cuento - el aprendiz de carpintero

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El aprendiz de carpintero Capítulo I. El Maestro La luz entraba por la ventana del taller e iluminaba suavemente los instrumentos de trabajo. Allí quedaban el cepillo, los buriles, los diferentes grosores del papel lija... Rodrigo esperaba en una esquina al maestro. ¡Tenía que estar al caer! Hoy se estaba retrasando más de lo habitual. Mientras tanto, contemplaba aquellos objetos que transformaban la madera de manera casi milagrosa. Los miraba y los admiraba, porque le parecían casi mágicos. ¿Cómo era posible sacar semejantes figuras de aquellas piezas irregulares de madera? El maestro, más que trabajar la madera, se dedicaba a darle vida. En la penumbra, sobre unos anaqueles polvorientos, quedaban amontonadas esas tallas que luego iba ofreciendo a quien no se las podía permitir. Las Navidades pasadas había regalado a los niños de la Paca un Belén de figuras chiquititas, con sus reyes magos y todo. ¡Cuántas horas había trabajado para sacar la sonrisa de un instante! Sí, era indudable que el maestro trabajaba a conciencia y dominaba a la perfección la técnica. Y había un no sé qué en todo lo que hacía que lo convertía en único. Una vulgar mesa podía transformarse en una mesa con personalidad propia. Porque no era lo mismo una mesa para la señora Rodríguez, que vivía en el cuarto piso y su ventana daba a la plaza, que para Paquito el relojero, que trabajaba en un cuchitril de una esquina de los soportales, detrás del Ayuntamiento. Era evidente que una mesa para la señora Rodríguez no podía ser lo mismo que para Paquito el relojero. Un día de mucho trabajo, Rodrigo dijo al maestro que se iba a marchar pronto. Era primavera y también tenía que ayudar a su padre y a sus hermanos con la primera cosecha. Pero de camino a casa, sintió algo especial, como un revoltijo en el estómago o una curiosidad insondable. ¿Cómo trabajaría el maestro cuando él no estaba? ¿Cuál sería su secreto? Porque era incuestionable que tenía que haber un secreto. Total, que se volvió al taller y, a hurtadillas, desde la ventana que ahora iluminaba los instrumentos de trabajo, espió con grandes ojos al maestro. Veía cómo sus manos se acercaban a los tablones, a las planchas o a la madera sin desbastar con gran delicadeza. Parecía como si pidiera permiso a cada objeto para que se dejara trabajar por su arte. Soplaba con esmero el polvillo de la lija que se depositaba en los recovecos de las junturas. Al fin y al cabo eran recovecos que nadie iba a ver, pero al parecer a él no le daba lo mismo. Había sabiduría en sus nudosas manos, y los objetos que transfiguraba quedaban impregnados de ese saber como

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Cuentos. Banco de materiales MJD. Cuando pierdas la ilusión por algo piensa en qué fue lo que te llevó a hacer ese "algo" e intenta recuperar esas sensaciones. Aquí se presenta un relato inconcluso, ¡termínalo!

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Page 1: CUENTO - El aprendiz de carpintero

El aprendiz de carpintero

Capítulo I. El Maestro

La luz entraba por la ventana del taller e iluminaba suavemente los instrumentos de trabajo. Allí quedaban el cepillo, los buriles, los diferentes grosores del papel lija... Rodrigo esperaba en una esquina al maestro. ¡Tenía que estar al caer! Hoy se estaba retrasando más de lo habitual. Mientras tanto, contemplaba aquellos objetos que transformaban la madera de manera casi milagrosa. Los miraba y los admiraba, porque le parecían casi mágicos. ¿Cómo era posible sacar semejantes figuras de aquellas piezas irregulares de madera? El maestro, más que trabajar la madera, se dedicaba a darle vida. En la penumbra, sobre unos anaqueles polvorientos, quedaban amontonadas esas tallas que luego iba ofreciendo a quien no se las podía permitir. Las Navidades pasadas había regalado a los niños de la Paca un Belén de figuras chiquititas, con sus reyes magos y todo. ¡Cuántas horas había trabajado para sacar la sonrisa de un instante! Sí, era indudable que el maestro trabajaba a conciencia y dominaba a la perfección la técnica. Y había un no sé qué en todo lo que hacía que lo convertía en único. Una vulgar mesa podía transformarse en una mesa con personalidad propia. Porque no era lo mismo una mesa para la señora Rodríguez, que vivía en el cuarto piso y su ventana daba a la plaza, que para Paquito el relojero, que trabajaba en un cuchitril de una esquina de los soportales, detrás del Ayuntamiento. Era evidente que una mesa para la señora Rodríguez no podía ser lo mismo que para Paquito el relojero.

