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Page 1: Grandes eres, Señor, y muy digno de alabanza; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación;
Page 2: Grandes eres, Señor, y muy digno de alabanza; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación;

“Grandes eres, Señor, y muy digno de alabanza; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación; precisamente el hombre, que, revestido de su mortalidad, lleva consigo el testimonio de su pecado y el testimonio de que resistes a los soberbios. Con todo, quiere alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación. Tú mismo le estimulas a ello, haciendo que se deleite en alabarte, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que repose en ti.”

Comenzamos alabando a Dios, como lo hace San Agustín al principio de sus “Confesiones”:

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A san Agustín se le ha llamado: genio vasto, luminoso, fecundo y sublime; el águila de los Padres, el Doctor de los Doctores, maestro universal e innegable.

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No era un hombre de grandes lecturas; pero de lo que leía sacaba el mayor rendimiento.

Siendo de carácter apasionado, lo empleaba en la búsqueda de la verdad y especialmente en buscar a Dios, a pesar de su vida desordenada hasta los 32 años. Se apasionaba por las cosas: el juego, las fábulas, el amor o amores. De todo ello se sentía vacío y hastiado, aburrido de vivir; pero temía morir. Sin embargo seguía buscando.

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Su modo de desarrollar la acción era congruente con sus palabras. Podemos decir que era un actor. Pero esta oratoria la conjugaba con su vida interior.

Vivió las perturbaciones del alma: deseo, alegría, miedo, tristeza…, hasta que se dio cuenta que la Gracia es la que salva al pecador.

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San Agustín nació el 13 de Noviembre de 354 en Tagaste, al norte de África, cerca de Numidia.

Los padres eran de mediana posición social, pero no ricos. Tuvo un hermano, Navigio, que tuvo varios hijos, y una hermana de nombre Perpetua.

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Su padre, Patricio, era funcionario civil. Era pagano o de ninguna religión, y de temperamento muy violento. Al ver que el niño Agustín era muy inteligente, le obligaba a estudiar, maltratándolo con violencia a veces, sólo por el hecho de irse a jugar.

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Su madre era santa Mónica. Una santa, no tanto de jovencita, pero sí desde el momento de su bautismo. Quería dedicar toda su vida a la oración; pero, según costumbres de aquellos tiempos, fue obligada a casarse con Patricio, que la hizo sufrir mucho; pero con amor supo llevarle hasta el bautismo poco antes de morir.

Para san Agustín fue el instrumento providencial de Dios para su conversión.

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Desde que Agustín era niño, Mónica le iba enseñando a orar , instruyéndole en la fe. Le introdujo en el catecumenado con el fin de que fuese bautizado; pero Agustín lo iba retrasando. Estuvo a punto de bautizarse en una ocasión en que estuvo muy enfermo; pero sanó y no se realizó el bautismo.

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Los primeros estudios los hizo en Tagaste. Él cuenta que no le gustaba mucho estudiar y, si lo hacía, era más por miedo a los castigos. Lo que sí estudiaba con gusto era el latín y especialmente los poetas latinos.

Después de las primeras letras, hizo tres años de retórica en la cercana ciudad de Madaura.

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A los 16 años, Agustín ya estaba preparado para comenzar estudios superiores. Estos debían ser en Cartago; pero tuvo que esperar casi un año, pues su padre no contaba con el dinero suficiente y debía conseguirlo. Esta espera le hizo mucho mal a Agustín, que debía pasar el tiempo en ocio y en no buenas compañías.

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A fines de 370, teniendo Agustín 17 años, fue a Cartago a la escuela de retórica. Sus padres querían que fuese abogado para poder conseguir algún cargo público.

Y se dejó arrastrar a una vida licenciosa, aunque conservando una decencia en el alma, como decían sus mismos compañeros. Todo tendía apartarlo del buen camino: seducciones, libertinaje, deseo de ser el mejor hasta en el mal.

Tuvo relaciones amorosas con una mujer con la que, en el año 372, tuvo un hijo, Adeodato.

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Al leer el “Hortensius” de Cicerón, se entusiasmó con la filosofía, de modo que dejó los estudios de retórica para

profundizar en la filosofía.

No le gustaban mucho los escritores cristianos por la demasiada sencillez de estilo. Buscaba entender a Cristo, pero desde la razón.

