendo el delito de identificarse
ingenuamente con los personajes). Permanecen en su realidad presente, perpetuamente
apartados de la historia, examinándola desde fuera, hasta que —¡ajá!— la espada brilla
y el literato se pone en pie, triunfante, tras otra muerte sin sangre. Es una competición
de la que sólo uno de los participantes puede salir con vida.
La literatura «escapista», por otro lado, exige que los lectores abandonen su realidad
presente y habiten, mientras dure la historia, dentro del mundo creado por el escritor.
Los lectores «escapistas» no guardan las distancias, no leen para escribir sobre lo que
han encontrado. Los escapistas se identifican con los protagonistas, se preocupan por
las mismas cosas que ellos, juzgan a los personajes según sus valores morales y
contemplan con esperanza o temor los diferentes resultados posibles en un momento
dado de la historia. Cuando ésta termina, los escapistas regresan de mala gana a la
prisión de la realidad, tanto que incluso se leerán los apéndices para poder permanecer
un poco más en un mundo donde importa que Frodo lleve el anillo demasiado tiempo
para volver a una vida normal, que los elfos estén abandonando la Tierra Media y que
haya un rey en Gondor.
Aquí lo tenemos: la literatura «seria» es un asunto complejo que requiere expertos
para dilucidar significados, mientras que la literatura «escapista» es tan simple que no
necesita mediación alguna.
Esperad. No es así cómo funciona, en absoluto. Al contrario, la literatura «seria» es
tan simple que es posible descodificarla, explicar sus significados en forma de ensayo,
mientras que la literatura «escapista» es tan compleja y profunda que no puede
explicarse con intermediarios, es para ser vivida, y no hay dos lectores que la vivan de la
misma manera.
Ése es el gran secreto de la literatura contemporánea: escribir con un «significado»
en mente simplifica la historia. Los símbolos y las metáforas creados conscientemente la
encenagan tanto que la dejan sin profundidad, y se pueden ver los peces y cogerlos con
la mano. Pero las historias escritas sin un significado externo fluyen rápida y
profundamente, y quienes se sumergen en ellas y se dejan llevar por la corriente nunca
pueden, dicen, entrar en el mismo río dos veces.
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El capítulo de las sirenas es siempre el capítulo de las sirenas, cada vez que se lee.
Pero la Posada de Bree no es nunca el mismo lugar para dos lectores cualesquiera, ni
siquiera para el mismo lector en momentos diferentes.
Oh sí, es cierto, lo sé: quienes aman el Ulises descubren nuevas maravillas cada vez
que lo leen. Cuando me dicen eso yo digo: estupendo. Leedlo una y otra vez, los
afortunados que tenéis inteligencia; estáis por encima del resto de nosotros, los pobres
rústicos a los que nos parece un chiste largo y tedioso que no es muy divertido porque
necesita ser explicado. No nos hagáis caso cuando cerremos la puerta de vuestro
pequeño estudio marrón y volvamos a la fiesta.
Mi opinión es que el Ulises puede ser enseñado. Pero El Señor de los Anillos sólo
puede ser leído. Cuando alguien nos introduce en el Ulises y lo comenta en términos
literarios serios, experimentamos constantemente el placer que se siente al resolver un
crucigrama críptico: ¡Ah, así que por eso el capítulo era tan ininteligible! Pero cuando se
comenta El Señor de los Anillos, cada explicación, en lugar de adentrarnos en el texto,
nos aleja de la historia. En lugar de «¡ajá!» se piensa «¿eso es todo?».
Ésta es la razón: la lectura «escapista» es salvaje por naturaleza, mientras que la
lectura «seria» es domesticada por naturaleza.
La lectura «seria» tiene el objetivo de llevar a los lectores a una experiencia común
exterior a la historia, escribiendo textos que intentan convencer a los demás de que éste
es el (o un) «significado» de este o aquel elemento de la historia (o atributo del texto).
Sin embargo, la lectura «escapista» sólo reúne a los lectores cuando están dentro de
la historia; y cuanto más exhaustivamente comparan sus notas, más se hace evidente
que no han tenido la misma experiencia, al menos en los detalles.
Esto no sólo se debe a que inevitablemente los lectores se formen visualizaciones
diferentes de los personajes y ambientes, porque la misma diferencia entre «serio» y
«escapista» puede darse en el modo en que la gente hace y ve películas, y que le impide
utilizar su imaginación visual.
Al contrario, si las lecturas «escapistas» varían tanto es porque la historia no es el
texto. El texto es más bien el instrumento que utilizan los lectores para crear la historia
en el único lugar donde existe de verdad: la memoria de cada uno. Como el escritor ha
proporcionado la misma herramienta a todos los lectores, las historias que guardarán
en la memoria se parecerán entre sí, a veces mucho. ¿Podemos concebir una lectura de
El Señor de los Anillos en la que Gollum no le arranque un dedo a Frodo de un mordisco,
y que todo caiga, dedo, anillo y demás, a las llamas de las Grietas del Destino? Pero ¿no
nos ha pasado a todos que, comentando la historia con alguien, él o ella ha mencionado
en algún momento un acontecimiento que habíamos olvidado, o —y esto sucede con
una frecuencia asombrosa— que contradice por completo lo que recordamos
claramente?
Los lectores, de hecho, hacen un revoltijo con su lectura. Al igual que los testigos
presenciales que sólo recuerdan aquello en lo que se fijaron, y sólo se fijaron en lo que
les pareció lo bastante importante para atraer su atención en ese momento, los lectores
van corrigiendo inconscientemente según avanzan, asociando momentos de esta
historia en concreto con momentos de otras historias que les vienen a la mente sin
percibirlo. (¿Cuántas veces habré oído a algún lector elogiar o criticar una escena, una
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frase o un acontecimiento en particular que simplemente no aparece en el libro en el
que afirman recordarlo?). ¿Qué lector, al releer una historia concreta, sobre todo
después de varios años, no se sorprende al descubrir que esta escena está en la misma
historia que aquella otra?
Cuando los lectores no son «serios», y en cambio se implican profunda, personal y
emocionalmente en una historia, la visión que tenían del funcionamiento del mundo
transforma la historia, al menos hasta cierto punto. Ellos no se dan cuenta en ese
momento o, por lo general, nunca. Creen que la historia que tanto aman es la historia de
Tolkien. Pero de hecho es una colaboración entre el lector-en-este-momento y Tolkien-
en-el-momento-en-que-escribió. Tolkien es el autor: cuando hay discrepancias sobre lo
que sucedió en la historia, es al texto de Tolkien adonde deben volver los lectores, sin
comentaristas externos que posean la menor autoridad. Pero a excepción de esos raros
momentos de controversia o de disonancia cognitiva al releer un relato familiar que
resulta inexplicablemente extraño, los lectores no son conscientes de hasta qué punto
han transformado la historia.
De igual modo, los lectores rara vez son conscientes de hasta qué punto los
transforma la historia. Porque ahí radica el poder de la ficción «escapista» (pero no
«seria», o seriamente leída): los acontecimientos de la historia, sus causas, sus
consecuencias, sus significados-dentro-de-la-historia, se introducen en la memoria del
lector de un modo que en última instancia no se diferencia mucho de los recuerdos
«reales». Eso se debe en parte a que los recuerdos «reales» son de hecho «historizados»
cada vez que se reviven o narran, de tal modo que los recuerdos «reales» se van
haciendo más seguros a medida que se alejan de la experiencia que tuvo lugar en
realidad. Pero las lecturas «escapistas» obtienen su poder de transformar la
cosmovisión de los lectores desde la autoridad del autor.
Mientras vivimos en el mundo de Tolkien, contemplamos con un dolor casi
insoportable la caída y la muerte de Gandalf, atrapado en el abrazo del Balrog, o vemos
el dolor que Zarquino y su panda han infligido a la Comarca, antes hermosa. No tenemos
duda de que es necesario detener a Ella-Laraña, no porque sea parte del malvado plan
de Sauron, sino simplemente porque es un estorbo. Se nos permite sentir cierta
compasión por ella, pero Frodo debe ser liberado. Ésta es una compleja cuestión moral,
en realidad. Cuanto más lo examinamos, tanto más aumenta nuestra simpatía por Ella-
Laraña. No quiere gobernar el mundo, sólo está intentando comer. ¿No está en la misma
categoría que el ladrón que roba comida porque tiene hambre? Bueno, no exactamente:
después de todo, como tentempié tiene previsto comerse a Frodo, no ir a cazar orcos.
Pero para ella, ¿qué es Frodo sino una comida con patas? No es de la misma especie que
ella. Si queda atrapado en la red, es comida. ¿Qué ha hecho ella para merecer la muerte?
Y a pesar de la piedad que sintamos en la primera, segunda o tercera lectura, seguimos
queriendo que fracase; y como es despiadada, el único modo en que puede fracasar es
con una herida que la incapacite, y por eso sentimos alivio cuando la hieren y se retira a
su guarida para sufrir el tormento que le han infligido nuestros héroes.
Es un proceso complicado, y es bastante probable que Tolkien esté creando o
reforzando una moralidad inmoral. Es decir, si se suscribe la cosmovisión del PETA,
People for the Ethical Treatment of Animals (Asociación para el Trato Ético a los
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Animales), es obvio que Ella-Laraña es una víctima inocente y que El Señor de los Anillos
representa una malvada visión antropocéntrica del reino animal, en el que los humanos
(o protohumanos) tienen el derecho a meterse donde quieren y matar o herir a los
animales que los estorban.
Sin embargo, en la experiencia de la historia no hay lugar para discutir con Tolkien.
El Señor de los Anillos no es un ensayo cuyos principios haya que considerar a
conciencia. Es una historia, llana y simple; y si durante los pasajes de Ella-Laraña
nuestro sentido moral se siente ofendido, la consecuencia no es una discusión, sino un
alejamiento del mundo de la historia. Cerramos el libro; quizá lo arrojemos contra la
pared. O quizás apretemos los dientes y volvamos, porque el resto de la historia es tan
buena que tendremos que pasar por alto el maltrato a Ella-Laraña y seguir adelante.
Eso es lo que ocurre cuando una historia es tan ajena a nuestra cosmovisión que no
podemos aceptarla. La Huida ha terminado. Nos vemos obligados a abandonar la
historia porque no podemos soportar un minuto más vivir en el mundo del autor.
Con frecuencia somos incapaces de nombrar las razones. Es más complicado que la
reacción de un miembro del PETA ante la historia de Ella-Laraña. Antes nos distraemos
al intentar escapar de una historia cuyo mundo nos resulta insoportable. O perdemos la
voluntad de dejar a un lado la incredulidad. O simplemente no comprendemos lo que
está pasando: somos incapaces de procesar la historia, porque las acciones de los
personajes no tienen sentido para nosotros.
Es por eso por lo que las historias nunca pueden transformarnos por completo. El
autor hace que las cosas sucedan en una narración por razones que sólo a veces se
comprenden conscientemente. Pero una vez creada la historia, una vez ofrecida al
público, el autor puede encontrarse con que mucha gente la lee con entusiasmo,
mientras que a unos pocos les parece aburrida, increíble, incomprensible o incluso
maligna. ¡El mismo libro! ¡Interpretado de maneras tan diversas, incluso perniciosas!
Pero se trata de una simple consecuencia del hecho de que no hay dos individuos que
vivan en el mismo mundo. Bueno, creemos que es así —tenemos conversaciones y
compartimos comida y reñimos y todo eso—, pero nada significa exactamente la misma
cosa para dos participantes en un acontecimiento. (Observad que me refiero al
significado-dentro-de-la-historia, aunque en este caso la historia resulta ser la realidad).
E incluso cuando explicamos nuestra opinión y llegamos a un acuerdo, debemos admitir
que ese acuerdo tiene un significado distinto para cada una de las personas que lo
suscriben. Podemos estar de acuerdo en que estamos de acuerdo, pero de hecho no lo
estamos del todo.
Todas las historias tienen que ofrecer alguna base común para al menos algunos
lectores: algún aspecto de la cosmovisión de la historia que parezca verdadero y
correcto. Sin eso, los lectores no pueden escapar a la historia durante mucho tiempo. En
realidad, creo (aunque no puede medirse) que la gran mayoría de los supuestos
causales y morales de la historia deben ser compartidos por el narrador y la cultura de
la que provienen los lectores que la aceptan; es dentro de este torrente de
entendimiento que las opiniones únicas (y por tanto ajenas-a-los-lectores) pueden
deslizarse inadvertidas, cambiando sutil pero significativamente el modo en que los
lectores ven el mundo real al que regresan cuando termina la Huida.
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Extrañamente, es al leer ficción cuando más nos acercamos a lograr la comunicación,
la verdadera armonía de nuestras diferentes cosmovisiones. Cuando tú y yo leemos El
Señor de los Anillos (o cualquier otra historia), tenemos la oportunidad de compartir
recuerdos a los que dio forma una única conciencia, en este caso la de Tolkien. Hasta el
punto de que ambos disfrutamos en su mundo y creemos en él, hasta el punto de que la
cosmovisión de Tolkien transforma la nuestra, y por tanto hasta el punto de que nos
acercamos a la posibilidad de comprender, la posibilidad de ser, aunque sea
momentáneamente, una sola mente. En realidad nunca lo conseguimos, pero el mero
hecho de aproximarse, como la aproximación a la velocidad de la luz, tiene efectos
violentos e impactantes. Allí donde las lecturas «serias» dan pie a estudios y
conferencias, las lecturas «escapistas» nos sumen en experiencias que no pueden ser
codificadas, aunque comprendamos que, después de leer esta historia, nada volverá a
ser lo mismo para nosotros.
Ahora bien, debo ser justo: cuando son presionados, algunos lectores «serios»
admiten —con sentimiento de culpa— que en sus lecturas «serias» a veces se cuelan
accidentalmente algunas experiencias «escapistas», y que además las disfrutan. Tal vez
más que el placer de una descodificación con éxito. ¿Es lo que debe ser descodificado lo
que aman los admiradores de Ulises, o es lo que no necesita descodificarse, sino
experimentarse (de una manera «escapista»)?
La ficción se valora en todas las sociedades humanas precisamente porque a los que
leemos nos convierte, temporal y aproximadamente, en Uno. Tenemos recuerdos
comunes, recuerdos apenas menos complejos y poderosos que los que pueden
proporcionarnos unos pocos rituales compartidos. Y cuando una sociedad adopta
historias capaces de crear o reforzar cosmovisiones que llevan a su gente a comportarse
de un modo valioso —a dar noblemente la vida por su país, por ejemplo, o a satisfacer
responsablemente las necesidades de sus hijos por inconvenientes o difíciles que
puedan ser—, es más probable que esa sociedad sobreviva a que lo haga una cuyas
historias crean cosmovisiones que alienten el rechazo a sacrificarse por el bien de los
demás. Y, por cierto, vale la pena examinar la cosmovisión que el autor (probablemente
en el inconsciente, tal vez de forma inevitable) ha presentado a los lectores que adoptan
la historia.
