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JANE AUSTEN LA ABADÍA DE NORTHANGER

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Jane Austen

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JANE AUSTENLA ABADÍA DE NORTHANGER

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JANE AUSTEN LA ABADÍA DE NORTHANGER

Jane Austen (Hampshire, 1775—Winchester, 1817) escribió desde muy pequeña. En 1811 consiguió publicar Sentido y sensibilidad, a la que muy pronto seguirían Orgullo y prejuicio (1813), Mansfield Park (1814) y Emma (1816), que obtuvieron un gran éxito. Póstumamente aparecieron La abadía de Northanger y Persuasión (1818). Es una de las más grandes novelistas británicas de todos los tiempos.

Traducción de Isabel OyarzábalPLAZA & JANÉS EDITORES, S.A.Título original: Northanger AbbeyDiseño de la portada: Dpto. Artístico de Plaza & JanésFotografía de la portada: © BBCPrimera edición: marzo, 1998Traducción cedida por Espasa-Calpe© 1998, Plaza & Janés Editores, S. A.

Enric Granados, 86-88.08008 Barcelona

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de lostitulares del «Copyright», bajo las sanciones establecidas en las leyes,la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio oprocedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamientoinformático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler opréstamo públicos.

Printed in Spain - Impreso en EspañaISBN: 84-01-46164-2 (col. Jet) ISBN: 84-01-47954-1 (vol. 343/4)Depósito legal: B. 6.461-1998Fotocomposición: gama, s. l.Impreso en Litografía Roses, S. A. Progrés, 54-60. Gavá (Barcelona)L 479541Edición Digital Julio 2005

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Nadie que hubiera conocido a Catherine Morland en su infancia habríaimaginado que el destino le reservaba un papel de heroína de novela. Ni su posición social ni el carácter de sus padres, ni siquiera la personalidad de la niña, favorecían tal suposición. Mr. Morland era un hombre de vida ordenada, clérigo y dueño de una pequeña fortuna que, unida a los dos excelentes beneficios que en virtud de su profesión usufructuaba, le daban para vivir holgadamente. Su nombreera Richard; jamás pudo jactarse de ser bien parecido y no se mostró en su vida partidario de tener sujetas a sus hijas. La madre de Catherine era una mujer de buen sentido, carácter afable y una salud a toda prueba. Fruto del matrimonio nacieron, en primer lugar, tres hijos varones; luego, Catherine, y lejos de fallecer la madre al advenimiento de ésta, dejándola huérfana, como habría correspondido tratándose de la protagonista de una novela, Mrs. Morland siguió disfrutando de una salud excelente, lo que le permitió a su debido tiempo dar a luz seis hijos más.

Los Morland siempre fueron considerados una familia admirable,ninguno de cuyos miembros tenía defecto físico alguno; sin embargo,todos carecían del don de la belleza, en particular, y durante losprimeros años de su vida, Catherine, que además de serexcesivamente delgada, tenía el cutis pálido, el cabello lacio yfacciones inexpresivas. Tampoco mostró la niña un desarrollo mentalsuperlativo. Le gustaban más los juegos de chico que los de chica,prefiriendo el críquet no sólo a las muñecas, sino a otras diversionespropias de la infancia, como cuidar un lirón o un canario y regar lasflores. Catherine no mostró de pequeña afición por la horticultura, y sialguna vez se entretenía cogiendo flores, lo hacía por satisfacer sugusto a las travesuras, ya que solía coger precisamente aquellas quele estaba prohibido tocar. Esto en cuanto a las tendencias deCatherine; de sus habilidades sólo puedo decir que jamás aprendiónada que no se le enseñara y que muchas veces se mostródesaplicada y en ocasiones torpe. A su madre le llevó tres meses deesfuerzo continuado el enseñarle a recitar la Petición de un mendigo,e incluso su hermana Sally lo aprendió antes que ella. Y no es quefuera corta de entendimiento —la fábula de La liebre y sus amigos sela aprendió con tanta rapidez como pudieran haberlo hecho otrasniñas—, pero en lo que a estudios se refería, se empeñaba en seguirlos impulsos de su capricho. Desde muy pequeña mostró afición ajugar con las teclas de una vieja espineta, y Mrs. Morland, creyendover en ello una prueba de afición musical, le puso maestro.

Catherine estudió la espineta durante un año, pero como en esetiempo no se logró más que despertar en ella una aversióninconfundible por la música, su madre, deseosa siempre de evitarcontrariedades a su hija, decidió despedir al maestro. Tampoco secaracterizó Catherine por sus dotes para el dibujo, lo cual era extraño,ya que siempre que encontraba un trozo de papel se entretenía enreproducir, a su manera, casas, árboles, gallinas y pollos. Su padre laenseñó todo lo que supo de aritmética; su madre, la caligrafía yalgunas nociones de francés.

En dichos conocimientos demostró Catherine la misma falta de

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interés que en todos los demás que sus padres desearon inculcarle.Sin embargo, y a pesar de su pereza, la niña no era mala ni tenía uncarácter ingrato; tampoco era terca ni amiga de reñir con sushermanos, mostrándose muy rara vez tiránica con los más pequeños.Por lo demás, hay que reconocer que era ruidosa y hasta, si cabe, unpoco salvaje; odiaba el aseo excesivo y que se ejerciese cualquiercontrol sobre ella, y amaba sobre todas las cosas rodar por lapendiente suave y cubierta de musgo que había por detrás de lacasa.

Tal era Catherine Morland a los diez años de edad. Al llegar a losquince comenzó a mejorar exteriormente; se rizaba el cabello ysuspiraba de anhelo esperando el día en que se la permitiera asistir alos bailes. Se le embelleció el cutis, sus facciones se hicieron másfinas, la expresión de sus ojos más animada y su figura adquiriómayor prestancia. Su inclinación al desorden se convirtió en afición ala frivolidad, y, lentamente, su desaliño dio paso a la elegancia. Hastatal punto se hizo evidente el cambio que en ella se operaba que enmás de una ocasión sus padres se permitieron hacer observacionesacerca de la mejoría que en el porte y el aspecto exterior de su hija seadvertía. «Catherine está mucho más guapa que antes», decían devez en cuando, y estas palabras colmaban de alegría a la chica, puespara la mujer que hasta los quince años ha pasado por fea, el ser casiguapa es tanto como para la siempre bella ser profunda ysinceramente admirada.

Mrs. Morland era una madre ejemplar, y como tal deseaba quesus hijas fueran lo que debieran ser, pero estaba tan ocupada en dara luz y criar y cuidar a sus hijos más pequeños, que el tiempo quepodía dedicar a los mayores era más bien escaso. Ello explica el queCatherine, de cuya educación no se preocuparon seriamente suspadres, prefiriese a los catorce años jugar por el campo y montar acaballo antes que leer libros instructivos. En cambio, siempre tenía amano aquellos que trataban única y exclusivamente de asuntosligeros y cuyo objeto no era otro que servir de pasatiempo.Felizmente para ella, a partir de los quince años empezó a aficionarsea lecturas serias, que, al tiempo que ilustraban su inteligencia, leprocuraban citas literarias tan oportunas como útiles para quienestaba destinada a una vida de vicisitudes y peripecias.De las obras de Pope aprendió a censurar a los que

llevan puesto siempre el disfraz de la pena. De las de Gray, que

Más de una flor nace y florece sin ser vista, perfumandopródigamente el aire del desierto.De las de Thompson, que

...Es grato el deber de enseñar a brotar las ideas nuevas.De las de Shakespeare adquirió prolija e interesante información, yentre otras cosas la de que

Pequeñeces ligeras como el aireson para el celoso confirmación plena,pruebas tan irrefutables como las Sagradas Escrituras.

Y que

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El pobre insecto que pisamossiente al morir un dolor tan intensocomo el que pueda experimentar un gigante.

Finalmente, se enteró de que la joven enamorada se asemeja aLa imagen de la Paciencia que desde un monumento sonríe al

Dolor.La educación de Catherine se había perfeccionado, como se ve, demanera notable. Y si bien jamás llegó a escribir un soneto ni aentusiasmar a un auditorio con una composición original, nunca dejóde leer los trabajos literarios y poéticos de sus amigas ni de aplaudircon entusiasmo y sin demostrar fatiga las pruebas del talento musicalde sus íntimas. En lo que menos logró imponerse Catherine fue en eldibujo; ni siquiera consiguió aprender a manejar el lápiz, ni siquierapara plasmar en el papel el perfil de su amado. A decir verdad, eneste terreno no alcanzó tanta perfección como su porvenir heroico-romántico exigía. Claro que, por el momento, y no teniendo amado aquien retratar, no se daba cuenta de que carecía de esa habilidad.Porque Catherine había cumplido diecisiete años sin que hombrealguno hubiera logrado despertar su corazón del letargo infantil niinspirado una sola pasión, ni excitado la admiración más pasajera ymoderada. Todo lo cual era muy extraño. Sin embargo, cualquiercosa, por incomprensible que nos parezca, tiene explicación si seindagan las causas que la originan, y la ausencia de amor en la vidade Catherine hasta los diecisiete años se comprenderá fácilmente sise considera que ninguna de las familias que conocía había traído almundo un niño de origen desconocido; detalle importantísimotratándose de la historia de una heroína. Tampoco vivía ningúnaristócrata en la comarca, ni quiso la casualidad que Mr. Morlandfuese nombrado tutor de un huérfano, ni que el mayor hacendado delos alrededores tuviese hijos varones.

No obstante, cuando una joven nace para ser protagonista deuna historia de amor no puede oponerse a su destino la perversidadacumulada de unas cuantas familias . En el momento oportunosiempre surge algo que impulsa al héroe indispensable a cruzarse ensu camino, y en el caso de Catherine un tal Mr. Allen, dueño de lapropiedad más importante de Fullerton, el pueblo a que pertenecía lafamilia Morland, quien fue el instrumento elegido para tan alto fin. Adicho caballero le habían sido rentadas las aguas de Bath, y suesposa, una dama muy corpulenta pero de carácter excelente,comprendiendo sin duda que cuando una señorita de pueblo notropieza con aventura alguna allí donde vive, debe salir a buscarlasen otro lugar, invitó a Catherine a que los acompañase. Accedierongustosos a tal petición Mr. y Mrs. Morland, y la vida para Catherine setrocó desde aquel momento en una esperanza bella y atrayente.

A lo explicado en las páginas anteriores respecto a las dotespersonales y mentales de Catherine en el momento de lanzarse a lospeligros que, como todo el mundo sabe, rodean a los balnearios, debeañadirse que la niña era afectuosa y alegre, que carecía de vanidad yafectación, que sus modales eran sencillos, su conversación amena,su porte distinguido, y que todo ello compensaba la falta de los

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conocimientos que, al fin y al cabo, tampoco poseen otros cerebrosfemeninos a la edad de diecisiete años.

A medida que se acercaba la hora de partir rumbo a Bath, Mrs.Morland debería haberse mostrado profundamente afligida, deberíahaber presentido mil incidentes calamitosos y, con lágrimas en losojos, pronunciar palabras de amonestación y consejo. Visiones denobles cuya única finalidad en la vida fuera la de embaucar adoncellas inocentes y huir con ellas a lugares misteriosos ydesconocidos, deberían, asimismo, haber poblado su mente. Pero Mrs.Morland era tan sencilla, se hallaba tan lejos de sospechar cuálespodrían ser, cuáles eran, según aseguraban las novelas, las maldadesde que se mostraban capaces los aristócratas de su tiempo, y lospeligros que rodeaban a las jóvenes que por primera vez se lanzabanal mundo, que no se preocupó prácticamente de la suerte quepudiera correr su hija, hasta el punto de limitar a dos las advertenciasque al partir le dirigió, y que fueron las siguientes: que se abrigase lagarganta al salir por las noches y que llevase apuntados en uncuadernito los gastos que hiciera durante su ausencia. |

Al llegar tales momentos, correspondía a Sally, o Sarah —¿quéseñorita que se respete llega a los dieciséis años sin cambiar sunombre de pila?—, el puesto de confidente íntima de su hermana. Sinembargo, tampoco ella se mostró a la altura de las circunstancias,exigiendo a Catherine que le prometiese que escribiría a menudotransmitiendo cuantos detalles de su vida en Bath pudieran resultarinteresantes. La familia Morland mostró, en lo relativo a tanimportante viaje, una compostura inexplicable y más en consonanciacon los acontecimientos de un vivir diario y monótono, y sentimientosplebeyos, que con las tiernas emociones que la primera separación deuna heroína del seno del hogar suelen y deben inspirar. Mr. Morland,por su parte, en lugar de entregar a su hija un billete de banco decien libras esterlinas, advirtiéndole que contaba a partir de esemomento con un crédito ilimitado abierto a su nombre, confió a lajoven e inexperta muchacha diez guineas y le prometió darle algunacosita más si tenía necesidad urgente de ello.

Con elementos tan poco favorables para la formación de unanovela, emprendió Catherine su primer viaje. Este tuvo lugar sininconveniente alguno; los viajeros no se vieron sorprendidos porsalteadores ni tempestades; ni siquiera consiguieron encontrarse conel ansiado héroe. Lo único que por espacio de breves momentos logróinterrumpir su tranquilidad fue la suposición de que Mrs. Allen habíaolvidado sus chinelas en la posada, temor que, finalmente, resultóinfundado.

Finalmente llegaron a Bath. Catherine no cabía en sí de gozo;dirigía a todos lados la mirada, deseosa de disfrutar de las bellezasque encontraban a su paso por los alrededores de la población y porlas calles amplias y simétricas de ésta. Había ido a Bath para serfeliz, y ya lo era.

A poco de llegar se instalaron en una cómoda posada dePulteney Street.

Antes de proseguir conviene tener al corriente a los lectores del

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modo de ser de Mrs. Allen, con el objeto de que aprecien hasta quépunto influyó en el transcurso de esta historia y si entrañará elcarácter de dicha señora capacidad para labrar la desgracia deCatherine; en una palabra: si será capaz de interpretar el papel devillana de la novela, que es el que le correspondería, bien haciendo asu protegida víctima de un egoísmo y una envidia despiadados, biencon denodada perfidia interceptando sus cartas, difamándola oechándola de su casa.

Mrs. Allen pertenecía a la categoría de mujeres cuyo trato nosobliga a preguntarnos cómo se las arreglaron para encontrar lapersona dispuesta a contraer matrimonio con ellas. Para empezardiremos que carecía tanto de belleza como de talento y simpatíapersonal. Mr. Allen no tuvo más base en que fundar su elección que laque pudiera ofrecerle cierta distinción de porte, una frivolidadsosegada y un carácter bastante tranquilo. Nadie, en cambio, másindicada que su esposa para presentar a una joven en sociedad, yaque a la buena señora le encantaba tanto salir y divertirse como acualquier muchacha ávida de emociones. Su pasión eran los trapos.Vestir bien era uno de los mayores placeres de Mrs. Allen, y tantrascendental que en aquella ocasión hubieron de emplearse tres ocuatro días en buscar lo más nuevo, lo más elegante, lo que estuvieramás en armonía con los últimos mandatos de la moda, antes de quela amable y excelente esposa de Mr. Allen se mostrase dispuesta apresentarse ante el mundo distinguido de Bath. Catherine invirtió sutiempo y su dinero adquiriendo algunos adornos con que embellecersu indumento; y una vez que todo estuvo dispuesto, esperó conansiedad la noche de su presentación en los salones del gran casinodel balneario. Una vez llegada ésta, un peluquero experto onduló elcabello de la muchacha, recogiéndoselo en artístico peinado. Trasvestirse poniendo exquisita atención en los detalles tanto Mrs. Allencomo su doncella reconocieron que Catherine estabaverdaderamente atractiva. Animada por tan autorizadas opiniones, lamuchacha se despreocupó por completo, ya que le bastaba la ideade pasar inadvertida, pues no se creía lo bastante bonita paraprovocar admiración. Mrs. Allen invirtió tanto tiempo en vestirse quecuando al fin llegaron al baile los salones ya se encontrabanatestados. Apenas pusieron pie en el edificio, Mr. Allen desapareció endirección a la sala de juego, dejando que las damas se las arreglasencomo pudieran para encontrar asiento. Cuidando más de su traje quede su protegida, Mrs. Allen se abrió paso entre los caballeros, que, engrupo compacto, obstruían el acceso al salón; y Catherine, temiendoquedar rezagada, pasó su brazo por el de su acompañante, asiéndolacon tal fuerza que no lograron separarlas el flujo y reflujo de laspersonas que pasaban por su lado. Una vez dentro del salón, sinembargo, las señoras se encontraron con que, lejos de resultarlesmás fácil el adelantar, aumentaban la bulla y las apreturas. A fuerzade empujar llegaron al extremo más apartado de la estancia. Allí nosólo no encontraron donde sentarse, sino ni siquiera ver las parejasque, con gran dificultad, bailaban en el centro. Al fin, y tras poner aprueba todo su ingenio, lograron colocarse en una especie de pasillo,

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detrás de la última fila de bancos, donde había menos aglomeraciónde gente. Desde esa posición, Miss Morland pudo disfrutar de la vistadel salón y comprender cuan graves habían sido los peligros quehabían corrido para llegar allí. Era un baile verdaderamentemagnífico, y por primera vez aquella noche Catherine tuvo laimpresión de encontrarse en una fiesta.

Le habría gustado bailar, pero por desgracia no habían halladohasta el momento ni una sola persona conocida. Contrariada a causade ello, Mrs. Allen trató de manifestar su pesar por tan desdichadocontratiempo, repitiendo cada dos o tres minutos, y con suacostumbrada tranquilidad, las mismas palabras: «¡Cuánto meagradaría verte bailar, hija mía! ¡Cuánto me gustaría encontrarte unapareja...!»

Catherine agradeció los buenos deseos de su amiga dos y hastatres veces, pero al fin se cansó ante la repetición de frases tanineficaces y dejó hablar a Mrs. Allen sin molestarse en responder.Ninguna de las dos logró disfrutar por mucho tiempo del puesto quetan laboriosamente habían conquistado. Al cabo de unos minutosparecieron sentir simultáneamente el deseo de tomar un refresco, yMrs. Allen y su protegida se vieron obligadas a seguir el movimientoiniciado en dirección al comedor. Catherine comenzaba aexperimentar cierto desencanto; le molestaba enormemente el verseempujada y aprisionada por personas desconocidas, y ni siquiera leera posible aliviar el tedio de su cautiverio cambiando con suscompañeros la más insignificante palabra.

Cuando al fin llegaron al comedor, descubrieron contrariadas queno sólo no podían formar parte de grupo alguno, sino que no habíaquien les sirviera.

Mr. Allen no había vuelto a aparecer y, cansadas al fin de esperary de buscar lugar más apropiado, se sentaron en el extremo de unagran mesa, en torno a la cual charlaban animadamente variaspersonas. Como quiera que ni Mrs. Allen ni Catherine las conocían,tuvieron que contentarse con cambiar impresiones entre sí,congratulándose la primera, apenas se hubieron acomodado, dehaber logrado escapar a aquellas apreturas sin grave perjuicio de suelegante vestimenta.

—Habría sido una verdadera lástima que me hubieran rasgado elvestido, ¿no te parece? Es de una muselina muy fina, y te aseguroque no he visto en el salón ninguno más bonito que éste.

—¡Qué desagradable es —exclamó Catherine con aire distraído— el no conocer a nadie aquí!

—Sí, hija mía; tienes razón, es muy desagradable —murmuró,con la serenidad de costumbre, Mrs. Allen.

—¿Qué podríamos hacer? Estos señores nos miran como si lesmolestara nuestra presencia en esta mesa ¿Acaso nos consideranintrusas o algo así?

—Tienes razón, es muy desagradable. Me gustaría hallarme entremuchos conocidos.

—A mí con uno me bastaba; al menos tendríamos con quienhablar.

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—Muy cierto, hija mía; con uno solo ya habríamos formado ungrupo tan animado como el que más. Los Skinner vinieron aquí el añopasado. Ojalá se les hubiese ocurrido hacerlo también estatemporada.

—¿No sería mejor que nos marchásemos ? Ni siquiera nosofrecen de cenar.

—Es verdad; ¡qué cosa tan desagradable!; sin embargo, creo quelo mejor es quedarnos donde estamos; son tan molestas esasapreturas... Te agradecería que me dijeras si se me ha estropeado elpeinado. Antes me dieron tal golpe en la cabeza que no me extrañaríaque estuviese descompuesto.

—No, está muy bien. Pero, querida señora, ¿está usted segura deque no conoce a nadie? Entre tanta gente alguien habrá que no le seacompletamente extraño.

—Te aseguro que no. ¡Ojalá estuviera aquí un buen número deamistades y pudiese procurarte una pareja de baile! Mira qué mujertan extraña va por allí y qué traje lleva... Vaya una antigualla; fíjatequé corta tiene la espalda.

Al cabo de un largo rato un caballero desconocido les ofreció unataza de té.

Ambas agradecieron profundamente la atención, no sólo por lainfusión misma, sino porque ello les proporcionaba ocasión decambiar algunas palabras con aquel a quien debieron tamañacortesía. Nadie volvió a dirigirles la palabra y, juntas siempre, vieronacabar el baile, hasta el momento en que Mr. Allen se presentó abuscarlas.

—¿Qué tal, Miss Morland? —dijo éste—. ¿Se ha divertido ustedtodo lo que esperaba?

—Mucho, sí, señor —contestó Catherine, disimulando un bostezo.—Es una lástima que no haya podido bailar —dijo Mrs. Allen—.

Me habría gustado encontrarle una pareja. Precisamente acabo dedecirle que si los Skinner hubieran estado aquí este año en lugar delpasado, o si los Parry se hubieran decidido a venir, como pensabanhacer, habría tenido con quién bailar. No ha podido ser, y lo lamento.

—Otra noche quizá consigamos que lo pase mejor —dijo con tonoconsolador Mr. Allen.

Apenas se hubo terminado el baile comenzó a marcharse laconcurrencia, dejando lugar para que quienes quedaban pudieranmoverse con mayor comodidad y para que nuestra heroína, cuyopapel durante la noche no había sido verdaderamente muy lucido,consiguiera ser vista y admirada. A medida que transcurrían losminutos y menguaba el número de asistentes, Catherine encontrónuevas ocasiones de exponer sus encantos. Al fin pudieron verlamuchos jóvenes, para quienes antes su presencia había pasadoinadvertida. A pesar de ello, ninguno entró en éxtasis al contemplarla,ni se apresuró a interrogar acerca de su procedencia a personaalguna, ni calificó de divina su belleza, y eso que Catherine estababastante guapa, hasta el punto que si alguno de los presentes lahubiese conocido tres años antes habría quedado maravillado delcambio que se observaba en su rostro.

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A pesar de no haber sido objeto de la frenética admiración quesu condición de heroína requería, Catherine oyó decir a doscaballeros que la encontraban bonita aquellas palabras produjeron talefecto en su ánimo que la hicieron modificar su opinión acerca de losplaceres de aquella velada. Satisfecha con ellas su humilde vanidad,Catherine sintió por sus admiradores una gratitud más intensa que laque en heroínas de mayor fuste habrían provocado los máshalagadores sonetos, y la muchacha, satisfecha de sí y del mundo engeneral, de la admiración y las atenciones con que últimamente eraobsequiada, se mostró con todos de muy buen talante y excelentehumor.

De allí en adelante, cada día trajo consigo nuevas ocupaciones ydeberes, tales como las visitas a las tiendas, el paseo por lapoblación, la bajada al balneario, donde pasaban las dos amigas elrato mirando a todo el mundo, pero sin hablar con nadie. Mrs. Allenseguía insistiendo en la conveniencia de formar un círculo deamistades, y lo mencionaba cada vez que se daba cuenta de cuangrandes eran las desventajas de no contar entre tanta gente con unsolo conocido o amigo.

Pero cierto día en que visitaban un salón en el que solían darseconciertos y bailes, quiso la suerte favorecer a nuestra heroínapresentándole, por mediación del maestro de ceremonias, cuyamisión era buscar parejas de baile a las damas, a un apuesto jovenllamado Tilney, de unos veinticinco años, estatura elevada, rostrosimpático, mirada inteligente y, en conjunto, sumamente agradable.Sus modales eran los de un perfecto caballero, y Catherine no pudopor menos de congratularse de que la suerte le hubiera deparado tangrata pareja. Cierto que mientras bailaban apenas les fue posibleconversar, pero cuando más tarde se sentaron a tomar el té tuvoocasión de convencerse de que aquel joven era tan encantador comosu apariencia la había inducido a suponer. Tilney hablaba condesparpajo y entusiasmo tales de cuantos asuntos se le antojó tratar,que Catherine sintió un interés que no acertó a disimular, y eso quemuchas veces no entendía una palabra de lo que decía. Después decharlar un rato acerca del ambiente que los rodeaba, Tilney dijo derepente:

—Le ruego que me perdone por no haberle preguntado cuántotiempo lleva usted en Bath, si es la prima vez que visita el balneario ysi ha estado usted en los salones de baile y en el teatro. Confieso minegligencia y suplico que me ayude a reparar mi falta satisfaciendomi curiosidad al respecto. Si le parece la ayudaré formulando laspreguntas por orden correlativo.

