josé luis zarate - el tamano del crimen

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cuentos

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El 50% de lo que usted paga por este libro va directo al escritor, sin el cual no existiría.

Para que usted pueda leerlo ha sido necesario el trabajo de un escritor, un editor, una correctora, un técnico en digitalización, una diseñadora web, un webmaster y un

productor.

Si lo piratea, ya sabe a quién roba.

Si nos roba, mejor no nos lea. No va a entenderlo.

Título original: El tamaño del crimen

© José Luis Zárate 2012© Sigueleyendo 2012

www.sigueleyendo.es

Diseño: Alejandro CrimiMaquetación: Óscar Sáenz

ISBN ebook: 9788490071489.

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realiza-da con la autorización de sus titulares o de Red ediciones S.L., salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra..

José Luis Zárate

Nacido en Puebla, México, en 1966, José Luis Zárate es uno de los escritores mexicanos más reconocidos y respetados dentro del género de la ciencia ficción, aunque su obra abarca novela, ensayo y poesía. Se le considera parte de un movimiento renovador en la literatura mexicana de finales del siglo XX, que

abandona el nacionalismo imperante hasta aquel momento y busca volverse más universal y cosmopolita. Ha trabajado en numerosas ocasiones por la divulgación de la literatura fantástica y es uno de los socios fundadores de la Asociación Mexicana de Ciencia Ficción y Fantasía y del Círculo Puebla de Ciencia Ficción y Divulgación Científica. Ha sido pionero de la publicación electrónica en su país con la revista en diskette «La langosta se ha posado». Ha obtenido varios premios nacionales e internacionales, entre los que destacan el Premio Más Allá (1984), el Premio Kalpa (1992), el Premio MECyF (1998 y 2002) y el Premio UPC de ciencia ficción (2000). Su twitter es https://twitter.com/joseluiszarate

Obras:

Xanto, Novelucha Libre (1994); Las razas ocultas (1998); La ruta del hielo y la sal (1998); Hyperia (1999); Del cielo oscuro y del abismo (2001); Quitzä y otros sitios (2002); En el Principio fue la Sangre (2004); Ventana 654 ¿Cuánto falta para el futuro? (2004); La máscara del héroe (2009)

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José Luis Zárate

EL TAMAÑO DEL CRIMEN

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–Basada en una historia real –dijo Mamá Oca, levantándose las gafas y aña-dió–: Se han cambiado los nombres para proteger a los inocentes que pudie-ran, contra todo pronóstico, continuar vivos allá afuera.

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1

La muerte nunca se viste de gala, no se arregla para flashes y visitas. Llega con pan-tuflas de felpa y batas holgadas y le abrimos la puerta porque solemos confundirla con la rutina y la normalidad.

Había platos sucios en la mesa, ropa en sitios inverosímiles, un olor a cigarro antiguo, a cuarto que no acostumbra ventilarse nunca.

Un cierto aire a desesperación, soledad y tristeza.

Como el de mi casa, por supuesto.

La televisión estaba sintonizada en los informerciales porque se necesita una voz para acallar el silencio y cualquier cosa es mejor que el vacío.

Bueno, no más.

Éramos tantos uniformados que de no ser yo tendría que haberlos apartado a codazos para poder ver el cuerpo.

Tantos policías y tan poco cadáver.

Fue el verme y que el mar azul se partiera en dos dejándome un camino directo a la víctima.

–Capitán –decían, cuadrándose.

No soy capitán pero supongo que los galones se ganan cuando firmas aceptando el puesto.

Era casi divertido.

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Cuando me dijeron que este trabajo me aseguraría trato preferencial y asientos de primera fila no creí que se referían a un pase VIP para ver un rostro ennegrecido, la boca abierta, la lengua colgante.

Colgaba del ventilador y sus pies estaban a más de un metro del suelo. No es que el cuarto fuera inusitadamente alto, es que el muerto era inusualmente pequeño.

Parecía una mosca al final de una telaraña, un foco colgando de un cable desnudo, un yoyó.

No había silla derribada cerca, o escalera.

Era triste y patético.

Daban ganas de darle un leve golpecito para verlo balancearse. Porque no parecía real.

Pero lo era.

Detrás de mí la forense masculló, irritada.

–Por supuesto.

Me hizo a un lado mientras se ponía los guantes de látex cubriendo sus manos anormalmente blancas.

–Tenía que ser en mi turno...

Con una delicadeza infinita tomo el cuerpo en la palma de su mano, y con un golpe de tijera cortó el hilo negro del que pendía. Lo guardó todo en una bolsita de plástico con el rótulo de Evidencias.

Me miró como si yo fuera el culpable de todo eso.

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–¿Sabe lo difícil que va a ser hacerle la autopsia a Pulgarcito?

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2

No es posible olvidar el cuchillo. No el dolor inoxidable. El brillo negro.

Con qué miedo se estremecen. Saben la forma precisa del horror porque lo llevan impreso en su carne.

Pueden dibujar, si quisieran algo así, el filo preciso del acero. Basta con tra-zar el borde de las cicatrices, con observar el hueso serrado de la mutilación.

Gimen en sueños. Cada uno escucha a sus hermanos y saben que está ahí, que será cuestión de segundos para que el acero abra el músculo y hurgue dentro de ellos.

No despiertan para escapar de la pesadilla porque fuera del sueño también está.

En su cuerpo roto, en sus heridas que no cierran.

Gimen y lloran.

Se estremecen.

Pero en el miedo también hay furia. En el llanto un rechinar de dientes.

Un silencioso rugir.

Se estremece en su prisión y sus cuerpos patéticos también se preparan para la acción.

Vean a los tres ratones ciegos correr en sueños.

Corren hacia la mujer que los mutiló. Corren hacia el cuchillo y la herida dejando atrás sus pobres colas rotas.

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¿Quién podría creerlo?

Heridos, atrapados, torturados, enfermos se preparan para devolver el golpe.

¿Han escuchado en su vida algo así?

Tres ratones ciegos que corren, heridos.

Lloran y cada lágrima será la sangre derramada de sus enemigos.

Cada dolor, cada gemido, cada lágrima multiplicada por mil, en mil cuerpos.

No sólo quienes lo permitieron, no sólo contra quienes abrieron sus cuerpos y lo siguen haciendo.

Todos. Por permitirlo. Por no detenerlo. Por no ser ellos: víctimas.

Por eso: culpables.

Por ello también deben pagar.

Y pagarán.

Todos y cada uno.

Y el cuchillo que los mutiló incesantemente no será nada en comparación.

El dolor será entonces dulce y ellos podrán, al fin, sobre el cadáver de todos, dormir tranquilos.

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–Creí que no llegabas –me dijo el Canciller acomodándose el cuello de la camisa mientras allá abajo se oía la orquesta afinando y el trajinar de la gente buscando sus asientos.

Me molestó su tono arrogante, el que estirara el cuello para que yo arreglara el desastre que había hecho con su corbata de moño.

O tal vez me irritó aún más, que yo, sin pensarlo, la arreglara con un par de movimientos exactos y sonriera buscando su aprobación.

Dios mío ¿cómo podía dejar de ser yo?

Quise (no pude) darle un tono cortarte a mis palabras:

–Hubo un homicidio, soy el Capitán de la División de Homicidios, ergo...

Pasó su terriblemente bella ala sobre mi hombro y dándome unos golpecitos condescendientes afirmó:

–Para eso están los subordinados. Para informarte mañana cómo avanzaron.

–Yo...

–Amigo mío, que no te pese el uniforme, ni la estrellita de latón. Son meda-llas y no yugos. No estás ahí para trabajar. Estás ahí porque es un puesto de poder y los puestos de poder son para nosotros.

Graznó, complacido, y se acomodó en el asiento rojo como si fuera un aco-gedor nido de ramas.

Picoteé mi cojín antes de sentarme, simplemente para que no viera mi cara.

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Yo mismo ignoraba mi expresión. ¿Hastío? ¿Molestia? ¿Orgullo? ¿Satisfacción?

¿No había rogado toda mi vida para estar aquí, con el Canciller y los suyos, en teatros finos y con ropa cara?

–¿Qué vamos a ver? –dije, buscando mi programa.

–¿Qué otra cosa? El Lago de los Cisnes.

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Uno pensaría que los depredadores no duermen bien, que la sangre derra-mada y los gritos de los inocentes los llevarían a pesadillas y sobresaltos.

Pero no, roncan de lo más tranquilos.

«Como corderillos» acostumbran decir los que no conocen toda la aprensión que sienten aquellos que saben que un millón de criminales aman el sabor de su carne.

A medianoche, bajo las estrellas muertas, Caperucita saca una mano de entre las sábanas de seda y toca al lobo en turno que duerme con ella, acari-cia el suave pelaje no porque deseara más sexo, o cariño: lo hace para sentir ese mar de nada que corre bajo la piel del asesino.

Luego se toca a ella misma. La piel desnuda, lisa e indefensa.

También hay un mar sereno ahí abajo, también su corazón funciona suave-mente.

Sonríe.

Puede sonreír. Ahora sí, ahora ya, ahora siempre.

Se acurruca junto al lobo. La piel le arde en los puntos en que las garras y los dientes fueron más bruscos. Satisfecha sabe que ella no es la única con heridas.

El lobo se agitará incomodo mañana y ese dolor será un blasón más, un trofeo en el combate del placer.

Debe dormir. Después de una dura noche de trabajo se lo ha ganado.

Su ceño se arruga levemente.

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Muy nebulosamente piensa en su abuela. En el tono de reproche, en la forma en que vería sus conjuntos rojos. Las pieles de cuero, los juguetes de extra-ñas formas fálicas y los látigos.

En los reproches que nunca formuló porque está muerta.

Murió de hambre.

Sola, enferma, lejos.

Piensa en la puerta abierta, en la forma en que la encontró. Ella, niña aún, piensa que esa es la forma en que se mueren todos.

Se estremece.

No, se prometió entonces. No a la soledad, al hambre, a la pobreza.

Ella no. Ella nunca. No más.

Está a salvo mientras siga rodeada de lobos.

Pensar en ello la tranquiliza. La serena. Regresa el sueño.

No más fantasmas molestos.

Ya no.

Puede dormir en paz sin pensar, sin penar, sin pesar.

Como los depredadores.

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Oscuridad y silencio. O luz y el seco chocar de los instrumentos de acero en la charola inoxidable. La noche en la morgue o la despiadada luz sobre camilla. Ella parecía reinar sobre ambos reinos.

Había cuerpos aquí y allá, pocos ocultos bajo las sábanas. La mayoría ofre-cían su carne, sus heridas y su desnudez a quien quisiera verlas.

