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Christmas Humphreys C C O O N N C C E E N N T T R R A A C C I I Ó Ó N N Y Y M M E E D D I I T T A A C C I I Ó Ó N N Concentration and Meditation, 1968 Digitalización y Arreglos BIBLIOTECA UPASIKA “Colección Teosofía del Siglo XX”

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Christmas Humphreys

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Concentration and Meditation, 1968

Digitalización y Arreglos BIBLIOTECA UPASIKA

“Colección Teosofía del Siglo XX”

Christmas Humphreys – Concentración y Meditación

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ÍNDICE

Prólogo, página 5.

Introducción, página 8. La importancia de una motivación recta – Autodesarrollo y servicio – Meditación y oración – La naturaleza del Yo – El poder del pensamiento.

Primera Parte CONCENTRACIÓN

1. Observaciones Preliminares, página 19. Definición de los términos – Peligros y salvaguardas – Otras observaciones preliminares.

2. Concentración, página 29. La Concentración en General. Valor del recato. Ejercicios Particulares de Concentración. Hora y tiempo – Lugar – Postura – Relajamiento – Respiración – Comienzo – ¿Objeto o idea? – Dificultades – Pensamientos intrusos.

3. Ejercicios de Concentración, página 49. En un objeto físico – En el ritmo respiratorio – En el examen de otras ideas – En imágenes visuales – En el color – Resumen.

Segunda Parte PEQUEÑA MEDITACIÓN

4. La Pequeña Meditación, página 59. Concentración y meditación – Finalidad de la meditación – Frutos de la meditación – La meditación en general y en particular – Elección del método – Nuevas dificultades – Meditación «con semilla y sin semilla» – Cómo prepararse a la meditación – El poder de la calma – El poder del ideal.

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5. Objetos de Meditación, página 72. Meditación sobre los cuerpos – Las cosas tal como son – El desapego – El motivo – Las doctrinas particulares – El Yo – La analogía – Los Cuatro Brahmaviharas.

6. Formación del Carácter, página 93. Dana – Sila – Ascetismo – Deseo – Eliminación del vicio.

7. Cultivo de las Emociones, página 103. Naturaleza de la emoción – Peligros de la emoción – El cultivo de las emociones.

Intermedio, página 111. La salud y Sus Leyes. Tercera Parte GRAN MEDITACIÓN

8. La Gran Meditación, página 115. El abandono del intelecto – Temas de alta meditación – Liberarse de las cadenas de la forma.

9. Elevación de la Conciencia, página 124. Meditación sobre el «Gran Tercio» – La búsqueda de lo Impersonal – Las Tres Gunas – La voz de la mística – Plenitud y vacío.

10. La Doctrina del Acto, página 135. La acción inmotivada.

11. Las Jhanas, página 141. Las jhanas «sin forma» – Meditación «con semilla y sin semilla» – La pausa en el silencio.

12. Meditación Zen, página 146. La técnica del Zen – Koan y Mondo (Uso del koan) – Satori (Efectos de Satori).

Cuarta Parte CONTEMPLACIÓN

13. La Contemplación, página 159.

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14. Conclusión, página 162. El deber de enseñar.

APÉNDICE I Notas Sobre la Meditación en Grupo, página 166. El guía – Selección de los miembros – El tema – Las reuniones.

APÉNDICE II Temas de Meditación, página 169.

Glosario, página 172.

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PRÓLOGO

Han transcurrido ya muchos años desde que empecé a poner por escrito el material que la Buddhist Society publicara en un principio bajo el título de Concentration and Meditación (Concentración y meditación). Recientemente, Geoffrey Watkins, vendedor de los primeros ejemplares en la famosa librería de su padre, sita en Cecil Court, me pidió que corrigiera el original como me pareciese oportuno, con vistas a una nueva edición. Él mismo ha colaborado no poco en esta tarea.

La génesis del libro explica una de sus características. En la época en que salió a luz por vez primera, comenzaban a proliferar obras y tratados de «desarrollo mental» de diversos tipos. Todos esos libros tenían un fin común: ayudar al lector a que triunfara sobre sus rivales en el campo de los negocios, el amor, el prestigio social..., en suma, inducirle a exhibir los supuestos poderes con que acababa de enriquecerse. Generalmente hablando, tales publicaciones pretendían hinchar el «yo» de sus lectores a expensas de quienes convivían con ellos.

Pero hay una ley tan antigua como el hombre, a tenor de la cual quien adquiere la más mínima ventaja sobre sus semejantes merced al desarrollo de sus propias facultades innatas debe usar éstas en beneficio de los demás y nunca exclusivamente de sí mismo. Tal ley es impersonal en grado sumo. Su desacato entraña, a lo menos, la pérdida de los poderes adquiridos y, caso de persistir en el mal camino, un perceptible deterioro mental que no deja de suscitar la compasión entre los amigos del infractor. Jamás, pues, se encarecerá lo bastante la importancia de una recta motivación en cualquier tentativa de desarrollo espiritual. De ahí el hincapié que en ello hacemos a lo largo de todo este libro. A decir verdad, lo hemos escrito en buena parte con ese fin. Me parece por tanto interesante — y como budista no creo en las coincidencias — que la edición que el lector tiene entre manos haya sido preparada y publicada en un momento en que la meditación vuelve a gozar de los favores del público. Sin duda es tan oportuno dar ahora este manual a la imprenta como lo fue cuando se publicó por primera vez.

Mi nombre figura como nombre del autor. De hecho, yo mismo fui redactando el material, sección por sección, para comentarlo en las reuniones semanales de la pequeña sociedad llamada en aquel entonces Buddhist Lodge.

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Todos los presentes tenían voz en tales asambleas, y muchos puntos se discutían meticulosamente. Por eso debo aquí expresar mi gratitud a aquellos colaboradores anónimos, gracias a cuya ayuda me fue posible componer y sacar finalmente a luz el presente libro.

Ya en el prólogo a la primera edición se podía leer: «Por varias razones, aparecen aquí muy pocas referencias detalladas a

otros libros, que, no obstante, se citan. Muchos de ellos existen en diferentes ediciones, lo que hace difícil una referencia exacta. A esto se añade la necesidad de concentrar una materia abundante en un espacio limitado. Los compiladores, por otra parte, no aducen tales citas como autoridades en apoyo de sus propios puntos de vista, pues en todo lo espiritual no reconocen más autoridad que la intuición del individuo. Sin embargo, cuando una idea ha sido bien expresada por otro autor, sus palabras se mencionan junto con las nuestras: un empleo generoso de las citas permite mostrar al lector que no pocas de las ideas expuestas por los compiladores son compartidas por un número cada vez mayor de personas serias».

«El presente libro se dirige a lectores curiosos de este tema e interesados en él, pero que al mimo tiempo lo desconocen. Por ello hemos dedicado bastante espacio a las cuestiones preliminares, como la recta motivación y otras análogas, sin las cuales, a juicio de los compiladores, esta obra no se publicaría. El texto se presenta como un curso progresivo de desarrollo mental. Esperamos que su lectura completa, seguida de un empeño constante y sincero en aplicar sus principios, permita al estudiante medio desarrollar sus facultades espirituales, sin peligro para su mente o su cuerpo, hasta hallarse ya maduro para pasar a la etapa superior bajo la guía de un maestro especializado. Esto último es prácticamente indispensable para poder dar los pasos definitivos que conducen a la Iluminación».

No se requiere ningún conocimiento especial del budismo para entender los principios aquí explicados, pero, atendiendo al profundo influjo del pensamiento budista en ellos y a nuestra propia insistencia en esa metodología particular, no será ocioso dar previamente una ojeada a algún manual que exponga la religión y filosofía budistas en sus rasgos esenciales. El lector verá entonces que le resulta mucho más fácil asimilar el contenido de las enseñanzas que le interesan.

Existen en la actualidad muchos libros sobre meditación. En la Buddhist Society, distinguimos entre los que jamás mencionan la palabra «motivo» y los que comparten nuestro modo de ver acerca de su necesidad fundamental. Los mejores, pertenecientes a este segundo grupo, cubren un campo bastante

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extenso: desde la escuela Theravada de Ceilán y Thailandia, cuyo sistema consignado por escrito tiene una antigüedad aproximada de dos mil años, hasta los métodos del budismo tibetano y Zen, que datan de algo más de un milenio. Sin embargo, ninguna de estas obras hace la distinción, que considero importantísima, entre «concentración», o sea el desarrollo controlado de la mente como instrumento útil, aunque de por sí sin significado espiritual, y «meditación», el correcto uso de la primera con fines espirituales en cuanto opuestos a los meramente materiales.

Por descontado, la meditación no es nada nuevo en Occidente. Desde tiempo inmemorial la han venido utilizando las comunidades cristianas, y ya se la llame oración, meditación o comunión silenciosa, su fin ha sido siempre el mismo: la unión — los budistas dirían «re-unión» — del individuo con la Mente Universal. Los mil nombres que a ésta puedan dársele no hacen al caso. Queda siempre lo Anónimo, lo Innominado; y cuando con plena conciencia la gota de rocío se sumerge en el Radiante Océano para confundirse con él en un «momento sin tiempo», no es necesario nombre alguno para designar esa sublime experiencia.

Todo lo que el Oriente nos trae consiste en una variada gama de métodos nuevos entre nosotros. Unos son útiles a la mente occidental, otros no lo son en absoluto, según opinan los más versados en la materia. No hay vía fácil hacia la Iluminación. Tampoco es éste un lugar propicio para hacer distinciones concretas y explícitas, pero, desde el punto de vista del budismo, deben tenerse constantemente en cuenta dos principios: • Ningún auténtico maestro de meditación percibe un solo centavo por

sus enseñanzas. • Ningún auténtico maestro reivindica para sí poderes o actos

extraordinarios, ni consiente que otros se los atribuyan.

Al tratar de mejorar esta nueva edición, comencé por releerla enteramente y, con cierto asombro, pude comprobar que eran muy pocos los cambios que deseaba introducir. Si algo he progresado en sabiduría, no he hecho más que ahondar en esos eternos principios. Humildemente ofrezco esta guía que, usada como se debe, ayudará tal vez al lector a observar la última prescripción del Gran Iluminado: «Obra tu propia salvación con diligencia».

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INTRODUCCIÓN

La mayoría de las grandes religiones y filosofías han puesto de relieve la importancia del desarrollo de la mente, mas ninguna lo ha hecho tan a fondo como el budismo, donde esta actividad no sólo ocupa un primer lugar entre los quehaceres del discípulo estudioso, sino que forma parte integrante de la vida cotidiana del más humilde de los seguidores del Gran Iluminado. Tal actitud es de sentido común, pues no cabe duda de que sólo en una mente del todo desarrollada y purificada pueden apagarse las llamas de la ira, la concupiscencia y la ilusión, y sólo en ella también puede eliminarse la causa del dolor. El sistema conocido en Occidente por el nombre de budismo se basa en la suprema Iluminación lograda por el Buda a través de la meditación. ¿Cómo podremos alcanzarla nosotros, si no es siguiendo un idéntico camino?.

Para apreciar la importancia de la meditación en el budismo, basta con detenerse a considerar las expresiones que, en cierto modo, compendian las doctrinas del Maestro. Por ejemplo, «Dana, Sila, Bhavana», se cita a menudo como uno de esos resúmenes. En orden de importancia ascendente, viene primero dana, la caridad universal; luego sila, la estricta moralidad; y en tercer lugar bhavana, el desarrollo de la mente. Otro ejemplo lo constituyen estas palabras: «Cesa de hacer el mal, aprende a obrar el bien, purifica tu propio corazón; tal es la religión de los budas». Nótese que, una vez bien asentados los principios éticos, la «purificación del corazón» es la etapa siguiente hasta la Meta. Es verdad que de alguna manera las distintas etapas deben recorrerse simultáneamente. No es necesario haber alcanzado la perfección ética para ponerse a meditar, ya que sólo la meditación puede proporcionar la sabiduría y fuerza indispensables para dedicarse a la propia purificación. Pero, por otra parte, conviene dar esos diversos pasos en el orden señalado por Buda, pues no es posible cosechar plenamente los frutos de la meditación sin haber antes superado las etapas preliminares.

Todo esto se aplica en particular al compendio del modo de vida budista, aún más famoso que los citados, que ya de antiguo se denomina «La Noble Senda Óctuple». Los ocho «miembros» o «ramificaciones» de esta Senda suelen presentarse con frecuencia reunidos en tres grandes grupos. He aquí su esquema:

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La Noble Senda Óctuple

Conocimiento recto 1. Opinión recta.

2. Intención recta. Actuación recta 3. Palabra recta.

4. Acción recta. 5. Vida recta.

Desarrollo mental recto 6. Esfuerzo recto.

7. Atención recta. 8. Concentración recta.

Como puede verse, la meditación, término que engloba las tres últimas

«ramas» de la Senda, no es sólo una parte integrante del budismo, sino el verdadero punto cumbre de sus doctrinas, preceptos y prácticas. Únicamente por su medio es posible alcanzar la perfección y, tras paciente labor, llegar a rasgar el velo final para que brille definitivamente en nuestro interior la luz del Buda. En suma, el campo propio del desarrollo mental se extiende entre un hombre de cultura media y su ulterior evolución espiritual, haciendo de puente entre la perfección meramente mundana, por dorados que sean los grilletes del samsara, y el mundo interno de la Realidad, donde, en los umbrales del Nirvana, el hombre contempla por vez primera el auténtico rostro de la ilusión que dejó atrás. La importancia de una motivación recta

«Prepárate, porque tendrás que viajar solo. El Maestro no puede sino indicarte el camino». Purificar el corazón no es tarea fácil, y el camino por recorrer para lograrlo es, como lo indican estas palabras de La voz del silencio, largo y solitario. Por fuerza ha de ser un camino arduo, pues es preciso domeñar los caballos desbocados de la mente, descubrir y eliminar las faltas más menudas. En esa Vía hay peligros, y hay quienes sucumben a ellos. W. Q. Judge escribe en Culture and Concentration: «Es necesario recorrer inmensos campos de investigación y experiencia, afrontar peligros insospechados y fuerzas desconocidas; todo debe superarse, porque en esta batalla no se pide ni concede cuartel». El premio, no obstante, vale la pena:

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liberarse de la tiranía de las ataduras terrenas y. con un alma que «presta oídos a cada grito de dolor, como el loto que abre su corazón para beber el sol de la mañana», unirse a esa invisible Hermandad cuya sabiduría espiritual forma un muro protector en torno de los hombres. Sólo con este motivo, por vaga que sea la manera en que lo formule nuestro espíritu, es prudente abordar la práctica del desarrollo mental. El conocimiento y el poder que éste confiere constituyen una fuerza neutra, que se convierte en buena o mala según el uso que de ella se haga. Empleada rectamente, es un ancho sendero hacia la perfección; pervertida, puede llegar a transformarse en un infierno que supera todo lo humanamente imaginable. Entre ambos extremos, la pura benevolencia y el egoísmo absoluto, se da una variada gama de motivaciones que, tarde o temprano, deberán erradicarse de la mente: el deseo de adquirir una superioridad sobre los demás, ya en la propia estima, ya en la competencia objetiva de los asuntos terrenales; el ansia de huir de la monotonía del deber diario o, con más frecuencia entre las mujeres, aliviar el tedio de una existencia sin ideales; o también el afán de emprender alguna nueva «hazaña» con la que divertirse y divertir a otros amigos tan hueros como uno mismo. Todos éstos son modos diversos de prostituir una facultad sagrada, cuyo abuso es la esencia de la magia negra y un gran paso en el camino hacia la muerte espiritual. Sólo hay un motivo recto para el desarrollo de la mente: la inteligencia de la naturaleza y finalidad de la evolución del hombre, junto con la voluntad de acelerar esa evolución, para que toda vida alcance cuanto antes la Luz.

Así pues, que cada estudiante haga aquí una pausa y reflexione bien antes de embarcarse en esta ciencia suprema, esta etapa final de la ascensión hacia la Meta. Que se cerciore igualmente, antes de lanzarse en pos de lo Inmutable, de que ya no le interesa un mundo veleidoso y sólo ansia renegar de las zozobras del pasado para encontrarse cara a cara con la Realidad. Algunos llegan a esta encrucijada impelidos por un conocimiento demasiado íntimo de la verdad del dolor; a otros les mueve una comprensión intelectual del carácter ilusorio de los fenómenos y el deseo de descubrir el Noúmeno que se oculta tras ellos; a otros, finalmente, los arrastra la llamada apremiante de la pura compasión, el anhelo de dedicar sus vidas a reducir en lo poco que puedan ese «inmenso mar de aflicción que forman las lágrimas de los hombres». Únicamente los últimos pueden estar seguros de internarse en la Vía por el motivo recto, pues sólo ellos, en quienes la blanca llama de la compasión arde sin riesgo de extinguirse, están en grado de apreciar que «vivir en beneficio de la humanidad es el primer paso», y por eso en todo

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tiempo prestan oídos a la voz de la Compasión que les susurra: «¿Acaso puede haber bienaventuranza cuando todo lo que vive sufre?. ¿Podrás salvarte oyendo el llanto del mundo entero?».

Una vez emprendida la Vía no hay componenda posible. Una vez que nuestras plantas han hollado la senda que conduce a la Iluminación, los apegos mundanos quedan atrás. Moverse demasiado de prisa implica intensificar indebidamente la fuerza de los atractivos a que hemos renunciado. Por tanto, antes de emprender el viaje, procuremos que nuestra mente y nuestro corazón sean sinceros en sus aspiraciones y, sobre todo, que sus motivos sean puros. Según el testimonio de quienes la practican, la meditación tiende a romper las cadenas del sufrimiento elevando nuestra conciencia a un nivel en el que ningún dolor puede ya hacernos mella. Más no es éste el motivo que ha de llevarnos a la Meta. Escoge la Vía por sí misma, antes de entrar en la vida. La motivación recta es siempre impersonal; impersonal es también la aplicación de la voluntad a eliminar todo dolor, sin pensar más de lo debido en el propio. El motivo recto es un esfuerzo por descubrir en cada forma de vida esa «Esencia de la mente» que, como indica el sutra de Hui-neng, «es intrínsecamente pura». «La Luz está dentro de ti — decían los hierofantes egipcios —, deja que la Luz brille». Hacer que aflore este conocimiento en todas las formas de vida y mostrar el camino para lograrlo es el fin que se proponen todos cuantos siguen los pasos del Gran Compasivo. Autodesarrollo y servicio

No nos dejemos engañar por la falsa antítesis que resulta de la vinculación de estos dos términos: autodesarrollo y servicio, los ideales respectivos del arhat y el bodhisattva. Por un lado, nadie puede servir a los demás sin haber antes dominado de alguna manera sus propios instrumentos; por otro, todo autodesarrollo y purificación serán vanos mientras subsista en nosotros un solo pensamiento egocéntrico. Una vez más, el auténtico sabio camina por la Vía Media, ya que su existencia es un feliz alternar entre introversión y extraversión, entre vida subjetiva de meditación y vida objetiva de servicio. En éste, lo subjetivo se libera, y no obstante el servicio pierde su valor si no lo actúa una inteligencia iluminada por la meditación. Meditación y oración

La mayoría de los occidentales han nacido y se han educado en el

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cristianismo, que durante la infancia les inculcó la práctica de la oración. Esta palabra tiene muchos significados, distintos según el desarrollo espiritual de cada individuo, pero su esencia, salvo en el verdadero místico, es siempre súplica a un Ser o Poder exterior. La meditación carece de ese elemento de importunidad, de instancia para recabar lo que uno no posee. La plegaria, en el mejor de los casos, traduce un anhelo del corazón; la meditación, por su parte, endereza el rumbo de la mente, suscitando así el conocimiento que nos permite adquirir lo que deseamos con intención pura. El que medita no precisa de guía, porque sabe que una mente limpia puede recurrir a la Sabiduría que mora en su interior; ni ambiciona virtudes, que por lo demás le vendrán con la meditación misma; ni tampoco intercede por otros, consciente de que sin ayuda de nadie será capaz de asistirlos en la medida en que lo permita el karma de cada uno. En suma, la oración eleva el espíritu, y su mejor resultado es el Místico; la meditación, con el juicioso servicio que la acompaña, producen al Sabio. Hay un punto, sin embargo, en que ambos métodos confluyen. Si por oración entendemos «un elevarse al nivel de lo Eterno», o incluso, si su anhelo es impersonal, «sincero deseo del alma, expreso o tácito», deja entonces de ser oración en el sentido ordinario de la palabra y asciende al plano de la meditación. Lo que distingue entrambos niveles es el elemento de súplica a un poder externo, ajeno a una unión consciente con el Dios interno. La naturaleza del Yo

«Conócete a ti mismo», decía el oráculo de Delfos. El camino de la meditación es el camino del conocimiento, y el fin de todo conocimiento verdadero es encontrar el Yo dentro de nosotros e identificarnos con él. Por eso reviste una extrema importancia llegar a conocer de algún modo la naturaleza del Yo y sus formas, si de veras queremos entender los fines e introducirnos en la técnica de la meditación. El análisis más sencillo del Yo es el de san Pablo, que distingue entre «cuerpo», «alma» y «espíritu».

El primero sirve de receptáculo a nuestra compleja personalidad; la segunda constituye todo aquello que consideramos como el Yo superior; en cuanto al «espíritu», podría muy bien ser lo que el Buda llamaba el «No-nacido, No-originado, No-creado y No-formado». Estos nombres carecen de validez intrínseca, sólo son «maneras de hablar, definiciones de uso corriente», como decía el propio Buda al exponer su doctrina del Yo a Potthapada, el mendicante.

De cara a esas tres divisiones, debemos comenzar nuestra reflexión por

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Aquello de lo que las demás cosas son «vehículos» o formas. Es muy fácil pensar en el hombre como en algo que tiene alma o espíritu, pero en realidad cada hombre, cada forma de vida, es por esencia una chispa de gran Llama, «un fragmento del Indiviso, arropado en las prendas de la ilusión». De ahí la riqueza de las analogías y símbolos empleados para describir la evolución (la palabra en sí misma significa «desenvolvimiento») como revelación de un esplendor ya existente, un descorrerse de los velos que encubren la Realidad. No sin razón resume el Oriente toda su sabiduría en la frase: «Hazte lo que eres».

Este Espíritu no es mero atributo. Conocido en la India por el nombre de atman, es nuestra esencia misma, pero sólo en su carácter de aspecto indivisible de ese Todo innominado que ningún individuo puede reivindicar como exclusivamente suyo. Tal es el fundamento de la doctrina budista del anatta, el «no atta» (atman), encaminada a disipar la ilusión de que pueda haber algún principio permanente en el hombre, de que entre a formar parte de su composición un solo atributo que lo distinga eternamente de otras formas de vida.

En suma, el Espíritu, como el Nirvana, ES. Y cada forma de vida, superior o inferior, no es sino manifestación cambiadiza del eterno Inmanifestado. El Uno, sin embargo, se hace patente en lo Plural, y cada chispa de la Llama se rodea de varias envolturas o cuerpos de creciente densidad. El más tenue de los velos es buddhi, sede de la intuición, que junto con manas, la mente, constituye lo que puede llamarse el «Yo superior», en contraste con la complicada personalidad cuyo ropaje final es el cuerpo exterior de barro.

Cada uno de estos cuerpos posee una vida y forma propias, que hacen un todo complejo, un Universo en miniatura y, por ende, la clave de toda Sabiduría aún latente. Por desgracia para nosotros, los deseos de estos «vehículos» son a menudo, en las primeras etapas de la evolución, incompatibles entre sí e invariablemente contrarios a los intereses del Yo. El cuerpo es presa de sus groseros instintos físicos; la naturaleza emotiva o pasional anhela una intensa vibración que la estimule; la mente racional, el entendimiento, reclama a su vez el alimento que le es propio y, como potro sin domar, se encabrita ante cualquier tentativa de sujeción. Esta personalidad compleja, skandha en la terminología budista, libra una batalla perenne con el Yo superior por el dominio del conjunto, pero hasta que los «vehículos» superiores no triunfen definitivamente, el Yo total, lento en evolucionar, será incapaz de consumar su destino y «contundir la gota en el Océano, el Océano

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en la gota». La mayoría de los hombres se dejan de tal suerte absorber por las

instancias egoístas de su personalidad inferior, que han acabado ciegos a toda perspectiva de aquella Edad de Oro de la perfección espiritual a la que están llamados a regresar, y en ellos ni siquiera asoma todavía el sentimiento de una dualidad en pugna, de una incesante contienda interior. Pero, tarde o temprano, la lucha se entablará y proseguirá hasta su conclusión en ese campo de batalla que es el corazón humano. Tal es la guerra que se describe en el Bhagavadgita, y también el punto de confluencia de la mayor parte de los poemas, leyendas, mitos y alegorías que recuerdan al hombre su herencia espiritual. Quienes no desean combatir deben esperar a que nazca en ellos el valor. Como escribía en cierta ocasión el Maestro M. a A. P. Sinnet, «la vida discurre entre multitud de conflictos y pruebas, pero quien nada hace por superarlos no puede aspirar a obtener victorias». Ninguna otra cosa es tan apasionante, ninguna otra tiene un valor tan decisivo, porque, como lo proclama el texto del Dhammapada, «por más que uno triunfe mil veces contra mil hombres, quien se conquista a sí mismo es el mejor guerrero».

Paradójicamente, el Yo no combate en esa batalla. Ya lo dice La voz del silencio: «Las ramas del árbol son agitadas por el viento, mas el tronco permanece inmóvil». Cuando toda nuestra fuerza de voluntad se endereza hacia fines altruistas, los inquietos vehículos inferiores van poco a poco alineándose, hasta permitir, de lo más alto a lo más bajo, un flujo ininterrumpido de Vida, que hace del hombre foco de luz para el mundo, fuente de espiritualidad para todo el género humano. Crear esta línea perfecta es uno de los objetivos de la meditación.

Ahora bien, la conciencia puede funcionar en cualquier nivel donde disponga de un instrumento. La mayor parte de los hombres viven en el plano de sus emociones o, a lo sumo, de su mente inferior. Por la meditación se eleva el nivel de la conciencia, que alcanza primero la mente superior, sede de los pensamientos e ideales abstractos, y luego, en ráfagas de satori, como lo llama el budismo Zen, paulatinamente remplazadas por un estado continuo, el plano de la intuición o Conocimiento Puro, donde la reflexión no es ya necesaria y donde el cognoscente se identifica con lo que conoce, formando un solo todo. Desde este punto de vista, la técnica de la meditación podría llamarse cultivo de la conciencia.

El terna del Yo volverá inevitablemente a surgir a lo largo de estas páginas, pero lo dicho hasta aquí basta para servir de base a la instrucción práctica que vendrá después. Aplicando la ley de la analogía, «como arriba,

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abajo», el estudiante comprenderá cada vez mejor la índole de su propio ser, lo que le permitirá controlar con más facilidad los vehículos inferiores. Ha de cuidar, no obstante, de que un excesivo estudio no le lleve a una actitud mental egocéntrica. Como se dice en La luz de la Senda, el verdadero motivo para tratar de conocerse a sí mismo se relaciona con el conocimiento, y no con el Yo. «El conocimiento de sí merece buscarse por ser conocimiento, y no por pertenecer al Yo». El poder del pensamiento

El mundo occidental no es todavía consciente del poder que anida en el pensamiento. Aunque no se le oculta el influjo de las «fuertes» personalidades, de los lemas publicitarios o políticos que sugestionan a las masas, e incluso del «ambiente» que se respira en ciertos lugares, sólo unos pocos psicólogos de vanguardia han sabido apreciar en su justo valor el poder del pensamiento sobre la salud y el carácter. Sin embargo, ¿cuántos de ellos han llegado a una plena aceptación intelectual y, más aún. a la convicción práctica de lo que afirma el primer versículo del Dhammapada: «Todo cuanto somos es fruto de nuestro pensar, se cimenta en nuestros pensamientos, consta de nuestros pensamientos»?. ¿Y cuántos han orientado en consecuencia las velas de su navío?.

Nada hay más cierto. Todo cuanto somos y hacemos es el resultado de nuestro pensar, y cualquier acción, buena o mala, no es otra cosa que un pensamiento cristalizado. Ningún acto voluntario puede realizarse sin una moción previa de la mente, por «instantáneo» que sea. Desde levantar un pie hasta trazar el plano de Nueva Delhi, cada uno de nuestros actos existe en la mente en forma de pensamiento antes de aparecer como acto.

Nuestra conducta, pues, resulta de nuestros procesos mentales, de lo que somos; mas lo que somos en un momento dado depende de lo que hicimos anteriormente. El pensamiento, por tanto, no sólo determina lo que hacemos, sino lo que somos, ya demos a ese puñado de cualidades el nombre de «carácter», «alma» o karma.

La filosofía budista ha enseñado siempre — y poco a poco la ciencia moderna va dándole la razón — que fuerza y materia son términos intercambiables. En un extremo de la escala, con todo, la fuerza está tan poco limitada por la materia que puede imaginarse como fuerza «pura», mientras que en el otro extremo la materia adquiere tul densidad que nos es lícito considerarla inmóvil. Entre ambos extremos se dan todos los grados de

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puridad de fuerza y densidad de materia. El nivel en que funciona el pensamiento es superior al más alto nivel que percibe la vista; pero, de por sí, el pensamiento es una forma material con relación al medio en que se mueve, aun cuando pueda llamarse fuerza con relación a su origen. Ahora bien, si las hábiles manos del alfarero son capaces de modelar un trozo de arcilla hasta reproducir la imagen concebida por el pensamiento, cuánto más el pensamiento — y en mayor grado aún el pensador entrenado — estará en condiciones de modelar la tenue materia del pensamiento mismo para darle la forma que quiera. De ahí el dicho «los pensamientos son cosas», y de ahí también el significado de la palabra imaginación: «formación de imágenes». Tales «formas» de pensamiento no sólo existen en la imaginación, sino que impregnan toda la atmósfera mental del que piensa y pueden ser percibidas por cualquier persona algo clarividente. El poder de esos pensamientos varía, por supuesto, según la intensidad con que se han suscitado y según su repetición. La mayoría se disipan con rapidez; otros permanecen en la mente donde nacieron, desarrollándose y concretándose más, para bien o para mal. Un pensamiento de odio contra alguien irá poco a poco creciendo hasta convertirse en un cáncer en la mente del que lo abriga; un pensamiento de amor hacia un ser querido y ausente estimulará al que ama a amar cada vez más. Pero el efecto de estas «formas concretas» de pensamiento no se acaba en ellas mismas. Así como las ondas radiofónicas se captan siempre que un receptor se sintoniza en su longitud, así también los pensamientos que brotan en cada uno de nosotros en cada momento del día se esparcen por el mundo, influyendo de modo positivo o negativo en otras mentes humanas. Esto explica ciertos fenómenos de psicología de masas y telepatía, amén del poder de la sugestión que tan mal se comprende y del que tanto se abusa.

Por otra parte, el semejante atrae y produce su semejante. Los pensamientos, malos o buenos, arrastrarán consigo y engendrarán otros de su misma especie. De ahí los fenómenos, según el caso, de «tentación» y «conversión». Cuando un hombre acaricia el pensamiento de robar, refuerza su tendencia al robo; cuando pondera la insensatez de un comportamiento anterior, fortalece sus propósitos en sentido contrario. Como pensamos, así llegamos a ser.

El desarrollo de la mente, ya se dirija la meditación hacia afuera o hacia adentro, es pues un tema digno del mayor interés y de una práctica incesante, como sus frutos mismos se encargarán de proclamarlo. No negamos que es tarea ardua, incluso a veces fastidiosa, pero necesaria en definitiva, según lo confirma el testimonio de todas las épocas. Su recompensa es la desaparición

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del sufrimiento. A los ya provectos en el arte de meditar no les serán de mucha utilidad

las páginas que siguen, pero a los que apenas acaban de entrar en la Senda o a quienes, debatiéndose en la duda, no se deciden a dar el primer paso, les repetimos lo que decía el Maestro K. H. a A. P. Sinnett: «No tenemos sino una sola palabra para todos los aspirantes: “Inténtalo”».

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Primera Parte

CONCENTRACIÓN

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1. OBSERVACIONES PRELIMINARES Definición de los términos

El uso de términos idénticos con significados muy diferentes ha dado origen, sin necesidad, a no poca confusión. Por eso advertimos al lector que, a lo largo de esta obra, nos atendremos a la clasificación que sigue.

El proceso de desarrollo mental se divide en dos partes principales: concentración y meditación. Por la primera se entienden los ejercicios previos para enfocar el pensamiento hacia un punto determinado. Esta etapa es necesaria para poder tener éxito en la segunda. La meditación se subdivide en tres grados o niveles. El primero lo constituyen una serie de ejercicios para aprender a utilizar correctamente el instrumento así preparado, y le daremos el nombre de Pequeña Meditación. Viene luego la Gran Meditación y, por último, la Contemplación.

Veamos esto con más detalle.

1. Concentración Antes de poder usar de un instrumento, éste debe crearse. Es cierto que

muchas personas aprenden a concentrarse en cosas mundanas, pero todo su esfuerzo tiende al análisis, síntesis y comparación de hechos e ideas, mientras que la concentración requerida como preludio indispensable a la meditación se enfoca de manera constante hacia una cosa o idea escogida de antemano, con exclusión de toda otra. Se comprende así la necesidad de intensos y aun fatigosos ejercicios para desarrollar el poder que nos permita reducir el pensamiento a un solo punto: el tema elegido, ya se trate de un lápiz, una virtud o un diagrama trazado en la mente.

Ha de observarse que la concentración, en el sentido que acabamos de describir, no posee de por sí ningún valor ético o espiritual, ni su práctica exige un tiempo, lugar o postura especiales. Los ejercicios son análogos a los que un bailarín profesional ha de repetir hasta poder ofrecer al público cualquier danza, por sencilla que sea, o a las escalas con las que se entrena el joven pianista, o a las primeras lecciones de esgrima para adquirir precisión en las estocadas. Sólo cuando la voluntad llega a controlar perfectamente el instrumento, sea éste un brazo o una pierna, las manos o el mecanismo del

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pensamiento, puede empezarse a desarrollar con eficacia el arte propiamente tal.

2. Pequeña Meditación Se incluyen aquí los ejercicios mentales que por primera vez orientan el

instrumento recién creado a algo útil. Por ejemplo a meditar sobre los Cuerpos, sobre las doctrinas fundamentales del Buda, como el Karma, la Reencarnación, la unicidad de la vida, los Tres Fuegos, los Tres Rasgos del Ser..., y sobre uno mismo para analizarse y conocerse. Huelga decir que sólo una mente en la cúspide de su desarrollo puede aspirar a la inteligencia perfecta de estos temas, pero el meditarlos ayuda a compenetrarse poco a poco con su verdadero significado. La Pequeña Meditación abarca también todo lo relativo a la formación del carácter, a la práctica de los cuatro Brahmaviharas y a los primeros pasos hacia la elevación deliberada de la conciencia que, como veremos más adelante, se identifica prácticamente con el objeto de la Gran Meditación.

El campo abierto en esta etapa es pues inmenso, y pasarán muchos años antes de que el estudiante medio pueda franquear el umbral de la siguiente. Entran igualmente aquí los comienzos del misticismo y ocultismo, del Yoga y Zen, ya que sólo en las últimas etapas de la meditación se llegan a percibir estos «caminos» como una única Vía y todos los fines como una única Realidad.

3. Gran Meditación No existe una clara línea divisoria entre la segunda y tercera etapas,

pero los que alcanzan este tercer nivel se percatan de que un cambio a la vez sutil y tremendo ha tenido lugar en su interior. De aquí en adelante estarán en el mundo sin ser del mundo; servirán al mundo, mas no serán ya nunca sus esclavos. En la meditación verán trascendidos los objetos e incluso sus nombres y definiciones. Habrán penetrado en un mundo cuya escala de valores es la naturaleza esencial de las cosas y no su apariencia externa, un mundo donde por vez primera el que medita se ve liberado de la tiranía de las formas. El karma del pasado podrá todavía inclinar al estudiante a ciertos fines e intereses sensuales, y por tanto sin valor, pero sus ojos han entrevisto ya la Luz, y sólo hay que darle tiempo al tiempo.

En esta subdivisión entran las jhanas, esos niveles de conciencia tan minuciosamente explicados en las Escrituras budistas, y los koan, más difíciles, que utiliza con profusión el budismo Zen. Ésta es también la esfera

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de un misticismo más elevado, donde la intensa devoción corre parejas con la intensa intelección en el campo de las puras abstracciones y su relación mutua. Aquí se dan cita las matemáticas, la música, la metafísica y la mística pura, porque sólo aquí se trascienden las limitaciones de la forma y se percibe con toda nitidez la Esencia de la Mente.

4. Contemplación Si pocos están lo bastante adelantados para pasar a la fase de la Gran

Meditación, aún menos numerosos son aquellos para quienes la Contemplación representa algo más que un nebuloso ideal. Ese exquisito sentido de unión con la Realidad, de absorción espiritual en la esencia misma del modelo propuesto, se resiste a toda descripción útil y a todo tratamiento propio de un manual como el presente — aun cuando le dediquemos más adelante cierto espacio —, porque quienes han alcanzado ya este nivel no requieren ningún tipo de literatura, y a los demás cualquier explicación, por sabia y refinada que fuere, les resultará descolorida. Peligros y salvaguardas

Hay quienes vacilan en dedicarse a la meditación a causa de sus posibles peligros para la salud física y mental. Bien sabemos, por otro lado, que nada importante puede lograrse sin correr ciertos riesgos. La estricta observancia de las tres reglas que enunciamos a continuación y una pequeña dosis de sentido común bastarán para evitar dichos peligros con sus desagradables secuelas.

1. Buscar la sabiduría, no el poder Hemos insistido ya en la necesidad de una motivación pura y en que

cualquier tentativa de adquirir poderes psíquicos más o menos extraordinarios es sumamente peligrosa. Además, el desarrollo de-poderes supranormales no lleva forzosamente aparejado un desarrollo espiritual. El «complejo de poder», tan fácil de detectar en nuestro prójimo cuando se afana por dominar e impresionar a sus semejantes, permanece latente en cada uno de nosotros, y mucho de lo que en nuestro espíritu se presenta disfrazado de altruismo o deseos de ayudar a la humanidad acaba por revelarnos su verdadero rostro tras un riguroso análisis efectuado durante la meditación. Entonces descubrimos que no era sino ansia de engrandecernos a nosotros mismos. El orgullo espiritual se considera, con razón, como la última de las cadenas que debemos

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romper. Así, mientras el prematuro desarrollo de ciertos poderes fatalmente lleva al engreimiento y a la hinchazón del propio egoísmo, la búsqueda de la sabiduría nos proporciona no un mero poder sobre otros seres, sino el poder de controlar el Yo inferior siempre dispuesto a dominarnos.

Es en extremo imprudente, por parte del estudiante inexperto, concentrarse en los centros psíquicos del cuerpo humano, aunque los motivos que le animen sean puros, ya que la concentración en cualquier centro estimula su funcionamiento, y como muchas personas funcionan primariamente a través de los centros situados por debajo del diafragma, que regulan la sexualidad y las emociones inferiores, el estímulo de los mismos es a todas luces tan peligroso como desaconsejable. Bastantes más hombres y mujeres de los que la mayoría de los estudiantes se imaginan han perdido la razón por avivar antes de tiempo las fuerzas que dormitaban en tales centros.

Tampoco esta actitud, ese ir en pos de los «fenómenos», conduce a la iluminación, como ya el Maestro M. se lo indicaba a A. P. Sinnett: «Al igual que sucede con la bebida y el opio, esa sed aumenta al satisfacerse. Si no puedes ser feliz sin fenómenos, nunca aprenderás nuestra filosofía. Te comunico una profunda verdad diciendo que, si escoges la sabiduría, todo lo demás te será dado por añadidura... a su tiempo».

2. Evitar las «proezas» y toda clase de excesos Una vez más vuelve a ponerse de manifiesto la importancia Je la

motivación pura, porque toda inclinación al alarde, a jactarse de la persistencia o los resultados de la propia meditación es síntoma de que la serpiente del Yo comienza de nuevo a erguir la cabeza, en detrimento de un auténtico progreso. Por ello el Buda, en su honda sabiduría, prohíbe terminantemente al bhikkhu toda ostentación de esa índole, llegando hasta expulsar de la Orden al monje que se hace reo de ella. Otro tanto ocurre con los excesos. Durante las primeras etapas de la meditación, el neófito esta desarrollando una nueva serie de músculos (mentales), y así como el atleta se entrena realizando esfuerzos lentos y progresivos, de igual modo el atleta espiritual debe considerar todo tipo de exceso no como un factor de adelantamiento, sino de demora. No nos cansaremos de repetir que la piedra angular de una sabia conducta está en la Vía Media, proclamada por el Gran Iluminado.

3. No adoptar jamás una actitud negativa Es cierto que existe una forma de pasividad espiritual correspondiente a

determinada etapa del crecimiento, pero la experiencia demuestra que el

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principiante debe observar con atención la regla aquí enunciada. El ideal sigue siendo la Vía Media entre una actitud mental agresivamente positiva, en la que el estruendo de la maquinaria de nuestros propios pensamientos ahoga la Voz que sólo se deja oír cuando la mente está en calma, y otra receptiva que abandona toda nuestra personalidad a cualquier ente, humano o infrahumano, que quiera apoderarse de ella. La obsesión, completa o parcial, permanente o temporal, es mucho más común de lo que creen la mayoría de los neófitos; pero quien acierte a cultivar un justo medio entre los dos extremos resistirá sin dificultad a cualquier influjo que le venga del exterior.

El ideal, durante la meditación, es una actitud positiva de la mente de cara a las influencias externas, sean pensamientos intrusos o entidades reales, sin por ello dejar de mantenerse receptivo a los influjos superiores que proceden del interior. Ejercitándose un poco en esto, el estudiante acabará por lograr esa feliz combinación de resistencia y receptividad, de positivo y negativo, donde ningún influjo externo le hará ya mella y donde no obstante los cauces de la inspiración seguirán abiertos de par en par dejando paso a la luz interna.

Siendo éste el consejo unánime de todos cuantos escriben sobre meditación, huelga insistir aquí en el notable retraso que supone para el propio adelantamiento todo género de actividad mediúmnica. Como bien saben los iniciados en ocultismo, el guía avezado y el médium son dos polos opuestos, y quien en la escala del progreso mental desciende hasta el punto de renunciar por completo al dominio de sí mismo, tardará después muchas vidas en recuperar, trabajosamente, el terreno perdido. Otras observaciones preliminares

Hay todavía otras reglas o máximas que deben tenerse en cuenta si la meditación ha de ser un medio para introducirnos en la vía de la iluminación, y no un mero pasatiempo intelectual.

1. No empezar si no se pretende continuar Como acabamos de decir, la meditación no es un pasatiempo, sino algo

muy serio con lo que no se debe jugar. Leemos en el Dhammapada: «Lo que tuviere que hacerse, hazlo con toda decisión. Un seguidor tibio del Buda siembra mucho mal en su derredor».

El progreso es ascensión y por ello ha de ser continuo, para que el escalador no pierda pie y vuelva a encontrarse en el punto de partida. Debe ser

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también gradual. «Así como el potente océano, oh bhikkhus, se ahonda e inclina gradualmente, sin dejarse arrastrar por un repentino furor, así en esta Disciplina el aprendizaje es gradual y no hay intuición súbita.» Si el progreso se nos antoja lento, recordemos que deben superarse vidas enteras de malos hábitos mentales. Si tratamos de aprender demasiado aprisa, la mente se indigestará. Así se lo escribía el Maestro M. a A. P. Sinnett: «El saber es para la mente lo que la comida para el cuerpo; alimenta y ayuda a crecer, pero necesita ser digerido, y cuanto mejor se realiza la digestión, tanto mejor es la salud, en ambos casos». La paciencia es una virtud, y también una cualidad necesaria en el que medita. Se dice que un artista chino considera su vida bien empleada si en el transcurso de la misma logra crear una perfecta y genuina obra maestra. De igual manera, quien contemple con ojos filosóficos la ilusión del tiempo juzgará que ha empleado bien toda una vida si en ella ha recorrido a fondo un pequeño trecho de la Senda. Y si tal no fuera el caso, si ni siquiera en ese pequeño trecho ha logrado la perfección, no por ello debe desanimarse el estudiante. Recuerde las palabras de La voz del silencio: «Sábete que ningún esfuerzo en buena o mala dirección, ni el más nimio, puede sustraerse al mundo de las causas. Ni siquiera el humo inútil se disipa sin dejar algún rastro». Si el esfuerzo es continuo y sincero, los resultados son seguros, por mucho que tarden en llegar.

2. Guardarse de todo envanecimiento Suele decirse que más de un débil es capaz de soportar el fracaso, pero

se requiere un hombre fuerte para afrontar el éxito. Cuando los primeros frutos de la meditación — bien merecidos — comiencen a manifestarse, guardémonos del efecto separativo de toda autosuficiencia. «Quien se envanece de sus propios éxitos, oh lanoo, se asemeja al necio que, arrogante, ha ido a encaramarse en lo alto de una torre. Y allí sentado, henchido de orgullo, se recrea en la contemplación de sí mismo, sin percatarse de que nadie más advierte su presencia» (la voz del silencio). El mínimo progreso en la vida interior no tarda en suscitar, si uno no está alerta, cierto sentimiento de superioridad sobre los demás, cierta impresión de haberse como «distanciado» de los (aparentemente) menos adelantados en la Vía. Conviene entonces tener presente la advertencia que se lee en La luz de la Senda: «Por grande que sea el abismo entre el hombre bueno y el pecador, mayor aún es el que se abre entre el hombre bueno y el que ha alcanzado la sabiduría: e inconmensurable el que separa al hombre bueno de aquel cuyas plantas han hollado ya el umbral de lo divino. Por tanto, mira a no juzgarte demasiado pronto como

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algo aparte del común. Cuando hayas empezado a caminar por la Senda, la estrella de tu alma resplandecerá, y su luz te hará ver cuan inmensas son las tinieblas en que arde».

3. Evitar la búsqueda ansiosa de «gurús» El mundo occidental está lleno de gentes cuya única preocupación

parece ser la de encontrar «maestros», «gurús» y otros personajes más o menos misteriosos, para que les conduzcan rápidamente a la meta. Pero a la perfección no se llega por atajos, y los auténticos Guías se negarán a ayudar a un neófito hasta que éste haya hecho primero el mejor uso posible de los materiales de que dispone y, en segundo lugar, se haya mostrado, por la pureza de su vida y aspiraciones, digno de la ayuda que solicita. Cuando llegue la hora, y no antes, surgirá el Maestro. Cuidado, pues, con un ansia excesiva de esta clase de asistencia espiritual, porque es hija de la pereza y el orgullo, y a su vez engendra la desilusión y la demora.

4. No hacer caso de las experiencias psíquicas ni de aparentes poderes psíquicos Tarde o temprano la meditación elevará la conciencia a un nivel que le

permita entrever en ocasiones, aunque todavía nebulosamente, la esfera del «más allá» de lo físico. Se trata del mundo psíquico, poblado sólo de sombras y espejismos de la Realidad, un mundo de ilusiones en el que debe andarse con tiento quien camina en pos de la verdadera Luz. El principiante, cuya visión se ha ceñido hasta entonces al plano físico, tiende con facilidad a calificar de «espiritual» cualquier cosa de orden suprafísico, y ello explica que las imágenes, voces y «mensajes» que se producen en las sesiones de espiritismo se impongan sin mayor resistencia a un público harto dispuesto a darles crédito. No se deje el neófito seducir por tales encantos ni por aquellas personas que, de buena fe, se creen portadoras de esos «mensajes». Hay hoy en Occidente toda una plétora de «Maestros» y «Mesías», muchos de los cuales están genuinamente convencidos de las insensateces que se atribuyen a sí mismos o que otros les atribuyen. Un poco de sentido común bastaría para hacer estallar esa frágil burbuja en la que viven, y un mínimo de humildad les llevaría a preguntarse qué cualidades tenían para haber sido elegidos Mensajeros. Sin duda se sentirían heridos al descubrir que lo que precisamente les hace más sensibles a tales influencias psíquicas es una buena dosis de vanidad disfrazada con una «pose» de, médium. El mundo psíquico abunda en variadísimas «formas» mentales fraguadas por la imaginación humana, las

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cuales, no obstante, por intenso que aparezca su brillo a los ojos profanos de quien las contempla en el cielo estrellado donde se producen todas las visiones psíquicas, no son sino frutos seductores de la ilusión.

Las mismas consideraciones se aplican a los poderes psíquicos. A veces el estudiante descubre de pronto que posee ciertos sentidos «suprafísicos», es decir, que trasciende lo puramente físico. Esto sólo significa que uno ha logrado ya penetrar en el «segundo plano» de su propio ser. Pase de largo el neófito, sin detenerse; sepa que ésta es la esfera de la ilusión y que la Realidad está todavía mucho más lejos. Perder un tiempo precioso en cultivar o desarrollar poderes psíquicos es apartarse de la Senda que conduce a la Iluminación. Esos poderes podrán ser útiles más adelante, pero de momento es mejor prescindir de ellos.

5. Aprender a querer meditar En otras palabras, aprender a orientar el propio deseo. El trabajo que se

hace a disgusto se hace mal; lo que se lleva a cabo con toda el alma y por propia voluntad requiere menos esfuerzo y redunda en mejores resultados que lo que se realiza por mera obligación, aunque sea impuesta por uno mismo. Así. hasta que la práctica de la meditación no haya llegado a ser una gozosa necesidad, como veremos en el párrafo siguiente, no se avergüence el principiante de dedicar algún tiempo a conseguir esa actitud previa. La condición ideal es lo que un ingeniero llamaría transmisión limpia desde la fuente de energía hasta el punto de aplicación; en nuestro caso, se trata de pasar de lo que hay de más elevado en nuestro interior al acto mismo. Toda fricción interna no hace sino disipar energía y reducir el rendimiento en términos de trabajo útil. Esto se aplica igualmente a las tentativas de persuadir a otros — contra su voluntad — a que mediten, cuando aún no se ha despertado en ellos el deseo de hacerlo. Vale la pena estudiar la relación que existe entre voluntad y deseo. Según un antiguo adagio, «detrás de la voluntad anida el deseo». La voluntad es por sí misma una fuerza incolora e impersonal, que actúa, en buen o mal sentido, a impulsos de un deseo. Si los deseos están bien orientados, la voluntad se convierte en una poderosa fuerza benéfica proporcional a su grado de desarrollo, es decir, a la aptitud del individuo para aprovechar las ilimitadas reservas de fuerza que representa el Universo. Para uno cuyos deseos sean puramente altruistas, esta capacidad de «conectar el propio cable a la gran central del Universo», como dice R. W. Trine, será verdaderamente inconmensurable, pues así como la máquina perfectamente alineada en el conjunto permite un máximo rendimiento sin

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pérdida de energía, así también la perfecta alineación de la voluntad y el deseo permite a la Voluntad Universal tender, sin desviación alguna, al fin escogido.

