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Dale con el látigo. Música popular y masculinidades PARTE I Nosotros inventamos, nosotros compramos Ganamos batallas y también marchamos Tú lloras de nada y te quejas de todo Para cuando a veces nos emborrachamos Jorge González

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Dale con el látigo. Música popular y masculinidades

parte i

Nosotros inventamos, nosotros compramosGanamos batallas y también marchamos

Tú lloras de nada y te quejas de todo Para cuando a veces nos emborrachamos

Jorge González

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Con tinta sangre del corazón1

Javier GuerreroUniversidad de Princeton

[email protected]

Quisiera abrir lentamente mis venasmi sangre toda verterla a tus pies

para poderte demostrar que más no puedo amar

y entonces... morir después

Javier Solís,Sombras nada más

El epígrafe proviene de un muy conocido bolero mexicano. Digo mexicano pese a que su versión original sea un tango argentino de 1943, letra de José María Contur-si y música de Francisco Lomuto. “Sombras nada más” ha sido inmortalizado por el cantante Javier Solís y su popularidad ha hecho que sea repetidamente recordado como mexicano. De sus primeras líneas quiero, sin embargo, destacar el uso que este bolero ranchero hace de la sangre. El “abrir lentamente” las venas así como su despilfarro, proponen una exhibición sangrienta que, si bien, luego, puede devenir en muerte, no pretende necesariamente generar un final letal. La muerte constituye un desenlace que aunque a todas luces resulta inevitable, se produce como precio a pagar tras la impúdica exhibición de la sangre como superlativa expresión del amor. Estas primeras líneas del muy conocido bolero plantean entonces que la sangre constituye un elemento necesario, estéticamente inevitable para la narrativa amorosa que, a su vez, marca las penas de amor, el despecho, el amor no corres-pondido pero que, en especial, resulta el derroche más definitivo y espectacular del relato amoroso. La necesidad de expresar el sentimiento ante un mal de amor, ante el amante que desprecia o se ha marchado, necesita de sangre.

1 Presenté una primera versión de este artículo en noviembre del 2011 a propósito de una invitación del Latin American Chamber Music Festival de Lawrence University en Appleton, Wisconsin. Agradezco a Tony Padilla y Gustavo Fares por su convocatoria y sus gentiles comentarios. Asimismo, presenté una segunda versión titulada “Apropiaciones peligrosas” en el congreso de Latin American Studies Asso-ciation en San Francisco, California en junio de 2012. Finalmente, leí en una tercera versión titulada “A New History of Blood” en el simposio Encrucijadas de New York University y Fordham University en febrero de 2015. Quiero agradecer a todos por las muchas sugerencias, así como por el entusiasmo con respecto a este proyecto basado en la sangre.

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Este artículo se propone relatar una nueva historia de la sangre. Me centraré en la función de la sangre en México y enfatizaré el papel que desempeñan la música, la cultura visual y la literatura –y en especial sus complejas intersecciones– para practicar una nueva manera de leer este exceso. Si bien la sangre está intrínseca-mente relacionada con la muerte, de allí el baño de sangre que hoy día constituye México, ella tiende a funcionar de manera separada. La metáfora amorosa de la sangre, especialmente presente en el género bolerístico, así como en el amplísimo repertorio sentimental mexicano, funda si se quiere un sintagma que pese a su aparente dimensión inofensiva obra una descorporalización que será llevada hasta sus últimas consecuencias. Demostraré cómo la sangre y no el cuerpo torturado, decapitado, o desarticulado constituye el reducto más cuestionable del cuerpo y la materialidad más clara de su ocupación en la necrópolis contemporánea. Comen-zaré planteando cómo el género sentimental, en especial el bolero, construye una gramática de la sangre sobre la que luego se funda la violencia más inconcebible sobre el cuerpo. A continuación, propondré cómo ciertas apropiaciones de la san-gre operadas por la cultura visual marcan, denuncian si se quiere, la desechabilidad de los cuerpos mientras que otras banalizan y lo que resulta más problemático, perpetran no solo una desarticulación sino más bien una descorporalización radi-cal. Partiendo de una metáfora amorosa, aparentemente inocua, este discurso del corazón abre las puertas a una historia visual del género. Y sin duda, esta historia está escrita con sangre.

1. Después de la muerte, las gramáticas de la sangre

El culto mexicano a la muerte ha sido abordado con amplitud. Pareciera que en México la muerte está en todas partes. Mientras que en Estados Unidos y en Eu-ropa, el siglo xx se ha caracterizado por una denegación de la muerte, en México, su familiaridad y el sentido juguetón con el que se la invoca, se ha convertido en un elemento principal de la identidad nacional (Lomnitz). Octavio Paz, en su ya mítico El Laberinto de la soledad, considera que, aunque a diferencia de los antiguos mexicanos, para quienes la oposición entre vida y muerte no era tan absoluta –la muerte era una continuidad de la vida y viceversa–, para el mexicano moderno la muerte carece de significación, ha dejado de ser un acceso o tránsito a otra vida más que la vida que tenemos. No obstante, para Paz, el mexicano frecuenta a la muerte, “la burla, la acaricia, duerme con ella, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente” (52). La muerte es una compañera de todos los días. Claudio Lomnitz, por su parte, encuentra que la muerte surge como tótem na-cional a principios del siglo xx como una secuela de la revolución mexicana. “La prensa extranjera utilizó el carácter supuestamente atávico de la revolución en las descripciones que hizo de la violencia ‘mexicana’ como un defecto nacional innato

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proveniente directamente de los aztecas” (Lomnitz 42). De acuerdo con Carlos Monsiváis, con quien Lomnitz coincide, esta nacionalización de la muerte cons-tituye un mito posrevolucionario construido por nacionalistas encabezados por Paz, quienes al inventar el romance del mexicano con la muerte edifican una visión exótica de la nación la cual luego será masificada y convertida por la cinemato-grafía y el turismo en un “accesorio propagandístico” (“Introducción” 16). Tanto Lomnitz como Monsiváis desesencializan la muerte y desnudan su construcción nacionalista interesada. La sangre, por el contrario, continúa siendo inexplorada. Constituye un fluido que funciona como índice o metáfora y es paradójicamente en esta simplificación en la que encuentro su mayor peligrosidad.

Quiero insistir en leer la sangre en México como un elemento que, si bien, está asociado con la muerte, puede funcionar como marcador de escenificaciones que van más allá del culto a la muerte. A mi parecer, sin embargo, más que la muerte, es la sangre la que se encuentra en México por todos lados. Tanto en el cancionero sentimental, el cine, las artes visuales y, por supuesto, en la violencia incrementada en México a partir de la Guerra contra el Narcotráfico, la sangre constituye un elemento ubicuo, que se nombra una y otra vez, que es citado compulsivamente, metaforizándolo y en el presente artículo quisiera centrarme en su materialidad. ¿Qué plantea este exceso de sangre?

Al respecto, encuentro que el bolero ha sido fundamental para esta construc-ción contemporánea de la sangre. Rafael Castillo Zapata en un estudio pionero sobre este género musical comprende que el bolero constituye el más rico alma-cén simbólico del continente para entender y expresar el amor. De acuerdo con su fenomenología, el bolero funciona como tapiz y espejo: “es sus despliegues discursivos el hombre que se enamora en nuestro continente encuentra la posibili-dad de reconocerse a sí mismo en la peculiaridad de su amor, como si en efecto, él fuera el motivo del tema pasional que desarrollan sus argumentos emblemáticos; como si, ciertamente, fuera él el modelo de esos diseños melódico-verbales en los que puede contemplarse y asumirse como ser que ama, sujeto sujetado al amor” (23). No obstante, Castillo Zapata también hace referencia a que más que el amor, y por lo tanto la dicha del amante, el género bolerístico está llamado a apuntar el despecho y a dispensar al despechado recurso de salvación causados por su des-esperada demanda. Por lo tanto, agrego, la sangre funciona como metáfora de la pasión, pero más aún como metáfora del dolor que toda pasión implica. No obs-tante, aquí quiero proponer que la sangre del bolero no es únicamente metafórica, sino que da cuenta de una materialidad sobre la que se construye una gramática criminal/pasional que luego será utilizada por el necropoder contemporáneo o, para contextualizar esta historia de la sangre, el narcopoder transnacional. El bo-lero inscribe una gramática de la sangre que hará posible la perpetración de una silueta sangrienta a la que me referiré más adelante. Y a propósito de esto, quiero

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comenzar esta nueva historia de la sangre analizando tres boleros de mucha popula-ridad en el siglo xx mexicano.