Un día de mucho trabajo, Rodrigo dijo al maestro que se iba a marchar pronto. Era primavera y también tenía que ayudar a su padre y a sus hermanos con la primera cosecha. Pero de camino a casa, sintió algo especial, como un revoltijo en el estómago o una curiosidad insondable. ¿Cómo trabajaría el maestro cuando él no estaba? ¿Cuál sería su secreto? Porque era incuestionable que tenía que haber un secreto. Total, que se volvió al taller y, a hurtadillas, desde la ventana que ahora iluminaba los instrumentos de trabajo, espió con grandes ojos al maestro. Veía cómo sus manos se acercaban a los tablones, a las planchas o a la madera sin desbastar con gran delicadeza. Parecía como si pidiera permiso a cada objeto para que se dejara trabajar por su arte. Soplaba con esmero el polvillo de la lija que se depositaba en los recovecos de las junturas. Al fin y al cabo eran recovecos que nadie iba a ver, pero al parecer a él no le daba lo mismo. Había sabiduría en sus nudosas manos, y los objetos que transfiguraba quedaban impregnados de ese saber como

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de un suave aroma. Lo malo era que mucha gente había perdido ya el olfato. Rodrigo sí lo olía, pero no sabía describir ni explicar la fragancia que percibía. Porque el maestro se comunicaba con lo que hacía; es más, se comunicaba a través de lo que hacía.

Un día el maestro le había dicho a Rodrigo que ya estaba bien de amontonar tableros y hacer pequeños encargos. A su edad, si quería, podía empezar a enseñarle el oficio. Claro que primero tendría que hablar con su padre, pero que por su parte no había ningún inconveniente en empezar mañana mismo. Y así fue cómo, a partir de entonces, todas las tardes, después de salir de la escuela, iba corriendo al taller a esperar al maestro. Pero esa tarde no iba a venir el maestro, sino que vino su hermana a traerle la noticia.

• Rodrigo, Rodrigo. ¿Qué haces aquí? – la pequeña Juana venía sudorosa y con la voz entrecortada..

• ¿Qué pasa? – preguntó sobresaltado. • El maestro está en su casa. Parece que está muy enfermo. Me

dijo que...

A la pequeña Juana no le dio tiempo a terminar la frase, porque Rodrigo ya subía por la cuesta de los costaleros en dirección a la casa del maestro. Nunca había entrado en su casa, pero sabía perfectamente dónde vivía. Se paró ante la puerta entreabierta y notó cómo le bombeaba el pecho, más por la emoción que por la carrera. Le pareció extraño que no se oyera nada, pero desde dentro la voz del maestro le llamaba.

• Pasa, pasa. La puerta está abierta... – la voz se interrumpió por una tos seca.

Rodrigo empujó la puerta y se llegó hasta el dormitorio. El maestro se incorporó de su lecho y le invitó a acercarse.

• Veo que mi recado te ha llegado bien pronto. – volvió a toser. • Maestro, ¿cómo se encuentra? Creí que... – Rodrigo no sabía

cómo continuar. • Te he dicho mil veces que no me llames maestro, porque sólo

uno es nuestro Maestro. – Rodrigo dirigió su mirada al suelo embaldosado. El maestro le puso la mano en el hombro y le sonrió. – Bueno, no me lo tomes a mal. Mira, ya ha ocurrido, lo que tenía que ocurrir. La tos que tengo no es nada... Ya sabes que me da siempre en primavera.

• ¿Entonces? • Son mis manos, que cada vez están más torpes, y mis pies que

ya no me aguantan el peso.

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Rodrigo le miraba con asombro. Lo decía con una gran paz. ¿Podía ser este el fin de alguien que se había consagrado a dar vida a la madera?

El maestro continuó – Ya no voy a poder ir al taller.