Poco a poco la moderna psicología va dándose cuenta de la importancia de estas antiguas verdades. Cuando los deseos de los diversos «vehículos» de una persona entran en conflicto, se produce un «complejo», con mayor o menor carga emocional según la fuerza de los deseos, pero «si tu mirada es una sola, todo tu cuerpo quedará inundado de luz» y desaparecerá toda fricción. Es cosa bien conocida que allí donde hay una voluntad hay un camino — «querer es poder» — y que un hombre que obra en conformidad con «los deseos de su corazón» puede hacer maravillas. Por eso es recomendable consagrar un poco de tiempo al fomento interno de los deseos ordenados al desarrollo de la mente, examinando los múltiples aspectos que hacen deseable este desarrollo, de suerte que, una vez dentro de la Senda, el estudiante se encamine derecho y sin obstáculos al objetivo propuesto.

No existe una técnica particular para concentrar los deseos de la manera que acabamos de ver. Pero es evidente que nadie que haya encontrado oro sigue excavando para encontrar cobre; así, bastará ejercitarse en comparar honradamente el valor de las prácticas orientadas a un fin espiritual con las que persiguen fines mundanos para lograr poco a poco esa polarización de «toda el alma», o sea de la voluntad, en el sentido indicado por nuestro «ser superior». El deseo es la fuerza motriz de toda acción, y es bueno o malo según sus fines sean espirituales o sensuales. Comparando atentamente los frutos duraderos de la meditación con los efímeros goces que nos reporta la satisfacción de los deseos inferiores se conseguirá sublimar gradualmente estos últimos y encauzarlos por vías más elevadas, hasta que la fuerza que nos impele hacia «abajo» quede definitiva y totalmente absorbida por los objetivos espirituales.

Hay todavía otra razón para fomentar esta orientación preliminar de los deseos: al practicar la meditación, el neófito descubrirá que el deseo recto excluye de por sí todo pensamiento ajeno al fin perseguido. Un hombre absorto en la audición de su sinfonía favorita no se distrae con pensamientos o sucesos extraños a ella. Del mismo modo, a un hombre cuyo único deseo es lograr lo que sólo la meditación puede darle no le aparta de ese deseo el mísero atractivo de cualquier pensamiento intruso.

6. No descuidar otras obligaciones Hemos dicho que la meditación es primero un esfuerzo, luego un hábito

y finalmente una gozosa necesidad. Llegado a esta tercera etapa, el estudiante,

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en la euforia de haber descubierto que lo que hace supera en valor e interés todo fin o actividad mundanos, corre el peligro de descuidar sus obligaciones ordinarias. Contra esto debe también precaverse. Recuerde lo que dice H. P. Blavatsky en Practical Occultism (Ocultismo práctico): «El trabajo inmediato, sea cual fuere, lleva aparejada la abstracta reivindicación del deber, y su relativa importancia o trivialidad no entra en consideración». ¿Qué es el mundo que nos rodea sino el gimnasio del alma?. En la correspondencia del Maestro K. H. a A. P. Sinnett leemos: «¿Te parece poca cosa que el año pasado lo hayas dedicado enteramente a tus “deberes familiares”?. Dime, ¿qué causa hay más digna de recompensa y qué mejor disciplina que el cumplimiento cotidiano e ininterrumpido del propio deber?».

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2. CONCENTRACIÓN

«La concentración es el estrechamiento del campo de la atención en forma y por un tiempo determinados por la voluntad». Estas palabras de Ernest Wood en su libro Raja Yoga explican la famosa historia de Arjuna, relatada por Paramananda en Concentración y meditación. «Una vez, en la antigua India, se celebraba un torneo de tiro al arco. En lo alto de un poste se colocó un pez de madera, uno de cuyos ojos constituía el blanco. Varios aguerridos príncipes pasaron, uno tras otro, a probar su puntería, pero en vano. Antes que cada uno lanzara su flecha, el maestro le preguntaba qué veía, e invariablemente todos respondían: “Un pez en lo alto de un gran poste, con su cabeza, ojos, etc.”. Pero Arjuna, al llegarle el turno, respondió: “Veo el ojo del pez”. Él fue el único que dio en el blanco».

La analogía más útil para comprender esto es probablemente la de un reflector. Los factores que determinan el valor de un reflector son su potencia, su capacidad para proyectar una luz clara y constante, las dimensiones del campo así enfocado y la facilidad para poder desplazar la luz de un punto a otro a voluntad. El equivalente humano de estos factores determina a su vez el valor de la mente como instrumento de meditación. La concentración desarrolla dichos factores. Debidamente sostenido, el esfuerzo que implica se traduce por una constante ampliación del campo «de enfoque», donde queda excluido todo tema o pensamiento extraño.

Huelga decir que no es nada fácil llegar a un grado de auténtica pericia en el arte de la concentración, como ya consta en el Dhammapada: «Ardua de manejar e inestable es la mente, siempre en busca de deleites...», pero «bueno es sojuzgarla; una mente controlada aporta la felicidad». Como en muchas otras artes y ciencias, a menudo es aquí también cuestión de maña, y así, tras largos períodos de esfuerzos aparentemente infructuosos, surge de pronto esa habilidad a que aspirábamos. Su resultado inmediato es una reducción del acostumbrado desperdicio de energía mental y, en consecuencia, una mayor reserva disponible de esta última. Viene luego una sensación de auto-descubrimiento, una vaga apreciación de la diferencia entre el sujeto que conoce y el instrumento del conocer, entre el hombre y sus distintos «vehículos». Esta apreciación ayuda a su vez a profundizar en lo que significa el dominio de sí mismo. A los ojos del estudiante adquiere un nuevo sentido el

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famoso pasaje del Dhammapada: «Los regadores llevan el agua adonde quieren; los flecheros dan a sus flechas la forma que desean; los carpinteros curvan y trabajan a capricho la madera; los hombres sabios se labran a sí mismos». Como ya decíamos, el pensamiento es el padre de la acción; así, el control del pensamiento lleva a un mayor control de todo el ser humano aun en el plano físico. Al desperdiciar menos energía en inútiles movimientos de las manos y el cuerpo, la fatiga es menor. De este modo, nuestra reserva natural de energía física se mantiene intacta para ser sólo utilizada cuando la voluntad así lo decide, lo cual redunda también en una mejora del estado general de salud. El siguiente paso consiste en una mayor coordinación entre los diversos planos de la conciencia. Mente, emociones y actos comienzan a funcionar al unísono, y el derroche de energía originado por las «preocupaciones» cede el puesto a un esfuerzo tranquilo y deliberado para suprimir esa causa, ese desasosiego.

Tal es la columna del «haber» en este nuevo balance. En cuanto al «debe», podríamos citar un curioso sentimiento como de desorientación, de aridez mental o, por decirlo así, vacío emocional. Cuando esto ocurra, recuérdese que se trata de un período de transición en el que la mente sale por vez primera de su medio habitual, el mundo de los sentidos, y todavía no ha llegado a aclimatarse a los niveles suprasensoriales. Más rara en esta etapa, pero de momento más desagradable, es la experiencia de descubrir que las dificultades ordinarias de la vida, lejos de disminuir, parecen intensificarse con la nueva práctica. Todos cuantos tratan de acelerar el lento ritmo de la evolución atraen automáticamente hacia sí un volumen creciente de su anterior karma. Si esto resulta enojoso para la personalidad, el «hombre esencial» debe por el contrario alegrarse de ello, pues sólo cuando su propio karma se haya agotado podrá avanzar resueltamente hacia el ideal, la Iluminación de toda la humanidad. Por otro lado, el neófito descubre al mismo tiempo algo que le compensa del malestar a que acabamos de aludir: en la medida en que va controlando sus «vehículos», mejora su reacción mental ante el ambiente. La mera capacidad de concentrarse basta para provocar una mejoría en el carácter, y el estudiante empezará a darse cuenta de que «los hechos carecen de importancia: lo que vale es su significado». Los hechos son sólo eso, hechos, y al individuo le toca decidir cómo ha de reaccionar ante ellos. Como ya lo dijo Epicteto, «si un hombre es desdichado, sepa que la única razón de su desdicha radica en él mismo». Jamás el sabio permitirá que el cambiante rostro de las circunstancias venga a turbar su serenidad interior.

Antes de pasar a la práctica propiamente dicha de la concentración, nos

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parece oportuno hacer notar que existe una neta distinción entre el desarrollo de la mente, que estamos considerando, y el desarrollo de las emociones, al que más adelante dedicamos un capítulo. Teniendo esto bien presente, no le será difícil al neófito responder a quienes opinan que la concentración es «fría» y «aburrida». Ello le recordará también que las emociones no son temas apropiados para ejercitarse en concentrar la mente. Por supuesto, tienen su valor como temas para lo que llamamos «Pequeña Meditación», pero no para adquirir esa capacidad de enfocar los pensamientos hacia un único punto, como se pretende al practicar la concentración. La concentración en general

El tema de la concentración ofrece dos aspectos: general y particular. El primero consiste en cultivar una forma habitual de pensamiento; el segundo comprende los ejercicios especiales que tienden a desarrollar esa cualidad de la mente. Los manuales suelen insistir demasiado en este segundo aspecto y demasiado poco en la necesidad de fomentar una recta actitud mental a todo lo largo del día. En su Introducción al Yoga, escribe Annie Besant: «Muchos se sientan a meditar y, una vez concluida la meditación, se extrañan de no hacer ningún progreso. ¿Cómo es posible suponer que media hora de meditación y veintitrés horas y media de disipación de los pensamientos a lo largo del día lleguen a capacitar a alguien para concentrarse bien durante esa media hora?. El día y la noche han desecho lo logrado por la mañana, como le sucedía a Penélope, que destejía lo tejido anteriormente». A menos de aplicar durante el resto del día lo aprendido en el ejercicio de la mañana, no se hará progreso alguno. Es más, cuando se mantiene constantemente la recta actitud, llega un momento en que los ejercicios especiales no son ya necesarios. Así escribía cierto estudiante desde un monasterio Zen, en el Japón: «A medida que uno va progresando, la meditación sobre el propio koan continúa durante todas las horas de vigilia y, según creo, también durante el sueño. Los monjes más adelantados no dedican prácticamente ningún tiempo a la meditación “formal”, y no obstante han de ir a entrevistarse (con el abad) para ejercitar el koan tan a menudo como los monjes jóvenes que consagran la mayor parte de su tiempo de paseo a la meditación en sentido estricto. Cuando la meditación ha llegado a ser un hábito de la mente, su aspecto formal se descarta en la medida de lo posible».

Las siguientes sugerencias pueden ser útiles para fomentar esa actitud mental:

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1. Lograr un buen estado físico y mantenerse en él Recuérdese que aun en la meditación más elevada la conciencia debe

funcionar a través del cerebro físico y que, si el cuerpo no está en buenas condiciones, el cerebro tampoco funcionará con pleno rendimiento. En las circunstancias de la vida moderna no resulta fácil mantenerse en buena forma física, pero un pequeño esfuerzo por tomar lo más posible el sol, respirar aire puro, dormir lo suficiente e ingerir alimentos sanos nunca queda sin recompensa. Más de un adepto del yoga ha hecho notar que no pueden obtenerse buenos resultados con un cuerpo «sucio», es decir, un cuerpo mal regulado interiormente por grande que sea su limpieza externa. De ahí el dicho «la clave del yoga reside en los intestinos», y no cabe duda que un uso abundante del agua pura, tanto por dentro como por fuera, contribuye no poco a darnos y conservarnos un instrumento físicamente sano.

Una vez conseguido este cuerpo sano, hay que aprender a dominarlo. Trátese como el animal que es, con consideración pero también con firmeza, entrenándolo a obedecer por medio de ejercicios de control físico. Sobre todo debemos distinguir muy bien entre lo que son nuestros deseos y sus deseos. No soy yo, sino mi cuerpo, quien pide con insistencia tabaco, dulces, comodidades, calor, perfumes, etc. Para inculcar al cuerpo este hecho, debe acostumbrársele a renunciar, al menos por algún tiempo, a este o aquel «capricho», ya se trate de cigarrillos o café, de ropa interior fina o de esos diez minutos «extra» en la cama. Igualmente ha de cultivarse una indiferencia filosófica frente al tráfago y las sacudidas de la vida diaria, haciendo oídos sordos a las eternas quejas del cuerpo que reclama la satisfacción de sus deseos físicos.

2. Concentrarse en la tarea que se tiene entre manos «El vaivén de la vida cotidiana, la tarea común, nos proporcionan

cuantas oportunidades podamos desear» para el desarrollo de una permanente agudeza mental. Con la sabiduría que confiere la experiencia, escribía cierto estudiante: «Antes de poder meditar, uno debe aprender a concentrarse; de lo contrario, aunque corran a raudales la voluntad y la inspiración, faltará un tercer ingrediente no menos necesario: la técnica. Empieza por convertir toda tu jornada en un ejercicio de concentración, considerando cada uno de tus actos como lo único que en ese momento vale la pena hacerse. Primero dite a ti mismo: “Voy a concentrarme durante (por ejemplo) una hora en hacer esto, despreocupándome de todo lo demás. Lo haré sin pensar para nada en mí, sólo porque esa cosa es lo que debe hacerse en ese tiempo». Olvídate luego de la

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necesidad de concentrarte y pon manos a la obra, ya sea el caso de preparar un examen, redactar un documento o limpiar una habitación».

Para acumular la energía indispensable a este esfuerzo sostenido, debe procurarse eliminar toda actividad ociosa y sin objetivo: mental, emocional o física. El ideal sería que cada uno de nuestros pensamientos y actos obedeciera a un fin determinado y deliberadamente útil. Ya hemos aludido a la necesidad de refrenar en lo posible todo amaneramiento o movimiento físico superfluo; lo mismo se aplica a las ideas y sentimientos. Con frecuencia nos pasamos largos ratos «soñando despiertos», engolfados en elucubraciones ociosas o dándole vueltas en nuestra mente a algún hecho o circunstancia trivial. Esto ocurre también cuando nos dejamos llevar por las emociones sin que a ellas corresponda ningún pensamiento o acción. Recrearse en estímulos emocionales puede tener cierto encanto y procurarnos pequeñas satisfacciones momentáneas, pero no hace sino multiplicar los obstáculos en el camino del autodominio. Si dejamos de derrochar así nuestras energías en cosas sin importancia, será mayor nuestra capacidad para organizar las tareas del día y llegar a realizar un máximo de trabajo útil en un mínimo de tiempo. Es un hecho proverbial que el hombre más atareado logra con mayor facilidad que otros asumir una nueva obligación y que un horario eficazmente ordenado, en combinación con un buen uso de la energía disponible, permitirá al futuro meditador disponer de tiempo y energía suficientes para dedicarse a ese sublime ejercicio.

La Vida oscila sin cesar, bien lo sabemos, entre polos opuestos. Así como se suceden a intervalos regulares el día y la noche, así también alternan el trabajo y el descanso, y precisamente en esos instantes de relativo reposo es donde aparece con todo relieve la diferencia entre el estudiante experto y el inexperto en desarrollo mental. El principiante gasta su energía en estériles conversaciones, en divagaciones mentales, en vagas revisiones de sus pasadas experiencias, en inquietudes sobre hechos aún no acaecidos o en mil otras cosas inútiles. Si en ellas dilapidara oro en vez de energía mental, todos lo tratarían de loco derrochador y ningún hombre prudente osaría acercarse a él. El discípulo provecto, al contrario, conoce el valor de la mínima oportunidad y aprovecha esos instantes de aparente ocio para perseguir algún fin útil. Quienes aún practican la concentración los consagran a uno u otro ejercicio, siempre dirigido al objetivo que pretenden, y quienes ya se encuentran en la etapa de la meditación retienen en la mente alguna frase para «rumiarla» en esos tiempos libres, o llevan en el bolsillo cualquiera de los muchos libros de sabiduría espiritual con cuyo contenido se alimenta el ser interior. Cuando uno

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llega a darse cuenta, por ejemplo, de que no sólo miles de personas han leído de esta manera y aun aprendido de memoria The Light of Asia (La luz de Asia) de sir Edwin Arnold, sino que el propio autor redactó la mayor parte de su libro en trozos sueltos de papel, aprovechando esos momentos «perdidos» a lo largo del día, tendrá por fin una idea del valor que pueden adquirir tales «claros» en el bosque del quehacer ordinario.

A veces oímos la siguiente objeción: si cada momento libre se dedica a esa actividad, ¿Qué tiempo queda para el necesario descanso?. Sólo la experiencia es capaz de confirmarnos esta paradoja, a saber, que dicho hábito, lejos de contribuir a un mayor agotamiento de la persona que lo ha adquirido, le robustece la mente. Una vez arraigado el hábito, se comprobará que la mente, de lo contrario inocupada, tiende a volver por sí sola y de modo automático al tema o frase central del ejercicio de concentración; llenando así su día con una serie de «momentos espirituales», el estudiante se encuentra con una «máquina de pensar» bien entrenada y acostumbrada a una actitud de permanente concentración, que puede tener por objeto un problema mundano, si así lo ha decidido, o un tema de valor más duradero para el hombre interior.

Incluso cuando llega el momento de tomarse un merecido descanso, es recomendable detener la mente en algún tema útil e interesante, o bien aprender a suspender toda actividad mental. El arte de la relajación está hoy muy olvidado, pese a que nunca ha sido tan necesario como en estos tiempos de continuo derroche de energía. Recuérdese la etimología de la palabra recreo, que viene de «re-crear», «re-creación». No se trata, pues, de desperdiciar más energía en estériles pasatiempos. La ávida lectura de periódicos, por ejemplo, constituye la apoteosis de lo distractivo, destruyendo el efecto de los ejercicios de concentración. Mucho más valor de auténtico «re-creo» tienen la buena literatura, la buena música, la poesía y, cuando las circunstancias se prestan a ello, ciertos juegos de paciencia, como rompecabezas y otros similares que entretenían a las antiguas generaciones, pero que ya no satisfacen al hombre actual, ansioso de velocidad y emociones tuertes. Guardémonos, con todo, de imitar el cómico ejemplo de «concentración» que apareció una vez en las páginas de Punch, donde veíamos a una mujer sentada en un sillón y haciendo calceta, leyendo un libro, oyendo la radio, meciendo una cuna con el pie, hablando con su marido... ¡todo ello al mismo tiempo!.

La otra cara de la medalla es aprender a practicar el arte de la completa relajación de cuerpo y mente. El que lo logre comprobará que diez minutos de este relajamiento le descansan más que varias horas de sueño agitado. Si es

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posible, se recomienda tenderse a todo lo largo en el suelo; si no, relajarse en un sofá o aun en una silla. Aflójese la ropa demasiado estrecha y procédase a relajar deliberada y conscientemente cada parte del cuerpo. Luego, con los ojos cerrados, trátese de «visualizar» la oscuridad más absoluta, hasta llegar a sentirse como flotando en un silencioso vacío. Por último, inténtese apartar de la mente todo pensamiento o sentimiento, imaginando ese estado descrito por Swinburne: «Un sueño eterno es una eterna noche». Aunque no se dediquen más que cinco minutos diarios a este ejercicio, una vez adquirida la costumbre, se verá que redunda en una profusión de nuevas energías, así como en una gran claridad y vigor mentales.

3. Situar con nitidez toda cuestión y dominar cada acto Es un hecho sorprendente que muy pocas personas piensan de veras,

aunque muchos creen que lo hacen. La psicología moderna ha demostrado que la mayor parte de la gente utiliza un porcentaje mínimo de su verdadera capacidad mental. Pensar constituye un proceso que tiene que aprenderse como cualquier otra ciencia o arte, y es lamentable que en nuestras escuelas se dedique tanto tiempo a la adquisición de conocimientos y casi nada a digerirlos y emplearlos correctamente cuando ya se poseen. El material del pensamiento es doble: consta de hechos e ideas. Ahora bien, ¿cuántos seres humanos son capaces de engendrar, analizar y expresar adecuadamente una idea?. La respuesta, si es honrada, resulta bien dolorosa. La mayoría de los hombres, en efecto, no parecen darse cuenta de que disponen de un «mecanismo del pensamiento». Muy a menudo se comportan como si sus actos no fueran más que reflejos automáticos en respuesta a otros tantos estímulos externos; sus reacciones son tan inmediatas que la razón no tiene tiempo de intervenir en ellas.

Antes de actuar, de «comprometerse» en una acción, el hombre perfecto se preguntará, a insistirá en obtener una respuesta veraz, por qué está a punto de obrar así. Esto, que suena como un ideal imposible, es un ejercicio de concentración de suma eficacia. Hasta que uno no adquiera el hábito de averiguar de antemano el cómo y el porqué de cada uno de sus actos, no le será posible concentrar todas sus facultades en ejecutarlo bien. Más adelante mencionaremos una prolongación de esta práctica: la meditación sobre el motivo recto. De momento basta con indicar la necesidad de dominar cada uno de nuestros pensamientos y actos, desde el comienzo hasta el final del proceso. No repitamos ya nunca más esa indigna frase con la que a veces tratamos de disculpar nuestro atolondrado proceder: «Lo hice sin pensar». El

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daño causado, si daño hay, no disminuye por ser fruto de la irreflexión, ni son por ello menos nefastos sus efectos en el karma.

Una vez consumado el acto, debemos decidir si deseamos o no recordarlo. Muchos hombres se vanaglorian de poseer una excelente memoria; otros se enorgullecen de su aptitud para olvidar. ¿Por qué cargarnos con un tremendo peso de viejos recuerdos para caminar por la vida?. Conviene, sí, almacenar los de valor y clasificarlos en nuestra mente con todo detalle; por lo demás, limitémonos a ejecutar cada acto de manera impersonal, aunque de modo reflexivo y deliberado, y luego, por decirlo así, arrojémoslo al cesto de los papeles.

4. Controlar nuestra reacción ante las opiniones y emociones de la masa De la necesidad de dominar cada uno de nuestros pensamientos y actos

se desprende el arte, más sutil, de distinguir entre nuestros propios pensamientos y los que provienen de fuera. Cuando algún pensamiento nos impele a actuar, preguntémonos: «¿Es mía esta idea?. ¿Es ésta mi verdadera opinión, previamente sopesada, o se trata de un simple eco, aún sin asimilar, de lo leído en el periódico de la mañana u oído en la tertulia del club?». Dado el actual influjo de la gran prensa en las masas, no es hoy nada fácil formarse y conservar una opinión propia, sobre todo si va en contra de la corriente general. Al estallar una guerra, por ejemplo, más de uno se siente arrastrado por las hábiles consignas patrióticas con que cierta propaganda apela a sus «deberes» de ciudadanos, y sinceramente cree que ese patriotismo de pacotilla que enaltece a las masas se identifica con su propio y deliberado punto de vista. En otro orden de cosas, pocas son las mujeres que no se dejan influir por los dictados de la moda, una moda que a veces ni siquiera les agrada o les sienta bien, pero que acaban por adoptar con la ilusión de que lo hacen libremente y por propia iniciativa.

De ahí la necesidad de un discernimiento vigilante que permita ver claro cada vez que se presenta una nueva idea. Este discernimiento desempeña el papel de un filtro mental que impide el paso a toda opción ajena a la parte mejor de nuestra naturaleza. Si esto llegara a ser una práctica común, se eliminarían de un plumazo no pocos chismes desagradables y destructivos, propalados por mentes ligeras de las que ni siquiera una por cada diez está realmente convencida de lo que va contando a otros.

De igual modo el hombre sabio tratará de controlar sus reacciones emocionales. Nos extenderemos algo más en este punto al hablar de la

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meditación sobre los Cuerpos; por ahora es suficiente señalar la importancia de dominarse en cuanto al modo de reflejar las emociones «de la masa», ya sean de cólera, elogio indiscriminado, miedo, etc. Porque los amigos, o la prensa, o el país entero deciden cubrir de injurias a una persona, criticar el carácter o la conducta de otro país... ¿hemos de hacerles el juego?. El hombre prudente determina por sí mismo cuál debe ser su propia reacción en cualesquiera circunstancias, y piensa, siente y actúa en consecuencia. Valor del recato

Todas estas prácticas, llevadas a cabo con honradez, contribuyen al desarrollo de una facultad que la palabra «recato» designa con bastante precisión. Es ésta una cualidad compleja, uno de los rasgos distintivos de la auténtica espiritualidad, y en ninguna parte aparece con más claridad que en el budismo. El propio Buda insistió muy especialmente en su valor. En cierta ocasión le preguntaron por el significado del dominio de sí mismo, al que tanta importancia atribuía. He aquí la respuesta del Maestro: «¿Cuándo, hermanos, podéis decir que uno de vosotros se domina a sí mismo?. Cuando al irse de casa o al regresar actúa con compostura. Cuando al mirar hacia delante o hacia atrás actúa con la misma compostura. Cuando al doblar o extender un brazo lo hace recatadamente, y así en todos sus movimientos corporales. Cuando al comer, beber, masticar, tragar, satisfacer las necesidades de la naturaleza, caminar, ponerse en pie, sentarse, dormir, despertarse, hablar, guardar silencio... se muestra siempre compuesto y recatado. Entonces podéis decir que ese hermano se domina a sí mismo». Tal equilibrio interior, digno y exento de todo apasionamiento, no puede menos de suscitar la respetuosa admiración de cuantos aspiran al dominio de sí mismos. Y sin embargo, sólo es el resultado de una fidelidad consciente a las sugerencias que antes apuntábamos.

A medida que el estudiante va progresando en ese autodominio, ve con creciente claridad que todo lo que existe es fruto del pensamiento; advierte también que su centro de interés se desplaza del mundo visible de los efectos al mundo inmaterial de las causas. Aun en esta temprana etapa, empieza ya a experimentar el flujo y reflujo de las cosas mundanas y a sentirse cada vez más en contacto con aquellos que saben «observar, obrar con resolución y guardar silencio». No es ya un mero títere movido por la opinión de las masas, sino un colaborador eficaz de las fuerzas de la naturaleza, que avanza inteligentemente con ellas hacia el mismo fin benéfico. Cuando tal suceda,

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será bueno examinar una vez más los motivos que inducen a continuar por ese camino, pues la sabiduría más profunda advierte al aspirante que «a menos que cada paso en el crecimiento interior tenga su correspondiente expresión en el servicio a la humanidad, está recorriendo un sendero peligroso y sus esfuerzos son vanos». Ejercicios particulares de concentración

Como ya hemos explicado, llega un momento en que se prescinde de los ejercicios especiales practicados a determinadas horas del día, pero a la mayoría de nosotros nos es indispensable adquirir ese hábito de fijarles un tiempo y lugar, si queremos hacer progresos. Las sugerencias que siguen pueden ayudarnos a aprovechar bien esos instantes privilegiados. Hora y tiempo

Por razones obvias, la mañana es mejor que la tarde o la noche. Primero., porque las corrientes terrestres van en aumento hasta el mediodía, para declinar progresivamente a partir de entonces hasta las doce de la noche. Desde luego, más vale meditar por la noche que no meditar a ninguna hora, pero en tal caso, cuando las fuerzas terrestres están en su punto más bajo, han de tomarse especiales precauciones para no adoptar una actitud mental negativa. De ordinario no se corre riesgo alguno en la concentración, mas al ser ésta un mero preliminar a la meditación, conviene acostumbrarse desde el principio a escoger el período más indicado del día para esas prácticas. Hay también otros motivos que nos invitan a hacerlo así. Después de una noche de sueño reparador, el cerebro está fresco y las múltiples vibraciones del trajín diario no han venido todavía a «perturbar las aguas del pensamiento». Hasta cierto punto en la concentración y mucho más aún en la meditación, el estudiante observará que, si comienza la jornada centrando su atención en «las cosas importantes», toda la labor de cada día se le representará en su verdadera perspectiva. Muchos empiezan y terminan el día con este ejercicio, y aun a veces encuentran la oportunidad de dedicarle algunos minutos más a mitad de jornada. Resulta de gran valor reservar el momento del mediodía para recogerse, ya que esta hora es el punto cumbre del ciclo diario, como hemos dicho. Por ello tantos grupos y sociedades espirituales escogen precisamente ese período para entrar en contacto mental con las fuerzas benéficas esparcidas por el mundo. En Oriente se señalan como los tres

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mejores momentos para meditar el alba, el mediodía y el ocaso. Si muchas veces no es fácil asegurar la continuidad del ejercicio al alba y a la puesta del sol, siempre queda disponible el mediodía, que además es el período culminante de la actuación de las fuerzas positivas.

Sean cuales fueren la hora y tiempo escogidos, han de mantenerse con estricta regularidad. La mente, como el cuerpo, trabaja mejor inserta en una rutina. Basta omitir el ejercicio un solo día para que cueste luego tres o cuatro recuperar lo perdido. Es cierto que llegaremos a un punto en que aun este hábito tendrá que dejarse atrás, pero el hombre sabio no desprecia tales ayudas, por adventicias que parezcan, hasta que de veras aprende a prescindir de ellas. La disciplina mental implicada en el hábito que estamos describiendo es como el andamiaje levantado en torno de un edificio en construcción. Terminado éste, desaparecen los andamios; pero hasta entonces no puede prescindirse de ese medio indispensable para dar cima a la obra comenzada. Así pues, si las circunstancias no permiten cosa mejor, dedíquense al menos cinco minutos diarios al ejercicio, pero regularmente, es decir, todos los días sin interrupción. Luego, cuando ya resulte más fácil y uno se sienta con más ánimos para ello, esos cinco minutos podrán convertirse en un cuarto de hora dos o tres veces al día.

No es posible dictar normas eficaces en cuanto a la longitud del ejercicio, ya sea de concentración o meditación, pero todos los maestros experimentados coinciden en que al principio ha de durar poco. Quince minutos suelen estimarse ampliamente suficientes durante los primeros doce meses, y aun cinco minutos bien aprovechados, con tal que sean regulares, llegan a producir notables resultados. Sobre todo téngase en cuenta que, de equivocarse, es mejor hacerlo a favor de la brevedad. La más modesta tentativa de concentración estimula los centros nerviosos del cerebro en forma nunca experimentada antes, y por ello debe evitarse todo exceso que pudiera ser origen de graves trastornos. Comiéncese, pues, por un ejercicio breve, que se irá prolongando poco a poco según lo aconsejen el propio bienestar y la experiencia. Al fin y al cabo, la calidad del esfuerzo cuenta más que la cantidad, para lograr los resultados que se pretenden.

Si al principio se nos antoja curiosamente difícil «encontrar tiempo», por breve que sea, para practicar con regularidad los ejercicios, recuérdese que uno ha decidido ya de una vez para siempre que en el programa de cada día no existe nada más importante, o ni siquiera tan importante, y también que el día consta de veinticuatro horas. Un mínimo de interés, una firme resolución y un pequeño reajuste de la rutina diaria es todo cuanto precisa el verdadero

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aspirante para escoger y reservarse al menos un breve lapso de tiempo cada día. Una vez bien asegurado esto, él mismo se sorprenderá al ver la facilidad creciente con la que encuentra tiempo para dedicarlo a su ejercicio favorito. Lugar

Poco importa dónde se practiquen los ejercicios, con tal que el lugar escogido excluya toda distracción externa y sea siempre el mismo. Si el clima y modo de vida lo permiten, es mejor meditar al aire libre que dentro de casa, pero para los que viven en ciudades el lugar más indicado es probablemente el propio dormitorio. En verdad, pueden considerarse afortunados quienes en su casa disponen de una pequeña habitación reservada exclusivamente al silencio y recogimiento. Postura

Cualquier postura es buena para concentrarse, aunque, desde luego, siempre es más fácil hacerlo sentado y en el silencio de una catedral que de pie en el metro a las horas punta. En cuanto a la meditación, deben cumplirse al menos tres requisitos para que sea eficaz, y, por los motivos antes expuestos, lo ideal es adquirir desde el principio los buenos hábitos relativos al tiempo y la postura. La cabeza y espina dorsal permanecerán erguidas, y todo el cuerpo ha de formar un circuito cerrado, bien en equilibrio y con los sentidos alerta, pero a la vez relajado y confortable. Si se puede prescindir sin incomodidad de todo apoyo para la espalda, tanto mejor; si no, apóyense ligeramente los hombros en algo que les sirva de soporte, como la pared, y póngase un pequeño cojín en el hueco de la espalda. La cabeza puede estar totalmente erguida o un poco inclinada hacia delante, en la actitud que presentan la mayoría de las imágenes de Buda. Los ojos se mantendrán cerrados o entreabiertos. En el segundo caso, la vista reposará sobre un objeto previamente determinado. De ambas maneras se puede meditar bien, pero la segunda es mejor para los ojos, ya que la contemplación prolongada de un objeto fatiga a veces el nervio óptico. Las manos descansarán cruzadas en el regazo. Respecto al resto del cuerpo, el estudiante es libre de sentarse con las piernas cruzadas en el suelo, un taburete bajo o un diván, o hacerlo simplemente en una silla adoptando la postura ordinaria. La primera condición es estar cómodo, para poder olvidar cuanto antes la existencia misma del cuerpo. Si se utiliza una silla, procúrese al menos cruzar los pies. Esto

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equivale a cruzar las piernas en las posiciones tradicionales. Cerrando así el circuito corporal, como antes decíamos, se aprovecha al máximo la energía generada durante la meditación, y las fuerzas positivas y negativas del cuerpo encuentran más fácilmente su equilibrio.

Algunos prefieren meditar paseando. Es cierto que los claustros monásticos fueron construidos con este fin, pero no parece que un cuerpo en movimiento favorezca la total abstracción del plano físico tanto como el que deliberadamente busca la máxima quietud compatible con una conciencia despierta. Mas aquí también el estudiante debe decidir por sí mismo y «obrar su propia salvación con diligencia». Relajamiento

Una vez adoptada la postura más conveniente, ha de atenderse a que ningún músculo esté tenso sin necesidad, pues el cuerpo no puede ser olvidado si se siente incómodo o con deseos de moverse. Trátese de imitar la excelsa serenidad que reflejan todas las imágenes del Buda. Muy a menudo, cuando se ha logrado la máxima concentración mental, el cuerpo se pliega dócilmente a los requerimientos del espíritu. Cierta tensión típica entre las cejas, una mandíbula demasiado apretada, hombros inconscientemente encorvados, manos tensas..., todos estos pequeños hábitos, familiares a cualquier maestro, deben eliminarse lo antes posible. Hay que aprender a disociar las funciones físicas de las mentales. Usando de una analogía que entenderán con facilidad los conductores de automóvil, hay que cortar el contacto entre el motor (la mente) y el vehículo (el cuerpo). Para llegar a la postura ideal, muévase acompasadamente a uno y otro lado la mitad superior del cuerpo, relajando al mismo tiempo cada músculo de manera deliberada, en especial los músculos de los hombros y el cuello. Cuando por fin el cuerpo se quede parado y en reposo es probable que se haya alcanzado lo que se pretendía: un cuerpo «sereno, relajado y olvidado». Respiración

Lo siguiente es aprender a respirar. Mucho se ha escrito sobre esta práctica, que puede considerarse desde cuatro puntos de vista: primero, como medio de apaciguar el cuerpo; segundo, como tema propio de la concentración; tercero, como forma de yoga para desarrollar las facultades internas; y cuarto, como parte integrante de la meditación sobre los «cuerpos».

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De momento sólo nos concierne el primer aspecto, pero aun en esta etapa se impone un serio aviso aplicable al tema en su totalidad. Como escribía el Maestro K. H. en su correspondencia con A. P. Sinnett, el uso desordenado e imprudente de los ejercicios de control respiratorio «abre de par en par las puertas a toda clase de influjos de oscura procedencia», mientras nos hace «impermeables a las fuerzas del bien». Cuando el cuerpo no está completamente purificado y falta todavía mucha experiencia, el ejercicio de respiración especial puede llegar a ser muy peligroso. Lejos de contribuir al desarrollo espiritual del estudiante, lleva a éste por los tortuosos caminos de cierto desarrollo psíquico que más vale evitar en esta temprana fase. Es tan fácil como arriesgado, en nuestra ignorancia, desencadenar fuerzas sobre las que no ejercemos ningún control y que, por el contrario, nos convierten en meros juguetes de entidades absolutamente posesivas. Por eso el modo más seguro y juicioso de proceder para los principiantes consiste en limitarse a media docena de respiraciones lentas y profundas, a fin de inducir un estado general de reposo físico y facilitar así el máximo rendimiento de la actividad cerebral. Comienzo

Concluidos estos preliminares, no queda más que armarse de valor y empezar el ejercicio. No se sorprenda el principiante de que dediquemos largos párrafos a cosa de apariencia tan anodina como un simple «comenzar». Sepa que, de cada doce personas aplicadas al estudio del desarrollo mental, una sola llega a cruzar el puente que separa la teoría de la práctica. Según un dicho, que encierra no poca sabiduría, la senda hacia la perfección sólo implica dos reglas: empezar y continuar. ¿De qué sirve comprar un billete de tren si uno no sale de viaje, o procurarse alimentos y cocinarlos para después no comerlos?. Aquí reside la diferencia entre conocimiento y sabiduría: esta última nace de la experiencia adquirida al aplicar lo que se conoce. Ningún gran maestro de hombres basa su enseñanza en puras teorías; todos los auténticos maestros transmiten el mensaje de su propia experiencia. Deténgase, pues, el lector en este punto del libro, y no siga leyéndolo a no ser que de veras tenga la intención de practicar sus enseñanzas, porque el conocimiento engendra responsabilidad, y el conocimiento no aplicado puede serle causa de aflicción. Quienes decidan continuar deberán hacer acopio de voluntad, animar ésta con la fuerza de un deseo recto y tratar de iluminar con su propia luz interior la senda que se disponen a recorrer, sin olvidar que las

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mil dificultades que irán surgiendo a lo largo del trayecto no son sino facetas de un mismo e implacable enemigo: el Yo.

El primer preámbulo a cada ejercicio de concentración ha de ser un acto de voluntad. Formúlese en la mente la firme intención de mantenerse fiel a lo propuesto y enúnciese luego para uno mismo. Por ejemplo: «Ahora voy a concentrarme durante tantos minutos y en ese tiempo ninguna otra cosa me interesa». Si las preocupaciones mundanas persisten y parecen seguir todavía revoloteando alrededor de la mente, despáchense lo antes posible y déjense a un lado, como cuando se ata a un perro díscolo hasta el momento de sacarlo a pascar. Lo mismo se liara con cada deseo que amenace con perturbar la serenidad del espíritu.

A continuación, determínese el programa de trabajo para esa «sesión». Es importante concretarlo bien, a fin de ahorrar tiempo durante la concentración y no andar mariposeando de un tema a otro según el capricho del momento.

No existe un método único de concentración que sirva a todos los individuos por igual: «La Senda es una misma para todos, mas los medios varían con el peregrino». O bien: «Los caminos que conducen a la Meta son tan numerosos como las vidas de los hombres». Han de tenerse en cuenta las distintas mentalidades. Entre los neófitos se dan tipos predominantemente intelectuales o devotos, imaginativos o prácticos, impetuosos o tranquilos... Cada uno debe pues escoger su método de trabajo según el caso, siguiendo la ley de la mínima resistencia o esforzándose de intento por desarrollar alguna cualidad interna más o menos latente.

Cualquiera que sea el método elegido, pruébese a fondo y con insistencia antes de cambiarlo por otro. Hay que tener fe en el propio juicio, si la opción se ha hecho tras atento examen de las razones en pro y en contra. Aun cuando los «resultados» no se dejen ver en seguida, conviene tener paciencia y seguir adelante. Recuérdese que toda experiencia es útil y que, hasta descubrir el método ideal, son necesarios no pocos tanteos y errores. ¿Objeto o idea?

Los especialistas del tema que nos ocupa están divididos en cuanto al valor respectivo de concentrarse, durante las primeras etapas, en un objeto o en una idea. En sentido estricto, con todo, hablar de «concentrarse» en una idea es abusar del lenguaje. Este proceso corresponde más bien a la meditación, pues para que una idea tenga valor ha de ser mentalmente

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asimilada, cosa que no pretenden los ejercicios puramente objetivos englobados en el término «concentración». Más no se trata sólo de una sutileza verbal. Al escoger un tema de concentración, es preciso tener bien presente y determinar con exactitud lo que uno intenta hacer. Cuando el «reflector» de la conciencia se enfoca hacia un punto o campo definido de atención, posee, como si dijéramos, dos cualidades: extensión e intensidad. Al enfocar, por ejemplo, un paisaje distante, la luz puede difundirse sobre toda una aldea o concentrarse en el campanario de la iglesia: la intensidad de la luz varía entonces en proporción inversa a la amplitud, del campo de visión. Así sucede con la concentración mental. Siendo su objeto aprender a enfocar la atención en un punto y detenerse en él a voluntad, resulta evidente que cuanto más sencillo y restringido sea ese punto más intensa será la concentración. Por otra parte, aun prescindiendo de estas consideraciones lógicas, la experiencia enseña que, hasta que la propia fuerza mental no ha alcanzado un grado notable de desarrollo, el campo en que puede concentrarse la atención es muy limitado, y por eso un objeto amplio, como la pura abstracción, no es apropiado para el principiante.

La experiencia y la lógica coinciden, por consiguiente, en que un objeto físico constituye el mejor punto de enfoque en estos primeros ejercicios de concentración. El estudiante hará bien en practicarlos a fondo antes de pasar a otros más difíciles, es decir, a aquellos que se orientan a objetivos más abstractos. Dificultades

En cualquier caso, pronto surgirán dificultades, a las que conviene que pasemos revista antes de ocuparnos de los ejercicios propiamente dichos, o de una serie de los mismos que nos sirvan de modelo.

1. Agitación creciente «La queja universal de quienes comienzan a practicar la concentración

es que, a la menor tentativa de concentrarse, experimentan una creciente agitación mental. Hasta cierto punto esto es verdad, ya que la ley de la acción y reacción funciona aquí como en todos los demás campos, y la presión a que se ve sometida la mente provoca en consecuencia una reacción.» Annie Besant, que dedica todo un capítulo a los «obstáculos para la concentración» en su libro Thought Power (La fuerza del pensamiento), se apresura a indicar que dicha agitación es en gran parte ilusoria: «Mientras el hombre se deja

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llevar por cada movimiento de la mente, no se da cuenta de la actividad y agitación de la misma; pero en cuanto decide estabilizarse y resistir a tales impulsos, percibe con viveza esos incesantes movimientos que hasta entonces le habían arrastrado». Cada uno de los varios «vehículos» que permiten el funcionamiento de la conciencia tiene una vida colectiva que le es propia, y así nuestra «máquina de pensar», que durante innumerables vidas desconoció lo que era obedecer, se rebela naturalmente ante las primeras tentativas de dominio. Es como un potro joven y fogoso que tiene que domarse. El estudiante se encuentra por vez primera en la situación de desafiar a su propia mente, batalla que es como un preludio de la que se describe en La voz del silencio: «La mente es el gran asesino de lo Real. Aprenda el discípulo a matar al asesino». Imaginémonos a un domador experimentado tratando de desbravar un potro salvaje, empuñando tenazmente las riendas mientras el furioso animal se esfuerza en vano por liberarse; y recordemos que tarde o temprano el potro acabará por aprender a galopar, trotar o quedarse quieto según se lo ordene el jinete.

2. Otras dificultades En las páginas que preceden hemos mencionado ya diversas dificultades

con las que tropieza el que trata de concentrarse o meditar. Tales dificultades se presentan constantemente. Por ejemplo, la impaciencia ante la falta de «resultados» suele ser síntoma de una sospechosa motivación; toda una serie de efectos desagradables como dolores de cabeza, insomnios, irritabilidad, etc., denotan muchas veces que uno se ha excedido en los estímulos, y deben eliminarse inmediatamente reduciendo la duración de los ejercicios. También ha de reprimirse, como ya decíamos, toda tendencia a la búsqueda obsesiva de «gurús». En la gran empresa que hemos acometido, las primeras etapas deben recorrerse sin compañía, y es imprudente imaginar que cualquier pequeño éxito nos hace acreedores a la atención de los más adelantados. Jamás olvide el estudiante que el orgullo espiritual es la última de las cadenas que han de romperse y que este monstruo de siete cabezas, como la Hidra, volverá a resurgir una y otra vez a lo largo del camino.

Igualmente nos hemos referido a la paradójica y creciente sensación de malestar que tan a menudo suele experimentar el neófito en las primeras etapas. Téngase siempre en cuenta que todo karma es el resultado de acciones neta e irrevocablemente pasadas, pero en tanto no lleguemos a una purificación completa seremos de poco valor para la humanidad. Llevados con buen ánimo, los frutos de un sombrío karma pueden convertirse en fuente de

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fuerza espiritual y prepararnos así para afrontar el «torbellino de pruebas» que inevitablemente acompaña a todo verdadero esfuerzo de desarrollo mental. Pensamientos intrusos

Mucho más difícil es el problema que plantean los llamados «pensamientos intrusos». Ya sea el objeto de nuestra concentración una caja de fósforos, un color, un diagrama o el ritmo respiratorio, otros mil pensamientos inducidos por el mismo objeto o totalmente independientes de él forzarán su entrada en nuestro campo de visión, tratando de distraer la mente y llevarla por otros caminos. ¿Cómo actuar en este caso?. ¿Debemos reprimirlos, hacer como si no existieran o encontrar un medio para tenerlos a raya?. Tales parecen ser las tres únicas opciones que podemos adoptar cuando se presentan.

1. No reprimirlos Es muy peligroso utilizar la voluntad para reprimir o expulsar de la

mente los pensamientos intrusos, pues los efectos de este esfuerzo serían análogos a los de parar la circulación de la sangre, con la inevitable reacción del cerebro. Los maestros avezados a estas lides ven en ello la causa de buena parte de la fatiga de que a veces se quejan los estudiantes. Es un axioma de toda mecánica, física o espiritual, que nunca debe oponerse una fuerza a otra si puede obtenerse el mismo resultado con menor gasto de energía. Vale más atenerse a esas leyes universales cuya expresión externa aparece con especial relieve en la ciencia del judo, donde la fuerza del golpe del adversario es hábilmente soslayada y luego aprovechada para su propia destrucción.

2. Pocos pueden hacer caso omiso de su presencia Para muchos estudiantes, el consejo de pasar por alto los pensamientos

intrusos es ni más ni menos que una petición de principio. El hombre capaz de prescindir de ellos no necesita preocuparse de cómo actuar cuando surgen, puesto que no les permite entrar en el campo de su conciencia; si uno, en cambio, se siente perturbado por esos pensamientos, es porque no ha logrado deshacerse de ellos o, en otras palabras, «pasarlos por alto». Mientras sólo permanezcan, como decíamos antes, revoloteando en torno de la mente, el ejercitante puede mantenerlos relativamente a raya orientando toda su voluntad al objeto escogido, pero si cualquiera de tales pensamientos llega a introducirse de veras en la mente y acaparar la atención, no puede ya ignorarse

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su presencia por más tiempo y hay que tomar medidas inmediatas. El estudiante debe pues examinar los diversos métodos que existen para enfrentarse con esos indeseables visitantes.

3. Vérselas con ellos Como ya hemos indicado, los pensamientos intrusos son aquellos que,

mediante un proceso de asociación mental, desvían nuestra atención del tema básico, o también otros que pueden no tener relación alguna con dicho tema. Los primeros son los más fáciles de controlar.

Por poner un ejemplo sencillo, imaginemos que uno se concentra en una naranja. Antes de que el sujeto se haya dado cuenta, la mente se ha ido ya de la naranja a la fruta en general, de ésta a la necesidad de comprar algo para comer, de aquí a la obra de teatro que uno irá a ver con las personas a quienes ha invitado a almorzar, luego a las entradas que uno había prometido sacar con antelación, a la mejor manera de llegar al teatro, y finalmente a la hora en que conviene salir de casa para no retrasarse. De pronto, el sujeto se percata de lo lejos que está del punto de partida, o sea de la naranja. En estos casos se recomienda no volver bruscamente al tema y empezar a concentrarse de nuevo en él, sino recorrer uno por uno todos esos pasos hacia atrás. Comenzar por los horarios y caminos para ir al teatro, proseguir con lo de las entradas y, sucesivamente, los invitados, el almuerzo, la fruta, para llegar finalmente a la naranja que uno tiene ante los ojos. Este hábito de desandar el camino andado con el pensamiento es ya de por sí un valioso ejercicio del que podemos aprender mucho.

Más dificultades plantea la lenta procesión de pensamientos que vagan por la mente mientras intentamos concentrarnos, sin tener nada que ver con el tema elegido. Cada uno de ellos reclama nuestra atención excluyendo los demás. En tales circunstancias es preciso mantener una absoluta objetividad, negándose a ceder a la más mínima reacción emocional que pueda denotar fastidio a causa de la intrusión, agrado o desagrado, temor o deseo en relación con la idea inoportuna. Dicho de otro modo, hay que permanecer estrictamente impersonal, como mero observador a quien no le interesan esos pensamientos ni lo que significan. Adóptese el principio de «examinarlos, agotarlos y dejar que se vayan». Aquí tenemos una aplicación de esa ley natural que se ilustra en el judo. Resistir a los invasores es desperdiciar una energía preciosa, mientras que su contemplación tranquila e impersonal a medida que desfilan por la mente nos permite deshacernos de ellos con el mínimo gasto de energía y tiempo. De ahí la sentencia china que dice: «Deja

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que los pensamientos broten en tu mente sin reprimirlos ni permitir que te arrastren. No aniquiles el pensamiento errante, impide solamente su regreso». Así pues, mantengámonos distantes de esa procesión, como impersonales e impasibles espectadores del mecanismo mental. No permitamos que la mente se identifique con esos entes extraños que no son sino productos suyos y, como tales, efímeros y faltos de realidad.