Paradójicamente lucían más vivos que la forense.

No era su porte, ni su figura. Era su piel blanca.

No tenía el tinte ligeramente rosáceo del albinismo: era de la blancura total de la niebla.

Niebla viva. Cambiante y firme.

Blanco sólido.

Como la nieve.

¿Cuál la temperatura de su piel si la rozaba lenta, delicada, deliciosamente?

–Me agrada usted, Capitán –dijo de repente.

Yo salté sobresaltado y tiré algo que tintineó, roto, llenándolo todo de ecos. Y, a mi pesar, grazné, como hacemos siempre que algo nos asusta.

–Gracias –dije en cuanto pude, con un tono que habría envidiado cualquier mayordomo inglés–. Disculpe la interrupción, no quise asustarla

Ella se volvió a verme y no sé que me deslumbró más, su inusual mascarilla de cirugía completamente roja o la sonrisa que creí adivinar bajo ese color.

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–Ninguno de los suyos me ha asustado jamás –afirmó, regresando al cuerpo abierto sobre la mesa.

¿Qué se responde a eso? ¿Bien por usted? ¿Me puede decir cómo hacer algo así? Realmente necesito que me enseñe, y no porque los míos estén en contra de mí, sino por su apoyo incondicional.

Suspiré. No podía decir nada de eso. A nadie. A nada.

Con un gesto nervioso me arreglé la corbata y me di cuenta que seguía trayendo ese ridículo moño y que era un intruso.

También aquí. Incluso aquí.

¿No era terrible que ni siquiera la morgue podía brindarme un poco de paz?

–Sólo vine a ver cómo se las había arreglado con el caso de hoy.

–Con lupas, alfileres, pinzas de relojero, buen pulso. Paciencia. Silencio. Casi silencio, pero no me quejo. ¿Cómo podría ser Jefe de Forenses si no puedo soportar algunos graznidos de mis superiores? Pero, claro, si estoy a deshoras sin personal a mi cargo en una morgue fría creo que es precisamente porque provoco graznidos en mis superiores.

–¿No tiene personal a su cargo?

–No el suficiente, así que aprovechemos que está aquí, haga algo útil y acérqueme esa pinza, no, no, la de la izquierda. La otra izquierda. Perfecto.

–¿Cómo supo que era yo?

–Nadie que no sea un jefe puede entrar a estas horas a la Morgue. Y los Jefes exigen atención y sumisión. Cualquier otro que no fuera usted estaría metien-do su largo cuello buscando ver qué estoy haciendo y expresando con un ligero graznido que lo estoy haciendo mal. Usted, en cambio, se queda en las

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sombras y le gustaría pasar desapercibido esperando a que esté desocupada para hacerme alguna pregunta como si temiera lo que yo, una mera empleada, pudiera decirle algo inapropiado a un miembro de la casta Swan. No lo siento una amenaza, una crítica, una imposición. Lo cual es muy muy raro. Así pues, me agrada, capitán Swan. Me gusta que no diga nada y me deje trabajar, así que puede continuar otro rato, por favor.

No dije nada, por supuesto, para complacerla.

–En cambio a mí me encanta hablar. No me preocupo por lo que digo, porque mis compañeros no van a repetir mis palabras, ni me van a censurar. Ni nada. Me gusta el silencio de los demás, capitán. El misterio de ese silencio. Cada uno de los que están aquí está lleno de él. Pero no es el silencio de los muros y las cosas inmóviles. Es un silencio vibrante. ¿Qué tienen dentro? ¿Qué paso exactamente cuerpo adentro que los trajo acá? ¿Qué es lo que oculta tan mal, capitán Swan, que lo hace ser y no ser uno de la Élite?

Me miró. La miré. En alguna parte una gotera marcó un par de minutos pau-sadamente.

–¿Ve? Silencio. Cuando no tiene nada qué decir no dice nada. Capitán, es una rara joya. Espero que no nos odiemos mucho al final...

Siguió trabajando.

Silencio, oscuridad, su bella sonrisa roja.

Por alguna razón me sentí en paz.

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Las botas apretaban. Pero no estaban en sus pies por comodidad o elegan-cia. Estaban ahí porque eran exclusivas.

Había una plaquita de oro que así lo atestiguaba.

1 de 1.

En algún lugar tenía 10 o 20 plaquitas de esas y la gente tendía a creérselas todas.

Se ronroneo a sí mismo de pura satisfacción.

Se acomodó en el cojín rojo que era su posesión más preciada y se preparó otra copa de esa horrible bebida amarga que les gustaba tanto a los huma-nos.

La fiesta era un éxito. El Clan Swan se pavoneaba por ahí, y los Lobos hablaban entre sí de negocios y corderitos, y él había dejado caer aquí y allá promesas y castillos en el aire que alguien, tarde o temprano, compraría.

¿Quién iba a pensar que la nada resultaría tan lucrativa?

Bastaba con que alguien comprara la ilusión para que todo fuera posible. Que estuviera en un buen papel, que alguien ofreciera una pluma estilográ-fica de plata y oro para que se lo creyeran todo.

El Márquez de Carabás era feliz.

Casi feliz.

Había una sombra que lo molestaba un poco. Una silueta que no bebía allá a lo lejos, que se acercaba a leer la firma de los diplomas en las paredes, que lo miraba demasiado fijamente.

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La cola se hubiera agitado, irritada, y tal vez las garras salieran de entre sus guantes de seda, pero él controlaba demasiado bien cualquier gesto instintivo.

Se acercó al desconocido.

–¿Una copa? –dijo, con su más brillante sonrisa.

–Entre los carnívoros todo gesto que muestra la dentadura y colmillos denota amenaza –contestó el hombre sin dignarse siquiera a rechazar la bebida.

–Qué suerte, entonces, que haya abandonado la carne y la matanza ¿verdad? Hay cosas más satisfactorias que la sangre del enemigo entre tus dientes.

–No puedo imaginarme cuáles serían –dijo el desconocido sonriendo lenta, densa, largamente, como experimentando el gesto.

–Veo que ya conoció a nuestro nuevo Secretario de Gobernación –dijo el Canciller, que no se dio cuenta de la atmósfera que rodeaba a esos dos.

–Oh, sí. Un placer.

El extraño sonrió con una naturalidad despreocupada y un encanto que había encendido como si se tratara de una máquina, con un control mejor que el suyo.

La espalda quiso arquearse mientras todo su cabello se erizaba, pero él no la dejó.

El cisne rascó las orejas del gato y terminó las presentaciones pertinentes.

–El Márquez de Carabás acaba de ser nombrado nuestro nuevo Secretario de Salud.

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7

La forense, cómodamente instalada en una silla frente a mi escritorio no esperó a que terminara de leer los papeles de la autopsia y dijo:

–Puedo informarle, sin duda alguna, que ese varón caucásico de 7 centíme-tros de alto murió por asfixia.

–¿No lo sabíamos ya?

–No, señor Capitán de Homicidios. No lo sabíamos.

–Colgaba de una cuerda con la lengua de fuera.

–Por supuesto. Pero si encontramos un colgado sin que encontremos cómo subió a su patíbulo es fácil deducir que alguien preparó la escena. ¿Por qué el asesino dejó el cadáver así? Piénselo, capitán, si hay un cuerpo fácil de ocul-tar es el de Pulgarcito. Él o los asesinos querían que lo viéramos así, querían que supiéramos que había sido ahorcado. Yo no confío en los mensajes de los asesinos. Yo los confirmo.

–Y murió asfixiado.

–Exacto.

–¿Por esa cuerda o lo asfixiaron de otra forma?

–Perfecto, capitán. No es tan idiota como nos quiere hacer creer. Fue por esa cuerda. Está llena de DNA de la víctima, y también de nitrato de celulos... ¿a quién trato de impresionar? Barniz, también un carísimo barniz de mueble fino. Tal vez alguien usó una variante del garrote para ahorcarlo, cosa inusi-tada dado el tamaño de la víctima.

–¿Garrote?

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–Un palo retorciendo la cuerda para ahogar a la víctima con inusitada lenti-tud, se utilizaba en ejecuciones públicas o cuando el cuello de la víctima es más fuerte que el verdugo, cosa que estamos seguros no pasó en esta oca-sión. Si se quisiera hacer sufrir a esta víctima en particular yo habría hecho un nudo corredizo y lo hubiera sostenido en alto hasta que muriera. Tal vez, incluso, lo habría puesto a la altura de los ojos para verlo debatirse mientras se ahogaba.

Se me puso la piel de gallina (cosa nada difícil en mí) y miré con horror a la forense.

Ella tenía la mano en alto y miraba a su imaginaria víctima y su rostro era triste y distante y su voz densa, desvalida, como quien cuenta una pesadilla de la cual le cuesta despertar.

–¿Está bien, doctora?

Ella miró su mano (hermosamente blanca) que tembló durante un instante, y suspiró.

–Lo siento, Capitán, la muerte de la gente pequeña siempre me afecta.

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La muchacha de maquillaje fue detenida ante la puerta del estudio. Dos hom-bres de lentes negros la miraron como cualquiera vería a una cucaracha. Con fría eficiencia revisaron su maletita de cosméticos y la cachearon en busca de armas.

Ella estaba acostumbrada a ello, a esos dedos rígidos, siempre que había un funcionario público en el estudio pasaba lo mismo.

Y más si era el Secretario de Gobernación del Reino.

Delgado y seco en el asiento del maquillaje, pulcro y sereno, casi como un niño esperando clases.

–Buenos días –la saludó.

–Buenos días –dijo ella, a su pesar halagada por el débil intento que hizo de levantarse al verla llegar, como se hace ante las damas de la corte. Ella le pidió que siguiera sentado y le sonrió.

Dios mío, era encantador.

Con su traje sastre y su pulcro peinado y su aspecto juvenil daban ganas de pellizcarle las mejillas.

A su lado, el secretario del Secretario la miró, desde sus minúsculos centíme-tros de altura, con un aspecto de desprecio, como si interrumpiera algo.

–Debe estar al aire en 2 minutos.

–Ya lo sabe, no la molestes por favor. Es una profesional. Sabe que hay carac-terísticas especiales para mí, ¿verdad?

–Sí señor –respondió ella, deslumbrada por su bella sonrisa.

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Lo sabía. Desde que llegó el aviso se preparó con ahínco. Cubrió la frente con un delicado talco para que no brillara bajo las luces del estudio, con un tono ligeramente más claro bajo la barbilla para que no se notara la sombra de la barba, dejó en la nariz delicadas e invisibles rayitas de maquillaje, polveó las orejas perfectas.

