diario de una peregrina por el camino...

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DIARIO DE UNA PEREGRINA POR EL CAMINO PRIMITIVO Agosto 2003

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DIARIO DE UNA PEREGRINA

POR EL CAMINO PRIMITIVO

Agosto 2003

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1. Saludos desde Santiago

13 agosto 2003

Un saludo a toda la lista, y especialmente a quienes he conocido estos días: Milio, Ignacio, Jorge

y Xosé Manuel.

Estoy en Santiago, reponiéndome (sobretodo mentalmente) de un Camino Primitivo que ha sido

tan bello como intenso, tan sabroso como duro, tan amistoso como salvaje... e incluso depredador!

Como mañana regreso a casa, ya tendré más ordenador, tiempo y calma para contaros algunas

cosillas. Aquí en Santiago he tenido una suerte enorme. Coincidí con un primo mío, que llegaba de hacer

el Camino Francés en bici -soy uno de esos apestados ciclistas que en ningún albergue quieren- me decía,

narrándome las noches al raso. Y este primo tenia, oh milagro!, las llaves de una maravillosa y espaciosa

buhardilla en la Rúa Nova, a total disposición y uso. Gracias Santiago

Con deciros que la "chabola" era de esos sitios que reúnen vigas y suelo de madera antiguos jun-

to a cocinas high-tech, mecedoras ergonómicas, equipo de música novísimo, sofás larguísimos, nevera de

dos puertas, y...jacuzzi! Me ha dado un ataque de risa, por la sorpresa: ostras, eso sí que es fuerte, un

jacuzzi esperando al final del Camino, parece un chiste, si me lo dicen me creo que es una tomadura de

pelo. Pues no.

Coñe con mi primo! Con 20 años sabe moverse muy bien, por lo que veo. No he querido indagar

mucho en qué tierna mirada hubo de poner para que la propietaria, emérita bioquímica e investigadora en

Barcelona, le hiciera semejante préstamo. Lo he considerado un regalo indirecto de Santiago, y sin remil-

gos mi amiga Marta y yo hemos pasado a disfrutar del lugar, para contrastar con los albergues llenos de

ácaros y mosquitos (aunque no exentos de encanto, por supuesto) del Camino asturiano. -Mira tú por

dónde- me dice Martona -un día dormimos como vagabundas y otro como reinas. -Pues de eso se trata-

digo yo -de adaptarse a lo que toque y saber ser mendiga y marquesa si se tercia. A mí no me incomoda

ni lo uno ni lo otro-.

Lo mejor ha sido ver desde las ventanas de la buhardilla todos los tejados compostelanos, las to-

rres de la catedral y de la iglesia de María Salomé y la puesta de sol y la luna llena de ayer, preciosa. Y

dormir oyendo las gaviotas y el crujir de la madera, que era como estar en un barco, invitaba a soñar. Y

despertarse con el frescor de la mañana (ventanas abiertas) y mirar y ver el sol saliendo a través de las

nieblas de la mañana...

Así he tenido una visión de Santiago diferente, a vista de tejado, una gozada. Así que desde ahí

os mando saludos, y hasta pronto!

Marta

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2. Manzanos y encuentro feliz.

2 sep 2003

Lo prometido es deuda. Esta es la primera parrafada que me sale. Es largo. Más, otros días.

El silencio del albergue de Oviedo fue el preludio, la señal de lo que sería todo lo demás. Nunca

en mi vida encontré más silencio en un albergue. A la hora de la siesta solo estábamos allí Martona y yo,

y aprovechamos, evidentemente, para sestear, en medio de una quietud digna de casa de pueblo. El volar

de alguna mosca y algún perro lejano. Parecía mentira que estuviéramos en medio de la ciudad. Por la

tarde llegaron solo tres personas más. Martona y yo dormimos mucho y profundamente, y nos levantamos

sin prisas a las 8. Este camino ya empezaba de otra manera.

Salimos con niebla alta de Oviedo y nos fuimos adentrando en los campos verdes, rodeados de

setos. Colinas y colinas...y el camino, sube baja, sube baja, sube baja. Como yo no estaba tan entrenada

como ella, que es muy deportista, me cansé un poco ese día. Me tuve que parar en una cuesta a punto de

agarrar una pájara, a comer fruta. Pero como ya me voy conociendo y me detuve a tiempo, me recuperé

en un plis plas y seguí tan ricamente. Creo que de haber ido sola, me hubiera parado mil veces más. Sobre

todo cuando cruzamos un bosque umbrío junto a un rio, lleno de pájaros que cantaban de maravilla. Mir-

los, jilgueros y no sé cuantos músicos alados más.

De esos pájaros que fueron responsables de aquella leyenda en la cual un monje, hechizado por

su canto mientras paseaba por el bosque, se salió de la dimensión espacio/temporal y pasaron de golpe no

sé cuantas decenas de años. Cuando regresó al monasterio, sus hermanos de generación ya habían muerto

y solo alguno recordaba a "aquel que desapareció sin dejar rastro".

Pasamos junto a una ermita dedicada a Santa Ana, muy cuidada, llena de ramos de flores y velas

encendidas. Me llamó la atención, ya no quedan muchos sitios donde se la venere así. Le conté a Martona

la mucha devoción que hubo en tiempos a Santa Ana, la madre de María, la abuela de Jesús. Y que desde

la época del gótico más temprano al primer renacimiento, proliferaron tallas religiosas donde se veia a

Santa Ana con la Virgen sentada en su falda, y la Virgen a su vez sosteniendo al niño. Tres en uno. Santa

Abuela, super Señora, tú que pudiste con todo el misterio y asunto de María y que seguro que también

educaste a Jesús, ruega por nosotros.

Pero claro, resultó que lo de una Ana visualmente más grande que una María, a su vez más gran-

de que un Niño, era demasiado. Algo, ejem, pelín matriarcal. Inadecuado. Podía conducir a un desvío en

las devociones, la gente no debía olvidar quién era quién. Así que sanseacabaron las Anas Abuelas. Que-

daron las que ya estaban esculpidas, (una muestra preciosa es la que se halla en el museo de la Catedral de

Santiago, la pobre, apartada del público) y salvo alguna excepción extraña no se hicieron más ni se fo-

mentó más su imagen.

En esa capilla me acordé de mi abuelita berciana recién cruzada al Otro Lado, murmuré un ¡Vi-

van las abuelas! y seguimos camino adelante.

Ya pasado el mediodía la niebla se levantó, el cielo lució azul y precioso, y nos adentramos en

tierra de manzanos. Ahh!!…¡qué bella visión!. Manzanitas pequeñas y de colores amarillos, verdes, roji-

zas, inundando los árboles. Manzanos y manzanos y manzanos y más manzanos. En mi vida vi tantos

juntos. Me acordé del Paraíso. No me extraña que Eva cayera en la tentación. Y me acordé del Jardín de

las Hespérides, otro que tal, que aunque algunos digan que eran naranjas, yo creo que eran manzanas. Y

recordé también una poesía que había leído una vez sobre manzanos sin captarla del todo, porque no creía

posible que hubiera bosques de manzanos. Ahora veía con mis propios ojos lo que debió ver la poetisa

Safo, cuando escribió inspirada:

"Desde Creta ven, Afrodita, aquí a este sacro templo, que un bello bosque

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de manzanos hay, y el incienso humea

ya en los altares;

suena fresca el agua por los manzanos,

y las rosas dan al lugar su sombra,

y un profundo sueño de aquellas hojas

trémulas baja;

Pasto de caballos, el prado allí

lleno está flores de primavera

y las brisas soplan oliendo a miel… Ven, Chipriota, aquí y, tras tomar guirnaldas,

en doradas copas alegremente

mezclarás el néctar para escanciarlo

con la alegría."

Bueno, al leerla la primera vez yo recordé las huertinas del Bierzo, las de casa, con su media do-

cena de manzanos de frutos reineta, dulces y ácidos al mismo tiempo, y los rosales y los regueros al sol.

Pero ahora, viendo aquello, idéntico, con verdaderos bosques de manzanos, con rio, y caballos pastando a

la sombra, y flores y olor de miel y una alegría contagiosa en el aire, abejas zumbando, mariposas, pajari-

llos, pensé: Cosa extraña, quién diría que un paisaje griego se pareciera tanto a un asturiano... Nos saca-

mos una foto entre manzanos, aunque yo ya supe entonces que todas las fotos que sacáramos mentirían

como bellacas, porque no era posible meter en un cuadradito (de cámara normalita, además), todo eso

junto.

Lo mismo sucede con las palabras. Porque he estado intentando escribiros algo sobre el Camino

Primitivo desde hace casi un mes, y no había modo. Imposible. Las palabras traidoras no lo pueden des-

cribir, porque la realidad allí es pura sensación y no es lineal. Al fin me rendí: escribiré lo que sentí desde

dentro, y no lo que pasó por fuera punto por punto. Si no, no hay modo.

Poco antes de llegar a Grado nos perdimos por primera vez en ese camino. Eso de perderse sería

algo muy habitual. Nos chupamos 6 km de carretera que resultaron fatídicos. Al sol abrasador, con ca-

miones de frente y mucho polvo. Renegué y opté finalmente por callar y no parar hasta llegar, para no

hacerlo más pesado. Llegamos muy tarde, a las 4. Yo no podía dar un paso más de hambre y sed que

tenía, así que en la primera pastelería-bar que vimos, nos metimos. Dentro corría mucho aire fresco y se

estaba de puta madre. Caímos ambas en un silencio anonadado, y devoramos empanada, tortilla de pata-

tas, helados y no sé qué cosas más.

La dependienta, una mujer amabilísima, nos indicó cómo seguir hasta el albergue de San Juan, a

pocos km. Mientras estábamos allí llegó un señor y yo oí en su conversación con la pastelera algo de un

albergue en el mismo Grado. Mi autismo debido al cansancio siempre es medio selectivo, aguzo el oído

como un perro para lo que me interesa. Así que salté en el asiento, esperanzada y despierta de golpe ante

la nueva perspectiva. Caminar por la tarde, cuesta arriba, hasta San Juan, se me atragantaba.

Le dije a Martona que para qué íbamos a sufrir eligiéndolo, si la vida ya traía sufrimientos ella

solita, por iniciativa propia. Por lo tanto, y dado que yo estaba asfixiada de calor y cansada, que era el

primer día, y que en Grado como mínimo cenaríamos bien, que por que no nos quedábamos allí, aunque

el "albergue-auténtico-jacobeo" no estuviera allí.

Y es que a mí me da igual eso, no me muero por fichar en los sitios señalados, me gusta adap-

tarme al momento.

No me costó convencerla, aunque ella hubiera seguido más, y fuimos al albergue de Grado, que a

decir verdad es un lujo. Una casona enorme, restaurada y en perfectas condiciones.

Al deshacer los bártulos miré mi móvil y vi una llamada perdida de un número asturiano. Es-

cuché el mensaje de voz y era Milio, qué sorpresa!. No sabía yo muy bien donde vivía, así soy de despis-

tada, y resultó que como vivía en Grado, y acaba de llegar ese día de su peregrinación, y nosotras estába-

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mos en Grado, mira por donde, podíamos vernos. Quedamos por la tarde y salimos a tomar unas sidrinas.

Milio nos trajo todo tipo de información del Camino, nos dio consejos de lugares para ver y lugares para

comer, y estuvimos charlando muy ricamente hasta que se hizo la hora de cenar. Entonces fuimos a bus-

car a Yeya y nos fuimos a cenar, como ya contó el en su día, a un bar "de los de siempre". Hasta que la

noche se hizo densa, y el sueño nos llamó, porque ellos tenían que trabajar al día siguiente, y nosotras que

caminar. La buena sensación del encuentro nos duró días, mi amiga repetía "qué majo ese Milio, qué

interesante y buena gente, qué gente conoces por internet". Porque le asombraba que para la primera vez

que nos veíamos hubiera ese buen trato, esa confianza. Y yo le dije, en parte para tranquilizarla (pues

muchos días nos quedaban para andar solas y no quería que se me asustase con alguna improvisación

mía), que yo sabía muy bien con quien me relacionaba y donde me metía...y que aunque no conociera de

vista a algunas personas, sabía muy bien la sintonía en la que vibraban.

Así, nos acostamos en el casi vacío albergue y dormimos profundamente, sin recuerdos de sue-

ños, hasta el amanecer siguiente. Y amaneció con niebla.

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3. Arañas mil y presentaciones

3 sep 2003

Martona se levantó con mucho dolor de rodilla el segundo día. Para animarnos decidimos des-

ayunar bien primero, y fuimos a un bar madrugador donde aluciné con unas exquisitas magdalenas case-

ras. Una de las cosas que estábamos empezando a disfrutar esos días era la buena repostería que hay en

Asturias. ¡Os lo dice una experta!. Todo empezó con los carbayones de Oviedo, que cuando los vi fue

amor a primera vista, y cuando los probé, pasaron a formar parte de mi catálogo personal de mitos golo-

sos.

Salimos con niebla baja. El camino seguía junto a regueros, fuentes y huertas, hasta que empezó

con subiditas empinadas de las suyas. La humedad de la niebla se adhería a mis pantalones militares (lar-

gos) y me daba un andar pesado. Sin embargo, yo iba feliz porque llevaba meses añorando el fresco y lo

verde. Disfrutaba de los castaños enormes y los avellanos no menos hermosos, que goteaban agua sobre

nuestras cabezas. Quedamos bendecidas por el camino.

Pasamos por aldeas y casas sin cruzarnos con nadie, calladas, contagiadas por ese silencio irreal

que da la niebla, que casi parece que susurre mientras barre los montes.

Cientos de telarañas perfectas brillaban cubiertas de gotas de agua. Algunas se combaban por el

peso, pero sin llegar a romperse. Nos quedamos como dos bobas mirando telarañas plateadas y centelle-

antes un buen rato, hasta que se nos pasó la novedad. Le conté a Martona que la industria armamentística,

cómo no, llevaba un tiempo investigando la proteína segregada por las glándulas de la araña, pues su

altísima resistencia la hacía muy interesante para materiales antibalas, por ejemplo. No sé cómo andan

esas pesquisas, pero seguramente no tardarán en encontrar la imitación perfecta. Benditas arañas, es una

pena que siempre sea el ejército el primero en hacer las investigaciones útiles. Pero en fin, así están las

cosas. Luego el resto de los mortales nos aprovecharemos, como yo con mis pantalones.

Montes llenos de tojos y brezo florido, más fuentes deliciosas, cañadas llenas de árboles inmen-

sos, cuervos, vacas. Y muchas, muchas más telas de araña. Más adelante estas eran como fragmentos de

gasa rasgados y enganchados a los matorrales. Como si la niebla, que ya estaba alta y retirándose, se

hubiera dejado ahí media vestimenta prendida entre las ramas. Y las telarañas nos acompañaron el resto

del camino. A veces llenas de rocío, a veces como gasa, y a veces como hilos pegajosos que íbamos rom-

piendo al caminar por senderos apenas usados. Nos tragábamos telarañas enteras que iban de lado a lado

del sendero, y si nos coincidían a la altura de la boca escupíamos, y si nos caían en los ojos daba una

sensación grimosa y extraña. Sabíamos que nadie había pasado ese día por un camino por la cantidad de

telarañas bien hechas y perfectas que rompíamos, durante kilómetros. Bromeábamos y decíamos

“Me estoy entelarañando ¿Quién me desentelarañará? El desentelarañador que me desentela-

rañare, buen desentelarañador será”.

Le conté a Martona que este invierno, en una época en que echaba muchísimo de menos el cam-

po y no tenía más remedio que aguantar en la city, llegó una arañita minúscula y se instaló en la esquina

de la pared que hay detrás de mi mesita de noche. Cerquita de la lámpara. Se quedó ahí y, como la veía

cada día antes de apagar la luz, le cogí cariño. Así de tonta me pongo a veces. Le daba las buenas noches

y todo. Pasaron meses y me pregunté si estaría fiambre, porque no se movía. Soplé un día en su dirección,

y pegó un respingo, y se reacomodó. Vale, solo estaba hibernando, la muy lista, en lugar calentito. Cuan-

do empezó el calor desapareció. Me pregunté si no la habría matado sin querer pasando la aspiradora y si,

podéis reíros, pero me preocupé y me dio pena. "Marta, tu estas enferma, mira que ponerse así por una

araña. Lo que necesitas es salir al campo ya de una vez". Bueno, una noche, como si me hubiera escucha-

do, la arañita volvió. Fue como una visita: ¡Eh, que estoy viva!. Al día siguiente se marchó y la vi luego

instalada en una maceta de la ventana, a la sombra de un geranio. La araña, evidentemente, no es tonta, y

solo se había trasladado a su residencia de verano, más fresca que la recalentada pared por el sol.

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Martona se rio mucho con mi historia, y cada vez que rompía una telaraña pedía disculpas y me

preguntaba si quería quedarme con el bicho.

En fin... que me he enredado con las telarañas. Muchas telarañas más tarde Martona sintió que su

rodilla estaba a punto de rebelarse y decir basta. Con un pañuelo anudado a modo de rodillera siguió. No

hay prisa- decía yo- como si vas a dos por hora. Y vaya que fuimos lentas.

A la entrada de Cornellana nos detuvimos en seco al pasar junto al escaparate de una pasteler-

ía... ¿qué eran esas cosas enormes con color de empanada, forma de obús, y olor (que salía de la tienda)

de carne adobada y jugosa?. Nos miramos, y sin decirnos nada, que ni falta nos hacía, entramos a comprar

una ración "de eso". La "cosa" se llamaba bollo preñau, era de tamaño gigante, estaba recién hecho, y

sabía a gloria. Ahí conocimos ese gran invento. Algo más para la lista de comidas míticas.

Ya más animadas fuimos a la farmacia y compramos una rodillera fuerte y cremas para la rodilla

de Martona. Mucho mejor. Y seguimos y seguimos, mientras el sol iba saliendo y el calor empezaba a

aparecer (¡la que nos esperaba días después!), pasando entre cultivos y aldeas, cruzando un bosque espeso

y lleno de zarzas y helechos enormes, oyendo el rumor del agua, buscando las flechas (algunas se hacían

de rogar). El camino empezaba a convertirse en un sendero de cabras irregular y borroso a tramos. Tanto,

que si mirabas hacia delante, parecía perderse entre la espesura.

Llegamos a Salas muy tarde. El albergue es una ex cárcel de mujeres. Una habitación casi sub-

terránea, húmeda y helada, con un mini cuarto de baño tipo cabina de superman todo-en-uno (ducha fría y

w.c. y para de contar) y media docena de literas. Pobres mujeres las que estuvieron ahí, pensé yo. Si sien-

do peregrina y estando acalorada, en pleno verano, esto me parece un antro frio e insano...qué penas no

pasarían ellas. Porque además, al menos, el albergue ahora estaba limpio y ordenado. Pero vete a saber en

tiempos pasados. Un señor argentino lo atendía y nos estuvo contando sus avatares existenciales hasta

llegar a España. La situación argentina, para qué os voy a contar nada. "Allí ya no se vivía, solo se sub-

sistía, y con dificultad", nos dijo. La puerta del albergue no tenia pestillo por dentro y había que atrancarla

con una barra de hierro apoyada contra una piedra "porque sino a veces entran vagabundos y borrachos".

Atrancamos la puerta para echarnos una siesta cuando la golpearon fuertemente.

¡Peregrinos!. ¡Que coincidencia!. Casi se nos antojaba raro. Eran dos personajes de lo más dife-

rentes y singulares, que bien valían para pareja de película cómica. Los apodamos el “vasco sonriente”,

(un bon vivant) y el “profe estresado”. El vasco sonriente era alto y tan grande en risa como en humani-

dad carnosa, y enseguida dijo: "No os preocupéis, esta noche duermo yo junto a la puerta, y seguro que

nadie se atreve a entrar jajaja". Y vaya que sí. Porque además roncaba, ¡y cómo!. Hay que decir en su

favor que nos avisó.

Al profe estresado, más bajo, delgado, que ya peinaba canas, lo habíamos visto en Oviedo. Pero

a mí, que (¡lo reconozco!) soy algo maniática en cuanto a elegir compañeros de camino, no me convenció

y nos escurrimos como truchas cuando nos propuso, algo angustiado porque no quería caminar solo, que

camináramos juntos. Yo es que lo vi en plan perfeccionista ansioso, contando km, calculando horas, mi-

diendo todo... y supe sin ninguna duda que yo no sería capaz de aguantar a alguien así durante días sin

acabar siendo grosera y esquiva...Que una tiene sus límites. Martona me decía riéndose de mis man-

ías:"mujer, no le das ni una oportunidad". Tenía razón, no le estaba dando ninguna oportunidad, pero

también estaba segura de que no tenía por qué hacerlo...ya encontraría gente afín.

Y ahora ya había encontrado compañero de camino. Todos contentos. Solo me pregunté cómo

era posible que esa pareja cuajara, cuánto iba a durar, porque eran opuestos.

A media noche me desperté aterrada por unos gemidos agudos y angustiosos que sonaban en co-

ro, como si una manada de espíritus estuviera quejándose. Pensé en fantasmas. Eso de dormir en una

excárcel no me inspiraba otra cosa. Escuché mejor...¿era el viento?. Entonces una tos profunda y caverno-

sa interrumpió los gemidos. Y luego...gemidos de nuevo...se quedaron como sin aire...y...un ronquidooo-

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oo estrepitoso. ¡¡Jesús!! Esos gemidos eran los bronquios del portentoso vasco que dormía en el suelo,

junto a la puerta, haciendo las veces de cancerbero guardián.

Pues sí que sí. Había dicho que roncaba, ¡pero eso era la orquesta completa!. Pensé: ¿este hom-

bre no sabrá que su pecho suena como un coro espectral?. ¿Habrá ido al médico? ¿Se ahogará de repente

y nos encontraremos con un muerto por la mañana?. Así que cada vez que oía los gritos bronquiales y

éstos se detenían, escuchaba ansiosa para ver si se paraba el concierto o continuaba (señal de vida). Al

final, agotada, y viendo que parecía haber un buen ritmo en todo eso, me dormí de madrugada. Pensé:

mañana me compro tapones de oídos.

Pero al día siguiente todo se precipitó, la moderación y la calma de esos días desapareció dando

paso a los extremos, la intensidad, y las sorpresas. Ponerse tapones de oídos cada noche fue un chiste al

lado de todo...

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3. Al tercer dia.

5 sep 2003

Salimos con niebla muy baja. La pareja peculiar (vasco feliz y profe estresado) habían salido un

poco antes y enfilaron el camino a su paso habitual. O sea, a toda máquina. Ya no les veríamos más en el

resto del día, hasta el albergue de Tineo. Como yo me temía, el profe estresado era del tipo de peregrino

que no le gusta parar en ningún sitio. El vasco era diferente, pero de momento se avenían.

Martona y yo nos sumergimos en una espesura de verdes acuosos y umbríos. El primer detalle

absurdo del camino apareció entonces, saliendo del bosque. Un hombre solitario venía por el camino...

vestido de arriba abajo con un mono metalizado del que solo sobresalían su cuello y sus manos y pies. Lo

veíamos acercarse medio borroso por la niebla y nos preguntábamos... ¿un astronauta? ¿un alien? ¿un

trabajador de residuos radioactivos?. ¿Qué coño hace un hombre a las 7 y media de la mañana andando

con semejante atuendo metálico por el bosque?. Nos cruzamos (él iba hacia Salas) y como no saludó,

nosotras tampoco, por si acaso. Como no fuera un mono para sudar...seguramente era eso- pensamos, para

dejar de pensar en ello. Pero no dejaba de ser una visión muy singular.

Y bueno, seguimos por el bosque. Pensé de repente que Asturias es un país de agua. Agua en to-

dos sus formatos: rocío, lluvia, niebla, plantas verdes, prados jugosos, arroyos, fuentes, ríos, cascadas,

manzanas suculentas.

Y el agua...el agua me atrae y me lleva no sé donde, tal vez al recuerdo atávico del día en que

algún gen perdido vivió en el mar y emergió de él, de la sopa oceánica de la que todo bicho viviente salió.

O al recuerdo del útero lleno de agua donde fuimos engendrados, del sudor cuando nos movemos, de las

lágrimas cuando sentimos, de los fluidos cuando hombre y mujer se atraen, del agua que limpia la sangre

y la expulsamos, del agua que nos bendice cuando nos bautizan, o la que nos limpia cuando nos baña-

mos...agua, agua, agua.

Somos "tan agua" que estando en un país de agua (como Asturias) nadie puede evitar decir: ¡qué

hermoso es!. Aunque luego la lluvia fastidie y canse a quienes la reciben cada día, la belleza de un país de

agua nadie la niega. Instintivamente, universalmente, es más fácil definir como bonito un paisaje verde

con rio o fuente que uno seco. Es que ese ser "bonito" no se refiere a la belleza, sino a la atracción primi-

genia por lo húmedo, por la madre agua. Y recordé el proverbio chino que alude al agua en un paisaje de

agua:

"El hombre sabio es como el agua: El agua beneficia a todas las cosas y no compite con ellas."

Así, al pasar cruzando un arroyo que saltaba por una ladera entre piedras, metimos nuestras ma-

nos en él. Y era sorprendente porque el agua no estaba fría, y era transparentísima. Y el rumor de las

cascadas del Nonaya nos acompañó un trecho largo. Y la niebla nos envolvía como sauna helada. Y el

agua recogida en las hojas de las plantas nos caía encima. Pero no me importaba, porque sabía que en un

mes volvería a la aridez mediterránea, así que disfruté aquello y llené mi caja de ahorros de goce para

meses.

Un kilómetro adelante, el camino se convirtió en un estrecho sendero, casi impracticable. El so-

tobosque era un zarzal que nadie había limpiado en tiempo, caminar era ir separando matojos y zarzas

enormes, subiendo cuestas, sorteando pedruscos. Y entonces llegaron los lodazales, que dicho poética-

mente es cuando la tierra y el agua se regodean y hacen pasta, pero dicho en vulgaris: quien fuera jabalí,

porque lo disfrutaría de otro modo. El barro era tanto y de tal calidad que hacia ventosa y se engullía

nuestros pies. Nuestro andar era lento y pesado y se oia un FFFFLOC cada vez que liberábamos un pie

medio succionado por la tierra.

Finalmente salimos de ese tramo y llegamos a unos altos abiertos, llenos de prados y....- Esto ha

de ser muy bonito- dijo Martona- cuando sea posible ver algo.

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Porque la niebla era tan espesa que no se veía metros más allá. Caminar dentro de una nube. En

un prado vi cuatro cuervos, uno en cada esquina, que juraría que hablaban entre ellos, pues se estaban

mirando. Muy bien colocaditos. Creo que a esas alturas del camino mi estado mental empezaba a entrar

en una onda extraña que ya no me abandonaría hasta Santiago... porque empezaba a asumir como norma-

les cosas que de ningún modo lo eran.

