antologÍa de fantasmas. introducciÓn a los cuentos de terror

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EL FANTASMA DEL MAYOR SYDENHAM DE JOSEPH GLANVIL EL RAYO DE LUNA DE GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER LA MUJER ALTA (CUENTO DE MIEDO) DE PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

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Tres relatos que deberíais conocer... Los cuentos de terror, también conocidos como cuentos “de horror” o “de miedo”, son composiciones literarias breves, que utilizan la fantasía para lograr su principal objetivo, que puede ser desde provocar el escalofrío, la inquietud o el desasosiego hasta, como su nombre indica, el “terror” en el lector. “La historia del cuento de miedo es la historia de un instante fugaz que va desde que la razón abre la puerta de lo oculto hasta que lo oculto empieza a manifestarse dentro de la razón”. - RAFAEL LLOPIS. No nos es ajeno que, desde los tiempos más remotos de la humanidad, el hombre ha utilizado la existencia de seres fantásticos para, en ciertos casos, dar explicación a algunos fenómenos o simplemente como una consecuencia de sus fantasías más profundas.

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Page 1: ANTOLOGÍA DE FANTASMAS. INTRODUCCIÓN A LOS CUENTOS DE TERROR

EL FANTASMA DEL MAYOR SYDENHAM

DE JOSEPH GLANVIL

EL RAYO DE LUNA DE

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

LA MUJER ALTA (CUENTO DE

MIEDO) DE

PEDRO ANTONIO DE ALARCÓN

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Introducción a los

Cuentos de Terror

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Índice

General:

Índice………………………………3Créditos…………………………….4Sinopsis…………………………….5Prólogo…………………………….6Introducción……………………....23

Bibliografía……………………...107

Cuentos:

El fantasma del Mayor Sydenham……44El rayo de luna....................................51 La mujer alta. Cuento de miedo...........73

Biografías:

Joseph Glanvil……………………….49Gustavo Adolfo Bécquer ………..……70Pedro Antonio de Alarcón ………..…103Los siguientes relatos han sido seleccionados de entre los XIX que aparecen en el original

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EDITORJavier RODRÍGUEZ

 COORDINACIÓN EDITORIALMarisa LÓPEZ DE PARIZA

 .COORDINADOR DE LA COLECCIÓN

Antonio BALLESTEROS 

TRADUCCIÓNJulio Ángel OLIVARES

 MAQUETACIÓN

María PÉREZ MARTÍN 

IMPRESIÓNFernández Ciudad, S.L.

DEPÓSITO LEGALM. 45.100-2003

 .ISBN

84-95537-70-2. 

EDITAEdiciones Jaguar, S.A.

Laurel, 23. 28005 Madrid.E-mail: [email protected]

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Sinopsis

El relato de fantasmas es una de las formas más fructíferas y perfectas de toda la tradición literaria y las páginas del presente volumen contienen ecos sobrenaturales que provienen en su mayor parte de lo que podríamos denominar la 'Edad de Oro', del cuento espectral. Fruto de la obsesión por lo oculto y por la inevitable realidad humana del temor y la expectación ante la muerte, esta magnífica recopilación nos conduce desde las postrimerías del siglo XVIII hasta los albores del siglo XX, centrándose principalmente en el apogeo del fantasma en la segunda mitad de la centuria decimonónica. Los nombres de Joseph Glanvil, Daniel Defoe, el Marqués de Sade, William Harrison Ainsworth, Walter Scott, Edgar Alan Poe, Joseph Sheridan Le Fanu, Charles Dickens, Mary Elizabeth Braddon, Amelia D. Edwards, Gustavo Adolfo Bécquer, Mark Twain, Pedro Antonio de Alarcón, Auguste Villiers de L’Isle-Adams, Guy de Maupassant, M.R. James, Algernon Blackwood, Lafcadio Hearn, Gilbert K. Chesterton… componen una polifonía espectral que hará las delicias de los aficionados al género y, por extensión, de los que disfrutan con la literatura terrorífica de calidad. Esta obra rescata así textos de autores cuya calidad literaria es reconocida en los ámbitos especializados pero que hasta ahora no se habían dado a conocer al gran público. Ellos componen la polifonía narrativa que caracteriza esta antología junto con algunas voces de sobra conocidas.

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PRÓLOGO

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Prólogo

Dentro del género de la literatura de terror, el relato de fantasmas es una de las formas más consolidadas y cultivadas a lo largo y ancho de una tradición que, en conexión con la vertiente oral y popular que la precede, se remonta a tiempos remotos. El fantasma como tal antecede en sí al hecho literario. Y es que han existido fantasmas (imaginarios o no) desde el instante en el que el ser humano vislumbró —o anheló— la presencia en sí mismo de una dimensión espiritual, de un algo indefinible que nos ligaba a un más allá del que, hipotéticamente, se podía retornar para entablar una nueva relación con la existencia cotidiana. Nuestras ansias de encontrar respuestas a las preguntas más complejas de nuestra vida (de dónde venimos, adónde vamos cuando se produce el instante ora temido, ora esperanzado y siempre misterioso de la muerte) propició que nuestra mente, o nuestro sentimiento, proyectaran mediante la imaginación o la experiencia propia —no seré yo quien la discuta— los contornos espectrales, más o menos indefinibles, de una intangible forma ectoplásmica que, en última instancia, implica un deseo ferviente de inmortalidad. El fantasma nos trae a la memoria el hecho de que la muerte es la única certeza de nuestras vidas, y, sin embargo, se trata de lo más ignoto, lo más desconocido, lo más misterioso que nos acecha.

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Prólogo

Toda religión, si lo reflexionamos, lleva consigo la creencia en “fantasmas”, y, en este sentido, y por limitar una cuestión que aquí sólo podemos esbozar, las antiguas mitologías, leyendas y epopeyas del Oriente Próximo y Medio, a través de su contacto en el pueblo hebreo, dejaron su huella en las obras que componen el Antiguo Testamento, recopilación en la que las visiones fantasmales son recurrentes y, en algunas ocasiones, aterradoras. El mejor ejemplo de ello, por citar uno, es la aparición de un espíritu en el Libro de Job. Por extensión, nadie puede llamarse a sí mismo cristiano si no está dispuesto a suscribir el hecho, incontestable para el creyente en dicha religión, de la existencia de fantasmas. No sólo la tercera persona de la Santísima Trinidad es denominada significativamente “Espíritu Santo” (en lengua inglesa, como en la mayoría de las lenguas germánicas, el término resulta aún más revelador: “Holy Ghost”), sino que el propio Cristo, después de su cruenta Pasión y muerte, vive tras la Resurrección una existencia “fantasmal”, regresando a la Tierra desde el Cielo en repetidas ocasiones. Por extensión, las hagiografías (relatos de las vidas de los santos) están repletas de visitaciones fantasmales que conducen a la contemplación de Jesús, la Virgen María, un Apóstol concreto o cualquier otra persona canonizada, por no hablar de los ángeles, “mensajeros” (que es lo que significa el vocablo original en griego) enviados a este mundo desde sus empíreas alturas para cumplir con diferentes misiones.

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Prólogo

En los casos citados en último lugar, la presencia “espectral” —por así llamarla, aunque a algunos pueda antojársele una manera de hablar poco ortodoxa—, consiste en un contacto benéfico entre el plano de lo que denominamos realidad y el más allá (“desotra parte en la ribera”, como bellamente lo describe Quevedo en su inmortal soneto sobre el amor que supera las barreras de la muerte). Dicho vínculo es hasta perseguido por el asceta y, aún más, por el místico, deseoso de entrar en intimidad directa con la divinidad. La doctrina cristiana, sancionada por los sucesivos concilios y basándose en las Sagradas Escrituras, reitera una y otra vez la existencia de un orden sobrenatural que trasciende nuestra “realidad”. No obstante, dentro de la mentalidad dual en la que, en mayor o menor medida, nos movemos los seres humanos de todas las latitudes, la aparición de un espectro podía tener un origen demoníaco o maligno, y de esta dialéctica entre el bien y el mal, de la posibilidad de que la tentación diabólica esté detrás de la visión fantasmal, proviene la ambigüedad que produce una terrible inquietud y desazón en aquella persona que se encuentra cara a cara con el ectoplasma. Como tal, los cuentos de fantasmas —que eclosionarán en las postrimerías de la época de la Ilustración y alcanzarán su fulgor a lo largo y ancho del siglo XIX— son un género tardío en el devenir de la historia literaria. Por supuesto, existen ilustres antecedentes que irán configurando paulatinamente esta tipología.

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Prólogo

Ya en el clasicismo grecolatino hallamos ejemplos ilustrativos de pasajes fantasmales, como en El satiricón de Petronio y Las metamorfosis, o el asno de oro de Apuleyo (ambas obras narrativas del siglo II). Más interesantes sin duda son algunos escritos de Plinio el Joven, cautivado por el tema. En uno de ellos se documenta el relato de un tal Curtius Rufus, quien, en tierras africanas, contempló la aparición de una mujer gigantesca de extremada belleza que se identificó a sí misma como “el espíritu de África”. En otro se hace mención de una casa encantada en Atenas, donde, en la oscuridad de la noche, se mostraba ante los aterrorizados habitantes del lugar el espectro lívido de un anciano con cadenas en pies y manos. Como en tantos otros relatos del folklore universal, un personaje valeroso (en este caso, el filósofo Atenodoro), decide alquilar la vivienda abandonada, y allí se encuentra con el espíritu, al que sigue hasta llegar hasta un patio, en el cual el espectro se evapora. Al día siguiente, el estoico pensador, en presencia de un grupo de magistrados, manda excavar en el lugar exacto en el que desapareció el fantasma, y allí se encuentran unos huesos encadenados que, después de ser enterrados con la debida ceremonia, propician que nunca vuelva a aparecer el espectro. Puede observarse que algunos de los elementos de este episodio se convertirían en convencionales dentro de la tradición de la literatura fantasmagórica.

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Prólogo

Aunque en la Edad Media no se cultivara como tal el género que nos ocupa, es una etapa histórica en la que, en su prolongado acontecer, una gran cantidad de obras contienen peripecias espectrales, no sólo de índole exclusivamente religiosa, aunque muchas de ellas pudieran contener una interpretación de esta índole. En las sagas islandesas (como la de Grettir), en los relatos de fabulosos viajes, en las obras hagiográficas, en actas de concilios, en narraciones misceláneas, y hasta en las crónicas históricas (como las del francés Jean Froissart) cabe hallar alusiones a aparecidos. En el Renacimiento, estimulados por un público intelectual ávido de conocimiento acerca de estas cuestiones, abundan los tratados sobre trasgos, duendes, fantasmas, vampiros, brujas y espectros de todo tipo y condición. La mayoría de estos escritos inciden sobre el origen demoníaco de los fenómenos paranormales. En este contexto se desarrolla —me veo obligado a referirme “canónicamente” a él, contestando así a las palabras de la “Introducción” escrita por Julio Ángel Olivares para este volumen que siguen a mis reflexiones— el conflicto que se desatará en Hamlet con la aparición del fantasma de su padre, quien, como él mismo señala, camina en las tinieblas de la noche procedente de un más allá en el que existe el castigo y la inquietante visión de abisales profundidades llameantes, acaso percibidas desde lo que el catolicismo denomina el Purgatorio.

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Prólogo

Si además el espíritu del rey asesinado incita a su atribulado hijo a la venganza, cuando el Dios cristiano proclama taxativamente en las Escrituras que la reparación y resarcimiento de las afrentas le pertenecen a él de manera exclusiva, y no a los hombres, ¿qué puede hacer Hamlet, el desesperanzado e irónico príncipe de Dinamarca, fatigador de los lóbregos corredores del castillo de Elsinor? No es extraño que le acometa la más atroz de las dudas.

La aparición del viejo Hamlet (pues su atormentado hijo había recibido su mismo nombre), con ser la más celebrada, no es la única dentro de un ámbito en el que los fantasmas se mueven a sus anchas. Estoy aludiendo al marco referencial del teatro inglés renacentista, cuyos escenarios se llenan de espectros inspirados por las obras de Séneca que claman venganza, como en La tragedia española, magnífica pieza dramática de Thomas Kyd. Shakespeare se complace especialmente en mostrarnos en sus obras este recurso. Baste recordar, aparte del ejemplo ya referido del progenitor de Hamlet, los espectros de las víctimas de Ricardo III, que surgen ominosos en su sueño la noche anterior a la Batalla de Bosworth (en la que el cruel monarca sería derrotado) y el fantasma de César que atormenta a Bruto, su traicionero asesino, antes de que tenga lugar la Batalla de Filipos.

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Prólogo

En los teatros populares británicos de la época no faltaba una trampilla en el escenario por la que subían y bajaban las apariciones, y fueron numerosos los dramaturgos isabelinos y jacobeos (desde las últimas décadas del siglo XVI hasta 1642, fecha en la que los puritanos consiguieron cerrar los teatros en Inglaterra) que no quisieron sustraerse a la utilización de un recurso muy querido por los espectadores de la época. Sin embargo, es desde mediados del siglo XVII y hasta finales del siglo XVIII cuando, coincidiendo con el auge progresivo de los postulados racionalistas, los fantasmas desaparecen del imaginario de lo que podríamos llamar “cultura oficial” —a pesar de los intentos contracorriente de algunos ensayistas, como el propio Joseph Glanvil, autor de una Defensa de la existencia de las brujas y las apariciones (1666)—, e incluso su presencia se hace cada vez más etérea y difusa en formas de la cultura popular del largo intervalo, viéndose restringida su manifestación en el folklore, la balada, la tradición oral, e incluso las supersticiones, formas todas ellas rescatadas luego por autores como Walter Scott. La Ilustración parecía haber exorcizado para siempre al espectro, caduco y trasnochado en un período de exaltación racionalista y enciclopédica. Pero es precisamente cuando el Siglo de las Luces se halla en su momento más álgido el momento en el que germina una contestación intelectual y popular al omnímodo y opresivo imperio de la razón dieciochesca.

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Prólogo

La reacción fue radical, y cambiaría para siempre la historia literaria con el surgimiento de los prerrománticos “Poetas de la Tumba” ingleses y los artífices de la novela gótica, cuyo primer exponente sería El castillo de Otranto, de Horace Walpole (1764). A esta obra irregular y seminal le seguirían las de Clara Reeve, William Beckford, Ann Radcliffe, “Monk” Lewis, Charles Maturin, Mary Shelley y otros más. Las páginas de estas novelas, precedentes directos de los distintos subgéneros terroríficos y consumidas sobre todo por mujeres ávidas de emociones, se iban llenando de todo tipo de acontecimientos sobrenaturales (a veces aparentes) y de personajes y seres pavorosos, entre ellos los fantasmas y los espectros. Se iba a producir así la edad de oro del cuento de fantasmas, no sólo cultivado por autores británicos, sino también por escritores fantásticos alemanes (Hoffmann y Kleist sobre todo), franceses (Nodier, Nerval, Gautier, Merimée…), y de otras naciones, entre las que se cuenta la joven América, en la que Edgar Allan Poe y Ambrose Bierce dejarán más tarde sitio para artífices posteriores como H. P. Lovecraft. El sueño de la razón produce monstruos, y lo que más tarde denominaría Freud “el retorno de lo reprimido” se hace patente y halla carta de naturaleza en una época en la que, evolucionados los patrones de lo que hemos dado en llamar “Movimiento Romántico”, realismo burgués y fantasía coexisten en una inquieta y tensa armonía.

