Relato y comunidad. Sobre el primer cine de José Celestino Campusano
Sandra ContrerasIECH, UNR-CONICET
con Patricio Fontana, Lucía de Leone y Cristian Molina1
Cuando en su polémica con el relato hegemónico del arte contemporáneo, con su
pretensión de poner fin a la separación del espectáculo con la realidad o con la vida,
propone interrogar la idea de que el teatro sea por sí mismo un lugar comunitario,
Jacques Rancière establece una potente distinción entre lo “común” y lo “colectivo”.
“El poder común a los espectadores –dice- no reside en su calidad de miembros de un
cuerpo colectivo o en alguna forma específica de interactividad” (23). Reside, en
cambio, en esa capacidad que tiene cada uno o cada una de ligar aquello que percibe a
una aventura intelectual singular y es esa capacidad –común, no colectiva- lo que los
vuelve semejantes a cualquier otro aun cuando su aventura no se parezca a ninguna. En
este sentido, y como sabemos, la apuesta de El espectador emancipado es revocar el
privilegio de vitalidad concedido a la escena teatral para concebir su potencia
comunitaria, de otro modo, como una nueva escena de la igualdad: una comunidad, sí,
pero comunidad emancipada hecha de narradores y traductores. (28) Probablemente no
haya cine más indiferente a la agenda performática contemporánea que el de José
Celestino Campusano. Y sin embargo, es preciso que ver cómo, por eso mismo, el
potente vitalismo que lo informa y la inédita experiencia de comunidad que lo define
transfiguran de un modo tan discreto como singular, en el contexto del cine argentino
contemporáneo, la función que el arte le asigna a la vida mientras trastorna, con notable
eficacia, la pregunta por la relación entre arte y política, conmoviendo de paso nuestro
lugar de espectador. 2
1 Las hipótesis que propongo aquí surgen de los intercambios con Patricio Fontana, Lucía de Leone y Cristian Molina, y empiezan a escribirse con ellos tres.2 Hago aquí una breve presentación. José Celestino Campusano nació en 1964, en Quilmes, en el conurbano bonaerense. En los años 80 estudió parte de la carrera de realizador argumental en el Instituto de Cine de Avellaneda, también en el conurbano, aunque, según cuenta, tuvo que esperar unos cuantos años para poder dedicarse a ese “mandato genético” que es para él el cine. Mientras tanto el comercio, la venta de puertas y ventanas, en el mismo partido de Quilmes, fue su medio de vida. De modo tal que después de Ferrocentauros, un documental que dirigió en 1991, junto con Sergio Cinalli, Campusano reaparece en el año 2000 con un corto de ficción, Culto suburbano de práctica individual, luego en 2004 y 2005 con dos mediometrajes, Verano del ángel y Bosques (el segundo, codirigido con Gianfranco Quattrini, conocido director de videoclips), pero es a partir de 2006, a sus 40 años, cuando crea, junto con Leonardo Padín, la productora Cinebruto y se dedica ya periódicamente a realizar su filmografía capital: su ya clásico documental sobre los motociclistas, Legión. Tribus urbanas motorizadas (2006), y los largos Vil Romance (2008), Vikingo (2009), Fango (2012), Fantasmas de la ruta (2013), El Perro Molina
1
“Hijo y hermano de boxeadores”, dice la página institucional de su productora
Cinebruto, Campusano es un “sobreviviente de varias batallas”, el sobreviviente que
“ha deambulado insistentemente por las entrañas de zonas periféricas de diversos
países”, cuya “infancia y adolescencia estuvieron signadas por un desprecio absoluto a
la educación oficializada y a todos y cada uno de los mecanismos de inserción social”, y
que hoy profesa “una acérrima actitud anarquista”.3 Me interesa esta presentación
autobiográfica, en la que se identifican un origen social, una experiencia de vida, unos
ámbitos (menos de pertenencia que de circulación), y una ética, porque precisamente
esas batallas, a las que sobreviven pero a las que sobre todo sucumben unos habitantes,
entre empobrecidos y marginales, de las periferias de los partidos del conurbano
bonaerense (Ezpeleta, Berazategui, Quilmes, Ezeiza, Echeverría, Bosques, nunca las
villas), serán la materia sustancial de sus historias. Y porque ese anarquismo, bajo la
forma de una negativa a toda sujeción, es, al menos en los films de la primera parte de
su producción, la base ética de los motociclistas, rockers, expresidiarios o dealers de
armas tumberas, que son sus protagonistas. También, el fundamento de su arte, el de
una apuesta estética que prescinde, sin impostación, de la aprobación del gusto al uso, y
que hace de esa prescindencia, antes que un desafío al poder de las instituciones, un
lema de soberanía irrenunciable.
A esa ambición, a un tiempo realista e iconoclasta, Campusano le dio el nombre
de brutalidad.4 Pero le da a su vez como objeto, y esto me interesa hoy aquí, la
afirmación (la expresión) de la vida. El realismo radical de Campusano, podría decirse,
es indisociable de una poética de la vida. Una poética que despliega sistemáticamente en
entrevistas e intervenciones orales a través de un cuerpo articulado y muy preciso de
conceptos, y que, entiendo, podría ser la vía de entrada no solo para pensar su
singularidad en el contexto del cine vernáculo contemporáneo sino también la
reconfiguración de la idea de comunidad que lo define, y de la que quiero ocuparme en
esta presentación.
