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1 EL ESTADO: EL DESTINO DE UN CONCEPTO ) El creciente interés por la naturaleza del Estado representa el renacimiento de un importante interés intelectual de las décadas de 1950 y 1960: la creación de Estados y naciones en las antiguas sociedades convertidas en nuevas naciones. Sin embargo, el interés actual en el Estado tiene una calidad tonal diferente, pues en las últimas tres décadas el mundo ha sido testigo de un cambio importante en el contexto en el cual se llevan a cabo los estudios sobre el Estado. Los años cincuenta y sesenta fueron un periodo de opti- mismo, y en el mundo moderno, y en los centros modernos del mundo no moderno, estaba muy difundida la idea de que toda sociedad tiene que pasar por etapas históricas cla- ramente definidas y ajustarse, en última instancia, al mode- lo dominante de un verdadero Estado-nación, exactamente de la misma manera en que toda economía tiene que pasar por etapas fijas de crecimiento para llegar a la beatitud del desarrollo. También se pensaba que al pasar por esas etapas ineludibles las sociedades tenían que restructurar su cultu- ra, despojarse de lo que les quedaba de retrógradas y cultivar esos rasgos culturales compatibles con las necesidades de un Estado-nación moderno. Dos fuerzas parecen haber modificado esa visión simple y progresista de la relación entre cultura y Estado. Primero, una enorme mayoría de las sociedades del sur no había lo- grado transitar con éxito por el arduo sendero del “progre- so” que tan consideradamente trazó la escuela dominante de las ciencias sociales después de la segunda Guerra Mun- dial, además de que tampoco habían podido avanzar por las

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EL ESTADO: EL DESTINO DE UN CONCEPTO

)El creciente interés por la naturaleza del Estado representa el renacimiento de un importante interés intelectual de las décadas de 1950 y 1960: la creación de Estados y naciones en las antiguas sociedades convertidas en nuevas naciones. Sin embargo, el interés actual en el Estado tiene una calidad tonal diferente, pues en las últimas tres décadas el mundo ha sido testigo de un cambio importante en el contexto en el cual se llevan a cabo los estudios sobre el Estado.

Los años cincuenta y sesenta fueron un periodo de opti­mismo, y en el mundo moderno, y en los centros modernos del mundo no moderno, estaba muy difundida la idea de que toda sociedad tiene que pasar por etapas históricas cla­ramente definidas y ajustarse, en última instancia, al mode­lo dominante de un verdadero Estado-nación, exactamente de la misma manera en que toda economía tiene que pasar por etapas fijas de crecimiento para llegar a la beatitud del desarrollo. También se pensaba que al pasar por esas etapas ineludibles las sociedades tenían que restructurar su cultu­ra, despojarse de lo que les quedaba de retrógradas y cultivar esos rasgos culturales compatibles con las necesidades de un Estado-nación moderno.

Dos fuerzas parecen haber modificado esa visión simple y progresista de la relación entre cultura y Estado. Primero, una enorme mayoría de las sociedades del sur no había lo­grado transitar con éxito por el arduo sendero del “progre­so” que tan consideradamente trazó la escuela dominante de las ciencias sociales después de la segunda Guerra Mun­dial, además de que tampoco habían podido avanzar por las

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líneas prescritas por la Europa posterior al siglo xvii hacia Estados-nación viables. En estas sociedades el Estado sue­le mostrarse hoy como una especie de aparato coercitivo especializado o como una empresa comercial privada. Se­gundo, en estas sociedades la cultura ha mostrado mayor resistencia de la esperada por los eruditos y los entendidos. Al enfrentarse con las necesidades y la lógica del Estado, es con frecuencia éste el que ha cedido ante la cultura. Esta resistencia de la cultura, también expresada en el enérgico re­surgimiento de la autoconciencia étnica en muchas socie­dades, parece mostrar que lo que alguna vez fue posible en tribus y minorías pequeñas ya no lo es, sin provocar tenaz resistencia, en las grandes entidades culturales. Las culturas ya no pueden ser arrasadas por las fuerzas globales de la modernidad, pues cada vez con mayor frecuencia se niegan a entonar el canto del cisne y retirarse del escenario mun­dial para entrar a los manuales de historia. De hecho, ahora las culturas han empezado a regresar, como el inconsciente de Freud, a rondar por el sistema moderno de los Estados- nación.

Es con este trasfondo con el que deben explorarse las recientes vicisitudes de la idea de la construcción del Estado en la cultura dominante de la política mundial.

Lo que hemos aprendido a llamar Estado es realmente el Estado-nación moderno, que apenas llegó a ser una presen­cia importante en el paisaje europeo después del Tratado de Westfalia, en 1648. Si bien en el siglo xm, en algunos luga­res de Europa, un elemento contractual entre el aparato de poder y el público en general ya formaba parte del espacio cívico, dicho tratado otorgó estatus institucional formal al naciente concepto de Estado en Europa. Pero aun entonces el concepto nunca hubiera tenido el poder que tuvo des­pués si la Revolución francesa no lo hubiera suscrito vincu-

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lando el Estado, o la condición de Estado, con el naciona­lismo.