Justo en el momento que terminó se prendió una luz verde en el camerino. Show Time.

–¿Ves? Una profesional.

El secretario del Secretario arrastró, como pudo, el portafolio tras su jefe.

La maquillista fue guardando sus cosas mientras en el estudio se hacían las presentaciones, y algunas preguntas.

Por lo general ella se iba en cuanto terminaba, pero quería ver si su trabajo había sido, o no, perfecto.

–Su Majestad me pidió que les dijera, sin lugar a dudas, que el Reino está en las condiciones perfectas para afrontar una nueva contingencia económica.

La frente, perfecta, la barbilla hermosa, la nariz...

Las rayitas de maquillaje empezaron a ensancharse, se distribuyeron a todo lo largo de la nariz, cubrieron a la perfección cualquier brillo bajo los reflectores.

–Las medidas económicas de este primer Trimestre han arrojado cifras asombrosas, la recuperación de las finanzas públicas es un hecho. No debe-mos temer a la recesión y al estancamiento.

El Secretario de Gobernación sonrió con tal encanto y aplomo, con tanta seguridad y confianza, que la nariz creciente no importaba.

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La maquillista suspiró. Qué hermoso era Pinocho.

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9

–Tenemos que dejar de vernos así, capitán.

Era justo lo que iba a decirle.

Sólo que sin la sonrisa irónica bajo su máscara roja, sin los guantes de látex tintos de sangre, sin subordinados y gente alrededor recogiendo pistas.

Sobre todo sin un cadáver entre nosotros.

¿Qué podía decirle que fuera más importante que esa carne rota y el dolor derramado?

¿Cómo mencionar toda la paz que me daba estar a su lado mientras ella movía la cabeza de la víctima para que se viera el cuello terriblemente lacerado?

Con qué cuidado volvió a ponerla en la posición original, con qué delicadeza tomó las manos rotas y acarició cada herida.

¿Me tacharía de insensible si le dijera que envidiaba a esa carne muerta?

–No fue suicidio –dije para que ella supiera que estaba ahí, poniendo atención a nuestro trabajo.

Cada cajón de la habitación en el suelo, todo lo guardado arrojado lejos, ropa y objetos lanzados a un lado mientras alguien buscaba algo.

–Le rompieron los dedos, uno a uno –dijo la forense mientras ponía bolsas de papel en esas manos–. Seguro los vecinos aseguran que no oyeron nada.

–Al contrario. Parece que los gritos y el estruendo eran habituales en esta casa. Mencionaron música muy alta y estruendo de cristales. Parecía una fiesta muy anima-da. Nadie vino a ver qué sucedía.

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–Pretextos. En nada se parecen los ruidos de una fiesta a los de una tortura. Oyeron que algo pasaba (tal vez no tan grave como lo que era), pero sí algo desacostumbrado y nadie se asomó a ver qué era. Tal vez miedo o desaprobación. Diría que no era miedo porque contestaron a sus preguntas. ¿Sabes a qué se dedicaba la habitante de esta casa?

Hojeé la libreta que un minuto antes le había arrebatado al primer subordinado que se había acercado para darme un informe. Traté de parecer muy profesional.

–No.

Ella señaló la ropa tirada al piso.

–Ropa cara y juguetes sexuales. Manicura de lujo y un cuerpo cuidadosamente conser-vado en forma. No veo implementos de trabajo aquí. ¿A qué crees que pensaban que se dedicaba esta mujer?

El tono no era de reproche sino de tristeza.

–¿Sabe lo difícil que es simplemente sobrevivir? –me dijo, de repente, con un tono íntimo como si estuviéramos solos en el mundo.

–Sí –respondí con el mismo tono. Ambos lo sabíamos de una manera no abstracta y civilizada.

Nos miramos y ninguno apartó la mirada.

Quise saber qué se suponía lo que estábamos leyendo en los ojos del otro.

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10

Pálida y serena, la Bella Durmiente sueña.

En el sol, en los campos, en libertad y amplitud.

En que los tubos de plástico no repten garganta adentro, ni se escuche el seco silbido del oxígeno entrando y saliendo a duras penas del pecho devastado.

Hay un ligero movimiento en sus ojos cerrados y el sueño titubea un poco. Las mariposas se detienen en el vuelo y puede ver, a lo lejos, una nube negra en el horizonte.

Sabe lo que se oculta ahí, de sus dedos fríos y su guadaña y a su pesar gime.

Nada más frágil que los sueños, y su reino tiembla lo suficiente para que se pueda ver lo que hay abajo, los caballetes sobre los que se apoya la realidad.

No, no, no quiere eso.

Quiere la bendita aguja.

La máquina de tejer sueños con su delicado aguijón. El telar químico que la hundirá en un mediodía perfecto donde no hay dolor ni espera.

La Bella Durmiente duerme para que el vacío no pese demasiado.

Piensa en un bello caballo blanco acercándose.

¿Qué importa que su jinete venga de la lejana nube?

Un jinete sobre un pálido caballo.

Lo recibirá con un lánguido beso. Con sus labios abiertos expectantes.

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Porque ella, la mujer, lo sabe perfectamente, puede ser la pareja perfecta del oscuro jinete.

Ahora sí.

Ahora ya. Con sus besos llenos de veneno.

No.

No quiere. No debe. No tiene que ser así.

Pero es.

Se acerca un hombre a su lado, completamente vestido de azul.

El vestuario de los cirujanos y médicos.

Papel trenzado como tela porque después de que visite a la Bella Durmiente la ropa debe arder.

No hay manera más segura de desinfectarla.

Por ello Azul no va a besarla.

No se puede besar a nadie sin sacarse la mascarilla y es lo último que Azul piensa hacer.

No quiere contagiarse con aquello que crece en los pulmones de la Bella Durmiente. No desea morir como lo hará la mujer en medio de sueños.

Lo que Bella toca muere.

Su reino, por ejemplo.

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En ese mismo momento empieza a arder, flores de fuego avanzan por todas sus cosas, enredaderas de humo apresan y desaparecen cada uno de sus objetos.

Su reino es víctima de esa vegetación roja y esparce sus semillas de ceniza.

Ella lo sugirió.

Nada es mejor que el fuego.

La Bella durmiente trata de tomar otro trago de aire y duele.

Un poco de fuego, por favor, pide en el sueño.

Un poco que apague esa sed, ese dolor, esa certeza de que su reino puede no ser ya las cosas que llamo suyas sino el mundo entero.

Teme ya no por ella, se sabe perdida, sino por los demás.

Fuego, fuego ahora. Quiere destruir el miedo, el dolor, el vacío, ese sueño que ya no le gusta y del que no puede escapar.

Fuego porque sólo el fuego puede apagar los sueños.

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11

Hay veces en que me pregunto por qué vengo a la oficina. Ni siquiera tengo que firmar algún papel imprescindible o dar alguna orden pertinente. O impertinente.

Los archivos van y vienen sobre mi escritorio y mi secretario, el segundo al mando o el capitán subalterno (nunca sé bien cual es cual) se encargan de que encuentren su cauce adecuado.

Todo papel que hay aquí es «Para mi conocimiento» y nada más.

Hojeo por encima datos de detenciones, estadísticas de gastos, peticiones que por alguna causa llegaron a mi altura.

Qué hermoso nido se hizo el anterior capitán.

¿Cuánto tiempo? ¿Cuántos favores y movimientos para que esta perfecta máquina que me libraba de toda acción se pusiera en marcha?

Mi antecesor dejó una hermosa licorera de cristal tallado a la vista, una dota-ción impresionante de puros carísimos. Quise que hubiera dejado algo que pudiera usar.

Sabía que bastaba con cerrar las cortinas para que nadie entrara aquí. Podía echar un sueñecito, jugar solitario con la pc hasta hartarme, colgarme de mi largo cuello y nadie iba a molestar en todo el día.

¿Quién iba a suponer que el paraíso fuera tan aburrido?

¿En qué ocupaba su tiempo el anterior capitán?

Política, tal vez. Reuniones luchando por puestos mejores o actos del clan Swan. O tal vez sólo fumaba, bebía y se dedicaba a ser él.

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Podía dedicarme a ser yo.

Pero yo no soy yo.

No debo olvidarlo. La verdad, no puedo siquiera.

Qué pesadas son las máscaras.

El sillón donde descanso es perfecto para un cisne. Naturalmente debe de haber sido encargado ex profeso.

Mi antecesor no pensaba retirarse.

¿Quién lo piensa a este nivel? ¿Con todo perfectamente organizado para dejarle cada segundo libre para lo que sea que hiciera?

¿Quién iba a pensar que podía morirse?

Bueno, él. Las ventanas estaban blindadas, y había siempre un arma al alcance de la mano y escoltas y cosas así. Pero ningún guardaespaldas del mundo puede detener un miserable virus.

Tanto poder. Tanto nido y planeación y trono perfecto para morirse un día ni siquiera agendado.

Yo soy él. Me dije, porque, en papeles, lo era.

El Capitán Swan de la División de Homicidios.

¿Qué importaba qué Swan específico fuera con tal de que fuera uno?

Había pocos de donde escoger porque ellos, como la mayoría, tuvieron sus bajas durante la epidemia.

Qué bueno que hubiera reservas, ¿verdad?

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Swan auténticos, genéticamente aprobados. Sangre de la Sangre reinante.

Qué bueno que estaba yo que era un Swan.

Pero no lo soy.

Bueno, genéticamente lo soy. Ante ellos lo soy.

Un cisne de la más aristocrática línea.

Bien por mí.

Bastaba con que respirara para servir. Bastaba con ser para que se me diera este nido perfecto. Bastaba con disfrutarlo.

Pero, repito, qué pesadas son las máscaras.

Suspiré, ericé todas y cada una de mis plumas, gire mi negro cuello de lado a lado y emití el graznido largo y seco que no se parece en nada a nuestra estética forma.

Y me sentí mejor. Ese canto feo me hizo sentir en contacto conmigo.

Bien.

Leamos las carpetas «para mi conocimiento»

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12

La bolsa de gas estalló sin previo aviso. Recorrió los túneles y galerías desga-rrando la roca y derrumbando pilares. La estructura misma de la montaña se estremeció.

¿Cómo no se dio cuenta? pensaba la forense a su pesar.

Ella había terminado de asear la casa y se dedicaba a leer. ¿Cómo imaginar que el destino de los suyos se decidiría con un chispazo?

La comida hervía serena, y los lugares estaban dispuestos a que llegaran ellos, sucios de arena y hollín de la mina, llenos de algarabía y risas para convertir la pequeña casa en un instrumento que vibraba al ritmo de sus voces.

Qué segura y serena se sentía ella en esos instantes.

