cambiar los conceptos de enseñanza y aprendizaje
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Autor Louise StollTRANSCRIPT
Cambiar los conceptos de enseñanza y aprendizaje
Louise Stoll
El hecho de que las escuelas sigan haciendo lo mismo que han hecho
siempre supone preparar a los alumnos para un mundo que está desapareciendo a
toda velocidad. Hay un refrán que define este estado mental: «siempre haces lo que
has hecho siempre, obtendrás siempre ronque siempre has obtenido». Así pues,
resulta inaceptable, en las sociedades democráticas, limitar los objetivos de la
educación a aquellos aprendizajes que cumplen el programa corporativo de las élites
políticas y económicas. Como educadores debemos tratar de garantizar que los
esfuerzos de reforma sean consecuentes con nuestro mayor conocimiento de la
enseñanza y del aprendizaje y nuestra mejor percepción de las necesidades de
nuestros alumnos en la era postmoderna.
Con todo este despliegue mundial de actividad en nombre de la reforma
educativa, a veces se pierde el aspecto central de la enseñanza y del aprendizaje.
En este capítulo nos ocupamos del porqué de la reforma educativa, de los desarrollos
en la enseñanza y en el aprendizaje para todos los alumnos. Llegados a este punto,
necesitamos aceptar un nuevo, o al menos emergente, paradigma de aprendizaje.
Para entender este paradigma deberíamos verlo en comparación con el modelo
tradicional y generalmente aceptado de aprendizaje.
El paradigma de aprendizaje tradicional
El desafío más significativo ahora en marcha para los profesores es la
necesidad de avanzar desde un paradigma o modelo de enseñanza y aprendizaje
que ha sido de utilidad para numerosos docentes y alumnos hasta un concepto
diferente, compatible con las cuestiones emergentes del nuevo milenio.
Como sugeríamos en el Capítulo 1, la evolución de la escolarización pública
comprensiva desarrolló en consonancia con las cambiantes fuerzas sociales y
económicas producidas por la rápida industrialización del siglo X K y principios este
siglo. Del mismo modo en que la sociedad tenía su orden social y su economía
divididos en gerentes y trabajadores, también las escuelas se convirtieron en orga-
nizaciones sociales para clasificar a la gente y hacerle ocupar el lugar
correspondiente en los ámbitos económico y social de acuerdo con su inteligencia.
Esto condujo a los sistemas de escuela, que, en palabras de Purkey y Novak (1984:
11), «etiquetaban, difamaban, clasificaban y agrupaban niños».
La inteligencia era considerada un rasgo inalterable distribuido de manera
normativa entre la población. Algunos eran inteligentes, otros, medianamente
inteligentes, y por último estaban los menos inteligentes. La inteligencia se convirtió,
en algo medido por las pruebas de cociente intelectual (CI), lo cual provocó una
definición muy limitada de la inteligencia humana y de su potencial. Esas pruebas en
mayor o menor medida se centraban en lo que Gardner (1983) denominaría
inteligencia «de lógica matemática». Este paradigma de inteligencia condujo a la
creencia de que el aprendizaje es secuencial, de que se trata de una actividad
individual, y de que se produce mejor sin la ayuda de instrumentos como las
calculadoras. Una especie de jerarquía del conocimiento evolucionó y aparece
reflejada en la educación contemporánea. Los pensadores utilizan su inteligencia; los
artesanos sus herramientas. Quizá lo que resulta más insidioso para muchos
estudiantes es la naturaleza descontextualizada de gran parte de lo que se espera
que aprendan. Conseguir la respuesta correcta es más importante que entender el
concepto que se esconde detrás de un problema. Gardner sugiere que los
estudiantes que aprenden en un nivel superficial raramente obtienen la comprensión
real que llega a través del aprendizaje contextualizado (Brandt, 1993). El paradigma
de la escuela tradicional, por lo tanto, consiste en impartir el conocimiento
«aprobado» mediante unas directrices dadas por el gobierno, libros de texto
autorizados por el Estado y exámenes oficiales.
Los alumnos eran clasificados según sus habilidades, de este modo se
creaban grupos más homogéneos. La legislación sobre educación especial existente
en muchos países ampliaba aún más esta clasificación creando nuevas categorías.
Apoyadas por legislaciones minuciosas, las escuelas pasaban mucho más tiempo
asegurándose la conformidad con esas legislaciones que ocupándose de los alum-
nos. Las pruebas demuestran que este proceso de clasificación, que arranca a
principios de este siglo, todavía divide a los alumnos; no en función de la inteligencia,
sino de la clase socioeconómica, la raza y la etnia (Oakes, 1985; Hargreaves y Earl,
1990).
En este paradigma los profesores son considerados semiprofesionales o
comerciantes cualificados. Puesto que los estudiantes significan las entradas en el
proceso educativo, el trabajo de los docentes será moldearlos, de acuerdo con las
especificaciones (cursos, horas, textos, pruebas) designados por expertos en
educación para conseguir las salidas adecuadas medidas por las puntuaciones de
los exámenes. Para muchos, la eficacia de la escuela y del profesor se calcula
mediante las puntuaciones obtenidas en exámenes descontextualizados de lectura y
de matemáticas.
