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Relato y comunidad. Sobre el primer cine de José Celestino Campusano Sandra Contreras IECH, UNR-CONICET con Patricio Fontana, Lucía de Leone y Cristian Molina 1 Cuando en su polémica con el relato hegemónico del arte contemporáneo, con su pretensión de poner fin a la separación del espectáculo con la realidad o con la vida, propone interrogar la idea de que el teatro sea por sí mismo un lugar comunitario, Jacques Rancière establece una potente distinción entre lo “común” y lo “colectivo”. “El poder común a los espectadores –dice- no reside en su calidad de miembros de un cuerpo colectivo o en alguna forma específica de interactividad” (23). Reside, en cambio, en esa capacidad que tiene cada uno o cada una de ligar aquello que percibe a una aventura intelectual singular y es esa capacidad –común, no colectiva- lo que los vuelve semejantes a cualquier otro aun cuando su aventura no se parezca a ninguna. En este sentido, y como sabemos, la apuesta de El espectador emancipado es revocar el privilegio de vitalidad concedido a la escena teatral para concebir su potencia comunitaria, de otro modo, como una nueva escena de la igualdad: una comunidad, sí, pero comunidad emancipada hecha de narradores y traductores. (28) Probablemente no haya cine más indiferente a la agenda 1 Las hipótesis que propongo aquí surgen de los intercambios con Patricio Fontana, Lucía de Leone y Cristian Molina, y empiezan a escribirse con ellos tres. 1

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Relato y comunidad. Sobre el primer cine de José Celestino Campusano

Sandra ContrerasIECH, UNR-CONICET

con Patricio Fontana, Lucía de Leone y Cristian Molina1

Cuando en su polémica con el relato hegemónico del arte contemporáneo, con su

pretensión de poner fin a la separación del espectáculo con la realidad o con la vida,

propone interrogar la idea de que el teatro sea por sí mismo un lugar comunitario,

Jacques Rancière establece una potente distinción entre lo “común” y lo “colectivo”.

“El poder común a los espectadores –dice- no reside en su calidad de miembros de un

cuerpo colectivo o en alguna forma específica de interactividad” (23). Reside, en

cambio, en esa capacidad que tiene cada uno o cada una de ligar aquello que percibe a

una aventura intelectual singular y es esa capacidad –común, no colectiva- lo que los

vuelve semejantes a cualquier otro aun cuando su aventura no se parezca a ninguna. En

este sentido, y como sabemos, la apuesta de El espectador emancipado es revocar el

privilegio de vitalidad concedido a la escena teatral para concebir su potencia

comunitaria, de otro modo, como una nueva escena de la igualdad: una comunidad, sí,

pero comunidad emancipada hecha de narradores y traductores. (28) Probablemente no

haya cine más indiferente a la agenda performática contemporánea que el de José

Celestino Campusano. Y sin embargo, es preciso que ver cómo, por eso mismo, el

potente vitalismo que lo informa y la inédita experiencia de comunidad que lo define

transfiguran de un modo tan discreto como singular, en el contexto del cine argentino

contemporáneo, la función que el arte le asigna a la vida mientras trastorna, con notable

eficacia, la pregunta por la relación entre arte y política, conmoviendo de paso nuestro

lugar de espectador. 2

1 Las hipótesis que propongo aquí surgen de los intercambios con Patricio Fontana, Lucía de Leone y Cristian Molina, y empiezan a escribirse con ellos tres.2 Hago aquí una breve presentación. José Celestino Campusano nació en 1964, en Quilmes, en el conurbano bonaerense. En los años 80 estudió parte de la carrera de realizador argumental en el Instituto de Cine de Avellaneda, también en el conurbano, aunque, según cuenta, tuvo que esperar unos cuantos años para poder dedicarse a ese “mandato genético” que es para él el cine. Mientras tanto el comercio, la venta de puertas y ventanas, en el mismo partido de Quilmes, fue su medio de vida. De modo tal que después de Ferrocentauros, un documental que dirigió en 1991, junto con Sergio Cinalli, Campusano reaparece en el año 2000 con un corto de ficción, Culto suburbano de práctica individual, luego en 2004 y 2005 con dos mediometrajes, Verano del ángel y Bosques (el segundo, codirigido con Gianfranco Quattrini, conocido director de videoclips), pero es a partir de 2006, a sus 40 años, cuando crea, junto con Leonardo Padín, la productora Cinebruto y se dedica ya periódicamente a realizar su filmografía capital: su ya clásico documental sobre los motociclistas, Legión. Tribus urbanas motorizadas (2006), y los largos Vil Romance (2008), Vikingo (2009), Fango (2012), Fantasmas de la ruta (2013), El Perro Molina

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“Hijo y hermano de boxeadores”, dice la página institucional de su productora

Cinebruto, Campusano es un “sobreviviente de varias batallas”, el sobreviviente que

“ha deambulado insistentemente por las entrañas de zonas periféricas de diversos

países”, cuya “infancia y adolescencia estuvieron signadas por un desprecio absoluto a

la educación oficializada y a todos y cada uno de los mecanismos de inserción social”, y

que hoy profesa “una acérrima actitud anarquista”.3 Me interesa esta presentación

autobiográfica, en la que se identifican un origen social, una experiencia de vida, unos

ámbitos (menos de pertenencia que de circulación), y una ética, porque precisamente

esas batallas, a las que sobreviven pero a las que sobre todo sucumben unos habitantes,

entre empobrecidos y marginales, de las periferias de los partidos del conurbano

bonaerense (Ezpeleta, Berazategui, Quilmes, Ezeiza, Echeverría, Bosques, nunca las

villas), serán la materia sustancial de sus historias. Y porque ese anarquismo, bajo la

forma de una negativa a toda sujeción, es, al menos en los films de la primera parte de

su producción, la base ética de los motociclistas, rockers, expresidiarios o dealers de

armas tumberas, que son sus protagonistas. También, el fundamento de su arte, el de

una apuesta estética que prescinde, sin impostación, de la aprobación del gusto al uso, y

que hace de esa prescindencia, antes que un desafío al poder de las instituciones, un

lema de soberanía irrenunciable.