Con la difusión del republicanismo en Europa después de la Revolución francesa, entre las elites europeas surgie­ron grandes dudas sobre la sustentabilidad de la validez de largo plazo en los nuevos Estados no monárquicos. En ese momento el nacionalismo venía muy bien y era sistemáti­camente promovido como base alterna de dicha legitimi­dad. El carisma weberiano, antes concentrado en la persona del monarca, que supuestamente mediaba entre el orden sagrado y el secular, ahora se distribuía entre la población, aunque, por supuesto, no de forma equitativa. Dada la pér­dida de ese carisma monárquico centralizado, se consideró que un nacionalismo impersonal, menos específico, sería el mejor garante de la estabilidad del Estado.

Esta inseguridad de la elite para la cual el nacionalismo sería la supuesta cura persistió en la cultura del Estado-na­ción. Desde el principio, el Estado-nación, término cortés para la homogeneización cultural e ideológica de la pobla­ción de un país, llegó a ser uno de los objetivos explícitos o implícitos del Estado moderno. En algunos de los primeros Estados-nación, por ejemplo, durante un tiempo incluso estuvieron prohibidos los sindicatos, y por supuesto siem­pre había alguna minoría dejada de la mano de Dios que estos Estados podían excluir. Dichas minorías sólo tenían un lugar en las pocas naciones fragmentadas en las que la construcción del pasado era dominantemente plural y no se podía transformar fácilmente en un recuerdo imperial idealizado.

El concepto de Estado que surgió de esta experiencia tenía algunas características distintivas. Entre otras cosas, el nuevo concepto suponía un vínculo más estrecho entre las realidades de la etnicidad, la nación y el Estado; le con­cedió al Estado un papel más importante en la sociedad que el anden régime, además de redefinirlo como precursor y principal instrumento del cambio social, que en el contexto

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europeo significaba ser detonador y protector de institucio­nes modernas asociadas con el capitalismo industrial. Estas funciones recién asumidas naturalmente hicieron recelar al Estado-nación moderno de todas las diferencias culturales, no sobre la base de prejuicios raciales o étnicos, sino porque tales diferencias se interponían entre el individuo “libera­do” y el Estado republicano, e interferían con los aspectos más profesionales del arte de gobernar.

Cosa aún más importante, gracias al nuevo orden ins­titucional implicado en el nuevo concepto de Estado y la expansión de los imperios coloniales, que ya eran visibles en todo el mundo, en un corto lapso el concepto de Es­tado-nación no sólo marginó a los demás conceptos de Estado en Europa, sino que también empezó a colarse por los intersticios de la conciencia pública por toda Asia, Sud- américa y África.

El creciente dominio y la difusión hegemónica de esta idea tuvo dos consecuencias. Primero, por la influencia del concepto de Estado-nación, el Estado fue visto creciente­mente de forma más idealizada como un árbitro imparcial y secular entre las diferentes clases, etnias e intereses. La ma­yoría de los Estados no estaban a la altura de la imagen, pero pocos la repudiaron. Algunos incluso negociaron a la mala la brecha transparente entre los principios y la práctica. Por ejemplo, varios se hicieron democráticos pero propusieron claros límites estructurales para la democracia. En Ingla­terra, en los siglos xvm y xix, se trazó una línea entre de­mocracia y libertad, y la ideología del Estado, tanto entre el pueblo como entre la elite, llegó a comprender la creencia de que en ocasiones la libertad necesitaba ser protegida de la democracia, controlando incluso la participación política de las clases bajas y de las mujeres. Del mismo modo, algu­nos Estados se las arreglaron para ser más tolerantes de la etnicidad pero aislando a minorías problemáticas en guetos o expulsándolas. Lo que Francia hizo con los hugonotes o Polonia con los judíos, antes de aprender a ser más toleran-

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tes, otros Estados, como los Estados Unidos o Australia, lo hicieron de forma menos conspicua, pero igualmente des­piadada, con sus minorías aborígenes y negras.

El segundo desenlace fue que cada Estado-nación empe­zó a considerarse un depósito de valores culturales específi­cos, cuando en realidad buscaban equiparar esos valores con un concepto territorial de nacionalidad que incidía contra el significado más amplio de cultura, que inherentemente no podía circunscribirse dentro de límites territoriales. En ocasiones los Estados rivalizaban para revelarse como de­fensores de valores culturales particulares. Tanto Inglaterra como Francia hablaban en favor de la civilización europea, incluso si en la guerra se enfrentaron uno contra otro, y cuando le declararon conjuntamente la guerra a Alemania, en el siglo xx, volvieron a aseverar que eran los defensores de la civilización europea. A su vez, la Alemania nazi in­tentó a toda costa convertirse en símbolo de la civilización europea, si bien de forma más bien idiosincrásica, y para algunas de las mejores mentes del siglo xx, Ezra Pound, Knut Hamsun, Martin Heidegger, la declaración nazi no pareció particularmente exagerada.