El modelo competitivo funcionó bien durante muchos años para los niños de
clase alta y media (Bracey, 1992). Nuestras sociedades, en su mayoría, son capaces
de absorber gente joven con conocimientos básicos de matemáticas y lengua que
pueden ocupar puestos de trabajo rutinarios, en los que la puntualidad y la
obediencia constituyen cualidades imprescindibles. Aquellos que no tenían éxito en
el paradigma tradicional de escuela encontraban su lugar en la sociedad; muchos
han disfrutado de los beneficios que brindan las economías desarrolladas. Este
paradigma podía haber funcionado en 1965, pero no en 1995, y tampoco lo hará en
el 2005. El mundo postmoderno exige un modelo diferente de escolarización que
esté más en consonancia con la naturaleza cambiante de las estructuras económicas
y sociales.
El paradigma de aprendizaje emergente
Entre los investigadores y los educadores emerge un nuevo paradigma de
aprendizaje:
La capacidad de previsión es amplia, más que la propiedad exclusiva de aquellos
que ocupan una alta posición, y nuestras opiniones sobre los estudiantes son
susceptibles de cambiar. No sólo las capacidades de los estudiantes podrían saltar
por encima de nuestras predicciones, sino que también nuestras concepciones
culturales sobre la habilidad y el aprendizaje podrían progresar inevitablemente (o
al menos cambiar)... el aprendizaje en todos los niveles implica actuaciones
prolongadas del pensamiento e interacciones con la colaboración de múltiples
mentes y herramientas tanto como la posesión individual de información.
(Wolf etal., 1991: 49)
Todos tenemos una mente; estas mentes trabajan de diferentes formas.
Según Gardner (1983), existen múltiples inteligencias. La gente es más competente
en unas áreas que en otras. Además de una inteligencia lógica y matemática,
describe inteligencias lingüísticas, musicales, espaciales, corpóreo-cinéticas, y
también dos tipos de inteligencia personal: la interpersonal y la intrapersonal. Este es
un concepto mucho más democrático e inclusivo del aprendizaje y de la inteligencia.
El desafío no consiste en clasificar a los más aptos y a los menos aptos, sino más
bien en desarrollar todas estas mentes.
La investigación realizada sobre la eficacia de la escuela indica que la
inteligencia no es fija (Mortimore et al, 1988). La inteligencia de los alumnos puede
ser modificada por una instrucción eficaz. El aprendizaje resulta mucho más eficaz
dentro de un contexto. La popularidad de la educación cooperativa y la experiencia
laboral reflejan esta noción. A los fundamentos convencionales se suman otros
fundamentos nuevos que resultan apropiados para un mundo cambiante. Reich
(1992) sostiene que la gente que triunfará en un mundo postmoderno posee los
cuatro conjuntos de habilidades básicas siguientes:
Abstracción, la capacidad de descubrir pautas y significados.
Sistemas de pensamiento, para percibir las relaciones entre los fenómenos.
Experimentación, la habilidad de encontrar el propio camino a través del
aprendizaje constante.
Las habilidades sociales para colaborar con los demás.
La compatibilidad entre este nuevo modelo de aprendizaje, con su extendida
definición de los fundamentos, y las exigencias predichas de las economías
postmodernas proporcionan un argumento convincente para el cambio en las
escuelas. Berryman y Bailey (1992), en su estudio de lo que ellos denominan la
«doble hélice», es decir las necesidades del nuevo lugar de trabajo y los imperativos
de los enfoques del aprendizaje, llegaron a la conclusión de que:
Nuestra nueva comprensión tanto del trabajo como del aprendizaje sugiere
direcciones de reforma muy parecidas. Fortalecer el sistema educativo de modo que
éste se ajuste mejor al modo en el que la gente aprende realzará directamente
también el sistema para preparar a los estudiantes para los distintos lugares de
trabajo que están surgiendo en las fábricas y oficinas de todo el país. (pág. 44)
The Conference Board of Canadá (Corporate Council on Education, 1992), en
su bosquejo de las habilidades necesarias para obtener un empleo, corrobora las
conclusiones de Berryman y Bailey en su lista de habilidades académicas necesarias
y de objetivos de formación. Este mismo organismo amplía los fundamentos básicos
para incluir el pensamiento crítico, la resolución de problemas y la capacitación
técnica. La lista también perfila habilidades personales de gestión, como por ejemplo
actitudes positivas, responsabilidad y adaptabilidad. La lista añade una serie de
habilidades para el trabajo en equipo que comprenden la habilidad para contribuir a
los objetivos organizativos y trabajar dentro de un margen significativamente amplio
de control. Listas similares pueden encontrarse en la mayoría de países
desarrollados. Un análisis superficial de las prácticas educativas actuales sugiere
que las escuelas no van a la par de las necesidades que caracterizan a la sociedad
de los noventa.
Aunque congruente con las necesidades cambiantes del mercado laboral, lo
que resulta particularmente atractivo en este nuevo paradigma es su compatibilidad
con las necesidades de los individuos para desarrollarse como seres humanos a
pleno rendimiento. Este modelo de aprendizaje florecerá en las escuelas que reflejan
la convicción de que:
Una sociedad democrática está éticamente comprometida a considerar a todos los
seres humanos como capaces, valiosos y responsables; a valorar la cooperación y la
colaboración; a ver el proceso como un producto en la creación; y a desarrollar las
posibilidades todavía sin explotar en todas aquellas áreas dignas de consideración del
esfuerzo humano.
(Purkey y Collins, 1992: 8)
Así pues, lo que está emergiendo es un sentido del propósito mucho más
claro, que no sólo se ocupa de los imperativos cognitivos necesarios para que todos
los alumnos funcionen en un marco ambiental postmoderno, sino que también se
centre claramente en las fuentes vitales de la humanidad de los estudiantes.