• ¿Pero? – quiso interrumpir Rodrigo. • No, Rodrigo. Cuando el tiempo llega, hay que aceptarlo. A mí

me ha llegado antes de lo que yo pensaba. Tú tienes que continuar.

• Yo no sé, maestro. – se disculpó Rodrigo. • Sí, ya sé que no te he enseñado todo lo que he podido

enseñarte, pero lo fundamental lo tienes. La técnica no es difícil de aprender, y menos para un chico tan despabilado como tú. Pero lo fundamental lo tienes.

Las pupilas de Rodrigo se empezaron a nublar, pero el maestro siguió hablándole con una gran ternura.

• Ya sé que estás triste, pero también sé que puedes avivar la llamita que se ha encendido en tu interior. Mira, en la ciudad hay una escuela taller. Si quieres, el curso que viene, cuando termines la escuela, puedes ir a estudiar allí.

• ¿La ciudad? Pero, eso debe ser muy caro y mi familia... • También he pensado en eso. Al fin y al cabo la enfermedad no

me ha cogido tan desprevenido. Si abres el cajón de la cómoda, encontrarás una cajita.

Rodrigo rodeó la cama y alcanzó el tirador del cajón de la cómoda. Dentro había una cajita hermosamente taraceada con un suave olor a sándalo.

• Ábrela.

Dentro había más dinero junto, que todo el que hasta entonces Rodrigo había visto.

• Es mucho, ¿no? - dijo sorprendido. • No te creas, que en la ciudad el dinero se escapa de las manos

con una facilidad... Bueno, del taller puedes coger los instrumentos que quieras, porque en la escuela taller no te van a dar nada, y comprar en la ciudad es muy caro. Hasta el verano quedan unas cuantos encargos por hacer, así que bien podrías terminar de encolar las sillas de doña Remedios y poner otro cuadro al telar de Pedro. Con lo que saques podrás pagarte el billete.

• ¿Más dinero?

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• El dinero es como el agua, si se estanca se pudre, pero si lo dejas fluir libremente, da vida. – hizo una pausa para tomar aire. - Bueno, a lo que iba. El alcalde me ha sugerido que lleve a la subasta de la feria las figuras del taller, y así se consiga el dinero que falta para el ambulatorio nuevo. De todas maneras, tú puedes coger la que más te guste.

• ¿Puedo venir a verte? Todavía hasta que empiece el curso que viene...

• Por supuesto que sí. – respondió amablemente. Volvió a toser. – Ahora vete a decírselo a tus padres, y a ver si me traes buenas noticias.

Capítulo II. La Escuela

Rodrigo no podía ni imaginarse lo que había cambiado su vida desde que se vino a vivir a la ciudad. Evidentemente la cosa no era como en el pueblo, en el que todo el mundo se conocía, aunque a veces se conocía demasiado. Aquí, nadie tenía tiempo para ir a pescar una trucha al río, en parte porque no había río en donde pescar. Desde luego que había mucho ruido, y pocas truchas.

La escuela taller estaba lejos de donde vivía. Tenía razón el maestro cuando decía que el dinero se iba rápidamente, sólo en transporte había perdido ya la cuenta. Además, había que comer, pagar el alquiler e ir un poco decente a la escuela para no pasar por paleto. El edificio de la escuela era grande, muy grande, casi que demasiado. El primer día Rodrigo se perdió y acabó metido en una nave industrial, de esas que usan como almacén para apilar montones de tablas de conglomerado. Un bedel le vio y creyó que estaba robando. Claro, con la pinta que llevaba, era para pensarlo. Tuvo que revolver en sus bolsillos para encontrar el papel de la matrícula. Así que el bedel lo arrojó a la clase en medio de la perorata de presentación del profesor. Ya desde el primer día fue el hazmerreír, así que no fue fácil quitarse el sambenito.

