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SUPRA-TERRITORIALIDADES Y TERRITORIOS INDÍGENAS: DE MODELOS EPISTÉMICOS DE
CIVILIZACIONES A MODELOS CIVILIZATORIOS1
Javier Gutiérrez Sánchez
Puedo asegurar, sin temor a equivocarme, que no existe población indígena en México que
no se encuentre inserta, de una u otra manera, en las vorágines de un mundo globalizado
por las injerencias en sus territorios de un amplio abanico de industrias de variados tipos. A
la par de estos procesos están las poblaciones indígenas, quienes reproducen una serie de
saberes colectivos, sus formas particulares de construir el mundo y sus territorios.
Esta situación es el punto de partida para que, en una primera parte de este trabajo,
se problematice el territorio y las territorialidades como conceptos polisémicos y
multifactoriales, por lo menos en dos vertientes que terminan por conformar un mismo
problema: por una parte, lo que se puede conceptualizar como las supra-territorialidades, las
cuales nos remiten hacia aquellos procesos de poder de sujetos empresariales, de diferentes
perfiles y escalas, que tienen injerencia en los territorios indígenas pero no necesariamente
su posesión histórica como propietarios y, por otra parte, “los territorios culturales indígenas”.
A partir de este planteamiento se interpreta cómo la ciencia se ha polarizado en
múltiples sociedades de conocimiento (cientismo desarrollista, modernidad reflexiva,
1 Este ensayo se realizó para la línea “Pueblos indígenas y patrimonio biocultural” del proyecto
nacional “Etnografía de las Regiones Indígenas de México en el nuevo milenio” que se lleva a cabo en
la Coordinación Nacional de Antropología del INAH.
etnoecología) y de qué manera asumen el estudio tanto de las “supra-territorialidades” y “los
territorios culturales indígenas”, que en cuanto modelos epistémicos de civilización y
civilizatorios construyen relaciones epistémicas diferenciadas de la Naturaleza-Cultura,
cuestión fundamental en la trayectoria histórica de la teoría antropológica. Todo esto con el
fin de comprender lo que está sucediendo en los territorios indígenas y en su relación con los
procesos globales.
Los territorios como construcciones de sujetos de poder
Cuando Daniel Hiernaux y Alicia Lindón plantean los postulados de la geografía crítica,
basada fundamentalmente en las propuestas del geógrafo Santos Milton, lo hacen en
respuesta a una perspectiva que asume al territorio como “continente” o “receptáculo” de
límites geográficos, pero también como “reflejo” en cuanto se plantea que el espacio es un
espejo de las relaciones sociales y de la sociedad (Hiernaux y Lindón, 1993, 90-92).2 La
2 Daniel Hiernaux y Alicia Lindon plantean que bajo la categoría de espacio receptáculo o continente
se consideran aquellas conceptualizaciones que tratan al espacio como un mero soporte o sustrato
sobre el cual se localizan elementos o relaciones, en otras palabras como su nombre lo indica, el
espacio contiene objetos. Bajo esta premisa, sólo es posible plantear relaciones unidireccionales, con
lo cual el espacio pierde la posibilidad de ejercer cualquier influencia sobre los elementos y relaciones
que en él se manifiestan. En esta postura se incluyen tanto aquellas perspectivas para las cuales el
espacio es continente en sentido empírico, como también aquellas otras en las que la idea de
continente sería a nivel mental y espiritual; en consecuencia, en este mismo agrupamiento quedarían
reunidas las clásicas visiones economicistas que postulan la existencia de un espacio económico,
para las cuales el espacio es un receptáculo (o un plano homogéneo) en el que se implantan las
relaciones económicas. En cuanto al espacio como reflejo se refieren a aquellos enfoques, para los
cuales el espacio es casi un espejo de la sociedad y de las relaciones sociales, es decir, que todo
cambio social es reflejado inmediatamente y en forma directa en el espacio. En consecuencia el
espacio es visto también pasivamente, como algo capaz de reflejar cambios ocurridos en otras esferas
de la vida social. Hiernaux y Lindon sostienen que, en el marco de la geografía crítica, el espacio es
entendido como una instancia o una estructura social integrante de la totalidad social, y como tal toma
propuesta teórica de Milton Santos (2000) sobre el espacio, al caracterizarlo como un híbrido
entre los sistemas de objetos y los sistemas de acciones, se constituye en una ruptura
epistemológica, porque más allá de asumir al territorio bajo los límites geográficos trazados a
partir de las fronteras, en su calidad de continente fijo y permanente, sería un constructo con
constantes cambios, esto como resultado de las valoraciones de sujetos de poder que
mediante sus acciones territorializan y a partir de sus identidades le otorgan territorialidad,
por lo que estamos, en concordancia con los planteamientos del geógrafo brasileño Carlos
Porto Gonçalves, delante de una triada relacional indisoluble entre territorio, territorialización
y territorialidad, en las cuales cada una de las sociedades a partir de su territorialidad —
identidad— se territorializa y el territorio es su condición de existencia material (2002: 230).
¿Cuáles son los referentes esenciales del concepto del territorio? Michel Foucault
define al territorio como una noción geográfica, pero sobre todo como una referencia jurídica
política: “lo que es controlado por un grupo con un cierto tipo de poder” (Foucault, 1992:
116), mientras que Gilberto Giménez (2000: 22) propone que tanto el espacio, como el poder
y la frontera son los tres ingredientes primordiales que componen el territorio. Sin embargo,
el territorio, no sólo puede interpretarse a partir de las fronteras delimitadas en términos
geográficos, sino que también están las determinadas por las identidades, ya que las
pertenencias identitarias permiten comprender las significaciones y valoraciones del espacio
y las formas en que los sujetos se apropian, mantienen y refuerzan el poder en el marco de
los límites geográficos y de las relaciones intra-interétnicas (Gutiérrez, 2013: 100-101). Por lo
tanto, parafraseando a Porto Gonçalves, el territorio no es algo anterior o exterior a la
sociedad; territorio más que espacio apropiado, es espacio construido, “espacio hecho cosa
un carácter de estructura subordinante- subordinada, es productor y producido (Hiernaux y Lindón,
1993, 90-92).
propia, en definitiva el territorio es instituido por sujetos y grupos sociales que se afirman por
medio de él” (2002: 230).
De acuerdo con estas perspectivas teóricas y a la luz de la información etnográfica,3
comprender los territorios indígenas no es tarea fácil, en primer lugar, porque se empalman
diversos procesos territoriales, ya que están presentes diversos sujetos sociales que no son
unívocos ni homogéneos, ni mantienen las mismas intencionalidades y estructuras
cognitivas, es decir, son territorios apropiados desde diferentes construcciones, llevando a
que los territorios, las territorialidades y las territorializaciones mantengan un carácter
multidimensional y multifactorial.
3 Al preparar los contenidos de este ensayo entreveía, metodológicamente, dos caminos: uno
me sugería abordar las corrientes teóricas que se han dado a partir del concepto del territorio,
enfatizando las propuestas de Gilberto Giménez, acudiendo a las nociones conceptuales del espacio
que dan Henri Lefebvre (1991) y Santos Milton (2000), tomando como telón de fondo los artículos
tanto de Carlos Rodríguez Wallenius et al., “Escudriñar los enfoques teóricos sobre el territorio” (2010:
19-32) como el realizado por Bernardo Mançano Fernandes, “Acerca de la tipología de los territorios”
(2010: 57-76). Otro camino me llevaba a un ejercicio de reflexión que capitalizara, por una parte,
algunos de los contenidos de las exposiciones y discusiones que se vertieron en el seminario que, por
más de año y medio, se llevaron a cabo en la Coordinación Nacional de Antropología del INAH, en el
marco de la línea de investigación “Etnografía del Patrimonio Biocultural de los Pueblos Indígenas de
México” del proyecto “Etnografía de las Regiones Indígenas de México en el Nuevo Milenio”, las
aportaciones de los coordinadores de la línea Eckart Boege y Narciso Barrera-Bassols, así como la
información etnográfica y las aportaciones de los investigadores del proyecto en las distintas zonas
indígenas del país, así como la experiencia propia y el conocimiento etnográfico, en particular de los
choles y en general de los procesos territoriales en Chiapas. Este segundo camino metodológico llevó
a plantear diversas problemáticas de las poblaciones indígenas y relacionarlas, en un diálogo abierto,
con los diferentes enfoques y perspectivas con las que se ha abordado y bordado teóricamente el
concepto del territorio y dar cuenta de las supra-territorialidades, los cuales se convirtieron en los
puntos nodales de este trabajo con el fin de interpretar y comprender lo que está sucediendo entre los
diferentes pueblos indígenas en México en relación con sus territorios.
En este sentido, resulta oportuno hacer una distinción entre espacio y lugar. Michel de
Certeau apunta que el “lugar remite al orden, cualquiera que sea, según el cual los
elementos se distribuyen en relaciones de coexistencia. De tal manera que se excluye la
posibilidad para que dos cosas se encuentren en el mismo sitio” (1996: 129). En el “lugar”, de
acuerdo con De Certeau, los elementos considerados están unos al lado de otros, cada uno
situado en un sitio “propio” y distinto, por lo que el lugar es una configuración instantánea de
posiciones. Mientras que el lugar hace referencia al “estar ahí”, el espacio se convierte en
una referencia que indica tiempo y dirección, así como una construcción social que refleja la
historicidad de los sujetos colectivos.
Los lugares se transforman en espacio, de acuerdo con las experiencias no sólo de
los sujetos que lo habitan, sino además de aquellos otros sujetos que tienen injerencia en
ellos, de ahí que De Certeau plantee que hay “tantos espacios como experiencias espaciales
distintas” (1996: 130). En la medida que los lugares geográficos son valorados y apropiados
adquieren una dimensión de espacios múltiples y heterogéneos, ya que diversas
construcciones espaciales se recrean y reproducen paralelamente mediante las acciones
que los diversos sujetos sociales imprimen a una misma superficie geográfica.