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Prólogo

No serán escasos los ejemplos de cultivadores de la primera tendencia que, dejándose llevar por la llamada de lo sobrenatural, empuñarán también la pluma para trasladar a la página en blanco el mundo sombrío de lo extraño y lo siniestro. Dickens, fantástico en su realismo y realista en su fantasía, es el más diáfano exponente de lo que señalo. Precisamente, justo es resaltar que los más eximios cultivadores del relato de fantasmas como tal son fundamentalmente de nacionalidad inglesa, y los más destacables escribieron en la segunda mitad del siglo XIX. Es en la compleja época en la que la reina Victoria rige los destinos de Gran Bretaña cuando, bajo la alargada sombra de los esplendores imperiales, el apogeo de la Revolución Industrial y el impulso de la hipócrita mentalidad puritana, los cuentos de fantasmas se suceden vertiginosos, mostrando que el ser humano es algo más que lo que anuncian la tecnología y el progreso científico creados por él. De ahí que el fantasma, como tantos otros monstruos de esta etapa histórica fascinada por la dualidad, venga a convertirse en el epítome de la alteridad, de "lo otro", de aquello que se escapa a nuestra comprensión. Hay más cosas en el cielo y en la tierra que las que pueden entenderse por el poder de la razón y la filosofía, diríamos glosando de nuevo a Hamlet. El espectro es una de las formas de lo enigmático, de lo inefable, aunque hay fantasmas para todos los gustos y de toda condición en la literatura decimonónica, como puede inferirse de la lectura de algunos de los relatos de la presente antología.

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Prólogo

Muchos de ellos, observaremos, no tienen nada de demoníaco o maligno; algunos nos causan más melancolía que terror; otros son más motivo de ironía y dignos de compasión (recordemos "El fantasma de Canterville", de Oscar Wilde) que de escalofriante espanto. En definitiva, nuestros fantasmas son como nosotros, y esconden en su esencia inestable la semilla de la complejidad psicológica que habita en los más recónditos y procelosos rincones de nuestro ser. De entre los nombres más destacados de la época victoriana que cultivaron la vena espectral podríamos entresacar una insigne relación —algunos de ellos incluidos en la recopilación que prologamos— que convirtieron el relato de fantasmas en una auténtica obra de arte. Ya hemos mencionado a Dickens, bajo cuya égida se albergaron otros muchos autores notables, como Wilkie Collins (el autor de La mujer de blanco y La piedra lunar, pionero de la literatura detectivesca, en ocasiones tan unida con lo fantasmagórico) o Bulwer Lytton (conocido tanto por sus obras esotéricas —Zanoni, Los fantasmas y la casa encantada— como por las de carácter pseudohistórico, como Los últimos días de Pompeya). En las décadas de 1860 y 1870, siguiendo el ejemplo de la magnífica Elizabeth Gaskell (artífice de "El cuento de la vieja nodriza''), numerosas autoras femeninas se unieron a la nómina, entre ellas Amelía Edwards, Mary Elizabeth Braddon, Margaret Oliphant y Rosa Mulholland.

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Prólogo

Todavía está por determinar con profundidad el papel que desempeñó el cuento de fantasmas, como forma derivada de la literatura fantástica, en la progresiva liberación de la mujer como escritora y, por ende, como persona inserta en los límites de una opresiva sociedad patriarcal. Ahora bien, sin duda los dos más reconocidos artífices del relato espectral dentro de la literatura inglesa victoriana son el irlandés nacionalista Joseph Sheridan Le Fanu —asimismo, autor de una de las más espeluznantes narraciones de vampiros, “Carmilla”— y su admirador y seguidor inglés Montague Rhodes James, quien dedicaría los resquicios de su brillante carrera académica a componer cuentos de fantasmas para entretener a los amigos y alumnos de los centros de los que fue preboste: el King's College de Cambridge y la prestigiosa escuela privada de Eton. Donde Le Fanu es deliberadamente terrorífico y efectista —no sin unas pinceladas de ironía antibritánica—, James es sutil y brillante en su manejo de los diálogos, la estructura narrativa y la recreación de los ambientes. Como sucede en la gran mayoría de relatos de fantasmas, la caracterización de personajes por parte de James siempre queda subordinada a la trama, que es el factor al que otorga primacía.

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Page 18: ANTOLOGÍA DE FANTASMAS. INTRODUCCIÓN A LOS CUENTOS DE TERROR

Prólogo

La aparente sencillez técnica y temática de los relatos de Le Fanu y M. R. James presentan una dimensión más profunda del cuento de fantasmas que quedaría complementada desde una perspectiva psicológica con la genial irrupción en este marco referencial de otro James, Henry, autor de la ambigua y magistral novela Una vuelta de tuerca, donde el estudio de los personajes —sobre todo la vacilante institutriz protagonista— es ya un aspecto esencial. Lo cierto es que, si ya hacia 1870 el género estaba firmemente consolidado, propiciando que incluso autores poco proclives a lo fantástico hicieran esporádicas incursiones en lo espectral, desde esa fecha en adelante, favorecida por la propagación del interés por las doctrinas esotéricas y las sociedades secretas (mesmerismo, espiritismo, teosofía, la orden del “Amanecer Dorado” de Aleister Crowley), la difusión de los cuentos de fantasmas alcanzó elevadas cotas, convirtiéndose en una de las formas literarias más queridas por los ávidos lectores de la época. Este factor propicia su expansión por otros ámbitos distintos del de la literatura inglesa, y así hemos de referirnos a la influencia fundamental en el género fantástico-fantasmal de autores franceses (Maupassant, Villiers de L’Isle-Adams) y estadounidenses (O. Henry, Ambrose Bierce).

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Prólogo

Dentro de la tradición literaria británica, a los nombres anteriormente citados cabe añadir los de otros ilustres cultivadores de este tipo de narraciones, como Robert Louis Stevenson (conspicuo autor de Doctor ]ekyll y Míster Hyde y La isla del tesoro, entre otras obras inmortales), Rudyard Kipling (con cuentos como “El retorno de Imray”), H. G. Wells, Arthur Conan Doyle (autor de la novela espiritista El país de las brumas), Vernon Lee, Algernon Blackwood (maestro indiscutible del relato de fantasmas, interesado por todas las facetas del ocultismo e inventor del detective esotérico John Silence), William Hope Hodgson (cuyo personaje Carnacki también sigue la estela de los investigadores de lo extraño), E. F. Benson (recordado por su relato vampírico-fantasmal —es difícil en ocasiones separar la mezcla de géneros en la literatura de terror— “La habitación de la torre”) y, cómo no, Oscar Wilde, cuyo “Fantasma de Canterville” es un original anti-relato de fantasmas que, en su juego metaficcional, viene a poner de manifiesto el convencionalismo y el agotamiento de fórmulas expuestos por mediocres epígonos que practicaron la redacción de obras de estas características. “El fantasma de Canterville”, en apariencia para la literatura espectral lo que El Quijote fue para la novela de caballerías del siglo XV y principios del XVI, viene en puridad a ser justo lo contrario, pues su principal particularidad consiste en denunciar un entorno materialista y gobernado por la tecnología en el que creer en fantasmas es absurdo.

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Prólogo

Es decir, se trata del mundo que todavía —y cada vez más— sufrimos, sumidos en una creciente des humanización y un control férreo de la imaginación por parte de un sistema que parece tener todos los cabos bien atados para manipular a los individuos. Pero los espectros no se desvanecen tan fácilmente del imaginario colectivo, pues toda época tiene sus propios fantasmas, y nadie podrá impedir que sigan surgiendo, de una u otra manera. Muchos de los escritores mencionados en el párrafo anterior vivieron a caballo entre los siglos XIX y XX, centuria esta última en la que serían sustituidos por una pléyade de autores en lengua inglesa que dotarían todavía de mayor riqueza conceptual al género que estudiamos. Baste aludir a nombres como los de Saki, Arthur Machen, W. W. Jacobs, Edith Wharton, L. P. Hartley, Hugh Walpole, Lord Dunsany, Cynthia Asquith, H. P. Lovecraft, Elizabeth Bowen, Walter de la Mare o Susan Hill, entre otros muchos, algunos de ellos influidos por las teorías psicoanalíticas de Sigmund Freud, que abrirían nuevas vías a la exploración de la complejidad que habita en la psique. Los fantasmas, en su proteica capacidad de investirse de múltiples formas, seguirán cautivando nuestros sueños y proyectándose sobre los deseos más silenciados de nuestro subconsciente. Ha habido fantasmas siempre y siempre existirán, en todas las latitudes y en todas las tradiciones. Por mucho que hayan proliferado en las Islas Británicas, no existe lugar en el mundo donde no se haya hablado o escrito de fantasmas.

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Prólogo

Nuestro país no es una excepción, y para probarlo aparecen en la presente recopilación dos bellos relatos de Gustavo Adolfo Bécquer y Pedro Antonio de Alarcón. Porque uno de los ingredientes fundamentales del cuento fantasmal, cuando está bien construido, es la belleza, y no olvidemos que, como dijo el poeta griego Hesíodo, en toda belleza subsiste un elemento de extrañeza. En definitiva, el lector podrá disfrutar en esta antología de una de las múltiples y posibles quintaesencias del relato de fantasmas, con una selección escogida con agudeza, pues los cuentos vienen a complementarse unos con otros, formando un conjunto coherente y revelador, todo ello sazonado por la impecable traducción de Julio Ángel Olivares, uno de los más grandes expertos de la literatura fantástica en España. No es ésta una miscelánea espectral sin orden ni concierto, sino que, si se sigue la lectura cronológica de los cuentos, se constatará la unidad última que subyace en la diferencia. Aunque pueda parecer lo contrario, el relato de fantasmas es una de las formas más difíciles y complejas de la escritura literaria, pues, con un escaso número de ingredientes, se ha de construir una suerte de microcosmos de terrorífica atmósfera que, si no se maneja con soltura y brillantez estilística, puede precipitarse irremisiblemente en lo grotesco y lo ridículo.

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Prólogo

El cuento de fantasmas, como prueban los exponentes que vienen a continuación, requiere una habilidad narrativa que, una vez conseguida, puede crear en el lector un disfrute único, una sensación deleitosa que procede del vínculo entre la luz y la sombra, entre la sorpresa y el miedo, en un sempiterno claroscuro evanescente.   

Antonio Ballesteros

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Page 23: ANTOLOGÍA DE FANTASMAS. INTRODUCCIÓN A LOS CUENTOS DE TERROR

INTRODUCCIÓN

Page 24: ANTOLOGÍA DE FANTASMAS. INTRODUCCIÓN A LOS CUENTOS DE TERROR

Introducción

Una antología, en su aspecto perfectivo, acabado, obviando el esfuerzo del proceso, supone, en cierto modo, el enmarque optimizado y apuntalador de un elenco de escritos o flujo coherente de materiales, de una diacronía de género literario, autorial o temática, entre otros, y, por ende, una clausura o filmación factible de límites compilatorios más o menos amplios, bajo criterios aceptables en mayor o menor medida, cuyos elementos unificados y articulados en un compartimento estanco podrán, a partir de entonces, barajarse cognoscitiva y catalogadamente, sin temor a perderlos en la evasividad del fuera de plano. En el caso de una antología sobre cuentos de fantasmas, la empresa resulta una tentativa harto sugerente y gratificante por cuanto significa, permítasenos la ensoñación, una caza de espectros a lo largo de la tradición literaria, lo cual lleva indefectible e indirectamente a un rastreo del acervo fantasmagórico en la cuentología o literatura oral universal. Y he ahí el iris palpitante de esta curiosa iniciativa: minar analíticamente la gran cantidad de textos, la mayoría pertenecientes a la época ténebremente dorada del fantasma victoriano, bebiendo del bagaje inmemorial de otras épocas, para documentar las derivas literarias del fantasma, aquello que se supone evanescente e inviolablemente elusivo.

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Page 25: ANTOLOGÍA DE FANTASMAS. INTRODUCCIÓN A LOS CUENTOS DE TERROR

Introducción

Fantasmas y literatura son realidades o abstracciones cuyo maridaje y engarce es más íntimo de lo que en principio cabría pensarse. Para constatar tal aserto no me remitiré, como de inmediato harían los fervientes seguidores del canon, al espectro de Hamlet, ínclito a todas luces, si bien uno más, simplemente uno cualquiera, en cuya textualidad, significante y significado no se agotan ni mucho menos las posibilidades semánticas y simbólicas del concepto. El fantasma es algo más que esa aparición Shakespeareana y bastante más, ni qué decir tiene, que la arquetípica imagen de la errática efigie ataviada con sábana y cadena a rastras. Es mucho más que eso, claro, y con tal conciencia abierta debería el lector enfrentarse a las páginas de esta antología, porque de compilaciones tópicas de fantasmas están llenas ya las estanterías. Dicho lo cual, planteamos nuestro reto, el de esta colección. Teníamos que hacer algo nuevo. Para no perder el hilo de nuestras disquisiciones, empero, volvamos a esa ligazón que planteábamos entre la literatura y el fantasma. Espero no se nos tilde de lector psicoanalítico si afirmamos, refrendamos o nos hacemos eco en realidad, de que la literatura, querámoslo o no, supone la invocación tanto de los demonios interiores, de las fisuras del inconsciente individual o colectivo, como de las utopías y los anhelos inalcanzables.

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Page 26: ANTOLOGÍA DE FANTASMAS. INTRODUCCIÓN A LOS CUENTOS DE TERROR

Introducción

Y aún más, la propia literariedad, ese supuesto grial de valores canonizados, índices o luces de gálibo valedoras de lo literario, algo factible de ser aislado y descrito, sobre el que tanto se ha polemizado y se polemiza todavía en los marcos de estudio de teoría literaria —si bien tal etiqueta ha venido a ser neutralizada por los más que acertados principios de la corriente de la estética de la recepción— no es sino un compendio de valores evanescentes, etéreos, espectrales, temporal —hoy entronizados, mañana sólo el soplo de un fantasma y espacialmente —prurito estilístico en una landa; ridículo ejercicio de pedantería en otras latitudes. ¿Y qué decir de la intertextualidad, la mimetización y citación de voces y acrobacias textuales, la resurrección de esas psicofonías literarias en la piel de obras ulteriores? Estos aspectos como tantos otros no hacen sino poner de manifiesto que el arte de la palabra y los textos, el del discurso invocado, inmortalizado, siempre ha tenido que ver con la alquimia exhumadora de lo espectral. Y lo apuntado, junto con la necesaria ponderación, soslayo al menos, de eso que Freud llamase “el retorno de lo reprimido, la emulsión pesadillesca, traumática, de algo familiar”, pero denostado y condenado conscientemente al ostracismo por horrendo, nos debe llevar a pensar que el reviniente, lo fantasmagórico, es un receptáculo de reverberaciones polisémicas, todo aquello que regresa a nuestra conciencia cuando en realidad debería estar sepultado y obliterado.