Pero debemos recordar que este tipo de examen no descodifica una historia, sino
que se concentra sólo en los significados-dentro-de-la-historia. No estamos buscando lo
que «simboliza» Ella-Laraña. Estamos buscando lo que significa en términos de la
propia historia que Ella-Laraña intente matar a Frodo y, en última instancia, que Sam se
ponga el anillo varias veces para buscar a Frodo y liberarlo; lo que significa que Frodo le
arrebate el anillo a Sam. Nuestro juicio no es estético, al fin y al cabo, sino moral.
(Evidentemente, puede argumentarse que todos los juicios estéticos son en última
instancia morales, por razones que deberían deducirse de lo que he dicho aquí).
Y debemos recordar también que los lectores honestos y atentos pueden seguir
estando en desacuerdo sobre la misma y querida historia. Por ejemplo, el desenlace de
El Señor de los Anillos es extraordinariamente complejo. El anillo ha sido destruido,
Aragorn ha subido al trono, la Comarca está limpia. Pero Frodo no es feliz en la
Comarca. Ha llevado el anillo demasiado tiempo. Le ha dejado cicatrices. Sólo puede
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tener alegría dejando lo que antaño fuera su hogar y navegando al Oeste con los elfos, a
una tierra de héroes y mitos. Es una despedida amarga, muy parecida a la muerte, muy
parecida a ir al cielo. No, no estoy volviendo a la descodificación. Pero Tolkien se había
convertido al catolicismo, y la profunda historia del catolicismo era parte de su
cosmovisión. Es inevitable que surja en sus relatos, de una manera no alegórica,
consciente, cifrada, sino en forma de así-es-cómo-son-las-cosas. Cuando se ha llevado
una carga que deja profundas huellas en el alma, no puede uno curarse en la Tierra
Media. Frodo ha mirado el infierno como ninguna otra alma viviente; sólo en el Oeste
puede sanar y volver a ser una persona entera. No es una alegoría, es mera honestidad;
es Tolkien diciendo la verdad, no porque así lo haya planeado, sino porque eso es lo que
le parecía correcto y verdadero cuando tomó los miles de decisiones inconscientes que
toma un escritor en cada página de cada historia.
La idea es que derramemos lágrimas (o que lo deseemos), como harían los creyentes
en el lecho de muerte o funeral de una alma buena de cuya felicidad eterna no
albergáramos ninguna duda.
Y si ése hubiera sido el único final de El Señor de los Anillos, no sé si amaría esta
historia como lo hago. Porque, por supuesto, hay otro final, uno que Tolkien sin duda
consideraba un «segundo premio»: el regreso de Sam a la Comarca, y su felicidad en ese
lugar.
La mayor parte de los lectores de El Señor de los Anillos con los que he hablado, de
hecho, consideran que Frodo es el gran héroe del libro, y lo cierto es que eso es lo que
hace pensar el texto a cualquier persona racional. Pero yo, y cierto subconjunto de
lectores de El Señor de los Anillos, no lo vemos de esa manera. Cuando leo la historia, con
la gran escena culminante de las Grietas del Destino, veo a Frodo como un fracaso.
Cuando llegó el momento de elegir, no pudo hacerlo. No llegó al lugar por su propio pie,
lo llevaron; y cuando fue el momento de desprenderse del anillo y destruirlo, en lugar
de hacerlo se declaró su dueño y se puso la maldita cosa. El anillo ganó. Fue más fuerte
que Frodo. Él fracasó.
La mayoría de la gente acepta esto como el propósito evidente de Tolkien; después
de todo, nos ha dicho más de una vez, sin mencionar a Dios, que alguien estaba
planeando estos acontecimientos y que Gollum tenía un papel que cumplir, y ese papel
era arrancar de un mordisco el dedo y el anillo de la mano del fracasado portador, y
luego morir con el anillo que tanto amaba. En otras palabras, ningún hombre, ni siquiera
Frodo, tenía la capacidad de hacer lo que debía hacerse, y sólo porque tenía que pasar
acabó el anillo siendo destruido.
Ésta es mi excéntrica lectura (que también está justificada en el texto, pero con un
énfasis diferente): había un portador del anillo que lo entregó voluntariamente después
de habérselo puesto varias veces: Samsagaz Gamyi. Fue Sam, no Frodo, quien en
realidad llevó el anillo esas últimas millas hasta las Grietas del Destino, cargando a
Frodo que portaba el anillo. No hay analogía alguna a Sam en la historia de Cristo (ésta
es una de las razones por las que las lecturas alegóricas de El Señor de los Anillos caen
por su propio peso). Nadie levantó a Cristo y lo llevó al sacrificio. Sin embargo, algo en
Tolkien sabía que el anillo era demasiado terrible para que Frodo lo llevara solo, hasta
el final. Tal vez fuera, en la mente de Tolkien, algo tan trivial como las necesidades del
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guión: después de escribir que los orcos se habían llevado a Frodo de la guarida de Ella-
Laraña, la única manera de liberar a Frodo que se le ocurrió fue que Sam se pusiera el
anillo. No obstante, independientemente de cuál fuera el razonamiento consciente de
Tolkien, el hecho sigue siendo que Sam también fue portador del anillo. Pero como era
de una clase social más humilde, nunca pensó que mereciera de verdad llevarlo. Oh, el
anillo utilizó su magia con él, y hubo momentos en que imaginó qué podría hacer con
ese poder. Pero sabía que incluso esos sueños insensatos eran humildes y tontos, y la
humildad le hizo reírse de sus propias ambiciones.
Samsagaz Gamyi era, de hecho, el típico sirviente, y sin duda había algo en Tolkien
que razonaba con la idea de que «el más grande de vosotros que sea el siervo de todos».
Según esta idea, es Sam, no Frodo, quien fue el más grande de los héroes; tanto más
cuanto que, pensé yo al menos, ni a Sam ni a nadie se le pasa nunca por la cabeza que
éste pudiera ser el caso. De hecho, Sam está tan absorto en la grandeza de su amo que es
casi imposible considerarlo en sí mismo; sólo existe con relación a Frodo. Hasta que
Frodo no parte hacia el Oeste y Sam regresa a casa no es al fin libre y exclusivamente él
mismo. Por fin el sirviente es amo en su propio hogar, capaz de disfrutar de la compañía
de su esposa y sus hijos, de trabajar felizmente en su jardín y de contemplar y compartir
el florecimiento de su amada tierra y sus amados vecinos.
Al leer la historia —y recordad, ésta fue mi lectura original, natural, no analizada,
simplemente el modo en que comprendí la historia— Sam es el gran héroe, y El Señor de
los Anillos terminaba perfectamente porque al final él fue el único portador del anillo
que no tenía nada de qué arrepentirse. Había llevado el anillo pero no había hecho nada
malo con él y, a pesar de la tentación, lo había cedido con más facilidad que nadie que lo
hubiera llevado nunca. Por lo tanto, era justo que obtuviera, no la vida contemplativa de
la apoteosis de Frodo, sino la idea del cielo de mi educación no católica: vivir en un
jardín hecho con sus propias manos, rodeado por su familia y capaz de contemplar y
colaborar en el embellecimiento y el crecimiento de esa familia y ese jardín.
Es cierto que todo lo que vi en la historia está allí. Pero con los años me he dado
cuenta de que la mayoría de la gente entiende que es la historia de Frodo, y su viaje al
Oeste es el final, mientras que el regreso de Sam a la Comarca es simplemente una
manera de alargar el relato. Sin embargo, un número significativo de lectores coinciden
conmigo en esta excéntrica —lo admito— lectura, según la cual el viaje de Frodo al
Oeste es un fin triste y melancólico para una alma herida, mientras que el verdadero
final de la historia es la vuelta de Sam a casa como hombre que ha dejado de servir (y
sin embargo es siervo), que merece la verdadera felicidad porque es el único que
obedeció y actuó con nobleza en todo momento, aunque su primer deseo fuera obrar de
otra manera.
Esto no es una especie de significado codificado, es cómo viví yo el significado de
estos acontecimientos dentro del mundo de la historia. Estos sucesos no «equivalían» a
nada del mundo real. Pero mi propia cosmovisión me hizo recibir la historia con un
énfasis distinto, un contenido moral distinto, unos valores distintos de los de tantos
otros. Ni siquiera es muy interesante lo que Tolkien «pretendiera» al escribirla; en lo
que sus decisiones tienen de inconscientes, puede confiarse en que reflejan lo que él
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creía verdaderamente; y en lo que sus decisiones tienen de conscientes, sólo puede
confiarse en que nos muestren lo que él creía creer.
En este caso, como con la mayoría de los elementos de El Señor de los Anillos, doy por
supuesto que Tolkien escribía de modo «escapista», sin codificaciones, decidiendo qué
ocurría y por qué, basándose exclusivamente en lo que él consideraba importante y
verdadero en el momento en que escribía o revisaba. Es muy posible que esté
proyectando mi manera de escribir en Tolkien porque, inevitablemente, siempre veo el
mundo a través de mi propia lente, porque no tengo otra y no importa si intento pulirla
y enfocarla con claridad. Pero él decía que no había alegoría, y yo supongo, empleando
la lectura más amplia del término alegoría, que eso incluye todos los métodos de
codificación y descodificación de «significados» externos.
El Señor de los Anillos, como todas las obras de ficción de Tolkien y, a mi parecer,
todas las grandes historias, es un relato salvaje, indomable. Es la profundidad de este
gran río que nos arrastra cuando entramos en él, lo que hace que haya lecturas
diferentes, que sin embargo concuerdan con el texto. Es tan accidentado como un río,
con bancos de arena aquí y allá que nos hacen salir fuera del agua durante un momento
(nunca me han gustado los tumularios; y otros tienen secciones o personajes que los
aburren o irritan). Pero el río sigue su curso, y cuando volvemos a arrojarnos nos atrapa
una vez más; y si, en su ancho delta, algunos de nosotros terminamos en un lugar
diferente cuando acaba la historia, bueno, eso es lo que ocurre cuando la corriente es
tan fuerte. De hecho, eso es lo que deseamos, que el mundo de este autor sea tan real
que cuando nos sumerjamos en él no podamos saber nunca, de una lectura a otra,
adónde va a llevarnos o qué veremos por el camino.
Hemos recorrido este río, vosotros y yo; más de una vez, en mi caso, y
probablemente en el vuestro también. Si sigo volviendo a él es porque nunca ha sido
domado y es indomable. Siempre es salvaje, y por eso los «significados» de la historia,
aunque limitados por las palabras que hay en las páginas y la mente que ha concebido el
relato, son sin embargo numerosos; cada uno de ellos es una corriente que puede
llevarme aquí esta vez, allá la siguiente, para ver significados distintos cada vez.
Olvidad la metáfora del río. Nada de analogías ahora. En las páginas de esta historia
un hombre puso toda su alma, toda su vida, cada una de sus etapas, representadas en los
elementos de su creación. Los grandes narradores son aquellos cuyos personajes cobran
tanta entidad en nuestro recuerdo como la que tienen nuestros amigos y familiares.
Como nosotros mismos. Yo he vivido en la Tierra Media, y vosotros también; y eso es
importante para nosotros, o no estaríais leyendo este libro y yo no estaría escribiendo
este ensayo. A pesar de todos los años transcurridos desde su muerte, Tolkien está
todavía descubriendo el mundo, el amplio y salvaje mundo, para nosotros.
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LA HISTORIA SIGUE Y SIGUE
CHARLES DE LINT
i primer encuentro con Tolkien se lo debo a mi hermana mayor, Kamé, cuando
tenía doce o trece años. Durante un tiempo había dejado a un lado los cuentos
de hadas y los libros sobre mitología y cuentos populares que solía leer (por no
mencionar el Tarzán de Edgar Rice Burroughs y los libros de John Carter que
cogía de la librería de mi padre), y me había dejado seducir, anzuelo, hilo y
plomo, por las novelas de misterio y de espionaje. En lugar de Piel de Asno, gatos con
botas y Taliesin tenía la cabeza llena de las hazañas del Santo y Modesty Blaise, Shell
Scott y Mike Hammer, Nick Carter y James Bond.
¿Qué puedo decir? Era joven, era impresionable.
El día en cuestión era probablemente fin de semana. Sábado o domingo. Entré en la
habitación de mi hermana (sin llamar, estoy seguro) y estaba por ahí dando la lata
cuando descubrí un libro encima de su cama. El Hobbit. Le pregunté de qué trataba y
ella, con gran entusiasmo, empezó a hablarme de Bilbo Bolsón y Gandalf, de enanos y
elfos y Rivendel y todo eso.
Me gustaría decir que me sentí atraído enseguida y dejé a un lado los endurecidos
detectives y espías para sumergirme en la Tierra Media, pero no sería sincero. En lugar
de eso, me reí y me burlé de ella por leer libros para niños (porque yo era muy maduro,
por supuesto).
Y debería haberlo imaginado. Quiero decir, Kamé no sólo fue la primera que se fijó
en Tolkien, también fue la primera persona que yo conocía que había oído hablar de los
Beatles y había llegado tan lejos como para comprarse un par de discos de 45 rpm antes
de que nadie se diera cuenta de su existencia. Lo menciono porque esos discos me
cautivaron tanto como las historias de Tolkien cuando por fin las leí. Solíamos escuchar
a los Beatles una y otra vez, y cuando la banda apareció en Ed Sullivan (ahora resulta
difícil de creer, pero entonces era el único programa de televisión donde se podía ver
algo parecido), nos sentimos en el cielo.
Pero me estoy yendo por las ramas.
El día en que ella sacó El Hobbit de la biblioteca, y estaba a punto de terminarlo,
Tolkien sólo parecía lo más idiota que cualquiera podría querer leer.
Lo recuerdo claramente. No sé con exactitud cuándo empecé a leer El Hobbit y El
Señor de los Anillos, pero ha de haber sido un par de años después, todavía a mediados
de los sesenta.
Yo estaba familiarizado con algunas de las fuentes de Tolkien, como he mencionado
antes, pero esta impresionante historia suya, con todos los toques originales y la
veracidad absoluta que aportó a su obra, fue lo que hizo que me enamorara
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apasionadamente de la idea de la magia y la maravilla y el efecto que podían tener en
una persona corriente (los hobbits, porque a pesar de los pies peludos y el resto de sus
encantos, representaban al hombre corriente en comparación con todas las demás
personas y cosas de estos libros).
Si dijera que esa lectura cambió mi vida me quedaría corto. Despertó de nuevo al
niño que había en mí: no el niño inocente, sino el que es capaz de dejar a un lado el
cinismo y, una vez más, recuperar el sentido de la maravilla.
Puedo, y lo haré dentro de un momento, hablar del perdurable atractivo y el valor de
estos dos libros (no me importa que las editoriales crearan una concepción equivocada
de la literatura fantástica y las trilogías; yo estoy con Tolkien y considero que El Señor
de los Anillos es un solo libro), pero me gustaría explorar un instante cómo fue mi
encuentro con esos libros en el momento que lo hice, y por qué los releo con tanta
frecuencia.