Fig. 1. Partitura del bolero “Nuestro juramento” publicada en México por la editorial Emmi. El color rojo parece fundir las categorías de sangre y amor.

Fig. 2. Afiche original del film mexicano Nuestro juramento (Alfredo Gurrola, 1980). El título está

circulado en rojo, como si se tratara de un charco de sangre.

El título de este artículo proviene del bolero “Nuestro juramento”, letra y mú-sica del puertorriqueño Benito de Jesús y popularizado por uno de los cantantes de bolero más reconocidos del continente: el ecuatoriano Julio Jaramillo. El mencio-nado bolero circuló ampliamente en Hispanoamérica, pero fue en México donde logró un éxito sin precedentes. Demostración de esto puede hallarse no solo en la publicación de su partitura en México (Fig. 1) y en las múltiples presentaciones de Jaramillo, quien incluso se residencia en el país y desde allí graba numerosos discos, sino en la filmación de una película homenaje al “Ruiseñor de América” basada en su vida, dirigida por Alfredo Gurrola y estrenada en 1980 con el título del exitoso bolero: Nuestro Juramento (Fig. 2).2

Una vez más, la letra de este bolero produce una separación entre muerte y sangre. El pacto amoroso constituye un trato que va más allá de la muerte. Si bien la muerte es una catástrofe, el amor “verdadero” es aquel que logra superarla. Si en

2 Julio Jaramillo también hizo cine en México. Tuvo una participación especial en el film Fiebre de juventud dirigido por Alfonso Corona Blake y estrenado en 1966. El film también es conocido como Romance en Ecuador y fue protagonizado por el popular cantante mexicano Enrique Guzmán en una coproducción ecuatoriana-mexicana.

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“Sombras nada más” la muerte funciona como consecuencia de la expresión su-perlativa del amor, en “Nuestro juramento” la muerte constituye el comienzo de la narrativa amorosa. Al respecto, la canción hipotetiza sobre el fallecimiento de los amantes quienes, luego de la muerte, seguirán cultivando su indestructible amor. No obstante, el aporte de los mismos difiere; el bolero produce una distinción entre el yo masculino y el de la amada:

No puedo verte triste porque me mata tu carita de pena; mi dulce amor, me duele tanto el llanto que tú derramas que se llena de angustia mi corazón.

Yo sufro lo indecible si tu entristeces, no quiero que la duda te haga llorar, hemos jurado amarnos hasta la muerte y si los muertos aman, después de muertos amarnos más.

Si yo muero primero, es tu promesa, sobre de mi cadáver dejar caer todo el llanto que brote de tu tristeza y que todos se enteren de tu querer.

Si tú mueres primero, yo te prometo, escribiré la historia de nuestro amor con toda el alma llena de sentimiento; la escribiré con sangre, con tinta sangre del corazón.

(“Nuestro juramento”, Benito de Jesús)

Claramente, esta distinción se perpetra en el uso de la sangre. El bolero afirma que, si el yo masculino muere antes, la amada deberá dejar caer sobre su cadáver las lágrimas que delaten lo que pareciera ser una relación clandestina. El bolero propone la muerte como un acto de confesión pública del amor “y que todos se enteren de tu querer”. Sin embargo, de producirse primero la muerte del hombre, el yo promete escribir la historia de los amantes y este relato lo escribirá “con tinta sangre del corazón”. Por supuesto, aunque como ya he subrayado antes, se trate de una metáfora, insisto que este uso de la sangre no es del todo metafórico ni tampoco inofensivo. La sangre resulta necesaria para escribir la historia amorosa y perpetrar toda una pedagogía del amor. Y aunque resulta ambiguo el origen de la misma, la sangre parece provenir metafórica e incluso materialmente del cuerpo de la mujer o, por lo menos, aparece tras su fallecimiento. Es decir, en esta gramática del amor, la mujer pone la sangre.

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Fig. 3. Hambre, álbum de Blanca Rosa Gil producido por el sello Velvet. La propia carátula del disco sugiere la posibili-

dad de quemarse: la intérprete bebe una copa en una imagen enmarcada por dos velas encendidas.

Asimismo, el bolero funda una masculinidad sentimental, una masculinidad ba-sada en una visión melodramática de la vida que además controla el relato amo-roso. El alma, tradicionalmente relacionada con el hombre, parece impregnada o casi ahogada de sentimiento. Por lo tanto, “con toda el alma llena de sentimiento”, como agencia feminizada a causa de la hipotética muerte de la amada, el hombre/el intérprete del bolero únicamente podrá deshacerse de la carga sentimental si la escribe, es decir, si logra escribir esta historia de amor. Y este amor, una vez más, se escribe con sangre. En este acto de escritura, la mujer se reduce a la sangre con la que este novel ‘historiador’ del amor inscribe tanto el relato como su pedagogía. En cierto sentido, la mujer reducida a su sangre funda descorporalizada, con su sangre, el relato amoroso.

A pesar de que el bolero es un género que consolida lo que he denominado como masculinidad sentimental, las mujeres han producido un gran repertorio en el que, sin duda, el performance ha sido fundamental para este almacén simbólico del amor. Aunque cantantes de boleros compuestos mayoritariamente por hombres, intérpretes como Blanca Rosa Gil, Toña La Negra, La Lupe, Carmen Delia Dipiní, Elvira Ríos, Estelita del Llano, María Luisa Landín y Olga Gillot, entre muchas otras, le han provisto al bolero de una gramática específicamente gestual en la que el exceso y el cuerpo devienen fundamentales.3 La interpretación constituye un ele-

3 Esta gestualidad excesiva ha hecho que el performance de las boleristas sea icónico para una cultura queer latinoamericana. Asimismo, estas figuras han funcionado transnacionalmente figurando en las co-munidades desplazadas.

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mento intrínseco para el género bolerístico. El sentimiento no puede comunicarse sin el cuerpo. De este repertorio, quiero destacar el bolero “Hambre” compuesto por el mexicano Rosendo Montiel Álvarez en 1966 que fuera popularizado por la cantante cubana Blanca Rosa Gil,4 quien luego de su salida de Cuba vivió tempo-radas en Venezuela, Puerto Rico, México y Estados Unidos y perteneció al muy in-fluyente sello discográfico Velvet. “Hambre” es un bolero desgarrador que apuesta por un amor capaz de hacer arder el cuerpo:

Dentro de mi alma oigo el gritode un corazón anhelante,que repite a cada instantesu deseo de querery en mis noches de delirio,siento correr por mis venasun deseo que me quemay que me obliga a gritar.

Hambrede sentir el fuego ardiente,de un amor que sea inclemente,que me queme las entrañas,hambrede besar con ansia loca,que me muerdan en la boca,hasta hacérmela sangrar.Sí, hambrede un amor que me calcine,que con besos asesine mi deseo y mi ansiedad,hambre de un amor desesperado,que me lleve hasta el pecadoaunque tenga que llorar.

Sí, hambre de sentir el fuego ardiente.de un amor que sea inclementeque me queme las entrañas,ay hambre de besar con ansia locay que me muerdan en la bocahasta hacérmela sangrar,yo tengo hambre de un amor que me calcine

4 Aunque efectivamente Blanca Rosa Gil hizo de “Hambre” un éxito internacional, fue la intérprete mexicana Magda Franco quien grabó el tema por primera vez.