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Page 27: ANTOLOGÍA DE FANTASMAS. INTRODUCCIÓN A LOS CUENTOS DE TERROR

Introducción

De ahí que la típica dinámica argumental que se centra en la polaridad entre vivos y muertos y la insólita, tanto como irracional, vuelta de éstos a la vida —un áspero "raccord" entre el más allá y la realidad, dimensiones necesariamente separadas, si bien suturadas en la recomposición de ese mundo posible que plantea la literatura de terror—, no sea sino una más —eso sí, la medular, la de mayor predicamento— de las tipologías de cuentos de espectros. En la presente antología encontrará el lector cuentos de fantasmas tradicionales, urdidos en contextos de goticismo purista o transparentemente victorianos, ambos con existentes manidos, si bien fundacionales, como el flirteo en claroscuro de candelabros, crípticos manuscritos, retablos de semblantes amenazadores, pasillos a oscuras, la diáspora obligada del relámpago más allá del alma del trueno, la ventisca, la niebla y demás vueltas de tuerca. Con todo, también hallará, por lo necesaria que se nos antoja la revisión del concepto, espectros metafóricos o revinientes simbólicos. La historia de fantasmas es en sí un cuento sobre halos anafóricos y catafóricos de aquello que fue y seguirá siendo, los que se fueron y, sin embargo, remanecen a nuestra vera, una poética de la metafísica. El género literario que explota esta temática plantea un revelado de esos entes o aspectos que permanecen en la textura y dimensión en negativo. De ahí que los textos sobre fantasmas, dotados de la longevidad de todo escrito, dobleguen la permanencia ad infinitum de tales entidades.

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Introducción

Piénsese en ello. En estas historias, el fantasma, lo etéreo, susurra capturado por la linealidad textual, vestido con la persistencia retiniana de la palabra, más o menos explícito —abyectos, significantes de lo difuso, minimizados casi a un grado de escritura cero, generalmente su ficisidad se reduce a la metonimia de la voz dentro de un diálogo o monólogo, o a una aparición taimada, escurridiza, como el paso de la brisa—, erigiéndose en pseudoverdades literarias —ya insertos súbitos, ya vertebrados visualmente en continuidad, ya revelados gradualmente desde lo silente a lo sugerido y a lo explícito. Y también es cierto que, como verdades ficticias que son, necesitan de ese estado de vigilia deleitosa por parte del lector, esa suspensión del juicio garante del aquelarre fantástico. La antología que el lector tiene en sus manos se abre con “El fantasma del Mayor Sydenham”, un relato a modo de susurro urdido por el anglicano Joseph Glanvil, ferviente creyente en la existencia de las brujas. Tan breve como incisivo, este escrito recurre al tópico del espectro que regresa para solventar una deuda de honor. Glanvil nos presenta un fantasma harto distanciado, más invisible y diluido por esa referencia indirecta (naturalizadora, bien es cierto) que lo proyecta sobre el lienzo del relato.

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Introducción

En clave casi paródica, por otra parte, “El fantasma provechoso” nos trae un espectro, de invocación textual efímera, que no es sino mera excusa y reclamo, medio e instrumental operativo de sibilinos métodos para la consecución de un brote de codicia por parte de uno de los personajes de la trama. En “La novia del espectro”, Ainsworth nos deleita con una historia cuyo tono sensual como una pieza de cámara, enfermizamente horadador como el insomnio, entronca con la morbidez poética de las baladas germanas, si bien cierta arritmia, que se torna mímesis literaria de lo exangüe, podría lastrar la lectura de este díptico narrativo. Con todo, el grado de empatía creado desde el comienzo del relato hace que el lector concelebre los devaneos tonales de su propuesta sombría. Walter Scott, profundo conocedor de las leyendas folclóricas escocesas, nos presenta en “La cámara de los tapices” un relato sobre lo que habría de convertirse, heredado de la narrativa gótica, en motivo archiconocido dentro de los paradigmas temáticos y funcionales de la “ghost story”: la estancia encantada y su maridaje sempiterno con la lapidaria reincidencia de un mal generacional, en este caso la aparición de un espectro ciertamente escalofriante y —licencia anacrónica del que suscribe— de cierto decadentismo finisecular puntuado. El de Scott se nos antoja como uno de los relatos de mayor solidez narrativa dentro de la presente antología; cuidados son la composición de la secuencia de eventos y el depurado equilibrio entre narración y diálogo.

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Las pausas descriptivas, lejos de suponer una digresión baldía, inciden en la expresividad atmosférica. Nos resta destacar el carácter nómada del protagonista, muy en la onda de los ulteriores focos de caracterización y puntos de vista de M. R. James, además de ese anfitrión cuasi “usheriano”, deseoso de una singular y definitiva expiación de una cuita legendaria. En su espiritualista y trascendental “Ligeia”, Edgar Allan Poe nos invita a los intrincados vericuetos de la mente convulsa, la oscura espiral o palacio encantado, de un amante obsesivamente prendado de una mujer suma, ahora, por designio del infortunio, muerta y sepultada. Favorito del autor bostoniano, el relato es yuxtaposición de angulaciones macabras, desasosegantes, prolepsis y presuposiciones febriles, además de densos lienzos de exotismo y fetidez malva u opiácea, amalgamas sinestésicas, emanaciones ectoplasmáticas todas ellas de un narrador del que cabe recelar, una voz cuya focalización y punto de vista son los únicos que se nos ofrecen en la historia, como conciencia monopolizadora de los hechos que refiere, uno de esos narradores en primera persona que aparecen en esta antología y que “miran a la cámara” con arrojo. 30

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Introducción

Compréndanos el lector si nos sentimos torpes sobremanera, además de prepotentes, en nuestro intento de sintetizar a vuelapluma lo que supone esta historia seminal del horror, un pentagrama de armonías y atonalidades funéreas, contrastes cromáticos, demudas fetichistas, conjuraciones de lo absoluto, hipocondría sensible o atenta, y regusto gótico exultante —invitación al deleite o expansión sopesada de los sentidos a pesar de lo claustrofóbico del tono global, además de ese epicéntrico, ya casi credo poeniano, que constituye el pálpito poético del gusano conquistador, alegoría del ominoso y ubicuo motivo que es la muerte, subyugada y vencida a la postre en el relato. Y se preguntará el lector, cuando haya interiorizado las alhajas y bordados de esta introspección, de este primer plano de conciencia o alma hecha prosa, y cada filamento de magia obture su interior creando la elasticidad interpretativa, se preguntará, reiteramos, si la inefable Ligeia era un vampiro o un fantasma... Joseph Sheridan Le Fanu, quien renovara el cuento de miedo y a quien M. R. James considerase sumo maestro de la historia de fantasmas, se desmarca de la línea hasta ahora seguida con un relato en el que degusta el sustrato legendario de la Irlanda supersticiosa para tejer un original argumento que cautiva por su sentido de la dialéctica, la interacción, la verosimilitud y la ocurrencia.

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Publicado en el Dublin University Magazine en 1838, “El fantasma y el ensalmador”, presentado, como tantos otros de sus relatos, a modo de manuscrito hallado, bascula entre un minimizado sentido de lo siniestro —centrípeto en todo caso y la vívida concesión al humor. Este desenfado, tan característico del autor y que, una vez inoculado, por alguna razón, escalofría, es, en parte, deudor de filamentos del realismo negro de Maturin. En el texto de Le Fanu destacan, además, las demudas y excentricidades de su grotesco fantasma. Y, cómo no, a la manera de otro plato de exquisitez sin par, un señuelo macabro del ya referido Montague Rhodes James, quien llevó a la práctica con fidelidad y maestría esa máxima que él mismo promulgase, la necesaria presentación en todo cuento de fantasmas de un antagonista espectral con intencionalidad funesta —pleno de desgarro y desaliento como los inefables aparecidos del otro James en Otra vuelta de tuerca, si bien más explícitos en su plasticidad y tendenciosa vindicación—, inserto en un contexto mundano (cobran relieve las casonas victorianas como emplazamiento espacial), actualización de marcos de acción, aspecto éste que, como ya apuntara Edmund Wilson, hizo que la historia de fantasmas sobreviviera en la era de la luz (en la que Arthur Machen cultivaría ya el pavor diurno). No en vano, lo malévolo del espectro, junto con la familiaridad de los enclaves y las personas descritas, aseguraban un escalofrío, además del placer resultante —prioridad en James por encima de la caracterización de personajes.

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“Corazones perdidos” es un ejemplo palmario de lo apuntado. En él, M. R. James diseña un cuento con cierto tono pesadillesco, de fundamentada verosimilitud y multiplicación de metadiégesis narrativas. Éstas se derivan de la aparición de manuscritos reveladores de un pasado cruento y las prácticas más execrables por parte de personajes adictos a la atrocidad, constantes en el autor como diario de rituales ancestrales y sus grotescas actualizaciones a lo largo de la historia (entra aquí en juego lo maravilloso instrumental o científico), concomitantes, hasta cierto punto, con el horror cósmico o primigenio de Lovecraft. Según Margaret Drabble, el principal y más valedor de los estilemas que componen el perfil de los cuentos de fantasmas de M. R. James es precisamente la soberbia y magistral combinación de referencias a conocimientos científicos y académicos —no por más eruditos menos mundanos— con conspiraciones arcanas y el latente halo del horror sobrenatural. A pesar de sus logros, empero, críticos como David Punter, se afanan en afirmar que las historias de este genio creador son previsibles sobremanera. “Fantasmas de Navidad”, de Charles Dickens, es, más que un relato de espectros, un ejercicio, un ensayo, sobre el arte de crear las atmósferas ideales para un cuento de fantasmas de Navidad —de ahí lo genérico del título. La descarga emotiva, inflamada por el vigor de su prosa y la antesala de la aparición, nos parecen más logradas y de mayor peso textual que la propia materialización espectral y la, podríamos decir anecdótica por manida, dinámica argumental que plantea.

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Todo un acierto en este aleccionamiento literario nos parece el uso de la primera persona del plural, aspecto que hace que el narrador y el lector se tornen en actantes homodiegéticos, aprendices en acto más que en potencia, abocados tanto al flujo de consejos como de eventos, transido todo ello por la inmediatez de la elección estilística del presente por parte de Dickens. En definitiva, un cuento —más que denotado es su tono feérico sobre oscuras premoniciones cuyo final, en la onda de su “El guardavías” (“The Signalman”), y raro en el autor, queda exento de optimismo. En “El abrazo frío”, una narración lastrada de lobreguez y melancolía, Mary Elizabeth Braddon, la que fuera junto a Margaret Oliphant, J.S. Le Fanu, Wilkie Collins, M. R. James, Elizabeth Gaskell o el citado W H. Ainsworth, autores consagrados de la “ghost story”, revisita el siempre efectivo motivo de la promesa de amor eterno entre amantes condenados a la ruptura, esta vez, en contra de lo acostumbrado, no por avatares del destino, sino por la desidia de uno de ellos (el desdén, el abandono y la locura son constantes en la obra de esta escritora). El relato, ejemplar en su montaje rítmico y su consideración del equilibrio, guarece ecos de la protagonista de “La novia de Corinto”, de Goethe, añadiendo además un sentido del espanto más aguzado, el dramatismo gráfico de la sirena varada, una Ofelia reviniente, así como el legado de su fidelidad de ultratumba: su yerto abrazo.

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Como frío es el sonido que precede a la aparición de lo fantasmagórico en el siguiente relato, “La diligencia fantasma”. El actante espectral tematizada dentro de esta autodiégesis iniciática es un carruaje fantasmagórico con comitiva silente y lánguida incluida, una suerte de “Holandés Errante” tirado por caballos. La historia, en primera persona, testimonial, de un desarraigo e incomunicación extremos, contiene una lograda caracterización ambiental, lo cual, sumado a una conspirada dilación del momento climático, hacen de ella un exquisito postre de gélida delectación. Permítanos el lector un inciso a modo de justificación. Hemos considerado la inclusión en este volumen de “El Rayo de Luna”', de Gustavo Adolfo Bécquer —en el que el amor y lo sobrenatural son hebras de un mismo dosel, por la obsesiva persecución de clausura ontológica que lleva a cabo el protagonista en su intento de cortejar un soslayo sobrenatural, con los característicos dípticos de la España soriana y el animismo poético de las madrugadas como fondo solapado a otro que es la más opaca de las vesanias. La historia serpea entre emulsiones románticas, un caudal argumental de tragedia e involucionismo, desde la efervescencia fetichista al más acendrado de los desencantos, a una desmitificación y nihilismo (propia de lo fantástico extraño, categoría en la que los eventos insólitos tienen una explicación racional a la postre, y poso en general de la narrativa de fantasmas).

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Es, en puridad, como lo es también “Los ojos verdes”, una anatomía de lo ideal y las tentaciones susurradas al alma, con reverberaciones terapéuticas y conjura de los demonios interiores. El protagonista, un misántropo, entre la locura y la melomanía, transido de malditismo; el narrador de la diégesis prima, alguien que curiosamente reclama el carácter ficticio de su hipodiégesis, pese a que, al final, la universalidad de sus meditaciones nos horadan de forma identificativa como el más realista de los ejercicios literarios. Igualmente, hemos querido incluir entre los relatos de la presente antología una curiosa incursión de Mark Twain en la temática literaria que nos ocupa. Su “Una historia de fantasmas”, dechado de pinceladas Rabelaisianas, violentación de las proporciones (maravilloso hiperbólico), además de pálpitos de humor e ironía, harto bizarros podríamos sugerir, se constituye en un alud de mantras demoníacos de los que el lector deberá salir airoso. Y no se lleve a engaños quien lee estas líneas al descubrir “La mujer alta”', de Pedro Antonio de Alarcón, en nuestro Olimpo de escalofríos, pues nuestra elección, lejos de la simpatía que pudiéramos sentir por el autor granadino, obedece a méritos propios del escrito en cuestión. Y es que, con un esquema hipotáctico de niveles narrativos rayano en lo complejo, este relato fronterizo por su extensión con el rango de “novella”, constituye un referente de obligada lectura para todo apasionado de las historias de fantasmas.

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Si bien podría polemizarse sobre la naturaleza espectral o no de la feminidad que protagoniza la paroniria, ambigüedad que acentúa el carácter puro de su emulsión fantástica, no podemos, convendrá el lector en ello, obviar que la suya es un trance en el que se invoca, sobre un siniestro cuadro de fondo costumbrista y naturalista, una estampa misógina, emblemáticamente monstruosa y sibilina, potenciada por los espacios laberínticos, desasosegantes —especialmente los abiertos de la mujer andrógina, enlutada, de yerta seducción, máscara del silencio y la ocultación, dinámica y libérrima, hórrida metamorfosis, de fisonomía esperpéntica, fealdad desproporcionada (transgresora, más aún a partir de las angulaciones de contrapicado, abominación expresionista) claramente caracterizadora indirecta del antagonista, correlato de la muerte, como anatomía carnavalesca e ideográfica de la mente descarriada del protagonista. El cuento es, en su globalidad y detalles, epítome pretextual para una lectura feminista de pro. Como relato referido en una típica reunión de amigos, la metadiégesis medular de “Aparición”, ágil y de cuidada progresión dramática, supone una visión plausible y original, aun agónica y sórdida, de la coquetería y narcisismo espectrales. Contrapuntúa los pilares temáticos del relato un apreciable sentido de la sátira, siempre tan aguda y agraciada en la pluma del disoluto y prolífico Maupassant, encumbrador de la “otredad”.