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Y se hizo maniqueo. Agustín estaba angustiado por el “problema del mal”. Y creyó resolverlo por el dualismo metafísico y religioso, pues los maniqueos decían que Dios era el principio de todo bien y la materia el principio de todo mal.

El ser atraído por esta secta se debió a su mala vida, que da oscuridad al entendimiento y torpeza a la voluntad. Y en parte por su orgullo.

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El maniqueísmo provenía del oriente, de un persa llamado Mani, unos cien años antes. Lo que más le atraía a Agustín era que, al negar el libre albedrío, negaba la responsabilidad moral.

Lo que no le gustaba era lo estricto con que tomaban los actos y muchos aspectos de la vida. por ejemplo, el hecho de que le exigieran la continencia.

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Por ese tiempo muere su padre. Santa Mónica había conseguido el arrepentimiento de sus males y el poder recibir el bautismo.

Pero lo que no consiguió santa Mónica fue que Agustín dejase a los maniqueos. Estaba persuadido de que esa era la verdad.

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Durante 9 años Agustín dirigió su propia escuela de gramá-tica y retórica, primero en Sagaste y luego en Cartago. Y comenzó a desilusionarse de la secta de los maniqueos, después de una discusión con Fausto, el jefe de ellos.

El dejarlos del todo será cuando lea a los neoplatónicos y entienda que “Dios es luz, sustancia espiritual, de la que depende todo”. Por lo tanto el mal es sólo pérdida del bien, no sustancia.

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El año 383 se fue a Roma, atraído por el esplendor de la ciudad y buscando la fama. Lo hace furtivamente, dejando a su madre en tierra. Allí abre una escuela; pero está descontento con la actitud de los estudiantes que suelen cambiar de escuela por no pagar.

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Su madre, santa Mónica, quedó angustiada y llorosa. Fue a ver a un obispo, quien le dijo: “No puede perderse un hijo de tantas lágrimas”.

Algunos atribuyen esta frase al mismo san Ambrosio, cuando estaban ya en Milán.

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En Milán, que era entonces la capital del imperio, solicitaban un profesor de retórica. Agustín pidió el puesto y le fue concedido. Hacia allí se marchó.

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Pero también a Milán fue su madre con el hijo de Agustín, Adeodato, y la madre de éste.

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Agustín quedó impresionado por la erudición del obispo san Ambrosio. Asistía frecuentemente a sus sermones para deleitarse con su elocuencia.

Notaba que era más inteligente que los maniqueos y las palabras del obispo Ambrosio empezaron a producir impresión en la mente y en el corazón de Agustín.

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San Agustín tenía consigo a su hijo Adeodato, pues la madre de éste se había vuelto a África. Santa Mónica quería que Agustín se casara, para que serenase su vida; pero él seguía con su vida imperfecta en lo moral.

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Santa Mónica había conseguido que Agustín estuviera ya convencido de la verdad del cristianismo; pero él se sentía encadenado a sus vicios, especialmente a la lujuria. La castidad, tal como se predicaba en la iglesia católica, era lo que más le impedía abrazar el cristianismo.

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Algo muy notable en la conversión de Agustín fue el ejemplo de los santos. Primero fue la visita de Simpliciano, quien un día sucedería a san Ambrosio en Milán. Agustín quedó muy impresionado con la relación de la conversión de Victorino, un profesor romano neoplatónico.

Sobre todo fue la visita de Ponticiano, un africano como Agustín.

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Ponticiano, al ver que Agustín tenía sobre la mesa las cartas de san Pablo, le habló de san Antonio abad y de toda su vida, y sobre todo de cómo algunos se habían convertido al leer la vida de este santo penitente de Egipto.

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Después, al quedarse a solas con su amigo Alipio, le dijo:

“¿Qué estamos haciendo? Los ignorantes arrebatan el Reino de los cielos y nosotros, con toda nuestra ciencia, nos quedamos atrás cobardemente, revolcándonos en el pecado”.

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Agustín se levantó y salió al jardín. Alipio le siguió, sorprendido de sus palabras y de su conducta. Ambos se sentaron en el rincón más alejado de la casa. Agustín era presa de un violento conflicto interior, desgarrado entre el llamado del Espíritu Santo a la castidad y el deleitable recuerdo de sus excesos.