Cuando se trata de comprender a los territorios indígenas no se les puede interpretar
sólo bajo los supuestos de sistemas cerrados, pues aquellos se encuentran insertos en las
vorágines de un mundo cada vez más globalizado de tal manera que, parafraseando a Porto-
Gonçalves, cada vez es más frecuente el uso de lo multi, trans e inter, para señalar que las
fronteras geopolíticas cada vez son más porosas ante los embates de las empresas
multinacionales, internacionales y transnacionales (2002: 217). Comprender los territorios
indígenas implica emprender diálogos con la teoría a partir de los resultados etnográficos
que nos obligan a dar cuenta de la diversidad de aquellos sujetos sociopolíticos que en
diferentes escalas entran en juego en dichas construcciones. Esto hace necesaria una
distinción entre lo que podríamos denominar como los “territorios indígenas” que implican
procesos de construcciones territoriales en el marco de las identidades de las poblaciones
indígenas locales y, por otra parte, lo que podríamos conceptuar como “supra-
territorialidades”, en la medida que se trata de sujetos colectivos empresariales de diferente
escala y perfiles que construyen apropiaciones territoriales que los lleva a mantener
injerencia en los territorios indígenas, sin que esto signifique que necesariamente los habiten
o tengan una posesión histórica material en su acepción como propietarios, por lo que se
pueden plantear como “territorialidades desterritorializadas”.4
“Las supra-territorialidades”, “los territorios culturales indígenas” y los gremios
científicos
Tanto los “territorios indígenas” como las “supra-territorialidades” nos llevan a plantear cómo
ambos han sido abordados en el contexto de la ciencia y de los gremios científicos. Un
primer planteamiento surge del carácter no unívoco ni homogéneo de la ciencia, por lo que
tendríamos que plantear las ciencias en plural y su desdoblamiento en prácticas sociales. En
términos de las supra-territorialidades, estarían los que podríamos denominar como
“cientistas”, entre los que se encuentran los que asumen la ciencia per se, como eje total y
absoluto, bajo los paradigmas de asumir los avances científicos en aras de las
4 A lo largo de la investigación había conceptualizado estos procesos como “territorialidades
desterritorializadas”, sin embargo, decidí retomar el concepto de “supra-territorialidad” de acuerdo con
las aportaciones de Jan Aart Scholte, ya que esta noción conceptual nos remite a los procesos
globalizadores que describen un cambio significativo en la organización del espacio social, es decir, el
paso a nuevas geografías, mediante las cuales se encuentran conectadas diferentes partes del mundo
(2000: X), que es precisamente la idea que pretendo dar a partir de las “territorialidades
desterritorializadas”.
contribuciones del desarrollo y progreso occidental. Las múltiples supra-territorialidades, en
cuanto procesos empresariales industriales mercantiles en los territorios indígenas, plantean
el desdoblamiento de los avances científicos en prácticas concretas en aquellos territorios.
Entre estas ciencias se encuentran, por ejemplo, la biotecnología (nanotecnología y la
ingeniería genética) en la producción de semillas híbridas y transgénicas; la geología
(mineralogía) en relación con las empresas mineras; la agrotecnología en la producción de
fertilizantes y plaguicidas destinados a la agricultura; la física (ciencias energéticas) en
relación con la producción de energía como la eólica; la químico farmacéutica biológica en
relación con los laboratorios en producción de medicamentos y las patentes; la enología, en
la producción de vinos como el tequila y aguardientes. Así, son múltiples los casos que
enmarcan las supra-territorialidades que se concretan a lo largo y ancho del país, con
historias manufacturadas desde hace varias decenas de años, hasta aquellas que se han
propiciado en los últimos años en el marco de políticas enmarcadas en el crecimiento
empresarial del país como política de Estado.
Estas supra-territorialidades se presentan en el nivel de inserción de las poblaciones
en los procesos globales de mercantilización que no sólo trastocan a las comunidades
indígenas sino también a las campesinas. La inserción de las poblaciones indígenas que
ligan lo local con lo global se presenta en la utilización de fertilizantes, plaguicidas y de las
semillas llamadas “híbridas”, provenientes de las grandes empresas internacionales de las
que Monsanto sólo se ha convertido en una referencia simbólica ante la multiplicación de
empresas, internacionales y mexicanas que aluden a este proceso global de introducción de
químicos destinados a la agricultura. El caso de la invasión de cultivos de aguacate
transgénico en las comunidades del pueblo purépecha de Nurio y Cherán y del municipio de
Uruapan en Michoacán, es sólo un ejemplo, pues las semillas híbridas y los fertilizantes
agroquímicos están presentes en la experiencia agrícola de una gran parte de las zonas
indígenas en el país.
En otro tenor se encuentran las empresas que se han ubicado en las inmediaciones o
en los territorios indígenas, como las concesiones mineras otorgadas a la empresa
canadiense First Majestic Silver, sobre el corredor sagrado de peregrinaciones del pueblo
wixárika, en el municipio Real de Catorce, San Luis Potosí o las empresas mineras
internacionales, que tienen más de 50 años de concesión en la zona de la Costa-Montaña y
de la Sierra Madre del Sur, en Guerrero. Asimismo, están las empresas mineras que ante la
búsqueda de oro se encuentran en los territorios rarámuri en el estado de Chihuahua y las
agroindustrias establecidas en la zona de los mayos en los estados de Sonora y Sinaloa
(López Aceves et al., 2012).
Otras son las industrias agrocomerciales —que también sucede con las mineras—
que ante el poco éxito de la venta de parcelas de los ejidos ante los cambios del artículo 27
constitucional, se ha presentado la modalidad de la renta de parcelas, surgiendo una especie
de “empresas langosta”, en la medida que una vez agotados los recursos de un lugar se
desplazan a otros para repetir la misma experiencia. Tales procesos se encuentran
documentados, por ejemplo, en los cultivos agroindustriales de la zarzamora en el Valle de
Los Reyes en el estado de Michoacán (Sandoval, 2012).
Vinculadas a los mercados nacionales y articuladas al comercio global se encuentran
los establos lecheros altamente tecnificados y las agroindustrias lácteas establecidas en la
zona de la Comarca Lagunera aprovechando los recursos del agua del Rio Nazas que
recorre los estados de Coahuila y Durango, empresas regionales alimentadas con insumos
industriales y tecnológicos provenientes de las principales empresas transnacionales (Salas,
2011: 16 y 20). “Aquí se asientan también las empresas maquiladoras de juguetes,
autopartes y michochips —tradicionalmente de carácter industrial urbano—, compitiendo
con las actividades ganaderas y agrícolas por la mano de obra barata, flexible, disciplinada;
por los recursos naturales; por los mercados” (Salas, 2011: 16-17).
También están las industrias productoras de energía, como ha sucedido en el Istmo
de Tehuantepec, Oaxaca, en donde “se han colocado alrededor de 500 aerogeneradores,
como parte del proyecto de producción de energía eólica impulsado desde hace más de 10
años por empresas españolas transnacionales”, ocasionando, como consecuencia, la
deforestación de la zona, la pérdida de especies, mortandad de aves, así como la
desecación de suelos, contaminación por derrames de aceite y la destrucción del paisaje
(Salas et al.,s.f: 2-3).
La cementera Apasco en el municipio de Macuspana, en los límites del municipio
cho’l de Salto de Agua, Cruz Azul en el Istmo de Tehuantepec o la cementera Tolteca del
consorcio CEMEX, colocada como una de las empresas internacionales en el rubro de las
más grandes del mundo, pero también como uno de los mayores contaminantes de las
zonas. En este proceso también se encuentran los procesos de reconversión de la industria
textilera asentada en otros tiempos en las zonas urbanas para desplazarse a las zonas
rurales, como ha sucedido con las industrias de la mezclilla en el estado de Puebla y
Tlaxcala, recreando lo que Hernán Salas y Leticia Rivermar han trabajado a partir del
surgimiento de las “nuevas ruralidades”, en la medida que las poblaciones campesinas han
diversificado sus economías mediante su inserción en el sector secundario, y la consecuente
transformación del paisaje matizado por las vocaciones agrícolas e industriales, pero también
por la acelerada contaminación de los ríos, fuente primordial para el riego de los cultivos
locales (Velasco 2012). De esta manera, tanto los recursos naturales como humanos han
llevado a que las industrias busquen en las zonas rurales sus lugares de asentamiento.
Por otra parte, también se encuentran los laboratorios de farmacología en la
producción de medicamentos que buscan las patentes de los saberes indígenas, como lo
sucedido con la patente de la bacteria del pozol chiapaneco a finales de los años noventa del
siglo pasado. Esta bacteria primero fue patentada por la Universidad de Minessota, Estados
Unidos, y que después vendió los derechos a la compañía holandesa Quest International. En
la descripción de la patente se declara la idea del uso de la bacteria del pozol blanco que
proviene por siglos de las poblaciones mayas de Chiapas (http://firgoa.usc.es/drupal/node/
10529 consultado en el mes de enero del 2013)
.La producción del café en las zonas indígenas de Veracruz, Puebla, Chiapas o
Oaxaca; la producción de vainilla en la zona totonaca del estado de Veracruz, son otros de
los rubros en donde la producción de las zonas indígenas está inserta en los procesos de
mercantilización regional, nacional e internacional.
En otro ámbito mercantil también se encuentran las grandes empresas dedicadas,
por ejemplo, a la producción del agave para la industria tequilera, en particular en la zona de
Tequila en el estado de Jalisco, sobre todo cuando aquél obtuvo la denominación de origen
y con esto su lanzamiento y consolidación como producto internacional (Cabrales, 2012).
Sin embargo, un cierto tipo de supra-territorialidad también se presenta en los niveles
locales regionales, un ejemplo que resalta, es el papel que jugaron y actualmente tienen los
ingenios azucareros productores de aguardiente que desde los años treinta del siglo XX con
la prohibición de los trapiches para la elaboración doméstica del aguardiente, las
poblaciones mestizas concentraron la producción del alcohol y con esto la alcoholización de
las comunidades indígenas para su control, tal como documentó Julio de La Fuente, en los
años cincuenta del siglo pasado, en su libro Monopolio de aguardiente y alcoholismo en Los
Altos de Chiapas, de reciente publicación (2009) y que, en su momento, fue “un estudio
incómodo” guardado en los cajones de escritorio por motivos políticos. Esto nos coloca en
otro de los problemas en los territorios indígenas que tiene que ver con las identidades
polarizadas indígenas-mestizos y las relaciones interétnicas de conflicto que se han
generado en las zonas indígenas, precisamente porque el territorio adquiere mayor
complejidad, pues uno es el que se construye a partir de las pertenencias e identidades
indígenas y otro a partir de los intereses y formas de habitar que generan los mestizos
locales relacionados con las comunidades indígenas de las distintas zonas indígenas del
país. Esto nos abre una cuestión más que necesita su propio proceso de documentación
etnográfica y reflexión teórica.
Así, la industria y el mercado del café, la producción ganadera y de leche, la industria
del alcohol, en particular el aguardiente, la industria del papel y la madera, de la vainilla, del
maíz híbrido, las patentes en el saqueo y mercantilización de la biodiversidad, la producción
de electricidad en sus múltiples facetas como las presas hidroeléctricas o las eólicas, el uso
y venta de fertilizantes y plaguicidas, son sólo algunos de los casos que han llevado a que
los territorios indígenas estén inscritos en estos procesos que ligan los contextos locales
con los procesos globales de mercado y de la industria, pero también muestran cómo los
resultados de las ciencias se concretan en las territorializaciones.
Los procesos de las supra-territorialidades nos remiten a una idea de “archipiélago”,
pues nos remite a espacios matrix, que funcionan como centros de poder desde los cuales
se genera la ciencia, pero también las estrategias y los discursos para la injerencia en los
territorios distantes que funcionan como satélites de un mismo proyecto. Estas supra-
territorialidades, evidentemente tienen una faceta de proyectos inter-transnacionales y las
podríamos denominar como eixos (ejes), tal como lo plantea Bernardo Mançano, en la
medida que las supra-territorialidades funcionan como ejes que llevan a que las regiones de
varios países sean reunidas y giren a su alrededor a partir de proyectos ejecutados o por
atender, en el contexto de los intereses de las transnacionales en la producción de
commodities, es decir, de mercancías destinadas al uso comercial (Mançano, 2010: 67).
