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Los Cuadernos de Arte
EL DISEÑO Y LA CULTURA TARDO-MODERNA*
Eduardo Subirats
E1 diseño comprende aquellas actividades técnicas, expresivas y simbólicas, así como reflexivas y teóricas, que intervienen en la creación y en la produc
ción de las formas. Este principio formal encierra, por tanto, no sólo un valor sensible relativo a la concepción del espacio, el volumen, el color, el ritmo de los objetos de nuestro entorno cultural, sino, al mismo tiempo, valores emoconales, éticos y sociales. En este sentido, la forma no solamente introduce una cualidad estética a determinados objetos, sino que constituye aquel esfuerzo humano que confiere a todos los objetos de nuestro entorno vital su significado y su valor cultural. El objetivo último del diseño, de la producción formal, en sus múltiples proyecciones, desde la forma de un objeto doméstico, hasta la forma de la ciudad, es la construcción humana de su propio universo, en el cual habita. La forma es la actividad elemental que otorga a las cosas su sentido humano. Y su significado es, por consiguiente, individual y subjetivo, a la vez que objetivo y social.
El diseño, en su constitución moderna, nació precisamente con la conciencia de su trascendencia cultural en la sociedad industrial. Los nombres de dos grandes creadores, Ruskin y Morris, están asociados a sus orígenes. Lo que otorgó un valor original e innovador a las obras tanto artísticas como intelectuales de estos pioneros fue el hecho de que asignaran al diseño, tanto en sus formas individuales, artesanales, como industriales, la dignidad estética de la creación artística y la conciencia de sus múltiples consecuencias y significados sociales.
El diseño contemporáneo, el diseño que se ha llamado moderno en un sentido estricto, surgió, sin embargo, en el medio de grandes convulsiones que, a comienzos del siglo XX, transformaron sustantivamente la estructu.ra de la sociedad industrial, así como sus valores éticos y estéticos. Surgió de una crisis que puso profundamente en cuestión su propia identidad artística. El nacimiento de grandes metrópolis industriales, el desarrollo de tecnologías revolucionarias, la primera guerra mundial, y los cambios políticos y sociales que ocasionó como últimas secuelas, indujeron una reformulación y una renovación de sus principios más elementales.
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Los pioneros del diseño moderno, artistas como Loos, van de Velde, las escuelas alemanas de llf'Werkbund y la Bauhaus, el grupo de artistas en tomo a la revista holandesa «De Stijl», y muchos otros, transformaron la idea del diseño en un sentido afín a las utopías estético-sociales de Ruskin y Morris. Hicieron suyos el mismo idealismo artístico, y una común preocupación social. Pero la cuestión central de la renovación artística que emprendieron aquellas vanguardias históricas residía en la definición de un nuevo estilo, capaz de expresar simbólicamente los valores de la nueva civilización científica-técnica, y de anticipar utópicamente sus finalidades éticas y culturales. Los pioneros de las vanguardias pretendieron, por una parte, poner fin a los historicismos y los esticismos del arte de finales de siglo, lo que suponía, por otra parte, una expresión más sincera y veraz de las nuevas condiciones y tareas sociales. Sin embargo, el nuevo diseño no daba por terminado su cometido en la creación de nuevos valores formales y simbólicos. Particularmente en el terreno del diseño industrial, la arquitectura y del urbanismo, e incluso en las innovadoras experiencias realizadas en la música o la pintura, el nuevo espíritu artístico tendía a crear los valores normativos de una nueva organización práctica de la sociedad. El nuevo arte nació con una voluntad de estilo que quería ser, al mismo tiempo, el impulso de una renovación cultural. Y así, el diseño del siglo XX, llegó a alcanzar su máxima expresión bajo la síntesis de una innovación simbólica y expresiva del estilo moderno y de una revolución práctica y organizativa en el desarrollo social.
Un análisis más preciso de la edad dorada del diseño moderno, desplegada a lo largo de las tres primeras décadas del siglo, arroja una perspectiva aparentemente paradójica. Los contenidos simbólicos del nuevo estilo respondían prioritariamente a una estética y una concepción filosófica de signo racionalista y funcionalista. El santo y seña del nuevo arte rezaba: era de la máquina, espíritu del maquinismo, cultura tecnológica. Y, sin embargo, sus principios teóricos reposaban en una concepción romántica de la creación y la finalidad del arte.