Un poco de paciencia en esto no sólo reduce el poder distractivo de los pensamientos intrusos, sino que minimiza cualesquiera otros pensamientos capaces de distraernos. Si algún problema específico nos acosa con excesiva pertinacia, sigamos el consejo del difunto doctor Ernest Wood: «... Detente en él un momento y dile: “Vamos, no me interrumpas ahora; me ocuparé de ti esta tarde a las cinco en punto”. Toma nota de la cita y apártalo de la mente. Si todavía persiste, considera si es algo que está en tu mano resolver o no. En caso afirmativo, decide rápidamente lo que vas a hacer para resolverlo. Si has hecho ya lo que pudiste o la solución no depende de ti, pon toda tu voluntad en persuadirte de que ese problema no te atañe en absoluto y de que no pensarás más en él». Huelga añadir que este consejo puede aplicarse no sólo al ejercicio de concentración, sino a todos los .problemas de la vida ordinaria que vienen a importunarnos cuando debemos dedicar nuestras energías a otra cosa. Si la idea intrusa es algo que uno recuerda de repente, por ejemplo algo que se tenía que hacer o que merece examinarse con detenimiento, hágase una pequeña pausa y anótese en un trozo de papel, dejándolo para después y volviendo al tema de la concentración. El principiante no debe menospreciar estas sencillas técnicas ni abandonarlas hasta que realmente no le sean ya necesarias.

En todas estas situaciones y otras análogas, la contraseña es «paciencia» y no «irritación». No se ganó Zamora en una hora, dice el refrán. Lo mismo pasa con la facultad de concentrarse, y tarde o temprano el éxito viene a coronar todo esfuerzo persistente.

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3. EJERCICIOS DE CONCENTRACIÓN

Los ejercicios siguientes constituyen sólo una selección, y a cada estudiante se le recomienda que busque o incluso invente otros por su cuenta. Esta lista abre ya un vasto campo de posibilidades. Lo importante no es el ejercicio concreto que se escoge, sino el modo de hacerlo y la finalidad que con él se persigue. En un objeto físico

Es indiferente optar por uno u otro objeto, con tal que sea pequeño y sencillo, como una naranja, una caja de cerillas, un reloj o un lápiz. Algunos manuales mencionan también ciertos objetos luminosos o incandescentes: una lámpara, la punta de un pebete encendido, etc. Pero este tipo de concentración puede llegar a provocar un estado de hipnosis, y por eso es mejor evitarlo.

Colóquese el objeto a unos pocos metros de distancia y, una vez acabados los preliminares, trátese de dirigir la mente hacia él, como si se enfocara con un reflector. El estudiante pensará primero acerca del objeto, para ir luego poco a poco estrechando su campo mental hasta pensar exclusivamente en él. A pesar de su aparente semejanza, hay entre ambos «enfoques» una diferencia considerable. Al reflexionar acerca de una caja de cerillas, por ejemplo, uno examina sus diversas partes y propiedades, sus lados, dimensiones, forma, color, material, superficie..., mientras que al pensar en ella todos estos «productos» del análisis desaparecen, y en el campo de nuestra conciencia queda un solo y único objeto: la caja de cerillas. De ahí la conveniencia de escoger un objeto diminuto y sencillo, que pueda visualizarse fácilmente en su totalidad. También es posible concentrarse en una figura o pequeño dibujo trazado a grandes rasgos, pero en tal caso debe fijarse bien la mente en el dibujo como objeto único, evitando que los pensamientos, por asociación natural, se vayan a la elaboración de la figura, sus posibles variantes o a la abstracción que representa.

Admítase con franqueza que esto es sólo una gimnasia mental sin valores morales ni intelectuales, y pruébese a mantener el pensamiento fijo en el objeto durante sesenta segundos, no permitiendo la más mínima desviación en ese tiempo. Si ello no se logra, afróntese la humillación con entereza. No

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hay mal que por bien no venga, y así se dará el estudiante cuenta, quizá por vez primera, del abismo que le separa de un verdadero control de la mente, aun el más elemental. Cuando uno se vea ya capaz de realizar este ejercicio con éxito durante tres minutos seguidos, podrá pasar al siguiente. Nótese que en este primer ejercicio sólo se utiliza uno de los cinco sentidos: la vista. Pero, como dice Ernest Wood, «el aislamiento y la quietud totales no son posibles ni siquiera por un tiempo muy breve. Esto, sin embargo, no tiene mayor importancia si uno entrena sus sentidos a prescindir de lo que captan los órganos sensoriales. Cuando nos hallamos ensimismados en la lectura de un libro, a menudo no nos percatamos de que los pájaros están cantando fuera, ni percibimos el tictac del reloj que descansa en la repisa de la chimenea. No es que el oído material se haya embotado y no responda a esos sonidos, sino que los sentidos se han disociado momentáneamente de sus órganos». De ahí el valor de aprender a controlar las reacciones de nuestros sentidos ante los estímulos exteriores. Por ejemplo, decida el estudiante concentrarse sólo en la vibración de la luz, que afecta a los órganos de la vista, y excluir todos los demás estímulos sensoriales.

En etapas ulteriores, la atención se verá reclamada por estímulos de tipo más subjetivo: un cosquilleo en el pie, los latidos del propio corazón... Cosas como éstas serán las que entonces vengan a distraer la mente. En ciertos casos, cuando uno ya está más adelantado, cualquiera de ellas puede incluso constituir el tema de la concentración, pero a menos que se escojan deliberadamente como tales — el tictac de un reloj, por citar un ejemplo —, debe hacerse todo lo posible por mantenerlas fuera del campo mental.

Con la práctica de este ejercicio iremos viendo que no sólo es un entrenamiento útil, sino también necesario, para abordar los de visualización subjetiva que describiremos más adelante. Muchos han hecho ya notar que un individuo así entrenado es capaz, en todo momento, de concentrar su atención en cualquier objeto de los que se le presentan comúnmente a lo largo del día, captándolo por entero con su mente en un tiempo mínimo y sin mayor esfuerzo. Más aún, puede llegar a retener y, por decirlo así, transportar consigo una imagen mental para considerarla o detallarla posteriormente con calma. Es obvio también que este ejercicio contribuye a desarrollar en quien lo practica una gran capacidad de memorización y una facilidad notable para borrar de la mente cualquier imagen cuando ya no interesa.

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En el ritmo respiratorio

La concentración en un objeto físico requiere mantener los ojos abiertos y es puramente objetiva. El ejercicio al que ahora nos referimos se sitúa a medio camino entre la concentración objetiva y subjetiva. Carece de importancia el que los ojos se tengan abiertos o cerrados. Se trata básicamente de contar las propias aspiraciones y espiraciones, que deben ser lentas y profundas. Como la respiración es la esencia misma de la vida física, conviene que aprendamos primero de todo a controlarla.

Manuales y métodos de las diversas escuelas existentes difieren en cuanto al valor relativo de las formas posibles de respirar, es decir, si uno debe limitarse a hacerlo normalmente, aspirando y espirando a intervalos regulares, o si después de aspirar debe retener el aire por cierto tiempo, para luego expulsarlo y volver a contener la respiración antes de llenar de nuevo los pulmones. Incluso en este último ejercicio puede darse una gran variedad de ritmos. El más común consiste en aspirar un número determinado de veces, retener el aire aspirado sólo la mitad de esas veces, y hacer lo mismo al espirar; por ejemplo: ocho aspiraciones, reteniendo el aire en cuatro, y ocho espiraciones, parándose igualmente en cuatro. Lo principal es llenar los pulmones al máximo de su capacidad y vaciarlos también al máximo. Al cabo de unas pocas semanas de este ejercicio, el sujeto experimentará ya, como resultado incidental, una marcada sensación de equilibrio y fuerza interiores, amén de una sustancial mejoría de su salud física. En todo momento debe atenderse a que el cuerpo conserve una postura confortable y holgada, sin tensiones ni esfuerzos superfluos.

Para aprender a respirar bien y plenamente, puede servir de ayuda la siguiente descripción tomada del método Zen, tal como le fue propuesta a cierto estudiante europeo en el Japón; el lector que se atenga a ella verá cuan beneficiosa le resulta, además de no hacerle correr ningún peligro: «Empieza por respirar lenta y profundamente, con los labios cerrados, inhalando y exhalando el aire por la nariz. Al aspirar, dilatarás y alzarás el pecho, hundiendo al mismo tiempo el abdomen y elevando el diafragma. Al expulsar el aire, se hace lo contrario: el pecho se contrae, el vientre se relaja y el diafragma desciende. Este modo de respirar es exactamente lo contrario de lo que prescriben la mayoría de los métodos, ya que al respirar se piensa en elevar lo más posible la pared del diafragma, mientras que al expeler al aire se empuja dicha pared hacia abajo contra el plexo solar. A medida que vayas

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adelantando en el ejercicio, sin necesidad de concentrarte demasiado en el control muscular de la respiración, notarás que es posible hacer descender el diafragma cada vez más, hasta tener la impresión de que lo has llegado a situar justo por debajo del ombligo. Observa que tu atención debe ir a la expulsión del aire. La espiración ha de efectuarse mucho más lentamente que la inhalación, y el acto de espirar, junto con la presión del diafragma hacia abajo, debe continuarse hasta hacer que la aspiración subsiguiente no sea más que un reflejo de la espiración».

Una vez que el ejercitante ha aprendido a respirar, empezará a contar sus respiraciones, sin pensar en nada más que en el mero hecho de contar. Esto parece fácil.... hasta que uno prueba a hacerlo. La sangha budista viene usando de este ejercicio desde tiempo inmemorial, y aun hoy lo utilizan corrientemente todos cuantos practican el budismo en cualquiera de sus formas. Por ello ha de mirarse con gran respeto. Se comprobará también que es más difícil de lo que parece. Pero prosigamos con la cita del estudiante de Zen: «Comienza ahora por contar tus respiraciones hasta diez. Luego empiezas de nuevo la cuenta a partir de uno y continúas así, de diez en diez, indefinidamente. Tu pensamiento debe concentrarse en esa cuenta y sólo en ella. Cuando te vengan otras ideas, no luches por quitártelas de encima: limítate a seguir contando sin hacer caso de ellas. Cualquier tentativa deliberada de combatirlas no hará sino incrementar tu turbación. Ten paciencia y cíñete a la cuenta, reanudándola cuantas veces sea preciso. Este ejercicio me resultó muy difícil al principio. Trescientas respiraciones, o sea diez veces treinta, se considera la meta ideal a la que ha de tenderse, pero uno debe llegar a esa cifra sin que la cuenta se interrumpa en ningún momento con otras ideas». A los principiantes les bastará probablemente contar hasta cincuenta en las mismas condiciones, es decir, con perfecta concentración mental y recordando que cada acto respiratorio ha de ser lento y completo. Si es posible, se practicará este ejercicio frente a una ventana abierta. En el examen de otras ideas

Suponiendo que el estudiante sea ya capaz de concentrarse por tiempo fijo en un objeto previamente determinado, podrá, si lo desea, utilizar como objetos de su concentración esos mismos pensamientos intrusos que tanto le estorbaban en la etapa anterior. El primer paso consiste en adoptar ante ellos una actitud enteramente impersonal, sentando así las bases de la ulterior eliminación del propio egoísmo. Destruir éste será el fin primordial de la

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meditación. Cuando dichos pensamientos desfilen por la mente, pregúnteseles: «¿De quién sois?». Y cuando llegue la inevitable respuesta: «No tuyos», considérense de manera impersonal, contemplando «de lejos», por así decirlo, cómo esa idea o aquel deseo nace en nuestra mente, cómo la va cruzando, cómo la abandona... Obsérvese con calma y sin pasión este incesante proceso. Nótese cómo tales pensamientos fluyen en ininterrumpida sucesión, dependientes unos de otros, pero sin que la visión mental perciba nunca esa dependencia en más de dos al mismo tiempo. El examen desapasionado del flujo de ideas que asaltan sin tregua nuestro cerebro nos permitirá controlar con más facilidad esa turba de entrometidos visitantes cuando deseemos concentrarnos en algo distinto. Pero el peligro de este ejercicio, si se inicia demasiado pronto, es que la mente, aún no del todo domeñada, corra en pos de cualquier pensamiento que la atraiga, como un perrillo callejero que se va detrás de los transeúntes. Así pues, al practicar el ejercicio que nos ocupa, debe mantenerse la mente bien activa y despierta, para que pueda ir contemplando ese desfiles de ideas sin apegarse a ninguna de ellas. Más adelante, en etapas de mayor madurez, podrá uno volver a este ejercicio y usarlo para meditar sobre la inestabilidad de las cosas, la naturaleza de la conciencia y la inexistencia de un yo personal.

Afín a este ejercicio es otro en el que el sujeto se remonta deliberadamente al origen de cada pensamiento intruso. Al hacerlo así, uno obliga a sus ansias y emociones reprimidas a comparecer ante el tribunal de la razón, donde, a la luz de un trío análisis, pueden destruirse inmediata y definitivamente, si no ofrecen excesiva complejidad o están demasiado arraigadas. No es prudente, empero, ponerse a «pensar hacia atrás» con vistas a rememorar vidas anteriores. En primer lugar, ello se traduce por una pérdida de energía y tiempo preciosos. Además, al concentrarse en extravagancias pasadas o acciones ruines, uno tiende a reproducirlas en su conciencia actual, resucitando así lo que es mucho mejor dejar enterrado. Toda nuestra atención debe volcarse en el momento presente. En cierto sentido somos, como lo demuestra la ley del karma, el producto de nuestros propios actos pasados, y por eso nos acercaremos bastante más aprisa a la Meta caminando siempre hacia adelante que parándonos a mirar hacia atrás. En imágenes visuales

La facultad de formar imágenes mentales claras y bien definí das es esencial para progresar en la meditación, y cuanto más a fondo seamos

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capaces de desarrollarla tanto más fáciles resultarán los ejercicios que corresponden a las etapas finales.

Comiéncese por colocar enfrente de sí algún objeto bidimensional, como un simple diagrama o dibujo, y, después de concentrar en él la mente por completo, ciérrense los ojos. Acto seguido, usando del poder de la imaginación, o sea la aptitud de nuestro cerebro para construirse imágenes, trátese de reproducir mentalmente el objeto o, al menos, sus partes esenciales. Si alguna de estas partes no se llegara a visualizar con suficiente claridad, ábranse los ojos para corregir la propia observación y memoria hasta que la imagen formada coincida con su original. Logrado esto, repítase el ejercicio con un objeto de tres dimensiones, por ejemplo una caja de cerillas, pero cuidado de que su color no peque ni de chillón ni de mate. Sin esta precaución, se corre el riesgo de acrecentar las dificultades, al reproducir en la retina ocular una imagen del objeto con colores y valores luminosos contrarios a los reales. Esta imagen percibida con claridad, por ejemplo al mirar por una ventana abriendo y cerrando alternativamente los ojos, puede llegar a confundirse con la auténtica imagen mental, que es del todo subjetiva y debiera reproducir con exactitud el original. En una fase más avanzada, si uno desea perfeccionar sus facultades de memoria y observación, podrá practicarse el juego inmortalizado por Kipling en Kim: uno dispone, digamos, de un minuto para contemplar una pequeña colección de pequeños objetos vistos por primera vez; luego, con los ojos cerrados o vuelto de espaldas, ha de describir esos objetos con el mayor detalle posible. Sin embargo, este juego es primordialmente un ejercicio para desarrollar la agudeza de observación y la memoria. Lo que nosotros pretendemos aquí es el desarrollo de esa atención concentrada que fotografía, por así decirlo, en la pantalla de la memoria hasta el mínimo detalle de lo que voluntariamente habíamos antes abarcado en el campo de nuestra visión.

Pasemos ahora al control de la propia conciencia, cuyo secreto reside en aprender a disociar ésta del «vehículo» a través del cual funciona en un momento dado. Coloque el estudiante frente a sí una caja de fósforos vacía; forme luego un duplicado mental de la misma, utilizando esa sustancia plástica que es el pensamiento, y empiece a considerar dicha imagen desde varios puntos de vista. Puede figurarse que la observa desde arriba, desde abajo, etc. A continuación trate de meterse dentro de la caja. Si este proceder le parece curioso, recuerde que, aunque la conciencia debe servirse de algún tipo de vehículo, en el sentido de «manifestarse a su través», de por sí no está vinculada con ninguno. Por ello, tan posible es imaginar la propia conciencia

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ocupando enteramente una caja de fósforos como una catedral, ya que el tamaño de su vehículo acostumbrado, el cuerpo físico, carece en absoluto de importancia. No poca sabiduría se encierra en algunos cuentos escritos para niños. Por ejemplo, cuando la heroína de Alicia en el País de las Maravillas crecía o se achicaba según mordisqueara por uno u otro lado el hongo sobre el que se sentaba la oruga filósofa, no hacía sino experimentar lo que cada uno de nuestros estudiantes debe descubrir y practicar consigo mismo, aunque sea subconscientemente.

Una de las más notables afirmaciones de los guías orientales de desarrollo mental es que la mente humana posee, aunque todavía apenas desarrolladas, todas las facultades que el hombre occidental ha conseguido hacer valer con sus instrumentos científicos. Se dice, por ejemplo, que en una mente ya muy desarrollada se dan poderes tanto microscópicos como telescópicos, sin más límites que los de ese desarrollo. Quienes hayan leído los relatos donde se describe la exhibición de estos poderes por ciertos yoguis de Oriente, dispuestos a mostrarlos a los occidentales, no tendrán dificultad en creer que el verdadero experto los posee efectivamente. Tales poderes, no obstante, se hallan por lo común muy fuera de nuestro alcance, al menos para la inmensa mayoría, pero los ejercicios arriba descritos para aprender a controlar la conciencia son, no cabe duda, una útil preparación con miras a esas aventuras mentales más difíciles.

Como en el caso del ejercicio con la caja de fósforos, apréndase a trasladar la conciencia de un punto a otro por una habitación o una casa. Si asistimos a una conferencia, por ejemplo, imaginémonos de pie junto al conferenciante y contemplemos al público desde su punto de vista. Otra variante consiste en cerrar los ojos cuando se viaje en un tren u otro vehículo, tratando de persuadirse de que uno viaja en sentido contrario. A quien arguya que estos ejercicios le parecen triviales y hasta tontos se le responderá lo siguiente: o los puede o no los puede hacer con éxito; en este último caso, no tiene motivo para despreciarlos; y si de hecho le resultan fáciles, que prescinda de ellos y pase adelante sin tardanza. Aparte de enseñarle a uno a concentrarse, su valor radica en que tienden a acabar con esa actitud estrecha y egocéntrica de la mente, que es producto de la ilusión de poseer una conciencia individual, ilusión nefasta para un auténtico desarrollo mental.

Los que se concentran en un diagrama o dibujo imaginado se topan a menudo con la dificultad de mantener la imagen quieta, sin alteración. Y se sienten incómodos al no poderlo conseguir. Unas veces la imagen se contrae o se dilata, otras se esfuma y reaparece alternativamente..., sin que estos

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movimientos puedan controlarse. Hasta llegar a dominar este fenómeno, será más prudente sustituir el diagrama por palabras, atendiendo no a su significado sino a las letras que las componen, o por simples caracteres, glifos, símbolos, etc., aunque de todos modos la imagen nos gastará siempre alguna jugarreta, pareciendo en ocasiones tener vida propia. Una vez más debemos recordar que el objeto escogido carece de importancia. Lo esencial es que la imagen permanezca clara e inmóvil en la mente. En el color

Éste no es, en realidad, más que otro ejercicio de visualización, pero merece clasificarse con todas sus variantes, en una categoría propia. Al no tener forma el objeto visualizado, el ejercicio resulta mucho más arduo que los hasta aquí descritos. Llevarlo a cabo con éxito revela ya un grado considerable de desarrollo mental. Se trata de inundar el campo de visión de la mente con alguno de los colores elementales, para poco a poco, a través de los diversos matices y combinaciones, ir pasando hasta otro color elemental. Supongamos, por ejemplo, que uno quiere pasar del azul al amarillo. Comenzará por cerrar los ojos y visualizar el azul, no una cosa azul, sino el propio color azul. A continuación intente añadir a ese azul el amarillo, viendo como el primero se torna cada vez más verdoso. Esto debe hacerse no por partes aisladas, como si el azul fuera cubriéndose de manchas o lunares amarillos, sino imbuyendo simultáneamente y por igual todo el color. Prosígase así, dando al azul una tonalidad más y más verde hasta llegar al punto medio, donde la conciencia se ve como sumergida en un verde vivo. Durante todo el tiempo del ejercicio, recuérdese que, a la mínima aparición de una cosa o forma verde o de cualquier otro pensamiento que no sea el verde mismo, en abstracto, hay que empezarlo todo de nuevo. Se continuará después del mismo modo, naciendo ese verde cada vez más amarillento y pasando por todos los matices hasta transformar el color que primero fue azul y luego verde en amarillo total, sin tacha ni imperfección que recuerde en manera alguna el azul primitivo. Por último, si así se desea, puede invertirse el proceso pasando del amarillo al azul a través del verde.

Al igual que con la vista, es posible utilizar procedimientos análogos con los demás sentidos para ejercitarse en la concentración. Demos, por ejemplo, una nota musical en el piano. Restablecido el silencio, retengámosla en la mente el mayor tiempo que podamos. Más adelante, la nota se imaginará desde el principio, sin ayuda del instrumento, y el ejercicio podrá repetirse con

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distintas variantes. Si uno entiende de música, represéntese un acorde algo más complejo, una vez haya logrado éxito con la nota sola, y trate de oír por separado las notas o elementos que lo componen. Puede también pasarlo al tono menor y luego proceder a la inversa, manteniendo siempre separadamente cada nota en su oído mental. Lo mismo puede hacerse con el sentido del tacto (por ejemplo, imaginando una temperatura determinada, elevándola gradualmente hasta un grado máximo de calor y regresando después, también poco a poco, al frío), el olfato y el gusto. El principio es idéntico en todos los casos: la atención ha de concentrarse en la sensación escogida, excluyendo todo otro estímulo sensorial, subjetivo u objetivo, y toda otra cosa o idea ajenas a dicha sensación. Resumen

Para resumir esta primera parte de nuestro libro, proponemos al lector los siguientes puntos que debe tener bien en cuenta: 1.- Hasta que la mente no haya sido plena y pacientemente entrenada en la

concentración, es tanto inútil como peligroso ponerse a meditar. Inútil, porque sin la facultad de concentrar su pensamiento y enfocarlo del todo en un punto, como hemos visto, el estudiante no podrá nunca meditar con éxito. Peligroso, porque la aplicación, de energías indómitas y sin control a problemas espirituales es susceptible de provocar en el sujeto trastornos mentales, que a menudo se manifiestan también en el plano físico, degenerando en desórdenes corporales.

2. La pureza de motivación es de extrema importancia, pues aun el más insignificante vestigio de egoísmo y vanidad equivale a una semilla pronta a desarrollarse con increíble rapidez, como una mala hierba, para sofocar la flor de una naciente espiritualidad.

3. Cada hombre camina hacia la perfección por su propio pie. «Incluso los budas no hacen sino indicar la Senda.» No hay progreso alguno por intermediarios. Ni libros, ni cursillos, ni conferencias pueden jamás llegar a sustituir el esfuerzo personal. Recuérdese en todo instante la última prescripción del Buda: «Obra tu propia salvación con diligencia».

4. Todo cuanto puede decirse o escribirse sobre el tema de la concentración se resume en tres palabras: «Comienza y persevera».

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Segunda Parte

LA PEQUEÑA MEDITACIÓN

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4. LA PEQUEÑA MEDITACIÓN

Supongamos que, tras múltiples promesas hechas a sí mismo y luego rotas, tras una serie de esfuerzos genuinos, pero por una u otra razón fallidos, el estudiante ha logrado al fin «ponerse en marcha». Supongamos también que, abriéndose paso entre una espesa jungla de dudas, demoras y decepciones, ha alcanzado ya el primer objetivo, reducir su díscola voluntad a la obediencia, y que a través de muchas fatigas y penalidades ha llegado a adquirir un grado pasable de eficacia en la concentración. Y ahora, ¿Qué?. Cuando el reflector de la mente está ya en condiciones de funcionar y su rayo es una espada luminosa obediente al brazo de nuestra voluntad, utilicémoslo para el alto fin a que fue destinado. En derredor de cada uno de nosotros resplandece un diminuto círculo de luz, recompensa de nuestra primera victoria, botín arrebatado a las tinieblas de la avidya (ignorancia). Sólo la meditación puede agrandar ese círculo hasta convertirlo en faro capaz de guiar a los menos afortunados. Tal es la finalidad de la meditación, una finalidad doble: acrecentar el fulgor de nuestra propia luz y compartir ésta con los millones de hombres que sufren. Concentración y meditación

Aunque no existe una clara frontera entre los hábitos y métodos respectivos de la concentración y la meditación, ambas prácticas difieren tanto entre sí que es esencial tener bien presentes los rasgos propios de cada una. En la primera, el estudiante se ejerce de modo consciente en el dominio de su instrumento, dándose perfecta cuenta de sus esfuerzos mentales, ya trate de reprimir pensamientos intrusos o de visualizar internamente un objeto. En la segunda, por el contrario, el mecanismo de la meditación no le preocupa y ni siquiera piensa en él, como tampoco piensa un conductor experimentado, cuando lleva el volante, en los intrincados procesos mecánicos que tanto le costó llegar a dominar en un principio. De ahora en adelante, una vez determinado el objeto de la meditación y enfocada en él la mente como hemos visto, el meditador debe estar seguro de poder mantener esa imagen inmóvil y sin cambio alguno hasta que la voluntad decida dirigirse a otro objeto o «desconectarse» del todo.

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Un segundo punto que vale la pena destacar es éste: mientras la concentración resulta un ejercicio útil para afrontar la vida diaria, pero de por sí sin significado moral o espiritual, la meditación induce un estado de conciencia en que sólo la faceta espiritual tiene valor. Si el saber científico es como una expedición por el universo que nos rodea, la meditación equivale a un viaje al interior de ese universo. Aquí radica la diferencia esencial entre las leyes y condiciones pertenecientes a cada uno de ambos mundos. La ciencia de la concentración puede abiertamente enseñarse por dinero, y tales enseñanzas no merecen ni más ni menos respeto que las relativas, por ejemplo, al desarrollo físico. La meditación, sin embargo, introduce al estudiante en otra esfera, un mundo donde, como la experiencia se lo hará ver con claridad, todos los valores se hallan profundamente alterados, y la importancia recíproca de muchos «pares antitéticos» invertida. El motivo es aquí de suma trascendencia. Comienzan también a dejar sentir sus efectos leyes que hasta entonces se desconocían. En esta fase queda absolutamente prohibido no ya sólo vender los conocimientos o poderes adquiridos, sino usarlos en provecho propio. Al prostituir esos poderes con fines egoístas, se seca la fuente de donde proceden y, lo que es peor, se prepara el camino a un indecible sufrimiento en vidas por venir.

De igual modo, podemos hacer a cualquiera partícipe de nuestras experiencias en la concentración; no hay por qué mostrarse reservado sobre lo que no es sino una réplica mental de los «ejercicios físicos». En la meditación, empero, intervienen nuevas consideraciones. Nos hallamos a punto de ascender a niveles de conciencia más espirituales, y por ello conviene que ciertos hábitos, que más tarde serán necesidades, se formen ya desde el principio. Es poco aconsejable comentar con extraños las propias aventuras espirituales, de no mediar una actitud de mutua ayuda. Antes o después, uno acaba por aprender no sólo a «saber» y a «osar», sino también a «guardar silencio». Ya desde los primeros pasos, no está de más persuadirse del valor de ese silencio y de la soledad ocasional.

Hay todavía otro precio que pagar para seguir caminando por la Senda, pues es ley de vida que todo cuesta algo, lo espiritual como lo material, y que nada grande se obtiene sin sacrificio de lo pequeño. Quien pretenda desarrollar sus facultades internas habrá de pagar el tributo de una vida más pura. De lo contrario caerá, moralmente, en la tentación de un motivo indigno, y físicamente, en el peligro de verse arrollado y perjudicado por fuerzas espirituales que se alojan en un «vehículo» inepto. Si se hace pasar una corriente eléctrica demasiado intensa por un aparato débil o defectuoso, éste

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quedará destrozado. Lo mismo sucede con dichas fuerzas, que son mera electricidad en un plano muy superior. Cuidado, pues, con la satisfacción inmoderada de los propios deseos. La carne y otros alimentos toscos menoscaban la eficacia del instrumento físico de tales poderes, y el alcohol es incompatible con el crecimiento espiritual. Los excesos sexuales, los estupefacientes y drogas de todo tipo, constituyen ya en los comienzos un serio obstáculo al progreso en la meditación; con el tiempo se tornan decididamente peligrosos. A la inversa, el valor de las ayudas y complementos físicos para meditar con mayor provecho resulta indiscutible, aun cuando al principio no sea necesario recurrir a esos medios. Se verá también que es utilísimo atenerse a un horario fijo día tras día y, si es posible, no cambiar tampoco de lugar o habitación. A medida que uno progresa, se percata igualmente de la importancia cada vez mayor de poner coto a la lengua y a ciertos hábitos mentales ya censurados en páginas anteriores. Pero lo que ante todo ha de procurarse es excluir de la mente ese vicio que aventaja a todos los demás en sutilidad: el orgullo espiritual. No sin razón figura en el penúltimo lugar de la lista de las Diez Cadenas que mantienen al hombre atado a la Rueda del Devenir, ya que sólo la Ignorancia es capaz de sujetar todavía a quien se ha liberado del orgullo. Es fácil fijarse un ideal e iniciar la marcha hacia él, pero no lo es menos incurrir en el hábito de prestar mayor atención al «Yo» en movimiento que al ideal mismo. El hombre sabio posee la sabiduría de la humildad.

De ahí la importancia de verificar constantemente la pureza de nuestros motivos, para asegurarnos de que las cimas alcanzadas no darán la medida de nuestro derrumbamiento, pues más de una vez el «Yo», como viento huracanado que sopla en lo alto de las montañas, ha precipitado al alpinista en los abismos cuando parecía tener la cumbre al alcance de la mano.

Al intensificar su vida interior, el estudiante comprobará, si no lo ha comprobado ya, cuan profundo es el foso que se abre entre esa pseudo-meditación, que no es más que un frívolo «soñar despierto», y el genuino dinamismo que nos lleva con paso seguro hacia el éxito. Esta misma fuerza es capaz, no obstante, de hacer aflorar tanto lo peor como lo mejor de nosotros. Yerros y flaquezas del pasado que desde hacía mucho creíamos muertos, cobran nueva vida renovando sus amenazas. Hasta que no se purguen estos desechos de un karma anterior, nuestra mente no podrá ser ese limpio conducto que ha de dar paso, sin obstáculos, a la pura iluminación. Muy temerario es quien imagina muerta una flaqueza pasada porque no da señales de actividad. Con el prestigio de su honda experiencia. La voz del silencio

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advierte: «Mata tu deseo, pero al hacerlo cuídate de que más tarde no resucite de entre los muertos». Toda evolución es una espiral ascendente; por ello, de vez en cuando atravesamos puntos ya conocidos, aunque lo hagamos en un plano superior, topándonos de nuevo con ciertos vicios que habíamos olvidado y que vuelven otra vez a acosarnos. A la luz de esta experiencia, el hombre sabio, cual montañero avezado, no fuerza demasiado el paso al principio, sino que en cada etapa de su ascensión se toma el tiempo necesario para aclimatarse, antes de reemprender la marcha hacia la próxima cresta por conquistar. Finalidad de la meditación

¿Qué pretende la meditación?. Su finalidad es triple: 1) Dominar el Yo inferior y separativo. 2) Desarrollar las facultades superiores de la propia mente para llegar a

una visión de la unidad esencial de la vida. 3) Fundir ese doble proceso en un permanente desenvolvimiento

espiritual.

1. Dominar el Yo independiente «Yo no soy yo, y sí lo soy». Estas pocas palabras encierran el secreto y

la paradoja del hombre. Poemas, dramas, mitos y leyendas han intentado desde siempre, cada uno a su manera, representar el eterno combate que libran en el hombre los principios superiores y los inferiores, y la mayoría de cuanto se ha escrito acerca de la religión se reduce a un sinnúmero de métodos para lograr la victoria definitiva sobre los elementos inferiores. Nadie niega que tal empresa sea sumamente ardua. «Por más que uno triunfe mil veces contra mil hombres, quien se conquista a sí mismo es el mejor guerrero.» Todas las religiones de la antigüedad han hablado de la salvación como del momento en que el punto de enfoque de la conciencia «cruza el puente» o «traspasa el umbral» que separa los aspectos superiores e inferiores de nuestro complejo ser; quien de esta suerte haya conseguido elevar el nivel de su conciencia hasta un centro espiritual de gravedad será el mejor testigo de la encarnizada batalla que precede a la victoria. La conquista propiamente dicha del Yo inferior pertenece a la ciencia de la formación del carácter más que a la de meditar, pero la orientación espiritual del pensamiento y el autodominio moral engendrados por la práctica regular de la meditación contribuyen muchísimo al progreso de ésta y con razón pueden incluirse entre sus fines principales.

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2. Desarrollar las facultades superiores Estas facultades no han de confundirse con lo que llamamos «poderes»,

es decir, dones supranormales de clarividencia, psicometría y otros análogos, muchos de los cuales tienen más que ver con el psiquismo que con la espiritualidad. Tales poderes son manifestación de aspectos que hasta entonces dormían en el hombre interior y resultan de la deliberada expansión del campo de la conciencia, expansión laboriosa y esporádica al principio, pero que cada vez va haciéndose más fácil y durando períodos más largos. Podría describirse este proceso como una aceleración gradual del ritmo de las vibraciones mentales. La ciencia empieza ya a percatarse de que la Energía (o Espíritu) y la Materia constituyen dos polos de una misma fuente primordial, diferenciándose sólo en el ritmo de vibración con el que se manifiestan. La mayoría de nosotros, por ejemplo, tendemos a enfocar nuestra conciencia en lo que sentimos, o sea en la mente concreta, limitándonos así al mundo negativo de los efectos. Sin embargo, muy por encima de estos niveles está el mundo de las causas, y. por ello, quien aspire a colaborar en el ordenado mecanismo de la evolución cósmica o «devenir» deberá elevarse por su propio esfuerzo a un plano desde donde le sea posible comprenderlo.

Se ha dicho que en la palabra expansión reside el secreto de la iluminación, pues sólo rompiendo progresivamente las cadenas que aprisionan su personalidad puede el hombre trascender y convertirse en ese «más» en perpetuo crecimiento, cuya última meta es la identificación con el Todo. Así se explica la frase de sir Edwin Arnold: «Al ir desapareciendo el yo, el Universo se transforma en “Yo”». Es más justo, en efecto, describir la gota de rocío «confundiéndose» en el Radiante Océano que, como en el famoso poema de sir Edwin, pintarla «deslizándose» o «cayendo» en él. No deja de resultar paradójico que, a medida que superamos nuestras limitaciones, deshaciéndonos de mezquinos prejuicios y deseos personales, veamos al hombre interior crecer en grandeza espiritual.

3. Armonizar el Yo superior y el inferior Hay quienes concentran sus energías en matar el propio egoísmo, así

como los defectos y flaquezas de la personalidad; otros hacen oídos sordos a las exigencias del Yo inferior y tratan de rebasarlo mediante el desarrollo de una visión sintética y expansiva de la mente superior. Aún puede hacerse un tercer uso, no menos importante, de la meditación: fundir estos dos aspectos contradictorios del Yo en una unidad indivisa. De hecho, no existe una

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diferencia esencial entre ambos. Cuando el jinete sujeta bien las riendas de esos potros ariscos que son los deseos y los somete a su voluntad, cesa toda contienda. En el hombre perfecto no hay discordancia entre su voluntad soberana y los diversos «vehículos» de su personalidad. Pero llegar a esta armonía no es nada fácil, ya que, en un punto dado de su evolución, todo hombre asiste a la guerra a muerte en la que se enfrentan su Yo superior y su Yo inferior, guerra donde nadie puede ayudar a su hermano a ganar la batalla final. Cuando el egoísmo haya cedido terreno y sea perceptible cierto grado de desinterés, habrá llegado el momento de comenzar a incorporar al Yo superior los subyugados principios inferiores, para que unos y otros, ya en paz, aprendan a caminar unidos hacia la meta de la iluminación. En ese empeño de armonizar los distintos vehículos de la conciencia, para que juntos constituyan un conducto de fuerza espiritual, radica en cierta manera el fin supremo de la meditación, pues en la medida en que ésta tiene éxito, el individuo deja de funcionar como entidad independiente y se convierte en «mera fuerza benéfica de la naturaleza», es decir, en la luz misma que lo iluminará. Frutos de la meditación

En las primeras etapas, la meditación produce frutos tanto negativos como positivos.

Al reducir sus reacciones mentales frente a los estímulos externos, el estudiante adquiere una ecuanimidad que nunca había experimentado antes; ve también cómo crece su comprensión de la naturaleza humana, incluida la de sí mismo, y su compasión ante ese «inmenso mar de aflicción que forman las lágrimas de los hombres».

Esta íntima serenidad, que en todo instante y circunstancia permite mantenerse alerta y dueño de sí, ofrece dos aspectos. Por una parte, una calma imperturbable de cara a cualquier acontecimiento externo; por otra, una limpidez cada vez mayor de la mente, donde se refleja, como en un espejo, la luz interior. El mundo oriental, rico en simbolismo, compara la mente a un lago cuya superficie, agitada por los vientos de la ira o el deseo, es incapaz de reflejar el sol. Aconsejando a A. P. Sinnett no perder por ningún motivo la serenidad mental durante las horas consagradas a su labor literaria, escribía el Maestro K. H.: «La plácida y serena superficie de una mente impávida es el lugar donde las visiones que dimanan de lo invisible toman forma en el mundo visible». Dicho de otra manera, la inspiración no puede actuar a través de un medio turbulento o, si se prefiere este otro símil, el ojo de la sabiduría no ve

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con claridad en la niebla de las emociones y deseos. Ese equilibrio del espíritu, ese «sosiego interno y quietud del corazón»,

se patentiza en una excelsa y majestuosa dignidad que a su vez suscita en otros un hondo respeto hacia quien la ostenta, con la subsiguiente curiosidad por la filosofía que la engendró. Existen, con todo, numerosos sustitutivos falsos, desde la vana complacencia hasta la pomposidad ridícula, que no hacen sino poner más de relieve lo innoble del metal y la falta de esa necesidad espiritual llamada sentido del humor. La auténtica ecuanimidad es inconfundible, y en ella se combina una profunda dicha interior con cierto aire característico de quien ha «saltado la barrera» y alcanzado por fin un centro espiritual de gravedad. Tal es el gozo que se experimenta al entrever por vez primera la infinita felicidad que nace de la liberación del deseo. Se trata, en ese caso, de una cualidad noble, y aun sus primeros atisbos compensan con largueza los prolongados esfuerzos y la autodisciplina que nos permitieron llegar hasta ahí.

Si dicha serenidad es en algún sentido negativa, al excluir la auto-identificación del sujeto con la circunstancia, es en cambio positivo su carácter esencial: la capacidad de crecer en la visión y comprensión de la conciencia humana, buena o mala, y la de percibir el mundo de las causas más allá del diario horizonte de los efectos. La meditación sobre esas leyes de la armonía a las que damos el nombre de karma induce en nosotros una progresiva inteligencia de nuestros propios actos y los del prójimo, así como la actitud mental que origina tales actos. De este diagnóstico cada vez más preciso nace el deseo de ayudar a otros, y al feliz poseedor de esa combinación de comprensión y compasión sólo le queda por añadir un poco de experiencia para poderse llamar médico espiritual en el sentido más genuino de la palabra. Cada virtud, no obstante, tiene sus propias tentaciones, y el hecho de ver claro en la naturaleza humana no es una patente de corso para intervenir en los asuntos ajenos. Siempre hay riesgo en entrometerse en el deber o los problemas de otros; la «ayuda» no solicitada puede hacer más daño que bien. La meditación en general y en particular

Al hablar de la concentración, la dividíamos en dos aspectos: una actitud mental permanente y unos ejercicios concretos que deben practicarse en momentos determinados. Lo mismo pasa con la meditación. Los ejercicios particulares sólo tendrán valor si se integran en la totalidad de la vida diaria. Podríamos, en cada etapa de la meditación, llevar la cuenta de este doble aspecto, general y particular, de nuestra andadura. Usando de analogías y con

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un poco de reflexión, cada estudiante estará en grado de elaborar su propio esquema. Por ejemplo, una postura correcta durante la meditación en sentido estricto se traduce el resto del día por un buen trato y uso del cuerpo, vehículo físico de nuestra conciencia. Otro tanto puede decirse de la respiración: si aprendemos a respirar deliberada y profundamente, con vistas a utilizar esa técnica a voluntad, no nos será difícil adquirir el hábito de respirar bien todo el tiempo, disponiendo así de un medio útil para, llegado el caso, reprimir una excesiva agitación o vencer la fatiga. Por lo que toca al motivo, el autoanálisis detallado que llevamos a cabo a tal hora de la mañana o de la noche nos ayudará a «recogernos» en cualquier momento que así lo decidamos para examinar los motivos de cada uno de nuestros actos, haciéndolo cada vez con mayor regularidad. En definitiva, la capacidad, adquirida merced a la meditación, de «fundir» la propia conciencia con el objeto escogido no es más que una aplicación particular del ideal más amplio que consiste en mirar la vida desde un punto de vista Universal. Elección del método

Los métodos de concentración varían, como decíamos, según las necesidades de cada individuo, pero todos ellos se orientan a un mismo fin inmediato: el control de los procesos mentales. No sucede así con la meditación. La gama de métodos posibles tiene aquí una amplitud muchísimo mayor, pues los diversos caminos que se abren ante el principiante pueden prolongarse durante varias vidas hasta coincidir en la Meta común. El fin de la concentración es inmediato y finito; el de la meditación es trascendental e infinito.

En este campo, además, ¿Quién se atreverá a asegurar que comienza «aquí y ahora mismo»?. Nadie con un mínimo de experiencia en la vida interior es capaz de decir cuándo, exactamente, dio en ella los primeros pasos; si tanto le atrae ese tema en su vida presente, es muy probable que ya le haya interesado algo en vidas pretéritas. En nuestra vida actual, pues, sólo nos resta empezar otra vez desde el principio, recogiendo lo que quede del mosaico de las experiencias pasadas para tratar de recomponerlo hasta completar el dibujo. Por consiguiente, el problema no reside tanto en la línea o método de aproximación que cada uno de nosotros debe adoptar como en conocer bien el caminó donde ya nos hallamos o, en otras palabras, dar con los accesos más fáciles según lo requiera cada caso y cada individuo. Los senderos son legión, pero la Vía es única, por más que se nos ofrezca bajo distintos aspectos. La

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clasificación de todos éstos, al menos los conocidos, llenaría un grueso volumen. ¿Cómo saber lo que conviene a cada cual?. Hombre y mujer, oriental y occidental, místico y ocultista, introvertido y extravertido..., por no citar sino algunas categorías de sujetos, son otros tantos ejemplos de los «pares antitéticos» cuyo doble aspecto debemos experimentar para poder al fin situarnos en ese ideal que es la Vía Media.

¿Qué relación existe, digamos, entre el místico y el ocultista?. Es opinión común que el místico busca ante todo comprender la unidad esencial de la vida, y sólo después de haberlo logrado regresa con la «Visión Excelsa» definitivamente impresa en lo más íntimo de su conciencia. Al tratar de adquirir ese sentido de la unidad, con relativa exclusión de todo otro interés, se eleva en la escala del progreso espiritual saltándose muchos peldaños, mas luego, una vez en posesión de la conciencia mística, dirige enteramente su atención a la conquista de cada uno de los planos del ser, manteniendo sin cesar la visión del Todo cuyas partes son esos mismos planos. El ocultista, en cambio, asciende peldaño a peldaño por la escala de su complejo ser, hasta que, llegado a la cima, se encuentra finalmente en presencia de su propia Divinidad, de su realización como «buda».

En esta y las demás clasificaciones debe cada individuo descubrir sus necesidades y dificultades específicas. El fin es idéntico para todos: un perfecto equilibrio de lo que hay de mejor en nosotros. A cada cual le toca decidir qué medios le convienen para alcanzarlo con mayor facilidad. Ningún hombre es totalmente uno u otro de esos «contrarios» que se complementan, pero la mayoría tendemos a inclinarnos, en cualquiera de nuestras vidas, a uno de los dos lados. Ambos son, desde luego, de igual valor, a condición de que sintamos y manifestemos una genuina tolerancia para con el método y punto de vista opuesto al nuestro.

Quizá algunos descubran mejor su «tipo» en una de las ramas del yoga: la de la sabiduría (Jnana Yoga), la devoción espiritual (Bhakti Yoga) y la acción o servicio a la humanidad (Karma Yoga). Claro está que el hombre perfecto ostenta las cualidades de los tres métodos, pero los que aún no hemos llegado a la perfección debemos especializarnos forzosamente en uno de ellos, aunque tratando de adquirir al mismo tiempo las virtudes complementarias de los otros dos. Nuevas dificultades

Con la meditación surgirán nuevas dificultades. En primer lugar, el

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mero hecho de esforzarnos por controlar el Yo inferior no puede menos de provocar, a modo de reacción, un aumento temporal de nuestro egotismo, y llegará el instante en que este Yo ilusorio se nos interponga en el camino del progreso como un obstáculo real. El estudiante ha de tener paciencia cuando se tope con este nuevo fenómeno, pues el espejismo de un desierto de innumerables vidas no puede borrarse en un día.

Un problema más espinoso, por ser totalmente nuevo, lo constituyen las eventuales reivindicaciones del intelecto que, al tropezar con el antagonismo de los distintos «vehículos» cuando por vez primera intenta dominarlos, combatirá por su propia existencia usando de mil argucias, tan variadas como sutiles, y de falsos argumentos. Con típica arrogancia, hará lo posible por convencer al que medita de que sólo en esto o aquello reside la verdad. Por lo general el Occidente suele ser víctima de este engreimiento, como es harto sabido. De por sí, no obstante, el intelecto no es más que un moldeador de formas, y tarde o temprano la conciencia acabará por superar los límites que la forma le impone. De ahí la sentencia, ya antes citada, de La voz del silencio: «La mente es el gran asesino de lo Real. Aprenda el discípulo a matar al asesino». Hasta tal punto nuestro intelecto, o «máquina de pensar», nos domina a la mayoría, que durante las primeras etapas de la meditación ni siquiera sospechamos cómo y cuándo nos engaña. Muchos principiantes se imaginan, por ejemplo, que están meditando sobre el objeto señalado de antemano, para descubrir más tarde, al examinar de cerca las cosas, que el verdadero objeto de su meditación era «estoy meditando sobre esto o lo otro» (!). Meditación «con semilla y sin semilla

La división arbitraria de la meditación en «pequeña» y «grande», que aquí hemos hecho por conveniencia, corresponde a lo que otros autores llaman meditación «con semilla» y «sin semilla». La «semilla» no es otra cosa que el tema. Hasta no haber logrado una considerable experiencia en la primera modalidad, no conviene embarcarse en la segunda, y aun cuando uno juzgue que ya puede dar este paso, ha de proceder con cautela. En efecto, la meditación abstracta practicada antes de tiempo puede llegar a suscitar una actitud mental negativa, con consecuencias para el desánimo, la falta de concentración y la pérdida de tiempo. La elección del «pensamiento-semilla» es, al igual que la del método, variadísima en posibilidades, pero la naturaleza del objeto no tiene importancia con tal que sea adecuado al método. Por ello

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no debemos mostrarnos demasiado ambiciosos en las fases iniciales, y más vale también escoger un punto de vista positivo que negativo. Si el tema es de carácter moral, por ejemplo, prefiérase el valor de una virtud al demérito de un vicio. De la misma manera, es mejor progresar mirando siempre al futuro que, como quien dice, caminar hacia atrás con los ojos fijos en el pasado.

Para asegurar la continuidad de esta actitud positiva de la mente, evítese toda forma de autohipnosis, ya inducida por procedimientos físicos, espejos, puntos luminosos, etc., ya por algún medio más sutil como la repetición de palabras. Recuérdese que el mundo de la meditación abunda en fuerzas hostiles, ¡as cuales, aunque meras secuelas de nuestro karma pasado, resultan mucho más peligrosas que cualquier enemigo exterior. Por esto suele compararse al meditador con un guerrero que a veces utiliza, es cierto, extraños métodos de lucha, como «conquistar rindiéndose», pero que siempre conserva una actitud positiva y dinámica, amén de una «férrea determinación e indomable voluntad». Cómo prepararse a la meditación

Hora. Si es posible, comiéncese el día con el ejercicio de meditación. Es fácil de comprender que al final de una larga jornada de trabajo y acontecimientos diversos la mente esté inquieta, mientras que por la mañana disfruta todavía de cierta paz, pudiéndose elevar con menos trabajo a niveles superiores de conciencia. Una vez más insistimos en que, si empezamos el día enfocando la mente en valores espirituales, al menos parte del mismo se nos revelará desde una perspectiva espiritual y, en cuanto hayamos adquirido ese hábito, sólo será cuestión de tiempo que toda nuestra vida diaria acabe por modelarse según los ideales de la meditación.

Lugar. También es aconsejable meditar cada día, dentro de lo posible, en el mismo lugar, pues éste podrá así poco a poco irse sintonizando con las vibraciones mentales del que medita. Esta «sintonía» puede llegar a ser tal que constituya, como si dijéramos, un ropaje de sustancia incorpórea del que el meditador echa mano a voluntad, ahorrándose la energía que supone volver a «crear la atmósfera» cada vez. En este caso, el ejercitante iniciará su meditación diaria en un nivel ya relativamente alto, sin tener que ponerse a plantar de nuevo los cimientos del edificio en cada ocasión.

Tocante al uso de una imagen o símbolo, dependerá en buena parte de que durante la meditación los ojos se mantengan abiertos o cerrados. En esta segunda hipótesis, toda imagen es superflua; en la primera, la imagen puede

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servir a los comienzos de punto de referencia para enfocar la mente y, con su poder de evocación, inducir en el sujeto una actitud mental apropiada.