Las supra-territorialidades también nos plantean una “acumulación del capital por
desposesión” tal como caracteriza David Harvey a estos procesos (1998 y 2004), pues la
desposesión implica la imposición de un modelo civilizador en injerencia y despojo de los
conocimientos y saberes, uso de la mano de obra o de la tierra, la apropiación de recursos
de las zonas, despojo de las diversidades y saberes bioculturales de las poblaciones locales,
asimismo, la acumulación no sólo ha implicado la desposesión, sino además el deterioro y la
devastación ambiental.
Estas dinámicas de las supra-territorialidades nos colocan ante el modelo de
civilización de occidente, que ha buscado históricamente la homogeneización de las culturas
a partir de su aculturación. Por lo que estos procesos responden a las inercias de lo que se
ha reconocido como modernidad, pues al ser transgredidas las fronteras se busca la
homogeneización de los cultivos, las técnicas y en cierta medida de las culturas.
A partir de la modernidad, de acuerdo con David Harvey, se entenderían las inercias
de las sociedades hacia su homogeneización con base en los patrones centrados en el
individuo y en el desarrollo capitalista monopolizador de los mercados, las comunicaciones y
modelos de Estados-nación bajo el estándar de las democracias occidentales (Harvey,
1998). Esta modernidad plantea, en términos de lo que establece Foucault, el proyecto de
una historia global, la cual “trata de restituir la forma de conjunto de una civilización, el
principio —material o espiritual— de una sociedad, la significación común a todos los
fenómenos de un periodo, la ley que da cuenta de su cohesión. Lo que se llama
metafóricamente el ‘rostro’ de una época” (Foucault, 2003: 15).
Este proyecto, según Foucault, supone una misma y única forma de historicidad que
arrastra las estructuras económicas, las estabilidades sociales, la inercia de las
mentalidades, los hábitos técnicos, los comportamientos políticos, y los somete todos al
mismo tipo de transformación (ídem). Proceso que Harvey (2004) ha caracterizado como una
época de globalautoritarismo y que se inscriben en lo que teóricamente Boaventura de
Sousa Santos ha denominado como la era de la teoría crítica posmoderna, en la que la
“sociedad capitalista tanto en el ámbito de la producción como en el del consumo, cada vez
parece ser una sociedad más fragmentaria, plural y múltiple, cuyas fronteras parecen erigirse
con el objeto de ser transgredidas” (De Sousa Santos, 2007: 34).
Esto tiene que ver con una noción y visión del desarrollo que “es la de un mundo
homogéneo y universal, donde el modo de vida de personas y sociedades está articulado
por relaciones generadas en el contexto de mercados dinámicos y, desde ahí, la existencia
de una ciudadanía universal conformada por productores y consumidores que, en
permanente innovación y competencia, se conviertan en el motor de la nueva historia de la
humanidad” (Carpio Benalcázar, 2008).
Como respuesta ante las consecuencias del desdoblamiento de la ciencia occidental
en los procesos de modernidad que han llevado a la industrialización de los territorios locales
se encuentran aquellos gremios de científicos que han puesto el acento en fenómenos como
el cambio climático, la pérdida de la biodiversidad y el deterioro del ambiente mundial
(Tomassino, Foladori y Taks, 2005: 16). Estas respuestas se han inscrito en las vertientes
teóricas de la “modernidad reflexiva” que, de acuerdo con Enrique Leff, “buscan comprender
el riesgo ecológico y reabsorber los efectos de la racionalidad moderna dentro de sus marcos
teóricos e instrumentales instituidos en el proceso de globalización” (2010: 44).
En la modernidad reflexiva, podríamos ubicar algunos teóricos de la filosofía de la
ciencia como León Olivé (2005) quien, a través del concepto de “las intenciones”, argumenta
las diferentes posiciones y contradicciones en los gremios científicos y critica la neutralidad
de la ciencia, punto nodal del paradigma de Thomas Kuhn (1986). Para Olivé (2005) la
dificultad se ubica en que los grupos de científicos difieren ampliamente en sus intereses y
valores dominantes, por lo que ante un mismo hecho social emanado de la biotecnología se
asuman posiciones contradictorias entre los gremios científicos.
Desde la filosofía de la tecnología Fernando Broncano ha matizado las relaciones
recursivas que se establecen entre la ciencia, la tecnología, las innovaciones tecnológicas y
su impacto en lo sociocultural llegando a proponer a individuos-ciudadanos ciborgs como un
híbrido entre lo técnico y lo natural, entre lo artificial y la naturaleza (Broncano, 2008: 13-16).
Mientras que Miguel Ángel Quintanilla (1989) ha enfatizado cómo las tecnologías, en cuanto
técnicas industriales de base científica, han impactado a las sociedades y a la cultura.
Las críticas a la ciencia occidental y sus resultados ha llevado a que los gremios
científicos se hayan polarizado aún más en diversas sociedades de conocimiento, pues
como fundamenta León Olivé, éstas permiten explicar el ensanchamiento de las brechas
entre los accesos al conocimiento en el mundo globalizado (Olivé, 2005). En este sentido,
considero que los conceptos de las supra-territorialidades como de los territorios indígenas
nos remiten a dos perspectivas teóricas que podrían asumirse como complementarias, en
una suerte de lo que Clifford Geertz ha llamado los epocalismos y los esencialismos (1989:
210). Así, entre los epocalistas se inscribirían las vertientes teóricas críticas que han puesto
el acento en los procesos de un sistema mundo globalizado mercantil y mercantilizado que
ha tendido sus redes hacia diversos territorios, incluidos los indígenas, bajo los vaivenes de
un capitalismo en creciente expansión y cuya base se encuentra en los parámetros dictados
desde Occidente y la ciencia occidental cuyo eje rector ha sido el desarrollo y el progreso.
Algunos de estos autores como David Harvey o Carlos Porto Gonçalves, que se han
abordado párrafos anteriores y que pueden ubicarse en esta línea de científicos sociales.
Entre los esencialismos, estarían aquellos otros gremios científicos que se han
centrado a comprender las otras epistemes, las no occidentales per se, entre las que se
encuentran fundamentalmente las indígenas, aunque sin perder de vista la comparación con
las epistemes de la ciencia formuladas por Occidente, 5 un ejemplo de esto es el caso del
filósofo Peter Winch quien en su obra publicada en los años sesenta del pasado siglo XX,
Para comprender a la sociedad primitiva (1990), recurre al trabajo antropológico de Evans
Pritchard entre los azande, para postular que cada sociedad tiene distintos criterios de
racionalidad que se tienen que entender a partir de su propia cultura y no a través de los
postulados de la ciencia. Desde la antropología han sido importantes los aportes de Phillipe
Descola (2001 y 2005), quien al desentrañar las diferentes relaciones ontológicas que tienen
las sociedades en sus construcciones de la naturaleza, propone el concepto de “los
multinaturalismos”. Descola plantea que una es la naturaleza que se construye en las
sociedades occidentales desde las particularidades de la ciencia occidental, a la que ubica
como analogía, y otras son las naturalezas que se construyen en las sociedades no
5 Se ha convertido de lenguaje común académico hacer referencia a las “epistemologías
indígenas” o la “epistemología occidental”, sin embargo la “Epistemología” es la rama de la filosofía
cuyo objeto es el estudio del conocimiento. En este sentido es conveniente hacer algunas
aclaraciones: en principio me parece inadecuado el uso de las “epistemologías indígenas”, y he
decidido usar el concepto de epistemes indígenas e incluso tener el mismo trato con las epistemes de
occidente, pues a partir de los procesos reflexivos que se presentan en este trabajo, asumo el
esfuerzo de colocarme en el estudio de las formas en que se construye el conocimiento y cómo esto
se desdobla en las relaciones con la naturaleza-cultura, por lo tanto se pretende construir una
epistemología de las epistemes indígenas y de Occidente, incluso a partir de cómo las ciencias dan
cuenta de ambas epistemes y no de sus epistemologías, es decir, de las formas en que estas
sociedades estudian la generación de sus conocimientos.
occidentales, que denomina “construcciones animistas y naturalistas”. Mientras que Enrique
Leff (2010) desarrolla el enfoque de “la complejidad ambiental” desde el cual se buscan
respuestas al deterioro del ambiente global y el cambio climático en los saberes
tradicionales de las poblaciones indígenas.
Entre los esencialismos estarían también aquellos otros enfoques que abordan a las
sociedades indígenas como sistemas cerrados en la construcción del territorio. De acuerdo
con Gilberto Giménez, tanto la apropiación de un espacio, el poder y la frontera son los tres
ingredientes primordiales que componen el territorio (Giménez, 2000: 22), de tal manera que
al concepto del territorio se le puede circunscribir en tanto “continente”, pues tanto el
espacio como el poder se expresan en áreas delimitadas proporcionadas por las fronteras
geográficas, razones que para Giménez, sean importantes los geosímbolos como
demarcadores del territorio.
Otro de los estudios fundamentales bajo esta vertiente del territorio son las
reflexiones de Alicia Barabas, quien además lo hace bajo los paradigmas de una
antropología simbólica (2003) y que desarrolló en la introducción de la obra Diálogos con el
territorio, que a la postre se ha convertido en un documento indiscutiblemente importante en
la comunidad antropológica debido al carácter que ha seguido el concepto del territorio en
sus vertientes de la antropología política y en el marco de las luchas de las organizaciones
indígenas que se dieron y que, en algún momento, resurgirán en cuanto a los cambios de
índole legislativo que se engarzan con problemáticas como la autonomía, que tuvieron su
momento álgido de discusión a principios del siglo XXI.
Para Alicia Barabas, “el territorio se refiere a los espacios geográficos culturalmente
modelados a través del tiempo, pero no sólo los inmediatos a la percepción (paisaje) sino
también los de mayor amplitud, que son reconocidos en términos de límites y fronteras”
(Barabas, 2003: 21). Tiempo y espacio, planteados en sus continuidades históricas, son
elementos indisolubles para la construcción del Territorio en términos jurídicos. Tales
aportaciones retoman la discusión que se presentó en documentos de índole internacional
como el que emanó del Convenio 169 de la OIT, y el espíritu, incluso, de Los Acuerdos de
San Andrés Larráinzar, que se realizaron en Chiapas en el año de 1996. El territorio de
acuerdo con el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo, es definido como:
“La utilización del término ‘Tierras’ […] deberá incluir el concepto de ‘Territorio’, lo que cubre
la totalidad del hábitat de las regiones que los pueblos interesados ocupan o utilizan de
alguna u otra manera” (Convenio nº 169, 1989: Artículo 13, parágrafo 2), concepto que
retoman Los Acuerdos de San Andrés en donde se dice que: “Todo pueblo indígena se
asienta en un territorio que cubre la totalidad del hábitat que los pueblos indígenas ocupan o
utilizan de alguna manera. El territorio es la base material de su reproducción como pueblo y
expresa la unidad indisoluble hombre-tierra-naturaleza”. Las nociones conceptuales del
territorio a partir de su configuración en términos jurídicos, conjugan el tiempo histórico y los
pueblos indígenas concentrados en un espacio acotado por los límites geográficos.