A esa ambición, a un tiempo realista e iconoclasta, Campusano le dio el nombre

de brutalidad.4 Pero le da a su vez como objeto, y esto me interesa hoy aquí, la

afirmación (la expresión) de la vida. El realismo radical de Campusano, podría decirse,

es indisociable de una poética de la vida. Una poética que despliega sistemáticamente en

entrevistas e intervenciones orales a través de un cuerpo articulado y muy preciso de

conceptos, y que, entiendo, podría ser la vía de entrada no solo para pensar su

singularidad en el contexto del cine vernáculo contemporáneo sino también la

reconfiguración de la idea de comunidad que lo define, y de la que quiero ocuparme en

esta presentación.

(2014), Placer y martirio (2015) y El arrullo de la araña (2015), El sacrificio de Nahuen Puyelli (2016). 3 La página institucional de Cinebruto, cinebruto.com, ha sido recientemente actualizada. La presentación tal como la cito aquí sigue encontrándose en http://blog.filmstofestivals.com/el-perro-molina-1779/4 El término, “brutalidad”, expresa bien el efecto disruptivo que la crítica coincide en atribuirle a unas películas que, no obstante sus fallas o desprolijidades y siempre gracias a un impulso narrativo único, garantizan un vigor inédito en el cine argentino contemporáneo (y, en general, podríamos agregar, en el contexto del nuevo realismo en la ficción argentina contemporánea).

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I. Vitalismo

La convicción primera de que, por ser una materia en la que técnicamente

quedan impresas sus huellas (el “cine orgánico” como una “materia compuesta de

tejido vivo”), el cine es la forma de “conservar” la “vida más sublime” 5, no es otra,

claro está, que la del realismo ontológico baziniano (aunque la preferencia por el

término “conservar” sobre “registrar” y la atribución a esa vida de una cualidad de

“sublime” indican ya la idiosincrasia de la poética de Campusano). Del mismo modo, el

recurso a locaciones reales (el rechazo a la puesta en escena) pero sobre todo a una gran

mayoría de actores no profesionales, eventualmente a algún que otro semi profesional o

semi poco conocido, para mejor testimoniar esa vida, se entronca, desde luego, en la

gran tradición del neorrealismo (sobre todo en la negación del principio de la star y en

la utilización indiferente de profesionales y actores eventuales) al mismo tiempo que

participa de esa masiva apertura actual de la imagen cinematográfica a la vida (Aguilar

2015, 84) que, desde Pizza, birra, faso (Caetano, 1998), Mundo grúa (Trapero, 1999),

Bonanza (Rosell, 2001) o La libertad (Alonso, 2001), es uno de los signos distintivos

del nuevo cine argentino. Y, sin embargo, hay algo ligera pero definitivamente diferente

en el vitalismo de Campusano. Por un lado, diría que no se trata, estrictamente, de esa

amalgama entre la conformidad físico-biográfica del actor y las condiciones morales del

guión de la que el film neorrealista, dice Bazin, obtiene su extraordinaria sensación de

vida (Bazin 295), sino de una imbricación existencial según la cual es imprescindible,

para Campusano, que los intérpretes hayan vivido experiencias muy próximas a las que

se narran y, más aún, que hayan “pagado en dolor lo que han vivido” (estos son sus

términos6). Por otro, tampoco se trata, por ejemplo, de esa pulsión por observar antes

que narrar que Lisandro Alonso practica en La libertad, cuando registra el día en la vida

de Misael, un hachero en La Pampa, ni, exactamente, de registrar tranches de vida,

como lo hace Pablo Trapero en Mundo grúa, cuando se abre a la vida misma del

personaje, el Rulo, que supo apoderarse de la historia (Aguilar 2015, 82). Y es que, en

otra dirección que la del despliegue sin pausa de lo biográfico en el que las narrativas

del presente encuentran el resguardo inequívoco de la existencia (Arfuch 49-66), la

opción de Campusano no apuesta solamente a revelar la verdad de la vida del actor sino

5 La formulación de la idea puede escucharse, como en muchas otras intervenciones orales, en el siguiente link, https://www.youtube.com/watch?v=u-FnWYKCmdY&t=1230s, correspondiente a la conferencia de prensa del 28º Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, 22 de noviembre de 2013.6 Véase la siguiente entrevista realizada en 2009, en la ciudad de Córdoba, en ocasión de presentar la película Vil romance: https://www.youtube.com/watch?v=UeeYGJ_Agcg

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sobre todo a hacer resplandecer una historia que ha sido vivida en, y por, la comunidad.

Aquí el impersonal es clave.