Eran románticos los dos objetivos fundamentales que promulgaron por igual los programas de la arquitectura expresionista, el diseño del Werkbund y de la Bauhaus, e incluso el ideario del neoplasticismo: la concepción del diseño como expresión de los ideales absolutos de la cultura moderna, es decir, como estilo en el sentido más enfático de la palabra, y, en segundo lugar, la idea programática de la obra de arte total. Esta útima no solamente comprendía la integración de diferentes artes en el proceso de aprendizaje y de creación del diseño, sino también la finalizada, más fundamental, de subordinar el
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desarrollo social, y en particular el de las fuerzas tecnológicas, a los valores estéticos y éticos que la nueva concepción del diseño como arte integral era capaz de sustentar.
Las ideas estéticas y sociales de aquel período pionero del diseño moderno transformaron sustancialmente la conciencia artística y la misma identidad cultural de la sociedad contemporánea. Y, sin embargo, entre sus propuestas y realizaciones, y el universo cultural de las postrimerías del siglo XX, media una gran distancia. Se trata de una distancia provocada por diversos trastornos políticos y económicos y refundiciones y reformulaciones teóricas; una distancia generada, no en último lugar, por el mismo proceso de institucionalización de aquellos objetivos originales. Y la lejanía histórica a la que el tiempo ha relegado las posturas más innovadoras y polémicas de los pioneros del diseño moderno tiende, o bien a idealizarlas bajo una perspectiva nostálgica, o bien a olvidarlas o tergiversarlas, bajo más recientes e imperiosas exigencias pragmáticas.
Hoy es frecuente la monumentalización museal, más o menos heroica, de los ensayos artísticos de las vanguardias, lo que muchas veces hace olvidar que sus actitudes intelectuales fueron anatemizadas por las mismas tradiciones académicas que hoy los ensalzan, en nombre de su carácter elitista e impopular, abstracto o incluso «decadente». Y todavía son más corrientes las acusaciones de su espíritu utópico, pretendidamente ingenuo, de su aspiración artística omnisciente y omnipotente, o de su afinidad con las estrategias sociales de signo radicalista que se dilataron a lo ancho de Europa en los años que siguieron a la primera guerra mundial. Para quienes nada quieren saber del espíritu fundamentalmente creador y renovador de aquellos' artistas, en vano se recordará que su aspiración utópica, común al pensamiento filosófico y literario de la época, polemizaba con el escepticismo y el pesimismo predominantes en el ambiente intelectual de la post-guerra, que su voluntad innovadora encontró precisamente en el espíritu doctrinario y pragmático de las políticas marxistas su más enconado enemigo, y que el idealismo y romanticismo artísticos de pintores y arquitectos como Kandinsky, Klee, Marc, Schlemmer, Taut, Gropius, y tantos otros no pretendía en realidad otro objetivo que devolver al arte, frente a sus nuevas dependencias económicas, políticas o tecnológicas, aquella dignidad de la que había gozado a lo largo de sus pretéritos renacimientos modernos.
Por estos motivos hablar hoy de aquellas concepciones del diseño y de su papel cultural significa, al mismo tiempo, plantear, si no su fracaso, al menos los obstáculos y las crisis que ha experimentado a lo largo de la historia cultural
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del siglo XX. Analizar estas crisis y frustraciones de la utopía moderna del diseño es, ciertamente, una tarea compleja, y, en este marco, tan sólo deseo sugerir una aproximación esquemática a estos avatares de la estética contemporánea. A este respecto, considero que deben examinarse tres constelaciones sociales relativamente diferenciadas y que han ejercido una influencia sensible en la evolución de las ideas artísticas de nuestro tiempo. La primera de ellas fue definida, en la década anterior a la segunda guerra mundial, por el surgimiento del stalinismo y el nacional-socialismo. El segundo marco histórico, sin duda alguna delimitado con menor claridad, coincide con el período de la post-guerra, y con el nuevo desarrollo tecnológico, de signo internacionalista, que se inauguró con él. Por fin, el tercer y último contexto que debe analizarse a este propósito es el período actual de transición post-moderna.
La primera crisis se caracteriza por su nítido perfil, y por sus obvias y reconocidas consecuencias. Las obras y los objetivos programáticos de las vanguardias artísticas fueron anatemizadas y censuradas; sus creadores sufrieron persecuciones y algunas veces el exilio. La utopía estética de una nueva cultura fundada en valores sociales y democráticos fue destruida. En su lugar se impuso una concepción doctrinaria del arte, en conformidad con las respectivas ideologías autoritarias. La conciencia social de los pioneros del diseño moderno fue transformada en su contrario: el sometimiento de la creación artística a una dependencia política que la aproximaba a las tareas de la propaganda. El sueño del arte moderno experimentó en este horizonte político su fracaso.