Sin embargo, los Acuerdos de San Andrés además de estos elementos para la
configuración conceptual jurídica del territorio, retoman un elemento más que se fundamenta
en la relación hombre-tierra-naturaleza, los cuales han sido un eje central en la antropología,
ya que colocan en el tintero la relación naturaleza cultura, pero además nos conduce a lo
que se denominarían como los “territorios culturales”, los cuales se encuentran moldeados a
partir de las particularidades históricas míticas propias de los pueblos indígenas,
históricamente construidos, de acuerdo con los discursos que explicitan las particulares
formas en que las poblaciones han significado sus espacios (Gutiérrez, 2013).
Desde esta perspectiva, el territorio adquiere un mayor matiz como continente y a
partir de esta noción se trazan las fronteras, los saberes locales, los geosímbolos, las
toponimias, las formas particulares de construir y relacionarse con las naturalezas, y a partir
de la lengua remiten a construcciones del mundo (cosmovisiones) enraizadas en las culturas
de las poblaciones indígenas.
A partir de la influencia de Edgar Morin quien, a partir de la teoría del pensamiento
complejo, concibe al hombre y a las sociedades en sus aspectos recursivos auto-eco-bio-
psico-culturales (2001), por lo que la teoría de la complejidad nos coloca en el carácter
transdisciplinario de las ciencias al concebir, al mismo tiempo, tanto la unidad como la
diferenciación de las ciencias; de la teoría de los sistemas complejos de Rolando García; de
los aportes de Boaventura de Souza Santos (2007) sobre el reconocimiento de las
epistemologías no occidentales, fundamentalmente las indígenas, fue un parte aguas para
que la etnografía se perfilara como un método transversal de ciencias como la biología y la
geografía, de las clasificaciones endémicas culturales de las plantas y animales propuestas
por Claude Lévi-Strauss (1964) en la obra el Pensamiento salvaje, entre otros. Víctor Toledo
(1992) propone un marco teórico metodológico de diálogos interdisciplinarios entre la
biología, la geografía y la antropología, que desembocan en la perspectiva denominada
“Etnoecología”, la cual coloca el énfasis en los conocimientos ecológicos locales,
presentándolos como resultados y estrategias de las adaptaciones humanas al ambiente.
Toledo define la Etnoecología como el estudio de las relaciones entre el “corpus” que
comprende el conjunto de conocimientos ambientales, el “kosmos” conformado por el
conjunto de creencias y de representaciones simbólicas y la “praxis” que engloba los
comportamientos que llevan a la apropiación de la naturaleza (Toledo, 1992: 10; Reyes-
García y Martí Sanz, 2007: 47; Toledo, Alarcón y Barón, 2009: 339).
En la perspectiva de la Etnoecología se han propuesto nuevas metodologías en el
ámbito de los gremios de los antropólogos, biólogos y geógrafos. A partir del método
etnográfico, biólogos como Alejandro Casas y un nutrido grupo de investigadores del Centro
de Investigaciones en Ecosistemas de la UNAM (Casas et al., 1997) han obtenido
importantes resultados sobre el manejo de la biodiversidad de las poblaciones indígenas del
país, en particular han documentado la forma como estas poblaciones, a partir de la lengua,
clasifican las plantas y los animales y, desde estos resultados, se ha establecido un diálogo
conceptual en torno a la cultura. Sobresale el estudio sobre la biodiversidad que se maneja
en los mercados del Valle de Tehuacán en Oaxaca (Arellanes y Casas, 2011). Camino
semejante han seguido geógrafos como Barrera-Bassols y Zinck (2000) en sus estudios
sobre las clasificaciones endémicas de los suelos. El mismo Barrera-Bassols y otros
investigadores (2009), relacionan estas clasificaciones con la diversidad de los maíces que
manejan los purhépechas de Michoacán. Asimismo, han utilizado las etnocartografias como
método para documentar las formas como las poblaciones perciben y construyen el espacio,
el paisaje y el territorio, argumentando, por ejemplo, el sentido monista de los componentes
naturaleza-cultura y cómo éstos se visualizan en el paisaje, tal como lo han matizado en su
trabajo Pedro Urquijo Torres y Narciso Barrera-Bassols (2009).
La antropología ha incursionado en el diálogo con los geógrafos y biólogos para
postular y construir teoría, a partir de métodos y resultados compartidos. Autores como el
antropólogo Eckart Boege y el geógrafo Narciso Barrera-Bassols, quienes, mediante un
extenso trabajo etnográfico y un método deductivo de los diferentes contextos indígenas,
llegan a capitalizar a partir de la conjunción triádica Kosmos, Corpus y Praxis (KCP) una
importante información acerca de la riqueza y la diversidad biocultural en las zonas indígenas
del país, que tienen como marco los conocimientos ecológicos locales. Mientras que Víctor
Toledo y Narciso Barrera-Bassols (2008) trabajan las sabidurías tradicionales en relación con
la ecología desde la perspectiva de la Etnoecología. Eckart Boege estudia los saberes
medioambientales, las biodiversidades y la relación con el ambiente de las poblaciones
indígenas; destaca su investigación entre los mazatecos del estado de Oaxaca (1998 y
2008).
El trabajo de Pierre Beaucage (2009) sobre las poblaciones nahuas de la Sierra Norte
de Puebla, se está convirtiendo en una referencia obligada. Beaucage, a partir de la
información que obtuvo en los talleres de tradición oral, analiza las clasificaciones de la
naturaleza, las plantas, los animales, las construcciones del espacio y el territorio, del cuerpo
humano y las enfermedades, que hacen esas poblaciones. Es importante señalar que en esa
experiencia los nahuas no sólo fueron “informantes”, sino quienes recabaron la información a
través de los Talleres de Tradición Oral.
Las investigaciones de corte etnoecológico han tenido logros sustanciales al
adentrarse en las epistemes de los pueblos indígenas, sin embargo, considero que han
perdido de vista que estas sociedades se encuentran vinculadas con los procesos globales y
con las ciencias a partir de sus técnicas y tecnologías. La información etnográfica
contemporánea muestra poblaciones que reproducen los saberes a partir de la memoria
colectiva, pero también están abiertas a experimentar con “lo ajeno” como ha sucedido, por
ejemplo, con los maíces híbridos, los plaguicidas provenientes de las bioquimicotecnologías,
la experimentación de nuevas variedades de café, a insertarse en la producción y
comercialización del ganado. Todo esto nos lleva a preguntas centrales que necesitan
respuestas: ¿cómo lo “ajeno” es adaptado, construido ante lo que significa “lo nuestro” en los
sistemas estructurados de pensamiento y prácticas de las poblaciones indígenas? ¿cómo lo
proveniente de las supra-territorialidades ha modificado el paisaje de los territorios
indígenas? ¿Qué conflictos se han generado entre las poblaciones ante la llegada,
asimilación e incluso imposición de lo ajeno entre las poblaciones locales por sí mismas
heterogéneas tanto en los ámbitos religiosos como de prácticas productivas?
Estas preguntas merecen una discusión a la luz de los datos etnográficos. En el caso
particular de las poblaciones ch’oles de los distintos ejidos del municipio de Tila en el norte
del estado de Chiapas, he documentado cómo los ejidos están trazados por una diversidad
de pertenencias religiosas, pues al mismo tiempo que están los que se inscriben como
católicos tradicionales están las poblaciones con pertenencias a una amplia gama de iglesias
protestantes, situación que se extiende a prácticamente la mayoría de las zonas indígenas
del país. Entre los cho’les, la información etnográfica me llevó a interpretar tendencias de
prácticas agrícolas homogéneas que no tenían anclaje necesariamente en la pertenencias
religiosas, de tal manera que se compartían el Corpus, en cuanto saberes, y las praxis
colectivizadas, pero había fracturas en términos del kosmos, pues no compartían creencias,
por ejemplo, de las entidades sagradas de la Naturaleza (véase Gutiérrez, 2013b). En otros
casos, sobre todo las poblaciones jóvenes, habían diversificado sus economías, lo cual ha
ocasionado la tendencia al mayor uso de fertilizantes y plaguicidas en los cultivos del maíz,
pues la agricultura tradicional con el uso exclusivo del machete, les es imposible pues
requiere un mayor cuidado, trabajo y tiempo.
En otros casos, ante la caída del precio internacional del café a finales de los años
ochenta del siglo pasado, en los ejidos de las tierras bajas, decidieron arrasar con las matas
del café robusta e iniciaron dos procesos: por un lado se introdujo la ganadería y, por el otro,
iniciaron la renta de sus parcelas a las poblaciones cho’les de las tierras altas. Esto produjo
varios cambios: en primer lugar, la entidad sagrada del Yun Ch’en, a quien antes se le
hacían los rituales de peticiones del agua, se transmutó a la entidad sagrada de Ja’k (El
Agua), esto por las necesidades de mayor utilización del líquido para el riego de los pastos
para el ganado. Estas poblaciones, han generado todo un bagaje de conocimientos en torno
al cuidado, producción y comercialización del ganado vacuno, pero estas prácticas han
estado asociadas a sus antiguos rituales de protección, que si bien antes se realizaban en
sus cultivos, ahora se extienden a los potreros.
En el caso de las poblaciones de las tierras altas que rentan las parcelas en las
tierras bajas, en éstas siembran el maíz híbrido de manera extensiva. Este maíz lo compran
en las veterinarias y se ha mezclado con los maíces nativos que adquieren de los indígenas
del ejido. Sin embargo, en sus tierras altas, siembran los maíces que han heredado de sus
antepasados, de generación en generación, y que incluso se da a manera de herencia
familiar. Pero también en las tierras bajas, pues los ejidatarios cuidan sus maíces nativos que
también los siembran y reconocen que los maíces híbridos, sólo son utilizados por los
indígenas de las tierras altas que rentan las parcelas. El reconocimiento de los maíces
nativos como “los nuestros” y los maíces híbridos como “los ajenos” se traslada hacia otros
ámbitos de las construcciones identitarias, pues reconocen que ellos son fuertes y
resistentes, por la ingesta de sus maíces, que los distancia de los mestizos, que son débiles,
ya que ingieren maíces híbridos. Lo mismo sucede con los animales de traspatio, por
ejemplo, diferenciando los pollos de rancho y los de granja, éstos últimos débiles, se les
quiebran las patas y su carne es muy suave, en contraste con sus pollos alimentados con
sus maíces nativos.