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y que con besos asesine mi deseo y mi ansiedadhambre, hambre, de un amor desesperadoque me lleve hasta el pecadoaunque tenga que llorar

Aunque yo tenga que llorar,aunque tenga que llorar,aunque tenga que llorar.

(“Hambre”, Rosendo Montiel Álvarez)

Como queda constatado, en este bolero la experiencia de amar se relaciona con el fuego. El amor hace del cuerpo una brasa. La mujer clama por una combustión total. Esto se presenta incluso en la propia carátula del álbum (Fig. 3), en la que se sugiere la posibilidad de quemarse: Blanca Rosa Gil bebe una copa en una imagen enmarcada por dos velas encendidas, velas que de por sí construyen un imagina-rio indiscutiblemente fálico. La expansión del fuego entonces parece inevitable. Y ya desde la primera estrofa de la canción hace referencia implícita a la sangre. La intérprete dice sentir correr por sus venas un deseo que la quema y que la obliga a gritar. La operación es entonces producir una equivalencia entre la sangre y el deseo de amar. Tal deseo sangriento, entonces, pide a gritos –lo cual ocurre ya en la segunda estrofa de la pieza– un amor inclemente que le queme las entrañas. En este sentido, la experiencia del amor está intrínsecamente relacionada con el dolor y su inclemencia. Amar es sufrir. O, por lo menos, el acto amar –y esta pieza con-tiene una carga sexual de la que otros boleros carecen– conlleva inevitablemente al sufrimiento. Y aquí se produce una operación interesante para los fines de este tra-bajo. Más adelante en el bolero, la intérprete desea besar “con ansias locas” y pide: “que me muerdan en la boca/ hasta hacérmela sangrar”. La sangre que es también el deseo debe exceder el cuerpo y precisamente es en este exceso, la capacidad de romper sus propias fronteras materiales, donde se consuma el amor. La sangre entonces debe brotar para dar cuenta de la perpetración amorosa. Y el bolero acompaña este devenir sangriento, devenir sangriento que interpretaré más adelante, con palabras relacionadas con las acciones de quemar, asesinar, calcinar, llorar.

Al final, una vez más, las lágrimas aparecen. El sufrimiento tras este amor cal-cinante se enfatiza en una repetición que cierra con contundencia la pieza: “Y que tenga que llorar”. Al igual que la sangre, el llanto como índice del dolor acarreado por el amor inclemente debe brotar del cuerpo de la mujer. En este aspecto, la interpretación de Blanca Rosa Gil está acompañada por toda una gestualidad exce-siva, una teatralización que actúa con grandilocuencia su “deseo de querer”. Como sucede con otras cantantes como La Lupe, cuyo performance consistía en dar la sensación de salirse del cuerpo –rascándose y rasgándose los brazos, tirándose de los cabellos, abriendo desmesuradamente los ojos, tensando hasta el hieratismo su

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cuerpo–, la intérprete exagera su gestualidad y su voz vibra como si el hambre la obligara a tragarse con dolor el deseo de amar.

El bolero construye una gramática del amor y la sangre se vuelve uno de sus sintagmas favoritos. Si como en “Sombras nada más”, el espectáculo sangriento se torna indispensable para demostrar la pasión por la amada que se ha marchado o que responde con indiferencia y en “Nuestro juramento”, la sangre funciona para inscribir y escribir la historia de amor; en “Hambre”, la sangre es consecuencia directa de la pasión, de la dolorosa decisión de amar. El cuerpo amado es el cuerpo sangrante, quemado, asesinado, calcinado de tanta pasión. Resulta interesante no-tar la manera en que incluso la sangre, como metáfora o materialidad, constituye un vehículo del sentimiento. Tanto en la partitura de “Nuestro juramento” publica-da en México (Fig. 1) como en el afiche de la película de 1980 inspirada en la vida de Jaramillo (Fig. 2), el color rojo fusiona el amor con la sangre. En el primero, los corazones vuelan como índice del amor, pero lo que parecen ser las líneas del mar, trazadas en rojo como el resto de la ilustración, se asemejan a trazos de sangre. De manera similar ocurre con el afiche del film, el título está circulado en rojo para destacarlo, pero también en cierto sentido produce un charco de sangre sobre el que se escribe Nuestro juramento. Asimismo, en la carátula del disco que recopila los más grandes éxitos de Javier Solís, el cual por cierto comienza con el que quizá sea el bolero más reconocido del cantante mexicano “Sombras nada más”, en este rojo profundo –posiblemente de la sangre que brota para hacer público el amor, para demostrarlo o como pago por haber amado– se escribe una silueta masculina y, como sucede con el cine sangriento mexicano, el cual abordaré a continuación, la sangre funciona en una dirección más siniestra.

Fig. 4. El disco que recopila los más grandes éxitos de Javier Solís co-mienza con el que quizá sea el bolero más reconocido del cantante mexi-cano “Sombras nada más”. La carátula destaca la silueta del intérprete en

un fondo de color sangre.

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2. Cine sangriento

Alejandro Jodorowsky, cineasta, dramaturgo, performer y escritor chileno desarro-lla su filmografía y su muy sofisticado y extravagante trabajo en México. Creador de un sistema de terapia curativa basado en la magia, la Psicomagia, es también experto en cábala y en el tarot. Durante los años sesenta, fundó en México el grupo Pánico, integrado por personas entusiastas –nunca actores profesionales– intere-sados en indagar en maneras alternas y “auténticas” de expresión. Jodorowsky, en su libro Psicomagia, recuerda los diversos happenings que tienen lugar en México. Entre ellos, describe la puesta en escena del pintor Manuel Felguérez, quien decide “ejecutar una gallina públicamente con el fin de confeccionar un cuadro abstracto con las tripas y sangre del animal, mientras a su lado su esposa, vestida con un uni-forme nazi, [devora] una docena de tacos de pollo” (54). Relata también otra repre-sentación en la que un muchacho, vestido con smoking, empuja una tina de baño al centro del escenario para luego traer en brazos a una mujer vestida de novia. La tina está llena de sangre, “Sin dejar de sujetar a la novia, [comienza] a acariciarle los senos, el pubis y las piernas, para acabar […] por sumergirla en sangre” (55). Lue-go, se dispone a frotarla con una víbora viva mientras ella canta un aria de ópera. Pero, entre los happenings más extremos, el cineasta narra uno en el que participa a petición de un grupo de seguidoras. Jodorowsky comenta: “Las señoritas subieron al escenario a ofrecerme una botella de tequila, pidiéndome que bebiera de ella. Una vez que lo hube hecho, vino un médico y le extrajo un poco de sangre a cada una. Esa sangre fue vertida en un vaso que me presentaron diciendo ‘Ahora bebe la sangrita de tus discípulas’ [...] cuando finalmente me decidí a beber la sangre, esta-ba coagulada […] no bebí, sino que me comí la sangre de mis seguidoras” (58-59).

Este happening de Jodorowsky resulta, para mis intereses, revelador. La sangre que ofrecen las discípulas al cineasta, por supuesto, evoca una bebida tradicional. La sangrita, a base de tomate y con un toque picante, acompaña la muy conocida bebida mexicana. La sangrita, metáfora de la sangre, está presente en la mesa na-cional. La sangrita y el tequila, unidas, se vuelven una pareja fundacional. Pero el happening que narra Jodorowsky, al que es sometido como extranjero por las muje-res mexicanas, sustituye y cancela la metáfora y la vuelve materia. Jodorowsky bebe el tequila y come la sangre mexicana. Quizá debido a este happening “iniciático” el último film del chileno en México se titule Santa Sangre. La sangre sustituye a la muerte en esta boda nacional.