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Y un paso más en las tinieblas... Con un estilo fragmentado, pero frenético, como una sucesión de fotogramas tendente al claroscuro y al impresionismo de interiores lúgubres, colmados de metonimias melancólicas —el esqueleto guionizado del relato recuerda a la enunciación sintética de viñetas significativas, sin angulaciones prescindibles, en los cómics de horror—, el autor de “Vera”, una acuarela de pesimismo gradado y quimeras cegadoras, se basa en la interrogación retórica y el estilo indirecto libre como métodos para sumergirse en la vesania, sin vuelta a la cordura posible e involucrar en extremo al lector en la carnavalización in crescendo, obsesiva, sincopada por medio de una magistral puntuación —fotogenia y grafismo en exaltación incuestionable, en la progresión de los detalles consignados— dilatada arquitectura emocional del terror, tanto psicológico como visual, en violento y centrífugo perspectivismo del presente y centrípeta deyección del recuerdo, que consume al insano y atribulado protagonista, en pos de la inminente aparición de la muerta en vida —súbita y fugaz revelación del horror—, muy al estilo de las ceremoniosas torturas de reflexión previas a la emersión de las lamias de Poe (Berenice, Morella, o la propia Ligeia), momento que da paso a un anticlímax que supone el verdadero y más horrible espasmo del relato.

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El estatismo y lo pictórico, la fijación visual y de pensamientos, una pantomima de planos y contraplanos meditabundos a la zaga de lo especular, el fantasma o punctum Barthesiano en cada visionado, no son sino la pátina superficial de este escrito en cuya alma, como la cuarta dimensión de los encuadres cubistas, hierve el pálpito de la locura más cerval, la desautomatización de la realidad y la entronización de lo que va contra natura. En “La casa del pasado”, Blackwood se vale de una visión corporeizada como cicerone fantasmagórico. Ésta guía al protagonista a través de los recovecos de una morada —que bien podría ser el infierno de Dante en la que se multiplican los delirios entre una ominosa orquestación de plañidos, abalorios de sombras y arpegios descarnados, todos transitando la globalidad del relato y sus diástoles secuenciales debido a encabalgamientos y reverberaciones acumuladas. El olvido y demás siluetas del ayer se tornan en actantes singulares de esta ténebre metáfora de sensorialidad efervescente, todo un trance en el agujero negro de la pesadilla, en el corazón mismo de la transfiguración más hórrida en el que el autor aplica, sin tapujos, su fonendoscopio literario para revelar rezos de martirologio. El virtuosismo fantasmagórico y onírico del relato confirma, tal y como subrayara H. P. Lovecraft sobre el ilustre autor de “El Wendigo”, que Blackwood es un avezado médium de los espíritus que moran la frontera del sueño.

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“La historia de Mimi-Nashi- Ho ïchï” es, permítasenos expresarlo así, un “más allá” aparte. Kobayashi primó esta perla narrativa como hemisferio fílmico de su cromática Kwaidan, adaptación de la obra homónima de Lafcadio Hearn. En esta historia japonesa de fantasmas, conviven en sinergia sugerente y mosaico de textura alucinógena (un maravilloso exótico, a nuestro modo de entender, uno de los influjos seminales del realismo mágico) las escarificaciones sobrenaturales, las constantes teológicas y vivenciales del retiro religioso —Hearn adoraba del paisaje nipón, entre otros muchos elementos, los lugares de veneración y la majestuosidad de los guerreros legendarios. El Marqués de Sade, para quien el cuento de fantasmas constituía una perfecta mímesis literaria de las conmociones sociales tan comunes en la Europa de sus días, se hace eco en “El aparecido” de unos ténebres y curiosos modales de cortesía en sociedad, explicitando además con arrojo —crédulo y ponderante un indulto a los quehaceres de las entidades espectrales, con acentuación final hedonista y enmarque omnisciente que le confiere al escrito un carácter casi de tratado. Destacamos, además, ese clímax deductivo a modo de efecto único poeniano tras un desarrollo breve en el que el tono colorista y refinado no decae.

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Finalmente, nuestro relato concluyente, “La tienda de los fantasmas”, es un cuento de nítido regusto teatral en el que el espacio va llenándose de personajes que, curiosamente, son adalides de lo vacuo e insustancial. Apenas hay corporeidad en la historia de Chesterton, tan sólo palabras flotantes entre reverberaciones navideñas, un troquelado aurático imaginario. La tienda del anticuario y su escaparate no son sino un reclamo para el interior en sombras, donde se dará cita un insólito elenco de fantasmagorías. El escrito, herido hasta la saciedad de ausencia de luz, no se desliga de su onirismo casi endémico durante su progresión sino que, todo lo contrario, va colmándose de neblina a pesar de que su curso narrativo cobra una fluidez más y más acentuada gracias al uso del estilo directo, verdadero asidero de su prosa —pues diegetiza, además, ese espacio informe junto con una extraña sensación de acinesia mesmerizadora y epifánica (se llega a tornar la estampa en un tableau de ritmo interior latente), de tal forma que la historia parece diluirse, escapar de las manos, antes de que el lector pueda enmarcarla, antes de que nos sobrevenga ese final indecible.

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A pesar de su sobriedad, el significado del relato bien podría ser la contraposición entre la mortandad de las figuras literarias y la inmortalidad de los seres que crean sus plumas, la antítesis entre la corruptibilidad de los ínclitos escritores y la longevidad perenne de los personajes de papel, ésos que nos sobreviven en el curso de las estaciones, los años, los siglos y los tiempos, hermanados todos entre sí mediante fundidos en negro. Hilada la telaraña de la curiosidad, no queda sino que el lector cruce el umbral y palpe el velo de la hilaridad y el escalofrío. “¿Qué es un fantasma?”, se preguntaba el multidimensional protagonista de una preciosa y cruel historia sobre espinazos y diablos. “¿Qué es un fantasma?” Y respondía tal individuo con el poético y acusmático mimo en “off'” de su entonación argentina: “Un fantasma es un recuerdo suspendido en el tiempo”. Nosotros diríamos, lector, por la empresa que nos ocupa, que un fantasma es un susurro de imaginación ataviado con palabras, anfitrión de decenas de salas de claroscuros, páginas lacias aun con musgo, miles de meandros prosísticos y fríos pálpitos episódicos; recuerdo, sí, o adivinación; suspendido, sí, pero con hilos nacarados; villano o coadyuvante, preso en el mullido abismo de un cuento de terror.   

Julio Ángel Olivares Merino

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Ahora tome asiento, querido lector, deje posada la vela encendida, apague todas las luces, y disfrute de los cuentos que ahora se le ofrecen...

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El fantasma del Mayor Sydenham

deJoseph Glanvill

(1668)

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El fantasma del Mayor SydenhamJoseph Glanvill (1668)

Concerniente a la aparición del fantasma del Mayor George Sydenham, (muerto en Dulverton, en el condado de Somerset) al Capitán William Dyke, fallecido también en Skilgate, en el mismo condado: conténtense con tomar la relación del hecho tal como la obtuve del entendido y digno de confianza Dr. Thomas Dyke, pariente cercano del Capitán, de este modo: Poco después de la muerte del Mayor, el Doctor marchó a su casa para atender a un niño que estaba enfermo, y en su camino hacia allá, él invitó al Capitán, que tenían deseos de ir al lugar, ya que debía, según dijo, haber ido a la casa esa noche, a pesar que no había tenido anteriormente el ánimo necesario. Luego de su arribo al lugar, fueron oportunamente conducidos a sus aposentos, según sus preferencias, en el mismo dormitorio. Luego de un rato, el Capitán se golpeó con algo, y de inmediato pidió a la servidumbre que le trajeran algunas velas para alumbrar la estancia. El Doctor le preguntó que significaba todo esto. Y el Capitán le respondió: “Usted sabe que con el Mayor tuvimos algunas disputas acerca de la naturaleza de Dios y de la inmortalidad del alma; un punto en el que jamás nos llegábamos a poner de acuerdo, por más que quisimos.

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El fantasma del Mayor SydenhamJoseph Glanvill (1668)

Hasta que al final surgió una gran concordancia, cuando pactamos que el primero que muriera de nosotros, debería volver la tercera noche luego de su funeral, entre la medianoche y la una, a la casita del jardín, y brindar un completo relato al superviviente acerca de estos asuntos; el otro debería asegurarse de estar presente en el lugar indicado y al momento oportuno, de manera que ambos quedamos satisfechos; y esta —dijo el Capitán— es la noche indicada, y he venido con el propósito de cumplir mi promesa.” El Doctor le disuadió entonces, llamándole la atención sobre los peligros de continuar con esas extrañas sugerencias; el Capitán replicó agradeciéndole su buena voluntad, y que si quería podía continuar descansando, pero que por su parte, había decidido esperar y vigilar, de manera que se aseguraría de estar presente a la hora citada: para este propósito sincronizó su reloj. Tan pronto como se dio cuenta que eran once y media, se levantó y tomó los candelabros, uno en cada mano, y salió por una puerta trasera de la que previamente se había munido de llave, y caminó hacia la casita del jardín, donde permaneció durante las siguientes dos horas y media. A su regreso declaró que no había visto ni escuchado nada más que lo usual. Pero, según dijo, “sé que mi Mayor hubiera seguramente venido, si hubiera podido”.

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El fantasma del Mayor SydenhamJoseph Glanvill (1668)

Unas seis semanas después, el Capitán marchó a Eaton para llevar a su hijo a una escuela de ahí. El Doctor le acompañó. Se hospedaron en una posada, llamada el Signo, y se quedaron allí durante dos o tres noches, esta vez descansando cada uno en su recámara, no como en Dulverton. La mañana anterior a la que se fueron de allí, el Capitán se quedó en su recámara más de lo normal; finalmente entró en la recámara del Doctor, pero su cara y aspecto era muy diferente al suyo normal, su pelo estaba erizado y su vista fija, el cuerpo temblaba por completo. El Doctor le preguntó cuál era su afección, y el Capitán replicó:“He visto a mi Mayor”. El Doctor pareció sonreír, y el Capitán inmediatamente confirmó su aseveración, relatándole tal cuál lo que le sucedió: “Cuando salió el sol, alguien apareció a un lado de mi lecho, y súbitamente corrió las cortinas, llamándome 'Cap, Cap' (que es el término con el cual familiarmente el Mayor me llamaba). Yo repliqué casi en sueños '¿Qué, mi Mayor, qué?' y por respuesta: 'No pude ir en el plazo estipulado, pero aquí estoy para contarte, hay un Dios, y es muy justo y terrible, y si tu no comienzas a hacerte una nueva vida (su expresión aquí fue puntualmente recordada por el Doctor), lo encontrarás terrible.”

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El fantasma del Mayor SydenhamJoseph Glanvill (1668)

El Capitán prosiguió: “En la mesa había una espada, que el Mayor me había dado hacía mucho tiempo. Ahora, luego de que la aparición había dado un par de vueltas alrededor de la recámara, tomó su espada, y la desenvainó, encontrándola no tan brillante y limpia que como cuando él la poseía, 'Cap, Cap' me dijo, 'esta espada no acostumbraba a estar así cuando yo la usaba'. Luego de estas palabras, desapareció súbitamente. El Capitán no estaba solamente convencido de lo que había visto y escuchado, sino que también se vio afectado por ello. Su estado de ánimo de siempre cambió: antes había sido jovial y enérgico, tras aquellos acontecimientos se vio extrañamente alterado, de manera que en la cena apenas probó bocado. Tiempo después se observó que lo que el Capitán había visto y oído habría de tener una perdurable influencia sobre él. Esto fue constatado por aquellos que tuvieron conocimiento preciso de la conversación aquí referida; el recuerdo de este luctuoso acontecimiento de sobresalto permaneció siempre cercano a él, de manera que las palabras de su amigo muerto resonaron frecuentemente en sus oídos, durante el resto de su vida, un período de no más de dos años para ser exactos.

FIN

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.Joseph Glanvill (1636 - 4 de noviembre de 1680) fue un escritor, filósofo y clérigo inglés. Educado en la Universidad de Oxford (Bachelor of Arts por el Exeter College, Master of Arts por la universidad de Lincoln), Glanvill fue nombrado vicario de Frome en 1662, rector de la Iglesia de la abadía en Bath en 1666 y prebendario de Worcester en 1678. Sus escritos exhiben una variedad de creencias que pueden parecer profundamente contradictorias a la gente contemporánea. Por un lado, él era el autor de The Vanity of Dogmatizing (La vanidad del dogmatizar), que atacaba el escolasticismo y la persecución religiosa y pedía por la tolerancia religiosa, el método científico y la libertad de pensamiento. Por otra parte, él también escribió Sadducismus Triumphatus, que denigraba el escepticismo sobre la existencia y el poder sobrenatural de la brujería y contenía una colección valiosa de folklore del Siglo XVII sobre brujas.

Fuente: [http://faculty.history.wisc.edu/sommerville/367/36

7-102.htm]

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Joseph Glanvill (1636-1680)

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Influyó profundamente en el libro de Cotton Mather Wonders of the invisible world («Maravillas del mundo invisible»), escrito para justificar los juicios de brujas de Salem. El pensamiento de Glanvill, en general, se adhería a los principios siguientes. En primer lugar, el mundo no se puede deducir exclusivamente a partir de la razón . Incluso lo sobrenatural no se puede resolver a partir de los primeros principios y se debe investigar empíricamente. Consecuentemente, Glanvill procuró investigar supuestos sucesos sobrenaturales a través de entrevistas y del examen de la escena de los acontecimientos. En segundo lugar, como su amigo el filósofo Henry More, creía que la existencia de espíritus estaba bien documentada en la Biblia, y que la negación de los espíritus y los demonios era el primer paso hacia el ateísmo. El ateísmo conducía a la rebelión y al caos social y por lo tanto tenía que ser superado por la ciencia y las actividades de los doctos. Lo último es el propósito que él se vio procurando satisfacer.

Las historias cortas de Edgar Allan Poe «Ligeia» y «Un descenso al Maelström» contienen epígrafes atribuidos a Glanvill; de hecho, son en realidad invenciones de Poe.

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Joseph Glanvill (1636-1680)

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El rayo de lunade

Gustavo Adolfo

Bécquer(1871)

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Yo no sé si esto es una historia que parece cuento o un cuento que parece historia; lo que puedo decir es que en su fondo hay una verdad, una verdad muy triste, de la que acaso yo seré uno de los últimos en aprovecharme, dadas mis condiciones de imaginación. Otro, con esta idea, tal vez hubiera hecho un tomo de filosofía lacrimosa; yo he escrito esta leyenda que, a los que nada vean en su fondo, al menos podrá entretenerles un rato. Era noble, había nacido entre el estruendo de las armas, y el insólito clamor de una trompa de guerra no le hubiera hecho levantar la cabeza un instante ni apartar sus ojos un punto del oscuro pergamino en que leía la última cantiga de un trovador. Los que quisieran encontrarle, no lo debían buscar en el anchuroso patio de su castillo, donde los palafreneros domaban los potros, los pajes enseñaban a volar a los halcones, y los soldados se entretenían los días de reposo en afilar el hierro de su lanza contra una piedra.