La escuela no le gustaba, pero poco a poco se había acostumbrado a ella. Era difícil intimar con los compañeros, porque cada cual iba a lo suyo. Para la mayoría consistía en aprender un oficio en unos cuantos años, y con el diploma en la mano sacarse unas perras. La verdad es que era prácticamente imposible montar un taller por cuenta propia. Había que contar con meterse en algún gremio y ponerse a las órdenes de algún maestro ebanista. Los gremios eran lo suficientemente grandes como para contemplar toda una serie de grados dentro de los mismos: temporeros, aprendices, oficiales de segunda, de primera, capataces, oficial de capataces, maestro ebanista y jefe de maestros. Obviamente, tenían que pasar muchos

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años para que uno pudiese ser miembro de pleno derecho de un gremio. De todas maneras, muchos no pasaban de aprendices y se dedicaban toda su vida a las tareas más pesadas y monótonas, como por ejemplo: comprar y almacenar el material, cortar planchas, cambiar las cuchillas que se iban desgastando, etc. Evidentemente que para formar parte del consejo del gremio por lo menos tenías que ser capataz, y la cosa no era fácil. Todo el mundo se hacía cuenta del lugar que ocupabas dentro del gremio.

El gremio solía contratar muchachos temporeros cuando tenía un gran pedido. Normalmente los aprendices aprovechaban la ocasión para cargarles con sus propias tareas. Esto era totalmente lógico porque la mayoría de los aprendices, cuando habían sido estudiantes en la escuela taller, habían trabajado de temporeros, entre otras cosas para costearse los estudios. Si a algún temporero se le ocurría rechistar ya sabía que estaba sentenciado. A Rodrigo no le gustaba la escuela, pero poco a poco había ido acostumbrándose.

Hacía ya un año que había recibido la noticia de la muerte del maestro. Al pobre viejo le fue invadiendo poco a poco una parálisis por todo el cuerpo que al final le llevó a la tumba. Acabó con sus miembros por completo inútiles para el trabajo en un pueblo olvidado por todos.

A Rodrigo no le gustaban las clases. Enseñaban muchas técnicas para trabajar la madera y sobre todo a usar muchas máquinas. Decían que simplificaban el trabajo, aunque todas las piezas salían iguales, una detrás de otra, sin personalidad. Pero es que lo importante era producir, producir mucho y tener a los clientes satisfechos. "Un buen servicio", se decía. Porque un gremio que produce mucho, sirve mucho, o más bien, sirve de mucho. Obviamente que para atender esta grandísima demanda de productos había que tener grandes instalaciones, grandes equipos y una gran escuela. Por supuesto que esto iba en detrimento del acabado de los productos, pero ¿quién iba a apreciar esos detalles que se podían tapar con barniz sintético? Además, era bien sabido por los expertos que las cosas demasiado bien hechas paralizan el mercado, porque duran demasiado y no se puede dar salida a los nuevos productos.

A Rodrigo tampoco le gustaban las prácticas. Todo el mundo sabía en la escuela que el trabajo que se hacía en las clases de prácticas se vendía a precio de costo a los gremios. Ésta era una buena política para la escuela, porque así los gremios ofrecían dar cursos a la escuela a cargo de los maestros ebanistas de los gremios. Estos cursos elevaban el prestigio de la escuela, lo cual redundaba en un incremento en el costo de las matrículas. Rodrigo había oído a su maestro que la escuela se fundó para dar trabajo a los niños pobres,

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pero con este sistema, poco a poco sólo las familias más adineradas podían permitirse este tipo de estudios.

A Rodrigo, naturalmente que no le gustaba la escuela, pero poco a poco se iba acostumbrando. Las cosas son así, le había dicho un compañero suyo, y si no te gusta ahí está la puerta. Para muchos éste era el peaje que había que pagar para acceder a una vida mejor.

Ya no quedaba nada de esa fascinación que le había traído a la ciudad. Dos años en la ciudad le habían bastado para perder todo ese romanticismo adolescente que había traído consigo. Ese sueño de ser uno de los grandes talladores se había desvanecido como el humo ante la multitud de gente que se había ido encontrando desde que llegó. Evidentemente que no era el único, sino simplemente uno del montón. La cosa consistía en ir adaptándose a las circunstancias, ir aprovechando las oportunidades. Era preciso tener los pies en el suelo, porque no existía ni el carpintero ideal, ni la escuela ideal, ni el mundo ideal. A Rodrigo todo esto no le gustaba, pero poco a poco iba acostumbrándose.