Debe luego considerarse la respiración, que ha de ser plena, rítmica y profunda en los ejercicios preliminares, para suavizarse después progresivamente hasta llegar a ser casi imperceptible cuando la meditación absorbe por completo el espíritu. Como más adelante lo describiremos, algunos empiezan su meditación combinando la respiración profunda con el ejercicio de «pasar a través de los cuerpos», para apaciguar al mismo tiempo la mente, las emociones y el vehículo físico, lo que les permite funcionar sólo con las facultades superiores. El poder de la calma

A medida que el largo proceso de autodesarrollo, ese incesante «ir a más», se convierte en algo verdaderamente serio, el estudiante aprende a tener cada vez mayor confianza en sus propias reservas de fuerza y sabiduría, en suma, a recogerse en sí mismo. Ello no implica ni debe implicar mal humor, taciturnidad o cosa parecida, ni tampoco alteración alguna de las buenas relaciones que uno guarda con sus amigos y con sus conocidos ocasionales. Mucho menos todavía debe ser signo de fatua autosuficiencia. Tal actitud es más bien el resultado de una intuición creciente de la unidad de la vida, que permite comprender cómo cada unidad vital tiene sus raíces en un Todo común.

Este doble punto de vista, es decir, que en el interior del hombre reside toda sabiduría, pero es preciso activarla en la mente, y que esa misma sabiduría impregna también todos los demás aspectos de la única Vida, nos prepara el camino para comprender el poder que emana de la calma. En cualquier momento puede esto experimentarse de alguna manera, pero al principiante le será más fácil sentirlo si busca de intento dicha calma, en la belleza natural de un paraje tranquilo (para los afortunados que vivan en el campo o sus cercanías) o donde buenamente pueda. Aprendamos a descubrir nuestras propias potencialidades latentes en los «secretos rincones del corazón», esa reserva íntima en la que radican las soluciones de todos nuestros problemas espirituales, la fuerza capaz de contrarrestar nuestras flaquezas y la visión destinada a fundirse un día con la Luz definitiva. Ahí, desde las plácidas cumbres de su propia divinidad, de su naturaleza de «buda», el hombre contempla los sucesos de la vida cotidiana como lo que son, una serie de efectos cuyas causas anidan en la mente, por el momento en calma; y ahí,

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en esa misma quietud interior, el peregrino se repone de sus fatigas para reanudar con nuevos bríos su marcha hacia el ideal. El poder del ideal

Todos cuantos han escrito sobre el tema del desarrollo espiritual coinciden en atribuir al ideal un poder especialmente eficaz para elevar al hombre a ese nivel superior que es el fin de la meditación. Nada mejor que rendir culto a un alto ideal para superar el tedio que a todos nos invade alguna vez y transfigurar el desánimo en renovado entusiasmo. No tema el estudiante entregarse de lleno a esta actitud, pues sólo cuando el objeto de nuestra veneración es indigno o falaz se convierte en obstáculo. Un ideal noble, adoptado con firmeza y perseguido con fidelidad, es el agente más poderoso que el hombre conoce para ayudarse en su propio desarrollo. Es a la vez estrella que nos guía por las tinieblas de nuestra imperfección y modelo inspirador de nuestros pensamientos y actos. El proceso evolutivo de que hablábamos no consiste sólo en un perpetuo «hacerse», sino en un perpetuo «hacerse más». Y si somos capaces de definir y ver con suficiente claridad ese Más último que nos hemos dado por meta, no tardaremos mucho en alcanzarlo.

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5. OBJETOS DE MEDITACIÓN

El Canon pali menciona unos cuarenta temas de meditación, aunque, por supuesto, las diversas escuelas de Mahayana («Gran Vehículo») utilizan en conjunto muchos más. Los primeros aparecen bien descritos y clasificados en el volumen II del Camino de la pureza (el Visuddhi-magga de Buddhaghosa) y en el capítulo IV de Buddhism in Translations de Warren, mientras que en Spiritual Exercises de Tillyard se repasan todos los aspectos de la meditación budista. Generalmente hablando, pese a la dificultad de hacerlo en una cuestión tan variada, los cuarenta temas citados por las Escrituras palis pretenden combatir el apego a los sentidos y llevar al ejercitante a la convicción de que toda existencia no es sino mera sombra de la realidad. Este proceso es un preliminar necesario a la adquisición positiva de la auténtica sabiduría mediante el desarrollo de las facultades superiores. En definitiva, toda esa serie de temas se resume en los cuatro «Fundamentos de la Atención»: el Cuerpo, las Sensaciones, la Mente y los Elementos del ser. Por esta y otras razones, la forma de meditar a la que aquí damos el nombre de «meditación sobre los cuerpos», donde la estrecha analogía con los «Fundamentos» es obvia, encabeza en este libro las demás divisiones de los temas de meditación, reducidas sólo a las principales dado el espacio de que disponemos. Meditación sobre los cuerpos

A pocas personas cultas se les escapa el hecho, por vaga que sea su conciencia del mismo, de que el cuerpo físico no abarca la totalidad del Yo. Así, para llegar algo lejos en la meditación, el estudiante debe no sólo liberarse de la esclavitud en que lo mantiene su cuerpo visible, sino sacudirse también las cadenas del sentir y el pensar. Con todo, como ya hemos explicado, cada uno de esos vehículos de la conciencia posee cierta vida propia, y será preciso no poco esfuerzo para irlos sometiendo a nuestra voluntad hasta convertirlos en un único instrumento que la conciencia superior pueda utilizar a discreción. Con este fin, recomendamos a los estudiantes que empiecen por el principio, dedicando un rato de la meditación a cada uno de los tres vehículos de la conciencia a través de los cuales entramos

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respectivamente en contacto con las esferas física, emocional y mental de actividad. Una vez vistos por separado, en cuanto a su naturaleza y función especial dentro de la compleja personalidad del ser humano, siempre habrá tiempo para comenzar a meditar sobre ellos considerándolos como un todo. La manera más sencilla de hacerlo es la que se describe en The Servant de Lazenby:

Yo no soy mi cuerpo físico, sino el que lo usa. Yo no soy mis emociones, sino el que las dirige. Yo no soy mis imágenes mentales, sino el que las crea.

El cuerpo físico Primero, debe aprenderse a observar el cuerpo objetivamente y

estudiarlo como entidad con hábitos, deseos y aun pensamientos propios. Nótese cómo a veces da muestras de inquietud, exigiendo ejercicio y movimiento, mientras que en otras ocasiones le cuesta moverse. Pide también comer y beber. Anhela el calor o el frío, sabores agradables, aromas fragantes, contactos suaves. No soy yo quien aspira a solazarse en un baño caliente, sino mi cuerpo. Tres, al menos, de los cinco sentidos buscan así su satisfacción. Los otros dos, la vista y el oído, están más vinculados con el placer mental. Una vez bien convencido de todo esto, entrénese el estudiante en grabarlo a fondo en su memoria y mantener siempre presente la diferencia entre sus propios deseos y los de su cuerpo.

Dominio de los sentidos Aquí pueden sentarse ya las bases de un mayor dominio de nuestras

reacciones sensoriales. En el capítulo segundo del Bhagavadgita, leemos: «Provecto en doctrina espiritual es aquel que, como una tortuga, logra retraer todos sus sentidos y apartarlos de sus sólitos fines». Un poco de práctica en esto facilitará grandemente la meditación, tanto particular como general. Lo que resultaba útil para aprender a concentrarse, se convierte en verdadera necesidad al meditar, pues la energía, siempre pronta a correr en pos de cualquier novedad como la mente veleidosa de un niño, no puede todavía aprovecharse para el propio desarrollo. Vigílense, por tanto, esas puertas del espíritu que son los sentidos, recordando en todo momento que no es a mí a quien interesan las múltiples distracciones del mundo exterior.

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Las emociones Dando el hecho por consumado, hemos aprendido a decir: «Yo no estoy

nunca enfermo, ni inquieto, cansado, descontento, incómodo...». Abordemos ahora la naturaleza de esas emociones, razonando con la misma seriedad. Caiga el estudiante bien en la cuenta de que él no está nunca irritado, celoso, asustado o deprimido, y podrá entonces acometer esa difícil tarea que consiste en dominar su universo emotivo o, como vulgarmente se dice, el «humor». Las emociones no son malas en sí, ni hay por qué aniquilarlas, pero, dado su carácter salvaje y rudo, requieren un constante suministro de vibraciones en perpetuo cambio, lo cual, como es manifiesto, va en contra de la serenidad mental. Aprendamos, pues, a disociarnos de dichas emociones, a fin de poderlas dominar mejor. Para la mente, el peligro es el mismo si se trata de las «buenas» como de las «malas». El placer del éxito, por ejemplo, contribuye al desequilibrio personal tanto como el abatimiento provocado por el fracaso, y hasta un afecto, si no se controla, puede causarnos grave daño. Aquí se recomienda, entre otros métodos para dominar las emociones, el uso de la respiración profunda. Todas ellas reaccionan y funcionan a través del sistema nervioso, y ya se sabe que una respiración rítmica calma los nervios con más eficacia que cualquier droga.

La mente «Yo no soy mis emociones: yo no siento nada...» Hemos conseguido

persuadirnos también de esto, y nos preparamos así a resolver un problema todavía más arduo: el de la mente. Esta palabra abarca, en la terminología occidental, todo un vasto sector del ser humano, que aún es necesario subdividir. Atendiendo a los fines de la meditación, debemos ver en la mente nuestra «máquina de pensar», creadora y utilizadora de conceptos que pueden ser saludables o nocivos, tomados de fuera o forjados por ella misma. La mente es sede de la «herejía de la separación», sakkayaditthi, que consiste en creer que la personalidad separada es el hombre real. En efecto, la «mente inferior» tiende a aferrarse a su propia importancia y sentirse por encima de las necesidades e intereses de otras mentes. En ella residen también los prejuicios y el orgullo, muy difíciles de superar, ya que en este nivel de la conciencia se mueve la mayor parte de nuestra vida, si no su totalidad. Comiéncese por considerar este aspecto de la mente, como morada del Odio, la Concupiscencia y la Ilusión, llamados por el Buda los «Tres Fuegos», que arden en toda mente y nos cortan el paso hacia la iluminación. El odio aquí

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descrito significa «antipatía» u hostilidad mental en las más diversas modalidades, cualquier sentimiento de separación respecto a otras formas de vida; la concupiscencia comprende todo tipo de ambición y codicia; y por ilusión se designan las infinitas redes de la ignorancia, que nos fuerzan a obrar el mal, al impedirnos apreciar el bien. Contemplemos cómo nacen y pasan los pensamientos en la mente. Y notemos luego la diferencia que existe entre pensar acerca de un tema y fundir la propia conciencia en él hasta comprenderlo, por decirlo así, «desde dentro»; lo primero es típico de la mente inferior, lo segundo pertenece a la mente más intuitiva o superior. Trátese de destruir el egotismo inherente al espíritu inferior, evitando conjugar los verbos en primera persona. En vez de decir «pienso o estoy pensando en una idea noble, tengo un pensamiento de odio, etc.», dígase: «He ahí un pensamiento noble o colérico que brota, crece... y se va». De aquí no hay más que un paso a la nueva actitud que debemos adoptar para con nuestras «posesiones», tanto si son bienes materiales como conocimientos o ideas. Cuidemos de ser nosotros quienes poseamos esas cosas, y no ellas a nosotros. A este propósito, recuerdo la graciosa historia de un marido que describía así la compra de un sombrero por su mujer: «Durante un buen rato, su deseo y el sombrero se examinaron el uno al otro, y por fin el sombrero la compró». Más aún, con un poco de reflexión llegaré a ver claramente que yo no poseo en realidad este traje o ese automóvil, y menos si se trata de ideas. Todas estas cosas no son sino «accesorios» de mi personalidad, y mientras están conmigo he de considerarlas en la misma perspectiva que el cuerpo, es decir, como materiales a mi disposición para ayudarme, si los utilizo con prudencia y buen juicio, en la incesante tarea de iluminarme e iluminar al mundo.

Cuando el estudiante esté ya bien familiarizado con cada una de estas tres divisiones de la meditación sobre los cuerpos, pasará a meditar sobre todas ellas en conjunto, con el deliberado fin de elevar el nivel de su conciencia desde los «instrumentos» inferiores a los superiores o más nobles. Al principio usará de ciertas analogías, como la de subir a niveles más altos pasando a través de los cuerpos, o la de retraerse hacia el centro de sí mismo pasando igualmente a través de una serie de círculos o cuerpos concéntricos, o bien la de avanzar por las sucesivas «regiones» de la materia hacia esa meta distante que es la conciencia universal. Sea cual fuere la analogía escogida, llega un momento en que se trascienden, por fin, los vehículos ordinarios de autoexpresión. El estudiante marca entonces una pausa, frente al umbral de un mundo desconocido. Ahí, detrás de ese umbral, está la Realidad, aunque todavía envuelta en velos o «vehículos» de materia cada vez más tenue...

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Llegado a este hito de la Senda hacia la iluminación, el peregrino debe darse nuevos ánimos antes de reemprender la marcha. En las últimas etapas de la meditación sobre la mente, uno habrá ya descubierto que «los pensamientos son meras cosas.» y habrá aprendido también a manejar los conceptos, como el cantero maneja los bloques de piedra labrada, para construir con ellos un edificio aún más noble de sabiduría. Pero llega el momento, decíamos, en que tales conceptos se trascienden, y el estudiante, con fe nacida de una íntima convicción, da un salto en las tinieblas para encontrarse por primera vez en una región de la conciencia donde el cognoscente y lo conocido, el meditador y el tema de su meditación, se funden en una sola cosa. La meditación sobre los cuerpos tiene por finalidad inducir lo antes posible ese estado mental en que, desaparecidas las barreras del espacio y tiempo, la mente se siente como inmersa en un sereno mar de luz. De ahí la utilidad de practicar este ejercicio antes de intentar cualquier otro tipo de meditación. Aun en etapas más avanzadas, se recomienda iniciar toda meditación con un rápido «paso a través de los cuerpos», a fin de desconectarse por completo y cuanto antes del mundo exterior. Desde este reducto espiritual, uno puede ya dirigir el reflector de su intuición a cualquier otro tema que haya escogido. Las cosas tal como son

El budismo es una religión de «conocimiento», por tener como meta la Iluminación. Mas, para «conocer», se requiere primero «desear conocer». En verdad, de muy pocos puede decirse esto último. A muchos les atrae el estudio de la sabiduría espiritual porque su intuición les dice que en ella se encierra la Verdad. Pero al enfrentarse directamente con ésta, se echan atrás, atemorizados. Algunos, por no estar dispuestos a renunciar a la cómoda rutina diaria que constituye lo principal de su existencia; otros, mentalmente más activos, se percatan de que los vientos de la verdad darán al traste con la artificiosa estructura, levantada a fuerza de creencias y prejuicios «de segunda mano», en la que su mente se ha dejado perezosamente aprisionar y, temiendo que ese edificio se desmorone, no se ven con la suficiente audacia y energía para construir de nuevo. Nadie, empero, contempla el rostro de la Verdad hasta que desea contemplarlo «con toda su voluntad y toda su alma». Estudia, pues, la Verdad, ya te parezca placentera o desagradable, pero no impongas a otros por la fuerza tus propias miras.

La regla de oro para practicar esta meditación es aprender a examinar las cosas e ideas impersonalmente, sin referencia alguna a sus efectos sobre

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uno mismo o a sus relaciones con uno mismo. ¿Quién es capaz de analizar sin pasión un asunto que le toca de cerca, por ejemplo los respectivos méritos de sus hijos y los del vecino, y quién puede hablar con minuciosidad de su casa, cónyuge, ingresos o planes para el futuro sin referirse en absoluto a lo que espera de ellos, lo que cree que deberían ser o lo que desea que sean?. Trate el ejercitante de contemplar las cosas, detallada y desinteresadamente, tal como son, es decir, en su pura objetividad, y deje para más tarde el examen de su propia relación con ellas, si la hubiere. Prolongue luego este ejercicio en la observación, igualmente impersonal y desapasionada, de sí mismo y de todos sus actos.

Este tipo de meditación implica quitarse una serie de «vendajes» mentales que, a la mayoría, nos impiden ver más allá de lo que queremos ver. En primer lugar, cuando nos ponemos a reflexionar sobre cualquier cosa, por ejemplo la marcha de nuestros negocios o la elección de un régimen dietético, lo hacemos con toda una multitud de prejuicios que nos vienen del ambiente, la educación, los criterios de la prensa, las opiniones de nuestros amigos, etc. Una y otra vez, sin tregua, debemos preguntarnos: «¿Cuáles son los hechos?». Cuando éstos hayan quedado bien establecidos, aún nos sobrará tiempo para considerar qué haremos o no haremos con ellos.

En segundo lugar, a menudo nos dejamos seducir por la forma exterior de las cosas. Nos desagrada un hombre por el color de su piel o un coche por el color de su pintura. Nos gusta, en cambio, un libro por su elegante presentación o un amigo porque posee una casa de campo para pasar en ella los fines de semana. Tales características, sin embargo, no constituyen las funciones esenciales de esas cosas; sólo son accidentes de la forma. Apréndase a juzgar un objeto por sus propiedades y funciones esenciales, y no por su forma externa, ya que el mismo objeto puede ser visto de una docena de modos diferentes por otras tantas personas.

Un tercer obstáculo que nos impide llegar a ver mentalmente las cosas «tal como son» es el nombre que damos a cada una de ellas, o la «etiqueta» que les colgamos. Dirán algunos que «una rosa, aun con el nombre cambiado, exhala el mismo perfume», y que un sombrero sigue siendo un sombrero por más que centenares de vocablos distintos lo designen en centenares de lenguas. Todos sabemos que «llamar al pan pan y al vino vino» es una virtud, pero pensamos en algo muy diferente cuando nos referimos por separado a cada uno de esos alimentos. Esta clase de «venda» mental es aún más perceptible en el mundo de las ideas. Ciertas doctrinas, por ejemplo, son tan antiguas que en el transcurso de la historia han dado origen a numerosísimos

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«nombres» diferentes, y muchas personas todavía creen que la verdad contenida en ellas varía con las denominaciones. La doctrina del karma podrá ser o no verdadera, pero no lo es ni más ni menos por hallarse en las Escrituras palis, el Nuevo Testamento o las páginas del Daily Mail. No pocos estudiantes se comportan así de cara a esos «estuches» mentales de diversos colores que llamamos religiones. Si un hombre permanece fiel a ciertos principios y se esfuerza por vivir de acuerdo con ellos, ¿Qué más da que se presente con la etiqueta de budista, teósofo o trascendentalista?. A la inversa, el hecho de designar una doctrina por el nombre de budismo o por cualquier otro de los innumerables «ismos» existentes no la hace ni más ni menos verdadera.

Finalmente, examínense todas las cosas a la luz de la ley del cambio. Lo que fue verdad en 1900 puede muy bien no serlo hoy. Ninguno de nosotros está en grado de afirmar que posee la verdad absoluta; sólo nos es accesible una verdad relativa, nuestra verdad. De sobra sabemos que, aun para uno mismo, lo que hoy es cierto puede ser falso mañana, y que lo que para mi es verdad no lo es para otro. Pero una mesa es siempre una mesa, argüirán algunos. No hay tal: en cualquier momento podrá romperse y sus restos servirán para construir una valla; o bien, dentro de millones de años se habrá convertido en piedra por la acción del agua, si no se ha podrido y descompuesto en cualquier otra sustancia. Sólo son permanentes las leyes del Universo, y la Vida, cuya evolución dichas leyes orientan y ayudan a expresarse.

Se objetará que los antedichos principios apenas constituyen un tema de meditación. La respuesta es que, una vez asimilados y entendidos, pueden aplicarse a cualquier tema, cuanto más personal mejor. Estás fumando una pipa. ¿Qué estás haciendo?. Aspirar el humo de hojas secas que arden. Quizá no estés de acuerdo con esta descripción, porque piensas que no hay nada malo en el hábito de fumar. Pero esto es otra cuestión, que no cambia el hecho fundamental: aspirar el humo de las hojas secas. Si quieres hacerlo así, no te prives, hazlo, más con plena conciencia de lo que haces, aunque el conocer la verdad te disminuya un poco el placer de fumar. Tan a menudo vivimos en el engaño, en falsos paraísos, que no nos viene mal «despertar» de vez en cuando, lo más y con la mayor frecuencia posible. Cultívese el hábito de analizar las cosas con crudo realismo, planteándose incesantemente la pregunta «¿qué?» ante cualquier fenómeno y tratando de darle respuesta. Más adelante nos interrogaremos también sobre el «¿por qué?».

A algunos les sirve este ejercicio de valiosa ayuda para refrenar sus deseos sexuales. La misma imaginación, que durante la adolescencia alimenta

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las llamas del apetito sexual, puede ahora utilizarse para apagar ese fuego. Analícese con toda objetividad y sin ahorrar detalles la naturaleza y procesos de dicha tendencia, comparándola con su análoga entre los animales y meditando sobre el cúmulo de enfermedades y sufrimientos que su expresión desbordada provoca a lo largo y ancho del mundo. Luego, una vez considerados con minuciosidad y realismo los aspectos anatómicos, biológicos y aun otros más desagradables del tema, piénsese en los llamativos adornos «románticos» que el deshonesto y lascivo ingenio de ciertas mentes ha ido añadiendo a los procesos puramente biológicos de la reproducción física. Si todavía el deseo subsiste, como es probable, pues los simples razonamientos no bastan para matarlo, decídase si conviene o no satisfacerlo, pero tomando esta resolución a la luz de la realidad desnuda. Al recurrir a la imaginación, de ordinario obstáculo, para utilizarla como ayuda, tal vez el deseo, siervo suyo, acabe por doblar la cerviz.

No crea el lector que este enfrentamiento directo con los hechos, hasta donde nuestros sentidos — aun los más imperfectos — pueden llegar a captarlos, es incompatible con el culto a la belleza. El sonido que un músico arranca a su violín no es menos bello porque resulte del frotamiento de unas crines de caballo contra intestinos de gato. La belleza reside en el espíritu del oyente, y es suscitada por el ritmo, tono y tipo de sonido que el artista produce con su instrumento. Así también el cuerpo humano no es menos bello por constar de elementos humildes. Éstos no son, de por sí, ni bellos ni feos; la belleza y fealdad están en otra parte, es decir, en la mente del que los contempla y reacciona ante ellos de uno u otro modo. Aprenda, pues, el estudiante a controlar su propia reacción frente a la belleza que expresan las cosas exteriores, sin dejarse llevar por ideas convencionales. El carbón, por ejemplo, es un material bello se mire por donde se mire, y sin embargo jamás se le ocurre a nadie tallar un trozo del mismo para colocarlo, junto a otras cosas bellas, en la repisa de la chimenea o en la vitrina del salón.

El campo de esta meditación sobre «las cosas tal como son» es amplísimo, ya que el budismo se basa en un intrépido y desapasionado examen de los fenómenos de la vida. Del análisis de temas personales podemos pasar al de los que tocan al quehacer diario, y de aquí al de los sucesos importantes de la actualidad. Considérense luego las causas, advirtiendo cómo el hombre propende a limitar sus esfuerzos por mejorarse y se contenta con paliar los efectos. La guerra, por ejemplo, es fruto del odio, y a su vez éste nace de la envidia, la codicia y el miedo. Después de remontarnos a las causas de nuestros actos, tanto nacionales como personales,

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tratemos de ver el futuro como un inmenso campo de efectos cuyas causas se «plantan» en el momento presente. De este modo daremos a nuestra sabiduría un mayor alcance temporal. Elevando así nuestra conciencia al plano de las causas por encima de toda consideración personal, estaremos en grado de observar sin pasión el flujo y reflujo de los acontecimientos, nacionales e internacionales, así como los ciclos de la evolución natural y humana. La creciente capacidad para comprender las cosas en su verdadera esencia nos irá acercando más y más a nuestra meta definitiva: la Iluminación. El desapego

Este ejercicio es un retoño natural del precedente, sobre todo en sus últimas etapas. Con él pretendemos ampliar el horizonte de nuestros valores, liberándonos de la actual estrechez de miras para contemplarlos desde una perspectiva más acorde con la verdad. Empiece el estudiante por representarse la habitación en que se encuentra y las personas que están en ella. Prosiga luego imaginándose sucesivamente toda la casa, la ciudad y la nación entera. Para entonces se habrá ya persuadido de que sus propios asuntos, comparados con los de tantos millones de individuos, son de importancia insignificante. Llevando esta experiencia más lejos, acabará por lograr una visión objetiva de toda la Tierra. Vuelva entonces a cotejar sus propios intereses con los del mundo entero, añada el sistema solar a su perspectiva y extienda esa visión mental cada vez más por el espacio hasta donde le dé de sí el cerebro. Ahora, con el espíritu imbuido de la infinita majestad del Universo, emprenda la marcha hacia atrás, hasta encerrar de nuevo el pensamiento en los confines de la habitación. Tras semejante experiencia, vivida a fondo, ¿Quién será aún capaz de irritarse por cualquier trivialidad personal?. Más bien se echará a reír, reflejando en esa risa su sentido del humor, que no es sino un acertado sentido de la proporción y un darse cuenta de lo absurdo de sacar las cosas de quicio.

A la inmensidad del espacio añádase ahora el fluir del tiempo. Piénsese en un hombre de cien años de edad, en un castillo milenario, en una formación rocosa que la erosión del agua ha tardado un millón de años en modelar, en el tiempo que ha tenido que transcurrir para que la luz de aquella lejana estrella que estamos contemplando impresione actualmente nuestra retina. ¿Cómo juzgar en adelante nuestra impaciencia por el tiempo que nos cuesta aprender a meditar?. ¿Cómo, ante el espectáculo infinito que el tiempo y el espacio ofrecen a nuestra visión mental, podremos desde ahora soportar que la sombra del Yo venga a empañarla?. No sea esto, con todo, una excusa para abandonar

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las pequeñas obligaciones del momento. Hemos de aprender a conciliar la visión amplia con la visión corta, a pensar en términos de magnitud sin perder de vista las tareas humildes, pero no menos importantes, que nos aguardan. Con razón se ha dicho: «No existe nada infinito fuera de las cosas finitas».

Desde esa perspectiva desapasionada e impersonal, empieza a ser fácil comprender lo que el budismo llama la «Cadena de la Causalidad» como una compleja interrelación de causas y efectos. En el ejercicio anterior se examinaban las causas de ciertos resultados particulares. Elevándonos al punto de vista universal que acabamos de describir, entenderemos mucho mejor el concepto de origen simultaneo-dependiente que tan gráficamente simboliza la tradición budista en la «Rueda de la Vida», donde se aplica el principio «como arriba, abajo». Así también las leyes de la manifestación pueden aplicarse de la misma manera al hombre que al Universo.

Por último, para contrapesar una excesiva concentración en la cualidad del desapego, que tiende a «separar», remátese el ejercicio indicado con otro que consista en fomentar la propia compasión hacia todas las formas de vida, tratando simultáneamente de verse a sí mismo como parte de un indivisible Todo. El motivo

Habiendo respondido hasta cierto punto a la pregunta «¿qué?», empecemos a formularnos con la misma machacona insistencia esta segunda: «¿por qué?», teniendo siempre bien en cuenta que, por un lado, conviene pensar lo peor de nuestras propia motivaciones, a menudo menos puras de lo que parecen, mientras que, por otro, es de corazones sabios y magnánimos dar por buenas las del prójimo, a menos que se demuestre lo contrario. Naturalmente, esta meditación tiene un alcance mucho mayor que la que se refiere a las fuentes de los actos humanos, mas para casi todos nosotros el gran «por qué» al que debemos responder es el del motivo.

Comencemos por examinar nuestros motivos en cosas pequeñas. Decido ir al cine. ¿Por qué?. ¿Para «dar descanso» a la mente tras una larga jornada de trabajo, como me explico a mí mismo, o para sustraerme al esfuerzo de ese estudio serio al que la mejor parte de mi ser me incita a entregarme?. ¿O lo hago porque mi mujer o un amigo me han pedido que les acompañe, y no tengo valor para negarme?. ¿O acaso busco el estímulo emotivo que me procuran las películas modernas, impregnadas de erotismo?. Así podemos también interrogarnos sobre otras actividades: ¿por qué me

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levanto por la mañana a tal hora, y no antes o después?. ¿Por qué hago cuatro comidas al día, cuando sé muy bien que dos son suficientes?. ¿Por qué me compro ahora ropa nueva o leo estos libros?. Para todo hay razones: nuestra labor consiste en descubrir las verdaderas. Al hacerlo, quedaremos siempre sorprendidos, y muchas veces totalmente desconcertados.

Analicemos luego los motivos de nuestras opiniones. He aquí lo que dice Coster en Yoga and Western Psychology: «¿Cuánto debe tu opinión a tradiciones familiares, al temor o el deseo de cambios, a prejuicios clasistas, al miedo de sufrir pérdidas personales o desmerecer ante los demás? Si tus opiniones se basaran enteramente en tu facultad emotiva, en lo que te gusta o disgusta a ti con independencia de otros factores, tu problema sería mucho más sencillo. Lo que agudiza el conflicto, haciendo tan rara y difícil una auténtica imparcialidad, es la intrincada mezcla de hechos y emociones, la astucia con que el deseo personal elabora y te presenta excelentes razones en apoyo de la opinión más grata».

Pasemos a temas más amplios. ¿Qué finalidad tiene, por ejemplo, la rutina de cada día, tanto a corto como a largo plazo?. Nacemos, crecemos, nos educamos, trabajamos para ganarnos el pan, nos casamos, criamos hijos, envejecemos, nos retiramos y morimos. Todo eso ¿para qué? Cada vez es mayor el número de quienes se plantean angustiosamente esta cuestión. El hombre interior debe estar preparado para responder a ella por completo y sin ambigüedad, explicando la razón de ser, la naturaleza y el fin último de la Senda.

En conclusión, hagámonos la siguiente pregunta y tratemos de contestarla con toda honradez: «¿Por qué estoy meditando?». Si la respuesta no nos parece lo bastante clara, volvamos a la misma pregunta de cuando en cuando hasta que los perfiles de nuestra motivación sean claros y definidos, coincidiendo por entero con los de la mente que medita.

Este ejercicio puede también extenderse con provecho a los motivos que nos impulsan a creer en una doctrina determinada. ¿Por qué creo en el karma y la reencarnación?. ¿Porque así me educaron desde la infancia, porque mis amigos me han inculcado a la fuerza esa creencia, o porque me gustaría que tales doctrinas fueran ciertas y espero que lo sean?. Recuérdese que, en lo tocante a la Verdad, no existen «autoridades» de ninguna clase, y que no hay doctrina verdadera hasta que uno mismo la ha examinado, comprobado y, a la luz de la propia intuición y experiencia, descubierto como tal.

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Las doctrinas particulares

Detengámonos un instante en el concepto de Verdad Absoluta. Ésta es, como tal, claramente inaccesible a mentes finitas, pero podemos aproximarnos a ella mediante símbolos y analogías, examinándola a la luz de un sinnúmero de doctrinas o leyes que constituyen otros tantos aspectos o facetas del todo único. De ahí se sigue que ninguna doctrina es «absoluta», o absolutamente verdadera, y que ninguna tampoco puede captarse de modo directo en su totalidad. La comprensión se da por grados; cuando nos aplicamos una y otra vez al estudio de ciertos principios fundamentales, vamos penetrando cada vez más hondamente en su significado y mutuas relaciones. Con ello se incrementa al mismo ritmo nuestra tolerancia respecto a los distintos métodos de acercarse a la Verdad y respecto a puntos de vista que no difieren sino temporalmente.

Hay una tendencia general a creer que no nos va a costar nada entender una doctrina porque esté formulada de tal modo que el intelecto pueda asimilarla con facilidad. Sin embargo, entre esa asimilación intelectual y una auténtica comprensión media un buen trecho de ardua labor. Cada doctrina o ley debe ser meditada por separado, analizada, examinada, comparada con otras y, como si dijéramos, asimilada por la intuición. Entonces, por vez primera, podrá llegar a comprenderse. Sólo entonces se habrá convertido en móvil principal de nuestros actos y fuerza de desarrollo espiritual. No es posible aplicar una ley o doctrina a la vida diaria basándose en una fe frívola o «distraída». Para que esa creencia pase a ser una genuina cualidad de nuestro carácter es necesario someterla al doble proceso de una meditación profunda y una aplicación experimental. Por ejemplo, por cada hombre para quien la ley del karma es una ley de vida, tan real como la ley de la gravedad, existen diez para los que no es sino una teoría improductiva. Alguien ha dicho, con gran perspicacia, que sólo creemos auténticamente en una doctrina cuando nos comportamos como si fuese verdadera. Hasta entonces es un mero alimento mental aún no digerido y, por tanto, sin valor para el organismo.

Haga el estudiante, pues, una lista de esas leyes y doctrinas en las que le parece tener fe, y examínelas una por una. Si quiere, puede empezar por las cuarenta que figuran en el Canon pali como temas de meditación, entre otra los «Tres Refugios»: Buddha, Dhamma y Sangha. ¿Qué significan estos conceptos?. Quizá nunca se haya hecho antes la pregunta. Considere luego los «Tres Signos del Ser». ¿Hay sólo tres?. ¿Son verdaderos en todo o nada más

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que en parte?. ¿Qué relación existe entre ellos?. ¿Brotan unos de otros?. En caso afirmativo, ¿Cuál es la causa y cuál el efecto?. Pase después a las «Cuatro Nobles Verdades». ¿Es la última de ellas, la «Noble Senda Óctuple», sólo una forma del Raja Yoga, y qué cabida tiene entonces la mística en esa «Verdad»?. ¿Van necesariamente juntas?. Y en tal caso, ¿Qué es lo que renace?. ¿Se aplica el karma a los animales, a un arhat, a un dios?. ¿Qué son esos «Tres Fuegos» que sujetan a los hombres a los doce radiós de la «Rueda del Devenir», y cómo puede uno escaparse de esta Rueda?. Tales preguntas son sólo una pequeña muestra de las muchísimas que uno puede formularse a sí mismo para estar seguro de que posee la necesaria actitud crítica ante cualquier idea que su mente acepte como creencia. Dada la abundante literatura actual sobre el budismo, sencilla y al alcance de todos los bolsillos, poco trabajo se requiere para aprender sus principios básicos. Pero por ello es también muy fácil olvidar que de nada sirve conocerlos si no se captan intuitivamente y se aplican con inteligencia. Reanudando pues a esta luz el estudio del budismo — o del «ismo» que de momento estemos utilizando para acercarnos a la Verdad —, examinaremos primero las doctrina del Theravada y a continuación las del Mahayana, decidiendo, quizá por vez primera, si éstas nacieron de aquéllas, y reflexionando sobre cómo ambas filosofías reunidas aciertan a presentar la Verdad de una manera tan completa, dentro de lo que nuestras mentes abarcan por ahora. La meditación finalizará con un esfuerzo especial, mantenido día a día, por profundizar en los fundamentos mismos del Dhamma, la unidad de la vida. ¿Hemos pensado alguna vez en lo que esto implica, o nos sigue pareciendo un ideal encantador pero poco práctico?.

Los estudiantes con imaginación y deseo de explorar nuevos campos de pensamiento pasarán luego a considerar la relación entre todas esas doctrinas. ¿Cuál es la que existe, por ejemplo, entre el karma y la compasión?. En La voz del silencio leemos: «La Compasión no es atributo. Es Ley de leyes, eterna Armonía». En otro lugar se dice que la llave que abre una de las puertas de acceso a la Vía es sila, descrita como «clave de la Armonía en palabras y actos, la que equilibra la causa y el efecto, no dejando ya paso a la acción del karma». ¿No se oculta una verdad altamente reveladora en esta idea de relación entre compasión, karma y armonía?.

Al cabo de algún tiempo, esas doctrinas que hemos examinado a través del prisma de la intuición dejarán de ser meras fórmulas estáticas para revelarse como fuerzas dinámicas, aplicables a la propia regeneración al igual que las leyes de la mecánica se aplican para materializar nuestros grandiosos

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proyectos en piedra y acero. El Yo

En cierto modo, la exhortación délfica «conócete a ti mismo» es un buen resumen de la finalidad de la meditación, pues quien de veras se conoce a sí mismo domina el Universo. Desde este punto de vista, la meditación sobre el Yo incluye todas las demás. Sin embargo, como decíamos, la evolución del espíritu avanza en espiral, por lo que de vez en cuando el estudiante se encontrará, durante su ascensión, en un punto ya antes recorrido, aunque ahora lo haga en un plano superior. El estudio del Yo no acaba nunca, pero el hecho de que en esta etapa resulte imposible llegar a una perfecta comprensión de nosotros mismos no es óbice para abordar un tema cuyo último secreto sólo se nos revelará en el umbral del Nirvana.

Puede también decirse que esta meditación prolonga la de «las cosas tal como son», ya que la mayoría de los hombres somos ciegos en lo que atañe al conocimiento de nosotros mismos, ignorando incluso que ese Yo que percibimos no es más que una ilusión, una serie cambiante e imperfecta de atributos. La vanidad, hija del deseo y del falso concepto de sí, fabrica un Yo ilusorio, un aparatoso globo de egotismo que debemos destruir en la primera ocasión que se nos presente, pues sólo después de haber pinchado esa burbuja y visto el Yo «tal como es», por humilde que aparezca ante nuestros ojos, podremos echar los cimientos de aquella confianza y seguridad en nosotros mismos que es la orla de las enseñanzas budistas. Más vale edificar sobre una pequeña base de sólida roca que sobre una gran plataforma de material hueco y frágil. Seamos por tanto prudentes, y tan implacables en el análisis de nosotros mismos como lo sería el más severo de nuestros amigos.

Hay dos maneras de meditar sobre el Yo, y tarde o temprano el estudiante acabará por percatarse de que son complementarias. Una consiste en destruir el «No-yo», la otra en cultivar el Yo. La primera se incluye casi toda ella en el capítulo de lo que solemos llamar «Formación del carácter» y es el método que utiliza el Theravada o budismo meridional. Su divisa es un eco del «Neti, neti» brahmánico, que significa «Eso no, eso no», eso no es el Yo. Tal es la doctrina del anatta o «no-atta». Por el vocablo pali atta (atman en sánscrito) se designa el Yo.

La segunda manera, complementaria, es común a muchas escuelas de pensamiento, tanto orientales como occidentales, y es también la que adoptan todos los místicos. Se basa en dirigir la atención exclusivamente al Ideal, es

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decir, prescindiendo en lo posible de todo lo demás. Así, poco a poco la conciencia va elevándose a niveles cada vez más espirituales hasta que el individuo acaba por «fundirse» con su ideal.

La expresión suprema de este método se encuentra en el Bhagavadgita, donde se dice lo siguiente del que lo practica: «Habiendo renunciado a todo deseo nacido de su fantasía y sojuzgado con la mente los sentidos y órganos que le impelen a actuar en distintas direcciones, con paciencia y paso a paso llega por fin al punto en que puede descansar; allí, con su mente en paz, centrada en el auténtico Yo, no debe pensar en nada más. Y cuando esa mente inconstante se sienta atraída por cualquier objeto y huya en pos de él, sométala, obligándola a regresar y centrándola de nuevo en el Espíritu. La dicha última viene, de cierto, a recompensar al sabio cuya mente ha logrado así serenarse, cuyas pasiones y deseos se han doblegado; a aquel que, libre ya de toda culpa, ha conseguido identificarse con su verdadero Yo».

Cada método tiene sus ventajas e inconvenientes. Concentrarse en la naturaleza ilusoria del «No-yo» es útil, sobre todo en esta parte del mundo, para enfrentarse directamente con nuestro mayor defecto, la tendencia separadora del pensamiento occidental, de la que proviene nuestro desmedido egotismo. Por otro lado, un proceso que parece implicar la completa desintegración de la propia individualidad no resulta demasiado atractivo para quienes, dándose vagamente cuenta de que el Yo inferior no posee validez eterna, se resisten a creer que a su muerte no quede nada de él. Si así fuera, arguyen en contra de los extremistas que toman al pie de la letra la doctrina del anatta, ¿Qué es lo que se «purifica de la ilusión», eso que «al haber conseguido su libertad, sabe que es libre» y cuyo último destino es la inmersión total en el Nirvana?.

La visión complementaria de que todo es el Yo y de que el progreso en la vida interior es un caminar para reunirse con el Ideal tiene el mérito de dar un tremendo impulso a la ascensión de la conciencia, pero a la vez entraña el peligro de cegar al estudiante en lo que se refiere a los límites de su propio carácter, que lo alejan del Ideal. Lógicamente, ambos métodos son intercambiables, pues es — o debiera ser — cuestión de temperamento el decir de cada uno de los propios atributos o vehículos «esto no soy yo», hasta que el verdadero Yo se haya desvinculado del último de todos ellos, o bien repetirse «el Yo es el Todo y yo soy ese Yo», realizando así poco a poco el Ideal.

Hay quienes, para preservar un justo equilibrio, alternan desde el principio los dos métodos; otros cambian de perspectiva al llegar al punto

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medio de la escala de la conciencia. La meditación sobre los cuerpos, por ejemplo, es excelente para disociar la conciencia de sus vehículos inferiores, pero en cierto sentido es también una ascensión caminando hacia atrás, es decir, dando la espalda a la Realidad. Tarde o temprano los partidarios de este punto de vista han de «darse la vuelta». En el momento en que el estudiante pueda decir con alguna convicción «yo no soy mi cuerpo, ni mis emociones, ni mi “máquina de pensar”», comprobará que se encuentra en un mundo de pensamientos abstractos, de creación de ideas e imágenes mentales gracias a la luz de la intuición, un mundo donde aún se dan los límites de la forma, aunque ya muchísimo más tenues. Pero ni siquiera aquí reside el Yo, que queda todavía lejos, en lo alto de esa escala por la que el estudiante sube de espaldas. Dese entonces la vuelta, como decíamos, dejando atrás el yo inferior para mirar de cara a la Vida, cuyo cuerpo es el Universo, a esa Realidad Absoluta que no puede expresarse en palabras. Deje también que caigan los velos que le ciegan desde su origen, pues a medida que lo hacen se ensancha su conciencia hasta coincidir con las dimensiones de la Conciencia Universal. Aquí y sólo aquí está el Yo, que ningún hombre tiene derecho a llamar suyo, ese Yo del que cada unidad de vida es un aspecto aún no identificado con el Todo.

Parece claro que los métodos que acabamos de exponer son complementarios. No obstante, todavía algunos piensan que el Buda enseñó esta doctrina porque no existe un Yo permanente en las cinco skandhas, o partes constitutivas de la personalidad. Según ellos, no hay ningún Yo que utilice esos vehículos. Los Rasgos del Ser, imperfección, variabilidad y anatta o «no-yo», se aplican al Samsara, mundo de la manifestación, mientras que el polo opuesto del Ser, Nirvana, exhibiría, si no estuviera «por encima» de todo atributo, los de la perfección, inmutabilidad y el Yo. A los seguidores de esta doctrina nihilista y desalentadora les recomendamos la lectura de las primeras palabras del Dhammapada, donde se dice que la mente es la clave de todos los fenómenos. He aquí el eje en torno del cual gira nuestro complejo ser. Una mente inmersa en la materia no puede ver la luz, pero cuando asciende a niveles superiores tiende a dirigirse a su lugar propio, ese estado de perfección llamado Nirvana, esa «extinción» de aquellos elementos del ser que separan la parte del todo. Al aspecto superior de la mente puede dársele, por conveniencia, el nombre de «alma», a condición de no considerar ésta en modo alguno inmortal, mientras que la mente inferior o concreta, la «máquina de pensar», pese a ser vehículo necesario de la conciencia, es llamada «el gran asesino de lo Real», por abrigar la «herejía de la separación», es decir, la ilusión de que a cualquier unidad de vida puede serle lícito tener intereses u

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objetivos contrarios a los del Todo. Sólo cuando el espíritu inferior se haya purificado de esa ilusión y «fundido» con el superior, quedará este último libre para abandonar el Samsara y así, sumergiéndose en la Vida misma, llegar a la inmortalidad. La analogía

La analogía constituye una de las ayudas más valiosas para comprender la vida interior. «Como arriba, abajo.» El hombre es el microcosmos del Universo. La sabiduría no sólo nos habla en el majestuoso espectáculo de la puesta del sol o en el vuelo de los pájaros. Dominados hoy por la mente inferior, los occidentales podemos también descubrir sus símbolos en cosas que nos son familiares y hasta en objetos mecánicos. Consideremos, por ejemplo, las escaleras mecánicas del metro. Ahí tenemos una sencilla analogía del ciclo de la vida y la muerte, de la alternación de los extremos que llamamos «pares antitéticos». Cada peldaño se mueve visiblemente hacia arriba o hacia abajo, pero a la ve/ se está dando otro movimiento idéntico e invisible, precisamente a la misma velocidad. Es como una «Rueda del Devenir» en miniatura, con su carga incesante de vidas. Ese par de escaleras en continuo subir y bajar nos ofrece un modelo mecánico de toda la cosmogénesis.

Por otro lado, el cambio de velocidades de un automóvil presenta múltiples analogías con la regulación y técnica del trabajo y el descanso, mientras el barquero que cruza el río aprovechando la fuerza de las corrientes nos enseña la mejor manera de enfrentarnos con los acontecimientos, adaptándonos a su ritmo. Observamos el «ordenado desorden» de una de nuestras fábricas modernas, el desarrollo metódico de innumerables actividades sin relación mutua en apariencia, pero dirigidas todas ellas a un mismo fin claro y determinado. En el cine encontrarán también útiles analogías quienes ven la existencia con ojos interiores: y a los que conocemos el ilimitado poder de la mente humana, ¿Se nos ha ocurrido alguna vez que nuestros pensamientos «emiten» durante todo el día en una longitud de onda individual?. Las flores que adornan nuestra ventana nos brindan un ejemplo del «renacer», y en las vidas de los hombres el karma escribe con mano impersonal lecciones que debemos pacientemente repetir hasta aprenderlas. En suma, hemos de aprender a moralizar, no con la melosa insinceridad de los tiempos victoria-nos, sino como estudiantes instruidos en la universidad de la Vida.

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Los Cuatro Brahmaviharas

Los Cuatro Brahmaviharas, estados «sublimes» o «divinos» de la mente, han llegado a ocupar un puesto de tanta importancia en el budismo, que no es posible omitirlos en una lista de temas de meditación, y menos aún cuando el Canon pali los incluye en la suya.

Estas cuatro meditaciones se describen y comparan en el capítulo nono del Visuddhi-magga de Buddhaghosa, pero la siguiente cita del Maha-Sudassana Sutta resume bien la naturaleza y fin del ejercicio: «Y deja que su mente se extienda por una cuarta parte del mundo con pensamientos de Amor, con pensamientos de Compasión, con pensamientos de gozo solidario, con pensamientos de ecuanimidad; y así en la segunda parte, y en la tercera, y en la cuarta. Y así por todo el ancho mundo, arriba, abajo, en derredor y por doquier, su corazón continúa difundiendo Amor, Compasión. Gozo y Ecuanimidad; un corazón trascendental, sublime, sin medida, libre de todo rastro de ira o rencor». En la meditación sobre el Amor, el meditador irradia la fuerza de su pensamiento horizontalmente, por así decirlo; la Compasión mira hacia abajo, contemplando el mundo del dolor, como el Gozo mira hacia arriba, al mundo de la dicha; y la Ecuanimidad restablece el equilibrio perturbado por la propia identificación con esos dos extremos. Amor

El budismo ha sido a veces calificado de religión «fría». No obstante, abundan en el Canon pali los pasajes que demuestran lo contrario, al poner de relieve el importante papel que desempeña en sus doctrinas la Metta, bondad amorosa predicada sin descanso por el Buda, pese a que su Vía se orientaba a la iluminación y no a un misticismo emotivo. Por otro lado, esta forma de amor tal como lo practica el budista nada tiene que ver con la exhibición espontánea de un sentimiento; es más bien una actitud mental deliberada y continua. El amor que procede de los centros inferiores y no de la mente creadora es con mucha facilidad sustituido por el odio, o al menos abarca un campo tan reducido que el odio hacia otra persona puede coexistir simultáneamente en el espíritu. No le sucede esto al budista que cultiva el primero de los cuatro Brahmaviharas. El seguidor del Buda comienza por imbuir su propio ser de un amor sin límites, en parte, como dice con cierto cinismo el comentarista, porque a ninguna persona es más fácil amar que a

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uno mismo, y en parte también porque el amor debe primero desarrollarse como cualidad en la mente del que medita antes de poder extenderse a los demás de manera habitual y esparcirse por el mundo. Una vez dado este primer paso, el meditador pensará en un amigo, lo que hará sin mayor trabajo. El comentarista añade que, por varias razones, es mejor que el amigo en cuestión sea del mismo sexo y aún viva. Viene luego una tarea más difícil: extender ese amor a una persona indiferente, ni amiga ni hostil. El ejercitante intentará enviar a esa persona tanto afecto, en calidad y cantidad, como el que derramaba con más complacencia en el amigo. Logrado esto, pasará a la etapa de máxima dificultad: represéntese a un enemigo o alguien por quien siente antipatía y trate de inundarlo con una ola de afecto puro y generoso. Al principio no podrá evitar cierta sensación de hipocresía, pero poco a poco este acto le irá resultando natural. Cuida también de mantener en todo instante la pureza del motivo, aun cuando el ejercicio tenga por efecto inevitable destruir la enemistad. Por último, el meditador irradiará sucesivamente su «bondad amorosa» a todo el género humano, a todas las formas de vida y a todo el Universo, hasta que ese intenso esfuerzo de voluntad que lo eleva a las jhanas o estados superiores de la conciencia lo transforme, por así decirlo, en el «espíritu» mismo del amor, que continuará difundiéndose en torno suyo una vez de regreso al nivel normal de conciencia. Así, partiendo de la mente y el pensamiento, acaba por encontrarse con el bhakti yogi y el místico religioso occidental, que llegan al mismo resultado a través de la purificación de emociones y deseos. Compasión

En la medida en que Karuna, la compasión, pertenece a la categoría de las emociones, es la «emoción» budista por excelencia. No en vano se aplica al Buda con tanta frecuencia el título de «Gran Compasivo», junto con el de «Gran Iluminado». Empero la compasión no es un simple atributo de la mente. En sus niveles superiores incluye también el amor, el gozo y hasta la ecuanimidad, pues consiste en un amor comprensivo, una mezcla de emoción e intelecto iluminados por la intuición. Por eso se lee en La voz del silencio: «La Compasión no es atributo. Es LEY de leyes, eterna Armonía, esencia universal sin límites, luz de la perpetua Equidad, consonancia de todas las cosas; es la ley del amor eterno». Y en una nota aparte se la describe como «Ley abstracta e impersonal cuya naturaleza, que es la Armonía absoluta, se ve hondamente perturbada por la discordia, el dolor y el pecado».