-¿Dónde está Manrique, dónde está vuestro señor? -preguntaba algunas veces su madre.

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El rayo de lunaGustavo Adolfo Bécquer (1871)

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-No sabemos -respondían sus servidores:- acaso estará en el claustro del monasterio de la Peña, sentado al borde de una tumba, prestando oído a ver si sorprende alguna palabra de la conversación de los muertos; o en el puente, mirando correr unas tras otras las olas del río por debajo de sus arcos; o acurrucado en la quiebra de una roca y entretenido en contar las estrellas del cielo, en seguir una nube con la vista o contemplar los fuegos fatuos que cruzan como exhalaciones sobre el haz de las lagunas. En cualquiera parte estará menos en donde esté todo el mundo.

En efecto, Manrique amaba la soledad, y la amaba de tal modo, que algunas veces hubiera deseado no tener sombra, porque su sombra no le siguiese a todas partes. Amaba la soledad, porque en su seno, dando rienda suelta a la imaginación, forjaba un mundo fantástico, habitado por extrañas creaciones, hijas de sus delirios y sus ensueños de poeta, tanto, que nunca le habían satisfecho las formas en que pudiera encerrar sus pensamientos, y nunca los había encerrado al escribirlos. 53

El rayo de lunaGustavo Adolfo Bécquer (1871)

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Creía que entre las rojas ascuas del hogar habitaban espíritus de fuego de mil colores, que corrían como insectos de oro a lo largo de los troncos encendidos, o danzaban en una luminosa ronda de chispas en la cúspide de las llamas, y se pasaba las horas muertas sentado en un escabel junto a la alta chimenea gótica, inmóvil y con los ojos fijos en la lumbre. Creía que en el fondo de las ondas del río, entre los musgos de la fuente y sobre los vapores del lago, vivían unas mujeres misteriosas, hadas, sílfides u ondinas, que exhalaban lamentos y suspiros, o cantaban y se reían en el monótono rumor del agua, rumor que oía en silencio intentando traducirlo. En las nubes, en el aire, en el fondo de los bosques, en las grietas de las peñas, imaginaba percibir formas o escuchar sonidos misteriosos, formas de seres sobrenaturales, palabras ininteligibles que no podía comprender. ¡Amar! Había nacido para soñar el amor, no para sentirlo. Amaba a todas las mujeres un instante: a ésta porque era rubia, a aquélla porque tenía los labios rojos, a la otra porque se cimbreaba al andar como un junco. Algunas veces llegaba su delirio hasta el punto de quedarse una noche entera mirando a la luna, que flotaba en el cielo entre un vapor de plata, o a las estrellas que temblaban a lo lejos como los cambiantes de las piedras preciosas. En aquellas largas noches de poético insomnio, exclamaba:-Si es verdad…

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…Como el prior de la Peña me ha dicho, que es posible que esos puntos de luz sean mundos; si es verdad que en ese globo de nácar que rueda sobre las nubes habitan gentes, ¡qué mujeres tan hermosas serán las mujeres de esas regiones luminosas, y yo no podré verlas, y yo no podré amarlas!... ¿Cómo será su hermosura?... ¿Cómo será su amor?....

Manrique no estaba aún lo bastante loco para que le siguiesen los muchachos, pero sí lo suficiente para hablar y gesticular a solas, que es por donde se empieza. Sobre el Duero, que pasaba lamiendo las carcomidas y oscuras piedras de las murallas de Soria, hay un puente que conduce de la ciudad al antiguo convento de los Templarios, cuyas posesiones se extendían a lo largo de la opuesta margen del río. En la época a que nos referimos, los caballeros de la Orden habían ya abandonado sus históricas fortalezas; pero aún quedaban en pie los restos de los anchos torreones de sus muros, aún se veían, como en parte se ven hoy, cubiertos de hiedra y campanillas blancas, los macizos arcos de su claustro, las prolongadas galerías ojivales de sus patios de armas, en las que suspiraba el viento con un gemido, agitando las altas hierbas.

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En los huertos y en los jardines, cuyos senderos no hollaban hacía muchos años las plantas de los religiosos, la vegetación, abandonada a sí misma, desplegaba todas sus galas, sin temor de que la mano del hombre la mutilase, creyendo embellecerla. Las plantas trepadoras subían encaramándose por los añosos troncos de los árboles; las sombrías calles de álamos, cuyas copas se tocaban y se confundían entre sí, se habían cubierto de césped; los cardos silvestres y las ortigas brotaban en medio de los enarenados caminos, y en dos trozos de fábrica, próximos a desplomarse, el jaramago, flotando al viento como el penacho de una cimera, y las campanillas blancas y azules, balanceándose como en un columpio sobre sus largos y flexibles tallos, pregonaban la victoria de la destrucción y la ruina.

Era de noche; una noche de verano, templada, llena de perfumes y de rumores apacibles, y con una luna blanca y serena, en mitad de un cielo azul, luminoso y transparente. Manrique, presa su imaginación de un vértigo de poesía, después de atravesar el puente, desde donde contempló un momento la negra silueta de la ciudad, que se destacaba sobre el fondo de algunas nubes blanquecinas y ligeras arrolladas en el horizonte, se internó en las desiertas ruinas de los Templarios.

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La media noche tocaba a su punto. La luna, que se había ido remontando lentamente, estaba ya en lo más alto del cielo, cuando al entrar en una oscura alameda que conducía desde el derruido claustro a la margen del Duero, Manrique exhaló un grito leve y ahogado, mezcla extraña de sorpresa, de temor y de júbilo. En el fondo de la sombría alameda había visto agitarse una cosa blanca, que flotó un momento y desapareció en la oscuridad. La orla del traje de una mujer, de una mujer que había cruzado el sendero y se ocultaba entre el follaje, en el mismo instante en que el loco soñador de quimeras o imposibles penetraba en los jardines.

-¡Una mujer desconocida!... ¡En este sitio!..., ¡a estas horas! Esa, esa es la mujer que yo busco -exclamó Manrique; y se lanzó en su seguimiento, rápido como una saeta.

Llegó al punto en que había visto perderse entre la espesura de las ramas a la mujer misteriosa. Había desaparecido. ¿Por dónde? Allá lejos, muy lejos, creyó divisar por entre los cruzados troncos de los árboles como una claridad o una forma blanca que se movía. 57

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-¡Es ella, es ella, que lleva alas en los pies y huye como una sombra! -dijo, y se precipitó en su busca, separando con las manos las redes de hiedra que se extendían como un tapiz de unos en otros álamos. Llegó rompiendo por entre la maleza y las plantas parásitas hasta una especie de rellano que iluminaba la claridad del cielo... ¡Nadie!

-¡Ah!, por aquí, por aquí va -exclamó entonces-. Oigo sus pisadas sobre las hojas secas, y el crujido de su traje que arrastra por el suelo y roza en los arbustos; -y corría y corría como un loco de aquí para allá, y no la veía. – Pero siguen sonando sus pisadas -murmuró otra vez;- creo que ha hablado; no hay duda, ha hablado... El viento que suspira entre las ramas; las hojas, que parece que rezan en voz baja, me han impedido oír lo que ha dicho; pero no hay duda, va por ahí, ha hablado... ha hablado... ¿En qué idioma? No sé, pero es una lengua extranjera... Y tornó a correr en su seguimiento, unas veces creyendo verla, otras pensando oírla; ya notando que las ramas, por entre las cuales había desaparecido, se movían; ya imaginando distinguir en la arena la huella de sus propios pies; luego, firmemente persuadido de que un perfume especial que aspiraba a intervalos era un aroma perteneciente a aquella mujer que se burlaba de él, complaciéndose en huirle por entre aquellas intrincadas malezas. ¡Afán inútil!

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Vagó algunas horas de un lado a otro fuera de sí, ya parándose para escuchar, ya deslizándose con las mayores precauciones sobre la hierba, ya en una carrera frenética y desesperada. Avanzando, avanzando por entre los inmensos jardines que bordaban la margen del río, llegó al fin al pie de las rocas sobre que se eleva la ermita de San Saturio.

-Tal vez, desde esta altura podré orientarme para seguir mis pesquisas a través de ese confuso laberinto -exclamó trepando de peña en peña con la ayuda de su daga.

Llegó a la cima, desde la que se descubre la ciudad en lontananza y una gran parte del Duero que se retuerce a sus pies, arrastrando una corriente impetuosa y oscura por entre las corvas márgenes que lo encarcelan. Manrique, una vez en lo alto de las rocas, tendió la vista a su alrededor; pero al tenderla y fijarla al cabo en un punto, no pudo contener una blasfemia. La luz de la luna rielaba chispeando en la estela que dejaba en pos de sí una barca que se dirigía a todo remo a la orilla opuesta. 59

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En aquella barca había creído distinguir una forma blanca y esbelta, una mujer sin duda, la mujer que había visto en los Templarios, la mujer de sus sueños, la realización de sus más locas esperanzas. Se descolgó de las peñas con la agilidad de un gamo, arrojó al suelo la gorra, cuya redonda y larga pluma podía embarazarle para correr, y desnudándose del ancho capotillo de terciopelo, partió como una exhalación hacia el puente. Pensaba atravesarlo y llegar a la ciudad antes que la barca tocase en la otra orilla. ¡Locura!

Cuando Manrique llegó jadeante y cubierto de sudor a la entrada, ya los que habían atravesado el Duero por la parte de San Saturio, entraban en Soria por una de las puertas del muro, que en aquel tiempo llegaba hasta la margen del río, en cuyas aguas se retrataban sus pardas almenas. Aunque desvanecida su esperanza de alcanzar a los que habían entrado por el postigo de San Saturio, no por eso nuestro héroe perdió la de saber la casa que en la ciudad podía albergarlos. Fija en su mente esta idea, penetró en la población, y dirigiéndose hacia el barrio de San Juan, comenzó a vagar por sus calles a la ventura. Las calles de Soria eran entonces, y lo son todavía, estrechas, oscuras y tortuosas.

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Un silencio profundo reinaba en ellas, silencio que sólo interrumpían, ora el lejano ladrido de un perro; ora el rumor de una puerta al cerrarse, ora el relincho de un corcel que piafando hacía sonar la cadena que le sujetaba al pesebre en las subterráneas caballerizas. Manrique, con el oído atento a estos rumores de la noche, que unas veces le parecían los pasos de alguna persona que había doblado ya la última esquina de un callejón desierto, otras, voces confusas de gentes que hablaban a sus espaldas y que a cada momento esperaba ver a su lado, anduvo algunas horas, corriendo al azar de un sitio a otro. Por último, se detuvo al pie de un caserón de piedra, oscuro y antiquísimo, y al detenerse brillaron sus ojos con una indescriptible expresión de alegría. En una de las altas ventanas ojivales de aquel que pudiéramos llamar palacio, se veía un rayo de luz templada y suave que, pasando a través de unas ligeras colgaduras de seda color de rosa, se reflejaba en el negruzco y grieteado paredón de la casa de enfrente.

-No cabe duda; aquí vive mi desconocida -murmuró el joven en voz baja sin apartar un punto sus ojos de la ventana gótica;- aquí vive. 61

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Page 62: ANTOLOGÍA DE FANTASMAS. INTRODUCCIÓN A LOS CUENTOS DE TERROR

Ella entró por el postigo de San Saturio... por el postigo de San Saturio se viene a este barrio... en este barrio hay una casa, donde pasada la media noche aún hay gente en vela... ¿En vela? ¿Quién sino ella, que vuelve de sus nocturnas excursiones, puede estarlo a estas horas?... No hay más; ésta es su casa. En esta firme persuasión, y revolviendo en su cabeza las más locas y fantásticas imaginaciones, esperó el alba frente a la ventana gótica, de la que en toda la noche no faltó la luz ni él separó la vista un momento. Cuando llegó el día, las macizas puertas del arco que daba entrada al caserón, y sobre cuya clave se veían esculpidos los blasones de su dueño, giraron pesadamente sobre los goznes, con un chirrido prolongado y agudo. Un escudero reapareció en el dintel con un manojo de llaves en la mano, restregándose los ojos y enseñando al bostezar una caja de dientes capaces de dar envidia a un cocodrilo.

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Verle Manrique y lanzarse a la puerta, todo fue obra de un instante.-¿Quién habita en esta casa? ¿Cómo se llama ella? ¿De dónde es? ¿A qué ha venido a Soria? ¿Tiene esposo? Responde, responde, animal -ésta fue la salutación que, sacudiéndole el brazo violentamente, dirigió al pobre escudero, el cual, después de mirarle un buen espacio de tiempo con ojos espantados y estúpidos, le contestó con voz entrecortada por la sorpresa:-En esta casa vive el muy honrado señor D. Alonso de Valdecuellos, montero mayor de nuestro señor el rey, que herido en la guerra contra moros, se encuentra en esta ciudad reponiéndose de sus fatigas.-Pero ¿y su hija? -interrumpió el joven impaciente;- ¿y su hija, o su hermana; o su esposa, o lo que sea?-No tiene ninguna mujer consigo.-¡No tiene ninguna!... Pues ¿quién duerme allí en aquel aposento, donde toda la noche he visto arder una luz?-¿Allí? Allí duerme mi señor D. Alonso, que, como se halla enfermo, mantiene encendida su lámpara hasta que amanece.

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Un rayo cayendo de improviso a sus pies no le hubiera causado más asombro que el que le causaron estas palabras.-Yo la he de encontrar, la he de encontrar; y si la encuentro, estoy casi seguro de que he de conocerla... ¿En qué?... Eso es lo que no podré decir... pero he de conocerla.