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Y Levantándose del sitio en que se hallaba sentado, fue a tenderse bajo un árbol, clamando: "¿Hasta cuándo, Señor? ¿Vas a estar siempre airado? ¡Olvida mis antiguos pecados!" Y se repetía con gran aflicción:

"¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo? ¿Hasta mañana? ¿Por qué no hoy? ¿Por qué no voy a poner fin a mis iniquidades en este momento?"

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En tanto que se repetía esto y lloraba amargamente, oyó la voz de un niño que cantaba en la casa vecina una canción que decía: "Tolle lege, tolle lege" (Toma y lee, toma y lee). Agustín empezó a preguntarse si los niños acostumbraban repetir esas palabras en algún juego, pero no pudo recordar ninguno en el que esto sucediese.

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Entonces le vino a la memoria que San Antonio se había convertido al oír la lectura de un pasaje del Evangelio. Interpretó pues, las palabras del niño como una señal del cielo, dejó de llorar y se dirigió al sitio en que se hallaba Alipio con el libro de las Epístolas de San Pablo. Inmediatamente lo abrió y leyó en silencio las primeras palabras que cayeron bajo sus ojos

: "No en las riñas y en la embriaguez, no en la lujuria y la impureza, no en la ambición y en la envidia: poneos en manos del Señor Jesucristo y abandonad la carne y la concupiscencia". Ese texto hizo desaparecer las últimas dudas de Agustín, que cerró el libro y relató serenamente a Alipio todo lo sucedido.

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Alipio leyó entonces el siguiente versículo de San Pablo: "Tomad con vosotros a los que son débiles en la fe". Aplicándose el texto a sí mismo, siguió a Agustín en la conversión.

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Ambos se dirigieron al punto a narrar lo sucedido a Santa Mónica, la cual alabó a Dios "que es capaz de colmar nuestros deseos en una forma que supera todo lo imaginable". Era en septiembre de 386. Agustín tenía treinta y dos años.

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Agustín renunció al profesorado y se trasladó a una casa de campo, prestada por un amigo, en Casiciano, cerca de Milán. Allí estuvo con su madre, su hermano Navigio, su hijo Adeodato, Alipio y algunos otros. Fue un largo retiro dedicado a la oración y penitencia, como preparación para el bautismo.

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Agustín recibió el bautismo la víspera de Pascua del año 387, de manos de san Ambrosio. Lo recibieron también su amigo Alipio y su hijo Adeodato. Tenía éste 15 años y murió poco tiempo después.

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, : «No me hartaba en aquellos días de considerar con admirable dulzura la magnificencia de vuestro plan para salvar al género humano. ¡Cuánto lloré con los himnos y cánticos tuyos, enternecido por las voces de vuestra Iglesia, que canta tan suavemente! Aquellas voces entraban en mis oídos, y vuestra verdad se derretía en mi corazón, y de ahí se encendía el afecto de mi piedad, y fluían las lágrimas y me bañaba de gozo»

Durante la octava se dedicó a saborear el misterio de aquel  acontecimiento.

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“Mi madre me dijo: hijo mío, en cuanto a mí, nada hay ya que me retenga aquí abajo. Lo único que me hacía desear el permanecer acá todavía algún tiempo era verte, antes de morir, cristiano católico: Dios me ha concedido este gozo con sobreabundancia”.

Agustín decidió volver a África. Debían embarcar en Ostia. Mientras esperaban, mirando al mar, Agustín habló con su madre, santa Mónica:

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Poco después le invadió la fiebre, y en pocos días se agravo y murió. Lo único que pidió a sus dos hijos es que no dejaran de rezar por el descanso de su alma. Murió en el año 387 a los 55 años de edad.

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Después Agustín marcha a Roma; pero unos meses después, en Septiembre de 388, embarca definitivamente para África.

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Vivió casi tres años en Tagaste con sus amigos, dedicado al Señor en oración y buenas obras. Meditaba e instruía a otros con discursos y escritos. Habían puesto sus propiedades en común y las utilizaban según sus necesidades.

A pesar de buscar la soledad y el aislamiento, la fama de Agustín se iba extendiendo por toda la comarca.

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No pensaba ser sacerdote. Un día fue a Hipona llamado por un amigo con problemas espirituales. Pensaba Agustín llevarlo a su comunidad. Al entrar en una iglesia para orar, resulta que el obispo Valerio había propuesto que necesitaba un sacerdote, que fuese su ayudante en la diócesis.