(2014), Placer y martirio (2015) y El arrullo de la araña (2015), El sacrificio de Nahuen Puyelli (2016). 3 La página institucional de Cinebruto, cinebruto.com, ha sido recientemente actualizada. La presentación tal como la cito aquí sigue encontrándose en http://blog.filmstofestivals.com/el-perro-molina-1779/4 El término, “brutalidad”, expresa bien el efecto disruptivo que la crítica coincide en atribuirle a unas películas que, no obstante sus fallas o desprolijidades y siempre gracias a un impulso narrativo único, garantizan un vigor inédito en el cine argentino contemporáneo (y, en general, podríamos agregar, en el contexto del nuevo realismo en la ficción argentina contemporánea).
2
I. Vitalismo
La convicción primera de que, por ser una materia en la que técnicamente
quedan impresas sus huellas (el “cine orgánico” como una “materia compuesta de
tejido vivo”), el cine es la forma de “conservar” la “vida más sublime” 5, no es otra,
claro está, que la del realismo ontológico baziniano (aunque la preferencia por el
término “conservar” sobre “registrar” y la atribución a esa vida de una cualidad de
“sublime” indican ya la idiosincrasia de la poética de Campusano). Del mismo modo, el
recurso a locaciones reales (el rechazo a la puesta en escena) pero sobre todo a una gran
mayoría de actores no profesionales, eventualmente a algún que otro semi profesional o
semi poco conocido, para mejor testimoniar esa vida, se entronca, desde luego, en la
gran tradición del neorrealismo (sobre todo en la negación del principio de la star y en
la utilización indiferente de profesionales y actores eventuales) al mismo tiempo que
participa de esa masiva apertura actual de la imagen cinematográfica a la vida (Aguilar
2015, 84) que, desde Pizza, birra, faso (Caetano, 1998), Mundo grúa (Trapero, 1999),
Bonanza (Rosell, 2001) o La libertad (Alonso, 2001), es uno de los signos distintivos
del nuevo cine argentino. Y, sin embargo, hay algo ligera pero definitivamente diferente
en el vitalismo de Campusano. Por un lado, diría que no se trata, estrictamente, de esa
amalgama entre la conformidad físico-biográfica del actor y las condiciones morales del
guión de la que el film neorrealista, dice Bazin, obtiene su extraordinaria sensación de
vida (Bazin 295), sino de una imbricación existencial según la cual es imprescindible,
para Campusano, que los intérpretes hayan vivido experiencias muy próximas a las que
se narran y, más aún, que hayan “pagado en dolor lo que han vivido” (estos son sus
términos6). Por otro, tampoco se trata, por ejemplo, de esa pulsión por observar antes
que narrar que Lisandro Alonso practica en La libertad, cuando registra el día en la vida
de Misael, un hachero en La Pampa, ni, exactamente, de registrar tranches de vida,
como lo hace Pablo Trapero en Mundo grúa, cuando se abre a la vida misma del
personaje, el Rulo, que supo apoderarse de la historia (Aguilar 2015, 82). Y es que, en
otra dirección que la del despliegue sin pausa de lo biográfico en el que las narrativas
del presente encuentran el resguardo inequívoco de la existencia (Arfuch 49-66), la
opción de Campusano no apuesta solamente a revelar la verdad de la vida del actor sino
5 La formulación de la idea puede escucharse, como en muchas otras intervenciones orales, en el siguiente link, https://www.youtube.com/watch?v=u-FnWYKCmdY&t=1230s, correspondiente a la conferencia de prensa del 28º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, 22 de noviembre de 2013.6 Véase la siguiente entrevista realizada en 2009, en la ciudad de Córdoba, en ocasión de presentar la película Vil romance: https://www.youtube.com/watch?v=UeeYGJ_Agcg
3
sobre todo a hacer resplandecer una historia que ha sido vivida en, y por, la comunidad.
Aquí el impersonal es clave.
En este sentido, y acorde con los términos según los cuales lo entiende como una
suerte de reencantamiento del mundo (habla de “energías instaladas en los ámbitos”, del
karma y la “esencia áurica” que “irradia”, por ejemplo, el rostro de Vikingo7), en el
vitalismo de Campusano podría resonar, antes bien, la dialéctica vida-muerte que
postula un “empirismo herético” como el de Pier Paolo Pasolini. “El cine es
prácticamente una vida después de la muerte”, decía Pasolini en 1967, con lo que se
estaba refiriendo no al poder del carácter indicial de la imagen fílmica sino a la potencia
estructurante de sentido que, del mismo modo en que lo hace la muerte en relación con
la vida, la operación de montaje introduce en la acción de un filme. Me refiero a esa
dialéctica vida-muerte desde la cual Pasolini optaba por el montaje (en todo caso el
plano secuencia simulado) contra el plano secuencia infinito del “nuevo cine”, no en el
sentido de una discusión con “el breve, sensato, medido, natural y afable plano-
secuencia del neorrealismo” que, decía, “con su culto optimista de la realidad nos da el
placer de reconocer la realidad vivida cotidianamente”, sino en el sentido de un rechazo
del “largo, insensato, desmesurado, innatural, mudo plano-secuencia del nuevo cine”
que, por el contrario, “con su culto exasperado por la realidad, nos pone en un estado de
horror ante la realidad”. (331) Esto es, la dialéctica vida-muerte desde la que optaba por
la dación de sentido contra la profesión de insignificancia, y desde la que afirmaba que
así como una vida, con todas sus acciones, es descifrable total y verdaderamente sólo
después de la muerte, cuando sus tiempos se acortan y lo insignificante cae, así en un
film es preciso la operación de montaje que introduce la instancia de muerte desde la
cual una vida adquiere sentido (333). Y dado que el tiempo es de este modo finito, en el
film es necesario “aceptar la fábula a la fuerza” (334).