El eco de sus pisadas o una sola palabra suya que vuelva a oír, un extremo de su traje, un solo extremo que vuelva a ver, me bastarán para conseguirlo. Noche y día estoy mirando flotar delante de mis ojos aquellos pliegues de una tela diáfana y blanquísima; noche y día me están sonando aquí dentro, dentro de la cabeza, el crujido de su traje, el confuso rumor de sus ininteligibles palabras... ¿Qué dijo?... ¿qué dijo? ¡Ah!, si yo pudiera saber lo que dijo, acaso... pero aún sin saberlo la encontraré... la encontraré; me lo da el corazón, y mi corazón no me engaña nunca. Verdad es que ya he recorrido inútilmente todas las calles de Soria; que he pasado noches y noches al sereno, hecho poste de una esquina; que he gastado más de veinte doblas en oro en hacer charlar a dueñas y escuderos; que he dado agua bendita en San Nicolás a una vieja… 64

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… Arrebujada con tal arte en su manto de anascote, que se me figuró una deidad y al salir de la Colegiata una noche de maitines, he seguido como un tonto la litera del arcediano, creyendo que el extremo de sus holapandas era el del traje de mi desconocida; pero no importa... yo la he de encontrar, y la gloria de poseerla excederá seguramente al trabajo de buscarla. ¿Cómo serán sus ojos?... Deben de ser azules, azules y húmedos como el cielo de la noche; me gustan tanto los ojos de ese color; son tan expresivos, tan melancólicos, tan... Sí... no hay duda; azules deben de ser, azules son, seguramente; y sus cabellos negros, muy negros y largos para que floten... Me parece que los vi flotar aquella noche, al par que su traje, y eran negros... no me engaño, no; eran negros. ¡Y qué bien sientan unos ojos azules, muy rasgados y adormidos, y una cabellera suelta, flotante y oscura, a una mujer alta... porque... ella es alta, alta y esbelta como esos ángeles de las portadas de nuestras basílicas, cuyos ovalados rostros envuelven en un misterioso crepúsculo las sombras de sus doseles de granito! ¡Su voz!... su voz la he oído... su voz es suave como el rumor del viento en las hojas de los álamos, y su andar acompasado y majestuoso como las cadencias de una música. 65

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Y esa mujer, que es hermosa como el más hermoso de mis sueños de adolescente, que piensa como yo pienso, que gusta como yo gusto, que odia lo que yo odio, que es un espíritu humano de mi espíritu, que es el complemento de mi ser, ¿no se ha de sentir conmovida al encontrarme? ¿No me ha de amar como yo la amaré, como la amo ya, con todas las fuerzas de mi vida, con todas las facultades de mi alma? Vamos, vamos al sitio donde la vi la primera y única vez que le he visto... ¿Quién sabe si, caprichosa como yo, amiga de la soledad y el misterio, como todas las almas soñadoras, se complace en vagar por entre las ruinas, en el silencio de la noche?

Dos meses habían transcurrido desde que el escudero de D. Alonso de Valdecuellos desengañó al iluso Manrique; dos meses durante los cuales en cada hora había formado un castillo en el aire, que la realidad desvanecía con un soplo; dos meses, durante los cuales había buscado en vano a aquella mujer desconocida, cuyo absurdo amor iba creciendo en su alma, merced a sus aún más absurdas imaginaciones, cuando después de atravesar absorto en estas ideas el puente que conduce a los Templarios, el enamorado joven se perdió entre las intrincadas sendas de sus jardines.

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La noche estaba serena y hermosa, la luna brillaba en toda su plenitud en lo más alto del cielo, y el viento suspiraba con un rumor dulcísimo entre las hojas de los árboles. Manrique llegó al claustro, tendió la vista por su recinto y miró a través de las macizas columnas de sus arcadas... Estaba desierto. Salió de él, encaminó sus pasos hacia la oscura alameda que conduce al Duero, y aún no había penetrado en ella, cuando de sus labios se escapó un grito de júbilo. Había visto flotar un instante y desaparecer el extremo del traje blanco, del traje blanco de la mujer de sus sueños, de la mujer que ya amaba como un loco. Corre, corre en su busca, llega al sitio en que la ha visto desaparecer; pero al llegar se detiene, fija los espantados ojos en el suelo, permanece un rato inmóvil; un ligero temblor nervioso agita sus miembros, un temblor que va creciendo, que va creciendo y ofrece los síntomas de una verdadera convulsión, y prorrumpe al fin una carcajada, una carcajada sonora, estridente, horrible. Aquella cosa blanca, ligera, flotante, había vuelto a brillar ante sus ojos, pero había brillado a sus pies un instante, no más que un instante. Era un rayo de luna, un rayo de luna que penetraba a intervalos por entre la verde bóveda de los árboles cuando el viento movía sus ramas.

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Habían pasado algunos años. Manrique, sentado en un sitial junto a la alta chimenea gótica de su castillo, inmóvil casi y con una mirada vaga e inquieta como la de un idiota, apenas prestaba atención ni a las caricias de su madre, ni a los consuelos de sus servidores.-Tú eres joven, tú eres hermoso -le decía aquélla;- ¿por qué te consumes en la soledad? ¿Por qué no buscas una mujer a quien ames, y que amándote pueda hacerte feliz?-¡El amor!... El amor es un rayo de luna -murmuraba el joven.-¿Por qué no despertáis de ese letargo? -le decía uno de sus escuderos;- os vestís de hierro de pies a cabeza, mandáis desplegar al aire vuestro pendón de ricohombre, y marchamos a la guerra: en la guerra se encuentra la gloria.-¡La gloria!... La gloria es un rayo de luna.-¿Queréis que os diga una cantiga, la última que ha compuesto mosén Arnaldo, el trovador provenzal?

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-¡No! ¡No! -exclamó el joven incorporándose colérico en su sitial-; no quiero nada... es decir, sí quiero... quiero que me dejéis solo... Cantigas... mujeres... glorias... felicidad... mentiras todo, fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué?, para encontrar un rayo de luna.

Manrique estaba loco: por lo menos, todo el mundo lo creía así. A mí, por el contrario, se me figuraba que lo que había hecho era recuperar el juicio.

FIN

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.Gustavo Adolfo Claudio Domínguez Bastida (Sevilla, 17 de febrero de 1836 – Madrid, 22 de diciembre de 1870), más conocido como Gustavo Adolfo Bécquer, fue un poeta y narrador español, perteneciente al movimiento del Romanticismo, aunque escribió en una etapa literaria perteneciente al Realismo. Por ser un romántico tardío, ha sido asociado igualmente con el movimiento posromántico. Aunque en vida ya alcanzó cierta fama, solo después de su muerte y tras la publicación del conjunto de sus escritos alcanzó el prestigio que hoy se le reconoce. Su obra más célebre son las Rimas y Leyendas. Los poemas e historias incluidos en esta colección son esenciales para el estudio de la literatura hispana, sobre la que ejercieron posteriormente una gran influencia. Pero, aparte de su importante lírica, Gustavo Adolfo Bécquer fue también un gran narrador y periodista.

Fuente: [http://www.materialesdelengua.org/LITERATURA/PROPUESTAS_LECTURA/BE

CQUER/caza_becquer.htm]

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

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.Escribió veintiocho narraciones del género leyenda, muchas de ellas pertenecientes al género del relato gótico o de terror, otras, auténticos esbozos de poesía en prosa, y otras narraciones de aventuras. María Rosa Alonso encontró en ellas siete temas principales:

el oriental y exótico la muerte y la vida de ultratumba el embrujamiento y la hechicería el tema religioso las inspiradas en el Romancero las de tendencia animista. Fuente:

[http://www.materialesdelengua.org/LITERATURA/PROPUESTAS_LECTURA/BE

CQUER/caza_becquer.htm]

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

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.Leyendas

Leyendas El caudillo de las manos rojas, 1858. La vuelta del combate, 1858. La cruz del diablo, 1860. La ajorca de oro, 1861. El monte de las ánimas, 1861. Los ojos verdes, 1861. Maese Pérez, el organista, 1861. Creed en Dios, 1862. El rayo de luna, 1862. El Miserere, 1862. Tres fechas, 1862. El Cristo de la calavera, 1862. El gnomo, 1863. La cueva de la mora, 1863.

Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)

La promesa, 1863. La corza blanca, 1863. El beso, 1863. La Rosa de Pasión, 1864. La creación, 1861. ¡Es raro!, 1861. El aderezo de las esmeraldas, 1862. La venta de los gatos, 1862. Apólogo, 1863. Un boceto del natural, 1863. Un lance pesado. Memorias de un pavo, 1865. Las hojas secas. Historia de una mariposa y una

araña. La mujer de piedra, inacabada. Amores prohibidos. El rey Alberto.

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La mujer alta(Cuento de

miedo)de 

Pedro Antonio de Alarcón

(1882)

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Capítulo I

 —¡Qué sabemos! Amigos míos... ¡qué sabemos! —exclamó Gabriel, distinguido ingeniero de Montes, sentándose debajo de un pino y cerca de una fuente, en la cumbre del Guadarrama, a legua y media de El Escorial, en el límite divisorio de las provincias de Madrid y Segovia; sitio y fuente y pino que yo conozco y me parece estar viendo, pero cuyo nombre se me ha olvidado. —Sentémonos, como es de rigor y está escrito.. en nuestro programa —continuó Gabriel—, a descansar y hacer por la vida en este ameno y clásico paraje, famoso por la virtud digestiva del agua de ese manantial y por los muchos borregos que aquí se han comido nuestros ilustres maestros don Miguel Bosch, don Máximo Laguna, don Agustín Pascual y otros grandes naturistas; os contaré una rara y peregrina historia en comprobación de mi tesis..., reducida a manifestar, aunque me llaméis oscurantista, que en el globo terráqueo ocurren todavía cosas sobrenaturales: esto es, cosas que no caben en la cuadrícula de la razón, de la ciencia ni de la filosofía, tal y como hoy se entienden (o no se entienden) semejantes palabras, palabras y palabras, que diría Hamlet...

La mujer alta. Cuento de miedoPedro Antonio de Alarcón (1882)

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Enderezaba Gabriel este pintoresco discurso a cinco sujetos de diferente edad, pero ninguno joven, y sólo uno entrado ya en años; también ingenieros de Montes tres de ellos, pintor el cuarto y un poco literato el quinto; todos los cuales habían subido con el orador, que era el más pollo, en sendas burras de alquiler, desde el Real Sitio de San Lorenzo, a pasar aquel día herborizando en los hermosos pinares de Peguerinos, cazando mariposas por medio de mangas de tul, cogiendo coleópteros raros bajo la corteza de los pinos enfermos y comiéndose una carga de víveres fiambres pagados a escote. Sucedía esto en 1875, y era en el rigor del estío; no recuerdo si el día de Santiago o el de San Luis... Inclínome a creer el de San Luis. Como quiera que fuese, gozábase en aquellas alturas de un fresco delicioso, y el corazón, el estómago y la inteligencia funcionaban allí mejor que en el mundo social y la vida ordinaria...Sentado que se hubieron los seis amigos, Gabriel continuó hablando de esta manera:—Creo que no me tacharéis de visionario... Por fortuna o desgracia mía soy, digámoslo así, un hombre a la moderna, nada supersticioso, y tan positivista como el que más, bien que incluya entre los datos positivos de la Naturaleza todas las misteriosas facultades y emociones de mi alma en materias de sentimiento...

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Pues bien: a propósito de fenómenos sobrenaturales, oíd lo que yo he oído y ved lo que yo he visto, aun sin ser el verdadero héroe de la singularísima historia que voy a contar; y decidme en seguida qué explicación terrestre, física, natural, o como queramos llamarla, puede darse a tan maravilloso acontecimiento.—El caso fue como sigue... ¡A ver! ¡Echad una gota, que ya se habrá refrescado el pellejo dentro de esa bullidora y cristiana fuente, colocada por Dios en esta pinífera cumbre para enfriar el vino de los botánicos!

Capítulo II  —Pues, señor, no sé si habréis oído hablar de un ingeniero de Caminos llamado Telesforo X... que murió en 1860...—Yo no...—¡Yo sí!—Yo también: un muchacho andaluz, con bigote negro, que estuvo para casarse con la hija del marqués de Moreda... y que murió de ictericia...

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—¡Ése mismo! —continuó Gabriel—. Pues bien: mi amigo Telesforo, medio año antes de su muerte, era todavía un joven brillantísimo, como se dice ahora. Guapo, fuerte, animoso, con la aureola de haber sido el primero de su promoción en la Escuela de Caminos, y acreditado ya en la práctica por la ejecución de notables trabajos, disputábanselo varias empresas particulares en aquellos años de oro de las obras públicas, y también se lo disputaban las mujeres por casar o mal casadas, y, por supuesto, las viudas impenitentes, y entre ellas alguna muy buena moza que... Pero la tal viuda no viene ahora a cuento, pues a quien Telesforo quiso con toda formalidad fue a su citada novia, la pobre Joaquinita Moreda, y lo otro no pasó de un amorío puramente usufructuario...—¡Señor don Gabriel, al orden!—Sí..., sí, voy al orden, pues ni mi historia ni la controversia pendiente se prestan a chanzas ni donaires. Juan, échame otro medio vaso... ¡Bueno está de verdad este vino!Conque atención y poneos serios, que ahora comienza lo luctuoso. Sucedió, como sabréis los que la conocisteis, que Joaquina murió de repente en los baños de Santa Águeda al fin del verano de 1859...

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Hallábame yo en Pau cuando me dieron tan triste noticia, que me afectó muy especialmente por la íntima amistad que me unía a Telesforo... A ella sólo le había hablado una vez, en casa de su tía la generala López, y por cierto que aquella palidez azulada, propia de las personas que tienen una aneurisma, me pareció desde luego indicio de mala salud... Pero, en fin, la muchacha valía cualquier cosa por su distinción, hermosura y garbo; y como además era hija única de título, y de título que llevaba anejos algunos millones, conocí que mi buen matemático estaría inconsolable...

Por consiguiente, no bien me hallé de regreso en Madrid, a los quince o veinte días de su desgracia, fui a verlo una mañana muy temprano a su elegante habitación de mozo de casa abierta y de jefe de oficina, calle del Lobo... No recuerdo el número, pero sí que era muy cerca de la Carrera de San Jerónimo.

Contristadísimo, bien que grave y en apariencia dueño de su dolor, estaba el joven ingeniero trabajando ya a aquella hora con sus ayudantes en no sé qué proyecto de ferrocarril, y vestido de riguroso luto.

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Abrazóme estrechísimamente y por largo rato, sin lanzar ni el más leve suspiro; dio en seguida algunas instrucciones sobre el trabajo pendiente a uno de sus ayudantes, y condújome, en fin, a su despacho particular, situado al extremo opuesto de la casa, diciéndome por el camino con acento lúgubre y sin mirarme:—Mucho me alegro de que hayas venido... Varias veces te he echado de menos en el estado en que me hallo... Ocúrreme una cosa muy particular y extraña, que sólo un amigo como tú podría oír sin considerarme imbécil o loco, y acerca de la cual necesito oír alguna opinión serena y fría como la ciencia... Siéntate... —prosiguió diciendo, cuando hubimos llegado a su despacho—, y no temas en manera alguna que vaya a angustiarte describiéndote el dolor que me aflige, y que durará tanto como mi vida... ¿Para qué? ¡Tú te lo figurarás fácilmente a poco que entiendas de cuitas humanas, y yo no quiero ser consolado ni ahora, ni después, ni nunca! De lo que te voy a hablar con la detención que requiere el caso, o sea tomando el asunto desde su origen, es de una circunstancia horrenda y misteriosa que ha servido como de agüero infernal a esta desventura, y que tiene conturbado mi espíritu hasta un extremo que te dará espanto..

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—¡Habla! —respondí yo, comenzando a sentir, en efecto, no sé qué arrepentimiento de haber entrado en aquella casa, al ver la expresión de cobardía que se pintó en el rostro de mi amigo.—Oye... —repuso él, enjugándose la sudorosa frente.

Capítulo III  No sé si por fatalidad innata de mi imaginación, o por vicio adquirido al oír alguno de aquellos cuentos de vieja con que tan imprudentemente se asusta a los niños en la cuna, el caso es que desde mis tiernos años no hubo cosa que me causase tanto horror y susto, ya me la figurara mentalmente, ya me la encontrase en realidad, como una mujer sola, en la calle, a las altas horas de la noche. Te consta que nunca he sido cobarde. Me batí en duelo, como cualquier hombre decente, cierta vez que fue necesario, y recién salido de la Escuela de Ingenieros, cerré a palos y a tiros en Despeñaperros con mis sublevados peones, hasta que los reduje a la obediencia.