Implicaciones del paradigma de aprendizaje emergente
Aunque no está del todo claro cómo será este futuro en la práctica, existen
suficientes casos de prácticas de éxito basadas en el paradigma emergente como
para hacer algunas suposiciones sobre la configuración del futuro en el aula, por
ejemplo. Con este fin, volvemos a algunas cuestiones básicas sobre la enseñanza:
¿qué necesitan aprender los alumnos y por qué? ¿Cómo sabemos cuándo han
aprendido? ¿Cómo ayudamos a todos los alumnos a que aprendan?
¿Qué necesitan saber los alumnos y por qué?
No son pocas las respuestas a esta pregunta. Si los profesores enseñaran
todo lo que los expertos y los grupos de interés especial recomendaran, ¡los
sistemas escolares deberían contar con un plan de jubilación para alumnos!
Afortunadamente, muchas jurisdicciones definen el aprendizaje atendiendo a los
resultados de todos los alumnos para asegurar la coherencia del currículo. Esto
supone un cambio considerable de la tradición que definía el currículo en función de
lo que los profesores debían cubrir, no de lo que se esperaba que aprendieran los
alumnos. La responsabilidad se ha desplazado directamente hacia los docentes para
que éstos se ocupen del aprendizaje de cada alumno. La identificación de resultados
proporciona municiones para los críticos que tienen su propia lista o creen que las
escuelas interfieren con las familias y las religiones. Mientras estas cuestiones se
deciden en varias oficinas de gobierno y de distrito, sus consecuencias repercuten en
la vida de alumnos y profesores.
Drake (1995) aporta un método útil para que los profesores interpreten los
tipos de resultados que utilizan en sus lecciones (ver Figura 8.1). Basándose en «la
montaña de demostración» de Spady (1994), identifica tres tipos de resultados. En el
extremo superior de la montaña están los resultados del «ser»: ser tolerante, ser
afectuoso y ser responsable. En el medio, el nivel «hacer», son los resultados
transdisciplinares como el pensamiento crítico, la resolución de problemas, la
utilización de la tecnología, y, entre otras, la comunicación eficaz; y en la base están
los aspectos de «saber» del aprendizaje encontrados en las asignaturas
disciplinares.
Figura 8.1. Resultados del aprendizaje
Resulta más sencillo valorar la base, más difícil medir el nivel «hacer» y
mucho más complicado determinar el nivel «ser». Por lo tanto, es tentador ignorar el
medio y el extremo superior y centrarse únicamente en el nivel «saber». El consejo
de Drake es que los profesores «centren la atención arriba» y «diseñen abajo».
Aconseja a los docentes: «Al desarrollar nuestras lecciones diarias necesitamos
mantener el foco de atención en la clase de persona que queremos que nuestros
alumnos sean. De ese modo nos encontraremos en mejor posición para decidir qué
deberían ser capaces de saber a medida que diseñamos abajo, a partir de los
resultados terminales para desarrollar el curriculo» (pág. 30). Al centrar la atención
arriba, los profesores pueden abordar las cuestiones clave del curriculo: «¿por qué
estoy enseñando esto?» Hacerse esta pregunta, cómo contribuyen estas actividades
al nivel «ser» de los alumnos, diariamente obliga a los profesores a determinar los
principios en los que va a basarse su trabajo.
El nivel «hacer» de su modelo hace surgir otra cuestión importante, la
coherencia del curriculo. Mientras que todas las reformas del curriculo enfatizan en la
consistencia, muy pocas se ocupan de la necesidad de coherencia. Cada día, en
prácticamente todas las escuelas secundarias y en muchas escuelas primarias del
mundo, se espera que los alumnos integren el aprendizaje presentado por cinco, seis
o incluso siete profesores distintos que enseñan sus especialidades. Resulta irónico
que esperemos de los alumnos algo que los expertos tienen grandes dificultades en
conseguir. Como Beane (1995) señala, se espera que los alumnos completen un
rompecabezas sin ningún dibujo que les sirva de guía. Él define un curriculo
coherente como: «aquel que se mantiene unido, que tiene sentido como un todo; y
Ser Trasciende
las disciplinas
Hacer Cruza las disciplinas
Saber Utiliza las disciplinas
Foco de atención
Diseño abajo
sus partes, sean las que sean, estén unidas y conectadas por ese sentido de
totalidad» (pág. 3).
El paradigma de aprendizaje emergente requiere que los profesores funcionen
en colaboración para aportar coherencia al curriculo y garantizar que los alumnos
tendrán éxito en la parte del «hacer» de los currículos provinciales, estatales o
nacionales, que son los nuevos fundamentos para el siglo xxi. Si los profesores
colaboran para aportar coherencia al curriculo mediante currículos integrados, las
estructuras existentes que dividen a los alumnos por clase, nivel, asignaturas y
periodos de tiempo deberán ser cuestionadas. Para cambiar la cultura, es necesario
alterar las estructuras. En una escuela secundaria de Ontario se asignaron a los
equipos de profesores grandes grupos heterogéneos de alumnos de catorce años y
básicamente se les pidió que consiguieran resultados en el aprendizaje. Esto
provocó que las cuestiones de tiempo, lugar, contenido, organización y disciplina
fueran resueltas por los profesores en colaboración con los alumnos. Lo que empezó
como una pequeña prueba piloto obtuvo tal éxito que otros profesores y alumnos se
adhirieron al proyecto. Más adelante trataremos este tema con más detalle.
¿Cómo sabemos cuándo han aprendido?