Ellos la habían recogido del bosque oscuro y se creyeron su historia de madras-tras y huidas que eran mejor a la verdad de que a las niñas las dejan en medio del bosque a morir de hambre por razones más baladíes que espejos mágicos y celos reales.

Ella estorbaba en su casa. Era una mancha, una afrenta, o simplemente otra boca que alimentar y era mejor dejarla en mitad de la nada para que alguien más decidiera su destino.

Bueno, ellos decidieron que fueran esas risas y alegría.

El trabajo era duro, mal pagado, la compañía minera Swan explotaba lo más posible a sus empleados y ella no lo supo por años.

Ellos trataron de resguardarla del frío, el miedo, la impotencia como antes la habían resguardado del bosque y el hambre.

35

Amaban su tosca figura, su figura enorme para ellos, sus manos torpes que no se acomodaban a los diminutos instrumentos de la casa.

La colmaban de regalos como piedras bonitas, carbones exóticos, grava con incrustaciones de calcita.

Ella amaba esa belleza enterrada que los suyos sacaban en el trabajo diario.

Vivió un cuento de hadas.

Hasta la explosión.

Fue entonces que despertó.

Ninguna noticia a los parientes apiñados en la entrada. Mentiras a los medios.

La explosión fue enorme. Ningún sobreviviente.

Pero los grupos de rescate decían que algo había abajo, que rítmicos golpes circulaban por los túneles derrumbados.

Dueños y autoridades llegaron a la mina. Decretaron que no hubo ningún sobreviviente.

Cisnes y lobos se negaron a recibir a quienes decían que tal vez, que posible-mente, que era necesario verificarlo.

La explosión había sido muy profunda, los mineros estaban muy abajo. No había manera, nunca la habría, de rescatarlos.

–¿Van a dejarlos ahí? –preguntaban los deudos.

–Nada puede llegar hasta ahí –afirmaron.

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Los rescatistas fueron retirados, las puertas cerradas. La mina quedó con sus muertos y su silencio.

Meses después un hecho parecido en un reino cercano permitió saber que sí era posible un rescate a esa profundidad. Que había equipos y formas. Costosos, eso sí, pero posibles.

La mujer en la casa diminuta donde dormían sus siete pequeños fantasmas miró las noticias con una calma helada, como la nieve.

Fue juntando sus cosas.

Nada haría ahí.

Nada sola con el llanto y el vacío.

Necesitaba moverse. Ser otra.

Ya lo había hecho antes ¿no?

Partir de cero.

Miró a las familias reunida en la televisión, al equipo de rescate que no hubo para sus siete amados padres.

–Cisnes y lobos –se dijo.

Debía recordarlo.

El gas del estallido se reunió poco a poco, se filtró por años.

Dentro. Mina dentro.

Los años pasaron pero el hielo dentro de ella nunca se derritió. Su helada promesa de devolver el golpe.

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Estudió. Trabajó para ellos ¿cómo no iba a hacerlo si lo poseían casi todo?

Aguardó sin saber qué aguardaba.

La chispa.

La forense miró sus papeles, los datos, los archivos y en sus ojos brilló durante un instante el fuego que habría de quemarlo todo.

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13

–Necesito pedirte un favor –dijo el Canciller con la familiaridad de quien sabe que en realidad no debe pedirlo siquiera que todo se le iba a conceder por el sólo hecho de ser él.

Eso es poder.

¿No lo deseé por años? ¿No me decía que la felicidad consistía en ser como él y los suyos?

Bellos, hermosos, lejanos Swan.

Durante mil días me dije que paraíso es estar aquí, ahora.

¿Cómo iba a saber que mis sueños iban a convertirse en realidad?

–Lo que digas.

Lo que sea. No importa el coste. No importa el qué.

Quise que una parte de mí no viera esa sonrisa torcida de la forense que no dejaba escapar ninguna debilidad.

Pero yo soy esto.

Esta debilidad.

Soy un Swan.

–Vamos a colgarte de tu hermoso cuello.

–Ja, ja.

Silencio.

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–¿No es jaja?

El canciller me miró con su rostro oscuro de ojos negros. Nunca había reparado en que no tenían expresión alguna. Aunque el tono fuera amable y comedido, esos ojos seguían ahí, fijos, inescrutables, terriblemente fríos.

–¿Sabes por qué estás aquí?

–Murió mi antecesor en la epidemia.

Me estremecí como lo harían cualquiera que recordara el horror del año pasado.

–Él y muchos Swan más. De tal manera que no hubo quien dirigiera la Secretaría de Agricultura, Bienes Estatales, Recaudación Momentánea y, por supuesto, Homicidios. Recurrimos a los jóvenes Swan aunque no estuvieran preparados, a polluelos que no habían salido del cascarón hace mucho. Fue una suerte que llegaras tú, un Swan de pura cepa para cubrir un puesto impor-tante. Pero eres nuevo y como nuevo eres frágil. Por ello debemos derribarte.

–No entiendo ¿hice algo mal?

–La lentitud intolerable de la investigación sobre la muerte del Lobo Feroz.

–Murió un Lobo? ¿Cómo? Señor... le prometo que en cuanto... yo... mis subordinados... ¿Cuándo murió?

El canciller miró su reloj.

–Hace como 20 minutos.

Me quedé con el pico abierto. No entendía.

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–Pero aún no empieza la investigación de lentitud intolerable –dije, a mi pesar, escapando cada una de las palabras, la forense bien podía haber articu-lado esa frase pero ella la hubiera llenado de filos y sarcasmo.

El Canciller me abrazó.

–Niño, niño, no es un reclamo. Es un movimiento. Cuando alguien tan impor-tante muere se agitan las aguas del reino. Más un Lobo. La manada no querrá verse débil y exigirá sangre. Del culpable o de cordero, da igual. No es que a los Cisnes nos importen los Lobos, pero debemos apoyarlos en asuntos así, ya sabes, así funciona esto. Un poco de esto y un poco de aquello. Y pedirán acciones y arrestos y explicaciones aún antes de que podamos hacer nada, y pedirán cabezas porque pueden hacerlo, para demostrar Fuerza. Y la demos-tración de fuerza debe ser idéntica a lo perdido. Un Lobo menos en el poder exige un cisne menos en un puesto importante. Siempre es necesario que alguien caiga. En este caso tú, querido mío. Pero no es verdad. Te quitare-mos el puesto un rato, estarás en alguna subsección de algo un par de años y cuando un nuevo escándalo salga saldrás y ocuparás otro puesto importante.

–Yo... yo...

¿No más uniforme? ¿No más escenas del crimen? ¿No más forense?

No.

No.

Jamás.

Nunca.

Esto es mío. Este el paraíso.

Ni por un momento.

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Los verdaderos Swan no dejan que les quiten el cargo.

–¿Qué fecha quiere que tenga mi renuncia? –dije, asintiendo con voz tranquila y serena y en cierta forma conciliadora, como si no quisiera ofender al Canciller.

–No sé, en 15, 16 días, primero debemos agitar la prensa y culparte. Ver qué tan altas son las olas y si basta con tu renuncia o caerá alguien más.

–Bien, señor.

–Sabía que podía contar contigo, capitán. Serás recompensado. Tú lo sabes. ¿Qué no haríamos por un Swan?

–¿Cómo murió el lobo?

–En un incendio. En Emergencias alguien lo descubrió y nos llamó. No sabemos más.

–¿Qué hago mientras me piden mi renuncia?

–¿Qué más? Investiga, que se vea que trabajas, muchacho. Nos importa saber quién y cómo. Por qué. Esas cosas. Prepárate. La prensa será implacable hagas lo que hagas. Te llamaremos cuando sea el momento...

–Gracias –dije.

¿Gracias? ¡¿GRACIAS?! pensé cuando el Canciller cerró la puerta detrás de él.

Tenía un sabor metálico en mi boca. Qué amarga es la decepción.

Bonito favor.

¿Qué más podía pasar?

42

Nada peor me dije.

Se abrió la puerta y apareció la forense.

–Necesito un favor –dijo con la familiaridad de quien sabe que en realidad no debe pedirlo siquiera.

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14

Eran tres cerditos con casas diferentes.

Una era de paja. Otra de ladrillo, la tercera un centro industrializado de cría y matanza de cerdos al por mayor.

En una de ellas les daban mazorcas, en otras sobras, en la tercera un alimento producto de mil fábricas alimenticias y, para rellenar, los restos pulverizados de cerdos anteriores. Ni una brizna porcina quedaba fuera del sistema.

Uno de los cerditos enfermó.

La nariz le chorreaba, y los ojos le lloraban y aunque se iba temprano a la cama no se sintió mejor.

Murió un día cualquiera.

Nada más.

Un cerdito menos.

Las casas continuaron ahí.

Paja, Ladrillo, Fábrica.

Y un día un hombre que cuidaba los cerdos enfermó.

Nariz chorreante, ojos llorosos y aunque se iba temprano a la cama no se sintió mejor.

Tosiendo fue al trabajo y tosiendo dio el tradicional saludo de beso en la mejilla a las mujeres y de firme apretón de manos a los hombres.

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Cuando tosía se cubría educadamente la mano con la boca y con esa mano abría puertas y saludaba.

Y su mujer enfermó.

Y sus hijos.

Fueron al centro de salud y les recetaron pastillas paliativas y los mandaron a descansar.

Uno murió en la madrugada.

Demasiado rápido, dijeron los doctores al ver que la familia entera avanzaba hacia el mismo estado.

Las condiciones laborales no eran las mejores y si somos sinceros el servicio médico tampoco. Daba demasiadas vueltas esperando que la enfermedad se curara por sí sola como lo hacen las gripes de 72 horas.

En 62 horas y media alguien más dejó de respirar.

Se aislaron enfermos, se buscaron porqués. Desnutrición, enfermedad, algún elemento extra asociado.

Los cerdos estaban enfermos dijeron.

El hombre que atendía la casa de paja convivía todo el día con sus animales, el hombre de la casa de ladrillo no tenía espacio suficiente para la higiene y el hombre del centro industrializado de cría y matanza de cerdos al por mayor respiraba porcino molido todo el día.

El cerdo me contagió dijo alguien y 62 horas y media después le creyeron.

Un virus que había saltado del animal al hombre.

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Era grave. Y más grave cuando gente que no tenía contacto con cerdos empe-zó a enfermar.

La difusión empezaba.

Los doctores descubrieron que dosis masivas de Porcizorei inyectado podía detener el avance de la enfermedad.

El problema, claro, es que sólo había suficiente Porcizorei como para cien personas en el reino.

Miedo. Pánico.