Remito entonces a los ensayos de Pasolini no para proponer una comparación
con el “realismo de los cuerpos filmados” (Comolli 64) sino porque sus argumentos y
su formulación permiten pensar cómo es que el vitalismo de Campusano, que
técnicamente no se traduce en la distancia del plano secuencia, ni en su uso recurrente,
ni en el uso libre de la cámara (cf. La libertad, Mundo grúa), es indisociable, por el
contrario, de la fuerza significante de la fábula. El cine, dice una y otra vez Campusano,
es la posibilidad de retener el brillo de una piel o el timbre de una voz que “ya no
7 Ver la entrevista realizada por Roger Koza, para el programa El Cinematógrafo, Córdoba 2010: https://www.youtube.com/watch?v=g3fCmxIOjtM
4
están”, y testimonia así “la vida más sublime”. Pero si esto así, diría a su vez su cine, es
porque lo que resplandece en la pantalla, entre esos rostros y cuerpos que irradian una
“esencia aurática” y llenan el plano como huellas sociales, es, precisamente, una
historia. Una historia dotada fuertemente del sentido de haber sido vivida: por alguien,
por algunos, en la comunidad, y que se presenta con la fuerza del advenimiento de lo
impersonal. Una historia, por lo demás, en torno de la cual, dice Campusano, es preciso
saber construir un “estado de ensoñación” con el que interesar, y seguir “viva” y
perdurar en la memoria.8 Quizás, para un gusto educado en la percepción de las
acciones cotidianas de un hachero que la cámara puede registrar en un extenso plano
secuencia, la disonancia del cine de Campusano –su brutalidad, ese efecto de mal
cerrado, de mal resuelto- resulte de la articulación entre el registro documental de
cuerpos y voces y una historia de estructura y montaje clásicos en la que esperaríamos
una actuación al estilo naturalista9. Y sin embargo es preciso ver cómo cuando esa
historia resplandece (hay siempre un punto de torsión, en que las tramas se cruzan) la
película cobra espesor y toda disonancia se retrae y hasta desaparece.
Lo que tiene que perdurar es la historia. Más aún, una historia, antes que un
relato.10 Lo dice magníficamente Marcos Vieytes: “Lo indudable es que ante toda
película de Campusano uno siente que tenía algo previo que contar y que esa condición
previa del relato se impone a toda cauterización retórica, [...] y esa herida anterior queda
abierta sin sutura posible, sin representación capaz de cerrarla, incluso más allá de la
voluntad del director”, como si “el cine mismo [fuera] menos importante que el traslado
de esa historia previa de la manera más viva posible, la manera de los muchos que la
vivieron, se la contaron y participan de sus películas, y esa distancia insalvable entre el
material oral comunitario que da nacimiento a las películas y el Cine con mayúsculas es
saludable como pocas.”
8 Ver la entrevista realizada por Roger Koza, para el programa El Cinematógrafo, Córdoba 2010: https://www.youtube.com/watch?v=g3fCmxIOjtM.9 Patricio Fontana (2015) ha precisado muy bien que las actuaciones supuestamente fallidas, poco creíbles, duras, antinaturalistas, a las que se les reprocha el restarle verdad a las imágenes, son el “testimonio no de una incapacidad de Campusano para elegir o dirigir a sus actores sino, por el contrario, de la opción por el artificio y por cierta incomodidad en la recepción de un cine, por lo demás, virtuosamente realista”. “Hay que aprender a escuchar el cine de Campusano”, dice Fontana; “aprender a escuchar esa deliberada apuesta por unas actuaciones definidas por una cadencia tonal muy diferente de aquella a la que el cine más adocenado nos tiene acostumbrados”.10 Dice en la entrevista realizada por Mercedes Halfon (2014), a propósito de la presentación de El Perro Molina: “Quería que hubiera una construcción coral, con la mayor cantidad de elementos reales posibles. Si la persona habita en el ámbito y ha presenciado algunas anécdotas, eso no tiene que morir, tiene que ser el cordón umbilical con la cámara. Porque si muere eso, muere mucho.”
5
En efecto, desde esta perspectiva no solo se puede comprender mejor el rechazo
vehemente de Campusano a que sus ficciones de violencia sean adscriptas a la matriz
genérica del western americano sino sobre todo percibir su vocación de inscribirlas, si
de buscar tradiciones se trata, en una fuerza narrativa de otro orden, tal vez también de
otro tiempo. Se dirá, desde luego, que no hay por qué creerle a Campusano todo lo que
dice, y que no obstante su declamado “antiimperialismo” es indudable su destreza en el
manejo de los géneros (Vil romance, un melodrama marginal y gay; Vikingo, un western
motoquero), pero su convicción de que el fluir de sus historias provienen no de los
formatos de la historia del cine y mucho menos de Hollywood sino de una práctica tan
antigua como la literatura misma (“de los juglares, incluso de mucho antes, de los
fogones, del Paleolítico”) señala una verdad de la naturaleza de su relato como
práctica.11
II. Comunidad
Será por esto también que Campusano narra como conociendo el significado
antiguo de las palabras. Me refiero a la idea de comunidad, en la que se articula una
forma de trabajo cooperativa (el principio básico de Cinebruto es integrar a la
comunidad en contenidos, interpretación, producción ejecutiva y difusión) pero que
informa, a su vez, y esto es lo que me interesa aquí, la lógica y la ética del relato.