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Al budismo se le ha llamado, con justicia, la religión del dolor, porque más que ninguna otra ve en el sufrimiento una cualidad inherente a todas las formas de vida, aun cuando a veces, arropados en la ilusión del placer, nuestros ojos no perciban las limitaciones del mundo en constante devenir. Sin duda los términos «dolor» y «sufrimiento» son demasiado fuertes para traducir, sin más matices, el vocablo pali dukkha. Su significado, en este caso, es relativo y se extiende a toda una gama de estados, desde los más agudos tormentos físicos y mentales hasta una inteligencia puramente metafísica de esa «deficiencia» o imperfección que es corolario forzoso de anicca, la ley del cambio. Lo cierto es que toda forma de vida rinde cuentas al dukkha. Por ello el comentarista del Canon pali aconseja al ejercitante que irradia compasión comenzar por personas sumidas en los abismos del dolor, hacia las cuales fluye con facilidad la corriente compasiva, para luego ir poco a poco ampliando el ámbito de sus pensamientos a formas más variadas y sutiles de discordancia, inadaptación y malestar, tanto en los planos mental y emotivo como en el físico, hasta coincidir, una vez más, con la magnitud del Universo. Tal es el mejor modo de aproximarse a ese incomparable ideal tan poéticamente descrito en La voz del silencio: «Que tu alma preste oídos a cada grito de dolor, como el loto abre su corazón para beber el sol de la mañana. Y no permitas que ese sol llegue a secar una sola lágrima antes que tú la hayas enjugado en los ojos del que sufre. Deja, en cambio, que cada una de esas ardientes gotas de pesar humano caiga y permanezca en tu corazón; no la apartes hasta que haya desaparecido la causa que la provocó». Gozo

El valor de este ejercicio radica en los efectos que produce en los celos y la envidia, formas de pensamiento que, con toda evidencia, ofuscan nuestra mente. El que sin reserva alguna se alegra del éxito o la felicidad de un amigo, aun adquiridos a expensas de su propio éxito o felicidad, está libre de esa envidia destructora que, arraigada en el egoísmo, es a menudo madre del odio. El ejercicio se reduce, en esencia, a alegrarse de la alegría de otro, y por ello es un excelente antídoto contra las mezquinas reivindicaciones del yo; de ahí la traducción de mudita por «gozo solidario», es decir, participación en el gozo de otros. También en este caso debe comenzarse por pensar en un amigo, representándolo alegre y dichoso en razón de alguna circunstancia afortunada, de orden físico o mental, y luego, como en la meditación anterior, se extenderá gradualmente el campo de los pensamientos hasta abarcar todas aquellas

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personas que se sienten dichosas por algún motivo, sea éste suficiente o no a nuestros ojos. Ecuanimidad

Es difícil hallar en nuestra lengua un término que traduzca con precisión la voz pali upekkha. Además de «ecuanimidad», se usan otros como «desapego», «desprendimiento», «desapasionamiento», «serenidad», etc. La siguiente estrofa del Suttanipata define bien el concepto: «Un corazón desprendido de las cosas mundanas, un corazón donde no hace mella el dolor, un corazón firme, sin pasión; he ahí la mayor de las bendiciones». Eco de la misma idea son las inmortales palabras de Kipling: «Si te topas con el Triunfo y el Desastre, y puedes tratar a esos dos impostores por igual...». Esencialmente esta virtud consiste en elevarse por encima de la autoidentificación con los sentimientos ajenos, implicada hasta cierto punto en el cultivo de la compasión y el gozo. Escribe el comentarista del Canon: «La característica principal de la ecuanimidad es situarse en un punto central respecto a los demás, su función ver a éstos imparcialmente, su manifestación reprimir toda aversión y todo servilismo, su causa próxima observar cómo cada hombre es fruto de la continuidad de su propio karma». No ha de confundirse ecuanimidad con indiferencia. Ésta resulta de cerrarse mentalmente al dolor y la alegría de otros, y es por tanto el polo opuesto de la compasión. Según el Bhagavadgita, la ecuanimidad es «una constante e inquebrantable firmeza de corazón ante cualquier suceso, favorable o desfavorable». Para conseguirla se requiere trasladar la conciencia a un punto de vista central, de modo que los acontecimientos puedan contemplarse desde su «fuente», o sea sus causas, y no desde el perímetro del circulo donde se revelan como efectos. Trátese de infundir en la mente esta cualidad, de sentirla hacia un amigo y un enemigo, de extenderla después, por etapas, a todas las formas de vida!. Así, tras las experiencias del amor, la compasión y el gozo solidario, regresaremos por fin a ese equilibrio interno que ningún hecho externo de nuestra vida diaria ha de poder perturbar.

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6. FORMACIÓN DEL CARÁCTER

Hay tantos métodos de meditación como personas que meditan, pero el objetivo último es siempre el mismo. En cuanto al fin inmediato, suele estar vinculado con la formación del carácter o la elevación de la conciencia. Talbot Mundy, en Om, expresa bien la relación entre ambas cosas: «Quien desee conocer las Llanuras ha de ascender a las Montañas Eternas, desde donde los ojos de un hombre pueden otear el Infinito. Mas el que quiera hacer uso de lo que conoce deberá bajar a esos mismos Llanos en que convergen Pasado y Futuro y donde los demás hombres le necesitan».

La importancia de moldear el carácter radica en la necesidad de proporcionar una base sólida a la poderosa estructura de una mente ya iluminada. El pensamiento, en efecto, es fuerza, y de nada sirve adquirir un tremendo poder si ha de usarse con fines torcidos y sin otro resultado que el de destruirse a sí mismo. La última guerra, todavía fresca en nuestro recuerdo, es un modelo imperecedero de lo que entraña el abuso de la ciencia por naciones cuyos conocimientos han rebasado toda conciencia moral. Ahora bien, si es fácil, como vemos, utilizar mal las fuerzas de la naturaleza sometidas a la ciencia, lo es aún mucho más abusar de los poderes de la mente desarrollados por la meditación. De ahí el peligro de considerar ésta como un fin en sí mismo o, peor todavía, como un fin concretado en la adquisición de poder personal, y no como un medio de ayudar a la humanidad a caminar por la senda del propio renunciamiento. Las fuerzas mentales que se desarrollan en la «pequeña meditación» son ya considerables, ¡cuánto más lo serán las reavivadas en la «gran meditación»!. Debemos pues, con interés creciente, atender a la formación de nuestro carácter, a fin de controlar esos poderes de la mente a medida que vayan manifestándose.

Dada la amplitud del tema, nos contentaremos aquí con sugerir ciertos principios que, a modo de orientaciones, nos permitan obtener los máximos resultados con el mínimo de esfuerzo inútil. Ante todo, conviene persuadirse de que la tarea que uno tiene entre manos, si bien requiere paciencia, no es intrínsecamente difícil. Nadie que se proponga de veras mejorar su carácter y persevere en su intento quedará sin recompensa. El éxito es fruto de esfuerzos tranquilos y constantes, más que de arranques esporádicos de energía. Se trata, por otra parte, de una actividad que puede ejercerse — y esto deberá ser el

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objetivo final — a todo lo largo del día. Por eso recomendamos al estudiante que vea en la formación metódica del carácter el cometido principal de su jornada, considerando el mundo de sus actividades laborales y sociales como una escuela donde aprender esos principios de actuación que tarde o temprano ha de transformar en cualidades permanentes. Repetimos, pues, que no es éste un ejercicio destinado únicamente a «llenar las horas libres», y que no hay nadie, ni hombre ni mujer, que no pueda practicarlo todo el tiempo. El tiempo y el espacio limitan el cuerpo, pero no tienen por qué limitar el espíritu. El inválido clavado en su lecho de por vida, el prisionero que languidece tras los barrotes de su celda, el hombre que se queja de falta de tiempo y oportunidad para dedicarse a esto o lo otro..., todos ellos pueden aprender a utilizar la mente de modo constructivo con el premeditado fin de deshacerse de sus malos hábitos de pensamiento y acción, sustituyéndolos por aquellas virtudes cuya ausencia o deformidad suele llamarse vicio.

Por encima de todo fortalézcase la mente. Más vale una mente fuerte, aunque derroche su energía en cosas improductivas, que una demasiado débil para actuar. La primera podrá en cualquier momento darse cuenta de su error y cambiar de dirección, mientras que la segunda, incapaz de moverse, no está en condiciones de seguir los pasos del Gran Iluminado. A este respecto es instructiva la anécdota de cierto individuo, conocido por su extrema ineficacia, que fue a ver a un Maestro y le pregunto: «Maestro, ¿qué debo hacer para ayudar a la humanidad?». El anciano, traspasando al hombre con la mirada, replicó: «¿Que puedes hacer?». Según una antiquísima sentencia, «la Naturaleza arroja lo tibio de su boca». Y la misma enseñanza se desprende del siguiente versículo del Dhammapada: «Lo que tuviere que hacerse, hazlo con toda decisión. Un seguidor tibio del Buda siembra mucho mal en su derredor». No sólo la fuerza mental es necesaria para destruir el mal e irradiar el bien, sino que la inacción negativa puede llegar a ser un mal en sí misma. Como dice La voz del silencio, «La inacción en una obra de misericordia es acción en un pecado mortal».

Por lo común es mejor, al acometer la tarea de mejorarse a sí mismo, comenzar por la mente. A su debido tiempo se transformarán sin dificultad los hábitos exteriores para conformarse con los nuevos modos de pensar. Concéntrese el ejercitante en lo esencial, y recuerde, por ejemplo, que el comer y el vestir no son cosas esenciales, sino de escasa importancia en orden a los valores del espíritu.

No pierda el tiempo, por otra parte, en detenerse a medir sus progresos interiores. No existen patrones para evaluar el adelanto espiritual, y ese hábito

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lleva precisamente al egotismo que la «formación del carácter» trata de destruir. Evite también las comparaciones. Sepa que sólo la vanidad le impele a investigar si él o su vecino está más «adelantado» y que, de todas maneras, ningún medio le permite averiguarlo. Basta con tener presente que siempre hay formas de vida por encima y por debajo de nosotros. Finalmente, cultive el sentido del humor. El hombre capaz de reírse de sí mismo y aun de sus propios esfuerzos por mejorarse no corre el riesgo de caer en las redes de la ilusión, donde muchos pasan tantos días tediosos e improductivos. Dana

Los sistemas de desarrollo moral son incontables, pero hay uno, en el propio corazón del budismo, que encierra gran sabiduría. Dana, la caridad, Sila, la vida moral, y Bhavana, el desarrollo de la mente, constituyen la suma del progreso humano según las Escrituras palis. Es interesante apreciar el orden en que se exponen estos tres factores. Antes que Sila pueda siquiera empezar a manifestarse, debe el estudiante centrar su atención en Dana, pues hasta que no haya hecho de su mente un conducto de fuerza espiritual, para transmitir los frutos de su propia experiencia a todo el que los necesite, será él mismo como una vasija hermética, llena de líquido, pero incapaz de contener una gota más. Por eso La voz del silencio exhorta: «Indica el “Camino” — por vago que parezca su trazado, perdido en la multitud —, como la estrella del crepúsculo se lo muestra a quienes avanzan entre sombras». De ahí también la importante declaración que leemos en la página precedente del mismo manual: «Vivir en beneficio de la humanidad es el primer paso. Practicar las seis excelsas virtudes, el segundo». En esta actitud mental reside el auténtico significado de la caridad, pues en tanto las puertas del espíritu no se hayan abierto de par en par a la compasión, cualquier dádiva es de escaso valor para el donante y puede incluso perjudicar al que la recibe. Foméntese, por consiguiente, lo que W. Q. Judge llama «la devoción mental que suspira por dar» experimentando así a tiempo ese «vaciarse del corazón», como dicen los taoístas, ese sublime desprendimiento, capaz, él solo, de conducirnos a la pobreza espiritual que exigen todos los Maestros de la Vía. Sólo después de haber pasado por esta experiencia, aunque sea en grado mínimo, dejan de parecemos simples tópicos las exhortaciones de los grandes Maestros acerca de la caridad. «Renuncia a tu vida si deseas vivir» refleja algo tan real como «Al ir desapareciendo el yo, el Universo se transforma en “Yo”». Pero uno debe primero renunciar a las cosas pequeñas, en el sentido de perder el

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«apego» a ellas, para poder captar el profundo significado de la «Gran Renuncia». Una vez que este principio ha quedado bien impreso en la mente, se da un cambio radical en nuestra actitud respecto a la caridad externa. En lugar de ceder con despreocupación una parte de nuestros haberes materiales, debemos considerar todo cuanto poseemos como bienes pertenecientes a la humanidad, de los que no somos sino meros usufructuarios con el deber de utilizarlos en su beneficio. El dinero, por ejemplo, es una forma de poder, y por ello ha de manejarse cuidadosa y prudentemente. El que tiene más de lo que necesita ha de estimarse dichoso de la inmensa oportunidad que se le ofrece para hacer el bien. Pero igualmente inmensa es su responsabilidad, y de todos cuantos piensan «¡Ojalá pudiera contribuir con mi dinero a ayudar en esto o aquello!», muy pocos en verdad, si de pronto se materializaran tales deseos, se revelarían capaces de utilizar bien y con juicio recto su poder económico.

Mirando de cerca las cosas, a todos nosotros nos es posible hacer algo en este sentido, por poco que sea, ya aplicando juiciosamente a socorrer a otros en sus necesidades lo que nos sobra después de atender a las nuestras, ya trabajando para incrementar ese caudal con vistas al mismo fin. En uno de los textos del Mahayana se lee: «Aticemos, pues, esa diminuta llama, el deseo que podamos tener de dar a quien necesita». Sila

Sila engloba el tema que estamos examinando, mientras Bhavana abarca el conjunto de la concentración y meditación. Se trata aquí del campo de aplicación del Esfuerzo Recto, en otras palabras, de «impedir que nuevos males se introduzcan en nuestra mente; eliminar todo mal que ya esté en ella; desarrollar el bien que contiene; adquirir más y más sin descanso». Un buen sistema de desarrollo moral consiste en observar los cinco clásicos «preceptos» budistas, no matar, no robar, evitar los excesos sexuales, no difamar y no embriagarse, tratando al mismo tiempo de fomentar las virtudes contrarias. También puede resumirse nuestra tarea en la extinción gradual de los «Tres Fuegos» que nos consumen: Dosa, el odio, Lobha, la codicia, y Moha, el error. En cualquiera de ambos casos, recuérdese que las virtudes opuestas a esos vicios son principios morales, no meros hábitos físicos, y que cada término abraza un campo de actividad mental mucho más amplio que lo que da a entender su acepción ordinaria. La advertencia del Nuevo Testamento, por ejemplo, de que «todo el que mira a una mujer deseándola ya

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cometió adulterio con ella en su corazón» nos muestra bien cómo debemos atenernos al espíritu y no a la letra de una ley moral. Ascetismo

Sea cual fuere el sistema escogido, hemos de seguir la Vía Media. Evítense los extremos, aun en la propia abnegación, y si para llegar a un mayor dominio de sí mismo uno se impone una serie de prácticas en este sentido, no olvide nunca que tales prácticas sólo tienen valor en la medida en que facilitan a la voluntad el control de sus «vehículos». La índole de los ejercicios carece de importancia, si bien conviene empezar por los que no suscitan una oposición demasiado violenta en nuestra naturaleza. Con ellos adquiriremos la fuerza que nos permita fijarnos metas más difíciles. Así, prescindir del desayuno durante una semana no cuesta gran cosa ni hace daño, lo que no impedirá que mil razones acudan en tropel a la mente, todas ellas buenísimas, para demostrar lo inoportuno de tan incómoda decisión. Más arduas, por ser también más sutiles, resultan las prácticas destinadas a desarraigar un hábito mental. Inténtese, por ejemplo, renunciar al uso de la palabra «yo» o de la conjugación de los verbos en primera persona durante una sola hora de conversación, y entonces entenderá de veras el significado de la palabra egotismo. Tampoco los sentidos son fáciles de dominar, aun cuando lo que se les prohíbe nada tenga que ver con la moral. Trátese de recorrer una calle llena de comercios, reprimiendo por entero la curiosidad de echar una ojeada a los escaparates; o, si uno viaja en tren, decida no posar ni una sola vez la mirada, durante todo el viaje, en el rostro de la persona sentada enfrente. Después de estos ejercicios elementales se pasará al control muscular. ¿Cuánto tiempo puedo yo permanecer con el brazo levantado por encima de la cabeza sin moverlo?. En la India son innumerables quienes lo hacen hasta que el brazo se vuelve insensible. No aconsejamos, desde luego, llegar a tales extremos que el mismo Buda condenaba como infructuosos, pero ello no es óbice para admirar la tremenda fuerza de voluntad capaz de controlar hasta ese punto los músculos. Deseo

Todo esfuerzo por dominarnos a nosotros mismos sería innecesario, no obstante, si aprendiéramos a sujetar y encauzar los deseos de nuestra personalidad, pues si éstos llegaran a armonizarse con los ideales de la mente

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superior, la voluntad no tendría por qué intentar reducirlos a la obediencia. De ahí la exhortación del Buda a sus monjes con estas palabras citadas en el Dhammapada: «No por la disciplina y los votos, ni por lo profundo del saber, ni por los progresos en el meditar, ni por vivir aparte, alcanzo esa dicha inefable que ni siquiera vislumbra el hombre mundano. ¡Oh bhikkus!. No descanséis hasta haber logrado destruir el deseo». Cualquier estudiante se habrá dado cuenta de que estos deseos son especialmente fuertes durante la juventud y que la edad los va poco a poco mitigando. No hay mérito alguno en refrenar un deseo ya casi muerto. Hemos de controlar los deseos y orientarlos a altos fines cuando todavía el Yo se halla en pleno vigor juvenil y ellos mismos en toda su fuerza, ya que sólo entonces nuestras facultades podrán liberarse por completo de la tiranía de las cosas exteriores para «asaltar el baluarte de la Realidad». Cuidado, pues, con la voz de sirena de nuestros deseos, que nos habla a través de la envidia, la mezquindad, el engaño y mil otros vicios que sólo mueren cuando muere el deseo. Eliminación del vicio

Queda por ventilar la controvertida cuestión de la actitud que debe adoptarse frente a los vicios, entendiendo por tales los hábitos de la mente cuya desaparición veríamos con agrado. Digamos primero algo sobre la naturaleza del mal. Es cosa bien sabida que «todo cuanto somos es fruto de nuestro pensar, se cimenta en nuestros pensamientos, consta de nuestros pensamientos»; el mal no se exceptúa de esta regla. Ya lo dice Mahatma en sus Cartas a A. P. Sinnett: «El mal carece de existencia per se; es la ausencia del bien y existe sólo por aquel que se convierte en su víctima... El verdadero mal procede de la inteligencia humana; su única fuente es el hombre que, con su razón, se disocia de la .Naturaleza. En la Humanidad, y sólo en ella, radica el auténtico origen del mal. El mal es la exageración del bien, la progenie del egoísmo humano».

Si aún subsistiera alguna duda sobre este punto, léase con toda atención el resto de la célebre Carta 10, de donde proviene nuestra cita. Según cierto pasaje de las Escrituras budistas, las fuentes del mal son; el deseo, el odio, el error y el miedo. En otras palabras, el hombre, cediendo al impulso de esas tendencias, comete actos cuyas consecuencias «kármicas» le desagradan, y por ello les da el nombre de «mal». Tales causas del mal son a su vez llamadas «vicios»; de donde se sigue que, para suprimir el mal, deben primero eliminarse las tendencias viciosas.

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El proceso de eliminación es doble. Debemos empezar por disociarnos personalmente del vicio de que se trate o, diciéndolo con un término psicológico, «objetivarlo», para luego pasar a su destrucción mediante uno de los tres métodos que suelen proponerse con tal fin, escogiendo el más apropiado a nuestro caso particular. Se asegura que podemos llegar a dominar todo lo que consideramos independiente de nosotros mismos, pero que, al contrario, no tenemos poder alguno sobre lo que a nuestro juicio forma parte de nuestro propio ser. Así pues, antes de lanzarnos al ataque contra cualquier vicio, debemos, como quien dice, poner tierra por medio y mirarlo de lejos. Mientras uno se identifique, por ejemplo, con el odio que siente, le será imposible hacer nada contra esa pasión. Como ya hemos dicho, es lo mismo que si tratara de elevarse tirando de su propio cinturón. Póngase el estudiante en el lugar de un hombre de ciencia e intente llevar ese vicio a «la mesa de operaciones». Examínelo, analice su causa, su índole, sus resultados... y afronte el hecho de que está tolerando que «eso» le domine mentalmente. Este ejercicio, que en realidad es una especie de psicoanálisis autodirigido, prepara en la mayoría de los casos el camino a uno de los tres principales métodos de eliminación arriba mencionados, todos los cuales tienen el mérito de no acrecentar la fuerza del vicio pensando en él. Ya hemos visto que el pensamiento es poder y que, por tanto, al pensar en una cosa tendemos a fortalecerla.

Cada uno de los tres métodos — huida, sustitución y sublimación — resulta el mejor para combatir determinados vicios o defectos, por lo que en cada caso debe elegirse el más idóneo. Por ejemplo, no es posible sublimar la cólera, pero ésta puede fácilmente sustituirse por el amor. En cuanto a los pensamientos sexuales, lo más práctico es tratar de sublimarlos, mientras que a otras tentaciones se les hace la guerra huyendo de ellas.

1. Huida Hay hombres que luchan denodadamente contra sus flaquezas,

consumiendo no poca energía en ese continuo batallar. La voz del silencio puede servirles de autoridad: «Ahoga tus pecados y haz que enmudezcan para siempre, antes de levantar un pie para ascender toda Escala». Aunque es evidente que, con uno u otro método, todo vicio debe acabar por desaparecer, la elección del método adecuado incumbe al propio individuo. Este primer método consiste, como su nombre indica, en «rehuir» todo pensamiento acerca del vicio en cuestión y llenar al mismo tiempo la mente de ideas nobles; así, el vicio, como un fuego olvidado, se va apagando por falta de combustible.

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Desde luego, el ejercicio resultará mucho más fácil si se pone buen cuidado en evitar también todas las cosas, personas y lugares que tiendan a desviar la mente de su propósito y atraerla de nuevo al mal camino. Así, el aficionado a beber huirá de los amigos que tengan la misma afición, y el vanidoso hará bien en apartarse de los aduladores. No hay por qué avergonzarse de este proceder, que parece poco valiente. ¿Qué necesidad tenemos de dificultar aún más la tarea de nuestra purificación moral?. El principio básico del judo, arte japonés de lucha fundado en la filosofía budista, se ha descrito con frecuencia como un modo de «vencer cediendo». De igual suerte, la mente que aprende a rehuir un mal pensamiento logra su propósito con mucho menos esfuerzo que si se enfrentara con él. No caigamos, con todo, en la trampa de imaginar que podemos suprimir un vicio dándole rienda suelta. Lo que se dice de la concupiscencia en La voz del silencio es aplicable a todos los males: «No creas poder jamás llegar a matar la concupiscencia cediendo a ella o saciándola, pues es una abominación inspirada por Mará. Si alimentas el vicio, éste crece y se fortalece, como la larva en el tálamo de la flor».

2. Sustitución Muy parecido al método anterior, aunque no idéntico, es el de sustituir

el vicio, cada vez que «asoma la cabeza», por la virtud o cualidad opuesta. Su esencia se resume en esta famosa frase del Dhammapada: «El odio no se extingue con odio, sólo se apaga con amor». Supongamos, por ejemplo, que alguien le resulta antipático. Trate primero de suscitar en su mente un sentimiento de puro afecto, que pueda evocar a voluntad. A continuación diríjalo con toda la fuerza posible hacia ese individuo, a intervalos regulares o cuando le venga su imagen al pensamiento. Con este ejercicio se obtienen resultados sorprendentes, pero sólo la experiencia puede demostrarlo. En una primera etapa, la antipatía va disminuyendo poco a poco hasta que se disipa por completo; luego, también gradualmente, el que antes era nuestro enemigo se nos revela a una luz cada vez más favorable, pues el poder del amor nos hace ver en él virtudes hasta entonces desconocidas; y por fin, esa misma fuerza «se le contagia» y suscita en su espíritu sentimientos recíprocos. Todos cuantos han pasado por esta experiencia están de acuerdo en que constituye uno de los usos más bellos, por su pureza espiritual, del poder que posee nuestra mente. Recordemos que ésta no puede abrigar dos fuerzas contrarias a un tiempo; si la fuerza «buena» es su habitante ordinario, la opuesta será automáticamente rechazada. A la larga, todo este proceso se desarrollará de una manera maquinal.

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Para que la mente adquiera ese valioso hábito, es útil llevar en el bolsillo, con vistas a utilizarlo en los ratos perdidos, alguno de esos numerosos opúsculos donde suele resumirse hoy la sabiduría espiritual del mundo, entre otros The Voice of the Silence (La voz del silencio), el Bhagavadgita, The Light of Asia (La luz de Asia), Practical Occultism (Ocultismo práctico), el Tao Te Ching, el Sutra de Hui Neng y, por supuesto, el Dhammapada. Otra buena costumbre es la de aprender de memoria ciertos poemas breves en los que se contienen profundas verdades, como If de Kipling, o muchos de los monólogos que figuran en los dramas de Shakespeare.

3. Sublimación Un tercer método, el mejor para cierto tipo de defectos, es el de la

sublimación. En Magic (Magia), de Hartmann, hay un sabroso pasaje, citado en Practical Occultism, que lo explica bien: «La energía acumulada no puede aniquilarse; debe transferirse a otras formas o cambiarse en emociones distintas; ni puede seguir existiendo en estado de inactividad. Es inútil tratar de resistir a una pasión que no somos capaces de controlar. Si la energía que esa pasión va acumulando no se encamina por otros cauces, aumentará hasta ser más fuerte que la voluntad e incluso que la razón. Para controlarla, debemos encauzar dicha energía por otro canal, un canal superior. Así, el amor cuyo objeto es bajo o grosero puede enderezarse hacia algo más elevado, y el vicio transformarse en virtud cambiando simplemente el fin a que tiende».

Este método es el mejor para aprender a dominar esa fuerza creadora que, en el plano físico, llamamos sexualidad. La raíz de los «problemas sexuales» parece ser la incapacidad de distinguir entre dominio y supresión. Es posible llegar a contener el torrente más impetuoso, pero ni siquiera puede hacerse lo mismo con el más humilde de los riachuelos si no se da alguna salida a su energía. Así sucede con el impulso sexual, fuerza creadora, de por sí pura, impersonal y tan natural como el agua que discurre por el lecho de un río, pero también a veces inquieta y turbulenta como el mar. En el plano físico recibe el nombre de impulso o instinto sexual; en el de las emociones se traduce por el temperamento artístico, el entusiasmo y cualquier tipo de fuerza emotiva; por último, en la esfera de la mente constituye lo que muchos denominan espíritu o «soplo» creador, esa tendencia responsable de todo lo producido por el hombre, e incluso de él mismo. En esto radica la esencia de la sublimación, es decir, en escoger el canal por donde queremos que fluya toda esa fuerza. Se trata de transferirla poco a poco de un nivel puramente físico a niveles superiores, gracias a un autodominio y vigilancia incesantes.

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En los tres métodos que acabamos de examinar, y que no son sino aspectos de uno solo, óptese por lo que parezca más adecuado para erradicar el defecto que molesta, sin acceder a componendas de ninguna clase. Es mejor fracasar en nuestro intento y admitir claramente el fracaso que triunfar recurriendo a transacciones turbias y medios engañosos. En cualquier etapa de la ascensión por la Escala del Devenir hay siempre algo que. en esa etapa precisa, está bien o está mal. Persígase el bien sin la más mínima vacilación, cueste lo que cueste a la propia personalidad y digan o piensen los ignorantes lo que quieran. No hay nada vergonzoso en el fracaso, sino sólo en la cobardía de no intentar la empresa. Vale más fracasar mil veces en la tentativa de alcanzar un ideal claramente percibido que lograr una victoria mediocre y deshonrosa pactando con el enemigo. Como escribió Tennyson en su Oenone, nuestro ideal debe ser

Vivir conforme a una ley aplicarla sin temor; y pues lo bien está bien, ir en pos de tal bien, con sabio desdén de las consecuencias.

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7. CULTIVO DE LAS EMOCIONES

Hasta ahora hemos tratado del cultivo de la mente, entendiendo esta palabra como sinónimo de intelecto o «máquina de pensar». Pero así como un perfecto desarrollo físico debe extenderse a todas las funciones del cuerpo, así también el desarrollo mental debe abarcar todas las funciones o aspectos del espíritu. Por eso añadimos aquí un breve capítulo sobre las emociones, donde examinamos la naturaleza de las mismas, sus peligros y la importancia de cultivarlas y controlarlas. Naturaleza de la emoción

En el reducido espacio disponible no podemos pasar revista a todos los descubrimientos llevados a cabo en este campo por los psicólogos modernos, y mucho menos aún a sus diversas teorías. Lo expuesto a continuación es aceptado por la inmensa mayoría y puede confirmarlo la experiencia. La fuerza vital o libido, la energía que se manifiesta en un sinfín de formas, todas ellas en constante cambio, funciona, por lo que se refiere a la personalidad, a través del pensamiento y la acción. El primero comprende los complicados procesos de creación o «fabricación» de ideas; la segunda, los «actos mentales» considerados como irradiación voluntaria de esas ideas. El acto perfecto es el que concreta una idea en su totalidad, y en la unión cabal de pensamiento y acto no sobra ni se derrocha energía alguna. Pero la mayor parte de nuestros actos no alcanzan ni mucho menos esa perfección, lo que hace que siempre quede cierto residuo de fuerza no utilizada, semejante al vapor de una locomotora del que no se ha hecho uso para impulsar el tren. Ese residuo es lo que llamamos «emoción». La cantidad de fuerza emocional depende de muchos factores, pero corresponde invariablemente a la capacidad mental, análoga a la fuerza del motor o máquina de que hablábamos hace un momento. Débil o fuerte, grande o pequeña respecto a la energía producida, la emoción debe expresarse o liberarse de alguna manera. Puede hacerlo directamente a través del sistema nervioso, manifestándose en gestos, palabras o hasta actos de violencia física. Puede también permanecer invisible, salvo para el psicólogo experimentado. O cristalizar en fantasías, actos imaginativos, etc. O finalmente ser controlada y sublimada en formas

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superiores. Se objeta con frecuencia que la emoción parece ser producto de

reacciones sensoriales. Ante un acto de crueldad, por ejemplo, surge la emoción de la ira, y el ruido de una explosión puede provocar la emoción del miedo. Sin embargo, eso acontece porque la mente guarda todavía, de experiencias anteriores, algún residuo de fuerza sin utilizar. De lo contrario no hay respuesta emocional, y el mismo estímulo sólo suscita pensamientos rápidos y actos en consecuencia. De donde se deduce que, cuanto más desarrollada y mejor controlada está la mente, tanta menos energía se desperdicia en emociones.

Es preciso dominar a fondo estos principios básicos para poder dedicarse al cultivo de las emociones con algún provecho. Y una vez bien asimilados, el estudiante los aplicará al funcionamiento de la emoción en su propia psicología, la de otros o la de un grupo. Las limitaciones de espacio nos impiden considerar aquí con todo detalle estas ramificaciones. Se observará, no obstante, que la emoción, como cualquier otro aspecto de la única fuerza vital, se manifiesta en dos niveles: uno inferior, el del deseo sensual o kama, y otro superior, donde las emociones reflejan la facultad del conocimiento espiritual, generalmente llamada intuición. Tanto los principios que preceden como los métodos de cultivo de las emociones que en seguida veremos se refieren al nivel inferior, ya que las emociones superiores se consideran más bien como reflejos de fuerzas espirituales que están muy por encima de la «máquina de pensar».

Esta clasificación del contenido de nuestra intrincada personalidad puede resultar valiosa en el proceso de autodesarrollo, pero no debemos nunca olvidar que la fuerza vital es una sola y que todos los planos y subplanos dentro de nosotros no son más que vehículos de la conciencia, la cual constituye el aspecto personal de la Vida única del universo. Ello explica que el mismo aspecto de esa única fuerza vital se manifieste en distintos niveles, como también cualquier aspecto de la fuerza cósmica adopta más de una forma, por ejemplo la electricidad. Las emociones superiores deben por tanto conceptuarse como emociones o como cualidades pertenecientes a un nivel superior de conciencia. Así la alegría, en cuanto distinta del placer efímero, tiene su fuente en experiencias espirituales y corresponde, por poner una comparación científica, a la luz más que al calor. En ella podemos ver una forma de claridad espiritual que permite a nuestra mente atisbar, de modo momentáneo y fugaz, la alegría suprema de la verdadera Iluminación. Lo mismo sucede con la compasión y las formas superiores del amor. Por eso es

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tan importante practicar los cuatro Brahmaviharas, ya se consideren éstos como emociones sublimadas, ya como cualidades mentales iluminadas por la intuición. Peligros de la emoción

De lo dicho se desprende que la emoción es un derroche de energía en cuanto que de por sí no produce resultados útiles. Mas no es sólo eso, un mero despilfarro de fuerza, sino que además engaña a la mente para que la acepte como intuición, desgasta el cuerpo físico antes de tiempo y oscurece la razón.

Por una parte, la emoción está relacionada con el instinto, y por otra con la intuición. Se requiere mucha experiencia para discernir un aspecto de otro. Suele decirse que las mujeres son más intuitivas que los hombres. Desde luego son más emotivas, y por ello es opinión común que están más en contacto con la intuición. Pero aquí es necesario matizar, pues mucho de lo que se toma por voz de la intuición no es otra cosa que la voz sutil del deseo. La prueba decisiva para determinar el verdadero carácter de esos «relámpagos» de persuasión irracional es la aconsejada por el Buda como única digna de confianza. El conocimiento así adquirido ¿Está de acuerdo con las experiencias previas y con el conocimiento ya verificado?. En tal caso, puede darse por bueno provisionalmente; de no ser así, conviene reflexionar despacio antes de obedecer a un impulso contrario a la razón y a la experiencia pasada. En esto reside el valor del otro método, sin duda más oneroso pero también más seguro, de aproximarse a la intuición: el que pasa por el intelecto. La verdad que se funda en un austero raciocinio queda tarde o temprano ratificada por la luz de la intuición, mientras el sentimiento carente de ese apoyo racional quizá sea genuino, pero de igual modo puede ser, como decíamos, la voz del deseo con otro disfraz.

Aun así, ese sentimiento que no llega al nivel de la percepción intuitiva es capaz de suministrarnos la fuerza impulsora, o entusiasmo, que nos ayuda a progresar en nuestra marcha hacia el ideal. Evelyn Underhill, en The Life of the Spirit and the Life of Today (La Vida del espíritu y la vida de hoy), escribe: «El sentimiento tiene por función incrementar la energía de la idea. El tipo frío y juicioso de persuasión no poseerá nunca la fuerza avasalladora de una fe más ardorosa, aunque tal vez menos racional». Ello es cierto, si se entiende bien la palabra fe. Sólo cuando a esta «fe» se le incorpora la «convicción», la voluntad adopta sin reservas la idea y la expresa armoniosamente en actos. En un espíritu del todo desarrollado, idea y

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sentimiento se hallan tan unidos con el acto, que de tal unión no queda, por decirlo así, nada suelto. El entusiasmo es en este sentido una cualidad de la mente, si bien entraña una pérdida de energía en la medida en que se manifiesta como emoción.

Pero existen peligros todavía más definidos. La emoción agota sin necesidad el cuerpo y obnubila la mente. De ahí la perentoria declaración del Maestro K. H. a su discípulo A. P. Sinnett en términos que a primera vista parecen estar reñidos con la compasión, pero que de hecho corroboran la magnífica definición de esa cualidad, la auténtica, como «Ley de leyes, eterna Armonía»: «Quien aspira a conocer debe mostrarse intransigente con las pasiones y afectos, que “con su oculto poder extenúan el cuerpo terrenal: y así el que pretenda llegar a la meta ha de permanecer frío”. Ni siquiera le es lícito desear con excesivo ardor o apasionamiento el objeto de sus aspiraciones, pues ese mismo deseo le privará de la posibilidad de alcanzarlo o, en el mejor de los casos, lo irá retirando y alejando de él». He aquí un punto al que a menudo se han aferrado los adversarios del budismo para 'acusarlo de «frío». Si por ello se entiende que conoce los peligros de la emoción y es consciente de ellos, el cargo es cierto. Con todo, ¿en qué religión o doctrina encontramos expresada con mayor nobleza la verdadera índole de la compasión?. La fuerza del amor espiritual y de la compasión va mucho más allá que la de las emociones correspondientes, al actuar en los niveles superiores del espíritu. El cultivo voluntario de dichas cualidades hace innecesarios sus equivalentes en el plano de la emoción, reduciendo así al mínimo su poder de ofuscar el espíritu. Dice Tillyard en Spiritual Exercises (Ejercicios espirituales): «El estado mental recomendado al budista no es el de entusiasmo religioso. Es el de una mansa benevolencia para con sus semejantes, junto con una serenidad y ecuanimidad internas. Aconsejamos encarecidamente al discípulo que no se deje perturbar por ninguna emoción, por excelente que le parezca...». Al tender a lo personal, la emoción impide el examen frío y desapasionado de las leyes y principios que conducen a la iluminación. El pensamiento puro es siempre impersonal, mientras que la emoción, vinculada con el deseo y por tanto inevitablemente personal, introduce factores que enturbian las ideas y hacen mucho más difícil su análisis sereno.

Pero tanto el arte como la mística — argüirán algunos — nacen de las emociones. ¿Qué hay de cierto en esta suposición común?. El arte es expresión de la belleza impersonal a través de un medio personal, y es fácil de comprobar que los mayores logros artísticos de cualquier país y de cualquier

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época son precisamente los más impersonales. La belleza es la apariencia externa de la armonía cósmica; el arte traduce el intento, por parte de los seres humanos, de interpretar esa belleza en formas distintas. De donde se desprende que el genio artístico es proporcional a la medida en que los valores eternos se manifiestan a los sentidos, sea cual fuere el medio utilizado: la poesía, la cerámica, la música o el movimiento del cuerpo humano. En esa representación de las cualidades eternas, la injerencia de lo personal sólo se justifica por lo que tiene de común a toda la humanidad, y en esto es impersonal. ¿Qué lugar queda aquí para las emociones, en la mente del artista como en la del que admira la obra de arte?. Sin duda el artista ha de poseer una extrema sensibilidad, pero los sentidos no son más que «ventanas» de la mente. En cuanto al espectador, el verdadero arte despierta en él una facultad muy superior a las emociones, aquella que hace posible la percepción directa de la armonía universal plasmada con acierto por el artista.

Respecto de la mística, suele objetarse que busca y alcanza la iluminación merced a las emociones. La respuesta es triple. Primero, la mayoría de los grandes místicos han cimentado siempre su intensa devoción en un noble intelecto; segundo, el faro de la verdadera mística es una intuición cuya luz pierde en brillo, más que gana, con la emotividad excesiva; y tercero, la «emoción», por llamarla de alguna manera, que distingue a esos grandes místicos no es otra cosa que una profunda serenidad mental derivada de la visión de los auténticos valores y de la inconmensurable unidad de la vida.

Esta serenidad capacita al individuo para superar el plano de las fuerzas contrarias de atracción y repulsión, volviéndolo indiferente al dolor, tanto moral como físico. Las emociones, al igual que la mente, deben acostumbrarse a reflejar el ideal, cosa imposible mientras, a impulsos del deseo, respondan a cualquier capricho y fantasía de la personalidad. Sólo cuando lleguen a per manecer impertérritas ante los estímulos exteriores dejarán de ser fuentes de confusión para el espíritu, pues, como ya tantas veces hemos dicho, la emoción es incompatible con la claridad de pensamiento. El cultivo de las emociones

Podrá parecer curioso que hablemos de cultivar una fuerza descrita como subproducto inútil del pensamiento No debe olvidarse, sin embargo, que la fuerza es una sola, aunque se manifieste en innumerables formas, y en vista de que los ejercitantes más adelantados generan constantemente fuerza emocional, es sensato utilizar ésta en provecho propio o sublimarla elevándola

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a planos superiores. A medida que el desarrollo mental discurre por niveles cada vez más altos de meditación, menor va siendo la cantidad de fuerza desperdiciada en emociones. Pero hasta llegar ahí, debemos hacer lo posible por enderezar esa fuerza vital a fines espirituales.

El cultivo de las emociones es análogo al de la mente, y muchos elementos son comunes a ambas esferas. Se observará, por ejemplo, que tanto el pensar como el sentir repercuten en el vehículo físico. Hasta el Occidente ha acabado por darse cuenta de los efectos que el pensamiento y la emoción producen en la salud física, y de la manera en que las preocupaciones, por citar un caso bastante común, influyen a través del sistema nervioso en la digestión, la secreción glandular y otras funciones del cuerpo. Incluso ha llegado a demostrarse que el agotamiento físico es, en gran parte, de origen emocional. El desgaste y deterioro de los tejidos orgánicos provocado por una dura jornada de trabajo en una oficina no es mayor que el que tiene lugar durante una partida de tenis; lo primero, no obstante, puede llevar consigo una carga de tensión nerviosa debida a la inquietud, el temor, la ansiedad y otras emociones, mientras lo segundo actúa en sentido contrario, relajando la tensión y reduciendo en consecuencia la fatiga. La técnica para cultivar las emociones es también la misma que se emplea en el control mental: disociación y análisis, procediendo luego a eliminar la cualidad indeseable, sustituyéndola por otra o sublimándola.

Sobre todo, téngase cuidado de no reprimir directamente las emociones. La emoción es una fuerza, venga de donde venga, y se deja sentir en todos nosotros, salvo contadas excepciones, a casi cada momento del día. Dicha fuerza obedece a la ley que se aplica a toda forma de energía: si se reprime, encontrará de cualquier manera un escape, como las aguas de un torrente contenidas por un dique. No otra cosa es el «complejo» de que habla la psicología moderna: a menudo permanece oculto tras la fachada flemática del temperamento anglosajón, pero más de una «crisis nerviosa» es el resultado final de esa especie de nudo en el subconsciente. Quienquiera que haya estudiado la patología del miedo, por ejemplo, conoce lo devastador de sus repercusiones, corporales como mentales.

En la meditación sobre los cuerpos, el estudiante aprende a decirse a sí mismo con cierto convencimiento: «Yo no soy mis emociones». Y aplica esta técnica a cada una de ellas. En efecto, hasta que el meditador no consigue disociarse por completo de cada emoción, ya se trate del miedo, el odio, la envidia o el deseo sensual, no le será posible sustituirla ni sublimarla. Como ya decíamos, uno no puede quitarse de encima lo que cree que es parte de sí

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mismo; en cambio, al examinar una emoción objetivamente, la privamos del dominio que de ordinario ejerce sobre nosotros.

Cuando la emoción a la que pretendemos poner freno ha sido ya llevada a la «mesa de operaciones» tras un proceso de disociación, es el momento de analizar su naturaleza y también, si es factible, su causa psicológica. Entre otras cosas que facilitan el análisis, nótese cómo todas las emociones pueden agruparse en una u otra de dos categorías principales, Amor y Odio, donde se incluyen respectivamente las fuerzas antitéticas de atracción y repulsión que mantienen el Universo en equilibrio. Tales fuerzas son complementarias y se manifiestan siempre bajo ese doble aspecto. En las ciencias físicas, por ejemplo, las vemos actuar a través de las leyes de la astronomía, la dinámica y la electricidad; en la ingeniería, adoptan la forma de tensiones y presiones. Incluso la gravedad, tal vez la más conocida de las fuerzas naturales, es sólo la mitad de un todo doble, pues si no hubiera una fuerza de repulsión equivalente el Universo sería arrastrado hacia su centro y desaparecería. En la esfera de las emociones estos principios revisten el ropaje de amor y odio, y en la del pensamiento las mismas fuerzas, canalizadas, pueden contribuir positivamente a la formación del carácter. Se afirma que las leyes del magnetismo, que gobiernan la interacción de estas dos fuerzas fundamentales, proporcionan, si se entienden bien, la clave del funcionamiento del Universo. Por ello, quienes sostienen que el amor es la pauta suprema de la vida no deben jamás olvidar que, como cualquier otro principio, ese amor carecería en absoluto de significado si no se diera la fuerza contraria.

Ya hemos mencionado la analogía que existe entre una escalera mecánica y la cosmogénesis. Toda evolución supone una involución previa, y ambos procesos van siempre juntos. Al encontrarse el hombre en el arco ascendente, es obvio que, para él, hay una serie de fuerzas «buenas» y otra de fuerzas «malas». Así, mientras el egoísmo es la ley de la materia, que está en el arco descendente, la cualidad opuesta, el altruismo, es la ley del espíritu. De igual manera el amor es bueno y el odio es malo, y en este sentido el amor puede llamarse con razón la ley de nuestro ser. De ahí se sigue que, a la larga, debemos no solamente dejar de odiar, sino que hemos de matar en nosotros hasta la capacidad misma de sentir odio.

En especial úsese el poder de sustitución para eliminar la más inhibidora de todas las emociones: el miedo. No sólo a individuos, sino también a situaciones y acontecimientos, presentes o futuros. La valentía es, sin lugar a dudas, la cualidad más importante para el desarrollo espiritual, la fuerza que empuja al peregrino exhausto y lo anima a penetrar en el reino de

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lo desconocido. El miedo pone grilletes en los pies de la iniciativa y, al decir de los que poseen visión psíquica, se pega al corazón y la mente como una niebla gris, impidiendo toda acción. La vida, no obstante, es un continuo «nacerse», y la vida espiritual un «ir a más». Nadie dispone del éxito a su guisa, pero cualquier hombre puede merecerlo con su esfuerzo; el secreto reside en la palabra «inténtalo». ¿Quién conoce de veras hasta dónde es capaz de llegar, si no se ha puesto en camino?.

Las emociones difíciles de sustituir por fuerzas complementarias pueden sublimarse, es decir, elevarse a formas o niveles superiores. El amor mismo adopta formas diversas, desde el deseo animal, pasando por el afecto terreno, hasta esa fuerza tan sublimada que no es ya más que la ley de la unidad con apariencia tangible. Visto así, el amor es sólo otro nombre del deseo, y éste a su vez es la fuerza que mueve la voluntad. No en vano dice el proverbio: «Detrás de la voluntad anida el deseo». Mas para ello el deseo ha de remontarse desde un afán de apropiación egoísta hasta una pura y desinteresada voluntad de servicio, esa fuerza impersonal que es el motor de la espiritualidad. Ni el amor, ni el deseo, ni ningún otro sentimiento análogo podrán jamás ser erradicados, y todo el empeño que pongamos en extirparlos será inútil. Lo que hay que hacer es realzar con toda deliberación sus objetivos hasta que el amante y lo amado, el que desea y lo deseado, constituyan una unidad. Sólo así conseguiremos hacer oídos sordos a la voz de la personalidad, y sólo así los resortes de la acción empezarán a funcionar movidos desde dentro.

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INTERMEDIO LA SALUD Y SUS LEYES

La mejor de las mentes no puede funcionar a través de un instrumento

defectuoso, como tampoco un gran violinista puede demostrar su talento con un violín en malas condiciones. Lo mismo sucede con el cuerpo físico que, por ser un necesario instrumento del espíritu, debe estar y mantenerse en forma. Más para controlar el cuerpo es preciso aprender sus leyes, y para conservarlo en buen estado resulta también muy útil conocer algo de su fisiología y anatomía. Además de ignorar el funcionamiento de la mente, la mayoría de las personas ni siquiera saben cómo trabaja el mecanismo de su instrumento físico. Y sin embargo este conocimiento elemental es tan interesante como fácil de adquirir. Por otra parte, las nociones mismas de anatomía y fisiología que uno ha logrado asimilar constituyen un precioso material de meditación, ya que las leyes relativas al cuerpo no son sino reflejos de las leyes del Universo, que funcionan en todos los planos.

Tales conocimientos nos harán ver con claridad que la buena marcha del cuerpo depende principalmente de la solidez de su estructura y de la pureza de la sangre. En primer lugar, la estructura ha de ser sólida. Muchas molestias y enfermedades tienen su origen en un pequeño desplazamiento de huesos, siendo a menudo la espina dorsal la parte más afectada. Cualquier osteópata competente puede diagnosticar y curar este tipo de dolencia, tras de lo cual la naturaleza se encargará por sí misma de borrar los vestigios que la lesión haya podido dejar en el organismo.

Suponiendo que la estructura ósea funcione normalmente y que no exista ninguna otra malformación orgánica, la salud dependerá sobre todo del grado de pureza de la sangre. Ésta tiene por principal misión suministrar al cuerpo el oxígeno necesario, así como ciertas sustancias químicas. El oxígeno proviene del aire, y las sustancias químicas se encuentran en los alimentos. Recuérdese que la única finalidad de nuestras numerosas y variadas comidas es proporcionar al organismo las materias primas que le permiten renovar los tejidos desgastados y mantenerse a una temperatura constante. Cuando se come con exceso, se impone una sobrecarga indebida al mecanismo de la eliminación; al no poderse expulsar con facilidad, los desechos orgánicos se acumulan en el cuerpo, provocando toda una serie de trastornos, desde la

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sensación de pesadez y fatiga hasta otros desórdenes en apariencia desconectados entre sí, como la indigestión, el reumatismo y el catarro.

La primera regla de la dieta es, por tanto, reducir en un cincuenta por ciento la cantidad de lo que se come. La mayoría de nosotros comemos demasiado. No debemos nunca olvidar que la cantidad de sustancias químicas que nuestro cuerpo necesita diariamente es muy pequeña, y así, cuanto más pura sea la forma en que las tomamos, tanto menor será el volumen de materia inútil que ha de atravesar el aparato digestivo y ser eliminada. Redúzcanse pues las comidas a dos por día, y levántese uno de la mesa con la sensación de que «todavía cabe más». Tampoco es malo ayunar de vez en cuando o, por lo menos, practicar el «régimen de fruta», es decir, comer solamente una pequeña fruta dos veces al día.