Alguien fue a un festival de Cisnes y Lobos y les tosió encima.

Al primer Cisne muerto el gobierno se retiró a clínicas suizas y se encerró a piedra y lodo en sus mansiones y oficinas.

Dejaron a cargo a corderos, gatos y cisnes de tercer nivel.

Y ellos hicieron lo adecuado. Cerraron escuelas, prohibieron reuniones, detu-vieron producción.

No salgan. No contagien. No se enfermen.

El reino se detuvo y eso costó un dineral que ningún gobierno hubiera auto-rizado jamás.

Qué bueno que no estaban ahí.

El virus sopló y sopló.

Y quienes tenían el virus murieron a razón del 66.6%.

De cada tres cerditos enfermos sólo uno sobrevivió

46

Quienes podían contagiar por respirar encima dejaron de ser contagiosos porque dejaron de respirar.

Y el reino se salvó.

Los corderos, gatos y cisnes que salvaron al reino los recompensaron con despidos masivos, prisión preventiva y deshonra.

¿Saben cuánto cuesta detener un país?

¿Eh, eh?

Lo que perdieron fábricas, servicios, el autotransporte no se usó un buen tiempo y eso reportó pérdidas estratosféricas.

No podía pasar.

No pasaría de nuevo.

Nunca, nunca más.

Por eso el reino encargó Porcizorei a pasto.

Costó miles, millones, pero todo sea por qué no se paren más las fabricas.

Vacunas por miles. Medicamento suficiente para todos.

Un hombre le ofreció a Cisnes y Lobos un trato perfecto. Un precio increíble. Un plan exacto.

Qué bien se sintieron con el Gato con Botas.

¿Cómo desconfiar de un noble?

Todo un marqués, o conde, o algo así. De Carabás.

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Los doctores dijeron que fue culpa de la deplorable higiene.

Derribaron la casa de paja. Clausuraron la casa de ladrillo. El centro industriali-zado de cría y matanza de cerdos al por mayor siguió funcionando.

Todo estaba bien.

Todo se había solucionado.

Fue un final feliz, excepto para el 66.6% de los cerditos.

Pero las historias no acaban así. Hay adendas.

Historias secundarias.

Entre los restos de la casa de paja, o tal vez en la cerrada casa de ladrillo, o en los pasillos metálicos del centro industrializado de cría y matanza de cerdos al por mayor corrían tres ratones. Tosían. Deberían haber muerto pero no lo hicieron. Los roedores eran portadores asintomáticos. Contagiaban sin morir.

Se sentían mal pero persistían.

Fue entonces cuando un amable flautista los convocó. Cuando entraron en esas cómodas jaulas para descansar. Cuando los transportados a ese castillo de pare-des blancas e higiénicas.

Cuando la malvada, terrible mujer les cortó el rabo sin anestesia. Cuando les extrajeron saliva y sangre y heces a fuerza bruta.

Para matraces, para tubos de ensayo, para centrifugadoras.

Buscando el porqué no morían. Cómo utilizar eso para no morir.

Y los tres ratones ciegos (fue horrible el análisis de los líquidos oculares) se prometieron venganza.

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Bastaba con esperar.

Bastaba con seguir respirando esa flema amarilla.

Bastaba un instante para que alguien se acercara lo suficiente para toserles encima.

Ella caería.

Ella, la del bisturí.

La malvada, terrible mujer que trabajaba torturándolos hasta noche en el laboratorio.

Que dormía a deshoras soñando con nuevos experimentos y análisis.

Como la odiaban.

Los tres ratones ciegos esperaban entrar algún día a los sueños de la bella durmiente y toser, toser, toser.

¿Cómo podrían saber que su sueño se cumpliría? ¿Qué su historia iba a tener un final feliz?

El primero de muchos muchos finales felices.

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15

Si uno lee con cuidado los periódicos del reino encontrará lo mucho que nos duele la muerte de un depredador.

El Lobo Feroz fue un importante miembro de esta comunidad.

Como lo íbamos a extrañar.

De su terrible muerte entre fuego el comentario que lo resume todo fue el de la forense que miro el cadáver negro sobre su mesa de autopsias.

–Crocante.

Los reporteros empezaron a apiñarse en corredores y salas y preguntaban las cosas más inverosímiles. Si conocía esto o aquello, y qué importancia tenían con lo otro y lo demás.

Trataban que yo dijera un comentario político. Me daban alas o cuerda para que yo dijera algo contra alguien, para que deslizara sospechas y dedos acusadores, para que fijara una posición exacta.

Y el Lobo ni siquiera estaba frío aún.

Estamos investigando, dije ante los micrófonos. Establecíamos una línea del tiem-po. Tratábamos de entender si se encontraba en medio del fuego por casualidad o por designio.

Más reporteros entraban en la escena del crimen. Tenían mejores cámaras que nosotros y seguro ya habían documentado hasta el último rincón. Me pregunté si podríamos pedirles una copia de sus fotos.

El saber que hiciera lo que hiciera iba a ser mal visto me permitió una extraña tranquilidad.

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Pude ir a todos los lugares que debía libre del peso de la responsabilidad, dar órdenes precisas y concisas, utilizar los recursos pertinentes con total despreocupación, pedir asesores externos y servicios extras sin preocuparme por el presupuesto del próximo año.

Era increíble lo que un buen contador forense puede hacer.

El Lobo Feroz se dedicaba a los bienes inmuebles. A sus órdenes se levan-taban y derribaban edificios. Bastaba un soplo de él para que un día un rascacielos no estuviera ahí porque resultaba más rentable su terreno como carretera o centro comercial o algo así.

Se diversificó.

Casas, sí, pero con un uso específico. Deportivos y clubs, plazas comerciales y hospitales. Fábricas y lo que hacían.

Le encantaba pavonearse en ellas, con su traje crema, su sombrero de ala ancha, su puro.

Al parecer estaba visitando las instalaciones de un laboratorio cuando murió.

Encontramos 26 víctimas en el humeante edificio, todos esos cuerpos apiña-dos en pasillos.

–Las víctimas de los incendios pocas veces mueren por el fuego –me dijo ella mientras coordinaba el traslado de todos ellos en bolsas negras– el humo los mata.

–¿Segura? Los cuerpos se ven como si se hubieran retorcido de dolor hasta el final.

–La posición del pugilista le llamamos. Así se comporta un cuerpo ante el fuego. No indica nada.

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Con mucha amabilidad me llevó a un sitio lejos de sus preciadas pruebas forenses para que vomitara.

Qué bueno era saber que en mi futuro no había más escenas del crimen, ni perso-nalidades extracrocrantes.

Casi sonriendo me incorporé. No más capitán. Un par de semanas y sería libre de la sangre y los cuerpos.

En la oficina del Lobo con mucha amabilidad nos negaron acceso a todo. Nadie sabía cuáles eran sus citas ni sus horarios, les echaron la culpa a secretarios, a una mítica carpeta que debió arder junto con Feroz.

En su escritorio, sospechosamente limpio y acomodado, una mujer vestida de rojo sonreía desde una fotografía, con dedicatoria.

No más camino largo.

La mujer torturada.

Definitivamente ahorró mucho camino.

Dos muertes violentas no hablaban de casualidad sino de voluntad.

Las cuentas del Lobo Feroz estaban blindadas, nada íbamos a saber por ese lado, las de la mujer eran sumamente sencillas. Dinero cada 15 días desde cuentas per-fectamente rastreables. Nada exorbitante. Todas iban a empresas de Feroz.

No de sus empresas, fuera de nuestro alcance, sino cuentas personales.

Dinero para gustos, nos dijo un ejecutivo.

Una de esas cuentas pagaba las cuentas del laboratorio. Nada exorbitante.

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El laboratorio era dirigido por la doctora De Azul, famosa por sus anuncios sobre remedios contra resfriados y stress:

«Todo el sueño que necesita en una pastilla»

La Bella Durmiente le decían.

No tan bella cuando la encontramos en su oficina derretida dentro del Laboratorio.

Feroz y De Azul tenían una cuenta mancomunada, con la que pagaban la nómina de empleados.

Todos muertos en el incendio.

Menos el encargado de suministros: Edgar E. Pulgarcito.

Tres escenas de crimen violento relacionadas.

Buscamos las cuentas de Pulgarcito.

Una mancomunada con De Azul, y él.

Extremadamente exorbitante.

El tipo vivía en un hoyo infecto y tenía millones a su disposición, cientos de millones.

Un empresario, un laboratorio, y dinero sin explicación.

Una mujer torturada, un técnico ahorcado, un laboratorio crocante.

¿No era una operación lógica sumar 1 + 1?

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Los test del laboratorio nos mostraron rastros de drogas de diseño entre las cenizas.

Miré los papeles reunidos, la investigación paso a paso.

Redacté un informe que decía, entre otras cosas, que un posible ajuste de cuentas entre narcotraficantes era el motivo del fuego.

Se lo mandé al Canciller.

Me recosté en mi asiento (que no iba a ser mío mucho tiempo) y me permití un segundo de orgullo.

¿Qué importaba que los periódicos dijeran que yo era un incompetente y un estúpido?

¿Y cómo saber que, por esa ocasión, estaban completamente en lo cierto?

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16

El Hotel Pensión Spa era atendido por sus propietarios.

Mamá Osa, Papá Oso y osito.

Eran amables y sumamente discretos.

Recibían a huéspedes maduros y a sus jovencísimas acompañantes. En cuar-tos separados, por supuesto.

Y nada decían sobre quién durmió dónde.

Eran buenísimos descubriendo pistas, las sábanas arrugadas les decían qué, cómo, cuántas veces.

Los rastros dejados en la habitación, los muebles movidos, las manchas en lugares inusitados.

Ese largo rizado mechón rubio en la almohada del señor calvo que llegó con su sobrina resplandeciente como una monedita de oro.

Todos ellos iban a la clínica de especialidades que se veían a lo lejos, los blancos edificios y laboratorios entre los árboles del verde bosque.

Los tres osos estaban acostumbrados a responder llamadas en las que infor-maban que el señor tal o cual no podía atender porque estaba en tratamiento, en observación, en consulta.

El que casi nadie fuera no importaba.

Lo importante era el excelente servicio, las bellas habitaciones, la alberca llena de doradas mujeres, la fama de discreto, limpio, cuidadosamente selecto que tenía el hotel.

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No todos podían entrar.

Hacía falta dinero y poder.

La alta, helada, hermosa mujer blanca no hubiera conseguido una habitación si no hubiera venido del brazo del altivo Swan.

Los osos llevaron las maletas a la habitación. Eran frías y eficientes. Nada de fantasía en ellas ni adornos superfluos.