Los cambios que se desarrollaron en la conciencia artística apenas acabada la guerra mundial fueron mucho más complejos. De ningún modo se trató de una crisis política, sino de un nuevo tenor en las concepciones estéticas. Por una parte, se intentó recuperar la continuidad con los postulados teóricos y formales que el stalinismo y el nacional-socialismo habían liquidado; por otra, las experiencias estilísticas de las vanguardias fueron articuladas con los valores internacionales del nuevo desarrollo tecno-económico en las sociedades democráticas. El diseño o el arte de las vanguardias adquirió bajo este techo un status internacional e institucional: se convirtió en el «estilo moderno».
Este nuevo contexto social confirió a las antiguas categorías formales y estéticas de las vanguardias un diferente contenido. El estilo internacional de los años cuarenta se concibió como una síntesis de las experiencias formales desarrolladas a partir del cubismo, el expresionismo, el neoplasticismo o el constructivismo. Pero la voluntad de estilo de las vanguardias históricas
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había sido innovadora, y estaba dotada de una conciencia histórica y de una perspectiva social de signo crítico. El estilo internacional era postulado, en cambio, como una sintaxis estrictamente codificada, como una lingüística estructural. Presuponía un renovado formalismo y un rehabilitado academicismo. Los componentes idealistas y socialmente utópicos de las vanguardias históricas cedieron el paso, a su vez, a la integración pragmática de los códigos lingüísticos del arte o la arquitectura «modernos» a las exigencias de la reproducción industrial. En las obras de Mies, Le Corbusier o de Johnson, los componentes específicamente tecnológicos de la forma adquirieron una predominancia casi absoluta sobre sus momentos expresivos y simbólicos. Si el estilo internacional redujo el problema del estilo a los términos de una lingüística estructural, el funcionalismo, tras las huellas de Loos, Le Corbusier o el neoplasticismo, legitimó la racionalización de la forma artística a sus aspectos tecno-económicos e instrumentales. La preocupación expresiva y simbólica, como el interés reflexivo de la creación artística, desaparecieron casi por entero. Le Corbusier replanteó el problema del estilo en los términos de su racionalización técnico-económica, y transformó tendencialmente la estética en una lógica matemática. En sus últimas consecuencias, el estilo internacional y el funcionalismo abolieron el problema del estilo y lo sustituyeron por una doctrina sintáctica.
En el ideario formalista del disefio como sintaxis matemático-geométrica habitaba un principio positivo: se posibilitaba la difusión de un lenguaje universal, símbolo de la participación de todos los pueblos en la construcción de una civilización tecnológica internacional. Con este diálogo cosmopolítico parecía ponerse fin a aquellas fronteras que también habían generado la última guerra mundial. Pero las consecuencias negativas de este formalismo universal no eran menos significativas. La censura de los componentes expresivos y simbólicos que subrepticiamente imponía, desembocaron necesariamente en una concepción desubjetivada y desemantizada de la jornada artística. El precio de la universalidad instrumental del funcionalismo y el estilo internacional fue su pérdida de carácter, su ausencia de identidad. Bajo su predominio todos los museos y todas las ciudades estaban llamadas a ser iguales, y la misma existencia humana fue sometida a su constrictiva uniformidad.
Esta evolución transformó la idea misma del diseño. Este había asumido en el período de los pioneros, la libertad subjetiva y expresiva como su sustancia vital. La liquidación política de las vanguardias doblegó este esfuerzo creador, pero bajo la forma de una imposición doctrinaria y
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exterior. La anti-estética funcionalista modificó en cambio la naturaleza íntima del diseño, su proceso de aprendizaje y de producción. Esta transformación estuvo condicionada fundamentalmente por el predominio de los aspectos tecnológicos sobre los momentos subjetivos e innovadores. Al fin y al cabo el estilo moderno ya constituía un hecho acabado y consolidado. Sólo era preciso desentrañar sus leyes sintácticas para luego aplicarlas en una serie indefinida de reproducciones indiferenciadas. Tal fue, en última instancia, la utopía antiartística que Le Corbusier expuso en su manifiesto Le Modulor. Y así, las tareas del diseño se redujeron, en sus últimas consecuencias, a la reproducción a nivel internacional de una serie más o menos monótona de modismos y modas ( que en realidad no han sido más que manierismos derivados de uno y el mismo código lingüístico general), y a la innovación estrictamente tecnológica.