Los ejidos son verdaderos laboratorios agrícolas de experiencias acumuladas y
colectivizadas, que les han llevado, por ejemplo, a las adecuaciones en el uso de los
plaguicidas y agroquímicos, aunque en otros casos a su rechazo, como ha sucedido con los
fertilizantes utilizados para las matas del café, ya que es una práctica generalizada de sólo
utilizar fertilizantes orgánicos, generalmente de los árboles de sombra del Tselel, pues tienen
la referencia que cuando fueron dotados de fertilizantes obtenían mucho café, pero una vez
que les quitaron el apoyo, las matas se secaron, esto “porque el café se acostumbra”. Todos
estos datos, nos llevan a replantear la triada Kosmos-Corpus-Praxis, propuesta por la
Etnoecología, pues más bien tendríamos que plantear los Kosmos, los Corpus y las Praxis,
no en una recursividad lineal sino las correspondencias-redes en términos contextuales. Pero
estos datos etnográficos además nos sitúan en la dinamicidad y constante actualización que
tienen tanto los saberes, las creencias y las prácticas –los corpus, los kosmos y las praxis
(para ampliar esta información, véase Gutiérrez, 2013b).
En este sentido, considero que tanto la perspectiva de los epocalistas como de los
esencialistas, no son contradictorias, sino más bien complementarias y responden a puntos
de partida y sujetos de investigación diferentes, que permiten dar cuenta de dos realidades
que terminan por ser parte del mismo problema y nos permiten dialogar con las epistemes
que se reproducen a partir de las supra-territorialidades, pero también con las epistemes de
las poblaciones indígenas para la construcción de los territorios.
Hacia una “socio-antropologización de Occidente” y la “desoccidentalización de la
socio-antropología y de las ciencias”
La Naturaleza-Cultura en las “supra-territorialidades” y los “territorios indígenas”
Cada vez más en las diferentes áreas del conocimiento —como en la sociología, la
antropología, la filosofía, la geografía o la biología— está presente la crítica a la ciencia
occidental como la única vía y fuente de generación de conocimiento y, al mismo tiempo, el
reconocimiento de las otras epistemes no occidentales, fundamentalmente las indígenas
como generadoras de saberes. Parte de los resultados de estas posiciones críticas se
centran en discutir las formas en que Occidente ha parcelado el conocimiento, a lo que se ha
respondido con un viraje hacia un diálogo inter-transdisciplinario. Desde esta perspectiva, el
problema de las epistemes de la ciencia occidental y sus prácticas y de las epistemes no
occidentales se ha convertido en un asunto de reflexión inter-trans-disciplinaria, aunque el
énfasis se coloque en los temas de la propia especialidad tal como planteara Edgar Morin
(2001).
Las epistemes tanto de Occidente como de las indígenas nos conducen a plantear
tanto una “socio-antropologización de Occidente” como la “desoccidentalización” no sólo de
la socio-antropología, sino además de ciencias como la geografía y la biología, esto último
como un camino teórico metodológico que han seguido los aportes provenientes de la
Etnoecología. La socio-antropologización de Occidente implica un ejercicio de reflexión que
así como la antropología ha estudiado las sociedades humanas alejadas de los núcleos de
poder occidentales, se puedan estudiar las formas en que Occidente se construye a sí
mismo. Por esta razón, como plantea Bruno Latour, la tarea de la antropología del mundo
moderno consiste en describir el modo en que se organizan las ramas de nuestro gobierno,
inclusive las de la naturaleza y las ciencias exactas, y explicar de qué manera y por qué esas
ramas se separan, así como los múltiples arreglos que las reúnen” (Latour, 2007: 35). Latour
se pregunta por qué ningún antropólogo nos estudia de tal modo, ya que justamente es
imposible hacer sobre sobre nuestras naturalezas culturas lo que es posible en otras partes,
entre los otros” (2007: 23) Y su respuesta es “porque nosotros nunca hemos sido modernos”
y para los antropólogos tradicionales, no hay, no puede haber, no debe haber antropología
del mundo moderno (2007: 23) y completa la idea con una frase sugerente “si el mundo
moderno resulta a su vez capaz de ser ‘antropologizado’ es porque algo le sucedió” (Latour,
2007: 24). Pero también la pregunta tiene otras respuestas, ya que lo moderno también está
planteado a partir del conocimiento científico que por sí mismo no puede ser religioso, el cual
se asume como de una esfera distinta, de tal manera que “nadie es totalmente moderno si
no acepta alejar a Dios tanto del juego de las leyes de la naturaleza como de las de la
república [la política]” (Latour, 2007: 60) Y esa es la cuestión: ¿de verdad la ciencia y su
desdoblamiento y relación con la naturaleza, no tiene un sentido en cómo occidente se ha
construido a sí mismo religiosamente? En otras palabras ¿la ciencia, sus discursos y hechos
con la naturaleza, es decir Occidente y el pensamiento occidental, sería lo mismo sin la
influencia de la historia en que se fueron gestando sus ideas religiosas?
Esta pregunta la podemos plantear por lo menos en términos de hipótesis, pero
también como un aliciente para esbozar algunas reflexiones. En el libro del Génesis, en siete
días Dios creó al mundo, primero los diferentes componentes de la naturaleza y al final al
hombre y Dios puso todas las cosas a su disposición para que el hombre dispusiera, se
alimentara de ellas y las dominara —mandara— (Genésis, capítulo 1, vers. 1-31). Con
Jesucristo la salvación se centró en el hombre, en sus relaciones interpersonales
dimensionando el amor al prójimo como el mayor de los mandamientos. En el Nuevo
Testamento, si bien se cumplen las profecías anunciadas del Mesías, El Salvador, en la
historia de los judíos, la religión se centra en el hombre, por lo que a partir de sus actos
personales, pasa a formar parte del ámbito de lo sagrado, pues Dios creó al hombre a
imagen y semejanza, aunque no igual, de él.
Siglos después, hay una reinterpretación de las ideas de la filosofía helénica con San
Agustín de Hipona quien cristianiza las ideas de Platón y posteriormente Santo Tomás de
Aquino quien retoma la filosofía de Aristóteles para interpretarla a la luz de la teología
cristiana. Las diferencias entre ambas posiciones no son menores, pues mientras que la
filosofía platónico agustiniana planteó la separación y dualidad entre cuerpo y alma, materia
y espíritu, el cuerpo como cárcel del alma, esta última pura e inmortal mientras que el
primero impuro y perecedero; a su vez en la vertiente aristotélico tomista se asumió la
posición monista unitaria entre estos dos componentes. Sin embargo, la cultura occidental y
posteriormente la ciencia tuvo mayor influencia a partir de las ideas platónicas agustinianas,
al separar las ciencias del espíritu de las ciencias de la materia y por lo tanto la parcelación
del conocimiento que tuvo en Descartes uno de sus mayores exponentes al plantear la ideas
claras y distintas en su obra El discurso del método.
El hombre, como ser racional se dio a la tarea, a partir de la ciencia, de analizar,
clasificar, manipular la naturaleza en cuanto materia y en cuanto cosas, sobre todo en el
auge del positivismo de Comte en el siglo XIX y que en las ciencias sociales repercutió en el
pensamiento de Emile Durkheim (2004), cuando asume que los hechos sociales hay que
asumirlos como cosas, al igual que en las ciencias duras, para poder clasificarlos y
estudiarlos, por los que éstos son objetivos, en la medida que son independientes de la
voluntad y de los sujetos mismos. Como parte de la parcelación del conocimiento, está la
división de los ámbitos sociales, de ahí que se argumente que el ámbito de la ciencia está
separado de las ideas religiosas. Sin embargo, considero que las relaciones naturaleza
cultura que se han establecido en Occidente no se pueden comprender al margen de la
historia de las ideas que se han dado en el contexto de las ideas religiosas. De ahí que
resulte comprensible que a partir de las supra-territorialidades y el avance de los
conocimientos científicos como trasfondo, la naturaleza sea un objeto, que no solamente se
le pueda manipular, usar, clasificar, dominar sino además comercializar, pues en este mundo
globalizado en donde impera la producción, como plantea Enrique Leff, la naturaleza se ha
sobre-economizado, se ha cosificado, se ha desnaturalizado de su complejidad ecológica y
se ha convertido en materia prima de los procesos de producción, lo que ha llevado a que los
recursos naturales se vuelvan en simples objetos para la explotación del capital (Leff, 2005
192).
Evidentemente, la separación naturaleza cultura ha sido una construcción en una
estructura de pensamiento que se fue gestando bajo procesos de larga duración en el
pensamiento de lo que hoy reconocemos como lo occidental. Las separaciones entre la
cultura y la naturaleza es lo que constituye, de acuerdo con Bruno Latour, lo moderno
(2007). Sin embargo, plantear la separación de naturaleza-cultura en la sociedad occidental,
podría resultar un sofisma, pues hay una relación que termina por ser monista en un
esquema de modelo de civilización en que occidente construye sus mundos y las relaciones
entre los sujetos y la naturaleza. Por lo tanto, la naturaleza termina siendo una construcción
dualista en el interior del pensamiento occidental, pero monista de acuerdo con el modelo de
civilización visto como totalidad. Esto último porque en la interacción entre naturaleza y su
uso por la ciencia ha surgido una naturaleza híbrida, tal como lo ha teorizado Bruno Latour,
ya que se han creado híbridos de una naturaleza manipulada y alterada por la ciencia, por la
cultura, la sociedad, mezclas entre géneros de seres totalmente nuevos, híbridos de
naturaleza y cultura, por lo que la dicotomía y el dualismo naturaleza-cultura ha dejado de
serlo, desde hace poco, en el contexto de la ciencia occidental (Latour, 2007: 28).
En las epistemes no occidentales, particularmente las indígenas, la Naturaleza (con
mayúscula) tiene agencia, personalidad, es sujeto más que objeto, tiene voluntad y
emociones por lo que las fronteras entre naturaleza se fracturan y se diluyen en modelos de
civilización en donde hay una naturaleza humanizada y una humanidad naturalizada. En
estos modelos de civilización, la naturaleza es a la vez cultura, pues las entidades sagradas
de la naturaleza entre ellas se comunican, tienen sus familias y son sociedad, como
establece Diego Prieto y los investigadores del equipo regional de Querétaro, una
“culturaleza”, enfatizando el carácter sintético monista ente naturaleza y cultura.
En otros textos he documentado cómo entre los tzotziles y tzeltales tradicionales
católicos de Los Altos de Chiapas,
la naturaleza y los espacios sacralizados se comprenden en la construcción ontológica
de la persona, composición que se comparte con la naturaleza misma. Según Miguel
Hernández, para los bats’i viniketik (tzotziles) el hombre cuenta con una parte física
visible (la carne, incluidos todos los órganos internos). Esta parte concreta es el
cascarón del alma (chu’lel) que es una entidad interna de todas las personas y las
cosas, pero el mundo de las emociones, como la tristeza, se concentran en el yo’on
xch’ulel (el “espíritu”), el cual es la parte más profunda y central del alma, y por lo tanto
del ser, ya que el yo’on xch’ulel es el corazón del alma, de tal manera que, como
argumenta Miguel Hernández, “el ‘espíritu’ está más allá del alma; es su corazón y su
esencia para que sobreviva el alma de un ser humano” (Hernández, 2005: 15).