—No necesita molestarse, caballero.—No es molestia, señorita —dijo él, y adoptando una expresión

de exagerada seriedad, y bajando afectadamente la voz, preguntó—:¿Cuánto tiempo lleva usted en Bath?

—Una semana, aproximadamente —contestó Catherine, tratandode hablar con la gravedad debida.

—¿De veras? —dijo él con tono que afectaba sorpresa.—¿ Por qué se sorprende, caballero ?

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—Es lógico que me lo pregunte, pero debe saber que la sorpresano es una emoción fácil de disimular, sino tan razonable comocualquier otro sentimiento. Ahora le ruego que me diga si ha pasadousted alguna otra temporada en este balneario.

—No señor; ninguna.—¿De veras? ¿Ha ido usted a otros salones de baile?—Sí, señor; el lunes pasado.—Y en el teatro, ¿ ha estado usted ?—Sí, señor; el martes.—¿Ha asistido a algún concierto?—Sí, el del pasado miércoles.—¿Le gusta Bath?—Bastante. —Una pregunta más y luego podemos seguir hablando como

seres racionales.Catherine apartó la vista; no sabía si echarse a reír o no.—Ya veo cuan mala es la opinión que se ha formado usted de mí

—díjole el joven seriamente—. Imagino lo que escribirá mañana en sudiario.

—¿Mi diario?—Sí. Me figuro que escribirá usted lo siguiente: «Viernes: estuve

en un salón de baile, vistiendo mi traje de muselina azul y zapatosnegros; provoqué bastante admiración, pero me vi acosada por unhombre extraño, que insistió en bailar conmigo y en molestarme consus necedades.»

—Creo que se equivoca.—Aun así, ¿me permite que le diga qué debería escribir?—Si lo desea...—Pues esto: «Bailé con un joven muy agradable, que me fue

presentado por Mr. King; sostuve con él una larga conversación, en elcurso de la cual pude convencerme de que estaba tratando con unhombre de extraordinario talento. Me encantaría conocerlo más afondo.» Eso, señorita, es lo que quisiera que escribiera usted.

—Podría ocurrir, sin embargo, que no tuviese costumbre deescribir un diario.

—También podría ocurrir que en este momento no estuvieseusted en el salón. Hay cosas acerca de las cuales no es posible dudar.¿Cómo, si no escribiese un diario, iban luego sus primas y amigas aconocer sus impresiones durante su estancia en Bath? ¿Cómo, sin laayuda de un diario, iba usted a llevar cuenta debida de las atencionesrecibidas, ni a recordar el color de sus trajes y el estado de su cutis ysu cabello en cada ocasión? No, mi querida amiga, no soy tanignorante ni desconozco las costumbres de las señoritas de lasociedad tanto como usted, por lo visto, supone. La grata costumbrede llevar un diario contribuye a la encantadora facilidad que paraescribir muestran las señoras y por la que tan justa han sidocelebradas.

Todo el mundo reconoce que el arte de escribir cartas bellas esesencialmente femenino. Tal vez dicha facultad sea un don de laNaturaleza, pero opino que la práctica de llevar un diario ayuda a

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desarrollar este talento instintivo.—Muchas veces he dudado —dijo Catherine con aire pensativo—

de que la mujer sepa escribir mejores cartas que el hombre. En miopinión, no es en este terreno donde debemos buscar nuestrasuperioridad.

—Pues la experiencia me dice que el estilo epistolar de la mujersería perfecto si no adoleciera de tres defectos

—¿Cuáles? —Falta de asunto, ausencia de puntuación y cierta ignorancia de

las reglas gramaticales. —De saberlo no me habría apresurado a renunciar al cumplido.

Veo que no merecemos su buena opinión en este sentido.—No me entiende usted; lo que niego es que, con regla general,

pueda imponerse la superioridad de un sexo, y que ambosdemuestran igual aptitud para todo aquello que está basado en laelegancia y el buen gusto.

Al llegar a este punto, Mrs. Allen interrumpió la conversación.—Querida Catherine —dijo—, te suplico que me quites el alfiler

con que llevo prendida esta manga. Temo que haya sufrido undesperfecto, y lo lamentaré, pues se trata de uno de mis vestidospredilectos, a pesar de que la tela no me ha costado más que nuevechelines la vara.

—Precisamente en eso estimaba yo su corte —intervino Mr.Tilney.

—¿Entiende usted de muselinas, caballero?—Bastante; elijo siempre mis corbatines, y hasta tal punto ha

sido elogiado mi gusto, que en más de una ocasión mi hermana meha confiado la elección de sus vestidos. Hace unos días le compréuno, y cuantas señoras lo han visto han declarado que el precio nopodía ser más conveniente. Pagué la tela a cinco chelines la vara, y setrataba nada menos que de una muselina de la India...

Mrs. Allen se apresuró a elogiar aquel talento sin igual.—¡Qué pocos hombres hay —dijo— que entiendan de estas

cosas! Mi marido no sabe distinguir un género de otro. Usted,caballero, debe de ser de gran consuelo y utilidad para su hermana.

—Así lo espero, señora.—Y ¿podría decirme qué opinión le merece el traje que lleva Miss

Morland?—El tejido tiene muy buen aspecto, pero no creo que quede bien

después de lavado. Estas telas se deshilachan fácilmente.—¡Qué cosas dice! —exclamó Catherine entre risas—. ¿Cómo

puede usted ser tan... iba a decir «absurdo» ?—Coincido con usted, caballero —dijo Mrs. Allen—, y así se lo

hice saber a Miss Morland cuando se decidió a comprarlo. —Como bien sabrá, señora, las muselinas tienen mil

aplicaciones y son susceptibles de innumerables cambios.Seguramente Miss Morland, llegado el momento, aprovechará su trajehaciéndose con él una pañoleta o una cofia. La muselina no tienedesperdicio; así se lo he oído decir a mi hermana muchas vecescuando se ha excedido en el coste de un traje o ha echado a perder

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algún trozo al cortarlo.—¡Qué población tan encantadora es ésta!, ¿verdad, caballero? Y

cuántos establecimientos de modas se encuentran en ella. En elcampo carecemos de tiendas, y eso que en la ciudad de Salisbury lashay excelentes; pero está tan lejos de nuestro pueblo... Ocho millas...Mi marido asegura que son nueve, pero yo estoy persuadida de queson ocho, y... es bastante; pues siempre que voy a dicha ciudadvuelvo a casa rendida. Aquí, en cambio, con salir a la puerta seencuentra todo cuanto pueda desearse.

Mr. Tilney tuvo la cortesía de fingir interés en cuanto le decía Mrs.Allen, y ésta, animada por se atención, le entretuvo hablando demuselinas hasta que se reanudó la danza. Catherine empezó a creer,al oírlos que al joven caballero le divertían tal vez en exceso lasdebilidades ajenas.

—¿En qué piensa usted? —le preguntó Tilney mientras se dirigíacon ella hacia el salón de baile—. Espero que no sea en su pareja,pues a juzgar por los movimientos de cabeza que ha hecho usted,meditar en ello no debió de complacerla.

Catherine se ruborizó y contestó con ingenuidad —No pensaba en nada. —Sus palabras reflejan discreción y picardía; pero yo preferiría

que me dijera francamente que prefiere no contestar a mi pregunta.—Está bien, no quiero decirlo.—Se lo agradezco; ahora estoy seguro de que llegaremos a

conocernos, pues su respuesta me autoriza a bromear con ustedacerca de este punto siempre que nos veamos, y nada como tomarsea risa esta clase de cosas para favorecer el desarrollo de la amistad.

Bailaron una vez más, y al terminar la fiesta se separaron convivos deseos, al menos por parte de ella, de que aquel conocimientomutuo prosperase. No sabemos a ciencia cierta si mientras sorbía enla cama su acostumbrada taza de vino caliente con especiasCatherine pensaba en su pareja lo bastante para soñar con éldurante la noche; pero, de ocurrir así, es de esperar que el sueñofuera de corta duración, un ligero sopor a lo sumo; porque si escierto, y así lo asegura un gran escritor, que ninguna señorita debeenamorarse de un hombre sin que éste le haya declaradopreviamente su amor, tampoco debe estar bien el que una jovensueñe con un hombre antes de que éste haya soñado con ella.

Por lo demás, hemos de añadir que Mr. Allen, sin tener encuenta, tal vez, las cualidades que como soñador o amador pudieranadornar a Mr. Tilney, hizo aquella misma noche indagaciones respectoal nuevo amigo de su joven protegida, mostrándose dispuesto a quetal amistad prosperase, una vez que hubo averiguado que Mr. Tilneyera ministro de la Iglesia anglicana y miembro de una distinguidísimafamilia.

Al día siguiente Catherine acudió al balneario más temprano quede costumbre. Estaba convencida de que en el curso de la mañanavería a Mr. Tilney, y dispuesta a obsequiarle con la mejor de sussonrisas; pero no tuvo ocasión de ello, pues Mr. Tilney no se presentó.Seguramente no quedó en Bath otra persona que no frecuentase

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aquellos salones. La gente salía y entraba sin cesar; bajaban y subíanpor la escalinata cientos de hombres y mujeres por los que nadietenía interés, a los que nadie deseaba ver; únicamente Mr. Tilneypermanecía ausente.

—¡Qué delicioso sitio es Bath! —exclamó Mrs. Allen cuando,después de pasear por los salones hasta quedar exhaustas,decidieron sentarse junto al reloj grande—. ¡Qué agradable seríacontar con la compañía de un conocido!

Mrs. Allen había manifestado ese mismo deseo tantas veces, queno era de suponer que pensase seriamente en verlo satisfecho alcabo de los días. Sin embargo, todos sabemos, porque así se nos hadicho, que «no hay que desesperar de lograr aquello que deseamos,pues la asiduidad, si es constante, consigue el fin que se propone», yla asiduidad constante con que Mrs. Allen había deseado día tras díaencontrarse con alguna de sus amistades se vio al fin premiada, comoera justo que ocurriese.

Apenas llevaban ella y Catherine sentadas diez minutos cuandouna señora de su misma edad, aproximadamente, que se hallaba allícerca, luego de fijarse en ella detenidamente le dirigió las siguientespalabras:

—Creo, señora... No sé si me equivoco; hace tanto tiempo que notengo el gusto de verla... Pero ¿acaso no es usted Mrs. Allen?

Tras recibir una respuesta afirmativa, la desconocida se presentócomo Mrs. Thorpe, y al cabo de unos instantes logró Mrs. Allenreconocer en ella a una antigua amiga y compañera de colegio, a laque sólo había visto una vez después de que ambas se casaran. Elencuentro produjo en ellas una alegría enorme, como era de esperardado que hacía quince años que ninguna sabía nada de la otra. Sedirigieron mutuos cumplidos acerca de la apariencia personal de cadauna, y después de admirarse de lo rápidamente que habíatranscurrido el tiempo desde su último encuentro, de lo inesperado desu entrevista en Bath y de lo grato que resultaba el reanudar suantigua amistad, procedieron a interrogarse la una a la otra acerca desus respectivas familias, hablando las dos a la vez y demostrandoambas mayor interés en prestar información que en recibirla. Mrs.Thorpe llevaba sobre Mrs. Allen la enorme ventaja de ser madre defamilia numerosa, lo cual le permitía hacer una prolongadadisertación acerca del talento de sus hijos y de la belleza de sus hijas,dar cuenta detallada de la estancia de John en la Universidad deOxford, del porvenir que esperaba a Edward en casa del comercianteTaylor y de los peligros a que se hallaba expuesto William, que eramarino, y congratularse de que jamás hubiesen existido jóvenes másestimados y queridos por sus respectivos jefes que aquellos tres hijossuyos.

Mrs. Allen quedaba, claro está, muy a la zaga de su amiga entales expansiones maternales, ya que, puesto que no tenía hijos, leera imposible despertar la envidia de su interlocutora refiriendotriunfos similares a los que tanto enorgullecían a ésta; pero hallóconsuelo a semejante desaire al observar que el encaje que adornabala esclavina de su amiga era de calidad muy inferior a la de la suya.

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—Aquí vienen mis hijitas queridas —dijo de repente Mrs. Thorpeseñalando a tres guapas muchachas que, cogidas del brazo, seacercaban en dirección al grupo—. Tengo verdaderos deseos depresentárselas, y ellas tendrán también gran placer en conocerla. Lamayor, y más alta, es Isabella. ¿Verdad que es hermosa? Tampoco lasotras son feas; pero, a mi juicio, Isabella es la más bella de las tres.

Una vez presentadas a Mrs. Allen las señoritas Thorpe, MissMorland, cuya presencia había pasado inadvertida hasta el momento,fue a su vez debidamente introducida. El nombre de la muchacha lessonó muy familiar a todas, y tras el cambio de cortesías propio enestos casos, Isabella declaró que Catherine y su hermano James separecían mucho.

—Es cierto —exclamó Mrs. Thorpe, conviniendo acto seguido quela habrían tomado por hermana de Mr. Morland donde quiera que lahubieran visto.

Catherine se mostró sorprendida, pero en cuanto las señoritasThorpe empezaron a referir la historia de la amistad que las unía consu hermano, recordó que James, primogénito de la familia Morland,había trabado amistad poco tiempo antes con un compañero deuniversidad cuyo apellido era Thorpe, y que había pasado la últimasemana de sus vacaciones de Navidad en casa de la familia de estemuchacho, que residía en las proximidades de Londres.

Una vez que todo quedó debidamente aclarado, las señoritas deThorpe manifestaron vivos deseos de trabar amistad con la hermanade aquel amigo suyo, etcétera, etcétera.

Catherine, por su parte, escuchó complacida las frases amablesde sus nuevas conocidas, correspondiendo a ellas como pudo, y enprueba de amistad Isabella la tomó del brazo y la invitó a dar unavuelta por el salón. La muchacha estaba encantada de ver cómoaumentaba el número de sus amistades en Bath, y tanto se interesóen lo que le decía Miss Thorpe que prácticamente se olvidó de supareja de la víspera. La amistad es el mejor bálsamo para las heridasque produce en el alma un amor mal correspondido.

La conversación giró en torno a los temas habituales de lasjóvenes, como el vestido, los bailes, el cuchicheo y las chanzas. Claroque Miss Thorpe, que era cuatro años mayor que Catherine ydisponía, por lo tanto, de otros tantos de experiencia más que ésta,aventajaba a su amiga en la discusión de dichos asuntos. Podía, porejemplo, comparar los bailes de Bath con los de Tunbridge, las modasdel balneario con las de Londres, y hasta rectificar el gusto deCatherine en lo que a indumentaria se refería, además de saberdescubrir un coqueteo entre personas que aparentemente no hacíanmás que cambiar leves sonrisas.

Catherine celebró semejantes dotes de observación, y el respetoque sintió por su nueva amiga habría resultado excesivo si la llanezade trato de Isabella y el placer que aquella amistad le inspiraban nohubieran hecho desaparecer del ánimo de la muchacha lossentimientos de vago temor que siempre provocaba en ella lodesconocido, inculcándole en su lugar una tierna admiración. Elcreciente afecto que ambas se profesaron no podía, desde luego,

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quedar satisfecho con media docena de vueltas por los salones, yexigió, cuando llegó el momento de separarse de Miss Thorpe,acompañase a Catherine hasta la puerta misma de su casa, donde sedespidieron con un cariñoso apretón de manos, no sin antesprometerse que se verían aquella noche en el teatro y asistirían altemplo a la mañana siguiente.

Tras esto, Catherine subió rápidamente por las escaleras y sedirigió hacia la ventana para contemplar el paso de Miss Thorpe por laacera de enfrente, admirar su gracia y su elegancia y alegrarse deque el destino le hubiese dado ocasión de trabar tan interesanteamistad.

Mrs. Thorpe, viuda y dueña de una escasa fortuna, era mujeramable y una madre indulgente. La mayor de sus hijas poseía unabelleza indiscutible, y las más pequeñas tampoco habían sidodesfavorecidas por la naturaleza. Sirva esta sucinta exposición paraevitar a mis lectores la necesidad de escuchar el prolijo relato que desus aventuras y sufrimientos hiciera Mrs. Thorpe a Mrs. Allen;detalladamente expuesto, llegaría a ocupar tres o cuatro capítulossucesivos, dedicados, en su mayor parte, a considerar la maldad eineficacia de la curia en general y a una repetición de conversacionescelebradas más de veinte años antes de la fecha en que tiene lugarnuestra historia.

A pesar de hallarse muy ocupada aquella noche en el teatro encorresponder debidamente los saludos y sonrisas de Mrs. Thorpe,Catherine no se olvidó de recorrer con la vista una y otra vez la sala,en espera de descubrir a Mr. Tilney. Fue en vano. Mr. Tilney tenía, alparecer, tan poca afición al teatro como al balneario. Más afortunadacreyó ser al día siguiente al comprobar que era una mañanaespléndida, pues cuando hacía buen tiempo los hogares quedabanvacíos y todo el mundo se lanzaba a la calle para felicitarsemutuamente por la excelencia de la temperatura. Tan pronto comohubieron terminado los oficios eclesiásticos, los Thorpe y los Allen sereunieron, y después de permanecer en los salones del balneario eltiempo suficiente para enterarse de que tanta aglomeración de genteresultaba insoportable y de que no había entre todas aquellaspersonas una sola distinguida —detalle que, según todos observaron,se repetía cada domingo—, se marcharon al Crescent donde elambiente era más refinado. Allí, Catherine e Isabella, cogidas delbrazo, gozaron nuevamente de las delicias de la amistad. Hablaronmucho y con verdadero placer; pero Catherine vio una vez másdefraudadas sus esperanzas de encontrarse con su pareja. En los díasque siguieron lo buscó sin éxito en las tertulias matutinas y lasvespertinas, en las salas de baile y de concierto, en los bailes deconfianza y en los de etiqueta, entre la gente que iba andando, acaballo o en coche.

Ni siquiera aparecía inscrito su nombre en los libros de registrodel balneario, la ansiedad de la muchacha aumentaba por momentos.Indudablemente, Mr. Tilney debía de haberse marchado de Bath; sinembargo, la noche del baile nada dijo a Catherine que hiciera suponera ésta que su marcha estaba próxima.

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Con todo ello aumentó la impresión de misterio tan necesaria enla vida de los héroes, lo que provocaba en la muchacha nuevas ansiasde verlo. Por medio de la familia Thorpe no logró averiguar nada, puessólo llevaba dos días en Bath cuando ocurrió el feliz encuentro conMrs. Allen. Catherine, sin embargo, habló de Mr. Tilney en más de unaocasión con su nueva amiga, y como quiera que Isabella siempre laanimaba a seguir pensando en el joven, la impresión que en el ánimode la muchacha éste había producido no se debilitaba ni por uninstante. Desde luego, Isabella se mostró segura de que Tilney debíade ser un hombre encantador, así como que su querida Catherinehabría provocado en él tal admiración que no tardarían en verloaparecer nuevamente. Mrs. Thorpe hallaba muy oportuno que Tilneyfuera ministro de la Iglesia, pues siempre había sido partidaria de talprofesión, y al decirlo dejó escapar un profundo suspiro. Catherinehizo mal, quizá, en no averiguar las causas de la emoción queexpresaba su amiga; pero Catherine no estaba lo bastanteexperimentada en lides de amor ni en los deberes que requiere unafirme amistad para conocer el modo de forzar la ansiada confidencia.

Mrs. Allen, mientras tanto, disfrutaba enormemente de suestancia en Bath. Al fin había encontrado una conocida, encarnada enla persona de una antigua amiga suya, a lo que debía sumarse lagrata seguridad de que ésta vestía con menos elegancia y lujo queella.

Ya no sé pasaba el día exclamando: «¡Cuánto desearía tenertrato con alguien en Bath!», sino «¡Cuánto celebro haber encontradoen Bath a Mrs. Thorpe!», demostrando tanto o mayor afán porfomentar la amistad entre ambas familias que el que sentíanCatherine e Isabella, hasta el punto de jamás quedar contenta cuandoalgún motivo le impedía pasar la mayor parte del día junto a Mrs.Thorpe, ocupada en lo que ella llamaba conversar con su amiga. Enrealidad, tales conversaciones no entrañaban cambio alguno deopinión acerca de uno o varios asuntos, sino que se limitaban a laacostumbrada relación de los méritos de sus hijos por parte de Mrs.Thorpe y a la descripción de sus trajes por parte de Mrs. Allen.

El desarrollo de la amistad de Isabella y Catherine fue, por suparte, tan rápido como espontáneos habían sido sus comienzos,pasando ambas jóvenes por las distintas y necesarias gradaciones deternura con prisa tal que al poco tiempo no les quedaba pruebaalguna de amistad mutua que ofrecerse. Se llamaban por su nombrede pila, paseaban cogidas del brazo, se cuidaban las colas de losvestidos en los bailes y cuando el tiempo no favorecía sus salidas seencerraban para leer juntas alguna novela. Novela, sí. ¿Por qué nodecirlo? No pienso ser como esos escritores que censuran un hecho alque ellos mismos contribuyen con sus obras, uniéndose a susenemigos para vituperar este género de literatura, cubriendo deescarnio a las heroínas que su propia imaginación fabrica ycalificando de sosas e insípidas las páginas que sus protagonistashojean, según ellos, con disgusto. Si las heroínas no se respetanmutuamente, ¿cómo esperar de otros el aprecio y la estima debidos?Por mi parte, no estoy dispuesta a restar a las mías lo uno ni lo otro.

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Dejemos a quienes publican en revistas criticar a su antojo un géneroque no dudan en calificar de insulso, y mantengámonos unidos losnovelistas para defender lo mejor que podamos nuestros intereses.

Representamos a un grupo literario injusta y cruelmentedenigrado, aun cuando es el que mayores goces ha procurado a laHumanidad. Por soberbia, por ignorancia o por presiones de la moda,resulta que el número de nuestros detractores es casi igual al denuestros lectores y mientras mil plumas se dedican a alabar elejemplo y esfuerzo de los hombres que no hicieron más quecompendiar por enésima vez la historia de Inglaterra o coleccionar enuna nueva edición algunas líneas de Milton de Pope y de Prior, juntocon un artículo del Spectator un capítulo de Sterne, la inmensamayoría de los escritores procura desacreditar la labor del novelista yresta importancia a obras que no adolecen de más defecto que elponer gracia, ingenio y buen gusto. A cada momento se oye decir: «Yono soy aficionado a leer novelas»; bien: «Yo apenas si leo novelas»; ya lo sumo: «Esta obra, para tratarse de una novela, no está del todomal». Si preguntamos a una dama: «¿Qué lee usted?», y ésta llámeseCecilia, Camilla o Belinda, que para el caso lo mismo da, se encuentraocupada en la lectura de una obra novelesca, nos dirá sonrojándose:«Nada... Una novela»; hasta sentirá cierta vergüenza de haber sidodescubierta concentrada en una obra en la que, por medio de unrefinado lenguaje y una inteligencia poderosa, le es dado conocer lainfinita variedad del carácter humano y las más felices ocurrencias deuna mente avispada y despierta. Si, en cambio, esa misma damaestuviese en el momento de la pregunta, buscando distracción a suaburrimiento en un ejemplar del Spectator, responder con orgullo y sejactaría de estar leyendo una obra a la postre tan plagada de hechosinverosímiles y de tópicos de escaso o ningún interés, concebidos, porañadidura en un lenguaje tan grosero que sorprende el que pudieraser sufrido y tolerado.

La conversación que a continuación exponemos se celebró en elbalneario ocho o nueve días después de haberse conocido las dosamigas, y bastará para dar una idea de la ternura de los sentimientosque unían a Isabella y a Catherine y de la delicadeza, la discreción, laoriginalidad de pensamiento y el gusto literario que caracterizaban yexplicaban afecto tan profundo.

El encuentro se había acordado de antemano, y como Isabellallegó al menos cinco minutos antes que su amiga, su primera reacciónal ver a ésta fue:

—Querida Catherine, ¿cómo llegas tan tarde? Llevo esperándoteun siglo.

—¿De veras? Lo lamento de veras, pero creí que llegaba atiempo. Confío en que no hayas tenido que esperar mucho.

