kato

37
KATO RAÚL RANGEL FRÍAS

Upload: nohemi-zavala

Post on 08-Aug-2015

128 views

Category:

Documents


0 download

TRANSCRIPT

Page 1: Kato

KATO RAÚL RANGEL

FRÍAS

Page 2: Kato
Page 3: Kato

KATO

Page 4: Kato

CUADERNOS DEL UNICORNIO / 4

RAÚL RANGEL FRÍAS

KATO

FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRASSECRETARIA DE SERVICIOS A LA COMUNIDAD

Y OTROS RELATOS

Jesús Ancer RodríguezRector

Rogelio G. Garza RiveraSecretario General

Rogelio Villarreal ElizondoSecretario de Extensión y Cultura

Celso José Garza AcuñaDirector de Publicaciones

Primera edición, 2013© Universidad Autónoma de Nuevo León

© Raúl Rangel Frías

Impreso en Monterrey, MéxicoPrinted in Monterrey, Mexico

Reservados todos los derechos conforme a la ley. Prohibida la reproducción total y parcial de este texto

sin previa autorización por escrito del editor.

DirecciónPadre Mier No. 909 poniente, esquina con Vallarta Centro, Monterrey, Nuevo León, México, C.P. 64000 Teléfono(5281) 8329-4111 / Fax: (5281) 8329-4095 [email protected]ágina webwww.uanl.mx/publicaciones

Page 5: Kato

NOTICIAEsta edición de Kato y otro relatos de Raúl Rangel Frías se publica en ocasión, en este 2013, del centenario del natalicio del notable nuevoleonés, abogado, escritor, Rector de nuestra institución y Gobernador de nuestra entidad. Asimismo, en el marco del 80 aniversario de la fundación de la Universidad Autónoma de Nuevo León, como una contribución al conocimiento de la vida y obra de este distinguido universitario. Esta edición se ha elaborado especialmente, además, para distribuirse gratuitamente durante esta anualidad, conmemorativa de los 100 años de Rangel Frías, y particularmente en la Feria del Libro UANLeer 2013, del 11 al 15 de marzo en la Explanada de la Torre de Rectoría.

Page 6: Kato

Mientras el universitario y orador, político y promotor cultural Raúl Rangel Frías ha disfrutado del reconocimiento de, podría decirse, todos los nuevoleoneses, el escritor del mismo nombre estuvo acariciando las sedas de la creación solitaria y de la igno-rancia colectiva que permite tocar y retocar las palabras hasta volverlas genuino y vivo espíritu humano. Eso sucedió mientras el vértigo de la vida social atrajo las mayores energías de este sin-gular político-pensador. Pero es a partir del cese de sus grandes responsabilidades públicas (la rectoría universitaria y la guber-natura del estado) cuando el escritor lírico de honda y constante reflexión filosófica puede dirigir sus pasos hacia la mesa de traba-jo cubierta de hojas blancas. Ahora sí que va a poder estarse allí largamente, deshojándolas… De la morosidad favorecida por la vida, de su escritura creadora antes postergada, surgirá El Reyno, un libro de relatos, y con él un autor que va decantándose poco a poco hasta lograr la esencialidad propia del narrador de fina clase.

Con Kato, publicado en 1981, Rangel Frías acuña su moneda de más alto precio. Se trata de un texto que guarda con su creador un paralelismo similar al que encontramos entre Alfonso Reyes e Ifigenia cruel: ambos conjuran a sus demonios personales y co-

EL ESCRITOR RANGEL FRÍAS

Page 7: Kato

R A Ú L R A N G E L F R Í A S

lectivos desde los interiores mentales de un templo griego o una pagoda oriental. Y es el exorcismo de Rangel Frías fulmíneo en cuanto modela su materia verbal adecuándola a valores que pu-dieran juzgarse antropológicos o históricos, y al mismo tiempo muy personales, muy imaginativos. “Kato” es el elogio del erotis-mo, la afirmación de la vida expuesta a través de la muerte como ofrenda de amor. Los extremos se tocan. Y en el arte literario de este autor sus complacidas imágenes visuales y táctiles dominan, o viceversa, una sintaxis que habitualmente pasa por alto la lla-neza.

En “Los verdines” y en “Ana María”, escritos hace casi diez años, encontramos fragmentos de esa vida citadina que tanto atrae la sensibilidad siempre escudriñadora de Rangel Frías. Aparece aquí de nuevo su mundo entrañable: mexicano, norteño, reinero. El que ha recreado también en otros géneros: en Cosas nuestras o en Gerónimo Treviño.

“Un rostro” es un texto ajeno a los anteriores. Más estático, par-ticipa de una inquietud que pareciendo muy contemporánea no es sino muy antigua. Por eso es nuestra desde siempre la incredu-lidad y también consuelo, su inseparable hermana.

MIGUEL COVARRUBIAS

Kant. 9-III-1988.

Page 8: Kato

KATO

Page 9: Kato

Cuando María llegó al huerto para consumar su unión con el hombre que la había tomado por esposa, estaba preparada para todo, sumisa y resuelta. Sólo sucedería lo que debía ocurrir. Guar-daba eso sí una débil llama vacilante de su pudor en su corazón habituado a la timidez. El temor no desaparecía por completo de su interior; era menuda y además un débil vaso de carne que siempre aguardó que le señalasen su lugar, donde ella permanecía quieta, activamente abnegada.

No se molestó cuando los señores y protectores amos suyos, con los que ha vivido entre la servidumbre de la casa en que nació, has-ta ahora que ya tiene edad para ello, la dieron por esposa a Kato, un desconocido, aunque luego se acreditó por la seriedad de su carácter y el vigor todavía juvenil, un jardinero excelente al que se tenía confiado el cultivo de un huerto en aldea lejana junto al mar.

Kato había venido ocasionalmente a la gran ciudad; japonés como los señores, a donde se presentó para tratar con un repre-sentante del país de origen sus documentos migratorios. La servi-dumbre de la casa era una familia, para ella, ya que la cuidó desde que su madre se las dejó al morir. Al nacer le había dado el bello nombre de María.

Page 10: Kato

19

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

Después de arreglar su negocio hizo él por darse a conocer entre los sirvientes, que eran de su propio pueblo; y fue cuando logró verla por primera vez, entre fugitiva y escurridiza al fondo del jardín. Regresó varias veces, entre tanto hizo compras en los comercios de sus nacionales, una pequeña caja de laca, la figura en bronce de un Buda joven y un libro de poemas. Luego concertó matrimonio con María, mediante solicitud en toda forma a los señores.

En la parte posterior de la finca descuidadamente colocado en-tre arbustos y macizos de flores orientales, una especie de pabellón de invernadero, fue el lugar de la ceremonia. Ante un pequeño altar de los antepasados, previas las abluciones y purificaciones de ritual, ambos, apoyados en los talones de los pies descalzos invo-caron a los espíritus benévolos. Habían depositado sus ofrendas y luego se entregaron a su meditación. Ella trajo a su memoria un relato de su infancia en que la deposada simplemente decía: “Yo soy tu mujer” y él respondía: “Es verdad”. Bebieron té y licor de arroz con los amigos y familiares, comieron cosas más de las que hacen en fiestas.

Luego partieron con gran sentimiento de los viejos, que despi-dieron a ambos con saludos y reverencias como encarnaciones del espíritu viviente. Ella llevaba al sitio de su futura residencia unos cuantos recuerdos y entre ellos un medallón que era de su madre. Después de travesía que hicieron por tren y en coche finalmente, llegaron a su destino que era el huerto.