Como también podemos advertir en este happening, la sangre es un elemento in-dependiente de la muerte, la sangre marca los cuerpos que importan o que intentan importar. Quiero, entonces, pensar cómo algunos films mexicanos, concretamen-te en tres escenas provenientes de los films Holy Mountain (La montaña sagrada), Principio y fin, Batalla en el cielo y Profundo carmesí han utilizado la sangre para marcar

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problemas de representación, de ingreso al imaginario mexicano. Arturo Ripstein, Alejandro Jodorowsky y Carlos Reygadas, entre muchos otros cineastas mexicanos, han recurrido a la sangre para problematizar estos cuerpos.

La sangre constituye un fluido independiente que, en todo caso, funciona como pórtico capaz de conducir a la muerte pero que marca política, sensibilidades, cuerpos. Y la cultura visual es clave para trazar esta historia de la sangre. La pre-dilección del cine mexicano por el melodrama –la visión del mundo a partir de la desventura (Monsiváis, “Las mitologías” 13)– así como por el tópico de la Re-volución Mexicana, hacen que la sangre esté presente desde los inicios, pasando por la Edad de Oro del Cine Mexicano, hasta las películas del Nuevo Cine y de la contemporaneidad cinematográfica. Sería imposible, sin embargo, enumerar las escenas sangrientas del cine mexicano e incluso tan solo citar aquellas en las que la sangre es un elemento protagónico constituiría una tarea dificultosa. Destaco a continuación algunos casos relevantes para puntualizar la versatilidad y ubicuidad de la sangre en el cine mexicano reciente.

Una de las primeras escenas de Holy Mountain, e incluso esta nueva historia de la sangre podría haber comenzado por ella, recrea una escena colonial en una feria con sapos que culmina con una explosión violenta. La explosión conlleva restos de los animales y sangre de color verde. El color de la sangre no solo enfatiza la relevancia de la sustancia como índice de la violencia, sino que ironiza sobre la sangría que constituyó la Conquista. La sangre abre, ya que es una de las escenas, una película que, a mi modo de ver, propone una reflexión sobre la materialidad del cuerpo. En Así es la vida, la versión de Arturo Ripstein de la tragedia griega de Medea, hasta la meticulosa extracción de sangre que se practica Uxbal (Javier Bar-den) en Biutiful de Alejandro González Iñárritu.

En cierto sentido, como sugiere Tomás Pérez Turrent, Arturo Ripstein retoma ciertos procedimientos del cine de Buñuel, quien en sus mejores melodramas le-vanta una casa para al final destruirla y hacer ver que en la construcción misma ya se encontraba el germen de la destrucción. Considero, no obstante, que las pelícu-las de Ripstein, y esto funciona perfectamente para Principio y fin, parten justamente del momento en el que la casa comienza a desmoronarse (en esta última película, la muerte de la figura del padre) y el film es entonces la narración magistral de su demolición y, por lo tanto, del vacío que deja; la sangre se encarga de marcar este camino. Tal como propone Ángel Fernández-Santos, el tramo que podríamos denominar Ripstein-García Diego (el cual, como ya mencioné, se inaugura con El imperio de la fortuna y, por cierto, está lleno de boleros), se basa en una zona común: la conciencia del subsuelo movedizo sobre el que se edifican estas historias: “Es una especie de acuerdo o de complicidad en el tendido de las reglas del juego que jerarquizan, escalonan y mueven las tripas del relato; y de la estancia (indistinta-mente poética e histórica, pues en estas películas poesía e historia coinciden al chocar brutalmente; y el choque mana sangre) donde este horada el cauce sobre

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el que transcurre” (60). La familia tradicional, retratada en la primera escena del film, deviene irrecuperable, monstruosa, sangrienta. La compulsiva aparición de la sangre abre las puertas a la familia que el melodrama cinematográfico ha castigado y censurado por décadas, a pesar de que también se ha fascinado por ella. Y para ello escenifica bodas de sangre improductivas, incestuosas, asesinas. Como ya su-gerí anteriormente, Ripstein es “víctima” y “victimario” de su propia tradición y la sangre es prueba de ello.

El film de Ripstein Principio y fin, adaptación de la novela del premio nobel Ma-ghib Mahfouz, es quizá uno de los más poderosos al respecto. La muerte del padre, y por lo tanto de la autoridad, abre el relato fílmico. Ante la pérdida del sostén fa-miliar, Ignacia (la madre), y sus tres hijos han perdido el estatus económico –deben abandonar la casa, quedan en la pobreza absoluta–y toman una decisión. Eligen sacrificarse y apostar todo por uno de los hijos, Gabriel, quien debe ir a la univer-sidad con la promesa de convertirse en abogado y pagar con creces el sacrificio de todos. Un romance es impulsado por la familia: Gabriel se compromete con una joven de clase alta, conservadora, joven que por supuesto desea llegar virgen al ma-trimonio. El problema que aborda Ripstein es justamente la asociación, a partir de la boda, de clases antagónicas en el México contemporáneo. La muerte del padre lleva a la ruina, el descenso de clase, a esta familia. La promesa de ascender radica en los estudios de Gabriel y en su romance. Justo esta boda es construida y a la vez destruida por la sangre.

Me centraré en una escena para explicar el punto que me interesa resaltar, la manera como la sangre literalmente baña los romances prohibidos. Tras el sacri-ficio, la familia comienza a derrumbarse. El hermano mayor está involucrado con el narcotráfico, la hermana se desempeña como prostituta, el mundo de sacrificios familiares –oculto para el círculo que ahora frecuenta Gabriel– comienza a ser un fantasma en su vida. Gabriel, entonces, se deja llevar por una pulsión autodestruc-tiva que pone fin a las posibilidades de ascenso de esta familia mexicana, a la cons-trucción del romance nacional. En la escena en cuestión, antes de casarse, David rompe el himen de su prometida con sus propios dedos. La sangre fluye y marca la imposibilidad del romance, evento que desencadena una serie de tragedias, otras bodas de sangre, en las cuales la sangre, ahora sí, y la muerte se asocian. El film de Arturo Ripstein marca con sangre –en este caso con sangre femenina– el fracaso de la pareja, la imposibilidad de construir una pareja nacional a partir de dos clases sociales antagónicas, el ascenso.

La escena final de la película, marcada por el plano secuencia, característico del cine de Ripstein, incluye la inmolación de la hermana, quien se prostituye por la familia y permite que Gabriel la ayude a consumar su muerte en un espacio abyecto y laberíntico, para así librarlo de su pasado de cara al nuevo entorno del joven. Por supuesto, la manera de morir escogida conlleva sangre. Mireya (Lucía Muñoz) se corta las venas, Gabriel la abandona dejando que se desangre. El melodrama

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deviene tragedia y la sangre aparece para marcar este giro. Al respecto, tal como afirma Paulo Antonio Paranaguá, el cine de Ripstein funciona como si el cineasta atravesara el espejo del melodrama y descubriera lo que está más allá o, en palabras del propio Ripstein, presentara “el otro lado de la moneda, el lado oscuro del melodrama” (“Ripstein y el melodrama” 13).

Asimismo, de acuerdo con Monsiváis, en un estudio del melodrama como mito-logía del cine mexicano, con “la mujer que ha perdido sus escrúpulos y su fragancia virginal” (16), es decir la prostituta, se establecen las nuevas variantes del deseo y se afirma la institución que protege a la familia. En Principio y fin, la sangre y sus marcas, por el contrario, cancelan esta consideración del melodrama mexicano. La sangre no censura la transgresión, sino que remarca la destrucción –o la autodes-trucción que va más allá del imperativo del destino inexpuganble–, denuncia los cuerpos desechables; en este caso la sangre no repone la moral, la familia, más bien remarca su imposibilidad, su falla, su monstruosidad intrínseca. Incluso, como Pa-ranaguá advierte en Arturo Ripstein, el recurrente uso de planos secuencias, que ade-más marca tanto el final como el comienzo de Principio y fin, resiste el melodrama; o más bien lo atraviesa, al oponerse a la estructura formal de la telenovela (género en el que hoy en día ha desembocado el melodrama en Latinoamérica), caracterizada por la fragmentación.

