bierce_ambrose-un habitante de carcosa

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  • 8/12/2019 Bierce_Ambrose-Un Habitante de Carcosa

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    Pero ningn otro ruido, ningn otro movimiento rompa la calma terrible de aquel funesto

    lugar.

    Observ en la yerba cierto nmero de piedras gastadas por la intemperie y

    evidentemente trabajadas con herramientas. Estaban rotas, cubiertas de musgo, y medio

    hundidas en la tierra. Algunas estaban derribadas, otras se inclinaban en ngulos diversos,

    pero ninguna estaba vertical. Sin duda alguna eran lpidas funerarias, aunque las tumbas

    propiamente dichas no existan ya en forma de tmulos ni depresiones en el suelo. Los aos

    lo haban nivelado todo. Diseminados aqu y all, los bloques ms grandes marcaban el

    sitio donde algn sepulcro pomposo o soberbio haba lanzado su frgil desafo al olvido.

    Estas reliquias, estos vestigios de la vanidad humana, estos monumentos de piedad y afecto

    me parecan tan antiguos, tan deteriorados, tan gastados, tan manchados, y el lugar tan

    descuidado y abandonado, que no pude ms que creerme el descubridor del cementerio de

    una raza prehistrica de hombres cuyo nombre se haba extinguido haca muchsimos

    siglos.

    Sumido en estas reflexiones, permanec un tiempo sin prestar atencin al

    encadenamiento de mis propias experiencias, pero despus de poco pens: "Cmo llegu

    aqu?". Un momento de reflexin pareci proporcionarme la respuesta y explicarme,

    aunque de forma inquietante, el extraordinario carcter con que mi imaginacin haba

    revertido todo cuanto vea y oa. Estaba enfermo. Recordaba ahora que un ataque de fiebre

    repentina me haba postrado en cama, que mi familia me haba contado cmo, en mis crisis

    de delirio, haba pedido aire y libertad, y cmo me haban mantenido a la fuerza en la cama

    para impedir que huyese. Elud vigilancia de mis cuidadores, y vagu hasta aqu para ir...

    adnde? No tena idea. Sin duda me encontraba a una distancia considerable de la ciudaddonde viva, la antigua y clebre ciudad de Carcosa.

    En ninguna parte se oa ni se vea signo alguno de vida humana. No se vea ascender

    ninguna columna de humo, ni se escuchaba el ladrido de ningn perro guardin, ni el

    mugido de ningn ganado, ni gritos de nios jugando; nada ms que ese cementerio

    lgubre, con su atmsfera de misterio y de terror debida a mi cerebro trastornado. No

    estara acaso delirando nuevamente, aqu, lejos de todo auxilio humano? No sera todo eso

    una ilusin engendrada por mi locura? Llam a mis mujeres y a mis hijos, tend mis manos

    en busca de las suyas, incluso camin entre las piedras ruinosas y la yerba marchita.

    Un ruido detrs de m me hizo volver la cabeza. Un animal salvaje -un lince- se

    acercaba. Me vino un pensamiento: "Si caigo aqu, en el desierto, si vuelve la fiebre y

    desfallezco, esta bestia me destrozar la garganta." Salt hacia l, gritando. Pas a un palmo

    de m, trotando tranquilamente, y desapareci tras una roca.

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    Un instante despus, la cabeza de un hombre pareci brotar de la tierra un poco ms

    lejos. Ascenda por la pendiente ms lejana de una colina baja, cuya cresta apenas se

    distingua de la llanura. Pronto vi toda su silueta recortada sobre el fondo de nubes grises.

    Estaba medio desnudo, medio vestido con pieles de animales; tena los cabellos en

    desorden y una larga y andrajosa barba. En una mano llevaba un arco y flechas; en la otra,

    una antorcha llameante con un largo rastro de humo. Caminaba lentamente y con

    precaucin, como si temiera caer en un sepulcro abierto, oculto por la alta yerba.

    Esta extraa aparicin me sorprendi, pero no me caus alarma. Me dirig hacia l para

    interceptarlo hasta que lo tuve de frente; lo abord con el familiar saludo:

    -Que Dios te guarde!

    No me prest la menor atencin, ni disminuy su ritmo.

    -Buen extranjero -prosegu-, estoy enfermo y perdido. Te ruego me indiques el camino a

    Carcosa.

    El hombre enton un brbaro canto en una lengua desconocida, sigui caminando y

    desapareci.

    Sobre la rama de un rbol seco un bho lanz un siniestro aullido y otro le contest a lo

    lejos. Al levantar los ojos vi a travs de una brusca fisura en las nubes a Aldebarn y las

    Hadas. Todo sugera la noche: el lince, el hombre portando la antorcha, el bho. Y, sin

    embargo, yo vea... vea incluso las estrellas en ausencia de la oscuridad. Vea, peroevidentemente no poda ser visto ni escuchado. Qu espantoso sortilegio dominaba mi

    existencia?

    Me sent al pie de un gran rbol para reflexionar seriamente sobre lo que ms

    convendra hacer. Ya no tuve dudas de mi locura, pero an guardaba cierto resquemor

    acerca de esta conviccin. No tena ya rastro alguno de fiebre. Ms an, experimentaba una

    sensacin de alegra y de fuerza que me eran totalmente desconocidas, una especie de

    exaltacin fsica y mental. Todos mis sentidos estaban alerta: el aire me pareca una

    sustancia pesada, y poda or el silencio.

    La gruesa raz del rbol gigante (contra el cual yo me apoyaba) abrazaba y oprima una

    losa de piedra que emerga parcialmente por el hueco que dejaba otra raz. As, la piedra se

    encontraba al abrigo de las inclemencias del tiempo, aunque estaba muy deteriorada. Sus

    aristas estaban desgastadas; sus ngulos, rodos; su superficie, completamente desconchada.

    En la tierra brillaban partculas de mica, vestigios de su desintegracin. Indudablemente,

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    esta piedra sealaba una sepultura de la cual el rbol haba brotado varios siglos antes. Las

    races hambrientas haban saqueado la tumba y aprisionado su lpida.

    Un brusco soplo de viento barri las hojas secas y las ramas acumuladas sobre la lpida.

    Distingu entonces las letras del bajorrelieve de su inscripcin, y me inclin a leerlas. Dios

    del cielo! Mi propio nombre...! La fecha de mi nacimiento...! y la fecha de mi muerte!

    Un rayo de sol ilumin completamente el costado del rbol, mientras me pona en pie de

    un salto, lleno de terror. El sol naca en el rosado oriente. Yo estaba en pie, entre su enorme

    disco rojo y el rbol, pero no proyectaba sombra alguna sobre el tronco!

    Un coro de lobos aulladores salud al alba. Los vi sentados sobre sus cuartos traseros,

    solos y en grupos, en la cima de los montculos y de los tmulos irregulares que llenaban a

    medias el desierto panorama que se prolongaba hasta el horizonte. Entonces me di cuenta

    de que eran las ruinas de la antigua y clebre ciudad de Carcosa.

    ***

    Tales son los hechos que comunic el espritu de Hoseib Alar Robardin al mdium

    Bayrolles.