Kato la condujo hasta el fondo del jardín de la casita de madera que le servía de residencia. Una sala pequeña por habitación con un portal al frente y algo para cocina de un lado. Se retiró ense-

guida a cumplir sus deberes y dar cuenta al administrador de su regreso.

Ella no se movió toda la tarde del sitio donde la había dejado, esperó al oscurecer y también ya entrada la noche. Lo sintió llegar a las puertas, preparar algo y tomar un plato ligero de arroz; per-maneció largo rato en silencio, lo que ella en el interior. Él quedó afuera, en el portal, sobre un petatillo y protegido a medias por una sombrilla hecha con tela contra mosquitos. La oscuridad se hinchó de calor y de insectos y en los plantíos reventaba el aro-ma; los frutos y los huevecillos del huerto. Ella se quedó despierta toda la noche, pero no apareció el esposo.

Pasaron muchos días como el primero, en igual trance de inútil espera, aunque la amistad crecía silenciosa entre ambos. Él se en-tregaba a sus faenas, como si ella no existiese; y sin embargo nada le faltaba de lo necesario. El arroz que sabía cocinar, la sopa de verduras y algo de pescado. Hacer pan y preparar el té. Y pronto incorporó la vainilla a sus aromas favoritos.

La costumbre dulcificó aquella vida íntima, silenciosa y de lenta penetración de ambos. Poco hablaban; mientras él se entregaba a los cultivos de hortalizas, ella cuidaba de las cosas domésticas, la limpieza, la comida, la ropa.

Andando el tiempo, fue por los senderos a barrer las hojas, levantar una rama caída, detenerse en las flores que los insectos vienen a fecundar. De sus lascivos movimientos la estremecen sus danzas; en tanto que los gritos y los cantos de los pájaros hacen orquesta allá más lejos.

Page 11: Kato

21

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

Un día domingo —precisamente el descanso semanal— Kato se quedó en el portal en actitud de meditación por largas horas, desde el mediodía hasta el atardecer.

Cuando menos lo esperaba, vino por ella al interior de la casa, la tomó en sus brazos y la llevó por un sendero oculto, conocido solo por él, hasta la playa del río; y luego que estuvieron en un lecho de hojas bien fresco y hondo de sombras la hizo suya, abajo de copudos árboles, con suavidad y ternura, que no sintió daño alguno.

Fue como un amor ya conocido de siempre, en un tiempo muy lejano y familiar; concedido desde antes en la suave penetración de días y días, con posesión de cierre y complemento o, tal vez, fe-cundación de flor por el enorme insecto que viene a sus labios y la toma sin oprimir ni desgarrarla. Donación del abejorro al tulipo color de sangre.

Pasaron juntos la noche sin hablarse y al día siguiente reanuda-ron sus quehaceres en la forma habitual. Ella nada cambió a los ojos de otros, no así para Kato. Las caderas y los senos le crecieron un poco; reía de vez en vez. Fue cuando se inició en el misterio de los seres vegetales, descubrió el grado de simpatía que la liga a los animales y otro de temor a los hombres.

Se entendía bien con Kato y eran felices sin decirlo. Compra-ron una yegua que los llevaba al pueblo los domingos. Comer-ciaban sus legumbres y sostenían animadas conversaciones con los indígenas. No tenían hijos pero un día les nació un potrillo de aquella jaca que fue alcanzada por el potro de la finca grande, a hurtadillas de mozos y caporales. Le llamaron Payaso, por su genio inquieto y fachendoso. Era muy noble y afecto con su ama.

Ella volvió a barrer las hojas de los senderos, cosa que la llenaba de placer. Y seguía de cerca además las evoluciones de los brillan-tes y sensuales insectos. Se dedicó a cuidar algunas especies del jardín botánico, que procuraba con esmero y exotismo, en medio de aquella naturaleza lujuriosa de suyo, florecida y aromática.

Sus manos pequeñas y hábiles aprendieron a hacer lo que los animalillos alados cumplen con suave diligencia, darle el toque delicado y preciso con las yemas de los dedos que hacen penetrar el polen en el vaso de la fecundación.

Esta misma ejecución de manos y yemas a una distancia de ca-ricia y roce suavísimo, la practicaban los indígenas en los plantíos de vainilla. Bajo la copa de arbustos llamados “cojón de gato”. Van y vienen los dedos ágiles, certeros, de una en otra flor como trompa de los moscos, pasando el mensaje de los sexos a las flores prendidas de los bejucos.

Estas delicadas y viciosas plantas producen una vaina, corola y cetro de un parásito vegetal sostenidas en un puñado de tierra, colgado y vacilante entre los sueños de la vegetación, la humedad y las sombras, de perfume repugnante por su densidad de noche y de sustancia germinativa: son familiares de las otras orquídeas que se mecen en los trópicos, flores del sexo, amarillas, nácar, vio-láceas.

La vainilla acarrea la embriaguez a las membranas de la nariz, no sólo por su aroma sino por la sacudida y estremecimiento de los finos extremos pilosos de la cavidad humana y sensible. Indu-ce al sueño morboso y cálido, en que los pantanos adormecen y seducen a las criaturas de piel húmeda.

Acudió a ver el minucioso laboreo que lleva a madurar y rendir

Page 12: Kato

23

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

los finos aromas de su aceite. Las vainas delgadas y largas puestas a la resolana para su oscurecimiento y secado. Envueltas y suda-das para hacerlas fermentar y luego volverlas al sol, hasta que to-man su color y la aromática fragancia que las distingue; recoger-las en mazos selectos y colocarlas en recipientes como vasos de ofrendas. La vainilla guarda su perfume y lo expande al simple contacto del aire, en caricia apremiante y tensa.

Kato la dejaba hacer sus veces en el jardín exótico, mientras él cultivaba hortalizas o iba al pueblo en la yegua, por comestibles, granos o cosas de la labranza; y llevaba también flores o verduras a los mercados de la plaza.

Los domingos por la tarde se reunían ambos a leer los poemas del libro que trajeron de la ciudad; y en ocasiones se complacían con revistas que llegaban de vez en vez. Todo ello después de ir por la mañana los dos juntos a realizar sus ventas en el mercado público.

Fue allí donde vio a los hombres y a las mujeres de aquella re-gión. Algunos procedían de más lejos, aunque eran de los mis-mos, allá donde se hacían danzas de sus antepasados, a los dioses de la vegetación, a los espíritus del agua y a la luz del cielo. María se identificaba fácilmente con ellos y las pláticas eran como sus sueños.

Coincidían pláticas y sueños en su amor por Kato, por los pája-ros y las flores y el río. Los seres vivos, los animales y los hombres, todos están hechos de lo mismo, arriba los cielos y acá la tierra. También, el maíz, el rayo y la lluvia que engendra Tláloc.

Unas criaturas se sirven de otras y lo hacen como su ley lo man-da y luego ríen; las caritas sonrientes de los diosecillos del bosque

propician las cosechas y son amigos del hombre; sólo que tam-bién hay señores que tienen cólera y castigan con el fuego devora-dor. Son dioses el Sol y la Estrella de la noche y la tormenta y todo es lo mismo, el principio, el medio y el fin; lo que hace daño a la mujer, el licor que emborracha o la muerte; nada es siempre y lo que hacemos hay vuelve mañana en otro ser o criatura.