Pienso, particularmente, en la trilogía integrada por Vil romance (2008), Vikingo (2009)
y Fango (2012), los tres primeros largos en los que, como abrevando en la deriva
etimológica que tan magníficamente reconstruye Roberto Espósito, la circulación de la
violencia por los barrios pobres del conurbano bonaerense contemporáneo se cuenta al
modo de unas historias de dones y de deudas en las que se pone en acto la experiencia
ambivalente, y trágica, de una comunidad fundada en el munus.
Pero si recorto estos films es precisamente porque en ellos tres la ley de la
comunidad (la de la circulación del munus a través de la palabra oral), se afirma
independientemente de toda confrontación con el afuera. Esto es, como si no necesitara,
para constituirse, reconocer una explícita confrontación con el Estado. En efecto, hasta
Fantasmas de la ruta (2013) y El Perro Molina (2014), cuando la trama la incorpora
como parte de las redes criminales y por lo tanto la hace interactuar con los
protagonistas de la ficción, la policía, en tanto expresión inmediata del Estado, es
reconocida como uno de los tantos peligros de la calle (igual que el de las alimañas, dice 11 Cf. Patricio Fontana y Lucía de Leone. “Entrevista I. Hacia un cine de lo heterogéneo”
6
Raúl en Vil Romance) o como un pasado que se quiere mantener a distancia (la cárcel a
la que Nadia, en Fango, no quiero volver). Pero no solo su mención, brevísima, se hace
como al pasar, sino que además, y esto es capital, de ningún modo constituye, en el
guión, una instancia a la que los personajes necesiten recurrir para definir su identidad,
ni su posición. Tampoco la crisis económica, política, social. Quiero decir, el
empobrecimiento está allí, como un dato de la realidad. Y, aunque no haya referencias
temporales específicas, sabemos muy bien que se trata de su agravamiento después del
2001 y a lo largo de los años en que se ruedan las películas (entre, digamos, 2000 y
2012), sencillamente porque el presente estalla como una evidencia en la pantalla. Y sin
embargo, ni el desarrollo del relato recurre a esas crisis para explicar ninguna de sus
circunstancias, ni los personajes a su condición de marginalidad o a la carencia para
definirse. No hablan de eso. En este sentido, basta con recordar el marco policial de una
película como Pizza, birra, faso (que comienza con una persecución policial y termina
con la detención, policial, de la comunidad de jóvenes marginales) o el gran tema de la
falta de trabajo que configura, de principio a fin, la situación de Rulo en Mundo Grúa,
para medir el giro que, en el contexto del nuevo cine argentino que ya había cortado, y
radicalmente, con el discurso denuncialista de los años 80, el primer Campusano
imprime, o vuelve a dar, en la representación de los sectores populares en la Argentina
contemporánea.
Me interesa muchísimo este vacío en la representación. Los problemas estéticos
y políticos que plantea (los del lazo entre estética y política) son, creo, enormes. Por el
momento, diría: como pocos, Campusano presenta comunidades idiosincráticas –
reconocibles en la pertenencia a un ámbito, en sus inscripciones corporales, discursivas,
lingüísticas- al mismo tiempo que las sustrae a la coacción identitaria de un sujeto
colectivo. Y en esto mismo reside la potencia política de la trilogía: en el hecho de que,
en lugar de constituir como una “propiedad” (un atributo, una determinación) que
califica a los sujetos que une como pertenecientes a un mismo conjunto, la comunidad
funciona como un acontecimiento en que se experimenta, dolorosamente, la
ambivalencia del munus, tan hospitalario como hostil, antes de coagular en su uso
político (esto es, en la política identitaria del pueblo).
Entonces. La lengua nueva que habla el cine de Campusano va a la raíz de la
comunidad: al munus, a ese don particular entre los dones que se da porque se debe dar,
porque no puede dejar de darse. Lo hace, en principio (y me interesa precisar de entrada
esta particularidad) a través de la palabra: es la palabra, no el regalo, la que cumple la
7
función circulante del don y la que se reviste de la obligatoriedad de su devolución. Si
Mauss preguntaba “¿Qué fuerza hay en la cosa que se da –el presente- que hace que el
donatario la devuelva?” (71)12 , a propósito de este cine podríamos preguntar: “¿qué
fuerza hay en la palabra que se profiere que hace que ninguna quede sin ser
respondida?”. Y es que en el mundo de Campusano nadie queda sin responder ni sin
recibir respuesta. Solo que si en el régimen del don, la devolución evita la guerra, aquí
es en la respuesta y a través de la respuesta que se desencadena la acción. “Vos podés
hacer lo que quieras –le dice el Perro Molina a su discípulo-. Pero esperá la respuesta,
que llegará”. En efecto, la sintaxis de las historias de Campusano es la de la réplica:
todo acontece allí donde una palabra llama a la otra (el nudo de la escena siempre es el
diálogo), porque la palabra es acción y no hay acción sin palabra que la preanuncie o
que la desate.13 Desde luego, llega un punto, a veces, en que, como en la escena en que
Facundo va en coche al muere, la respuesta llega en la forma del cuchillo filoso o de un
balazo certero14. Es cierto, en este sentido, que los pactos orales y las peleas con
apariencia de duelos nos traen reminiscencias borgianas, pero, aun cuando difícilmente