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Toda mi vida, en Jaén en Madrid y en otros varios puntos, he andado a deshora por la calle, solo, sin armas, atento únicamente al cuidado amoroso que me hacía velar, y si por acaso he topado con bultos de mala catadura, fueran ladrones o simples perdonavidas, a ellos les ha tocado huir o echarse a un lado, dejándome libre el mejor camino... Pero si el bulto era una mujer sola, parada o andando, y yo iba también solo, y no se veía más alma viviente por ningún lado... entonces (ríete si se te antoja, pero créeme) poníaseme carne de gallina; vagos temores asaltaban mi espíritu; pensaba en almas del otro mundo, en seres fantásticos, en todas las invenciones supersticiosas que me hacían reír en cualquier otra circunstancia, y apretaba el paso, o me volvía atrás, sin que ya se me quitara el susto ni pudiera distraerme ni un momento hasta que me veía dentro de mi casa. Una vez en ella, echábame también a reír y avergonzábame de mi locura, sirviéndome de alivio el pensar que no la conocía nadie. Allí me daba cuenta fríamente de que, pues yo no creía en duendes, ni en brujas, ni en aparecidos, nada había debido temer de aquella flaca hembra, a quien la miseria, el vicio o algún accidente desgraciado tendrían a tal hora fuera de su hogar, y a quien mejor me hubiera estado ofrecer auxilio por si lo necesitaba, o dar limosna si me la pedía...

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Repetíase, con todo, la deplorable escena cuantas veces se me presentaba otro caso igual, y cuenta que ya tenía yo veinticinco años, muchos de ellos de aventurero nocturno, sin que jamás me hubiese ocurrido lance alguno penoso con las tales mujeres solitarias y trasnochadoras...! Pero, en fin, nada de lo dicho llegó nunca a adquirir verdadera importancia, pues aquel pavor irracional se me disipaba siempre tan luego como llegaba a mi casa o veía otras personas en la calle, y ni tan siquiera lo recordaba a los pocos minutos, como no se recuerdan las equivocaciones o necedades sin fundamento ni consecuencia. Así las cosas, hace muy cerca de tres años... (desgraciadamente, tengo varios motivos para poder fijar la fecha: ¡la noche del 15 al 16 de noviembre de 1857!) volvía yo, a las tres de la madrugada, a aquella casita de la calle de Jardines, cerca de la calle de la Montera, en que recordarás viví por entonces. Acababa de salir, a hora tan avanzada, y con un tiempo feroz de viento y frío, no de ningún nido amoroso, sino de... (te lo diré, aunque te sorprenda), de una especie de casa de juego, no conocida bajo este nombre por la Policía, pero donde ya se habían arruinado muchas gentes, y a la cual me habían llevado a mí aquella noche por primera... y última vez.

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Sabes que nunca he sido jugador, entré allí engañado por un mal amigo, en la creencia de que todo iba a reducirse a trabar conocimiento con ciertas damas elegantes, de virtud equívoca (demi—monde puro), so pretexto de jugar algunos maravedíes al Enano, en mesa redonda, con faldas de bayeta; y el caso fue que a eso de las doce comenzaron a llegar nuevos tertulios, que iban del teatro Real o de salones verdaderamente aristocráticos, y mudóse de juego, y salieron a relucir monedas de oro, después billetes y luego bonos escritos con lápiz, y yo me enfrasqué poco a poco en la selva oscura del vicio, llena de fiebres y tentaciones, y perdí todo lo que llevaba, y todo lo que poseía, y aun quedé debiendo un dineral... con el pagaré correspondiente. Es decir, que me arruiné por completo, y que, sin la herencia y los grandes negocios que tuve en seguida, mi situación hubiera sido muy angustiosa y apurada. Volvía yo, digo, a mi casa aquella noche, tan a deshora, yerto de frío, hambriento, con la vergüenza y el disgusto que puedes suponer, pensando, más que en mi mismo, en mi anciano y enfermo padre, a quien tendría que escribir pidiéndole dinero, lo cual no podría menos de causarle tanto dolor como asombro, pues me consideraba en muy buena y desahogada posición...

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… Cuando, a poco de penetrar en mi calle por el extremo que da a la de Peligros, y al pasar por delante de una casa recién construida de la acera que yo llevaba, advertí que en el hueco de su cerrada puerta estaba de pie, inmóvil y rígida, como si fuese de palo, una mujer muy alta y fuerte, como de sesenta años de edad, cuyos malignos y audaces ojos sin pestañas se clavaron en los míos como dos puñales, mientras que su desdentada boca me hizo una mueca horrible por vía de sonrisa…

El propio terror o delirante miedo que se apoderó de mí instantáneamente dióme no sé qué percepción maravillosa para distinguir de golpe, o sea en dos segundos que tardaría en pasar rozando con aquella repugnante visión, los pormenores más ligeros de su figura y de su traje... Voy a ver si coordino mis impresiones del modo y forma que las recibí, y tal y como se grabaron para siempre en mi cerebro a la mortecina luz del farol que alumbró con infernal relámpago tan fatídica escena...Pero me excito demasiado, ¡aunque no sin motivo, como verás más adelante!Descuida, sin embargo, por el estado de mi razón... ¡Todavía no estoy loco!

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Lo primero que me chocó en aquella que denominaré mujer fue su elevadísima talla y la anchura de sus descarnados hombros; luego, la redondez y fijeza de sus marchitos ojos de búho, la enormidad de su saliente nariz y la gran mella central de su dentadura, que convertía su boca en una especie de oscuro agujero, y, por último, su traje de mozuela del Avapiés, el pañolito nuevo de algodón que llevaba a la cabeza, atado debajo de la barba, y un diminuto abanico abierto que tenía en la mano, y con el cual se cubría, afectando pudor, el centro del talle.¡Nada más ridículo y tremendo, nada más irrisorio y sarcástico que aquel abaniquillo en unas manos tan enormes, sirviendo como de cetro de debilidad a giganta tan fea, vieja y huesuda! Igual efecto producía el pañolejo de vistoso percal que adornaba su cara, comparado con aquella nariz de tajamar, aguileña, masculina, que me hizo creer un momento (no sin regocijo) si se trataría de un hombre disfrazado... Pero su cínica mirada y asquerosa sonrisa eran de vieja, de bruja, de hechicera, de Parca..., ¡no sé de qué! ¡De algo que justificaba plenamente la aversión y el susto que me habían causado toda mi vida las mujeres que andaban solas, de noche, por la calle...! ¡Dijérase que, desde la cuna, había presentido yo aquel encuentro!

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¡Dijérase que lo temía por instinto, como cada ser animado teme y adivina, y ventea, y reconoce a su antagonista natural antes de haber recibido de él ninguna ofensa, antes de haberlo visto, sólo con sentir sus pisadas!

No eché a correr en cuanto vi a la esfinge de mi vida, menos por vergüenza o por varonil decoro, que por temor a que mi propio miedo le revelase quién era yo, o le diese alas para seguirme, para acometerme, para... ¡no sé! ¡Los peligros que sueña el pánico no tienen forma ni nombre traducibles!Mi casa estaba al extremo opuesto de la prolongada y angosta calle en que me hallaba yo solo, enteramente solo, con aquella misteriosa estantigua, a quien creía capaz de aniquilarme con una palabra... ¿Qué hacer para llegar hasta allí? ¡Ah! ¡Con qué ansia veía a lo lejos la anchurosa y muy alumbrada calle de la Montera, donde a todas horas hay agentes de la autoridad! Decidí, pues, sacar fuerzas de flaqueza; disimular y ocultar aquel pavor miserable; no acelerar el paso, pero ganar siempre terreno, aun a costa de años de vida y de salud, y de esta manera, poco a poco, irme acercando a mi casa, procurando muy especialmente no caerme antes redondo al suelo.

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Así caminaba...; así habría andado ya lo menos veinte pasos desde que dejé atrás la puerta en que estaba escondida la mujer del abanico, cuando de pronto me ocurrió un idea horrible, espantosa, y, sin embargo, muy racional: ¡la idea de volver la cabeza a ver si me seguía mi enemiga!«Una de dos... —pensé con la rapidez del rayo—: o mi terror tiene fundamento o es una locura; si tiene fundamento, esa mujer habrá echado detrás de mí, estará alcanzándome y no hay salvación para mí en el mundo... Y si es una locura, una aprensión, un pánico como cualquier otro, me convenceré de ello en el presente caso y para todos los que me ocurran, al ver que esa pobre anciana se ha quedado en el hueco de aquella puerta preservándose del frío o esperando a que le abran; con lo cual yo podré seguir marchando hacia mi casa muy tranquilamente y me habré curado de una manía que tanto me abochorna.»Formulado este razonamiento, hice un esfuerzo extraordinario y volví la cabeza.¡Ah! ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué desventura! ¡La mujer alta me había seguido con sordos pasos, estaba encima de mí, casi me tocaba con el abanico, casi asomaba su cabeza sobre mi hombro!

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¿Por qué? ¿Para qué, Gabriel mío? ¿Era una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre disfrazado? ¿Era una vieja irónica, que había comprendido que le tenía miedo? ¿Era el espectro de mi propia cobardía? ¿Era el fantasma burlón de las decepciones y deficiencias humanas?

¡Interminable sería decirte todas las cosas que pensé en un momento! El caso fue que di un grito y salí corriendo como un niño de cuatro años que juzga ver al coco, y que no dejé de correr hasta que desemboqué en la calle de la Montera... Una vez allí, se me quitó el miedo como por ensalmo. ¡Y eso que la calle de la Montera estaba también sola! Volví, pues, la cabeza hacia la de Jardines, que enfilaba en toda su longitud, y que estaba suficientemente alumbrada por sus tres faroles y por un reverbero de la calle de Peligros, para que no se me pudiese oscurecer la mujer alta si por acaso había retrocedido en aquella dirección, y ¡vive el cielo que no la vi parada, ni andando, ni en manera alguna! Con todo, guardéme muy bien de penetrar de nuevo en mi calle. «¡Esa bribona —me dije— se habrá metido en el hueco de otra puerta...! Pero mientras sigan alumbrando los faroles no se moverá sin que yo no lo note desde aquí...»

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En eso vi aparecer a un sereno por la calle del Caballero de Gracia, y lo llamé sin desviarme de mi sitio: díjele, para justificar la llamada y excitar su celo, que en la calle de Jardines había un hombre vestido de mujer; que entrase en dicha calle por la de Peligros, a la cual debía dirigirse por la de la Aduana; que yo permanecería quieto en aquella otra salida y que con tal medio no podría escapársenos el que a todas luces era un ladrón o un asesino.Obedeció el sereno, tomó por la calle de la Aduana, y cuando yo vi avanzar su farol por el otro lado de la de Jardines, penetré también en ella resueltamente.Pronto nos reunimos en su promedio, sin que ni el uno ni el otro hubiésemos encontrado a nadie, a pesar de haber registrado puerta por puerta.—Se habrá metido en alguna casa —dijo el sereno.—¡Eso será! —respondí yo abriendo la puerta de la mía, con firme resolución de mudarme a otra calle al día siguiente.

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Pocos momentos después hallábame dentro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte llevaba también siempre conmigo, a fin de no molestar a mi buen criado José.¡Sin embargo, éste me aguardaba aquella noche! ¡Mis desgracias del 15 al 16 de noviembre no habían concluido!—¿Qué ocurre? —le pregunté con extrañeza.—Aquí ha estado —me respondió visiblemente conmovido—, esperando a usted desde las once hasta las dos y media, el señor comandante Falcón, y me ha dicho que, si venía usted a dormir a casa, no se desnudase, pues él volvería al amanecer...Semejantes palabras me dejaron frío de dolor y espanto, cual si me hubieran notificado mi propia muerte... Sabedor yo de que mi amadísimo padre, residente en Jaén, padecía aquel invierno frecuentes y peligrosísimos ataques de su crónica enfermedad, había escrito a mis hermanos que en el caso de un repentino desenlace funesto telegrafiasen al comandante Falcón, el cual me daría la noticia de la manera más conveniente... ¡No me cabía, pues, duda de que mi padre había fallecido!

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Sentéme en una butaca a esperar el día y a mi amigo, y con ellos la noticia oficial de tan grande infortunio, ¡y Dios sólo sabe cuánto padecí en aquellas dos horas de cruel expectativa, durante las cuales (y es lo que tiene relación con la presente historia) no podía separar en mi mente tres ideas distintas, y al parecer heterogéneas, que se empeñaban en formar monstruoso y tremendo grupo: mi pérdida al juego, el encuentro con la mujer y la muerte de mi honrado padre!A las seis en punto penetró en mi despacho el comandante Falcón, y me miró en silencio...Arrojéme en sus brazos llorando desconsoladamente, y él exclamó acariciándome:—¡Llora, sí, hombre, llora! ¡Y ojalá ese dolor pudiera sentirse muchas veces!

Capítulo IV 

¡Mi amigo Telesforo —continuó Gabriel después que hubo apurado otro vaso de vino— descansó también un momento al llegar a este punto, y luego prosiguió en los términos siguientes:

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—Si mi historia terminara aquí, acaso no encontrarías nada de extraordinario ni sobrenatural en ella, y podrías decirme lo mismo que por entonces me dijeron dos hombres de mucho juicio a quienes se la conté: que cada persona de viva y ardiente imaginación tiene su terror pánico…… Que el mío eran las trasnochadoras solitarias, y que la vieja de la calle de Jardines no pasaría de ser una pobre sin casa ni hogar, que iba a pedirme limosna cuando yo lancé el grito y salí corriendo, o bien una repugnante Celestina de aquel barrio, no muy católico en materia de amores...También quise creerlo yo así; también lo llegué a creer al cabo de algunos meses; no obstante lo cual hubiera dado entonces años de vida por la seguridad de no volver a encontrarme a la mujer . ¡En cambio, hoy daría toda mi sangre por encontrármela de nuevo!—¿Para qué?—¡Para matarla en el acto!—No te comprendo...

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—Me comprenderás si te digo que volví a tropezar con ella hace tres semanas, pocas horas antes de recibir la nueva fatal de la muerte de mi pobre Joaquina...—Cuéntame... cuéntame...—Poco más tengo que decirte. Eran las cinco de la madrugada; volvía yo de pasar la última noche, no diré de amor, sino de amarguísimos lloros y desgarradora contienda, con mi antigua querida la viuda de T.... ¡de quien érame ya preciso separarme por haberse publicado mi casamiento con la otra infeliz a quien estaban enterrando en Santa Águeda a aquella misma hora!Todavía no era día completo; pero ya clareaba el alba en las calles enfiladas hacia el este. Acababan de apagar los faroles, y habíanse retirado los serenos, cuando, al ir a cortar la calle del Prado, o sea a pasar de una a otra sección de la calle del Lobo, cruzó por delante de mí, como viniendo de la plaza de las Cortes y dirigiéndose a la de Santa Ana, la espantosa mujer de la calle de Jardines. No me miró, y creí que no me había visto... Llevaba la misma vestimenta y el mismo abanico que hace tres años...