Por un lado, estaba el Relato en su totalidad. Mi experiencia previa con este tipo de
material se había limitado a formatos breves —cuentos de hadas, anécdotas populares,
mitologías— que no eran del todo satisfactorios, aunque dudo que entonces hubiera
sido capaz de explicarlo. Lo que yo no sabía es que existiera un relato total, un tapiz en
el que uno podía perderse durante días enteros. Los personajes eran creíbles, no sólo
porque estaban bien delineados, sino también porque tenían motivos razonables para
hacer lo que hacían. Uno de los aspectos menos satisfactorios de estos relatos anteriores
que Tolkien había utilizado como fuente (y que yo también había leído) era su
arbitrariedad. Con demasiada frecuencia los personajes eran simples arquetipos: no se
había hecho el menor esfuerzo para ampliar su personalidad, y sus fortalezas y sus
carencias existían sólo para los propósitos del relato y no surgían de su propia vida e
historia.
(Una digresión irónica: hoy en día, muchos de los puros y vitales personajes que
Tolkien creó o refundió a partir de antiguo material folclórico y mítico se han
convertido en arquetipos de ficción fantástica. El círculo gira…).
Debido a mi propia inexperiencia (todavía no conocía a Dunsany, Morris, Cabell, et
al.), nunca había visto nada parecido. Sé que parece extraño a finales del año 2000,
cuando las estanterías de cualquier biblioteca o librería están combadas por el peso de
enormes, y demasiado a menudo excesivamente inflados, libros de literatura fantástica
de similar estilo. Pero los clásicos todavía eran desconocidos para mí, y el tsunami
posterior de los imitadores de Tolkien apenas era una vislumbre en los ojos de Ian
Ballantine.
Sin embargo, para ser justo debo decir que mi deuda con Ballantine Books es casi tan
grande como la que tengo con Tolkien. Si Tolkien me enseñó que los mundos fantásticos
y mágicos eran para todas las edades, la colección Ballantine Adult Fantasy, dirigida por
Lin Carter y con el Signo del Unicornio en la esquina superior derecha de cada tomo, me
enseñó que había muchas maneras de contar este tipo de historias.
Mirando atrás, creo que lo más interesante de estos libros era precisamente eso: lo
diferentes que eran unos de otros. No había posibilidad de confundir las oscuras
visiones de Clark Ashton Smith con los mundos pastoriles de William Morris. Ni el Reino
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de la Noche de William Hope Hodgeson con Faerie de Hope Mirelees, aunque ambos
compartieran el nombre de pila.
Probablemente ésta sea la única razón por la que tengo tan poca paciencia con gran
parte de la literatura fantástica que se publica en la actualidad. El encuentro con los
clásicos en mis años formativos me estropeó para siempre. Por qué querría leer alguien
variaciones y más variaciones de la misma y agotada historia —lo siento, pero no
intentéis decirme que la mayoría de las novelas fantásticas de los últimos veinte años no
son casi como una interminable línea de producción de más-de-lo-mis-mo, cuando un
autor podría, y debería, tener sus propios mundos y sus propias historias para
compartir con nosotros.
Pero me he adelantado.
En la época en que empecé a leer a Tolkien, junio de 1969 (cuando la colección
Ballantine Adult Fantasy comenzó a ofrecer clásicos a los lectores hambrientos como
yo), todavía estaba a años de distancia. Y aunque yo había experimentado, o estaba a
punto de experimentar, la serie de Prydain de Lloyd Alexander (de 1964 a 1968), la
serie de The Dark Is Rising de Susan Cooper (de 1965 a 1977; que, curiosamente,
también tenía cinco libros), los maravillosos libros fantásticos de Alan Garner (como La
piedra fantástica de Brisingaman, 1960) y otros parecidos, aún estaban dirigidos a un
mercado infantil o juvenil; al parecer, los lectores mayores podían apreciarlas, y todavía
lo hacen.
Recuerdo esos libros con cariño, y todavía los releo de vez en cuando, pero ahora me
producen otro efecto. Ninguno de ellos tenía la envergadura, ni la veracidad, de El
Hobbit y sobre todo El Señor de los Anillos. Había mapas detallados de la Tierra Media.
Lenguas e historias enteras. Asombraba el rumor de que Tolkien había creado estos
relatos sólo como escenario para lo que le interesaba de verdad: crear sus lenguas
élficas. Los libros posteriores como El Silmarillion y los muchos otros que siguieron,
cada uno de ellos un poco menos legible que el anterior para la mayoría de los lectores,
yo incluido, sólo parecían confirmarlo.
No creíamos tanto que Tolkien inventara la Tierra Media como que nos ofrecía un
atisbo de una realidad alternativa; y afrontémoslo, en aquel entonces, las realidades
alternativas ejercían una gran atracción para muchos de los que crecíamos en una
sociedad que nos resultaba demasiado sofocante. En la Tierra Media había reglas y
regulaciones, sí, y los libros trataban sobre todo de la pérdida de la inocencia y la
fantasía, de la desaparición de un mundo y la llegada del siguiente. Pero eso no
invalidaba la sensación de que antaño había habido magia en el mundo y quizá, si
buscábamos y trabajábamos lo suficiente, podríamos recuperarla.
La magia no consistía sólo en elfos y magos y hechizos. Además, la magia parecía
prometer una relación más profunda y rica con el mundo y todos los que lo habitamos.
No es tan sorprendente que a la generación de la paz, el amor y las flores le gustaran
tanto estos libros. Tolkien escribió sobre la industrialización de su querida Inglaterra,
pero en todo el mundo se podían encontrar analogías similares. Mordor recordaba a los
grandes negocios, las empresas que tenían una larga historia de explotaciones mineras a
cielo abierto, de deforestación y contaminación.
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Quienes se oponían a estas compañías podían hallar cierta analogía en los libros de
Tolkien. Igual que el movimiento ecologista. Igual que cualquiera que deseara conservar
algo de la belleza natural del mundo, que contemplara con consternación el concepto
«progresista» de que el cambio es necesario y bueno. No creo que fuéramos todos
luditas. Pero queríamos encontrar un equilibrio entre el progreso tecnológico y el
respeto a la naturaleza.
¿Estoy dando demasiada importancia a un par de simples novelas de fantasía? No lo
creo. Pero tampoco creo que en aquel entonces necesariamente examináramos las
razones por las que los libros de Tolkien nos llegaban tan adentro. Les dimos un lugar
en nuestra vida, nos enriquecieron en muchos niveles, pero no teníamos la necesidad de
comprender por qué. Considerábamos que eran historias maravillosas y que además
encajaban con nuestro modo de entender el mundo.
Tal vez la mejor razón de esta apreciación se encuentre en el ensayo del mismo
Tolkien «Sobre los cuentos de hadas» (Árbol y hoja, 1964):
La Fantasía es una actividad connatural al hombre. Claro está que ni destruye
ni ofende a la Razón. Y tampoco inhibe nuestra búsqueda ni empaña nuestra
percepción de las verdades científicas. Al contrario. Cuanto más aguda y más clara
sea la razón, más cerca se encontrará de la Fantasía. Si el hombre llegara a hallarse
alguna vez en un estado tal que le impidiese o le privase de la voluntad de conocer
o percibir la verdad (hechos o evidencias), la Fantasía languidecería hasta que la
humanidad sanase. Si tal situación llegara a darse (algo que en absoluto se puede
considerar imposible), la Fantasía perecería y se trocaría en Enfermizo Engaño.
Aunque el culto que surgió a raíz de la publicación de los libros de Tolkien tuvo por
cierto momentos en que rebasó sus propios límites (¿os acordáis de los graffiti escritos
en runas o letras élficas, o que simplemente ponían «¡Gandalf vive!»?), los aficionados
fanáticos eran una minoría. Había muchos otros lectores que tenían una relación más
tranquila y personal con los libros. Entendían de qué hablaba Tolkien en la cita de más
arriba, que debe haber un equilibrio entre fantasía y realidad, que nuestra vida se
empobrece cuando la balanza se desequilibra, no importa hacia qué lado.
El Hobbit y sobre todo El Señor de los Anillos influyeron a generaciones de jóvenes
escritores; yo mismo pertenezco a la segunda o tercera ola. Algunos escribíamos
abundantes imitaciones y seguimos haciéndolo. Algunos empezamos escribiendo este
tipo de imitaciones, pero luego intentamos buscar nuestra propia voz. Es difícil decir
cuántos de nosotros seríamos escritores hoy sin la influencia directa o indirecta de
Tolkien, cuántos lectores de fantasía habría de no ser por el género que él creó sin darse
cuenta. Pero, francamente, a pesar del abuso de las herramientas que popularizó y luego
nos puso en las manos, sigo creyendo que el mundo sería un lugar mucho más gris sin
su regalo de la Tierra Media.
Y la prueba más concluyente de ello es la popularidad de que siguen gozando los
libros hoy en día, alzándose sobre la multitud de crasos imitadores y sinceros
homenajes con los que comparten los estantes de las bibliotecas o librerías. Sí, habría
sido bonito que Tolkien hubiera descrito personajes femeninos más fuertes y mejor
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dibujados (aunque, para ser justos, ¿qué podía saber un enclaustrado profesor de
Oxford sobre estas exóticas —para él— criaturas?). Y seguramente un mundo tan
grande y diverso como la Tierra Media tuvo que estar muy influido por la religión, de
una manera u otra.
Sin embargo, incluso estas críticas palidecen ante los libros: la Historia, la riqueza de
detalles, los personajes que se nos ofrecen en sus páginas.
Todavía disfruto con estos libros, y no creo que lo haga con un placer nostálgico.
Tolkien puede haber fallecido, pero las palabras perduran. Y, parafraseando «El camino
sigue y sigue» (el poema que da título al libro en el que Donald Swann puso música a las
poesías de Tolkien en 1967), la historia sigue y sigue.
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EL HACEDOR DE MITOS
LISA GOLDSTEIN
eí por primera vez a J.R.R. Tolkien en octavo curso, cuando una compañera de clase
hizo una reseña de El Señor de los Anillos. Me impresionó su pasión, el evidente
placer que había sentido al leer el libro, y por eso —a pesar de que ella contaba el
final— pedí prestado un ejemplar de La Comunidad del Anillo a un amigo. (Nunca
olvidé el nombre de la niña que escribió la reseña del libro, y si alguna vez la vuelvo
a ver pienso decirle un par de cosas por haber contado ese final).
Mi amigo aún estaba con el segundo tomo cuando yo terminé el primero. Estaba loca
de inquietud. ¿Qué le había pasado a Gandalf? Fui corriendo a la tienda de la esquina y
compré Las Dos Torres. Lo recuerdo como uno de los primeros libros que compré en mi
vida.
Terminé leyendo la serie cada año de mi adolescencia. La leí hasta gastar esas
primeras ediciones de bolsillo; la leí hasta casi aprendérmela de memoria, y —por
desgracia— fui incapaz de volver a hacerlo durante mucho tiempo, porque llegué a
conocer cada giro, cada detalle, cada frase poética.
Luego supe que no fui la única en hacerlo. Una vez hasta leí un libro en el que, para
demostrar lo tonto que es uno de los personajes, el autor menciona que leía El Señor de
los Anillos todos los años. Vale, entonces somos unos tontos. Una vez me hice una capa;
incluso salí con un tío que se hacía llamar Bilbo. Soy culpable. Pero lo que el autor de ese
libro —no recuerdo el título, pero seguía el pensamiento general, obviamente— no
había comprendido en realidad es el poder de El Señor de los Anillos.
Sin embargo, la cuestión es el porqué. ¿Por qué la gente lee estos libros una y otra
vez? ¿Por qué son tan populares? ¿Qué nos dan ellos que no nos den los otros? ¿Cómo
pudo un hombre que trabajaba solo crear un género entero, toda una industria
editorial?
Yo creo que es porque necesitamos mitos. No sólo porque los mitos son relatos
entretenidos, o porque algunos tengan una moraleja. Los necesitamos, del mismo modo
que necesitamos las vitaminas o la luz del sol.
Leí El Señor de los Anillos a finales de los años sesenta, cuando todo el mundo parecía
estar buscando con entusiasmo un mito, una religión, una manera de hallar el
significado del mundo. Mi escuela estaba completamente invadida por niños que
llevaban la Biblia, o libros de Alan Watts, o el pequeño libro rojo del presidente Mao.
Teníamos la sensación de que nuestros padres nos habían fallado de alguna manera, de
que nos habíamos perdido algo, de que ahí fuera había un mundo mucho más grande de
lo que nos habían contado.
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Habíamos crecido en la década de los cincuenta; nuestros padres habían sobrevivido
a la Depresión y a los horrores de la segunda guerra mundial, y ahora sólo querían
llevar una vida corriente en la nueva prosperidad norteamericana. La difícil cuestión
sobre mitos y significados, los dragones que se deslizaban desde la psique, no estaba
hecha para ellos. Los cuentos de hadas se convirtieron en los relatos más cómodos para
contar a los niños; los enanos de Blancanieves ya no eran misteriosos y a veces temibles
habitantes de la tierra, sino unos hombrecillos encantadores llamados Gruñón y
Mocoso. Incluso la religión pasó a ser algo en lo que se pensaba unos pocos días al año y
se olvidaba el resto del tiempo.
Se creía que la ciencia había triunfado, que vivíamos en una Edad de la Ciencia. Las
enfermedades que habían aterrorizado a la gente durante siglos estaban casi
erradicadas; la fisión del átomo iba a proporcionarnos una fuente ilimitada de energía.
La Edad de la Ciencia comportó por cierto muchos beneficios; no digo que la viruela
y la polio fueran algo bueno. Pero de algún modo se extendió la idea de que la ciencia y
los mitos no podían coexistir, de que mito era lo mismo que superstición y debía ser
eliminado. Y creo que esta pérdida de los mitos fue una de las razones por las que mi
generación buscó con tanto ahínco y tomó, en algunos casos, caminos desastrosos.
No obstante, los mitos habían comenzado a declinar mucho antes de los años
cincuenta. El mismo Tolkien, en su famoso ensayo «Sobre los cuentos de hadas», sitúa el
comienzo de esa declinación en la época isabelina. Había un tiempo en que la gente
llamaba Hermoso Pueblo a las hadas para aplacarlas, y las consideraban caprichosas e
imprevisibles, hermosas y aterradoras, cualquier cosa menos justas[7]. Pero en las obras
de Michael Drayton y el propio Shakespeare se convirtieron en seres diminutos,
delicados, simplemente bonitos. Perdieron la capacidad de sorprender y asustar; se
redujeron, tanto en estatura como en importancia. Se convirtieron en cosa de niños y,
con el tiempo, tal como dice Tolkien, fueron relegadas «al cuarto de los niños».