Los cuervos callaron cuando nos sintieron llegar, nos miraron detenidamente y se subieron a un

cable, los cuatro, para continuar siguiéndonos con la vista. Decían algo, lástima no entenderlos. Igual me

hubieran prevenido de lo que iba a pasar luego...

Al llegar a La Espina fue como si el tiempo se diera la vuelta del revés para siempre. Salió un sol

feroz a las 11 de la mañana, empezó a apretar, y se acabó la niebla. No la volvimos a ver hasta muchos

días después, en Sobrado, y porque la buscamos. Porque una de las razones que yo tenía para ir a Sobrado

era buscar el fresco, que, me habían asegurado, habría allí.

En fin, que arreció el calor. Un calor húmedo y sofocante, que llenó de moscas cojoneras los ca-

minos hechos de barro y boñigas.

-Al menos ahora vemos el paisaje- Dijo Martona.

En eso tenía razón. Ella siempre tan positiva. Vimos, y muy bien, todos los paisajes desde ese

día. En ese aspecto la ausencia de niebla se agradecía mucho. Lástima que fuera a cambio de "ese" calor.

Cruzamos aldeítas. La gente en Asturias siempre ha sido encantadora con nosotras, de alegre sa-

ludar y de buen desear. Que lleguéis bien, que tengáis buen camino, ya os queda poco, ánimo, queréis

agua, queréis vino, sentaos un rato... Así que íbamos en plan caminantes felices, saludando, viendo todo

muy idílico, cuando, al pasar cerca de una casa... Bueno, no sé como contarlo porque no lo ví. Solo lo

sentí. De repente noté un golpe fuerte en el muslo izquierdo, en la parte de atrás, y un dolooooor...Me

volví, sorprendida y aterrada, ¡y vi un perro lobo que me estaba mordiendo!

De la sorpresa que me llevé, solo acerté a gritar "AY", mirando al perro sin entender nada, como

diciéndole: ¿pero qué haces?

El perro, casi como si se hubiera sorprendido el también, me soltó (para mi fortuna). Todo suce-

dió muy deprisa. Mi grito, Martona que iba unos pasos separada de mi y vino corriendo, y el amo del

perro que estaba trabajando el el garaje y salió escopeteado al oírme, y agarró a la bestia. ¡A buenas

horas!

Me quedé ahí de pie, en estado de shock, con mil pensamientos que me cruzaban por la cabeza.

¡Un perro, mordiéndome "a mí", con lo que me gustan los perros! Qué absurdo. ¿Y por qué? Y sin avisar

ni ladrar, salido de la nada, saltando desde no se qué sitio, sin que yo hubiera mirado ni siquiera hacia la

casa ni me hubiera acercado a su territorio...

No me quise ni sentar. Me temblaba todo el cuerpo. Pensé: Si me siento, me da bajón y no me

levanto. Y más con este calor inaguantable. El amo del perro se disculpó mucho. Se le veía sinceramente

aturdido y sorprendido. Nunca había mordido, dijo, por eso andaba suelto. Salió una hija, una niña de

unos 12 años, a ver el desastre. Yo tenía el pantalón roto (un fenomenal siete), y abriendo la tela, pues no

tenía ninguna gana de despelotarme en medio del camino, se veían muy bien los cuatro colmillos clava-

dos y sangrantes, amén de arañazos menores. El señor me dijo que entrara en la casa a tomar algo y cu-

rarme, se ofreció a llevarnos al médico, pero no quise. En ese momento pensé: para lo que nos queda

hasta Tineo, no voy a dejar que un perro loco me estropee el camino, yo no me lo pierdo.

Me di alcohol en la herida. Le preguntamos si estaba vacunado y nos aseguró que sí. La verdad

es que la casa se veía muy bien, había niños, y supe que no era un perro mal cuidado ni asalvajado. "SO-

LO" se le había ido la olla "CONMIGO". Martona, que sí había visto al perro antes, me dijo que estaba

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sentado a la sombra y que ella pensó cuando lo vio: "mira que perro más tranquilo". JA. Y al segundo,

cuando miró hacia mí, el perro ya me había enganchado el muslo. Vamos, que fue directo. Al parecer era

una perra y había parido hacia poco. Es la única razón que el amo conjeturaba para entender ese cruce de

cables del animal. A mi esa razón no me serbia de nada. Y a mí que me importan sus cachorros, si ni

siquiera me he acercado a la casa. Cualquiera diría que llevo orejas del lobo pegadas a la cabeza... En fin.

Seguimos el camino andando. Yo notaba que se me iba hinchando la zona mordida y un dolor

sordo, pero por suerte no pasaba de ahí. Supe que esa herida no me impediría caminar ningún día. Tuve

suerte dentro del contexto. Me había mordido en la zona trasera del muslo, un lugar donde no hay múscu-

los vitales para caminar ni grandes arterias o venas a la vista. Pudo haber sido mucho peor. Pudo haberme

mordido los gemelos, pudo haberse ensañado...pudo haberme saltado al cuello y no lo cuento. Cuando

pensaba eso, me quedaba k.o.

No pienses en esas cosas horribles -me decía Martona.

-No, es que estoy como quien ha vuelto a nacer. Si es que he tenido suerte!

¿Nunca habéis salido de un peligro y habéis sentido que, si no habéis muerto es porque no era

vuestro día para morir? Es la segunda vez que vivo un susto en el camino. Hace dos veranos tres tipos me

atracaron y llegaron a pegarme con un bate. Por "suerte" no pasó de ahí. En aquella ocasión también me

sentí con siete vidas, pensando, después, todo lo que pudo pasar y de modo casi extraño no pasó. Ahora

era lo mismo, pero con perro feroz en vez de con salteadores. Es como cuando ves a la muerte y sientes

con certeza que si no se te lleva es porque no le da la real gana. Pero por poder, podía. Alguna razón

habrá para que deba vivir más. Y doy gracias a Dios de que así sea, porque la verdad, tengo ganas de vivir

muchos años. Vamos, que si se muere uno, pues que le vamos a hacer, ¡pero por pedir que no quede!

Martona aguantó pacientemente esas siniestras disquisiciones, hasta que opté por callármelas

porque le estaba creando un estado de ansiedad. Qué contraste con el sol y el paisaje. A partir de ese día

hablaba a veces con la muerte, en sueños. Era una cosa grande y negra que se sentaba junto a mi cama y

me decía: Estoy aquí, y aquí siempre estaré por los siglos de los siglos amen. Yo le decía que muy bien,

encantada de saludarla (no se fuera a molestar ofendida), que ya sabía que estaba siempre por ahí, pero

que ni me tocara, ni se pasara de la raya, que aun no pensaba irme. Por supuesto, tampoco contaba estas

cosas a mi compañera de fatigas...dormíamos casi solas en la mayoría de albergues, no era plan que sin-

tiera que, de tercera compañera, estuviera la vieja negra.

Bueno...entenderé que alguien deje de leer este relato aquí pensando que esto no es un relato de

camino, sino un recuento de fantasías paranoicas. Es lo que hay. Os aviso, además, que el resto del cami-

no siguió en esa tónica de hechos inclasificables.

Y sigo. Llegamos a Tineo a trancas y barrancas casi a las 3 de la tarde, agotadas y más que suda-

das, hervidas. El albergue era el edificio del matadero municipal ¡qué alegría de lugar! Para mataderos

estaba yo. La higiene dejaba mucho que desear, pero a esas alturas, aun gracias de tener techo gratis y de

que alguien se molestara en ofrecerlo, así que nos instalamos, incapaces de pensar en nada más. Después

de ducharnos logramos comer caliente y estupendamente en un restaurante del centro, cerca de la comisa-

ria (demonios, no recuerdo el nombre). Unas mujeres encantadoras, nos sirvieron lo que quisimos y más,

y eso que eran las 4 y media de la tarde. Muy rico, casero y barato. Yo, eso sí, estaba sentada con medio

culo fuera de la silla. Porque si bien la mordida no me impidió caminar, sí me dolía (y mucho) al sentar-

me. Qué cosas. Prohibido estar sentada. Muy adecuado.

Por la tarde fuimos al centro de salud y un médico también maravilloso, amabilísimo y super pa-

ciente, me estuvo mirando y recetando antibióticos, vacuna tetánica y demás. Al ver la herida solo dijo:

"Coño, ¡era un perro grande!". Y luego se moderó para no inquietarme. También miró la rodilla de Mar-

tona, que no iba muy bien a pesar de la rodillera, sobre todo en las bajadas. Pocos médicos he visto más

conscientes que él. Tomó nota del lugar donde estaba el perro, para mandar a los veterinarios. Me aseguró

que esa zona estaba toda vacunada de la rabia y que desde hacía años no había ningún caso, y que de

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todos modos me llamarían si descubrían lo contrario. El palo era que me tenía que tomar antibióticos 8

días y eso, ya sabéis, agota un poco.

Cuando regresamos al albergue nos encontramos con la pareja singular de peregrinos. No vino

nadie más ese día. El profe estresado, muy metepatas el pobre hombre, al oír mi relato del perro me pidió

si podía ver la mordida porque nunca había visto una. Y yo, que no estaba para gaitas, le respondí que me

tendría que bajar los pantalones, y que no era plan. Martona se descojonaba. Y yo pensaba: "y como te

pille mirándome esta noche te enteras".

Nos acostamos los cuatro rendidos e invadidos por hordas de hormigas voladoras que se metían

en los sacos, las mochilas, la comida...a mi ya es que me daba igual. Si quieren picar que piquen, hay que

alimentar el ecosistema. Dormimos fatal todos, sería alguna onda rara del matadero, o el calor, o yo que

sé.

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4. Revelación: los km son de chicle.

7 sep 2003

Los alrededores de Tineo son preciosos. Anduvimos fascinadas por caminos siempre sombrea-

dos, rodeadas de robles, castaños, avellanos (¡cuántos avellanos hay en Asturias, y qué grandes son!)...La

sombra se agradeció siempre, porque el sol apretaba desde primera hora de la mañana en un cielo total-

mente sin nubes. Las moscas estaban en su salsa.

Después de subir un largo rato, siempre solas, llegamos a unos altos donde la vegetación se abría

y corría un viento muy agradable. Ahí me entró un nosequé porque el paisaje, sin ser espectacular, tenía

un encanto y una fuerza muy grandes. Además, el viento. De esas brisas medio frescas medio cálidas que

no te molestan sino que te acarician, como dándote la bienvenida al nuevo lugar. Que dan ganas de abrir

los brazos y reírte. En solo unos pocos kilómetros, todo el aire había cambiado completamente. No más

moscas, no más agobio caluroso (incluso cruzó alguna nube el sol), y esa vista abierta sobre los montes y

los prados, y esas matas de brezo morado, y esos pocos campos de trigo verde verdísimo. -¡Tenemos que

pararnos aquí, esto es especial!- dije, entusiasmada.

Martona se entretuvo sacando fotos aquí y allá, y luego nos quedamos de pie, sintiéndonos per-

fectas habitantes de un mundo que crece entre tierra y cielo. Los pies en una tierra preciosa, la cabeza

apuntando a un cielo impecable e inabarcable. ¡Qué maravilla! Seguimos el camino entre "oh que bonito",

“ah qué bien se está". Un pajarillo volaba a saltitos mientras cantaba, cruzó el camino y se posó en un

palo a pocos pasos de nosotras, encandilándonos con su cantar. Embobadas nos detuvimos para verlo,

sonriendo, cuando de repente....ZASSS, llegó en décimas de segundo un ave rapaz y se llevó al pajarillo,

que ya ni pío le dio tiempo a decir. Nos quedamos k.o., con la sonrisa petrificada, alcanzando a ver una

masa de plumas desordenadas entre las garras del pájaro, que se posó en el prado de al lado para comérse-

lo al momento, tan tranquilo. ¡Mundo depredador! Visto y no visto. ¿Moraleja?. Pues eso.

Seguimos andando más serias, comentando lo inevitable: que en este camino no te puedes fiar de

lo idílico, a la que menos te lo esperas salta algo de no sé dónde. Ayer el perro y hoy esto. -Pero claro, es

que el águila o lo que fuera aquello, también tenía que comer. No es tan horrible ¿no? Sí, pero la cosa es

que se lo comió delante de nuestras narices, pasó totalmente del concierto que el pajarito nos dedicaba. -

Ya...-Por cierto ¿cómo llevas la mordida? -Bueno...más o menos, al andar por lo menos no me duele.

Creo que lo llevaré bien.

Ese día descubrimos otra cosa básica de ese camino. Algo que se venía repitiendo, y que seguiría

en cada etapa. Los kilómetros en el Primitivo son elásticos. Y, como los chicles, cuánto más calor hace,

más se estiran. Caminábamos un montón de horas para descubrir que habíamos avanzado una birria de

kilómetros. Yo llevo ya tres caminos más o menos largos, y conozco muy bien tanto mi rendimiento (una

vez que ya han pasado los dos primeros días) como la cantidad de cansancio por decena de kilómetro. Y

aquí no cuadraba nada, de ningún modo. Cuando yo hubiera dicho, por el tiempo empleado y por mi

cansancio físico, que llevábamos 20, eran 10 o 12. Y si me sentía como habiendo caminado 34, eran unos

20 y pocos. Ese misterio muchos lo han sentido, y han deducido que los kilómetros están mal contados.

Bien, pues no. Es decir, puede haber algunos desajustes en alguna etapa, pero no pasan de 2 o 3 km de

más. Martona llevaba en la cintura un cuenta kilómetros ese que calcula según los pasos personas, distan-

cias y tal. No se acordó de ponerlo mucho, pero cada vez que lo ponía, para nuestro asombro, las distan-

cias marcadas coincidían con las de las guías...pero no con la que nuestro cuerpo gritaba. Llegamos a la

conclusión de que se debía a que hay constantes desniveles, todo es un sube y baja (y las subiditas no son

poca cosa), y con firmes muy irregulares.

Por eso, ese día decidimos para siempre pasar de los puñeteros kilómetros y de nuestro amor

propio, que nos pedía hacer distancias "dignas" y optamos por hacer etapas según el cansancio. Cortas. En

vez de ir de Tineo a Pola, que es lo que hace mucha gente, decidimos parar en Borres. Nadie nos espera,

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no tenemos que firmar en ningún sitio, ni dar ninguna imagen. Haremos lo que nos salga de los...de las…

narices.

Y menos mal que lo decidimos. Era casi el mediodía y todavía andábamos metidas de lleno en

los bosques de castaños bravos que hay cerca de Obona. Impresionante bosque. Martona llevaba la rodilla

mal, yo empezaba a estar cansada y me notaba la mordida palpitando, hinchada. Al ver el desvío hacia

Obona, que nos suponía un rato más, no lo tomamos. Me dio un poco de pena porque a mí los monaste-

rios me encantan, pero íbamos muy agotadas, era tarde, el sol apretaba y no era plan dejarse la salud por

ver algo que total, allí seguiría, otro año podíamos regresar.

En el bosque cogimos unos palos a guisa de bordones. De madera malísima, pesados, pero des-

pués de lo del perro íbamos un poco acojonadas. Nos sentimos mejor con algo así, daba autoridad, aunque

yo, que no estoy acostumbrada a llevar nunca nada en las manos, estuve a punto de tirarlo en más de una

ocasión. Porque además la vacuna anti tetánica, que me la habían puesto en el brazo derecho, se me esta-

ba inflamando y ahora resulta que también me dolía el brazo. Entre su rodilla, mi brazo y mi muslo tras-

ero parecíamos dos viejas achacosas...

El paisaje cambió mucho y cruzamos de nuevo por aldeas y cultivos, aunque siempre muy solita-

rios. Ese día no nos habíamos cruzado con nadie, ni con nuestros colegas el vasco y el profe, que a su

paso marcial debían de estar ya vete a saber dónde. Hacía mucho calor. ¿Ya lo he dicho?. Bueno. Parecía

imposible estar en un paisaje tan verde con esas temperaturas. A lo mejor ese calor también nos afectaba

al cerebro y nos hacía mirar todo de un modo diferente -pensamos- porque nos sentíamos desde ayer

como “medio raras”.

En un cruce de carreteras apareció una visión peculiar y entrañable. Una abuela con paraguas a

guisa de sombrilla, un abuelo sonriente y su nieta, paseando tranquilamente en medio de la nada. Debían

de venir de alguna aldea lejana. La niña iba saltando por los campos y cogiendo hierbas:

-Mira abuelita eso es diente de león.

-¿Ah sí? ¿a ver?

-Sí, y esto es milenrama... y esto es llantén...

Yo oía la conversación a trozos mientras se acercaban y me hizo mucha gracia. Una niña de unos

6 años como máximo, ¡dando lecciones de hierbas a la abuela!. Ya era raro que la niña se supiera tantos

nombres, pero más raro era que la abuela no los supiera...o fingía muy bien su ignorancia. El mundo al

revés. Pensaba yo: Y a mí que me ha costado lo mío aprender lo poco que sé de hierbas. No somos nada,

una cría de párvulos aquí sabiendo lo mismo que yo. Miré a Martona y le dije: Ningún tópico sirve en el

Camino Primitivo, aquí todo sucede como le da la gana.

Nos cruzamos con el trío paseante y nos saludaron con grandes sonrisas y buenos deseos, como

siempre en Asturias. Qué agradables los tres. Martona es más hábil que yo dando conversación a los des-

conocidos (pues yo soy más asilvestrada y pasota), y estaba disfrutando mucho en ese camino. Me co-

mentaba a ratos, encantada, qué amabilidad tenía allí la gente, qué ganas de charlar y qué buen rollo

transmitían todos. El trío del paraguas siguió luego su camino campos adelante y se perdieron en el paisa-

je.

No sé ni cómo llegamos a Borres. Estábamos agotadas y eran las 3 del mediodía otra vez. Nos

dio un ataque de risa: esto es la monda, hagamos los km que hagamos, siempre llegamos a la misma hora.

¡Y cada día hacemos etapas más cortas!

Fue terrible ir al pueblo y descubrir, bajo un sol implacable, que no había bar, ni tienda, ni nada.

Eso sí, la Iglesia, una ermita casi de pequeña que era, estaba abierta y muy arreglada. Nos sentamos un

rato dentro. Un silencio sepulcral reinaba en el pueblo, a pesar de que delante de algunas casas , en apa-

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riencia cerradas, se veían coches aparcados y no baratos precisamente. Estábamos desanimadas y ham-

brientas. Salimos de nuevo a la calle y encontramos una mujer. Le preguntamos si podíamos comprar

algo en algún lado y nos indicó una casa, donde, de tapadillo, tal vez nos venderían alguna cosa. "Se han

jubilado ya y no tienen tienda, pero tienen algunas cosas, llamad a ver si os atienden. Y si no, venís aqui y

aunque sea un vino, os doy algo".

La casa era una de las más grandes del pueblo, junto a la carretera. Totalmente cerrada y con un

mercedes azul marino en la puerta. Al llamar abrió una señora mayor y nos pasó a una tienda "interior"

¡totalmente clandestina!, que ruego por Dios nadie diga que existe, porque si se la cierran a la mujer (pues

por estar cobrando jubilación no puede tener negocio), nos putean a los peregrinos bien, pero que bien. A

nosotras nos salvó el día. La tal tienda era el típico colmado todo de madera, antiguo, con mostrador alto

y barra de bar ya en desuso, con todo tipo de productos mezclados. La mujer se hacía de rogar, nos decía

que en realidad solo vendían las existencias que "le quedaban" después de haber cerrado el negocio. Que

ya llevaba muchos años trabajando y que ya estaba cansada. Pero yo le pregunté si tenía yogures y me

respondió, sin pensar: "HOY no". O sea...que si "hoy" no los tenía, otros días si, y de vender restos de

existencias nada de nada. Je je.

Me abstuve de hacer ningún comentario, bastante feliz estaba por lo que pudimos comprar. No

había mucha cosa, pero con pan de pueblo, queso, unas ciruelas enormes y deliciosas, unas latas de sardi-

nas, sobaos (y eran muy recientes, por cierto) y algunas cosas más, ya nos quedamos tranquilas. Le asegu-

ramos para tranquilizarla que no diríamos nada de tal tienda, y que sí, que las guías estaban equivocadas y

había que borrar su "tienda" de la lista, y nos fuimos mucho más contentas.

El albergue era esta vez más tranquilizador: el antiguo edificio de las escuelas, en las afueras.

Buena vista, encarado al sol. Bastante dejado, eso sí. Anduvimos limpiando como pudimos un poco, para

asentarnos mejor, pero no había casi nada para limpiar y a esas alturas no teníamos ánimos de volver atrás

por la carretera hasta la tienda....

Estuvimos solas. La pareja vasco-profe debieron seguir hasta Pola de Allande. No sé cómo lo lo-

graron, con la canícula que pegaba en todas partes. Pensábamos en el vasco feliz, que decía que lo que

más le gustaba era parar en los bares del camino a tomarse algo y charlar. Pobre, ese día debió de ago-

biarse. Ni bares...ni gente...

Luego de comer yo dormí una siesta de aquellas en que se te cae la baba. Qué silencio, por Dios.

Solo se oían las moscas, y estando dentro de una escuela no podía menos que sonreír acordándome de

Machado.

Vosotras, las familiares, Inevitables golosas,

vosotras moscas vulgares, me evocáis todas las cosas.

(…) (…) Y en la aborrecida escuela, raudas moscas divertidas

perseguidas por amor de lo que vuela,

-que todo es volar-, sonoras

rebotando en los cristales en los días otoñales…

(…) (…)

En los días estivales, más bien.

Tenía su no se qué de suceso extraño, como una broma de esas que gastan los sueños, mezclán-

dolo todo, que la mesa del profesor estuviera allí todavía. Único mueble vestigio del "ser escuela" de ese

edificio. Y pusimos sobre esa única mesa nuestras cosas desparramadas, y era un efecto medio gracioso

medio surrealista ver los símbolos de la libertad y el nomadismo (plumas recogidas, navaja de campo,

tiritas, linterna, sombreros, etc.) sobre lo que fue el pupitre de algún maestro o maestra que formó parte de

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lo opuesto (la rutina) de muchos niños. Niños que seguramente soñaban como Machado en salir afuera, a

ese campo grande, porque estar quietos y sentados cuesta mucho, y repetir lo mismo cada día cansa. Y allí

nosotras, y otros peregrinos otros días, usábamos la escuela para todo lo contrario: para dormir una noche

fugaz, para descansar del trajín de días sin nada fijo más que el caminar por paisajes desconocidos. Como

si hubiéramos vuelto a una escuela para decir: al final hacemos lo que siempre quisimos, salir a correr

mundo con el hatillo al hombro, como en los cuentos que leíamos pero que nunca podíamos realizar...

Aunque al fin y al cabo igual no era tan raro, porque ambas cosas son una escuela.

La tarde fue de relax total. Casi ni hablamos ni nos dijimos nada. Aquello era otro estado de ser.

Creo que no lo he dicho suficiente: silencio, silencio, silencio. Y la vista de los montes a lo lejos. Cada

una deambuló por donde quiso, estuvimos sentadas al atardecer a la sombra de la mimosa que crecía en la

puerta, mirando los prados, esperando la partida del sol. Cenamos y los mosquitos cenaron también de

nuestras piernas. A mí en menos de media hora me acribillaron de tal modo que decidimos que esa noche

cerraríamos las ventanas. Sobre todo me picaban a mí, Martona se reía "yo ya tengo fogoelectric, eres tú".

Esa noche yo no estaba generosa, ya había dado bastante sangre y tenía suficientes ayees entre el brazo y

el muslo.

La luna salió tarde, estaba pequeñita, creciente y era totalmente roja. Cuando digo roja quiero

decir roja, no rosada ni naranja. Nos quedamos un poco encogidas al verla. Con semejante luna no parecía

que el calor fuera a menguar. Yo, que acabo viendo señales en todas partes, pensé que era un mal presa-

gio, un aviso de fuego y desgracia. Y Martona, que no cree tanto en esas cosas, igualmente me dijo, sin

conocer mis pensamientos: "uuy no sé, da un poco de mala espina." Nunca habíamos visto una luna así.

No estábamos oyendo noticias ni leyendo periódicos, pero en efecto, los incendios empezaron

unos días después.

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5. Hados Madrinos

9 sep 2003

Esa noche, en Borres, pasamos mucho calor. Madrugamos mucho, pero por increíble que parez-

ca, a las 8 el sol ya nos agobiaba. Las moscas estaban pesadísimas. La luna había tenido razón, todo era

un preludio de más calor aún.

La verdad es que el paisaje era igualmente maravilloso, al menos para nuestro gusto. El camino

subía y bajaba (¡¡cómo no!!) entre robles, avellanos, castaños... De nuevo las telarañas, tendidas de un

lado a otro, y con unos habitantes bien grandes, nos hacían escupir a cada paso. Ellas y las moscas eran lo

único que se movía por ahí. Íbamos despacio pero teníamos por delante la etapa más corta del camino así

que no teníamos prisa.

Al cabo de un buen rato llegamos a un pueblín, Porciles. A la entrada del pueblo nos paramos

maravilladas a mirar a la derecha. Había una montaña a lo lejos TOTALMENTE morada. Todo brezo

florido, supongo. Pero era tan total, tan sin manchas, que parecía imposible. Ver una montaña toda de

color rosa morado, recortada contra un cielo azul, parecía salido de un sueño raro, como si estuviéramos

en un planeta donde la hierba no fuera verde sino lila.

Preguntamos a un paisano que sacaba las vacas si había algún bar. Llevábamos desde Tineo sin

tomar nada caliente y nos apetecía montones sentarnos a comer algo. El paisano nos dijo que había dos

siguiendo la carretera. Pero el primero "mejor no". Mejor el segundo, que tiene tienda. Le hicimos caso

porque por el momento todas las recomendaciones dadas en el camino fueron certeras. Además, el primer

bar se veía oscuro y algo agobiante.

Entramos en el segundo y ¡oh!. Fue como entrar en las casas encantadas de los cuentos. Cuanto

más lo recordamos estos días Martona y yo, mejor sabor de boca nos llega y más reconocemos lo especial

de aquel lugar...y de aquel buen hombre que nos atendió. Es una tienda colmado alucinante, aún más

increíble y bonita que la de Borres. Abarrotada de todo tipo de productos, todos señalados con etiquetas

naranjas de super. Zapatillas colgando junto a jamones, magdalenas en estanterías junto a pinzas de ropa,

jabones, botellas, cuerdas...qué sé yo. Todo lo imaginable. Y todo lleno de color. Y en algunos rincones

alguien había puesto cartelitos de papel con letras de colores, pintadas a rotulador y a mano, que decían

frases "sabias". Por ejemplo, la frase más grande decía "EL QUE TIENE ESTRECHA LA MENTE TIE-

NE ANCHA LA BOCA". Martona y yo estábamos pasmadas. A mí me vino como una intuición de que

aquella frase era una indirecta del dueño hacia algún bocazas del pueblo je je. No sé. Pero era una frase

muy cierta, no dirigida a los parlanchines, sino a los que abren la boca pa cagarla o pa hacer daño.