El tercer marco histórico de la crisis del diseño moderno configura nuestro presente inmediato. Sus signos más aparentes los constituyen diversos sentimientos de malestar cultural, escepticismo y pesimismo, así como la conciencia mejor o peor formulada de asistir a un cambio profundo de las estructuras sociales, políticas y morales que regían la cultura moderna. Son muy heterogéneos los factores que trazan el perfil de esta nueva crisis del mundo contemporáneo. Las categorías filosóficas y sociológicas que han tratado de definir la presente situación de transición a una nueva era ponen de manifiesto más bien una enorme inseguridad en cuanto a las características culturales que hoy anticipan la sociedad por venir. Palabras como edad tardo-moderna, era post-industrial, cultura post-moderna, o post-historia, delatan una perspectiva negativa: dan por supuesto el fin de una época, y de los discursos filosóficos, estéticos o éticos que definían su identidad cultural; pero no señalan positivamente las características de lo nuevo. Términos sociológicos como tecnocultura o sociedad programada exponen reductivamente un futuro recortado por las exclusivas coordenadas del desarrollo tecnológico, sin asumir reflexiva o analíticamente las consecuencias de orden estético, moral y cultural que este desarrollo lleva necesariamente consigo.
Existen, sin embargo, algunas grandes cuestiones que permiten trazar un panorama sucinto de las formaciones culturales, hoy incipientes, llamadas a determinar el futuro de nuestra cultura. El primero de ellos, y quizás el más importante, son las recientes proporciones que ha adquirido el desarrollo tecnológico contemporáneo. La sociedad industrial del siglo XIX contemplaba el desarrollo tecno-científico como la primordial condición del progreso humano, en un sentido ético y social. El ideario positivista
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fue la expres10n más neta de este optimismo tecnológico. El socialismo de la primera mitad del siglo XX heredó asimismo esta perspectiva progresista del desarrollo tecnológico e industrial. Incluso el proyecto Manhattan, que dio lugar a la primera bomba atómica, se sustentó en una resistencia intelectual y ética contra el nacional-socialismo.
Al acabar la útima gran guerra, el desarrollo de la tecnología nuclear ligada a las estrategias militares puso fin al equilibrio relativo entre desarrollo tecno-científico y fines morales de la sociedad. El fracaso de los físicos norteamericanos en cuanto al control de las nuevas tecnologías para un uso pacífico, planteó y plantea una nueva realidad -civilizatoria: la de un poder tecnológico cuyos efectos a medio y largo plazo son impredecibles. Esta nueva dimensión histórica de la tecno-ciencia afecta, en segundo lugar, no sólo a las cuestiones derivadas de la competencia internacional de poderes y su expresión militar, sino también a los diferentes y en parte indispensables usos pacíficos de la tecno-ciencia. Los fenómenos de crecimiento y desintegración urbanas en las grandes metrópolis, las catástrofes ecológicas y las nuevas formas de desigualdad social, derivadas del crecimiento tecno-económico, ponen de manifiesto una situación para la que las viejas categorías filosóficas y sociales resultan obsoletas. La era del progreso, y el mismo concepto de historicidad que entrañaba, que configuraron la conciencia moderna desde los comienzos del pensamiento científico moderno, ha llegado a su fin. Y también los valores afines de democracia, igualdad social o identidad nacional, formulados a partir de la Ilustración europea, han perdido con esta transformación social su contenido fundamental.