No debe extrañar que esto sucediera aproximadamente cuando la gente comenzaba
a comprender algunas cosas sobre el mundo en que vivía, empezaba a experimentar,
emprendía el camino que la llevaría de la alquimia a la química, de la astrología a la
astronomía.
La necesidad de mitos se agudizó sobre todo después de la primera guerra mundial,
cuando todas las certezas de los viejos valores fueron arrasadas, cuando, no por
casualidad, Tolkien empezó su relato. Parte de su genio consistió en que se dio cuenta
de que esa hambre todavía existía, a pesar de todas las maravillas del mundo moderno.
Él sabía que la gente necesita historias épicas de viajes, dragones, tesoros, magia,
maravillas, horrores, pérdida y redención, de héroes exigidos hasta más allá de su
capacidad de resistencia. Las necesitamos porque son historias magníficas, por
supuesto, historias tan antiguas como la gente. Pero también las necesitamos porque
tratan del héroe que viaja a un lugar oscuro y vuelve transformado, y ésa es una historia
que todos conocemos personalmente, una historia que cada uno de nosotros
experimenta en la vida. Esos dragones son nuestros dragones, esos ayudantes mágicos
son nuestros ayudantes. Y en ocasiones los dragones están dentro de nosotros, forman
parte de nosotros, y ésa es la pelea más aterradora de todas. No es extraño que una
generación entera no quisiera saber nada de los mitos.
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Si eso fuera todo, probablemente nunca habríamos oído hablar del tal Tolkien. Pero
su genio también radicaba en que él fue capaz de satisfacer ese apetito. En el siglo XX,
una época de coches, aviones y radios, él revivió una antigua forma y de algún modo la
hizo hablar para el presente. Se pasó décadas, literalmente, construyendo un mundo,
haciéndolo coherente, dándole lenguas, poesía, historia y arte, haciéndolo tan real que
da la impresión de que lo descubrió en lugar de inventarlo. Le dio personajes de gran
talla —metafóricamente hablando, si no literalmente—, gente que encajaba con la
grandeza del lugar. Y puso en marcha una historia que leemos una y otra vez.
¿Cómo lo hizo? ¿Cómo pudo escribir una obra épica en una época en que las obras de
ese tipo estaban casi olvidadas? ¿Cómo pudo dar con el inconsciente colectivo de tanta
gente? No lo sé. Lo siento. Podéis fijaros en El héroe de las mil caras, de Joseph Campbell,
otra respuesta a la falta de mitos del siglo XX. Campbell confeccionó un esquema para el
viaje del héroe: del Comienzo de la Aventura al Descenso a la Oscuridad —el Viaje por el
Mar de la Noche— y por último el Nacimiento del Héroe Renacido; se advierte que en El
Señor de los Anillos hay por lo menos tres descensos de este tipo: Gandalf en Moria, el
viaje de Frodo y Sam a Mordor y Aragorn en los Senderos de los Muertos. Pero Tolkien,
evidentemente, no utilizó un esquema; para empezar, El Señor de los Anillos estaba casi
terminado cuando el libro de Campbell salió a la luz. Y lo que es más importante, el
inconsciente no sigue regla alguna; no es posible forzarlo dentro de un esquema.
El propio Tolkien, en la introducción de El Señor de los Anillos, afirma que quiso
escribir una historia «que mantuviera la atención del lector, lo divirtiera, lo deleitara, y a
veces incluso lo entusiasmara o lo conmoviera profundamente. No tenía otra guía que
mis propios sentimientos sobre lo atractivo o lo conmovedor…». Creo que eso es lo más
cerca que estaremos de saber cómo lo hizo. De algún modo se internó en su
inconsciente —otro Descenso a la Oscuridad—, se introdujo en esa parte de su mente de
la que proceden las historias y regresó al mundo cotidiano con la que nos cuenta. Por
eso era un genio; en realidad no hay manera de explicarlo.
Sin embargo, me veo capaz de dar una explicación de su éxito, de iluminar un
pequeño fragmento del misterio. Creo que tiene que ver con el lenguaje. Una historia
épica necesita una voz épica, una voz poética, una voz que se alce por encima del
murmullo y las trivialidades del mundo cotidiano. En esa voz debe insinuarse el mundo
antiguo, la conciencia de que el narrador está hablando de una edad heroica, con
personas que eran, si no mejores, más que nosotros. (Pero apenas una insinuación. Una
pizca de arcaísmo puede llegar muy lejos).
Tolkien, profesor de lengua y conocedor de la palabra, sabía todo eso; también lo
sabía Homero, y el autor de Beowulf, y quien escribió las partes más poéticas de la
Biblia. Él volvió a estos ejemplos al escribir, algo que resulta más impresionante cuando
uno se da cuenta de que estaba en una época en que se adoraba a Hemingway y la prosa
desmantelada y sin sentido. (Los genios, por supuesto, no prestan atención a las modas).
Escuchad estas líneas, el ritmo, el hechizo que entreteje en estos fragmentos:
[Frodo] Estaba allí, inmóvil, como había estado otras veces escuchando las hermosas
voces de los Elfos, pero ahora el encantamiento era diferente, menos punzante y menos
sublime, pero más profundo y más próximo al corazón humano; maravilloso, pero no
ajeno.
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—¡Hermosa dama Baya de Oro! —repitió—. Ahora me explico la alegría de las
canciones que oímos.
La Comunidad del Anillo
—¡Horcas y cuervos! —siseó Saruman, y todos se estremecieron ante aquella
horripilante transformación—. ¡Viejo chocho! ¿Qué es la Casa de Eorl sino un cobertizo
hediondo donde se embriagan unos cuantos bandidos, mientras la prole se arrastra por
el suelo entre los perros? Durante demasiado tiempo se han salvado de la horca. Pero el
nudo corredizo se aproxima, lento al principio, duro y estrecho al final. ¡Colgaos, si así lo
queréis!
Las Dos Torres
—¡Vete de aquí, dwimmerlaik, señor de la carroña! ¡Deja en paz a los muertos!
Una voz glacial le respondió: —¡No te interpongas entre el Nazgûl y su presa! No es
tu vida lo que arriesgas perder si te atreves a desafiarme; a ti no te mataré: te llevaré
conmigo muy lejos, a las casas de los lamentos, más allá de todas las tinieblas, y te
devorarán la carne, y desnudarán la mente, expuesta a la mirada del Ojo Sin Párpado.
Se oyó el ruido metálico de una espada que salía de la vaina.
—Haz lo que quieras; mas yo lo impediré, si está en mis manos.
—¿Impedírmelo? ¿A mí? Estás loco. ¡Ningún hombre viviente puede impedirme
nada!
Lo que Merry oyó entonces no podía ser más insólito para esa hora: le pareció que
Dernhelm se reía, y que la voz límpida vibraba como el acero…
El Retorno del Rey
Si ninguno de ellos nos hace estremecer, tal vez estemos muertos.
El primer ejemplo describe una pequeña parte de la belleza de la Tierra Media, los
otros dos son de terror. (Tolkien, a diferencia de muchos escritores, era experto en
ambas cosas). Y yo no bromeaba con la capacidad de estremecer de estos fragmentos. El
último es especialmente estremecedor para mí, una descripción del heroísmo contra
todas las adversidades, del triunfo, algo que el hecho de que trate de uno de los escasos
personajes femeninos de Tolkien lo hace todavía más dulce. Ni siquiera es necesario
saber qué significa «dwimmerlaik»; es uno de esos arcaísmos de los que he hablado
antes, que nos recuerda que nos hallamos en otro tiempo, otro lugar. Por su sonido
(pronunciadlo en voz alta), y el contexto, sabemos que significa algo horrible, algo
aterrador.
Sin embargo, decís, Tolkien ha tenido muchos seguidores; algunos lo imitaron de un
modo servil, otros siguieron su propio camino, pero ninguno utilizó un lenguaje poético.
A veces emplearon lo contrario, de hecho; a veces la ineptitud de su escritura puede
hacernos temblar. Yo no he podido mantenerme al día con todos los escritores de épica
fantástica —no creo que nadie pueda hacerlo, actualmente—, pero los únicos que
conozco que comprenden la importancia del lenguaje son Ursula K. Le Guin, Patricia
McKillip y Greer Gilman. (Le Guin incluso ha escrito un maravilloso ensayo sobre el
tema, llamado «From Elfland to Poughkeepsie»). Ésta es una cuestión muy cercana y
muy cara a mi corazón, así que espero me permitáis que me despache un poco.
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(Pero antes una digresión. Hay algunos libros que se venden como épica fantástica
aunque en realidad son relatos históricos, si bien ambientados en lugares imaginarios.
Tienen poca o ninguna magia, y tratan de hechos históricos, intrigas, invasiones y cosas
similares. Están, o deberían estar, escritos en lenguaje histórico. Por eso soy capaz de
leer las novelas de Guy Gavriel Kay con placer y sin despotricar —para gran alivio de mi
marido, que ha tenido que aguantarme demasiadas veces— y estoy disfrutando mucho
con la serie de George R. R. Martin).
Después de leer El Señor de los Anillos, busqué más de lo mismo. En aquella época
había muy pocas cosas que despertaran la misma emoción: algunos libros infantiles, la
serie de Terramar, la asombrosa colección de Lin Carter publicada por Ballantine Adult
Fantasy. Por último, a finales de los setenta, salieron varios libros con una fuerte
influencia de El Señor de los Anillos.
Cuando digo «una fuerte influencia» quizá me quede corta; por lo menos en uno de
ellos hay escenas que parecen sacadas por entero de Tolkien. Cuando apareció, yo
trabajaba en una librería, y la publicidad anterior me tenía muy emocionada. Tal como
he dicho antes, me moría por la fantasía, y no se puede estar siempre releyendo a
Tolkien. Pedimos un expositor, lo que los editores llaman «dump»[8] (eso da una idea de
lo que ellos piensan de los libros que publican), que contenía, creo, dieciocho
ejemplares. Conseguí una copia previa, me preparé para caer bajo su hechizo y me
encontré leyendo una burda imitación de El Señor de los Anillos.
Alguna vez estuve resentida con ese libro; pensaba (y todavía pienso, en cierto
modo) que tiene parte de la culpa de todas las tonterías baratas que vinieron después.
Ahora, sin embargo, pienso de otra manera, sobre todo en los momentos en que evito el
cinismo. Un mito es la historia del viaje de un héroe a la oscuridad y su regreso. Todos
los mitos son iguales en este aspecto; sólo las trampas son diferentes. Tal vez el autor de
ese libro, como todos nosotros, se sintió conmovido por esa historia y quiso volver a
contarla; tal vez al hacerlo se sintió como los antiguos bardos, que cantaban las historias
que habían escuchado a un público transfigurado en torno al fuego. Antaño los mitos se
contaban una y otra vez, y se modificaban continuamente; la propiedad intelectual es un
concepto bastante reciente. Que acabara siendo un mal bardo en comparación con el
maestro no cambia la naturaleza del relato.
Pero cuando leí mi ejemplar previo me desesperé, y no sólo porque pensara que el
libro era poco original y tenía un lenguaje torpe. Temía que nadie comprara esa cosa,
que hubiéramos pedido demasiados ejemplares y que hubiera que devolverlos todos,
pagando los gastos de correo de lo que era, al fin y al cabo, algo que pesaba bastante
(aunque no tanto como los tochos que siguieron). La librería acababa de abrir, y una
cosa tan insignificante como los gastos de correo representaba mucho dinero en ese
entonces.
Para mi absoluta sorpresa, el libro empezó a venderse, y se vendió sin cesar. Nos
libramos del pedido entero y tuvimos que pedir más ejemplares a nuestro distribuidor
local. Sin embargo, yo me veía en un dilema cuando los clientes me preguntaban si era
bueno, y acababa diciendo algo como: «Si lo que le gustó de Tolkien fue el lenguaje, este
libro no le gustará. Pero si leyó a Tolkien sólo por la historia, lo encontrará muy
parecido, quizá demasiado». Dije esto a un hombre y una mujer, y compraron el libro.
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Luego las compuertas se abrieron. Desde entonces se han publicado centenares de
obras de fantasía épica, tal vez incluso millares. Muchos se dieron cuenta de que podían
escribirlas sin prestar atención al estilo, que no tenían que pasarse décadas
construyendo un mundo, y que bastaba con hacer uno de cartulina o, aún más fácil,
tomarlo prestado de un escritor mejor. Algunos de estos libros eran tan malos que ni
siquiera servirían para hacer un vertedero decente. Y también los compraron y
devoraron.
Es la historia: la historia es lo importante. La gente tiene tanta hambre de estos
relatos que los lee y los convierte en éxitos de ventas por malos que sean. Algunos son
pobres imitaciones, pero tal es el poder del viaje del héroe que la gente los lee de todas
formas. Incluso Hollywood se ha puesto en acción. Gracias al éxito de La Guerra de las
Galaxias, que en parte se inspiró en El héroe de las mil caras, es posible oír a los
productores, con sus trajes de Armani, sus gafas de sol y sus teléfonos móviles hablar
seriamente sobre el viaje del héroe. O, como dijo un conocido mío que trabaja allí:
«Como vuelva a oír el nombre de Joseph Campbell en esta ciudad…».
Entonces, ¿me equivoco con el lenguaje épico? No lo creo, aunque admito que la
cuestión me tiene intrigada. La gente disfruta de veras con un libro bien escrito, aun
cuando no se den cuenta de ese placer. (Podría decirse que es una especie de sugestión
subliminal). Sin embargo, hay algo más importante: ¿cuántos de estos libros fantásticos
recientes superarán el paso del tiempo? ¿Cuánta gente los leerá dentro de cien años?
Muy pocos, creo. En cambio, si en el siglo XXII la gente tiene algo de buen gusto,
seguirá leyendo a Tolkien. Les maravillará su don para la narración, su mundo
sólidamente construido, su comprensión de la belleza y el terror. Y su uso del lenguaje.
El lenguaje es una de las cosas que lo convierten en un verdadero hacedor de mitos.
Hemos tenido unos pocos y preciosos hacedores de mitos en nuestra época; a éste
debemos honrarlo. Me alegro de que así sea.
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«LA DISTINCIÓN RADICAL…»
UNA CONVERSACIÓN CON TIM Y GREG HILDEBRANDT
GLENN HURDLING im: Fue en 1967, así que yo tenía veintiocho años. Greg y yo estábamos haciendo
películas sobre el hambre en el mundo para el obispo Fulton J. Sheen de la
Asociación de la Propagación de la Fe en Nueva York. Había hecho una acuarela de
un enano que saltaba por encima de un puente mediante un árbol cuando una chica
de la oficina —se llamaba Winifred Boyle— la vio y dijo que le recordaba a Tolkien.
Yo dije: «¿Qué es un Tolkien?».