haya personajes más pendencieros, más decididos a la acción y más familiarizados con
la muerte que los orilleros múltiples de Quilmes o Berazategui, la ley del Sur de
Campusano no es ya la del coraje: sea que sobrevivan a las batallas como Vikingo o
sucumban a ellas como Nadia y el Brujo (Fango), sus héroes (a los que, entre
paréntesis, nunca los mueve la ostentación de su nombre) son los communis a través de
los cuales circula y se comparte, como una carga, la cadena de las promesas y las
deudas, de los favores y los encargos, aquellos en los que se cumple la inexorable
obligatoriedad del munus.15
Vikingo, el seudopatriarca y motociclista que es uno con su chopper en la ruta,
es el emblema de este mundo, su testigo máximo. Por él transcurre la comunidad en dos
sentidos. Es quien aloja, asiste, da de comer: quien “se hace cargo”. También quien
lidera y sella los pactos inmunitarios. Precisamente. Los contratos que Vikingo sella con
12 La pregunta completa dice: “¿Cuál es la regla de derecho (contractual) y de interés que hace que, en las sociedades de tipo primitivo o arcaico, el presente recibido se devuelva obligatoriamente? ¿Qué fuerza hay en la cosa que se da –el presente- que hace que el donatario la devuelva?” (Mauss 71)13 En las películas de Campusano los personajes hablan todo el tiempo y saben muy bien lo que quieren decir. No quiere decir con esto que sean verborrágicos (en otro sentido, sus palabras son siempre justas y precisas y la mayor parte del tiempo es un conjunto de pautas entre colectivas e individuales el que sostiene sus líneas de intervención) sino que así como la sintaxis del relato está en la réplica, el personaje es lo que dice, en una articulación entre cuerpo y palabra que es definitiva. 14 Me refiero a la escena que cierra el capítulo “¡¡¡Barranca Yaco!!!” en Facundo, de Domingo F. Sarmiento.15 Cf. Espósito 27-29
8
el líder de la banda de jóvenes delincuentes (los “muchos” armados que reparten el
delito y el ajusticiamiento), o con otros referentes barriales o grupales, son pactos de no
interferencia (“no meterse”, “dejar entrar y salir”, cada uno en su espacio) que, bajo la
forma de advertencias en los que siempre rige el precio (el contrato, dice Espósito, es la
más directa negación del don), inmunizan contra la fuerza del otro y garantizan por lo
tanto la convivencia (civil) en el territorio. 16 Solo que, a falta de la institución del
Estado, que como sabemos tiene como objeto suprimir el peligro mortal que porta la
relación comunitaria, la periferia de Campusano está atravesada por una proliferación de
micro o seudo-estados configurados, sin embargo, sobre la base de pactos tan
contundentes como precarios, siempre al borde de su disolución. El clima, naturalmente,
es el de un estado de guerra inminente, siempre a punto de estallar.
Al mismo tiempo, por Vikingo –en el personaje- circula la cadena del munus: la
contracción de una deuda con aquellos que nunca lo dejaron sin techo ni comida y la
promesa familiar de proteger al huérfano abandonado, se traducen, evidentemente, en el
ejercicio del don, con Julián (su sobrino) y con Aguirre (el motociclista que recoge en la
calle y al que en poco tiempo declarará como “casi de la familia”). Pero si Campusano
cuenta mejor que nadie los lazos (reales, no teóricos) de la comunidad es porque sabe
iluminar el riesgo siempre latente de su disolución, aunque no allí donde se incumplen
las promesas sino donde irrumpen, con fuerza, las prerrogativas de un deseo, también
idiosincrático, de libertad individual. La inquietante contigüidad léxica entre hospes y
hostis, dice Espósito (33), señala que lo que se teme en el munus es la pérdida violenta
de los límites que confieren identidad y aseguran subsistencia. En efecto, son los
huéspedes de Vikingo los que encarnan esa contigüidad inquietante, el carácter hostil de
la hospitalidad17: Julián, que desde su adopción de la banda delictiva, se resiste a
agradecer la prestación gratuita en la casa familiar y desconoce la autoridad del don
(“vos quién sos”, le dice una y otra vez a Vikingo), pero sobre todo, de un modo más
16 El contrato, dice Espósito (41-42, 68), es la más directa negación del don; es el paso del plano comunitario de la gratitud al de una ley que se ha sustraído a toda forma de munus. precio específico que se le asigna a cada prestación. 17 De aquí, entre paréntesis, y tal como lo postula su primer largo, la centralidad de la casa, más que de la calle como espacio de deambulación y de choque, en los dramas de Campusano. Vil romance se abre y se cierra con planos de la mirada de Roberto desde la cama al techo -¿al cielo?-, como índice de su vínculo con la posibilidad, incierta o próxima, de una morada. Y ese modo de enmarcar el film -subrayado por la escena inicial en la que desde afuera y a través de la ventana, observa la fiesta que su madre y su hermana organizan en la casa familiar en la que ya no vive- muestra bien que, subyaciendo a la historia cruel y violenta de su relación homoafectiva, el protagonista es también -tal vez ante todo-, un joven sin domicilio propio. La toma de posesión de la casa de Raúl que progresivamente va reconociendo como “suya” es, sin dudas, uno de los finales del drama. También en Verano del ángel la tragedia gira en torno de la ocupación de la casa familiar.