En un principio el nuevo concepto de Estado en Europa y los correspondientes arreglos institucionales tuvieron que enfrentarse con otros conceptos y estructuras supervivien­tes de Estado que diferían del nuevo concepto y eran hosti­les a éste. Estos conceptos y estructuras opuestos con fre­cuencia conllevaban expectativas y exigencias culturales diferentes. El colonialismo británico, por ejemplo, si bien concordaba perfectamente con el concepto de Estado-na­ción en Gran Bretaña, en la India operaba dentro del am­plio marco cultural del imperio mogul que lo había prece­dido, explícita y conscientemente, en las primeras décadas del Raj, y de forma más bien tácita y parcialmente involun-

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taria más o menos hasta la primera Guerra Mundial.1 Es dudoso que en los primeros 65 años del régimen británico en la India los nuevos círculos del poder tuvieran su propio concepto operativo de “misión civilizadora”; ciertamente carecían de un programa de cambio social dirigido por el Estado y se resistían, virtualmente en todos los aspectos, a los intentos indios de introducir reformas sociales impor­tantes en el país. En cuanto al compromiso secular de la época, baste con decir que el Estado británico-indio no sólo proscribía las actividades de los misioneros cristianos sino que incluso participaba en festivales religiosos y en el manejo de algunos templos hindúes, además de exigir parte de las donaciones que recibían los mismos.

A pesar de estos primeros compromisos, el concepto de Estado-nación gradualmente logró desacreditar y acorralar a todas las otras nociones de Estado supervivientes fuera de Occidente como instancias de medievalismo y primi­tivismo. El proceso se fortaleció cuando, en una sociedad después de otra, los intelectuales y activistas políticos au­tóctonos que se oponían al poder colonial encontraron en la idea del Estado-nación la clave del éxito económico y el predominio político de Occidente. Por lo tanto, la idea de un Estado-nación nativo se vio cada vez más como la cura para todos los males del Tercer Mundo. Rara vez alguien lle­gó a considerara un Estado moderno autóctono como una contradicción. De hecho, ninguna otra idea, excepto, quizá, las nociones gemelas de ciencia y desarrollo modernos, fue

1 Véanse, por ejemplo, Bernard S. Cohn, “The Command of Language and the Language of Command”, en Ranjit Guha (coord.), Subaltern Stu- dies, Nueva Delhi, Oxford University Press, 1985, vol. 4, pp. 276-329; “Re- presenting Authority in Victorian England”, en Eric Hobsbawm y Terence Ranger (coords.), The Invention of Tradition, Cambridge, Cambridge University Press, 1983, pp. 165-209; Radhika Singha, A Despotism of Law: Crime and Justice in Early Colonial India, Nueva Delhi, Oxford University Press, 1998.

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aceptada de forma tan poco crítica por las elites de civiliza­ciones antiguas y duraderas como China y la India. Para la elite afroasiática incluso la ciencia y el desarrollo modernos llegaron a ser precisamente responsabilidad del Estado- nación y dos nuevas raisons d ’état. Es posible argumentar que la historia de la modernización de Asia iniciada en el siglo xix es realmente la historia de la internalización y endoculturación de la idea de un Estado moderno en indi­viduos tan diferentes como Rammohun Roy (1772-1833), Sun Yat-Sen (1866-1925) y Kemal Ataturk (1881-1938).

En consecuencia, hoy, en la mayor parte del mundo, las referencias al Estado suelen ser al Estado-nación. To­dos los acuerdos políticos y todos los sistemas de Estado se juzgan ahora por la medida en que atienden a las nece­sidades de la idea del Estado-nación, o se apegan a éste.2 Incluso las diferentes formas de desafiar al Estado suelen ser caracterizadas por este concepto estandarizado del mismo. Cuando habló del desvanecimiento del Estado, Karl Marx (1818-1883) tenía en mente un Estado-nación que primero tenía que ser capturado por una vanguardia especial muy versada en las complejidades de un gobierno moderno, léase “occidental”,3 y cuando las personas del

2 La erudición histórica, filosófica y científica social del Estado también ofrece pocas posibilidades a esos salvajes del sur que desean que el moderno concepto de Estado, posterior al siglo xvu, fuera menos duradero. No obstante, resultan útiles los estudios en que se explora el carácter histórico, y por lo tanto posiblemente transitorio del Estado, como E. Morgan, lnventing the People: The Rise of Popular Sovereignty in England and America, Nueva York, Norton, 1988.

