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JAIME DE ANDRADE
RAZA
“ANECDOTARIO
PARA
EL GUIÓN DE UNA PELICULA”
1
A las juventudes de España,
que con su sangre abrieron el
camino a nuestro resurgir.
EL AUTOR.
2
Vais a vivir escenas de la vida de una
generación; episodios inéditos de la
Cruzada española, presididos por la
nobleza y espiritualidad características
de nuestra raza.
Una familia hidalga es el centro de
esta obra, imagen fiel de las familias
españolas que han resistido los más
duros embates del materialismo.
Sacrificios sublimes, hechos heroicos,
rasgos de generosidad y actos de
elevada nobleza desfilarán ante vuestros
ojos.
Nada artificioso encontraréis. Cada
episodio arrancará de vuestros labios
varios nombres... ¡Muchos! Que así es
España y así es la raza.
3
PRIMERA PARTE
4
Estamos en uno de esos luminosos días del
verano de 1897, en el que un sol de estío se
refleja en las aguas de plata de una ría
gallega, alteradas a ratos por los rizos
azules de una leve brisa.
Hacia el fondo de la ría la bajamar deja al
descubierto la extensa llanura de oscuras
arenas, surcada por el serpenteo de los
arroyos de agua dulce que millares de
gaviotas animan con sus revoloteos.
En tierra, los pequeños valles,
encuadrados por pequeñas colinas, ofrecen
sus mares de maizales a las brisas marinas
que agitan la cabellera rizosa de su
floración.
En un primer término, sobre el horizonte,
enhiestos y corpulentos eucaliptos rasgan el
cielo con sus arrogantes siluetas, mientras
en la lejanía trepan los espesos pinares
hasta las cumbres de las montañas.
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La costa se recorta en caprichosos cabos
que avanzan en el mar sus rosarios de
peñas, entre los que se forman pequeñas
ensenadas y alegres playas de arenas
invadidas por los pescadores con sus pardas
redes.
En una de las más bellas rinconadas de la
ribera, entre la arboleda de una gándara, un
viejo torreón de piedra, de traza medieval,
se yergue sobre los muros blasonados del
pazo de los Andrade, que esconde su
decadencia bajo el frondoso manto de los
castaños.
Un severo pórtico de carcomida piedra,
sobre cuyo dintel campea un viejo escudo,
da paso a una verde pradera rodeada de
árboles, en cuyo centro se alza la señorial
mansión.
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Una balconada de piedra, con esbeltas
columnas de severa traza, enjoya el terrado
hasta el que trepa la madreselva en flor.
La paz es tan completa que sólo la altera
el monótono chirriar de las cigarras y el
lejano quejido de un carro que asciende por
los ásperos caminos de la sierra vecina.
A un ruido de viejos goznes que se rozan
sigue la aparición en el terrado de una joven
y bella dama de distinguido porte que va a
apoyarse sobre la balaustrada, perdiendo su
mirada en la lejanía, en el trozo de mar que
se descubre entre las redondas copas de los
árboles.
Es Isabel de Andrade, heredera del viejo
señorío, que en la soledad del caserón
devana la madeja de sus inquietudes,
mientras dura la ausencia del esposo
entregado a los azares de la mar.
7
El tañido de la campana de una capilla
próxima altera su ensimismamiento y,
santiguándose, parece musitar una plegaria.
No ha terminado todavía su oración
cuando unos potentes estampidos atruenan
el espacio, seguidos de los vellones blancos
de las “bombas de palenque” y de un alegre
volteo de campanas que inquietan y
conmueven a la noble castellana.
Pasos precipitados de “zuecas” sobre el
camino anuncian la aparición, entre los
árboles, de una mujer ataviada con el típico
traje campesino, que juega la armonía de
sus colores sobre el verde tapiz de la
pradera.
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Grita la campesina:
-¡Señurita! ¡Señurita!
ISABEL.-¿ Qué ocurre, Caroliña?
LA CAMPESINA.-Señurita, dicen que
está la corbeta a la vista.