9
complejo y por lo tanto más dramático, Aguirre, el motociclista errante. Huésped y
extranjero, Aguirre teme como ninguno perder sus límites, no tanto los de su identidad
como los de su libertad, y se reserva, sin ingratitud pero con firmeza, la posibilidad de
no aceptar el munus (aceptaré, le dice a Vikingo, el alojamiento que me das, “si quiero”;
si no quiero, “me mando a mudar”). (Auto)inmunizado de este modo contra el lazo
comunitario, Aguirre puede incumplir la deuda contraída (eliminar el peligro de la
amenaza pero a la vez desatar la guerra) y sin embargo es por este incumplimiento, y en
esta paradoja reside la potencia de su drama, que libera a Vikingo del encargo familiar
(suprime su carga) y le devuelve el don. Podríamos decir: son los inmunizados, que aquí
orbitan en los lindes familiares, quienes paradójicamente se enfrentan y, en ese
enfrentamiento, acaban por señalar el vacío que socava a la comunidad.
La comunidad, entonces, se experimenta allí donde el lazo colectivo se expone
al intersticio de una irrenunciable libertad individual. También allí donde se abre a las
derivas oblicuas de una violencia que circunda y perfora lo social como su peligro
constitutivo. Fango, la obra maestra de Campusano, su ars poética diría Patricio
Fontana, es, de algún modo, un punto de inflexión en la trilogía. 18 Al otro lado de
Vikingo, son ahora los communis y no los inmunes (los que se “preservan” y así
sobreviven) quienes llevan al extremo un modo de experimentar el don de muerte que la
comunidad lleva dentro de sí. La melancolía es la forma de esa experimentación.
Ni el Brujo, veterano cantante heavy metal obsesionado ahora, casi como si
fuera una última oportunidad, con la formación de una banda para hacer tango-trash, ni
Nadia, la joven tomboy entre salvaje y beligerante que a su turno también reunirá una
banda pero de lesbianas exconvictas para hacer justicia, ni uno ni otro están
directamente implicados en el conflicto que atraviesa el barrio y desencadena la historia.
Sin embargo, la pregnancia de la comunidad –bajo la figura general e indirecta del hijo-
atrapa a ambos en una cadena incontrolable de encargos y favores que los conduce
inexorablemente no a encontrar ellos mismos la muerte pero sí a propiciarla de un modo
casi insensato a su alrededor y a confrontarse con sus esquirlas. En el Brujo, esa
pregnancia da un paso más: allí donde la espiral de violencia lo separa del proyecto
musical, la comunidad se realiza en él no como modo de ser del sujeto individual sino
como “su exposición a lo que interrumpe su clausura y lo vuelca hacia el exterior”
(Espósito 32). Toda la maestría narrativa de la película pasa por la dosificación que 18 Dice Fontana (2014): el objetivo del protagonista de armar un grupo que fusione rock y tango “podría leerse como una reflexión del director sobre los materiales heteróclitos que constituyen su cine y sobre las dificultades que esa búsqueda estética acarrea”.
10
alterna entre la velocidad crucero con que comienzan a cruzarse ambas tramas (la de
Nadia, la del Brujo) y la aceleración con que adviene en el “vértigo” de la comunidad al
modo de un “espasmo en la continuidad del sujeto” (Espósito 32). Asimismo, la
maestría compositiva puede calibrarse en la parábola que va del poderoso y preciso
entramado de los planos iniciales, que giran alrededor de tres miradas fuera de campo
(la del Indio, la del Brujo, la de Nadia)19, al duelo final en el que, como en la pelea entre
impotentes de Accatone, convergen, oblicuamente, los dos afectados de comunidad
La irresolución de ese duelo -el cierre inmejorable de Fango- es menos la
apuesta por un final abierto que la decantación de la historia en una riña de gallos, tan
eterna como desangelada (ni siquiera la muerte la ennoblece), una riña en la que se
inscriben agónicamente el cansancio, el hartazgo, la demolición sin fin. Es el dibujo de
la falla, de la separación abierta (eso que separa al artista definitivamente de sí) en la
que la “afección de comunidad” se traduce en melancolía: ninguna nostalgia por el
pasado sino como “la huella de la distancia imperceptible pero infinita entre la ley de la
comunidad, que los interpela y el cuerpo que oscuramente vive y (de algún modo)
muere bajo el peso de esa ley”.20 Antes que como un lazo colectivo de identificación, la
comunidad, dice Espósito, opera como “una despropiación, que inviste y descentra al
sujeto propietario, y lo fuerza a salir de sí mismo. A alterarse. En la comunidad los
sujetos no encuentran un principio de identificación sino ese vacío, esa distancia, ese
extrañamiento que los hace ausentes de sí mismos” (31). Así en Fango, la revelación de
ese “pozo en el que la comunidad corre continuamente el riesgo de resbalar, el
desmoronamiento que se produce a sus costados y en su interior”.
III. Lazos
Ahora bien, como ya ha sido observado, no hay, en absoluto, una mirada
conmiserativa en el cine de Campusano. Participa así, sin dudas, de la opción estética y
política del nuevo cine argentino que, como lo precisó Gonzalo Aguilar, abunda en
héroes lúmpenes o menesterosos al mismo tiempo que, apartándose del populismo
anterior, quiebra irremisiblemente todo vínculo piadoso. Los personajes de Mundo grúa,
Bolivia, Bonanza, Pizza, birra, faso, dice Aguilar, “no piden nuestra piedad y son más
bien indiferentes a ella: forman su propio mundo y no necesitan de ninguna redención
19 Cf. Marcos Vieytes, “Fango”.20 Me estoy remitiendo aquí a las hipótesis de Juan Pablo Dabove sobre la melancolía de los orilleros borgianos. Dabove 174.