«La evaluación es una parte importante de la educación y... cuando sea
posible, debe tratarse de un tipo de evaluación apropiado y el usado para
incrementar la buena calidad del aprendizaje» (Gipps, 1994: 158). La definición de
una serie de resultados comunes en el aprendizaje y en los objetivos tiene y tendrá
como resultado un cambio fundamental en el diseño y distribución del currículo, y
exige una mayor documentación sobre esa evaluación por parte de los profesionales
de la educación: «A medida que las exigencias de la evaluación se vuelven más
complejas, en los profesores crece el sentimiento de que no saben lo bastante como
para implantar nuevos modelos de evaluación» (Earl y Cousins, 1995: 13). Es
función del profesor, en consulta con los padres y con el alumno, valorar y evaluar la
actuación de cada alumno. La evaluación supone la reunión de datos sobre la
actuación del alumno, así como la emisión de un juicio sobre esos datos para hacer
una valoración de la actuación (Cooper y Ward, 1988).
Con este fin, nosotros, como educadores, debemos volvernos unos expertos
en evaluación (Stiggins, 1991). Los entendidos en evaluación pueden responder a
preguntas tales como:
¿Son éstas las mejores prácticas de evaluación para valorar los resultados del
aprendizaje?
¿Hasta qué punto esta evaluación refleja los logros del alumno?
¿Entienden los alumnos los objetivos de consecución y los métodos de
evaluación?
¿Las estrategias de evaluación son justas para todos los alumnos?
¿Cómo van a ser presentados los datos resultantes?
¿Quién tendrá acceso a esos datos?
¿Cómo serán comunicados y a quién?
Aunque muchos debates, y ciertamente muchos recursos, tienen como
objetivo la evaluación a gran escala, ésta constituye una parte muy pequeña de la
evaluación de los logros alcanzados por el alumno, que tienen lugar a diario en
prácticamente todas las aulas. Por lo tanto, la evaluación debe verse en consonancia
con los cambios en el diseño del currículo y en las estrategias de aprendizaje.
Tradicionalmente, los profesores decidían los contenidos basándose en
directrices o en documentos relativos al currículo del distrito. Una vez que decidían
«qué» enseñar, procedían a diseñar los planes de la lección que controlaban «cómo»
hacerlo. En algún momento de este proceso, normalmente cuando los exámenes o
un periodo de informes asomaban por el horizonte, en la evaluación del alumno se
tomaba en consideración la cuestión de «¿cómo lo sabemos?» Por lo general, se
trataba de una idea tardía que no aparecía del todo integrada en el proceso de
planificación. Sin embargo, difícilmente se puede esperar que los profesores sean
unos entendidos en evaluación, cuando en muchos lugares, la educación que
reciben muchos de los profesores que empiezan deja de lado dicha cuestión, y deja
a los profesores la posibilidad de evaluar utilizando los mismos métodos que fueron
utilizados con ellos cuando eran alumnos. Lo que ha cambiado es que ahora las
estrategias de evaluación deben desarrollarse conjuntamente con la elección y la
definición de los resultados que se espera obtengan los alumnos en su aprendizaje, y
no constituir el capítulo final en el proceso de planificación. Sólo una vez la
evaluación sea planificada, pueden los profesores desarrollar estrategias de aprendi-
zaje y enseñanza que satisfagan las expectativas de los estudiantes.
Este giro en el paradigma, pasa de una planificación basada en la intención
del profesor a una planificación enfocada en los resultados del alumno, requiere que
los profesores determinen estándares en la actuación al comienzo del proceso de
enseñanza y aprendizaje y no al final. Si los alumnos saben lo que van a aprender,
los estándares de actuación que definen el resultado, tienen una oportunidad mucho
mayor de aprender. Existen tres tipos de estándares. Los alumnos pueden ser
comparados con otros alumnos. Esto es en lo que la mayoría de la gente piensa
cuando habla de estándares. Supone que la educación es una carrera y que los más
preparados son los que sobreviven. Por desgracia, muchos alumnos se quedan en
los tacos de salida porque son incapaces de competir.
La actuación de los alumnos también podría ser comparada con criterios
predeterminados para la edad y grado de los alumnos. Este constituye un enfoque
mucho más democrático y presupone que todos los alumnos pueden aprender si
cuentan con el tiempo y apoyo necesarios. Un tercer enfoque consiste en evaluar el
progreso del alumno. Este enfoque exige una evaluación en el momento en que el
alumno entra en el proceso de aprendizaje y una evaluación del desarrollo o
progreso en el aprendizaje del alumno a lo largo del tiempo. Esto es posible (ver
Capítulo 11), pero mucho más difícil de hacer. Todas estas definiciones resultan
apropiadas en ciertas circunstancias; el desafío consiste en decidir qué estándar es
aceptable política y éticamente. Igualmente importante es determinar los puntos de
referencia a la hora de enjuiciar cómo deben ser establecidos esos estándares. ¿Los
estándares deberían estar basados en una opinión experta, en lo que realmente
hacen los alumnos o en las exigencias del mundo real? El proceso de seleccionar y
definir estándares es un requisito necesario para un proceso evaluador de calidad.