—Pues debo de llevar aquí media hora. Da igual... Sentémonos ytratemos de pasarlo bien. Tengo mil cosas que contarte. Cuando mepreparaba para salir temí por un instante que lloviese, y mis motivostenía, ya que estaba muy nublado. ¿Sabes?, he visto un sombreroprecioso en un escaparate de Milsom Street. Es muy parecido al tuyo,sólo que las cintas no son verdes, sino color coquelicot. Tuve que

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contenerme para no comprarlo... Querida, ¿qué has hecho estamañana? ¿Sigues leyendo Udolfo?

—Eso es justamente lo que he estado haciendo, llegando alepisodio del velo negro.

—¿De veras? ¡Qué delicia...! Por nada del mundo consentiría endecirte lo que se oculta detrás de ese velo, ¿no estás muerta porsaberlo?

—¿Lo dudas acaso? Pero no, no me lo digas; no quisiera saberlopor nada del mundo. Estoy convencida de que se trata de unesqueleto, quizá el de Laurentina... Te aseguro que me encanta eselibro. Desearía pasarme la vida leyéndolo, y si no hubiera sido porqueestabas esperándome, por nada del mundo habría salido de casa estamañana.

—¡Querida mía..., cuánto te lo agradezco! He pensado quecuando termines el Udolfo podríamos leer juntas El italiano, y paracuando terminemos con ése tengo preparada una lista de diez o docetítulos del mismo género.

—¿De verdad? ¡Cuánto me alegra! ¿Cuáles son?—Te lo diré ahora mismo, pues llevo los títulos escritos en mi

libreta: El castillo de Wolfenbach, Clermont, Avisos misteriosos, Elnigromante de la Selva Negra, La campana de la media noche, Lahuérfana del Rin y Misterios horribles. Creo que con estos tenemospara a tiempo.

—Sí, sí... Ya lo creo. Pero ¿estás segura de que todos ellos son deterror?

—Segurísima. Lo sé por una amiga mía que los ha leído. Se tratade Miss Andrews, la criatura más encantadora del mundo. Me gustaríaque la conocieras. La encontrarías adorable. Se está haciendo unacapa de punto que es una preciosidad. Yo la encuentro admirable, yno entiendo cómo los hombres no sienten lo mismo. Yo se lo he dichoa muchos, y hasta he reñido con más de uno a causa de ello.

—¿Has reñido porque no la admiraban?—Naturalmente. No hay nada en el mundo que sea capaz de

hacer si de ayudar a las personas por quienes siento cariño se trata.Te aseguro que no soy de las que quieren a medias. Mis sentimientossiempre son profundos y arraigados. Así, el invierno pasado pudedecirle al capitán Hunt, en el transcurso de un baile, que por muchoque hiciera yo no bailaría con él si antes no reconocía que MissAndrews era de una belleza angelical. Los hombres creen quenosotras las mujeres somos incapaces de sentir verdadera amistadlas unas por las otras, y me he propuesto demostrarles lo contrario.Si, por ejemplo, oyese que alguien hablaba de ti en términos pocohalagüeños, saldría en tu defensa al instante; pero no es probableque algo semejante suceda, considerando que eres de esas mujeresque siempre gustan a los hombres...

—¡Ay, Isabella! ¿Cómo dices eso?—exclamó Catherine,ruborizada.

—Lo digo porque estoy convencida de ello: posees toda la vivezaque a Miss Andrews le falta; porque debo confesarte que es unamuchacha muy sosa, la pobre. Vaya, se me olvidaba decirte que ayer,

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cuando acabábamos de separarnos, vi a un joven mirarte con talinsistencia que sin duda debía de estar enamorado de ti.

Catherine se ruborizó de nuevo y rechazó la insinuación.—Es cierto, te lo juro —dijo Isabella—; lo que ocurre es que no

aceptas el hecho de que provocas admiración, porque salvo unhombre cuyo nombre no pronunciaré... No, si no te censuro por ello —añadió con tono más formal—. Además, comprendo tus sentimientos.Cuando el corazón se entrega por completo a una persona, esimposible caer bajo el hechizo de otros hombres; todo lo que no serelacione con el ser amado pierde interés, de modo que ya ves que tecomprendo perfectamente.

—Pero no debieras hablarme en esta forma de Mr. Tilney, esposible que nunca vuelva a verlo.

—¡Qué cosas dices! Si lo creyeses así serías muy desdichada.—No tanto. Admito que me ha parecido un hombre de trato muy

agradable, pero mientras esté en condiciones de leer el Udolfo, teaseguro que no hay nada en el mundo capaz de hacermedesgraciada. Ese velo terrible... Querida Isabella, estoy convencida deque el esqueleto de Laurentina yace oculto tras de él.

—A mí lo que me extraña es que no lo hubieras leído antes.¿Acaso tu madre se opone a que leas novelas?

—De ningún modo; precisamente está leyendo Sir CharlesGrandison; pero en casa no tenemos muchas ocasiones de conocerobras nuevas.

—¿Sir Charles Grandison? Pero ¡si es una obra odiosa! Ahorarecuerdo que Miss Andrews no pudo terminar el primer tomo.

—Pues yo lo encontré bastante entretenido; claro que no tantocomo el Udolfo.

—¿De veras? Yo creía que era aburrido... Pero hablemos de otracosa. ¿Has pensado en el adorno que te pondrás en la cabeza estanoche? Ya sabes que los hombres se fijan mucho en esos detalles, yhasta los comentan.

—¿Y qué puede importarnos? —preguntó con ingenuidadCatherine.

—¿Importarnos? Nada, por supuesto. Yo tengo por norma nohacer caso de lo que puedan decir. Estoy convencida de que a loshombres se les debe hablar con desdén y descaro, pues si no losobligamos a guardar las distancias debidas se vuelven muyimpertinentes.

—¿Es posible? Pues te aseguro que no me había dado cuenta deque fueran así. Conmigo siempre se han mostrado muy correctos.

—Calla, por Dios; se dan unos aires... Son los seres máspretenciosos del mundo... Pero a propósito de ellos, jamás me hasdicho, y eso que he estado a punto preguntártelo muchas veces, quéclase de hombre te gusta más: el rubio o el moreno.

—Pues la verdad es que nunca he pensado en ello; ahora que melo preguntas, te diré que prefiero a los que no son ni muy rubios nimuy morenos.

—Veo, Catherine, que no me equivocaba. La descripción queacabas de hacer responde a la que antes hiciste de Mr. Tilney: cutis

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moreno, ojos oscuros y pelo castaño. Mi gusto es distinto del tuyo:prefiero los ojos claros y el cutis muy moreno; pero te suplico que notraiciones esta confianza si algún día ves que alguno responde a taldescripción.

—¿Traicionarte? ¿Qué quieres decir?—Nada, nada, no me preguntes más; me parece que ya he

hablado demasiado. Cambiemos de tema.Catherine, algo asombrada, obedeció, y después de breves

minutos de silencio se dispuso a volver sobre lo que en ese momentomás la interesaba en el mundo, el esqueleto de Laurentina, cuando,de repente, su amiga la interrumpió diciendo:

—Por Dios, marchémonos de aquí. Hay dos jóvenes insolentesque no dejan de mirarme desde hace un rato. Veamos si en el registroaparece el nombre de algún recién llegado, pues no creo que seatrevan a seguirnos.

Se marcharon, pues, a examinar los libros de inscripción debañistas, y mientras Isabella los leía minuciosamente, Catherine seencargó de la delicada tarea de vigilar a la pareja de alarmantesadmiradores.

—Vienen hacia aquí. ¿Será posible que sean tan impertinentescomo para seguirnos? Avísame si ves que se dirigen hacia aquí; yo nopienso levantar la cabeza de este libro.

Después de breves instantes, Catherine pudo, con gransatisfacción por su parte, asegurar a su amiga que podía recobrar laperdida tranquilidad, pues los jóvenes en cuestión habíandesaparecido.

—¿Hacia dónde han ido? —preguntó Isabella, volviendorápidamente la cabeza—. Uno de ellos era muy guapo.

—Se han dirigido hacia el cementerio.—Al fin se han decidido a dejarnos en paz. ¿Te apetece ir a

Edgar's a ver el sombrero que quiero comprarme?Catherine se mostró de acuerdo con la propuesta pero no pudo

por menos de expresar su temor de que volvieran a encontrarse conlos dos jóvenes.

—No te preocupes por eso. Si nos damos prisa podremosalcanzarlos y pasar de largo. Me muero de ganas de enseñarte esesombrero.

—Si aguardamos unos minutos no correremos el riesgo decruzarnos con ellos.

—De ninguna manera; sería hacerles demasiado favor; ya te hedicho que no me gusta halagar tanto a los hombres. Si están tanconsentidos es porque algunas mujeres los miman en exceso.

Catherine no encontró razón alguna que oponerse a aquellosargumentos, y para que Miss Thorpe pudiera hacer alarde de suindependencia y su afán de humillar al sexo fuerte, salieron a todaprisa en busca de los dos jóvenes.

Medio minuto más tarde llegaban las dos amigas al arco que hayenfrente del Union Passage, donde súbitamente su andar se viointerrumpido. Todos los que conocen Bath saben que el cruce deCheap Street es muy concurrido debido a que se encuentra allí la

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principal posada de la población, además de desembocar en estaúltima calle las carreteras de Londres y de Oxford, y raro es el día enque las señoritas que la atraviesan en busca de pasteles, de compraso de novio no quedan largo rato detenidas en las aceras debido altráfico constante de coches, carros o jinetes. Isabella habíaexperimentado muchas veces los inconvenientes derivados de estacircunstancia, y muchas veces también se había lamentado de ello.La presente ocasión le proporcionó una nueva oportunidad demanifestar su desagrado, pues en el momento en que tenía a la vistaa los dos admiradores, que cruzaban la calle sorteando el lodo de lasalcantarillas, se vio de repente detenida por un calesín que uncochero, por demás osado, lanzaba contra los adoquines de la acera,con evidente peligro para sí, para el caballo y para los ocupantes delvehículo.

—¡Odio esos calesines! —exclamó—. Los odio con toda mi alma.Pero aquel odio tan justificado fue de corta duración, ya que al

mirar de nuevo volvió a exclamar, esta vez llena de gozo:—¡Cielos! Mr. Morland y mi hermano.—¡Cielos! James... —dijo casi al mismo tiempo Catherine.Al ser observadas por los dos caballeros, estos refrenaron la

marcha de los caballos con tal vehemencia que por poco lo tiran haciaatrás, saltando acto seguido del calesín, mientras el criado, que habíabajado del pescante, se encargaba del vehículo.

Catherine, para quien aquel encuentro era totalmenteinesperado, recibió con grandes muestras de cariño a su hermano,correspondiéndola él del mismo modo. Pero las ardientes miradas queMiss Thorpe dirigía al joven pronto distrajeron la atención de éste desus fraternales deberes, obligándolo a fijarla en la bella joven con unaturbación tal que, de ser Catherine tan experta en conocer lossentimientos ajenos como lo era en apreciar los suyos, habríaadvertido que su hermano encontraba a Isabella tan guapa o más delo que ella misma pensaba.

John Thorpe, que hasta ese momento había estado ocupado endar órdenes relativas al coche y los caballos, se unió poco después algrupo, y entonces fue Catherine objeto de los correspondienteselogios, mientras que Isabella hubo de contentarse con un somerosaludo.

Mr. Thorpe era de mediana estatura y bastante obeso, y a suaspecto vulgar añadía el ser de tan extraño proceder que no parecíasino temer que resultase demasiado guapo si no se vestía como unlacayo y demasiado fino si no trataba a la gente con la debidacortesía. Sacó de repente el reloj y exclamó:

—¡Vaya por Dios! ¿Cuánto tiempo dirá usted, Miss Morland, quehemos tardado en llegar desde Tetbury?

—¿Qué distancia hay? —preguntó Catherine.Su hermano contestó que había veintitrés millas.—¿Veintitrés millas? —dijo Thorpe—. Veinticinco, como mínimo.Morland pretendió que rectificase, basándose para ello en las

declaraciones incontestables de las guías, de los dueños de posadas yde los postes del camino; pero su amigo se mantuvo firme en sus

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trece, asegurando que él tenía pruebas más incontestables aún.—Yo sé que son veinticinco —afirmó— por el tiempo que hemos

invertido en recorrerlas. Ahora es la una y media; salimos de lascocheras de Tetbury a las once en punto, y desafío a cualquiera a queconsiga refrenar mi caballo de modo que marche a menos de diezmillas por hora; echen la cuenta y verán si no son veinticinco millas.

—Habrás perdido una hora —replicó Morland—. Te repito quecuando salimos de Tetbury sólo eran las diez.

—¿Las diez? ¡Estás equivocado! Precisamente me entretuve encontar las campanadas del reloj. Su hermano, señorita, querráconvencerme de lo contrario, pero no tienen ustedes más que fijarseen el caballo. ¿Acaso han visto ustedes en su vida prueba másirrefutable? —El criado acababa de subir al calesín y había salido atoda velocidad—. ¿Tres horas y media para recorrer veintitrés millas?Miren ustedes a ese animal y díganme si lo creen posible...

—Pues la verdad es que está cubierto de sudor.—¿Cubierto de sudor? No se le había movido un pelo cuando

llegamos a la iglesia de Walcot. Lo que digo es que se fijen ustedes enlas patas delanteras, en los lomos, en la manera que tiene demoverse. Les aseguro que ese caballo no puede andar menos de diezmillas por hora. Sería preciso atarle las patas, y aun así correría. ¿Quéle parece a usted el calesín, Miss Morland? ¿Verdad que es admirable?Lo tengo hace menos de un mes. Lo mandó hacer un chico amigo míoy compañero de universidad, buena persona. Lo disfrutó unassemanas y no tuvo más remedio que deshacerse de él. Dio lacasualidad que por entonces andaba yo a la caza de un coche ligero,hasta le tenía echado el ojo a un cabriolé; pero al entrar en Oxford, ysobre el puente Magdalen precisamente me encontré a mi amigo,quien me dijo: «Oye, Thorpe ¿tú no querrías comprar un coche comoéste? A pesar de que es inmejorable estoy harto de él y quierovenderlo. «¡Maldición!», dije, «¿cuánto quieres?» ¿Y cuánto le parecea usted que me pidió, Miss Morland?

—La verdad, no lo sé...—Como habrá usted visto, la suspensión es excelente por no

hablar del cajón, los guardafangos, los faros, y las molduras, que sonde plata. Pues me pidió cincuenta guineas; yo cerré el trato, leentregué el dinero y me hice con el calesín.

—Lo felicito —dijo Catherine— pero la verdad es que sé tan pocode estas cosas que me resulta imposible juzgar si se trata de unprecio bajo o elevado.

—Ni lo uno ni lo otro, quizá hubiera podido comprarlo por menos,pero no me gusta regatear, y al pobre Freeman le hacía falta eldinero.

—Pues fue muy amable por su parte —dijo Catherine—¿Qué quiere usted? Siempre hay que ayudar a amigo cuando

se tiene ocasión de hacerlo. A continuación los caballeros preguntaron a las muchachas hacia

dónde se dirigían, y al contestar éstas que a Edgar's, resolvieronacompañarlas y de paso ofrecer sus respetos a Mrs. Thorpe. Isabella yJames se adelantaron y tan satisfecha se encontraba ella, tanto afán

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ponía en resultar agradable para aquel hombre, a cuyos méritos,añadía el ser amigo de su hermano y hermano de su amiga; tan purosy libres de toda coquetería eran sus sentimientos, que cuando alllegar a Milsom Street vio de nuevo a los dos jóvenes del balneario, seguardó de atraer la atención y no volvió la cabeza en dirección a ellosmás que tres veces. John Thorpe seguía a su hermana, escoltando almismo tiempo a Catherine, a quien pretendía entretener nuevamentecon el asunto del calesín.

—Mucha gente —dijo— calificaría la compra de negocioadmirable, y, en efecto, de haberlo vendido al día siguiente habríaobtenido diez guineas de ganancia. Jackson, otro compañero deuniversidad, me ofreció sesenta por él. Morland estaba delantecuando me hizo la proposición.

—Sí —convino Morland, que había oído a su amigo—. Pero, si malno recuerdo, ese precio incluía al caballo.

—¿El caballo? El caballo lo habría podido vender por cien. ¿Austed le agrada pasear a coche descubierto, señorita?

—Pocas veces he tenido ocasión de hacerlo, pero sí, me gustamucho.

—Lo celebro, y le prometo sacarla todos los días en el mío.—Gracias —dijo Catherine algo confusa, ya que no sabía si debía

aceptar o no la propuesta.—Mañana mismo la llevaré a Lansdown Hill.—Muchas gracias, pero... el caballo estará cansado; convendría

dejarle descansar...—¿Descansar? Pero ¡si sólo ha hecho veintitrés millas hoy! No

hay nada que eche a perder tanto a un caballo como el excesivodescanso. Durante mi permanencia en Bath pienso hacer trabajar almío al menos cuatro horas diarias.

—¿De veras? —dijo Catherine con tono grave—. En ese casocorrerá cuarenta millas por día.

—Cuarenta o cincuenta. ¿Qué más da? Y para empezar, mecomprometo desde ahora a llevarla a usted a Lansdown mañana.

—¡Qué agradable proposición! —exclamó Isabella, volviéndose—.Te envidio, querida Catherine, porque... supongo, hermano, que notendrás sitio más que para dos personas.

—Por supuesto. Además, no he venido a Bath con el objeto depasear a mis hermanas. ¡Pues sí que iba a resultarme divertido! Encambio, Morland tendrá mucho gusto en acompañarte a dondequieras.

Tales palabras provocaron un intercambio de cumplidos entreJames y Miss Thorpe, del que Catherine no logró oír el final. Laconversación de su acompañante por otra parte, se convirtiófinalmente en comentarios breves y terminantes acerca del rostro y lafigura de cuantas mujeres se cruzaban en su camino. Catherinedespués de escucharlo unos minutos sin atreverse a contrariarlo quepara su mente femenina y timorata era opinión autorizadísima enmaterias de belleza, trató de girar la conversación hacia otrosderroteros, formulando una pregunta relacionada con aquello queocupaba por completo su imaginación.

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—¿Ha leído usted Udolfo, Mr. Morland?—¿Udolfo? ¡Por Dios, qué disparate! Jamás leo novelas; tengo

otras cosas más importantes que hacer.Catherine, humillada y confusa, iba a disculparse por sus gustos

en lo que a literatura se refería, cuando el joven la interrumpiódiciendo:

—Las novelas no son más que una sarta de tonterías. Desde laaparición de Tom Jones no he vuelto a encontrar nada que merezca lapena de ser leído. Sólo El monje, lo demás me resulta completamentenecio.

—Pues yo creo que si leyera usted Udolfo lo encontraría muyinteresante...

—Seguramente no. De leer algo, sería alguna obra de Mrs.Radcliffe, cuyos libros tienen cierta naturalidad, bastante interés.

—Pero ¡si Udolfo está escrito por Mrs. Radcliffe! —exclamóCatherine titubeando un poco por temor a ofender con sus palabras aljoven.

—¡Es cierto! Sí, ahora lo recuerdo; tiene usted razón me habíaconfundido con otra estúpida obra escrita por esa mujer que tanto dioque hablar en un momento, la misma que se casó luego con unemigrante francés.

—Supongo que se referirá usted a Camila.—Sí, ése es el título precisamente. ¡Qué idiotez! Un viejo jugando

al columpio. Yo empecé el primer tomo, pero pronto comprendí que setrataba de una necedad absoluta, y lo dejé. No esperaba otra cosa,por supuesto. Desde el instante en que supe que la autora se habíacasado con un emigrante comprendí que nunca podría acabar suobra.

—Yo aún no la he leído.—Pues no ha perdido nada. Le aseguro que es el asunto más

idiota que se pueda imaginar. Con decirle que no se trata más que deun viejo que juega al columpio y aprende el latín, está todo dicho.

Esta disertación sobre crítica literaria, acerca de cuya exactitudCatherine no podía juzgar, les llevó hasta la puerta misma de la casadonde se hospedaba Miss Thorpe, y los sentimientos «imparciales»del lector de Camila hubieron de transformarse en los de un hijocariñoso y respetuoso ante Mrs. Thorpe, que había bajado a recibirlosen cuanto los vio llegar.

—Hola, madre —dijo él, dándole al mismo tiempo un fuerteapretón de mano—. ¿Dónde has comprado ese sombrero tanestrambótico? Pareces una bruja con él. Pero, a otra cosa: aquí tienesa Morland, que ha venido a pasarse un par de días con nosotros,conque ya puedes empezar a buscarnos dos buenas camas por aquícerca.

A juzgar por la alegría que reflejaba el rostro de Mrs. Thorpe,tales palabras debieron de satisfacer en gran medida sus anhelosmaternales. A continuación Mr. Thorpe pasó a cumplimentar a sus doshermanas más pequeñas, mostrándoles el mismo afecto,interesándose por ellas y añadiendo luego que las encontrabasumamente feas.

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Estos modales desagradaron enormemente a Catherine, pero setrataba de un amigo de James y hermano de Isabella, y susescrúpulos quedaron luego más apaciguados ante el comentario deésta, quien, al encaminarse ambas a la sombrerería, le aseguró queJohn la encontraba encantadora. Dicha afirmación fue corroborada porla actitud del propio John, quien le pidió que aceptase ir a un baile conél aquella misma noche. Si hubiera tenida más años y más vanidad,este hecho no habría surtido el mismo efecto, pero cuando en unapersona se unen la juventud y la timidez es preciso que seaextraordinariamente centrada para resistir el halago de oírse llamar«la mujer más encantadora del mundo» y de verse solicitada para unbaile muchas horas antes de celebrarse éste. Consecuencia de ellofue que, al verse solos los hermanos Morland, cuando, después dehaber acompañado un buen rato a la familia Thorpe, se marcharon acasa de Mrs. Allen, James preguntó a Catherine:

—Y bien, ¿qué opinas de mi amigo Thorpe?Catherine, en lugar de contestar como habría hecho de no

mediar una relación de amistad y cierto estado de fascinación,respondió sin pensárselo dos veces:

—Me agrada mucho, parece muy amable.—Es un muchacho excelente —apuntó James—; tal vez hable

demasiado, pero eso a las mujeres os gusta. Y el resto de la familia,¿qué te ha parecido?

—Encantadores, en particular Isabella.—Me alegra oírtelo decir, porque es precisamente la clase de

mujer cuya compañía te conviene frecuentar. Tiene buen sentido ynaturalidad. Hace mucho tiempo que deseaba que os conocierais, yella, al parecer te estima mucho. Me ha hablado de ti en términosmuy elogiosos, y esto, viniendo de una mujer como ella, deberíaenorgullecerte, querida Catherine —dijo James, apretandoafectuosamente la mano de su hermana.

—Y me enorgullece —contestó Catherine—. Aprecio mucho aIsabella, y me alegro de que a ti también te agrade. Como jamás nosdijiste nada de la temporada que pasaste en casa de esa familia, notuve modo de suponer que te habría producido tan grata impresión.

—No te escribí porque pensaba verte aquí. Confío en que osveáis a menudo mientras dura vuestra estancia en Bath. Isabella es,como antes te dije, una mujer muy amable, y también muyinteligente y sensata. Sus hermanos al parecer la quieren mucho. Enrealidad, todos los que la conocen quedan encantados con ella,¿verdad?

—Así es. Mr. Allen dice que es la chica más bonita que hay enBath esta temporada.

—No me extraña tratándose de Mr. Allen, a quien considero unaautoridad en materia de belleza femenina. Por lo demás, mi queridaCatherine, me alegra comprobar que estás contenta en Bath, y no meextraña, teniendo por amiga y compañera a una chica como IsabellaThorpe; aparte que los Allen seguramente se muestran muy amablescontigo.

—Sí, son muy cariñosos, y puedo asegurarte que nunca he

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estado tan contenta como ahora. Además, te agradezcoenormemente que hayas venido desde tan lejos sólo por verme.

James aceptó estas palabras de gratitud, no sin disculparse antesu conciencia, y dijo con tono afectuoso:

—Verdaderamente, te quiero mucho, hermanita.Siguieron luego las lógicas preguntas acerca de la familia,

además de varios asuntos íntimos, y así, hablando sin más que unabreve digresión por parte de James para alabar la belleza de MissThorpe, llegaron a Pulteney Street, donde el joven fue recibido congran cariño por Mr. y Mrs. Allen. Acto seguido aquél lo invitóformalmente a comer y la señora le pidió que adivinase el precio yapreciase la calidad de su nueva esclavina y del correspondientemanguito que llevaba puesto. Una invitación previa a comer enEdgar's impidió a James aceptar lo primero y lo obligó a marcharse sincumplir apenas con lo segundo, y tras especificarse de manera clara yconcreta la hora en que debían reunirse ambas familias en el SalónOctogonal aquella noche, Catherine pudo dedicarse a seguir conansiedad siempre creciente las vicisitudes heroicas de Udolfo,interesándose de modo en su lectura que no lograban distraer suatención asuntos tan mundanos y materiales como el vestirse paracomer y asistir al baile luego, ni la preocupación de Allen, agobiadapor el temor de que una modista negligente la dejase sin traje. De lossesenta minutos que componen una hora, Catherine no pudo dedicarmas que uno al recuerdo de la felicidad que suponía el que lahubieran invitado a bailar.