En este sentido, y acorde con los términos según los cuales lo entiende como una

suerte de reencantamiento del mundo (habla de “energías instaladas en los ámbitos”, del

karma y la “esencia áurica” que “irradia”, por ejemplo, el rostro de Vikingo7), en el

vitalismo de Campusano podría resonar, antes bien, la dialéctica vida-muerte que

postula un “empirismo herético” como el de Pier Paolo Pasolini. “El cine es

prácticamente una vida después de la muerte”, decía Pasolini en 1967, con lo que se

estaba refiriendo no al poder del carácter indicial de la imagen fílmica sino a la potencia

estructurante de sentido que, del mismo modo en que lo hace la muerte en relación con

la vida, la operación de montaje introduce en la acción de un filme. Me refiero a esa

dialéctica vida-muerte desde la cual Pasolini optaba por el montaje (en todo caso el

plano secuencia simulado) contra el plano secuencia infinito del “nuevo cine”, no en el

sentido de una discusión con “el breve, sensato, medido, natural y afable plano-

secuencia del neorrealismo” que, decía, “con su culto optimista de la realidad nos da el

placer de reconocer la realidad vivida cotidianamente”, sino en el sentido de un rechazo

del “largo, insensato, desmesurado, innatural, mudo plano-secuencia del nuevo cine”

que, por el contrario, “con su culto exasperado por la realidad, nos pone en un estado de

horror ante la realidad”. (331) Esto es, la dialéctica vida-muerte desde la que optaba por

la dación de sentido contra la profesión de insignificancia, y desde la que afirmaba que

así como una vida, con todas sus acciones, es descifrable total y verdaderamente sólo

después de la muerte, cuando sus tiempos se acortan y lo insignificante cae, así en un

film es preciso la operación de montaje que introduce la instancia de muerte desde la

cual una vida adquiere sentido (333). Y dado que el tiempo es de este modo finito, en el

film es necesario “aceptar la fábula a la fuerza” (334).

Remito entonces a los ensayos de Pasolini no para proponer una comparación

con el “realismo de los cuerpos filmados” (Comolli 64) sino porque sus argumentos y

su formulación permiten pensar cómo es que el vitalismo de Campusano, que

técnicamente no se traduce en la distancia del plano secuencia, ni en su uso recurrente,

ni en el uso libre de la cámara (cf. La libertad, Mundo grúa), es indisociable, por el

contrario, de la fuerza significante de la fábula. El cine, dice una y otra vez Campusano,

es la posibilidad de retener el brillo de una piel o el timbre de una voz que “ya no

7 Ver la entrevista realizada por Roger Koza, para el programa El Cinematógrafo, Córdoba 2010: https://www.youtube.com/watch?v=g3fCmxIOjtM

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están”, y testimonia así “la vida más sublime”. Pero si esto así, diría a su vez su cine, es

porque lo que resplandece en la pantalla, entre esos rostros y cuerpos que irradian una

“esencia aurática” y llenan el plano como huellas sociales, es, precisamente, una

historia. Una historia dotada fuertemente del sentido de haber sido vivida: por alguien,

por algunos, en la comunidad, y que se presenta con la fuerza del advenimiento de lo

impersonal. Una historia, por lo demás, en torno de la cual, dice Campusano, es preciso

saber construir un “estado de ensoñación” con el que interesar, y seguir “viva” y

perdurar en la memoria.8 Quizás, para un gusto educado en la percepción de las

acciones cotidianas de un hachero que la cámara puede registrar en un extenso plano

secuencia, la disonancia del cine de Campusano –su brutalidad, ese efecto de mal

cerrado, de mal resuelto- resulte de la articulación entre el registro documental de

cuerpos y voces y una historia de estructura y montaje clásicos en la que esperaríamos

una actuación al estilo naturalista9. Y sin embargo es preciso ver cómo cuando esa

historia resplandece (hay siempre un punto de torsión, en que las tramas se cruzan) la

película cobra espesor y toda disonancia se retrae y hasta desaparece.

Lo que tiene que perdurar es la historia. Más aún, una historia, antes que un

relato.10 Lo dice magníficamente Marcos Vieytes: “Lo indudable es que ante toda

película de Campusano uno siente que tenía algo previo que contar y que esa condición

previa del relato se impone a toda cauterización retórica, [...] y esa herida anterior queda

abierta sin sutura posible, sin representación capaz de cerrarla, incluso más allá de la

voluntad del director”, como si “el cine mismo [fuera] menos importante que el traslado

de esa historia previa de la manera más viva posible, la manera de los muchos que la

vivieron, se la contaron y participan de sus películas, y esa distancia insalvable entre el

material oral comunitario que da nacimiento a las películas y el Cine con mayúsculas es

saludable como pocas.”

8 Ver la entrevista realizada por Roger Koza, para el programa El Cinematógrafo, Córdoba 2010: https://www.youtube.com/watch?v=g3fCmxIOjtM.9 Patricio Fontana (2015) ha precisado muy bien que las actuaciones supuestamente fallidas, poco creíbles, duras, antinaturalistas, a las que se les reprocha el restarle verdad a las imágenes, son el “testimonio no de una incapacidad de Campusano para elegir o dirigir a sus actores sino, por el contrario, de la opción por el artificio y por cierta incomodidad en la recepción de un cine, por lo demás, virtuosamente realista”. “Hay que aprender a escuchar el cine de Campusano”, dice Fontana; “aprender a escuchar esa deliberada apuesta por unas actuaciones definidas por una cadencia tonal muy diferente de aquella a la que el cine más adocenado nos tiene acostumbrados”.10 Dice en la entrevista realizada por Mercedes Halfon (2014), a propósito de la presentación de El Perro Molina: “Quería que hubiera una construcción coral, con la mayor cantidad de elementos reales posibles. Si la persona habita en el ámbito y ha presenciado algunas anécdotas, eso no tiene que morir, tiene que ser el cordón umbilical con la cámara. Porque si muere eso, muere mucho.”