Lo que llevaría alguien para un viaje de trabajo.

Bien, bien.

Esa pareja disimulaba muy bien.

Casi se creyeron que iban a dormir separados. Ella parecía estar muy alejada en su mundo de nieve, pero él la miraba con una ternura mal disimulada.

Salieron a caminar a ese bosque lleno de suaves sombras y discreta vegeta-ción en donde tanto había pasado.

Cada mes los ositos buscaban los rastros entre los árboles y las hierbas aplas-tadas para recoger las prendas olvidadas, la basura arrojada a un lado. Nada rompe más el romanticismo de un bosque de ensueño que un preservativo desechado.

Muchas, muchas horas después regresaron.

La reina del hielo, se dijo el osito, al verla a ella tan lejana. Y el pobre Swan a su lado, bebiendo cada palabra de la mujer, mirándola con sed, como si pudiera acabar la fuente inagotable de su imagen.

Como hacían siempre los osos, informaron al clan Swan.

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El canciller sonrió al saber que la forense y el capitán estaban ahí.

Lo sabía, se dijo. Le preocupaba que el capitán no usara sus privilegios. Que luciera tan malditamente correcto.

Al fin era como los demás.

Pidió las cifras de gastos del capitán. Alzó una delicada ceja. ¿Tanto? ¿Qué demonios le estaba comprando?

Se preguntó porqué la había llevado a un lugar tan elegante. Tal vez de veras le gustara.

La doctora. Se estremeció. Qué gustos, tan fría como sus pacientes. Y con esa piel tan pálida. Una blanca nieve.

En fin que se divirtiera. Allá él.

Los osos sabían que cada uno dormía en su habitación, pero que cada día iban al bosque.

Bueno, él era un cisne. La naturaleza llama.

Luego el Swan se marchó.

La mujer se quedó bajo la atenta observación de Mamá Oso que sospechaba que tal vez ella había engatusado al cisne para buscar clientes ricos en su Spa, por el Papá Oso que no sabía por qué iba ella tanto al bosque durante horas, por el Osito que le agradaba su deslizar de sombra y su mirada leja-na, su bella figura. Su cabellera no era de oro, ni rizada pero ¿qué se le iba a hacer? No había nadie perfecto.

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17

Los datos filtrados a la prensa tenían mi fraseo y ese par de faltas de ortogra-fía que siempre se me olvida corregir.

Salieron directamente del informe que le envié al Canciller.

La tormenta mediática fue increíble. Parecía que acusaba a cada Lobo de ser narcotraficante, que justificaba la muerte por asado rápido de Feroz, que aseguraba tener pruebas que involucraban a otros grandes empresarios y políticos.

El Canciller le echó leña al fuego apareciendo muy digno y prometiendo «investigar hasta las últimas consecuencias»

Famosas palabras clave que en cada ocasión que se pronunciaban significaba que, oficialmente, el asunto iba a avanzar inusualmente lento, de la forma más ineficaz posible y siguiendo las pistas más endebles e improbables ter-minando por detener a algún desconocido intrascendente cuando ya a nadie le importara el asunto.

El tipo de trabajo que, por lo visto, era mi especialidad.

–Pero... pero... pero... ¿no me iban a despedir?

El Canciller se encogió de hombros.

–Mi secretario de Gobernación dice que no debemos retirarte del cargo por-que eres la persona más adecuada para lo que va a venir.

–¿Y le creció la nariz cuando lo dijo?

–Ja, ja. No sé. Por eso me lo dijo por teléfono. Para que no supiera. Tú sabes cómo es él.

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No lo sabía en absoluto, pero el Canciller no se molesta nunca en verificar sus afirmaciones.

–Además, muchacho, hijo mío, necesitas el dinero.

–¿Lo necesito?

–Nunca pensé que te diera por el Ledismo. Pero algo ha de tener. Y con la doctora...

–Yo.... ¿cómo?... es que...

–No digas nada. Cada quién sus gustos. Si te contara... en fin, que las mujeres como ella son costosas. Te ordeno que la despidas...

–Pe- pero...

–Muchacho, acabas de ponerte pálido. Todo un triunfo para alguien de plu-mas negras en el rostro. No digo que rompas con ella. Te digo que no trabaje más contigo. Se ve mal, cuando la prensa se entere conviene que no seas su jefe. Mantenla. Ponle casa o departamento. Que tenga todo el tiempo libre para atenderte.

Me dio un suave, cariñoso, golpe en la barbilla.

–Galán... Leda y el cisne... ¿quién lo fuera a creer?

Se fue riendo.

Oh, dios mío. ¿Cómo iba a afectar eso la investigación, fuera de lo que fuera, que hacía la forense?

Me iban a matar, seguro.

59

Me senté frente a mi escritorio que acababa de convertirse, de nuevo, en una losa sobre mi espalda y me di cuenta de que tenía trabajo atrasado.

Tanto, tanto...

Tenía que ponerle un rostro a los imprecisos malos. Está muy bien decir narcotra-ficantes pero ¿cuáles de tantos que existen allá afuera? ¿Un cártel, una familia, un grupo, un comando, algunos freelance?

Nombres, personas, lugares.

Era extraño que no hubiera más datos. Droga en el laboratorio y el dinero, sí, pero ningún salto importante en la actividad del Lobo Feroz, en sus negocios o protección.

Dejó a la mujer sola en una casa sin guardaespaldas.

Si ella sabía algo por lo que valía la pena torturarla, si tenía el dato preciso que ponía en riesgo la vida misma del Lobo ¿no se encargaría el mismo Feroz de que no fuera un cabo suelto?

Diablos. Me puse de pie. Recorrí, furioso, la oficina.

No quería seguir siendo capitán, jefe y responsable.

Porque si lo era no podía dejar que la forense siguiera allá afuera, haciendo dios sabe qué. La necesitaba aquí para revisar los cuerpos, para establecer horas de muerte, para verla con su sonrisa roja.

Le había dado carta blanca en recursos y dinero simplemente porque me lo pidió, porque me dijo muy seria que era realmente importante, porque rozó una de mis alas con sus manos blancas, no seductoramente sino firme y precisa.

Me tocó para que sintiera la fría determinación en su piel, que no era una broma, que de veras era importante.

60

Una llamada me sacó de esos laberintos.

–Sé quien los mató a todos –dijo una voz terriblemente familiar.

–¿Qué? ¿Cómo? ¿Quién?

Tardé un par de segundos. Esa voz estaba en radio y televisión. El Secretario de Gobernación. El brazo del poder. Mi jefe pero, para el caso, el jefe de casi todo el reino.

–Necesitamos vernos –dijo–, no creería quién es el responsable. Usted y yo a solas. No podemos involucrar a nadie más hasta que nos pongamos de acuerdo.

–¿Me llama a mí? Soy el capitán Swan –dije por si se hubiera equivocado, por si buscara al Canciller en mi despacho.

–Necesito al responsable de Homicidios. En estos momentos es usted. Suya es la responsabilidad –su voz era acero y filo, ni un rastro de la amabilidad mediática. No era Pinocho. Era la voz del poder.

Siempre reacciono igual frente al poder.

–A sus órdenes. ¿Dónde y cuándo?

61

18

–Maldita tortuga –dijo la forense golpeando el volante. Las calles no pasa-ban con la velocidad suficiente. Pero, para el caso, si se hubieran deslizado a la velocidad de la luz seguirían siendo lentas.

A su lado descansaba un buen montón de hojas impresas. Datos y resultados. Análisis y espectrografías. Lo descubierto en biopsias y muestras.

Se estremeció.

En el asiento también se hallaban periódicos. El capitán Swan con esa expre-sión ligeramente aturdida atacado en prensa. Titulares sobre narcotrafican-tes, mujeres torturadas, triunfos de la investigación.

Idiotas.

¿Qué tan estúpido podía ser el capitán?

Suspiro.

Tanto como yo.

Había ido a verlo. A explicarle todo. No podía decírselo por los muy escu-chados teléfonos oficiales. ¿Por qué no se habían comprado un par de celu-lares para comunicación directa? Porque no sabíamos el alcance de esto. El tamaño del crimen.

Yo sí. Si el poder puede dejar siete mineros tierra adentro, asfixiándose lentamente en la oscuridad, ¿Qué no puede hacer? ¿Hasta qué punto puede llegar?

Hasta aquí. Hasta esto.

62

Se enteró que el capitán acababa de irse. Leyó una notita dejada en la mor-gue.

Había muchas. Como ignoraba cuándo iba a regresar ella, el capitán dejaba una cada día.

Casi todas terminaban con un ¿nos vemos después?

Era enternecedor.

¿No había nadie con quién él hablara?

Un post-It al parecer.

Creen que somos parejaJ. Decía el último

Ella sonrió. Claro, ¿qué más iba a hacer un Swan?

El canciller sabe del Spa. Idiota.

La sonrisa de la mujer empezó a helarse. ¿Ya, tan pronto? Bueno, no era problema. Creerían en que la había llevado ahí por motivos de placer y no por el hospital cercano. Por los laboratorios de análisis a su disposición. Por lo que pudiera descubrir de muestras pulmonares de las víctimas del incendio y de Pulgarcito.

Malo si se enteraba alguien más frío. Alguien más listo...

El secretario de gobernación quiere verme. No sé para qué. ¿Nos vemos después?

No, no, no.

¿Qué tan malo podía ser?

63

¿Qué tan lejos pretendían llegar?

Habían matado un Lobo, después de todo.

Fue entonces cuando ella lo dedujo.

Un Lobo muerto exige una reacción.

Si fue el crimen organizado debía responderse con un golpe idéntico en fuerza.

Si fue el poder...

–Maldita tortuga –masculló, golpeando el auto que no avanzó más rápido.

El gobierno en el reino se mantenía gracias a la alianza Lobos-Cisnes. Poder político y poder económico juntos. Equilibrados.

Si el gobierno mató al Lobo tenía que mantener el equilibrio. Tenía que man-tener el balance eliminando a algo equivalente.

Un lobo muerto exigía un cisme muerto.

–Capitán, capitán. Maldito idiota.

¿Por qué esa prisa, ese esfuerzo para impedir lo que sospechaba era una muerte más?

¿Por qué tratar de alcanzar a esa desconocida liebre?

Era un Swan.

Un cisne.

El poder.

64

Pero le constaba que el capitán lo ignoraba todo. No le habría ayudado tanto, no se habría puesto tan al tiro de sospecharlo siquiera.

Era un sacrificio.

Un peón.

Un minero a sacrificar en la explosión que se acercaba.

Otra pequeña pieza, como los suyos. Sus siete muertos.