A pesar del interés absorbente de la lectura del Udolfo y de lafalta de formalidad de la modista, el grupo de Pulteney Street llegó albalneario con puntualidad ejemplar. Dos o tres minutos antes sehabía presentado en él la familia Thorpe, acompañada de James eIsabella; después de saludar a su amiga con su acostumbradaamabilidad, y de admirar de inmediato el traje y el tocado deCatherine, tomó a ésta del brazo y entró con ella en el salón de baile,bromeando y compensando con pellizcos en la mano y sonrisas lafalta de ideas que caracterizaba su conversación.

Pocos minutos después de llegar todos al salón dio comienzo elbaile, y James, que, mucho antes de que Catherine se comprometieracon John, había solicitado de Isabella el honor de la primera pieza,rogó a la muchacha que le hiciera el honor de cumplir lo prometido;pero al comprobar Miss Thorpe que John acababa de marcharse a lasala de juego en busca de un amigo, decidió esperar a que volviera suhermano y sacase a bailar a su amiga del alma.

—Le aseguro —dijo a James— que estoy resuelta a no levantarmede aquí hasta que no salga a bailar su hermana; temo que de locontrario permanezcamos separadas el resto de la noche.

Catherine aceptó con enorme gratitud la propuesta de su amiga,y por espacio de unos minutos permanecieron allí los tres, hasta queIsabella, tras cuchichear brevemente con James, se volvió haciaCatherine y, mientras se levantaba de su asiento, le dijo:

—Querida Catherine, tu hermano tiene tal prisa por bailar queme veo obligada a abandonarte. No hay manera de convencerlo de

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que esperemos. Supongo que no te molestará el que te deje,¿verdad? Además, estoy segura de que John no tardará en venir abuscarte.

Aun cuando a Catherine la idea de esperar no le agradó del todo,era demasiado buena para oponerse a los deseos de su amiga, y envista de que el baile empezaba, Isabella le oprimió cariñosamente elbrazo y con un afectuoso «Adiós, querida», se marchó a bailar. Comolas dos hermanas de Isabella tenían también pareja, Catherine quedócon la única compañía de las dos señoras mayores. No podía pormenos de molestarle el que Mr. Thorpe no se hubiera presentado areclamar un baile solicitado con tanta antelación, y, aparte esto, lemortificaba el verse privada de bailar y obligada por ello arepresentar el mismo papel que otras jóvenes que aún no habíanencontrado quien se dignara acercarse a ellas. Pero es destino detoda heroína el verse en ocasión despreciada por el mundo, sufrirtoda clase de difamaciones y calumnias y aun así conservar elcorazón puro limpio de toda culpa. La fortaleza que revela en esascircunstancias es justamente lo que la dignifica y ennoblece. En taldifíciles momentos, Catherine dio también prueba de su fortaleza deespíritu al no permitir que sus labios surgiese la más leve queja.

De tan humillante situación vino a salvarla diez minutos mástarde la inesperada visión de Mr. Tilney, el ingrato pasó muy cerca deella; pero iba tan ocupado charlando con una elegante y bella mujerque se apoyaba en su brazo, que no reparó en Catherine ni apreciar,por lo tanto, la sonrisa y el rubor que en el rostro de ella habíaprovocado su inesperada presencia. Catherine lo encontró tandistinguido como la primera vez que le habló, y supuso, desde luego,que aquella señora sería hermana suya, con lo queinconscientemente desaprovechó una nueva ocasión de mostrarsedigna del nombre de heroína conservando su presencia de espírituaun en el difícil trance de ver al amado pendiente de las palabras deotra mujer. Ni siquiera se le ocurrió transformar su sentimiento por Mr.Tilney en amor imposible suponiéndolo casado. Dejándose guiar porsu sencilla imaginación, dio por sentado que no debía de estarcomprometido quien se había dirigido a ella en forma tan distinta decomo solían hacerlo otros hombres casados que ella conocía. Deestarlo, habría mencionado alguna vez a su esposa, tal como habíahecho respecto a su hermana. Tal convencimiento, desde luego, laindujo a creer que aquella dama no era otra que Miss Tilney,evitándose con ello que, presa de gran agitación y desempeñandofielmente su papel, cayera desvanecida sobre el amplio seno de Mrs.Allen, en lugar de permanecer, como hizo, erguida y en perfecto usode sus facultades, sin dar más prueba de la emoción que laembargaba que un ligero rubor en las mejillas.

Mr. Tilney y su pareja se aproximaron lentamente, precedidos poruna señora que resultó ser conocida de Mrs. Thorpe, y tras detenerseaquélla a saludar a la madre de Isabella, la pareja hizo otro tanto,momento en que Mr. Tilney saludó a Catherine con una amablesonrisa. La muchacha correspondió el gesto con infinito placer yentonces él, avanzando más aún, habló con ella y con Mrs. Allen,

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quien le contestó muy cortésmente.—Me alegra verlo de nuevo en Bath; temíamos que hubiera

abandonado definitivamente el balneario.El joven agradeció aquel cumplido y le informó de que se había

«visto obligado» a ausentarse de Bath algunas horas después dehaber tenido el placer de conocerlas.

—Estoy segura de que no lamentará el haber regresado, pues nohay mejor lugar que éste, y no sólo gente joven, sino para todo elmundo. Cuando mi marido se queja de que prolongamos demasiadonuestra estancia aquí, le digo que hace mal en lamentarse, pues enesta época del año el lugar donde vivimos es de lo mas aburrido, y, alfin y al cabo, supone una suerte mejor poder recobrar la salud en unapoblación donde es posible distraerse tanto.

—Sólo resta, señora, que la gratitud de verse aliviado haga queMr. Tilney le tome afición al balneario.

—Muchas gracias, caballero, y estoy segura de que así será.Figúrese que el invierno pasado un vecino nuestro, el doctor Skinner,estuvo aquí por padecer problemas de salud y regresócompletamente restablecido y hasta con unos kilos de más.

—Pues imagino que su ejemplo debe servirles de aliciente.—Sí, señor; pero el caso es que el doctor Skinner y su familia

permanecieron aquí por espacio de tres meses, lo cual demuestra,como le digo yo a mi marido, que no debemos tener prisa enmarcharnos.

Tan grata conversación se vio interrumpida por Mrs. Thorpe,quien les rogó que dejasen lugar para que se sentasen junto a ellasMrs. Hughes y Miss Tilney, que habían manifestado deseos deincorporarse al grupo. Así hicieron, y al cabo de unos momentos desilencio Mr. Tilney propuso a Catherine que bailaran.

La muchacha lamentó profundamente no poder aceptar tan gratainvitación, y de haber reparado en Mr. Thorpe, que en aquel precisoinstante se acercaba a reclamar su baile, le habría parecidoexagerado y mortificante el que su pareja se mostrase pesarosa decomprometida.

La indiferencia con que Mr. Thorpe disculpó su ausencia y retrasoaumentaron hasta tal punto el mal humor de Catherine, que ésta nisiquiera fingió prestar atención a lo que aquél le contaba, y queestaba relacionado, principalmente, con los caballos y perros queposeía un amigo a quien acababa de ver y de un proyectadointercambio de cachorros; todo lo cual interesó tan poco a Catherineque no podía evitar dirigir una y otra vez la mirada hacia el lado delsalón donde había quedado Mr. Tilney.

De la amiga entrañable con quien tanto deseaba hablar del jovenno había vuelto a saber nada; sin duda estaría bailando en un cuadrodistinto. Catherine y su pareja se vieron obligados a entrar en unocompuesto por personas a quienes no conocían, deduciendo lamuchacha de tanta contrariedad que el hecho de tener un bailecomprometido de antemano no siempre es motivo de mayor dignidady placer. De tan sabias reflexiones vino a sacarla Mrs. Hughes, que,tocándola en el hombro y seguida muy de cerca por Miss Tilney, le

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dijo:—Perdone usted, Miss Morland, que me tome esta libertad, pero

no conseguimos encontrar a Miss Thorpe, y su madre me ha dichoque usted no tendría inconveniente en permitir que esta señoritabailase en el mismo cuadro que ustedes.

Mrs. Hughes no habría podido dirigir sus ruegos a persona algunamás dispuesta a complacerla. Ambas muchachas fueron presentadas,y en tanto Miss Tilney expresaba su agradecimiento a Catherine, ésta,con la delicadeza propia de todo corazón generoso, procuraba restarimportancia a su acción. Mrs. Hughes, libre ya de la obligación deocuparse de su bella acompañante, volvió de nuevo al lado de lasotras señoras.

Miss Tilney poseía un rostro de facciones agradables y una bonitafigura, y si bien carecía de la arrogante belleza de Isabella, resultaba,en cambio, más distinguida que ésta. Sus modales eran refinados y sucomportamiento ni excesivamente tímido ni afectadamente fresco,con lo cual resultaba alegre, bonita y atractiva como para llamar laatención de cuantos hombres la miraban sin necesidad de hacervehementes demostraciones de contrariedad o de placer cada vezque se presentaba ocasión de manifestar cualquiera de estossentimientos, Catherine, que se mostró sumamente interesada en lajoven por su parecido con Mr. Tilney y el parentesco que la unía aéste, trató de fomentar aquel conocimiento hablando con animaciónapenas encontraba algo que decir y la oportunidad de decirlo. Puestoque ambas circunstancias no se daban, hubieron de contentarse conuna conversación banal, limitada a mutuas preguntas acerca de suestancia en Bath, a dedicar frases elogiosas a los monumentos de lapoblación y a la belleza de los alrededores y a indagar sobre losgustos pictóricos, musicales y ecuestres de ambas.

Apenas hubo terminado la pieza, Catherine sintió que alguien leoprimía el brazo; se volvió y comprobó que se trataba de la fielIsabella, quien con gran regocijo exclamó:

—¡Por fin te encuentro, querida Catherine! Hace hora y mediaque te busco. ¿Cómo se os ha ocurrido bailar en este cuadro sabiendoque yo estaba en el otro, no sabes cuánto deseaba encontrarme cercade ti.

—Mi querida Isabella —repuso Catherine—, ¿cómo querías queme reuniese contigo si no tenía ni idea dónde estabas?

—Lo mismo le dije a tu hermano, pero no quiso hacerme caso.«Vaya usted a buscarla, Mr. Morland», le pedí, y él sin querercomplacerme. ¿No es cierto, Mr. Morland? Pero los hombres son tanholgazanes... advierto que he estado riñéndolo todo el tiempo; yasabes que en ciertos casos suelo prescindir de toda etiqueta.

—¿Ves a esa muchacha con la tiara de cuentas blancas? —musitóCatherine al oído de Isabella, en un aparte—. Es la hermana de Mr.Tilney.

—¿Qué dices? ¿Es posible? A ver, deja que la mire. ¡Qué chicatan encantadora! Jamás he visto una mujer tan bonita. Y suconquistador y todopoderoso hermano, ¿dónde está? ¿Ha venido albaile? Enséñamelo; me muero por conocerlo. Mr. Morland, le prohíbo

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que escuche lo que hablamos; entre otras cosas, porque no se refierea usted.

—Pero ¿a qué viene tanto secreto? ¿Qué ocurre?—Ya está. ¿Cómo era posible que no pretendiera usted

enterarse? ¡Qué curiosos son los hombres! y luego tachan de curiosasa las mujeres... Ya le he dicho que lo que hablamos con mi amiga austed no le interesa.

—¿Y cree acaso que semejante argumento puede satisfacerme?—Es el colmo... Jamás he visto cosa igual. ¿Qué puede importarle

a usted nuestra conversación? Además, como podría ocurrir quemencionásemos su nombre, será preferible que no escuche, no seaque oiga alguna cosa que no le agrade.

Tanto duró aquella discusión insustancial que el asunto que laprovocó quedó relegado al olvido, y aun cuando Catherine se alegróde ello, no pudo por menos de asombrarse ante la falta de interés quepor Mr. Tilney mostró repentinamente Isabella. Cuando sonaron lasprimeras notas de un nuevo baile, James pretendió sacar a danzar denuevo a su bella pareja, pero ésta, resistiéndose, exclamó:

—De ninguna manera, Mr. Morland. ¡Qué cosas se le ocurren!¿Querrás creer, querida Catherine, que tu hermano se empeña enbailar otra vez conmigo? Y eso a pesar de haberle dicho que su deseoes contrario a lo que manda la costumbre. Si ambos no eligiéramos aotra pareja todo el mundo nos criticaría.

—Le aseguro —insistió James— que en esta clase de bailes y ensalones públicos uno puede bailar con cualquiera.

—¡Qué disparate! Es usted tozudo, de verdad. Cuando unhombre se empeña en una cosa no hay quien convenza de locontrario. Catherine, ayúdame a pedir a tu hermano, te lo ruego. Hazel favor de decirle, incluso a ti te sorprendería verme incurrir ensemejante incorrección. ¿Verdad que te parecería mal?

—Pues lo cierto es que no; pero si para ti es un problema, puedescambiar de pareja.

—Ya ha oído usted a su hermana —dijo Isabella dirigiéndose aJames—. Imagino que habrá bastado para convencerlo. ¿Que no? Estábien, pero medite sobre ello y piense que no será culpa mía si todaslas viejas de Bath nos censuran. Catherine, no me abandones, te losuplico.

Y con estas palabras Isabella se marchó acompañada de James.Como poco antes John Thorpe había hecho lo propio, Catherine,deseosa de ofrecer a Mr. Tilney ocasión de repetir la agradablepetición que poco antes había dirigido, se encaminó hacia donde sehallaban Mrs. Allen y Mrs. Thorpe, con la esperanza de encontrar allí asu amigo, pero se llevó una desilusión.

—Hola, hijita —le dijo Mrs. Thorpe, que quería oír elogiar a su hijo—. ¿Te ha resultado agradable la compañía de John?

—Mucho, sí, señora.—Lo celebro; es un muchacho encantador, ¿no te parece?—¿Has visto a Mr. Tilney, hija mía? —intervino Allen.—No,... ¿Dónde está?—Hasta hace un momento estaba aquí, pero dijo que se cansaba

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de mirar y que iba a bailar. Supuse que había ido en busca tuya.—¿Dónde estará? —se preguntó en voz alta Catherine buscando

por todas partes, hasta que al fin lo vio acompañado de una hermosamuchacha.

—¡Ay!, ya tiene pareja —exclamó Mrs. Allen—. ¡Qué lástima queno te haya invitado a ti! —Hizo una pausa y añadió—. Es un chicoencantador, ¿verdad?

—Sí que lo es, Mrs. Allen —comentó Mrs. Thorpe.—No lo digo porque sea su madre, pero en el mundo no existe

muchacho más amable y simpático.Semejante afirmación habría dejado confusas a otras personas,

pero no desconcertó a Mrs. Allen, quien, tras titubear por un instante,dijo luego en voz baja a Catherine:

—Por lo visto ha creído que me refería a su hijo.Catherine estaba desolada. Por retrasarse unos minutos había

perdido la ocasión que desde hacía tanto tiempo aguardaba. Sudesengaño la impulsó a tratar con desdén a John Thorpe cuando éste,acercándose poco después, le dijo:

—Bueno, Miss Morland, supongo que estará usted dispuesta aque bailemos juntos otra vez.

—No, muchas gracias —contestó ella con tono áspero—. Se loagradezco mucho, pero estoy cansada y por esta noche no piensobailar más.

—Vaya... En ese caso nos pasearemos y nos reiremos de losdemás. Cójase de mi brazo y le indicaré las personas más bromistasque hay aquí esta noche. ¿Sabe cuáles son? Se lo diré. Me refiero amis hermanas más pequeñas y sus parejas. Hace media hora que medivierto observándolas.

La muchacha se excusó de nuevo y, al fin, logró que Mr. Thorpese marchara a bromear con sus hermanas. El resto de la velada fuepara Catherine extremadamente aburrido. Mr. Tilney tuvo queausentarse del grupo a la hora del té para acompañar a su pareja.Miss Tilney no se separó de allí, pero no tuvo ocasión de cambiar conella frase alguna. En cuanto a James e Isabella, se veían tanenfrascados charlando, que ésta no pudo dedicar a su amiga del almamás que una sonrisa, un apretón de mano y un «Querida Catherine».

La desdicha de Catherine pasó aquella noche por las siguientesfases: primero, descontento general con cuanto la rodeaba en el salónde baile; luego, un tedio insuperable, y, finalmente, un deseoimperioso de marcharse a su casa. Al llegar a Pulteney Street sintióhambre y, saciada ésta, deseos de acostarse. Esto último supuso elfin de su tristeza, pues una vez en la cama logró dormirse, paradespertar, tras nueve horas de sueño, completamente repuesta decuerpo y de espíritu, animada, contenta y dispuesta a llevar a cabolos planes más ambiciosos. Su primer impulso fue proseguir suamistad con Miss Tilney, y para lograrlo resolvió bajar aquella mismamañana al balneario, donde solían acudir todos los recién llegados, ycomo quiera que los salones de bañistas habían resultado lugarsumamente propicio para establecer relaciones, pues invitaban acharlar y a pasar el rato agradablemente, así como a mantener

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charlas íntimas y animadas, supuso con razón que entre sus paredestal vez lograse entablar una nueva e interesante amistad. Resuelto elplan de acción para aquella mañana, se sentó satisfecha a almorzar ya leer al mismo tiempo, decidida a no interrumpir su lectura hastadespués de la una, sin que las observaciones de Mrs. Allenconsiguieran incomodarla ni distraerla en absoluto. La incapacidadmental de aquella excelente dama era tal, que, no pudiendo sosteneruna conversación por mucho tiempo, satisfacía sus ansias de hablarhaciendo en voz alta comentarios acerca de cuanto ocurría en torno aella, lo mismo en casa que en la calle, sirviéndole de pretexto cosastan banales como el paso de un coche o de un transeúnte conocido,la rotura de una aguja o una mancha hallada en su traje, sinpreocuparse jamás de que la escuchasen ni, mucho menos, de que semolestaran en contestar.

Al dar las doce y media, un ruido de coches que se detenían a lapuerta de la casa llamó la atención de Mrs. Allen, que se asomó a laventana, y apenas hubo informado a Catherine de que se habíandetenido dos vehículos, ocupados, el primero, por un lacayo, y elsegundo por Mr. Thorpe y su hermana Isabella, dicho joven, despuésde apearse con rapidez sorprendente y de subir de dos en dos lasescaleras, se presentó en la estancia diciendo:

—Ya estoy aquí, Miss Morland. ¿Hace mucho que espera? Nos hasido imposible llegar antes pues el demonio de cochero ha tardadouna eternidad en buscare un vehículo decente, y el que al fin haencontrado tan poco que no me extrañaría que al ocuparlo se hicierapedazos. ¿Cómo está usted, Mrs. Allen? Buen baile el anoche, ¿eh?Vamos, Miss Morland, no perdamos tiempo, que los otros tienen granprisa por salir. Por lo que vi quieren acabar de una vez con su vida ycon el coche.

—Pero ¿qué está usted diciendo? —preguntó Catherine—.¿Adónde quieren ustedes ir?

—¿Cómo que adónde queremos ir? ¿Se ha olvidado usted delpaseo que proyectamos ayer? ¿No decidimos que hoy por la mañanasaldríamos en coche? ¡Qué cabeza la suya! Vamos a Claverton Down.

—Sí; ahora recuerdo que hablamos de ello —convino Catherinemirando a Mrs. Allen como para pedirle opinión—. Pero yo, la verdad,no les esperaba...

—¿Que no nos esperaba? Pues ¡sí que la hemos hecho! Encambio, si no hubiéramos venido, bien que nos lo habría reprochado,¿eh?

Las súplicas silenciosas que Catherine dirigía con la mirada a suamiga pasaban inadvertidas para ésta. Dado que a Mrs. Allen jamásse le habría ocurrido transmitir una impresión por medio de unamirada, no era fácil que comprendiera el que otras personasempleasen para tal fin los ojos, de modo que Catherine, pensandoque el placer de dar un paseo en coche compensaba la necesidad dedemorar su encuentro con Miss Tilney, y persuadida de que no podíaestar mal visto el que ella pasease a solas con John Thorpe, ya que enlas mismas circunstancias lo hacían James e Isabella, se decidió ahablar claro y pedir a Mrs. Allen que la aconsejara.

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—Bueno, señora, ¿qué le parece que haga? ¿Acepto o rechazoesta invitación?

—Haz lo que quieras, hija mía —contestó la señora con suacostumbrada y tranquila indiferencia.

Y Catherine, siguiendo sus consejos, salió de la habitación paracambiarse de traje. Pocos minutos después, y mientras las dospersonas que quedaban en la estancia se entretenían en elogiarla, lamuchacha volvió a presentarse, y Mr. Thorpe, después de haber oídode labios de Mrs. Allen grandes elogios del calesín y fervientes deseosde un feliz regreso, condujo a la joven a la puerta de la calle.

—Querida mía —dijo Isabella, a quien Catherine se apresuró asaludar antes de subir al coche—. Has tardado tres horas enarreglarte. Temí que te hubieras indispuesto. ¡Qué baile fantástico, elde anoche! Tengo mil cosas que contarte, pero no nos entretengamosmás, sube al coche, que estoy deseando partir.

Catherine complació de inmediato a su amiga, que en ese mismoinstante le decía a su hermano James:

—¡Qué criatura tan encantadora! No sabes lo mucho que laquiero.

—No se asustará usted, señorita —le dijo Mr. Thorpe al ayudarlaa subir— si a mi caballo le da por hacer cabriolas en el momento departir. No puede decirse que sea un defecto, lo hace de purojuguetón, y siempre consigo dominarlo.

Catherine no encontró nada tranquilizadoras las costumbres delanimal, pero era demasiado joven para atreverse a demostrar quesentía miedo, y subió al calesín sin pronunciar palabra, esperando queel caballo se dejaría dominar por Mr. Thorpe, quien, después decomprobar que ella estaba perfectamente instalada, se sentó en elpescante, a su lado. Una vez allí, dio orden al lacayo que sujetaba labrida del caballo, de soltar a éste, y, con gran sorpresa por parte deCatherine, el animal echó a andar con una mansedumbre admirable.Ni una coz, ni una cabriola, nada de cuanto se le había anunciado,hasta tal punto era manso, que la chica se apresuró a festejar suplacer por aquella conducta ejemplar. Mr. Thorpe le explicó que elloobedecía, única y exclusivamente, a la maestría con que él lo guiabay a la singular destreza con que manejaba las riendas y la fusta.Catherine no pudo por menos de sorprenderse de que estando tanseguro de sí mismo John le hubiera transmitido tan infundadosmotivos de alarma, pero ello no impidió el que se alegrara de hallarseen manos de tan experto cochero y teniendo en cuenta que a partirde ese momento el caballo no alteró su conducta ni mostró —y esto,considerando que por lo general era capaz de recorrer diez millas enuna hora, resultaba verdaderamente asombroso— impacienciadesmesurada por llegar a su destino, la muchacha decidió disfrutarcon toda tranquilidad del aire tonificante que les ofrecía aquella suavemañana de febrero.

El silencio que siguió al breve diálogo de los primeros momentosfue interrumpido por Thorpe, quien sin preámbulos:

—El viejo Allen es rico como un judío, ¿verdad?Al principio Catherine no comprendió, y Thorpe se apresuró a

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repetir la pregunta.—Sí, hombre, el viejo Allen, ese con cuya esposa está usted

viviendo, es rico, ¿verdad?—¡Ah! ¿Se refiere usted a Mr. Allen? Sí, tengo entendido que es

bastante acaudalado.—¿Y no tiene hijos?—No, ninguno.—Buena cosa para los que aspiren a heredarle. Tengo entendido

que es su padrino, ¿no es cierto?—¿Padrino mío? No, señor.—Bueno, pero usted pasa largas temporadas con ese

matrimonio.—Sí, eso sí...—Pues eso es lo que yo quería decir. Parece una persona

excelente, y sin duda se ha dado buena vida. ¿Cómo no iba a padecerde gota? ¿Sigue bebiéndose una botella de vino a diario?

—¿Una botella? No, señor. ¿Qué le hace pensar tal cosa? El señorAllen es un hombre extremadamente frugal. ¿Acaso cree usted queanoche estaba bajo los efectos del alcohol?

—No, por cierto; ustedes las mujeres siempre suponen que loshombres están bebidos. ¿Imagina que una botella basta parahacernos perder el equilibrio? Lo decía porque si cada hombrebebiese una botella por día, ni gota más ni gota menos, no habríatantas enfermedades y todos gozaríamos más de la vida.