Junto a estos dos amplios fenómenos que afectan al desarrollo material de la civilización contemporánea tienen que observarse también los cambios acaecidos, a lo largo de las últimas décadas, en el terreno de las concepciones comunes sobre la sociedad y la existencia individual, en el arte o en las diversas formas de conocimiento. Se habla a este respecto de una crisis de valores o incluso de una crisis ideológica. En este marco es oportuno señalar la disolución de los valores predominantes de la sociedad industrial, bajo sus configuraciones capitalistas lo mismo que bajo las socialistas, acaecidas en los últimos años, y de manera más específica como consecuencia de los conflictos sociales y espirituales desarrollados en la década de los sesenta. Desde el movimiento estudiantil y las protestas de carácter social de aquellos años, a los movimientos feministas, ecologistas y más recientemente pacifistas, la nueva crisis ideológica de la civilización industrial cuestionó radicalmente sus fundamentos morales. Mas, por razones di-
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versas que aquí no es posible analizar, estos fenómenos sociales no pudieron definir, ni teórica ni institucionalmente, los valores o las categorías de un nuevo modelo social. La crisis de los sesenta fue un momento histórico de gran envergadura crítica, y de una intensa proyección utópica. Sin embargo, las críticas y las utopías que en el conocimiento, en las artes o en las instituciones sociales desplegaron sus portavoces chocaron, al cabo, con un principio de la realidad con el que no podían medirse sus fuerzas. Esta circunstancia explica la peculiar situación que, a mi modo de ver, caracteriza la conciencia cultural de nuestros días, o más bien la condición escindida de la conciencia tardo-moderna: de un lado existe la mayor sensibilidad con respecto al precio psicológico y social que la civilización nuclear impone sobre nuestra existencia; por otra, se asumen en silencio sus conflictos económicos, institucionales y aún militares. La conciencia de un malestar cultural de proporciones impresionantes, coincide con una aceptación inarticulada de la misma destrucción, que el actual desarrollo tecno-militar postula, de hecho, como condición objetiva de la sobrevivencia en la cultura tecnológica.
La tensión entre la conciencia moral del hombre moderno y el principio de realidad que debe asumir por una necesidad de sobrevivencia franquea los límites de lo humanamente admisible, y define una nueva forma histórica de angustia e infelicidad. El renacimiento del expresionismo en el arte europeo es un vivo testimonio de ello. En la vida diaria esta condición contemporánea se traduce en los signos complementarios de la melancolía y el escepticismo. Se habla de recuperación de la historia, reacción muchas veces retardada frente a un progreso económico y tecnológico que ha destruido irreversiblemente los centros creadores de las culturas históricas; se defienden los regionalismos con el deseo de resguardar, a título parcelario, micro-identidades de un proceso histórico que ha perdido en gran medida su identidad; por doquier se anuncian proyectos alternativos con la voluntad expresa de salvaguardar en un plano micro-social las esperanzas que ayer se habían puesto sobre el desarrollo social entero.
Al otro lado de estas utopías reformuladas, cuya inconsistencia teórica delata muchas veces su carácter retórico, el espíritu escéptico reclama como verdad última la inexistencia de la verdad. Bajo el gesto de una lucidez algo subida de tono se anuncia, como recientemente ha escrito un mediocre filósofo francés, que los grandes discursos filosóficos de la Historia, el Sujeto y la Emancipación han llegado a su fin (ignorando que las filosofías científicas que formularon estos valores nunca los hipostasiaron en categorías mayúsculas). Aun siendo falso, esta lucidez es
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seria. Su fundamento estrictamente epistemológico consiste en que más allá de la legalidad de la dominación, ningún otro discurso puede ser legítimo. Y la legalidad de la dominación es el status de derecho del discurso epistemológico, la racionalidad de la tecno-ciencia en la era nuclear.
Las condiciones del desarrollo tecnológico moderno acrecientan cuantitativa y cualitativamente la importacia social del diseño. La civilización tecnológica constituye un universo artificial total, una segunda naturaleza integral. La existencia humana está absolutamente mediatizada por dispositivos técnicos, sistemas de comunicación y de información, ambientes artificiales y objetos, y el diseño constituye precisamente el principio de su configuración. El diseño es la forma cultural por excelencia en la cultura contemporánea. Pero esta dimensión amplia del diseño de hoy está revestida, al mismo tiempo, de nuevas limitaciones y dependencias.
Para analizar teóricamente la incidencia de las nuevas condiciones tecnológicas y culturales sobre el diseño actual es preciso establecer una distinción conceptual entre los componentes específicamente técnicos y los aspectos estrictamente formales en el diseño. Es cierto que en la concepción clásica de la obra de arte dicha separación se manifiesta bajo su opuesto: la integración de la técnica a las necesidades formales, y con ellas, a sus valores expresivos y simbólicos. La ingeniería arquitectónica de las catedrales góticas es impensable sin el ideal trascendente de la vida humana en la concepción medieval del mundo. La selección de los materiales y los procesos técnicos que subyacen a los iconos bizantinos obedecían a un riguroso criterio religioso. Asimismo, los pioneros del arte moderno trataron de renovar esta integración de los contenidos simbólicos de la forma y los nuevos medios tecnológicos que la sociedad industrial proporcionaba. El primer edificio de acero y vidrio, de Bruno Taut, y la primera arquitectura de concreto, de Rudolf Steiner, constituyen hoy ejemplos paradigmáticos del uso de los medios industriales más avanzados para una expresión simbólica adecuada a la situación cultural moderna. La calidad artística de estas obras es debida a su liberación de nuevas posibilidades poéticas a los entonces revolucionarios medios técnicos, y, al mismo tiempo, a que otorgaron a estos medios técnicos un contenido simbólico renovador. En última instancia, la misma dimensión utópica inherente a las obras pioneras del arte moderno no constituía un valor añadido, una cualificación exterior a sus aspectos formales, sino la condición misma de su forma artística, que significaba a los correspondientes medios técnicos o industriales. Y en sus últimas consecuencias, esta síntesis de medios técnicos y valores
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expresivos anticipó artísticamente la posibilidad de una cultura en la que también los instrumentos materiales del progreso pudieran dar lugar a nuevas cualidades poéticas y morales.