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En efecto, desde esta perspectiva no solo se puede comprender mejor el rechazo

vehemente de Campusano a que sus ficciones de violencia sean adscriptas a la matriz

genérica del western americano sino sobre todo percibir su vocación de inscribirlas, si

de buscar tradiciones se trata, en una fuerza narrativa de otro orden, tal vez también de

otro tiempo. Se dirá, desde luego, que no hay por qué creerle a Campusano todo lo que

dice, y que no obstante su declamado “antiimperialismo” es indudable su destreza en el

manejo de los géneros (Vil romance, un melodrama marginal y gay; Vikingo, un western

motoquero), pero su convicción de que el fluir de sus historias provienen no de los

formatos de la historia del cine y mucho menos de Hollywood sino de una práctica tan

antigua como la literatura misma (“de los juglares, incluso de mucho antes, de los

fogones, del Paleolítico”) señala una verdad de la naturaleza de su relato como

práctica.11

II. Comunidad

Será por esto también que Campusano narra como conociendo el significado

antiguo de las palabras. Me refiero a la idea de comunidad, en la que se articula una

forma de trabajo cooperativa (el principio básico de Cinebruto es integrar a la

comunidad en contenidos, interpretación, producción ejecutiva y difusión) pero que

informa, a su vez, y esto es lo que me interesa aquí, la lógica y la ética del relato.

Pienso, particularmente, en la trilogía integrada por Vil romance (2008), Vikingo (2009)

y Fango (2012), los tres primeros largos en los que, como abrevando en la deriva

etimológica que tan magníficamente reconstruye Roberto Espósito, la circulación de la

violencia por los barrios pobres del conurbano bonaerense contemporáneo se cuenta al

modo de unas historias de dones y de deudas en las que se pone en acto la experiencia

ambivalente, y trágica, de una comunidad fundada en el munus.

Pero si recorto estos films es precisamente porque en ellos tres la ley de la

comunidad (la de la circulación del munus a través de la palabra oral), se afirma

independientemente de toda confrontación con el afuera. Esto es, como si no necesitara,

para constituirse, reconocer una explícita confrontación con el Estado. En efecto, hasta

Fantasmas de la ruta (2013) y El Perro Molina (2014), cuando la trama la incorpora

como parte de las redes criminales y por lo tanto la hace interactuar con los

protagonistas de la ficción, la policía, en tanto expresión inmediata del Estado, es

reconocida como uno de los tantos peligros de la calle (igual que el de las alimañas, dice 11 Cf. Patricio Fontana y Lucía de Leone. “Entrevista I. Hacia un cine de lo heterogéneo”

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Raúl en Vil Romance) o como un pasado que se quiere mantener a distancia (la cárcel a

la que Nadia, en Fango, no quiero volver). Pero no solo su mención, brevísima, se hace

como al pasar, sino que además, y esto es capital, de ningún modo constituye, en el

guión, una instancia a la que los personajes necesiten recurrir para definir su identidad,

ni su posición. Tampoco la crisis económica, política, social. Quiero decir, el

empobrecimiento está allí, como un dato de la realidad. Y, aunque no haya referencias

temporales específicas, sabemos muy bien que se trata de su agravamiento después del

2001 y a lo largo de los años en que se ruedan las películas (entre, digamos, 2000 y

2012), sencillamente porque el presente estalla como una evidencia en la pantalla. Y sin

embargo, ni el desarrollo del relato recurre a esas crisis para explicar ninguna de sus

circunstancias, ni los personajes a su condición de marginalidad o a la carencia para

definirse. No hablan de eso. En este sentido, basta con recordar el marco policial de una

película como Pizza, birra, faso (que comienza con una persecución policial y termina

con la detención, policial, de la comunidad de jóvenes marginales) o el gran tema de la

falta de trabajo que configura, de principio a fin, la situación de Rulo en Mundo Grúa,

para medir el giro que, en el contexto del nuevo cine argentino que ya había cortado, y

radicalmente, con el discurso denuncialista de los años 80, el primer Campusano

imprime, o vuelve a dar, en la representación de los sectores populares en la Argentina

contemporánea.

Me interesa muchísimo este vacío en la representación. Los problemas estéticos

y políticos que plantea (los del lazo entre estética y política) son, creo, enormes. Por el

momento, diría: como pocos, Campusano presenta comunidades idiosincráticas –

reconocibles en la pertenencia a un ámbito, en sus inscripciones corporales, discursivas,

lingüísticas- al mismo tiempo que las sustrae a la coacción identitaria de un sujeto

colectivo. Y en esto mismo reside la potencia política de la trilogía: en el hecho de que,

en lugar de constituir como una “propiedad” (un atributo, una determinación) que

califica a los sujetos que une como pertenecientes a un mismo conjunto, la comunidad

funciona como un acontecimiento en que se experimenta, dolorosamente, la

ambivalencia del munus, tan hospitalario como hostil, antes de coagular en su uso

político (esto es, en la política identitaria del pueblo).

Entonces. La lengua nueva que habla el cine de Campusano va a la raíz de la

comunidad: al munus, a ese don particular entre los dones que se da porque se debe dar,

porque no puede dejar de darse. Lo hace, en principio (y me interesa precisar de entrada

esta particularidad) a través de la palabra: es la palabra, no el regalo, la que cumple la

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función circulante del don y la que se reviste de la obligatoriedad de su devolución. Si

Mauss preguntaba “¿Qué fuerza hay en la cosa que se da –el presente- que hace que el

donatario la devuelva?” (71)12 , a propósito de este cine podríamos preguntar: “¿qué

fuerza hay en la palabra que se profiere que hace que ninguna quede sin ser

respondida?”. Y es que en el mundo de Campusano nadie queda sin responder ni sin

recibir respuesta. Solo que si en el régimen del don, la devolución evita la guerra, aquí

es en la respuesta y a través de la respuesta que se desencadena la acción. “Vos podés

hacer lo que quieras –le dice el Perro Molina a su discípulo-. Pero esperá la respuesta,

que llegará”. En efecto, la sintaxis de las historias de Campusano es la de la réplica:

todo acontece allí donde una palabra llama a la otra (el nudo de la escena siempre es el

diálogo), porque la palabra es acción y no hay acción sin palabra que la preanuncie o

que la desate.13 Desde luego, llega un punto, a veces, en que, como en la escena en que