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exterior.” (Aguilar 2001, 16) Lo mismo podríamos decir de los de Vil romance, Vikingo
o Fango.
Y sin embargo, hay cierto desacople en la trilogía, algo del orden de un ligero
desfase que desacomoda, de un modo nuevo en el cine argentino, al espectador y que se
traduce, podríamos decir, en esa pregunta que una y otra vez se nos impone: ¿desde qué
lugar cuenta Campusano? No creo que pueda hoy definir los términos de ese desfase;
espero al menos poder situar algunas de las preguntas con las que pensarlo.
Quizás haya que decir que, involucrado como está en la comunidad que
representa y con la que trabaja (formó parte de ellas o entabla con ellas una mecánica de
trabajo fundada, dice, en el intercambio), al menos las películas de la trilogía quedan
muy cerca de ese propósito suyo, tantas veces explicitado, de “borrarse” y propiciar no
una re-presentación sino una presentación de la comunidad. Ante una sugerencia
semejante no quedaría más que reconocer, enseguida, que un propósito de esta
naturaleza solo puede formularse, desde luego, en el orden del deseo y la utopía. Pero
más que esto me interesa señalar dos operaciones, dos “movimientos”, que, entiendo,
convergen para producir el efecto (que por cierto Campusano obtiene como pocos) de
estar contando “desde adentro”. 21
Por una parte, el modo en que Campusano se proyecta –se visibiliza, se
representa- a sí mismo en los textos, fílmicos y escritos, previos al rodaje de sus largos
podría ser leído, retrospectivamente, como una forma de resolver esa implicación
(personal). Tanto los relatos que componen Mitología marginal argentina (un volumen
que publica en 2006), todos contados en primera persona en la voz narrativa de José,
como Bosques, el mediometraje de 2005 en el que Campusano interpreta también a un
tal José, dueño como él de un negocio de aberturas en Florencio Varela, parecen
compuestos en clave autobiográfica, o autoficcional, como decimos hoy. Mientras tanto,
en Culto suburbano (el corto del 2000) y en Verano del ángel (mediometraje de 2004),
además de guionista y director, Campusano interpreta a un miembro de una de esas
típicas bandas delictivas y pendencieras, y actúa el desafío y la violencia. Por cierto,
resulta interesante: en el comienzo de su ficción cinematográfica, Campusano se pone
en escena a sí mismo, como proyectando o exorcizando, su intervención individual;
también, como poniendo a prueba en sí mismo (al modo de un “primero me expongo
yo”) las ficciones de violencia y de marginalidad que enseguida su cine va a contar. Y
podríamos decir: este mecanismo, que consiste en poner “todo el yo de entrada”, en el 21 Cf. Patricio Fontana y Lucía de Leone, “Entrevista I. Hacia un cine de lo heterogéneo”.
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umbral del universo de su cine, es el pre-texto, o el protocolo, con el que Campusano
sella su articulación con la comunidad y reconfigura el lazo.
Pero además, es también en Bosques, el corto autoficcional, que José
(Campusano) le cuenta a la mujer con la que mantiene una relación que tiene planes de
irse (al exterior), por un tiempo. Lo cual, visto de nuevo en forma retrospectiva, resulta
también, y por demás, interesante: a excepción de Beatriz (la madre que, en el final de
Fango, decide dejar el barrio antes que acoger nuevamente en su casa al hijo
delincuente: Beatriz, la abanderada de las inmunes), de todos sus personajes, José
(Campusano) es el único (el único hombre) que piensa en salir –siquiera por un tiempo-
de ese mundo. No importa si finalmente se concreta. Lo que importa es esa pequeña
incisión por la que queda inscripto, en el relato mayor que atraviesa su cine, un deseo de
irse. No la partida en sí sino la representación del movimiento, de su atisbo. Como un
amague. El mínimo amague de apartamiento que Campusano, personaje pero también
guionista y director, necesita (emprende) para desde allí volver y reconfigurar el lazo
(con la comunidad).
La eficacia de este lazo, y por aquí llegamos al segundo movimiento, no se mide
por la ambivalencia de su constitución. Se mide más bien por la incomodidad a la que
nos enfrenta, por la desubicación en que nos coloca. Me refiero aquí no a la fricción que
puedan producir las actuaciones sino a los problemas estéticos y políticos que plantea el
vacío en la representación del afuera de la comunidad, y más concretamente de su
confrontación con el Estado.
En efecto, ¿cómo leer el hecho de que la espiral explosiva y vertiginosa de la
violencia (no solo los enfrentamientos sino también el robo, la estafa, el secuestro o el
crimen) circule siempre, en la trilogía, entre los miembros de la familia, del barrio, de la
“gente”, esto es, hacia adentro de la comunidad? ¿Supone, como ha sido observado, un
señalamiento indirecto de la descomposición social como consecuencia del abandono
del Estado? ¿O habla, antes bien, de la autonomía soberana de un artista para contar,
para presentar, un mundo configurado en una ley otra que no requiere, para ejercerse en
tanto ley -tremenda por otra parte-, de su confrontación con el pacto inmunitario del
estado? La soberanía de esta opción quizás pueda ponderarse mejor cuando se la
contrasta con los efectos, formales y políticos, de la representación del Estado en la
trama: o gana peso la denuncia temática (Fantasmas de la ruta y la trata de blancas) o
se abre la posibilidad a cierto heroísmo en el que, ahora sí, bajo la forma del
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ajusticiamiento y la venganza, parece resonar más claramente el western (El Perro
Molina).