Al día siguiente me dio El Hobbit. En cuanto empecé a leerlo me quedé
completamente enganchado. Luego devoré El Señor de los Anillos. Nunca he leído algo
así en mi vida, ni antes ni después. Para mí todavía es el alfa y omega del género
fantástico.
Cada vez que pasaba la página unas imágenes vívidas surgían en mi mente. Greg y yo
todavía no éramos ilustradores, así que la posibilidad de ilustrar El Señor de los Anillos
parecía un poco absurda. Pero de algún modo se me metió en la cabeza la idea y me dije:
«Tengo que pintar esto algún día».
Luego empezamos a hacer ilustraciones, y una cosa llevó a la otra. La mañana de
Navidad de 1974, mi esposa, Rita, me dio el Calendario de Tolkien de 1975, ilustrado
por Tim Kirk. Un anuncio al final del calendario proclamaba que Ballantine Books
estaba buscando nuevos artistas para ilustrar el calendario del año siguiente. De un
salto salí de las zapatillas.
Empecé a dedicar la mayor parte de mi tiempo libre a pintar castillos y árboles
nudosos, siempre teniendo a Tolkien en mente.
Greg: No leí los libros hasta 1975, a pesar de que Tim me estuvo insistiendo durante
años. Hasta entonces habíamos ilustrado libros infantiles, para Disney y Barrio Sésamo,
libros de pandas e hipopótamos para Golden Books e incluso un libro para aprender a ir
al lavabo. Ninguna de estas cosas tenía relación alguna con la fantasía. Pero al menos
para entonces nos habíamos convertido en ilustradores. No trabajábamos
necesariamente en los temas que queríamos, pero al menos vivíamos de lo que mejor
sabíamos hacer.
Me había concentrado en pintar mis propias imágenes, soñando en exponer en una
galería de Nueva York. Quería dejar de ilustrar las ideas de otras personas, así que no
tenía ningún deseo de leer El Señor de los Anillos.
Cuando Tim me enseñó el anuncio al final de ese calendario, dejé a un lado el sueño
de hacer una exposición. Me di cuenta de que tenía una familia que alimentar, así que al
final cedí y leí la trilogía. ¡Me quedé anonadado! Durante los tres años siguientes, me
sumergí en un mundo de hobbits, magos, enanos y elfos.
T
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Tim: En cuanto le enseñé a Greg el anuncio empezamos a hacer esbozos de muestra para
enviar a Ballantine. Después de un mes y medio, nos fuimos a Nueva York. No teníamos
un maletín lo bastante grande para meter los esbozos de muestra, así que los pusimos
en una de esas enormes bolsas de basura de color verde. Los llevamos con la esperanza
de conseguir una entrevista con el director artístico de Ballantine. Nos pasamos allí todo
el día, molestando al recepcionista, hasta que conseguimos ver a Ian Summers, el
director artístico de Ballantine.
Hasta entonces, muy pocas personas habían ilustrado a Tolkien. Ian dijo que había
visto montones de muestras, pero que todas eran de aficionados, de escolares o de
admiradores que garabateaban sus interpretaciones de los personajes sin ilustrar
ninguna de las escenas clásicas. No se había presentado ningún artista profesional
excepto Greg y yo. ¿Os imagináis cuántos artistas buenos harían cola si una editorial
hiciera ese anuncio hoy? ¡La cola tendría un kilómetro!
Greg: Tim y yo siempre hemos leído las mismas cosas desde que éramos niños: los
libros de Pelucidar de Edgar Rice Burroughs, todo lo de H. G. Wells, la mayoría de las
cosas de Julio Verne y Jack London. También nos gustaban los cómics como El príncipe
valiente. Pero aparte de eso no éramos grandes lectores. Preferíamos las cosas visuales;
aprendimos a pintar y a hacer animación viendo películas de Disney y de ciencia ficción
de los años cincuenta. También nos gustaban las películas medievales, las que tenían
espadas de goma y armaduras de cartulina plateada. Robert Wagner y James Mason
protagonizaron una versión cinematográfica de El príncipe valiente bastante
excepcional. La escena en la que los vikingos atacan el castillo fue una de las cosas que
nos inspiró para «El Sitio de Minas Tirith», que salió en el Calendario Tolkien de 1977.
Tim: Cuando éramos niños, creíamos en los platillos volantes. Nos sentábamos en el
sótano y creábamos marcianos. También quemábamos edificios en miniatura en el
granero de mis padres y filmábamos las llamas con una cámara de ocho milímetros.
Greg: La gente pensaba que éramos pirómanos. ¿Y quién podía reprocharles algo? Nos
pasábamos un año construyendo un decorado en miniatura y luego lo quemábamos.
Tim: Sé que la familia pensaba que éramos raros. La tía Gertie creía que teníamos un
ídolo de Disney en el dormitorio y que le encendíamos una vela todas las noches.
Greg: A excepción de nuestros padres, la familia no captaba la idea de los efectos
especiales o la expresión visual. Pero Disney y la ciencia ficción nos volvían locos. La
primera película de ciencia ficción que vimos fue Rocket Ship X-M, y luego The Man from
Planet X.
Tim: Todo eso era estimulación visual, pero la obra de Tolkien residía en la imaginación.
Leí El Hobbit y El Señor de los Anillos cuatro veces cada uno, y de ese modo pinté unas
buenas imágenes en mi imaginación. Cuando ilustramos los libros quisimos hacerles
justicia y prestar atención a todas las detalladas descripciones de Tolkien.
Greg: Bueno, no del todo. Por ejemplo, cuando Tolkien describió a Gandalf, dijo que
tenía «cejas largas y espesas, más sobresalientes que el ala del sombrero, que le
ensombrecía la cara». Leído está bien; pero pintado queda de lo más bobo.
Tim: Hasta en dibujos animados.
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Greg: Y en los libros no se dice que los hobbits tuvieran las orejas puntiagudas. Tolkien
dijo que tenían «orejas muy marcadas», pero en ningún sitio dice que fueran como
nosotros las hicimos. Fue nuestra interpretación visual.
Tim: Cuando leí El Hobbit por primera vez, la imagen que me vino a la cabeza
inmediatamente fue la de un personaje parecido a un conejo[9]: por el nombre «hobbit»,
los pies peludos. Creo que Tolkien hizo la misma analogía cuando creó esas criaturas:
son seres diminutos que viven en agujeros. Así que intentamos extender esa imagen a
las orejas.
Greg: Tuvimos un debate con Lester Del Rey sobre las orejas; era el asesor de los
calendarios. En su tarjeta de visita se leía: «experto». Recuerdo que llegamos con el
dibujo de Faramir, con los penachos de las flechas pintados de rojo. Lester dijo: «Hum…
Verdes. Las Dos Torres, páginas 301-302». Discutió sobre si nuestros hobbits debían
tener las orejas puntiagudas, pero al final cedió. Hicimos el dibujo de Bilbo, cuando
estaba descansando en Rivendel, y le pusimos patillas. Hubo una gran discusión sobre si
los hobbits tendrían pelo en la cara. Pero Lester accedió a que le pusiéramos patillas
como un anciano.
Las orejas puntiagudas de los elfos, por otro lado, eran una interpretación
tradicional. A Legolas le pusimos el pelo rubio, aunque en el libro lo tiene oscuro. En el
dibujo principal de La Comunidad del Anillo del primer calendario, lo pintamos con
cabellos rubios y vestido con ropas de colores claros. Lester lo miró y dijo: «No, tiene el
pelo oscuro… ¡pero dejadlo!».
Tim: Normalmente nos ceñíamos bastante a los colores que describió Tolkien. En El
Hobbit dice que los hobbits tienen ropas de colores brillantes, sobre todo verde y
amarillo. Pero no creo que cuando emprendían una misión peligrosa llevaran esos
colores. ¿Por qué llamar la atención cuando iban a destruir un objeto de poder en las
lejanas Grietas del Destino?
Greg: Sus ropas de fiesta tendrían colores brillantes.
Tim: Me los imagino vestidos de colores brillantes en las fiestas, como la que hay al
principio de La Comunidad del Anillo.
Greg: Con su look disco.
Tim: Botones dorados, chalecos verdes. Probablemente parecieran duendes, en realidad.
Tolkien nunca apoyó demasiado la ilustración de las novelas fantásticas. En su
ensayo «Sobre los cuentos de hadas», Tolkien dijo: «Aunque en sí mismas las
ilustraciones sean buenas, benefician poco a los cuentos de hadas. La diferencia básica
entre las artes que ofrecen una presentación visible (incluido el teatro) y la verdadera
literatura radica en que aquéllas imponen una sola forma visual. La literatura actúa
desde una mente a otra y tiene, por tanto, mayor poder de generación».
Entiendo lo que le hace pensar así, y estoy de acuerdo hasta cierto punto. La imagen
final nunca es en realidad como uno se la imagina.
Greg: Supongo que Tolkien y Robert Louis Stevenson no habrían estado de acuerdo. A
Stevenson le gustaba muchísimo la imagen visual. Le encantaba que sus libros
estuvieran ilustrados, y cuando escribía iba construyendo sus historias hasta un gran
clímax visual. Pensaba en términos de ilustrador. Comprendo el punto de vista de
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Tolkien: uno se forma una imagen en la mente. Pero el reto y el peligro de ser ilustrador
es tomar la obra de un autor y aportar la propia visión, con la esperanza de acertar en el
punto débil de los admiradores del libro.
Tim: El mismo Tolkien era en parte un ilustrador frustrado. Se nota en sus descripciones
en prosa, cuando intenta definir las escenas hasta el menor de los detalles. No soy capaz
de meterme en su mente… ¡y prefiero no hacerlo!
Greg: Dudo que nuestra representación del mundo de Tolkien le hubiera gustado.
Tim: Pero si tuviéramos que empezar de nuevo, hay algunas cosas que hoy haríamos
completamente diferentes. Por ejemplo, ahora la pintura de Rivendel que aparece en el
Calendario Tolkien de 1977 me recuerda demasiado a Disney: parece la casa de Pinocho
o la de los siete enanitos o algo así. Hoy lo haríamos mucho más elaborado e imponente,
más como un art nouveau, combinando el art déco con Frank Lloyd-Wright.
Probablemente también haríamos el Balrog del Calendario de 1977 más parecido a
como Tolkien lo describió. Quedaría muy bien echando llamas.
Greg: La cuestión es que, cuando se lee el pasaje del Balrog, en realidad sólo es una
forma oscura rodeada de fuego. Así que cedimos para dar «solidez» a la figura. Eso es lo
que hicimos, nos equivocáramos o no, estuviera bien o mal. No podíamos hacerlo como
estaba descrito porque era sólo una sombra oscura —como muchos de los seres
malignos de Tolkien— rodeada de fuego. Teníamos que hacer una figura sólida y
tridimensional que se enfrentara a Gandalf. La descripción era algo vaga: alas, un látigo
de fuego. Pero Lester nunca se mostró en desacuerdo con nuestra interpretación del
Balrog. Fue una época estupenda, porque la gente de Ballantine nos dejaba hacer lo que
quisiéramos, lo cual, visto retrospectivamente, era bastante raro.
Tim: El Señor de los Anillos ya se había consolidado como fenómeno de culto y estaba
experimentando un resurgimiento con la segunda generación. ¿Os acordáis de las
pintadas de «Frodo vive» en el metro de Nueva York? La reacción inicial de los fans al
calendario fue excepcional. Fue tremendo, nos superó.
Greg: Si Ballantine recibió cartas negativas, nosotros nunca las vimos. La mayoría de la
gente estaba de acuerdo con nuestra interpretación.
Tim: Todas las cartas que recibimos expresaban más o menos lo mismo: «¡Lo habéis
pintado justo como lo imaginaba!».
Greg: Eso es lo que más hemos oído en todos estos años. Nuestros fans siguen
preguntando si alguna vez publicaremos alguna recopilación con todas las ilustraciones
relacionadas con Tolkien que hemos hecho. Al final hemos hecho un libro llamado Greg
and Tim Hildebrandt: The Tolkien Years (Watson-Guptill, 2001). No sólo contiene todas
las pinturas originales, sino también algunas que nunca llegaron a publicarse. También
hicimos una cubierta para el libro, y un desplegable central basado en las fotos que
tomamos en 1977 para el que hubiera sido el cuarto calendario de Tolkien. Así que
supongo que es posible volver a casa.
Tim: El desplegable es una interpretación de «El Sitio de Minas Tirith». La pintura que
apareció en el Calendario Tolkien de 1977 iba a ser originalmente una imagen mucho
más grande de esa emocionante batalla. Pero por problemas de plazos nos vimos
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obligados a reducir la escala del dibujo hasta la versión que se publicó. ¡Ahora hemos
tenido al fin la oportunidad de hacerlo bien!
Greg: Cambiamos un poco el ángulo de la cámara, y añadimos un montón de cosas en la
pintura.
Tim: Hay orcos, elfos, ejércitos y olifantes, todo rodeado por murallas de fuego. Tal como
he dicho antes, no se trata de una interpretación literal, sino que es como si algún
espíritu se nos adelantara cuando hacemos esto.
Greg: Recuerdo que abordábamos el material original con absoluta integridad artística,
metiéndonos en la escena por completo y viendo la realidad de ese mundo.
Tim: Hal Foster, Walt Disney, Pinocho… Toda la estimulación visual que nos había
inspirado de niños tenía ahora una nave en la que despegar.
Greg: Para el tercer calendario, habíamos decidido que El Señor de los Anillos tenía que
ser una película con actores, y que nosotros debíamos ser los directores artísticos. Así
que reunimos un montón de dibujos y empezamos a filmarlos. Enseñamos nuestra
propuesta a Ian Summers, pero nos dijo que Ralph Bakshi ya tenía los derechos. Así que
lo dejamos.
Decidimos que haríamos nuestra propia historia, pero teníamos que estar seguros
de que podía hacerse como película. Así es como empezamos Urshurak. Proyectamos la
película que queríamos hacer, pero Ian Summers insistió en que primero había que
hacer el libro.
Tim: Urshurak era nuestra fantasía épica. Creíamos que la trilogía carecía de ciertas
cualidades para un público cinematográfico moderno. Así que en nuestra historia
añadimos una mezcla de razas y culturas diferentes.
Greg: Y las mujeres heroicas pasaron a ser el foco de atención. Había muy pocas en la
obra de Tolkien. ¿Cuántas, tres, quizá cuatro? ¡Y sólo una pasa a la acción, disfrazada de
hombre! Eso era muy importante para nosotros.
Tim: Concebimos Urshurak visualmente porque lo escribimos haciendo un guión gráfico,
como en las películas de dibujos animados. Dibujamos los planos de los edificios donde
tenía lugar la acción.
Nos gusta pensar que nuestro mundo estaba tan completo en nuestra mente desde
un punto de vista visual como la Tierra Media de Tolkien desde un punto de vista
estructural en la suya. Creamos mapas, gráficos, esquemas temporales, además de
distintos estilos arquitectónicos para los distintos reinos de Urshurak.