El dueño del bar era un señor alto y algo mayor, pero aún ágil. Tenía unos ojos muy listos, ob-

servadores, que me llamaron la atención. Y llevaba su negocio con amor, eso se notaba. Cuando entramos

nos saludó sonriendo. Hablaba despacio, midiendo lo que decía, haciendo honor a su frase. Pero se notaba

que le gustaba conversar. Nos dijo de entrada que nos veía muy bien en relación a otros peregrinos. Que

la mayoría, a esas alturas, iban cojos. Que no hacía más que ver peregrinos baldados, qué barbaridad la

gente, que mal anda. La verdad es que ese día íbamos mucho mejor las dos. Le preguntamos si nos podía

hacer un café y unos bocadillos. Dijo que sí, que además él aun no se lo había tomado. Pero que el pan

todavía no había llegado, tardaría cinco minutos o así. Cuando le dijimos que no teníamos prisa y que

esperaríamos lo que fuera nos miró con un deje de curiosidad y con agrado: "vaya, estas no van escope-

teadas".

Entró en la trastienda, que resultaba que era su casa, y al rato salió...¡¡con una gran cafetera típi-

ca de toda la vida!!. Humeante. Nos trajo un par de platitos con tazas de su casa , de esos de porcelana

con florecitas de colores esmaltadas. Le había puesto una servilleta de papel a cada platito, dobladita con

cuidado. Todos sus movimientos eran lentos pero precisos y cuidadosos. El tampoco tenía ninguna prisa.

Tal vez nos puso esas tazas tan bonitas porque no tenía otras, tal vez no. Qué importa. La impresión que

nos daba era como estar invitadas en su casa, no de estar en un bar típicamente servidas a golpes, de ma-

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nera automática. Trajo la leche en una jarrita aparte y nos sirvió a cada una lo que quisimos. Y el se sirvió

también, que era su café de recién levantado, y se puso a tomarlo con nosotras.

Mientras venía el pan estuvimos charlando. Nos contó que por allí pasaba más gente de la que

parecía, que había estado hasta Anguita haciendo ese Camino. Eso sí, iba con guardaespaldas y con médi-

co y "no creo yo que llevara mochila", dijo sonriéndose con cierta guasa. Nos recomendó que no fuéra-

mos por Hospitales al día siguiente, sino por el Palo. Según dijo, el tramo de Hospitales era muy solitario

y solía tener niebla. Si no estábamos seguras de las indicaciones mejor ir por el otro lado. "¡Perdíme yo

una vez, y lo conozco!". También nos aconsejó, como ya lo había hecho Milio, comer en la Allandesa (en

Pola). Eso sí: "Tenéis que ir con hambre, si no mejor no vayáis". Luego vino el pan y se fue a hacernos

bocadillos. Trajo uno para cada una que no lo saltaba un caballo. Y eso que dijimos "pequeños". Pero era

pan recién hecho y nos lo comimos igualmente. Mientras tragábamos en silencio nos iba diciendo: "si

queréis mas queso os traigo". Vamos, que nos estaba sirviendo, ya digo, como si estuviéramos en su casa.

Nos hizo mucha gracia ver un cartel de esos rotulados caseros, colgado del techo junto a tiras de

esas pegajosas llenas de moscas muertas. El cartelito colgante era una especie de collage. Había una foto

de la cara de una modelo con una mirada de reojo, penetrante y observadora. Debajo estaba escrito:

"Atención, en este local hay VIDEOVIGILANCIA". Qué impacto. Miramos disimuladamente a todas

partes buscando la cámara. Era imposible verla entre tanto cachivache. Yo pensé que no había tal video-

vigilancia, que el cartel era pa impresionar. Pero nos quedamos con la duda...igualmente el cartelito con-

seguía un efecto de:"te estoy viendo, listillo, no te pases un pelo".

Le contamos lo del perro y nos dijo que era muy raro. Luego nos explicó por qué cada día los al-

deanos tenían perros más feroces encadenados a sus casas. Se ve que hacía poco había habido oleadas de

atracos y asaltos en las casas aisladas, una banda de rumanos. Y como cada día había más gente mayor en

los pueblos viviendo solos, se ponían perros con mala hostia, que así como mínimo les daba tiempo a

cerrar la casa y avisar a alguien. Que los perros que iban sueltos con el ganado o por las calles eran otra

cosa. Los malos eran los encadenados, claro. Terminamos hablando de la despoblación rural.

- Pues yo, de tener casa o granja y trabajo en un pueblo no me iría a la ciudad. ¡Con lo bonito

que es esto!

- Claro que te irías, como todos. Aunque les guste el pueblo, lo que pasa es que se aburren. La

gente busca a la gente, quieren estar donde se mueven las cosas.

- Ya...

- Y además una cosa es venir de la ciudad al campo que haber vivido toda la vida aquí, lo que

quieres entonces es cambiar. Aquí todos se van pa Oviedo. Alguno de mis hijos aun venían cada fin de

semana, ahora ya ni eso. Claro, se echan novia, se atan a otros sitios...decía uno de ellos que esto le gusta-

ba, pero ya casi ni viene...

Me dio un poco de pena. Percibí una soledad muy grande, sobretodo en invierno, en aquel lugar.

Pensé que tal vez por eso aquel hombre mimaba su negocio. Era su puerta abierta a la gente, a una charla

de vez en cuando, cosas que se notaba que le gustaban mucho.

Le preguntamos si tenía servicios y nos indicó unas escaleras arriba. Primero fui yo. En la puerta

había otro cartel con letras grandes: "NO PASAR: PRIVADO". ¡Resulta que nos había mandado a su

casa! Subí las escaleras de madera con veneración y cuidado. En la planta de arriba se veía una casa espa-

ciosa, con un encanto irresistible. Con todos los muebles antiguos y una decoración que, siendo vieja, era

muy colorista y cuidada. Tenía una atmósfera muy especial, una mezcla de mimo en todas partes, de

silencio, de nostalgia pero no triste. Ni oscura. Todas las puertas estaban abiertas, las habitaciones a la

vista, con sus grandes camas de madera perfectamente hechas, fotografías enmarcadas en las mesitas, etc.

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Me impresionó la confianza de aquel hombre. ¿Dejaría subir así a todo el mundo?. Daba impre-

sión meterse tan dentro en la intimidad de una persona. Era inevitable ver aquello para ir al baño.

El baño era otro lugar indescriptible con detalles medio artísticos medio prácticos medio no se

qué. Tenía la lavadora puesta en un alto, en la encimera que había junto a la bañera. Pensé: Muy buena

idea, seguro que es para no agacharse. La lavadora, así como otras cosas, estaban decoradas con cenefas

de papel decorativo. Todo a conjunto. "Supe" que era cosa suya. No sé si tenía mujer o no (no la había-

mos visto, pero igual estaba en el campo), pero el modo en que nos había servido en café, y cómo tenia la

tienda aseada y limpia a pesar de ser un aparente caos, me decía que ese señor era un manitas que mimaba

cada detalle. Además, el baño olía como a vainilla. Incluso tenía buen gusto con los ambientadores, no

había puesto una cosa de esas horribles y mareantes que huelen a insecticida.

Cuando estábamos ya por despedirnos, se quedó mirando nuestros bastones un rato.

- Qué bastones más malos. Os voy a dar unos mejores, eso que lleváis no vale para nada.

Y trajo unas varas de avellano maravillosas, ligeras y pulidas por el uso. "Son las que llevo yo

siempre para caminar por ahí".

Quisimos rechazarlas...¡no le íbamos a dejar sin varas!. Pero se echó a reír: no hombre, si varas

es lo que sobran por aquí, me hago otras y ya está.

Además, estaba empeñado en que nos las lleváramos. Y no sé explicaros muy bien cómo era, pe-

ro al coger una vara de esas se notaba una calidez agradable. Era un objeto tan usado...y tan hecho con

cuidado...no sé. Nos sentimos mimadas y felices. Le dimos las gracias y salimos a caminar. Habíamos

pasado algo más de una hora allí, pero nos sentíamos mucho mejor, como si hubiéramos estado en un

oasis. Ya ni notábamos el calor.

Por el camino íbamos alabando las varas. ¡Realmente iban de p. madre! Además, justo en ese

tramo había algún trecho pedregoso y empinado en el que la tierra se había corrido y sin bastón nos

hubiera resultado difícil encaramarnos.

Al poco entramos en un bosque y yo me puse muy contenta porque estaba lleno de arándanos.

Martona no los había cogido nunca y por eso ni los había visto, porque hay cosas, que, si no sabes que

"pueden estar ahí", no las buscas y no las ves. Comimos algunos pero estaban aun algo ácidos, les falta-

ban un par de semanas. Le conté que de niña iba con mi familia a los altos de Vegarada, un puerto de

montaña leonés al que se accede remontando el rio Curueño hasta arriba del todo. Allí, donde ya no había

ni árboles, crecían matas y matas de arándanos por las laderas. Y llenábamos fiambreras enteras, más los

que nos comíamos directamente. De vez en cuando pasaban caballos libres, al galope, por el camino. Y

aquellos cielos tan amplios. Nos íbamos cuando venía la niebla, a media tarde, y luego nos pasábamos

días comiendo tarta casera de arándanos, mermeladas, arándanos a secas, zumo de arándanos ...¡qué bue-

nos recuerdos!.

Caminando caminandito empezamos a bajar y a bajar y a bajar. El paisaje seguía siendo idílico,

con laderas muy empinadas llenas de prados y setos. El camino en sí iba junto al bosque y se me hacía

muy agradable. Martona sufría mucho con su rodilla y decidió ir a km por hora...Yo en cambio prefería

bajar dejándome llevar por el peso y la gravedad (o sea a toda leche), y esperarla luego.

Decidimos, al final de la etapa, que los bastones nos estaban ayudando mucho. Mucho más que

cualquier otro bastón que hubiéramos probado. Concordamos, en una de esas conversaciones alucinadas

que empezaban a ser normales en ese estado de "ser" que nos producía el C. Primitivo, que eran una espe-

cie de amuleto mágico. Martona me contó algo que le había pasado en un viaje a Marruecos con unos

amigos. Se ve que allí la gente de los pueblos te acosaba mucho para que les compraras souvenirs y arte-

sanía. El acoso era tan molesto y tan intenso que tenías que mostrarte muy severo, o terminaban

arrastrándote y vaciándote los bolsillos. El caso es que un día les salió una mujer al encuentro, que quería

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venderles unos calcetines de lana que hacía ella. Los consiguió arrastrar a su casa medio obligados y les

enseñaba la mercancía. Ellos dijeron que no y que no. La mujer no paraba de insistir. Al final, ellos se

impusieron y la mujer vio que no tenía nada que hacer. Entonces, en un gesto algo raro, tomó unos calce-

tinitos en miniatura, como de niño pequeño, y se empeñó en darles uno a cada uno. Iban con un imperdi-

ble y se los puso en la ropa. Salieron todos azorados e incómodos: habían sido regalados con algo des-

pués de haber dicho que no compraban nada... Al poco, en la carretera, una niña apareció de no sé dónde

y la atropellaron. Fue un drama rotundo. Se pararon, claro, impresionados y en shock. La niña no estaba

muerta pero tenía una pierna rota por varios sitios. La que conducía el coche entró en crisis nerviosa,

sintiéndose fatal por haber atropellado a la niña...los familiares de la cría llegaron rápidamente (Vivian

como en un campamento cercano) y avisaron del accidente. La cosa no pasó a mayores, pero a mis ami-

gos se les estropeó el viaje. Todo el rato pensando en la pobre niña atropellada, en por qué tuvo que apa-

recer, en...

Martona de repente se acordó de los pequeños calcetines de niño que llevaban y les ordenó tirar-

los todos. Le entró un mal rollo impresionante, como si aquella mujer, vieja bruja despechada, les hubiera

echado una mala onda con su aparente regalo.

Después de contarme esa historia, nos miramos y dijimos: claro, un amuleto solo es un regalo

hecho con cariño. Y el amor te acompaña. Pero si te regalan algo con desprecio y odio, pues eso te llevas.

Muy contentas con nuestra conclusión entramos en Pola de Allande al ediodía. Teníamos hambre

canina y anduvimos discurriendo qué hacer.

¿Albergue primero o comer primero?. Porque el albergue estaba a unos kilómetros fuera de Pola,

carretera adelante.

A mí me entró un ataque de esos de "vamos a vivir la vida" y, como en Grado, dije: Oye ¿y si

nos quedamos a dormir en Pola?. Vamos a comer bien, a dormir la siesta, y luego así por la tarde com-

pramos lo que haga falta, nos relajamos, cenamos dignamente...¿qué te parece?.

Y decidimos pasar del albergue. ¡¡No íbamos a omitir comer en la Allandesa, después de tanta

recomendación!!. Además, ya eran días de comer a pan y queso, y tiempo habría de volver a lo mismo.

Fuimos a la Allandesa y vimos, contentísimas, que no solo era restaurante sino además hostal.

Estaba claro que ese era "el sitio". Entramos a recepción y preguntamos si había habitación, y la chica lo

estaba mirando cuando de repente apareció un hombre de mediana edad, moreno y sonriente, y nos saludó

felicísimo. Nos dio la bienvenida, dijo que los peregrinos tenían descuento, que por supuesto teníamos

cama, y nos arregló todo en un plis plas. Casi parecía un padre organizándonos una acogida. Le faltó

darnos un abrazo. Nos dio la enhorabuena por hacer el camino, y cuando le dijimos que bajaríamos a

comer, no cupo en sí de gozo y nos dijo que cuando quisiéramos. Que nos ducháramos y relajáramos, que

podíamos comer a la hora que nos diera la gana, y cuanto deseáramos. ¡Jo, pues qué maravilla!

La ducha...¡qué digo: la bañera!, fue maravillosa. La habitación estaba fresca a pesar de no tener

aire acondicionado. El hostal estaba junto al rio y se oía el rumor del agua entrando por la ventana...

Yo descubrí consternada que la alergia al calor que cada año me sale en el Camino estaba tre-

pando desde mis tobillos hacia arriba. Pero en fin...¡no se podía tener todo!. En un momento dado, pasé

junto al espejo en bragas y me miré de reojo. ¡Ostras qué susto!. Aun no me había visto "el morado del

perro". Era una mancha enorme y negro azulada, con cuatro agujeros con costra, que descendía por la

parte de atrás de muslo. Jesús por Dios. Menos mal que al caminar el proceso de curación se agilizaba, la

sangre llegaba más y mejor y por eso la mancha iba resbalando pa´bajo...

Comimos ¡y cómo comimos!. Otra mención de honor en el catálogo personal de "mitos gas-

tronómicos": los chorizos de la Allandesa. Nos pusieron un potaje con chorizos que para qué. Cualquier

cosa que diga de esos chorizos sería injusta. Y mira que yo como chorizos del Bierzo, que no son poca

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cosa. Pero es que estos, además, tenía muy poca grasa, era casi todo chicha suculenta, y tan bien adoba-

da...ufff. Luego vimos que los vendían envasados al vacío para llevar. No me extraña. Por otra parte, el

camarero servía lo que le daba la gana, y notamos que seguía mucho las indicaciones del amo de la

Allandesa (el señor moreno y sonriente que nos atendió), quien, como halcón al acecho, no se perdía

detalle de lo que sucedía en cada una de las mesas de su gran comedor. El camarero, que debió catalo-

garme como "de-las-que-comen" decidió que yo me podía comer el bistec de segundo que había pedido,

pero que primero me comería también el repollo relleno que nos iba a traer. Total...que comimos hasta

que no pudimos más, y era gula, porque todo estaba buenísimo. La prueba definitiva fue el flan. Era,

cómo no, casero y delicioso. Pero se notaba que allí alguien no paraba de parir buenas ideas, porque lo

habían servido en una especie de copa ancha y alta. De modo que después ¡podías beberte el carame-

lo!.¡Qué buena idea!. Con la rabia que me da siempre que se quede el caramelo en el plato.

Con todo eso sesteamos intensamente. Luego paseo, compras y relax a la sombra junto al rio. Un

lujo. No íbamos a cenar, imposible...pero al volver al hostal, el dueño nos pilló al vuelo (halcón era, segu-

ro) y nos hizo sentarnos "porque no íbamos a subir sin cenar algo". Nos trajo ¡¡un pastel de chocola-

te!!.Un regalo de la casa. Martona lo miró con terror primero (uf, comida) y luego me miró a mí con espe-

ranza. Ya sabía yo lo que me tocaba: comerme el mío y parte del suyo. Sentimos que si rechazábamos el

pastel ofenderíamos al señor, y bueno, hice lo que pude ja ja. La verdad es que estaba buenísimo.

El señor Allandeso (jo, qué verguenza, no le preguntamos ni el nombre) se nos puso al lado y

nos contó sus afanes por mejorar la cocina y ampliar las ofertas. Se notaba que era un empresario 100 %

vocacional, y muy bueno. No se le escapaba una. Todo estaba impecable, y todo funcionaba con ligereza,

presto, con ritmo pero sin agobiar. Nos contó, como quien confiesa un secretillo, que había llegado a

inventar en la cocina una mousse de morcilla. ¡Increible! Pero que claro, la combinación era demasiado

extraña y no se atrevía a ponerla en la carta. ¡Qué iban a pensar!. No sabíamos qué decir. Yo no me atreví

a decirle: pues oiga, habrá que probarlo. Porque era capaz de traernos una y la verdad, comer una mousse

de morcilla después de haberme comido casi todo el pastel de choco, era demasiao.

Cuando ya subíamos a dormir, apareció de la nada y nos volvió a pillar infraganti por los pasi-

llos. Nos preguntó que a qué hora nos iríamos, por si íbamos a desayunar. Dijimos que muy temprano.

Nos tocaba la subidita del Palo y podía ser mortal con el calor.

Entonces nos llegó al alma. "No os preocupéis, lo que voy a hacer es enviaros ahora a la habita-

ción el desayuno, con un termo de café con leche caliente. Y así mañana lo tomáis cuando queráis. ¡No os

vais a ir sin beber nada caliente, que eso es muy malo!."

Encantadas. Qué maravilla. Qué buena idea. Qué cerebrito el de ese hombre. Pero no solo eso:

qué afán de servicio. Porque no tenía por qué hacerlo. Se anticipaba a nuestros deseos. Desde luego no era

el típico interesado que solo hace la pelota a los ricos viajeros. El gastaba tiempo incluso hablando con

nosotras, simples y anónimas peregrinas, y contándonos sus pinitos gastronómicos...

Y diréis: bueno, luego lo cobraría con pluses...

Pues cobró lo normal de cualquier hostal de nivel medio. No se pasó un pelo, y efectivamente el

pastel y otras cosillas nos las regaló.

Así que nos fuimos a dormir felices y arropadas por tantas atenciones recibidas ese día. Peregrinas lleva-

das en bandeja.

No sé si el pastel de chocolate llevaría algo más que cacao, pero esa noche soñé cosas rarísimas. Algo del

río subía por las paredes y se colaba en el cuarto en forma de animal gelatinoso y transparente, y se me

quería llevar. Y yo le decía que un huevo, quita bicho. Corría hacia el monte y oía voces que anunciaba:

"El oso, el oso, el oso ha salido de su casa. Llama al oso, que el sabe. Mañana, mañana". Me desperté de

madrugada pensando que, definitivamente, entiendo por qué Asturias es tierra de tanto mito y leyenda.

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Martona, eso sí, dormía a pierna suelta, totalmente ajena a seres acuáticos y osos paseantes. Sería cosa del

pastel, si...

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6. Perderse (y encontrarse)

11 sep 2003

Si cada día nos habíamos perdido en algún trecho y habíamos tenido que desandar pasos, ese día

lo de perderse dejó de ser algo anecdótico de un ratito para convertirse en la tónica.

Salir desde Pola de Allande y enfilar el Puerto del Palo se convirtió de entrada en toda una haza-

ña. Decir que estaba mal indicado es quedarse corto. No lo estaba, de ningún modo. No encontrábamos el

camino, no veíamos flechas ni mojones ni nada parecido. La poca gente que estaba levantada en bares y

demás no tenían ni idea. Decidimos ir por carretera un buen tramo, esperando encontrar el albergue de

Peñaseita. Tal vez desde allí encontraríamos más señales. Después de caminar unos 3 km y no ver nada

de nada en absoluto, decidimos regresar a Pola, mosqueadas.

De ningún modo queríamos ir por carretera. Para chupar asfalto porque sí ya estábamos bien en

Barcelona. Si no había más remedio, vale, pero sabiendo que había un camino un poco más allá íbamos a

seguir intentándolo.

Al fin, una paisana que pasaba en ese momento por la calle nos dijo: "Creo que es cruzando el

puente, por allá". Y allá fuimos. Al cabo de un rato de andar "a ciegas", yo, que iba con cien ojos buscan-

do flechas, encontré la primera, pintada en una piedra de un muro. Martona alucinaba: -Pues si no me

dices que es una flecha, nunca me hubiera fijado. Y es que las flechas de ese tramo, que serían todas simi-

lares, estaban desconchadas, borrosas, llenas de musgo y líquenes, desteñida la poca pintura que quedaba

y a veces convertida en algo gris azulado que era casi imposible de ver a simple vista. ¿Cuánto tiempo

hacía que se habían pintado las flechas de ese tramo?. No entiendo de pinturas, pero parecía que llevaran

ahí por lo menos 10 años sin repintarse. En fin, ahora ya sabía qué clase de flechas buscar, y las fui en-

contrando...

Al entrar en El Mazo salieron tres furiosos perros de diferentes puntos del pueblo a rodearnos. A

mí me dio un ataque de pánico. Con cada perro que me había ladrado después de aquella mordida había

sufrido todos los síntomas del miedo físico: agarrotamiento de los músculos, sudor frio y taquicardia.

Pero esta vez era peor que ninguna, porque se trataba de tres perros, no de uno, y además estaban sueltos.

Y además no había un alma por las calles. Martona tampoco las tenía todas consigo. Dijo que le parecían

tres perros mafiosos que defendían el pueblo en plan chulos de barrio, para quitarle severidad al trance,

pero estaba asustada como yo. A fin de cuentas ella había visto cómo me había atacado uno hacía días.

Sabíamos que es peor mostrar miedo y no nos paramos, pero yo estaba sudando de terror, no lo

podía evitar, y pensaba que si el miedo realmente lo olían, me harían picadillo en cuanto bajara la guardia

o flaquera un poco. Lo peor fue cuando uno de los perros, el más grande de los tres, se subió de un salto a

un muro para situarse por encima del camino, y desde allí, con pose tensa, parecía estar a punto de saltar

sobre nosotras, con bastón o sin él. No sabíamos a qué perro prestar atención, estaban muy bien situados,

estratégicamente, y sólo faltaba aquel fiera subido por encima de nuestras cabezas...

No sé cómo reunimos valor y seguimos andando, apretando los bastones en las manos sudorosas,

y por fin salimos del pueblo y nos dejaron en paz. Yo tuve que pararme unos metros más adelante, porque

me temblaba todo el cuerpo del esfuerzo físico. Nunca había vivido algo así. Empecé a pensar que el

trauma de la mordida, lejos de pasárseme con los días, estaba empeorando. Se trataba de un acto físico

reflejo e incontrolado. No era algo tanto mental como químico. Yo sabía que era improbable que me

volvieran a morder. Pero mi cuerpo "se acordaba" y se ponía malo.

En fin, que fue un alivio empezar a subir el monte y dejar atrás todo núcleo rural. La verdad es

que en la naturaleza nunca jamás me ha pasado nada de ese tipo. De tener problemas siempre ha sido en

núcleos habitados o en las afueras de éstos. Ya lo dicen: "el hombre es un lobo para el hombre". Y ciertos

perros, de los cuales Asturias está llena, solo reflejan eso. Porque los mismos lobos no te molestan para

nada, salvo que pasen mucha hambre en invierno o tú te metas a molestarles. Entonces me acordé del oso

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onírico y me pregunté si pasaríamos por zona de osos. Y les saludé mentalmente porque sabía muy bien

que, de haberlos, no se dejarían ver ni hartos de vino. La verdad es que prefería osos, y hasta lobos, antes

que esos perros furiosos que echaban espuma por la boca.

Después de perdernos un par de veces más siguiendo caminos que terminaban en seco, retroce-

der y re-encontrar las flechas-liquen, y tras subir mucho rato mucha pendiente, nos topamos con un bre-

zal. Y se acabó todo vestigio de indicaciones y de camino. Había caballos sueltos, uno de ellos cruzó por

delante nuestro galopando. La tierra sonaba como un tambor con los golpes de sus cascos, y entendí por

qué se decía "el retumbar" de un galope.

Había muchísimos senderitos pequeñitos entre los brezos y las escobas, pero eran todos hechos

por los animales. No había más piedras grandes donde buscar flechas. Ni árboles. Ni muros. Ni un mojón,

ni un triste palo clavado, nada.

La verdad es que aquel lugar me parecía tan maravilloso que me hubiera quedado allí un buen ra-

to, sentada en medio del brezo florido , viendo a los caballos. Pero el sol subía y empezaba a calentar, y

nos quedaba mucho aún por caminar. Era urgente re-encontrar el camino.

Después de mirar y mirar el monte buscando vestigios de camino, vi a lo lejos un roble aislado,

totalmente solitario, alto, y pensé que de haber alguna flecha, habría de estar allí. Martona me siguió,

porque estaba viendo que en eso de "imaginar" dónde pintarían flechas yo era más buena que ella. Efecti-

vamente al llegar al roble vimos una flecha pintada en su corteza. Muy gracioso, además. Un roble recto y

único, y una única flecha pintada...hacia el cielo. Eso en un camino normal no importa, porque ves un

camino enfrente. Pero allí no había ningún camino trazado que seguir. Seguimos recto, intentando con-

servar más o menos la "línea recta" que se suponía que indicaba aquella flecha chistosa.

Al poco rato volvíamos a estar más que perdidas, y no había modo de dar con ninguna otra fle-

cha. Ahora ya no había brezo sino escobas (retama) muy altas, casi como árboles pequeños que te tapaban

la vista. Caminitos había, pero todos hechos por ganado, tipo senda de cabras. Y además, a tramos se

perdían totalmente tragados por las matas. Aquello era como un laberinto.