3 A pesar de su retórica en contra del Estado, la tradición anarquista y la marxista no tienen otra cosa que ofrecer a los no europeos más que su conmovedora fe en el concepto europeo de Estado. De hecho, después de leer a Marx, uno teme que el profeta se enojaría mucho si los Estados de estilo europeo no se establecían primero en el mundo del hemisferio sur, antes de desvanecerse como consecuencia del activismo revolucionario. Por lo tanto, para elementos de una crítica fundamental de la noción de

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estilo de Mijail Bakunin (1814-1876) y Piotr Kropotkin (1842-1921) hablaban de los males del Estado, invaria­blemente pensaban en el Estado-nación occidental. Los anarquistas eran tan ignorantes como despectivos los marxistas al referirse a los diferentes tipos de Estado en que los simples mortales del mundo no civilizado habían vivido o habían experimentado.

Apenas hoy, 45 años después de la segunda Guerra Mun­dial, algunos analistas sociales han empezado a tomar nuevamente en serio la creciente incapacidad del Estado- nación para satisfacer las necesidades de la sociedad civil en gran parte del mundo. Como ya señalé, en Europa, en el siglo xix, había críticos del Estado. Algunos, como Marx, esperaban que el Estado se desvaneciera después de des­empeñar su papel en la historia; otros, como León Tolstoi (1828-1910), lo consideraban como una abominación moral que tenía que estar estrictamente controlada; algu­nos más, como George Sorel (1847-1922) y Kropotkin, pensaban que se podría prescindir de inmediato del Esta­do. Pero todos, sin excepción, eran estrictamente euro- centristas; mostraban poco conocimiento de las diversas tradiciones de conceptualización del Estado en otras par­tes del mundo, o escaso respeto por ellas. La débil adapta-

Estado, en ocasiones es mejor estudiar a pensadores más bien conser­vadores, como M. Oakeshott, “The Character of a Modern European State”, en su obra On Human Conduct, Oxford, Clarendon Press, 1975, o, en su tiempo, al joven radical W von Humboldt, Limits to State Action, Cam­bridge, Cambridge University Press, 1969, escrito originalmente en 1792. Para el hemisferio sur sería pertinente la perspicacia de intelectuales no académicos, como Henry David Thoreau, The Selected Works ofThoreau, Boston, Houghton Mifflin, 1975, o M. K. Gandhi, Hind Swaraj, en CoZ- lected Works of Mahatma Gandhi, Nueva Delhi, Government of India, 1963, vol. 4, pp. 81-103.

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ción a la diversidad consistía principalmente en teorizar en torno a una vaga idea del Estado no occidental que pos­teriormente formalizaran estudiosos como Karl Wittfogel como “despotismo oriental” y Max Weber como “Estado premoderno”.

Como era de esperar, este mítico Estado premoderno propagado por estudiosos europeos más conocidos se pa­recía notablemente a una versión afroasiática primitiva del anden régime. Era mítico porque aplastaba analíticamente los diferentes pasados de lo que no era Occidente y los co- lapsaba en un único tipo ideal, el cual (como en Weber), en vez de incrementar los conocimientos sobre dichas so­ciedades, los reducía. Después de todo, era principalmen­te un esfuerzo para hacer manejables diferentes pasados no occidentales incorporándolos en un pasado occidental más familiar. Más tarde este proceso de incorporación fue sancionado e institucionalizado de forma científica a través de la sociología política weberiana, en particular su versión parsoniana posterior a la segunda Guerra Mundial, la cual dominó la tendencia conductista en la ciencia política occi­dental hasta los años setenta.4

No es que en los últimos tres siglos todos se hayan su­bido debidamente al carro del Estado moderno. Ellos son la excepción. Y estas excepciones han sido neutralizadas sis-

4 Statish Arora, “Pre-Empted Future? Notes on Theories of Political Development”, en Rajni Kothari (coord.), State and Nation Building, Nue­va Delhi, Allied Publishers, 1976, pp. 23-66. Para intentos más recientes de ubicación de dichos críticos en la cultura general del sistema de cono­cimientos que domina en el mundo, véanse Tariq Banuri, “Modernization and its Discontents: A Cultural Perspective on Theories of Development”, en Frédérique Apffel-Marglin y Stephen Marglin (coords.), Dominat- ing Knowledge: Development, Culture and Resistance, Oxford, Clarendon Press, 1990, pp. 73-101, y Chai-Anan Samudavanija, “The Three-dimen- sional State”, ponencia presentada en la International Conference on Po­litical Institutions in the Third World in the Process of Adjustment and Modernization, Berlín, 4-7 de julio de 1989, mimeo.