ISABEL-¿La “Nautilus”?
LA CAMPESINA.-Eso ha dicho el hijo
de la “mestra”.
ISABEL.-Llégate al puerto y confírmalo
en la Comandancia.
LA CAMPESINA.-Sí, señurita.
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Se aleja la gallega corriendo por el prado,
mientras en el terrado irrumpe, en alegre
carrera, una niña de unos ocho años. Una
cinta de raso rojo sujeta atrás su cabellera
de bucles castaños, dejando al descubierto
el fino óvalo de su rostro infantil.
LA NIÑA.-¡Mamá! ¡Mamá! Hay fiesta
en el pueblo.
ISABEL.-Sí, Isabelita. Alégrate. Es tu
papá que llega. El barco está a la vista.
LA NIÑA (Saltando y palmoteando.).-
¡Qué bien! ¿Y nos traerá muchas cosas?
LA MADRE.-Sí, hija; lo primero, la
alegría de tenerlo aquí, ¿te parece poco?
LA NIÑA.-No, mamá; pero algo nos
traerá de todo ese mundo que recorre.
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LA MADRE.-Anda, ayúdame; vete al
jardín y trae flores, muchas flores…
LA NIÑA.-¿También de las que no me
dejas cortar?
LA MADRE.-Sí, hija; las guardaba para
un día como éste…
(Sale corriendo la niña.)
La madre suena una campanilla y asoma
una mujer con delantal blanco.
LA COCINERA.-Señorita, ¿me llamaba?
LA MADRE.-Sí. Quiero que busques
para la noche calamares pequeños,
espárragos y pimientos chicos.
LA COCINERA (Inclinándose un poco y
poniendo las manos sobre los muslos en
ademán admirativo.).-¿El señorito?
LA MADRE.-El señorito, sí.
LA COCINERA.-¡Qué alegría! Descuide:
yo me encargo. Tengo buena memoria. ¿Un
postre de cocina también?
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LA MADRE.-Sí, algo ligero. No olvides
limpiar y preparar su cafetera.
LA COCINERA.-¡Cómo me voy a
olvidar!
(Se oyen voces próximas: ¡Mamá!
¡Mamá! Irrumpe en la estancia un niño; un
zumo morado mancha su blusa, su boca,
sus manos alegres.)
JOSÉ.-¡Mamá! ¡Papaíto, papaíto que
llega! Oí los cohetes y salí corriendo para el
puerto; allí el Comandante de Marina me
dijo: “Dile a tu mamá que arriba la corbeta,
que ha sido reconocida desde el semáforo,
que trae buen viento y estará aquí a media
tarde.”
LA MADRE.-¡Gracias, Dios mío!
(Reparando en el niño y con aire que
quiere ser serio.) Pero, por Dios, hijo,
¡cómo vienes!... ¿Crees tú que puedes
recibir así a papaíto?
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JOSÉ (Con aire compungido.).-Es de
moras.
LA MADRE (Con alegría incontenida.).-
Anda, ve en seguida a lavarte y cambiarte;
ponte el traje nuevo, que hemos de ir a
esperar a papá. (Su gravedad anterior se ha
trocado en alegría infantil.)
JOSÉ.-En seguida.
Al salir José se escucha un ruido de pasos
precipitados en la estancia próxima, a los
que sigue la entrada atropellada de la niña,
perseguida de cerca por un chico algo
mayor. Ella con una mano oculta algo
detrás del cuerpo.
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LA NIÑA (Amparándose detrás de su
madre.).•Mamá, mamá; mira a Pedro.
PEDRO (Con gesto autoritario,
dirigiéndose a su madre.).-Dile que me
devuelva el pájaro.
LA MADRE (Mirando interrogante a la
niña.).-¿Qué pájaro?
LA NIÑA.--Mira, mamá (Enseñándole el
pájaro que mantiene en su mano, atado por
una pata.); lo traía Pedro. Yo se lo cogí
para soltarlo; el pobrecito sufre con la
cuerda.