Facundo va en coche al muere, la respuesta llega en la forma del cuchillo filoso o de un

balazo certero14. Es cierto, en este sentido, que los pactos orales y las peleas con

apariencia de duelos nos traen reminiscencias borgianas, pero, aun cuando difícilmente

haya personajes más pendencieros, más decididos a la acción y más familiarizados con

la muerte que los orilleros múltiples de Quilmes o Berazategui, la ley del Sur de

Campusano no es ya la del coraje: sea que sobrevivan a las batallas como Vikingo o

sucumban a ellas como Nadia y el Brujo (Fango), sus héroes (a los que, entre

paréntesis, nunca los mueve la ostentación de su nombre) son los communis a través de

los cuales circula y se comparte, como una carga, la cadena de las promesas y las

deudas, de los favores y los encargos, aquellos en los que se cumple la inexorable

obligatoriedad del munus.15

Vikingo, el seudopatriarca y motociclista que es uno con su chopper en la ruta,

es el emblema de este mundo, su testigo máximo. Por él transcurre la comunidad en dos

sentidos. Es quien aloja, asiste, da de comer: quien “se hace cargo”. También quien

lidera y sella los pactos inmunitarios. Precisamente. Los contratos que Vikingo sella con

12 La pregunta completa dice: “¿Cuál es la regla de derecho (contractual) y de interés que hace que, en las sociedades de tipo primitivo o arcaico, el presente recibido se devuelva obligatoriamente? ¿Qué fuerza hay en la cosa que se da –el presente- que hace que el donatario la devuelva?” (Mauss 71)13 En las películas de Campusano los personajes hablan todo el tiempo y saben muy bien lo que quieren decir. No quiere decir con esto que sean verborrágicos (en otro sentido, sus palabras son siempre justas y precisas y la mayor parte del tiempo es un conjunto de pautas entre colectivas e individuales el que sostiene sus líneas de intervención) sino que así como la sintaxis del relato está en la réplica, el personaje es lo que dice, en una articulación entre cuerpo y palabra que es definitiva. 14 Me refiero a la escena que cierra el capítulo “¡¡¡Barranca Yaco!!!” en Facundo, de Domingo F. Sarmiento.15 Cf. Espósito 27-29

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el líder de la banda de jóvenes delincuentes (los “muchos” armados que reparten el

delito y el ajusticiamiento), o con otros referentes barriales o grupales, son pactos de no

interferencia (“no meterse”, “dejar entrar y salir”, cada uno en su espacio) que, bajo la

forma de advertencias en los que siempre rige el precio (el contrato, dice Espósito, es la

más directa negación del don), inmunizan contra la fuerza del otro y garantizan por lo

tanto la convivencia (civil) en el territorio. 16 Solo que, a falta de la institución del

Estado, que como sabemos tiene como objeto suprimir el peligro mortal que porta la

relación comunitaria, la periferia de Campusano está atravesada por una proliferación de

micro o seudo-estados configurados, sin embargo, sobre la base de pactos tan

contundentes como precarios, siempre al borde de su disolución. El clima, naturalmente,

es el de un estado de guerra inminente, siempre a punto de estallar.

Al mismo tiempo, por Vikingo –en el personaje- circula la cadena del munus: la

contracción de una deuda con aquellos que nunca lo dejaron sin techo ni comida y la

promesa familiar de proteger al huérfano abandonado, se traducen, evidentemente, en el

ejercicio del don, con Julián (su sobrino) y con Aguirre (el motociclista que recoge en la

calle y al que en poco tiempo declarará como “casi de la familia”). Pero si Campusano

cuenta mejor que nadie los lazos (reales, no teóricos) de la comunidad es porque sabe

iluminar el riesgo siempre latente de su disolución, aunque no allí donde se incumplen

las promesas sino donde irrumpen, con fuerza, las prerrogativas de un deseo, también

idiosincrático, de libertad individual. La inquietante contigüidad léxica entre hospes y

hostis, dice Espósito (33), señala que lo que se teme en el munus es la pérdida violenta

de los límites que confieren identidad y aseguran subsistencia. En efecto, son los

huéspedes de Vikingo los que encarnan esa contigüidad inquietante, el carácter hostil de

la hospitalidad17: Julián, que desde su adopción de la banda delictiva, se resiste a

agradecer la prestación gratuita en la casa familiar y desconoce la autoridad del don

(“vos quién sos”, le dice una y otra vez a Vikingo), pero sobre todo, de un modo más

16 El contrato, dice Espósito (41-42, 68), es la más directa negación del don; es el paso del plano comunitario de la gratitud al de una ley que se ha sustraído a toda forma de munus. precio específico que se le asigna a cada prestación. 17 De aquí, entre paréntesis, y tal como lo postula su primer largo, la centralidad de la casa, más que de la calle como espacio de deambulación y de choque, en los dramas de Campusano. Vil romance se abre y se cierra con planos de la mirada de Roberto desde la cama al techo -¿al cielo?-, como índice de su vínculo con la posibilidad, incierta o próxima, de una morada. Y ese modo de enmarcar el film -subrayado por la escena inicial en la que desde afuera y a través de la ventana, observa la fiesta que su madre y su hermana organizan en la casa familiar en la que ya no vive- muestra bien que, subyaciendo a la historia cruel y violenta de su relación homoafectiva, el protagonista es también -tal vez ante todo-, un joven sin domicilio propio. La toma de posesión de la casa de Raúl que progresivamente va reconociendo como “suya” es, sin dudas, uno de los finales del drama. También en Verano del ángel la tragedia gira en torno de la ocupación de la casa familiar.