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¡Mi azoramiento y cobardía fueron mayores que nunca! Corté rapidísimamente la calle del Prado, luego que ella pasó, bien que sin quitarle ojo, para asegurarme que no volvía la cabeza, y cuando hube penetrado en la otra sección de la calle del Lobo…

… Respiré como si acabara de pasar a nado una impetuosa corriente, y apresuré de nuevo mi marcha hacia acá con más regocijo que miedo, pues consideraba vencida y anulada a la odiosa bruja, en el mero hecho de haber estado tan próximo de ella sin que me viese...De pronto, y cerca ya de esta mi casa, acometióme como un vértigo de terror pensando en si la muy taimada vieja me habría visto y conocido; en si se habría hecho la desentendida para dejarme penetrar en la todavía oscura calle del Lobo y asaltarme allí impunemente; en si vendría tras de mí; en si ya la tendría encima...Vuélvome en esto.... y ¡allí estaba?. ¡Allí, a mi espalda, casi tocándome con sus ropas, mirándome con sus viles ojuelos, mostrándome la asquerosa mella de su dentadura, abanicándose irrisoriamente, como si se burlara de mi pueril espanto...

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.Pasé del terror a la más insensata ira, a la furia salvaje de la desesperación, y arrojéme sobre el corpulento vejestorio; tirélo contra la pared, echándole una mano a la garganta, y con la otra, ¡qué asco!, púseme a palpar su cara, su seno, el lío ruin de sus cabellos sucios, hasta que me convencí juntamente de que era criatura humana y mujer.Ella había lanzado entre tanto un aullido ronco y agudo al propio tiempo que me pareció falso, o fingido, como expresión hipócrita de un dolor y de un miedo que no sentía, y luego exclamó, haciendo como que lloraba, pero sin llorar, antes bien mirándome con ojos de hiena:—¿Por qué la ha tomado usted conmigo?Esta frase aumentó mi pavor y debilitó mi cólera.—¡Luego usted recuerda —grité— haberme visto en otra parte!—¡Ya lo creo, alma mía! —respondió sardónicamente—. ¡La noche de San Eugenio, en la calle de Jardines, hace tres años...Sentí frío dentro de los tuétanos.

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—Pero ¿quién es usted? —le dije sin soltarla—. ¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué tiene usted que ver conmigo?—Yo soy una débil mujer... —contestó diabólicamente—. ¡Usted me odia y me teme sin motivo...! Y si no, dígame usted, señor caballero: ¿por qué se asustó de aquel modo la primera vez que me vio?—¡Porque la aborrezco a usted desde que nací! ¡Porque es usted el demonio de mi vida!—¿De modo que usted me conocía hace mucho tiempo? ¡Pues mira, hijo, yo también a ti!—¡Usted me conocía! ¿Desde cuándo?—¡Desde antes que nacieras! Y cuando te vi pasar junto a mí hace tres años, me dije a mí misma: «¡Éste es!»—Pero ¿quién soy yo para usted? ¿Quién es usted para mí?—¡El demonio! —respondió la vieja escupiéndome en mitad de la cara, librándose de mis manos y echando a correr velocísimamente con las faldas levantadas hasta más arriba de las rodillas y sin que sus pies moviesen ruido alguno al tocar la tierra...

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¡Locura intentar alcanzarla...! Además, por la Carrera de San Jerónimo pasaba ya alguna gente, y por la calle del Prado también. Era completamente de día. La mujer siguió corriendo, o volando, hasta la calle de las Huertas, alumbrada ya por el sol…

…Paróse allí a mirarme; amenazóme una y otra vez esgrimiendo el abaniquillo cerrado, y desapareció detrás de una esquina...¡Espera otro poco, Gabriel! ¡No falles todavía este pleito, en que se juegan mi alma y mi vida! ¡óyeme dos minutos más!Cuando entré en mi casa me encontré con el coronel Falcón, que acababa de llegar para decirme que mi Joaquina, mi novia, toda mi esperanza de dicha y ventura sobre la tierra, ¡había muerto el día anterior en Santa Águeda! El desgraciado padre se lo había telegrafiado a Falcón para que me lo dijese... ¡a mí, que debí haberlo adivinado una hora antes, al encontrarme al demonio de mi vida! ¿Comprendes ahora que necesito matar a la enemiga innata de mi felicidad, a esa inmunda vieja, que es como el sarcasmo viviente de mi destino?

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.Pero ¿qué digo matar? ¿Es mujer? ¿Es criatura humana? ¿Por qué la he presentido desde que nací? ¿Por qué me reconoció al verme? ¿Por qué no se me presenta sino cuando me ha sucedido alguna gran desdicha? ¿Es Satanás? ¿Es la Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es el Anticristo? ¿Quién es? ¿Qué es...?

Capítulo V

—Os hago gracia, mis queridos amigos —continuó Gabriel—, de las reflexiones y argumentos que emplearía yo para ver de tranquilizar a Telesforo; pues son los mismos, mismísimos, que estáis vosotros preparando ahora para demostrarme que en mi historia no pasa nada sobrenatural o sobrehumano... vosotros diréis más: vosotros diréis que mi amigo estaba medio loco; que lo estuvo siempre; que, cuando menos, padecía la enfermedad moral llamada por unos terror pánico y por otros delirio emotivo; que, aun siendo verdad todo lo que refería acerca de la mujer alta, habría que atribuirlo a coincidencias casuales de fechas y accidentes; y, en fin, que aquella pobre vieja podía también estar loca, o ser una ratera o una mendiga, o una zurcidora de voluntades, como se dijo a sí propio el héroe de mi cuento en un intervalo de lucidez y buen sentido...

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.—¡Admirable suposición! —exclamaron los camaradas de Gabriel en variedad de formas—. ¡Eso mismo íbamos a contestarte nosotros! —Pues escuchad todavía unos momentos y veréis que yo me equivoqué entonces, como vosotros os equivocáis ahora. ¡El que desgraciadamente no se equivocó nunca fue Telesforo! ¡Ah! ¡Es mucho más fácil pronunciar la palabra locura que hallar explicación a ciertas cosas que pasan en la Tierra!—¡Habla! ¡Habla!—Voy allá; y esta vez, por ser ya la última, reanudaré el hilo de mi historia sin beberme antes un vaso de vino.

Capítulo VI A los pocos días de aquella conversación con Telesforo, fui destinado a la provincia de Albacete en mi calidad de ingeniero de Montes; y no habían transcurrido muchas semanas cuando supe, por un contratista de obras públicas, que mi infeliz amigo había sido atacado de una horrorosa ictericia; que estaba enteramente verde, postrado en un sillón, sin trabajar ni querer ver a nadie, llorando de día y de noche con inconsolable amargura, y que los médicos no tenían ya esperanza alguna de salvarlo.

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.Comprendí entonces por qué no contestaba a mis cartas, y hube de reducirme a pedir noticias suyas al coronel Falcón, que cada vez me las daba más desfavorables y tristes...Después de cinco meses de ausencia, regresé a Madrid el mismo día que llegó el parte telegráfico de la batalla de Tetuán... Me acuerdo como de lo que hice ayer. Aquella noche compré la indispensable Correspondencia de España, y lo primero que leí en ella fue la noticia de que Telesforo había fallecido y la invitación a su entierro para la mañana siguiente.Comprenderéis que no falté a la triste ceremonia. Al llegar al cementerio de San Luis, adonde fui en uno de los coches más próximos al carro fúnebre, llamó mi atención una mujer del pueblo, vieja, y muy alta, que se reía impíamente al ver bajar el féretro, y que luego se colocó en ademán de triunfo delante de los enterradores…… Señalándoles con un abanico muy pequeño la galería que debían seguir para llegar a la abierta y ansiosa tumba.A la Primera ojeada reconocí, con asombro y pavura, que era la implacable enemiga de Telesforo, tal y como él me la había retratado, con su enorme nariz, con sus infernales ojos, con su asquerosa mella con su pañolejo de percal y con aquel diminuto abanico, que parecía en sus manos el cetro del impudor y de la mofa…

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.Instantáneamente reparó en que yo la miraba, y fijó en mí la vista de un modo particular como reconociéndome, como dándose cuenta de que yo la reconocía, como enterada de que el difunto me había contado las escenas de la calle de Jardines y de la del Lobo, como desafiándome, como declarándome heredero del odio que había profesado a mi infortunado amigo…Confieso que entonces mi miedo fue superior a la maravilla que me causaban aquellas nuevas coincidencias o casualidades. Veía patente que alguna relación sobrenatural anterior a la vida terrena había existido entre la misteriosa vieja y Telesforo; pero en tal momento sólo me preocupaba mi propia vida, mi propia alma, mi propia ventura, que correrían peligro si llegaba a heredar semejante infortunio…La mujer se echó a reír, y me señaló ignominiosamente con el abanico, cual si hubiese leído en mi pensamiento y denunciase al público mi cobardía… Yo tuve que apoyarme en el brazo de un amigo para no caer al suelo, y entonces ella hizo un ademán compasivo o desdeñoso, giró sobre los talones y penetró en el campo santo con la cabeza vuelta hacia mí, abanicándose y saludándome a un propio tiempo, y contoneándose entre los muertos con no sé qué infernal coquetería…

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.… Hasta que, por último, desapareció para siempre en aquel laberinto de patios y columnatas llenos de tumbas…Y digo para siempre, porque han pasado quince años y no he vuelto a verla…Si era criatura humana, ya debe de haber muerto, y si no lo era, tengo la seguridad de que me ha desdeñado…¡Conque vamos a cuentas! ¡Decidme vuestra opinión acerca de tan curiosos hechos! ¿Los consideráis todavía naturales?

***

Ocioso fuera que yo, el autor del cuento o historia que acabáis de leer, estampase aquí las contestaciones que dieron a Gabriel sus compañeros y amigos, puesto que, al fin y a la postre, cada lector habrá de juzgar el caso según sus propias sensaciones y creencias…Prefiero, por consiguiente, hacer punto final en este párrafo, no sin dirigir el más cariñoso y expresivo saludo a cinco de los seis expedicionarios que pasaron juntos aquel inolvidable día en las frondosas cumbres del Guadarrama.

FIN

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Page 103: ANTOLOGÍA DE FANTASMAS. INTRODUCCIÓN A LOS CUENTOS DE TERROR

.Pedro Antonio Joaquín Melitón de Alarcón y Ariza fue un novelista español. Perteneció al movimiento realista. Se trata de uno de los más destacados autores de este movimiento, uno de los artífices del fin de la prosa romántica. Su primera obra narrativa fue El final de Norma, que no vio publicada hasta 1855. Comenzó a escribir relatos breves de rasgos románticos muy acusados hacia 1852; algunos de ellos, entroncados con el costumbrismo andaluz, revelaban el influjo de Fernán Caballero, pero otros demuestran la impronta de una atenta lectura de Edgar Allan Poe, de quien introdujo el relato policial con su novela El Clavo, aunque también compuso relatos de terror a semejanza de su modelo. Desde 1860 hasta 1874 agregó a los relatos la redacción de libros de viajes. Estos últimos son Diario de un testigo de la guerra de África (1859), De Madrid a Nápoles (1861) y La Alpujarra (1873), que suponen ya un acercamiento al realismo.

Fuente: [http://es.wikipedia.org/wiki/Pedro_Antonio_de_Alarc

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Pedro Antonio de Alarcón (1833 – 1891)

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.En 1874 publicó El sombrero de tres picos, desenfadada visión del tema tradicional del molinero de Arcos y su bella esposa perseguida por el corregidor. Recogió sus artículos costumbristas en Cosas que fueron (1871) y sus poemas juveniles en Poesías. También intentó el teatro con su drama El hijo pródigo, estrenado en 1875. En el Diario de un testigo de la guerra de África revela su talento descriptivo, presente también en los apuntes del viaje por Francia, Suiza e Italia y en La Alpujarra, donde logra insertar la viva realidad en la historia casi legendaria de las sublevaciones moriscas aproximándose a la novela. Entre 1874 y 1882 aparecieron sus obras más conocidas y famosas: los cuentos y las novelas cortas y extensas. Los relatos breves abarcan las Narraciones inverosímiles, bajo el ya mencionado influjo de Poe a los Cuentos amatorios, que se sitúan entre la sensiblería y el misterio policiaco, destacando El clavo y La comendadora. Otra recopilación son sus Historietas nacionales, de honda raigambre popular y que entroncan con obras similares de Fernán Caballero y Honoré de Balzac y van desde el tema heroico de la resistencia a los invasores franceses hasta el populismo épico de los bandoleros, pasando por las frecuentes algaradas civiles que al autor le tocó vivir. Destacan El carbonero alcalde, El afrancesado, El asistente y, la que algunos consideran la mejor de todas, El libro talonario.

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.En 1875 aparece El escándalo, que une el tema religioso a la crítica social. Ofrece una galería romántica de personajes, desde el soñador y enigmático Lázaro hasta el voluble Diego. De entre todos, descuellan el P. Manrique, jesuita consejero de la aristocracia, y el alocado y simpático Fabián Conde. El protagonista de la novela, víctima de sus calaveradas de joven, aprende a asumir su pasado bochornoso mejor que a pretender ocultarlo con mentiras burguesas. Prosiguiendo esa vena moralista, el autor siguió la trayectoria iniciada con dos obras más, El niño de la bola (1878) y La Pródiga (1880), un alegato contra la corrupción de las costumbres. Poco después publicó El capitán Veneno(1881) Pedro Antonio de Alarcón es ante todo un habilísimo narrador: sabe como nadie interesar con una historia; en sus libros la acción nunca decae y, aunque el cronotopo o marco espaciotemporal de sus novelas suele ser de estilo realista, sus personajes son en el fondo románticos; en el curso de su producción novelística se va convirtiendo en un moralista. Por esta misma razón, Daniel Henri Pageaux considera que "El sombrero de tres picos no es sólo una excepción, sino un milagro (...). Alarcón quiere sumergir a su lector en un doble exotismo, un Antiguo Régimen que remite a Goya o a Ramón de la Cruz, y una Andalucía sonriente, buena, espiritual sin ser vulgar, alegre sin ser sensual.

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.Y finalmente la ironía del cuentista hace al lector cómplice de una situación deleitable: la derrota del funcionario real, del poder central. ¿Qué más pedir?".

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Algunas de sus obras:

El final de Norma: novela (1855)De Madrid a Nápoles (1861)El amigo de la muerte (1852)El capitán Veneno: novela El clavoEl escándalo (1875)El extranjeroHistorietas nacionalesJuicios literarios y artísticosLa Comendadora

La mujer alta: cuento de miedoLa pródigaLo que se oye desde una silla del PradoLos ojos negrosLos seis velosMoros y cristianosNarraciones inverosímilesPoesías serias y humorísticasSoy, tengo y quieroÚltimos escritos

Pedro Antonio de Alarcón (1833 – 1891)

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Ficha Bibliográfica

AA. VV. Antología de fantasmas. Ediciones Jaguar S.A. (2003)

Fecha de consulta: 9 de abril de 2013

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Buenas Noches

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 Colección La barca de Caronte