PEDRO (Imperativo.).-Dámelo, que me
costó tres perras que le di al chico del
sacristán. (Hace ademán de querer cogerlo;
la madre lo contiene.)
LA MADRE.-¡Quieto!, Pedro. Tiene
razón Isabelita; no se debe hacer sufrir a los
animales; no son indiferentes al dolor.
(Dirigiéndose a Isabel.) Puedes soltarlo.
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(La chica, muy alegre, le quita el cordel y
lo suelta por la ventana.) Y tú, Isabelita,
otro día no tienes que pelear: me lo dices Y
yo haré soltarlo.
PEDRO (Con fastidio.).-¡ Adiós mis tres
perras! (Sale Isabelita hacia el jardín.)
LA MADRE.-Yo te daré otras tres si me
prometes no repetirlo.
PEDRO.-¡Bueno! (Con indolencia.);
prometido.
LA MADRE.-Pon más fe en tus palabras,
Pedro; cuando se promete una cosa es para
cumplirla.
PEDRO.-Sí, mamá.
LA MADRE.-Es que quiero pedirte algo
más.
PEDRO.-¿Qué es?
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LA MADRE.-Hoy llega tu padre. Es
necesario que todos le hagamos grato su
hogar, que le compensemos de la
separación y de sus privaciones. Esto te
obliga a ser cariñoso con él, a no
contrariarle con peleas ni discusiones con
tus hermanos... A estudiar más... Eres el
mayor y, si caben diferencias, el que más
quiere...
PEDRO.-Yo creí que celebraríamos la
llegada de papá no dando clase.
LA MADRE.-Hoy, sí, porque iremos a
esperarle; pero desde mañana hay que ser
mucho más aplicado, ¿verdad? (El chico no
contesta. La madre, reuniendo los floreros
sobre un lado de la mesa central.) No
sabéis lo que es la suerte de tener un padre
como el vuestro. Algún día os apenarían las
alegrías que dejaseis de darle.
(Entra la chica con una gran brazada de
flores.)
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LA MADRE (Dirigiéndose a Pedro.).-
Vete a arreglar, que hemos de subir pronto
para el faro... Ponte el traje nuevo y no te
manches.
LA NIÑA (Dejando las flores sobre la
mesa.).-¿Qué tal?, mamá.
LA MADRE.-¡Preciosas! Como el día...
LA NIÑA.-¿Como el día? ¡Ah, sí, como
el día! (Besa a su madre.)
La madre empieza a coger flores y a
colocarlas con gusto en los floreros.
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Delante del zaguán, sobre el guijo blanco
de la avenida de magnolias, un caballo del
país agita los cascabeles de sus arreos,
mientras el cochero da los últimos toques a
la colocación de los arneses. Pasa la franela
con mimo por los brillantes barrotes
barnizados y frota con orgullo los
relucientes bronces de los faros.
Alegría de voces infantiles, carreras de
los chicos hacia la tartana y Tomás, el viejo
cochero, que se interpone:
TOMÁS.-Orden, orden, que hay sitio
para todos y antes ha de subir Doña Isabel.
La puerta se adorna con la presencia de
Isabel, primorosamente ataviada con un
alegre traje de verano y un quitasol de
lucidos encajes.
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TOMÁS (Con profunda emoción.).-¡Por
fin le tenemos!, Doña Isabel; ¡qué alegría!
¡Sabrá disculparme!
ISABEL.-Gracias, Tomás. Siempre tan
leal. ¡Vamos!
Suben los chicos al carricoche, que se
pone en marcha. Trota el caballo por la
polvorienta carretera camino del pueblo, y
al sonido de los cascabeles se asoman las
gentes a saludar a la señora que pasa...
En la carretera del faro una pobre mujer,
encorvada por los años, sube penosamente
la cuesta. Se detiene de cuando en cuando
para descansar antes de reanudar la marcha;
es la señora Eufrasia, madre de uno de los
marineros de la corbeta, que quiere tener la
ilusión de ver desde la altura la fragata.