Después de caminar otro rato a ciegas nos paramos. No tenía sentido seguir, porque además

estábamos bajando poco a poco y se suponía que teníamos que seguir subiendo hasta lo alto. Esta vez fue

Martona la inspirada. Retrocedimos un tramo, miramos alrededor, y vio a lo lejos un muro de piedra que

cercaba un prado. Nos dirigimos hacia allá con la esperanza de ver alguna flecha. Pero tampoco... Ya no

sabíamos qué hacer, si tirar monte a través adonde fuera o qué. Teníamos que subir, sí, pero ¿a cuál de

todas las cimas?.

Yo ya empezaba a pensar que el sueño del oso era un aviso y estaba ya pidiéndole ayuda men-

talmente por si servía de algo, desesperada. Martona intentaba aparentar calma pero estaba igual de ago-

biada que yo. Matas y matas de escoba y todo el monte parecía igual.

Entonces apareció un caballo muy curioso. Mitad blanco y mitad negro. Digo curioso porque el

resto de los que había por allí eran color marrón o tirando a negro. Pero así, blanco y negro, y con las dos

partes grandes y bien diferenciadas, no habíamos visto ninguno. En ese estado de ansiedad, lo extraño de

ese animal nos distrajo y nos quedamos embelesadas mirándolo. El caballo nos miraba de lado, caminaba

un poquito y nos volvía a mirar. Nos pareció a las dos que nos decía que le siguiéramos. Martona lo veía

clarísimo. Entonces me acordé de golpe de todas las anécdotas que mi padre contaba sobre su niñez, que

cuando no sabían el camino de regreso a casa echaban el caballo adelante y éste les conducía siempre a

puerto sin perderse. ¡Claro!. ¡Vamos a seguir a ese caballo!

Así que le seguimos y, aunque os parezca extraño, a cada poco el caballo se paraba y se volvía

para mirarnos, como si estuviera esperándonos para continuar otro trecho más. Otros caballos se unieron a

él y caminamos un tramo siguiendo su senda, entre escobas, senda que poco a poco se fue abriendo y

haciendo más trillada, llena de boñigas y huellas de los cascos en el barro seco. Entonces llegamos a una

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especie de braña en ruinas y los caballos siguieron a la izquierda, perdiéndose en el monte. En una de las

piedras de la cabaña derruida había una flecha bastante visible. ¡Perdidas y encontradas! Como una tonta

corrí a sacarle una foto al caballo salvador pero fue imposible, ya no se le veía entre la maleza.

Allí miramos hacia atrás, monte abajo, y vimos que realmente la braña no estaba tan lejos del ro-

ble...si hubiéramos sabido que teníamos que seguir por allí y no nos hubiéramos perdido entre las esco-

bas. Me pregunté si estábamos siguiendo el camino que normalmente toman los peregrinos o se trataba de

una senda en desuso. Esas flechas tan viejas...no sé. Pero fuera como fuera,ya estábamos ahí y no tenía-

mos más remedio que seguir.

Seguimos subiendo y por fin encontramos una pista visible. Ese tramo fue agradable, ya íbamos

más seguras y corría una brisa fresca. Un corzo saltó por el camino y corrió delante nuestro unos cuantos

metros. Los huesos mondados y brillando al sol de los cuartos traseros de algún animal me hicieron pen-

sar en lobos. ¡Aquello estaba muy bien poblado!

Llegamos al punto en que la senda se unía a la carretera, donde hay una fuente de agua helada y

buenísima. Creo recordar que se llamaba "fuente de las Mujeres". Me encantó. Seguimos por la carretera

un buen rato hasta que vimos casi de casualidad, en otra casa en ruinas, una flecha amarilla que apuntaba

a un sendero monte abajo. Vimos que nos ahorraríamos todas las enormes curvas de bajada del puerto

(¡sin sombra!) y tiramos por allá. En fin, aquello se convirtió en una bajada campo a través entre brezos y

tojos, casi en caída libre. Vaya si era atajo. Yo casi rodaba pa´bajo, más que trotaba. Martona , con su

rodilla estropeada, iba haciendo equilibrios y pasándolo mal. Seguí delante todo el rato, en plan india-

rastreadora-de-flechas, que seguían siendo escasas y muy casuales y despintadas. Seguía más la intuición

que otra cosa. Y así hasta Montefurado.

No vimos ninguna persona humana. Porque animal, sí. Quien estaba sentado junto a la puerta de

la iglesuca del pueblo, a la sombra, era una vaca, que, muy chula, iba posando para la foto que le saqué:

ahora giro la cabeza así, ahora pestañeo asá. La verdad es que era una vaca preciosa con unos cuernos

muy elegantes además. La poesía la rompieron dos perrazos, un mastín y un pastor alemán, que salieron

corriendo de un corral a rodearnos y ladrarnos, y vuelta otra vez al susto. Qué barbaridad de perros.. ¡¡Ya

podrían distinguir más entre ladrones y peregrinas pacíficas!! – Qué tontos.- Eh, perros, ya basta, que os

vais a quedar afónicos para nada, joder. -Lo que pasa es que como no han salido nunca del pueblo no

tienen mundología ninguna... -Ya ves, perros de mente estrecha.

En fin. El calor arreció hasta convertirse todo el monte en un horno. Tan bonitas las vistas y sin

embargo tan candente todo que no se podía aguantar. La tierra casi humeaba a la vista. Además, apenas

había árboles. El monte estaba esquilmado por incendios repetidos, aún había tocones y raíces negras y

retorcidas asomando del suelo, restos de fuegos pasados. Qué diferencia con lo que había sido el camino

todos los días. Ni un árbol que sombreara. No corría ni gota de aire. No se oía ni un pájaro, ni un insecto,

nada. El camino nos llevó a la carretera de nuevo, y a la derecha escuchamos un rumor lejano de agua,

como de cascadas, que subía de las profundidades de un valle. Más tarde veríamos en el mapa que era el

"valle del Oro", o "Valledor". A mí me atraía muchísimo, hubiera bajado para allí directa. Qué deseo de

encontrar agua, pero qué lejos estaba. El asfalto se hacía insoportable, la carretera se ondulaba a lo lejos

como un espejismo por las emanaciones del calor...

Llegamos a Lago muy tarde, asfixiadas y agotadas. El nombre de Lago parecía un chiste.

¿Dónde estaba el lago? Paramos en el único bar, un oasis salvador en medio de aquella nada recalentada.

Yo parecía una langosta cocida. La alergia de mis piernas estaba rabiosa y me ardía la piel, los capilares

se veían a simple vista, al rojo vivo, y empezaban a formarse vesiculitas de líquido. Por mucha crema anti

alérgica que me daba era inútil. ¡Como se me iba a pasar, si la alergia era por el calor, y cada día hacía

más!. En fin, mejor no mirarse mucho. Martona tampoco estaba muy fina, pero al menos el calor lo lleva

mejor. Me dijo que había temido verme desmayar por el camino, porque estaba casi granate. Nos dedica-

mos a comer helados y a beber zumos hasta que estuvimos hartas. No teníamos hambre de otra cosa. Era

terrible pensar en los kilómetros que aun nos quedaban para La Mesa, pero no teníamos muchas opciones.

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Al final, decidimos no pensar más. Si llegaba un punto en que no podíamos más, nos pararíamos y punto.

Donde fuera.

Nos volvimos a perder alguna vez más, era un poco desesperante. Casi eran las 4 cuando llega-

mos a Berducedo.

El bar estaba vacío y el camarero estaba sentado junto a un ventilador que funcionaba a todo gas,

sudando y bebiendo refrescos uno tras otro, y a todo lo que sonara "trabajo" decía que no. Ni unos huevos

fritos, ni una mísera tortillita, ni una ensalada, nada. Al final nos concedió unas rebanadas de pan de pue-

blo con queso. Le pedimos unos tomates, los lavamos, los cortamos nosotras mismas en rodajas y los

aliñamos para comer algo fresco y jugoso con todo aquello. Estaba por pedirle la lechuga, la cebolla, las

zanahorias...déjeme entrar en la cocina y ya me lo hago yo. Pero no me vi con ánimo de discutir. El queso

estaba buenísimo, eso lo reconozco.

Estuvimos allí repantigadas esperando que pasara un poco la tarde. Más helados. Sobre las 5

volvimos a andar. Ahora era todo carretera...los ánimos flaqueaban. ¡Llevábamos desde las 6 y media en

el camino y aun no habíamos llegado!. Ese día el chicle se estaba estirando demasiado.

Martona iba muy dolorida y estaba empezando a pensar que estaba forzando su rodilla, y que se

quedaría lesionada si no se paraba. Decidió que al día siguiente no caminaría. Descansaría. A mí me pa-

recía estupendo, pero ¿qué iba a hacer?. Íbamos a La Mesa, un pueblo perdidísimo, de carreteras secunda-

rias, que ni bar tenía. En Berducedo le habían dicho que pasaba un autobús que la podría llevar hacia

Grandas, pero a las 7 de la tarde o algo así. Y eso le suponía regresar andando a Berducedo y pasar allí

sola todo el día mientras esperaba. O quedarse en Berducedo e ir a Grandas sola, y esperar allí todo el día

mi regreso. Me dijo que haría autoestop. Yo me negué en redondo. Ni hablar, no la dejaría sola haciendo

autoestop por esos mundos solitarios. No es por nada, pero habíamos estado en suficientes bares de pue-

blos perdidos rodeadas únicamente de hombres solos que nos miraban sin ningún disimulo ni recato, y no

quería jugar con eso. En el mismo Lago, la presión de las miradas masculinas se nos había hecho casi

difícil de soportar. Uno de los paisanos, un tipo de unos 40 años, de hecho nos había estado acosando un

rato con chistes estúpidos y preguntas y había bromeado diciendo que "ahora que en La Mesa habría algo

digno de verse, iría allí a pasar la noche". Yo había usado la cara más hostil que tengo y ni respondía a sus

preguntas, pero era incómodo. Sabía que solo eran bromas de tío recalentado, que se les va la fuerza por

la boca y tal, pero nunca se sabe, más vale no tentar al diablo. Igual pasa uno por la carretera de esos que

no hacen bromas pero se les va la olla (como los perros que no ladran) y...Nada, nada, nada. A mí ya me

habían atracado una vez, yo no iba a dejar a Martona sola, ni hablar. Le dije que si cogía el bus, todavía,

pero que si pretendía hacer autoestop yo la acompañaría. Y de todos modos no estaba segura de dejarla

sola ni en bus, todo el día esperando ¿Y entonces tú te pierdes la etapa de mañana?-Pues sí, qué más da.

Así igual descansa mi alergia. Pero no, no sé por qué le das tanta exageración, yo creo que no me pasaría

nada...estás siendo muy negativa.

Estábamos a punto de discutir por primera vez en el camino y por un motivo absurdo. Corté en

seco:

-Mira, no vamos a pensarlo más. Vamos a ver qué pasa, mañana lo decidimos. "HOY ES HOY,

MAÑANA SERA MAÑANA", ya decidiremos sobre la marcha como hemos venido haciendo. NO tene-

mos que cumplir ningún plan ni hacemos oposiciones a medallas, podemos hacer lo que nos salga de las

narices.

(El Hoy es Hoy- Mañana será Mañana, esa perogrullada, se convertiría en nuestro lema caminero

para siempre. Parece cosa simple, pero es difícil vivir según eso. Tiene más miga de lo que aparenta.)

Y estábamos en esas cuando un coche nos adelantó y se paró a pocos metros, en el arcén. Nos es-

taba esperando. Después de toda la paranoia de pueblerinos salidos, nos alarmamos. ¿Y ahora ese coche

¿qué?. ¿Qué estaba esperando? ¿Qué nos quería?

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Apretamos los bastones y tomamos aire, en guardia, silenciosas y serias. Cuando llegamos a la

altura del coche una mujer se asomó desde su interior, nos saludó y se hizo el milagro:

-¿Queréis algo de beber? ¿Necesitáis algo?. Tengo bebidas isotónicas de todo tipo, agua, lo que

queráis.

Alucinábamos. Una Ángela del Camino había venido a salvarnos.

-Si queréis os llevo las mochilas el trozo que os falta. Vengo con un par de peregrinos que van

más atrás. Es que yo soy, digamos, su apoyo logístico.

Por supuesto le dimos las mochilas para que las dejara en el albergue. La mujer se nos presentó.

Se llamaba Cristina. Se le notaba ese aire de listeza existencial que solo tienen los que han vivido mucho

y han conocido a muchísima gente. Irradiaba energía y franqueza y nos inspiró total confianza. Nos dijo

que ya se habían fijado en nosotras el día anterior mientras comíamos en la Allandesa, ¡qué observado-

res!. Cuando arrancó de nuevo aun insistía en que cualquier cosa que necesitáramos se la pidiéramos.

Increíble. ¡Y nosotras que habíamos malpensado!. ¡Mujeres de poca fe!

Cuando el coche se perdió curvas adelante nos dimos cuenta. De nuevo habíamos sido salvadas

en ese día. Primero el caballo, ahora Cristina la aventurera en su 4x 4. Era evidente y diáfano: Martona

iría mañana en su coche hasta Grandas, y además me llevarían mi mochila y yo haría una etapa más ligera

y más fresca. ¡Fantástico!. Cuántos contrastes estábamos viviendo cada día, de lo más duro a lo más her-

moso, todo lleno de sorpresas.

Llegamos a La Mesa sobre las 6. Casi 12 horas para 20 y pocos kilómetros... mejor no pensarlo.

En el albergue encontramos una pareja de peregrinos valencianos, delgados, requemados por el sol, y

jovencísimos (18 y 19 años) que no conocíamos. Ella estaba hecha polvo y permanecían acurrucados a la

sombra, tumbados en una cama. Cristina nos trajo las mochilas. Ella y su dos acompañantes iban a dormir

en casa de unos amigos del pueblo. Ya iríamos viendo que conocían a media Asturias.

Después de duchadas salimos. Yo estaba aturdida del día intenso. Eché un vistazo al panorama

del pueblo y me fui directa a unos árboles que se veían junto a la Iglesia. Me tumbé tal cual en el prado,

bajo la sombra de un roble enorme, a dormitar y mirar el cielo. Se oían las vacas bajando por los caminos,

los pájaros al atardecer y algún trueno de alguna tormenta lejana que no llegó a descargar allí. Estaba en

la gloria y hasta me dormí unos minutos.

Mientras a mí se me caía la baba bajo el roble, alucinando de lo bonito del lugar y de lo bien que

se estaba sobre la hierba, de la paz que había, del sonido del campo, Martona ejerció de relaciones públi-

cas (que ya os digo, se le da muy bien) y estableció conversaciones con el trio peregrino Cristina- Juan

Luis- Juan Manuel. Al día siguiente viajaría con ella, ya lo habían pactado.

Vino a contármelo entusiasmada, diciéndome que eran gente muy interesante, que además de ser

encantadores sabían "latín" del Camino. "Marta, tienes que conocerlos, te encantarán". Yo en esos mo-

mentos no le hice mucho caso... sí, muy bien, me alegraba, pero no tenía ganas de hablar con nadie. A mí

que me dejaran con mi roble y mi cielo y mi fresquito en la hierba, y mañana ya veremos.

Tenemos muy buen recuerdo de La Mesa a pesar de que allí "no había nada". Se sentía una paz

muy especial.

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7. En Buena Compañía, bla, bla, bla

15 sep 2003

Amaneció despejado y partí antes de la salida del sol. Martona se quedó en el albergue charlando

con Cristina la aventurera. Tal y como pensé, se ofreció a llevarme la mochila en el 4 x 4 y yo acepté muy

contenta.

¡Ohhh los integristas del Camino!. Esos que dicen que si no sufres no eres peregrino auténtico...

pensarían: pues vaya falsaria, que a la primera de cambio deja su mochila. ¿Pues qué?.¿Acaso el apego al

sufrimiento como un mérito imprescindible no es también un vicio? ¿Acaso no es mejor adaptarse a lo

que la vida ofrece cada día?

Yo no tuve ni un pequeño remordimiento en liberarme del peso de la espalda. No es que mi mo-

chila pese mucho, lo que me estaba pasando en ese camino, con esa ola de calor, es que llegada una hora

de la mañana me sentía hervir la columna vertebral, pero de verdad. Oleadas de calor me subían por la

espalda, recocida por estar abrigada por la mochila, y me subían a la cabeza. Allí me notaba palpitar el

cráneo y entonces notaba que literalmente me recalentaba como un coche. Se me fundía el termostato. Me

tenía que detener, quitar la mochila unos minutos, y la temperatura volvía a equilibrarse con la espalda al

fresco.

Así que pensé: en este día maravilloso el Espíritu Viviente (o Santiago, o Dios, o el Universo, o

el Destino, o La Energía, cada cual le da un nombre a "Ello" o hasta mil, los mil nombres de Visnú) me

ha regalado la oportunidad de disfrutar del paisaje sin calores ni pesos, bendito sea. Y yo lo acepto, faltar-

ía plus, a ver si se enfada y luego no me regala más.

Vi partir antes que yo a los dos amigos de Cristina (mejor dicho a su marido y al amigo de su

marido) y les saludé. Me preguntaron si quería ir con ellos, y les dije que ya les pillaría. La verdad es que

de momento me apetecía andar un rato sola mientras salía el sol.

A la salida del pueblo un perro pequeño se ensañó conmigo de tal modo ¡que hasta mordía mi

bastón! Menuda fiera, le dije de todo. Al fin quedó atrás. Por suerte, y para compensar, apareció un

mastín solitario más adelante. Andaba moviendo el rabo alegremente, así que supe que este como mínimo

iba de buen rollo. Se me acercó sin decir nada y se me pegó al lado, siguiéndome. Era un alivio encontrar

un perro así, después de tantas furias. Le dije que bien podía acompañarme, con un mastín al lado por lo

menos los otros perros se pelearían con él, no conmigo. Pero pareció no entusiasmarle la idea y al poco se

detuvo y me vio partir, colina arriba...Qué le vamos a hacer, ya sería demasiado pedir.

Subí la cuesta que deja La Mesa atrás, sintiéndome libre como un pájaro y moviendo los brazos

como Heidi en su pose más loca: libree libreee. Vi salir el sol encima de unos bancos de niebla espectacu-

lares que había a lo lejos. Me detuve a contemplarlo y a gozar de la brisa que había en lo alto. Se estaba

tan bien...

Llegando a Buspol me encontré con los otros dos peregrinos. Juan Luis y Juan Manuel. Decidí

seguir con ellos. Me expusieron ilusionados su plan. Juan Luis había investigado cosas sobre el Camino

de Santiago en Asturias, y me contó que antiguamente los peregrinos no rodeaban el pantano de Salime

(que no existía), sino que cruzaban el rio por un puente colgante que era tan vertiginoso y tan largo, que

se conservan relatos del mal trago que resultaba para algunos. De esos puentes de cuerdas y tablas que se

balanceaban al estilo Indiana Jones...

Pues bien, Juan Luis conocía a Manolín-el-barquero, y había quedado con él en cierto punto para

que pasara a recogernos en barca, y cruzar así el pantano, evitando tooooodo el rodeo que da la carretera

por la presa. Sería el tramo más genuinamente Jacobeo, a falta de puente una barca. Me pareció una idea

genial.

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Pronto iría viendo que Juan Luis era un hombre cultísimo, que había investigado cosas muy dis-

pares y sorprendentes. Y que le encantaba hablar y contarlas, que eso es lo mejor. Estábamos en Buspol y

paramos a ver la ermita. Yo me asomé como siempre para indagar a qué santo estaba dedicada. Me hizo

gracia ver a San Miguel, el Camino Francés está lleno de Migueles, pero aquí aun no lo había visto. Claro

que éste es muy desolado y ves pocas iglesias abiertas.

-Ah, San Miguel siempre tiene muy buen gusto al escoger los lugares de culto- dije yo, lanzando

la chinita de un tema que me interesaba.

-Es que los santuarios de San Miguel solían ponerse en antiguos lugares de culto pagano-Miguel,

como capitán de los ejércitos celestiales contra Satanás, fue puesto en los sitios que más fuertemente

emanaban esos cultos porque consideraban que era el más poderoso luchador y erradicador.

-Ya veo...casi como medida drástica. Ajá, sí. Exacto. Si entraba San Miguel, el resto se iría.Y

pensé: ¿Como este hombre sabe tanto de Miguel Arcángel? No le ha sorprendido nada mi comentario, ha

dado por sentada mi afirmación.

Este sabe más de lo que creo... Y efectivamente, lo sabía. Mas tarde Cristina me diría que él es-

taba investigando a San Miguel, y que había escrito -entre otros libros- justamente uno sobre lugares de la

Geografía Sagrada Asturiana a través de los cultos y siglos. Qué cosas.

Para quien no se haya fijado, hay lugares espectaculares en media Europa, no solo en España,

dedicados a San Miguel Arcángel. Suelen ser enclaves muy especiales, sobretodo montes altos, aunque no

siempre. Por ejemplo aquí en Cataluña tenemos a San Miquel del Fai (con sus cascadas y grutas converti-

das en iglesias). En Navarra está el insigne San Miguel de Aralar (que cuenta con leyenda de aparición

propia del Ángel). En Francia está el Mont Saint Michel, con otra no menos rocambolesca leyenda de

apariciones. En Italia el Monte Gargano, etc. etc.

Y al margen de la veracidad de las leyendas, la simbología del Arcángel Miguel casi se pierde en

la noche de los tiempos, da mucho de sí. Pero lo particular que veo yo en el asunto Migueliano es que

muchas leyendas narran su "aparición" para mediar en asuntos difíciles, y su expresa petición de que se

construyera un edificio de culto en su nombre. ¿De qué otro arcángel se cuentan cosas semejantes?. De

ninguno. Solo de la Virgen se cuentan cosas así.

Tan fuerte era la presencia de Miguel que en tiempos no muy remotos se rezaba, por orden ex-

presa del Papa Leon XIII (a causa de otra aparición personal y previo encargo de Miguel), una oración al

final de las misas pidiendo su ayuda y mediación. Esa práctica se eliminó en el Concilio Vaticano II.

Parece que flotaba el eterno miedo a que las masas populares acabaran confundidas, rezándole más a

Miguel que a Dios...o simplemente se quiso resumir, no sé, no voy a elucubrar.

Pero a lo mejor, les convendría saludar a Miguel de nuevo, un poco de protección no les iría mal.

Corren tiempos difíciles y a fin de cuentas se supone que Miguel siempre está dando el callo en los tiem-

pos apocalípticos de cada época... Y si es el super jefe de los ejércitos, no es amo sino servidor, y eso lo

sabe cualquier pueblerino con dos dedos de frente. Y como a tal le rezaban, como a un especialista en su

oficio, no como a Dios. Por lo tanto no sé a qué viene tanta omisión con los cultos a los ángeles. Luego

pasa lo que pasa, que al día de hoy son otros los que los desempolvaron el asunto y pusieron en circula-

ción la fama del oficio angélico de nuevo, y se ha formado un cacao terrible con ese tema. Parece que la

humanidad les echaba de menos y ahora un montón de gente pretende conocer los nombres de cientos de

ángeles y se empeña en clasificarlos, y ponerles aspecto, "modo de uso", caracter, y hasta procedencia

planetaria... Pero en fin ese tema no viene al caso, son paranoias mías. Al grano con el Camino.

Juan Manuel, un hombre muy afable (aunque no tan hablador como su locuaz amigo) me contó

que él, por su parte, estaba como presidente de la Asociación de Amigos del Paisaje de Salas. Es una

asociación que intenta incentivar el amor por ese lugar, buscar mejoras, promover el lado cultural, ecoló-

gico, etc. Visitad su página si lo deseáis, es www.amisalas.org El tema jacobeo le interesaba porque

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evidentemente el Camino pasa por Salas, y ese asunto, el Camino, es algo que quieren cuidar y tener muy

en cuenta en los planes para el desarrollo y promoción del pueblo. Así que me insistió en que estaría muy

feliz de entrar en contacto con otra gente que estuviera entendida en asuntos jacobeos, para contrastar

opiniones. Quedé en mandarle la dirección de esta lista, a ver si se anima.

Juan Luis-el escritor, Juan Manuel-el de Salas y yo, trotamos alegremente cuesta abajo por la in-

finita bajada que conduce, durante kilómetros y kilómetros, hasta el pantano. Menos mal que Martona no

había venido andando, porque se hubiera lisiado para siempre. Hasta me cansé yo de bajar, y eso que iba

sin mochila y dejándome llevar.

Admiramos otro banco de niebla que cubría el valle por debajo de nuestros pies. El paisaje se di-

ría un fiordo Noruego, solo que en vez de mar azul, era mar blanco y ligeramente esponjoso, pura nube.

La charla no se detuvo en todita la mañana, el escritor tenía mucho que contar y yo estaba encantada de

oírlo.

Según él, el auténtico camino no iba por el Puerto del Palo- qué va- ino por el sitio llamado

"Hospitales". -Claro, tiene su lógica, el nombre de hospitales alude a hospitales de peregrinos- reflexio-

naba yo.Pero es que además el Palo era un lugar de muy mala onda. Allí se reunían tradicionalmente las

brujas asturianas...

-¡No me digas!

-Sí, era un sitio inhóspito. En unos estudios que estuve realizando sobre la brujería en Asturias...

-Anda, estudiaste eso...

-Sí, pues en los procesos se repite eso, que el Puerto del Palo era lugar de reunión y aquelarres.

Aunque aquelarre es palabra vasca.

-Bueno. Los peregrinos no iban a pasar por un lugar tan pagano y con mal halo.

-Ya...

-Además es que la subida al Palo es mucho más dura que la de Hospitales. No tiene ningún sen-

tido ir por ahí. El Camino siempre buscaba evitar el cansancio innecesario...

-Claro, como en el Francés.

-Siempre se minimizaban riesgos. En aquellos tiempos era muy duro, no como ahora, y se mor-

ían incluso, o se perdían en la niebla.

-Cuanto menos monte mejor.

-Sí, pero nos dijeron que por Hospitales se iba peor.

-Sí, es que hoy día, allí no hay nada de nada, es muy solitario. Por eso se recomienda ir por el

Palo. Pero nosotros fuimos por Hospitales sin problemas.

-Claro, con este tiempo tampoco habría niebla.

-Además Palo no viene de palo. Viene del latín pallus e indica lugar con agua, laguna, como pa-

lustre, paludismo. Era un sitio insano con mosquitos...

-¿Si?

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-Sí, es que verás, toda esa zona estaba llena de antiguas explotaciones mineras romanas abando-

nadas. Buscaban oro. Como en Las Médulas pero en pequeño. Y terminó siendo un sitio de cuevas, galer-

ías, canales de agua...