Las dos tendencias polares que caracterizan el presente histórico, el predominio de una civilización integralmente tecnológica, y la conciencia de un vacío cultural en cuanto a valores éticos o estéticos capaces de configurar el futuro, se traducen asimismo, en el ámbito del diseño, en sus respectivos extremos complementarios: su reducción tecnológica y su reducción formalista. Se trata naturalmente de dos extremos, formulados aquí en su pureza esquemática, y entre los cuales el diseño real de nuestros días se diversifica en multitud de modismos y aspectos, en muchas ocasiones de gran delicadeza artística. Pero ambos extremos constituyen, al fin y al cabo, lugares comunes perfectamente definidos, y precisamente en el ámbito de la estética que ha sido llamada post-moderna.
La reducción tecnológica del diseño significa la identificación inmediata de la forma artística con la construcción técnica. Consiste en la inversión diametral de aquel equilibrio entre técnica y expresión simbólica que había trazado el expresionismo europeo y americano. También a este respecto la arquitectura muestra la envergadura tanto estética como social de este postulado: la casa post-moderna, se ha dicho en una reciente exposición sobre creación industrial, ha dejado de ser un lugar simbólico, un espacio expresivo y de identificación individual. La vivienda del futuro será diseñada de acuerdo a las exigencias tecnológicas de la sobrevivencia social y a las necesidades biológicas del individuo, ambos sistematizados con arreglo a un código performatizado. La igualación de la forma artística a los componentes técnicos de la construcción puede, sin embargo, respetar una cierta autonomía de los componentes formales, como sucede en el diseño de dispositivos técnicos, como los automóviles, las viviendas o los aeroplanos. Pero también en este caso el proceso formal está regulado de acuerdo con un criterio de racionalidad técnico-económica. La forma deja de ser expresión, símbolo, forma de un contenido espiritual. Se convierte en un sistema lingüístico, tal como anticipó el purismo en los años veinte y hoy legitima la estética cibernética.
Este aspecto de la anti-estética post-moderna, que ya había sido prefigurado por el futurismo europeo, contiene un elemento utópico tan marcado como en los más ideales sueños del romanticismo: la utopía de la tecnocultura, el objetivo final de una forma cultural absolutamente determinada por la racionalidad tecno-científica y tecno-económica. En sus últimas consecuencias, esta concepción estética perfila el horizonte social de un brave new world informatizado.
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La utopía tecnocrática de una tecno-cultura integral asume la herencia anti-estética postulada por una parte importante de la vanguardia europea de los años veinte, y por el ideario funcionalista. Bajo la perspectiva de un nuevo racionalismo y formalismo informáticos, ella consagra la institucionalización definitiva de una sintaxis formal completamente codificada. De ahí también su preocupación fundamental: no el proceso reflexivo de la creación, ni tampoco los componentes intuitivos del símbolo artístico, sino el control estructural de las tipologías, las unidades estructurales mínimas de la composición. La abolición de la subjetividad es anunciada futurísticamente como total y definitiva.
En el extremo diametralmente opuesto a este formalismo cartesiano, y a este principio de la desubjetivación y desimbolización de la forma, la anti-estética post-moderna ha presentado en los últimos años una serie de reformismos, de carácter fundamentalmente manierista, que comprenden una variedad ecléctica de lenguajes, desde los diferentes historicismos y regionalismos, hasta una amplia gama de revivals de concepciones estilísticas modernas, entre tanto convertidas en tradición.