Isabel manda detener el coche:
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ISABEL-¡Pare, pare! Señora Eufrasia,
¿va hacia el faro?
SEÑORA EUFRASIA.-Sí, allí intento
llegar; tener la ilusión de ver el barco del
muchacho.
LA MADRE.-Ande suba con nosotros
que la llevamos. (El cochero baja y la ayuda
a subir.)
SEÑORA EUFRASIA.-Gracias, señorita;
usted siempre tan buena. Se lo agradezco,
pues las piernas me pesan y no sé si
llegaría.
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En la explanada del Faro ya hay grupos
del pueblo emparentados con los que
vienen.
Un anciano marino con patillas blancas,
en una banqueta de campo, observa con su
catalejo el horizonte y lo presta a los otros
para contemplar el barco.
El anciano se levanta y va hacia la
señora.
EL ANCIANO.-Doña Isabel, ¡por fin
llegan! No me equivoqué mucho: creí que
arribarían la semana pasada. El pícaro mar.
(Ofreciéndole el catalejo.). Vea, vea qué
bonita viene. ¡Hermoso viaje! ¡Quién
tuviera un par de años menos para
embarcarse!
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LA MADRE (Que trata de enfocar el
catalejo.).-Un par de lustros, Don Luis, que
va usted para los ochenta.
DON LUIS.-¡Pícaro tiempo!
LA MADRE.-¡Qué hermosa viene!
¡Cuánto habrá luchado! (Devolviéndole el
catalejo.) Gracias, Don Luis.
JOSÉ.-¿Me deja?, Don Luis. Debe verse
muy bonito.
PEDRO.-Y a mí.
ISABELITA.-Y a mí también. (Se
amontonan los chicos sobre el catalejo.)
DON LUIS.--¡Orden, orden! Primero las
señoritas. A ti te corresponde.
(Dirigiéndose a Isabelita.)
ISABELITA.-¿A mí? (Cogiendo el
catalejo.)
PEDRO.-¡Vaya una señorita!
(Isabelita mira por el catalejo.)
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ISABELITA.-El mar parece de plata, y la
nave, parada.
PEDRO (Molesto.).-¡Vamos, termina!
ISABELITA (Devolviendo el catalejo.).-
Gracias, Don Luis.
DON LUIS.-De nada, hijita.
PEDRO.-Ahora me toca a mí.
DON LUIS.-Sí, por el orden de mayor en
edad. Mira. Algún día te miraremos a ti.
PEDRO (Hablando mientras mira.).-¿A
mí?... Desde aquí parece muy bello; pero
me gusta poco el mar.
LA MADRE (Amonestándole.). -
¡Pedro!...
DON LUIS (Cogiéndole con brusquedad
el anteojo.).•¡Que no te gusta el mar!
(Ofendido.) Debiste decirlo antes! (Le da el
anteojo a José.)
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JOSÉ.-¡Qué hermoso dar la vuelta al
mundo! ¡Qué despintado viene! ¿También
ellos nos verán?
DON LUIS.-Sí; sus anteojos sin duda nos
buscan.
José e Isabelita corren sobre una piedra y
con el pañuelo hacen señas.
DON LUIS.-Miren, miren si anda; ¡y
parecía dormida!
LA MADRE.-¿Quiere usted regresar con
nosotros? Pues hay que andar de prisa, para
estar temprano en el puerto.
DON LUIS.-Ya que es usted tan amable,
les acompañaré, aunque con mis piernas
llegaría a tiempo. No lo dude.
LA MADRE.-Sí, señor, le creo
(Sonriendo.); pero quiero ahorrarle ese
trabajo y que su chico le encuentre más
pollo.
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DON LUIS.-¡Demonio de
muchacho!¡Qué ansias tengo de verle! Será
ya un hombre con su barba...
LA MADRE.-Ya se conformará con su
bigote; a los veinte años no se tiene más.
Suben todos al coche, que se pone en
marcha hacia el puerto, ocupado por los
habitantes del lugar y las familias de los
tripulantes. Al llegar al muelle descienden y
lo recorren acompañados del viejo marino.