¿No es ella otra vez su madre o su abuela? Querer los hijos a sus padres, la mujer al marido, honrara los antepasados; vivir en paz con los espíritus que son buenos y ayudan al hombre, sabiduría de lo que se somete a la ley; el orden de la familia, honra y reveren-cia de los antepasados. Nada es mejor, sólo lo más sabio, a lo que podemos unirnos por el amor.

Fórmulas sencillas en que condensa su propia vida y creencias. Hubiera seguido con paz y bienestar de aquellos seres humanos, a no ser por la pequeña sombra de perplejidad que un día la hirió y ya no la abandonó en lo sucesivo, perturbando sus antiguas no-ches apacibles de sueños bajo la arcaica y lejana sombra de Tajín.

Sucedió que Kato le contó un día la historia de su vida. Había nacido en una pequeña aldea del Japón, llamada Susuka, cerca de la gran ciudad de Osaka. La miseria de su familia lo empujó a bus-car empleo; y salido de su pueblo conoció a un rico comerciante que traficaba con mercancías de países lejanos. Se embarcó y viajó por diversas partes del mundo, hasta que hastiado de esta vida y habiendo arribado a costas mexicanas, tras de múltiples penali-dades, vino a la orilla del mar donde desemboca el gran río de los mangos, los hules y las vainillas, a la ribera en que está fincado el huerto San Miguel de Tecolutla.

Page 13: Kato

25

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

Veinte años después de haber dejado su aldea piensa que no ha de volver jamás; y ahora menos que tiene a María. Y además, lo que ha reunido para el viaje lo entregó a su país cuando la guerra, la suma entera de sus ahorros.

Sus padres murieron pero quedan sus parientes, la familia vieja de los ancianos que viven miserablemente de la tierra, la casa de sus antepasados está allá y siente dolor por el frío y la ausencia que ahuyentan a los espíritus ansiosos de volver al hogar.

Presiente hostilidad y rencor de los seres vivos y de los muertos, por esta lejanía de hijo y por la falta de reverencia en los lugares. Si regresar pudiese esto sería entrar en la gran casa de sus ante-pasados, la morada donde residen con todas las cosas amadas, los senderos del campo, las personas y los animales queridos; también los pensamientos de los sabios poetas y los de sus abuelos.

Kato guardó para sí otras palabras de más pena y dolor que le hubiesen causado a María. Decirle que el matrimonio fue la causa definitiva de no pensar más el regreso. Los dos no habrían de tener la suma necesaria para hacer juntos el viaje; y él no podría nunca dejarla.

Entre tanto, se abrirá más adelante la evidencia del camino a se-guir, María quedó unida más íntima y sosegadamente a su marido; y ambos llegaron a experimentar la viva alegría de transportarse a su aldea en forma espiritual, cuando el señor del huerto, su esposa y sus hijos, emprendieron viaje al país del Sol Naciente.

La familia mexicana llegó a Osaka y con grata sorpresa los reci-bió en sus habitaciones un gracioso y bien aromático ramo de flo-res mexicanas, unas dalias espléndidas de tenue color oro viejo con una tarjeta donde estaban escritos estos nombres: Kato y María.

Y habiendo llevado consigo las señas del domicilio familiar, se trasladaron con el mismo obsequio de sus lejanos sirvientes has-ta Susuka y entre muchas caravanas y delicadezas que les prodi-garon los aldeanos, dejaron en sus manos el mensaje de aquellos remotos seres habitantes de Tecolutla.

María alcanzó por fin y del modo más inesperado la verdad del camino, suyo, que se habría ante ella por necesidad del amor. Ni siquiera le produjo desgarramiento o dolor la evidencia del des-cubrimiento.

Sintió la misma posesión de Kato cuando la tomó en su cuerpo y la hizo de su misma sustancia; sin resistencia ni estrujamientos, tal vez sin placer, como una última ondulación de un movimien-to interior que la había ido llenando sin sentir; una marea que invade y empapa la tierra para fecundarla en paz; fuera de toda violencia, en el secreto del amor.

Vio una luz que la abrió por dentro, una senda entre árboles como aquella oculta a todos los demás, por donde es llevada a la playa del río y se tiende suavemente entre su arena y las hojas del bosque. Y luego suben las aguas hasta inundarla, sumirla en la carne de todo lo que lleva la creciente, transfundirla en otro ser, desposeída y feliz en la entrega de sí misma.

Una curiosidad le ayudó a complementar el camino de esta evi-dencia. Y fue que llamada a la casa principal del huerto, mientras aguardaba las últimas órdenes del servicio, se asomó a la vitrina donde el dueño de todo aquello mostraba las preciosas conchas de mar, las que se dedicaba a coleccionar por defecto de su fino espíritu científico y estético.

Page 14: Kato

27

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

Quedó absorta ante la belleza intachable de un ejemplar que tenía esta leyenda, “Nautilius, gloria del mar”. Era una acabada muestra de necesidad, de perfección y de belleza. Admirable en la continuidad y la sumisión a la ley de su línea, a ritmo de su acción y pasión. Había nacido, seguro, desde el fondo de ella misma, a partir de una pequeña masa viva a la que hizo suya y la habitó el movimiento del oleaje concéntrico. Un mar que al pasar y repa-sar, mecer y acariciar transfundió su pulso, el ritmo mismo del sol y la tierra suave, física, sin tropiezos ni rupturas, viva imagen de la onda que había grabado en su fina estructura mineral, la oposi-ción del ser y la creación, la unión indisoluble de la inteligencia y lo inconsciente, por el camino central del ritmo del mundo.

Después de la experiencia de este conocimiento, se dedicó en secreto a trazar figuras con rasgos muy finos, como si copiase pen-samientos o poemas de libros antiguos. Fue una despedida y un consuelo para Kato, que éste encontró posterior al hecho. Pala-bras de amor y gratitud por la bondad y la dicha que él le había proporcionado; su deseo y la seguridad de volver a encontrarse en la antigua aldea, con los espíritus de los antepasados. Le dejaba el medallón donde guardó siempre un mechón del cabello de su madre; finalmente reprodujo un poema:

¡Admirableaquel que no piensa “la vida huye”al ver el relámpago!

Un día en que Kato fue al pueblo en su yegua y Payaso quedó suelto para simular un paseo, ella tomó el sendero conocido que lleva al río. En la playa se detuvo; a pesar suyo tuvo miedo, menos que al dolor a su propio arrepentimiento, y antes que retroceder

ante la imponderable masa de agua ocre, espesa, mugidora, deci-dió cerrar los ojos y crispar los puños, las manos en alto, hasta ha-cerse daño, apretada contra sí misma, endurecida de resolución, para afirmarse en su voluntad indomable de seguir adelante.

Entró en las aguas, pero aún antes de hundirse en ellas había desaparecido toda conciencia de horror y sufrimiento. Se desplo-mó inerte sobre el fondo cenegoso de la corriente y fue arrastrada con suavidad, sin desgarraduras ni golpes, hasta dejar su cuerpo varado metros abajo, detenida entre juncos y grandes troncos de las avenidas tropicales.

Tiempo después Kato regresó a su aldea, donde lo esperaban los viejos y los espíritus reconciliados de los vivos y muertos. Lle-vaba consigo una pequeña caja de laca y dentro de ella la carta, un mechón de cabellos y unos bastoncillos negros y olorosos de vainilla.

Page 15: Kato

LOS VERDINES

Page 16: Kato

Nadie puedo sospechar la víspera, maestros y obreros, niños, em-pleados y funcionarios, secretarias y estudiantes. Sin embargo, la tarde anterior sucedió lo que después iba a interpretarse como un aviso de algo excepcional que se preparó más allá de nuestra aprehensión y capacidad.

