crimen y castigo _ rafael narbona
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17/9/2015 CRIMEN Y CASTIGO | Rafael Narbona
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CRIMEN Y CASTIGO
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Fiódor Mijáilovich Dostoievski
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Crimen y castigo, la célebre novela de Fiódor Mijáilovich Dostoievski, cambió mi vida.
Devoré el libro durante un caluroso verano, fascinado por el tormento interior de
Raskólnikov, el joven que abandona sus estudios universitarios por falta de recursos,
confinándose en un miserable apartamento de los suburbios de San Petersburgo. Su
hermana Dunia está dispuesta a casarse con un próspero empresario para salvar a la
familia de su estado de precariedad. No le ama, pero considera que su felicidad es
irrelevante. Abnegada y noble, desea que su hermano regrese a la universidad y su
madre pueda disfrutar de cierto bienestar material. Raskólnikov contempla el posible
enlace con profunda consternación, pues sabe que Dunia será muy desgraciada. Sólo
se le ocurre una alternativa: matar a una vieja usurera donde ha empeñado varios
objetos de valor y apropiarse de su dinero. Se siente empujado por el amor hacia su
familia, pero también por una visión nietzscheana de la moral. Los seres superiores
deben prevalecer sobre los inferiores. Matar a una usurera no es un crimen, sino una
forma de mejorar el mundo, eliminando a una criatura indeseable. Raskólnikov
comete el crimen, pero acaba entregándose a la justicia, que le condena a trabajos
forzados en Siberia. Sonia, una muchacha de dieciocho años que se prostituye para
alimentar a su madre viuda y a cuatro hermanos pequeños, le sigue hasta la estepa,
pues le ama y quiere ayudarle. Gracias a su amor, Raskólnikov asume que ha cometido
una atrocidad, repudiando sus fantasías sobre una moral basada en la excelencia y no
en la compasión. Leyendo el Evangelio de San Juan, se detiene en la resurrección de
Lázaro y comprende que él también había muerto al asesinar a la usurera. Admitir su
culpa le ha devuelto la vida y la dignidad.
No hace falta compartir la fe cristiana de Dostoievski para entender su exaltación del
arrepentimiento y el perdón. No está de más recordar estos principios después de un
verano sobrecogedor. Entre julio y agosto, se han perpetrado crímenes horribles en
nuestro país. Mujeres asesinadas por sus parejas, a veces en plena calle. Un recién
nacido abandonado en un contenedor de basura. Un hombre ha degollado a sus hijas
pequeñas con una radial. Podría citar otros ejemplos igualmente espantosos, pero no
lo haré. El sensacionalismo periodístico no nace de la solidaridad con las víctimas,
sino de la curiosidad morbosa. Es incuestionable que esta clase de conductas merecenun gravísimo reproche penal y social. En algunos casos, cuesta creer lo sucedido. Sería
fácil atribuir estos actos a un trastorno mental, pero en nuestro país cerca del 25% de
la población acude alguna vez al psiquiatra. En la mayoría de los casos por cuadros de
ansiedad, angustia o depresión. Se tiende a confundir la psicosis, que implica una
deformación de la realidad, con la psicopatía, una alteración de la personalidad
caracterizada por los comportamientos antisociales y una baja empatía hacia el dolor
ajeno. Los psicóticos no son más violentos que las personas equilibradas. De hecho,
sus delirios suelen ser inofensivos, pintorescos o dramáticos. Virginia Woolf sufríaalucinaciones auditivas. Cada vez que empezaba una crisis, anotaba en su Diario: “Ha
vuelto el horror”. En una de sus recaídas, no pudo soportar el sufrimiento y se suicidó,
adentrándose en un río con los bolsillos llenos de piedras. Jamás cometió un acto
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violento. Por el contrario, sus libros siguen conmoviéndonos por su sensibilidad,
inteligencia y honda introspección.
Cualquier crimen debe ser castigado, pero no se debe olvidar que –según el artículo 25
de la Constitución Española- “las penas privativas de libertad y las medidas de
seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social”. El condenado
no perderá en ningún caso sus derechos fundamentales –“salvo los expresamente
limitados por el contenido del fallo condenatorio”- y “tendrá derecho a un trabajo
remunerado y a los beneficios correspondientes de la Seguridad Social, así como al
acceso a la cultura y al desarrollo integral de su personalidad”. En un tiempo en que se
cuestionan los sentimientos nacionales, salvo que estén ligados a desestabilizadores
procesos de autodeterminación, el “patriotismo constitucional” podría ser el
aglutinante de una sociedad libre, plural y abierta. No creo que ninguna fuerza política
sensata considere necesario reformar el artículo 25. Otra polémica muy diferente es
qué criterio se debe aplicar en los casos de excepcional gravedad, como los crímenes
contra la humanidad o los asesinatos de personas especialmente vulnerables, como
menores, ancianos o discapacitados. ¿Sería sensato dejar en libertad a Jack el
Destripador, pese a que hubiera agotado su pena, o se debería aplicar una medida
cautelar, basada en informes forenses y penitenciarios? Afortunadamente, se trata de
casos harto infrecuentes. De todas formas, el horizonte de la reinserción siempre debe
permanecer abierto. No es un planteamiento utópico, sino un principio jurídico
vinculante protegido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Sin embargo,
muchos parecen sentir nostalgia de los castigos medievales. Se advierte en la sección
de comentarios de los periódicos, particularmente en su versión digital, y lo que es
más triste, se escucha en las aulas de enseñanzas medias, donde un número
preocupante de jóvenes se muestra partidario de la pena de muerte. ¿Se podría
solucionar de algún modo este déficit de cultura democrática? Quizás leyendo Crimen
y castigo. O cualquier otra obra de Dostoievski. Podría rescatar muchas frases del
escritor ruso, pero me limitaré a dos: “El grado de civilización de una sociedad se mide
por el trato a sus presos”; “Cuando reconozco a un hermano en mi prójimo, sólo
entonces soy hombre”. Al acabar Crimen y castigo con dieciséis años, resolví quededicaría mi vida a la literatura, la filosofía y la enseñanza. En buena medida, he
materializado ese sueño. Si un libro puede cambiar una vida, ¿no es menos cierto que
puede contribuir al progreso moral de una sociedad? Me gustaría pensar que sí.
Prefiero ser ingenuo a pesimista. En política, el pesimismo suele ser la antesala del
odio. En cambio, la ingenuidad siempre acompaña a la esperanza.
RAFAEL NARBONA
Publicado en El Imparcial (29-08-2015). Si quieres leer el enlace original, pincha
aquí[2].
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2. http://www.elimparcial.es/noticia.asp?ref=155161
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