La gente se agrupó en torno de Agustín, pidiendo que fuese el sacerdote de Valerio. El obispo, conociendo ya su fama, le ordenó de sacerdote.

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San Agustín sólo había puesto, como condición, poder seguir en su vida de monacato con sus amigos. El obispo les dio una casa cerca de la iglesia de Hipona y allí se estableció una especie de monasterio.

Formaban parte: san Alipio, san Evodio y san Povidio, que más tarde serían obispos en diferentes diócesis, y otros amigos. Vivían “según la regla de los santos Apóstoles”.

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El obispo Valerio nombró al sacerdote Agustín “predicador” oficial en su diócesis. También cuando estaba

presente el obispo, lo cual era raro en aquellos tiempos.

Ser predicador fue uno de los grandes oficios de san Agustín. Se conservan casi 400 sermones, unos escritos por él, otros tomados por los oyentes.

Al principio, sobre todo, se dedicó en gran parte a combatir las herejías más dominantes, como eran el maniqueísmo y el donatismo.

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El año 395 fue consagrado obispo coadjutor de Valerio. Éste murió poco después y san Agustín le sucedió como obispo de Hipona. Y fue obispo de Hipona hasta su muerte en 430. Entonces no solían cambiar de diócesis.

Él, que sólo soñaba con el ideal monástico, había dicho: “Nada hay mejor, nada hay más dulce, que escrutar el divino tesoro en el silencio. ¡En cambio, predicar, reprender, corregir, edificar, inquietarse por los demás, qué carga y qué trabajo! ¿Quién no huiría de semejante tarea?”

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Jamás renunció del todo por lo demás a su primera vocación. Logró la difícil conciliación de las obligaciones de la vida monástica con las del cargo episcopal. Su “palacio” se convirtió en un monasterio en el que el obispo y sus clérigos vivían en comunidad, sujetos a una regla austera.  

De modo que no admitía a las órdenes en su diócesis a quien no siguiera su regla. En la casa todo era sencillo: vestidos, muebles, comida, aunque era muy hospitalario.

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Fundó también una comunidad femenina. Su hermana, que ya se había consagrado a la virginidad, fue la primera abadesa.

Cuando murió su hermana, san Agustín escribió a la sucesora una famosa carta que, junto con ideas de algunos sermones, es la base para “la Regla de san Agustín”, Regla que es base para varias constituciones.

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Socorría a enfermos y necesitados, de modo que no dudó en contraer deudas para poder socorrer a alguno. Y si se trataba de poder rescatar algún cautivo, hasta fundía vasos sagrados, para sacar provecho.

Dicen que en cierta ocasión lavó los pies al mismo Jesús.

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Se mostraba muy amable con los infieles, pero muy severo con los cristianos de conducta públicamente escandalosa.

Siempre con caridad y mansedumbre y con justicia. Decía: “Con vosotros soy cristiano, para vosotros soy obispo”.

La amabilidad sobre todo la mostraba cuando visitaba a algunos otros religiosos de su diócesis.

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A pesar de su valía, san Agustín muestra una gran humildad. Lo muestra sobre todo en el libro de las “Confesiones”.

En una ocasión tuvo una discusión con san Jerónimo sobre la interpretación de la carta a los Gálatas. Por causa de la pérdida de una carta, san Jerónimo se dio por ofendido. San Agustín le escribió: “Os ruego que no dejéis de corregirme con toda confianza siempre que creáis que lo necesito; porque, aunque la dignidad del episcopado supera a la del sacerdocio, Agustín es inferior en muchos aspectos a Jerónimo”.

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En sus 35 años como obispo, san Agustín tuvo que defender la fe contra muchas herejías. Una de ellas era la de los maniqueos, a la cual perteneció y que por lo tanto conocía bastante. Sostenían el doble principio, Dios para el bien, y la materia para el mal.

Lo peor era la violencia que usaban para meter sus ideas, arrasando

campos y pueblos de católicos.

San Agustín actuaba con paciencia. Y les decía: “Con vosotros debo tener la misma paciencia que me demostraron mis hermanos cuando yo erraba ciego y rabioso en vuestras doctrinas”.