Por su parte, en Profundo Carmeuse Arturo Ripstein explora la relación entre Co-ral Fabre (Regina Orozco) y Nicolás Estrella (Daniel Giménez Cacho). Esta vez, Ripstein parece preguntarse por cuáles son los cuerpos que pueden ingresar al ima-ginario nacional. En este caso, Coral es una mujer gorda, enfermera cuyo aliento, por haber trabajado en la morgue con algunos químicos, huele a muerto. Nicolás es calvo, hijo de españoles, y se hace pasar por español para seducir a las señoras que visita. La película se apropia, mexicaniza si se quiere –como también sucede en el caso de Principio y fin con la novela de Mahfouz o en el bolero ranchero con el tango argentino– los conocidos The Lonely Hearts Killers (Martha Beck y Raymond Fernández), asesinos de mujeres solitarias en Estados Unidos a quienes en los años cuarenta se les atribuyeron diecisiete crímenes, para luego ser juzgados, condena-dos con la pena de muerte y, en 1951, ejecutados en la silla eléctrica. Ripstein hace con esta historia una versión muy diferente a la película de 1970: The Honeymoon Killers de Leonard Kastle. La pareja ha asesinado a varias mujeres, e incluso a una niña en una muy perturbadora escena, pero con el asesinato de la última mujer, ellos mismos deciden llamar a la policía. Ripstein, entonces, reinterpreta la pena de muerte, inexistente en México, con la escena final. Las autoridades deciden –ante la monstruosidad de los crímenes perpetrados por la pareja–, hacer como si Coral y Nicolás intentaran huir y la única manera de frenarlos es disparándoles.

La última escena del film de Ripstein no solamente le resta importancia a la imposición de la ley, sino que escenifica una boda, una boda sangrienta. Coral y Ni-colás caminan como si se tratara del camino al altar, incluso Coral dice que se trata

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del día más feliz de su vida. El charco de sangre que une a la pareja, charco que le da nombre al film, destaca dos problemas. En primer lugar, la sangre funciona para indicar, marcar, los cuerpos no oficiales, improductivos; cuerpos defectuosos a los que les está negado la representación nacional. En segundo lugar, la sangre se asocia con la muerte, pero marca la imposibilidad de convivir, su inhabitabilidad. La sangre baña los cuerpos que México decide esconder.

Antes me referí a una de las escenas más controversiales de Profundo carmesí. Se trata, sin duda alguna, del asesinato de la niña a manos de Coral, quien la mata para evitar que Nicolás tenga que hacer el trabajo sucio, abriendo, también, un espacio maternal problemático ya que la víctima es una niña. Por supuesto, con Profundo carmesí, Arturo Ripstein hace una exploración del amor loco, del exceso pasional, del amor desbordado capaz de lo que sea. No obstante, a mi modo de ver, más que una exploración de la crónica roja, el film reflexiona sobre esas historias y corpo-ralidades no contadas y censuradas por la política homogeneizadora de cuerpos.

Carlos Reygadas ha sido uno de los cineastas mexicanos que más ha interesado a la crítica internacional. Tras su participación en festivales internacionales, Japón, su primer largometraje, causó revuelo y desconcierto en gran parte de la crítica especializada. En 2002 el film fue presentado en Rotterdam y pocos meses después premiado en el Festival de Cine de Cannes. Tras numerosos galardones en un sinfín de citas internacionales, la crítica comparaba al cineasta o encontraba influencias en él de autores tan diversos como Herzog, Kiarostami, Tarkovsky, Ozu, Bresson, Rosselini y Bela Tarr. La participación de su segunda película, Batalla en el cielo, nuevamente en el prestigioso festival francés del 2005 –aunque en esta ocasión sin premios– complicó aún más la percepción que se tenía de este artista mexicano. En

Fig. 5. Escena final de Profundo carmesí. Coral (Regina Orozco) y Nicolás (Daniel Giménez Cacho) unidos por un charco de sangre.

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Batalla en el cielo se radicaliza el gesto que he estudiado en el cine de Ripstein. El deseo –secreto, oculto, más que todo alegórico– entre Marcos y Ana se revela. Mar-cos, hombre mestizo, de rasgos indígenas, es chofer del padre de Ana, un hombre poderoso del gobierno mexicano. Ana, por su parte, es una joven blanca, de clase alta. La raza, la clase y la generación los separan. El acto sexual entre Ana y Marcos no solo marca un antes y un después narrativos, sino que plantea claramente el ro-mance fundacional de la nación mexicana. La escena en cuestión es destacada por una fanfarria de procesión religiosa –relacionada también al izamiento de la bandera mexicana en el zócalo de la ciudad– y llega a su fin con un plano cenital que los co-loca como imágenes religiosas de una nación mestiza. Este cuadro religioso-sexual naufraga como fundación cuando Ana se levanta de la cama y Marcos queda solo. El romance nacional no solo es imposible, es cancelado por la sangre. Pero en la escena sobre la que quiero llamar la atención es justamente en la que Marcos –quien le ha confiado un grave secreto a Ana– termina matándola. La escena insiste en la sangre, en la manera pasional como la asesina.

La sangre, una vez más, marca la fragilidad de la pareja, ensangrienta el cuerpo de Ana, pero no solo señala la imposibilidad del romance –el cual ya de por sí, resulta inconcebible– sino la imposibilidad de convivir juntos. En cierto sentido, el propio Ripstein ha entendido cómo este final sangriento constituye la cancela-ción de la posibilidad de convivir cuando afirma: “Calculo que Reygadas encuentra su inspiración en el angélico espanto de Dreyer y en el poético de Tarkovsky. El infierno de Reygadas habla de finales. Japón sería el fin del mundo y el apocalipsis visto de lado. Batalla en el cielo, el fin furioso de las inocencias y la juventud. Luz silenciosa es el final de todo porque abarca la resurrección” (Ripstein, “El infernal Reygadas”).

Quiero, antes de continuar al problema final de este artículo, puntualizar dos elementos relevantes. Por una parte, en las tres escenas descritas, la sangre es fe-menina o, por lo menos, la sangre es feminizada –como sucede en Profundo carmesí, con el color del traje de Coral, además de su propio nombre–. Incluso, si detalla-mos el afiche original del film, advertimos que el color del traje coincide con la punta ensangrentada del cuchillo dibujado por la sombra de ambos. Es decir, en esta pareja reducida al cuchillo ensangrentado, como antes relaté en relación con el bolero “Nuestro juramento”, la mujer pone una vez más la sangre. Por otra parte, en las escenas que he nombrado, la sangre marca la imposibilidad de existir. Y en este punto vuelvo a separar los elementos sangre y muerte. La sangre enfatiza las contradicciones de la vida, los cuerpos que no sobreviven al imperativo de la na-ción o que son, como veremos más adelante, “corregidos”, mientras que la muerte pospone, a otro plano, las posibilidades de convivir. Podemos morir juntos, pero no vivir juntos y este postulado cancela el romance de la modernidad.

La muerte, entonces, abre otra dimensión. Lomnitz afirma que, a diferencia de otros casos latinoamericanos, como el caso de Venezuela y su culto a Bolívar, el

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panteón mexicano está compuesto por caudillos –como Cuauhtémoc o Pancho Villa– que en muchos casos murieron los unos a manos de los otros y que repre-sentan proyectos nacionales distintos. Es decir, el panteón mexicano está lleno de figuras que, aunque adversarias, conviven después de la muerte. Al igual que en el bolero “Nuestro juramento”, luego de la muerte es posible amarse más. La muerte entonces es un evento que finalmente reúne a los mexicanos. La sangre es, por el contrario, el elemento que distingue, separa, los problemas de representación.