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temáticamente por la cultura dominante del conocimien­to. Dado el espíritu general de la Europa posterior a la Ilus­tración, ha sido fácil releer a intelectuales como William Blake (1757-1827), Henry David Thoreau (1817-1862) y John Ruskin (1819-1900) ya sea como incurables visio­narios románticos o como grandes excéntricos. A ellos se los respeta como poetas, críticos y ejemplos de moralidad, pero no como pensadores que tengan algo que decir sobre la vida pública y el destino de la sociedad civil en el mun­do. Lo que ha desfavorecido a estos intelectuales es que intuían los crecientes vínculos entre Estado, nacionalis­mo organizado, megaciencia y sociedad urbano-industrial, pero, en especial, la consiguiente marginalización de algu­nas de las más antiguas y menos totalitarias concepciones del Estado. Como desde finales del siglo xvm el industria­lismo y el cientificismo han sido las ideologías reinantes en Europa, se considera que alguien ligeramente crítico del futuro urbano industrial y tecnocrático de la humanidad está fuera de la normalidad y la cordura.

Esta hegemonía de la idea del Estado-nación moderno ha creado hoy una paradoja política en los debates sobre el Estado. Los críticos más recientes consideran que el con­cepto de Estado moderno parece más y más desgastado e irreal, así como incapaz de afrontar los nuevos problemas y amenazas para la supervivencia humana. Entre tanto, sin embargo, el concepto ha adquirido inmenso poder institu­cional y una amplia base dentro de la cultura de masas glo­bal; se ha convertido en una parte axiomática de la sabiduría convencional o sentido común. Esta paradoja ha asegurado que el poder político organizado no pueda ser movilizado con facilidad, ni siquiera en el mundo del sur, para resis­tir las patologías del Estado moderno. La resistencia tiene que venir de las márgenes del gobierno o legitimarse en el lenguaje de la corriente dominante. Por lo tanto, los inte­reses creados que han crecido en torno a la idea del Estado moderno no sólo definen a la corriente dominante, sino

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también a la mayor parte de los conceptos populares y las formas de disentir.

Los resultados son sencillos. En una sociedad tras otra, en aras de proteger o ayudar al Estado, los gobernantes han empezado a extraer nuevos tipos de excedentes políticos y desencadenado nuevas formas de violencia contra los ciudadanos que se resisten. Simultáneamente, por el bien del Estado, en una sociedad tras otra, una proporción cre­ciente de ciudadanos está dispuesta a tolerar esa violencia como un sacrificio que deben hacer en tanto ciudadanos patriotas para generaciones futuras de compatriotas. In­cluso los profundamente suspicaces del papel dominante del Estado en la economía están perfectamente dispuestos a confiar en él cuando se trata de seguridad nacional y de relaciones internacionales. Aun cuando la idea de Estado- nación pierde parte de su brillo, como en Europa occiden­tal en las décadas de 1980 y 1990, fortalece su control sobre la imaginación de muchos en el Tercer Mundo, que ven en él uno de los pocos instrumentos disponibles para garan­tizar el progreso y la igualdad en el sistema global. Que el Estado sea también un medio de garantizar niveles de vida de primer mundo para quienes tienen el control o el acceso a ellos en el Tercer Mundo es considerado, obviamente, como un subproducto desafortunado y fortuito.

¿Qué explica esta relación anómala entre el Estado y la so­ciedad en muchas parte del mundo? La respuesta difiere de sociedad a sociedad, pero hay ciertos rasgos comunes.

Primero, la idea del Estado-nación llegó a la mayoría de las sociedades del sur a través de la conexión colonial, mon­tada en el concepto de la carga del hombre blanco. Esa ex­periencia se internalizó. Cuando después de la descoloniza­ción las elites autóctonas se hicieron del control del aparato del Estado, aprendieron rápidamente a buscar la legitimidad

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de seguridad nacional y desarrollo, por la otra. Estos víncu­los han llegado a ser cada vez más evidentes para las vícti­mas de la violencia del Estado gracias a los sistemáticos ata­ques de muchos de los Estados del Tercer Mundo en contra de sus ciudadanos, en nombre del desarrollo y la seguridad nacional, y a la sistemática exportación de violencia y auto­ritarismo de ciertos Estados occidentales, tanto capitalistas liberales como socialistas, en los últimos 150 años.6

Estos elementos de la ideología del Estado han sido criticados porque, aparte de haberse convertido en la jus­tificación de nuevos tipos de violencia, en la vida real son conceptos vacíos. Permítaseme dar uno o dos ejemplos. La cambiante naturaleza de la tecnología moderna ha asegu­rado que el Estado puede proporcionar seguridad primor­dialmente sólo a él mismo, no a sus ciudadanos.7 Si llega­ra a haber una guerra nuclear entre la India y China, por ejemplo, y Nepal mantuviera su tradicional neutralidad, esa neutralidad ya no podría garantizar la seguridad personal de un solo ciudadano nepalés. Para bien o para mal, nuestro hi­potético ciudadano nepalés promedio debe buscar seguridad en otro lugar. El Estado moderno siempre puede pedirle al ciudadano que se sacrifique en nombre de la seguridad, pero no siempre puede proporcionar esa seguridad.