El profesor debe decidir también cuál es el propósito de cada evaluación:
¿Tiene como propósito dictaminar un diagnóstico? ¿Cómo puede reconciliar las
diferencias entre alumnos? ¿Sirve para clasificar por niveles? ¿Cómo lo utilizan los
demás? ¿Quién tendrá cabida en la evaluación? ¿Participarán en ella los alumnos,
los compañeros de éstos, o bien otros profesionales? ¿Qué estrategia de evaluación
es la más adecuada para mostrar los conocimientos del alumno? Enfoques
tradicionales como las evaluaciones que utilizan pruebas de elección múltiple, de
verdadero o falso, de llenar los espacios, tienen cabida si el propósito de la
evaluación es dar una muestra del conocimiento adquirido de un modo relativamente
rápido y fiable. De igual forma, las cuestiones que requieren un desarrollo exige a los
alumnos utilizar habilidades de orden superior, y expresarse de manera lógica y
coherente, y las preguntas orales y las entrevistas con los alumnos resultan de
utilidad para evaluar la comprensión de su aprendizaje. La evaluación de la
actuación, sin embargo, está ganando un apoyo considerable como técnica a tener
en cuenta porque es coherente con el paradigma de aprendizaje emergente, y
también por su potencial para evaluar la habilidad del alumno al aplicar el cono-
cimiento y la comprensión.
La puesta en práctica o evaluación auténtica no es nueva. Los profesores de
música, de arte, de técnicas profesionales y de educación física siempre han usado
la evaluación de la realización como base para sus procesos de valoración. Resulta
interesante que hayan sido estas asignaturas las más marginadas en las escuelas.
En los últimos años, los docentes de otras asignaturas han empezado a desarrollar
métodos interesantes para determinar la habilidad de sus alumnos a la hora de
demostrar su comprensión a través de la aplicación de su aprendizaje. Técnicas
como las revistas confeccionadas por los estudiantes, los proyectos de estudios
independientes, las simulaciones, las representaciones en público, los portafolios y
los informes de resultados proporcionan amplias muestras de la actuación del alum-
no a lo largo del tiempo, en las que nos podemos basar para evaluar una gama de
los logros obtenidos por el estudiante. El paradigma de aprendizaje emergente
debería dar como resultado un enfoque del aprendizaje y las evaluaciones que
resultasen provechosas para todos los alumnos. Las evaluaciones de la actuación
son potencialmente más justas para todos los alumnos. El jurado, sin embargo,
todavía está deliberando.
Se hace evidente, partiendo de la experiencia adquirida tras años de realizar
exámenes tradicionales, que el enfoque de «una misma clasificación para todos» en
la evaluación ha sido intrínsecamente injusta para los alumnos de educación especial
y aquellos pertenecientes a minorías lingüísticas y culturales. La equidad en estos
exámenes se ha basado tradicionalmente en la garantía de que todos los estudiantes
llevaban a cabo las mismas tareas en las mismas condiciones. Un enfoque más
completo de la equidad brinda a todos los alumnos la oportunidad de presentarse a
sí mismos de la manera más positiva posible. Esto significaría posibilitar la elección
de materiales, temas o actividades, el uso de ordenadores o casetes, o la ayuda de
adultos durante las actividades de evaluación. El tipo y la manera de evaluación de la
ejecución pueden aportar un campo de aplicación para asegurar que las
evaluaciones sean más flexibles y equitativas. En manos de profesionales
preparados que entienden la naturaleza multicultural de nuestras sociedades y el
apoyo que requieren los alumnos de educación especial, las evaluaciones de
ejecución pueden fomentar ese difícil equilibrio entre calidad y equidad.
Una vez se han determinado las estrategias de evaluación, los docentes
pueden decidir las estrategias de enseñanza, los materiales y las actividades más
adecuados para alcanzar los resultados deseados en el aprendizaje.
¿Cómo ayudamos a todos los alumnos a que aprendan?
Se ha escrito una serie de volúmenes dedicados a esta cuestión. Nuestro
debate sobre las técnicas y estrategias de enseñanza resulta necesariamente corto,
aunque las áreas se han enriquecido con los conocimientos más recientes. Para
sumarios detallados, ver Good y Brophy (199D, Joyce et al. (1992), Creemers (1994),
Moon y Mayes (1994), Pollard y Bourne (1994) y Harris (1995). Limitaremos nuestro
análisis a un organizador que consta de tres partes y a un breve estudio de cada
componente.
Prestar atención al concepto que de sí mismos tienen los alumnos
Los investigadores han postulado durante años que existe una relación directa
entre cómo se sienten los alumnos consigo mismos y su rendimiento escolar. El
estudio del concepto de uno mismo y su relación con el aprendizaje ha sido un tema
persistente y controvertido en la bibliografía sobre la educación (Kohn, 1994). En los
últimos años, a medida que se ordenaban más reformas conductistas y éstas se
quedaban cortas en su propósito de mejorar el aprendizaje, los especialistas han
retomado el estudio del concepto de uno mismo como un componente clave en la
mejora del aprendizaje de los alumnos (Purkey y Novak, 1990; Beane, 1991). La
investigación sobre la eficacia de la escuela ha puesto de relieve que la «pertenencia
a la escuela puede tener consecuencias importantes en el concepto que de sí
mismos desarrollen los niños con relación a la escuela» (Mortimore et al, 1988: 196).
No obstante, en general, la investigación sobre la mejora y la eficacia de la escuela,
en el mejor de los casos, subestima las consecuencias afectivas en los alumnos
(Stoll y Fink, 1994).
Explicado de forma sencilla, el concepto de uno mismo es la creencia o
concepto personal que una persona tiene sobre sí misma. Es el producto de una
multiplicidad de interacciones con otras personas significativas. Purkey y Asby (1988)
identifican cinco axiomas que definen cómo el contexto de la escuela influye en el
concepto que de sí mismo tiene el alumno:
Las escuelas que posibilitan el desarrollo afectivo también posibilitan el
desarrollo cognitivo.
Las prácticas de «invitación» guardan relación con los resultados positivos.
Los alumnos aprenden más cuando se ven a sí mismos capaces,
responsables y dignos de consideración.