”Estas construcciones de la persona, son importantes en las percepciones y
construcciones del espacio, ya que la naturaleza tiene la misma conformación que la
persona. De esta manera, las plantas, los árboles y las cosas tienen alma: chu'lel: ‘uno
puede partir una piedra o una planta y se ve una parte central que es el chu'lel’. A
pesar de que la naturaleza tiene chu'lel, no toda tiene espíritu (yo’on xch’ulel), y ‘en los
Cerros Sagrados habitan los Anjeletik, que no son almas sino espíritus’. Así, el Anjel
es el yo’on xch’ulel (espíritu) de las cuevas, lagunas y los rios. Por lo tanto, la
sacralidad de la naturaleza, proviene de los Anjeletik que, en cuanto “yo’on xch’ulel”
(el espíritu), la dotan de emociones, como la tristeza, la alegría o el enojo, los cuales
les son características propias. Razones que llevan a que la gente de tradición
constantemente esté realizando ritos para que la comunidad no sucumba ante el
posible enojo de los Anjeletik y redunde en malas cosechas, mal tiempo o catástrofes
en la comunidad. Los Anjeletik son una entidad sagrada plural y colectiva que se
encargan no sólo de proteger sino también de negociar el territorio (Gutiérrez, 2013:
128-129).
Asimismo entre los indígenas de Los Altos, a la Madre Tierra se le reconoce como entre los
tzotziles como Ch'ul Balumil y Ch’ul Balumilal entre los tzeltales.
Al igual que las personas, la Madre Tierra tiene un corazón que es el órgano vital en
donde se genera el movimiento. Tiene su parte inferior donde está su yibel, su raíz, y la
parte de arriba, la que se observa en el horizonte ―el Cielo―, es su rostro. Asimismo,
tiene su ombligo, xmixik’ balumil (el ombligo de la Tierra) que es el centro de su
cuerpo, donde fluye la humedad y se produce la fertilidad para alimentar y dar vida a
los seres del mundo del Sba balumil (plano terrestre). En cuanto persona, la cabeza de
la tierra está arriba, abajo tiene sus pies y sus brazos le dan equilibrio ante el
movimiento que realiza el Sol en su recorrido por los cuatro puntos cardinales. La
Madre Tierra se concibe como la madre carnal de los mayas bats’i viniketik y tseltales
a quienes procrea y alimenta con su leche materna, a la vez que también absorbe,
genera y desarrolla en su vientre las cosas de la naturaleza. Esta me’ (madre) sostiene
el peso de los cuerpos de los hombres y éstos, por el sólo hecho de poner sus pies
sobre esta Madre Tierra, reciben su energía, se convierten en su extensión y entablan
una comunicación constante con ella. La Tierra no sólo es madre de los seres
humanos, sino también de los animales, las plantas y los minerales, los cuales
comparten la vida al tener yo’on (corazón). Por ejemplo: los animales tienen sus pies
sobre la Tierra y aunque algunos trepen los árboles o arbustos, éstos dependen de ella
que les da de comer y beber; las plantas tienen sus raíces en la Tierra para poder
alimentarse, y finalmente los minerales, como las piedras, sostienen sus pesos sobre
ella para poder existir ya que reciben su alimento a través de la energía que emana de
la Madre Tierra (Gutiérrez, Hernández y Cuadriello, 2013).
En los municipios ch’oles del norte de Chiapas hay una construcción de un territorio
compartido a partir de las entidades sagradas del Cristo Negro y del Yun Ch’en. Al primero
se le reconoce como Yalobil Lak Chuj’ Tiat (el Hijo de Nuestro Sagrado Padre, el Sol) el cual,
al ser el dueño del maíz es el dueño del plano terrestre y tiene una presencia en los
municipios ch’oles del norte de Chiapas (Tumbalá, Salto de Agua, Tila, Palenque y
Sabanilla). Igual presencia territorial tiene el Yun Che’n, dueño del cerro y del plano
subterráneo, pues las entradas de su casa, las cuevas, en todos aquellos municipios y en las
comunidades ejidales. Puede desplazarse de uno a otro y su presencia o ausencia repercute
en la bonanza o carencia en los cultivos. La presencia y dominios del Cristo Negro y del Yun
Ch’en se extienden a todos los municipios ch’oles y le proporcionan tanto unidad como
identidad territorial (Gutiérrez y Pacheco, 2013a).
En el conjunto de los diversos territorios indígenas del país —Mesoamérica—, los
resultados etnográficos confluyen en el sentido que tienen las entidades sagradas de la
Naturaleza, por lo que es extendida, en la mayoría de los pueblos indígenas, la presencia del
Dueño del cerro, y las cuevas como puerta de entrada al mundo subterráneo. La Madre
Tierra también es otra de las entidades sagradas, la cual siente, tiene emociones, necesita
alimentarse. Esto nos conduce, por lo menos a dos cuestiones, la primera nos ubica en
diferencias que implican pensar al mundo ante las divergencias que resultan construir el
mundo a partir de planos (el arriba, la tierra, y el inframundo) o de puntos cardinales (norte,
sur, este, oeste); la segunda, nos ubica en el sentido ontológico de la Naturaleza.
En relación con el primero, nos conduce a una forma de construcción del mundo entre
los pueblos indígenas mesoamericanos, el arriba, el abajo, en relación con planos, el este y
el oeste, relacionados estos últimos con el camino, entrada y salida del sol y el centro como
un punto medular. Pero en la construcción del territorio es fundamental, porque éste será un
resultado de las interacciones que se dan entre las distintas entidades sagradas bien que se
ubiquen en el mundo de abajo o de las interacciones que se dan entre los santos, por
ejemplo, que habitan tanto en el plano terrestre como en el plano de arriba. Por esta razón,
las fronteras territoriales entre las poblaciones indígenas, en términos de límites son más
porosas y fracturadas porque no necesariamente se constituyen a partir de límites
geográficos, aunque evidentemente están demarcados, sino a partir de las pertenencias, las
relaciones que se establecen entre ellos, incluso a partir de las interacciones que se dan
entre sus entidades sagradas de la naturaleza y el poder de los santos —hay una tendencia
generalizada del sentido mítico que tienen los orígenes de los asentamientos y las
delimitaciones de las fronteras territoriales. Todas estas razones llevan a plantear que los
territorios indígenas tienen una mayor comprensión a partir de las identidades.
Construir el territorio a partir de los puntos cardinales de referencia, este-oeste; norte-
sur, hace ver el territorio a partir de su expansión hacia los horizontes, por lo que el territorio
adquiere connotaciones de límites geográficos horizontales —al ras de la tierra—, que llevan
a plantear la cuadratura y división del mundo. De ahí que el territorio no sea lo mismo cuando
estamos hablando de los territorios culturales indígenas en relación con las construcciones
que se dan en las supra-territorialidades. Por lo que lo global y lo local no es lo mismo, ni se
experimenta de la misma manera, pues las empresas ven su expansión territorial a través de
nichos de mercado independientemente de las fronteras nacionales o locales. Pero esto
también es una fractura con una geografía cartesiana, porque si el mundo es construido
recursivamente de arriba y abajo en las epistemes indígenas, el territorio, no solamente tiene
un carácter horizontal sino esencialmente vertical.
La segunda cuestión está relacionada con el sentido ontológico de la Naturaleza. Los
datos etnográficos nos conducen a un incipiente planteamiento de localizar en dónde se
encuentra el símbolo, o de qué manera se le puede ubicar en las relaciones que estas
poblaciones establecen con sus construcciones del mundo y de la Naturaleza. Por lo que
resulta pertinente preguntarse ¿hasta dónde lo simbólico es una construcción y metodología
que nos ubica y da más cuenta de los observadores —y de ellos mismos— que de “los otros”
a los cuales investigan? Evidentemente esto es el resultado de una incipiente reflexión que
corre el riesgo de ser clausurada, por la importancia que sustenta el símbolo y la
interpretación simbólica en el discurso de las investigaciones y corrientes antropológicas.
John B. Thompson, en su obra Ideología y cultura moderna, plantea que la
antropología, desde su aparición a finales del siglo XIX, pasó por una primera etapa que se
caracterizó por una “concepción descriptiva”, basada en la clasificación y caracterización de
valores, creencias, costumbres, convenciones, hábitos y prácticas de sociedades
particulares en periodos históricos. Una segunda etapa, se delinea con la antropología
basada en la “concepción simbólica”, bajo la argumentación de concebir al hombre como un
“ser simbólico” y que el uso de los símbolos es un rasgo de la vida humana, que encuentra
en Clifford Geertz su máximo exponente. Thompson plantea que en esta etapa de la
antropología, el interés se centra en el simbolismo y que los fenómenos culturales son
fenómenos simbólicos, por lo tanto, la antropología se interesa esencialmente por la
interpretación de los símbolos y de la acción simbólica (Thompson, 2002: 184). Gilberto
Giménez plantea que tanto la antropología interpretativa de Geertz como de Thompson
(quien a partir de una concepción estructural de la cultura, remite a las formas simbólicas en
contextos sociales estructurados) resaltan el carácter de la cultura a partir de la
interpretación de los significados de los objetos, pero bajo la lógica de los “modelos de” en
cuanto modelos simbólicos y “modelos para” que expresan las prácticas (acciones) de los
actores, nos obliga a considerar la cultura preferentemente desde la perspectiva de los
sujetos y no de las cosas, es decir, según Giménez, la cultura es, antes que nada habitus en
el sentido que le otorga Pierre Bourdieu (1998), en cuanto estructuras estructurantes, o
“representaciones sociales” como profundizó Serge Moscovici (1961), al plantear que estas
representaciones son sistemas cognitivos contextualizados que responden a una doble
lógica: la cognitiva y la social. Esto, le permite a Giménez, matizar su concepto de cultura
reformulando las concepciones de Clifford Geertz y John B. Thompson: la cultura, por lo
tanto para Giménez, es la organización social del sentido, interiorizado por los sujetos
(individuales o colectivos) y objetivado en formas simbólicas, todo ello en contextos
históricamente específicos y socialmente estructurados” (Giménez, 2005: 82-85).