—¡Qué cosas dice usted!—Le aseguro que no sólo miles de personas disfrutarían el doble

que ahora, sino que sería la salvación del País; como que no seconsume ni la centésima parte del vino que se debiera. Este clima denieblas continuas requiere algo que tonifique y alegre.

—Sin embargo, yo he oído decir que en la universidad se bebemás de lo que conviene.

—¿En Oxford? En Oxford ya no se bebe. Aquí estoy yo para dar fede ello. Apenas si hay estudiante que tome más de dos litros al día. Ysin ir más lejos, en la última reunión que di en mis habitaciones secomentó mucho que mis invitados no llegaran a beber ni tres litroscabeza. Era la primera vez que ocurría semejante cosa y eso que lasbebidas que ofrezco son excelentes, tal vez esa moderación se deba aque no hay en toda la universidad vinos más fuertes ni mejores, perolo digo para demostrar que en Oxford no se bebe tanto como ustedcree.

—Lo que verdaderamente se demuestra —replicó Catherine conindignación— es que todos ustedes beben mas de lo conveniente.Confío en que al menos James siempre haya dado ejemplo demoderación.

Tal declaración provocó una réplica tan ruidosa comoininteligible, acompañada de exclamaciones que se semejaban másde lo debido a juramentos y que surtió más efecto que confirmar lassospechas de Catherine acerca de la conducta de los estudiantes, altiempo que aumentó su fe en la austeridad comparativa del hermano.

Los pensamientos de Thorpe, que volvieron a encauzarse por los

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caminos de costumbre, obligaron a la muchacha a desechar talespreocupaciones y responder a las frases de elogio que Mr. Thorpeprodigaba a su baile, a su coche, a la suspensión de éste y a cuantoprodigiosa marcha que llevaban pudiera referirse. Catherine hizo todolo posible por mostrarse interesada en cuanto decía su interlocutor, aquien no había modo de interrumpir. El conocimiento que de aquellostemas poseía Thorpe, la rapidez con que se expresaba y la naturaltimidez de la muchacha impedían a ésta el decir lo que ya no hubiesedicho y repetido hasta la saciedad su compañero. De modo, pues, quese limitó a subrayar frases de éste y a convenir con él en que nopodía encontrarse en toda Inglaterra coche más bonito, caballo másrápido ni mejor cochero que aquéllos.

—¿Cree usted, Mr. Thorpe —se aventuró a preguntar Catherineuna vez dilucidada plenamente la cuestión—, que el calesín en que vami hermano es de fiar?

—¡Si es de fiar! ¡En el nombre de Dios! Pero ¿usted ha vistoalguna vez cosa más ridícula e insegura que esa? Hace dos años quedeberían haberle cambiado las ruedas, y en cuanto a lo demás, creofirmemente que bastaría un empujón para que se deshiciese enpedazos. Es el coche más endiablado y destartalado que he vistojamás. Gracias a Dios que no vamos nosotros en él. No subiría a esecoche ni aunque me diesen cincuenta libras esterlinas.

—¡Cielo santo! —exclamó Catherine, profundamente alarmada—.Es preciso volver de inmediato. Si seguimos ocurrirá una desgracia.Le suplico, Mr. Thorpe, que regresemos cuanto antes para advertir ami hermano del peligro que corre en ese vehículo.

—¿Peligro? ¿Quién piensa en eso? Suponiendo que el coche sehiciera pedazos, ellos no sufrirían más que un revolcón, y con el barroque hay no se harían daño. ¡Al diablo las preocupaciones! Un vehículoen ese estado puede durar más de veinte años si se le trata concierto cuidado. Yo era capaz de hacer un viaje de ida y vuelta hastaYork en ese coche, apostando lo que se quisiera a que no se le caeríaun solo tornillo ni ocurriría nada.

Catherine lo escuchó estupefacta sin saber a cuál de las dosversiones atenerse. La educación recibida no había preparado suespíritu para mantener charlas tan vanas e insustanciales, ni para esapropensión a la mentira que tantos hombres padecen. Su familiaestaba compuesta de personas sinceras y de sentido común, pocointencionadas, salvo algún que otro retruécano por parte del padre yla repetición ocasional de un proverbio por parte de la madre, a hacerreír con cuentos y con chistes, ni mucho menos a exagerar su propiaimportancia ni a contradecirse a cada momento. Reflexionóseriamente sobre el particular y estuvo tentada de exigir a Thorpeuna explicación acerca del verdadero estado del coche. Sin embargo,la detuvo el presentimiento de que por tratarse de un hombre poco onada acostumbrado meditar sus palabras, no sabría exponer conclaridad lo que en forma tan ambigua había manifestado; esto, juntoa la convicción de que seguramente no permitiría que su hermana ysu amigo se vieran expuestos a un peligro, la hizo suponer que elcalesín no estaba realmente en tan mal estado ni existía, en

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consecuencia, motivo de alarma. En cuanto a Mr. Thorpe, diríase quehabía relegado el asunto al más completo olvido, ya que de allí enadelante no volvió a hablar más que de sí mismo de cuanto leinteresaba. Habló de los caballos que había comprado a preciosinverosímiles y que luego había vendido por sumas increíbles; de lascarreras ecuestres, las que su agudo espíritu de discernimiento habíaadivinado siempre al vencedor, de las partidas de caza en que habíacobrado más piezas —y eso sin tener un buen puesto— que todos suscompañeros juntos. Relató detalladamente cómo ciertos días suexperiencia y su intuición de cazador, así como su pericia a la hora dedirigir las jaurías, habían compensado los errores cometido porhombres expertos en la materia, y cómo su incomparable destrezacomo jinete había arrastrado a la muerte a muchos que se habíanempeñado en imitarlo.

No obstante la falta de criterio propio de Catherine y sudesconocimiento de los hombres en general, semejantes muestras devanidad y presunción hicieron nacer en ella un inesperadosentimiento de antipatía hacia Torpe. Le asustaba un poco la idea deque pudiera resultarle desagradable el hermano de su amiga Isabella,un hombre a quien su propio hermano James había elogiado muchasveces, pero el tedio que su compañía le producía, y que aumentó enel transcurso de la tarde y hasta el momento de encontrarse deregreso en la casa de Pulteney Street, la obligó a desconfiar de laimparcialidad de Isabella y a rechazar como erróneas las afirmacionesde James acerca del encanto personal y la sugestiva conversación deMr. Thorpe.

Una vez ante la puerta de Mrs. Allen, Isabella se lamentó de,dado lo avanzado de la hora, no poder acompañar hasta arriba a suamiga del alma.

—¡Son más de las tres! —exclamó.Al parecer tal hecho se le antojaba imposible, increíble,

incomprensible, y no bastaban para convencerla de su veracidad ni laevidencia de su propio reloj, ni del de su hermano, ni lasdeclaraciones de los criados; nada, en fin, de cuanto se basaba en larealidad y la razón, hasta que Morland, sacando su reloj, confirmócomo verídico el hecho, apaciguando con ello toda sospecha. Dudarde la palabra de Mr. Morland le habría parecido a Isabella tanimposible, increíble e incomprensible como antes la hora que losdemás afirmaban que era. Después de aclarado este punto, lequedaba por declarar que jamás dos horas y media habíantranscurrido con la rapidez de aquéllas, y le pidió a su amiga que asíse lo confirmara. Ni por complacer a Isabella habría mentidoCatherine. Felizmente, su amiga la sacó del apuro empezando adespedirse sin darle tiempo a responder. Antes de marcharsedefinitivamente, Isabella declaró que sus pensamientos la habíantenido abstraída del mundo y de cuanto en él sucedía, y expresó congran vehemencia el disgusto que le causaba separarse de su adoradaCatherine sin antes pasar unos minutos en su compañía paracontarle, como era su deseo, miles de cosas. Finalmente, con sonrisasde una exquisita tristeza y manifestaciones jocosas de pesadumbre,

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se despidió y siguió camino hacia su casa. Mrs. Allen, que acababa dellegar de un grato paseo, recibió a Catherine con las siguientespalabras: «¡Hola, hija mía! ¿estás de regreso?», declaración cuyaveracidad la muchacha no se molestó en confirmar.

—¿Te has divertido? —preguntó a continuación Mrs. Allen—. ¿Teha sentado bien tomar el aire?

—Sí, señora, muchas gracias; ha sido un día espléndido.—Eso decía Mrs. Thorpe, quien por cierto se mostró encantada

de que hubierais salido todos juntos.—¿Ha estado usted con Mrs. Thorpe esta mañana?—Sí; apenas te marchaste bajé al balneario y allí la encontré. Ella

fue quien me dijo que no había encontrado ternera en el mercadoesta mañana. Parece ser que hay gran escasez.

—¿Ha visto usted a algún otro conocido?—Sí, por cierto; al dar una vuelta por el Crescent, nos

encontramos a Mrs. Hughes, acompañada de Mr. y Miss Tilney.—¿De veras? ¿Y hablaron ustedes con ellos?—Ya lo creo, estuvimos paseando por lo menos media hora. Es

gente muy agradable. Miss Tilney llevaba un traje de muselinahermosísimo, y a juzgar por lo que he oído, deduzco que suele vestircon gran elegancia. Mrs. Hughes estuvo hablándome largo y tendidode esa familia.

—¿Sí? ¿Y qué le dijo?—Apenas si hablamos de otra cosa, de modo que imagínate.—¿Le preguntó usted de qué parte de Gloucester procede?—Sí, pero no recuerdo qué me contestó. Lo que es innegable es

que se trata de gente muy respetable y acaudalada. Mrs. Tilney esuna Drummond y fue compañera de colegio de Mrs. Hughes. Segúnparece, Drummond dotó a su hija en veinte mil libras y la dote,quinientas para el ajuar. Mrs. Hughes vio las ropas y afirma que eransoberbias.

—¿Y están aún en Bath Mr. y Mrs. Tilney?—Creo que sí, pero no lo sé a ciencia cierta; es decir, ahora que

recuerdo, tengo idea de que ambos han fallecido. Por lo menos, lamadre sé que murió, porque Mrs. Hughes me dijo que un magníficocollar de perlas que Mr. Drummond le regaló a su hija perteneceahora a Miss Tilney, que lo heredó de su madre.

—¿Y no hay más hijos varones que el que nosotros conocemos, elque bailó conmigo la noche pasada?

—Creo que, en efecto, es el único hijo varón, pero no puedoasegurarlo. De todos modos, se trata de un chico muy distinguido, y,según Mrs. Hughes, será dueño de una bonita fortuna.

Catherine no preguntó nada más; ya había oído suficiente paraestar convencida de que Mrs. Allen no sabría contarle más detalles ypara lamentar que aquel paseo infortunado la hubiera privado delplacer de hablar con Miss Tilney y con su hermano.

De haber previsto tan feliz coincidencia, no habría salido con losMorland; pero cuanto podía hacer ahora era quejarse de su malasuerte, reflexionar acerca del placer perdido y convencerse cada vezmás a sí misma de que el paseo había sido un fracaso y de que Mr.

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Morland no era hombre de su agrado.Aquella noche se reunieron en el teatro las familias Allen, Thorpe

y Morland. Isabella y Catherine ocuparon asientos próximos, y laprimera encontró, al fin, ocasión de comunicar a su amiga del almalos mil incidentes que en el tiempo que llevaban sin hablar habían idoacumulándose.

—Mi querida Catherine, al fin te encuentro —exclamó al entrar enel palco, sentándose acto seguido al lado de su amiga—. Mr. Morland—dijo luego al hermano de Catherine, que se había situado a su otrolado—, le advierto que no pienso dirigirle ni una palabra en toda lanoche. Mi querida Catherine, ¿qué ha sido de ti en este tiempo? Nonecesito preguntarte cómo te encuentras, porque estás encantadora.Ese peinado te favorece mucho. Bien se ve que te has propuestoatraer todas las miradas, ¿verdad? A mi hermano ya lo tienes medioenamorado, y en cuanto a Mr. Tilney..., eso es cosa decidida (pormodesta que seas no podrás dudar del cariño de un hombre que havuelto a Bath única y exclusivamente por verte). Estoy impaciente porconocerlo. Dice mi madre que es el joven más encantador que havisto nunca. ¿ Sabes que se lo presentaron esta mañana? Por favor,ocúpate de que yo también lo conozca. ¿Sabes si ha venido al teatro?Por Dios, mira bien. Te aseguro que no veo la hora de que me lopresentes.

—No lo veo por ningún lado —dijo Catherine—. Seguramente noha venido.

—¡Qué fastidio! Presiento que no llegaré a conocerlo. Escucha,¿qué opinas de mi traje? Yo lo encuentro muy elegante. Las mangaslas he ideado yo. ¿Sabes que empiezo a cansarme de Bath? Estamisma mañana decíamos con tu hermano que si bien resultaencantador pasar aquí unas semanas, por nada del mundo loelegiríamos como lugar de residencia permanente. Resulta que Mr.Morland y yo tenemos las mismas ideas acerca del género de vidaque nos gusta hacer, y ambos preferimos, ante todo, la campestre. Esverdaderamente prodigioso cómo coincidimos en nuestros gustos.Con decirte que coincidimos en todo. Si nos hubieras oído hablar,seguramente se te habría ocurrido algún comentario irónico.

—De ninguna manera.—Sí, sí, te conozco muy bien; mejor que tú misma. Habrías dicho

que parecíamos nacidos el uno para otro, o cualquier otra tontería porel estilo, y no sólo habrías hecho que me ruborizara, sino que mesintiese preocupada.

—Me juzgas injustamente. Jamás se me habría ocurridosemejante indiscreción. No lo habría pensado siquiera.

Isabella sonrió con expresión de incredulidad y durante el restode la velada sólo habló con James.

A la mañana siguiente Catherine continuaba firme en supropósito de ver a Miss Tilney, y estuvo intranquila hasta que llegó elmomento de marchar al balneario. Temía que surgiera uninconveniente imprevisible. Felizmente, no fue así, ni siquiera sepresentó una visita inoportuna, y a la hora de costumbre se dirigiócon Mr. y Mrs. Allen al balneario, dispuesta a gozar con los pequeños

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incidentes y la conversación que allí ofrecían a diario.Una vez que hubo terminado de tomar las aguas, Mr. Allen no

tardó en unirse a un grupo de caballeros aficionados a charlar depolítica y a discutir las noticias publicadas en los diarios, mientras lasseñoras se distraían paseando y tomando nota de los rostros nuevosque iban apareciendo y de los trajes y sombreros que lucían lasmujeres que pasaban por su lado. El elemento femenino de la familiaThorpe, acompañado del joven Morland, no tardó en llegar, y actoseguido Catherine pudo ocupar su sitio de costumbre, junto a suentrañable amiga. James, acompañante siempre fiel, se colocó al otrolado de la bella joven, y separándose los tres del grupo comenzaron apasear. Catherine, sin embargo, no tardó en poner en duda lasventajas de una situación que la confinaba a la compañía de suhermano y su amiga, que, por otra parte, no le hacían ni caso. Lajoven pareja no dejaba de discutir acerca de cualquier asuntodivertido o sentimental, pero en voz tan baja y acompañando suscomentarios de carcajadas tan ruidosas, que resultaba imposibleseguir el hilo de la conversación aun cuando solicitaron repetidasveces la opinión de la muchacha, quien, por ignorar de qué hablaban,no podía responder nada al respecto.

Al fin Catherine logró separarse de Isabella con la excusa de ir asaludar a Miss Tilney, que en aquel momento entraba en el salónacompañada de Mrs. Hughes, y recordando la mala suerte del díaanterior, se armó de valor y se apresuró a cambiar frases de afectocon las recién llegadas. Miss Tilney se mostró muy afable y cortés, yse dedicó a hablar con ella mientras las familias amigaspermanecieron en el balneario. En ese tiempo cruzaron entre ambaslas mismas frases que mil veces antes se habrían pronunciado bajoaquel mismo techo, pero en esta ocasión, y por tratarse de ellas, conuna sinceridad y una sencillez nada frecuentes.

—¡Qué bien baila su hermano! —exclamó en cierto momentoCatherine, con una ingenuidad que sorprendió y divirtió a su nuevaamiga.

—¿Quién, Henry? —contestó Miss Tilney—. Sí, baila muy bien.—Sin duda la otra noche debió de parecerle algo extraño que yo

le dijese que estaba comprometida, cuando en realidad no estabatomando parte en el baile. Pero le había prometido la primera pieza aMr. Thorpe.

Miss Tilney asintió con una sonrisa.—No tiene usted idea —prosiguió Catherine, tras un breve

silencio— de lo mucho que me sorprendió el ver aquí a su hermano.Yo creía que se había marchado de Bath.

—Cuando Henry tuvo el gusto de verla a usted no tenía intenciónde permanecer aquí más que un par de días, el tiempo necesario parabuscar habitaciones.

—No se me ocurrió que así fuera, y, claro, como dejamos deverlo, supusimos que se había marchado definitivamente. La señoritacon quien bailó el lunes es Miss Smith, ¿verdad?

—Sí, es una conocida de Mrs. Hughes.—Sin duda se alegró mucho de poder bailar. ¿La encuentra usted

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bonita?—Regular.—Y su hermano, ¿nunca baja a tomar las aguas?—Alguna vez, pero hoy ha salido a caballo con mi padre.En ese instante se unió a las jóvenes Mrs. Hughes, que preguntó

a Miss Tilney si deseaba marcharse.—Confío en que no pase mucho tiempo antes de que vuelva a

verla —dijo Catherine—. ¿Piensa usted ir al cotillón mañana?—Sí, creo que sí...—Lo celebro, porque nosotras también asistiremos.Tras despedirse, ambas se separaron, por parte de Miss Tilney

con una impresión bastante acertada de los sentimientos queabrigaba Catherine, quien por su parte confiaba en no haberlosrevelado.

Llegó a su casa completamente feliz. Aquella mañana sus deseosse habían visto cumplidos, y la noche siguiente, colmada depromesas, se le antojaba ya como un bien para el porvenir. Desdeaquel momento no tuvo más preocupación que el traje y el peinadoque luciría, en ocasión tan trascendente. Esta actitud, por cierto,merece ser justificada. El indumento es siempre un distintivo defrivolidad, y muchas veces la excesiva solicitud que despiertadestruye el fin que persigue. Catherine no lo ignoraba pocos mesesantes, y con ocasión de las Navidades su tía abuela la habíaaconsejado al respecto. No obstante, el miércoles por la noche tardódiez minutos en dormirse pensando si se decidiría por el traje demuselina moteada o el bordado, y de no haber mediado tan escasotiempo, es de suponer que habría acabado por decidir que secompraría uno nuevo. Grave y común error del que, a falta de su tíaabuela, la habría sacado alguna persona del sexo contrario: unhermano, por ejemplo. Únicamente un hombre es capaz decomprender la indiferencia que siente el hombre ante el modo devestir de las mujeres. ¡Cuan mortificadas se verían muchas damas side repente se percataran de lo poco que supone la indumentariafemenina, por costosa que sea, para el corazón del varón; si se dierancuenta de la ignorancia de este acerca de los distintos tejidos, y laindiferencia que le merecen lo mismo la muselina moteada que laestampada o la transparente!

Todo lo que consigue la mujer al intentar lucir más elegante essatisfacer su propia vanidad, nunca aumentar la admiración de loshombres ni la buena disposición de otras mujeres. Para los primerosbasta el orden y el buen gusto; en tanto que las segundas prefieren lapobreza de indumentaria y la falta de propiedad de la misma. Pero latranquilidad de Catherine no se vio turbada por tales y tan gravesreflexiones.

Llegada la noche del jueves, se presentó en el salón con el ánimoembargado por sentimientos muy distintos de los que habíaexperimentado el lunes anterior. En aquella ocasión el compromiso debailar con Mr. Torpe le producía cierta exaltación; ahora, en cambio,todos sus esfuerzos se dirigían a evitar un encuentro con éste. Temíaverse una vez más comprometida para bailar, pues aun cuando

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trataba de convencerse de que Mr. Tilney tal vez no se mostrasedispuesto a solicitarle por tercera vez que bailase con él, en realidadlo esperaba y soñaba con ello. No habrá seguramente joven algunaque no simpatice con mi heroína en las presentes circunstancias,pues pocas serán las que algún día no se vieron en situación parecidaa la suya. Todas las mujeres se han visto o han creído verse en peligrode ser perseguidas por un hombre cuando deseaban las atencionesde otro. Tan pronto como se hubieron unido a la familia ThorpeCatherine empezó a sufrir. Si Mr. Thorpe hacía ademán deacercársele, trataba de ocultarse o se hacía la distraída, si él lehablaba, ella fingía no oírlo. Pero acabó el cotillón y empezó el baile, yla familia Tilney seguía sin presentarse.

—No te preocupes, mi querida Catherine —la tranquilizaba envoz baja Isabella—, si bailo nuevamente con tu hermano. Sé que noes correcto, y así se lo he dicho, pero no logro convencerlo. Lo mejorserá que tú y John bailéis en el mismo cuadro que nosotros, así pasaréinadvertida. No te demores, John acaba de marcharse, pero volveráenseguida.

Catherine no tuvo tiempo ni ánimos para contestar. Se marchó lapareja y ella, al ver que Mr. Thorpe se encontraba cerca, y temerosade verse obligada a bailar con él, fijó la mirada en el abanico quesostenía en las manos. De pronto, precisamente cuando sereprochaba a sí misma la insensatez que suponía encontrar a lafamilia Tilney en medio de tanta gente, advirtió que Mr. Tilney lehablaba, solicitando el honor de sacarla a bailar. Con los ojos brillandopor la emoción la muchacha accedió de inmediato al requerimientode su amigo, y con el corazón palpitante lo acompañó al cuadro quese preparaba para la siguiente danza. No existía, o al menos eso creíaella, mayor felicidad que el haber escapado, y por casualidadciertamente, a las atenciones de John Thorpe y verse en cambiosolicitada por Mr. Tilney, quien, al parecer, había venido adrede abuscarla.

Apenas se hubieron colocado en el lugar que entre los danzantesles correspondía, John Thorpe reclamó la atención de Catherine,colocándose detrás de ella.

—¿Qué significa esto, Miss Morland? Creí que iba usted a bailarconmigo.

—No sé qué le hizo creerlo, cuando ni siquiera me invitó.—Pues ¡sí que es buena contestación! Le pedí que bailase

conmigo en el momento en que usted entraba en el salón, y cuandoiba a repetírselo me encontré con que se había marchado. Esto es unafarsa indigna. Vine al baile única y exclusivamente por disfrutar de sucompañía, y hasta, si no recuerdo mal, la comprometí para este baileel lunes pasado. Sí, ahora recuerdo que hablamos de ello en elvestíbulo, mientras esperaba usted que trajeran su abrigo. Despuésque yo les hubiese anunciado a todas mis amistades que iba a bailarcon la chica más bonita del salón se presenta usted a bailar con otro.Me ha puesto en ridículo y ahora seré el hazmerreír de todos.

—No lo creo, nadie me reconocerá en la descripción que hahecho usted de mí.

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—¿Cómo que no? Si no la conocieran merecerían que se losechase de aquí a patadas por idiotas. ¿Quién es ese chico con quienva a bailar?

Catherine satisfizo su curiosidad.—¿Tilney? —repitió él—. No lo conozco... ¿Tiene buena figura?

¿Sabe usted si le gustaría comprar un caballo? Tengo un amigo, SamFletcher, que quiere vender un animal extraordinario, y sólo pide porél cuarenta guineas. Estuve en un tris de comprarlo, porque tengo pormáxima que siempre que se presente la ocasión de comprar uncaballo bueno debe aprovechársela; pero éste no me conviene porqueno es de caza. Si lo fuera daba lo que piden y más. En este momentotengo tres, los mejores que pueda usted encontrar. Con decirle que nolos vendería ni aunque me diesen por ellos ochocientas guineas...Fletcher y yo hemos decidido alquilar una casa en Leicestershire parala próxima temporada. No hay cosa más incómoda que salir decacería cuando se vive en una posada.

Esta fue la última frase con que John Thorpe consiguió aburrir aCatherine, pues pocos momentos después se dejó seducir por lairresistible tentación de seguir unas damas que pasaban cerca. Unavez que se hubo marchado, Mr. Tilney se acercó a Catherine.

—Si ese caballero no se hubiera marchado —dijo—habríaacabado por perder completamente la paciencia No puedo tolerar quese reclame de ese modo la atención de mi pareja. En el momento dedecidirnos a bailar juntos contraemos la obligación de sernosmutuamente agradables por determinado espacio de tiempo, en eltranscurso del cual debemos dedicarnos el uno al otro todas lasamabilidades que seamos capaces de imaginar. Si alguna persona defuera llama la atención de uno de nosotros, perjudicará los derechosdel otro. Para mí, el baile es equiparable al matrimonio. En amboscasos, la fidelidad y la complacencia son deberes fundamentales y loshombres que no quieren bailar o casarse no tiene por qué dirigirse ala esposa o a la pareja del vecino.