La segunda regla se refiere a la proporción que ha de reinar en los alimentos, ya que el exceso o defecto de cualquier sustancia indispensable puede llegar a perturbar el equilibrio químico de la sangre y, con el tiempo, deteriorar la salud. Muchas personas sufren de acidosis, pese a que un mínimo de conocimientos y esfuerzo les bastaría para suprimir esa prolífica fuente de molestias. Si se adopta un régimen vegetariano, debe planearse inteligentemente. Una dieta que sólo conste de grandes cantidades de cereales, verdura mal cocinada y fruta escogida al azar carecerá de algunos elementos químicos esenciales y acabará por desarreglar el mecanismo de la digestión. No deja de ser lamentable que tantos vegetarianos padezcan de indigestión y que a tantos otros les afecte el frío de modo anormal. Todo esto podría evitarse con un poco de discernimiento en la alimentación. El régimen ideal es el que huye de los alimentos fuertes y muy sazonados, así como de las conservas. Ideal difícil, no cabe duda, pero con un poco de atención el estudiante medio logrará por lo menos acercarse a él.

La tercera regla consiste en beber lo menos posible durante las comidas. Si uno tiene sed, y no por otra razón, beba entre las mismas, pues el líquido que se toma con los alimentos diluye los jugos gástricos y entorpece la digestión. Vinos y licores deben desterrarse por completo: el alcohol es incompatible con la alta meditación. Las bebidas cuya proporción de alcohol en un vaso normal es insignificante pueden compararse con el tabaco y ciertos excitantes como el té o el café. Si el estudiante puede prescindir de ellas, mejor; si no, conténtese de momento con ir disminuyendo poco a poco su consumo hasta que el deseo de tomarlas desaparezca del todo.

Por fin, téngase en cuenta que la dieta es esencialmente individual. Lo que es bueno para uno no lo es para todos. Haga el estudiante varias pruebas

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hasta averiguar qué es lo mejor para él, pero no adquiera hábitos demasiado fijos. Un cuerpo en perfecta forma debe poder comer cualquier cosa en cualquier momento, y pasarse también sin ello. Si acaso uno se viera obligado a tomar lo que no le gusta o comer en exceso, hágalo sin temor, y al día siguiente ayune hasta que la naturaleza haya vuelto a su equilibrio. Con tal de no violar ningún principio religioso, más vale acomodarse al ambiente que hacer un feo a los amigos o prestarse a los sarcasmos de quienes siempre están prontos a juzgar a un hombre por aspectos secundarios.

Digamos todavía una palabra sobre el descanso. La falta de éste produce tensión, y la tensión es origen de multitud de trastornos que acaban por «romper la máquina».

Las causas de esa tensión son diversas. A veces se hace trabajar al cuerpo demasiado tiempo seguido, sin dejarle dormir lo suficiente. El que de modo habitual se priva del sueño necesario para reparar el desgaste de la jornada termina fatalmente por «estallar», sea cual fuere la resistencia de su organismo. Otra fuente de tensión es el ejercicio excesivo. En algunos países la necesidad de ejercicio físico ha llegado a ser una obsesión, hasta el punto de considerarse el desarrollo muscular como prueba decisiva de buena salud. No hay tal. El ejercicio, fuera del que implican los quehaceres normales de cada día, es del todo superfluo para quien observa una dieta razonable. Claro está que, si damos de comer al cuerpo dos veces más de lo que necesita para reparar sus tejidos, tendrá que recurrir al ejercicio violento con vistas a eliminar lo que le sobra. Por el contrario, es recomendable la práctica, a la mañana y a la noche, de unos pocos ejercicios sencillos que pongan en juego los músculos raramente utilizados en la vida sedentaria.

El tema de la relajación se ha tratado ya en la primera parte de este manual, pero recordamos al estudiante que, a medida que la meditación progresa, el cuerpo se tensa también cada vez más. Tal tensión debe contrarrestarse con ejercicios regulares de relajamiento, corporal y mental. En la mera concentración, la fatiga se limita a los músculos, mientras que en la meditación, sobre todo en sus etapas avanzadas, se manifiesta de modo más sutil a través del sistema nervioso. A menudo uno comprueba, no sin disgusto, cómo se vuelve más irritable e hipersensible. En este caso, que es bastante común, recuérdese que cualquier máquina revela sus pequeños defectos cuando se le exige un trabajo excesivo. Póngase entonces especial interés en los ejercicios de respiración rítmica y profunda, y purifíquese el cuerpo de todas las formas posibles, para que el instrumento se vaya puliendo y refinando al mismo tiempo que la mente.

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Tercera parte

GRAN MEDITACIÓN

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8. LA GRAN MEDITACIÓN

Sobre el tema de la «gran meditación», dicen algunos, no es posible escribir nada útil. Las palabras, no obstante, se limitan a simbolizar ideas, y las más altas verdades pueden expresarse en símbolos, aunque por su grandiosidad no quepan en las definiciones concretas que tanto agradan a la mente inferior. Este lenguaje simbólico, cuya forma más acabada son las palabras, es común a todos cuantos caminan por la Senda y, gracias a él, cualquier hombre que haya desarrollado en su interior la facultad de descifrarlo está ya en condiciones de asomarse a los profundos misterios de la Realidad.

La frontera entre la pequeña y la gran meditación es del todo indefinida, ya que tales términos sólo denotan etapas sucesivas de un desarrollo continuo. Pero llega un momento, en la vida de cada aspirante, en que se produce un cambio tan definido como indescriptible. Los que intentan describirlo recurren a la analogía, echando mano de comparaciones que, si bien no llegan a revelar la verdad, la reflejan al menos como un espejo para que pueda percibirla la vista interior. A algunos les parece como si el centro espiritual de gravedad se hubiera ido desplazando constantemente y, con él, los valores de la vida interior y exterior, cuyas relaciones mutuas no son ya las mismas de antes. La vida interior se contempla como la auténtica Realidad, mientras la del mundo va siendo un reflejo cada vez más pálido de esa experiencia interna. Otros se ven a sí mismos como viajeros a punto de atravesar una región nueva e inexplorada, donde los límites del pensamiento vacuo quedan de pronto trascendidos y las cosas se perciben por vez primera tal como son. A otros, por fin, se les antoja la transformación como un cambio de sentido de su fuerza vital. Hasta entonces ésta se movía hacia fuera, hacia las apariencias, alejándose del corazón de las cosas; ahora lo hace hacia dentro, hacia la quintaesencia de las cosas, hacia la Realidad.

Quienes encuentren curiosos estos símiles recuerden que la voz del misticismo habla su propio lenguaje y que las verdades de la vida interior se expresan mejor por medio del símbolo, el mito y la poesía que a través de la prosaica precisión de una terminología libresca. Esta última formula con más claridad los conceptos de la mente inferior; aquélla libera los ocultos resortes de la vida y, en ciertos instantes, permite captar directamente la luz que

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inspiró tales comparaciones. Más cualquiera que fuere la analogía o frase que lo describe, ese nuevo estado de la mente entraña un cambio irrevocable. Una vez abiertos, los ojos interiores ya no se cierran. He aquí cómo un poeta relata esta experiencia:

El futuro yace sin forma entre mis manos. Ante mí se despliega una Senda. No hay vía de retorno. Sólo, a mis espaldas, una puerta cerrada.

Esta nueva fase llega de improviso, y el meditador se encuentra sumido

en un silencio dinámico cuyos límites son inmensurables. Hay una mezcla de fuerza latente y equilibrio interno, que sugiere la analogía de un gigantesco volante, girando a tremenda velocidad y con increíble potencia, pero tan silenciosamente que parece inmóvil. Tal es el eslabón que faltaba en la cadena, para enlazar el funcionamiento habitual de la conciencia en el intelecto con el uso, también habitual, de la intuición. Ya en la pequeña meditación aprendía uno a servirse conscientemente de esa facultad superior de cognición directa, pero lo que antes era raro comienza a ser, si no ordinario, al menos más fácil y frecuente. El intelecto fabrica imágenes y las utiliza, mas estos productos suyos lo cercan hasta abarcarlo por completo. Sólo cuando florece buddhi, la facultad que designamos por el nombre de intuición, empezamos a purificarnos lentamente del sentimiento de separación que engendra la forma, a la vez que se disipan en nosotros los límites de esas dos ilusiones gemelas, el tiempo y la distancia. Sin embargo, dicha facultad no es el Yo; es un mero vínculo entre nuestro intelecto y la Mente Universal. Esta última, lejos de constituir un «alma» personal e inmortal, es tan impersonal como las leyes universales que representa. Así lo explica el Lankavatara-sutra: «La Inteligencia Trascendental surge al llegar la mente intelectual a su tope. Para que las cosas puedan captarse en su verdadera esencia, es menester que los procesos mentales, que se basan en ideas, discernimientos y juicios particularizados, trasciendan recurriendo a una facultad superior de cognición, que es un vínculo entre la mente intelectual y la Mente Universal. Si bien esa facultad no constituye un órgano individualizado como la mente intelectual, tiene una ventaja mucho mayor: hallarse en directa dependencia de la Mente Universal. La intuición no proporciona informaciones que puedan analizarse o discernirse, sino algo mucho más precioso, la realización de sí mismo por medio de la identificación».

Al principio esta facultad, cuya expresión es la paradoja, se revela en

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destellos ocasionales de satori, o iluminación momentánea; pero, a medida que pasa el tiempo, la cantidad y calidad de tales instantes va en aumento hasta que esa «luz sin calor» brilla ininterrumpidamente a todo lo largo del día. Su efecto es crucial. El sujeto no actúa ya a raíz de una opción entre dos posibilidades; escoge el bien porque obrar bien se ha convertido en parte integrante de su carácter. La elección es automática; el que así obra obedece a una ley interior y conoce muy bien las funestas consecuencias que se derivarían de infringirla. Ese impulso interno es ya su única «autoridad». En adelante no necesita apoyarse en nadie, pues se sostiene por sí mismo. Por decirlo en el lenguaje de la mística, ni busca la Senda ni camina por ella: él es la Senda. Así lo leemos también en La voz del silencio: «No podrás viajar por la Senda hasta que tú te hayas transformado en la Senda misma».

Esta revolución interior repercute en el intelecto y en la vida diaria con efectos perturbadores. Cosas que parecían triviales son ahora de la máxima importancia, y principios que no se creían triviales resultan un estorbo del que uno desea desembarazarse. Placeres que antes nos atraían nos llenan ahora de tedio; preferimos el estudio y la reflexión, que ya no nos aburren como solían hacerlo. El ejercitante se percata de que el estudio donde interviene la intuición no consume, sino libera fuerza, y de que la meditación, dando paso a la energía latente, le hace a uno sentirse mucho más vital y dinámico que antes. Estos progresos tienen, con todo, un precio. El estudiante ha de controlar rigurosísimamente sus hábitos de lenguaje y sus modos de proceder. Una promesa hecha a sí mismo o a otro, por muy a la ligera que la haya formulado, debe cumplirla al pie de la letra. Tenga, pues, sumo cuidado al comprometerse en alguna cosa o tomar una decisión, aun la más insignificante. Así también deberá vivir cada uno de los Preceptos en un alto nivel. Por ejemplo, su veracidad ha de ser sin tacha, y el respeto a la vida significará para él abstenerse de cualquier pensamiento o acto hostil a la evolución de las nuevas formas de conciencia. El abandono del intelecto

El cambio más desconcertante, empero, es el que se produce al abandonar el intelecto, esa valiosa facultad que tantos años y vidas de esfuerzo ha costado llegar a someter, esa «máquina de pensar» que precisamente nos ha permitido alcanzar el nuevo estado de conciencia. Citemos una vez más nuestro vademécum favorito de desarrollo mental, La voz del silencio: «La mente es el gran asesino de lo Real. Aprenda el discípulo a matar al asesino».

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Todo sería perfecto si esto pudiera hacerse de golpe, pero la tarea es larga y trabajosa. Una cosa es darse cuenta, como escribía Porfirio, de que «según el intelecto mucho puede decirse acerca de esa naturaleza que está más allá del intelecto, pero se contempla mejor cuando cesa la energía intelectual que con ella»; y otra cosa acostumbrar la propia mente a un estado donde «la diosa Razón» ha tenido que abandonar su trono. Es éste un mundo tan extraño para el estudiante como lo es su propio cambio interior a los ojos de los demás. La lógica y la razón son los arquitectos que edifican las chozas o los palacios del pensamiento intelectual; la intuición se eleva por encima del mundo de las formas al mundo del Ser, y por ello los constructores de formas se quedan atrás. El «sentido común» no es ya el único criterio de la verdad o falsedad de una proposición, porque la mente superior puede ver que lo que al pensador riguroso le parece una insensatez es tal vez una espléndida realidad. Se ha dicho, con cierta ligereza, que la paradoja es una verdad presentada cabeza abajo para llamar la atención; sin la menor duda, algunos principios se expresan mejor de esta manera irracional. Pero, como veremos más adelante en el capítulo dedicado a los métodos Zen de meditación, ese liberarse del dominio del intelecto va más allá de la simple paradoja, y la caprichosa y alegre futilidad del mondo Zen (preguntas y respuestas) es la desesperación de la orgullosa mente racional. Nadie, de cierto, que no haya todavía descubierto dentro de sí mismo una facultad superior al puro intelecto está en condiciones de pasar a la alta meditación.

Así, quienes por este u otro motivo no se sientan con ánimo de emprender nuevas aventuras espirituales no sigan leyendo estas páginas. La «Doctrina de la Visión Exterior» es para muchos; la «Doctrina del Corazón» fue siempre para unos pocos. «Por tanto — insta La voz del silencio —, si la «Doctrina del Corazón» te resulta demasiado elevada... aún estás a tiempo para decidir: conténtate con la «Doctrina de la Visión Exterior» de la Ley. Más no pierdas la esperanza. La «Secreta Vía» que hoy te es inaccesible estará a tu alcance mañana», es decir, en vidas futuras. Si se resuelve continuar, considérese una vez más el motivo que anima esta decisión. En el camino, le vendrán al estudiante ciertos poderes, así como visiones de la Verdad cada vez más cercanas a la Pura Iluminación. Más no es ése su fin. Sólo hay un motivo recto para emprender este viaje: la iluminación de toda la humanidad. Si todo esfuerzo futuro no brota del límpido manantial de la Compasión, más vale olvidarse de la Senda, pues cualquier deseo inferior no hará sino afianzar el espejismo de la separación, aplazando en consecuencia el momento supremo de la Unión.

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Temas de alta meditación

En las primeras etapas de cualquier arte o ciencia no sólo es posible, sino virtualmente necesario, fijar una serie de ejercicios graduados que conduzcan al estudiante paso a paso hasta el dominio de la disciplina en cuestión. Pero, al llegar a niveles más altos, empiezan a ponerse de manifiesto las inclinaciones y preferencias de cada individuo, haciéndose cada vez más difícil sugerir y, a fortiori, imponer una línea de progreso ulterior apta para todos. Lo que es cierto de las artes y ciencias mundanas lo es más todavía de la ciencia espiritual de la meditación, ya que no existen dos personas que hayan heredado de sus vidas pasadas los mismos gustos, habilidades y preferencias por un campo de actividad.

Al escoger un tema de alta meditación, se verá en seguida que el tema en sí no tiene tanta importancia como el nivel en que se asume. Por ejemplo, uno puede meditar sobre el Buda en su faceta de hombre, de Maestro espiritual o de principio cósmico. La diferencia no está en el tema mismo, sino en la mente del que medita. Ello se explica por el hecho de que la vía del progreso es una espiral ascendente y no una línea recta. Uno recorre constantemente el mismo circuito y pasa por los mismos puntos, pero cada vez en un nivel más alto. Así el último de los neófitos puede entender, al menos en parte, las experiencias espirituales más elevadas, pues todas las etapas que median entre la más profunda ignorancia y la pura iluminación son recorridas sin descanso a lo largo de ese viaje en espiral donde, a cada revolución, la oscuridad se hace menos densa y la luz más brillante. El que de esta manera medita ha dejado atrás el mundo, ha probado todos los métodos conocidos de salvación indirecta, se ha vuelto hacia su propio interior, ha sido objeto de violentas tentaciones, ha experimentado la iluminación y la ha compartido con el mundo..., para sucumbir una vez más, aunque nunca tanto como antes, al señuelo de los sentidos. No nos enfrentamos por primera vez con la Gran Renuncia al final de nuestra peregrinación, sino a cada momento del día. Así también rehacemos sin cesar cada etapa de la Senda, pero lentamente vamos ascendiendo por la ladera de la montaña. Cierto que algunos parecen dar vueltas en un círculo siempre idéntico. Tal vez se trate de aquellos que, a despecho de la experiencia, repiten los errores del pasado al regresar al mismo punto del ciclo y, por ello, vuelven a encontrarse en la posición anterior. Los que conocen el «juego de la oca» pueden ver en él una ilustración de esta gran ley.

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Aplicando los principios que acabamos de exponer, se comprobará que los temas utilizados en la «pequeña» meditación sirven también aquí, pues las dificultades, victorias y tentaciones del pasado no hacen sino dormitar hasta que el ciclo se renueva. Esta misma ley de los ciclos, por constituir uno de los principios básicos del Universo, es de por sí un excelente tema de meditación. Con la ayuda de la analogía, permitirá al estudiante comprender, como nunca lo hiciera antes, las leyes que rigen la naturaleza y el hombre, así como el mecanismo de ese proceso evolutivo por el que ambos progresan lentamente hacia su identidad esencial.

Volvamos, pues, a los temas ya tratados, pero examinándolos desde un punto de vista superior. Por ejemplo, la meditación sobre los cuerpos puede usarse de nuevo: una vez que la conciencia ha sido disociada de los principios inferiores, el cuerpo, las emociones y el pensamiento, el estudiante intentará remontarse a un nivel más alto que aquel en que todavía piensa «yo soy yo». Lo mismo se aplica a la meditación sobre «las cosas tal como son». Pásese del mero análisis intelectual de su esencia a la vida de la que esas cosas son formas externas. En cuanto al tema del Yo, es, desde luego, inagotable, y de tal importancia que más adelante lo habremos todavía de considerar en sus aspectos más nobles. Liberarse de las cadenas de la forma

A la meditación sobre todos estos temas contribuirá enormemente la nueva facultad que acabamos de desarrollar, a saber, la intuición. Ésta no es tanto, como ya hemos dicho, un nuevo vehículo de la conciencia como una luz que ilumina la mente superior. Su uso ayudará al ejercitante a desarraigar el hábito de «construir formas» o imágenes, que es característico del espíritu inferior. Cuesta muy poco adaptar la sustancia plástica del pensamiento a un ideal escogido y admirado, pero ello destruye la flexibilidad intrínseca de la mente. Debemos recordar que el objetivo de la meditación no es amoldarse por entero al tema, sino extraer de él la verdad que contiene y manifestar esa verdad en el propio carácter. A medida que se amplía el alcance del tema, la mente ha de hacerse más y más adaptable, resistiendo a la inercia que tiende siempre a mantenerla dentro de los límites de una imagen agradable. Refiriéndose a la conciencia del hombre contemporáneo, escribe la señorita Geraldine Coster en Yoga and Western Psychology (El yoga y la psicología occidental): «La gente pide a la vida valores absolutos, para que nada les coja de sorpresa. La esencia de la vida radica, no obstante, en la relatividad. La

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vida se mueve, cambia inevitablemente, y en todo momento salen a nuestro encuentro lo inesperado y lo desconocido. Por culpa de la ignorancia, se da en cada hombre una feroz resistencia a la vida como es, una incapacidad para aceptar el fluir de las cosas y adaptarse voluntariamente a él. Emanciparse del yugo de la vida, aceptarla como viene sin exigirle lo que uno espera de ella, es lo que el analista y el yogui consideran constitutivo de la “libre psique” o “liberación”, que a los ojos de entrambos es una perla de gran precio, digna de cualquier sacrificio». A la postre, los conceptos más sublimes son sólo formas mentales para expresar verdades espirituales, pero, como bien sabe el budista, toda forma es perecedera.

Nuestro objetivo es nada menos que la Iluminación, el alma de la forma. El Sutra de Hui Neng explica: «La Esencia de nuestra mente es intrínsecamente pura; todas las cosas, buenas o malas, son sólo sus manifestaciones, y nuestras buenas y malas obras son respectivamente el resultado de buenos y malos pensamientos». En otro pasaje del mismo escrito, leemos también: «Cuando nos hayamos liberado de nuestro apego a todos los objetos exteriores, la mente estará en paz. La Esencia de nuestra mente es intrínsecamente pura, y la turbación de que somos víctimas se debe a que nos dejamos arrastrar por las circunstancias del momento. Quien acierte a mantener su mente impertérrita en cualesquiera circunstancias habrá alcanzado el verdadero Samadhi». La amplitud cada vez mayor del campo de visión espiritual que proviene del desarrollo de la facultad llamada buddhi afloja las cadenas que sujetan la mente a las formas y ayuda al estudiante a considerar los conceptos como simples facetas de la verdad, sin hacer caso de la forma en que puedan manifestarse. Lo que necesita el que practica la «gran meditación» no es una cantidad siempre mayor de conceptos espirituales para ejercer en ellos su poder de abstracción mental, sino una experiencia espiritual cada vez más profunda. Los conceptos son medios indispensables de comunicación mental, pero no pueden reemplazar la experiencia personal de las verdades que sólo revelan en parte.

He aquí cómo expresa esta doctrina el Lankavatara-sutra: «Preguntó entonces Mahamati al Bienaventurado: “¿Por qué los ignorantes son juguete de la discriminación, y no los sabios?”. A lo cual el Bienaventurado respondió: “Ello es debido a que los ignorantes se aterran a nombres, signos e ideas; a medida que sus mentes discurren por esos canales, van alimentándose de objetos múltiples y sucumben a la noción de un alma personal, con todo lo que a ésta pertenece: discriminan entre lo bueno y lo malo en medio de apariencias, dejándose seducir por lo agradable. Al hacerlo así. regresan a la

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ignorancia y acumulan karma nacido de la codicia, la ira y la necedad. Esta acumulación progresiva de karma los va aprisionando en un capullo de discriminación, hasta que no pueden ya liberarse del círculo del nacer y el morir”». Es preciso, por tanto, romper ese «capullo de discriminación», en pensamiento y palabra, si se aspira a la autorrealización, que el sutra define más adelante: «La autorrealización es un estado sublime de acabamiento interno que trasciende todo pensar dualista, hallándose por encima del sistema de la mente con su lógica, raciocinios, teorías e ilustraciones».

Si esto parece cosa difícil, recuérdese que tarde o temprano la mente debe llegar a comprender que todas las formas, incluido el propio Universo, nacen en el pensamiento, como hijas que son de la Mente Universal. Sigamos citando el Lankavatara-sutra. Interrogado sobre la raíz del error de ciertos filósofos, el Bienaventurado responde: «El error reside en que no reconocen que el mundo objetivo brota de la mente misma, y que todo el sistema mental es también producto de la mente: considerando, pues, estas manifestaciones de la mente como reales, continúan discriminándolas, deleitándose en el dualismo de esto y aquello, del ser y el no-ser, ignorantes de que no hay más que una sola Esencia, común a todas las cosas». Con la mirada fija en estas alturas aún no alcanzadas de la conciencia, debemos sin embargo tener presente que lo Real y lo Irreal no son sino términos relativos para nuestra conciencia actual, como dice Jung en su comentario a El secreto de la Flor de Oro: «Obviamente, no basta una mera decisión racional para descorrer el velo de maya. Esto requiere la más esmerada y laboriosa preparación, consistente en satisfacer todas las deudas contraídas con la vida. Mientras aún subsista cualquier tipo de sujeción a la cupiditas, el velo seguirá ahí, imposibilitando el acceso a las alturas de una conciencia exenta de formas y libre de ilusiones. Y ello no puede lograrse con ninguna argucia ni engaño».

Por lo pronto, uno tratará de prescindir en lo posible del uso de palabras al meditar. Es difícil romper con el hábito de formularse en palabras una experiencia que supera los límites del intelecto. No obstante, en el momento precise) en que revestimos de palabras, aunque sea sólo interiormente, una genuina experiencia espiritual, la sensación de lo real desaparece y nos quedamos con una pálida sombra de su esplendor envuelta en el raído ropaje de nuestros pensamientos de siempre. Comiéncese por imaginar cosas sencillas, intentando ni) hacer uso de las palabras con que de ordinario las describimos; luego procédase de igual modo con ideas. Esta disociación de pensamiento y lenguaje es costosa en toda ocasión, pero especialmente lo es para los occidentales, cuyas mentes aficionadas a lo concreto se dejan de buen

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grado encadenar por etiquetas, definiciones y formas externas. Al meditar sobre los cuerpos, por ejemplo, trátese de ir elevando la conciencia a través de los diversos vehículos sin decirse expresamente a sí mismo: «Yo no soy mi cuerpo, ni mis emociones, ni mi mente, y estas cosas no son yo». Otro tanto se hará con los Brahmaviharas, irradiando compasión, etc., sin utilizar los términos correspondientes ni pensar siquiera en sus nombres. Con este ejercicio, la mente se acostumbrará a ver todas las cosas tal como son por esencia, sin referirse para nada a la «etiqueta» que puedan llevaren un momento dado.

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9. ELEVACIÓN DE LA CONCIENCIA

El paso siguiente consiste en la deliberada elevación de la propia conciencia. El proceso es doble: un ascender de la conciencia a niveles hasta entonces nunca alcanzados en la meditación, paralelo a un esfuerzo similar que eleve también a mayor altura todos y cada uno de nuestros instantes de vigilia. El discípulo debe al mismo tiempo aprender a sublimar todas las formas de su fuerza vital, que hasta ese momento funcionaba principalmente en niveles inferiores, para expresarla en un punto más encumbrado de la espiral. Por ejemplo la sexualidad, que no es sino una manifestación física de la fuerza creadora, debe ser desplazada de su centro físico al correspondiente centro espiritual. Esta «transformación de la semilla en fuerza», como se la describe en El Secreto de la Flor de Oro, es lo que permite a quienes ya se han liberado del yugo de los sentidos producir la energía vital necesaria para «vadear el río», es decir, hacer que lo personal renazca en lo impersonal. De ahí lo disparatado, pues no merece otro calificativo, de desperdiciar esa fuerza en cosas fútiles. En el libro que acabamos de mencionar se lee: «El necio malgasta el tesoro más precioso de su cuerpo en goces desenfrenados y no sabe conservar la fuerza de su semilla. Al agotarse ésta, el cuerpo perece. El santo y el sabio no conocen otro medio de cuidar de sus cuerpos que el de destruir toda concupiscencia y preservar la semilla». Esta «semilla», en efecto, es fuente de poder y, transmutada en formas superiores, suministra esa corriente dinámica de vida que nos empuja hacia la iluminación.

En el nuevo estado de conciencia, volvamos a posar nuestros ojos en el Yo, y a la luz que ahora brilla con más intensidad que antes veamos cómo la mayoría de nuestras dificultades nacen de que nos consideramos a nosotros mismos como unidades autónomas, siendo así que «la noción de que nuestra insignificante vida es una unidad separada e independiente, en pugna, por sí sola, con otras incontables unidades separadas e independientes como ella, constituye uno de los engaños más crueles. Mientras contemplemos de esta manera el mundo y la vida, la paz seguirá aleteando sobre un lejano e inaccesible pináculo. Cuando de veras sintamos y sepamos que todos los «Yoes» son una sola cosa, entonces será nuestra la paz de la mente y no tendremos ya miedo de perderla» (Besant, Thought Power). En tanto exista ese «miedo de perder» la paz, sabremos que seguimos adheridos a la Gran

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Herejía, la existencia de un Yo separado. Y sólo cuando las cadenas que nos mantienen atados a esta ilusión comiencen a romperse, empezará también el peregrino a ver que «al ir desapareciendo el yo, el Universo se transforma en “Yo”».

Convencido ya de que para un hombre con la intuición despierta la voz de la paradoja es más clara que cualquier argumento racional, el estudiante volverá a recapacitar sobre la frase «yo no soy yo, y sí lo soy». Aquí, en un mínimo de palabras, se le ofrecen dos caminos posibles de perfección: matar el No-yo o transformarse en el Yo. La Escuela Meridional de budismo prefiere el primero, la filosofía india se inclina por el segundo y el budismo Mahayana combina los dos. Como ya antes indicábamos, a cada individuo le toca decidir por sí mismo entre ambas opciones: dirigirse al Yo inferior, separativo y personal diciendo «esto no soy yo», o bien al Yo espiritual, impersonal y universal con el aserto «Yo soy». Repitiéndolo de otra manera: es cuestión de opción y no de argumentación sojuzgar el Yo egoísta y posesivo por medio de la meditación y la autodisciplina hasta que no ofrezca ya resistencia al flujo de la vida cósmica, o adoptar el método de ir poco a poco desarrollando el Yo superior y espiritual hasta que llegue a identificarse por completo con la Creación. Curiosamente, este «par antitético» ha suscitado entre los partidarios de ambas vías más apasionamientos e incomprensiones que cualquier otra doctrina, salvo la de la esencia de la Realidad. Por eso recomendamos meditar bien a fondo el importante aforismo: «Yo no soy yo, y sí soy yo». Hay, con todo, un peligro sutil en cultivar el Yo. Los orientales conocen el significado del Yo demasiado bien para caer en la trampa, pero al Occidente, todavía en su infancia espiritual, puede resultarle difícil distinguir con claridad entre los aspectos superiores e inferiores de nuestro complicado ser, con el inevitable riesgo, al decidirse por el segundo método, de glorificar la propia personalidad en vez de esa Fuerza Vital, enteramente impersonal, que no es propiedad exclusiva de nadie, y de fomentar un desmesurado egotismo en vez de un altruismo creciente. El método preconizado con tanta insistencia por la Escuela Meridional tiene, en cambio, la ventaja de no conceder carta de ciudadanía a los vehículos inferiores, negándoles toda verdadera personalidad y evitando así hasta la más ligera sombra de egotismo. Meditación sobre el «Gran Tercio»

Para resolver la paradoja del Yo no basta, sin embargo, con atenerse a la estricta complementariedad de tales «contrarios». A este punto de vista

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superficial se debe la grave incomprensión de que ha sido objeto la doctrina budista de la Vía Media. En una conferencia sobre el «Aspecto universal del budismo» («Universal Aspect of Buddhism», Maha-Bodhi Journal, julio, 1934), el doctor Barua comentaba: «Cuando dos “finalidades” o verdades supremas entran en conflicto mutuo, como asti y nasti, debe necesariamente existir un “tercio” (tertium quid) que las unifique en cuanto a su significado sin llegarse a identificar con ellas. Él término empleado por el Buda para designar ese “tercio” es majjha (madhya), que en una nomenclatura posterior adoptó la forma equívoca de majjhima patipada, traducida generalmente por “Vía Media”».

Este tertium quid, o síntesis de la dualidad, constituye el vértice de un triángulo, donde la tensión se resuelve en estabilidad. A la vez nace de dos contrarios correlativos y es independiente de los mismos, formando con ellos una trinidad que es la base metafísica de todas las Trinidades existentes en las diversas religiones y filosofías, y aun dondequiera que se dan pares de contrarios en mutua correlación. Pero se comprenderá mejor dicho triángulo viendo en su vértice la fuente, más que la síntesis, de los dos correlativos. Recuérdese que la Fuerza Vital es Una por esencia, si bien se manifiesta en el dualismo de espíritu-materia, vida-forma, luz-oscuridad, bien-mal, macho-hembra y así sucesivamente en todas las antítesis similares de que consta el Universo visible. Mas la dualidad como tal no puede existir por sí sola; siempre hay un tercer factor en la correspondencia de los dos términos de la antítesis. (Comparémoslo con el tercer aspecto del karma, que es al mismo tiempo causa, efecto y relación entre causa y efecto.) Esta relación es un mero reflejo terrenal de la unidad de donde surgen las dos fuerzas opuestas. Así, todas las dualidades son de hecho trinidades, y la trinidad no es más que un aspecto triple del Uno. Dice el Sutra de Hui Neng: «El budismo se conoce como doctrina de la ausencia de dos vías. Hay vías buenas y malas, mas la naturaleza del buda no es ni lo uno ni lo otro; por eso el budismo se conoce como doctrina de la “no doble vía”... La naturaleza de la “no dualidad” es la naturaleza de los budas». Y en otro pasaje: «No dudes que el buda está dentro de tu propia mente, fuera de la cual nada puede existir». En estos textos encontrará el estudiante intuitivo una de las claves para entender la naturaleza de ese Yo que está por encima de la dualidad.

La intuición es aquí imperativa. Ninguna paradoja resultante del enfrentamiento de dos contrarios puede jamás resolverse en su propio nivel. Uno debe elevar su conciencia a un plano desde el que ambos correlativos se vean como funciones de un tercero. Es cierto que la mayor parte de nosotros

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no estamos aún en grado de entrar en contacto con la Esencia de la Mente, pero, teniendo en cuenta las leyes de la espiral y dejando que la luz de la intuición invada el espíritu que medita, podremos al menos entrever las inmensas posibilidades que nos brinda la comprensión de esta verdad sutil y aprenderemos a actuar en consecuencia.

Citemos de nuevo al doctor Barua: «Interpretado a esa luz, el budismo debe considerarse como un modo de vida que no es ni componenda poco entusiasta entre dos extremos, ni evasión estudiada de los mismos. Ha de poseer un movimiento propio e independiente que le permita poner el resto en marcha y hacerlo dinámico». Así también la mente del ejercitante debe gozar de movimiento propio e independiente para poder resolver toda paradoja y toda oposición dual de contrarios. En una palabra, la Vía Media no se sitúa tanto entre dos extremos como por encima de ellos. Fácilmente el punto de vista inferior degenera en dudosa transacción, en vez de ese empuje dinámico, ese continuo «ir a más» merced al cual el intrépido peregrino, a medida que aprende a «convertirse en la Senda misma», halla los extremos fundidos en una unidad superior dentro de su propio espíritu enaltecido.

¿Cuál es, en definitiva, la naturaleza de este factor sintético que llamamos el «Gran Tercio»?. La respuesta varía con los distintos niveles de conciencia. Por ejemplo, aquello que incluye a la vez elementos de egoísmo y altruismo es la perfecta motivación, que a nosotros nos parece ausencia de motivación. De igual manera, lo que está por encima del bien y el mal, en la acepción corriente de estos términos, es un Bien superior que se mueve en niveles mucho más allá de la moral convencional. Al ir ascendiendo por «la ladera de la montaña», descubrimos que los pares antitéticos se manifiestan en planos distintos según las etapas que vamos recorriendo, pues son una especie de puestos avanzados de la mente. Y nos parecerá que el «Gran Tercio» evoluciona en consecuencia hasta alcanzar, con el tiempo, una posición donde las antítesis supremas que se revelan como fuerzas cósmicas complementarias no conocen más síntesis que el Absoluto, que las contiene todas. Rememórese aquí de nuevo la analogía de la espiral, tratando de penetrarse bien de este principio cuya comprensión es tan necesaria como difícil. La búsqueda de lo Impersonal

Aplicando estos principios al tema del Yo, el estudiante se convencerá de que la paradoja del Yo y el No-yo sólo puede resolverse desde la perspectiva de un «tercio» unificador. No cabe la menor duda de la validez de

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esta doctrina en el caso de los conflictos que atormentan a quienes sufren trastornos psicológicos. En su comentario a El Secreto de la Flor de Oro, Jung, aludiendo al conflicto entre el consciente y el subconsciente, escribe: «Siempre trabajé con la persuasión íntima de que, en última instancia, no hay problemas insolubles, y hasta la fecha la experiencia me justifica, pues a menudo me encuentro con individuos que han superado sin más un problema destructor para otros. Esta “superación” se ha revelado, a raíz de experiencias posteriores, como una elevación del nivel de conciencia. Algún interés superior o más amplio surgió de pronto en el horizonte de esas personas y, al extenderse así su campo de visión, el problema insoluble dejó de acuciarlas. No se ha resuelto lógicamente a partir de sus propios términos, sino que ha cedido el paso a otra tendencia vital más fuerte. Tampoco ha sido reprimido o relegado al inconsciente; simplemente se ha visto a una luz distinta, y esto lo ha hecho a él también distinto». Lo mismo ocurre con la guerra que, dentro de la facultad consciente, libran entre sí los aspectos disociados del Yo. En este caso, el «interés superior y más amplio» es el de un punto de vista impersonal. Así habla La voz del silencio: «Busca en lo Impersonal al “Hombre Eterno” y, cuando lo hayas encontrado, vuelve tus ojos hacia adentro: tú eres Buda». Es verdad que no podemos volvernos completamente impersonales de la noche a la mañana, pero sí nos es factible ir subiendo por la espiral hasta llegar a un punto donde estemos ya lo bastante distanciados del conflicto como para que sus términos opuestos aparezcan unidos. Este punto de vista impersonal lo adquirimos al darnos cuenta de que el verdadero Yo, es decir, el Yo más verdadero en que podemos transformarnos, no desempeña el papel de actor en el mundo de la acción. «El que vea que todas sus acciones son ejecutadas únicamente por la naturaleza, y no por el Yo que está dentro de él, ése ve de veras» (Bhagavadgita). «Mantente aparte en la batalla que se avecina, y aunque sea tu combate no luches tú» (La Luz de la Senda). El secreto de esta actitud se resume en la doctrina taoísta del wu-wei, «no actuar» o, como lo llama Coster, «desconectarse de la vida», distanciarse de tal suerte que las fuerzas contrarias de atracción y aversión lleguen a estar en equilibrio. Aprenda el ejercitante a objetivar aún más el funcionamiento de los vehículos inferiores, recordando que no es posible ejercer dominio alguno sobre lo que todavía consideramos como parte de nosotros mismos. Disocie su conciencia de los elementos indeseables que subsisten en la mente, sin por ello perder el sentido de la unidad y totalidad del Yo. Vea bien que se trata de un proceso de disociación, no de represión. «Creen a veces los discípulos que pueden acelerar el logro de su objetivo, alcanzar la paz, suprimiendo por completo las

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actividades del sistema mental. Esto es un error. Aun cuando se supriman tales actividades, la mente seguirá funcionando, ya que en ella permanece la semilla de la energía suministrada por los hábitos» (Lankavatara-sutra).

El misterio de la acción en la inacción y de la inacción en la acción, descrito con frecuencia en el Bhagavadgita, consiste en un delicado equilibrio entre lo positivo y lo negativo, entre el excesivo uso de la propia fuerza, precipitando así la acción con su consecuente karma, y la inactividad total que deja al hombre abandonado a la orilla del río de la vida mientras ésta continúa fluyendo. Por una parte, somos guerreros que luchamos por sacudirnos el yugo de la ilusión; por otra, nos preparamos para transformarnos en conductos o canales por donde puedan discurrir libremente las aguas de la vida. Al justo medio entre ambas actitudes sólo se llega eliminando el punto de vista egocéntrico, pues quienes no lo hacen son aquellos que, «envueltos en sus propias sombras, se preguntan por qué andan a oscuras».

En el importantísimo tema del Yo, se comprueba que las paradojas donde yace oculta la verdad, como «yo no soy yo, y sí lo soy», sólo revelan su secreto al que se sitúa en una perspectiva unificadora de los contrarios. Una vez adoptada esta postura impersonal, aprendamos a observar, como espectadores desapasionados, la interacción de esas fuerzas de la naturaleza cuyo origen inocentemente atribuíamos a nuestra voluntad. Las Tres Gunas

Para conseguir ese punto de vista impersonal capaz de superar los pares antitéticos, ese estado de «acción recta» que permite al que actúa desentenderse del fruto de sus actos, recomendamos al ejercitante el estudio de las tres cualidades de la materia, que la filosofía india conoce por el nombre de gunas y cuya interacción urde la compleja trama del Universo visible. Dichas características, tamas, rajas y sattva suelen traducirse diversamente, pues cada una de ellas presenta numerosos aspectos. Tamas, en lo bajo de la escala, puede interpretarse como «inercia»; en la misma línea, rajas es «fuerza», «actividad», «movimiento»; y sattva denota el «equilibrio» o «armonía» que unifica las dos primeras. Otras interpretaciones de esta trinidad son «ilusión», «acción» e «iluminación»; o bien «ignorancia», «deseo» y «verdad». Asimismo podemos ver en tamas la condición que imposibilita todo discernimiento entre los términos de un par antitético; en rajas, la que induce a discriminar y separar excesivamente; y en sattva la síntesis de los términos separados.

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A la luz de la doctrina del «Gran Tercio», rajas y tamas aparecen respectivamente como las cualidades positivas y negativas de la naturaleza, cuyo «tercio» unificador es sattva. Pero, de cualquier modo que se miren, los tres principios forman un triángulo bien engranado donde cada uno participa de las cualidades de los demás, incluyendo entre los tres toda fase de actividad. La mente misma no es una excepción a la regla, y como las gunas constituyen en realidad las fuerzas de la forma, su constante interacción tiende a encadenar la conciencia a los vehículos inferiores, se encuentre en el nivel que se encuentre. Cada una de dichas fuerzas influye según su propia naturaleza: tamas a través de la indiferencia y la desidia; rajas por el karma que surge de la acción, a su vez nacida del deseo; y sattva aficionando la mente al placer que ella misma le proporciona. De ahí que, sólo aprendiendo a desligar nuestra conciencia de sus vehículos inferiores, es decir, persuadiéndonos de que no es en absoluto nuestra, podamos llegar a situarnos en la perspectiva impersonal y desapasionada de la Vía Media. Curiosamente, del éxito que obtengamos en esto depende el desarrollo normal de los siddhis, esos poderes supranormales que algunas personas insensatas tratan de adquirir con el solo objeto de satisfacer sus propios deseos. En efecto, al ser la mente misma un producto de las gunas y pertenecer por tanto al mundo de la forma, dominándola preparamos el camino al dominio de otras manifestaciones formales, incluidas las fuerzas de la naturaleza a través de las cuales actúan los siddhis. Ello explica los misteriosos dones de telepatía, clarividencia, levitación y otros semejantes, cuyo secreto reside en la identidad fundamental de fuerza y materia, así como la de las fuerzas de la naturaleza con las de la mente.

Una breve ojeada a la función respectiva de las tres gunas en ciertas esferas de actividad basta para convencernos de que sattva es el «tercio» que equilibra y unifica los extremos. Así leemos en el capítulo 18 del Bhagavadgita: «Sábete que la eximia cualidad que percibe en toda la naturaleza un principio único es sattva; el conocimiento que descubre en el mundo la presencia de diversos y múltiples principios pertenece a rajas; y el que se adhiere a un solo objeto como si éste constituyera la totalidad de la naturaleza participa de la esencia de tamas». Y más adelante, a propósito de la acción: «La acción recta, ejecutada sin pensar en sus frutos, exenta de orgullo y egoísmo, posee la cualidad de sattva; a rajas corresponde la que se realiza con miras a sus consecuencias, o con gran esfuerzo, o con amor propio: y la que a raíz de una ilusión se efectúa con desprecio de las consecuencias, del poder que se requiere para llevarla a cabo o del daño que puede provocar, ésa

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es hija de la oscuridad, tamas». La personalidad, no obstante, es hasta tal punto prisionera de las

cualidades, que no resulta nada fácil conquistar la posición donde reina sattva, y mucho menos todavía llegar a un nivel de conciencia en el que incluso sattva se contemple como una cualidad de la materia. Ello no es óbice para que, desde las cumbres de lo impersonal, el estudiante observe, sereno v desprendido pero rebosante de compasión, la interacción de dichas cualidades en su propia personalidad y en el mundo que le rodea. Tal es el campo de batalla de los «contrarios». Sabio será, en verdad, quien llegue a ejecutar toda acción de modo tan impersonal y tan indiferente a la recompensa, que nunca su conciencia se vea envuelta en el conflicto de las dualidades, conservando en todo momento la «imperturbabilidad de la Esencia de la Mente. La voz de la mística

Aquellos para quienes el sentido de la individualidad de todas las cosas, en apariencia divididas, es una viva y maravillosa realidad no necesitan de argumentos intelectuales en apoyo de su conocimiento de la unidad esencial del Yo. Sus pies son aún de arcilla, pero sus ojos han contemplado ya un reflejo de la Iluminación y. aunque esta visión no pueda describirse salvo en un rico y multicolor simbolismo común a todas sus manifestaciones, ellos conocen, por experiencia espiritual, verdades que el pomposo mecanismo del intelecto no llegaría nunca a descubrirles.

Esto no significa que el místico pueda eludir dentro de si la guerra de los «Yoes», sino que su método de abordar el problema es fundamentalmente distinto. Para él, el sentido de la totalidad es lo más importante, y a su espíritu superior sólo le preocupa cómo renunciar a cuanto se interpone entre él y ese Todo del que ni por un instante deja de considerarse una parte. Ya escoja el símbolo del fuego, viéndose a sí mismo como llama ansiosa de reabsorberse en el Sol, ya el del agua cuya gota va a confundirse en el «Radiante Océano/., ya el del amor, donde él es el amante que suspira por el Amado, su sentimiento es siempre el mismo... e indescriptible. El más grande poema inglés compuesto sobre este tema es Hound of Heaven (Sabueso del Cielo) de Francis Thompson, y con igual fuerza subraya Tennyson la omnipresencia del Amado en The Higher Panteism (El Gran Panteísmo): «...Mas íntimo que mi propio hálito, más próximo que mis manos y pies...

Empero, dicha relación nada tiene de personal, porque el «Amado», ya aparezca como Krishna, Cristo o el Buda, es siempre ese «Dios impersonal

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que está dentro» y cuya naturaleza es la Esencia de la Mente que está por encima de todas las diferencias. Este constante sentimiento de la unidad y totalidad de la vida suscita en algunos la impaciencia, a veces violenta y aun rayana en la intolerancia, para con todo tipo de formas, organizaciones y hasta formulaciones de ideas. Sin embargo, vida y forma constituyen uno más entre tantos otros pares antitéticos, y la vida necesita de una forma para manifestarse. Es ésta una celada en la que fácilmente caen los incautos. He aquí cómo la explica un viejo texto chino: «Para el que nada sabe del budismo, las montañas son montañas, y los árboles árboles. Para el que sabe un poco, las montañas no son ya montañas y los árboles no son ya árboles. Mas para el iluminado, las montañas vuelven a ser montañas, y los árboles árboles». Todos nosotros conocemos bien la primera fase, pues tal es nuestra experiencia ordinaria, pero llega un momento en que las cosas se ven de manera distinta y en una nueva relación. Deslumbrados por el fugaz atisbo de algo en lo que creyeron percibir la Realidad, algunos ejercitantes se complacen en decir que conocen al Yo como Uno, que han matado en sí mismos todo deseo personal, que se han unido con la Luz. La verdad descarnada es que han tenido una efímera experiencia de satori, una irradiación momentánea del Yo inferior con la luz de buddhi. Suponiendo que la experiencia haya sido genuina, ¡no es fácil olvidarla!. Pero hay todavía una fase superior, donde «las montañas vuelven a ser montañas, y los árboles árboles», y donde la experiencia espiritual se ve también tal como es. La diferencia con la primera etapa reside en que el estudiante sabe ahora que, aunque diferentes en forma, esas montañas, esos árboles y todas las demás cosas manifiestas no son sino diversos aspectos y expresiones de una sola Vida, y como tales las contempla. Un buen ejemplo de esto nos lo proporciona la comparación de las religiones. La mayoría de los estudiantes comienzan dando por supuesto que la suya propia es la mejor, lo cual es cierto... para ellos. Más adelante, al progresar en la vida interior y percibir que cada religión es expresión parcial de la Verdad, se apresuran a declarar, no sin ligereza, que todas las religiones son lo mismo y no difieren en nada. Pero llega por fin la etapa en que empiezan a ver que, de hecho, las diferencias existentes entre las religiones son enormes, y así, mientras caen en la cuenta de que esas diversísimas doctrinas no constituyen sino otros tantos aspectos de una sola Verdad inmutable, les es dado contemplar una vez más las montañas como montañas y los árboles como árboles.

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Plenitud y vacío

Quienes hayan conseguido elevarse por encima del mundo de los nombres y las formas, aunque todavía se hallen lejos de la Meta, sentirán cómo su corazón se dilata para acoger mil aspectos de la Verdad que hasta entonces los prejuicios mantenían ocultos. Hemos de hacer sitio a esos nuevos visitantes en la «Cueva del Corazón», porque, como escribe Cranmer Byng en Vision of Asia (Visión de Asia), «todo hombre y toda obra, humana o divina, viene a nuestra inteligencia a través de la capacidad de “hacer sitio”. Es ésta una capacidad de expansión y de contenido. De expansión, por el crecimiento; de contenido, por el espacio. El microcosmo-hombre se acerca al macrocosmo-Dios por la plenitud de vida y experiencia, por los conocimientos adquiridos y las obras realizadas. Pero también se acerca a Él por el vacío, por su poder para rechazar todo lo inútil o redundante, por el espacio que crea dentro de sí para recibir el oleaje de las aguas de la vida. El pensamiento es a la vez fluido e intermitente. Fluye de nosotros hacia el exterior, hacia el mundo de la vida, y se expresa en sacudidas rítmicas, tumultos de discordia, embates de pasión, oleadas de risa. Y la vida que se encrespa en torno de nosotros, sin nosotros, vuelve a nosotros pujante, en la medida de nuestra capacidad para hacerle sitio y recibirla». Algunos ejercitantes, que han llegado a la percepción de esta «marea de la vida», se quejan de un sentimiento de plenitud en el nuevo entender, que, aun siendo fuente de alegría, perturba la paz de su espíritu. Tales individuos no se dan cuenta de que una ecuanimidad tan fácilmente perturbada no pertenece a la esencia de lo eterno y que, por tanto, no hay mal en perderla. Otros, más numerosos, hablan de una sensación de vacío, un vacío que crece sin cesar y, con la misma regularidad, se llena una y otra vez. El estudiante que ha meditado en el Yo verá aquí reflejado en su mente el doble proceso de «realización» al que aludíamos en páginas anteriores: hacerse cada vez más el auténtico Yo, o cada vez menos el No-yo. Ya crezca uno en el sentido de plenitud que va lentamente llenando el Universo, ya en el de un vacío que progresa hasta confundirse con la Nada, el resultado es el mismo... e inenarrable.