De forma similar, ni siquiera el espectacular desarrollo controlado por el Estado en una sociedad es garantía del desarrollo de esa sociedad, por paradójico que pueda pare­cer. Hay varios Estados en el mundo en los cuales el des-

6 Sobre la íntima conexión entre el Estado y el poder represivo de la ciencia, véanse, por ejemplo, Shiv Visvanathan, “From the Annals of a La- boratory State”, en Ashis Nandy (coord.), Science, Hegemony and Violence. A Réquiem for Modernity, Tokio y Nueva Delhi, The United Nations Uni- versity/Oxford University Press, 1988, pp. 257-288, y Claude Alvares, Science, Development and Violence: The Twilight of Modernity, Nueva Delhi, Oxford University Press, 1992.

7 Véase, por ejemplo, Giri Deshingkar, “People’s Security Versus Na­tional Security”, Seminar, diciembre de 1982, 280: 28-30.

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arrollo se traduce sólo en desarrollo del propio Estado, o, cuando mucho, del sector estatal. De hecho, en ciertos ca­sos, el desarrollo del Estado ha sido el mejor pronóstico del subdesarrollo de una sociedad.8 En consecuencia, algunos estudiosos han. definido el desarrollo como el lema me­diante el cual el Estado moviliza recursos interna y exter­namente y después los consume, en vez de permitir que lle­guen al fondo y a la periferia de la sociedad.9 Hay suficientes evidencias de que cuando se transplanta el Estado-nación al mundo del sur puede superar a cualquier despotismo orien­tal en cuanto a autoritarismo y violencia organizada.

La seguridad nacional y el desarrollo son sólo dos de los principales elementos de la ideología del Estado moderno. Otros dos son que representa el principio de racionalidad científica (que racionaliza, en el sentido freudiano del tér­mino, todas las medidas del Estado que, a su vez, trata de racionalizar, esta vez en el sentido que Max Weber da al tér­mino, la sociedad a la que trata con prepotencia) y el Estado como medio de secularización de la sociedad.

El Estado como epítome de la racionalidad científica y principal agente de secularización también ha sido atacado

8 Hay una categoría estrechamente relacionada de Estados —Herb Feith los llama regímenes represivo-desarrollistas— que no estamos ana­lizando aquí; en ellos el papel del Estado como agente primordial de des­arrollo legitima sus políticas autoritarias y represivas. Véanse Herb Feith, “Repressive-developmentalist Regimes in Asia. Oíd Strengths, New Vulnerabilities”, ponencia presentada en la conferencia World Order Models Project, Nueva York, junio de 1979, y publicada en Chris- tian Conference of Asia, Escape From Domination: A Consultation Re- port on Patterns o f Domination and People’s Movements in Asia, Tokio, abril de 1980.

5 Véanse, por ejemplo, en el contexto de África, Afsaneh Eghbal, “L’état contre l’ethnicité. Une nouvelle arme: Le development exclusión”, ifda Dossier, julio-agosto de 1983: 7-29, y Richard Palk, “A World Order Perspective on Authoritarianism”, Nueva York, World Order Models Pro­ject, 1978, mimeo.

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recientemente. El Estado moderno ha establecido una rela­ción tan estrecha con la ciencia y la tecnología modernas que ahora es la principal fuente de ataque de los sistemas de conocimiento no modernos. Hoy nadie puede imaginar una sin la otra en la política del conocimiento. Supuesta­mente, más de 95% de la investigación científica del mundo es ahora investigación aplicada, y de este porcentaje, más o menos dos terceras partes corresponden a investigación militar patrocinada por el Estado. Casi todo el poder coerci­tivo del Estado moderno proviene ahora de la megaciencia y la megatecnología, y desarrollar el Estado significa sobre todo equiparlo con mayor poder de represión merced a la ciencia y la tecnología modernas. Otra vez, la carga de este ataque contra la pluralidad del conocimiento se siente más en los otrora Segundo y Tercer Mundo, porque en el Primer Mundo hay controles institucionales contra el uso de cierto tipo de fuerza contra los ciudadanos, los cuales difícilmente existían en el Segundo Mundo antes de su colapso y a me­nudo son subvertidos en el Tercer Mundo con ayuda del Primero.10

En cuanto a ese otro pilar ideológico importante del Es­tado moderno, el secularismo, en vez de conducir a una ma­yor tolerancia de la diversidad étnica, el patrocinado por el Estado lo único que ha logrado es secularizar los conflictos étnicos y llevarlos al ámbito estatal. En el proceso, la polí­tica electoral organizada en torno al Estado ha empeorado la relación entre las comunidades y asegurado, en nombre del progreso, la destrucción de cientos de estilos de vida y de sistemas de sustento de la misma que tradicionalmente servían de base a la diversidad cultural en diferentes partes del mundo.11