3. Pacto de sangre

La sangre transita un complejo recorrido por los regímenes visuales y su visibili-dad. Luego de que en 2004 el grupo mexicano Los Tigres del Norte incluyera en su disco Pacto de sangre un corrido que aborda el tema de los homicidios de mujeres en Ciudad Juárez, el presidente del Congreso del Estado de Chihuahua, Víctor Va-lencia, solicitó a las distintas fracciones parlamentarias que no se comercialice tal canción. De acuerdo con el legislador, la letra de la misma hacía alusiones de “bajo gusto” respecto del problema de los homicidios de mujeres de Juárez, las cuales están cargadas de “morbo y descalificación”, lo que a futuro sembrará un ambiente de terror en la frontera y ahuyentará a las inversiones comerciales (“Piden censurar a Los Tigres del Norte”). El corrido en cuestión lleva por nombre “Las Mujeres de Juárez” y recoge en su letra el feminicidio en la principal ciudad fronteriza del estado: “humillante y abusiva/la intocable impunidad/los huesos en el desierto muestran la cruda verdad/ las muertas de Ciudad Juárez son vergüenza nacional”. El intento de censura viene a reafirmar el propio título del disco “Pacto de sangre”. El pacto neoliberal resulta un pacto de sangre.

La artista mexicana Teresa Margolles, por su parte, ha desarrollado una de las más controversiales obras del arte contemporáneo mexicano. Su trabajo con la materialidad de la muerte proviene de sus inicios ligados al colectivo Semefo, el cual se apropia del nombre del Servicio Médico Forense mexicano para propo-ner intervenciones rupturistas. Teresa Margolles, Arturo Angulo y Carlos López –los tres fundadores de Semefo– usan el performance para provocar al público. En principio, el colectivo se interesa por la música, el rock, y por intervenciones teatrales con gestos desenfadados tales como orinar a los espectadores o recibir golpes (David). No obstante, más adelante, a mediados de los noventa, el colectivo comienza su indagación en el cadáver. Fluidos de 1996, por ejemplo, consistió en una pecera que contenía 240 litros de agua usada en la morgue para lavar los cuer-pos muertos después de la autopsia, agua que por supuesto contenía sangre y otros residuos corporales (Scott Bray). De acuerdo con Cuauhtémoc Medina, el trabajo de Margolles pasa de la morgue como atelier al espacio público ya que hoy día la morgue ha perdido su monopolio como depósito de cadáveres. Entonces, la artista

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mexicana ha experimentado con todo tipo de materias relacionadas al cadáver. En su instalación En el aire del 2002, Margolles usa una máquina de hacer burbujas con la misma agua con la que lavan los cadáveres luego de la autopsia en la morgue. El público está, entonces, obligado a entrar en contacto con tales sustancias. Lo mismo sucede en su obra, Vaporización de 2001, en la cual usa los vaporizadores para esparcir tal sustancia en la sala de exhibición, lo cual crea un ambiente nebu-loso. Blood is in the air.

Pero me interesa resaltar la obra ¿De qué otra cosa podríamos hablar? presentada por la artista en la Bienal de Venecia del 2009. Margolles decide intervenir el Palacio Rota Ivanovich de Venecia con una instalación titulada Limpieza (Fig. 3), la cual consistió en limpiar el piso de las salas de exhibición con una mezcla de agua y san-gre proveniente de las personas asesinadas en México. La acción tuvo lugar una vez al día durante el tiempo de la bienal y fue llevada a cabo por voluntarios. Asimismo, con Sangre recuperada, Margolles produce una instalación de telas impregnadas con lodo, las cuales fueron usadas para limpiar los lugares donde se encontraron los cuerpos de las personas asesinadas y con Bordado y Narcomensajes, la artista lleva a

cabo acciones, junto a voluntarios, en las cuales bordan con hilo de oro telas con sangre recogidas en escenas de ejecuciones en la frontera norte de México.

La sangre se ubica en el centro de esta obra de Margolles, incluso el catálogo oficial que acompaña a la exposición está escrito en rojo, emulando la inscripción de la sangre. Margolles intenta contrastar el lujo y la arquitectónica suntuosidad del Palacio y de Venecia con los cuerpos caídos y desmembrados, víctimas de la

Fig. 6. Narcomensajes, Teresa Margolles, 2009. Textos bordados en hilo de oro sobre telas impregnadas de sangre recogida en lugares donde

ocurrieron asesinatos.

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violencia mexicana. Asimismo, propone producir un contraste entre el arte como mercancía y los cuerpos desangrados de México y de la frontera. Margolles inscribe los crímenes no resueltos por la ley a otros sitios de enunciación que reconstruyen la evidencia de la violencia del México contemporáneo (Scott Bray). Al respecto, Rubén Gallo ha señalado que en la obra de Margolles, el cuerpo siempre está au-sente; el cadáver se representa como índice, fotográficamente o como sinécdoque e incluso en ausencia. Y, añado, en esta ausencia anatómica, la sangre funciona como la última materialidad del cuerpo; es decir, testimonia –y esto lo hace quizá con mayor contundencia que ningún otro– el último reducto del cuerpo. La sangre es el último residuo material de los cuerpos atrapados en estas ciudadanías del miedo.5

Por su parte, el trabajo de la artista Rosa María Robles también le ha dado sentido a la sangre. Una de las piezas presentadas en su exposición se tituló La alfombra roja. Robles usó mantas con sangre de encobijados para armar una especie de red carpet al mejor estilo de Hollywood (Villoro). No obstante, poco después de inaugurar su exposición en una galería de Culiacán, las mantas fueron retiradas ya que constituían pruebas periciales. Pero más que precisar sobre esta muestra, en la que Robles trabaja con la banalización del derramamiento de sangre, quiero cen-trarme en la respuesta de la artista ante la confiscación de partes de su pieza. Tras el retiro de las mantas ensangrentadas que había incorporado en su exposición, la artista decidió protestar escribiendo en una de las paredes de la galería una nota con su propia sangre (Fig. 7). Una vez más, como en el caso de Margolles, la artista da cuenta de la separación entre sangre y muerte. Al respecto, Juan Villoro ha pro-puesto que Robles logró una metáfora indeleble: “durante un tiempo recurrimos a una distracción defensiva, pensando que los narcos se mataban entre sí; ahora sabemos que la sangre puede ser nuestra” (“La alfombra roja”). No obstante, con-sidero que más que la posibilidad de ser asesinado o del hecho de no estar exceptos de ser víctimas del narco, la propia sangre de la artista recalca el hecho de que la vida contemporánea opera bajo la misma lógica. Es decir, no es necesario estar muerto para estar incorporados en la máquina necropolítica. Asimismo, la confis-cación de la sangre de las víctimas abre otro espacio de invisibilidad. La sangre de los asesinados está ausente y debe ser sustituida. La sangre derramada da cuenta de que en el cuerpo contemporáneo funciona un proyecto descorporalizador que nos despoja para constreñirnos a ser sangre.

5 Susana Rotker propone esta noción y entiende a la víctima en relación directa con su miedo: “La víctima-en-potencia se define como todo aquel que, en cualquier momento, puede ser asesinado porque se quiere cobrar un rescate, porque sus zapatos son de marca, porque al asaltante –que hizo una apuesta con los amigos– se le soltó el tiro. La víctima-en-potencia es de clase media, es de clase alta, es de clase baja: es todo aquel que sale a la calle y tiene miedo, porque todo está podrido y descontrolado, porque no hay control, porque nadie cree en nada” (9).