Yo creo que esa soberanía es pariente del anarquismo que signa la ética, y por
extensión, la política, del mundo de Campusano. ¿Pero cuál anarquismo? Decíamos
antes, a propósito de la dialéctica entre communis e inmunes en Vikingo, que es en la
reserva a ultranza de un espacio individual de libertad, que la comunidad se abre a un
intersticio y se expone al vacío que la constituye. Borges, que también se declaraba
anarquista, decía que el argentino se identifica con el individuo, con “el rebelde,
siquiera inculto o criminal, que se opone al Estado”, y que por eso elige al matrero o al
cuchillero que “pelea solo, a poncho y a facón”, y sobre todo al sargento Cruz cuando se
pone a pelear contra la partida al lado del desertor Martín Fierro. Aclaraba además que,
por pertenecer al pasado, podíamos venerarlos, a esos héroes populares, sin riesgo
(107). La preservación de la libertad individual a ultranza es el signo de las
comunidades de Campusano; también, el signo de sus héroes/protagonistas (por lo
general bajo la forma de una resistencia a regímenes de trabajo estable). Solo que no
ejerciéndose expresamente como resistencia popular ni fundándose en la ley del coraje
(postergando de este modo, y de paso, toda posibilidad de mitificación), esa defensa
rememora más bien la afirmación festiva de la libertad individual de Martín Fierro
cuando, o bien en el pasado ajeno a la violencia del Estado o bien apenas liberado de su
captura pero antes de reconocerse su víctima, canta, y dos veces, “mi gloria es vivir tan
libre como el pájaro en el Cielo” (vv. 91-92). Esa individualidad anarquista, en la que la
existencia misma del Estado parece haber sido olvidada, es la gloria, y la política, de los
motociclistas de Vikingo, la de Vikingo mismo, también la de Roberto en Vil romance. 22
De ascendencia más gauchesca que orillera, ¿hablaría entonces este anarquismo
libertario de una suerte de condición prepolítica de la comunidad?23 De ningún modo.
Diría que lo que hace Campusano es alterar –tal vez sin proponérselo- una estructura de
relato bastante arraigada en la tradición argentina. Me refiero a la biografía oral, la
matriz narrativa con la que se cuenta la historia del sujeto popular atrapado entre dos
leyes: el drama del sujeto que, habiendo cometido un delito, es inocente para la ley oral
22 Legión, el documental sobre los motociclistas, va de las entrevistas a miembros de las agrupaciones más organizadas a la palabra de Vikingo, representante máximo del rechazo a toda sujeción. Esa parábola narrativa termina por iluminar precisamente eso que es Rubén Beltrán (alias el Vikingo) en el documental y también en la película que lo tiene como protagonista. Vikingo, que no tiene agrupación, ni teléfono, ni sabe cuántos kilómetros recorrió, encarna la individualidad anarquista a ultranza. 23 ¿Será preciso preguntar también cuál es el tiempo del cine de Campusano?
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y culpable para la ley escrita. Cuando esa biografía oral, dice Josefina Ludmer (229-
230), es contada por un escritor letrado, el relato varía según se le quite a la historia la
injusticia inicial (y el sujeto resulte entonces un bandido sin motivo, el Facundo de
Sarmiento) o se atribuya esa injusticia a la responsabilidad Estado (el Martín Fierro de
Hernández). En el marco de esta tradición (de la que tal vez no renegaría), la audacia del
arte genuino de Campusano, ¿no proviene del hecho de no necesitar probar las causas
de la violencia, de no necesitar justificar la violencia que tiene lugar en la comunidad,
sin por esto convertir a sus miembros en delincuentes porque sí? La potencia de la
lengua que inventa para contar la circulación de la violencia popular en la Argentina
contemporánea, ¿no proviene de la perplejidad que nos produce este vacío, que no es un
borramiento del conflicto y mucho menos su negación?
En Breves viajes al país del pueblo, Rancière se detenía en ese momento de
Europa 51 de Rosellini en que Irene, el personaje que interpretaba Ingrid Bergman (la
extranjera), sale del cuadro de la representación –el cuadro del pueblo-, y su cuerpo se
torsiona, de golpe, como al llamado de lo desconocido. Allí, decía Rancière, en ese
vuelco en lo irrepresentable y no en el saber inteligible del lazo entre el pueblo y el
intelectual, se produce la conversión del personaje y el acontecimiento, la llamada del
vacío, hace efecto aunque ya no sentido (97-98). Probablemente el desacomodo, no solo
estético sino también político, al que nos confronta la trilogía de Campusano tenga su
raíz en ese vacío. Me consta lo intolerable que él puede resultar para quienes esperan
que un film, o un relato (pero sobre todo un film) sea, de una u otra manera, el espacio
en el que se inscriba la articulación de las demandas populares. Pero si este desasosiego,
que parece ir más allá de una falta de redención, pudiera interpretarse como el costado
más políticamente incorrecto de Campusano, es preciso decir que por eso mismo es el
más potente y eficaz. Un modo otro de repartir lo sensible (lo que se nos presenta), que
nos obliga a hablar en su propia lengua.
Textos citados
15
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milpalabras. Letras y artes en revista, n. 2, verano 2001, pp. 12-18.
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[1970]. Prólogos con un prólogo de prólogos [1975]. Obras Completas 4.
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16
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