Los taoístas saben que, de estos dos contrarios, el espacio o «vacío» tiene más valor, como lo atestigua la siguiente cita de Okakura, tomada de Vision of Asia: «Lao-Tse aseguraba que sólo en el vacío radica la verdadera esencia de las cosas. La realidad de una habitación, por ejemplo, está en el espacio vacante que delimitan el techo y las paredes. El vacío es la potencia

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máxima, ya que puede contenerlo todo. Únicamente en el vacío es posible el movimiento. El que lograra convertirse en un espacio vacío donde los demás pudieran entrar dominaría todas las situaciones». Hay una gran penetración psicológica en esta última frase. El hombre capaz de asumir sin vacilación cualquier circunstancia y absorberla en sí mismo le quita por este hecho todo poder de afectar su espíritu. Ello implica un grado considerable de desprendimiento propio, así como la habilidad de reprimir al momento toda reacción emocional de gusto o disgusto y todo pensamiento tocante a las consecuencias, buenas o malas, para uno mismo. El suceso, serio o trivial, debe verse tal como es y aceptarse instantáneamente. Es preciso cortar de inmediato cualquier proceso intelectual, pues los pensamientos, como barreras erigidas a las puertas de la mente, impiden la entrada en el vado que acabamos de describir. Esta súbita aceptación ahoga en ciernes toda traza de inquietud, ya provenga de esperanzas o temores, y es un gran paso hacia el dominio de las circunstancias, porque en adelante no se permite que entre éstas y uno mismo se interponga sentimiento alguno de dualidad.

Igual sucede con nuestra actitud hacia otras personas. Al encontrarnos con uno de nuestros semejantes, se da en nosotros una reacción instantánea de agrado o desagrado y, con la misma espontaneidad, un amago de crítica mental. Trátese de eliminar dicha reacción y aceptar a ese individuo como un aspecto más de sí mismo, ya recurriendo a la técnica mística de sentir que él también forma parte de la totalidad del cosmos, ya al método más racional de establecer contacto con él en el plano de conciencia más elevado posible, donde la personalidad que suscitó nuestra primera reacción ha dejado de existir. En cualquier caso, no se levanten nuevas barreras; atráigase más bien al propio corazón esa «chispa de la Llama», viendo en el otro y en sí mismo una sola entidad.

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10. LA DOCTRINA DEL ACTO

La práctica de la «aceptación», ya de por sí nada sencilla, es afín a otra todavía mucho más difícil y. probablemente, imposible de describir con palabras. Esperamos, con todo, que las indicaciones que siguen, extraídas de la meditación, sirvan de ayuda al estudiante intuitivo para captar el sentido de los principios subyacentes.

Es claro que la mente presenta dos aspectos, el inferior, o sea la «máquina» concreta de pensar, y el superior, reflejado en el primero, que es el intelecto más impersonal y abstracto. Igualmente claro para el discípulo avanzado debe ser que los sentimientos y emociones constituyen facetas del Yo inferiores a la mente, la cual es a su vez reflejo de una facultad más noble, la intuición. Admitidas estas premisas, fruto de una seria investigación, quedan aún por confrontar dos aspectos de nuestro ser. el más alto y el más bajo, extremos que corresponden respectivamente al Espíritu y la Materia. La relación fundamental entre estos dos triángulos puede con facilidad expresarse en forma tic diagrama: el primero consta de 1) el Principio Vital propiamente dicho, que no es propiedad exclusiva de ningún hombre: 2) Buddhi, la facultad de la intuición: y ésta ilumina 3) la mente superior, abstracta. El segundo triángulo representa la intrincada trama de la personalidad y se compone de 1) la «máquina de pensar», hoy día dominante en la psicología occidental: 2) los sentimientos y emociones, que reflejan la intuición y a menudo intentan hacerse pasar por ella; 3) el cuerpo, instrumento de la conciencia en el plano físico. Ahora bien, si los dos primeros vértices de tales triángulos se reflejan en sus correspondientes, ¿Por qué no el tercero?. ¿No es razonable presumir que el cuerpo refleja directamente el Espíritu; que el vehículo más limitado y finito es espejo de lo ilimitado e infinito?. Meditando en este descubrimiento, vienen a la memoria numerosas citas que lo corroboran. Por ejemplo, ¿Dónde buscar lo puramente impersonal, si no es en ese indumento de la personalidad?. «En lo recóndito de tu cuerpo — tabernáculo de tus sensaciones — busca en lo Impersonal al “Hombre Eterno” y, cuando lo hayas encontrado, vuelve tus ojos hacia dentro; tú eres Buda» (La voz del silencio). Así también habla Cristo del cuerpo, llamándolo templo del Espíritu. Y los fisiólogos y anatomistas cuyos pensamientos van más allá de lo estrictamente material contemplan en este vehículo de humilde materia un

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Universo en miniatura. La mencionada «correspondencia» consiste en el encuentro de los

extremos. Con todo, es un axioma paradójico el que enuncia que los extremos siempre se encuentran. Esta frase tiene varios sentidos, pero uno solo nos bastará aquí. Si dos hombres tratan de alejarse lo más posible uno de otro, viajando para ello respectivamente hacia el este y el oeste, acabarán tarde o temprano por encontrarse. Medítese en esto, aun cuando entrañe una concepción circular del Universo; los científicos más modernos abogan hoy por la antiquísima causa de la sabiduría oriental, donde el símbolo de lo Inmanifestado ha sido siempre un «círculo sin centro». Espíritu y materia son Uno por esencia, y ambos extremos se reflejan mutuamente. Si esto es así, y sólo en la meditación puede cada individuo llegar a conocer que es así, el acto, expresión de la conciencia en el plano físico, ha de ser entonces un reflejo directo del aspecto creador del puro Principio Vital.

Podrá todo esto sonar a abstracción metafísica, pero tales conceptos ejercen en realidad un tremendo influjo en el más humilde de nuestros actos, así como en nuestra actitud frente a la vida en general, ya que confirman la doctrina básica del Gran Iluminado, a saber, que la vida debe vivirse al máximo antes de desecharse. Tal es el principal mensaje del dhamma, conquistar la vida viviéndola, y no tratando de huir de lo que no es sino uno mismo en forma distinta. Ningún aspecto del Yo puede alcanzar la perfección hasta que el Yo como totalidad la haya alcanzado; y, como la totalidad de cada Yo individual se halla indisolublemente vinculada con todos los demás aspectos del Universo, de ahí se deduce que la Vida discurre por la Vía del Devenir como entidad simple y única... o de ningún otro modo. Las consecuencias de este hallazgo rebasan los límites de toda descripción.

Aquí reside el profundísimo sentido del dicho: «No existe el sacrificio; sólo existe la oportunidad de servir». Cualquier sacrificio, desde el más insignificante acto de caridad desprendida hasta la Gran Renuncia, es igualmente ineludible, pues pretender que uno se ha liberado cuando aún queda en el propio jardín una brizna de hierba privada de los rayos del sol es como tolerar una mancha negra en el dorado círculo de la iluminación. He ahí precisamente la tragedia espiritual de quienes luchan con denuedo por liberarse, pero sin el motivo recto de irradiar su luz a toda la humanidad. Tales personas alcanzan de cierto la iluminación.... solo para leer en ella la sentencia de su propia condena, porque el Yo que han salvado es su propio Yo, y entre ellos y el Todo en el que un día deben conscientemente reabsorberse media un abismo de dolor que muy pocos hombres se han atrevido a describir.

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El dhamma, por tanto, es un modo de vida, no un modo de escapar de la vida: es una forma de acción recta donde cada aspecto del Yo. desde el más alto hasta el ínfimo, se funde en una sola unidad consciente. Así la meditación budista, lejos de apuntar a un objetivo que pueda interpretarse como «escapatoria», es un método positivo y dinámico para realizar en nosotros mismos esa síntesis.

Este supuesto, ¿en qué consiste el acto perfecto?. Podría definirse como una «acción sin objeto», la ejecutada por el hombre adecuado con medios adecuados en el momento adecuado y sin motivo. Para cada acto hay siempre un hombre adecuado, es decir apto, el hombre que ese acto precisa. Como claramente lo advierte el Bhagavadgita, en el deber ajeno acecha el peligro, y el hombre sabio no asume responsabilidades a la ligera, sin estar convencido de que tales responsabilidades no incumben a nadie más que a él. Por otro lado, es también imprudente rechazar una responsabilidad que se propone a nuestra aceptación, pues un sano principio nos aconseja acometer una tarea que debe realizarse, a menos que surja alguien más apto para el caso. El sabio sigue la vía media entre los dos extremos, ni deseando ni rechazando la acción, sino actuando, impersonalmente, según lo requieran las circunstancias.

En El Secreto de la Flor de Oro se advierte que «si el hombre inepto usa de buenos medios, los buenos medios producen malos resultados». Asimismo es cierto que si el hombre apto (o adecuado) usa de malos medios, malgasta su fuerza y puede ser causa de consecuencias desagradables. Sólo la experiencia hará ver al estudiante cuáles son en cada coyuntura los buenos medios, y aunque al principio la opción implica un deliberar consciente, llegará un día en que el acto perfecto se ejecute de modo seguro e instantáneo.

La mayoría de los pensadores saben que el tiempo no es mas que una ilusión, pero vivimos en un mundo de valores relativos y. a los ojos de nuestra conciencia limitada, el cambiante panorama de las manifestaciones se ofrece como una secuencia regular, un flujo continuo. En Om, Talbot Mundy pone en boca de un lama budista las siguientes palabras: «El tiempo es ilusión. Todo es el eterno Ahora. Mas en un mundo de ilusión, donde el tiempo hace de elemento regulador, hay un momento idóneo para cada cosa. No podemos montar en el camello que ya ha pasado de largo, ni en el que aún no ha venido». Así debe interpretarse la doctrina taoísta de la «inacción». «No se trata, como algunos estudiosos parecen creer, de “no hacer nada”. Es mas bien la doctrina de la oportunidad propicia, de actuar en el momento preciso, de dar la nota puntual que se armoniza con las demás para producir un acorde perfecto» (Vision of Asia, Cranmer Byng). Decía el sabio taoísta Chuang-Tse:

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«Vino el Maestro porque llególe la hora de nacer: partió porque era su hora de morir. Quienes así aceptan el fenómeno del nacer y el morir no dan cabida al lamento ni al dolor». Como «hay una marea en las cosas de los hombres, que captada en la pleamar conduce a la fortuna», así hay también un momento único y perfecto para ejecutar cada acto. Sabio será quien estudie el ritmo sutil de los acontecimientos y aprenda a actuar en consecuencia. La acción inmotivada

Se dice que el acto perfecto no produce resultados. Esto significa, naturalmente, que la realización del acto perfecto es ajena a toda suerte de consideraciones personales hasta el punto de no ser reconocido en la lev de la compensación como acto de este o aquel individuo: sería más correcto decir que «tal acto se realizó». Pero sólo por medio de la acción es posible lograr semejante impersonalidad. Debemos utilizar la acción para conseguir la “in-acción», y el motivo, para llegar a la ausencia de motivo. Ello puede hacerse aprendiendo a centrar la mente en un punto neutral entre dos contrarios. Tal es el laya, o centro, de que habla la filosofía oriental, la puerta por la que pasa lo inmanifestado en su ir y venir desde lo manifiesto. Ese es también el sentido de las palabras del Patriarca que expone su doctrina en el Sutra de Hui Neng: «Si permitimos que nuestros pensamientos, pasados, presentes v futuros, se engranen formando una serie, nos encarcelamos a nosotros mismos. Si, al contrario, no dejamos que nuestra mente se apegue a cosa alguna, habremos alcanzado la emancipación. Por eso hacemos del desapego nuestro principio fundamental». La ventaja de este hábito, aun adquirido de modo imperfecto, se pone de relieve en las siguientes instrucciones de lucha japonesa, citadas por D. T. Suzuki en la tercera serie de sus Essays in Zen Buddhism (Ensayos sobre budismo Zen): «Lo más importante es la adquisición de cierta actitud mental conocida con el nombre de “sabiduría inamovible”. A esta sabiduría se llega intuitivamente tras un largo entrenamiento práctico. “Inamovible” denota el máximo grado de movilidad con un centro que permanece inmóvil. La mente alcanza entonces su máxima presteza para dirigir la atención allí donde se precisa».

Tal acción brota de la voluntad, término por el que designamos la fuente más elevada de energía espiritual, en contraste con los deseos personales. La voluntad es aquí la voz del inconsciente, en el sentido que le da Suzuki: «El Inconsciente evoluciona en silencio a través de nuestras empíricas conciencias individuales y, al hacerlo, estas últimas lo toman por un “alma del Yo”, libre,

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incondicionada y permanente. Pero cuando este concepto se adueña de nuestra conciencia, entonces las actividades del Inconsciente, de por sí libres, se topan con toda clase de obstáculos». Para suprimir estos obstáculos, hemos de alejar del Yo nuestros pensamientos, y así la energía creadora del Inconsciente se traduce sin reservas ni restricciones en la acción. Es verdad que «el mismo resultado externo puede provenir tanto de la victoria del más violento de los deseos como del uso de la voluntad. La aversión a levantarse de la cama puede ser superada en un intenso combate donde la imaginación nos pinta con vivos colores las ventajas de despegarnos inmediatamente de las sábanas, pero igual resultado puede lograrse borrando toda imagen mental y actuando al instante sin pararse a pensar... En el primer caso, es como si hubiéramos forzado una cerradura; en el segundo, el mecanismo se hallaba en perfectas condiciones para que la llave pudiera girar sin tropiezo» (Yoga and Western Psychology. Coster).

La acción que emana de la voluntad es instantánea, sin que la emoción o el pensamiento intervengan para nada. Aludiendo al secreto de la pintura japonesa, escribe Suzuki: «El pincel debe deslizarse por la tela a la vez suave y vigorosamente, resuelta e irrevocablemente, como la Creación misma del universo. Tan pronto como brota una palabra de los labios del creador, ésta debe realizarse. Diferir la obra es alterarla, o sea frustrarla; la voluntad ha sido detenida en su avance, se para, vacila, reflexiona, razona y, por fin, cambia de rumbo. Este desfallecer y titubear menoscaba la libertad de la mente artística». Y también — podemos añadir — la libertad de acción de nuestro espíritu.

Entre la voluntad y el acto debe existir un perfecto alineamiento de energía, un torrente de fuerza que fluya libremente de arriba a abajo sin intervención de la personalidad. Dice Cranmer Byng en Vision of Asia: «El conocimiento y la experiencia son sabios consejeros. Pero llega la hora en que debemos prescindir de toda deliberación y actuar sólo por un impulso interior. He aquí el cruce de caminos donde el falso Yo desarrollado por incorporación de añadidos exteriores se disuelve, dejando paso al auténtico Yo del crecer divino y la aventura espiritual». En esta acción hay un desperdicio mínimo de energía. El pensamiento y las emociones gastan excesiva fuerza, y los múltiples deseos que sin cesar nos zarandean y empujan de acá para allá consumen enormes cantidades de energía. Actuar desde el «centro» íntimo del ser significa conservar nuestras fuerzas vitales, dejando muchas más disponibles para servir a la humanidad.

Si todos los argumentos que preceden son válidos, como se encargará de probarlo la experiencia, la conclusión no se hace esperar: cada momento

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que pasa es tan importante como único. Y en tal caso, moverse por la vida con los ojos mentales fijos siempre en un horizonte lejano es ponerse en peligro de olvidar el deber que yace a nuestros pies. Lo cual no implica pasarse al extremo contrario, concentrándose en trivialidades fugaces, porque para el sabio nada hay grande ni pequeño. Por eso en todos los monasterios Zen se obliga a los novicios a trabajar la tierra durante los intervalos de za-zen, o sesiones específicas de meditación, y son muchos los que han logrado en los campos esa intuición espiritual llamada satori, y no en la sala de meditaciones. A la postre, concentrar todas y cada una de las propias facultades en un mero acto físico destruye la personalidad. Así escribía un ejercitante: «Si uno trata de hacer algo a la perfección, primero de todo se interesa en ello y luego lo que intenta hacer le absorbe por completo, lo que significa que uno se olvida de sí mismo al concentrarse en ese acto. Ahora bien, si uno se olvida a sí mismo, deja de existir, puesto que uno mismo es la causa de su propia existencia». En suma, la acción impersonal nos eleva por encima de la personalidad, situándonos en las regiones de la «acción inmotivada».

Con todo, no vaya a creer el estudiante que la doctrina del acto se reduce nada más que a ejecutar como es debido la tarea inmediata. Tal es, sin duda, el significado superficial del apólogo chino del barrendero. «Pregunté a un pobre barrendero: “¿Cuál es la obra más importante del Universo?”. Mirándome, respondió: “¿Cuál va a ser? Barrer esta calle”». Hay aquí un sentido mucho más hondo. Examinémosle nuevo el diagrama que nos habíamos ya representado y recordemos que la actuación del Espíritu es inmediatamente manifiesta. Evoquemos luego la secuencia de acontecimientos, teniendo presente que éstos sólo se manifiestan en serie debido a lo limitado de nuestra conciencia. ¿Qué deducir de ahí?. Simplemente, que si hubiéramos realizado uno solo de esos actos de manera absolutamente perfecta nos habríamos elevado por encima de lo personal con sus límites de tiempo, lugar y consecuencia; en otras palabras, habríamos «roto» la cadena.

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11. LAS JHANAS

Una vez persuadido de la importancia del acto como modo de iluminación, corriendo por tanto menos peligro de perderse en una nube de doctrina abstracta, el estudiante se halla preparado para pasar a una serie de ejercicios susceptibles de elevar el nivel de su conciencia a alturas todavía insospechadas. Estos diversos planos de la conciencia aparecen descritos en muchos idiomas v de muchas maneras. Su número mismo difiere según los textos, pero del Canon pali puede entresacarse un grupo definido de ocho jhanas, cuatro interiores y cuatro superiores, que corresponden a sus equivalentes en el budismo Mahayana. El vocablo jhana, forma pali del sánscrito dhyana, pasó a China con el nombre de ch'an y al Japón con el de zen. No tiene, pues, nada de sorprendente que dichos ejercicios se practiquen tanto en el budismo septentrional como meridional, aunque no siempre de igual modo.

En nuestra lengua no hay traducción exacta del concepto jhana. «Rapto» o «éxtasis» suelen usarse comúnmente, pero a la mentalidad occidental tales palabras le sugieren más una experiencia emocional que una verdaderamente espiritual. En cuanto a «cavilación», como propone la señora Rhys David, nos parece un término demasiado débil y. en este caso, negativo para definir un estado en extremo dinámico. Vale más prescindir de equivalencias y considerar las jhanas como progresivas expansiones de la conciencia, donde las ataduras del pensamiento, lo mismo que nuestras falsas ideas sobre la vida, se rompen y dispersan al contacto con los rayos de la iluminación.

La primera jhana es descrita por el bhikkhu Silacara como «un estado de la mente en el que de momento se halla excluido todo deseo de lo placentero y agradable, todo anhelo de cosas malsanas, todo cuanto puede encadenarnos a las solicitaciones de los sentidos. En este estado, sin embargo, subsiste la facultad de adoptar un tema de reflexión y demorarse en él. analizándolo y examinándolo con minuciosidad; en una palabra, los procesos ordinarios de intelección permanecen activos, acompañándose de un sentimiento de bienestar por esa liberación temporal de la esclavitud del apego a objetos sensuales».

En la segunda jhana, «la mente va poco a poco adquiriendo una mayor

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placidez; la tierra y sus preocupaciones aparecen lejanas y como envueltas en un extraño halo de irrealidad. Incluso, a veces, el aspirante tiene la sensación de que su cuerpo flota en el espacio, con abismos de estrellas por arriba y por abajo, a inmensa distancia de las moradas de los hombres. Esa mente, todavía tímida, se vuelve más segura de sí misma y progresa con paso firme. La concentración es intensa, como lo son el gozo y la paz que la acompañan» (Spiritual Exercises. Tyllyard). Diríase que la quietud de la mente se aproxima aquí a la de las aguas de un lago de montaña, inaccesibles a los procelosos vientos del deseo. Se intensifica también la sensación de goce extático e impersonal.

En la tercera jhana, volviendo a citar al bhikkhu Silacara, «el último vestigio de delectación en los placeres sensuales, aun el más tenue y sublimado, queda trascendido, experimentándose una felicidad plena y tranquila, sin sombra alguna de inquietud por la anticipación de mayores goces por venir. Este postrer asomo de ansiedad, técnicamente conocido por el nombre de piti, desaparece del todo, dejando paso, a una dicha diáfana, imperturbable, perfectamente consciente, la dicha de haber acabado de una vez para siempre con “esa agitación que por error los hombres llaman placer”. El sentido del Yo como sujeto de la experiencia disminuye aquí todavía más. y el meditador no se dice ya a sí mismo: “Yo estoy experimentando este éxtasis, yo me estoy liberando”».

En la cuarta y última de las jhanas inferiores (rupa), la conciencia de los «contrarios» se trasciende definitivamente, quedando superado todo sentimiento de bienestar o malestar concretos, de alborozo o pesadumbre. Definido en los suttas como «pureza absoluta de ánimo», no es posible ir más allá en la descripción verbal de un estado donde las doctrinas ya expuestas en estas páginas han sido perfectamente asimiladas y donde la fuerza incalculable de la sabiduría sólo tiene par en el sosiego interior que la impregna. Las jhana sin forma

La línea divisoria entre las jhana rupa y arupa no es más precisa que la que existe entre la pequeña y gran meditación; las jhana a-rupa («sin forma») tienen por objeto una deliberada y gradual expansión de la conciencia, que se hace posible por el proceso purificador de las cuatro jhanas inferiores. Tratándose, en el caso de las jhanas superiores, de estados de conciencia que han de experimentarse para poderse entender, sería inútil intentar aquí describirlos con detalle, pero las indicaciones siguientes darán al menos

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cuenta de su naturaleza esencial. La primera de las jhana arupa consiste en la extinción de toda

conciencia de la forma y de toda discriminación, es decir, la que resulta de comparar mentalmente unas con otras las diversas formas y apariencias. Al ir disipando en su espíritu las complicadas formas de «las 10.000 cosas», el meditador alcanza una condición de «espacio sin límites», en la que se inspira el nombre popular de esta jhana. Tal proceso implica una desconexión total entre los sentidos y las cosas percibidas por éstos, llegándose a un estado en que el mundo que nos rodea cesa de existir y, con él, toda conciencia de los pares antitéticos. El estudiante no tardará en saborear los frutos de este ejercicio, aun apenas comenzado. Imagínese a sí mismo suspendido en el espacio, con las innumerables formas de vida en torno suyo extendiéndose al infinito. Disuelva esas formas, como el agua hirviente disolvería una aglomeración inmensa de cristales de hielo, y no quedará en él sino el sentimiento de un espacio infinito colmado de Vida infinita, ya libre de toda forma externa. De esta gigantesca disolución de las formas aún subsistirá una... en el centro. Trátese también de disolverla, aunque sólo sea por un fugacísimo instante, para conocer la libertad que surge cuando muere definitivamente el sentido del Yo.

En la segunda jhana arupa, la conciencia de un espacio ilimitado deja paso a una infinita comprensión de todo conocimiento. Es un sentimiento de inmensa aptitud para conocer lo que se quiere conocer, de inteligencia expansiva, donde basta enfocar la conciencia en cualquier objeto para comprender éste perfectamente.

La tercera es un estado de vacío total, en el sentido de «ausencia de toda cosa». La conciencia prescinde de todo concepto, aun de los del espacio y conocimiento infinitos, penetrando en una esfera donde «nada» existe, ni siquiera la percepción de esa nada. Este absoluto aniquilamiento de toda conciencia de si es imposible de describir, pues en él el cognoscente y lo conocido se funden en una sola unidad.

Aún menos apta para poderse expresar en palabras es la cuarta y última de las jhanas sin forma, ya que en ella son trascendidos hasta los más refinados pares antitéticos, incluso el que constituyen el Todo y la Nada. Aquí, en esta esfera donde no existe ni la percepción ni la no-percepción, se sitúa el límite de la actuación del karma, el estado de Samadhi, que es la etapa final de la Noble Senda Óctuple.

Ahí tenemos, resumidas con brevedad, las jhanas inferiores y superiores tal como se describen en las Escrituras de la Escuela Meridional. Se

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comprobará que van desde una fase de apacible meditación, donde de momento ha cesado por completo el clamor de los sentidos, hasta un estado do conciencia que la mente ordinaria puede apenas imaginar, y mucho menos alcanzar. Todo verdadero aspirante debe poder situarse a voluntad, mientras dura su meditación, en la primera de las jhana rupa o inferiores; no pocos lograrán hacerlo en la segunda. La tercera, en cambio, sólo es accesible a las mentes más excepcionales, al menos por lo que atañe al hombre occidental: en los espíritus ordinarios se da como experiencia rara y momentánea, pero un esfuerzo constante puede acercar el momento en que esos relámpagos ocasionales se conviertan en visiones más duraderas. En cuanto a los pasos siguientes, la mayoría de nosotros sólo podrá darlos en vidas futuras. No obstante, recúrrase de nuevo a la analogía de la espiral, que ilustra la manera en que aun el más humilde de los discípulos puede vagamente entender esas etapas superiores e incluso recorrerlas hasta cierto punto, si bien se requiere un desarrollo más perfecto para poder captar todo su significado. Meditación con semilla y sin semilla

Los dos grupos de jhanas, inferior y superior, corresponden de algún modo a lo que suele llamarse meditación «con semilla y sin semilla». En la meditación «con semilla», la mente utiliza un objeto definido, aun cuando este no sea más que un ideal abstracto, como punto de enfoque de la conciencia. En el segundo caso no existe tal punto de enfoque, ni objetivo ni subjetivo, y quizá fuera más exacto incluir esa experiencia en el capítulo de la Contemplación. Volviendo a la meditación «con semilla», aunque el que medita logre apaciguar las olas del pensamiento y la emoción, haciendo así de su mente un espejo capaz de reflejar la verdadera sabiduría, dichas ideas y emociones suprimidas subsisten empero como tendencias que reaparecerán en la mente en cuanto cese esa intensidad de conciencia. Tales son las «semillas de energía provenientes de los hábitos», a las que se refiere el Lankavatara-sutra, describiéndolas como «semillas» porque se reproducen sin cesar hasta el momento en que son destruidas para siempre. En las regiones superiores de la conciencia, estos objetos que antes atraían la atención pierden su capacidad de «germinar» y, por ende, de sujetar la conciencia al mundo de las formas. Tarde o temprano el aspirante debe aprender a prescindir de toda «semilla», por tenue que sea su forma, pues sólo así puede la mente alcanzar ese «vacío de autopercepción» que precede a la iluminación pura.

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La pausa en el silencio

El discípulo que ha elevado ya su conciencia más allá de las lindes del intelecto, que se ha liberado, al menos en la meditación, de las groseras y engañosas formas que lo aprisionaban, y que ha logrado dominar en cierto grado la facultad reguladora del acceso a la iluminación, debe ahora prepararse para emprender una nueva aventura espiritual: la contemplación. Entre meditación y contemplación media un estado de conciencia nada fácil de describir. Tal estado llega en el momento en que se abandona toda «semilla» y, sin embargo, antes de que la conciencia se haya adaptado a la contemplación «sin semilla». Se trata de un «vado», sin duda, pero positivo, un intenso y dinámico expandirse de la conciencia que, elevada al máximo, se detiene por fin, «en estado de pura expectación». Escribe la señora Besant en su libro An Introduction to Yoga (Introducción al yoga): «Es el vacío de una expectación vigilante, no el de un sueño inminente. Si tu espíritu no se halla en esa condición, el mero vacío puede resultarle peligroso, pues le llevará a estados de médium, de posesión, de obsesión. Sólo conviene vaciarse de ese modo cuando la disciplina de la mente es tal que puede permanecer durante mucho tiempo enfocada en un punto y, una vez desaparecido éste, seguir alerta».

Esa «condición central en medio de las demás», como la describe El Secreto de la Flor de Oro, es a la vez coronamiento de todo esfuerzo previo y preludio de nuevas victorias futuras, quietud que flota en el silencio de un vacío aparente, un Vado que sólo se colmará cuando el sujeto y el objeto, el cognoscente y lo conocido, acaben por fundirse en un Todo único.

Antes de considerar la índole de la Contemplación, será útil decir una palabra sobre los objetivos y métodos de la meditación Zen.

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12. MEDITACIÓN ZEN

El Zen es único en su género. Por ello queda al margen de toda clasificación, y describirlo es poco menos que imposible, las obras del difunto doctor D. T. Suzuki servirán al estudiante de referencia para cuanto se relaciona con la historia, finalidad y métodos espaciales del Zen, pero «el resto es silencio... y un dedo que muestra el camino»...

La palabra zen es una corrupción del vocablo chino ch'an, que a su vez viene del sánscrito dhyana, cuyo equivalente pali es jhana, término ya familiar para nuestros lectores. Entre el Zen y las jhanas hay, con todo, cierta diferencia: las jhanas son estados de conciencia a los que uno va llegando sucesivamente, mientras que el Zen se conoce como «Escuela Repentina». Por cuanto el Zen es un método, consiste en una ascensión rápida por la «ladera de la montaña» sin recurrir a los senderos habituales, pero mucho más largos, que conducen igualmente a la iluminación. No obstante, las mismas consecuencias no pueden nacer de distintas causas, y no por surgir de modo súbito e imprevisto los logros de la meditación Zen son menos el fruto de un laborioso autodesarrollo. Aunque también es cierto que mientras otros métodos de autoliberación se basan en un desenvolvimiento lento v continuo, el Zen se lanza directamente v de un salto hacia el Sol.

El factor dominante en la vida del Buda fue su Iluminación. De ahí que todas las Escrituras, doctrinas, servicios al prójimo, modos de vida y métodos de meditación deban ser medidos por un rasero común: ¿llevan o no a la Iluminación?. En esto mismo reside el secreto del Zen, de sus exasperantes paradojas y su desprecio de lo convencional, de su ardorosa impaciencia para con toda clase de opiniones y doctrinas formuladas, de los curiosos y aun violentos métodos utilizados por los maestros para ayudar a sus discípulos a liberarse. ¿Cuáles son, en definitiva, las enseñanzas del Zen?. He aquí un pequeño resumen que suele citarse a menudo:

Transmisión especial al margen de las Escrituras. No depender de palabras ni letras. Apuntar directamente al alma humana. Ver en la naturaleza de uno mismo.

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La primera sentencia encierra una doctrina que supera los objetivos de nuestra indagación. Una verdad explicada deja de ser verdad. Las palabras limitan, deforman, confunden. Son la moneda corriente y necesaria del pensamiento intelectual, pero el Zen va más allá del intelecto. En esa esfera, la razón pierde su autoridad, y el único medio posible de comunicación, además de la paradoja y el símbolo, es la comunión silenciosa entre mentes iluminadas. Las verdades más sublimes no pueden estar contenidas en las Escrituras; se transmiten de maestro a discípulo a través de los siglos, dando los primeros a los segundos sólo lo que éstos son capaces de recibir en cada caso útilmente y sin riesgo. Los maestros del Zen aseguran que así se ha venido transmitiendo la doctrina más íntima y esencial del Buda. por este método imperecedero, y que en esa «transmisión especial al margen de las Escrituras» radica la razón suprema de ser del Zen. De aquí se deduce que ningún método racional de enseñanza basta de por sí para comunicar el misterio de la iluminación. El maestro trata de suscitar en el discípulo la comprensión de su propia naturaleza esencial y, por ello, toda comunicación entre las dos mentes debe establecerse en los niveles intuitivos, sin recurrir al mecanismo deformador del pensamiento racional e. inevitablemente, racionalista. Esto explica el carácter irracional de los métodos Zen de instrucción, donde las frases o gestos en apariencia más absurdos, intrascendentes y hasta violentos se justifican en la medida en que ayudan al discípulo, por poco que sea, a deshacerse de sus propias ataduras.

En cuanto a las tres últimas frases del resumen que precede, las entenderá mejor el lector cuando haya leído nuestra breve exposición. Se basan en que toda manifestación no es, en último término, más que ilusión de los sentidos; la Esencia de la vida es tathata. «Ser-así». Plenitud y Vacío a un mismo tiempo. Pero cada forma de vida, aun la más insignificante, es el Universo en miniatura, y al alcanzar la Iluminación, todo ser viviente obedece al mandamiento: «Hazte lo que eres», es decir, «Mira dentro de ti: tú eres Buda». En el Sutra de Hui Neng leemos: «Has de saber que, en lo referente a la “naturaleza de buda”, no existe diferencia alguna entre el hombre iluminado y el ignorante. Lo que hace que ambos parezcan distintos es que el primero se da cuenta de lo que es y el otro no».

Pero los esfuerzos más desesperados por sustraerse a los límites de la forma están condenados al fracaso en un mundo de formas, y por eso a lo largo de los siglos los instructores de Zen han ido creando ciertos métodos propios para transmitir a otros su sagrada herencia. No es que esos maestros hayan permitido nunca que su ideal se viera empañado por la intervención de

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cualquier técnica o método rígido. Para ellos, uno solo es el objetivo de todo esfuerzo: la Iluminación; y así, toda idea o sentimiento, por noble y elevado que fuere, ha de inclinar la rodilla ante ese fin supremo... o desaparecer. Solamente esa integridad estricta de objetivo, esa penetrante unicidad de corazón, puede explicar las graves palabras del maestro Rinzai: «Si te encuentras con cualquier obstáculo, interno o externo, mátalo en seguida. Si encuentras al Buda, mátalo; si encuentras al Patriarca, mátalo... Mátalos a todos sin vacilar, pues tal es el único camino hacia la liberación. No os dejéis aprisionar por ningún objeto; quedad por encima, pasad de largo, sed libres». Permítasenos citar todavía otra vez esa incomparable sentencia que recoge La voz del silencio: «La mente es el gran asesino de lo Real. Aprenda el discípulo a matar al asesino».

La índole intensamente práctica y dinámica del Zen explica sus efectos duraderos en la cultura, filosofía y estructura social de muchos países orientales. Tal vez sea esa sencillez directa lo que tanto atrae al Occidente, o quizá el espíritu occidental se sienta aliviado de la tiranía del pensamiento formal en un sistema que tan claramente lo trasciende. Otras religiones y filosofías tratan de formar el carácter, de añadir nuevas cualidades a la estatura espiritual del hombre. Sólo el budismo niega la existencia del individuo como tal: la Escuela Meridional lo hace negando cada uno de los ingredientes de la personalidad; el Zen, aconsejando al discípulo que abandone uno por uno cada atributo o cualidad hasta que no quede otra cosa que su «rostro original», es decir, su naturaleza esencial, el «ser buda». La técnica del Zen

La meditación Zen puede considerarse bajo cuatro aspectos: su continuidad, la naturaleza del za-zen, el koan y mondo, y satori.

1) La meditación ha de ser continua. Como ya se ha indicado en este manual, incluso la más concentrada de las meditaciones producirá escasos resultados si el esfuerzo no es continuo. Por su parte, el Zen japonés ha encontrado una forma de conciliar las exigencias de la vida ordinaria «del padre de familia» con las del eremita, pues si no cabe duda de que nadie puede concentrarse debidamente en un koan trabajando al mismo tiempo en una oficina o una fábrica, son muchas más, con todo, las personas deseosas de beneficiarse de la meditación Zen que las que pueden romper con los lazos mundanos y retirarse de por vida en un monasterio. Así, la mayoría de los monasterios Zen están acondicionados para recibir no sólo residentes fijos,

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sino también individuos que ingresan por un tiempo limitado, de unos cuantos meses o hasta de un mero fin de semana. Durante ese período, largo o corto, los visitantes comparten la misma disciplina con los monjes: trabajo al aire libre y horas de meditación. Esta práctica, cada vez más común en el Japón, pudiera quizá responder también a una creciente necesidad que se deja sentir en el mundo occidental: retirarse a algún lugar aislado, fuera del tráfago de la ciudad, para dedicarse por cierto tiempo a la meditación y autodisciplina antes de regresar, con la mente y el cuerpo frescos y purificados, a las tareas de siempre. Con ello se consigue, además, que los hábitos mentales engendrados durante esos períodos regulares de meditación profunda, arraiguen en medio de las preocupaciones mundanas, acercando así el día en que la meditación llegue a ser verdaderamente continua.

2) Za-zen, literalmente «sesión Zen», es el nombre que se da al aspecto sedentario de la meditación Zen, en contraste con la permanente actitud mental que se trata de adquirir a la larga. En todos los monasterios Zen, los monjes se sientan juntos a meditar en una gran Sala de Meditación, instalándose cada uno en su propio cojín, en postura erecta; a cada uno, también, el Roshi o Maestro le asigna por separado su tema de meditación. Hay ciertos intervalos para el descanso y el ejercicio; cada monje visita periódicamente al Maestro para ponerle al tanto de sus progresos, si los hubiere, y para recibir quizá un nuevo koan. En esas entrevistas se habla poco, pues la menor expresión o gesto del discípulo suele bastar al Maestro para saber si aquél ha llegado o no a penetrar el significado del koan que se le atribuyó.

No es posible, sin embargo, comprender enteramente lo que representa el za-zen si uno no se da cuenta de que es algo que forma parte de la rutina diaria. El lema de los monasterios Zen es: «El que no trabaja no come». Claro desafío a las órdenes monásticas cuyos miembros viven de caridad. Los maestros de Zen han proclamado siempre la santidad del trabajo manual y tratan de que cada monasterio se baste a sí mismo. Esta insistencia en el trabajo manual como parte de la vida diaria tiene por objeto mantener el cuerpo tan en forma como la mente, prevenir la pereza y la introspección ociosa, evitar que se apague el ideal de aplicar sin tardanza los principios de la verdad asimilados durante la meditación. Escribe el doctor Suzuki: «Si el Zen no aplicara sus ideas con fidelidad, hace tiempo que la institución se habría convertido en un sistema meramente inductor de “trances”, cuando no de sueño, perdiéndose así el tesoro que con tanto cuidado han ido acumulando los maestros de China y Japón... El hecho es que, si hay una sola cosa en la que

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los maestros de Zen insisten de manera especialísima, tal cosa es el servicio a los demás, trabajar por los demás, no ostentosamente, sino en secreto, procurando que otros no lo sepan» (Essays in Zen Buddhism). Koan y Mondo

3) Koan y Mondo. Así como el Zen es algo único en el mundo del budismo, así también el koan es algo único en su género dentro del Zen. Su naturaleza se entiende mejor considerando su origen. Cuando un Mensaje se comunica por primera vez, sus oyentes son vitalizados por las cualidades dinámicas del propio Mensaje. Pero, a medida que transcurren los años y los siglos, tiene lugar un proceso de contracción y endurecimiento, de suerte que a los maestros encargados de transmitir el Mensaje les resulta cada vez más difícil mantener vivas dichas cualidades dinámicas. Los conceptos empiezan a reemplazar la experiencia directa; la vida se enreda en los enmarañados lazos de la forma. De ahí la aparición del koan como medio de transmitir la realidad de esa experiencia directa que no es otra cosa que la iluminación. «Lo que el koan pretende es desarrollar artificial o sistemáticamente en la conciencia de los discípulos de Zen aquello que los antiguos maestros conseguían de modo espontáneo. Aspira también a provocar esa misma experiencia Zen en un número mayor de mentes, a las que el maestro no llegaría por sí solo. A mi juicio, esta técnica del koan» es la que ha preservado el Zen como herencia incomparable en la cultura del Extremo Oriente» (Ibid).

El koan es una palabra, frase o dicho que desafía todo análisis intelectual, permitiendo así al que lo utiliza liberarse de los vínculos del pensamiento conceptual. Es fruto de la experiencia y sólo de la experiencia. «Todos los koans son expresiones de satori sin ninguna mediación del intelecto; de ahí su rusticidad e incomprensibilidad. El maestro de Zen no se propone deliberadamente dar ese carácter tosco o ilógico a sus enunciados de satori; éstos brotan de lo íntimo de su ser como flores en primavera, o como los rayos que salen del sol. Por eso, para comprenderlos, tenemos que ser como las flores o como el sol; debemos penetrar su esencia interna». (Ibid). Esto requiere reproducir en nosotros las mismas condiciones de conciencia que les dieron origen. He aquí unos cuantos ejemplos de koan:

Cuando dos manos baten palmas, producen cierto sonido. ¿Qué sonido producen las palmadas de una sola mano?.

¿Cuál es tu rostro original antes de que nacieran tus padres?.

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Todas las cosas pueden reducirse a Uno. ¿A qué se reduce ese Uno?. ¿Hay naturaleza de buda en un perro?. Joshu contestó: «Mu»

(literalmente «no» o «ninguna»). Voyme con las manos vacías y, ¡mira!, la laya está en mi mano. Cuando cruzo el puente no corre el agua, pero corre el puente. Una vaca pasaba a través de una ventana. Su cabeza, cuerpo y patas

pasaron sin dificultad; sólo su cola no pudo pasar. ¿Por qué?.

¿Dónde está la utilidad de esos koans?. Su idea es reproducir en la mente del discípulo el estado de conciencia de que tales frases son expresión. En su propio nivel no presentan problema alguno; para resolver el que plantean basta, pues, con elevar la conciencia a una altura suficiente. El koan es un medio, no un fin. Es una herramienta que se desecha después de utilizada, una balsa que sirve para cruzar el río y luego se deja atrás. El koan no tiene «respuesta» que pueda escribirse o anotarse, ya que esto lo degradaría, al ponerlo al nivel del intelecto. El koan es como una señal o indicación del estado de conciencia donde radica exclusivamente la respuesta. Su objetivo consiste, por tanto, en ejercer una presión creciente en la facultad de «búsqueda e inventiva» hasta llegar a provocar un estado de bancarrota intelectual. Entonces, cuando el intelecto no puede ya ir más lejos, el estudiante debe armarse de valor y abandonarlo todo, «saltar al precipicio» y así encontrar, en la muerte del pensamiento, el nacer de la Iluminación.

Ese «abandono» es esencial. Mientras el discípulo siga apegado al intelecto, el mundo de la iluminación le será inaccesible. Cada destello de vida debe liberarse tarde o temprano de la compleja estructura del pensamiento, donde ha empezado ya a germinar una facultad superior. La oruga elabora un capullo en el que tendrá lugar su transformación fundamental, pero antes de poder reintegrarse al mundo de la luz debe abandonar su cuerpo de crisálida. Este «soltar amarras» no entraña flaqueza ni pasividad. La meditación Zen exige, por el contrario, una «férrea determinación e indomable voluntad», una intensidad dinámica de intención, compatible, no obstante, con el sosiego interno. En otras palabras, extraídas de La voz del silencio: «Tanto la acción como la inacción pueden hallar sitio en ti; tu cuerpo agitado, tu mente serena, tu alma límpida como un lago de montaña».

El hecho de que ese esfuerzo sea tan intenso y continuo encierra cierto peligro. Al pasar de los procesos intelectuales a los intuitivos, el cerebro se resiente de la presión ejercida sobre él. Así lo escribió H. P. Blavatsky: «El cerebro es el instrumento de la conciencia vigilante, y por ello cada imagen

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mental conscientemente formada significa cambio y destrucción de átomos cerebrales. La actividad intelectual ordinaria discurre, en el cerebro, por senderos trillados, sin provocar en su sustancia súbitos reajustes o destrucciones. Pero esta nueva especie de esfuerzo mental suscita algo muy distinto, al abrir nuevos “surcos cerebrales” y establecer un orden diferente entre las diminutas vidas que constituyen el cerebro, el cual puede llegar a sufrir grave daño físico si se le fuerza desconsideradamente». Uso del koan

Así pues, el proceso es triple. Primero, la mente se concentra en el koan hasta que el intelecto se agota o, por decirlo de una manera más gráfica, «se quema». Viene luego una pausa, el paro de toda función en un indecible vacío, una ruptura total de amarras, el «abandono» de que hablábamos antes. Y sólo después de esto llega la «respuesta», un relámpago de comprensión que, según sea parcial o completa, afloja o rompe del todo las cadenas del pensamiento conceptual. Pocos son quienes logran alcanzar este nivel sin un esfuerzo que agota la personalidad. Como decía un maestro de Zen, «si el sudor no te ha empapado por entero, no esperes ver un palacio de perlas en una brizna de hierba».

Ninguna barrera puede resistir a ese tremendo espíritu inquisitivo; al contrario, sólo servirá para reforzar la indomable voluntad de conocer. «El hecho de que todos los grandes maestros se hayan mostrado dispuestos a entregarse en cuerpo y alma al dominio del Zen prueba la magnitud de su fe en la realidad definitiva, así como su espíritu inquisidor, ese “buscar e idear” que jamás suspende su actividad hasta no haber llegado a la meta» (Suzuki, Essays in Zen Buddhism).

El mondo es un rápido intercambio de preguntas y respuestas entre maestro y discípulo. En muchos casos, como el de «Mu» de Joshu, la respuesta es de por sí un koan; en otros, la pregunta y la respuesta forman un todo.

He aquí algunos ejemplos:

Un monje preguntó a Joshu: «¿Cuál es la última y única palabra de la verdad?». Joshu replicó: «Sí».

Otro monje preguntó lo mismo a otro maestro. La respuesta fue: «Haz de ella dos».

«¿Qué es mi Yo?». «¿Qué harías con un Yo?».

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«¿Qué es Tao?». «La vida ordinaria es muy Tao». «¿Cómo podemos armonizarnos con ella?». «Si tratas de armonizarte con ella, te saldrás de ella».

«Todas las cosas son como son desde el principio; ¿Que es lo que está más allá de la existencia?. «Lo que dices está bien claro. ¿Por qué me lo preguntas?».

Nótese cómo la respuesta devuelve la pregunta al que la formula, pues sólo en su mente puede hallarse la solución. Nótese también lo llano y práctico de las respuestas, comparadas con las que podría dar una mente menos adelantada. ¿Acaso el que pregunta por «la última y única palabra de la verdad» vería más luz en una respuesta imbuida de principios abstractos?. Tales respuestas no son más que un eco de las de Buda, como nos las han transmitido las Escrituras pali, donde una y otra vez aparece el Maestro negándose a responder con palabras a una pregunta cuya contestación sólo puede darse en la experiencia interna. Las respuestas Zen casi se tocan con el «noble silencio» de Buda. El mondo corta en seco toda especulación, aquieta el intelecto y recurre a una facultad superior. Si tal es el resultado de la respuesta, poco importa su forma. Uno conoce bien la mente que inquiere «acerca de esto y lo otro», pero es incapaz de ver que la respuesta pueda a su vez inquirir acerca de la pregunta, y no ser un medio directo de iluminación. Por eso algunos maestros echan mano de métodos sorprendentes para rasgar, como si dijéramos, de arriba a abajo el capullo de la argumentación. Si un golpe violento puede hacer estallar el caparazón de la duda intelectual, esos maestros no dudan en asestarlo, y el mismo efecto tiene también a veces una mueca o un grito repentinos.

Los maestros de Zen son igualmente famosos por sus sermones anticonvencionales. He aquí, por ejemplo, uno completo: «Si tienes un bastón, te daré uno: si no tienes bastón, te lo quitaré». (Es difícil resistir a la tentación de evocar el notabilísimo paralelismo de estas palabras con las del Nuevo Testamento: «Al que mucho tiene, más se le dará; y al que tiene poco, aun eso se le quitará»). Otros grandes maestros han predicado a sus seguidores todavía más sucintamente. Algunos se han contentado, al llegar al pulpito, con hacer un simple gesto, como abrir sus brazos, y esto solo bastó en ciertos casos para que al discípulo con la «visión de la verdad» ya cercana le llegara satori.

Ha habido intentos de clasificación de los diversos tipos de koan y mondo. El propio Suzuki lo hizo con bastante minuciosidad. Pero lo importante es que todos ellos persiguen un mismo objetivo: el logro de la iluminación por medios directos. Los procedimientos o «invenciones» podrán

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diferir, pero el fin es idéntico en todos los casos. Satori

4) Satori es la razón de ser del Zen y el fin único de la utilización del koan. Suzuki lo define como «visión intuitiva de la naturaleza de las cosas, en contraposición con la inteligencia analítica o lógica de las mismas». Ahora bien, la intuición está por encima de toda dualidad. «El sentimiento general que caracteriza todas las funciones de nuestra conciencia es el de restricción y dependencia, ya que la propia conciencia es fruto de dos fuerzas que se condicionan o restringen mutuamente. Satori, por el contrario, consiste esencialmente en la supresión absoluta de cualquier oposición de dos términos». De ahí la audacia de los maestros de Zen al declarar que esa manifestación, la Rueda del Samsara, es ya de por sí misma la Realidad, pues el Samsara y el Nirvana son en definitiva Uno. Para describir pareja experiencia, es preciso apelar a la analogía. Parece ser que, usando del koan como punto de enfoque de la voluntad, se lleva el intelecto a sus límites extremos, y luego, como la chispa eléctrica que salta de pronto entre dos polos, brota la Unidad en la que se funden pensador y pensamiento. La mente entra así en la esfera del «Gran Tercio», el punto de vista trascendente y unificador de todos los contrarios. A él sólo puede llegarse tras un tremendo esfuerzo, cuyo resultado, el «vacío» de que hablábamos antes, es el extremo opuesto de la mera vaciedad. Más bien es el fruto de la «pobreza espiritual» que persigue el za-zen. «Renuncia a tu vida, si deseas vivir», dice La voz del silencio, y lo mismo aconseja el maestro Kyogen:

Mi pobreza del año pasado no era suficiente. Mi pobreza de este año lo es, en verdad. En mi pobreza del año pasado aún quedaba sitio para un barreno. Pero este año va no hay un punto donde barrenar.

La plenitud de satori, que colma el vacío conseguido por el za-zen, es

una plenitud sin límites, una fusión de la chispa con la Llama, del individuo con la Conciencia Universal.