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4. La escribiré con sangre

Sergio González es, quizá, uno de los primeros intelectuales en investigar y de-nunciar el feminicidio de Ciudad Juárez. Su libro, Huesos en el desierto, destaca la impunidad y las alianzas entre el poder, la delincuencia organizada y el narco en el México contemporáneo. La novela póstuma del escritor chileno Roberto Bolaño coincide con González en la “primera” víctima de esta serie de crímenes, la cual González ubica en 1993. Bolaño narra la manera en que fue encontrado el primer cuerpo de esta serie de asesinatos ocurridos en Santa Teresa, nombre ficcional que le da a Ciudad Juárez. La sangre está presente: “La identificación de Esperanza Gó-mez Saldaña fue relativamente fácil. [...] Esperanza Gómez Saldaña había muerto estrangulada. Presentaba hematomas en el mentón y en el ojo izquierdo. Fuertes hematomas en las piernas y en las costillas. Había sido violada vaginal y analmente, probablemente más de una vez, pues ambos conductos presentaban desgarros y escoriaciones por los que había sangrado profusamente” (444).

Las muertas de Juárez, como se le conoces a estas mujeres –casi todas obreras, maquiladoras, pobres, que llegan a la frontera para beneficiarse de las oportunida-des de empleo generadas por las políticas del neoliberalismo–, pese a las múltiples denuncias internacionales, han aumentado con el paso del tiempo. De acuerdo con la abogada Andrea Medina Rosas, activista de la Red Mexicana de Mujeres de Ciudad Juárez, en audiencia ante el Comité de Derechos de la Mujer e Igualdad de Género del Parlamento Europeo, entre 1993 y 2010, se registraron 214 asesinatos

Fig. 7. La artista Rosa María Robles escribe una nota con su propia sangre tras el retiro de las mantas ensangrentadas que la artista había

incorporado en su exposición.

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de mujeres en Juárez, mientras que, solo en 2010, se registraron 304 homicidios de ese tipo en la misma entidad, y entre enero y abril de 2011 se contabilizaron 89 casos. Las versiones más moderadas hablan de casi 500 cadáveres y de más de 600 mujeres desaparecidas.

El Informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de 2002 sobre el caso de Ciudad Juárez señala que casi al mismo tiempo que aumentaba la tasa de homicidios, los funcionarios encargados de la investigación de esos hechos comenzaron a emplear un discurso que, en definitiva, culpaba a la víctima por el delito, “De acuerdo a declaraciones públicas de autoridades de alto rango, las vícti-mas utilizaban minifaldas, salían a bailar, eran “fáciles” o prostitutas, y la respuesta de las autoridades pertinentes frente a familiares de las víctimas osciló entre indi-ferencia y hostilidad” (cidh). Información aportada por la organización “Nuestras hijas de regreso a casa”, el 26 de octubre de 2011, en un acto de venganza, varios hombres golpearon a una mujer embarazada, le sacaron el producto y con su san-gre –o, de acuerdo a otras versiones del asesinato, con lápiz labial6– dejaron un mensaje escrito a su esposo que decía “Santiago, estamos a mano”. Posteriormente la quemaron viva. Rossana Reguillo considera que cada uno de estos cadáveres representa el triunfo de las políticas del miedo en la producción del cuerpo ciuda-dano contemporáneo, debido a que ellos parecen obturar la politicidad necesaria para encarar la degradación acelerada de los derechos humanos. “Al ubicarse en un ‘más allá’ de los límites de lo pensable, al encarnar situaciones límites, su visibilidad en el espacio público amplía los rangos de la ‘anomalía’ monstruosa, episódica, anónima, inerte, y disminuye el espacio de la diferencia y del derecho” (“Conden-saciones y desplazamientos”).

México ha escenificado diversas protestas en contra del feminicidio y la vio-lencia. Entre ellas, destacan las campañas “Ni una más” y “No + sangre”, las cuales intentan denunciar la violencia contra el cuerpo femenino y cómo ha sido despojado de sus derechos. Sin embargo, como último punto, me referiré a cómo se intenta “reparar”, “corregir” si se quiere, estos cuerpos “defectuosos”, cómo el Estado mediático mexicano –incapaz de lidiar con la tragedia de estos cuerpos, en el caso de las muertas de Juárez, o de los cuerpos, razas, géneros o romances no oficiales– se propone normalizar, banalizar y, en cierto sentido, restaurar las lógicas heteronormativas y masculinistas que dominan las representaciones de los cuer-pos femeninos. Como propone Rita Segato, no es la mujer ni incluso la misoginia las que dominan la escena de este teatro criminal –la mujer más bien representa el desecho del proceso, su papel es ser apropiada, ingerida–, en cambio, el varón resulta central por responder a la demanda de sus pares. Por su constitución cultural de residuo, resto de la globalización, el cuerpo de la mujer es, sin duda, el cuerpo

6 Los reportajes de la noticia varían en cuanto a la sustancia con la que se escribió el mensaje junto al cadáver. Se sugiere que pudo haber sido sangre, lápiz labial o algún otro material indescifrable.

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más vulnerable de esta época de políticas criminales. Más que el resultado de la impunidad, los crímenes se vuelven un modo de producción y reproducción de la propia impunidad y de su lógica, “un pacto de sangre en la sangre de las víctimas” (Segato 28).

En junio de 2008, caminaba por Ciudad de México cuando una zona cercada por bandas amarillas de seguridad me impidió proseguir. No se trataba de un ase-sinato. No había cuerpos heridos ni muertos. Era, por el contrario, una instalación promocional de una nueva serie de televisión titulada Mujeres asesinas. Enseguida reconocí el cartel. México estaba completamente empapelado con las imágenes de estas ‘asesinas’. La serie televisiva consta de diferentes episodios en los que las mu-jeres –engañadas, traicionadas, humilladas– toman la justicia en sus propias manos. Mujeres Asesinas es una producción entre Mediamates y Televisa, adaptación de la serie homónima argentina. Su formato presenta en cada capítulo un caso diferente acerca de una o varias mujeres que cometen un asesinato de manera cruel. Para el momento de la escritura de este artículo, la serie cuenta con tres temporadas al aire.

La sangre, nuevamente, salta a la vista. Me interesa pensar cómo en un momen-to en el que México atraviesa por una violencia, producto de la narcocultura neoli-beral y en el que el cuerpo de la mujer resulta más vulnerable que nunca, despojada de sus marcas de pertenencia, una serie televisiva trata de “corregir” el cuerpo de las mujeres a partir de una operación en exceso problemática. Esta serie, además, cuenta con las actrices más populares de México, las caras femeninas más reco-nocibles del star system televisivo. Todas ellas, ahora, son caras ‘asesinas’. El video promocional funciona de una manera peculiar: las actrices se presentan confun-diéndose con el personaje (por ejemplo, “Soy Verónica Castro y soy asesina”). Los cuerpos femeninos asesinados, ensangrentados, devienen ahora cuerpos asesinos. Empapado de la sangre de su víctima, el cuerpo víctima se transforma en cuerpo victimario. Si las autoridades de Ciudad Juárez justifican los crímenes diciendo que las mujeres los han provocado –por usar minifaldas, por ser prostitutas, etc.–, Mujeres asesinas reproduce el mismo gesto transformando a los cuerpos asesinados en cuerpos asesinos. El imaginario vuelve a culparlas, las despoja una vez más de sus derechos, las vuelve vida desnuda. La sangre viene, asimismo, a instaurar la política del miedo. En el video promocional de Mujeres asesinas, la sangre marca estos cuerpos y, todos de blanco, en cierto sentido uniformado, parecen perder sus marcas individuales. El hecho de usar los nombres de las actrices y volverlas “asesinas”, las envía a un espacio no representable, totalmente desnudo, a una zona de “incertidumbre”. De acuerdo con Reguillo, si coincidimos con los filósofos del miedo de que el miedo instaura sus dominios en las zonas de incertidumbre, “es posible afirmar que el triunfo de las políticas del miedo, propias del neoliberalismo, opera como espacio de la imaginación desatada: todos podemos ser […] terroris-tas, víctimas u operadores del narco, cuerpos-coartada, cuerpos-desechables, cuer-pos-incómodos y […] ciudadanos sospechosos, especialmente frente a uno mismo,

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es decir, la política del miedo triunfa ahí donde logra producir desidentificación, mecanismos a través de los cuáles los cuerpos tratan de borrar las marcas de sus –peligrosas– pertenencias” (“Condensaciones y desplazamientos”).