Greg: En la presentación para la William Morris Agency que tuvo lugar en 1978, el
productor cinematográfico Joseph E. Levine aplaudió nuestra idea pero nos dijo que
llevarla a cabo costaría 145 millones de dólares. Ni siquiera contando con el genio en
efectos especiales John Dykstra pudimos vender el proyecto. Pero aún estamos
orgullosos del libro y del texto de Jerry Nichols, porque lo hicimos inicial y
principalmente para nosotros mismos. Es como cuando se dice que el éxito de Tolkien
radica en el hecho de que creó su mundo primero para él y sólo después para los demás.
Tim: Así es como abordamos la pintura. Primero se tiene que estar satisfecho de uno
mismo y esperar que a los demás les suceda igual.
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Greg: La mitad del proceso artístico es interna: es lo que aporta el artista. Pero la otra
mitad es externa: cómo reacciona el público. Eso es lo que sitúa a Tolkien en la cumbre
del arte y la literatura.
Tim: Si no recuerdo mal, Tolkien construyó su mundo mucho antes de empezar a
escribir. Ni siquiera pensaba publicarlo. Fue su colega C. S. Lewis quien lo animó a
enviarlo a la editorial.
Sé que si hoy yo no estuviera pintando, probablemente no estaría vivo, y estoy
seguro de que eso es lo que pensaba Tolkien de la escritura.
Greg: Hacerlo principalmente para satisfacción personal es lo que distingue el arte real
del arte comercial.
Tim: A los artistas comerciales les debe preocupar sobre todo la reacción del público al
que se dirigen.
Greg: La obra de Tolkien en particular ofrece una oportunidad increíble para
expresarse. Había en ella una libertad de expresión que nunca habíamos tenido hasta
entonces.
Tim: Nadie nos dijo en qué estilo teníamos que pintar o cómo querían que lo hiciésemos.
En Ballantine, nos dejaron hacer lo que quisiéramos, y es evidente que quedaron
satisfechos con el resultado.
Greg: Una de las cosas que recuerdo claramente del trabajo con El Señor de los Anillos es
que en Ballantine no había sentido comercial. Eso es raro en la actualidad. Todos
trabajaban con El Señor de los Anillos porque les gustaba. Y nos dejaron a nuestro aire
porque vieron que a nosotros también nos apasionaba. Y esa pasión prendió un fuego
universal. El último calendario vendió más de un millón de ejemplares, algo que no
había sucedido nunca. Nuestros calendarios marcaron el inicio de la proliferación de
calendarios en el mercado. También los departamentos de fantasía épica de las librerías
prosperaron gracias a Tolkien, y tal vez nuestros calendarios tuvieran algo que ver con
ello. Muchos fans nos han dicho que nuestros calendarios los introdujeron en El Señor
de los Anillos, y no al revés.
Tim: Si eso es cierto, considero un honor, un gran honor, haber contribuido a la fama del
Anillo de Tolkien con nuestro arte. Todo hay que decirlo, nosotros ya éramos unos
ilustradores de éxito cuando llegamos a Ballantine con las bolsas verdes de basura…
Greg: Pero los calendarios nos proporcionaron una cantidad de fans que no teníamos.
Antes de Tolkien, éramos conocidos profesional y comercialmente por directores y
editores. Pero Tolkien nos dio un reconocimiento mundial. Recibimos toneladas de
cartas de admiradores de todo el planeta.
Tim: Nunca habíamos hecho ilustraciones de corte puramente fantástico. Creo que la
obra de Tolkien es la cumbre del género fantástico. En mi opinión, El Señor de los Anillos
es el mejor libro de fantasía épica jamás escrito. Yo no soy una autoridad literaria ni
nada parecido, pero hay que llegar muy lejos para acercarse siquiera al genio de
Tolkien. Quien quiera competir con Tolkien se encuentra con que el listón está muy,
muy alto.
Greg: Ése era un género artístico nuevo que nunca nos habíamos planteado explorar.
Tolkien abrió un mundo nuevo de posibilidades para nosotros como artistas, lo cual
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después nos proporcionó otras posibilidades emocionantes, incluyendo la de crear
nuestros propios mundos.
Tim: ¿Quién hubiera considerado la «fantasía» un arte serio?
Greg: La obra de Tolkien nos inspiró para ir más allá, para desarrollar un nuevo estilo
que no habíamos abordado hasta entonces. Era el estilo de luz y color por el que se nos
conoce ahora. Y no fue muy difícil: de algún modo, el material hacía que todo saliera de
una manera natural para nosotros. Después de haber ilustrado a Tolkien, fui capaz de
abrirme realmente y explorar el uso de la luz y el color.
Tim: Porque la historia va de eso: luz contra oscuridad. Antes de Tolkien, estábamos
limitados a hacer ilustraciones de libros infantiles. Podíamos crear animales realistas,
antropomórficos, o sólo dibujos planos.
Greg: Tolkien nos permitió abordar un mundo fantástico con una interpretación realista,
y beber de algunas de nuestras más grandes fuentes de inspiración: N. C. Wyeth,
Howard Pyle, incluso Rembrandt, Caravaggio, Rafael y Miguel Ángel.
Tim: En parte me gustaría volver a trabajar en eso.
Greg: Si lo hiciéramos, volveríamos a pintar, y lo haríamos mejor. J.R.R. Tolkien sólo
merece lo mejor.
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SOBRE TOLKIEN Y LOS CUENTOS DE
HADAS
TERRI WINDLING
i propósito es hablar de los cuentos de hadas», comienza un famoso ensayo de
J.R.R. Tolkien, y lo mejor que puedo hacer hoy es repetir las palabras del buen
profesor. Mi propósito es hablar de los cuentos de hadas, y de por qué estos
relatos eran importantes para Tolkien. Y de por qué este tipo de relatos,
incluyendo los cuentos de hadas del propio Tolkien, han sido importantes para
mí.
En 1938, Tolkien todavía era conocido sobre todo como lingüista de Oxford; su libro
para niños, El Hobbit, acababa de ser publicado un año antes y apenas había comenzado
los largos años de trabajo en su obra épica para adultos, El Señor de los Anillos. Ese año,
Tolkien escribió el ensayo «Sobre los cuentos de hadas» para la conferencia Andrew
Lang, que tuvo lugar en la Universidad de St. Andrew (y que luego se publicaría en
1947)[10]. En ese ensayo, Tolkien intentó definir la naturaleza de los cuentos de hadas,
examinar las teorías sobre su origen y refutar la idea de que las historias mágicas
pertenecen al ámbito restringido de los niños. Esencialmente, defendió el ejemplo de su
futura obra maestra, devolviendo a la ficción mágica su lugar en la tradición literaria de
los adultos.
La asociación de los niños con los cuentos de hadas, señaló Tolkien, fue un accidente
de la historia doméstica. Comparó este tipo de relatos con las mesas y sillas viejas que se
desterraban al cuarto de los niños porque los adultos ya no las querían y no les
importaba que fueran maltratadas. Los cuentos de hadas, observó, no son
necesariamente relatos sobre hadas, sino sobre la fantasía, el reino crepuscular en el
que existen las hadas. Hay muchos cuentos de hadas en los que estas criaturas no
aparecen; son cuentos acerca de la magia y los seres maravillosos, y los hombres y
mujeres corrientes a quienes el hechizo cambia la vida. Compara los cuentos de hadas
con un puchero en el que se ha echado mitología, romance, historia, hagiografía, cuentos
populares y creaciones literarias para cocerlos a fuego lento durante siglos. Cada
narrador echa algo al cocido cuando escribe o narra un relato mágico, y los mejores se
cuelan en la olla colectiva. Shakespeare añadió La tempestad y El sueño de una noche de
verano, igual que hicieron Chaucer, Malory, Spenser, Pope, Milton, Blake, Keats, Yeats y
muchos otros autores que nunca escribieron para niños.
Fue sólo en el siglo XIX cuando la literatura y el arte de la magia se relegaron al
cuarto de los niños; irónicamente, en una época en que el interés de los adultos por ellos
no podía haber sido más grande. Antes de eso, los antiguos mitos y la épica habían
M
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ocupado un lugar de gran importancia en las artes literarias, mientras que sus primos
campesinos, los cuentos populares y de hadas, se dirigían a jóvenes y viejos por igual.
Cuando los cuentos de hadas pasaron de la tradición oral a la literaria, lo hicieron como
relatos para adultos. En Occidente, los cuentos más antiguos publicados que conocemos
provienen de la Italia del siglo XVI: Le piacevoli notti de Giovan Francesco Straparola e Il
Pentamerone de Giambattista Basile. Ambos libros eran obras sofisticadas dirigidas a
adultos con educación; los relatos que contenían eran sensuales, violentos y complejos.
En las versiones antiguas de La bella durmiente, por ejemplo, no es un beso casto lo que
despierta a la princesa, sino los gemelos que da a luz después de que el príncipe llegara,
fornicara con ella y volviera a irse. Otro príncipe reclama el cuerpo muerto de
Blancanieves y se encierra con él; su madre, que se queja del olor de la chica muerta, se
siente aliviada cuando ella vuelve a la vida. La Cenicienta no se queda llorando en las
cenizas mientras unos pájaros azules que hablan revolotean a su alrededor; es una chica
lista y agresiva que está furiosa y busca su salvación. En el siglo XVII, los cuentos de
hadas renacieron gracias a la vanguardia francesa, sobre todo las mujeres escritoras que
no podían entrar en la Academia. Los escritores parisinos vistieron los viejos cuentos de
campesinos con las sedas y joyas de moda, utilizando los cuentos de hadas para criticar
tímidamente la vida aristocrática. (Tan popular era esta variante artística que cuando al
fin se hizo una recopilación de cuentos franceses, ésta ocupaba los veinticuatro tomos
de una obra llamada Les Cabinet de Fées). A finales del siglo XVIII y principios del XIX, los
románticos alemanes (Goethe, Tieck, Novalis, De La Motte-Fouqué, etc.) crearon obras
con temas místicos inspirados en mitos y cuentos de hadas, mientras sus compatriotas
los Hermanos Grimm preparaban su famoso e influyente libro Cuentos populares
alemanes. En la Inglaterra del siglo XIX, las obras de los románticos alemanes eran muy
populares, y la primera traducción inglesa de la recopilación de los Grimm (en 1823)
avivó el fuego del interés Victoriano por todo lo que tenía que ver con la magia y las
visiones.
La Inglaterra victoriana estaba inundada de hadas. Bailaban en el escenario de
ballet, saltaban en elaboradas producciones teatrales, desfilaban en enormes pinturas
expuestas en la Royal Academy. El extremo interés del público por las hadas se debía en
gran parte a la revolución industrial y a las convulsiones sociales provocadas por esta
nueva economía. A medida que las costumbres del campo inglés desaparecían para
siempre debajo del mortero y el ladrillo, las hadas fueron pasando a encarnar un
sentimiento de nostalgia por un modo de vida que se estaba perdiendo. Cuando el
interés por las tradiciones mágicas alcanzó el punto culminante, sucedió una cosa
peculiar: los cuentos de hadas empezaron a verse expulsados de los salones y relegados
a las habitaciones de los niños. La repentina explosión de libros de cuentos de hadas
dirigidos al público infantil tenía dos causas principales. La primera es que los
Victorianos tenían una idea romántica de la «infancia» hasta extremos nunca vistos:
antes no había sido considerada muy diferente de la vida adulta. (El concepto moderno
de la infancia como un tiempo especial para jugar y explorar tiene su origen en estos
ideales Victorianos, aunque en el siglo XIX sólo se daba en las clases altas. Los niños de
las clases modestas todavía trabajaban muchas horas en el campo y las fábricas, tal
como Charles Dickens describió en sus obras y experimentó de niño). La segunda razón
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fue el crecimiento de una nueva clase media que tenía tanto cultura como dinero.
Explotar la relación amorosa victoriana con la infancia reportaba beneficios
económicos; los editores habían hallado un mercado y necesitaban productos para
llenarlo. Podían conseguir un material narrativo barato saqueando los cuentos de hadas
de otras tierras, simplificándolos para los jóvenes lectores y alterando luego los relatos
de acuerdo con las rígidas normas de la época: convirtiendo a las heroínas en
muchachas victorianas pasivas, modestas y obedientes y a los héroes en sujetos de
mandíbula cuadrada recompensados por sus virtudes cristianas.
En su conferencia Andrew Lang (llamada así en honor de uno de esos editores tan
Victorianos, aunque no el peor, ni muchísimo menos), Tolkien censuró estos cambios en
la antigua tradición de los cuentos: «Desterrados así los cuentos de hadas, desgajados
del conjunto del arte adulto, acabarían por ser destruidos; y de hecho han sido
destruidos en la medida en que han sido desterrados». Tolkien se habría desanimado de
veras de haber sabido que lo peor aún estaba por venir, porque Walt Disney haría más
daño a los cuentos que todos los editores Victorianos juntos. Precisamente el año
anterior, Disney había estrenado Blancanieves, su primer largometraje animado,
realizando profundos cambios en esta historia de la relación envenenada de una madre
y una hija. Disney amplió el papel del príncipe, convirtiendo el personaje de mandíbula
cuadrada en una pieza fundamental del argumento; transformó a los enanos en unas
criaturas cómicas y adorables (y completamente asexuadas). En esta versión con
canciones, bailes y silbidos, sólo la reina conserva parte de su antiguo poder. Es una
figura realmente aterradora, y mucho más convincente que Blancanieves con su risa
tonta, que se mete en la piel de Cenicienta, oprimida pero resuelta. Eso es lo que
confiere a la interpretación de Disney un sabor peculiarmente norteamericano, dando a
entender que lo que estamos viendo es la historia de un pobre que se convierte en rico
al estilo de Horatio Alger. (De hecho, es la historia de un rico que se convierte en pobre y
luego en rico otra vez, que pierde sus privilegios para recuperarlos después. La belleza
de linaje y la clase de origen de Blancanieves, no sus dotes de ama de casa, le garantizan
la salvación). Aunque la película fue un éxito comercial y ha gozado del cariño de varias
generaciones de niños, los críticos han protestado a lo largo de los años por los grandes
cambios que hicieron, y siguen haciendo, los estudios Disney cuando narran este tipo de
cuentos. El propio Walt respondió: «Lo que pasa es que la gente de ahora no quiere los
cuentos de hadas tal como se escribieron. Eran demasiado escabrosos. De cualquier
manera, es probable que todo el mundo termine recordando la historia tal como
nosotros la hemos filmado». Desgraciadamente, el tiempo le ha dado la razón. Gracias a
las películas, los libros, los juguetes y el merchandising que se han extendido por todo el
mundo, hoy en día es Disney, no Tolkien, el nombre que más se asocia a los cuentos de
hadas.