Al asomar por las afueras de la casa a unos arbustos del ramaje seco, siendo ya las primeras rachas del invierno, llegaron banda-das de esos pajarillos curiosos y bellos que se llaman “verdines”. Son pequeños, bulliciosos y singulares por sus plumas de color verde oliva con pinceladas negras al pecho, alas y cola.

Llegaron a montones con carreras de espanto, azorados y pre-surosos; revolotearon unos minutos y después que parecieron lograr un acuerdo con igual violencia y la misma revolución de su arribo emprendieron el vuelo en dirección a los bosquecillos y cañadas de la sierra próxima. Esto fue todo el principio, la vís-pera. Aunque nada cierto podía averiguarse, desde este momento fue un aviso que trajeron los verdines.

Al otro día la nieve llegó copiosa y blanca, despacio: luego se quedó quieta y volvió después ya entrada la mañana; y entonces sí fue abundante, silenciosa como no había nevado jamás desde

Page 17: Kato

33

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

un tiempo que los hombres más viejos no recuerdan ya. De tanta generosidad y dulzura como el regreso de un ser amado. El ines-perado hecho detuvo la jornada de los obreros, su ir a la fábrica; y el de los niños a las escuelas.

La ciudad se estuvo quieta al principio, arrobada y también in-capaz de moverse. Los pisos de asfalto que se derriten al fuego solar en verano, quedaron sepultados por la masa de plumas blan-cas; ni siquiera endurecidos como sucede a veces por la costra prieta del hielo que traen los nortes. Verdaderamente inundados por esta caricia blanda, muelle, ondulante.

La calma humana y de las cosas se hizo materia estática, dichosa y de muerta blancura, aunque luego se produjo un honda excita-ción, de recóndita y mística embriaguez; y ambas dimensiones del hecho se juntaron en un momento de vida complementaria de sus opuestos significados; calma sobreabundante y dichosa derra-mada de una especie que es a la vez negación y vida.

Tuve conciencia al despertar en mi lecho del caso insólito que ya se había producido a la madrugada. Ese instante en que alar-gamos la mano para retirar la manta que nos abriga; y en el que se insinúa la luz del recuerdo para empujar los sueños, de la orilla que todavía los retiene; se abre el tacto y el pabellón del oído a la caracola del mundo, por donde se apresta la sangre que todavía duerme en los miembros entumecidos del cuerpo.

Al instante percibí lo que sucedía por fuera, tan callado, ino-cente y suspendido tiempo; una presencia de silencio inacabable; por nada, ni el más leve rumor que rompa su misterio. Antes de correr a mirar por la ventana al poderoso huésped recién venido, escuché un breve silbido a la puerta de la casa, seguido del golpe

seco de un fajo de papel —el periódico del día— arrojado contra los cristales. El chico papelero y su tonada en desahogo vital de su esfuerzo.

El grato y sorprendente silencio de la nieve que cae a grandes copos se combina con la nota aguda del chico; y de ambos surge la imagen de un pájaro en una rama que sacude sus plumas y alas ateridas por el frío; lanza un gritito y parte de golpe a la busca del grano en la inmensa sabana.

Nada de pronto; un ruido, no, ni pasos; por la calle, silencio, abolida la más remota lejanía del sonido, como si hubiesen cer-cenado los delgados silbatos, el soplo de los hornos, la sorda tre-pidación de los rieles; otra vez nada del sentido ondulatorio y rítmico de la vida; el horizonte huido y arropado hasta los picos de los árboles y los techos con una lana blanca, suave, de nieve esponjada que proporciona calor, alegría de ser.

Es gracioso cómo están los árboles y el césped sorprendidos por la noche al igual que los hombres; de modo que no tuvieron tiem-po de cambiar de ropa y los encontró todavía vestidos de verde.

Empezaron a azulear de frío, lo mismo que los niños, pero no así los señores y las mujeres que se habían ido a la cama la noche atrás, ¡qué brinco del corazón entumecido, la vida del instante hecha de primavera blanca y de cosas jóvenes; reír quizá!

Hermoso día sin horario preconcebido, en que las escuelas no abrirán sus puertas, ni lo harán los talleres y las oficinas, en que los muchachos y las chicas se han saltado las bardas para tomar la calles, sueltos y gozosos entre la nieve; mientras los grandes ni acaban de restituir a sus dientes la sonrisa con que iban a salir disparados; se quedaron con la cara que llevaron a los sueños y

Page 18: Kato

35

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

despertaron sobresaltados, dispuestos a correr uno contra otro en su alegre cacería de lobos.

Es domingo a fuerza de dicha. Una mano ancha y pródiga re-tiene a los hombres paralizados detrás de los vanos de sus casas, entre puertas y vidrieras, por un tiempo que nadie mandó pedir ni tiene privilegio de solicitar, que vino sólo por su gracia a la ciudad: una casa abierta, ahora vestida con disfraz blanco y azul, verdinegras las puntas de los árboles y sin bardas ni guarniciones aceras y pavimentos, abarcadora del todo, los agujeros en las pa-redes y los techos de los tejados míseros, del arroyo y el lodazal hasta los jardines y las torres, una ciudad nueva con inexistentes o posibles leyes, autoridades, escuelas, fabricantes y comerciantes.

Domingo único, verdadero, que ningún reloj del año había previsto; totalmente gratuito y que produjo embriaguez, alegría de reconocimiento a la belleza, íntima unidad y fusión con la na-turaleza.

¡A danzar! La contraseña se transmite de una a otra de las vidas juveniles por todos los barrios, a los cuatros rumbos de la nevada; el gusto de reír, de brillar los ojos y de sentir la sangre caliente, rojez de borbotón bajo la piel. Y se improvisan los juegos con los elementos más increíbles, una simple tabla cuán larga sea o una lámina desperdiciada hacen veces de patines, esquíes, alas. Vue-lan por las calles en pendientes que bajan del cerro próximo, en forma de catapultas con bultos humanos que se echan al vacío, sin frenos ni contrapesos, a la carrera; donde no hay caídas, tro-piezos, risas, amistad.

Una chica arma ruido. A grandes voces desde un grupo juvenil bate exclamaciones de protesta con vértigo de juegos. Tiene a un

muchacho a su lado, es un chico al que antes no habría dirigido una sola palabra a pesar de ser vecino o por serlo quizá y ahora se vuelven amigos de pronto, como si se conociesen de siempre, ¡tan sencillo, bah!; él le ayuda a trepar al deslizador. Es un joven tímido pero se comporta algo déspota con su compañera.

No, así no, le dice y la acomoda de modo fuerte y hábil, para que la chica tome la forma más propia a la carrera, sobre una ta-bla. Volvió ella su faz encendida por el ejercicio en la nieve y lo miró un segundo nada más con un guiño y una leve sonrisa:

—Gracias, y partió al impulso recibido.Allá va a todo vuelo, abriendo brecha entre filas de otras jóve-

nes que se cruzaron a su paso; derribó a una y llegó como bala a la meta en el plano inferior de la cuneta. El muchacho quedó en lo alto mirando la desenfrenada bajada. Sólo retuvo hacia den-tro aquella especie de oscura sonrisa y el leve destello de los ojos con que le dio las gracias. Un vago ensimismamiento le dejó en cambio.