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Otra herejía principal era la de los donatistas. Provenían de Donato, obispo de Cartago. Decían que los sacramentos realizados por un sacerdote pecador no eran válidos. Ellos se creían los únicos santos. Como actuaban con mucha violencia contra los católicos, llegaron a promulgar que quien asesinase al obispo Agustín prestaría un gran servicio a la religión.San Agustín tuvo que pedir ayuda al mismo emperador. Y se organizó un concilio en Cartago con casi el mismo número de obispos católicos y donatistas. San Agustín les hizo un poco entrar en razón.

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Otra gran herejía era la de los pelagianos. Provenía de Pelagio, oriundo de Gran Bretaña. Rechazaban el pecado original y afirmaban que la gracia no era necesaria para salvarse.

San Agustín predicó varios sermones y escribió cartas contra ellos, defendiendo el valor de la Gracia. Y hasta escribió tratados llamados “Contra el pelagianismo”.

Pero siempre con “mano tendida” para ganarles. Hasta alababa a Pelagio como “hombre bueno y digno de alabanza”. Pero Pelagio se obstinó en sus errores.

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El año 426, para poder tener más tiempo en poder terminar algunos de sus escritos, y para evitar los peligros de la elección de su sucesor, después de su muerte, propuso al clero y al pueblo que Heraclio, que era el más joven de sus diáconos, podía ser su sucesor.

Fue elegido por aclamación. Y san agustín se retiró más a la oración y a la escritura de sus libros.

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En los pocos años que vivió después, le tocó ver muchas calamidades. Lo peor fue la invasión de los vándalos por todo el norte de África.

La vida cambió: casas arrasadas y muchos asesinatos. Hipona fue de las ciudades menos atacadas. Pero en Mayo de 430 sitiaron la ciudad.

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San Agustín cayó presa de la fiebre y comprendió que se acercaba la hora de la muerte.

Había hablado en sus sermones muchas veces sobre la muerte. Ahora decía: “Hermanos míos, si decimos que amamos a Cristo y tenemos miedo de encontrar-nos con Él, deberíamos cubrirnos de vergüenza”.

Y decía del cielo: “Allí descansaremos y veremos; veremos y nos amaremos; amaremos y alabaremos”.

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Durante su última enfermedad pidió a sus discípulos que escribiesen los salmos penitenciales en las paredes de su habitación.

Les pidió también que los cantasen en su presencia. Y él no se cansaba de leerlos con lágrimas de gozo.

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San Agustín conservó todas sus facultades hasta el último momento. El 28 de Agosto de 430 exhaló apaciblemente el último suspiro. Tenía 72 años de edad.

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Escribe san Povidio: “Los presentes ofrecimos a Dios el santo sacrificio por su alma y le dimos sepultura”. Palabras muy parecidas a las que ha-bía escrito san Agustín a la muerte de su madre.

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Solamente unos pocos meses después de su muerte, el Papa Celestino I rendía homenaje a la “santa memoria de aquel sobre quien jamás ha caído la menor sospecha y cuya ciencia figuraba en el rango de la de los más excelentes maestros”. Cien años después, el papa Juan II escribe: “De San Agustín es de quien la Iglesia sigue y guarda las doctrinas”.

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Su cuerpo, en fecha incierta, fue trasladado a Cerdeña y, hacia el 725, a Pavía, a la basílica de San Pietro in Ciel d'Oro, donde reposa hoy.

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Aquí está su urna con sus restos. Y está su presencia para seguir siendo una luz en el mundo.

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“Mi confesión no es sólo con palabras y gritos vacíos, sino que está dicha con palabras y gritos que me salen del alma”.

Entre sus libros, el más leído sin duda es “Las Confesiones”

No fue escrito para satisfacer curiosidades malsanas, sino para mostrar la misericordia de Dios con un pecador, y para que sus contemporáneos no le estimasen en más de lo que valía.

Expone con la más sincera humildad y contrición los excesos de su conducta; pero no es declaración de pecados, sino alabanza a Dios por lo que ha hecho dentro de su alma.

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La “Ciudad de Dios” comenzó a escribirla en 413 y terminó en 426.

El motivo fue responder a los ataques de paganos que atribuían todas las calamidades del imperio al cristianismo, a raíz del saqueo de Roma. Es toda una filosofía de la historia providencial del mundo.