10 Véase Alvares, Science, Development and Violence.“ Este proceso ha sido descrito con cierto detalle en Ashis Nandy,

Shikha Trivedi, Achyut Yagnik y Shail Mayaram, Creating a Nationality: The Ramjanmabhumi Movement and Fear of Green Revolution, Penang y

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Los diferentes tipos de sistemas de Estados tradicionales que en el pasado solían extenderse por el mundo, con fre­cuencia eran menos violentos y autoritarios, pero hubo una cosa que no hicieron o que no podían hacer: no intentaban penetrar en todas las áreas de la vida humana y no insti­tuían sistemas totales para una ingeniería social y política basados en una teoría de leyes históricas inexorables. Dichos Estados no contaban con los medios tecnológicos: tampo­co, en la mayoría de los casos, con la arrogancia filosófica para emprender una empresa ambiciosa de ese tipo. Como resultado de ello, los ciudadanos, incluso los que eran víc­timas del estado de violencia, tenían algunas vías de escape. El Estado, también, sabiendo que su mandato no iba más allá de cierto punto, tenía que aprender a vivir con la diversidad humana, si no sobre bases ideológicas, cuando menos sobre la base de la realpolitik y de consideraciones pragmáticas.

Con el consentimiento del Estado-nación moderno es posible mantener abiertas vías de escape de ese tipo sólo cuando el gobierno es plenamente democrático: de lo con­trario, el control del Estado sobre los derechos y la libertad de los ciudadanos es aún mayor. Con ayuda de la tecnolo­gía moderna, con los sistemas de administración y control de la información, un Estado de esas características puede bloquear exitosamente las vías de escape que solían estar disponibles para los ciudadanos de sociedades premodernas o no modernas.12

Londres, Third World Network/Zed books, 1 9 9 1 : Taniq Banuri y Durre Sameen Ahmed, “Official Nationalism, Ethnic Politics, and Collective Violence: Karachi in the 1 9 8 0 S ”, presentado en u n University-wiDER Conference on Ethnicity, Karachi, 1 4 a 18 de enero de 1 9 8 9 , mimeo; Ashis Nandy, “The Politics of Secularism and the Rediscovery of Reli- gious Tolerance”, Alternatives, 1 9 8 8 , 1 3 ( 3 ) : 1 7 7 -1 9 4 , y Ashis Nandy, “The Political Culture of the Indian State”, Daedalus, 1 1 8 , otoño de 1 9 8 9 :1 -2 6 .

12 Rabindranath Tagore, Nationalism, Madrás, Macmillan, 1985. Co­lección de conferencias pronunciadas en la década de 1930 en Japón y la

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Es fácil identificar muchos de los problemas con la idea predominante de Estado, pero cuando se trata con una or­ganización social tan fundamental como el Estado no es fácil predecir su futuro o adivinar qué formas podrían sur­gir, en última instancia, para sustituirlo. Sin embargo, en respuesta a la crisis del Estado-nación de nuestro tiempo empezaron a aparecer algunos conceptos aislados de Esta­dos no modernos ni posmodernos. Pues si bien está por verse qué forma adoptará el Estado posmoderno, hay po­cas dudas de que el concepto dominante de Estado se mo­dificará drásticamente, si no como respuesta a las dudas y críticas intelectuales, sí cuando menos en respuesta a los amplios procesos de democratización y globalización que tienen lugar en el mundo. De éstos, la globalización es el proceso más estudiado en nuestros días, aun si la crisis del Estado moderno proviene principalmente de la contradic­ción surgida entre éste y las exigencias de democratización del mundo del conocimiento y la restauración de la digni­dad de los pueblos que han quedado en la periferia en los últimos 200 años.

Primero, surgieron los conceptos de Estado multinacio­nal, Estado multiétnico y Estado multicultural como correc­ción de la idea normal del Estado-nación unitario. En el pasado los Estados socialistas burocráticos, como la URSS o Yugoslavia, preferían en general el primer concepto; las sociedades liberales occidentales, como los Estados Unidos y Gran Bretaña, los dos últimos, pero ninguno de los tres deja de tener pros y contras, y las tensiones han empezado a dejarse ver. El concepto de Estado multinacional no ha

India. A menudo sensiblera e insoportablemente grandilocuente, sigue siendo la primera y la más impresionante crítica del Estado moderno sobre la base de su totalitarismo. Como era de esperar, las conferencias no fueron particularmente populares en Japón ni en la India.