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complejo y por lo tanto más dramático, Aguirre, el motociclista errante. Huésped y

extranjero, Aguirre teme como ninguno perder sus límites, no tanto los de su identidad

como los de su libertad, y se reserva, sin ingratitud pero con firmeza, la posibilidad de

no aceptar el munus (aceptaré, le dice a Vikingo, el alojamiento que me das, “si quiero”;

si no quiero, “me mando a mudar”). (Auto)inmunizado de este modo contra el lazo

comunitario, Aguirre puede incumplir la deuda contraída (eliminar el peligro de la

amenaza pero a la vez desatar la guerra) y sin embargo es por este incumplimiento, y en

esta paradoja reside la potencia de su drama, que libera a Vikingo del encargo familiar

(suprime su carga) y le devuelve el don. Podríamos decir: son los inmunizados, que aquí

orbitan en los lindes familiares, quienes paradójicamente se enfrentan y, en ese

enfrentamiento, acaban por señalar el vacío que socava a la comunidad.

La comunidad, entonces, se experimenta allí donde el lazo colectivo se expone

al intersticio de una irrenunciable libertad individual. También allí donde se abre a las

derivas oblicuas de una violencia que circunda y perfora lo social como su peligro

constitutivo. Fango, la obra maestra de Campusano, su ars poética diría Patricio

Fontana, es, de algún modo, un punto de inflexión en la trilogía. 18 Al otro lado de

Vikingo, son ahora los communis y no los inmunes (los que se “preservan” y así

sobreviven) quienes llevan al extremo un modo de experimentar el don de muerte que la

comunidad lleva dentro de sí. La melancolía es la forma de esa experimentación.

Ni el Brujo, veterano cantante heavy metal obsesionado ahora, casi como si

fuera una última oportunidad, con la formación de una banda para hacer tango-trash, ni

Nadia, la joven tomboy entre salvaje y beligerante que a su turno también reunirá una

banda pero de lesbianas exconvictas para hacer justicia, ni uno ni otro están

directamente implicados en el conflicto que atraviesa el barrio y desencadena la historia.

Sin embargo, la pregnancia de la comunidad –bajo la figura general e indirecta del hijo-

atrapa a ambos en una cadena incontrolable de encargos y favores que los conduce

inexorablemente no a encontrar ellos mismos la muerte pero sí a propiciarla de un modo

casi insensato a su alrededor y a confrontarse con sus esquirlas. En el Brujo, esa

pregnancia da un paso más: allí donde la espiral de violencia lo separa del proyecto

musical, la comunidad se realiza en él no como modo de ser del sujeto individual sino

como “su exposición a lo que interrumpe su clausura y lo vuelca hacia el exterior”

(Espósito 32). Toda la maestría narrativa de la película pasa por la dosificación que 18 Dice Fontana (2014): el objetivo del protagonista de armar un grupo que fusione rock y tango “podría leerse como una reflexión del director sobre los materiales heteróclitos que constituyen su cine y sobre las dificultades que esa búsqueda estética acarrea”.

10

Page 11: lazosleiden.files.wordpress.com  · Web viewMientras tanto el comercio, la venta de puertas y ventanas, en el mismo partido de Quilmes, fue su medio de vida. De modo tal que después

alterna entre la velocidad crucero con que comienzan a cruzarse ambas tramas (la de

Nadia, la del Brujo) y la aceleración con que adviene en el “vértigo” de la comunidad al

modo de un “espasmo en la continuidad del sujeto” (Espósito 32). Asimismo, la

maestría compositiva puede calibrarse en la parábola que va del poderoso y preciso

entramado de los planos iniciales, que giran alrededor de tres miradas fuera de campo

(la del Indio, la del Brujo, la de Nadia)19, al duelo final en el que, como en la pelea entre

impotentes de Accatone, convergen, oblicuamente, los dos afectados de comunidad

La irresolución de ese duelo -el cierre inmejorable de Fango- es menos la

apuesta por un final abierto que la decantación de la historia en una riña de gallos, tan

eterna como desangelada (ni siquiera la muerte la ennoblece), una riña en la que se

inscriben agónicamente el cansancio, el hartazgo, la demolición sin fin. Es el dibujo de

la falla, de la separación abierta (eso que separa al artista definitivamente de sí) en la

que la “afección de comunidad” se traduce en melancolía: ninguna nostalgia por el

pasado sino como “la huella de la distancia imperceptible pero infinita entre la ley de la

comunidad, que los interpela y el cuerpo que oscuramente vive y (de algún modo)

muere bajo el peso de esa ley”.20 Antes que como un lazo colectivo de identificación, la

comunidad, dice Espósito, opera como “una despropiación, que inviste y descentra al

sujeto propietario, y lo fuerza a salir de sí mismo. A alterarse. En la comunidad los

sujetos no encuentran un principio de identificación sino ese vacío, esa distancia, ese

extrañamiento que los hace ausentes de sí mismos” (31). Así en Fango, la revelación de

ese “pozo en el que la comunidad corre continuamente el riesgo de resbalar, el

desmoronamiento que se produce a sus costados y en su interior”.

III. Lazos

Ahora bien, como ya ha sido observado, no hay, en absoluto, una mirada

conmiserativa en el cine de Campusano. Participa así, sin dudas, de la opción estética y

política del nuevo cine argentino que, como lo precisó Gonzalo Aguilar, abunda en

héroes lúmpenes o menesterosos al mismo tiempo que, apartándose del populismo

anterior, quiebra irremisiblemente todo vínculo piadoso. Los personajes de Mundo grúa,

Bolivia, Bonanza, Pizza, birra, faso, dice Aguilar, “no piden nuestra piedad y son más

bien indiferentes a ella: forman su propio mundo y no necesitan de ninguna redención

19 Cf. Marcos Vieytes, “Fango”.20 Me estoy remitiendo aquí a las hipótesis de Juan Pablo Dabove sobre la melancolía de los orilleros borgianos. Dabove 174.