2 amores fundaron las dos ciudades. El amor propio hasta el desprecio de Dios fundó la ciudad terrena, que se gloría en sí misma y se rige por crite-rios de la carne. El amor de Dios hasta el desprecio de sí mismo fundó la ciudad celestial, que se gloría en Dios y tiene por máxima la gloria de Dios.

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Las “Retractaciones” es un libro que escribe a los 72 años de edad. Con la misma sinceridad con que había escrito “las Confesiones”, ahora expone los errores que había cometido en sus juicios.

Revisa sus numerosos escritos y corrige leal y severamente los errores cometidos, sin tratar de buscar excusas.

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Por ir contra los pelagianos, que minusvaloraban la gracia, el santo formula proposiciones que luego tiene que matizar. Por ejemplo decía: “La gracia da al hombre el querer y el obrar”. Como parecía incompatible con la libertad humana, algunos propusieron que el principio de la fe debía ser sólo obra de la voluntad humana, y a este mérito se le concedería la gracia. Así opinaban los semipelagianos. Por eso tuvo que puntualizar san Agustín demostrando que el primer movimiento en la vía de la salvación, el simple deseo mismo, se debe ya a la acción permanente de la Gracia divina.

Esto es sin detrimento de la libertad humana, que mue-ve todas las facultades a fin de acordarlas con la Gracia.

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“La Gracia no se desprende del mérito, sino que el mérito proviene de la Gracia”. En el mérito tenemos la parte del hombre; por lo cual Dios concede la salvación como una recompensa y no como un don gratuito. Pero en la base del mérito, medio de salvación, está el don gratuito de la Gracia, sin el cual sería imposible el mérito. “Todo proviene de Dios; consiguientemente, no tiene por qué gloriarse el hombre de nada”.

Se necesitarían muchas horas de estudio para asimilar tanta doctrina sobre la gracia, que, al fin, es sobre la presencia de Dios en nosotros. Quedémonos nada más con alguna de las frases de san Agustín:

“Dios no manda cosas imposibles, sino que, al mandar lo que manda, te invita a hacer lo que puedas y pedir lo que

no puedas y te ayuda para que puedas”.

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El niño corría hasta la orilla, llenaba la concha con agua de mar y depositaba el agua en el hoyo que había hecho en la arena. Viendo esto, San Agustín se detuvo y preguntó al niño por qué lo hacía, a lo que el pequeño le dijo que intentaba vaciar toda el agua del mar en el agujero en la arena. Al escucharlo, San Agustín le dijo al niño que eso era imposible, a lo que el niño respondió que si aquello era imposible hacer, más imposible aún era el tratar de descifrar el misterio de la Santísima Trinidad.

Trató con mucho detenimiento y mucho amor el tema de la Trinidad, aunque es un misterio. Es famoso lo que dicen le pasó un día en la playa.

Mientras Agustín paseaba un día por la playa, pensando en el mis-terio de la Trinidad, se encontró a un niño que había hecho un hoyo en la arena y con una concha lle-naba el agujero con agua de mar.

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El móvil que dirigía todas las acciones de san Agustín era el amor hacia Dios.

Él decía: “Ama y haz lo que quieras… Si tienes el amor arraigado en ti, ninguna otra cosa sino amor serán tus frutos”. – “La medida del amor es amar sin medida”.

“Si Dios es amor..., ama a Dios el que ama el amor..., y ama al amor el que ama al hermano... Cuando amamos al hermano con amor verdadero..., le amamos con un amor que viene de Dios... Y el que no ama al hermano, no está en el amor..., y el que no está en el amor no está en Dios porque Dios es amor...”

“De ahora en adelante sólo a ti te amo..., sólo a ti quiero estar unido..., es a ti a quien busco..., a quien quiero servir... Porque sólo tú eres mi Señor y yo quiero pertenecer solamente a ti...”

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Tarde te

amé,Automático

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Tarde

te

amé,

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Tu estabas dentro de mi, yo estaba fuera.

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Y por fuerza te buscaba, y me lanzaba sobre el bien y la belleza creados por Ti.

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Tu estabas conmigo, yo no estaba contigo; yo no estaba conmigo.

Page 76: Grandes eres, Señor, y muy digno de alabanza; grande tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y pretende alabarte el hombre, pequeña parte de tu creación;

ni te echaba

de menos.

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mostraste tu

resplandor

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me

tocaste

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Que María, de quien

hermosamente habló san

Agustín, nos ayude a amar más a Jesús.

AMÉN