UNA PESCADORA (Con una cesta
llena de pescados en la cabeza, la saluda
con tonillo gallego.).-Adiós, señoritiña;
Dios la bendiga y le traiga con bien al
señor.
ISABEL.-Gracias, Sinda. ¿Cómo van los
niños?
PESCADORA.-Rompiendo ropa, señora.
ISABEL.-Bueno, vaya por casa y le daré
algo para ellos.
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PESCADORA.-Gracias, señoritiña; Dios
se lo pague.
ISABEL (Dirigiéndose a un golfillo que,
tirado en el suelo, juega con otro
arrapiezo.).-Pero, Cholo, ¿con el jersey ya
roto?
SINDA.-Sí, un poquitiño.
ISABEL.-Si no anduvieses tanto por el
suelo te duraría más; ve por casa que te
pondré unas mangas.
SINDA.-Señorita, nuevo dura poco; pero
así, mucho.
ISABEL (Deteniéndose ante una mujer
del pueblo bien arreglada, con un mantón
negro de seda y un chico en brazos.).-¿Qué
tal el nene?
LA MUJER.-Muy bueno, Doña Isabeliña.
Mire qué bien le está la ropita que le
mandó.
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ISABEL (Mirándolo.).-Sí que está
hermoso.
LA MUJER.-¡Qué sorpresa para su
padre; nada sabe; deseaba tanto un chico!
ISABEL.-Dios se lo conserve.
LA MUJER.-Gracias, señorita.
UN PESCADOR (Con su pipa.).-Buenos
días la señora y la compaña.
ISABEL.-Buenos días, Simón.
EL PESCADOR.-He venido a esperar al
señorito. ¡Ha sido siempre tan bueno para
mí!
ISABEL.-Y usted para él.
SIMÓN.-Poco puede mi pobreza, señora;
sólo mi voluntad. Le debo todo.
ISABEL.-A su esfuerzo, Simón. Él le
ayudó, sí; pero usted, con su trabajo, ha
hecho todo lo demás...
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DON LUIS.-Adiós, Simón; nada quieres
con la vejez.
SIMÓN.-Perdóneme; Don Luis, pero
atendía a la señora. ¿Cómo va la pierna?
DON LUIS (Amoscado.).-De hierro,
Simón, de hierro.
La señora y los chicos se acercan a un
grupo de señoras y muchachos que también
esperan el barco. Besos de las señoras,
saludos de los muchachos.
Una voz se extiende: ¡La corbeta, la
corbeta! ¡Ya llega!
El barco entra en la ría. Todos miran
hacia allí. Se agitan pañuelos y brazos
durante un momento y los grupos se
aproximan al embarcadero.
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El navío rasga con su esbelta proa la
superficie de raso de la ría, empujado hacia
levante por una tenue brisa.
La tripulación aparece sobre la cubierta al
pie de las velas hinchadas, dispuesta a la
maniobra.
Cuando llega la nave a la altura del
malecón se escucha un silbido penetrante y
se inicia la maniobra: giran las velas con
ritmo acompasado, bracean las del palo
trinquete hasta flamear y, al fachear, el
barco acorta su impulso, hasta detenerse,
momento que aprovecha para lanzar el
ancla, que cae en el mar levantando un
surtidor de espumas.
A los pocos momentos, arriados los
botes, se acercan a tierra varias pequeñas
embarcaciones; en la primera, una canoa
afilada que ostenta en su proa un pequeño
gallardete, llega el capitán de navío
Churruca. Le siguen un bote con oficiales,
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otro con clases y los dos últimos con
marinería.
Salta el capitán ligero del bote, sube de
dos en dos los escalones hasta su esposa, la
abraza y, en el mismo abrazo, coge a sus
hijos como queriendo estrecharlos a todos.
EL CAPITÁN DE NAVÍO (Los va
besando.).-Tú, Pedro, ¡qué alto!; ¡cómo
crecéis! Mi buen José. Oh, mi encantiño,
tan guapa y tan hacendosa, ¿no?...