-Anda no lo sabía.

-Claro, ¿no visteis que había un pueblo llamado Lago?. Pues Lago viene de que había agua anti-

guamente, restos de encharques de las minas...

-Ostras ¡por eso había un Valle del Oro!

-Exacto, justo.

-Me encantó ese valle desde arriba, se oía agua y se veía bosque frondoso.

-Pues es que ahí cerca, aunque no se ve desde arriba creo. Bueno, por ahí, conociendo los cami-

nos, te metes a un bosque donde todavía hay osos, sí. Vaya que sí. Es un lugar casi casi mágico. Pero

claro hay que saber dónde está.

-¿Siii? (yo alucinaba acordándome del Oso onírico al que saludé ese día)

-Sí, claro que sí. Aquí en Asturias aun se acuerdan de ir a cazar osos con lanzas. ¿No, Juan Ma-

nuel?

-Si- intervino el de Salas- a mi aun me contaron historias de niño, de haber cazado osos a la bra-

va, con lanza. No con flechas, sino con lanzas y a pulso directo.

-Qué fuerte...

Por desgracia el de Salas iba medio ciego. Se le había roto el día anterior un cristal de las gafas y

iba como con monóculo. Como no había ninguna óptica a la que acudir por lo menos hasta Lugo, ese día

era su último día, se volvían a Oviedo, porque el pobre andaba medio mareado. Me dijeron que continuar-

ían el camino haciéndolo en fines de semana porque no les quedaban más días de vacaciones. Por lo tan-

to, era mi única mañana con ellos. Pues qué casualidad más casual que nos conociéramos a tiempo de

caminar juntos un día...

Nos metimos en las nubes y en el bosque casi al mismo tiempo. Hablamos de repoblaciones fo-

restales, de clases de arboles, de máquinas de desmonte, de plantas de biomasa, de mil cosas. No os pon-

go aquí todo porque no terminaría. De cualquier cosa el escritor sacaba tema, y a mí como me gustan

tanto los bosques y me interesa enterarme de por qué se hacen las cosas como se hacen, pues teníamos

cuerda para rato. Luego me enteraría por Cristina que había estado metido en política años ha, y por eso

se conocía las leyes de montes, los problemas ecológicos, las tasas de la UE y todo lo imaginable, y los

intríngulis de media Asturias.

Cuando le comenté mi pena por ver el puerto del Palo tan requemado y esquilmado, sobre todo

después de Montefurado, me dijo que aquello era cosa provocada durante años y años, piques vecinales,

manías de los ganaderos, ¡gente de los mismos pueblos!. No lo podía creer.

-Bueno, poco a poco eso está cambiando con las nuevas generaciones, y porque los pueblos se

están despoblando. Pero el Palo en sí ya tiene poco remedio. Tendrían que pasar siglos casi para que fuera

lo que fue...- Pues vaya.

Pasamos junto a una singular construcción ovalada de piedra, perfectamente hecha y cerrada. Yo

creí que era un corral, pero no. Era un "cierro", un recinto que se hacía para evitar que los osos se ventila-

ran las colmenas. El escritor nos señaló las colmenas viejas , hechas en troncos vacíos de madera y tapa-

das con un trozo de pizarra, que aun se veían dentro del cierro. Impresionante. Pensé en la vida de nues-

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tros antepasados no tan lejanos. ¡Cuánto trabajo físico y cuanto tiempo empleado para conseguir algo tan

simple como recoger miel!. Todo era una lucha constante.

Cuando llegamos al supuesto desvío que nos iba a conducir a Salime, donde nos debía estar es-

perando el barquero, descubrimos que la maleza se había comido totalmente el camino. Unos metros más

allá era imposible avanzar, solo había puro matorral alto y espeso. Nos quedamos desolados como niños a

quien les dicen que no hay Reyes Magos. La idea de cruzar en barquita sobre el pantano, tan acariciada,

nos dolía. Qué pena. Hubo que llamar por móvil a Manolin y disculparse. Otra vez sería, con más tiempo,

tal vez buscando otra pista para bajar...

Pasamos por un bosque que desde ahora yo, lo llamo "EL" BOSQUE en mis recuerdos. Cientos

de castaños gigantesco, retorcido, lleno de musgo, le daban al lugar un encanto enorme. Al menos para

mí. Me hubiera quedado allí horas. ¿Cómo pueden ser tan hermosos los castaños?. Pues no sé. Ahí están.

Si algún dia alguien quiere rodar un señor de los anillos a la española, ya sabe donde tiene que ir a buscar

a los Ents. El suelo estaba tan mullido por las hojas aun siendo verano que imaginé lo maravilloso que

debía ser ese lugar en otoño, con los colores cambiados. Me propuse volver algún día. Y pensar que du-

rante años- según me contaron- los cortaban porque daban madera mala y castañas regulares y no eran

apreciados.

El tramo siguiente, pura carretera hasta Grandas, tenía vistas maravillosas que compensaban el

asfalto. Además algo me encantó: tal vez por ser relativamente temprano apenas pasaban coches. Cada

cual cogimos nuestro paso. El escritor se lanzó flechado a cinco por hora, y eso que estando operado del

corazón, se supone que era el más delicado.

Yo iba en el medio, solitaria y canturreando. "Camino de Santiago con grande halago mi pere-

grina la encontré yo...tralari tralara".

Y unas curvas más atrás, iba el de Salas más despacio, con su único cristal centelleando al sol.

Me detuve en varios recodos a admirar el paisaje. En una curva los árboles se abrían ladera abajo

y se veía el agua verdosa brillando con mil destellos. Corría brisa, se oía el ruido del aire entre las agujas

de los pinos, venía un olor tonificante... y un águila empezó a planear allá abajo, sobre las laderas, soste-

nida por el viento. Cuanta paz.

Llegamos pronto a Grandas y nos reunimos con Cristina y Martona. Martona había pasado una

mañana emocionante, yendo por los pueblos a saludar a amistades de Cristina y su marido y agasajada

con vinos y golosearías caseras. Casi venía enchispada, le brillaban los ojillos. Dice que fue su inmersión

en las casas asturianas y en su gente, y que pasó momentos increíbles que solo se pueden vivir para com-

prenderlos. Además, Cristina le contó mil cosas que le resultaron interesantísimas. Vamos que se lo pasó

genial.

Estuvimos un buen rato charlando con Cristina, que se sentó a nuestro lado mientras nosotras

comíamos en un restaurante. Ellos esperaban a comer todos juntos más tarde. Andaban pendientes de

unos amigos que venían desde el quinto pino, cruzando el Puerto del Palo, para verles y comer allí. Al

parecer les habían indicado la ruta más bonita, pero la más vertiginosa y larga, para llegar. Y los amigos

iban llamando por el móvil para manifestar que estaban acordándose de todo el santoral mientras bajaban

las curvas del Palo, se perdían por Berducedo y subían desde la presa de Salime: pero bueeenooo ¿donde

nos mandan ir estos locos?.

Tocamos muchos temas. Me explayé hablando de setas, pues encontramos que teníamos esa afi-

ción común. Yo nunca había encontrado, todavía, a alguien que conociera las sabrosas setas de San Jorge

o las amarillas setas de caballero, o alguien que me diera una receta increíble con queso y lepiotas, que

supiera lo difícil que es encontrar setas de cardo, que hiciera tortilla de senderinas o supiera que existen

champiñones silvestres en los prados, y que a veces, si son de los de buena clase, hasta huelen a anís.

Lastima que no viviéramos cerca, tendríamos muchas batallitas de setas para compartir. Además por aquí

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por Cataluña andan tan buscadas que casi casi tienes que pedir tanda como en la carnicería, para que te

guarden algunas.

Luego volvieron a salir a relucir las brujas asturianas. Este año yo había leído unos libros de Ca-

ro Baroja sobre procesos inquisitoriales en España, y me había llamado especialmente la atención el caso

de la "lobera", una tal Ana García, asturiana. Cristina me miró con sorpresa y dijo:

-Pues "qué casualidad", resulta que Juan Luis ha escrito un libro justo sobre ese caso. Es más, to-

dos los legajos del mismo se los dio Caro Baroja a él, los tiene él. A lo mejor te gustaría leerlo.

- ¿Los archivos los tiene él? Caramba

- Sí.

-Vaya, pues sí que es casualidad. Justo la historia que me interesaba, y aparece justo el escritor

que buscaba jaja.

Me dio su tarjeta y me dijo que si no podía encontrar el libro en Barcelona, que la llamara por

teléfono y ella me lo conseguiría. Cuánta amabilidad gratuita. Una vez más me sorprendía agasajada por

extraños. Definitivamente el recuerdo que nos queda de Asturias es que está llena de grandes personas.

Cuando llegó Juan Luis al restaurante ella le dijo: Mira, esta chica se leyó lo de Caro Baroja y le

gustaría saber más cosas de "la Lobera". Cuéntale. Y él y yo entablamos una conversación sobre las im-

presiones personales que nos produjo aquella triste historia. Porque efectivamente era muy triste. Una

mujer huérfana desde niña, maltratada y abusada por aldeanos, embarazada y abandonada, que andaba por

los caminos, y que poco después cobra fama de "amiga de los lobos" y termina siendo acusada y procesa-

da. Más que bruja lo que me parecía era una víctima de los malos tiempos.

-Pues no sé- dije yo- si fue verdad que los lobos la protegían no estaba mal del todo, ya estuvo

suficientemente apaleada.

-Ja ja, si, lo que pasaba es que ella era mendiga, cuando no tenia otra posibilidad de subsistir. A

veces incluso se amancebaba con algún pastor un tiempo. Bueno, el caso es que alguna vez que pidió

comida por los caminos y no se la dieron y la trataron mal, luego los lobos se vengaban. Hay constancia

de que a uno se le comieron los lobos un burro.

-Pero esa fama de "peligrosa" igual la protegía de abusos mayores...

-Sí, es posible. Claro que no todo el mundo lo sabía.

-Y debía ser muy ingenua, porque mira que ir a contar eso a una mujer devota...A quién se le

ocurre. Por qué fue en Castilla donde la apresaron, ¿no?

-Sí, es que entró a trabajar como criada con una señora muy noble y muy como Dios manda, y la

señora , que se enteró de su fama, le comió el coco, la debió avergonzar o hacer sentir culpable y le son-

sacó todo: los ritos, la herencia, todo.

-Siiii, ya recuerdo, era que lo había heredado de una vieja, ¿no?

-Sí, una vieja aldeana, que debía ser una bruja pero de verdad, que le dio una saya al morir y le

traspasó los poderes y el modo de llamar a los lobos. Eso contó. Y es un modelo muy conocido en todas

las culturas de brujería del mundo, el traspaso de poderes con un manto, o ropa, o algún objeto personal.

-Sí, es cierto. En todas las culturas primitivas y chamánicas. Y hasta en la Biblia, el profeta Elías

le dio su manto a su ayudante y aprendiz Eliseo para traspasarle la herencia, antes de irse al Otro Mundo.

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-Si, en todas las leyendas se siguen patrones similares. El caso es que esta pobre Ana García lue-

go no tuvo mucha psicología...la pobre era una aldeana simple.

-Pero lo que me chocó del libro de Caro Baroja fue descubrir que aquí la Inquisición no mató a

tanta gente como en otros países. Casi tuvimos suerte. Porque en los países germanos y anglos por ejem-

plo, y más al Norte, se hicieron verdaderas carnicerías en masa...por algo menos que lo de “la lobera”

hubieran asado vivo a cualquiera.

-Sí, es que aquí los inquisidores eran más escépticos que en otros países. Un carácter algo espa-

ñol, más pasota, más de quitar hierro ante las extravagancias. Solían pensar que sobretodo se trataba de

locuras e ignorancia. Para que te quemaran tenias que ser un peligro ideológico grave.

-Ya... a Ana García solo la desterraron o algo así, creo recordar.

-Sí, es lo que solían hacer, avergonzarlas en público, desterrarlas un tiempo, someterlas a vigi-

lancia.

-Ya, y no es poco. Desde luego no le arreglaron la vida, pero bueno, tampoco le era fácil antes de

eso. Luego no se sabe más que fue de ella ¿no?

- Se le perdió la pista, no se tienen más datos.

- Pobre mujer.

Y así iba siguiendo la conversación. Y ya íbamos a tocar el interesante tema de los lugares sa-

grados en la geografía asturiana cuando, oh, llegaron sus amigos y tuvimos que despedirnos. Ellos ya no

dormirían en el albergue y nosotras seguiríamos nuestro Camino.

Intercambiamos saludos, buenos deseos, y nos dijimos mutuamente lo muy bien que lo pasamos

juntos.

Cuando se marcharon, Martona me dijo: ¿Ves como te dije que te gustaría conocerlos?.

Es un cielo. Y cuánta razón tenía.

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8. El Acebo y los mutantes existen

23 sep 2003

Habíamos dormido bien en Grandas. Todo el mundo nos había dicho que el Acebo era simple y

se hacía fácil, pero previendo el calor nos levantamos prontísimo y a las 6 y media ya estábamos en mar-

cha. Para variar, nos costó salir del pueblo. No veíamos flechas por ningún lado, estaba oscuro (¡claro!), y

optamos por seguir por carretera los 5 km que faltaban hasta la próxima aldea. Allí ya nos metimos por el

camino-camino, muy agradable, entre prados y setos.

A mí no sé qué me pasaba, que sentía como si se me hubieran acabado las pilas. A pesar de

haber desayunado como cada día, me costaba mucho esfuerzo mantener el ritmo, y eso que íbamos en

llano. Además, cada vez que pasábamos junto a una aldea y oía perros, se me ponía el cuerpo agarrotado.

Pero bueno, ¿es que cada en vez de superarlo más, cada día empeoraba? ¡Con lo feliz que yo andaba por

los caminos antes de eso!. Tendría que buscar un modo de arreglar ese desaguisado psicológico. Pues no

me quedaba vida por delante ni perros por ver, ¡como para estar así de tonta cada vez, ante un simple

ladrido lejano!.

El caso es que se levantó la niebla matinal, salió el sol, arreció el calor, y yo seguía resoplando

por el esfuerzo. No sabía qué me pasaba. Paramos a comer algo y pareció mejorar mi estado, pero no del

todo. Sentía una debilidad, una flojera rara.

Al pasar por una casa junto a la carretera, un señor salió a saludarnos y Martona se entretuvo

hablando con él animadamente. El señor había vivido en Barcelona durante años y le contaba sus batalli-

tas. Yo estaba agotada (¡tan temprano y tan cansada!) y me fui hacia la fuente que el señor nos indicaba,

con ánimo de sentarme un poco. Justo en el sitio donde iba a asentar mis posaderas, una culebrilla parda y

charolada salió corriendo, seguramente espantada por la enorme sombra que amenazaba con aplastarla.

Me hizo gracia. Nunca había visto una culebrilla de esas vivas. Pero de niña una vez encontré una muerta

y disecada por el sol, entera, rígida, conservando su movimiento ondulante. Solo un ligero aplastamiento

en el centro sugería que murió atropellada, tal vez por una bicicleta. Me la llevé a casa, feliz con mi cule-

brilla brillante, metí miedo con ella a mis hermanas y luego la guardé en un cajón durante años. Cuando

de mayor empecé a trasladarme de casa en casa, un día la tiré sin saber qué hacer con ella. Y ahora, des-

pués de tantos años, veía por fin a una parienta viva.

Bebimos agua en la fuente y marchamos. Llegamos a la zona donde las cuestas empezaban a to-

mar forma, y ahí noté retortijones intensos, y la flojera arreciando más fuerte. De repente lo supe: ¡los

antibióticos!. Llevaba días a grandes dosis de “amoxicilina” y lo que me pasaba era que toditas mis bacte-

rias beneficiosas de la flora intestinal estaban muertas o agonizantes, las pobres, y mi cuerpo empezaba a

no asimilar bien el alimento, y a querer librarse de muchos desperdicios. ¡Lo que me faltaba!

-Ahhh pero ya empezaréis a pensar: ¿Marta no era tan experta en plantas y cosas de salud gene-

ral?¿Cómo no lo pensó? Ajaaá, pues sí, lo pensé, y hacía unos días me había comprado bacterias en una

farmacia para tomarlas y prevenir. Solo que con tantas emociones lo había olvidado. Os ahorro lo esca-

tológico del asunto. Digamos que paramos en un pinar suficientemente frondoso, y, después de descansar

y quedarme más a gusto, me tomé trespildoras de bacterias, comí un par de plátanos y me quedé mucho

mejor. A partir de ahí la flojera fue desapareciendo, pero empezar el día así ya me había marcado un

poco, y nos costó coger el ritmo de nuevo. Se nos había hecho un poco tarde.

En otro tramo del camino, entre unas hierbas, de nuevo otra culebrilla, prima hermana de la ante-

rior. Misma raza, mismo aspecto, salió de entre mis pies. Vaya, qué casualidad. Seguimos andando, co-

mentando lo muy solitarias que íbamos cada día, exceptuando ayer. En el albergue habían dormido la

parejita de valencianos jovencitos con nosotras, pero llegaron tardísimo, pasadas las 11, y cuando volvie-

ron de cenar nosotras ya dormíamos...Por lo que veíamos, salían mucho más tarde que nosotras así que

prácticamente no coincidíamos.

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Nos quedaba solo el último tramo de subida hasta lo alto del Puerto del Acebo. Había obras, se

estaban haciendo pistas relacionadas con el parque eólico que andaban montando allí arriba. No se movía

ni un aspa, porque no hacía nada de viento. La cima se veía cerca cuando nos metimos en un sendero

lateral, marcado con mojones y vieiras. Había unos pocos tojos, pero pensamos que no pasarían de ahí. A

fin de cuentas las flechas indicaban por ese sendero. Pero al cabo de un rato, el tal sendero desapareció:

pisábamos el firme irregular de un barranco erosionado y lleno de boquetes, y los tojos habían crecido

peligrosamente y se espesaban cada vez más.

-¿Qué hacemos? Esto está muy feo.

-A estas alturas no damos la vuelta, seguimos, no falta tanto.

¡Pues vaya! Lo mismo que si fueran arenas movedizas y tramposas, los tojos nos engulleron has-

ta el codo y abrazaron con fuerza nuestras piernas. Yo llevaba mis pantalones militares alemanes de se-

gunda mano (es decir, verdaderos engendros tiesos y a prueba-de-todo), pero Martona iba con pantalones

ligeros y cortos. ¡Dios mío, se estaba despellejando viva!.

-Martaaaa que me estoy desollando...qué es estooo, pero qué mierda de camino es este!!!!

-¡¡A todo le llaman camino!! Espera, yo iré delante, intentaré pisar los tojos.

-Pero como ya sabéis muchos, esa es mala hierba que además, leñosa y rebelde, la pisas y rebota,

y aún te pincha más.

Me estoy agobiando. ¡Quiero salir de aquí!¡No puedo seguir así!

Martona se quejaba, pero con razón. Si digo que los tojos nos llegaban al codo, podéis creerlo.

No es exagerado. Además de arañarnos brazos y piernas, no se veía apenas dónde poner el pie, así que

íbamos tanteando entre raíces, ramas retorcidas, piedras y terreno erosionado por el agua. Eso cuando

llovía, pues al parecer en ese país llovía, aunque nosotras no lo habíamos visto. Era el último día asturiano

y ni gota de lluvia habíamos visto.

- ¡¡Miliooooo!!. ¡Qué dijiste que sería un milagro si no nos llovía en todo el camino asturia-

no!¡No necesitamos más milagros, podemos creer con un poquito de lluvia!

- Eso, ¡un poco de agüita fresca por favor!

Era tal la maraña de pinchos y andaba Martona tan torturada, que decidió que iba a subir a lo rec-

to pasando del camino, porque a simple vista, subir directamente por el lateral parecía más corto y más

fácil. Pero yo lo intenté y lo vi mucho peor. Desde afuera solo veías tojos y parecía llano, pero cuando

metías el pié había grandes irregularidades y podría ser mucho peor que el "camino" que seguíamos.

Le dije a Martona que se colocara detrás de mí pegada a mi cuerpo. Yo pasaría en plan tanque,

aplastando, que a mí los tojos casi no me atravesaban los pantalones, y ella, al estar pegada a mí, aprove-

charía que mi cuerpo apartaba las ramas. La idea parecía buena pero resultó ser impracticable. Porque no

contaba con la mochila, que creaba el espacio suficiente entre ambas como para que los tojos volvieran a

rebotar a su sitio y, peor aún, le azotaran las piernas con más furia. ¿Y poniendo mi mochila delante?

Entonces no veía yo donde ponía los pies, la mochila lo tapaba. Para animar a Martona me lancé a la

desesperada tojera adelante, para comprobar si el camino, perdón, quiero decir vía crucis, duraba mucho.

Por suerte parecía mejorar un poquito, los tojos perdían altura. Le grité que enseguida mejoraba, que no

pasaba nada. ¡Había que animarla!. Regresar era infinitamente peor, porque estábamos muy adentro del

monte y representaba volver a pasar otra vez esa tortura, redoblada. Y cuesta abajo, que a ella le convenía

menos. Y encima con el peligro de tropezar y caer por la mala visibilidad del terreno. Pero ¡qué digo caer!

Seguro que algún tojo compasivo hubiera frenado la caída agarrándonos con sus eficaces pinchitos.

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Al fin, después de casi una hora de tortura tojeril, arañadas, sudorosas, llenas de telarañas, pol-

vo, pulgones, enrojecidas por el esfuerzo, hartas y agotadas, llegamos a una pista facilísima que, para

colmo de recochineo, vimos que empezaba a lo lejos, casi en el mismo punto del vía crucis. ¡De haberlo

sabido! Pero claro ¿cómo adivinarlo?. Tampoco nos habíamos encontrado a nadie para preguntar, ni ima-

ginábamos que algo a lo que llaman "Camino" pudiera ser tan anti-camino.

Cuando después de un rato de pista fácil, nos tocó subir por un cortafuegos, me pareció otro chis-

te pesado. ¡Pero bueno! ¿Subir por un cortafuegos?. Mi humor ese día no estaba nada bueno, renegué lo

que pude y más. Por suerte el tramo de cortafuegos terminó. Hacía un calor terrible, eran las 11 de la

mañana todavía, y no se veía un alma. Ni siquiera había mucha sombra. Los únicos arboles que había eran

pinitos repoblados y aún demasiado pequeños como para refrescar el monte. Gruñía yo, más que hablaba,

cuando desde lo alto, y a lo lejos, divisamos una casa habitada junto a la carretera, y se leía "bar". Era

como estar en una película del Oeste. Canícula, polvo, sudor, piel requemada y arañada por arbustos espi-

nosos, greñas al viento, sombrero calado hasta los ojos, soledad enorme, y a lo lejos un rancho perdido.

Solo nos faltaba el caballo para hacer el cuadro completo. Se nos cambió la cara y llegamos esperanzadas

al Bar. Entramos y nos sentamos en la barra. Salió una mujer mayor que prestamente nos sirvió refrescos

y agua. Un trabajador del parque eólico sentado en un taburete nos miraba descaradamente, pues estaba

claro que pintábamos cual forasteras aventureras castigadas por el sol y la sed. La mujer mayor que atend-

ía aquello era como los buenos barmans: discreta, eficiente, limpia y currante, y se mostró muy amable

sin ser empalagosa. Supongo que sabía muy bien por nuestras caras que, ahora mismo, no estábamos para

nada. Nuestra mente aun aterrizaba. Le preguntamos con ojos suplicantes si podría hacernos algo de co-

mer, dando por sentado que rezongaría como todos (¡cuánto nos había costado que nos dieran algo sólido

de comer en los bares, fuera de horas, ni un mísero pincho de tortilla!). Pero no. Dijo: - ¿qué queréis?

-¿Huevos fritos?...-pregunté yo tímidamente

-Vale. ¿Unos huevos con patatas para las dos?

-Siii, ¡con patatas! – afirmamos contentísimas.

¡Era mucho más de lo que esperábamos a las 11 y media de la mañana!

La mujer nos llevó a un comedorcito que había al lado, vacío. Estaba fresquito y oscuro, se agra-

decía mucho y empezamos a notar nuestros estómagos. Desde el mediodía del día anterior no habíamos

comido nada caliente ni muy consistente. La mujercita vino al cabo de un rato con un par de huevos deli-

ciosos para cada una, y una fuente llena de patatas fritas caseras y recién hechas. Sin decir nada, nos aña-

dió unas tajadas de lacón adobado con laurel y algo más, delicioso. Nosotras alucinábamos y comíamos lo

que iba trayendo sin cuestionarnos nada. Trajo otra fuente con una ensalada completa y riquísima. Nos

brillaban los ojitos y nos animamos totalmente. Declaramos a la mujercita del Acebo Hada Madrina del

día de hoy, y entablamos conversación con ella.

-Oiga, ¡nos ha salvado la vida!

-Bueno, ya sé yo cómo llegan los peregrinos aquí- Decía ella modestamente.

-¡Esto está buenísimo!

-¿Queréis mas? Si queréis más os traigo más.

-No, que luego no podremos andar...

-¿Y un postre?

-Bueno, un postre sí- esa era yo.

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La mujer se desvivió por nosotras aunque comentó, algo apenada, que no sabría qué pasaría

cuando ella, ya mayor, se jubilara. Porque los peregrinos llegaban allí hambrientos, sedientos y cansados,

pues era el único bar donde servían comidas en toda la etapa desde Grandas hasta Fonsagrada. Solo hab-

íamos pasado por otro bar, pero estaba cerrado. Y según nos dijo, había otro unos km más allá, pero tam-

bién a punto de cerrar. Y de todos modos no servían comida. Le rogamos que no se jubilara nunca o que

Santiago hiciera un milagro y le concediera una sucesora digna. La mujer no dijo nada ante este último

comentario. Creo que no tenía quién quisiera continuar el negocio. ¡Tanta soledad habíamos visto en

aquel camino, entre la gente mayor de las aldeas!

En fin, fuimos tratadas a cuerpo de rey. Finalmente la mujer sacó un trozo de papel y lápiz y

sumó allí mismo, y nos cobró muy ajustadamente (a razón de 6 euros por cabeza). Definitivamente, era

nuestra Benefactora del día!. Mientras nos arreglábamos para salir, nos daba una pereza enorme abando-

nar aquel refugio. Afuera se veía arder el asfalto. La mujer nos dijo que al día de ayer habían llegado a los

40 grados y hoy se veía igual o peor. Tomamos aire como quien se va a zambullir, y decidimos, antes de

dejar el fresco de la casa, que si no podíamos resistirlo, nos pararíamos bajo un árbol y dejaríamos pasar

el día.