Satori es un alineamiento momentáneo de todos los vehículos de nuestra personalidad con la Mente Universal que los utiliza, una irradiación de todo nuestro ser con el calor y fuego de la iluminación. Empleando el lenguaje de la psicología, diríamos que es una fusión de las diversas partes del ser, el

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inconsciente, el consciente y el supraconsciente en una sola y única conciencia. Según Suzuki, «la voluntad es el hombre mismo, y el Zen recurre a ella». Mediante los ejercicios de koan, «la actividad superficial de la mente se reduce al reposo, para que las partes más vitales y profundas, generalmente ocultas, salgan a flote y puedan ser entrenadas a desempeñar sus funciones propias». Una de las «funciones propias» de esas facultades soterradas es la de la acción directa, que brota de la voluntad sin que medie ningún proceso intelectual; de ahí el diestro uso de la acción como procedimiento para liberar la voluntad de las inhibiciones que permanecen agazapadas en el inconsciente. Cierto monje se lamentaba ante su maestro Bokuji, diciendo: «Tenemos que vestirnos y comer cada día. ¿Cómo escapar de todo esto?». El maestro le replicó: «Nos vestimos; comemos». «No te entiendo», insistió el discípulo. «En tal caso, vístete y come», fue la respuesta final.

A la luz de las observaciones precedentes, quizá pueda aparecer más clara la finalidad de los koans. Muchos de ellos, por ejemplo el «Mu» de Joshu, tienen por objeto elevar la conciencia por encima de la dualidad, negándole a la cuestión tratada todo predicado, positivo o negativo, y apuntando así al camino de la experiencia directa. Afirmar que hay o no esencia de buda en un perro es inapropiado en ambos casos, pues tanto un aserto como el otro distinguen entre dos cosas que no son dos, sino una sola. En cuanto al «sonido de las palmadas de una mano», dice el profesor Pratt: «No se trata de un sonido ni de una sensación, sino de un estado mental. Un sonido es originado por algo que está en relación con otra cosa, como el primer sonido de las dos manos que baten palmas. En el Absoluto no existen relaciones ni distinciones. El intento de oír el sonido de una sola mano no es más que una entre muchas maneras de llevar al discípulo a la comprensión íntima de ese hecho fundamental» (Pilgrimage of Buddhism). No es que el koan pueda «explicarse» con palabras, pero tal vez estos dos ejemplos ilustren de algún modo el estado de conciencia que pretenden lograr.

Hay muchos grados de satori, desde un mero relámpago de comprensión intuitiva hasta la plena Iluminación. Con toda probabilidad, los diversos grados de koan coinciden con los grados o niveles de satori. A medida que se resuelven koans más difíciles, el inconsciente va cada vez más y más invadiendo la mente consciente, y el Yo personal es desplazado para dejar paso a un punto de vista siempre más amplio. Cuando el koan se hace más difícil y la inteligencia de las cosas más profunda, los imperativos de la Humanidad como tal empiezan a predominar, hasta que la conciencia del individuo queda por completo inmersa en la Mente Universal. Sólo entonces

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el Inconsciente del individuo y el Inconsciente del Universo se hacen Uno, y el Yo, privado de todo habitáculo, se disuelve en la nada.

Guardémonos empero del falso satori, pues las redes de la ilusión van siendo más sutiles a medida que avanzamos por la Senda, y mucho de lo que nos parece maravillosa experiencia espiritual es sólo fantasía. El extranjero que pisa por vez primera un nuevo país se deja engañar fácilmente por las apariencias, y los espejismos que nuestra propia mente fabricará para hacernos creer que hemos llegado al Oasis no tienen límite. El árbol, no obstante, se conoce por sus frutos, y así, la piedra de toque de satori la constituyen los efectos que produce en nuestro carácter. Efectos de Satori

En opinión de Suzuki, «el brote de satori es el de la vida misma que se rehace». Se trata de un renacimiento espiritual, una vuelta al estado infantil en el sentido de una honradez máxima de pensamiento y palabra, así como de un obrar sencillo y directo. Tales son las señales indicadoras de la presencia de satori, junto con una amplitud de visión y una paz interior que vienen de su experiencia genuina. Los efectos que se produzcan en el carácter reflejarán, naturalmente, el grado de satori alcanzado por el individuo. Un simple atisbo del mundo superior puede dejar sólo un recuerdo; el logro de samadhi es la muerte del yo. Entre estos dos extremos hay un anchísimo margen de progreso, pero llega un momento definido en el que el efecto acumulativo de los ejercicios de koan acaba por elevar el centro espiritual de gravedad por encima del mundo de la propia ambición hasta el mundo del desinterés y altruismo totales. Tal es el «renacimiento» del que hablan los antiguos Misterios, el «cruzar el río» para llegar a la ribera de un mundo distinto. Sin embargo, éste no es todavía el fin, la meta última. «Velo tras velo debe ir levantándose, pero detrás ha de quedar velo sobre velo». A la mayoría de nosotros no nos concierne en la práctica ese viaje ulterior, mas ello no ha de impedirnos ir sin tardanza en pos de las huellas de quienes aseguran seguir ya directamente las del Gran Iluminado.

He ahí, pues, el secreto del satori, que utiliza la mente para superar la mente y que, con la ayuda de una serie gradual de koans o sin ella, se abre paso directo a un estado de conciencia que trasciende toda dualidad, un estado donde deja de tener sentido cualquier comparación o distinción. El único objetivo del Zen es alcanzar la iluminación, y todo cuanto surge a lo largo del camino debe orientarse a ese fin o ser apartado. El Zen no tiene par en cuando

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a la unicidad dinámica de sus propósitos, lo mismo que de su técnica. No se malgastan palabras con el discípulo. Se le señala la meta y se le hacen ver los obstáculos; «el resto es silencio... y un dedo que muestra el Camino».

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Cuarta parte

CONTEMPLACIÓN

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13. LA CONTEMPLACIÓN

Si ya es difícil poner en palabras la técnica y experiencias de la «gran meditación», resulta poco menos que imposible escribir acerca de un proceso aún más elevado. En este nivel, afirmar es limitar, describir es degradar. Dice el Lankavatara-sutra: «Si afirmas que existe la Noble Sabiduría, tu aserción deja de tener valor, porque cualquier cosa de la que se afirma algo participa, por ello mismo, de la naturaleza del ser, caracterizada por la cualidad del nacer. El acto mismo de afirmar que “todas las cosas son no-nacidas” destruye la veracidad de la afirmación. Otro tanto sucede con sentencias como “todas las cosas están vacías”, “ninguna cosa posee esencia individual”... Tales ideas son insostenibles desde el instante en que se concretan en forma de asertos». Lo más que puede hacer el estudiante es volver a evocar la analogía de la espiral, tratando así de percibir siquiera un débil reflejo de ese estado de conciencia que trasciende todo predicado y. por ende, toda descripción.

La contemplación es un conocimiento íntimo y sumamente impersonal de la esencia de la cosa observada. Su técnica, si es posible emplear este término en semejante contexto, consiste en lograr primero el máximo grado de concentración mental en un tema determinado, para en seguida elevar su propia concepción de ese tema simultáneamente con el nivel de conciencia. Supongamos que, al concentrarse, la mente concreta se fija en algo redondo. En la meditación, la conciencia se remonta a la mente abstracta y el tema adquiere su forma más sublime, es decir, en el caso que nos ocupa, el concepto abstracto de redondez. En la contemplación, la conciencia se vuelve enteramente impersonal, enfocando la atención en un tema que ahora se percibe en su esencia íntima, desprovisto de toda forma. La naturaleza del objeto contemplado es indiferente, pues el que contempla SABE que la esencia última de ese objeto, como la suya propia, son sólo aspectos de una única Esencia Universal, la de la Mente Pura. Se trate del ideal que se trate, uno lo contempla por vez primera tal como es. Los místicos describen esa condición como un encontrarse cara a cara con el Amado o, según el caso, como una visión de su propia Divinidad; para otros significa sentirse como inmersos en un océano de infinita serenidad o flotando en un mundo donde el objeto que contemplan no está ya limitado por la forma, sino que es símbolo del No-yo, visto por primera vez como el YO trascendental y definitivo.

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En este estado, el Yo íntimo y superior del que contempla queda libre para funcionar en su propio plano, una vez cortadas las amarras que lo mantenían atado a la forma. Mientras en la concentración el intelecto aprendía a funcionar sin trabas sensoriales y en la meditación la mente intuitiva era elevada a un nivel superior al del intelecto, en la contemplación todo el mecanismo mental se para, y la chispa desnuda percibe la Llama también desnuda, sin nubes ni velos que la encubren.

Así como el farero puede, desde la cúspide de su faro, dirigir la palabra directamente al hombre que está en tierra sin que su mensaje tenga que ser retransmitido en cada uno de los pisos de la torre, así el cerebro del que contempla ve, en relámpagos de inspirada percepción, el reino del Espíritu, ya en el umbral de su propia Iluminación. Todos los procesos intermedios del pensamiento se dejan a un lado: «La visión del sabio que vaga en la soledad de un mundo sin imágenes es pura. Es decir, para el sabio todas las “cosas” se han esfumado, y aun esa ausencia de imágenes cesa de existir» (Ibid). El canal que une espíritu y materia, la inteligencia espiritual y su instrumento inferior, el cerebro, queda provisionalmente libre de obstáculos, y en ese momento, sin la obstrucción de Sus propios límites, el estudiante CONOCE.

En tal nivel, toda forma creada por el hombre carece de valor. Todas las religiones quedan trascendidas, y toda distinción entre unos métodos y otros para llegar hasta ahí es nula y sin sentido. En ese plano sublime, el que contempla «penetra, más allá de toda imagen, por bella y rica que sea, en el inefable estado de conciencia que los místicos llaman “Contemplación Desnuda” — por haberse despojado de todo el ropaje con que la razón e imaginación revisten tanto a nuestros demonios como a nuestros dioses —, allí donde el hambre y la sed de nuestro corazón quedan satisfechas y donde adquirimos por fin la certeza total de la Realidad suprema. Esta certeza no es la fría conclusión de un razonamiento hábil. Es más bien la aprehensión final de Algo que sentíamos junto a nosotros y nos fascinaba, de lo indeciblemente sencillo, por constituir la solución completa y exhaustiva de todos los enigmas de la vida» (Practical Mysticism, Underhill).

Por decirlo en el lenguaje de la mística, la conciencia del que contempla percibe lo Universal en cada ente individual, el Todo en cada parte. Sin perder la conciencia de sí mismo, en el sentido de darse cuenta de la individualidad, el contemplador percibe su identidad con todo el Universo y registra ese conocimiento en su cerebro. Al principio, la comprensión llega en forma de «relámpagos» o destellos de satori, como dirían los seguidores del Zen. Luego esta visión va haciéndose más permanente y sus efectos más palpables en la

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grandiosidad espiritual del despertar interior. En ese eximio nivel queda por fin resuelta la paradoja del Yo. No existe ya un Yo superior ni un Yo inferior; sólo existen dos facetas de un todo perfecto. El sujeto ve su esencia íntima en la Esencia de la Mente Pura, y dentro del mundo de la ilusión no distingue sino un mismo y único Yo, inmanente a todas las cosas. Este doble proceso le permite unificar las exigencias del espíritu y la materia, las de los mundos más íntimos y las del mundo de cada día. Libre de la tiranía de las reacciones sensoriales, trabaja en el mundo con una visión más honda de sus necesidades, sin por ello perder jamás el contacto con la Esencia de la Mente, que es la única Realidad.

Cuando por fin la contemplación se ha convertido en un estado permanente, sólo un lazo mantiene ya al peregrino de la Senda unido a la Rueda del Dolor: su deseo de servir a la humanidad. Ante esos seres privilegiados surge el umbral de la Iluminación suprema. Algunos lo franquean definitivamente. Otros, tras haberlo franqueado, regresan. Estos últimos son los que, habiendo llegado a la Meta, vuelven para indicar el Camino a cuantos avanzan a ciegas, porque saben que todos aquellos que contemplan la ilusión acabarán por girar un día sobre sí mismos y encontrarse cara a cara con la Iluminación. Ellos también, entonces, habrán alcanzado ese «centro de un círculo sin centro», y a su vez señalarán el Camino a los menos afortunados. Nada impide a ningún hombre lograr esta victoria... salvo el yo, y los grilletes de las circunstancias fraguados para sí por él mismo. Pongamos, pues, nuestras miras en el reino de la Contemplación, porque se ha dicho: «En la Contemplación abandonamos la existencia para entrar en el Ser, traspasamos los confines del tiempo y el espacio para sumirnos en el Eterno Ahora. Ahí está la Fuente, Bebe cuanto quieras».

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14. CONCLUSIÓN

«Los que viniendo del recinto exterior, donde se ofrecen llores a la imagen de Gautama, quieran penetrar en el santuario, donde late el corazón del Maestro a quien ansian comprender, sólo podrán hacerlo a través de la disciplina de la meditación» (Spiritual Excercises. Tillyard).

Tal es también la opinión de los que han compuesto este manual. Resumir su contenido equivaldría a interponer un mero punto de vista personal entre el material presentado y la mente del estudiante. Hay, con todo, cinco puntos en los que nos parece conveniente hacer hincapié.

La meditación es un proceso positivo y dinámico, una auto-renovación vital, y no un subterfugio negativo para sustraerse a las responsabilidades de la vida. He aquí cómo lo explica el traductor de El Secreto de la Flor de Oro: «Mucho se le ha enseñado al hombre moderno en los últimos años sobre los elementos, hasta hace poco insospechados, que componen su psique: pero harto a menudo se insiste solamente en su aspecto estático, de modo que el individuo se encuentra en posesión de poco más que un inventario de cosas que no sirven sino para incrementar su sentimiento de hastío o fatiga, en vez de ayudarle a superar los problemas con los que ha de enfrentarse. Y sin embargo, si hay algo que capta más que otra cosa la imaginación del hombre actual, es precisamente la necesidad de entenderse a sí mismo en términos de cambio y renovación». De igual manera se reaviva la moralidad. La vana complacencia en una bondad negativa es remplazada por una viva conciencia de los valores eternos, donde la voluntad de hacer el bien prevalece sobre el temor de hacer lo que otros pueden creer que está mal. Ya se adopten los suaves métodos de abandono de sí, típicos del taoísmo, o los vigorosos procedimientos de autoconquista, propios del yoga, una sola es la guerra que ha de librarse y uno también el enemigo a quien hay que derrotar. Los métodos varían con el temperamento del que los aplica, pero el objetivo es el mismo para todos: la fusión de los diversos aspectos de nuestro complejo ser en una unidad radiante y sin límites.

Los medios han de estar siempre subordinados al fin. Insistir en la importancia del método es tan absurdo como concentrarse en el dedo que indica el camino. Todas las religiones con sus Escrituras y todas las escuelas de autodesarrollo son sólo métodos, sujetos por igual a las leyes de la forma.

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Nacen, crecen, envejecen, mueren. Únicamente la Verdad permanece, y también el camino que a ella nos lleva, pues todos los métodos no son más que formas de esta sola Vía. El Zen es aquí incomparable, al no perder nunca de vista su fin esencial: el logro de la iluminación. Todos los métodos, desde un ejercicio particular hasta una religión determinada, deben utilizarse como el artista utiliza las distintas herramientas para crear su obra maestra. Tendrá en mayor estima unas que otras según lo que se proponga realizar, pero todas ellas, después de usadas, se abandonan. El solo y único objetivo de cualquier método es permitir al que lo usa acumular experiencia, y así toda suerte de discusiones, libros y conferencias no son más que una estéril pérdida de tiempo a menos que concurran a ese fin.

La motivación debe ser pura y bien definida. El hombre sabio cuidará de revisarla constantemente. Entre las diversísimas razones por las que hombres y mujeres se deciden a meditar, sólo una es la «recta»: el genuino deseo de conseguir para toda la humanidad, como para sí mismos, la suprema Iluminación.

Ningún maestro aceptará guiar los pasos de un estudiante hasta que éste haya recorrido por sí solo las etapas preliminares. «Es error común creer que voluntariamente nos envolvemos y envolvemos nuestros poderes en el misterio... La verdad es que, hasta que el neófito no haya alcanzado la condición necesaria para recibir ese grado de iluminación al que tiene derecho y posibilidad de acceso, la mayoría de tales secretos, si no todos ellos, son incomunicables. La iluminación debe venir de dentro» (Cartas de Mahatma). Escogerse un guru es de por sí una de las cosas más difíciles, y muy pocos de los que a la ligera se declaran discípulos del último «maestro» en boga tienen idea de lo que semejante relación implica. Obedecer ciegamente a un hombre cuyas audaces pretensiones ellos mismos son incapaces de analizar es atarse con nuevas cadenas y dificultar así aún más la aplicación del consejo del Buda de obrar la propia salvación con diligencia. El sello inequívoco del falsario es que acepte dinero o exija atenciones especiales a su persona. Ningún Maestro genuino permite que sus seguidores lo veneren. Lo que en cambio distingue al auténtico Maestro es su profunda y sincera humildad, así como su voluntad omnipresente de servir al género humano. El deber de enseñar

Finalmente, recuérdese que nuestro creciente conocimiento debe ser compartido con otros menos adelantados. Cierto que no tenemos derecho a

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inculcar a nadie la verdad a la fuerza, pero sí, en cambio, es nuestro deber asegurarnos de que ningún hombre camina en la ignorancia por culpa nuestra, porque nos hemos negado a compartir con él lo que sabemos. El Maestro K. H. habla del «deber primordial de progresar en el propio conocimiento y diseminar por todos los cauces posibles los fragmentos de sabiduría que la masa de hombres que nos rodean estén prontos a asimilar» (Ibid). De nada sirve, por lo demás, adquirir conocimientos con fines exclusivamente personales. Así como la sangre es propiedad común de todas las células del organismo físico, así también el conocimiento debe vivificar todos y cada uno de los aspectos de la Mente Universal. No tema el que «conoce» arrojar perlas a los puercos. Es verdad que el conocimiento da poder y que comunicarlo a otros es asumir el karma de su posible abuso, pero los principios elementales de que tanta y tan patética necesidad tiene el «hombre de la calle» no son peligrosos hasta el punto de no deber compartirlos de buen grado cuando alguien nos manifiesta con claridad su deseo genuino de instruirse. Nadie, sin embargo, espere agradecimiento por ese valiosísimo servicio. Todos cuantos trataron de enseñar la verdad a sus semejantes han tenido que sufrir persecuciones y afrentas. Hubo un tiempo en que morían en la hoguera o lapidados por la multitud. Hoy los atacan con no menos brutalidad, inspirada por el miedo, las fuerzas de una supuesta «ciencia» o «religión... cuando no se les opone el más encarnizado de sus enemigos, la ignorancia ciega del pensamiento de masas, tan excelentemente reflejada en la prensa. A propósito de la Fraternidad universal, escribía el Maestro K. H. a Sinnett: «La primera y última consideración es ver si podemos hacer el bien a nuestro prójimo por humilde que sea, sin que nos haga vacilar en lo más mínimo el riesgo de posibles agravios, ultrajes o injusticias. Debemos estar dispuestos a que “nos escupan y crucifiquen” a diario — no sólo una vez —, si de ello ha de derivarse un bien real para otro» (Ibid). Mantengámonos pues alerta para compartir los frutos de nuestra experiencia. La voz del silencio se hace eco de una sabiduría inmemorial cuando dice: «Indica el “Camino”» — por vago que parezca su trazado, perdido en la multitud —, como la estrella del crepúsculo se lo muestra a quienes avanzan entre sombras (...) Ilumina y conforta al peregrino que arrastra penosamente sus pasos; busca, hasta encontrarlo, a quien todavía conoce menos que tú... y enséñale la Ley».

Meditando así, en actitud positiva y sin descanso, animado por una motivación altruista y con ojos que miran directamente al fin por encima de todo método, no buscando un guru que aligere nuestro propio karma cuyos obstáculos debe apartar uno mismo, pronto siempre a compartir con otros

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peregrinos cada nueva migaja de conocimiento adquirido, el estudiante llegará de cierto a graduarse en sabiduría y a encontrarse por fin ante el umbral de la Suprema Iluminación... sólo para comprobar que la Iluminación misma no es sino un velo tras el que se oculta un inefable Más Allá.

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APÉNDICE I NOTAS SOBRE LA MEDITACIÓN EN GRUPO

Es un axioma que la fuerza de muchos supera la de uno solo, y por ello

merece recomendarse el sistema de reunirse regularmente en grupo para estudiar y practicar la meditación. Algunos carecen del suficiente valor o determinación para proceder por su cuenta o, cuando lo hacen, experimentan efectos negativos. Además, como ya hemos dicho, hay siempre un abismo entre «el libro» y el ejercicio real. Surgen también a menudo problemas de orden práctico que, en un grupo, pueden resolverse con más facilidad gracias a la experiencia de otros miembros; en todo caso, la experiencia conjunta de cuanto sucede en la meditación, tentativas diversas y aun errores, es de utilidad para todos. Por último, en un grupo bien seleccionado y dirigido, nace un sentimiento de genuina fraternidad que de por sí es ya una maravillosa experiencia.

El grupo puede ser de tres clases: disperso, reunido o mixto. Si los miembros se hallan geográficamente dispersos, su trabajo colectivo consistirá en ponerse de acuerdo en cuanto al tiempo y temas comunes de meditación, así como en idear un sistema de correspondencia que permita compilar los resultados y ponerlos a disposición de cada uno de los miembros del grupo. Algunos grupos están sólo parcialmente dispersos, pudiendo reunirse en un punto central. Muchos suelen constar de un círculo más íntimo de personas que se encuentran físicamente y de otro que se mantiene en contacto mental y postal con el primero. Estos últimos miembros, menos afortunados, «sintonizan» con los otros a la misma hora o momento del día en que se celebra la reunión, y a su vez los reunidos establecen una conexión mental con cada uno de los miembros dispersos, estén donde estén.

Hay todavía dos tipos de grupo dentro de la tercera categoría. Pocos grupos en Occidente tienen la suerte de disponer de un maestro calificado para instruir y guiar a los miembros en su búsqueda de experiencias superiores. Tales maestros son raros, e infinitos en cambio los que se arrogan el título de maestro y se imaginan serlo de veras. Otros grupos, la inmensa mayoría, carecen de maestro o de un miembro que pueda desempeñar con eficacia este papel. A ellos se dirigen las observaciones que siguen.

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El guía

El guía del grupo, o sea el encargado de dirigir las reuniones, debe ser, naturalmente, la persona más apta para desempeñar ese cometido. Si ningún miembro se destacara sobre los demás irán asumiendo todos esa función por turno, relevándose a intervalos regulares. Esta última práctica tiene la ventaja de evitar todo asomo de celos y de acostumbrar a cada miembro a las tareas y responsabilidades propias del liderazgo. Una vez que el guía haya sido elegido para un tiempo determinado, exigirá y recibirá del grupo la más absoluta lealtad, e insistirá en que cualquier crítica que pueda hacérsele sea franca y abierta, no a sus espaldas. Sólo en ese ambiente de buena voluntad, confianza y respeto mutuos es posible lograr resultados útiles colaborando con un grupo que se dedica a cosas espirituales. Selección de los miembros

La selección de los miembros debe hacerse con todo cuidado. Cada uno de ellos será sincero en grado máximo, estará dispuesto a seguir adelante encarándose con cualesquiera dificultades que pudieran presentársele, se preocupará de los intereses del grupo antes que de los suyos propios y en todo momento permanecerá leal a los demás. Es menester también que reine cierta armonía entre los miembros del grupo como tal, pues basta con que uno solo se halle «fuera de tono», por adelantado que esté, para que sufran o se paralicen las actividades del conjunto. Los miembros deben ser «como los dedos de una mano» y practicar entre sí una genuina fraternidad, desoyendo chismes y comentarios sobre las faltas de otros. El tema

El tema escogido consistirá en un dicho, aforismo o diagrama más que en algo destinado a evocar colectivamente fuerzas superiores. Huelga decir que esto último supone una utilización mucho más vigorosa del esfuerzo colectivo, al construir una forma mental que sirve de conducto entre los niveles superiores e inferiores de la conciencia. Bien modelada, dirigida y utilizada, esa forma mental puede ser muy provechosa para el grupo y su medio ambiente, pero, a menos de disponer de alguien cuyos conocimientos ocultos le capaciten para dominar plenamente la situación, más vale

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abstenerse de crearla. Lo que uno construye puede utilizarlo otro, y es sabido que, tras el velo de los acontecimientos ordinarios, actúan tanto fuerzas malas como buenas. Aun cuando el guía sea capaz de dominar las fuerzas que se liberan y descienden por ese canal, no es seguro que todos los miembros estén en condiciones de asimilarlas. Es preciso experimentar la violencia y efectos profundos de tales poderes para creer en ellos. Las reuniones

Las reuniones deben ser regulares, siempre a la misma hora y en el mismo lugar. Los miembros llegarán a ellas puntualmente y asistirán sin falta a todas, sin permitirse más excepción que un claro caso de enfermedad. Una vez allí, dejarán atrás toda preocupación y pensamiento mundanos. Se sentarán en círculo, y cada uno recordará que ha venido a la reunión a dar, y no a recibir; a aprender, y no a mostrar a los demás lo mucho que sabe. Los asuntos materiales del grupo se despacharán de manera rápida y familiar, evitando todo procedimiento convencional y reduciendo al mínimo la discusión. Acto seguido se comenzará la reunión propiamente dicha con una elevación colectiva de la conciencia hasta más allá de la personalidad, intentando situarse en el nivel más alto posible. La meditación sobre el tema seleccionado será breve e intensa. Diez minutos bastan ampliamente para los principiantes. Al meditar, cada miembro deberá esforzarse por sumergir su propio yo en el yo colectivo del grupo. Esta deliberada expansión de la conciencia para constituir una unidad más amplia es uno de los frutos más valiosos de la meditación en grupo. Con gran acierto se ha dicho: «El grupo es el yo del altruista. Lo que el hombre grande siente hacia el grupo es lo que el pequeño siente para consigo mismo». Llegará un día en que el «grupo» sea toda la humanidad.

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APÉNDICE II TEMAS DE MEDITACIÓN

Nota: Alguien nos sugirió que sería útil añadir, como complemento a

este manual, una lista de dichos y sentencias que puedan servir de temas de meditación. Por eso hemos compilado la que sigue. Aunque podría extenderse indefinidamente, creemos que esta selección es lo bastante amplia para cubrir todas las necesidades. Las frases o dichos pueden emplearse directamente como temas de meditación en sentido estricto o como simples puntos de enfoque de la atención en los «ratos perdidos» del día. No hemos hecho nada por clasificar los temas, ni tampoco indicamos su fuente, aunque nos sea conocida.

Vivir en beneficio de la humanidad es el primer paso. Mata tu deseo. Vive en lo Eterno. Tú eres Buda. Meditar es realizar en el interior de uno mismo la imperturbabilidad de

la Esencia de la Mente. La Voluntad es la reina del Karma. No niegues nada. Afírmalo todo. La luz está dentro de ti. Deja que la luz brille. Detrás de la voluntad anida el deseo. Ningún origen es el supremo bien. Traza una línea de norte a sur, y no habrá ni este ni oeste. La montaña sube y baja. Percibimos lo que somos. Yo no soy yo, y sí lo soy. Al ir desapareciendo el yo, el Universo se transforma en Yo. Amar universalmente es auténtica humildad. Está bien. No existe la muerte. Lloré en el mar, y no se desbordó. El acto perfecto no produce resultados. Para el iluminado, todos los lugares son el mismo.

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No hay nada grande, ni nada pequeño. Lo que viene a mí es lo que a mí vuelve de lo que sale de mí. El futuro no viene por delante a nuestro encuentro: viene desde atrás,

fluyendo sobre nuestras cabezas. Sé humilde y te mantendrás entero. El hombre se envuelve en su propia sombra, y se pregunta por qué anda

a oscuras. No hay nada infinito fuera de las cosas finitas. No hay pobreza, salvo en el deseo. No hay nada bueno ni malo, pero el pensar lo hace así. La causa del morir es el nacer. En toda aspiración mora la certidumbre de su cumplimiento. Hazte lo que eres. Si algún hombre es desdichado, hazle saber que la única razón de su

desdicha es él mismo. Aspira a un extremo desinterés, y en todo momento mantén la mayor

serenidad posible. Concentrando sus pensamientos, uno puede volar: concentrando sus

deseos, uno se cae. Para dar la vuelta a la Tierra solo se requiere poner un pie delante del

otro... sin cesar. «Maestro, ¿qué debo hacer para ayudar a la humanidad?». «¿Qué

puedes hacer?». No existe el sacrificio: solo existe la oportunidad de servir. El hombre sabio se distingue de los demás por su peculiar

independencia de las cosas externas. El Maestro no puede sino indicarte el Camino. Más vale mancharse tratando de ayudar a los que están en la ciénaga

que permanecer limpio por no hacerlo. El sabio no juzga: trata de comprender. Desea solamente lo que está dentro de ti. Renuncia a tu vida, si deseas vivir. No somos lo que pensamos que somos, sino que somos lo que

pensamos. La medida de nuestra inmortalidad es la frecuencia de nuestros actos

inmortales. La tierra que no está en ninguna parte es la verdadera patria. El hombre sabedor de que puede triunfar tal vez fracase; pero si no sabe

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que puede triunfar, nunca triunfará. La vida es un puente; crúzalo, mas no construyas en él ninguna casa. La enfermedad no se cura pronunciando el nombre de la medicina. No hay nada allá que no pueda encontrarse acá. La adversidad es algo que no existe. Necios son quienes, vueltos de espaldas a la luz, se ponen a discutir

sobre la sombra que tienen enfrente. De veras felices son aquellos que ponen en línea sus deseos con su

deber. El amor es el cumplimiento de la ley. El hombre camina con dos piernas. El corazón del hombre perfecto es un espejo: lo refleja todo, pero no

guarda nada únicamente para sí. Diciendo «te ayudaré a salir del agua para que no te ahogues», el

bondadoso simio salvó al pez poniéndolo en la copa de un árbol. La gota de rocío miró al sol con envidia y dijo: «Yo soy Aquello». Y el

sol le cogió la palabra. Acudió uno al maestro para preguntarle: «¿Cómo podré liberarme de la

Rueda del nacer y el morir?». El maestro replicó: «¿Quién te sujeta?». Dos hombres contemplaban el agua de una charca. Dijo uno: «Veo

bastante barro, un zapato y una vieja lata». Dijo el otro: «También yo, pero, además de todo eso, veo el magnífico reflejo del cielo».

Un anciano brahmán fue a ver al Buda, llevándole un regalo en cada mano. Díjole el Buda: «Tira eso». El brahmán dejó caer al suelo uno de los regalos. De nuevo le ordenó el Buda: «Tira eso». Y el brahmán dejó caer el otro regalo. Por tercera vez el Buda repitió su orden. El brahmán entonces pareció quedarse perplejo, pero al poco sonrió: acababa de alcanzar la iluminación.

Cierto príncipe indio entregó un anillo a su joyero y le pidió que grabara en él una sentencia apta para sostenerlo en la adversidad y refrenarlo en tiempos de prosperidad. El joyero grabó esta palabra: «Pasará».

No tengo padres. Hago del cielo y la tierra mis padres. No tengo fuerza. Hago de la sumisión mi fuerza. No tengo vida ni muerte. Hago de lo que existe por sí mismo mi vida y muerte. No tengo amigos. Hago de mi mente mi amigo. No tengo armadura. Hago del recto pensar y obrar mi armadura. No tengo espada. Hago del sueño de la mente mi espada.

El Zen no tiene nada que decir.

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GLOSARIO

Absoluto, El: Parinirvana. «Principio Omnipresente, Eterno, Ilimitado e Inmutable sobre el cual es imposible toda especulación, porque trasciende el poder de concepción de la mente humana; cualquier expresión o imagen forjada por el hombre no haría sino empequeñecerlo. Está fuera de los límites y el alcance del pensamiento.» Verdad Absoluta: la verdad sobre el Absoluto, totalmente inaccesible a nuestra inteligencia.

Anatta: Doctrina del «no-yo», una de las tres características de la existencia, donde todo es anicca, dukkha, anatta. Lo que llamamos el «Yo», que dice «yo soy», es un mero agregado de skandhas, un complejo de sensaciones, ideas, pensamientos, emociones y voliciones. Detrás de estas entidades no hay ninguna eterna e inmutable que lo separe de la Única Vida, manifiesta en todas y cada una de las formas de existencia que conocemos, desde la mineral hasta la humana.

Anicca: Impermanencia, una de las tres características de toda existencia (anatta, dukkha, anicca). Esta doctrina enseña que todo se halla sujeto a la ley de las causas y efectos; todo es producto de causas precedentes y, a la vez, causa de efectos posteriores. Por eso no existe ningún ser estable, sólo existe un perpetuo, devenir.

Arhat: El Noble, el Justo, el Venerable... es decir, el que, habiendo recorrido la Senda Óctuple, ha llegado a la Meta, ha roto las diez Cadenas y eliminado los cuatro Vicios que nos mantienen atados a la existencia; el que. a la muerte del cuerpo físico, alcanza el Nirvana.

Ascetismo: Practicado para obtener poderes mágicos o atraerse la benevolencia de dioses, es esencialmente egoísta. En su Primer Sermón, el Buda condenó el ascetismo extremado como innoble e inútil y enseñó la Vía Media entre la mortificación y el atractivo de los sentidos. La única ascética permitida por el budismo consiste en la abstinencia y el dominio del propio cuerpo como ayudas para llegar a dominar la mente, la práctica de la virtud y el altruismo; en suma, renunciar a placeres temporales con vistas a una

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felicidad duradera.

Asti, nasti: Ser, no ser.

Atman: (Véase «Yo»).

Avidya (sánscrito), Avijja (pali): Ignorancia; falta de iluminación, de luz; raíz fundamental del mal y causa última del deseo que a su vez origina dukkha, el dolor o sufrimiento de la existencia. El Fin de la Vía budista es su supresión total, conducente a la Iluminación. La Ignorancia es el primero de los Doce Nidanas o Eslabones en la Cadena de la Causalidad: el primero, por ser la primera causa de la existencia. Es también la última de las Diez Cadenas que nos atan a la existencia, ya que siempre queda en nosotros algo de error o ignorancia mientras no alcancemos la plena Iluminación. Al desaparecer este último velo, se nos manifiesta la suprema Verdad: el Nirvana.

Bhavana: Literalmente «hacerse evolucionar»; es el autodesarrollo por todos los medios, pero especialmente por el método de control mental, concentración y meditación.

Bhikkhu (pali), bhikshu (sánscrito): Miembro de la sangha; hombre consagrado a la tarea de recorrer la Senda, para lo cual ha renunciado a todas las disipaciones mundanas. (Véase «Sangha»).

Bodhisatta (pali), bodhisattva (sánscrito): Aquel cuyo «ser» o «esencia» (sattva) es bodhi, la sabiduría que resulta de la percepción directa de la Verdad, con la compasión que ello suscita.

En el Theravada, aspirante a buda: en los Jatakas o relatos sobre las vidas anteriores del Buda, se le llama a éste el Bodhi satta.

En el Mahayana, el bodhisattva es el ideal de la Senda, en contraste con el arahant del Theravada. Es el que, habiendo practicado las Diez Paramitas y alcanzado la Iluminación, renuncia al Nirvana con el fin de ayudar a la humanidad a recorrer la misma Senda. A menudo los bodhisattvas reciben el nombre de «Budas de la Compasión», porque su objetivo es el amor en la acción guiada por la sabiduría.

Buda (Buddha): Es un título, y no el nombre de una persona. Derivado de la raíz budh, «conocer», significa «el que conoce», es decir, el que ha

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llegado al más alto de los conocimientos, el de la Verdad Suprema.

Buddhi: Sabiduría espiritual. La Mente Universal reflejada en el corazón del hombre. Fuente de bodhi. Vínculo o eslabón entre la Suprema Realidad y la Mente (Manas). Sexto principio de la séptuple constitución del hombre, según las escuelas esotéricas del budismo.

Cuatro Nobles Verdades, Las: A saber: 1) Toda existencia es Dolor (véase «Dukkha»). Todos los estados

mentales que nacen del sentimiento de separación son estados de aflicción e infortunio.

2) La Causa del Dolor es el anhelo egoísta (tanha), el deseo de una existencia separada, dejándose llevar por el atractivo de los sentidos.

3) La Cesación del Dolor se logra eliminando esa sed de una existencia separada. Para ello es preciso recorrer la Noble Senda Óctuple, que es el

4) Camino de la Cesación del Dolor. «Esto especialmente os enseño — dijo el Buda —, el Dolor y cómo acabar con el Dolor».

Dana: La virtud que consiste en dar limosna a los pobres y necesitados, así como en ofrecer dones a un bhikkhu o comunidad de bhikkhus. Uno de los tres «actos meritorios»: dana, benevolencia; sila, conducta moral; bhavana, meditación. Dana sustituye en el budismo los sacrificios rituales hinduistas.

Dhammapada: Colección de Versos. Famosa escritura pali, de la que existen numerosas traducciones a distintas lenguas.

Dukkha: Traducido con frecuencia por «dolor» o «sufrimiento», significa más bien «desazón», «incomodidad», «insatisfacción», «malestar», «falta de armonía» con el medio ambiente. El aserto de que la vida es dukkha constituye una de las Cuatro Nobles Verdades, asociada naturalmente con el propio esfuerzo para adaptarse a ese medio en perpetuo cambio, esfuerzo que es el resultado de la «voluntad de vivir». Uno sólo puede sustraerse por completo a dukkha liberándose del ciclo del nacer y el morir.

Fuegos, Los Tres: Dosa (ira, rencor, odio), Lobha (codicia o avaricia), Moha (torpeza mental o estupidez).

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Hinayana: Históricamente, la primera escuela del budismo. Este

término, de ligero matiz peyorativo, fue acuñado por los adeptos del Mahayana para contraponer dicha escuela, del «Pequeño Vehículo», a su propio «Gran Vehículo» (de la Salvación). La única secta del Hinayana que sobrevive es el Theravada.

Kama: Deseo de los sentidos, especialmente sexual. Los kama-loka son los mundos del deseo sensual o estados expiatorios después de la muerte. No debe confundirse kama con karma (véase a continuación).

Karma (sánscrito), Kamma (pali): Raíz que significa «acción», de donde se deriva también el sentido «acción y su resultado», o sea la ley de las causas y efectos. El karma actúa en todos los planos de la existencia. Aplicado a la esfera moral, es la Ley de la Causalidad Ética, merced a la cual cada hombre «recoge lo que siembra», forma su carácter, construye su destino y obra su salvación.

El karma no está limitado por el tiempo o el espacio, ni es estrictamente individual; se da también un karma colectivo, familiar, nacional, etcétera.

La doctrina del «re-nacimiento» o reencarnación es un corolario esencial del karma: el individuo viene a la vida física con un carácter y en unas condiciones que son el resultado de sus actos pretéritos. Por eso el carácter y destino del hombre son llamados popularmente (y correctamente) su «karma», el karma de Fulano o Mengano cuyo futuro modifica y construye él mismo según reaccione a su destino actual.

Lanoo: Discípulo.

Mahayana: La escuela del «Gran Vehículo» de la Salvación, llamada también «Escuela Septentrional». Geográficamente abarca el Tibet y Mongolia (Mahayana occidental), China, Japón, Corea y Hawai (Mahayana oriental). El Mahayana fue desarrollándose gradualmente a partir de la doctrina primitiva (véase «Hinayana»). Entre ambas escuelas no ha existido nunca una clara línea de demarcación.

Manas: Mente, la facultad racional del hombre. Es el aspecto de la conciencia (viññana) donde se relacionan el sujeto y el objeto. Manas es, por esencia, doble: su faceta inferior se orienta y tiende a todo cuanto tiene que

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ver con los sentidos, mientras la superior es atraída e iluminada por bodhi, la facultad intuitiva. Esta última, especificada por el vocablo bodhicitta, es como el almacén de las experiencias del pasado y constituye la individualidad, cuya viññana crea los cuerpos y ambiente de la próxima vida en la tierra.

Mística, Misticismo: Reconocimiento de la unidad esencial de la vida y del logro consciente de la completa armonía individual en esa unidad.

La filosofía mística se basa en el concepto de un número monístico y trascendental que se expresa en la diversidad de fenómenos. La religión mística es la que aspira a una armonía total y consciente con dicha unidad suprema; su fin es, por tanto, experimentar la Realidad.

Esta doctrina es connatural con el budismo Hinayana, cuyas bases filosófico-religiosas son el Anatta y el Nirvana. En el Mahayana, la misma doctrina adopta una gran variedad de formas, todas ellas tendentes a expresar esas verdades fundamentales en aspectos que pueden atraer respectivamente en las diversas etapas del desarrollo mental y espiritual. El único precepto común a todos es: «Mira dentro de ti, tú eres Buda».

Neti, neti: «Eso no, eso no».

Nirvana: En sánscrito Nirvana; en pali Nibbana. Meta suprema de todos los esfuerzos del budista, que consiste en quedar definitivamente liberado de los límites de la existencia. El vocablo se deriva de una raíz que significa «apagado por falta de combustible»; como la reencarnación es fruto del deseo egoísta (tanha), para liberarse de ella es menestar «apagar» tal deseo. El Nirvana es, por tanto, un estado al que puede llegarse en esta vida merced a una recta aspiración, un vivir puro y la eliminación de todo egoísmo. Al que alcanza este estado se le llama «santo» o arhat (véase). Al morir su cuerpo físico, el arhat alcanza el Nirvana completo o definitivo (Parinibbana o anupadisesa Nirvana), donde cesa todo atributo relativo a la existencia fenomenológica. Por eso recibe también el nombre de sunyata o «vacío», es decir, cesación de la existencia tal como la conocemos, para alcanzar el Ser (distinto del «devenir»), la unión con la Suprema Realidad. Tal es el objetivo de toda andadura mística, y los místicos lo describen como «estado que supera todo entender». En las Escrituras budistas (Udana, cap. 8), el Buda alude a él llamándolo lo «no-nacido», «no-originado», «no-creado» y «no-formado», en contraste con el mundo «nacido», «originado», «creado»-y «formado» de los fenómenos.

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La Escuela Hinayana tiende a considerar el Nirvana como una evasión, un modo de escaparse de la vida superando sus atractivos. El Mahayana, en cambio, ve en él el goce supremo de la vida — el desenvolvimiento de las infinitas posibilidades inherentes a la «naturaleza de buda», innata en cada hombre — y exalta al santo que permanece en contacto con esa misma vida más que el santo que se desconecta totalmente de ella.

Pali: Una de las lenguas «sagradas» del budismo. La primera en que se escribieron los Pitakas (Canon pali) de la Escuela Hinayana.

Paramitas: Perfecciones. Los seis (o diez) grados de perfección espiritual que va alcanzando el bodhisattva a medida que progresa hacia el «ser buda». Consisten en la práctica y máximo desarrollo posible de la caridad, la moralidad, la resignación paciente, el celo, la meditación \ contemplación, la sabiduría. A veces se añaden a éstos los cuatro siguientes: habilidad para enseñar, fuerza para vencer los obstáculos, anhelo espiritual, conocimiento. Los cuatro últimos se consideran, no obstante, como ampliaciones de prajna, la sabiduría.

Pitakas: La palabra pitaka significa literalmente «cesto», Pitakas, en plural, o Tipitaka («Triple Cesto»), es el nombre que suele darse al Canon pali de las Escrituras budistas. Estas se llaman respectivamente Sutta Pitaka, Abhidhamma Pitaka y Vinaya Pitaka. El sentido de esta voz es aquí el de «entregar», dado que los cestos se usan para «entregar» la tierra cuando se excava.

Rasgos del Ser: Son Anicca (impermanencia), Dukkha (insatisfacción, dolor) y Anatta (doctrina del «No-yo»).

Reencarnación o, más exactamente, Renacimiento. Renacer: Funcionamiento intermitente de la entidad en cualquiera de los diversos mundos fenomenológicos, obedeciendo a la ley del karma. Proceso continuo del «devenir».

Rueda de la Vida (Bhavacakra, literalmente «Rueda del Devenir»): Muchas religiones han usado la Rueda como símbolo de la incesante y cambiadiza actividad de la vida. El budismo adoptó este mismo símbolo para caracterizar el proceso del devenir y sus límites (finitud). Concibe al hombre

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atado a esa Rueda en tanto sus pensamientos sigan centrados en si mismo; pero en el momento en que el hombre llega a darse cuenta de que el «yo» en el que piensa no es más que un «yo» ilusorio, queda automáticamente liberado de la Rueda para entrar en ese estado de infinitud que es el Nirvana.

Rupa: Forma. Arupa: Sin forma. La forma entraña limitaciones, y la forma tal como la conoce la mente inferior persiste en las esferas inferiores. Las esferas o mundos superiores se llaman «sin forma», porque en ellos la mente se ve libre de toda limitación sensorial. El deseo de vivir en los mundos de la forma (ruparaga) es la Sexta Cadena que hay que romper para liberarse, y aruparaga la Séptima.

Sakkayaditthi: Primera de las Diez Cadenas. Consiste en creer que en una de las cinco Skandhus o en todas ellas pueda darse individualidad propia, es decir, un «yo» o alta.

Samadhi: Contemplación de la Realidad. Éxtasis espiritual que sigue a la completa eliminación de todo sentimiento separativo. Es fruto de la continua meditación sobre la Realidad. Tal estado es superior al de la meditación, por cuanto se trascienden los tres factores propios de esta última (mente del individuo, objeto de la meditación y relación entre ambos). Samma Samadhi, la perfecta contemplación, es la etapa final de la Noble Senda Óctuple y el preludio del Nirvana.

Samsara: Literalmente, «ir caminando», un continuo «hacerse» o «llegar a ser». El Samsara, la Existencia, se opone al Nirvana, el Ser. El primero es un estado sujeto a todas las limitaciones del «devenir»; el segundo es el puro «Ser», la cualidad misma del «ser». A menudo se alude simbólicamente al Nirvana llamándolo «la otra orilla del océano del samsara»: el dhamma es la embarcación que nos conduce a ella.

Sangha: Asamblea. Orden monástica fundada por el Buda. Sus miembros reciben el nombre de bhikkhus, en su rama masculina, y bhikkhunis en la femenina. No se pronuncian votos, y el bhikkhu es libre de dejar la Orden en cualquier momento en que lo desee. Las únicas posesiones del bhikkhu son: su vestimenta, el cuenco de las limosnas, una maquinilla o cuchilla de afeitar, una aguja para coser y un filtro de agua. Hace una sola comida diaria y no le está permitido tomar alimento alguno después del

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mediodía. En la Escuela Mahayana, la Sangha tiende a ser reconocida más como

unidad espiritual que como unidad física. El ideal de la Sangha no es tanto el que unos pocos se retiren del mundo como la creación de una comunidad de seguidores del Dhamma en el mundo mismo. El sistema monástico era muy estricto en el Tibet, mientras que va despareciendo en China y Japón. En la mayoría de las sectas de Mahayana existen monasterios, pero revisten el carácter de «colegios» o lugares de aprendizaje para bhikkhus, más que el de auténticos cenobios donde uno se retira del mundo. Los bhikkhus de las sectas de Mahayana observan sólo unas pocas de las Reglas Vinaya y a menudo se casan. Son más maestros que monjes.

Siddhis (sánscrito), Iddhis (pali): Poderes supranormales que desarrolla el que progresa en la Vía que lleva a la santidad (del arhat), entre otros la clarividencia, «clariaudición», telepatía, recuerdo de vidas pasadas, etc. Está prohibido usar de estos poderes psíquicos (los iddhis inferiores) en beneficio propio. Los iddhis superiores son los Modos espirituales de Visión Mística que se logran practicando las dhyanas.

Sila: Preceptos morales, código de moralidad, ética budista. Pañca-sila, los Cinco Preceptos; Dasa-sila, los Diez Preceptos. Una de las ramas de la «trinidad» moral: Sila, obrar recto; Dana, benevolencia; Bhavana, purificación y disciplina de la mente. De ahí se sigue paññna, la sabiduría.

Skandhas (sánscrito), Khandhas (pali): Los cinco elementos de la existencia, causalmente condicionados, que constituyen un ser o entidad. En sentido personal, las skandhas son los factores que condicionan la aparición de la vida en cualquier forma; todos ellos componen la personalidad en la esfera del samsara. Las Cinco skandhas son inherentes a toda forma de vida, en acto o en potencia: por ejemplo, hay conciencia en el mineral, pero en estado latente; en el hombre, los cinco elementos están activos. Son nombres son: 1) Rupa; 2) Vedana; 3) Sañña; 4) Sankhara; 5) Viññana.

Estos «agregados» o elementos son todos ellos materiales, por estar sujetos a las características de la existencia: anicca, dukkha y anatta. Forman la naturaleza temporal o fenomenológica del hombre. La idea o creencia de que separada o colectivamente constituyen un «yo» distinto del Yo universal no es otra cosa que la herejía llamada sakayaditthi, la primera de las Diez Cadenas que mantienen al hombre atado a la Rueda de la Vida.

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Sutra (sánscrito), Sutta (pali): «Hilo» o «cordel» (como el que une las

joyas de un collar). Por este nombre se designa la parte del Canon pali que contiene los relatos de los diálogos sostenidos por el Buda. La Sutta Pitaka consta de las cinco Nikayas: Digha, Majjhima, Samyutta, Anguttara y Khuddaka. El Mahayana posee una serie de Escrituras llamadas igualmente sutras.

Theravada: Voz pali que significa «doctrina de los Mayores». La única secta superviviente de las dieciocho que nacieron del Hinayana, la escuela más antigua del budismo. Su Canon completo, en pali, ha sido traducido a varias lenguas modernas. Sus adeptos se reparten por Ceilán (Sri Lanka), Birmania, Tailandia y Camboya. Se la conoce también por el nombre de Escuela Meridional.

Yo: Atman (sánscrito), Atta (pali). Se trata aquí del YO supremo, Conciencia Universal, Realidad Última, Naturaleza de Buda o Esencia de la Mente, en el hombre. La degradación de este concepto en el de un ente (alma, yo individual) que mora en el corazón de cada hombre, que piensa sus pensamientos y ejecuta sus acciones, y que después de la muerte vive feliz o desgraciado según el modo en que actuó cuando estaba en el cuerpo, es rechazada de plano por el budismo. Para evitar confusiones, los budistas emplean lo menos posible la palabra «alma» y, cuando lo hacen, denotan con ella el carácter creado por la experiencia en los mundos fenomenológicos, carácter que va iluminándose cada vez más a medida que avanza por la Senda o degradándose si se aparta de la misma.

Yoga: Término que significa «yugo» en el sentido positivo de «lo que une»; en suma, «unión». Es un sistema de disciplina destinado a «unir» al hombre con la Realidad.