Entre tanto la fuerza festiva estalla por todas partes, lo mismo en las calles de cuesta arriba de la loma, que junto a las bardas, y en los patios, mientras la nieve sigue cayendo a grandes copos. Igual que la alegría.

Unas bandas de chicos de escuela se enfrentan a pelotazos con los de otro colegio y también con diversos sujetos que ya empie-zan a transitar; bolas de nieve arrojadas a corta y larga distancia caen con fuerza creciente y cada vez más cerca de los que juegan o pelean. Se provocan carreras, golpes, gritos, hasta el cansancio y el agotamiento.

Page 19: Kato

37

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

Por jardines y calles es igual el espectáculo. En las boca-calles se apostan grupos dispuestos a imponer un juego forzoso y cru-zan proyectiles contra los coches, luego que éstos van logrando ahondar brechas de paso para ruedas que patinan entre el hielo y el lodo. Un conductor al que le llegó de golpe en el rostro una puñada fría y dura, tras del apóstrofe del rigor bajó a cambiar pu-ñados con los chicos.

Las peleas animan la sangre, son parte y alma de la nevada, y no parece que el rencor o el odio tengan que ver en ello; es solamente el calor de la vida estimulada, el gusto de liberar energía ociosa y hacer acto de participación en excepcional homenaje de amor.

Del mediodía a la tarde decayó la fiebre o la imaginación; y los gestos, lo mismo que las palabras, volvieron a actuar para devol-ver sus cosas a sus dueños; tedio y espejo de la codicia de los hom-bres. Los jóvenes fueron otra vez a libros y bancas, a escuchar sus lecciones; y a soñar también.

Uno que no salió siquiera mirar la nieve por fuera —se quedó tras la vidriera que se abre el jardín— fue un muchacho llamado Mario. Está sobre una silla de ruedas. Otras manos lo empuja-ron varios años hace. Es apenas adolescente —un poco más— ya acentuados los estigmas de la enfermedad, pero era un niño cuan-do empezó a ocurrir aquello.

Sus maestros los atribuyeron al principio a torpeza para los jue-gos infantiles con chamacos de más edad; luego que sus padres lo supieron se aumentó la ración al desayuno para vigorizar las piernas; volvió sin embargo a caer más y más veces, hasta poner pánico en el corazón de sus camaradas, ¡si se les iba a romper o quebrar como una maceta de barro! La tribulación de su familia

no recibió alivio de la ciencia con las opiniones contradictorias de las primeras consultas. El dictamen médico al fin impuso su verdad.

Un caso de distrofia muscular progresiva —dijeron en un cen-tro de eminencias médicas— y con ello cesó la búsqueda del enig-ma. Expresión en que se encierra no saber nada del mal, salvo su implacable ascensión por las fibras del cuerpo, de las extremida-des arriba y al centro hasta llegar el día de tocar la víscera motora de la sangre.

Su padre lo acarreó de aquí para allá, en los consultorios cuan-do había una esperanza; y luego, empujando su silla de ruedas en los paseos y los jardines de la ciudad donde encuentra el placer más intenso. Lleva consigo un ancho cuaderno blanco y traza a lápiz curiosas viñetas en que se miran las cosas, nunca los rostros humanos, con un aire de placidez, de rectitud inocente, de in-mensa sencillez del corazón.

La tarde de la nevada se estuvo allí pegado a los vidrios y vio caer la nieve; asomar las puntas de los helechos y los penachos de unos duraznos por encima de la barda. Hace un poco de frío, le dijo su padre cuando éste procuró avivar el fuego de una estufa cercana a sus pies. Y luego, sólo pidió su mano, la estrechó con ternura y le dijo: gracias. Había expirado.

El otro joven que se apartó de los grupos bulliciosos y se in-ternó en su soledad contemplativa, fue al que la chica de la casa vecina le agradeció su ayuda con una sonrisa y leve chispa de burla en los ojos. Recorrió los sitios más apartados y ajenos al bullicio, trepó al edificio, el más alto y se dedicó a contemplar las monta-ñas cubiertas de nieve, las siluetas embellecidas de las torres, los

Page 20: Kato

R A Ú L R A N G E L F R Í A S

charcos de agua sucia en las azoteas y en el cauce del pedregoso lecho fósil del río: volvió a casa, pero esa noche no logró conciliar el sueño ni el descanso a su inquieta jornada, adivinando que ape-nas comenzaba para él el tiempo de su vida.

Marzo de 1979

Page 21: Kato

ANA MARÍA

Page 22: Kato

Las apariencias son el comienzo de la realidad, pero no la conclu-yen. Siguen lo mismo que vienen de otras realidades incompletas o ignoradas. Lo que hace el misterio de una situación, bien clara por lo demás para todos los que pudiesen resolver en una, es la dispersión, contra la unidad de sentido del acontecimiento. Su verdadera dimensión radica a veces en la fantasía que nos lleva a dar poder o quitar apariencias subjetivas o adventicias, por otras, que hacen leve, intrincado o precioso el orden de lo que sucede; y a lo mejor, fabuloso —esto transfigura lo que tiene obvia, de inútil, de puro cansancio la realidad.

Es el caso, por cierto, que se iba realizando a medida que avan-zábamos. Veníamos juntos es una manera de decir, porque unos quisieron acompañarnos y se quedaron en casa: en primer lugar los padres de Ana y también, más luego, el Capitán.

No es un funeral sino el simple entierro de un animal; y para colmo de sus pobres añadiduras un perro casero, que nació y acabó de lo mismo. Y lo que representa nuestra acción, un mero simulacro humano como los otros, que se van haciendo reales desde sus formas simbólicas, pasiones reprimidas y estados sen-timentales de ternura o crueldad, asociados o vacilantes desequi-

Page 23: Kato

45

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

librios, comenzando por la autora de la fábula y sus involuntarios cómplices, incluso la víctima del sacrificio ritual.

¿Acaso no se identifica ella en aquel perro que llevábamos a en-terrar? Iba el cuerpo envuelto en una colchoneta rosa desteñida, a lomos de una carretilla de albañil. El pobre perro que tuvo por nombre “Duque”.

Va a mi lado Willy con su mano dura argollada a mi brazo y al paso que vamos procura decirme a la oreja lo malas que son las hembras con sus maridos. Y por delante su esposa, breve y agre-siva, vuelta apenas la cabeza adivina la intención en el murmullo de la voz:

—Y tú, como todos los hombres, unos bestias.Cosas de suyo muy sabidas entre casados que se dicen estas y

otras lindezas, aunque no se deben tomar muy a pecho porque son desahogos de la vida común, indispensables para rehacer en otra forma el amor que ya no se tienen; eficaz en sus defectos porque el marido aquel, llamado bestia y su linda consorte son padres de numerosa prole.

Al frente del cortejo funerario avanza la carretilla con el envol-torio acolchado de los restos mortales del “Duque” y en primera fila dos mujeres, ambas bellas pero con distinta hermosura; la una es alta, impetuosa, segura de sí misma y su porte es una mezcla de arrogancia de caudillo y protección de madre, imponente de respeto y firmeza convulsiva. Es la que dirige la marcha y guía al chico, un deshilachado albañilillo que empuja a dos manos el im-provisado carruaje de la muerte.

Lo mete por medio de la calle en que baila un sol dominguero del mediodía, tan fino y lindo con su aire primoroso y luz de plata.