Eran las 12 y media cuando salimos al gigantesco horno en el que se había convertido el paisaje.

Anduvimos al principio ligeras y animadas por la buena comida. Pero en cuanto terminó el camino de

tierra y empezamos a sufrir el asfalto, flaqueamos. Al parecer desde allí hasta Fonsagrada casi todo era

carretera. Era un poco desmoralizador. Yo notaba cómo oleadas de calor me subían por las pantorrillas,

donde la alergia florecía por momentos en su esplendor. El calor allí era doloroso como si me estuvieran

acercando una plancha al rojo a la piel. Martona cojeaba. Al pasar por Fonfría los aldeanos que entraban

en una casa, hora de comer, no nos animaron sino que dijeron que adónde íbamos con ese calor, que en

días así andar era de locos. Desde que entramos en Galicia, no sé si fue casualidad, pero se acabaron los

ánimos que tanto nos reconfortaron en Asturias. La gente nos miraba raro como pensando: están mal de la

cabeza.

Seguimos unos pasos más, pero más que andar nos arrastrábamos. A la salida de Fonfría vimos

un roble enorme que daba sombra a un trozo de hierba verde. ¡Había que aprovecharlo! Nos sacamos las

mochilas y las tiramos a un lado. Justo donde iba a sentarme, por tercera vez en aquel extraño día, una

culebrilla de la misma especie de las otras dos se escapó ondulando hacia unas matas. ¡Pero bueno! ¡Tres

culebras iguales en el mismo día! ¡Y todas a mí! ¿Querría decir aquello alguna cosa?. ¿Era un mensaje del

Mas Alla que me llegaba en formato serpiente? El mensaje en realidad parecía simple: hacía tanto calor

que hasta las pobres culebrillas propias de lugares húmedos salían de su guarida a tomar el aire.

Pero nosotras, peregrinas jadeantes, pasamos de culebras y de bichos, qué más daba, nos estira-

mos a la sombra del roble, y quietas al máximo (moverse daba calor) caímos en un sueño amodorrado...

Reemprendimos la marcha un par de horas más tarde. Bebíamos sin parar y aunque estábamos

más descansadas, no podíamos coger buen ritmo porque el calor era demasiado. Así que íbamos como

podíamos, ya llegaríamos a Fonsagrada cuando llegáramos. Al pasar junto a una casa solitaria vimos una

vieja vestida de negro sentada junto a la puerta, a la sombra. Decidimos pararnos un poco allí para refres-

carnos. La vieja nos saludó muy sonriente, aunque nos dijo (pa variar) que adónde íbamos con ese calor,

si es que estábamos locas o qué. Que había que pararse y descansar. Luego se dirigió a alguien que estaba

dentro de la casa para que nos diera agua fresca para beber. Eso sí que lo aceptaríamos con gusto. Y en-

tonces le vimos.

Salió a la luz del día un hombre de mediana edad y nos miró detenidamente. Yo en un primer

momento creí que el calor me estaba haciendo alucinar, pero no, no se me pasaba el efecto, y a juzgar por

la expresión petrificada de Martona ella también veía lo que yo veía. Ese hombre no tenía blanco de ojo.

Sus ojos, los dos, eran totalmente rojos. Un rojo incendiario, sin manchas ni irregularidades. No tenía iris.

Un único y siniestro puntito negro en el centro nos daba a entender que aquello eran ojos que veían. Pero

sin iris ¿Cómo veían?¿cómo soportaban la luz de ese sol implacable? Además, a primera vista me pare-

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ció que el puntito negro se alargaba como una ranura vertical, cual ojo de gato o lagarto, y mil películas

de terror pasaron por mi cabeza. Luego me fijé mejor: no era una ranura. Es que del puntito negro del

centro salían unos hilillos negros ramificados hacia los extremos.

Creo que el aspecto de agobiadas que teníamos por el calor disimuló el efecto que la vista de ese

hombre nos producía. En otras circunstancias habríamos palidecido. Además, con el agotamiento del día

teníamos los reflejos lentos. Creo que ambas dudábamos de lo que veíamos, aunque al mismo tiempo no

podíamos evitar clavar nuestra mirada en aquellos ojos como brasas que nos escudriñaban, como hipnoti-

zadas por lo extraño... El hombre entró en la casa y yo sólo pensé: "quiero ver de dónde saca el agua. ¡Yo

no me voy a beber cualquier agua que me sirva ése!".

Entonces salió su mujer. Una mujer bajita, de mirada hundida y asustadiza. Nos saludó y dijo

que ella nos traería el agua. Como si se tratara de algo muy complicado, nos soltó una explicación sobre

cómo nos pasaría ella los vasos de agua desde el interior de la cocina, a través de una ventana que daba a

la calle. Era todo muy raro, como si no quisiera hacernos pasar, o como si quisiera ella controlar el hecho

de darnos agua todo el tiempo. Claro que nosotras ni hartas de vino hubiéramos entrado en aquella casa.

La señora, aunque se mostraba amable, no sonreía lo más mínimo. El señor de los ojos rojos se-

guía mirándonos de arriba abajo y no decía palabra (de hecho no había hablado nada). La única que reía y

no paraba de decirnos que nos sentáramos allí era la vieja. Y yo ya empezaba a tener demasiada imagina-

ción y a ver a la vieja atrayendo peregrinas incautas a la sombra, y sirviéndolas en guiso por la noche a su

hijo mutante de ojos sanguinarios, que mientras tanto sobrevivía chupándose a su mujer pálida y de mira-

da asustada. ¡Demasiado!. Aparté todo ese enjambre de pensamientos de mi cabeza y me centré en obser-

var sin perder detalle cómo la mujer, ya dentro de la cocina, nos llenaba los vasos de agua del grifo y nos

los hacía llegar estirando el brazo a través de la ventana. Creo que ambas pensábamos lo mismo: disimu-

lemos, bebamos un vaso y salgamos por patas.

Bebimos el vaso de un trago y no quisimos repetir. Nos despedimos muy sonrientes, aunque tal

vez nuestra sonrisa estuviera algo congelada, y aún mientras marchábamos la vieja insistía riendo: ¡Senta-

ros a la sombra! El siniestro matrimonio nos miraba en silencio mientras nos alejábamos. Tan serios am-

bos como si estuvieran en un entierro.

Apretamos el paso. Cuando estuvimos algo apartadas nos susurramos:

-¿Has visto los ojos?- me dijo Martona

-Joder que si los he visto ¿cómo es posible?

-Es horrible, ¡parecía un vampiro!

-O un hombre lobo con hambre...

-Ostras no sé, no sé qué es lo que hemos visto. ¿Qué será?

-Igual es un derrame, una operación...

-Pero tendría manchas, no todo lleno de rojo homogéneo.

-Hum no sé...

-Además no tenía iris.

-Eso es verdad, eso es lo peor. Se supone que sin iris no podrías estar a la luz del día ¿Cómo es

posible?

-Además ¡como nos miraba! Veía muy bien, nos estaba radiografiando.

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-Jo, no sé. Estoy pensando qué puede ser. Ha de haber una explicación...

-Y esas ramificaciones negras que le salían del centro?

-Pues no sé, eso es más raro aún. Podrían ser venas pero...negras??

Estábamos solo a unos 500 metros de la casa cuando algo en la cuneta nos llamó la atención.

Unos tapacubos, unas chapas abolladas, los restos de un accidente de coche. Pero colocados y dispuestos

como si se tratara de un monumento conmemorativo. Sólo faltaban las manchas de sangre. Encima del

conjunto habían depositado un ramo de gladiolos.

- Este lugar es siniestro ¡vámonos rápido de aquí!- dije sin más contemplaciones.

-¡Qué mal rollo!

Y apretamos el paso hasta que estuvimos lejos de aquella casa. Aun hoy, al recordar aquellos

ojos, nos entra un escalofrío. Puede que solo fuera un defecto, una enfermedad. Pero no hemos logrado

averiguar qué enfermedad pueda causar ausencia de iris, ausencia de blanco ocular, y esos hilos negros...

¡Demasiado!. Para evitar que Martona volviera a utilizar la siniestra palabra "vampiro" (¿no se suponía

que era yo la fantasiosa?), dije que sin duda era un mutante, un fruto raro de la endogamia de aldeas pe-

queñas. Así al menos quitaba de en medio la ominosa sensación que tuvimos de estar en un lugar sombr-

ío, de que la mujer del ojo-rojo estaba desvitalizada y macilenta, y de que la vieja que se reía sin parar, en

contraste con ambos, era la bruja madre del engendro.

Apartamos de momento aquella visión inclasificable de nuestra cabeza y seguimos andando has-

ta nos perdimos una vez más, nos ladraron más, y llegamos en las últimas a Fonsagrada. Al llegar a la

casa parroquial, el mundo se nos cayó a los pies. Nos dijeron unas vecinas que el albergue no estaba en

Fonsagrada, sino a 2 o 3 km, en Padrón. En esto llegó el cura. Llevaba prisa. Nos soltó un discurso apabu-

llante sobre lo que teníamos que hacer: comprar para hacernos la cena, cocinar pasta (hasta eso indicó),

estar ahí en media hora (porque tenía prisa, tenía que marcharse a no sé qué hora), y acto seguido nos

empezó a narrar punto por punto el camino que deberíamos seguir mañana. Con tal lujo de detalles, obli-

gaciones y recomendaciones que nos mareábamos. Yo a esas alturas del día ya ni me enteraba de lo que

oía. No era capaz de seguir su discurso. Además, estaba agobiándome por momentos. Tenía hambre, sed,

calor, y ganas hasta de llorar. Lo que quería era ducharme ya y cenar caliente. No me veía cocinando, ni

haciendo compras apresuradas en cinco minutos para la cena y el día de mañana...

El cura nos dejó cinco minutos mientras atendía a alguien y le dije a Martona lo que pensaba. Si

teníamos que ir a Padrón, otro pueblo sin nada como Borres, primero me gustaría cenar algo consistente.

Y luego ya veríamos. Ella estaba como yo y también se agobiaba por minutos. Le dijimos al cura que nos

lo pensaríamos, que tal vez nos gustaría quedarnos a dormir en Fonsagrada para cenar tranquilamente y

tomarnos un poco de descanso. ¡Estábamos agotadas!. El cura nos miró con cierto disgusto...¡le estába-

mos decepcionando como peregrinas, estábamos dudando de "su" albergue!.

-Pero – dijo- ¿a qué hora habéis salido?

-Pues a las 6 y media...

-¿Y desde las 6 y media lleváis andando y llegáis ahora? ¿Pero qué habéis hecho?.

¡Encima nos estaba echando la bronca!. El día había sido tan agotador, nos había costado tanto

llegar a Fonsagrada, que parecía una tomadura de pelo que ahora alguien dijera "¿cómo sois tan lentas?".

Me daban ganas de decirle: oiga, se nota que usted no ha caminado ese tramo, con mochila, y a 40 y pico

grados, y perdiéndose y metiéndose entre tojos, y pisando km de asfalto ardiente. Pero me callé porque de

qué servía decir nada. Además, lo cierto es que no estábamos de muy buen humor y no era plan ponerse

desagradables. El cura siguió hablando dando por sentado que por supuesto iríamos al albergue. Cuando

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le preguntamos si había algún hostal o pensión en el pueblo, se escaqueó y no quiso decirnos nada. A mí

ya me estaba mosqueando su fijeza. Nosotras diciendo h y él haciendo ver que decíamos b. ¡Y encima

dándonos prisa!. No habíamos podido beber nada todavía, y ya estaba urgiéndonos a que marcháramos

con él, que tenia misa a no sé qué hora no sé donde, y que nos quería llevar antes a Padrón. Igual intenta-

ba ser amable, pero nos remató con sus prisas, con su empeño por organizarnos el resto del día y el día

siguiente, y en definitiva se nos atravesó. Que no se preocupe, vamos a tomarnos un refresco o un zumo,

porque ahora mismo somos incapaces de centrarnos y pensar en nada. Si en media hora se tiene que ir y

no estamos aquí, no se apure que ya iremos andando o en taxi. Que gracias.

Y salimos respirando aire libre, nos metimos en un bar y empezamos a descansar. Todo había si-

do tan raro aquel día, que un golpe más de irracionalidad no importaba. No iríamos a Padrón a dormir.

Nos quedaríamos en Fonsagrada. Nos costó encontrar alojamiento porque iban a rodar una película y

estaba todo completo. Casi creíamos que nos estaban tomando el pelo, pero resultó ser verdad. Al fin

logramos habitación en una pensión nueva y muy aseada.

Después de ducharnos, algo mejoradas, salimos a cenar. Estábamos tan deshidratadas que a pesar

del calor pedimos sopa. No teníamos mucha conversación, aquel día nos había dejado catatónicas. Marto-

na iba cojísima y estaba barajando la posibilidad de no caminar más, ningún día. Yo no quería pensar en

eso en esos momentos. Por otra parte, tenía las pantorrillas al rojo vivo y con vesiculitas de líquido que

amenazaban con reventarse y montar un cirio de mucho cuidado. Si no fuera por aquel calor... Si mirába-

mos hacia atrás, el día se nos hacía larguísimo, como si hubieran pasado muchas cosas desde que salimos

de Grandas. Mi flojera matinal. Los tojos. El alto del Acebo, solitario entre molinos. El Bar. La siesta en

el roble, rendidas por el calor. Las culebras. El mutante. Tuvimos un estremecimiento y cambiamos de

pensamiento. Volvimos a recordar a la Benefactora del Acebo. Para conciliar el sueño era mejor así.

Y nos fuimos paseando, ya con la luna en el cielo, hacia la pensión. En la calle silenciosa que

hay junto a la Iglesia sólo se oía el murmullo de una fuente. Me la quedé mirando. Un antiguo relieve de

piedra, lleno de líquenes y muy desgastado, representa a una mujer con cabellos largos, erguida y con la

luna bajo sus pies. Pensé que era un lugar especial, y caí en la cuenta: Fonsagrada. Fon-sagrada. Tenía

que ser la fuente que da nombre al pueblo, seguro. No podía ser otra. Bebí agua, a ver si quedábamos

benditas, miré por última vez a la luna creciente y subimos a acostarnos. Antes de dormirnos, Martona

pareció salir un poco del atontamiento que llevábamos encima y me preguntó dudosa:

-¿Y mañana?¿A qué hora nos levantamos?

Se hizo un silencio... Luego respondí.

-Mira, que te parece si mañana nos despertamos cuando nos de la gana, a la hora que nuestros

cuerpos digan, y ya improvisaremos.

-Pues casi que sí

-Hoy es hoy, mañana es mañana, y hoy necesitamos descansar mucho.

-Totalmente de acuerdo.

-Pues perfecto...

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9. Día Oasis

24 sep 2003

La madrugada fue fresquita y nos desperezamos ricamente, sintiéndonos bastante descansadas.

Remoloneamos en las sábanas un rato, pero el hambre nos azuzó y terminamos por levantarnos y asearnos

para salir a desayunar algo. No era tan tarde, algo antes de las 9, y aunque físicamente nos encontrábamos

mejor, seguíamos aturdidas, sin poder centrar mucho los pensamientos. Como si padeciéramos una espe-

cie de resaca extraña tras una sobredosis de intensidad. Pues llevamos días y días de contrastes fuertísi-

mos: tan pronto sufríamos un infierno como gozábamos la gloria. Tan pronto andábamos en la soledad

más absoluta como encontrábamos una compañía fugaz pero intensa e inolvidable. Tan pronto andábamos

sumergidas en las aguas y verdores asturianos como caminábamos por un horno (aunque verde, estaba

seco!) como el del día de ayer...

Yendo hacia un bar paramos un segundo en un kiosko a comprar el periódico (¡a ver si aterrizá-

bamos un poco, terapia de choque!). Me detuve a mirar las postales y vi una cosa maravillosa: unas cas-

cadas con pinta irresistible, y debajo ponía Fonsagrada. Fue como una revelación. ¡¡Cascadas!! ¡¡Aquí!!.

Por Dios, yo tenía que ir a ese sitio. Le pregunté a la dependienta donde estaban esas fuentes. No sé por-

qué usé el término fuentes, creo que estaba mentalmente empanada y pensé que aquello serían las fuentes

de algún rio. El caso es que la dependienta me dijo que estaban aquí cerquita, unas calles más allá.

-¿Si?- pregunté yo sorprendida.

-Sí, sí, junto al Banco Pastor.

-Anda, qué cerca, qué bien.

-Sí, está a nada, 5 minutos.

-Pues ni nos hemos fijado al venir, qué tontas.

Imaginad cuál sería nuestro estado mental que tanto Martona como yo creímos posible que esas

cascadas estuvieran junto al Banco Pastor y no las habíamos visto, habiendo pasado por allí. Yo intenté

atar cabos mentales y pensé algo decepcionada: será un parque con cascadas artificiales. Le dije a Marto-

na que podíamos ir luego allí a refrescarnos un rato, y ella estuvo de acuerdo. Primero iríamos a desayu-

nar y luego daríamos una vuelta por el pueblo a ver el parque ese.

Mientras desayunábamos salió el tema aparcado. ¿Qué hacemos hoy? Bueno, Martona no quería

andar más. Estaba muy preocupada por su rodilla, que cada día le dolía más. Sentía que la estaba forzando

y tenía miedo de desgastarse el cartílago y quedarse mal para siempre. Además, ella practica deporte con

asiduidad, es su válvula de escape, no sabe vivir sin él...no quería de ningún modo quedarse lesionada

sólo por "quedar bien" en el Camino. No necesitaba hacerse la heroína ante nadie. Yo la entendía, y me

parecía sensato que no caminara más. De hecho, bastante había aguantado, pues le empezó a doler el

segundo día. También pensaba que es irónico: cuántas veces la gente deportista es la que más lesionada

está. Y yo, que lo único que hago es andar cuando me apetece, lo más que tenía era una alergia y una

mordedura de perro (...). La alergia, a pesar de estar casi en sangre viva, sabía que en cuanto parara unos

días bajaría, y en un mes o dos como máximo terminarían por desaparecer las manchas rojizas. Otros años

había sido así.

Lo que me comía el coco es qué iba a hacer yo. Martona había sido una compañía inmejorable, y

mi Camino de este año estaba ligado al suyo desde el día que decidimos compartirlo. Cuando caminas

durante días con otra persona (y más si hay amistad larga y previa) se produce una especie de ósmosis

entre las dos personas. Una mezcla tal que una da a la otra aspectos que le faltan, y viceversa, y se forma

una especie de conjunto irrepetible. Era consciente de que muchas de las cosas que había vivido en este

Camino se las debía a ella. Así que no me parecía muy justo dejarla de lado ahora...

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Me daba cuenta de que si yo decidía seguir caminando sola, y ella empezaba a coger autobuses,

seguramente se agobiaría. Aun faltaban unas cuantas etapas para Santiago y separarnos de ese modo im-

plicaba que, mientras yo andaba de aventurera por los caminos, ella estaría esperando autobuses, o dor-

mitando en los albergues (¡tan solitarios!), esperando que llegara yo a vete saber qué horas de la tarde. Me

sentía comprometida: ella no hubiera venido al Camino sola, vino porque yo la animé, porque iba yo. En

ese aspecto somos muy diferentes. Para mí, era el primer Camino acompañada. Para ella, el primer Ca-

mino (y vacaciones) que hacía "solo" con "UNA" persona (pues suele ir con su panda de amistades).

¿Hasta qué punto mi deseo de seguir andando prevalecía sobre mi deseo de no estropearle el final de

nuestros días juntas?

Por supuesto ella decía que no le importaba, que si yo decidía andar, no pasaba nada. Pero yo

sabía (son muchos años de amistad y ya la conozco) que no era realista consigo misma. Eso lo decía por

generosidad hacia mí. Pero por supuesto que cambiaría todo. Por supuesto que no sería lo mismo, sobre

todo para ella. Yo iría sola una vez más (nada nuevo), pero ella...

Por otra parte yo estaba agobiada por el calor (era el elemento principal que contribuía a mi can-

sancio), y la alergia rayaba peligrosamente el límite de hacerse llaga. Me convenía descansar a mí tam-

bién. Pero yo tenía más libertad de fechas. Como estaba en paro, qué más me daba tardar una semana más

o menos. De haber ido sola, tal vez hubiera decidido alternar un día de descanso con uno de caminata, no

sé. Y otro tema: ¿hasta cuándo duraría la ola de calor?. La prensa daba malas noticias: ¡por lo menos

hasta el 15 de agosto!. No cabía esperar alivio por ese lado...

Desayunamos en silencio mientras nos pasaban estas cosas por la cabeza, cada una sopesando lo

suyo. Yo me decía a mí misma: "piensa, piensa, piensa, busca un apaño que no sea ni un sacrificio ni un

irse a lo fácil". Lo fácil era pillar un bus y llegar a Santiago y ya está. ¡Eso si que no!. El sacrificio era

separarnos las dos e ir haciendo el camino cada una por su lado. Tampoco me convencía. Le dije que lo

estaba pensando, que estaba trabajando en mi decisión, y salimos a dar el paseo por el pueblo. Ella se

informó de los horarios de los buses hacia Cadavo porque ya daba por sentado que al menos ella lo coger-

ía. Salían a las dos del mediodía pasadas, había tiempo de sobra.

Fuimos hacia el famoso Banco Pastor buscando "las Fuentes". Y al llegar allí nos dio un ataque

de risa. Allí lo que había, justo enfrente, era la fuentecita antigua que daba nombre a Fonsagrada. La

kioskera debió entender que preguntábamos por ella... ¡no por aquellas cascadas!. Que, evidentemente, no

estaban en el pueblo. Pero bueno, ¿tan surrealista nos parecía todo que ya tomábamos como normal que

pudiera haber cascadas enormes junto a un banco, en medio del pueblo?. Pues sí, nos lo habíamos traga-

do, cualquier cosa nos parecía posible en aquel Camino.

Yo me obsesioné con las cascadas. Con el calor que hacía y nuestro cansancio a cuestas la solu-

ción era evidente y brillaba por sí misma ante mis ojos: íbamos a ir a las cascadas esas, a relajarnos y

descansar y luego, las dos juntas, cogeríamos un bus hacia Cadavo. Ese día seria un paréntesis. Mañana

ya veríamos. Le pregunté a Martona qué le parecía la idea. Lo de ir a las cascadas le apetecía, pero no

veía nada claro cómo íbamos a llegar hasta allí. Preguntamos a la kioskera de nuevo, que se rió al descu-

brir nuestra confusión. Debió de pensar: vaya par de peregrinas zumbadas. Nos dijo que estaban a unos 5

km del pueblo, pero que se llegaba bien por carretera. Luego había 20 minutos de sendero. Dimos unas

cuantas vueltas por el pueblo mientras pensábamos qué hacer. Nos compramos unos deliciosos pastelitos

de coco para pensar mejor, en una pastelería artesana. 5 km por asfalto, al sol, y cuesta abajo, no nos

apetecían nada de nada a ninguna de las dos. Luego habría que volver...nos íbamos a cansar por el camino

lo que descansáramos en la famosa cascada. Se nos ocurrió...ir en taxi. Si, sí, tiraos de los pelos: ¡peregri-

nas cogiendo un taxi para 5 míseros km, a esas alturas!. Pero es que si uno decide descansar ya no hay

modo de mentalizarse de otra cosa diferente. Pero ¿nos llevarían los taxis hasta allí?. ¿Y cómo regresar-

íamos?. ¿Aceptarían irnos a recoger de vuelta? Decidimos nosotras mismas que sí, que sí y que SI. Tenía

que salirnos bien.

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Fuimos a la pensión, hicimos las mochilas y la hostelera fue tan amable que nos permitió guar-

darlas en el garaje de su casa hasta la hora que quisiéramos. Nos dio muchos ánimos (¡por fin una mujer

animosa!) y nos dijo que hacíamos bien en descansar, que por allí no hacía mucho había pasado una pere-

grina con ampollas brutales que llegó tal mal a Santiago por forzarse que casi se quedara coja, pues no

podía andar equilibrada. Fue un cirio de mucho cuidado, hubo que vendarle los pies, agarró tendini-

tis...ella lo sabía porque conocía a la madre, que se lamentaba de que su hija salió sana al Camino y regre-

saba hecha un desastre, y mentalmente enfebrecida con la obsesión de llegar a pie a toda costa."¡Tanto

que les cuesta aguantar privaciones en su casa y en la ciudad, tanto que se quejan por nada, y luego se van

al Camino y se revientan como si fueran masoquistas!". Sabíamos muy bien de qué hablaba la seño-

ra...Martona me decía bajito: ¿Ves, ves?. Yo no quiero acabar así. Y yo le decía: No mujer, no te preocu-

pes, vamos a terminar nuestro camino bien feliz, ya lo verás.

Al llegar a la parada de taxis no había ningún taxista a la vista. Preguntamos a unas señoras que

estaban sentadas en un portal y una de ellas, riéndose y levantándose al minuto, dijo que ella era la taxis-

ta. -Ah, perdone, es, ejem, la costumbre de ver hombres.-Sí, sí, ya lo sé. Pues me presento, me llamo

Elena y os llevo donde queráis.

La tal Elena era una supertaxista, una parlanchina nata, risueña, optimista y llena de anécdotas.

Le pareció estupendísimo que quisiéramos ir a ver las cascadas. Y le pareció perfectísimo irnos a recoger

de nuevo, a la hora que quisiéramos. Se lamentaba de que mucha gente pasaba por ahí veloz y no se que-

daban a conocer los maravillosos alrededores. Cuando nos quejamos de la ola de calor, se rió más aún:

ella estaba feliz. ¡Por fin los visitantes dirían que en Fonsagrada hacía buen tiempo!. "Porque niñas, no

podéis imaginar qué frio hace siempre aquí. Luego claro, con esa fama, nadie quiere venir."

En un plis plas nos dejó a pie de sendero. La verdad es que el paisaje era hermoso, todo laderas

empinadas y frondosas de bosque, y la cascada se veía como un hilo blanco a lo lejos. Elena la supertaxis-

ta nos dio ánimos, dijo que en menos de un cuarto de hora llegaríamos, que andando y buena suerte. Pac-

tamos su regreso sobre la una y media. No quiso cobrarnos todavía: a la vuelta. Me pareció un detalle de

extrema cortesía y confianza por su parte. No solo se fiaba de nosotras, sino que además con eso nos daba

la garantía de que al menos ella iba a regresar.

Después de caminar por monte abierto nos internamos en un bosque umbrío, y de repente llega-

mos a un pequeño claro y allí estaba...Grande, majestuosa, envolviendo de frescor ese tramo de bosque.