El carácter de estos modismos lingüísticos, que en ningún caso pueden confundirse con un estilo en sentido estricto, es reformista: por de pronto se presentaron a comienzos de los años ochenta, con una intención de ruptura frente al ascetismo ornamental del funcionalismo y frente a la aspiración a un lenguaje unitario y en gran medida monolítico, del estilo internacional. Ruptura y reformismo post-modernos supusieron también una cierta libertad, que no consistió tanto en el florecimiento de un nuevo impulso creativo, como en la legitimación ecléctica de cualquier lenguaje.
Tres crisis sucesivas, política la primera, estética o más bien anti-estética la segunda, e ideológica en un sentido amplio la última, han llegado a cuestionar radicalmente la conciencia contemporánea del diseño. Hoy en día, el proceso creador del diseño, e incluso en sus niveles más incipientes, o sea en su aprendizaje académico, es tan dependiente de las leyes de mercado, de la estructura de las modas y de las condiciones de revolucionarias innovaciones tecnológicas, que parece anticuado, si no superfluo, hablar de su naturaleza artística, o de sus múltiples dimensiones estéticas y culturales. La protesta contra un mundo de formas técnicamente producidas, que Benjamin elevó contra la estética de las vanguardias, parece más bien carente de sentido.
Las tecnologías modernas pretenden, por un lado, asumir plenamente aquellas tareas formales y procesos creativos que otrora eran privilegio de la sola experiencia subjetiva. La concep-
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ción tradicional del diseño, ligada a la esfera de la creatividad y a lo individual tiende a desaparecer de acuerdo con los principios explícitos de la electrónica. La anti-estética post-moderna legitima esta evolución factual en nombre de reminiscencias futuristas. No faltan en los panoramas teóricos del nuevo desarrollo tecnológico las acusaciones escandalosas a los pioneros del diseño moderno, a su ilusión de omnipotencia artística, a su banal espíritu utópico, a su superfluo radicalismo. Los tiempos dorados de los ideales artísticos se proclaman por doquier como superados, como ya hiciera Hegel, por el nuevo espíritu de la tecno-ciencia.
Y, sin embargo, la conclusión de que el desarrollo tecnológico ha vuelto imposible la integración del arte en nuestra civilización es falsa, porque las conquistas más sublimes y los poderes más omniscientes de la tecnología -y hoy más que en ningún otro período histórico sabemos también el precio del desarrollo tecnológico- nunca pueden eximir de la reflexión individual sobre el pasado y el presente, sobre nuestro lugar en el mundo natural, en el mundo histórico; no nos eximirá nunca de la necesidad de una expresión de nuestras emociones, ni de la preocupación por formular siempre renovados valores ideales sobre nuestra existencia y sociedad. Y la tarea elemental del diseño, en sus formas más elitarias, como en sus formas industrializadas, comienza precisamente en esta experiencia reflexiva, expresiva y sensible, que siempre ha definido la esencia del arte como manifestación objetiva de la creatividad o la libertad humanas.
El cuestionamiento del diseño como actividad artística, el mismo cuestionamiento del arte en la cultura contemporánea, son radicales: comprometen la naturaleza íntima de la creación y la expresión artísticas, y la misma forma simbólica que constituye su medio. De ahí también la radicalidad que exige el esfuerzo por su replanteamiento, y la nueva definición de sus condiciones de trabajo, de sus dimensiones sociales, de su significado como experiencia subjetiva y colectiva al mismo tiempo. Ni siquiera se trata hoy de un problema que afecte específicamente al diseño como tarea especializada. La defensa de un diseño artístico, habida cuenta de su importancia cuantitativa y cualitativa en la civilización contemporánea, es la defensa del derecho de todo ser humano y toda colectividad a construir su propio universo cultural, con arreglo a sus condiciones históricas y tecnológicas, geo-políticas e individuales. Esta dimensión del diseño es inseparable de la crisis de la cultura contemporánea y constituye uno de los aspectos más importantes capaces de participar en la solución de sus conflictos.
Una perspectiva semejante, que no es menos realista que utópica, porque precisamente parte
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de una sobria conciencia sobre el malestar cultural en el mundo de hoy, supone, sin embargo, como condición primordial, una reformulación de las categorías estéticas del arte y el diseño, así como una nueva definición programática de las tareas prácticas, educativas y organizativas de la creación en este ámbito. Las cosas, tanto en un plano teórico como en el proceso de aprendizaje y realización de la forma, no pueden seguir como están, es decir, sometidas a la rutina de modas, de academicismos, de una estrecha profesionalización, de la apatía intelectual, de la pasividad en aquellos aspectos culturales más amplios que, aún pareciendo hoy lejanos de las cuestiones formales y expresivas de la creación, constituyen, en el fondo, su único fundamento.