Allá, a lo lejos, una multitud apiñada junto al río.

Una barrera de contención rota, en el asfalto una larga huella de llantas, un zigzag enloquecido, una multitud que señalaba el sitio donde se había sumergido, como una piedra, el auto oficial.

No importa lo que digan las fábulas y cuentos.

La tortuga nunca llega antes que esa liebre blanca, de ojos rojos, con gua-daña.

65

19

–No soy yo –le dije a la forense que se quedó helada al verme ante su puerta, chorreante aún.

–Yo no soy yo –repetí, increíblemente aliviado de poderlo decir en voz alta.

Ella dudó un segundo y luego me dio un largo abrazo. Qué bien se sentía. La rodee con mis alas. La mire de frente. Increíblemente me atreví a darle un largo, profundo, apasionado beso.

–No soy yo –dije, riendo.

Entré a su casa dando vueltas, saltando de alegría.

Qué bien se sentía estar muerto. De haberlo sabido antes...

Me arranqué la placa (y un par de plumas) del pecho, arrojé bien lejos la gorra odiada, me dije que se había acabado el sueño.

–No estás muerto.

–Lo estoy. Bien profundo allá abajo. Ni un Swan podría haber contenido el aliento el tiempo suficiente para sobrevivir. Se cercioraron de ello. Esperaron reloj en mano apuntando al río por si salía boqueando. Procuraron no golpearme mucho cuando me metieron al auto. Querían que la autopsia determinara que morí ahogado.

–¿Estás bien?

–Estoy muerto. ¿No es increíble? Y cuando lo comprendí me sentí como nunca. No quería estar vivo y lo ignoraba. No quería ser quien era. Que me lo quitaran es lo mejor que me ha pasado.

–¿Estás bien?

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–¿Por qué no tendría que estar bien? Sólo trataron de ahogarme. Oh, Dios. Me iban a matar... –sentí la histeria aletear un instante dentro de mí.

Luego se volvió a imponer la paz. Esa que tienen los que ya nada les compete de este mundo.

–No –dije, al fin–. No me va a dar un ataque de histeria. Me siento demasiado bien. No más esconderse. No más fingir. No más tratar de pensar como un maldito, jodido, muerto Swan.

Me quedé titiritando en medio de su sala.

–¿Tienes vino, champagne? Es hora de brindar, de placeres sibaritas. Necesito, no sabes cuánto, unas migas de pan. El Canciller prefiere la lan-gosta pero no hay nada como las migas de pan.

–¿No prefieres una toalla?

Me quedé mirándola un poco desconcertado ¿qué tenían que ver las toallas con la alta cocina?

No sé qué expresión tendría que me volvió a abrazar.

Bueno, si hay un millón de cosas mejores que la comida. El olor de su pelo. Formaldehido, tal vez.

Qué cálidos sus brazos. Qué paz su piel. Qué sereno, dulce, eterno el beso que repetí.

–No debes preocuparte por la hipotermia –dijo– tu calor corporal está subien-do.

Sonreí en su blanco cuello.

–Te estoy mojando la ropa.

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–Eso puede arreglarse.

¿No es estupenda la muerte?

–¿Sabes quiénes eran?

–Tipos. ¿Qué importan? Me sacaron del despacho del Secretario de Gobernación sin problema alguno. Me dijo que lo sentía mucho, como si no pudiera ver su narizota. No sabes cuánto quise rompérsela y usar el maldito sobrante para enterrárselo en el culo.

–Bajas el tono de voz y te sonrojas cuando dices culo.

–Así de rudo soy.

–Oh, cap... un momento, ya no eres capitán. ¿Cómo te digo ahora?

–Duke. Es mi nombre, doctora.

–Dime Blanca.

Cerré los ojos. Al parecer el shock me estaba alcanzando al fin. Empecé a titiritar.

–Te amo –dije.

Qué diablos, estaba muerto, es el tipo de cosas que uno puede hacer justo cuando todo se ha roto y no queda nada a qué temer porque lo peor ha pasado ya.

–Idiota –dijo con toda la ternura posible.

No esperaba un «yo también».

¿Cuántos milagros puede tener uno en su vida?

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Respiraba y eso era suficiente, por el momento.

–¿Quieres que te diga cómo romper una nariz? –dijo ella con su sonrisa roja.

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El Secretario de Gobernación no necesita parpadear. En sí sólo cierra los ojos cuando se acuesta gracias a un simple mecanismo puesto por Geppetto a quien le gustaba pensar que sus marionetas soñaban.

Pinocho nunca pudo decirle que sólo se enfrentaban al insomnio en la oscu-ridad.

La gente duerme para que sus cansados músculos se recuperen. Cuando eres de madera el cuerpo no entiende el porqué ha de descansar.

Pero Geppetto creía en cosas simples. En que bastaba decir «buenas noches» para que lo fueran, que los niños dormían en paz después de leerles un cuento.

¿Sabes, papá, por qué nadie cree ya en cuentos de hadas?, se pregunta la marioneta viendo su cuerpo desnudo en el espejo. Los detalles precisos de rostro y manos y el tallado apenas suficiente para darle forma en donde irá la ropa, líneas toscas sin órganos sexuales porque los niños buenos no tienen pene.

¿Eh, sabes?

Él no suda, su piel no huele a nada más que madera.

Con cuidado se pone el caro barniz, la capa delgada de abrillantador de madera.

No puede imaginar que esa ha sido la pista precisa que siguió la forense para llevarlo a él. Cuando entró a la casa de Pulgarcito y lo encontró colgado no pudo resistir la tentación de tomar la cuerda y alzar el pequeño cuerpo hasta sus ojos. Quería cerciorarse que el maldito no respiraba.

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Bien. Estaba muerto. Era lo mejor para todos. Tal vez lo sabía. Tal vez la soga en el cuello no fue el acto de un cobarde huyendo de sus acciones sino la del héroe que se sacrifica para que todos sobrevivan.

Pinocho quiere creer en los cuentos infantiles.

Aprieta la soga con fuerza dejando rastro de sus aceites y barnices y desea estrujar el minúsculo cuerpo hasta destrozarlo porque no puede hacerlo. No hay hadas azules, no hay finales felices.

La Bella durmiente, por ejemplo, no debió morir tosiendo aún en sueños, des-garrando sus pulmones sin despertar, víctima de la gripe de los tres cerditos.

¿Por qué habría de morir si estaba llena de Porcizorei inyectado? ¿Si tenía los cubre bocas especiales que les suministró el Márquez de Carabás? ¿Los carísimos filtros médicos en su laboratorio donde estudiaba a sus ratones blancos, ciegos y enfermos?

Pinocho se viste con cuidado, la sobria ropa burocrática. No más pantalones cortos, no más ropa de niño.

Dejó de ser niño en cuanto encargó la primera muerte, el día que sopesó que era mejor para el reino y la respuesta era un cuerpo roto y sangre derra-mada.

No era el primero que llegaba a esa disección. Que sus fines bien valen unas cuantas muertes.

El problema, claro, es cuando las muertes le concernían a él.

Siete millones de vacunas de Porcizorei se habían distribuido por todo el reino, se hicieron campañas para que los niños y ancianos tuvieran sus dosis a pesar de las extrañas reacciones secundarias.

Lobos firmes y precisos desecharon las dudas.

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Las desecharon gracias a discretos sobres de dinero, a ese tráfico de influencias que hacía que basura fuera comprada a precio de oro, que los peores con mejores contactos construyeras carreteras y edificios.

Es lo que se hacía siempre, ¿no? ¿Qué había de nuevo en ello?

El Secretario de Gobernación salió de su cuarto a las 7.20 en punto. Su secretario se frotaba las patas de impaciencia, cri-cri. Pinocho hubiera preferido que se comiera las uñas, que se tronara los nudillos, cualquier cosa pero no dijo nada. Tomó el por-tafolio y pensó, fría y serenamente, en dejarlo caer sobre el molesto grillo.

Qué calma, que paz saber que bastaba un gesto para terminar con él.

Es lo que no entienden los cuentos de hadas, papá, que hay matices en cada acción y el mal nos puede hacer buenos.

Yo soy bueno, se dijo Pinocho y su nariz se mantuvo inmóvil.

Lo sabía.

Blanca Nieves miraba su reloj. Debía sincronizarse todo perfectamente. Las pruebas estaban en el correo ya, hacia periódicos y estaciones de Tv.

Las pruebas de que los pulmones del ahogado Pulgarcito habían estado gestando el virus de los Tres cerditos, que los cuerpos carbonizados del laboratorio donde murió el Lobo estaban todos en la etapa de incubación. Un par de días y todos habrían sido portadores infecciosos.

Duke se tiñó con cuidado cada pluma porque estaba muerto y enterrado y había asistido a su propio funeral y escuchado las palabras de duelo y dolor de todos. El Canciller logró una lagrimita rodando por su rostro.

Qué bueno era yo, se dijo, a su pesar, conmovido.

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Luego se fue a filmar la fábrica de Porcizorei, los anaqueles vacíos, las teje-doras de filtros médicos trabajando en el vacío, tejiendo una gruesa nada.

Esas fábricas pertenecieron al Lobo Feroz y a su buen amigo el Marqués de Carabás.

¿Qué ofrecieron, qué dijeron, qué movieron para lograr las aprobaciones necesarias, los recursos exclusivos, que el mismo Rey se pusiera, frente al reino entero, un maldito tapabocas relleno de nada y declarara que el reino estaba listo para cualquier otra emergencia sanitaria?

Rumpelstiltskin decían las máquinas. Era un buen nombre. Hilaban nada y sacaban oro.

Más que oro.

Pinocho le había disparado personalmente al maldito Marqués de Carabás. Siete veces, porque con los gatos hay que tomar ese tipo de precauciones.

Que limpio, qué justo se sintió en ese instante.

¿Qué importaba su cuerpo liso si tenía el placer del poder?

El hombre de madera sonrió. La maquillista se habría enamorado de esa sonrisa.

No podían engañarnos, se dijo.

No podían dejar pasar esa afrenta.

Y no podían descubrirla.

No, porque el reino entero se sentía a salvo, porque soportaban al Secretario de Gobernación mentirles despreocupadamente pensando que tenían algún

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tipo de control sobre las cosas. Si mentían eran por algo cuidadosamente planeado.

El Rey se sintió a salvo y fue a saludar enfermos a hospitales, los nobles, los Swan y los Lobos recibieron primero su inyección de Porcizorei y se colocaron los filtros sintiéndose privilegiados.

Maldito Lobo.

No se caga donde se come, se dijo el educado Secretario de Gobernación tras-pasando las puertas del estudio de grabación.