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Page 12: lazosleiden.files.wordpress.com  · Web viewMientras tanto el comercio, la venta de puertas y ventanas, en el mismo partido de Quilmes, fue su medio de vida. De modo tal que después

exterior.” (Aguilar 2001, 16) Lo mismo podríamos decir de los de Vil romance, Vikingo

o Fango.

Y sin embargo, hay cierto desacople en la trilogía, algo del orden de un ligero

desfase que desacomoda, de un modo nuevo en el cine argentino, al espectador y que se

traduce, podríamos decir, en esa pregunta que una y otra vez se nos impone: ¿desde qué

lugar cuenta Campusano? No creo que pueda hoy definir los términos de ese desfase;

espero al menos poder situar algunas de las preguntas con las que pensarlo.

Quizás haya que decir que, involucrado como está en la comunidad que

representa y con la que trabaja (formó parte de ellas o entabla con ellas una mecánica de

trabajo fundada, dice, en el intercambio), al menos las películas de la trilogía quedan

muy cerca de ese propósito suyo, tantas veces explicitado, de “borrarse” y propiciar no

una re-presentación sino una presentación de la comunidad. Ante una sugerencia

semejante no quedaría más que reconocer, enseguida, que un propósito de esta

naturaleza solo puede formularse, desde luego, en el orden del deseo y la utopía. Pero

más que esto me interesa señalar dos operaciones, dos “movimientos”, que, entiendo,

convergen para producir el efecto (que por cierto Campusano obtiene como pocos) de

estar contando “desde adentro”. 21

Por una parte, el modo en que Campusano se proyecta –se visibiliza, se

representa- a sí mismo en los textos, fílmicos y escritos, previos al rodaje de sus largos

podría ser leído, retrospectivamente, como una forma de resolver esa implicación

(personal). Tanto los relatos que componen Mitología marginal argentina (un volumen

que publica en 2006), todos contados en primera persona en la voz narrativa de José,

como Bosques, el mediometraje de 2005 en el que Campusano interpreta también a un

tal José, dueño como él de un negocio de aberturas en Florencio Varela, parecen

compuestos en clave autobiográfica, o autoficcional, como decimos hoy. Mientras tanto,

en Culto suburbano (el corto del 2000) y en Verano del ángel (mediometraje de 2004),

además de guionista y director, Campusano interpreta a un miembro de una de esas

típicas bandas delictivas y pendencieras, y actúa el desafío y la violencia. Por cierto,

resulta interesante: en el comienzo de su ficción cinematográfica, Campusano se pone

en escena a sí mismo, como proyectando o exorcizando, su intervención individual;

también, como poniendo a prueba en sí mismo (al modo de un “primero me expongo

yo”) las ficciones de violencia y de marginalidad que enseguida su cine va a contar. Y

podríamos decir: este mecanismo, que consiste en poner “todo el yo de entrada”, en el 21 Cf. Patricio Fontana y Lucía de Leone, “Entrevista I. Hacia un cine de lo heterogéneo”.

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Page 13: lazosleiden.files.wordpress.com  · Web viewMientras tanto el comercio, la venta de puertas y ventanas, en el mismo partido de Quilmes, fue su medio de vida. De modo tal que después

umbral del universo de su cine, es el pre-texto, o el protocolo, con el que Campusano

sella su articulación con la comunidad y reconfigura el lazo.

Pero además, es también en Bosques, el corto autoficcional, que José

(Campusano) le cuenta a la mujer con la que mantiene una relación que tiene planes de

irse (al exterior), por un tiempo. Lo cual, visto de nuevo en forma retrospectiva, resulta

también, y por demás, interesante: a excepción de Beatriz (la madre que, en el final de

Fango, decide dejar el barrio antes que acoger nuevamente en su casa al hijo

delincuente: Beatriz, la abanderada de las inmunes), de todos sus personajes, José

(Campusano) es el único (el único hombre) que piensa en salir –siquiera por un tiempo-

de ese mundo. No importa si finalmente se concreta. Lo que importa es esa pequeña

incisión por la que queda inscripto, en el relato mayor que atraviesa su cine, un deseo de

irse. No la partida en sí sino la representación del movimiento, de su atisbo. Como un

amague. El mínimo amague de apartamiento que Campusano, personaje pero también

guionista y director, necesita (emprende) para desde allí volver y reconfigurar el lazo

(con la comunidad).

La eficacia de este lazo, y por aquí llegamos al segundo movimiento, no se mide

por la ambivalencia de su constitución. Se mide más bien por la incomodidad a la que

nos enfrenta, por la desubicación en que nos coloca. Me refiero aquí no a la fricción que

puedan producir las actuaciones sino a los problemas estéticos y políticos que plantea el

vacío en la representación del afuera de la comunidad, y más concretamente de su

confrontación con el Estado.