—Pues a mí me parece que son cosas muy distintas.—¿Que? ¿Considera usted imposible el compararlas?—Naturalmente. Los que se casan no pueden separarse jamás;

hasta deben vivir juntos bajo un mismo techo. Los que bailan, encambio, no tienen más obligación que estar el uno frente al otro en unsalón por espacio de media hora.

—Según esa definición, hay que reconocer que no existe granparecido entre ambas instituciones, pero quizá consiga presentarle miteoría bajo un aspecto más convincente. Imagino que no tendrá ustedinconveniente en reconocer que tanto en el baile como en elmatrimonio corresponde al hombre el derecho a elegir, y a la mujerúnicamente el de negarse; que en ambos casos el hombre y la mujercontraen un compromiso para bien mutuo y que una vez hecho estolos contratantes se pertenecen hasta que no quede disuelto elcontrato. Además, es deber de los dos procurar que por ningúnmotivo su compañero lamente el haber contraído dicha obligación, yque interesa por igual a ambos no distraer su imaginación con elrecuerdo de perfecciones ajenas ni con la creencia de que habría sido

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mejor elegir a otra pareja. Supongo que estará usted conforme contodo esto.

—Tal y como usted lo expone, desde luego. Sin embargo,mantengo que ambas cosas son distintas y que yo jamás podríaconsiderarlas iguales ni creer que conllevaran idénticos deberes.

—Claro que existe una diferencia de bastante peso. En elmatrimonio, por ejemplo, se entiende que el marido debe sostener asu mujer, en tanto que ésta tiene la obligación de cuidar y hacer gratoel hogar. El hombre debe suministrar los alimentos; la mujer, lassonrisas; en cambio, en el baile los deberes están cambiados: es elhombre quien debe ser amable y complaciente, en tanto que la mujerprovee el abanico y la esencia de lavanda. Evidentemente, tal era ladiferencia que le impedía a usted establecer una comparación.

—No, no; le aseguro que jamás pensé en tal cosa.—Pues entonces debo confesar que no la comprendo, por otra

parte, opino que su insistencia en negar la semejanza de dichasrelaciones es algo alarmante, pues en ella puede inferirse que susnociones acerca de los deberes que implica el baile no son tanestrictas como puede desear su pareja. ¿Acaso, después de lo que meha dicho no tengo motivos para temer que si al caballero que antes lehabló se le ocurriese volver, o si otro cualquiera le dirigiese lapalabra, se creería usted en el derecho de conversar con ellos eltiempo que se le antojara?

—Mr. Thorpe es amigo de mi hermano, de modo si me hablara notendría más remedio que contestarle; pero en cuanto a los demás, nodebe de haber en el salón más de tres hombres a quienes puedadecirse que conozco.

—¿Y ésa es toda la seguridad que me ofrece?—Le aseguro que no tendría usted otra mejor. Si conozco a nadie,

con nadie podría hablar; aparte el que «no quiero» hacerlo.—Ahora me ha ofrecido usted una seguridad que me da valor

para proseguir. Dígame, ¿encuentra usted bailar tan agradable comola primera vez que se lo pregunté?

—Sí, ya lo creo, o quizá aún más.—¿Más aún? Vaya con cuidado, no sea que se le olvide aburrirse

en el momento que es de rigor hacerlo, preciso sentir hastío delbalneario a las seis semanas justas de haber llegado a él.

—Pues no creo que me ocurra eso ni aun prolongando seis mesesmás mi estancia aquí.

—Bath, comparado con Londres, tiene poca variedad al menosasí lo declara la gente todos los años. Personas de todas clases leasegurarán a usted, una y otra vez, Bath es un lugar encantador, peroque acaba por cansar, lo que no impide que quienes lo aseguranvengan todos los inviernos, que prolonguen hasta diez las seissemanas de rigor y que se marchen, al fin, por no poder costear pormás tiempo su permanencia aquí.

—Los demás dirán lo que quieran, es posible que quienes tienenpor costumbre ir a Londres no encuentren grandes alicientes en Bath;pero para quien, como yo, vive en un pueblo, esto no puede pormenos de parecer muy distraído. Aquí se disfruta de una variedad de

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diversiones y circunstancias que allí no se encuentran.—¿Debo entender entonces que no le gusta la vida en el campo?—Sí que me gusta; siempre he vivido en el campo y he sido feliz

en él; pero es indudable que la vida en un pueblo resulta másmonótona que en un balneario. En casa todos los días pareceniguales.

—Sí, pero en el campo el tiempo se emplea mejor que aquí.—¿Lo cree usted?—Sí. ¿Usted no?—No creo que haya gran diferencia.—En Bath no se hace más que tratar de pasar el rato.—Eso mismo hago yo en casa, sólo que allí no lo consigo. Por

ejemplo: aquí, como en casa, salgo de paseo; con la diferencia queaquí me encuentro con las calles atestadas de gente, y en el pueblo,si quiero hablar con alguien, no tengo más remedio que visitar a Mrs.Allen.

Tal respuesta hizo reír a Mr. Tilney.—¿No le queda más remedio que visitar a Mr. Allen? —repitió—.

¡Qué cuadro tan triste me está pintando y cuánta pobreza intelectualencierra! Menos mal que cuando se vea usted nuevamente en lamisma situación tendrá algo de qué hablar, podrá recordar latemporada que pasó en Bath y todo lo que hizo aquí.

—¡Ya lo creo! De ahora en adelante no me faltarán cosas de quehablar con Mrs. Allen y los demás. Realmente, creo que cuandoregrese a casa no tendré otro tema de conversación; me gusta tantoesto... Si estuvieran aquí mi padre y mi madre y mis otros hermanossería completamente feliz. La llegada de James (mi hermano mayor)me ha encantado, y más aún después de saber que es íntimo amigode la familia Thorpe, nuestros únicos conocidos aquí. ¿Cómo seráposible que alguien su canse de Bath?

—Evidentemente, a quienes les ocurre tal cosa les falta lafrescura de sentimientos que usted posee. Para las personas quefrecuentan el balneario, los padres y las madres, los hermanos y losamigos íntimos, han perdido todo interés. Además, no son capaces degozar como usted de las representaciones teatrales y demásdiversiones.

Las exigencias del baile pusieron fin por el momento a aquellaconversación. En el transcurso de la danza, en ocasión de hallarseCatherine separada de su pareja observó la muchacha que entrequienes se entretenían con contemplar el baile había un caballero quela miraba insistentemente. Se trataba de un hombre apuesto y de aireautoritario, para el que había pasado la juventud, pero no el vigor dela vida. Luego observó que, sin dejar de mirarla, se dirigía a Mr.Tilney, que estaba en ese momento a corta distancia de él, y conactitud de gran familiaridad le decía unas palabras al oído. Azoradapor aquella forma de mirar, y temerosa de que el motivo fuese algúndefecto en su aspecto o su atuendo, Catherine volvió cabeza en otradirección. Cuando, terminada la pieza, se aproximó de nuevo a Mr.Tilney, este le dijo:

—Veo que ha adivinado usted lo que acaba de preguntarme. Y ya

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que ese caballero conoce su nombre, me parece lógico que ustedtambién conozca el suyo. Es el general Tilney, mi padre...

Catherine no supo contestar más que con una exclamación, quebastó, sin embargo, para revelar cuanto debía y convenía. Unaexclamación que no sólo expresaba atención a las palabras de supareja, sino confianza absoluta en la veracidad de éstas. Luego, sumirada siguió con interés y admiración al general, que se alejabaabriéndose paso entre los bailarines.

¡Qué guapos son todos los miembros de esta familia!, pensó parasí.

Al hablar en el transcurso de la noche con Miss Tilney, aCatherine se le presentó una nueva ocasión de sentirse dichosa.Desde su llegada a Bath no había paseado por el campo, y habiéndolehablado a Miss Tilney, para quien eran familiares los alrededores de laciudad, de la belleza de éstos, la muchacha sintió el deseo deconocerlos. Sin embargo, expresó su temor de no encontrar quien seprestase a acompañarla, y entonces Miss Tilney, secundada por suhermano, propuso que salieran juntos de paseo más adelante.

—¡Cuánto me gustaría! —exclamó Catherine—. Pero no lodejemos para más adelante. ¿Por qué no salir mañana mismo?

Todos se mostraron conformes y decidieron realizar el paseo a lamañana siguiente, siempre y cuando —agregó Miss Tilney— nolloviese.

Los hermanos quedaron en pasar a buscar a Catherine por lacasa de Pulteney Street a las doce. Antes de separarse, le recordarona su nueva amiga, Miss Morland:

—A las doce... No lo olvide.De su amiga Isabella, aquella cuya fidelidad y méritos venía

apreciando hacía quince días, apenas si se acordó la muchacha entoda la noche, y aun cuando deseaba participarle sus felices nuevas,accedió con admirable sumisión al deseo de Mr. Allen de marcharsetemprano, metiéndose en la silla de manos que debía conducirlahasta su casa con el corazón henchido de felicidad.

La mañana siguiente amaneció nublada y desapacible; el sol,tras algunos intentos por salir, desapareció detrás de las nubes, peroCatherine dedujo de ello un buen augurio. En aquella época del añolas mañanas soleadas casi siempre se convertían en días lluviosos; encambio, un amanecer nublado era, por lo general, pronóstico de unbuen día. Solicitó a Mr. Allen que le confirmase sus teorías, peropuesto que éste no conocía el clima de Bath ni tenía a mano unbarómetro, se negó a aventurar pronóstico alguno dada la delicadezadel asunto. Catherine recurrió entonces a Mrs. Allen, quien fue másrotunda en su respuesta.

—Si desaparecen las nubes y sale el sol —dijo—, es seguro quehará un buen día.

A las once, unas gotas de lluvia que salpicaron el cristal de laventana preocuparon a la muchacha.

—¡ Ay, me parece que va a llover! —exclamó desconsolada.—Ya me lo figuraba yo —contestó Mrs. Allen.—Me he quedado sin paseo —dijo Catherine—, a menos que

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escampe antes de las doce.—Puede que sí, hija mía... Pero quedará todo tan enlodado...—Eso no importa, a mí no me molesta el lodo.—Es verdad —dijo con tranquilidad su amiga— a ti no te molesta

el lodo.—Llueve cada vez más —observó tras una pausa Catherine, junto

a la ventana.—Es cierto, y si sigue lloviendo las calles se pondrán perdidas.—Ya he visto tres paraguas abiertos. ¡Cómo odio los paraguas!—Sí, son muy molestos. Yo prefiero coger una silla de manos.—Yo estaba segura de que sería un día hermoso...—Eso prometía. Si sigue lloviendo bajará poca gente a tomar las

aguas. Espero que si mi esposo decide salir se ponga el abrigo. Peroes muy capaz de no hacerlo. No soporta las prendas gruesas, y no locomprendo, pues son tan acogedoras...

La lluvia seguía cayendo. Cada cinco minutos Catherine mirabaal reloj, pensando que si en el transcurso de otros cinco no cesaba dellover sus ilusiones se vería desvanecidas. Dieron las doce y aúnllovía.

—No podrás salir, hija mía —dijo Mrs. Allen.—No quiero perder las esperanzas, al menos hasta las doce y

cuarto. Esta es precisamente la hora del día en que suele cambiar eltiempo, y ya parece que aclara un poco. ¿Las doce y veinte? Pues lodejo. ¡Quién pudiera contar con un tiempo tan hermoso como el quese describe en Udolfo, o con el que hizo en Toscana y en el sur deFrancia la noche en que murió el pobre Saint-Aubin...! ¡Qué deliciosatemperatura aquélla!

A las doce y media, cuando el estado del tiempo ya no ocupabapor entero la atención de Catherine, comenzó de repente a aclarar.Un rayo de sol sorprendió a la muchacha, quien al comprobar que, enefecto, las nubes empezaban a dispersarse, volvió de inmediato a laventana dispuesta a aplaudir tan feliz aparición. Diez minutosdespués podía darse por seguro que la tarde sería hermosa, con locual quedó justificada la opinión de Mrs. Allen, quien no había dejadode sostener que tarde o temprano aclararía. Más difícil era adivinar siCatherine debía esperar a sus amigos o si Miss Tilney consideraríaque había llovido demasiado para aventurarse a salir.

Como quiera que las calles estaban excesivamente sucias, Mrs.Allen no se atrevió a acompañar a su marido al balneario, y apenas sehubo marchado éste, Catherine, que lo siguió con la vista hasta quedobló la esquina, observó que llegaban dos coches, ocupados por lasmismas personas cuya presencia en la casa tanto le habíasorprendido dos días antes.

—¿Isabella, mi hermano y Mr. Thorpe...? Deben de venir abuscarme. Pues no pienso acompañarlos, quiero estar aquí por si sepresenta Miss Tilney.

Mrs. Allen se mostró conforme con la decisión de la muchacha,pero John Thorpe no tardó en aparecer, precedido de grandes voces,pues desde las escaleras empezó a decir a Miss Morland que erapreciso que se diera prisa.

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—Póngase el sombrero de inmediato —decía, y al abrir la puertaañadió— No hay tiempo que perder; vamos a Bristol. ¿Cómo estáusted, Mrs. Allen?

—¿A Bristol? Pero ¿no está eso muy lejos? Además, hoy no puedoacompañarles; estoy comprometida, espero a unos amigos de unmomento a otro.

Las razones de Catherine fueron vehementemente contestadaspor Thorpe, quien solicitó en su favor el apoyo de Mrs. Allen. Al cabode pocos minutos Isabella y James lo secundaron.

—Querida Catherine —exclamó aquélla—, ¿verdad que es un planperfecto? El paseo será delicioso. La idea se nos ocurrió a tu hermanoy a mí, mientras desayunábamos. Deberíamos haber salido hace doshoras, pero nos detuvo esa lluvia detestable. Aun así, no importa quenos retrasemos, pues estas noches hay luna. Me entusiasma la ideade respirar aire puro y disfrutar un poco de tranquilidad. ¡Cuánto másagradable es esto que pasarse el día en un salón! Tenemos que llegara Clifton a tiempo de comer, y después, si queda tiempo, seguir hastaKingsweston.

—Dudo que podamos hacer todo eso —intervino Morland.—Vamos, muchacho, no seas agorero —exclamó Thorpe—.

Podemos hacer eso y más. Llegaríamos a Kingsweston y al castillo deBlaize, y hasta donde se nos antojase, si no saliera ahora tu hermanacon que no puede de acompañarnos.

—¿El castillo de Blaize? —preguntó Catherine—. ¿Y qué es eso?—El castillo más hermoso que hay en Inglaterra. Vale la pena

hacer las cincuenta millas sólo por verlo...—Pero ¿es un castillo de verdad? ¿Un castillo antiguo?—El más antiguo de cuantos existen en el reino.—Pero ¿igual a esos que describen los libros?—Exactamente igual.—¿De veras? ¿Y tiene torres y galerías?—Por docenas.—¡Ah!, pues entonces sí me gustaría visitarlo; pero hoy no... hoy

no puede ser.—¿Que no puedes venir? ¿Por qué?—No puedo ir... —Catherine inclinó la cabeza—, porque espero a

Miss Tilney y a su hermano para dar un paseo. Quedaron enrecogerme a las doce, pero a causa de la lluvia no se presentaron.Ahora que el tiempo ha mejorado supongo que no tardarán.

—Pues no creo que lo hagan —dijo Thorpe—. Los he visto enBroad Street. ¿Él no suele conducir un faetón tirado por caballos colorcastaño?

—No lo sé...—Pero yo sí. ¿Acaso no se refiere usted al joven con quien bailó

anoche?—Sí.—Pues ése es el que he visto. Iba en dirección a la carretera de

Lansdown, acompañado de una muchacha muy elegante.—Pero ¿lo ha visto usted de veras?—Se lo juro. Le reconocí enseguida; y por cierto que guiaba unos

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animales magníficos.—Pues es muy extraño. Tal vez hayan creído que había

demasiado lodo para salir a pie.—Y con razón, pues jamás he visto tanto fango. Le aseguro que

le sería más fácil a usted volar que andar. Como ha llovido tantodurante el invierno, le llega a uno el lodo hasta los tobillos.

Isabella corroboró aquella opinión.—Sí, querida Catherine; no te imaginas la cantidad de barro que

hay. Vamos, es preciso que nos acompañes; ¿serías capaz denegarte?

—Me encantaría conocer el castillo, pero ¿podremos verlo todo?¿Nos dejarán recorrer todas las estancias?

—Sí, sí; hasta el último rincón.—Pero ¿y si Mr. y Miss Tilney sólo hubieran salido a dar una

vuelta, y una vez que los caminos estuviesen más secos vinieran abuscarme?

—En cuanto a eso, puede usted estar tranquila, porqueprecisamente oí que Mr. Tilney le decía a un conocido que pasaba acaballo que pensaban llegarse hasta las rocas de Wick.

—En ese caso, iré con ustedes. ¿Le parece usted bien, Mrs. Allen?—Como quieras, muchacha.—Sí, señora, convénzala de que venga —dijeron todos a coro.A Mrs. Allen no le era posible permanecer indiferente.—¿Y si fueras, hija mía? —le propuso.Dos minutos más tarde todos salían de la casa.Al subir Catherine al coche se sintió asaltada graves dudas. Si

por una parte lamentaba la pérdida de una diversión segura, por otratenía la esperanza de disfrutar de un sentimiento parecido en cuantoa la forma si no en cuanto al fondo. Comprendía, además, que losTilney habían hecho mal faltando a su compromiso sin siquieraavisarle. Sólo había transcurrido una hora desde la indicada para elpaseo, y a pesar de lo que se decía del lodo, todo indicaba que apesar de ello habían salido sin dificultad ninguna. Le resultaba muydolorosa la conducta de sus nuevos amigos; en cambio, la idea devisitar un castillo semejante, según se afirmaba, al descrito en elUdolfo, casi compensaba el placer perdido.

Sin hablar apenas, el grupo bajó por Pulteney Street yLauraplace, dedicado Thorpe a animar a su cat con palabras y algunaque otra exclamación, mientras la muchacha se entregaba a unameditación en la que alternaban temas tan variados como promesasincumplidas, faetón y colgaduras, el comportamiento de los Tilney ypuertas secretas. Al pasar por delante de los edificios una preguntade Thorpe distrajo a Catherine de sus pensamientos.

—¿Quién es esa señorita que la miró a usted tan insistentementeal pasar junto a nosotros?

—¿Quién? ¿Dónde?—En la acera de la derecha.Catherine volvió la cabeza a tiempo de ver a Tilney, que,

apoyada en el brazo de su hermano, iba por la calle con paso lento.Ambos también repararon ella.

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—¡Deténgase! ¡Deténgase, Mr. Thorpe! —exclamó la muchachacon impaciencia—. Es Miss Tilney. Se lo aseguro... ¿Por qué me dijousted que se habían marchado de paseo? Deténgase de inmediato ydéjeme saludarle.

Su ruego fue inútil. Sin hacer el menor caso de lo que oía, Thorpefustigó el caballo, obligándolo a trotar deprisa. Los Tilney doblaronuna esquina y momentos después el calesín rodaba por la plaza delMercado.

—¡Por favor, deténgase, Mr. Thorpe, se lo suplico! —insistióCatherine—. No puedo, no quiero seguir; es preciso que hable conMiss Tilney...

Pero Mr. Thorpe contestó con una carcajada, fustigó al caballo ysiguió adelante. Catherine, a pesar de su indignación, y ante laevidencia de que era imposible bajar del coche, no tuvo más remedioque resignarse, sin escatimar, no obstante, reproches.

—¿Por qué me ha engañado usted, Mr. Thorpe? ¿Por qué aseguróque había visto a mis amigos por la carretera de Lansdown? Daríacuanto tengo en el mundo por que nada de esto hubiera sucedido.¿Qué dirán de mí? Les parecerá extraño y hasta de mala educación elque hayamos pasado de largo sin detenernos a saludarlos. No sabeusted lo disgustada que estoy... Ya no podré disfrutar del paseo.Preferiría mil veces bajarme y correr en su busca a seguir con usted.¿Por qué me dijo que los había visto en un faetón?

Thorpe se defendió con habilidad. Declaró que jamás había vistodos hombres tan parecidos, y hasta se negó a reconocer que el jovenque acababan de ver fuese Tilney.

El paseo, aun después de agotada la conversación, no podíaresultar agradable. Catherine se mostró menos complaciente que enla última excursión, respondió con desconcertante laconismo a lasobservaciones de su compañero y no se preocupó de disimular sutedio. Sólo le quedaba el consuelo de visitar el castillo de Blaize, y congusto habría prescindido de la alegría que aquellos viejos murospudieran proporcionarle, del placer de recorrer los grandes salones,llenos de reliquias de un esplendor pasado, antes que verse privadadel proyectado paseo con sus amigos o exponerse a que éstosinterpretaran mal su conducta.

Mientras iba sumida en tales pensamientos, el viaje sedesarrollaba sin percance alguno. Se encontraban cerca de Kenyshamcuando un aviso de Morland, que venía detrás de ellos, obligó aThorpe a detener la marcha. Se acercaron los rezagados y Morlanddijo a su amigo:

—Será mejor que volvamos, Thorpe. Tu hermana y yo opinamosque es demasiado tarde para continuar, figúrate que hemos tardadouna hora justa en llegar desde Pulteney Street, hemos cubierto sietemillas, y aún nos restan ocho. No es posible. Hemos salido demasiadotarde. Creo que haríamos bien en regresar y dejar la excursión paraotro día.

—A mí lo mismo me da —dijo Thorpe con bastante mal humor, yvolviéndose hacia Catherine, añadió— si su hermano no guiara uncaballo tan... maldito podríamos haber llegado a Clifton en una hora,

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pero por culpa de ese... maldito jaco. Morland es un tonto por notener su propio caballo y su propio calesín.

—No es ningún tonto —replicó Catherine, indignada—. Lo queocurre es que no puede sufragar esos gastos

—¿Y por qué no puede?—Porque no tiene bastante dinero.—¿Y de quién es la culpa?—De nadie, que yo sepa.Thorpe, entonces, con la incoherencia y la agresividad propias de

él, empezó a decir que la avaricia era un vicio repugnante y que si lagente que tiene el riñón bien cubierto no sufragaba ciertos gastos, nosabía él como iba a poder hacerlo, y otras cosas que Catherine ni seesforzó siquiera en oír. Ante la imposibilidad de lograr el consuelo quea cambio de otra desilusión se prometía, la muchacha se mostrómenos dispuesta a intentar ser amable con Thorpe, y durante eltrayecto de regreso no cambiaron más de veinte palabras.

Al llegar a la casa el lacayo informó a Catherine que una señora,acompañada de un caballero, había llegado a buscarla pocos minutosdespués de que ella se hubiese marchado, que al enterarse de quehabía salido con Mr. Thorpe habían preguntado si no había dejadoalgún recado para ellos, y al responder él que nada podía decirles alrespecto, se habían ido no sin antes entregarle sus tarjetas. Pensandoen aquellas desoladoras noticias subió Catherine a su habitación. Enlo alto de la escalera se encontró con Mr. Allen, que al saber lascausas que habían motivado su repentino regreso, le dijo:

—Celebro que Mr. Morland haya mostrado tan buen sentido. Elplan no podía ser más absurdo y descabellado.

Pasaron la velada todos juntos en casa de los Thorpe. Catherineno disimulaba su preocupación y tristeza. Isabella, en cambio, semostraba muy satisfecha, diríase que el haber hecho una apuesta conMorland la compensaba de las diversiones que en la posada de Cliftonhabría podido encontrar. Habló también con insistencia de lasatisfacción que sentía al faltar aquella noche a los salones delbalneario.

—¡Qué lástima me inspiran los infelices que han ido al baile! —exclamó—. Y ¡cuánto celebro no hallarme entre ellos! ¿Estarán muyconcurridos los salones? El baile aún no debe de haber empezado,pero por nada del mundo asistiría a él. ¡Es tan delicioso pasar unavelada en familia! Además, no creo que resulte muy animado. Sé quelos Mitchell no tenían intención de ir. Os aseguro que me inspiranverdadera lástima los que se han tomado la molestia de bajar. Encambio, usted, Mr. Morland, está deseando ir, ¿verdad? Sí, sí; estoysegura de ello, y le suplico que no se prive por nosotros. Nosarreglaríamos perfectamente sin su presencia, se lo aseguro. Loshombres se empeñan en creer que son indispensables, y están muyequivocados.

Catherine estuvo tentada de acusar a Isabella de falta de ternuray de consideración para con ella, pues, a juzgar por lo que se veía, sudesconsuelo no le preocupa en absoluto.