ISABELITA (Azorada.).-¡Papá!
EL PADRE.-Cómo se te parece, Isabel.
ISABEL.-¡Por fin!
Mientras esta escena tiene lugar
desembarcan otros marinos, que se van
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uniendo a los suyos. Entre el grupo se
abre paso una niñera que lleva en brazos un
niño de dos años, con falditas y blusa de
marinero.
LA NIÑERA.-¡Jaimiño! ¡Mira teu pay!
EL CAPITÁN DE NAVÍO.-Mi
Benjamín. (Besándolo y cogiéndolo en
brazos.) ¿Bueno?...
ISABEL.-Sí, muy tranquilo... Vámonos.
Empiezan a llegar las otras
embarcaciones. Entre los grupos que
forman los desembarcados y sus familias se
mueve Don Luis buscando a su nieto.
DON LUIS.-¡Demonio de muchacho!
(Murmura.)
Churruca, que marcha llevando a su
Benjamín en brazos, en grupo feliz con la
familia, le divisa; su fisonomía cambia de
repente, nublándose su alegría:
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CHURRUCA.-Toma, Isabel
(Entregándole a Jaimito.); tengo que hacer
una diligencia.
Se separa de los suyos y va al encuentro
de Don Luis.
DON LUIS.-Bienvenido, Churruca.
Buscaba al mocete...
CHURRUCA (Conteniendo su emoción y
estrechando entre sus dos manos las del
viejo.).-Su nieto no viene, Don Luis.
DON LUIS (Con el terror reflejado en el
semblante.).-¿Y luego?...
CHURRUCA.-Nos lo pidió la mar. La
salvación del barco exigió la vida del más
bravo, y él fué...
DON LUIS (Abrazándose a Churruca.).-
¡Mi Luisiño! (Las lágrimas corren
silenciosas por sus barbas de plata. Pronto
se repone, y, mirando con tristeza a
Churruca, repite, moviendo su cabeza en
un gesto de conformidad.) ¡El más bravo!...
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CHURRUCA.-Sí, Don Luis, el más
bravo.
DON LUIS.-Gracias, gracias.
(Separándose.) ¡Pícara mar!
Se une de nuevo Churruca con los suyos
y marchan hacia la ermita del Cristo de los
Navegantes.
La noticia de la muerte del nieto de Don
Luis turba momentáneamente su alegría.
Al desembocar en un claro del camino,
un golfillo se acerca a Pedro; en una de las
manos lleva una jaula de madera vacía.
EL GOLFILLO.-¡Pedro! Anda, dame las
tres chicas del pájaro... ¡Anda, que las
necesito!
LA MADRE.-¡Ah! ¿Eres tú el del pájaro?
EL GOLFILLO (Con acento gallego.).-
Sí, señora.
LA MADRE (A Pedro.).-Pero, ¿no le
habías pagado?...
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PEDRO.-No; me lo fió...
LA MADRE (Saca del bolsillo los quince
céntimos y se los entrega al golfillo.).-
Toma, pero en lo sucesivo no debes hacer
eso. Eso está muy mal. ¿No comprendes
que los pajaritos sufren? No debes repetirlo,
y menos por dinero. ¿Qué haces tú con el
dinero?
EL GOLFILLO.-Es para mi abuela. Está
enferma. Todos los días le llevo cuatro
gordas...
EL PADRE.-Bueno, pues desde hoy no
lo necesita: yo me ocuparé de mandarle las
cuatro gordas... Si es así, no has hecho mal.
(Sacando del bolsillo un duro y dándoselo.)
Toma, dale esto a tu abuela...
EL GOLFILLO.-Gracias, señor. (Muerde
con sus colmillos el duro, y, al ver que es
bueno, marcha corriendo y saltando hacia
su casa.)
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Al llegar a la capilla los chicos disputan
por encender las velas que colocan delante
del santo y venerado Cristo, y, ya todos de
rodillas, dan gracias al Señor por haberles
devuelto al padre tan amado.
CONTINUARÁ
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