Los alumnos aprenden más cuando escogen aprender.
Las personas constituyen el componente más importante en una escuela.
Por desgracia, los programas de autoestima erróneamente concebidos,
especialmente en Estados Unidos, han sido motivo de considerable mofa y han
proporcionado detractores bien provistos de munición. Esto ha tenido como
consecuencia una serie de estrategias de motivación política para ignorar o
infravalorar su importancia. Aquellos que las han puesto en práctica, sin embargo,
atestiguan la significación del concepto de uno mismo en el aprendizaje; nos atre-
vemos a sugerir que ésta es un área con múltiples posibilidades a tener en cuenta en
una posterior investigación sobre la mejora y eficacia de la escuela.
Identificar los fundamentos básicos de la gestión del aula y las técnicas de enseñanza
La importancia que la actitud del profesor tiene en el aprendizaje del alumno
ha provocado numerosos estudios en los últimos veinte años centrados en aquellas
prácticas docentes que son previsiblemente satisfactorias. Puesto que la
investigación se basa en modelos de enseñanza y aprendizaje más tradicionales,
consideramos que los descubrimientos perfilan las técnicas fundamentales o básicas
necesarias para crear un clima apropiado para el aprendizaje, pero su utilidad para
describir un ambiente de aprendizaje realmente estimulante es limitada. Los estudios
confirman la necesidad de una planificación eficaz de las lecciones, de agrupar a los
estudiantes de acuerdo a sus necesidades académicas y afectivas, la importancia de
un uso eficiente del tiempo, de rutinas de aula eficientes y fluidas, de prácticas de
orden superior que estimulen la reflexión y el razonamiento, la significación de unas
normas equitativas, coherentes y explícitas para el comportamiento en el aula, la
importancia de lecciones focalizadas, de amplias expectativas respecto al
aprendizaje del alumno, así como la máxima interacción entre los estudiantes y el
profesor; y un buen ambiente de trabajo.
Emplear una variedad de estrategias de enseñanza y aprendizaje que aúnen múltiples inteligencias
El nuevo paradigma sugiere que puesto que cada uno tiene una inteligencia y
estas inteligencias trabajan de formas diferentes, se necesita una variedad de
estrategias para satisfacer esas diferencias. Si el objetivo de la instrucción es
proporcionar un aprendizaje contextualizado y significativo para que los alumnos
entiendan y puedan transferir ese aprendizaje, los enfoques tradicionales resultan
inadecuados para todos los alumnos.
La aplicación informada de la tecnología en el aula es una estrategia a
emplear obvia, pero no una panacea. No hay dudas de que es necesario preparar a
los estudiantes para vivir en una nueva economía dirigida y manejada
tecnológicamente, basada en el conocimiento, sin embargo, como argumenta
Postman (1993: xii), la tecnología tiene la posibilidad de convertirse tanto en un
aliado como en un enemigo de la humanidad. Él ve la tecnología como un aliado por-
que «hace la vida más sencilla, más limpia y más larga» pero nos advierte sobre su
lado oscuro:
Sus regalos tienen un alto costo. Dicho de la forma más dramática, podría hacerse
la acusación de que el crecimiento incontrolado de la tecnología destruye los
recursos vitales de la humanidad. Crea una cultura sin un fundamento moral.
Disminuye ciertos procesos mentales y las relaciones sociales que hacen que la
vida humana merezca la pena ser vivida.
Si se acepta que la tecnología es moralmente neutral, entonces como
educadores debemos utilizarla de modo que capitalice sus aspectos positivos al
tiempo que preservamos aquellos otros qué la tecnología tiende a socavar: la
creatividad, la memoria, el sentido común, la moral y la ética.
La investigación realizada sobre el aprendizaje cooperativo apunta que esta
estrategia puede demostrar ser una alternativa poderosa a los tradicionales modelos
educativos competitivos, porque tiene la posibilidad de ayudar a todos los alumnos a
alcanzar el éxito. También contribuye a conseguir los objetivos afectivos como la
cooperación, el trabajo en común, la tolerancia para con los demás y la autoestima
positiva. Otras estrategias que se apoyan en la investigación incluirían la resolución
creativa de problemas, el uso de organizadores avanzados, las representaciones
gráficas y la meta-cognición, por mencionar sólo unas pocas estrategias que,
utilizadas de forma adecuada, pueden aumentar el aprendizaje de todos los alumnos.
Reestructuración del aprendizaje
Hace muchos años uno de nuestros mentores desafiaba a aquellos que
pretendían llevar a acabo innovaciones diciendo «¿de qué se quieren deshacer?»
«La innovación», decía, «es algo que se hace en lugar de, no además de». Drucker
(1969: 193), el experto en gestión, captó esta idea en lo que él denominó abandono
organizativo:
Una organización, cualesquiera que sean sus objetivos, debe... ser capaz de
deshacerse de las tareas propias del pasado y, de este modo, liberar energías y
recursos para nuevas tareas que sean más productivas. Si desea crear
oportunidades, debe ser capaz de abandonar la improductividad y desechar lo
obsoleto.
El paradigma de aprendizaje emergente tiene profundas implicaciones en las
formas como estructuramos nuestras escuelas. De hecho, tiene el potencial de
cuestionar nuestro concepto de escuela tal y como la conocemos. Si el nuevo
paradigma, con su exigencia de un aprendizaje para todos los alumnos mediante
experiencias de aprendizaje contextualizadas, currículos coherentes, valoraciones
auténticas y una flexibilidad instructiva, va a afectar a todos los alumnos,
necesitamos reexaminar con rigor las estructuras organizativas de nuestras
escuelas. Reestructurar significa examinar de forma total y crítica el uso que
hacemos del tiempo y el espacio, de las funciones y de las relaciones, con la
intención de adoptar aquellas estructuras que resultan improductivas y obsoletas.