Atrás en la casa dejamos al Capitán que se rehusó terminante-mente a participar en este desfile que calificó, al igual que el padre de Ana, como una locura. Lo que no impidió a la señora su esposa que enarbolara el pabellón de mando, impartiendo protección y triunfo a su hermana, la atribulada dueña del perro fallecido. Fue razonable la oposición de aquél por tratarse de un distinguido oficial del ejército nacional y por añadidura catedrático de mate-máticas en el Colegio Militar.

Los vecinos del rumbo de la ciudad no se dieron por enterados o lo hicieron ocultos detrás de las cortinillas de sus ventanas, sin comprender nada a pesar de mirar la escena en movimiento, el misterioso aire del grupo funeral.

Autora, poeta, agonista y víctima de esta historia es Ana la ter-cera mujer de la compañía: un lirio antiguo con ojeras de mirar lánguido y perfume de flor aplastada entre las hojas de un libro de poemas románticos; su rostro un modelo de belleza precozmente marchita y ausente del mundo.

La acción comenzó al descubrirse el cadáver a temprana hora. Estaba tirado en el patiecillo de lavar contiguo a la cocina, donde cayó en cierta hora de la noche anterior. Pero la verdadera con-moción fue no tanto al momento que le dieron a Ana la noticia del funesto acontecimiento, sino cuando su padre, el jefe de fa-milia supo la pretensión de que el cuerpo recibiese honesta sepul-tura en tierra.

—Esa locura sí que no la voy a permitir, dijo. Y con ademán y voz inconfundibles de mando y cólera, ordenó:

—Que lo arrojen a la basura.

Page 24: Kato

47

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

Lamentablemente el domingo es día en que no hay servicio municipal y las cosas tuvieron que guardar el estado que tenían al comienzo.

Pero la madre y el abuelo, que miman a Ana, discurrieron la mejor manera de salir de aquella insoportable tensión, entre los sollozos de la joven y la nerviosa violencia del señor, burlado por la sinrazón y el absurdo propósito.

Idearon al efecto llamar por teléfono a la esposa del Capitán. Al prolongado, intenso y trémulo timbrazo, saltó ella de su lecho:

—Sabes, murió el “Duque”.—¿Y Ana?—Imposible, parece morir de dolor; su padre se opone al entie-

rro del “Duque”. —Vamos, sería cruel tirarlo al basurero.—Lo haremos de otro modo, un coche; mandaré que traigan el

cuerpo y a Ana. Luego aquí hay solares sin vecinos. En esto penetré al vestíbulo. Momento preciso en que la seño-

ra vuelta hacia su marido, de pie en la escalera, adelantándose al imaginario reproche que refleja el semblante de aquél, lo ataja im-petuosamente antes de que hable:

—Tú, hombre sin corazón, mejor no hables. Ella está desgarra-da por la pena y yo no voy a dejarla sola. ¡Mísera de mí si así fuera! Estarme hecha una estatua de sal en trance como éste: ¡sólo tú pedazo de piedra!

Rápida y ejecutiva vuelve al aparato telefónico y da instruccio-nes al sitio de coches para que se traslade a la dirección de la casa paterna. En breve rato se presentó a nuestra puerta el vehículo y su carga, el cuerpo del fallecido can, envuelto en una desteñida

colchoneta de color rosa que aprieta en sus brazos la llorosa jo-ven, casi por desvanecerse de ternura mortuoria.

—¡Pobrecito “Duque”; ni modo de echarlo a la basura! Y dice esto fuertemente repegada al cuerpo del animal que es-

trecha y llena de una caricia honda de amor y pena.Improvisamos el cortejo fúnebre con la ayuda de una carretilla

de albañil y los servicios de un chicuelo que se prestó al transpor-te de aquel bulto. Partimos de la casa a pesar del enojo o la casi furia del Capitán, que se aferró al calificativo de locura para la empresa de su mujer; pero antes de emprender la marcha se nos incorporaron Willy y su esposa, recién prevenidos de lo ocurrido.

¿Hacia dónde íbamos? No lo sabía nadie con certeza, pero al parecer en busca de un campo al descubierto entre los todavía sin bardear traspatios o solares, sin dueño, quizá futuras avenidas o parques públicos; eran los extramuros de la ciudad en un área donde después se edificaron opulentas residencias y hoteles, de-partamentos y pisos de renta.

Marcha la joven Ana a un lado de la carretilla que lleva el cuer-po. Sumida en el mundo de recuerdos y días felices pasados y col-mada de una fuerte dulzura que se hunde en la memoria de la vida que llevaron juntos, en dichosa compañía la joven y su perro.

—“Duque”, hermoso mío, te dijeron chucho feo, perro corrien-te, calabazate; y también tuvieron ganas de echarte de mi lado, la inquina de mis amigas, la Poly y Gachis. Yo les digo que no saben lo hermoso que tienes el modo de mirar, los ojos tiernos color ágata, que se te humedecen de amor. Y tu mansedumbre en mi regazo, los pliegues de piel entre los dedos de las manos, tus largas y velludas orejas que me dejas jalar y retorcer, quedándote

Page 25: Kato

49

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

quieto, los belfos colgantes del hocico y toda la cabeza arriba de las rodillas.

Por largas veladas Ana permanece en el diván de la estancia, arrebujada hasta las narices mientras de la semioscuridad del rin-cón destaca el cuadro iluminado del radio que la pone en comu-nicación con el mundo del poeta músico-dulzón; canciones que ejecuta y canturrea él mismo:

“Aventurera, vende caro tu amor”

Y ésta con otras de la más baja calidad y tonos sensuales con voz gutural ronca y entrecortada:

“Mujer… divina inspiración”Cuando ya los visitantes y las hermanas se han retirado ella se

queda allí sumida en la tibieza, el olvido y la ensoñación, hasta que la rinde el sueño.

Está como quien dice al centro y margen a la vez de los afectos familiares. En la casa bulle la agitación irritada del padre, hom-bre de temperamento nervioso y tenso de contrariedades que le vienen del oficio y ejercicio de litigios judiciales, exasperado tam-bién por tanta mujer que lo rodea y lo carga, obligado a contener su interior sublevación por el noviazgo de las hijas mayores, que se prolonga y le incomoda con la visita de los pretendientes no-che tras noche. Violento por eso y por la actitud de Ana golpea la puerta y se encierra entre libros y tabacos a examinar papeles.

Las hermanas y sus novios se establecen de parejas en los asien-tos mullidos de la sala de visitas. Y Ana se siente expulsada a la soledad por las intimidades ajenas, la proximidad de las voces susurrantes, las pequeñas risas y el roce de las manos. Francamen-

te insoportables y antipáticos pero hace como que no ve ni oye, aunque le llega el humor del prójimo, el calor y tufo de hombres olientes a tabaco y aromas de tocador.

A distancia siente la compresión de las superficies corporales, la lumbre de los ojos y las manos abandonadas: ¿Cómo soportarán a estos extraños de pelambre hirsuta y enronquecidos alientos? Pero se compensa poniéndose al margen de la situación como si estuviese olvidada, aunque bien sabe que por su comportamiento queda situada al centro de la vida que la rodea, que gira en torno suyo al ojo hueco de un vórtice. Vacío que para ella hace las veces de reproche mudo a la existencia de los demás, de las otras vidas saturadas cada una de sí mismas, de sus preocupaciones, desalien-tos y pasiones.

Su actitud es de refugio y baluarte por dentro con lo que res-ponde al de los otros y cambia en desprecio mediante la construc-ción de un mundo para ella y de la bestia a sus pies, que la desliga de todo, atravesando la solicitud maternal, la vigilante y esquiva mirada del padre, la silenciosa dulzura del abuelo que pone golo-sinas y dulces al alcance de su mano. Sólo los sueños vienen con extraños mensajes sin sentido.