Un día a Rodrigo le sorprendió un anuncio en el tablón de la entrada de la escuela. Anunciaba una conferencia titulada: El maestro desconocido. Lo sorprendente no era el título, sino que se interrumpían todas las clases y prácticas para tener un acto solemne en el salón principal de la escuela. Rodrigo ya había oído rumores de ese tal "maestro desconocido". Debía de ser un genio nuevo descubierto hacía poco que estaba revolucionando el sentido del arte de la madera.

Rodrigo llegó con el tiempo justo, pero todavía todo el mundo se agolpaba a la entrada del salón. La gente se hacía lenguas de la novedad. Por fin entraron. El ponente, tal y como estaba anunciado, era el mismísimo e ilustre rector de la escuela que estaba acompañado del séquito del claustro de profesores. Era un orador excelente. Su ponencia versaba sobre la excelencia artística de este autor desconocido. La sala se oscureció para presentar en diapositivas la obra del maestro. Rodrigo dio un brinco en la silla. ¡Era su maestro! No se lo podía creer. Allí iban apareciendo una tras otras las figuras que antaño habían quedado apiladas en las polvorientas baldas del taller del maestro. Además, ¡qué bien hablaba el rector! Sus precisas y melodiosas palabras se articulaban perfectamente para describir con exquisitez cada una de las bellas imágenes que iban sucediéndose: El Belén de figuras chiquititas, la mesa del relojero y hasta las sillas de Doña Remedios. Rodrigo y todos los asistentes estaban estupefactos.

Una vez que hubieron salido del salón lo primero que pensó Rodrigo fue en hacerse valer como discípulo del maestro desconocido. Ahora

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recordaba que aún guardaba en casa la cajita con olor a sándalo que el maestro le había regalado. Sí, definitivamente eso tendría que ser su pasaporte para ser alguien dentro del mundo de los gremios.

Rodrigo no se lo pensó dos veces y salió disparado para su casa. Entró sin ni siquiera saludar a Soledad, la portera. Rebuscó por todos sus cachivaches. Es increíble lo que en dos años había ido acumulando simplemente por el hecho de irse equiparando con sus compañeros. Al fin la encontró. En realidad, no la había vuelto a ver desde que la envolvió en aquel papel seda en el pueblo. Rodrigo había visto cómo el maestro había taraceado cuidadosamente la cubierta de la caja. Sí, había visto a escondidas en esas largas tardes de verano, cómo sus nudosas manos daban forma a los motivos geométricos que adornaban la cajita. No era una cajita como cualquier otra, sino la cajita que le había dedicado el maestro a él, y solamente a él. Era, como si dijésemos, su herencia espiritual. ¿Por qué era tan distinta la escuela al maestro? Y sin embargo, ahora todo el mundo le admiraba. Indudablemente el rector había hablado acertadamente del maestro, pero en el fondo no entendía nada. No tenía ni la más mínima idea de lo que era dar vida a la madera. Ahora Rodrigo intuía claramente que jamás ningún maestro ebanista podría nunca alcanzar a comprender en qué consistía el verdadero secreto. El maestro amaba cada pliegue, cada mano de barniz, cada ensamblaje de dos piezas; porque amaba el taller de Paquito el relojero, o las Navidades de los niños de Paca, o el lumbago de Doña Remedios. Él amaba lo que hacía y amaba a la gente a través de lo que hacía.

A Rodrigo nunca le había gustado la escuela, y ahora sí que no podía acostumbrarse. Era evidente que lo que le había conducido a la escuela poco tenía que ver con lo que se había encontrado en ella. En efecto su "calidad de vida" se había incrementado: comía mejor, vestía mejor, incluso sabía más cosas; pero, ¿era realmente más feliz? Porque cuando estaba con el maestro no parecía correr el tiempo; sin embargo ahora, mientras estaba en clase, iba descontando uno a uno los minutos que faltaban. Y ahora se preguntaba:

¿Qué ha quedado del amor primero?

¿Cómo puedo recuperarlo?

¿Qué debo hacer?

Epílogo

La narración está inconclusa. De ti depende darle fin, ya sea con tu propia experiencia, con tu propia imaginación o con tus propias ideas.

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La intención que me ha movido a escribirlo no ha sido el estimular a los lectores a un análisis gramatical o literario. Ni siquiera se trata de buscar paralelismos o identificar personajes y situaciones. Simplemente se trata de una provocación, para que quien lea este relato, lo concluya.

Autor: Juan Luis (El Levantazo)