Estos planteamientos sobre la cultura en el ámbito de la teoría antropológica
interpretativa o simbólica merecen una serie de reflexiones: Una mirada a los trabajos
etnográficos de las corrientes antropológicas y de algunos autores como Franz Boas (1964),
Ruth Benedict (1971), Malinowski (1975), Marcel Mauss (1971) y el mismo Lévi-Strauss
(1987), entre otros, nos permite entrever una antropología que basaba sus teorías a partir de
los datos etnográficos, desde ahí tomaron diferentes posiciones para explicarse a las
sociedades ajenas y extrañas, bien desde el relativismo y difusionismo cultural, el
funcionalismo, el estructural funcionalismo o el estructuralismo. Así todas estas corrientes se
caracterizaban por un método deductivo, cuyas pretensiones, en unos más que otros, era la
comparación de los rasgos culturales, las instituciones, las estructuras y formas sociales de
una serie de sociedades a las que se acercaron para tratar de explicarlas y al mismo tiempo
comprender las propias, en cuanto diferentes y “civilizadas”. Con el cambio de perspectiva
de una “concepción descriptiva” hacia la fase de una “concepción simbólica”, podemos
plantear que la antropología siguió un camino hacia el método inductivo, lo que llevó a que
las interpretaciones del antropólogo tuvieran mayor peso.
Geertz plantea como método de investigación la “descripción densa” que sostiene
que el hombre es un animal inserto en tramas de significación que él mismo ha tejido, y la
cultura es esa urdimbre y que el análisis de la cultura ha de ser por lo tanto, no una ciencia
experimental en busca de leyes, sino una ciencia interpretativa en busca de significaciones
(Geertz, 1989: 20). Pero el antropólogo sólo tiene la posibilidad de tener interpretaciones de
segundo y tercer grado, ya que la interpretación de primer grado, sólo le es posible al nativo.
Este, desde mi particular punto de vista, es uno de los principales problemas. Este problema
lo visualizó claramente Thompson, cuando propone su concepto metodológico de
“hermenéutica o interpretación profunda”, pues el asunto está que al reinterpretar un campo
interpretado podríamos estar proyectando un posible significado que puede diferir del
significado interpretado por los sujetos que constituyen el mundo sociohistórico (Thompson,
2002: 421). Thompson recurre a los planteamientos de Hans-Georg Gadamer esbozados en
su obra Verdad y método, que a la vez retoma de las ideas filosóficas de Heidegger de la
obra Ser y tiempo, cuando plantea que en términos metodológicos, la interpretación sólo es
un antecedente que busca la comprensión. De acuerdo con Gadamer, se trata de
“comprender el todo desde lo individual y lo individual desde el todo”. Así, mediante la
comprensión se busca un método que evite el malentendido y se lance a la búsqueda de la
verdad, no cómo única y absoluta, sino como interpretación, coherencia y correspondencia
entre lo que sucede y la teoría, de tal manera que cuando tal congruencia no logra
establecerse, significa, como dice Gadamer, que la comprensión ha fracasado (Gadamer,
2001: 360- 361).
Recurro a estas ideas para argumentar lo siguiente: una revisión de las
construcciones de la Naturaleza y de las entidades Sagradas de la Naturaleza en el contexto
de las epistemes indígenas, nos conducen a plantear que éstas se establecen en un “sentido
ontológico” en el carácter filosófico que designa Heiddeger, es decir, en la medida de que es
o son, en su ser así, en la realidad y en el estar ahí (2009: 27). Las prácticas de su vida
cotidiana parten de la interacción con las entidades sagradas que finalmente les permiten
dar cuenta de los fenómenos naturales, la relación e interacción con los cultivos a partir de
los rituales se establecen más en un discurso ontológico que en el sentido simbólico, de tal
manera que la “eficacia simbólica”, concepto que acuña Lévi-Strauss en su obra
Antropología estructural, puede ser cuestionada para interpretar a las sociedades indígenas
—llama la atención que en este mismo apartado Lévi-Strauss describa su etnografía en
términos ontológicos, pero cuando interpreta la información lo haga en términos simbólicos
(1987: 212-227). Las relaciones que establecen las poblaciones indígenas en sus
construcciones del mundo se deben así “no a lo que representan” sino “a lo que son” y a la
capacidad de agencia de las entidades sagradas de la Naturaleza, es decir, en la medida
que éstas tienen voluntad, agencia, de tal manera que la eficacia no está precisamente
enmarcada en lo simbólico sino en lo ontológico, esto nos lleva a plantear, por ejemplo, que
los rituales son eficaces no porque sean simbólicos, sino que son eficaces porque son
ontológicos.
En este sentido, el discurso de los sujetos indígenas está matizado por realidades y
acciones que no sólo involucran la capacidad de praxis de los humanos sino que esta
capacidad se extiende a las entidades sagradas de los diferentes planos. Entre ellos
negocian para dar la lluvia, ellos habitan, son dueños y tienen sus familias, también son
protectores y dadores de lo material, pero también en torno a los rituales tanto de aquellos
destinados para causar el mal por los brujos por la sustitución del espíritu de la persona, por
un mal espíritu relacionado todo esto con el Mero Diablo, o en los rituales de curación de los
iló, para regresar el espíritu de las personas enfermas, como sucede entre los cho’les de
Tila, en el norte de Chiapas (Gutiérrez y Pacheco, 2013b). También otros ámbitos tienen
este carácter ontológico, pues la capacidad de ser iló, curandero, es una herencia que se
otorga de un familiar ya difunto, pero que en sueños se hace presente para heredar el don a
cualquier familiar. Este hecho tiene una lectura que se presenta en los momentos del sueño,
pero se plantea como una realidad, como un hecho material y objetivo. Evidentemente todas
estas referencias nos colocan ante sociedades en las cuales los sujetos tienen una
construcción del mundo en donde no necesitan la intermediación del símbolo para que
aquellos elementos que ubicamos en las ideas y creencias mantengan una materialidad.
Geertz plantea que el símbolo es “cualquier objeto, acto, hecho, cualidad o relación que sirva
como vehículo de concepción —la concepción es el significado del símbolo—“ (1973: 90),
por lo que a través de éste, sostiene Laura Aréchiga, se hacen tangibles las ideas, las
creencias y representaciones (2013: 19). Sin embargo, para las poblaciones indígenas, el
símbolo no es un puente que permita que lo inmaterial adquiera materialidad, ni mucho
menos en términos de metáfora o metonimia como establece Edmund Leach en su texto
Cultura y comunicación (1981: 21). Incluso en términos de la interpretación antropológica, lo
ontológico permite una mayor comprensión de un discurso que plantean como verdad, en el
sentido que propone Foucault (1999: 53) o como un sistema ideológico en el tenor que
propone López Austin en la introducción de su obra Cuerpo humano e ideología (1980).
Todo esto nos lleva a cuestionar nuestros enfoques para dar cuenta de las epistemes
indígenas. En el fondo está lo que establece Edward W. Said a partir de su experiencia como
antropólogo de origen palestino y profesor de literatura inglesa y comparada en la
Universidad de Columbia en Nueva York. Said crítica cómo lo que se conoce de Oriente ha
sido construido a partir de Occidente y que no siempre corresponde a lo que realmente es
aquél, en palabras más en palabras menos, esto es lo que llama Orientalismo (Said, 2004).
Territorios culturales y supra-territorialidades: construcciones epistémicas distintas
del tiempo, espacio y paisaje
Las diferentes epistemes que se construyen en los “Territorios culturales” y aquellas que
corresponden a las “supra-territorialidades” llevan a plantearnos que entre ambas
construcciones existen, por ejemplo, formas diferenciadas de construir el tiempo, los saberes
en términos de conocimientos y sabidurías, de diferenciar la historia y la memoria y las
multiescalaridades de los espacios.
Estas epistemes nos remiten a diferentes “modelos de civilización”, que de acuerdo
con las intencionalidades, tienen intereses divergentes que llevan a que en el contexto de
los territorios indígenas y de las supra-territorialidades se mantengan tiempos y ritmos
diferentes pues, por ejemplo, parte del discurso civilizador de las supra-territorialidades es la
aceleración y mayor optimización del tiempo, el mayor crecimiento en el menor tiempo
posible de las plantas como el maíz, o el crecimiento de las aves de corral y de la ganadería,
o minimizar el trabajo de limpieza de los maizales con el uso de plaguicidas, modificando los
procesos de larga duración de la domesticación del maíz, en el contexto de la triada
mesoamericana del sistema agrícola: maíz, fríjol y calabaza. Sin embargo, con el uso de
agroquímicos, y la intervención de los procesos biogenéticos, esta triada del sistema
agrícola mesoamericano se ha modificado, ya que los agroquímicos (plaguicidas) no sólo
acaban con las malezas, sino además acaba también con las plantas de la calabaza,
llevando a una diada que sólo permite la sobrevivencia de las plantas del maíz y del frijol.
Parte de este desfase también se presenta en la duración de los maíces híbridos, ya que
éstos no duran más de tres meses, ya que rápido se pudren, supeditando a su inmediato
consumo, lo cual contrasta con los maíces nativos, que tienen periodos de vida más largos y
que bajo su domesticación ancestral corresponden a los procesos de autosuficiencia y
aseguramiento alimentario de las poblaciones en contextos agrestes y que la mayor parte de
la agricultura indígena se caracteriza por ser de temporal. Los maíces nativos y el
aseguramiento de la “milpa ampliada” aseguran el cultivo de otras plantas, e incluso de
aquéllas destinadas a la medicina o alimentos para los animales. Razones que llevan a que
la milpa sea más que la obtención del maíz. Situación que contrasta con las inercias de la
industria agrocomercial extensiva basada en los munocultivos, porque su producción
básicamente está supeditada para el mercado y en las cuales “el tiempo es dinero”.
Así, las supra-territorialidades, a partir de sus prácticas, plantean la homogeneidad
de los paisajes, que nos remiten a sus prácticas culturales con tendencias a los
monocultivos, sobre todo en aquellas zonas agroindustriales del país y la agro
industrialización de los territorios indígenas, experiencias a las que Arturo Escobar se ha
enfrentado en algunas partes del Pacífico de Colombia, en donde se ha presentado la
transformación de un complejo y auto-organizado ecosistema de selva húmeda tropical en
un paisaje rígido de monocultivo con las plantaciones de palma africana para la producción
comercial de aceite y el reemplazo de los laberínticos y enraizados manglares por una
sucesión monótona de piscinas rectangulares para el cultivo industrial de camarones
(Escobar, 2010: 15).
Por lo tanto, en los modelos de civilización hay tiempos y ritmos diferentes y que
Pedro Viqueira ha explicitado a partir de su “teoría de los desfases”. Esta plantea que la
geografía en cuanto a su carácter de territorio y de las territorialidades, estaría compuesta
por las inercias y procesos de sujetos colectivos con distintas formas de construir los
tiempos y los espacios. A la luz de esta teoría se podría establecer que los territorios, en
tanto realidades sociales, serían un entramado complejo de distintas duraciones que se
transforma a ritmos muy disímiles (Viqueira, 1999: 19). En este sentido, se puede establecer
que evidentemente hay un solo tiempo cronológico, pero este termina siendo una
construcción cultural y que se trasluce de manera significativamente diferenciada en los
contextos de los territorios indígenas y de las supra-territorialidades.