Sus amigas de la infancia que la habían olvidado regresaron a visitarla aunque a ella le incomoda su presencia y al impertinen-cia de sus interrogaciones. Acaso sólo advierte que más las trae curiosidad que afecto, incluso maldad. Una de ellas, prima suya, la Poly libre y feliz está embarazada (¿y si fuera que aquello podía pasar sin saberlo? pensó de momento), pero hasta más adelante germinó esta duda en su mente.

Page 26: Kato

51

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

Su padre se desentendió o se le figuró a ella y su atención al ses-go de oblicua visión del contorno, así iba llegando a un límite de su abandono a la negación y la destrucción de un estado perverso de su soledad interior, aquel mundo construido e intocable en su libertad de pensamientos sueños. Ni siquiera con otra compañía que el “Duque” a su lado.

El diván de la estancia se hizo cuna de meditación interior, sue-ños, y música, en cuyo sitio disfruta la incomunicación de seres y cosas. La mantiene en éxtasis o por lo menos en una desarticulada levedad que flota al exterior. Y que subsistió o sobrevivió gracias al inseparable perro partícipe de su respiración, bestia de mala raza y vaga presencia coloreada.

Ambos seres formaron un par indiscernible en la penumbra cu-bierta con ancha manta de lana rosa. El animal echado a los pies y solícito de cariño con el hocico en las rodillas. Cabrillea la luz en el cuadrante del aparato de radio, del que escucha las dulzonas melodías de costumbre.

El animal abandona en las manos del ama sus largas orejas lacias poniendo ojos lagrimantes y lagañosos. Estase quieto, sucio, aletar-gado y absorto en la pulmonar ondulación de la música y la joven.

En el punto más alto de este desasimiento surgió de los sueños o letargos del drama musical una figura, tal vez un eco tan sólo del fondo de la negación misma de sus deseos y de la ansiedad, de la persecución de una sombra, quizá sugestión de su espíritu, al que llamó “Elmer”.

Con los sueños ha invadido su retiro esta sombra que le da la mano y desaparece cuando lo va a descubrir, tal vez, para guiarla por el laberinto o al enigma en trance, empujada por este ángel.

Bajó del camino escabroso y al final cruzó al otro cantil de la montaña: se fue deslizando pegada a lo largo del pretil mientras a sus pies mira el vacío. Se ayuda de los tallos y raíces y logra la firme superficie del contrafuerte en el valle del opuesto peñón.

Vuelve a tomar camino y la lleva por un bosquecillo a la cabaña del guarda. Otra vez “Elmer”. El lugar está vacío pero tiene hue-llas amigas de la partida que hicieron sin contar con ella. Echó a correr al bosque, donde estarán esperándola pero al llegar sólo alcanzó una escena de niños que se bañan a la orilla de un río y luego viene una creciente en que avanza el agua como animal y se arrastra lamiendo las ondas anteriores, levantándose, más y más, inundando campos verdes y troncos de árboles, cerca y junto al parapeto que todavía la tiene protegida, donde a su lado alguien la tranquiliza tomándola de la mano; ya está otra vez en la cabaña pero de súbito desaparece el personaje que la rescató, fuera hay tumulto, voces, gritos y exclamaciones confusas de una riña.

Corre desnuda por una calle desconocida y tropieza con hom-bres a la salida de un Club. Uno de ellos igual de borracho que los otros quiere atraparla. Huye y ahora hasta alcanzar las puertas de unos servicios reservados. La sigue aquel hombre al tiempo que se abre el ascensor, sube y se da en otra habitación que no es la suya. Luego sale, pero encuentra que su ropa está en el sitio de la ducha ¿cuál? y no hay modo de volver, ¿estará allí aquel ser extra-ño que la busca? Hace frío, llora y despierta.

Experiencias o alucinaciones que agregan fuerzas de extenua-ción atractiva y morbosa al anillo de su abandono, ya la fiebre va consumiendo sus carnes con fascinación de sueños: estremeci-mientos de miedo y amorosa enervación. Después de la música y

Page 27: Kato

53

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

a veces sin necesidad de ésta, un sentimiento de posesión y exter-minio la chupa por fuera y dentro de ella misma. Hay un placer doloroso y fascinante que la doblega y la hunde; siente la dulzura de su peso en las cabezas de los huesos, rodillas y fémures, cuello y manos que hace presión sobre las médulas y le dan la caricia interior de una lengua de fuego en las coyunturas, la rendición de los músculos al abandono del cuerpo, la seducción y el vértigo de la fiebre y la muerte.

La identidad de “Elmer” se le escapa en aquellos episodios noc-turnos: luego ya no vino a su encuentro en las citas nocturnas de su alcoba fantasma.

Fue a partir de la visita que le hizo Poly, su prima y compañera de infancia. Está pálida, algo grasa y fofota del vientre. Recuer-dan sus antiguos juegos y en final confidencia refiere con desenfa-do estar encinta por descuido en las relaciones con el jefe. Ahora no sabe de verdad si deberá aceptar el aborto.

Tomaron su merienda de pan y algunas migajas fueron a dar a su regazo. Ana las retiró con su mano y al pasar la palma sobre el abdomen de la otra chica, siente debajo de la piel una existencia dura y palpitante. Tuvo miedo y repugnancia.

Esta vez se fue a su cama sin entregarse a la sesión musical y le acometieron visiones antiguas de su casa: una galería y luego el pequeño jardín medio oculto, en que apartada de todos se en-tregaba a leer versos y cuentos románticos. Asoció esta imagen al recuerdo de la vez que rompió un huevo empollado y escurrió en sus manos pringas de sangre y olor fétido de sustancia. Despertó con dolor de cabeza y náuseas. Luego se vio en sueños caminando por la playa a vueltas entre las rocas, distraída con los juegos de la

espuma; de pronto oyó un largo grito que la hizo correr y rodar por la pendiente hasta el fondo de una cueva; cayó al lado de un cuerpo muerto en que creyó reconocer a alguien, ¿será “Elmer”? Ella lleva en su mano una piedra o navaja con la que le dieron muerte, ¿ella, “Elmer”, quién?

Al día siguiente volvió al diván y los días posteriores fallaron los mensajes de sus sueños y aquella sombra o ángel. De súbito sintió un impulso oscuro de justicia expiatoria o destino en que adivinó la exigencia de cumplirse en una víctima.

Se resolvió interiormente apenas concebida su idea con la fa-cilidad de una ejecución que no exige violencia exterior. La so-lución está en el polvo de arsénico que se guarda en la alacena y bastará para condimentar grueso migajón de pan en la ración dedicada de merienda a su inocente y amoroso perro.

El “Duque” lamió las manos de su ama en cada porción del pan que ella le dio al regazo.

Fue hasta la mañana del siguiente día que se hizo el hallazgo del can en el patiecillo de la cocina. Y tan macabro desenlace produjo las consecuencias de rigor; la joven Ana desecha en lágrimas; ex-clamaciones de protesta y de ternura unas; y otras, de indignación paterna por el escandaloso empeño del entierro del “Duque”.

En esto íbamos cuando nuestro camino llegó a su fin, luego que la procesión fúnebre desembocó a una colina muy suave que des-ciende del borde de un canal de aguas negras. Daba la espalda un edificio alto del que se aprecian las rejillas de ventilación de ba-ños o reservados. Un césped crecido y residuos caseros ofrecieron buen sitio de tierra blanda para cavar la fosa.