Al igual que los muertos de México, Mujeres asesinas continúa en ascenso. La serie se ha convertido en un éxito de público. La segunda temporada, sin embargo, sofisticó aún más la operación visual y, así, la construcción del cuerpo femenino como abyecto. Las mujeres ya no aparecen ensangrentadas, ni meramente actúan como asesinas, en esta temporada se vuelven sangre. Un video musical titulado “Qué emane” a cargo de una famosa cantante pop mexicana, Gloria Trevi, –can-tante que, por cierto, estuvo involucrada en el caso, nunca suficientemente aclara-do, de una red de prostitución de menores de edad e incluso en la muerte de una niña menor, su propia hija– marca la nueva temporada. Por su parte, la tercera temporada lanza un nuevo eslogan: “El corazón habla con sangre”, el cual sin duda establece una relación entre sangre y amor que, tal como planteé al principio de este artículo, parece estar ya sustentada en el propio género sentimental del bolero.

Fig. 8. La actriz mexicana Verónica Castro en el afiche promocional de la primera temporada de la serie Mujeres asesinas.

La feminización de la sangre se une a la apología del feminicidio, sostenida en la ambigüedad de la canción promocional “Qué emane”. Incluso, las primeras imá-genes violentas del videoclip se producen entre las mujeres mismas. Actúan, a su vez, una fantasía masculinista. Son sangre derramada que complace a los ojos del telespectador masculino, a quien paradójicamente la sangre termina feminizando, haciéndolo también participar de su contextura de sangre. La política del miedo sella, así, un peligroso pacto de sangre.

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Fig. 9. Gloria Trevi interpreta la canción promocional de la segunda temporada de la serie Mujeres asesinas, “¡Qué emane!”. En video clip la sangre flota alrededor de las protagonistas.

Fig. 10. La segunda temporada de la serie Mujeres asesinas transforma a sus protagonis-

tas en sangre.

Finalmente, como último punto de esta breve y nunca exhaustiva incursión en la sangre, me adentro en la banalización de la sangre o, más precisamente, a cómo se inscribe la sangre dentro de la mercantilización de la vida que produce esta narcocultura como desarrollo más radical del neoliberalismo contemporáneo. Al respecto, en 2010, la compañía estadounidense MAC lanzó una nueva colección en colaboración con la marca de ropa Rodarte cuyo nombre fue Juárez. En pasa-rela se presentaron modelos en los que los cuerpos pálidos, fantasmales, fueron ataviados con tejidos que emulaban la presencia de sangre, entre otras marcas de violencia contra el cuerpo femenino, por ejemplo, moretones. Las empresas inten-taron incorporar la estética de la muerte y de la sangre como parte de su colección con el fin de hacer ingresar el glamour o la belleza del cuerpo asesinado a la moda contemporánea. Entre los productos de la colección Juárez de la marca MAC, se presentaron: un labial llamado “Del Norte”, una colección de sombras que parecía tener restos de sangre con el nombre de “Bordertown” (Pueblo fronterizo) y un esmalte de uñas llamado “Factory” (Fábrica). Como puede advertirse, a partir de los nombres seleccionados, las empresas no ocultaron la causa neoliberal de la mortandad y, por el contrario, propusieron la inscripción estetizada de la sangre en el cuerpo impenetrable del primer mundo. Las mujeres metropolitanas podrían

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entonces incorporar a su silueta el residuo de la violencia que paradójicamente sustenta su posibilidad de vivir. Tras la polémica que suscitó la propuesta, la colec-ción fue retirada del mercado y ambas empresas emitieron una disculpa pública. No obstante, esta incursión da cuenta de cómo la silueta femenina, que en este caso más que en otro constituye el proyecto central de la moda, experimenta un devenir sangriento para proponerse como último residuo biológico de la necrópolis contemporánea. En este sentido, la confusión entre la escritura con sangre o con labial en el asesinato de la mujer embarazada, al que antes me referí, cobra especial relevancia. La sangre deja en claro la desaparición forzada del cuerpo.

Fig. 12. Entre los productos de la colección Juárez de la marca MAC, se presenta-ron: un labial llamado “Del Norte”, una colección de sombras que pareciera tener restos de sangre “Bordertown” (Frontera) y un producto para pulir las uñas con el

nombre de “Factory” (Fábrica).

Fig. 11. En 2010, la compañía MAC lanzó una nueva colección en colaboración con la marca de alta costura Rodarte cuyo nombre fue Juárez. En pasarela se

presentaron modelos en los que los cuerpos pálidos, fantasmales, se ataviaron con tejidos que emulaban la sangre. Tras la polémica pública, la colección fue retirada y

las empresas se disculparon públicamente.

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5. Una nueva historia de la sangre

En este artículo he planteado las diversas maneras en las que la sangre devela la desechabilidad de cuerpos, romances y sensibilidades problemáticos e imposibles del México contemporáneo. Seguir su rastro me permite proponer una nueva his-toria de la sangre que reflexione, critique y desnude las políticas del miedo y, en especial, las estrategias que operan sobre la materialidad del cuerpo. Estas nuevas ciudadanías de la sangre son modeladas a partir de una silueta que no constituye un más allá de los límites de lo pensable, como acertadamente piensa Reguillo en torno a las prácticas del crimen organizado mexicano, sino que por el contrario se ubica en una especie de más acá, una reducción espectacular del cuerpo a su mí-nima expresión. La sangre constituye el peso mínimo de la ciudadanía contempo-ránea. Asimismo, la modelización del cuerpo a partir de la sangre lo vuelve conta-gioso. En cierto sentido, el bache entre el cancionero sentimental latinoamericano, el melodrama o incluso la novela romántica, –todos regímenes de representación en los que aún la sangre se reserva el lugar de la pureza–, y la razón necropolítica contemporánea está mediado por la sospecha de la sangre. Esta sospecha opera en el propio corazón del régimen farmacopornográfico (Preciado), donde la sangre es ahora capaz de contaminar: la sangre constituye un fluido sospechoso con el que se dibuja esta nueva silueta ciudadana. Todos podemos portar el mal.

En cierto sentido, esta vuelta de la sangre, este devenir sangriento, desestabiliza la dicotomía propuesta por Roger Bartra, quien a finales del siglo xx hace una dife-rencia entre culturas de la tinta y de la sangre. Bartra liga la cultura de la sangre a la exaltación de identidades, luchas revolucionaria y patriótica, mientras que entiende por cultura de la tinta, la pluralidad de escrituras sobre el papel. Aunque son cate-gorías que el propio Bartra matiza, ni siquiera las acciones del Ejército Zapatista le hacen anticipar la violencia y el papel que la sangre cobraría en el más reciente entresiglo mexicano. “El Ejército Zapatista amenazaba con bañar el país en sangre, pero en realidad lo que produjo fue una gran mancha de tinta: de Chiapas, afortu-nadamente, salieron más cartas que balas” (La sangre y la tinta). En cierto sentido, el régimen narcofarmacopornográfico en el que vivimos entiende con claridad la distinción entre tinta y sangre y, por lo tanto, propone una fusión en las que estas nuevas ciudadanías son escritas con material sanguíneo, con tinta sangre del corazón. Si coincidimos en que la violencia constituida en forma de sistema de comunicación se transforma en un lenguaje estable y se comporta como cualquier otro idioma, como Rita Segato ha propuesto, la transformación de estas nuevas ciudadanías en sangre constituye su reducción a la mínima significación. La escritura queda des-mantelada y el cuerpo se reduce a un residuo incorpóreo. Este archivo sangriento da cuenta de la injerencia directa de los nuevos regímenes sobre la materialidad del cuerpo contemporáneo.

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Obras citadas

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