Disney, y los libros de imitación que generó, tiene gran parte de la responsabilidad
de nuestras ideas modernas sobre los cuentos de hadas y su exclusiva adecuación para
los niños pequeños. Y no todos los niños, arguye Tolkien con convicción en «Sobre los
cuentos de hadas». Los niños, dice, no pueden considerarse una clase aparte de seres
que comparten todos los gustos. Algunos niños, igual que algunos adultos, nacen con un
apetito natural de cosas maravillosas, mientras que otros, aunque crezcan a su lado, no
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lo tienen. Los que nacemos con este apetito solemos comprobar que no disminuye con
la edad, a menos que la sociedad nos enseñe a reprimirlo o sublimarlo. Tolkien, por
supuesto, fue uno de los niños hambrientos de criaturas maravillosas y aventuras
mágicas. «Yo penaba por los dragones con un profundo deseo», dice elocuentemente. Y
sin embargo, advierte, los cuentos de hadas no eran lo único que le interesaba de niño.
Había muchas cosas que le gustaban tanto como ellos, o incluso más: la historia, la
astronomía, la botánica, la gramática y la etimología. La pasión por los cuentos de hadas
se profundizó «ya en el umbral de los años mozos», se «la despertó la filología». Y, añade
casi como en un aparte, «la guerra la aceleró y desarrolló del todo».
Yo penaba por los dragones con un profundo deseo. La mayoría de los lectores de
Tolkien, sospecho, han sentido lo mismo alguna vez. Desde luego yo lo sentí, y sin
embargo también deseaba muchas otras cosas, y la música, no los libros, desempeñó un
papel mucho más importante en mis primeros años. Se despertó en mí un interés mayor
por los cuentos de hadas, como en el caso de Tolkien, «ya en el umbral de los años
mozos», y, como a él, «la guerra lo aceleró», de una manera peculiar. Antes de
abandonar las hermosas colinas verdes de la Inglaterra de Tolkien para volver a Estados
Unidos, me gustaría dedicar un momento a la contemplación de la guerra en relación a
los cuentos de hadas. Tolkien no se demora en este aspecto en el texto de su conferencia
Andrew Lang, y no obstante (tal como afirman los estudiosos de Tolkien), la experiencia
de un mundo en guerra, del mal que amenazaba la tierra que él amaba, es lo que guía
cada una de las páginas del viaje de Frodo a través de la Tierra Media. Esto —junto al
elegante marco de mitología y filología en el que está construida la historia— es lo que
hace que El Señor de los Anillos no sea sólo simple entretenimiento, sino verdadera
literatura.
Otro gran escritor fantástico, Alan Garner[11], escribió sobre su experiencia infantil en
Inglaterra durante la segunda guerra mundial, y cómo esa experiencia afecta la
composición de ficción mágica. «Mi esposa —observa Garner— afirma que en la
literatura infantil reciente encuentra pocas cosas a las que ella pueda llamar literatura.
Se preguntó cómo era posible, después de la Edad de Oro que hubo entre finales de la
década de los cincuenta y finales de la de los sesenta. Y descubrió que por lo general los
escritores de esta Edad de Oro habían sido niños durante la segunda guerra mundial:
una guerra que se ensañó con los civiles. La atmósfera en la que crecieron estos niños y
jóvenes era la de una comunidad y una naturaleza enteras unidas contra el mal
absoluto, que se manifestaba en la persona de Hitler. Veían a sus padres asustados. La
muerte era una posibilidad constante. […] Por lo tanto, la vida cotidiana se vivía en un
plano mítico: el Bien absoluto contra el Mal absoluto; de la necesidad de resistir, de
sobrevivir a todo lo necesario, de templarse en el horno que hiciera falta. […] Los niños
que nacieron escritores, y que eran adolescentes cuando se conoció toda la magnitud
del horror [de los campos de concentración], fueron incapaces de obviar esas
cuestiones; y en sus libros hablaron de temas profundos, aunque disfrazándolos, y
llegarían a hacer literatura de verdad. La generación que siguió no tuvo ese estímulo y
sus textos son, en comparación, decadentes y triviales».[12]
Aunque estoy de acuerdo en que el «horno de temple» de la guerra fue el origen de
unas excelentes obras fantásticas, me gustaría indicar que se pueden hallar temas
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míticos en otros aspectos de la vida, incluyendo el ámbito doméstico que ha sido el
dominio histórico de las mujeres. Echemos un vistazo al campo de la ficción mágica
publicada durante el siglo XX, un campo que, gracias a Tolkien, creció con rapidez a
partir de los años sesenta. Es posible dividir estos libros en dos tipos de historias, que
están relacionadas pero son diferentes: las que tienen su origen en los temas, los
símbolos y el lenguaje de los mitos, la épica y el romance, y las que lo tienen en el
material más humilde del folclore y los cuentos de hadas. La primera categoría incluye
relatos de dimensiones épicas llenos de emocionantes aventuras y batallas heroicas de
las que depende el destino de mundos o al menos reinos enteros. La otra categoría
incluye historias mucho más pequeñas, de naturaleza más personal: historias de ritos
individuales de cambio y transformación personal.[13] Históricamente, la literatura épica
era compuesta por hombres de clases privilegiadas y conservada por bardos, monjes,
estudiosos y editores que habían recibido una gran educación. La tradición oral de los
cuentos populares, en cambio, era más bien campesina y en gran parte femenina.
Incluso sus defensores literarios masculinos (Basile, Straparola, Perrault y los Grimm)
reconocieron que la fuente de su material eran narradoras femeninas. Lo que me
interesa de esto es que la evidente predilección de Tolkien por la primera categoría fue
«acelerada» por su experiencia bélica en su variante más épica: los grandes horrores de
la segunda guerra mundial. Mi predilección por la segunda categoría se debe a un tipo
distinto de guerra, una guerra personal, un crisol reservado al frente doméstico.
En los años sesenta, cuando los hobbits y elfos de Tolkien atravesaron el ancho
Atlántico, yo era una niña de una familia norteamericana de clase trabajadora. Mi
padrastro era camionero, con frecuencia estaba sin trabajo y generalmente bebía; mi
madre mantenía unida a la familia trabajando en dos, tres o hasta cuatro empleos
diferentes al mismo tiempo, todos de baja categoría, mal pagados, deprimentes y
agotadores. Nuestra situación no era única, porque nos encontrábamos en el noreste
industrial, donde las empresas siderúrgicas y las fábricas que habían alimentado a las
generaciones anteriores estaban cerrando, una detrás de otra, y trasladándose al sur.
Tampoco era única la violencia diaria de nuestro hogar, una violencia que rompía
huesos, dejaba cicatrices y nos enviaba a los niños al hospital, donde los médicos
cansados y con exceso de trabajo (en la época en que todavía no había leyes de
protección de menores) nos suturaban, enyesaban y vendaban para enviarnos de nuevo
a casa. No había nada notable en ello. Los niños de los vecinos también tenían ojos
morados; sus padres también estaban en el paro. Que los hombres estaban enfadados
era algo que todos sabíamos. Que estaban asustados era algo que sólo comprendí
después. Mi padrastro no tenía nada en el mundo, sólo un hogar que podía gobernar
como un rey, y la única hombría que le quedaba estaba en sus puños. Mis hermanos y yo
no necesitábamos escuchar las bombas de Hitler para comprender cómo era Sauron; no
necesitábamos el Tercer Reich para sentirnos indefensos como hobbits.
Y cuando tuve catorce años descubrí los libros de Tolkien. Empecé La Comunidad del
Anillo en el autobús del colegio en algún momento del año, y contemplé completamente
estupefacta cómo la Tierra Media se abría ante mí. La cultura, en aquel entonces, venía
sobre todo de la radio y la televisión, donde «The Brady Bunch» resultaba mucho más
increíble que cualquier cuento de hadas. Pero aquí, aquí, en este libro fantástico
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encontré realidad, y verdad, porque la nuestra era una infancia en la que el bien y el mal
no eran solamente conceptos abstractos. Aquí, la batalla mortal entre los dos era una
cosa tangible. La oscuridad se extendía sobre la Tierra Media, corrompiendo todo
cuanto tocaba, y sin embargo el héroe perseveraba, armado con la magia más grande de
todas: la lealtad de sus amigos y el coraje de un corazón noble. Leí la gran trilogía de
Tolkien de un golpe, y me cambió profundamente… no, debo añadir, porque los libros
me satisficieran de verdad. Lo que hicieron fue volver a despertar mi gusto por la magia,
mi viejo deseo de dragones. Pero aun entonces, antes de que comprendiera qué era el
feminismo exactamente, advertí que no había lugar para mí, una chica, en la misión de
Frodo. Tolkien despertó un anhelo en mí… y entonces me volví a otros libros, a Mervyn
Peake, E. R. Eddison, Lord Dunsany y William Morris, buscando por esos mágicos reinos
un país donde yo pudiera vivir.
Unos meses después de terminar El Señor de los Anillos, descubrí Hoja de Niggle de
Tolkien, un libro que contiene el texto ampliado del ensayo «Sobre los cuentos de
hadas». ¿Cómo explicar, ahora, el júbilo que me hizo sentir ese pequeño libro? Para que
se entienda, tal vez deba describir la escena con algo más de claridad. Imaginaos a una
chica, más bien baja, bastante magullada, de salud frágil y demasiado callada. Por las
noches, en aquella época en concreto, cuando era problemático ir a casa, solía dormir en
un refugio secreto que había hecho (que nadie conocía excepto un bedel comprensivo)
en un rincón oculto del almacén de utilería que había detrás del escenario del
auditorium del instituto. El terror y el agotamiento nunca han sido buenos educadores,
así que fue con un gran esfuerzo como avancé por la prosa de Tolkien, con las facultades
críticas llevadas al límite por este estudioso de Oxford. No lo comprendí todo, entonces.
Pero supe, de alguna manera, que aquel ensayo era para mí. «Fue en los cuentos de
hadas —me dijo Tolkien—, donde adiviné por primera vez el poder de las palabras y la
maravilla de las cosas como la piedra y la madera y el hierro; el árbol y la hierba; la casa
y el fuego; el pan y el vino». Sí, sí, sí, murmuré emocionada, porque yo también había
sentido eso. Y esto: «Yo penaba por los dragones con un profundo deseo. Claro que yo,
con mi tímido cuerpo, no deseaba tenerlos en la vecindad […] Pero el mundo que incluía
en sí hasta la fantasía de Fafnir era más rico y bello, cualquiera que fuese el precio del
peligro». Y especialmente esto: «… una de las enseñanzas de los cuentos de hadas (si
puede hablarse de enseñanza en las cosas que no la imparten) es que a la juventud
inexperta, abúlica y engreída, el peligro, el dolor y el aleteo de la muerte suelen
proporcionarle dignidad y hasta en ciertos casos sentido común».
Lo que saqué de este ensayo, con la misma imperfección con la que lo comprendí
entonces, era que antaño los cuentos de hadas habían sido mucho más que dibujos de
Disney. Así que volví al libro de cuentos que había sido mi favorito cuando era pequeña:
The Golden Book of Fairy Tales, traducido del francés por Marie Ponsot, con las
exquisitas y deliciosas ilustraciones de Adrienne Segur. Y fue allí donde encontré al fin
la tierra por la que podía vagar, el agua que apagaría mi sed y la comida que calmaría mi
dolor de vientre. Porque había tenido mucha suerte de niña: ésta no era una colección
expurgada. Los cuentos, en su mayor parte provenientes de Rusia y Francia, habían sido
abreviados para jóvenes lectores, pero no simplificados. Tolkien no había disfrutado
nunca con los cuentos franceses de D’Aulnoy y Perrault, pero en su imaginería rococó
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hallé exactamente lo que había estado buscando: historias íntimas que hablaban, con
una lengua codificada, de transformaciones personales. Eran relatos de niños
abandonados en el bosque; de hijas envenenadas por su madre; de hijos obligados a
traicionar a sus hermanos o hermanas; de hombres y mujeres muertos por los lobos, o
prisioneros en torres sin ventanas. Leí la historia de la chica que no podía hablar si no
quería hacer daño a sus hermanos-cisnes; leí, con el corazón palpitante, la historia de
Piel de Asno, con quien quería acostarse su propio padre. Los relatos que más me
afectaron eran variaciones sobre un tema arquetípico: una persona joven con graves
problemas parte, sola, atravesando los bosques profundos y oscuros, armada sólo con
su inteligencia, clarividencia, resolución, coraje y compasión. Estas virtudes son las que
nos hacen identificar a los héroes; éstas son las herramientas con las que se abren
camino. Sin ellas, ninguna magia puede salvarlos. Están a merced del lobo y la bruja
malvada.
Un año después, mi vida experimentó la inevitable crisis de un cuento de hadas
clásico. Pedí un vestido del color de la luna, del color del sol, del color del cielo, pero
nada de lo que hacía mantenía el mal a raya, así que escapé. Viví en las calles de una
ciudad distante, guardando mis pertenencias en un pequeño saco: dos pantalones
tejanos, dos camisas de franela, un saco de dormir sucio y The Golden Book of Fairy
Tales. Como Frodo Bolsón, descubrí que tenía el don de hacer amigos de verdad; y como
los héroes de los cuentos de hadas, al atravesar el bosque aprendí que ninguna
amabilidad, por pequeña que sea, queda sin recompensa. Aprendí a distinguir un amigo
de un enemigo y encontré personas que me ayudaron en el camino, guías animales y
hadas vestidas con los disfraces más inverosímiles.
Un año después, gracias a una magia tan poderosa como cualquier anillo encantado,
encontré abrigo en una pequeña facultad del medio oeste. Fue allí donde descubrí el
legado que nos había dejado J.R.R. Tolkien: un nuevo género editorial llamado literatura
fantástica que tenía sus raíces en la mitología y la magia. Fue muy importante para mí
que algunos de esos libros estuvieran escritos por mujeres: Ursula K. Le Guin, Patricia A.
McKillip, Joy Chant, Susan Cooper, C. L. Moore y muchas otras, estelas resplandecientes
que me indicaban el camino hacia las tierras donde deseaba construir mi hogar. Estudié
literatura, folclore y trabajos de mujeres, y satisfice el hambre con las obras
especializadas de Katherine Briggs, la ficción de Sylvia Townsend Warner y Angela
Carter, la poesía de los cuentos de hadas de Anne Sexton, los dibujos de cuentos de
hadas de Jessie M. King… Todo lo cual demostraba que Tolkien había tenido razón: los
cuentos de hadas podían elevarse a la categoría de arte. Y que incluso yo, una muchacha
de clase trabajadora, podía poner algo en el caldero de la historia.
La facultad, para mí, fue salir del oscuro bosque y llegar a un lugar más luminoso, a
las tierras fértiles donde es posible decir vivieron felices y comieron perdices. Esto no
significa, naturalmente, que sea una vida libre de dificultades o retos, sino que es una
vida con las cualidades que Tolkien exigía del final de un cuento de hadas: el consuelo y
la alegría de lo que él llamaba «una gracia milagrosa». Por mucho cariño que tenga a
esta tierra luminosa, en ocasiones regreso al bosque, de nuevo a la oscuridad, de nuevo
al había una vez de la historia interminable. Ahora, no obstante, mi papel es diferente.