Como educadores, estamos en el negocio del aprendizaje. Aunque algunas
veces no lo parezca, despojado de toda retórica de eso se trata. Si aceptamos la
esencia del argumento sobre el paradigma emergente, entonces la cuestión es
¿cómo podemos reestructurar para aumentar el potencial de este modelo de
aprendizaje? Comenzar con una concepción del aprendizaje y desarrollar estructuras
es el reverso de los enfoques tradicionales. Es más, debemos enfocar todas las
estructuras de un modo ecológico. No bastará con manipular el horario, o con
proporcionar más despachos para los profesores: debemos reconocer que todos los
aspectos de la organización se verán influidos en mayor o menor grado.
Consideremos pues algunas posibles implicaciones del paradigma de aprendizaje
emergente en la estructura de la escuela.
El tiempo como estructura
Una primera reacción habitual a la sugerencia de que deberíamos considerar
un enfoque diferente de la enseñanza y el aprendizaje es: «Muy bien, pero ¿de
dónde sacamos el tiempo?» No hay duda de que una de las principales
consecuencias del paradigma emergente será la necesidad de encontrar tiempo para
que los profesores colaboren en el desarrollo de programas de aprendizaje
cohesivos para los alumnos. Las evaluaciones auténticas requieren un consumo de
tiempo. Los profesores necesitarán tiempo para reunirse con los alumnos
individualmente y en grupo. El liderazgo participativo exige tiempo. La creación de
asociaciones necesitará tiempo. Pensar en el tiempo de modo convencional se
convertirá en una excusa para no hacer nada. Sin embargo, no queremos dar la
impresión de que hay soluciones fáciles a la espera simplemente a ser descubiertas,
pero existen soluciones. No todas serán aceptables.
Como Schlechty afirma, quizá más que ninguna otra organización, las
escuelas están «vinculadas al tiempo y son conscientes de él» (pág. 72). Las
escuelas tienen un ciclo de tiempo definido que es reconfortante, predecible y en
gran medida incuestionable. ¿Por qué, por ejemplo, muchas escuelas interrumpen
las clases durante dos meses en verano? Puesto que menos de un cinco por ciento
de la población en los países desarrollados trabaja en la agricultura, la respuesta tra-
dicional no es ya aplicable. Mientras escribimos estas palabras durante un caluroso
día de verano, en Calgary los alumnos se están matriculando en la escuela. Las
escuelas que duran todo el año son un hecho en Los Angeles. Aunque sospechamos
que esta tendencia está más relacionada con las finanzas que con el aprendizaje de
los alumnos, constituye un ejemplo de cómo la concepción tradicional del tiempo está
siendo cuestionada. ¿Por qué las escuelas empiezan a las 8:30 o 9:00 a.m. y
terminan alrededor de las 3:30 o 4:00 p.m.? ¿Por qué la jornada escolar suele durar
de cinco a cinco horas y media? Existen escuelas de secundaria que funcionan de
8:00 a.m. a 8:00 p.m.
¿Por qué el año escolar para los profesores debe tener casi la misma duración
que para los alumnos? Los profesores necesitan tiempo para trabajar juntos, diseñar
y elaborar material, aumentar su conocimiento y habilidades profesionales. Quizá la
compensación sería intercambiar tiempo por dinero. En Japón, la duración del año
escolar es de 220 días, en contraste con los menos de 200 días que dura en la
mayoría de jurisdicciones occidentales. Los detractores de la educación occidental
señalan este aspecto para probar la superioridad del sistema escolar japonés; más
significa mejor. No tienen en cuenta que los profesores japoneses pasan bastante
menos tiempo al frente de la clase que sus colegas de la mayor parte de países occi-
dentales. Los profesores japoneses tienen tiempo durante el curso para reunirse con
los alumnos, colaborar entre ellos o prepararse para sus clases. A lo mejor es
necesario que pensemos en configuraciones diferentes del año y de la jornada
escolar. ¿Por qué las clases han de durar 40, 55 o incluso 70 minutos, si el tiempo no
guarda relación con lo que se está enseñando? Es la estructura la que dicta la
enseñanza y el aprendizaje y no al revés. ¿Son los inflexibles horarios básicos
todavía relevantes?
La reestructuración de los años y los días escolares son respuestas bastante
obvias, pero un enfoque más consecuente con los objetivos educativos propuestos
sería seguir el consejo de Schlechty (1990: 75): «Quizás el modo más efectivo de
crear tiempo, especialmente tiempo para los profesores y para los estudiantes, sea
organizando el ritmo de la vida escolar en consonancia con el trabajo de los alumnos,
más que con relación a la actuación instructiva de los profesores».
Esto implica mayor uso de la tecnología, horarios flexibles, equipos de
docentes y alumnos trabajando en común, y el abandono de organizaciones
departamentales y basadas en la asignatura; podrían significar metáforas
organizativas totalmente distintas. Ya hemos mencionado la organización de trébol
(Handy, 199D. ¿En qué podría parecerse ésta a una escuela? Podría suponer un
pequeño cuadro de profesores profesionales altamente calificados, intelectualmente
eclécticos y entregados. Los profesores disfrutarían de salarios comparables a los
percibidos en otras profesiones y serían responsables de los estudiantes a su cargo.