—No estés tan aburrida, querida —le dijo al fin en voz baja—. Me

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parte el alma verte así, después de todo, los únicos responsables delo ocurrido son los Tilney. ¿Por qué no fueron más puntuales? Es ciertoque los caminos estaban cubiertos de lodo, pero ¿qué importabaeso?. A John y a mí excusa tan nimia no habría bastado paradisuadirnos. Sabes que no me importa sufrir molestias cuando decomplacer a una amiga se trata. Es mi manera de ser, y lo mismo leocurre a John, que tiene sentimientos muy profundos. ¡Cielos, quémagníficas cartas tienes! Reyes, ¿eh? ¡Qué feliz me haces! Y es queyo soy así, prefiero mil veces que los tengas tú a ser yo la favorecida.

Es hora de que despidamos por breve tiempo a la heroínaenviándola al lecho del insomnio que, como le corresponde, a apoyarla cabeza sobre una almohada erizada de espinas y empapada delágrimas, y... ya puede tenerse por muy afortunada si, dada sucondición, logra en los próximos tres meses conciliar el sueño unanoche siquiera.

—¿Cree usted, Mrs. Allen —preguntó a la mañana siguienteCatherine—, que estaría bien que yo visitase hoy a Miss Tilney? Nopodré estar tranquila mientras no le haya explicado lo ocurrido.

—Desde luego, puedes intentarlo, hija mía, pero creo quedeberías ponerte un vestido blanco para visitarla. Es el color preferidode Miss Tilney.

Catherine aceptó gustosa el consejo de su amiga y, debidamenteataviada, se dirigió hacia el balneario hecha un manojo de nervios,pues aun cuando creía que los Tilney se hospedaban en MilsomStreet, no estaba segura de las señas, y las indicaciones siempredudosas de Mrs. Allen aumentaban su confusión. Una vez informadade la dirección de sus amigos, partió rumbo a su destino con pasorápido y el corazón palpitante. Deseosa de explicar su conducta yobtener cuanto antes el perdón de sus amigos, pero haciéndose ladistraída por el jardín de la iglesia, próximo al cual se encontraban enaquel momento su querida Isabella y la simpática familia de ésta.

Llegó sin dificultad a la casa de Milsom Street, miró el número,llamó a la puerta y preguntó por Miss Tilney. El hombre que abrió dijoque no sabía si la señorita se hallaba en casa, pero que iría acomprobarlo. Catherine le dio entonces su tarjeta y le rogó queanunciara su presencia. A los pocos minutos volvió el criado, con unamirada que no confirmaba sus palabras, que Miss Tilney había salido.Catherine se quedó avergonzada, pues tenía la certeza de que sunueva amiga no había querido recibirla, molesta, sin duda, por elincidente del día anterior. Al pasar por delante de las ventanas delsalón de la casa de los Tilney, miró, creyendo ver a alguien detrás delos cristales, pero no había nadie. Al final de la calle se volvió denuevo y entonces vio a Miss Tilney, no en la ventana, sino en lapuerta misma de la casa. La acompañaba un caballero, que Catherinesupuso debía de ser su padre, y juntos se dirigieron hacia Edgar's.Profundamente humillada, la muchacha siguió su camino. Lamentabael haberse expuesto a semejante descortesía, pero el recuerdo de suignorancia de las leyes sociales la obligó a recapacitar. Al fin y al caboella no sabía cómo estaría clasificada su conducta en el código depolítica mundana, cuan imperdonable resultaría su acción ni a qué

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rigores la expondría ésta, deprimida se sentía, que hasta pensó en noasistir al teatro aquella noche, pero desechó rápidamente esa idea enprimer lugar, porque no tenía una excusa seria que disculpara suausencia, y en segundo porque se presentaba una obra que deseabaver. De modo, que todos fueron al teatro, como de costumbre, alentrar Catherine advirtió que no asistía a la función ningún miembrode la familia Tilney. Era evidente contaba ésta, entre sus muchasperfecciones, la de poder prescindir de una diversión que —segúntestimonio de Isabella— mal podía satisfacer a quien tenía costumbrede admirar las magníficas representaciones de los teatros de Londres.

La obra no defraudó a Catherine, quien siguió con tanto interéslos cuatro primeros actos que nadie había adivinado cuan preocupadaestaba. Al empezar el quinto acto, sin embargo, la aparición de Henryy de su padre en el palco de enfrente suscitó de nuevo en su ánimoideas turbadoras. Ya no logró distraerla cuanto ocurría en elescenario, ni provocaron su risa los chistes de la obra. La mitad, por lomenos, de sus miradas se dirigían al otro palco, y durante dosescenas consecutivas no apartó los ojos de Henry, que no se dignódar muestras de que hubiera reparado en ella. No parecía indiferentepara el teatro quien de manera tan insistente fijaba su atención en laescena. Al fin, el joven volvió la mirada hacia Catherine y la saludó,pero ¡qué saludo!, sin una sonrisa, apartando la vista casi deinmediato... La ansiedad de Catherine aumentó. De buena ganahabría pasado al palco donde se encontraba Henry para pedirle unaexplicación. Se vio dominada por sentimientos más humanos queheroicos. Lejos de molestarle aquella condena injusta de su conducta,en vez de sentir rencor hacia el hombre que de manera tan arbitrariae infundada dudaba de ella, en lugar de exigirle una explicación yhacerle comprender su error, bien evitando el hablarle, biencoqueteando con otro, Catherine aceptó el peso de la culpa o laapariencia de ésta y no deseó sino que llegara la ocasión dedisculparse.

Terminó la obra, cayó el telón y Henry Tilney desapareció de suasiento. El general permaneció, sin embargo, en el palco, y lamuchacha se preguntó si aquél tendría intención de pasar a saludarla.

Así fue, efectivamente; algunos momentos después vieron a Mr.Tilney abrirse paso entre la gente en dirección a ellas. Saludó primerocon gran ceremonia a Mrs. Allen, y la muchacha, sin podercontenerse, exclamó:

—¡Ah, Mr. Tilney! Estaba deseando hablar con usted para pedirleque me perdonase por mi conducta. ¿Qué habrá pensado usted demí? Pero no fue mía la culpa, ¿verdad, Mrs. Allen? ¿Verdad que medijeron que Mr. Tilney y su hermana habían salido en un faetón? ¿Quéotra cosa podía yo hacer? Pero le aseguro que habría preferido salircon ustedes. ¿Verdad que sí, Mrs. Allen?

—Ten cuidado, hija mía, que me arrugas el traje —contestó Mrs.Allen.

Felizmente, las excusas de Catherine, aun privadas de laconfirmación de su amiga, lograron cierto efecto. Henry esbozó unasonrisa cordial y con un tono que sólo conservaba cierta fingida

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reserva, contestó:—Nosotros agradecimos mucho sus deseos de que la pasáramos

bien. Así por lo menos interpretamos el interés con que volvió lacabeza para mirarnos.

—Está usted en un error. Lejos de desearles un feliz paseo, lo quehice fue suplicar a Mr. Thorpe que detuviera el coche. Se lo roguéapenas me di cuenta de que eran ustedes. ¿Verdad, señora, que...?Cierto que usted no estaba con nosotros; pero así lo hice, se loaseguro, si Mr. Thorpe hubiese accedido a mis ruegos, me habríabajado de inmediato del calesín para correr en busca de ustedes.

No creo que exista en el mundo ningún hombre capaz demostrarse insensible a tal afirmación. Henry Tilney no desperdició laocasión. Con una sonrisa mas cariñosa aún, dijo cuanto era precisopara explicar el sentimiento que el aparente olvido de Catherinehabía producido en su hermana y la fe y la confianza que a él lemerecían las explicaciones. Pero la muchacha no quedó satisfecha.

—No diga usted que su hermana no está enfadada —exclamó—,porque me consta que lo está. De otro modo no se habría negado arecibirme esta mañana. La vi salir de la casa un momento después dehaber estado yo. Me dolió profundamente, aunque no me molestó;pero, tal vez ignore usted que fui a verlos esta mañana.

—Yo no estaba en casa, pero Eleanor me refirió lo ocurrido y meexpresó sus grandes deseos de verla para disculpar su aparentedescortesía. Quizá yo logre hacerlo por ella. Fue mi padre quien,deseoso de salir a dar una vuelta, y contando con poco tiempo paraello, dio la orden de que no se dejase pasar a nadie. Eso es todo, se loaseguro. Mi hermana quedó preocupadísima, y, como le digo, deseaofrecerle sus excusas.

Aun cuando aquellas palabras tranquilizaron algo a Catherine,ésta aún experimentaba una inquietud que trató de disipar con unaingenua pregunta que sorprendió a Mr. Tilney:

—¿Por qué es usted menos generoso que su hermana? Si tantaconfianza mostró ella en mí, suponiendo, desde luego, que se tratabade un mal entendido, ¿por qué usted se molestó?

—¿Molestarme yo?—Sí, sí; cuando entró usted en el palco, todo su aspecto revelaba

disgusto.—¿Disgusto? ¿Acaso tengo derecho a disgustarme con usted?—Pues, a juzgar por la expresión de su rostro, nadie habría

pensado lo contrario.Henry contestó rogándole que le dejara sitio a su lado, donde

permaneció un rato charlando y mostrándose tan agradable, que elmero anuncio de que debía marcharse provocó en Catherine unsentimiento de tristeza. Antes de separarse, sin embargo, convinieronen realizar cuanto antes el proyectado paseo, y más allá de la penaque sentía por tener que separarse de su amigo, Catherine seconsideró aquella noche la criatura más feliz de la tierra. Mientrasambos hablaban observó con gran sorpresa que John Thorpe, que erapor lo general el hombre más inquieto del mundo, hablabadetenidamente con el general Tilney, y su sorpresa aumentó al

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observar que ella era el objeto de la atención y la conversación de losdos caballeros. ¿Qué estaría diciendo? Temió que tal vez al general ledisgustase su aspecto. Además, interpretaba como una prueba deantipatía el que dicho señor hubiera preferido negarle la entrada ensu casa antes que retrasar él su paseo.

—¿Dónde ha conocido Mr. Thorpe a su padre, el general? —preguntó con ansiedad a Mr. Tilney señalando a los dos hombres.

Henry no lo sabía, pero agregó que su padre, como todos losmilitares, tenía numerosas relaciones.

Una vez que hubo terminado el espectáculo, Thorpe se acercó yse ofreció a acompañar a las señoras, hizo objeto de grandesatenciones a Catherine y, mientras esperaban en el vestíbulo lallegada de los coches, se anticipó a la pregunta que el corazón y loslabios de Catherine deseaban formular, diciendo:

—¿Me ha visto hablando con el general Tilney? Es un viejosimpatiquísimo, fuerte, activo; parece más joven que su hijo. Loestimo mucho. Nunca he visto alguien más bueno y caballeroso.

—Pero ¿de qué lo conoce usted?—¿Que de qué lo conozco? Son pocas las personas de Bath con

quien yo no me trate. Lo conocí en Bedford, volví a encontrarlo aquí,en el salón de billar. Por cierto que, a pesar de ser uno de nuestrosmejores jugadores de billar y del miedo que en un principio meinspiraba su juego, gané la partida que disfrutamos. Jugábamos acinco por cuatro en contra de mí, y si no llego a hacer la carambolamás limpia que jamás he conseguido (dándole a su bola, comocomprenderá, pero es imposible explicarlo sin una mesa), no gano. Setrata de una persona excelente, y muy rico. Me gustaría que meinvitase a comer pues debe de tener un cocinero magnífico. Y ahoraque me acuerdo, ¿de qué le parece que hemos estado hablando?Pues de usted, sí, de usted, y el general dice que usted es la mujermás bonita que hay en Bath.

—¡Qué tontería! ¿A qué viene ahora eso?—¿Sabe usted qué le contesté? —dijo él, y añadió voz baja— Le

dije: tiene usted razón, mi general.Al llegar a ese punto, Catherine, a quien agradaba menos la

admiración de Thorpe que la del general Tilney, se apresuró a seguira Mr. Allen.

Thorpe, a pesar de los reiterados pedidos de la muchacha paraque se retirara, no la abandonó hasta que estuvo instalada en elcoche, prodigándole mientras tanto los más delicados halagos.

A Catherine le resultaba enormemente grato que el general, lejosde sentir antipatía por ella, la admirase tan cordialmente, y coninfinita complacencia pensó que por lo visto todos los miembros de lafamilia Tilney estaban de acuerdo con respecto a ella. La velada habíaresultado infinitamente mejor de lo esperado.

Conocidos son del lector los hechos ocurridos el lunes, martes,miércoles, jueves, viernes y sábado de aquella trascendental semana.Uno por uno hemos ido analizando los temores, mortificaciones yalegrías experimentados por Catherine en el transcurso de aquellossensacionales días, no faltándonos para completar éste más que

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descubrir los hechos que tuvieron lugar el domingo.La tarde de dicho día, y mientras paseaban todos por Crescent,

surgió de nuevo el tema de la excursión a Clifton, suspendida unavez, como sabemos. Ya en una charla previa Isabella y James habíandecidido que el paseo se llevase a cabo al día siguiente por lamañana, muy temprano, para volver a una hora razonable. Eldomingo por la tarde, en que, como hemos dicho, las familias sehallaban reunidas, Isabella y James expusieron sus planes a John,quien los aprobó. Sólo faltaba la conformidad de Catherine, alejada enaquellos momentos del grupo por haberse detenido a saludar a MissTilney. Grande fue la sorpresa de todos cuando al regresar lamuchacha y conocer la noticia, lejos de recibirla con alegría anunciócon expresión grave su propósito de declinar la invitación, ya que sehabía comprometido con Miss Tilney.

En vano protestaron los Thorpe insistiendo en que era preciso ir aClifton el día señalado y asegurando que no estaban dispuestos aprescindir de ella. Catherine se mostró apenada, pero ni por uninstante dispuesta a ceder.

—No insistas, Isabella —dijo—. Le he dado mi palabra a MissTilney y por lo tanto no puedo acompañaros.

Volvieron los otros a la carga armados con los mismosargumentos y negándose a aceptar su negativa.

—Pues dile a Miss Tilney —insistieron— que tenías uncompromiso previo y puede que posponga el paseo para el martes,por ejemplo.

—No es fácil, ni quiero hacerlo. Además, ese compromiso previono existe.

Isabella continuó suplicando, rogando, instando a su amiga de lamanera más afectuosa, empleando para ello las palabras máscariñosas. ¿Cómo era posible que su queridísima, su dulcísima amiga,se negara a complacer a quien tanto la quería? Ella sabía que suadorada Catherine, dueña de un corazón bondadoso y de un carácterencantador, no sabría negarse al deseo de quienes tanto laapreciaban. Pero todo fue inútil. Persuadida de que su actitud eracorrecta, Catherine no se dejaba convencer. Isabella cambió entoncesde táctica. Reprochó a la muchacha el que prefiriese a Miss Tilney, ala que, evidentemente, y a pesar de conocerla hacía tan poco tiempo,profesaba mayor cariño que a sus otras amistades. Finalmente, laacusó de indiferencia y frialdad para con ella.

—No puedo evitar sentir celos cuando veo que me abandonaspor unos extraños. ¡A mí, que tanto te quiero! Ya sabes que una vezque entrego mi cariño a una persona no hay poder humano que logrehacérmela olvidar. Soy así; tengo sentimientos más profundos quenadie, y tan arraigados que ponen en peligro la tranquilidad de miespíritu. No imaginas cuánto me duele ver mi amistad desdeñada enfavor de unos forasteros, que eso, y no otra cosa, son los Tilney.

A Catherine el reproche le pareció tan inmerecido como cruel.¿Era justo que una amiga sacara a relucir de ese modo sussentimientos y secretos más íntimos? Isabella se estaba comportandode manera egoísta y poco generosa; por lo visto, nada le preocupaba

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más que su propia satisfacción. Tales pensamientos no la impulsaron,sin embargo, a hablar, y mientras ella permanecía en silencio,Isabella, llevándose el pañuelo a los ojos, hacía ademán de enjugarselas lágrimas, hasta que Morland, conmovido por aquellas muestras depesar, dijo a su hermana:

—Vamos, Catherine, creo que debes ceder. El gusto de complacera tu amiga bien vale un pequeño sacrificio. Opino que harás mal ennegarte a nuestros deseos.

Era la primera vez que John se oponía a su proceder, y, debido aesto, Catherine propuso un arreglo. Si ellos demoraban su plan hastael martes, lo cual podía hacerse fácilmente, ya que sólo de ellosdependía, ella los acompañaría y todos quedarían satisfechos. Perosus amigos se negaron en redondo a alterar sus planes, alegando, endefensa de su proyecto, que para entonces Thorpe tal vez se hubiesemarchado. Catherine respondió que en ese caso lo lamentaría mucho,pero que no tenía nada mejor que proponer. Siguió a sus palabras unbreve silencio, interrumpido al fin por Isabella, quien, con voz quedenotaba un resentimiento profundo, dijo:

—Bueno, pues no hay que pensar más en ello. Si Catherine nopuede acompañarnos, yo tampoco iré. No quiero ser la única mujer enla excursión. Por nada del mundo pienso exponerme a faltar con ello alas convenciones sociales.

—Es preciso que vengas, Catherine —exclamó James.—Pero ¿por qué no va una de tus hermanas con Mr. Thorpe?

Estoy segura que cualquiera de ellas aceptaría con gusto la invitación.—Gracias —dijo Thorpe—. Pero yo no he venido a Bath para

pasear a mis hermanitas y que la gente me tome por un imbécil.Nada, si usted se niega, pues yo también, ¡qué diablos! si voy, es porllevarla a usted.

—Esa galantería no me causa el más leve placer —replicóCatherine, pero Thorpe se había alejado tan rápidamente que no laoyó.

Siguieron paseando juntos los tres y la situación se hizo cada vezmás desagradable para la pobre muchacha. Tan pronto se negabansus acompañantes a dirigirle la palabra como se empeñaban enabrumarla con súplicas y reproches, y aun cuando Isabella la llevaba,como siempre, cogida del brazo, era evidente que entre ellas noreinaba la paz. Catherine se sentía unas veces molesta, otrasenternecida, siempre preocupada y al mismo tiempo firme en sudeterminación.

—No sabía que fueras tan terca, Catherine —dijo James—. Antesno costaba tanto trabajo convencerte. Siempre fuiste la más dulce ycariñosa de todos nosotros.

—Pues ahora no creo serlo menos —contestó la muchacha,dolorida—: es verdad que no puedo complaceros, pero mi concienciame advierte que hago lo correcto.

—No parece —replicó Isabella en voz baja— que la lucha quesostienes con tus sentimientos sea muy enconada.

Catherine se sintió embargada por un profundo pesar, retiró elbrazo, e Isabella no se opuso. Transcurrieron así diez minutos, al cabo

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de los cuales vieron llegar a Thorpe con expresión más animada.—Ya lo he arreglado —dijo—. Podemos hacer nuestra excursión

mañana sin el más leve remordimiento de conciencia. He hablado conMiss Tilney y le he presentado todo género de excusas.

—No es posible... —exclamó Catherine.—Le aseguro que sí. Acabo de dejarla. Le he explicado que iba en

nombre de usted a decirle que, puesto que se había comprometidopreviamente a ir con nosotros a Clifton mañana, no podía tener elgusto de salir a pasear con ella hasta el martes. Respondió que nohabía inconveniente y que para ella era lo mismo un día que otro. Demanera que quedan allanadas las dificultades. Ha sido una buenaidea, ¿verdad?

Isabella sonrió y James recobró su buen humor.—¡Una idea magnífica! —exclamó la primera—. Ahora, mi

adorada Catherine, olvidemos nuestro disgusto. Te perdono, y no hayque pensar más que en pasarlo muy bien.

—Esto no puede ser —dijo Catherine—. No puedo permitirlo. Iré aver a Miss Tilney y le explicaré...

Isabella, al oírla, retuvo una de sus manos; Thorpe, la otra, y lostres empezaron a reprenderla. El mismo James se mostró indignado.Después que todo hubiese sido arreglado y de que la propia MissTilney hubiera dicho que lo mismo daba pasear el martes, era ridículo,absurdo, seguir oponiéndose.

—No me importa —insistió Catherine—. Mr. Thorpe no teníaderecho a inventar semejante disculpa. Si a mí me hubiera parecidobien demorar mi paseo con Miss Tilney, se lo hubiera propuestopersonalmente. Esto es una grosería imperdonable. Además, ¿quiénme asegura que Mr. Thorpe no se ha equivocado una vez más? Por sucausa el viernes pasado quedé mal ante los Tilney. Mr. Thorpe, tengala bondad de soltarme, y tú también, Isabella.

Thorpe insistió en que sería inútil tratar de alcanzar a los Tilney,pues giraban en Brock Street cuando él les habló, y seguramente yahabrían llegado a su casa.

—Los seguiré —dijo Catherine—; estén donde estén, hablaré conellos. Es inútil que intentéis detenerme; si con razonamientos nohabéis conseguido obligarme a lo que no creo que debo hacer, conengaños lo conseguiréis aun menos.

Catherine logró soltarse de Isabella y de Thorpe y se alejó a todaprisa. El segundo pretendió seguirla, pero James lo detuvo.

—Déjala, déjala que vaya. Se lo ha propuesto, y es más terca queun...

Thorpe no quiso terminar la frase, que no encerraba unagalantería precisamente.

Catherine, presa de intensa agitación, se alejó con rapidez. Temíaverse perseguida, pero no por ello pensaba desistir de su empeño. Alandar reflexionaba en cuanto había ocurrido. Le resultaba dolorosocontrariar a sus amigos, y muy particularmente a su hermano, perono se arrepentía de su conducta. Aparte del placer que pudiesesuponer para ella el paseo en cuestión, consideraba una muestratanto de informalidad como de incorrección el faltar por segunda vez

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a un compromiso retractándose de una promesa hecha cinco minutosantes. Ella no se había opuesto al deseo de los otros sólo poregoísmo, pues la excursión que le ofrecían y la seguridad de visitar elcastillo de Blaize eran por demás atractivos, pero si les contrariabaera, sobre todo, porque deseaba contentar a los Tilney y queríaquedar bien con ellos. Tales razonamientos no bastaban, sin embargo,para devolverle la tranquilidad perdida. Era evidente que sus ansiasno quedarían satisfechas hasta que no le explicase la situación a MissTilney, y una vez hubo cruzado Crescent aceleró aún más el paso,hasta que por fin se halló en el extremo alto de Milsom Street. Tantaprisa se había dado que, a pesar de la ventaja que los Tilney lellevaban, éstos entraban precisamente en su casa cuando los vio.Antes de que el criado cerrase la puerta, la muchacha estaba delantede ella y con el pretexto de que necesitaba hablar con Miss Tilney,entró en la casa. Precediendo al criado subió por las escaleras, abrióuna puerta y penetró en un salón en el que se hallaba el generalTilney acompañado de sus hijos. La explicación ofrecida porCatherine, y que, dado su estado de nerviosismo, resultó bastanteincomprensible, fue como sigue:

—He venido corriendo... Ha sido una equivocación. Le dije, desdeluego, que no iría con ellos y estoy aquí para explicárselo a ustedes.Poco me importaba lo que pudieran pensar de mí, y no iba a dejarmedetener por el criado.

El asunto, si no completamente aclarado por las frases deCatherine, dejó, por lo menos, de ser un enigma gracias a las mutuasexplicaciones que a continuación siguieron. En efecto, Thorpe habíadado el recado, y Miss Tilney no tuvo inconvenientes en reconocerque la supuesta incorrección de Catherine la había sorprendidobastante. Lo que no logró saber la muchacha, aun cuando dirigió susexplicaciones a ambos hermanos por igual, fue que aquella aparenteinformalidad suya había impresionado a Mr. Tilney en la mismamedida que a su hermana. Pero por amargas que fuesen lasreflexiones expresadas por uno y otro antes de la llegada deCatherine, la presencia de ésta y sus aclaraciones limaron todas lasasperezas y afianzaron enormemente la nueva amistad.

Una vez resuelta aquella cuestión, Miss Tilney presentó aCatherine a su padre, quien la recibió con tal afabilidad y cortesía quela muchacha no pudo por menos de recordar las palabras de Thorpe ypensar en su voluble amigo. El general extremó sus atenciones alpunto de reprochar al criado el haber descuidado sus deberesobligando a Catherine a abrir por sí misma la puerta. Claro que alhacerlo ignoraba que la muchacha no había dado al pobre hombre laoportunidad de anunciarla. La intervención de Miss Morland y el modopor demás generoso en que salió en defensa de William evitaron queéste perdiera, con la estimación de sus amos, su puesto de trabajo.