En el mismo tenor de los desfases podemos abordar la multiescalaridad de los
límites geográficos que se construyen como experiencia. En cuanto a los territorios
indígenas, éstos se viven, se habitan, se experimentan en términos locales, mientras que el
zoom de las supra-territorialidades se aleja, para ver más allá y trascender las fronteras
locales que corresponden al diseño de políticas mercantiles bajo los enfoques globales. En
estas últimas se priorizan las amplias regiones, los niveles estatales y más aún, en muchos
de los casos, los niveles internacionales, con áreas de amplias coberturas que aglutinan
países en el marcaje regional continentales.
Halbwachs hace una distinción entre las sociedades con memoria histórica y las
sociedades de memoria colectiva. Esta distinción resulta oportuna porque Halbwachs resalta
la linealidad con que Occidente construye su historia a partir de la relación que hace de los
hechos en donde los individuos son fundamentales, uniéndolos uno tras otro y marcando la
continuidad entre un periodo y otro, entre una época y otra, posición que contrapone a las
construcciones de la memoria colectiva pues ésta hace referencia a su construcción por
grupos sociales y no necesariamente está establecida a partir de la linealidad, sino que es un
producto recursivo y circular entre el pasado y presente y que su propia definición hace que
no exceda los límites del grupo que la reproduce (Halbwachs, 2005). Esto concuerda con las
distinciones que postula Víctor Toledo entre el saber y el conocer, mientras que el primero
está basado en la sabiduría colectiva, el conocer lo coloca en el plano individual (Toledo,
1992: 12). Por estas razones plantea que la Ciencia está relacionada con los conocimientos,
mientras que el saber, al ser colectivo, lo asume como saberes y por lo tanto como
Sabidurías en el contexto de las epistemes indígenas que se reproducen a partir de las
memorias colectivas.
Las múltiples experiencias de confrontación entre los territorios y las territorialidades,
muestran facetas de procesos de resistencia y conflicto, pero también en algunos otros
casos de negociaciones y aceptación de la incidencia y asimilación de los elementos
provenientes de las territorialidades, como el uso de las semillas híbridas o de los
plaguicidas. Evidentemente, parte del tipo de relaciones que se establecen depende del nivel
de organización de las poblaciones indígenas. En muchos de los casos esta confrontación
está mediada por el enfrentamiento directo acrecentando los niveles de conflicto, pero en
todos los territorios convive la resistencia, pues al mismo tiempo que se presenta la tradición
como resistencia se van introduciendo, por varios canales, los elementos de las
globalizaciones supraterritoriales.
Es en estos procesos de resistencia, conscientes o inconscientes, que se genera todo
un discurso, que conlleva consigo una praxis marcando los patrones identitarios de lo
“nuestro”, ante lo “ajeno”. En este sentido, hay un proceso de revaloración de lo nuestro, y
cómo éste se ve amenazado como pérdida violenta. Por eso el “patrimonio” como tal aparece
en el contexto de la crisis y en las relaciones agonísticas, llevando a una lucha por “lo
nuestro”, en el nivel de la inconsciencia. Las estructuras sociales, permeadas por la
organización y las relaciones sociales en la defensa del “patrimonio” se establecen en el
nivel del inconsciente colectivo, tal como planteara Lévi-Strauss en su obra la Antropología
estructural (1987: 303-304). En resumen, son los procesos locales de resistencia los que
llevan a que se reproduzca la distinción de “lo nuestro” ante lo ajeno, en discursos y prácticas
agonísticas. En el sentido de los territorios y las territorialidades que se ha dado a “lo
nuestro” relacionado a “lo propio” no como saberes cerrados sino como “ámbitos abiertos” a
sumar lo proveniente de afuera, mediante la negociación, el rechazo e incluso como
procesos de resistencia que en diferentes niveles se presentan como luchas de oposición
entre las poblaciones indígenas.
Lo anterior nos conduce a reconsiderar conceptos como “diálogos de saberes”, pues
esto implicaría la misma situación y nivel de poder entre las epistemes de las supra-
territorialidades y aquellas de las poblaciones indígenas. La etnografía muestra que en
términos de las prácticas hay un abanico de experiencias, pero la mayoría de las veces,
están matizadas por la imposición e incluso a partir de las políticas de Estado y los procesos
de gestión de las instituciones gubernamentales, por lo que en este caso habría una
imposición más que un diálogo de saberes. La etnografía también muestra que en el interior
de las sociedades indígenas, más que un diálogo hay una negociación de los saberes, pero
en otros muchos casos una emancipación de los saberes, ocasionando relaciones
agonísticas, de conflicto. La diferencia es importante, porque en su calidad de
experimentadores agrícolas, adecúan el uso de fertilizantes y plaguicidas, pero en muchos
casos, la emancipación se presenta en la revaloración y su rechazo, por lo que es común
que en términos de resistencia se valore el daño y la contaminación a la Madre Tierra, a los
ríos y a los cultivos mismos. Estas experiencias de emancipación también se convierten en
banderas políticas y en la construcción de conceptos que alcanzan niveles más amplios y
llegan a trascender las fronteras como es el concepto sudamericano del “Buen vivir” cada
vez más global como una política de resistencia y que se convierte en paradigma en los
movimientos indígenas, como ha sucedido en las Universidades Interculturales en diferentes
zonas, generalmente indígenas, de la República Mexicana. La construcción de conceptos
como el Buen vivir, nos remite a esta idea que plantea Boaventura de Souza Santos (2007),
cuando asume que conocer desde el Sur, no solamente hace referencia a los procesos de
poder entre los países del Norte y los del Sur, sino en la medida que se tienen también que
construir los conceptos desde el “Sur”, aunque advierte que esto no sólo engloba a bloques
de países mediante su posición geográfica, pues los países del sur, en sí mismos, tienen
procesos de poder “norte” y “sur”.
Asimismo, las formas y niveles en que se da la resistencia, oposición y conflicto, pero
también las negociaciones en que se dan las relaciones entre los territorios y las supra-
territorialidades nos conducen a problematizar el nivel multidimensional que adquiere la
diversidad biocultural de los pueblos indígenas. Pues en este tenor se deben reconocer
como territorios bioculturales con diferentes dimensiones en donde los procesos ajenos a las
comunidades generan diferentes respuestas en diferentes contextos, que pueden ser de
resistencia o confrontación, como ya lo había mencionado, pero también de aceptación,
asimilación y negociación. Así, se puede ver al patrimonio biocultural, no sólo como los
saberes acumulados, sino también como los modos en que se relaciona lo “nuestro” con lo
que viene de “fuera”; lo propio y lo “ajeno”. Lo cual nos lleva a plantear la
multidimensionalidad y multiescalaridad de lo biocultural. Pero esto implica no sólo ver el
patrimonio como la acumulación socio histórica de saberes, sino éstos como saberes que
ven hacia el futuro en cuanto permanencia, claro está con los cambios que se van surgiendo
ante las interacciones de estas poblaciones con el sistema mundo.
Conclusiones
Los planteamientos de Boaventura de Souza Santos no sólo son sugerentes sino además
provocativos, ya que a partir de su propuesta sobre la Sociología de las Ausencias, plantea
que no hay saber en general ni ignorancia en general y que de este principio de incompletud
de todos los saberes se deduce la posibilidad de diálogo y disputa epistemológica entre los
distintos saberes (De Sousa Santos, 2007: 94). Así las epistemes de la ciencia han creado
todo un cúmulo de conocimientos, pero al mismo tiempo son ignorantes de otros tipos de
conocimientos, lo mismo sucede con las epistemes indígenas ya que son poseedoras de
conocimiento, pero ignorantes de aquellos construidos en las epistemologías de la ciencia
occidental, por lo que la sociología de las Ausencias establece el principio de una Sociología
de la Traducción que de acuerdo con Souza Santos, es el papel que tiene el sociólogo en
generar una traducción con el fin de hacer visibles tanto las ausencias como las ignorancias
entre ambas epistemes. Para Sousa Santos, la traducción es el procedimiento que permite
crear inteligibilidad recíproca entre las experiencias del mundo, tanto las disponibles como
las posibles (2007: 109-110), por lo que el objetivo del trabajo de traducción es el de crear
constelaciones de saberes y prácticas suficientemente fuertes para proporcionar alternativas
creíbles a lo que hoy se designa como globalización neoliberal y que no es más que un
nuevo paso del capitalismo global para sujetar la totalidad inagotable del mundo a la lógica
mercantil (2007: 126).
Las epistemes indígenas como las que se producen en las supra-territorialidades nos
conducen a pensarlas como “modelos epistémicos de civilización”, pero también como
“modelos civilizatorios”. La distinción entre uno y otro modelo no es fortuita, pues mientras el
primero nos coloca en el nivel de la etnología, el segundo nos conduce a las discusiones en
el plano de la antropología. En el plano etnológico, estarían las comparaciones entre las
diferentes etnografías de los pueblos indígenas, con el fin de trazar lógicas transversales que
los llevan a correlacionarse con sus entornos a partir de etnogeografías delimitadas de
acuerdo con sus pertenencias e identidades locales. Una de estas lógicas transversales nos
sitúa en los etnosaberes que les lleva a las poblaciones indígenas no sólo al conocimiento y
uso de la flora y fauna local que corresponde a sus propias clasificaciones en correlación con
la especificidad de sus lenguas, tal como se ha demostrado desde los diálogos
interdisciplinarios entre la biología, geografía y antropología en el marco de la Etnoecología.
Así, la etnografía, etnología y antropología son tres momentos de una misma
investigación, pues la etnografía constituye la primera etapa de la investigación cultural, y en
cuanto disciplina estudia y describe la cultura de una comunidad desde la observación
participante y desde el análisis de los datos observados, mientras que la etnología surge
desde la comparación de las diversas aportaciones etnográficas como construcción teórica
de la cultura y. finalmente la antropología apunta a un conocimiento global del hombre y
abarca a todas las sociedades humanas desde la gran ciudad moderna hasta la pequeña
tribu melanesia (Lévi-Strauss, 1979). En este sentido, tanto los territorios indígenas y las
supra-territorialidades adquieren un estatus como modelos de civilización, pero adquieren su
sentido teleológico en cuanto se asumen como modelos civilizatorios.
Pero más allá del sentido antropológico, se instituyen como modelos civilizatorios a
partir de la traducción, en la medida que a partir de ellos se puedan generar políticas de
gestión, modelos de Estado-Nación que vislumbren bajo otros derroteros el desarrollo y el
progreso, se tengan en cuenta los riesgos y consecuencias de asumir una posición
empresarial sin límites, pero también para el apoyo de los gremios científicos. Los modelos
civilizatorios nos permiten asumir una posición de darle voz a la antropología, como plantea
Tim Ingold (2013), para retraerse del plano de las etnografías y replantearse grandes
preguntas en el nivel de la antropología, en los sentidos prospectivos del devenir de
nuestras sociedades y como especie humana. Sin embargo, asumir estas epistemes y
reconocerlas implica un acto de principios y de ética, de intereses, intencionalidades y
preocupaciones; de establecer las prioridades y actuar en consecuencia. Quizás esto último
sea el problema y no las epistemes por sí mismas.
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