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ayudado a China ni a la Unión Soviética a evitar las políticas y los conflictos étnicos; el de Estado multiétnico o multi­cultural no ha ayudado a Gran Bretaña, Francia ni Canadá a vivir en paz con sus minorías. No es que la lucha étnica y la religiosa fueran desconocidas antes, pero el Estado moder­no parece propenso a demostrar que su exigencia de mayor tolerancia de la diversidad en esos dos sectores es un triun­fo de la esperanza sobre la experiencia.

Segundo, al ver cómo el concepto de Estado-nación tra­ta a la fuerza de dar forma a las principales civilizaciones, algunos han intentado redefinir el Estado. Cuando menos un investigador defendió el concepto de Estado civilizador en países extensos como la India.13 Prima facie, el concep­to parece suponer una intercalación de límites geográficos, culturales y estatales tal vez imposible de obtener en la realidad. En el caso de la India no parece responder ade­cuadamente por el estatus político de Estados monárqui­cos hindúes independientes, como Nepal; tampoco explica adecuadamente el de Estados como Tailandia, Indonesia, Bangladesh, Pakistán y Sri Lanka, separados de la India por límites no de civilización, sino políticos.

Tercero, ha habido otros para quienes el concepto de Es­tado moderado o civil promete cierto alivio, si no es que un remedio.14 Consideran que mediante un minucioso monito- reo del mismo por quienes están políticamente activos fuera del sector del Estado, en áreas como ambiente, paz, derechos humanos, feminismo, ciencias y tecnologías alternativas, es

13 Ravinder Kumar, Nation-State or Civilizational State?, Nueva Delhi, Nehru Memorial Museum and Library, 1989, Occasional Papers, mimeo.

u Rajni Kothari, “Crisis of the Modérate State and Decline of Demo- cracy”, en Peter Lyon y James Manor (coords.), Transfer and Transforma- tion: Political Institutions in the New Commonwealth. Essays in Honour of W. H. Morris-fames, Leicester, Leicester University Press, 1983, y D. I. Sheth, “Grassroots Stirrings and the Future of Politics”, Alternatives, marzo de 1983, 9(1): 1-24.

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posible recuperar el papel liberal y definidor del ritmo del Estado. De esta manera, el enriquecimiento de la sociedad civil y la reforma del Estado conllevarán una redefinición de su alcance. Si bien ésta es la forma en que ha cristaliza­do la resistencia contra la violencia iniciada por el Estado en muchas sociedades, uno se pregunta si el Estado-nación moderno conserva suficiente flexibilidad como para per­mitir dicho control, sobre todo tomando en consideración el consenso que ha construido la mayoría de los Estados modernos entre grandes sectores de las clases medias y los medios contra la idea de diversidad y en favor de la pericia profesional. Ambos tipos de consenso permiten que el Es­tado-nación margine democráticamente iniciativas básicas de diversos tipos, sobre todo si da la casualidad de que no son política ni ideológicamente correctas.

Por último, ha resurgido un anarquismo de matices variados, respuesta que en Occidente suele ser anémica y defensiva y sobrevivir disimulada en ciertas formas de mo­vimientos ambientalistas y científicos alternativos. Cuando son directamente políticos, dichos anarquismos transmiten de algún modo la impresión de ser una forma de excen­tricidad o esoterismo. En el Tercer Mundo ocasionalmente pueden llegar a tener influencia política gracias a que, en la práctica, los movimientos antiimperialistas suelen verse obligados a operar desde fuera del sector del Estado. Pro­bablemente el mejor ejemplo sea el “anarquismo” asociado con el nombre de Mohandas Karamchand Gandhi.1' Mu­chos indios partidarios de Gandhi siguen intentando vivir con ese legado y convertir el gandhismo en un volunta­riado oficial, no amenazador, que funcione como adjunto del Estado indio. Pero Gandhi, casi 40 años después de su muerte, obviamente conserva cierto valor perturbador, y cuando menos algunos gandhianos jóvenes se han acercado a aquellos para quienes lo más promisorio es volver a una

15 Por ejemplo, Gandhi, Hind. Swaraj, pp. 81-208.

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forma revisada de Estado mínimo con arraigo cultural, me­nos monolítico, “más suave”, no moderno.

Sin embargo, ninguno de estos nuevos enfoques discrepan­tes constituye todavía una amenaza seria para la cultura do­minante del Estado, a pesar de la amplia conciencia de que hay algo podrido en el estado del Estado. Ninguna de las alternativas mencionadas aquí ha conquistado la imagina­ción del público, excepto durante periodos cortos. Por otra parte, dados los crecientes problemas con el modelo domi­nante de Estado, estos disidentes marginales no parecen tan insanos como en otros tiempos. Es posible que en el futuro se conviertan en enemigos más temibles del orden público y la racionalidad política convencional.

Mientras tanto, quizá los disidentes puedan consolarse pensando que ningún sistema llega a ser moralmente acep­table por la simple razón de que la imaginación humana no logró producir una alternativa en un momento dado.