Semejante postura supone una cierta ruptura con el stablishment de museos, academias y galerías. Tal vez suponga también una relativa confrontación con las normas industriales y de mercado. Pero no es el momento de la ruptura, convertida hoy en día en un ritual retórico de los epígonos neo-vanguardistas, un elemento esencial. Lo más importante hoy es, precisamente, restablecer la continuidad con el núcleo más vivo de los pioneros del diseño moderno, cuyos contenidos más críticos han sido olvidados en beneficio de sus aspectos más formalistas e institucionales. El arte moderno se encuentra hoy en un momento histórico de recapitulación, de reflexión y de síntesis. Son muchas y muy aprovechables las experiencias acumuladas a lo largo del siglo que acaba, desde el expresionismo hasta el post-moderno, con la diversidad de elementos heterogéneos que lo constituyen. Es preciso, no obstante, comenz�r algo nuevo, algo más consistente.
No se trata de la cuestión, tan banalmente esgrimida por los defensores de la rutina, de que el diseño se eleve a principio demiúrgico de la utopía de otro nuevo mundo. La cuestión reside más bien en poner fin a la apatía, al reinante principio de lo déja vu, al oportunismo de mafias y de jurados internacionales, a la inexistencia de espacios reflexivos para la comunicación de los problemas que afectan a la vez a la cultura y al arte contemporáneos. Tampoco se trata de cambiar el mundo si por ello se entiende la mala metafísica de sujetos históricos revolucionarios, o su sublimación en la figura de sujetos éticosextasiados en su prístina constitución. Pero tampoco es el caso de la pasividad generalizada frente a una post-historia enteramente definida porla tecno-ciencia y los agentes burocráticos de suabstracta racionalidad.
La cultura moderna no es reductible a sus componentes tecno-económicos. La idea misma de una tecno-cultura es una falacia. A espaldas de esta abstracta utopía hoy experimentamos por doquier los fenómenos de una desintegra-
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ción cultural, desde las guerras hasta los fenómenos de degradación urbana. Es el fruto de aquella limitada visión que supone el concepto de tecno-cultura. Por el contrario, la cultura la configuran siempre los elementos simbólicos, el lenguaje y sus mútiples creaciones expresivas. Y ahí precisamente se inserta la importancia actual del diseño, el pleno significado de su reformulación teórica y práctica. En estas tareas, el artista y el diseñador no se encuentra, ni mucho menos solo. No es un sujeto absoluto, como pensó un Mondrian- o un Le Corbusier. En su afán innovador tiene que dialogar y participar con aquellas fuerzas culturales que hoy, de manera incipiente y limitada, perfilan la renovada esperanza de un mundo mejor: desde la ecología al pacifismo, desde los movimientos por los derechps civiles hasta el feminismo. Los valores de una cultura nacen del encuentro de estos fenómenos sociales que nuestro conflictivo presente genera necesariamente y el diseño es uno de estos valores culturales.
El problema último que aquí he analizado es el de la forma y la forma no es solamente lo que reviste la apariencia sensible que el arte, el diseño o la producción tecno-industrial confieren a los objetos. Es, en última instancia, la forma de nuestro mundo mismo; el mundo en que habitamos. De ahí que la forma, en su aspecto estético, o sea, sensible, coincida con la forma entendida como valor espiritual, la forma cultural. Se trata siempre del principio que anima a los objetos socialmente producidos. Es la cultura material y el valor simbólico que representa. Esto no quiere decir solamente que la creación formal, el arte, el diseño, la producción industrial, posean, en sus últimas consecuencias, una trascendencia cultural. Esto quiere decir, ante todo, que el mundo cultural, sus valores simbólicos y sus normas, intervienen en la misma creación formal. Pueden intervenir de manera inmediata, mecánica, irreflexiva: las imposiciones académicas o las normas del mercado son un magnífico ejemplo. Pueden intervenir también de una manera reflexiva. Esta dimensión reflexiva, que presupone una crítica social al mismo tiempo, es el punto de partida de una teoría estética del diseño. También lo es de la creación artística de la práctica del diseño. Esta es la cuestión abierta: el problema del diseño de hoy es, al e· mismo tiempo, el del futuro de nues-tras culturas.
* Ponencia leída en el Congreso Latino-americano deArquitectura, Belo Horizonte (Brasil), octubre de 1985.