En efecto, ¿cómo leer el hecho de que la espiral explosiva y vertiginosa de la

violencia (no solo los enfrentamientos sino también el robo, la estafa, el secuestro o el

crimen) circule siempre, en la trilogía, entre los miembros de la familia, del barrio, de la

“gente”, esto es, hacia adentro de la comunidad? ¿Supone, como ha sido observado, un

señalamiento indirecto de la descomposición social como consecuencia del abandono

del Estado? ¿O habla, antes bien, de la autonomía soberana de un artista para contar,

para presentar, un mundo configurado en una ley otra que no requiere, para ejercerse en

tanto ley -tremenda por otra parte-, de su confrontación con el pacto inmunitario del

estado? La soberanía de esta opción quizás pueda ponderarse mejor cuando se la

contrasta con los efectos, formales y políticos, de la representación del Estado en la

trama: o gana peso la denuncia temática (Fantasmas de la ruta y la trata de blancas) o

se abre la posibilidad a cierto heroísmo en el que, ahora sí, bajo la forma del

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ajusticiamiento y la venganza, parece resonar más claramente el western (El Perro

Molina).

Yo creo que esa soberanía es pariente del anarquismo que signa la ética, y por

extensión, la política, del mundo de Campusano. ¿Pero cuál anarquismo? Decíamos

antes, a propósito de la dialéctica entre communis e inmunes en Vikingo, que es en la

reserva a ultranza de un espacio individual de libertad, que la comunidad se abre a un

intersticio y se expone al vacío que la constituye. Borges, que también se declaraba

anarquista, decía que el argentino se identifica con el individuo, con “el rebelde,

siquiera inculto o criminal, que se opone al Estado”, y que por eso elige al matrero o al

cuchillero que “pelea solo, a poncho y a facón”, y sobre todo al sargento Cruz cuando se

pone a pelear contra la partida al lado del desertor Martín Fierro. Aclaraba además que,

por pertenecer al pasado, podíamos venerarlos, a esos héroes populares, sin riesgo

(107). La preservación de la libertad individual a ultranza es el signo de las

comunidades de Campusano; también, el signo de sus héroes/protagonistas (por lo

general bajo la forma de una resistencia a regímenes de trabajo estable). Solo que no

ejerciéndose expresamente como resistencia popular ni fundándose en la ley del coraje

(postergando de este modo, y de paso, toda posibilidad de mitificación), esa defensa

rememora más bien la afirmación festiva de la libertad individual de Martín Fierro

cuando, o bien en el pasado ajeno a la violencia del Estado o bien apenas liberado de su

captura pero antes de reconocerse su víctima, canta, y dos veces, “mi gloria es vivir tan

libre como el pájaro en el Cielo” (vv. 91-92). Esa individualidad anarquista, en la que la

existencia misma del Estado parece haber sido olvidada, es la gloria, y la política, de los

motociclistas de Vikingo, la de Vikingo mismo, también la de Roberto en Vil romance. 22

De ascendencia más gauchesca que orillera, ¿hablaría entonces este anarquismo

libertario de una suerte de condición prepolítica de la comunidad?23 De ningún modo.

Diría que lo que hace Campusano es alterar –tal vez sin proponérselo- una estructura de

relato bastante arraigada en la tradición argentina. Me refiero a la biografía oral, la

matriz narrativa con la que se cuenta la historia del sujeto popular atrapado entre dos

leyes: el drama del sujeto que, habiendo cometido un delito, es inocente para la ley oral

22 Legión, el documental sobre los motociclistas, va de las entrevistas a miembros de las agrupaciones más organizadas a la palabra de Vikingo, representante máximo del rechazo a toda sujeción. Esa parábola narrativa termina por iluminar precisamente eso que es Rubén Beltrán (alias el Vikingo) en el documental y también en la película que lo tiene como protagonista. Vikingo, que no tiene agrupación, ni teléfono, ni sabe cuántos kilómetros recorrió, encarna la individualidad anarquista a ultranza. 23 ¿Será preciso preguntar también cuál es el tiempo del cine de Campusano?

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y culpable para la ley escrita. Cuando esa biografía oral, dice Josefina Ludmer (229-

230), es contada por un escritor letrado, el relato varía según se le quite a la historia la

injusticia inicial (y el sujeto resulte entonces un bandido sin motivo, el Facundo de

Sarmiento) o se atribuya esa injusticia a la responsabilidad Estado (el Martín Fierro de

Hernández). En el marco de esta tradición (de la que tal vez no renegaría), la audacia del

arte genuino de Campusano, ¿no proviene del hecho de no necesitar probar las causas

de la violencia, de no necesitar justificar la violencia que tiene lugar en la comunidad,

sin por esto convertir a sus miembros en delincuentes porque sí? La potencia de la

lengua que inventa para contar la circulación de la violencia popular en la Argentina

contemporánea, ¿no proviene de la perplejidad que nos produce este vacío, que no es un

borramiento del conflicto y mucho menos su negación?

En Breves viajes al país del pueblo, Rancière se detenía en ese momento de

Europa 51 de Rosellini en que Irene, el personaje que interpretaba Ingrid Bergman (la

extranjera), sale del cuadro de la representación –el cuadro del pueblo-, y su cuerpo se

torsiona, de golpe, como al llamado de lo desconocido. Allí, decía Rancière, en ese

vuelco en lo irrepresentable y no en el saber inteligible del lazo entre el pueblo y el

intelectual, se produce la conversión del personaje y el acontecimiento, la llamada del

vacío, hace efecto aunque ya no sentido (97-98). Probablemente el desacomodo, no solo

estético sino también político, al que nos confronta la trilogía de Campusano tenga su

raíz en ese vacío. Me consta lo intolerable que él puede resultar para quienes esperan

que un film, o un relato (pero sobre todo un film) sea, de una u otra manera, el espacio

en el que se inscriba la articulación de las demandas populares. Pero si este desasosiego,

que parece ir más allá de una falta de redención, pudiera interpretarse como el costado

más políticamente incorrecto de Campusano, es preciso decir que por eso mismo es el

más potente y eficaz. Un modo otro de repartir lo sensible (lo que se nos presenta), que

nos obliga a hablar en su propia lengua.

Textos citados

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