Llegamos a sus pies, junto a una profunda poza de agua cristalina. Yo estaba entusiasmada. ¡Qué bien se

estaba allí! ¡Pero qué bien! ¡Qué paraíso, qué oasis, que...de todo! Vi una roca grande en el margen iz-

quierdo de la poza y dije: Ahí hay una roca con mi nombre, me voy allí. Martona se sentó en otra que

tenía a su derecha. Y ahí nos pusimos como esculturas vivientes, una en cada extremo, mirando hacia la

cascada. Nos quedamos mudas y extasiadas. ¿Cuánto tiempo estuvimos allí, en silencio, sentadas, embo-

badas con el agua que caía?.¿Una hora?.

Mi piedra era muy cómoda y terminé descalzándome del todo para meter los pies en el agua.

¡Cómo se agradecía el frío!. Mis pantorrillas suspiraron aliviadas y yo sonreía de felicidad. Me quedé

mirando todo aquello. Un par de mariposas revoloteaban juntas al sol, cerca de la bruma de agua que

despedía la cascada al caer. Un trocito de arcoíris se formaba en esa neblina soleada, un poco más arriba.

Alrededor de la cascada toda la pared rocosa estaba cubierta de musgo y plantas acuáticas que destilaban

gotas y formaban hilillos plateados. Las ondas del agua en la poza se expandían constantemente y me

medio hipnotizaban.

Me distrajeron unos destellos de luz brillantísima, de colores, que parpadeaban entre el musgo

lejano de la pared rocosa. Me llamaba la atención la potencia de su luz, que contrastaba con todos los

otros brillos, y que fueran de color: un destello rojo, más abajo otro verde, y más abajo aún otro amarillo

anaranjado. Yo miraba feliz, me parecía precioso. Casi parecía que estuvieran haciéndome señales. Eran

como los destellos que se hacen con espejos en lo alto de una montaña, aunque en miniatura: ahora lo ves,

ahora no lo ves. O casi parecía morse: largo, corto, corto, largo. No sé.

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Emanaban alegría, alegría, alegría...Me descubrí a mí misma pensando en hadas. ¡Dios mío, a

qué punto estaba llegando!. Seguramente eran simples reflejos irisados del agua...pero entonces?¿porqué

solo veía tres y no trescientos mil, tantos como gotas había en el musgo acuático?. Bah, seguro que esas

gotas en concreto estaban sobre alguna hojita de color diferente, y se producía un efecto óptico. Pero

¿porqué parpadeaban tanto si no hacía viento?. Bah, seguro que era un parpadeo como el de las estrellas,

también parpadean pero no significa que haya nadie allí...Pero entonces ¿estoy queriendo decir que esas

luces no son reflejo de agua sino luz por sí misma, como estrellas en miniatura?. Realmente, el destello

era potentísimo a pesar de ser minúsculo. Bueeenooo...basta Marta, para ya de pensar y fantasear y dedí-

cate a disfrutar la visión de todo esto. Qué más da lo que sea. Y si son hadas tampoco las verás mejor por

el hecho de analizarlo. Luego cuando te vayas si quieres te acercas a ese trozo de musgo y miras, seguro

que es un destello de algún cristal. Así que dejé mi cabezota a un lado y seguí contemplando los destellos

parpadeantes y hasta les saludé -por si acaso, hay que ser educada-, embargada por la sensación de alegría

y buen humor que ese lugar contagiaba.

Luego anduve un poco más por las rocas, metiendo y sacando mis pies del agua. Me acerqué al

musgo de los destellos y evidentemente (¿pero qué esperaba?) no vi nada extraño. Pero tampoco nada que

justificara aquellas lucecitas de colores. No le di más vueltas y seguí disfrutando del lugar. Contemplé la

bóveda de hojas verdes que había sobre nuestras cabezas. Qué a gusto crecerían aquellos árboles. Qué

diferencia con los paisajes envueltos en calima de ayer, oyendo estallar de puro calor las piñas de las

coníferas, crepitando todo el bosque él solo, como si ardiera sin llamas bajo el sol implacable que caía

sobre el monte. Un contraste más en nuestro Camino, un contraste también llenito de intensidad y no

exento de maravilla.

Martona seguía al otro lado de la poza, sentada en su roca, y parecía tan perdida en no sé qué

dimensiones como yo. Me lavé la cara, me lavé los brazos (lamenté haber olvidado el bañador)...en fin.

Luego oímos llegar a un grupito de gente y aterrizamos en la realidad. Miré la hora, no nos quedaba mu-

cho tiempo. Marchamos hacia el coche relajadísimas, con la luz del agua brillando en los ojos todavía.

Antes de perder de vista aquel rincón lo despedí y me prometí regresar algún otro día con más tiempo.

Elena la supertaxista llegó puntualmente a la curva de la carretera donde la esperábamos y nos

condujo a Fonsagrada no sin desgranar otra retahíla de elogios al pueblo y sus entornos, de ánimos hacia

nosotras y de un sin fin de cosas más. Nos despedimos encantadas y felices.

El bus nos dejó en Cádavo casi a las 4 de la tarde. El sol reventaba el asfalto. Durante el trayecto

escuchamos en la radio que un paisano había muerto en Fonsagrada el día anterior, por un golpe de calor,

mientras regresaba a casa al mediodía. No nos extrañó nada. Ese día fue cuando veníamos del Acebo, y el

calor había sido inhumano. Por otra parte vimos bastantes flechas y mojones en el arcén, lo cual nos decía

que el Camino tenía bastante tramo de carretera. Era un descanso no haber andado ese día, y el goce de la

cascada nos compensaba con creces habernos perdido un tramo de Camino.

No tuvimos ningún problema para estar en el albergue de Cadavo. Al contrario de lo que he visto

en el relato de Gema, para nosotros todos fueron amabilidad y facilidades. Fuimos a comer a última hora

a un bar restaurante que hay junto a la gasolinera, pensando que igual no nos servirían. Pero no. El trato

fue muy bueno, y la comida estaba buenísima, las raciones eran generosas y además era barato (menú a 7

euros). ¡Hasta el flan era casero!. Es que yo tengo debilidad por los flanes ja ja.

Pero bueno- dirán algunos- vaya vidorra se pegan esas dos peregrinas. Se levantan tarde, se van a

una cascada, cogen el bus, van al albergue igualmente (¡sin haber caminado!), se pegan un banquete...y

ahora ¿qué, la siesta?.¡Por supuesto, la siesta!. No se podía hacer otra cosa, además.

El albergue seguía totalmente vacío y nuestras pisadas hacían eco por sus enormes pasillos y sa-

las. Descansamos y a media tarde fuimos al centro de salud. Martona para su rodilla y yo para que me

miraran las pantorrillas y me dieran algo diferente. El médico no nos dio ninguna panacea. Lo mío, como

yo imaginaba, dijo que no se sabía de qué podía ser, y me recetó más de lo mismo: la crema con cortico-

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esteroides que me estaba poniendo ya, y , eso sí, unas pastillas de antihistamínicos porque "mujer, eso

está muy mal. Y si ves que no se te pasa, te receto unos inyectables". Lo de Martona, lo mismo: anti in-

flamatorios y descanso. O sea: estábamos igual. Y la verdad, yo no quise tomarme pastillas ni inyectarme

nada. Iba a ser peor el remedio que la enfermedad. Con lo flipada que ya estaba, ¡solo me faltaba tomar-

me antihistamínicos!. A ese paso vería al mismísimo San Miguel Arcángel azul llameante, descendiendo

de los cielos mientras blandía su espada para apartar...los perros de mi camino??. Hum, bien pensado

igual no era mala solución...

De repente llegó un grupo de unos siete u ocho peregrinos. Fue asombroso, porque no habíamos

visto a ninguno de ellos ningún día anterior. Bueno, miento: había un matrimonio de alemanes que hab-

íamos visto en Oviedo, pero los habíamos dejado atrás y no los habíamos vuelto a ver. Y el resto ¿de

dónde habían salido? La historia que nos contaron nos dejó de piedra. Resulta que en teoría ese día les

tocaba dormir en Padrón (por eso no habíamos coincidido, pues iban un día por detrás nuestro). Pero ¡oh

sorpresa!. El cura había cerrado el albergue, les dijo que estaba cerrado por las fiestas (que en efecto em-

pezaban ese día) y los mandó ¡¡en taxi!! A Cadavo. Increíble. ¿Les hizo comerse una etapa solo por no

alojarlos en el albergue?. No lo podíamos creer. La verdad, ellos tampoco entendían nada, pero no tuvie-

ron más remedio que compartir taxi. En Fonsagrada todo estaba completo y tampoco encontraron allí

alojamiento. Eso no nos extrañó pues el día anterior ya habíamos tenido problemas Martona y yo para

lograr una simple cama. Pero ¡que no les hubieran dejado dormir en el albergue! El encargado del alber-

gue chasqueó la lengua al oír aquello e hizo un comentario por lo bajinis aludiendo a las manías de aquel

cura, que él conocía bien (vino a decir que a lo mejor simplemente no le dio la gana acogerlos en el alber-

gue, no le entrarían por buen ojo y ya está). No sé cuánta razón tendría, mucha o poca o ninguna. Pero

Martona y yo no pudimos evitar mirarnos y decirnos con la vista: "ya nos pareció un poco raro ese cura".

Tal vez esto sea una apreciación injusta, parcial y subjetiva, pero así fue y así lo cuento.

La verdad es que era de chiste: había unas diez personas en ese albergue y ninguna había cami-

nado la etapa. Nosotras, la verdad, no estábamos en absoluto arrepentidas de haber dormido en Fonsagra-

da y haber descansado ese día. Estábamos de mejor humor, habíamos disfrutado mucho, y Martona estaba

animada para andar el día siguiente hasta Lugo...¡algo es algo!. Una de cal y una de arena, y ya iríamos

viendo.

Al atardecer nos fuimos a la parcela de césped que queda a la sombra del albergue. Subía de la

hierba un frescor exquisito, y yo puse mis piernas allí a refrescar. Ese día la hinchazón bajó bastante, con

tanta cura de agua y hierba fresca. Martona escribía su diario de viaje, yo andaba hojeando un librito que

me había comprado en Asturias. Esa noche cenamos más acompañadas, en la fastuosa cocina del alber-

gue, y tuvimos una dosis de inmersión peregrina. Con tanta soledad se me hacía hasta raro ver a otros

peregrinos y resultaba agradable. ¡Qué diferencia con el Camino Francés, tan apretado!

Antes de acostarme salí descalza de nuevo al césped, del cual me había enamorado, y pasé un ra-

to mirando la luna, ya bastante crecida. Se respiraba calma y frescor en ese rincón, se estaba muy bien y

la visión de todo tenía mucho encanto con la blanca luz lunar.

Cuando la luz de la luna da en el césped, no sé qué me recuerda... Me recuerda la voz de la cria-

da vieja contándome cuentos de hadas. Y de cómo Nuestra Señora vestida de mendiga andaba de noche

por los caminos socorriendo a niños maltratados... Si ya no puedo creer que eso sea verdad, ¿para qué da

en la hierba la luz de la luna? Decía Pessoa. Y yo lo suscribía esa noche, rememorando ese día luminoso,

fresco y aguado como una bendición. Y todos los anteriores días, con sus luces y sus sombras, no dejaban

de tener un eco de sorpresa, casualidades benditas, y , en definitiva, sabor. Gracias.

Mientras entraba en el sueño, con todos los ventanales del albergue abiertos de par en par para

que corriera el fresco, oí cantar a un búho largo rato. Hacía tantos años que no oía a un auténtico búho

real que me dormí sonriendo, envuelta en la última bendición del día.

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10. Cojos, infinitudes y finales

2 oct 2003

El resto de peregrinos dormían a pierna suelta cuando salimos por la puerta del albergue. Clarea-

ba. Se estaba bien, hacía un poco de fresco y una ligera neblina flotaba sobre el campo.

Toda la noche había estado soñando que parlamentaba con un perrazo negro, cual Anubis impre-

sionante. El tal perro se disculpaba por la mordida de su congénere, decía que no calculó bien su fuerza, y

que lo sentía. Pues a buenas horas, pa otra vez calculas mejor- decía yo- Habráse visto...¿qué quería,

darme un cachete en el culo y se le escapó la dentellada?. ¡No fastidies!. Pero bueno, el caso es que nos

reconciliábamos y luego todo eran arrumacos. Me desperté pletórica: ¡sin duda ya no volvería a sufrir con

los perros!. ¡Aquello era una señal! JUA JUA JUA. Aún me rio hoy. A menos de una hora de Cadavo

llegamos a unas casas y empezamos a oír uno, dos, tres...¡decenas! de perros. No exagero. Una jauría

infernal ladraba con furia oliendo nuestra llegada. Se me erizaron los pelos de la nuca al oír aquel concier-

to. Pero cuando llegaron corriendo tres pastores alemanes, sueltos y ladrando, y cerraron el camino a unos

metros de nosotras, me convertí en la mujer de piedra.

Pánico, pánico total, me quedé clavada en el sitio. Ante la preocupada cara de Martona (que

también se asustó, pero no estaba al loro de mis paranoias oníricas de esa noche)empecé a despotricar: -

Pero buenoooo, ¡¡esto es una tomadura de pelo!! ¿no se suponía que ya estaba? ¿Que los perros no me

iban a molestar más??¡¡No se vale, así no juego, leches!! -Venga, no te pares que es peor, sigamos- decía

ella muy animosa, aunque le temblaba la voz.

-No... no puedo- yo estaba paralizada, el bordón se me resbalaba de pánico, me temblaban las

rodillas y jadeaba.

-Si que puedes...

-......- Yo ni respondía

-No tenemos otra opción, no hay atajos, tenemos que pasar por ahí.

-Ya lo sé...

-Venga, verás que no pasa nada – Ay, qué persuasiva y qué paciente fue conmigo.

-Espera...

- Venga, respira...

- Un ...un ... segundo ....voy a tomar aire...

Tomé aire, casi estaba llorando de rabia (¿por qué no podía controlar ese pánico tonto? ¿Iba a

quedarme así para siempre, agilipollada antes cualquier perro?). Despacio pero sin pararnos, agarrando el

bordón y sin dejar de vigilar a los tres perros por el rabillo del ojo, cruzamos la barrera canina. Al final

resultó mucho más fácil de lo esperado: se apartaron enseguida y no nos siguieron, lo cual era un alivio.

Eso sí, la jauría de perros que (afortunadamente) estaba encerrada, seguía ladrando como si fuera el fin

del mundo.

Cuando dejamos atrás aquel feroz lugar, sentí un gran alivio. ¡Había logrado cruzar la barrera de

tres perros!. No había pasado nada. Había conseguido des-paralizarme...Supe que a partir de ese momento

todo iría a menos, y que algún día dejaría atrás ese trauma. Curiosamente no volvimos a encontrarnos con

ni un solo perro hostil en el camino. Desde ese momento, todos parecían simples perros de pueblo, move-

dores de cola y juguetones o pasotas, pero nunca más vimos esas bestias enfurecidas. O mi visión había

cambiado, o los perros habían cambiado. O ambas cosas, porque suelen ir juntas de la mano.

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Ese día fue tan fácil... al lado de todo lo caminado por Asturias, ese camino llaneante, cruzando

aldeas, rodeando árboles y prados, planito, bien indicado... parecía casi de parque recreativo comparado

con los caminos que habíamos dejado atrás. Sólo el calor, que empezó a apretar a las 11 de la mañana, y

una bruma con olor a humo y a bosque quemado que nos acompañó durante casi una hora, ensombrecie-

ron un poco esa etapa. Todo era tan fácil que me detuve a sacar fotos a libélulas azules (de un añil metali-

zado precioso), a un roble triple y gigantesco que crecía en una encrucijada, a las moras que nos comía-

mos, a los espantapájaros...

Y de todos modos, para no faltar a lo acostumbrado, llegamos a Lugo casi a las 3 del mediodía,

requemadas casi más por calor que por el sol, como si hubiéramos estado dentro de un horno secadero.

Lugo estaba medio desierta. Era un sábado de agosto y la mayoría de las tiendas y bares estaban

cerrados. Daba la impresión de ser una ciudad medio fantasma. En el albergue se estaba bien (¿cómo no

estar bien dónde estás a la sombra y tienes cama y ducha?), pero el ambientillo no era muy peregrino.

Había por ahí un grupo grande del tipo "con coches de apoyo". Se ve que empezaban allí, porque no los

habíamos visto en Cadavo. Andaban vestiditos en plan figurín-todo-aventura, enarbolaban secadores de

pelo, gomina y móviles encendidos y metían todo el follón que querían y más. Ay, el Camino en Galicia,

siempre así.

Comimos en el Café Central de la plaza. Muy agradecidas porque quisieron prepararnos un plato

combinado a pesar de ser pasadas las 4 de la tarde. No saben los camareros cuánto se agradecen esos

detalles cuando una es peregrina y llega muerta de hambre.

Por la tarde, de turistas, callejeamos por todo Lugo. Entramos en la Catedral. Mientras contem-

plaba la Virgen de los Ojos Grandes, Martona me hizo notar la cantidad de cojos, jorobados y gente lige-

ramente contrahecha que había en el recinto. Me dijo en un susurro:

-Oye... es raro ver tantos lisiados juntos. ¿No será que se trata de una excursión organizada de

alguna institución?. -Humm ¿tú crees? . No parecen conocerse entre ellos.

-¡Pero es que la proporción es casi de dos de cada cinco!

En ese momento pasó junto a nosotras una devota que tenía media cara deformada hacia abajo,

como si la carne se le hubiera escurrido, ojo incluido, al nacer. Me fijé mejor en lo que parecía ser una

paranoia de Martona, y vi que efectivamente había mucha gente con problemas físicos. Pensé que sim-

plemente sería coincidencia y devoción. Tal vez había alguna misa especial, o se trataba de algún acto...

Lo que me produjo escalofríos, sin embargo, fueron algunas personas (también muy abundantes) de pali-

dez cerúlea y delgadez extrema, que, con expresión afligida y aire de implacable severidad y correctísimo

gesto, daban al lugar un aire algo siniestro. No me hubiera extrañado encontrar por ahí una réplica del

gravísimo hermano Malaquías, el bibliotecario del “Nombre de la Rosa”, dispuesto a reñirnos si osába-

mos con sonreír por algo. Con lo hermosa que era la catedral, y tan oprimido que nos parecía el aire ahí

dentro. Fui a una mesita atendida por dos señoras, donde repartían postales de la Virgen de los Ojos

Grandes a cambio de un donativo. Cogí una y me regalaron un rosario de plástico fluorescente. Martona

me miró con horror: ¿un rosario fluorescente? ¡Eso si que parecía un artículo de Halloween!. ¡Qué grima!

¿No me parecía terrorífico ver brillando por la noche una hilera de pálidas y verdosas bolitas? Jesús, mi

amiga también tenía sus manías y yo lo estaba descubriendo. La verdad es que ese rosario era muy feo,

pero me lo habían regalado con buena intención y no se lo iba a devolver a esas señoras para desilusionar-

las, con lo contentas que se pusieron cuando lo acepté.

Al salir a la luz del día respiramos, y pareció que salíamos del túnel del tiempo. Aún habíamos

visto mujeres con mantilla ahí dentro. Por las calles descubrimos que los cojos estaban por todas partes.

Martona empezó a decir que era una señal para ella, que tenía que dejar de andar. Lo cierto es que real-

mente cada día iba más coja, la pobre. Pero comprendí que no era ni señal ni excursión de institución ni

nada: lo que pasaba era que todo el mundo se había ido de vacaciones, Lugo estaba casi desierta, y estaba

claro quiénes no se habían podido marchar, ya fuera por pobreza, soledad o por falta de comodidades en

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el viaje: los lisiados. Qué vergüenza, nosotras haciendo cábalas bobas y ellos sobrellevando como podían

el caluroso y solitario verano.

Mientras tomábamos algo en la plaza yo andaba tristona por dentro y lo disimulaba. Finalmente

habíamos pactado no caminar más. Martona lo había decidido definitivamente, y la verdad es que era lo

más sensato que podía hacer. Desde allí a Santiago faltaban aún cuatro etapas, y además la que nos tocaba

al día siguiente, Lugo-Friol, no sabíamos muy bien con qué nos íbamos a encontrar, ¿tal vez todo asfalto?.

Tampoco yo tenía ganas de ir por carretera todos esos kilómetros, y no habíamos encontrado a nadie que

nos indicara un camino con seguridad. Me debe pena dejar el ritmo de andar... pero por otra parte estaba

tranquila: sabía que estaba haciendo lo mejor dadas las circunstancias. Esta era la cuarta vez que me ponía

en Camino. No necesitaba demostrar a nadie ni a mí misma que podía llegar a Santiago, no tenía ningún

compromiso más que conmigo... con Martona. Pues finalmente sellamos nuestro pacto sin palabras en el

momento en que, en un día frío de invierno, decidimos peregrinar juntas. ¿Iban a pesar más mis ganas de

andar un dia mas o menos que mi intención de permanecer a su lado hasta Santiago?. Seguramente vol-

vería a andar sola muchas veces, tiempo habría de caminar en este mundo, hasta el día del juicio si se me

antojaba.

En la estación de autobuses, mientras esperábamos para informarnos sobre viajes a Sobrado, una

mujer que pasaba se dirigió a nosotras y exclamó, como alucinada: ¡¡Sois gemelas!! Martona y yo nos

quedamos de piedra y contuvimos la risa hasta que se marchó. ¿Gemelas? Pero si éramos de todo menos

parecidas. En el mismo Oviedo, un transeúnte nos saludó diciendo: ¿Qué? ¿Tarifa y Barakaldo?. Lo de

Tarifa iba por ella, bronceada y medio rubia; lo de Barakaldo por mí (siempre me preguntan si soy del

Norte). Y ahora esa señora nos decía que éramos gemelas. ¿Qué es lo que había visto para decirlo así,

llena de sorpresa?

¿Qué es la mirada entonces?.¿Qué es lo que vemos? Vemos lo que nos cuadra ver, ni más ni me-

nos. Somos hacedores de nuestro propio código para distinguir lo visible, y según este código personal

percibimos, seleccionamos, y construimos nuestra idea del paisaje y el mundo. Así mismo, seleccionamos

lo que vamos a recordar y creamos y recreamos nuestros recuerdos según lo que deseamos ver en ellos. Y

sí, también elegimos dentro de las cien posibilidades de cada momento las que nos encajan más con nues-

tro baremo, y así construimos nuestro futuro. Dándose la paradoja de que, después, a veces pretendemos

engañarnos diciendo que "solo había una opción" o "tuvo que ser así", en un intento por conservar la

tranquilidad de espíritu y sentir que hicimos lo adecuado. Porque pensar que hay tantas posibilidades,

tantos elementos posibles por ver, y por recordar, y por elegir...y tantos caminos por hacer, y tantos mo-

dos de andarlos...y tantas maneras de responder ante algo...y que lo correcto y lo incorrecto, lo mejor y lo

peor son más relativos de lo que creemos, que uno se marearía ante la infinitud de todo. Y puesto que lo

infinito nos marea, escogemos lo pequeño para aclararnos, como niños agobiados con cientos de juguetes

a nuestra disposición, que finalmente eligen uno sencillito y se van a su rincón, y se concentran en él y

olvidan el resto.

Y está bien hacer eso, creo yo, porque nos da la posibilidad de conocer mejor ese pequeño jugue-

te, y de sacarle el máximo partido. Pero a veces olvidamos. Y entonces, cuando el juguete elegido se

gasta y se rompe, como no recordamos todo el resto, toda la generosidad del universo, todas las otras

oportunidades, creemos, infelices, que todo terminó. Como lo que teníamos entre manos se estropeó, nos

sentimos defraudados y aun despotricamos como si nos hubieran estafado. Pero no, siempre hay mucho

más de algo, opciones que no conocemos porque en su día elegimos otra cosa y no les prestamos aten-

ción. Y no puede ser de otro modo, si hasta los manzanos de Asturias, en vez de producir dos o tres man-

zanas para asegurar su descendencia, producen cientos. ¿Por qué tanto derroche?. Pues porque sí. Porque

el universo es así de manirroto y se regodea en su riqueza, y la regala, y por eso nunca se agota.

Y allí estaba yo. Aterricé de todos estos pensamientos producidos por la señora que nos vio ge-

melas, y comprendí que ni siquiera la acción de dejar de andar en Lugo era mi única opción. Solo una

más entre varias, lo que pasaba es que para mí, sin duda, era la que mejor sabor de boca me dejaba por

dentro una vez conjugados todos los factores. Y ¿qué nos traería esa decisión? ¿Me arrepentiría de ello?.

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No había ningún modo de irse al futuro, probar otra y regresar para contrastar. Pero por dentro sabía que

todo estaba bien, seguro que no iba a tener que lamentarlo.

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11. Sobrado: donde hasta las plantas adoran a Dios.

3 oct 2003

Llegamos a Sobrado por la mañana, cruzando bellos paisajes que me pusieron los dientes largos:

un día volvería allí, pero caminando. Por lo demás nuestros deseos se cumplieron: por fin hacía fresco y

el sol andaba por detrás de una niebla alta cuando llegamos al Monasterio. No imaginaba un lugar tan

imponente y entendí su fama.

El edificio de la Iglesia era como una escultura ascendente de piedra, tan recubierta por líquenes

de colores que parecía montaña viva más que estructura inerte. En los salientes adornados y esculpidos,

en las molduras y los recovecos de la piedra-montaña, anidaban cientos de estorninos que piaban todos a

la vez acentuando la sensación de estar ante un edificio uno-con la naturaleza.

No tuvimos ningún problema para alojarnos en el albergue, un lugar que además nos pareció

acogedor y lleno de encanto. Nada que ver con ningún otro albergue de ese Camino. Ni era un lugar de-

sangelado como los solitarios edificios reciclados de Asturias, ni era una nave todo-lujo high-tech al estilo

oficial. Allí se notaba un espíritu diferente...

De visita por el recinto aún nos enamoramos más del lugar. Además, una paz real, una especie de

descanso interior total nos embargada caminando entre aquellas paredes. Es de las pocas veces que he

sentido sin ninguna duda que estábamos en casa sagrada, en un recinto lleno de algo más que piedras y

gente.