La Bella Durmiente entendió de inmediato que algo iba mal. Había síntomas preocupantes a pesar de todos los protocolos de protección. Acudió a las clíni-cas del Rey de inmediato. Los doctores descubrieron que estaba enferma, que nada se podía hacer ya.

Ella misma recomendó el aislamiento, la desinfección por fuego.

Los suyos estaban infectados también. Técnicos y científicos.

Pinocho le aseguró (por teléfono) que se iban a encargar de ellos.

Oh, sí.

El primero fue Pulgarcito. Encargado de suministrar a laboratorios Porcizorei y filtros, tapabocas, material que no dejaba pasar el virus.

El que se enteró, muy tarde, que la Bella Durmiente tenía tres ratones ciegos llenos de virus vivo.

El primero que supo.

Se quedó en su casa muerto de miedo esperando.

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Después de todo sólo había estado un par de horas ahí. Llamó al gato con botas, llamó al Lobo Feroz.

Pinocho consiguió los registros de llamadas y como Blanca Nieves se pre-guntó por qué un técnico de tercera de suministros tenía el número de gente tan importante.

Descubrieron que Pulgarcito era muy amigo de un gato callejero que acos-tumbraba embaucar a quien fuera. Un gato que descubrió cómo hacerlos ricos.

El Lobo Feroz fue un socio más.

Y Pulgarcito, el maldito cobarde, se ahorcó en el momento mismo que se sintió enfermo.

Todos sabían qué pasaba con las víctimas de la gripe de los Tres Cerditos.

¿Cómo pudieron jugar con ello?

Con qué furia, con qué frío desprecio y asco el Secretario de Gobernación y la Forense en jefe se dieron cuenta que el reino entero había comprado algo que no era real.

Que lo habían puesto entre ellos y el horror para estar a salvo.

Debemos denunciarlo, pensó la mujer.

Debemos ocultarlo, se dijo el hombre en el poder.

Las cámaras se encendieron.

La forense jamás sospechó lo que iba a descubrir cuando siguió los análisis de Pulgarcito. No era más que curiosidad. ¿Por qué no había una silla o algo paras subir al cadalso?

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Pinocho la retiró. Porque pensó en cubrirlo todo. Y nada como un cadáver para hacerlo.

El Lobo debía morir. Demasiado importante para ser castigado, demasiado orgulloso para callarse todo si lo descubrían.

Pobre maldito idiota lobo.

Murió para mantener el silencio. El secreto. No debía saberlo el reino ni los nobles. El mismo poder debía ignorarlo.

Estamos seguros. Estamos en control. No compramos el maldito traje del emperador. No somos tan estúpidos para no ver lo que nunca estuvo ahí.

Pero una muerte mayor debía justificarse. Un laboratorio en llamas.

Debía parecer algo más.

Por eso murió la amante. Para que pareciera otra cosa. Para que alguien uniera los puntos que habían dejado. El polvo de drogas dispuesto sobre los cuerpos crocantes. Para que se dijeran que la muerte del Lobo era sospechosa.

Cubrir un crimen con otro crimen.

La forense no tenía más que el cuerpo de Pulgarcito. Su garganta rota y sus pulmones enfermos.

Como todos los doctores del reino, había visto las suficientes muestras del daño del virus.

Pero en las primeras fases de la enfermedad no era tan claro.

Necesitó tiempo y recursos y cultivos. Pero lo identificó.

¿Cómo se había infectado el técnico de laboratorio?

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En un laboratorio, por supuesto. Y buscando los lugares donde trabajó se encontró con uno en llamas.

Consiguió muestras, pidió favores, consiguió que el capitán Swan le permitiera ir a cultivarlos a un precio ridículo.

Ella sabía que el capitán accedería porque ocultaba algo. Algo que lo hacía ser y no ser un Swan.

Ya lo averiguaría luego.

Cuando los resultados fueron positivos empezó a rodar todo.

¿Por qué se iba a infectar un laboratorio como el de la Bella Durmiente que, como todos los lugares privilegiados, tenía la protección adecuada?

Porque, naturalmente, no la tenía.

Un salto intuitivo y se pusieron analizar la Porcizorei. El principio activo era el necesario para acabar con el virus de los Tres cerditos.

Pero la vacuna ofrecida por el reino no tenía ningún principio activo.

Médicos, doctores, la forense se quedaron de piedra. ¿Qué se inyectaron? ¿Qué demonios había distribuido el reino entero?

La alerta médica fue dada.

Nada podía detener la ola.

Los resultados listos. Las pruebas impresas.

La marioneta a punto de ser expuesta.

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–El rey está desnudo –iba a gritar la mujer. Tenía en sus manos todas las pruebas de que habían comprado un traje de fina nada, de que la protección jamás existió.

Con qué ira divina iba a mostrar su carta de triunfo, con qué justicia iba a regresar un viejo golpe a Cisnes, Lobos y reino.

El Secretario de Gobernación podía decirle que la justicia no existe. No en este mundo donde no hay buenos y malos claros, en que los buenos asesinan y los héroes se ahorcan.

Pinocho podía haberle dicho que hacía mal en confiar en cuentos de hadas: como el bien triunfante, la virtud reconocida, el justo castigo contra los ase-sinos.

–¡El rey está desnudo!

Lo ha estado siempre y ese es el secreto.

La mujer se puso de pie a mitad de la conferencia de prensa.

Los flashes, la cámara enfocando a la forense en jefe del reino, a los papeles que agitaba en la mano.

–Yo –declararía el Secretario sin que creciera un centímetro la nariz– jamás les mentiría en este asunto.

Lo cual era rigurosamente verdad. No iba a mentirles. Iba a ocultarlo todo.

–Debo decirles que la Porcizorei es perfectamente funcional, y cualquier dato con-trario es un caso único e irrepetible.

Claro que debía decirlo. Esa era la verdad: Debía decirlo o el asunto entero se desmoronaría. Y por ello la nariz continuaba pequeña.

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–Nadie me informó de estos asuntos.

Él los creaba, por ello nunca nadie le dijo nada.

La nariz era una muestra de sinceridad. De rectitud. Por ello había mentido en lo nimio, en lo intrascendente, en lo que se podía controlare. Para garantizar que en el momento que mintiera con la verdad todos le creyeran.

¿Sabes, papá, por qué nadie cree ya en los cuentos de hadas?

Porque nunca hay un final feliz, nadie entiende las moralejas, el mundo siempre es más oscuro que la más oscura de las historias.

Porque no hay manera de cerrar el libro, acabar la anécdota e irnos a dormir a salvo de la realidad.

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Déjenme contarles un cuento.

De niños, claro, de hadas. De esos que nadie cuenta porque nadie cree sin saber que creer no es lo importante sino sentir que pueden ser.

Que es posible, improbable, posiblemente imposible pero tal vez, tal vez, pueda existir algún final feliz.

Érase que se era alguien que deseaba, más que nada en el mundo, ser un Swan.

No le importaba el poder o la riqueza sino lo bello, hermoso, limpio que se veía el clan.

Porque era todo lo que él no era. Lo que no tendría. Lo que ya siquiera aspi-raba.

Eran la magia y el misterio.

Lo que daría por ello. Su alma, por ejemplo, pero ¿para qué la querían los bellos Swan?

Sólo sueños.

Sueños de pato feo, que se dedicaba a pescar peces del fondo del río, ridícu-lamente boca abajo. Buscando en el cieno y el limo un pescadito mientras sus patas danzaban tontamente allá arriba.

¿Qué más lejos de la dignidad que eso?

Pero sucedió que el pato era feo por contexto. Para los patos nada más extra-ño que ese cuello largo, ese rostro negro, esas plumas que fueron encanecien-do prematuramente, siempre sucias.

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Pero no eran canas. Eran el blanco puro del Swan. Era el rostro adusto y digno del Cisne. Era el cuello altivo del poder.

Pobre pato feo.

Hasta el virus. Hasta las muertes sucesivas de los Swan. Hasta las fotos de Swan caídos.

Se parecen a mí, se dijo el patito.

Demasiado.

Fue entonces el verse de nuevo ya no como un monstruo, y el espejo le mos-tró qué era.

Y se bañó cuidadosamente, y preparó una larga historia de estudios en el extranjero, y se presentó ante los Swan que lo recibieron con las alas abiertas, con puestos burocráticos de lujo y deberes de clan.

Y él fue cisne.

Final feliz.

Pero abajo, en el fondo, en lo que él era: era un pato.

Siempre un pato. Y como pato vio los entretelones, y los entresijos, vio al Canciller y a los Lobos, vio lo que era reinar y los precios del poder.

Vio y vio y vio y no hizo nada ante ello porque creía que continuaba que-riendo ser un Swan.

Pero no lo era.

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Cómo amó a quien no era también. A quien estaba más allá del juego de los poderes. A esa princesa blanca y fría que deseaba derribar a los cisnes y a los lobos.

Cómo amó a quien creía aún en los cuentos de hadas y en los finales felices.

Con qué cuidado y meticulosidad se enredó el invisible traje del rey. ¿Existía o no? El Porcizorei entró a debate, a afirmaciones y negaciones, se acusó a los acusadores, se señaló de terroristas a quien trataba de salvarlos a todos, cayeron cabezas secundarias y algunos Swan de segundo o tercer orden, se negó lo evidente y se presentó como prueba lo increíble.

Y el traje fue una cuerda cuidadosamente puesta en el cuello de quienes lo señalaron.

El Rey desnudo seguía siendo un rey.

Con lacayos dispuestos a jurar que la tela era hermosa y la protección sani-taria del reino perfecta.

Qué triste, que terrible, qué oscuro el fin del niño que gritó la verdad.

Qué bueno que existen patos feos que supieron la organización Swan desde dentro.

Qué bueno que guardó llaves y sellos, que sabía en qué punto de transición era más fácil perder un prisionero, porque temió siempre ser descubierto como un mísero pato entre cisnes y buscó siempre un modo de escapar.

Ser pato ayudaba.

Buenos pulmones por tantos años pescando peces bajo limo y lodo que lo sal-varon de un asesinato al durar más que lo frágiles y cuidados pulmones Swan.

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Con qué gusto se pinto las plumas blancas, se destiñó el patrón de plumas Swan, se presentó como pato y como escolta.

–Doctora –dijo a la prisionera a la cual empujó rudamente como los guardias hacen cuando trasladan a criminales.

–Doctora –dijo con esa voz más suave al subir al auto gris reservado a quie-nes desaparecen.

Bueno, ella iba a desaparecer.

–Blanca –dijo, dije, digo en el momento mismo en que emprendemos el blan-co, hermoso, cálido vuelo hacia el sur.