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Ya no soy el héroe que lucha por salir de allí; soy la que espera al lado del camino,
disfrazada y dispuesta a iluminar la senda de los que vienen detrás.
Dondequiera que me encuentre en ese camino, normalmente Tolkien ha estado
antes allí. Si alguna vez me lo encuentro frente a frente en ese bosque, le daré la mano.
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BIOGRAFÍA DE LOS AUTORES
KAREN HABER es autora de ocho novelas, entre ellas Star Trek Voyager: Bless the Beasts
(Pocket Books) y tres trilogías de Daw Books, Woman Without a Shadow, The War
Minstrels y Sister Blood. Es coautora de Science of the X-Men. Varios cuentos suyos han
aparecido en Isaac Asimov’s Science Fiction Magazine, The Magazine of Fantasy and
Science Fiction y numerosas antologías, entre las cuales se encuentran Sandman: Book of
Dreams y Alien Pets. Vive en Oakland, California.
GEORGE R. R. MARTIN es el galardonado autor de cinco novelas entre las que están
Fever Dream y The Armageddon Rag. Los últimos diez años ha trabajado como guionista
de cine y televisión y fue el productor de la serie de televisión «La bella y la bestia»,
además de editor argumental de «The Twlight Zone». Después de un paréntesis de diez
años, ha vuelto a dedicarse exclusivamente a escribir novelas y en la actualidad trabaja
en A Dance with Dragons, el cuarto libro de su serie «Canción de Hielo y Fuego».
El último libro de RAYMOND E. FEIST, Krondor, the Assassins, es la segunda entrega de la
serie de Riftwar Legacy y la continuación de Krondor, the Betrayal. Sus novelas
anteriores incluyen Magician, Silverthorn, Cuento de hadas, Prince of Blood y The King’s
Buccanner, además de los cuatro libros de la Saga de Serpentwar, que aparecieron en la
lista de libros más vendidos del New York Times. Es el creador del popular juego de
ordenador Betrayal at Krondor —que obtuvo el premio al mejor juego del año de
Computer Magazine— y de su continuación, Return to Krondor.
POUL ANDERSON nació en Estados Unidos y era hijo de padres escandinavos, de ahí su
apellido. Estudió Física en la Universidad de Minnesota y luego pasó a dedicarse a la
escritura. En 1953 se mudó a la zona de la bahía de San Francisco y se casó con Karen
Kruse, que trabajó con él como asesora y colaboradora. Su hija Astrid está casada con su
colega Greg Bear y les ha dado dos nietos. Anderson es muy conocido en los ámbitos de
la ciencia ficción y la fantasía y recibió numerosos galardones, incluyendo siete premios
Hugo, cuatro Nebula, el J.R.R. Tolkien Memorial y el Grand Master of the Science Fiction
and Fantasy Writers of America. Entre sus obras fantásticas se encuentran La espada
rota, Tres corazones y tres leones, La saga de Hrolf Kraki, The Merman’s Children, El rey de
Ys (con Karen Anderson), Operation Chaos, Operation Luna y Mother of Kings. Falleció en
agosto de 2001.
MICHAEL SWANWICK ganó el premio Hugo al mejor cuento de ciencia ficción en 1999 y
2000, además de los premios Nebula, Theodore Sturgeon y World Fantasy. Es autor de
seis novelas y sesenta cuentos, todos de ciencia ficción o fantasía. En 1997 publicó su
novela Jack Faust y en el año 2000 dos recopilaciones de cuentos: Moon Dogs y Tales of
Old Earth. Su última novela, Bones of the Earth, fue publicada por Eos en el 2002. Vive en
Filadelfia con su esposa, Marianne Porter, y su hijo, Sean.
ESTHER FRIESNER es autora de veintinueve novelas y más de un centenar de cuentos,
además de editora de seis populares antologías. Sus obras se han publicado en Estados
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Unidos, el Reino Unido, Japón, Alemania, Rusia, Francia e Italia. Sus artículos sobre la
escritura de ficción han aparecido en Writer’s Market y Writer’s Digest Books. Además de
ganar dos veces seguidas el premio Nebula al mejor cuento (1995 y 1996, de la
asociación Science Fiction Writers of America), fue finalista de los premios Nebula en
otras dos ocasiones y del Hugo en una. Obtuvo el premio Skylark de NESFA y el que
corresponde al mejor escritor novel de fantasía de 1986 otorgado por Romantic Times.
Vive en Connecticut con su esposo, dos hijos, dos gatos orgullosos y una población de
hámsters fluctuante.
HARRY TURTLEDOVE nació en Los Ángeles en 1949. Después de suspender en Caltech,
obtuvo un doctorado en Historia Bizantina en la UCLA. Ha sido profesor de historia
antigua y medieval en la UCLA, en Cal State Fullerton y en Cal State L. A., y ha publicado
una traducción de una crónica bizantina del siglo IX y varios artículos especializados.
Además es escritor a tiempo completo de ciencia y ficción fantástica; gran parte de su
obra está dedicada a la ficción histórica o a la fantasía basada en la historia. Sus últimos
lanzamientos incluyen Colonization: Down to Earth, ambientado en el universo de los
libros de Worldwar, y Darkness Descending, una obra fantástica de alta tecnología, que
también es la segunda entrega de una serie. Su novela de ficción histórica Down in the
Bottomlands obtuvo el premio Hugo de su categoría en 1994. Su novela corta de ficción
histórica «Must and Shall» fue finalista del premio Hugo en 1996 y del Nebula en 1997.
«Forty, Counting Down» fue finalista del Hugo en el 2000. Está casado con la escritora
Laura Frankos Turtledove. Tienen tres hijas, Alison, Rachel y Rebecca.
Las aplaudidas novelas del Mundodisco de TERRY PRATCHETT han encabezado las
listas de ventas del Reino Unido durante más de una década y han vendido más de
veinte millones de ejemplares en todo el mundo. El humor satírico e irreverente de
Terry Pratchett lo ha situado en el panteón de los más célebres escritores de parodias
literarias del planeta.
ROBIN HOBB es autora de la Trilogía de Farseer (Assassins Appretice, Royal Assassin y
Assassins Quest) y de la Trilogía de Liveship Traders (Ship of Magic, Mad Ship y Ship of
Destiny). Actualmente está trabajando en The Tawny Man. El primer libro se titula Foo
Vs Errand y fue publicado en febrero de 2002. Vive en Tacoma, Washington. Para más
información, véase la página web de Hobb en http://robinhobbonline.com.
URSULA K. LE GUIN ha publicado más de ochenta cuentos, dos recopilaciones de
ensayos, diez obras infantiles, varios libros de poesía y dieciséis novelas, incluyendo la
Trilogía de Terramar, La rueda celeste y La mano izquierda de la oscuridad. Entre los
galardones que ha obtenido se encuentra el premio National Book, cinco premios Hugo
y cuatro Nebula, el premio Kafka, un Pushcart y el Howard Vursell de la American
Academy of Arts and Letters. Vive en Portland, Oregón.
DIANE DUANE es autora de más de veinte novelas de ciencia ficción y fantasía, entre las
que se encuentran Spock’s World y Dark Mirror, que figuraron en la lista de libros más
vendidos del New York Times, su popular serie de fantasía Wizard y Venom Factor, un
libro de Spiderman, además de otras novelas ambientadas en el universo de «Star
Trek». Vive con su esposo, Peter Morwood, en un valle rural de Irlanda. Diane y Peter
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han escrito cinco novelas, incluyendo The Romulan Way, que también apareció en la
lista de éxitos de ventas del New York Times.
DOUGLAS A. ANDERSON publicó su primer libro, El Hobbit anotado, en 1988. Ha
corregido el texto de El Señor de los Anillos tanto en la edición estadounidense como en
la británica, y ambas versiones contienen una nota introductoria suya. Además es
coautor (con Wayne G. Hammond) de J.R.R. Tolkien: A Descriptive Bibliography (1993).
También ha compilado otros libros, entre ellos The Dragon Path: Collected Tale of
Kenneth Morris (1995) y una reedición de The Marvellous Land of Snergs de E. A. Wyke-
Smith (1996), un libro infantil publicado por primera vez en 1927 y en el que se inspiró
El Hobbit.
Nadie había ganado dos años seguidos los premios Hugo y Nebula a la mejor novela
hasta que ORSON SCOTT CARD los obtuvo por El juego de Ender y su continuación, La
voz de los muertos, en 1986 y 1987. Ender el xenocida (1991) e Hijos de la mente (1996)
siguieron la serie, y una nueva novela de la serie de Ender, titulada La sombra de Ender,
fue publicada en agosto de 1999 (Tor Books). Actualmente se está rodando la versión
cinematográfica de El juego de Ender, con Card como guionista. Tal vez la obra más
innovadora de Card sea la serie de fantasía norteamericana de Alvin el Hacedor, cuyos
primeros cinco libros, El séptimo hijo; El profeta rojo; Alvin, el aprendiz; Alvin, el oficial y
Fuego del corazón, están ambientados en una versión mágica de la frontera
norteamericana. Card es autor de dos ensayos sobre la escritura: Character and
Viewpoint y How To Write Science Fiction and Fantasy, el último de los cuales ganó el
premio Hugo en 1991, y ha impartido cursos de escritura en varias universidades y
talleres. Vive con su familia en Greensboro, Carolina del Norte.
CHARLES DE LINT se dedica exclusivamente a la escritura y la música; en la actualidad
reside en Ottawa, Canadá, con su esposa, Mary Ann Harris, música y artista. Sus libros
más recientes son la novela Forests of the Heart (Tor Books, 2000) y Triskell Tales, una
recopilación de cuentos ilustrada (Subterranean Press, 2000). Otras publicaciones
recientes incluyen una edición de bolsillo de la novela Svaha (Orb, 2000), además de
Someplace to Be Flying (Tor Books, 1999) y Moonlight and Vines, una tercera
recopilación de relatos de Newford que recientemente obtuvo el premio World Fantasy
(Tor Books, 2000). Para más información sobre su obra, véase su página web en
www.charlesdelint.com.
LISA GOLDSTEIN, finalista de los premios Hugo, Nebula y World Fantasy, ha publicado
ocho novelas, entre las que destaca Dark Cities Underground, de Tor. The Red Magician
ganó el premio American Book al mejor libro en edición de bolsillo, y la recopilación de
cuentos Travellers in Magic (Tor Books, 1994), tuvo una excelente acogida. Publica
cuentos con regularidad en muchas revistas, incluyendo Asimov’s. Vive en Oakland,
California, con su esposo y su precioso perro Spark.
GLENN HERDLING descubrió a J.R.R. Tolkien en 1978, cuando con dos amigos realizó
una adaptación en cómic de El Hobbit para sufragarse el viaje de fin de curso a
Washington, D. C. Como referencia para los personajes, consultó los calendarios de J.R.R.
Tolkien ilustrados por los hermanos Hildebrandt. Esa experiencia le ayudó a ver
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cumplidas dos ambiciones de su vida: introducirse en la industria del cómic y conocer a
Greg y Tim Hildebrandt y trabajar con ellos. Entró en Marvel Comics cuando aún
estudiaba en la Universidad de Bucknell, en 1986, como interino editorial. En 1995
abandonó Marvel para trabajar como director creativo en el estudio de los hermanos
Hildebrandt.
TIM Y GREG HILDEBRANDT eran prácticamente desconocidos como artistas cuando se
les presentó la oportunidad de ilustrar el calendario de Ballantine de 1976, basado en El
Señor de los Anillos de J.R.R. Tolkien. Continuaron ilustrando los calendarios de Tolkien
los dos años siguientes; el de 1978 vendió más de un millón de ejemplares. Luego
ilustraron la popular novela de Terry Brooks La espada de Shanarra. En cuanto al cine,
hicieron los pósters del reestreno de Barbarella de 1979 y de la película fantástica Furia
de titanes, además del famosísimo póster de La Guerra de las Galaxias. Luego escribieron
(con Jerry Nichols) e ilustraron una novela de fantasía épica, Urshurak. En 1997
publicaron Star Wars: The Art of Greg and Tim Hildebrandt, y en 2001, Greg and Tim
Hildebrandt: The Tolkien Years.
TERRI WINDLING es escritora, editora, pintora y ganadora del premio World Fantasy en
seis ocasiones, además de una apasionada defensora de la literatura fantástica y las
artes míticas. Como autora, ha publicado The Wood Wife (que obtuvo el premio
Mythopoeic), A Midsummer Night’s Faery Tale, The Winter Child, y The Raven Queen,
entre otras novelas, junto con una columna regular sobre mitos y folclore en la revista
Realms of Fantasy. Como compiladora, ha editado numerosas antologías, muchas de
ellas con Ellen Datlow, incluyendo la serie de cuentos de hadas para adultos Snow White,
Blood Red, los volúmenes anuales de The Years Best Fantasy & Horror, Sirens, The
Armless Maiden, la serie Borderland (para adolescentes) y A Wolf at the Door (para
niños). Después de trabajar como editora de fantasía para Ace Books, es asesora
editorial de literatura fantástica de Tor Books desde 1985.
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Notas
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[1] En Escandinavia, nombre que se daba a los guerreros poetas. (N. del ed.) <<
[2] Acrónimo de uso común en Internet con el que el autor de una aplicación de libre
distribución rechaza toda responsabilidad sobre los efectos de su programa en
cualquier equipo informático. (N. del ed.) <<
[3] «Es algo mucho, mucho mejor que hago / que he hecho nunca…» El efecto que explica
la autora se pierde en la traducción. (N. del ed.) <<
[4] En la edición de Minotauro, 2002, las páginas citadas se encuentran entre las pp. 165-
177. (N. del ed.) <<
[5] La primera película, La Comunidad del Anillo, se estrenó el 18 de diciembre de 2001 y
la segunda, Las Dos Torres, el 18 de diciembre de 2002. La tercera entrega se espera
para las Navidades de 2003. (N. del ed.) <<
[6] Véase el Génesis 22, 13. (N. del ed.) <<
[7] Juego de palabras intraducible entre fairy (hadas) y fair (justo/a). (N. del ed.) <<
[8] En inglés, «montón de basura», entre otras cosas. (N. de la T.) <<
[9] Conejo, en inglés, es rabbit. (N. de la T.) <<
[10] En Essays Presented to Charles Williams, Oxford University Press, 1947. [Este ensayo
fue publicado posteriormente en Árbol y hoja. (N. del ed.) <<
[11] Autor de The Owl Service, Elidor, Red Shift, Strandloper y otros libros excelentes. <<
[12] En su colección de ensayos The Voice That Thunders, The Harvill Press, 1998. <<
[13] Por supuesto, hay autores que escriben de los dos modos. El propio Tolkien adoptaba
la voz de los cuentos de hadas en sus ficciones más breves. <<
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