Los dos claustros me encantaron. Si hay una parte favorita de los monasterios, de los cuales soy

una fan total, son los claustros. Considero que es gloriosa la idea de crear un recinto interior abierto a la

luz y al sol, pero resguardado, con su parcela verde, con sus árboles y su fuente o pozo. Este tipo de cons-

trucción se dio en las casa típicas de muchas zonas del mundo (y en España también), pero por falta de

espacio, de dinero o de inspiración (pues a veces todo surge de pensar cuadrado, copiando sin más lo

corriente), el caso es que se han ido perdiendo en muchísimos lugares. Sólo se conservan las antiguas,

como vestigios artísticos, sobretodo en el Sur. De ser millonaria, yo no me lo pensaría dos veces: me haría

una casa de campo con mini claustro interior ajardinado, árbol y fuente o pozo. El claustro se me antoja

una ventana a los cielos y a la tierra, pero una ventana íntima, protegida de los embates del mundo exte-

rior. Una ventana de uno mismo hacia el universo, pero también de los propios, nuestra pequeña comuni-

dad que nos acompaña: ya sea la familia que creamos, una comunidad religiosa, amigos... Un claustro

para mi sola se me antojaría mirarme el ombligo. Un claustro pide comunidad. Yo creo que los monaste-

rios sin claustro no hubieran durado lo mismo. Seguro que sin ese hueco, ese espacio de aire dentro del

edificio, los ánimos hubieran sido muy distintos. Eso, sin contar con la sanación añadida que dan los

arcos y los capiteles esculpidos (algunos claustros son verdaderas obras de arte), que diría que actúan

como armonizadores visuales, todo eso relaja sólo de verlo.

La iglesia de Sobrado es otro edificio enorme que impresiona al entrar. Está totalmente despoja-

da de mobiliario o decoraciones, excepto los bancos. De hecho, creo que no se usa apenas. Debe de ser un

lugar helado en invierno, a juzgar por la humedad y el fresco que hacía en pleno agosto. Cuando nosotras

entramos allí, la luz de la mañana, neblinosa y tenue, entraba por la ventana que está tras el altar mayor.

Sin otra iluminación, la atmósfera que se creaba en la iglesia era especialísima. ¿Y esas paredes comple-

tamente verdes por la humedad?. Los adornos esculpidos en la piedra eran casi todos motivos vegetales y

de la naturaleza. Me llamó la atención la cantidad de "hombres verdes" que había en los capiteles más

altos, pegados en la base de las bóvedas. Aquello estaba lleno de caras hechas de hojas y frutas. También

repleto de vegetales, en un lateral de la iglesia, un gigantesco relieve en piedra representaba un Edén

exuberante con Adán y Eva junto al árbol. Pensé que todo allí era usión a lo vegetal. Incluso en la peque-

ña bóveda retorcida y alucinante que da paso a la sacristía, todo el techo estaba decorado con platos de

frutas y verduras, y algún animalito servido en bandeja. Curiosa decoración para una iglesia. ¿Sería la

decoración original? Me importaba poco, porque me encantaba de todos modos. Ni una sola escultura

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humana había en la nave central, salvo Adán y Eva. Un símbolo de lo que es estar en el Paraíso: la ar-

monía completa con todo lo creado, el entendimiento con la naturaleza, el diálogo con plantas, animales y

con Dios, que se pasea entre los árboles a la hora de la brisa.

Si miraba en global todo cuanto veían mis ojos, lo que percibía eran formas de piedra verde que

subían hacia lo alto como si fueran masas vegetales, puro musgo. La piedra parecía respirar a través de lo

verde y desde luego no era una piedra estática, sino que, en esa mezcla tan íntima con lo vegetal, parecía

también una roca viva, de montaña, esculpida en forma de templo. Fui a una capilla que hay en el lado

izquierdo del altar y no pude menos que reírme: en la ventana del fondo, ramas de hiedra que crecían por

fuera de la iglesia ascendían por el cristal hacia lo alto. Yo las veía a contraluz y me pareció un efecto

precioso, un adorno vegetal muy de acuerdo con el todo del lugar, y pensé: También las plantas adoran al

creador, y en este lugar se recrean especialmente en demostrarlo.

Estuve un rato sentada a solas en un banco de la iglesia, disfrutando de la sensación de exquisita

paz que se notaba en ese lugar. Ahora entendía por qué nadie me había hablado mal de Sobrado (salvo

alusiones al frío, que sin embargo en esa ocasión era un regalo). Recordé a Jesús Jato, quien hacía un par

de veranos me había dicho, en una de sus exposiciones entusiastas y pasionales, que en Sobrado había un

campo de energía fuertísima y uno salía de ahí transformado. También el peregrino escritor que había

conocido días atrás me había alabado Sobrado. En su caso, lo que le gustaba era la construcción, la belle-

za, aunque -eso sí- sobretodo cierta atmósfera que hay ahí, y que él atribuía al aspecto viejo de las pie-

dras. Un hospitalero que conocí en el “Ave Fenix” también me había recomendado ir a Sobrado. El iba de

vez en cuando a la hospedería. Para él, el asunto estaba en que el jardín era una delicia. En fin, que cada

cual lo interpretaba a su modo y veía detalles diferentes, pero a mí ya no me cabía duda que allí aleteaba

el Espíritu, porque lo sentía.

El jardín en efecto era un trocito de paraíso. Cuando llegamos a él el sol lucía en lo alto, pero sin

calor exagerado. Perfecto. Martona se sentó a la sombra de un inmenso nogal que la sombreaba llenándo-

la de fosforescencias verdes. Yo anduve mirando árboles y plantas y me senté un rato en un banquito de

piedra semicircular sostenido por dos dragoncitos. Al poco oí a lo lejos un canto melodioso y lo seguí.

Descubrí que salía de una ventana alta del edificio. Eran los monjes que cantaban al mediodía. Justo allí

había un tejo bien cuidado y lleno de frutos rojos, y me senté en el césped, a su sombra, para escuchar los

cánticos.

Era estar en la gloria. Tenía todo cuanto deseaba: sentada en lo verde, bajo un árbol con sustan-

cia, mirando al cielo azul y al sol (pero desde la fresca sombra), y escuchando alabanzas a Dios. Porque

personalmente son los cantos que prefiero desde siempre. Pienso que aparte del lloro de quien pide lo que

necesita, lo primero y más genuino del ser humano es la risa gozosa y maravillada que se ve en los bebés.

Ríen antes de hablar, ríen antes de nada, en cuanto reconocen el mundo y lo miran asombrados por los

derroches de formas y luces con sus ojos como platos. Y eso son los cantos de alabanza: ¡ qué increíble es

todo! ¡Qué bien que estamos aquí! Y si hay divinidad, y ésta es madre y padre, ha de reírse emocionada

con nosotros: mira, mira, qué contento está, cómo disfruta con las cosas. Y entonces le da más, y la risa se

multiplica. Reír por reír, maravilla por maravilla. Es cuando perdemos esa risa genuina e interior que

todo se nos vuelve pesado, gris...

Bueno, los cantos de los monjes, el tejo y todo junto me estaban llevando a otra onda. O tal vez

era todo el Camino en sí, que desde el segundo o tercer día entramos en no sé qué estado y cada día que

pasaba se acentuaba más...

Por la tarde asistimos a vísperas. Los monjes invitaban a los peregrinos a acompañarles. Y fue

otra gozada. No sólo cantaban con ganas y sentimiento, sino que además leían textos de una poesía abru-

madora. O tal vez era yo que a esas alturas del día y del camino estaba hipersensibilizada. Empezaron

leyendo un texto que no sé repetir, que venía a decir que a la caída de la tarde se dirigían hacia Dios, con

el sol que se ponía, los pájaros que cantaban, etc. Muy integrado todo con la naturaleza, muy sencillo y

lleno de fuerza.

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La idea de recogerse a la caída de la tarde, siguiendo el ritmo de la naturaleza, me trajo al re-

cuerdo a mi abuelito leonés, que anda por el Otro Mundo. Era un maestro de escuela de pueblo, y le en-

cantaba la poesía. Como no tenía tiempo más que para dar clases y/o trabajar en el campo duramente

(¡cómo recuerdo sus manos agrietadas y su andar con las galochas puestas!), integraba la poesía en los

actos cotidianos. Era capaz de hacer que los nietos nos laváramos la cara por las mañanas en el cubo de

agua que dejaba reposando junto al pozo, pues decía que , ya que las estrellas se habían mirado en él, esa

era agua de las estrellas, y brillaríamos como ellas. ¡Y cómo no, era verdad! Y al atardecer nos hablaba

del lucero del pastor, que justamente luce como señal para que el pastor recoja sus ovejas y marche a

casa, y así lograba hacernos entrar en la casa. Ya en casa decía que era la hora de acordarse de los vivos y

los muertos, y la hora de estar con la familia y recoger todo hacia dentro.

Y esos monjes estaban haciendo lo mismo: miraban el rostro de la naturaleza y se recogían hacia

adentro alabándolo todo. Había un monje que estaba en el fondo de la sala y controlaba desde el panel de

luces la iluminación, adaptándola al espíritu de cada momento. Lo bauticé como "el hermano Lucero".

Después de una lectura, cuando dejaban un espacio de silencio, las apagaba. Entonces solo quedaba la

hermosa luz de unas velas de aceite, mechas encendidas en preciosas redomas de vidrio transparente. Uno

de los monjes hizo una reflexión en voz alta sobre el vivir. Estar vivos es estar atentos y conscientes,

injertados en el aquí y ahora, y no dormidos, atascados por rutinas y resabiados. Luego hizo un recuerdo

de todos los seres queridos que habían cruzado al Otro Lado y ya no estaban físicamente con nosotros. Y

me acordé una vez más de mis abuelos, pero también de otras personas que quiero y están lejos. Martona

recordaba, estoy segura, especialmente a su padre, y le brillaban los ojos como a mí aunque su expresión

no era triste.

Entre silencios, cantos y poesía pasó una hora completa. Algunos peregrinos rebullían en las si-

llas y cuchicheaban preguntándose cuándo terminaría aquello. Creo que habían esperado un acto corto,

unos cuantos cantos y nada más, y no toda esa ceremonia pausada y cuidada al milímetro que estaban

viendo. Por mi parte me encantó. Hacía años y años que no estaba en presencia de algo así. Para terminar

cantaron a María una canción que jamás había oído, con una letra preciosa y (otra vez) pura poesía. Nada

empalagoso y vacío. No eran palabras por palabras, sino que estaba cargada de simbolismo e intención.

Era una alabanza a una mujer excepcional, y me he arrepentido varias veces de que, atontada de mí, no se

me ocurrió pedirles la letra para llevármela.

Junto a la puerta de entrada a la sala había, en una discreta hornacina, una pequeña imagen de

María. Una esculturita en piedra (no sé si auténticamente antigua pero lo parecía) de estilo románico. Una

María amamantando al Niño. Me gustó mucho y le saqué una foto.

Abajo, nos fuimos de nuevo a pasear por el claustro que quedaba abierto (el monasterio cerraba

sus puertas) y comentamos nuestras impresiones del día. Era nuestro último día en el Camino y aquello

había sido el broche perfecto. Para ambas había representado algo muy especial. Le daba a nuestro Cami-

no un acento que aún le faltaba: compartir con otras personas una alabanza, un recuerdo de lo divino.

Porque aunque ninguna de las dos somos católicas de credo, ni de ninguna otra institución, sí reconoce-

mos la trascendencia de todo, y nos sabemos mucho más que un trocito de carne que nota cosas. Y siem-

pre es una gozada encontrar quien comparte contigo lo mismo, provenga de donde provenga. Gente como

esos monjes que, aunque vivan en una orden determinada y diferente, saben ir al núcleo de las cosas y

abren su casa a peregrinos tan variopintos, invitando simplemente a enlazar las manos y cantar agrade-

ciendo. Mil agradecimientos a los monjes de Sobrado por su gesto, su acogimiento y sus bellas palabras y

canciones. Y como se supone que bendecir es bien-decir de alguien, benditos quedan por mi parte con

estas palabras.

Y luego le conté a Martona mi impresión de cuánto vegetal adorador de Dios había en aquel lu-

gar, desde los jardines hasta el musgo de las piedras. Y mientras ella me escuchaba, miré hacia el césped

del claustro que pisábamos, y me reí alborozada. Justo frente a mí, sin comerlo ni beberlo, acaba de ver

un bonito trébol de ¡cinco hojas!. ¡Qué rareza!. Nunca había visto ninguno ni de cuatro, creía que eran

cuentos o trucos artificiales hechos con hojas pegadas, y ahora encontraba uno de cinco, sin buscar, ante

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mis pies. Lo cogí y decidí guardarlo como recuerdo de aquel sitio. Puestos a buscar señales, para mí el

mensaje estaba claro: en efecto, los vegetales adoraban a Dios también, y en ese sitio se esmeraban espe-

cialmente, hasta el punto de crecer tréboles de cinco hojas. Como un guiño, el trebolito me decía: Que si,

Marta, que sí.

Antes de acostarnos salimos al jardín empapado de niebla nocturna pero sutil. La luna relucía a

través de ella, cada día más grande. Me despedí del Camino y escuché, una vez más, a solas junto al tejo,

los cánticos de los monjes antes de acostarse. Otro día terminaba, envuelto en bendiciones.

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12. ¡Santiago!

5 oct 2003

A pesar de que esta vez no llegamos andando, la emoción de ver a Santiago a lo lejos me volvió

a embargar. Como siempre, se respiraba frenesí en sus calles repletas de peregrinos (¡mes de agosto!) y

turistas. Pero por debajo del bullicio hay algo que no se percibe en otros lugares: alegría. Ves a tanta

gente abrazándose, riéndose, peregrinos en éxtasis, peregrinos llorosos, peregrinos cojos pero contentos.…

Como nosotras habíamos resumido las últimas 4 etapas en dos, nos sobraban días, así que deci-

dimos aparcar en un hostalito y quedarnos un par de días. Así disfrutaríamos de Santiago tranquilamente

y nos prepararíamos psicológicamente para el retorno a la gran ciudad. Que la verdad, se nos antojaba

algo lejanísimo y extrañísimo, como si en apenas 15 días nos hubieran dado la vuelta del revés. Martona

había hablado con su jefe unos días antes y me había comentado que casi no sabía de qué le hablaba el

buen hombre. Para ella todo aquello le quedaba lejos y le sonaba a chino, tan inmersa estaba en el ser y

hacer del Camino. Así que nada, ya que podíamos, haríamos el retorno despacito, aunque (AYY) no sin

pena.

Y resultó, por aquellas casuales casualidades, que me mandó un mensaje al móvil mi primo Luis.

Al parecer llegaría al día siguiente a Santiago. Venía de chuparse todo el camino francés en bici en com-

pañía de su hermano. Y estaba emocionadísimo. Y, lo mejor: que no hacía falta que durmiéramos por ahí,

que él tenía (otro milagro Santiaguero) las llaves de una buhardilla en la Rua Nova, donde podíamos estar

unos días con ellos. ¡Pues qué bien! Mira por donde, el hecho de haber llegado unos días antes de hora

nos consolaba con un regalito.

Andando por la calle nos encontramos, ¡sorpresa!, con el vasco feliz. Fue una alegría. Teníamos

curiosidad mutua por saber lo que había sido de nuestros caminos. Nos contó que terminó peleándose con

el pobre estresado, que en Padrón lo había mandado a paseo porque realmente no encajaban ni con cola y

aquél, tan perfeccionista y puntilloso, lo amargaba. Se reconciliaron como pudieron, pero en cuanto llega-

ron al camino francés se separaron. El vasco feliz encontró su compañía idónea con unos de Gerona que

eran como él: amantes de la charla y el comer y el beber en buena compañía. Y había llegado felizmente a

Santiago. Se había acordado mucho de nosotras, dijo que se arrepintió de no haber parado en Borres aquel

día: ¡Hombre al menos con vosotras me reía, estaba distendido!. Nosotras le contamos nuestras anecdoti-

llas, hasta lo del ojo-rojo mutante, y nos reímos un buen rato. Qué bien habérnoslo encontrado.

Ese es otro atractivo de Santiago: te vas encontrando por sus calles a todos los peregrinos que

perdiste de vista días atrás. Y este fue para mí el acento de Santiago este año: Santiago como lugar de

encuentros felices y sitio donde escuchar historias. Vi un Santiago multitudinario pero constantemente

renovándose, con gente entrando y saliendo. Imaginé Santiago como esas Posadas del Fin del Mundo

adonde llegan viajeros desde todas las partes del universo, y van contando su historia, y van sucediéndose

encuentros de todo tipo, algunos discretos, otros explosivos, pero todos entre gente deseosa de escuchar y

de contar, gente deseosa de encontrarse.

Y más encuentros. Fui a un cibercafé (¡civilización!) y vi que tenía un mensaje de Jorge “pere-

grino galego” quien me decía que si quería, podíamos quedar y tomar algo. Me pareció estupendo, llamé

al número que me dejó y resultó que ¡otra casualidad! estaban en Santiago también Ignacio Francés y

Xosé Manuel. Al final, después de unas cuantas llamadas aquí y allá, quedamos todos para comer en Casa

Manolo. Xosé Manuel tuvo problemas para llegar a la comida y sólo pudimos verle más tarde. Mientras

tanto, hicimos las presentaciones, comentamos esto y lo otro y pasamos un rato de lo más agradable.

Luego llegó Xosé Manuel. Nos hizo gracia conocernos porque estuvimos a punto de vernos en Madrid, en

junio. Por un día no pude conocerle: el llegaba cuando yo ya me marchaba, así que quedó la cosa colgada.

Terminamos tomando abundantes bebidas heladas (si repito una vez más: ¡que calor!, me matareis, pero

es que Galicia era un horno) y mirando fotos. Jorge, muy amablemente, nos había traído unas cuantas de

encuentros con otros peregrinos, información sobre Galicia, etc.

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Ya eran las 7 cuando Martona y yo nos levantamos para irnos. Teníamos que recoger las mochi-

las y encontrarnos con mi primo, que, muy ilusionado, me había estado mandando mensajitos por el

móvil diciéndome, gritándome, que había llegado a Santiago, que estaba en el Obradoiro, que habían

tirado las bicis y se habían tumbado en el suelo y que estaba a punto de desmayarse de alegría. Es que mi

primo es muy vital, y era la primera vez que hacía el Camino. Y dada su reacción, intuía yo que no sería

la única…¡conozco los síntomas!. Así que nos despedimos del trío peregrino Jorge-Xosé Manuel-Ignacio y

partimos. Martona me hacía preguntas sobre la lista. Ella no participa en ninguna y claro, había coincidi-

do que en este Camino yo había quedado con cuatro personas "desconocidas" , y luego había resultado

muy bien, como si ya hubiera confianza. Le inspiraba curiosidad. Es que este fenómeno de internet está

lleno de posibilidades preciosas. A mí me ha permitido conocer a personas con las cuales tal vez nunca

me habría cruzado en circunstancias normales, e incluso algún amigo/a del alma, tan preciado como oro

escaso, había entrado en mi vida gracias a internet. ¿Qué hay gente de todo tipo?. Si, por supuesto. Pero si

uno selecciona el sitio donde se mueve, y si uno sabe leer no solo las palabras, sino lo que hay tras ellas,

termina dando siempre con los seres afines. Dios los cría y ellos se juntan. Así que vaya desde aquí un

cariñoso saludo a Milio, Jorge, Ignacio y Xose Manuel. Guardo un buen recuerdo de vuestra compañía,

aunque fuera fugaz. Y tal vez no sea la única vez que nos veamos, el tiempo lo dirá.

Bueno, llegamos a la dirección indicada de la Rúa Nova y bajó mi primo a recibirnos a la calle.

Estaba radiante, con todo el brillo en los ojos que puede tener alguien a los 21 años, después de haber

logrado cruzar toda España en bici (y a 40 grados), y además cuidando de su jovencísimo hermano (16

años). Porque para Luis, la bici estaba controlada y el esfuerzo físico no le asusta (fue regatista y trabaja

como monitor en gimnasios). Pero su hermano Juan era la primera vez que iba en bici tantos días. ¡Como

que se la compró para hacer el Camino, unos días antes!. Y formaban una pareja de hermanos tan peculiar

que su fama les precedía en los albergues. sé que Luis recibió felicitaciones personales de algunas perso-

nas por su tarea de "cuidador de hermano", pues se le notaba que el apoyo y la vigilancia los ejercía de

corazón.

En fin, no me gusta contar detalles personales del Camino de quien no pidió salir en este relati-

llo, pero decir algo era inevitable para transmitir un poco su estado de peregrino gozoso y reluciente.

Subimos a la buhardilla, emocionadas también nosotras porque ¡oh maravilla!, ya la escalera antigua, toda

de madera con enredaderas y plantas que colgaban desde el techo acristalado, nos parecía preciosa. La

buhardilla, como ya conté aquí, nos dejó sin respiración. ¡Caray, una se imaginaba una buhardilla polvo-

rienta y oscura, y aquello era un palacio!. Lo que más nos alucinó de entrada fue, por supuesto, que hubie-

ra bañera y ducha con ¡hidromasaje!. Madre mía, Martona y yo nos sentíamos como dos neanderthales

fuera de época descubriendo el invento del grifo. Qué gozada. Y la cocina, grande, espaciosa, nueva

¡¡íbamos a cocinar a lo grande!! ¿Uy, pero con ese calor? Bueno: pues ensaladas, ¡ensaladas a lo grande

con todo tipo de ingredientes , todos los posibles!

Mi primo Juan dormía a pierna suelta estirado en una especie de tumbona mecedora, y Luis, co-

mo buen aprendiz de enfermero que es (eso estudia) nos dijo que le dejáramos descansar, que aún se

extrañaba de cómo había aguantado todo el palizón. Y muy agotado debía de estar cuando no se desperta-

ba con nuestra charla a grito emocionado.

Todas las ventanas del techo estaban abiertas y corría una brisa agradable, a pesar del calor que

hacía. Luis y yo, que como nos pongamos a hablar de un tema que nos pille en vena, somos imparables,

empezamos una conversación entusiasta, de pie mismo. Nos contamos los caminos, y competíamos en

emoción: "pues nos pasó esto"…"pues a nosotros lo otro". "¿Y qué tal en tal sitio? ¿Pasasteis por tal

otro?", etc etc. Y entre las risas y el bla, bla, hicimos finalmente entre los tres (Juan seguía durmiendo,

agotado por el día y todo el Camino al completo) una ensalada gigantesca que rebosaba dos enormes

perolas. Y unos huevos fritos con jamón. Para cuando terminamos de cenar era muy tarde, y como el

palique que teníamos era inacabable, decidimos bajar a la calle para dar una vuelta.

Tomamos algo y nos sumergimos en la animación nocturna, pero luego, afónicos de tener que

gritar para oírnos (y aun no habíamos terminado de hablar), recordé que era luna llena. Imperdonable no

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ver la luna llena en Santiago!. Propuse buscarla, salir de las callejas estrechas, y estar un rato tranquilos

antes de acostarnos. Así que sin decirnos nada lo supimos: ¡al Obradoiro!. Allí admiramos la bella facha-

da iluminada. Al otro lado de la plaza, la luna redonda asomaba a través de la niebla nocturna. No había

casi nadie, se estaba muy bien. Luis nos preguntó si habíamos mirado la catedral tumbados en el suelo y

al revés, y dijimos que no. ¿Y para qué servía eso?. Para nada ¡para ver distinto!. Por hacer algo sin razón.

¡Estupendo!. Pues venga, vamos a mirar la catedral distinta.

Nos tumbamos cuan largos éramos y nos reímos y miramos por mirar el mundo al revés. Y yo

levanté un pie descalzo y lo situé en perspectiva encima de una torre, y dije que sería un buen modo de

fotografiar el propio paso por Santiago: nuestra huella en la catedral, mirando al cielo, que es como nos

sentíamos. Y hale, todos a levantar el pie y a mirar el efecto de pie gigante junto a la Catedral. Y luego

contemplamos la luna, que jugaba al “veo-veo” detrás de las brumas, y a ratos tomaba un aspecto amari-

llento y fantasmagórico, y a ratos relucía blanca. Yo estaba feliz, feliz, y me sentía en la gloria (nunca

mejor dicho) allí tumbada en la plaza, en Santiago. Y tanto Martona como Luis parecían igual de extáti-

cos, especialmente Luis, pues era su bautizo jacobeo y había resultado muy satisfactorio. Estuvimos alu-

cinando los tres un buen rato , y eso que ni siquiera habíamos bebido vino, y los tres somos las personas

más sanísimas que conozco. Pero Santiago ¡es Santiago! Solo cuando la niebla bajó y la humedad y el

fresco nos hicieron temblar un poquito nos levantamos del suelo y regresamos a casita.

Qué bien se dormía allí. Con las ventanas abiertas corría el aire, y se oían las gaviotas gritando.

Rodeadas de techos bajos de madera, oyendo el crujir de las vigas, la brisa y las gaviotas, nos daba la

sensación de estar durmiendo en un barco, solo con el cielo sobre nuestras cabezas.

Santiago fue el broche de oro final. Estábamos en excelente compañía, en el sitio donde había-

mos soñado estar, y en un espacio inmejorable, como en casa.

Ahora podíamos soñar otro sueño y convertirlo en realidad a través de algún Camino. Pues todos

los sueños tienen el suyo, y les estábamos cogiendo el gustillo...

Nota final:

Al día de hoy tanto Martona como yo reconocemos que este Camino ha sido uno de los más in-

tensos que hemos vivido. Su intensidad ha ido igualada en dificultades y en satisfacciones, pero la balan-

za se inclinó finalmente hacia la fluidez y el disfrute, y tuvimos tantas sorpresas agradables que esos días

pasarán a nuestra historia personal como algo muy especial.

En cuanto a la rodilla de Martona, después de acudir a un buen especialista, descubrió que tenía

un pinzamiento de menisco. El tal osteópata, que tiene manos de santo (lo sé por experiencia) le recompu-

so el asunto y hoy día camina con total normalidad.

Mi primo Luis anda soñando con hacer a pie parte del Camino (al menos). La pena es que no hay

puente en todos los Santos, sino, hubiéramos ido los tres a caminar Roncesvalles-Puente de la Reina.

Ayer pasé junto a un perrazo negro y enorme y no me desvié un milímetro de mi camino. Por

primera vez en mucho tiempo ni me inmuté, y sólo cuando el perro había pasado me di cuenta de que ya

me daba igual. Tal vez si veo uno suelto en el campo sienta aun algo de temer, pero creo que no me mo-

riré de miedo, lo iré olvidando. Eso sí, me quedan dos cicatrices redonditas en el muslo, como recuerdo.

Y por último, agradeceros a todos los que me habéis animado a escribir mis impresiones. No

pensaba yo que me iba a alargar tanto, contaba solo con tres o cuatro mensajes y ya veis. Tampoco se me

hubiera ocurrido hacerlo de no estar en esta lista, ha sido la primera vez que me esfuerzo en escribir tanto

y tan largo jaja. Ahora podré pasárselo a mi gente, que no terminan de entender mi afición por ir al Cami-

no... Esta mujer, ¡pero si ya ha ido varias veces a Santiago! ¿Qué encontrará ahí, que repite?