Para aumentar el núcleo docente en este escenario habría instructores que
trabajarían media jornada, no necesariamente profesores, con unos conocimientos
específicos que deberían compartir con tantas escuelas como fuera necesario.
Finalmente, la escuela «trébol» podría, por ejemplo, subcontratar aquellos servicios
no instructivos como la supervisión del campo de recreo y la cafetería, y la
organización de eventos escolares y tareas administrativas (Hargreaves y Goodson,
1996). Al eliminar las funciones que no necesariamente deben ser realizadas por
profesores profesionales calificados, éstos tendrían tiempo para colaborar en la
mejora de la escuela. Si esta idea parece extraña, podría resultar instructivo para los
educadores observar cómo otros servicios públicos están siendo reestructurados
para satisfacer las necesidades cambiantes.
Los espacios como estructura
Las escuelas son lugares en los que tanto adultos como alumnos trabajan y
aprenden. Se ha dicho que las escuelas son lugares a los que los estudiantes van
para mirar cómo trabajan los adultos. Los diseños tradicionales de la escuela tipo
caja de huevos pueden ciertamente dar esta impresión. Refuerzan la idea del
aislamiento, del individualismo, de la compartimentación y de la metáfora de la
fábrica. No obstante, existen muchos ejemplos en todo el mundo de una arquitectura
flexible atrayente que apoya más que inhibe las culturas colaboradoras. El desafío
sería qué hacer con los edificios más antiguos diseñados para otro tiempo. El dinero
para las renovaciones suele ser escaso, así que realizar modificaciones serias está
fuera de lugar. Una solución sería utilizar la comunidad, parques, museos, centros
comerciales, emplazamientos históricos, ríos y bosques. Aquí es donde necesitamos
unir tiempo y espacio. Las salidas de estudios son generalmente excursiones de un
día que son vistas por los alumnos como una diversión, y por los profesores como
una interrupción del horario de clase. Si los equipos de profesores enseñaran el
currículo completo a los grupos de alumnos y utilizaran el tiempo de forma que
estimularan el aprendizaje, las actividades fuera de la escuela podrían contribuir de
manera significativa a la comprensión a través de un aprendizaje contextualizado.
Por ejemplo, si el profesor de ciencia quisiera realizar un estudio de dos días de un
riachuelo y utilizara voluntarios de la comunidad para ayudar a supervisar, los
profesores que quedaran contarían con dos días para planificar en colaboración.
Funciones y relaciones
En los Capítulos 6, 7 y 9 perfilamos con algún detalle cómo las funciones y
relaciones deberán transformarse dentro y fuera de la escuela. En este capítulo ya
hemos sugerido una relación absolutamente distinta entre los docentes y los
estudiantes. Sin embargo, podríamos ir más lejos y sugerir que las estructuras
organizativas que definen las diferentes funciones deberán ser examinadas de
nuevo. ¿Necesitan las escuelas directores? ¿Podrían las escuelas funcionar de
manera eficaz mediante la colaboración del personal? Aunque seamos escépticos,
son cuestiones que merece la pena considerar.
¿Es la función del subdirector relevante? Ha habido numerosos experimentos
realizados con éxito en los que las funciones organizativas, administrativas y
disciplinarias de los subdirectores habían sido trasladadas con cierto éxito.
¿Necesitan las escuelas asesores de orientación especializados o podrían otros
profesionales asumir esta función? ¿Es ésta una tarea que podría ser
subcontratada? ¿Necesitamos responsables de departamento que se ocupen de los
reducidos intereses de una asignatura? En muchas escuelas esta estructura va en
contra de la colaboración y de la cohesión y promueve la balcanización (Hargreaves,
1994a). Desde nuestro punto de vista, toda esta estructura podría ser remodelada de
forma espectacular. Un enfoque más inteligente sería asignar individuos para aportar
su liderazgo en varios objetivos escolares o iniciativas del sistema dentro de la
escuela. Estos nombramientos durarían tanto como el proyecto y tendrían una fecha
de finalización. Las remuneraciones por responsabilidad, que ahora llegan
directamente a la gente como parte del salario, podrían pasar directamente a la
escuela para que ésta decidiera cómo sería necesario apoyar el liderazgo en la
escuela.
Las respuestas a las preguntas que hemos lanzado pueden encontrarse
únicamente en los contextos escolares individuales. Nuestra intención es hacernos
unas cuantas preguntas del tipo: -¿Qué tal si...?». Una lectura superficial de los
estudios existentes y de otras publicaciones sobre educación indica que la
concepción cambiante de la enseñanza y del aprendizaje que hemos descrito como
un paradigma de aprendizaje emergente no es un capricho pasajero. El enfoque de -
la piedra en el riñón» no funcionará. Ahora es el momento de empezar a examinar
nuestra estructura, políticas y procedimientos de escuela y de preguntarnos »¿Qué
tal si?».
Conclusión
«Cambiar nuestras escuelas» lanza la pregunta inicial, «¿con qué objetivo?»
En este capítulo intentamos responder esa pregunta demostrando la centralidad del
proceso de enseñanza y aprendizaje. Al hacerlo, proponemos responder a algunas
de nuestras preguntas del tipo «¿Qué tal si?» al sugerir algunas posibles
consecuencias del paradigma de aprendizaje emergente para las escuelas. Los
centros, sin embargo, no están aislados; forman parte de un sistema ecológico más
amplio que consta de muchos participantes. Estos participantes tienen la posibilidad
de convertirse en socios poderosos o en adversarios que consumen nuestro tiempo.
En el siguiente capítulo desarrollaremos la «necesidad de colaboraciones».