Page 28: Kato

R A Ú L R A N G E L F R Í A S

Formamos un círculo en torno al hoyo que cavó el albañilillo; y envuelto el cuerpo del perro en la colcha de rosa desteñida fue a dar al fondo de la sepultura, que luego se cubrió de tierra y es-combros. Ana se entregó a cuidar de todos los detalles y al final tomó dos ramas, hizo una improvisada cruz, la puso encima del montículo, se arrodilló y en voz baja musitó una oración que re-mató en un susurro con palabras más claras: gracias “Elmer”.

Regresamos en silencio por donde habíamos venido. Y desde aquel día la joven Ana pareció cambiada en absoluto y se empeñó en obtener un empleo. El matrimonio de Willy y su esposa prepa-raron esa noche en el lecho matrimonial la venida de otro niño.

Solamente la esposa del Capitán sufrió una pesadilla. Se vio al frente de un grupo de gente siguiéndola hasta un puente; ella se encaramó en una ringla de libros de donde apostrofa a la multi-tud con ademán de mando, como en la pintura que representa a Napoleón en Arcola. Adorno que tiene al muro la biblioteca de su marido.

Sin embargo y repasando en su falta de ropa en vano pudo ocultar su desnudez y trepar a un caballo blanco. Con el esfuerzo y la vergüenza de su estado despertó del sueño. Miró a su lado y se tranquilizó en absoluto; estaba en su propio lecho y al lado suyo dormitaba el Capitán.

Mayo de 1978.

Page 29: Kato

UN ROSTRO

Page 30: Kato

Fluye una luz desde lo alto y mira a tierra, alguien se asoma desde dentro. Es la hora meridiana y este reflejo se estaciona, trae su ful-gor de lejos y parece andar en busca de una morada o residencia, viene sobre esta Ciudad con presagios inciertos de infortunios o dichas para los hombres que vagan en la llanura al pie de la mon-taña. Yo pienso en la persona de la Sabiduría. Lo cierto es que se hace presente de súbito en el mundo por una ventana del aire.

Llegó de un mundo que si fuese otro de más leve consistencia; por el centro de nuestra bóveda celeste, entre tintes violáceos y difusa luz solar. Atraviesa celajes delgados de flecaduras rojizas, aborda riberas dentelladas y vagos archipiélagos metálicos. Tiene gracia el color de su factura.

Nos quedamos postreramente con los rastros. De lo que surge el balbuceo de las palabras. Sobre ellas apoyamos el itinerario de lo acontecido, fabricamos la memoria de sus nombres, edifica-mos la piedra para reposar la cabeza, algo real, de apoyo cuando haya desaparecido la escala de los ángeles.

Tiene la gracia de un pájaro de luz. Y se presentó sin esperarlo. Llegó de pronto y se quedó suspendido, al centro y arriba de los cielos. Era una bella rueda del Iris. Con la misma levedad y trans-

Page 31: Kato

61

K A T OR A Ú L R A N G E L F R Í A S

parencia de sus colores, la quietud de un balandro que se mece en el centro de la rueda que le hace el mar plenitudes sin límites ni términos.

Quieta y rodante a la vez. La animación de sus piezas produc-to de su gentil existencia, sola reverberación luminosa. De su estricto esquema vertical caen franjas circulares y concéntricas, entreverdes de lejanías. Cuelga de un clavo invisible y balancea su aparición de candela prisionera en muros de cristal.

Como una flecha lumínica, la raíz misma o la presencia intem-pestiva de la inteligencia; un índice o luz que toca la sombría masa del caos original, en un mar agitado de la materia. Se pre-cipita en medio de los extremos y límites de todo entendimiento humano, al puro suceder extático. Para luego serán las combina-ciones formales y los procesos en que se resuelve una dialéctica de la naturaleza y la razón.

Sabiduría en una onda céntrica de existencias. El momento de un ahora vivo que para siempre no será más o menos. Ocurre. Abre su sitio entre negociaciones y alternidades. Sólo los sentidos lo reconocen en el ejercicio de sus pasos. Marcha sobre el sendero. Después vendrá como ámbito de lo sucedido, existencia presen-cial del Ser.

En esta visitación reina la oposición de lo consciente, sus pul-saciones antagónicas; un presente de lo remoto y ajeno; y vivo lo que muere. Sólo el incesante fluir del mundo en retumbo océano.

Mira a los hombres desde el centro de un ojo pardo y metálico instalado en el eje gigante del éter; es nudo oscuro y pupila del misterio cósmico que centella con fuego profundo.

Produjo sobre la tierra la magia de un campanario transparente de vida interior, de formas esenciales, asido por clavos de lumbre a una estrella remota contra el arco del día solar.

Un rayo único del fuego y del amor terrestre: alto el cielo tur-quesa pálido, vibrante la esfera de colores, el óvulo sombrío y fér-til a la mitad. Misma imagen del torno, giro y rueda del mundo.

Duró un tiempo encima de los muros y los techos. Culminó en las montañas de la ciudad —una hora quizá— y luego se fue apagando, se desvaneció con lentitud y sin esfuerzo. Nadie supo decir a qué vino ni cómo ya no está.

De los que lo vieron unos explicaron a otros este sucedido y aunque nada contemplaron éstos, quedaron pasmados de sus ex-plicaciones de física celeste.

Sobre la delicada rareza del hecho, a los que nunca estudiaron leyes del mundo y sólo tienen saberes antiguos y lejanos, no les importó que les creyesen. Habían contemplado —dijeron— el rostro del Señor.

Page 32: Kato

63

K A T O

7

15304553

El escritor Rangel Frías, por Miguel Covarrubias

KatoLos verdinesAna María Un rostro

ÍNDICE

Page 33: Kato
Page 34: Kato

RAÚL RANGEL FRÍASNació en Monterrey, Nuevo León, en marzo de 1913 y falleció

en abril de 1993. Destacado abogado, político, intelectual y escritor mexicano. Fue rector de la Universidad de Nuevo León, y, poste-riormente, gobernador del Estado de Nuevo León. Durante su ges-tión se dio un importante impulso a la cultura en todos los órdenes.

Como ensayista, narrador y orador es autor de las siguientes obras: Apuntes históricos del Colegio Civil (1931), Situación eco-nómica de las universidades (1953), Hidalgo y la patria mexicana (1953), Testimonios (1961), Evocación de Alfonso Reyes (1963), Je-rónimo Treviño. Héroes y epígonos (1967), Cosas nuestras (1971), El reino. Un libro de relatos (1972), José Alvarado en recuerdos (1975), Alma Mater (1984), Federico Cantú y su obra (1986), El Anáhuac, a través de Alfonso Reyes (1988), Kato y otros relatos (1988), Antolo-gía Histórica (1989) y Memorias (1990).

Page 35: Kato

se terminó de imprimir en febrero de 2013, en los Talleres de Serna Impresos. El tiraje consta de 10.000 ejemplares. En su formación se emplearon tipos de las familias Garamond Premier Pro, Osaka Sans Serif y Univers. El cuidado de la edición estuvo a cargo de Adrián¿??????? y Margarito Cuéllar. Las imágenes de carátula y contracarátula son obra del Colectivo Estética Unisex (Lorena Estrada y Futuro F. Moncada). Diseño e ilustraciones interiores de Futuro F. Moncada.

KATOde RAÚL RANGEL FRÍAS

Page 36: Kato

R A Ú L R A N G E L F R Í A S

Page 37: Kato