Después de permanecer con los Tilney un cuarto de hora,Catherine se levantó para marcharse, pero el general la sorprendiócon el ruego, expuesto en nombre de su hija, de que les hiciera elhonor de pasar el resto del día con ellos. Catherine se mostróprofundamente agradecida, pero manifestó que, muy a su pesar, se

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veía obligada a declinar tan amable invitación, pues Mr. y Mrs. Allen laesperaban a comer. El general reconoció que los señores Allen teníanmás derecho que ellos a disfrutar de su encantadora presencia, peroesperaban que en otra oportunidad, y previa autorización de tanexcelentes amigos, tuviera el placer de ver en su casa a la muchacha.

Catherine le aseguró que Mr. y Mrs. Allen tendrían tanto gusto encomplacerlo como ella misma. El general la acompañó luego hasta lapuerta principal, colmándola mientras tanto de frases de elogio. Hizoespecial hincapié en la gracia de su andar, asegurando que igualaba ala cadencia y el ritmo de su baile. Finalmente se despidió, después deobsequiarla con uno de los saludos más ceremoniosos que Catherinehabía visto jamás.

Encantada la muchacha por el resultado de su entrevista, sedirigió nuevamente hacia Pulteney Street, procurando andar con lagracia que le atribuía el general y de la que ella no se habíaapercibido hasta ese momento. Llegó a la casa sin encontrarse conninguna de las personas que tan insolentes se habían mostradoaquella mañana, pero no bien vio asegurada su victoria sobre éstas,empezó a dudar de que su proceder hubiese sido acertado. Pensó queun sacrificio es siempre un acto de nobleza y que, accediendo a losdeseos de su hermano y de su amiga, se habría evitado de disgustaral primero, enfadar a la segunda y destrozar, quizá, la felicidad de losdos. Para tranquilizar su conciencia y cerciorarse de la corrección desu conducta solicitó consejo a Mr. Allen, a quien refiriódetalladamente el plan que para el día siguiente habían proyectadosu hermano y Mr. y Miss Thorpe.

—¿Y piensas acompañarlos? —preguntó Mr. Allen.—No, señor; me negué porque momentos antes le había

prometido a Miss Tilney que saldría con ella. ¿Cree usted que hicemal?

—Al contrario, celebro que lo hayas evitado. A mí no me parecebien eso de que jóvenes de distinto sexo se presenten solos encoches descubiertos o en posadas y otros lugares públicos. Más aún:me extraña que Mrs. Thorpe haya dado su consentimiento. No creoque a tus padres les agradara que hicieras esas cosas. —Luego,dirigiéndose a su mujer, añadió— ¿No opinas como yo? ¿No te parecemal esta clase de diversiones?

—Sí, sí, no me gustan nada. El calesín es un medio de transportemuy incómodo. Además, no hay traje que se conserve limpio conellos. Se mancha una lo mismo al subir y al bajar, y el vientodescompone el peinado. Sí, me desagradan mucho los cochesdescubiertos.

—Ya lo sabemos; pero no es eso precisamente lo que se discute.¿A ti no te parece extraño el que una señorita se pasee en calesín conun joven a quien no lo une relación alguna de parentesco?

—Sí, por supuesto; a mí no me gustan estas cosas.—Entonces, querida señora, ¿por qué no me lo advirtió antes? —

preguntó Catherine—. Si yo hubiera creído que estaba mal pasear encoche con Mr. Thorpe no lo habría hecho. Imaginaba que usted no mepermitiría hacer nada que no estuviese bien.

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—Y no lo habría permitido, hija mía. Ya se lo dije a tu madre antesde partir hacia aquí. Pero tampoco hay que ser extremadamenteseveros. Tu propia madre dice que los jóvenes siempre se salen con lasuya. Recordarás que cuando llegamos aquí te advertí que hacías malen comprarte aquella muselina floreada; sin embargo, no me hicistecaso. A los jóvenes no se os puede llevar siempre la contraria.

—Es que ahora se trataba de algo más serio, y no creo quehubiera sido difícil convencerme.

—Bueno, hasta aquí, lo ocurrido no tiene importancia —dijo Mr.Allen—, pero sí considero mi deber aconsejarte que en el futuro nosalgas con Mr. Thorpe.

—Eso precisamente iba yo a decirle —intervino su esposa.Catherine, una vez tranquilizada por lo que a ella interesaba,

empezó a preocuparse por Isabella, apresurándose a preguntar a Mr.Allen si creía que debería escribir una carta a su amiga señalándolelos inconvenientes que entrañaban aquellas excursiones, de los queseguramente ella no tenía idea y a los que posiblemente volviera alexponerse si, como pensaba, llevaba a cabo el proyectado paseo aldía siguiente. Mr. Allen la disuadió de ello.

—Más vale que lo dejes correr, hija mía —le aconsejó— Isabellatiene edad suficiente para saber esas cosas, y además, está aquí sumadre para advertírselo. No cabe duda que Mrs. Thorpe esexcesivamente tolerante; sin embargo, creo que no deberíasintervenir en tan delicado asunto. Si Isabella y tu hermano estánempeñados en salir juntos, lo harán, y al tratar de evitarlo noconseguirás más que indisponerte con ellos.

Catherine obedeció, lamentando, por una parte, que Isabellahiciera lo que no estaba bien visto, y satisfecha, por otra, de estarhaciendo lo correcto, evitando así el peligro de tan grave falta.

Se alegraba de no tomar parte en la expedición hasta Clifton,porque así evitaba tanto el que los Tilney la juzgaran mal por faltar asu promesa, como el incurrir en una indiscreción social. Estaba claroque ir a Clifton habría sido, al tiempo que una descortesía, una faltade decoro.

La mañana siguiente amaneció hermosa, y Catherine temió sernuevamente objeto de un ataque por parte de sus adversarios. Apesar del valor que la infundía contar con el apoyo de Mr. Allen, temíaverse enzarzada otra vez en una lucha en la que resultaba dolorosahasta la misma victoria. De modo, pues, que grande fue su regocijocuando comprobó que nadie intentaba convencerla nuevamente. LosTilney llegaron a buscarla a la hora convenida, y como quiera queninguna dificultad, ningún incidente imprevisto ni llamadaimpertinente malogró sus planes, nuestra heroína consiguió cumplirsus compromisos, aun cuando los había contraído con el héroe enpersona, desmintiendo con ello la proverbial infortuna de lasprotagonistas novelescas.

Se decidió que el paseo se hiciera en dirección a Beechen Cliff,hermosa colina cuya espléndida vegetación se admira desde Bath.

—Esto me recuerda el sur de Francia —dijo Catherine.—¿Ha estado usted en el extranjero? —le preguntó Henry, un

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poco sorprendido.—No, pero he leído, y esto se parece al país que recorrieron

Emily y su padre en Los misterios de Udolfo. Imagino que usted nodebe leer novelas...

—¿Por qué no?—Porque no es un género que suela agradar a las personas

inteligentes. Los caballeros, sobre todo, gustan de lecturas másserias.

—Pues considero que aquella persona, caballero o señora, que nosabe apreciar el valor de una buena novela es completamente necia.He leído todas las obras de Mrs. Radcliffe, y muchas de ellas me hanproporcionado verdadero placer. Cuando empecé Los misterios deUdolfo no pude dejar el libro hasta terminarlo. Recuerdo que lo leí endos días, y con los pelos de punta todo el tiempo.

—Sí —intervino Miss Tilney—, y recuerdo que después que meprometieras que me leerías ese libro en voz alta, me ausenté paraescribir una carta y al volver me encontré con que habíasdesaparecido con él, de modo que no me quedó más remedio parasaber el desenlace que esperar a que terminaras de leerlo.

—Gracias, Eleanor, por dar fe de lo que digo. Ya ve usted, MissMorland, cuan injustas son esas suposiciones. Mi interés por continuarcon la lectura del Udolfo fue tan grande que no me permitió esperar aque mi hermana estuviese de regreso y me indujo a faltar a mipromesa negándome a entregar un libro que, como usted habrápodido apreciar, no me pertenecía. Todo esto es, sin embargo, unmotivo de orgullo, ya que, por lo visto, no hace sino aumentar laestima que usted pueda profesarme.

—Me alegro de ello, entre otras razones porque me evita el tenerque avergonzarme de leerlo yo también; pero, la verdad, siempre creíque los jóvenes tenían por costumbre despreciar las novelas.

—No me explico entonces por qué las leen tanto como puedanhacerlo las señoras.

—De mí puedo asegurarle que he leído cientos de ellas. No creaque me supera en el conocimiento de Julias y Eloísas. Si entráramos afondo en la cuestión y comenzáramos una investigación acerca de loque uno y otro hemos leído, seguramente quedaba usted tan a lazaga como... ¿qué le diría yo?, como dejó Emily al pobre Velancourtcuando marchó a Italia con su tía. Considere que le llevo muchos añosde ventaja; yo ya estudiaba en Oxford cuando usted, apenas unaniñita dócil y buena, empezaba a hacer labores en su casa.

—Temo que en lo de buena se equivoca usted, pero hablando enserio, ¿cree de veras que Udolfo es el libro más bonito del mundo?

—¿El más bonito? Eso depende de la encuadernación.—Henry —intervino Miss Tilney—, eres un impertinente. No le

haga usted caso, Miss Morland, por lo visto mi hermano pretendehacer con usted lo que conmigo. Siempre que hablo tiene algúncomentario que hacer sobre las palabras que empleo. Por lo visto nole ha gustado el uso que ha hecho usted de la palabra «bonito», y sino se apresura a emplear otra corremos el peligro de vernosenvueltas en citas de Johnson y de Blair todo el paseo.

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—Le aseguro —dijo Catherine— que lo hice sin pensar; pero si ellibro es bonito, ¿por qué no he de decirlo?

—Tiene usted razón —contestó Henry— también el día es bonito,y el paseo bonito, y ustedes son dos chicas bonitas. Se trata, en fin,de una palabra muy bonita que puede aplicarse a todo. Originalmentese la empleó para expresar que una cosa era agraciada de ciertaproporción y belleza, pero hoy puede ser empleada como términoúnico de alabanza.

—Siendo así, no deberíamos emplearla más que refiriéndonos ati, que eres más bonito que sabio —dijo Eleanor—. Vamos, MissMorland, dejémoslo meditar acerca de nuestras faltas de léxico ydediquémonos a enaltecer a Udolfo en la forma que más nos agrade.Se trata, sin duda, de un libro interesantísimo y de un género deliteratura que, por lo visto, es muy de su gusto.

—Si he de ser franca, le diré que lo prefiero a todos los demás.—¿De veras?—Sí. También me gustan la poesía, las obras dramáticas y, en

ocasiones, las narraciones de viajes, pero, en cambio, no sientointerés alguno por las obras esencialmente históricas. ¿Y usted?

—Pues yo encuentro muy interesante todo lo relacionado con lahistoria.

—Quisiera poder decir lo mismo; pero si alguna vez leo obrashistóricas es por obligación. No encuentro en ellas nada de interés, yacaba por aburrirme la relación de los eternos disgustos entre lospapas y los reyes, las guerras y las epidemias y otros males de queestán llenas sus páginas. Los hombres me resultan casi siempreestúpidos, y de las mujeres apenas si se hace mención alguna.Francamente: me aburre todo ello, al tiempo que me extraña, porqueen la historia debe de haber muchas cosas que son pura invención.Los dichos de los héroes y sus hazañas no deben de ser verdad, sinoimaginados, y lo que me interesa precisamente en otros libros es loirreal.

—Por lo visto —dijo Miss Tilney—, los historiadores no sonafortunados en sus descripciones. Muestran imaginación, pero noconsiguen despertar interés; claro que eso en lo que a usted serefiere, porque a mí la historia me interesa enormemente. Acepto loreal con lo falso cuando el conjunto es bello. Si los hechosfundamentales son ciertos, y para comprobarlos están otras obrashistóricas, creo que bien pueden merecernos el mismo crédito que loque ocurre en nuestros tiempos y sabemos por referencia de otraspersonas o por propia experiencia. En cuanto a esas pequeñas cosasque embellecen el relato, deben ser consideradas como meroselementos de belleza, y nada más. Cuando un párrafo está bienescrito es un placer leerlo, sea de quien sea y proceda de dondeproceda, quizá con mayor placer siendo su verdadero autor Mr. Humeo el doctor Robertson y no Caractus, Agrícola o Alfredo el Grande.

—Veo que, en efecto, le gusta a usted la historia... —dijoCatherine—. Lo mismo le ocurre a Mr. Allen y a mi padre. A dos de mishermanos tampoco les desagrada. Es extraño que entre la poca genteque integra mi círculo de conocidos tenga este género tantos adictos.

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En el futuro no volverán a inspirarme lástima los historiadores. Antesme preocupaba mucho la idea de que esos escritores se vieranobligados a llenar tomos y más tomos de asuntos que no interesabana nadie y que a mi juicio no servían más que para atormentar a losniños, y aun cuando comprendía que tales obras eran necesarias, meextrañaba que hubiera quien tuviese el valor de escribirlas.

—Nadie que en los países civilizados conozca la naturalezahumana —intervino Henry— puede negar que, en efecto, esos librosconstituyen un tormento para los niños; sin embargo, debemosreconocer que nuestros historiadores tienen otro fin en la vida, y quetanto los métodos que emplean como el estilo que adoptan losautoriza a atormentar también a las personas mayores. Observaráusted que empleo la palabra «atormentar» en el sentido de «instruir»,que es indudablemente el que usted pretende darle, suponiendo quepuedan ser admitidos como sinónimos.

—Por lo visto cree usted que hago mal en calificar de tormento loque es instrucción, pero si estuviese usted tan acostumbrado como yoa ver luchar a los niños, primero para aprender a deletrear, y mástarde a escribir, si supiera usted lo torpes que son a veces y locansada que está mi pobre madre después de pasarse la mañanaenseñándoles, reconocería que hay ocasiones en que las palabras«atormentar» e «instruir» pueden parecernos de significado similar.

—Es muy probable; pero los historiadores no son responsables delas dificultades que rodean a la enseñanza de las primeras letras, yusted, que por lo que veo no es amiga ni defensora de una intensaaplicación, reconocerá, sin embargo, que merece la pena verseatormentado durante dos o tres años a cambio de poder leer eltiempo de vida que nos resta. Considere que, si nadie supiera leer,Mrs. Radcliffe habría escrito en vano o no habría escrito nada, quizá.

Catherine asintió, y a continuación se hizo un elogio entusiastade dicha autora. Así, los Tilney hallaron muy pronto otro motivo deconversación en el que la muchacha se vio privada de tomar parte.

Los hermanos contemplaban el paisaje con el interés de quienesestán acostumbrados a dibujar, discutiendo acerca del atractivopictórico de aquellos parajes, dando a cada paso nuevas pruebas desu gusto artístico. Catherine no podía tomar parte en la conversaciónpues, además de no saber dibujar ni pintar, carecía de aficiones eneste sentido y, aun cuando escuchaba atentamente lo que decían susamigos, las frases que éstos empleaban le resultaban poco menosque incomprensibles. Lo poco que entendió sólo le sirvió para sentirsemás confusa, pues contradecía por completo sus ideas acerca delasunto, demostrando, por ejemplo, que las mejores vistas no seobtenían desde lo alto de una montaña y que un cielo despejado noera prueba de un día hermoso. Catherine se avergonzó sin razón desu ignorancia, pues no hay nada como ésta para que las personas seatraigan mutuamente. El estar bien informado nos impide alimentarla vanidad ajena, lo cual el buen sentido aconseja evitar. La mujer,sobre todo si tiene la desgracia de poseer algunos conocimientos,hará bien en ocultarlos siempre que le sea posible. Una autora yhermana mía en las letras ha descrito de manera prodigiosa las

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ventajas que tiene para la mujer el ser bella y tonta a un tiempo, demodo, pues, que sólo resta añadir, en disculpa de los hombres, que sipara la mayoría de éstos la imbecilidad femenina constituye unencanto adicional, hay algunos tan bien informados y razonables depor sí que no desean para la mujer nada mejor que la ignorancia.Catherine, sin embargo, desconocía su valor, ignoraba que una jovenbella, dueña de un corazón afectuoso y de una mente hueca, se hallaen las mejores condiciones posibles, a no ser que las circunstancias lesean contrarias, para atraer a un joven de talento. En la ocasión quenos ocupa, la muchacha confesó y lamentó su falta de conocimientos,y declaró que de buen grado daría cuanto poseía en el mundo porsaber dibujar, lo cual le valió una conferencia acerca del arte, tanclara y terminante, que al poco tiempo encontraba bello todo cuantoHenry consideraba admirable, escuchándolo tan atentamente que élquedó encantado del excelente gusto y el talento natural de aquellamuchacha, y convencido de que él había contribuido a su desarrollo.Le habló de primeros y segundos planos, de perspectiva, de sombra yde luz, y su discípula aprovechó tan bien la lección, que para cuandollegaron a lo alto del monte, Catherine, apoyando la opinión de sumaestro, rechazó la totalidad de la ciudad de Bath como indigna deformar parte de un bello paisaje. Encantado con aquellos progresos,pero temeroso de cansarla con un exceso de saber, Henry trató decambiar de tema, y así pasó a hablar de árboles en general, debosques, de terrenos improductivos, de los patrimonios reales, de losgobiernos, y, finalmente, de política, hasta llegar al punto suspensivode un completo silencio. La pausa que siguió a aquella disquisiciónacerca del estado de la nación fue interrumpida por Catherine, quien,con tono solemne y un tanto asustada, exclamó:

—He oído decir que en Londres ocurrirá dentro de poco algo muyterrible.

—¿Es cierto? ¿De qué naturaleza? —preguntó algo preocupadaMiss Tilney, a quien iba dirigido el comentario.

—No lo sé, ni tampoco el nombre del autor. Lo único que me handicho es que jamás se habrá visto nada tan espantoso.

—¡Santo cielo...! Y ¿quién se lo ha dicho?—Una íntima amiga mía lo sabe por una carta que ayer mismo

recibió de Londres. Creo que se trata de algo horroroso. Supongo quehabrá asesinatos y otras calamidades por el estilo.

—Habla usted con una tranquilidad pasmosa. Espero que estéexagerando usted y que el gobierno se apresure a tomar las medidasnecesarias para impedir que nada de eso ocurra.

—El gobierno... —dijo Henry conteniendo la risa—, ni quiere ni seatreve a intervenir en esos asuntos. Los asesinatos se llevarán a caboy al gobierno le tendrá absolutamente sin cuidado.

Su hermana y Catherine lo miraron estupefactas, y él, sonriendoabiertamente, añadió:

—Bien, creo que lo mejor será que me explique, así daré pruebasde la nobleza de mi alma y de la clarividencia de mi mente. No tengopaciencia con esos hombres que se prestan a rebajarse al nivel de lacomprensión femenina. Creo que la mujer no tiene agudeza, vigor ni

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sano juicio; que carece de percepción, discernimiento, pasión, genio yfantasía.

—No le haga caso, Miss Morland, y póngame al corriente de esosterribles disturbios.

—¿Disturbios? ¿Qué disturbios?—Mi querida Eleanor, los disturbios están en tu propio cerebro.

Aquí no hay más que una confusión horrorosa. Miss Morland se referíasencillamente a una publicación nueva que está en vísperas de salir ala luz y que consta de tres tomos de doscientas setenta y seis páginascada uno, cuya cubierta adornará un dibujo representando dostumbas y una linterna. ¿Comprendes ahora? En cuanto a usted, MissMorland, habrá advertido que mi poco perspicaz hermana no haentendido la brillante explicación que usted le hizo, y en lugar desuponer, como habría hecho una criatura racional, que los horrores aque usted se refería estaban relacionados con una bibliotecacirculante, los atribuyó a disturbios políticos, y de inmediato imaginólas calles de Londres invadidas por el populacho, miles de hombresaprestándose a la lucha, el Banco Nacional en poder de los rebeldes;la Torre, amenazada; un destacamento de los Dragones (esperanza yapoyo de nuestra nación), llamado con urgencia, y el valiente capitánFrederick Tilney a la cabeza de sus hombres. Ve también que en elmomento del ataque dicho oficial cae de su caballo malherido por unladrillo que le han arrojado desde un balcón. Perdónela; los temoresque engendró su cariño de hermana aumentaron su debilidad natural,pues le aseguro que no suele mostrarse tan tonta como ahora.

Catherine se puso muy seria.—Bueno, Henry —dijo Miss Tilney—, ya que has conseguido que

nosotras nos entendamos, trata de que Miss Morland te comprenda ati; de lo contrario, creerá que eres el mayor impertinente que existe,no sólo para con tu hermana, sino para con las mujeres en general.Debes tener en cuenta que esta señorita no está acostumbrada a tusbromas.

—Estaré encantado de hacer que se acostumbre a mi manera deser.

—Sin duda, pero antes conviene que busques una solución paraahora mismo.

—Y ¿qué debo hacer?—No hace falta que te lo diga. Discúlpate y asegúrale que tienes

el más alto concepto de la inteligencia femenina.—Miss Morland —dijo Henry—, tengo un concepto elevadísimo de

la inteligencia de todas las mujeres del mundo, y en particular deaquellas con quienes casualmente hablo.

—Eso no es suficiente. Sé más formal.—Miss Morland, nadie estima la inteligencia de la mujer tanto

como yo. Hasta tal punto llega, en mi opinión, la prodigalidad de lanaturaleza para con ellas en este terreno, que no necesitan usar másque la mitad de los dones que han recibido de parte de ella.

—No hay manera de obligarlo a ser más formal, Miss Morland —lo interrumpió Miss Tilney—. Por lo visto está decidido a no hablar enserio, pero le aseguro que, a pesar de cuanto ha dicho, es incapaz de

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pensar injustamente de la mujer en general, ni mucho menos de decirnada que pudiera mortificarme.

A Catherine no le costó trabajo creer que Henry era, en efecto,incapaz de hacer y pensar nada que fuese incorrecto. ¿Qué importabaque sus maneras aparentaran lo que su pensamiento no admitía?Aparte de que la muchacha estaba dispuesta a admirar tanto aquelloque le agradaba como lo que no atinaba a comprender. Así pues, elpaseo resultó delicioso, y el final de éste igualmente encantador.Ambos hermanos acompañaron a Catherine a su casa, y una vez allí,Miss Tilney solicitó respetuosamente de Mrs. Allen permiso para queCatherine les concediese el honor de comer con ellos al día siguiente.Mrs. Allen no opuso ningún reparo, y en cuanto a la muchacha, sialgún esfuerzo hubo de hacer, fue por disimular la alegría que estainvitación producía en ella. La mañana había transcurrido de maneratan grata y divertida que quedó borrado de su mente el recuerdo deotros cariños. En todo el paseo no se acordó de Isabella ni de James.Una vez que los Tilney se hubieron marchado, Catherine quiso dedicara aquéllos un poco de atención, pero con escaso éxito, pues Mrs.Allen, que no sabía nada de ellos, no pudo informarla al respecto. Alcabo de un rato, sin embargo, y en ocasión de salir Catherine enbusca de una cinta, de la que tenía necesidad urgente, topó en BondStreet con la segunda de las hermanas Thorpe, quien se dirigía aEdgar's entre dos chicas encantadoras, íntimas amigas suyas desdeaquella mañana. Por dicha señorita supo que se había llevado a cabola expedición de Clifton.

—Salieron esta mañana a las ocho —le informó—. Y debo admitirque no los envidio. Creo que hicimos bien en no acompañarlos. Noconcibo nada más aburrido que ir a Clifton en esta época del año enque no hay un alma. Belle ocupaba un coche con su hermano, MissMorland, y John otro con María.

Catherine expresó su satisfacción de que el asunto se hubieraarreglado a gusto de todos.

—Sí —contestó Anne—. María estaba decidida a ir. Creía que setrataba de algo verdaderamente divertido. No admiro su gusto, y pormi parte estaba dispuesta a negarme a acompañarlos, aun cuandotodos se hubieran empeñado en convencerme de lo contrario.

Catherine no quedó muy convencida de la sinceridad de aquellasdeclaraciones y no pudo por menos que decir:

—Pues a mí me parece una lástima que no fuera usted también yque no haya disfrutado con los otros...

—Gracias; pero le aseguro que ese viaje me era por completoindiferente. Es más: no quería ir por nada del mundo. De elloprecisamente estaba hablando con Sofía y Emily cuando laencontramos.

A pesar de tales afirmaciones, Catherine no se rectificó, y celebróque Anne contara con dos amigas como Emily y Sofia, en quienesdescargar sus penas y desengaños; y sin más, despidiéndose de lastres, regresó a su casa, satisfecha de que el paseo no se hubiesesuspendido por su negativa a ir, y esperando que hubiera resultado lobastante entretenido para que James e Isabella, olvidando su

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oposición, la perdonaran generosamente y no le guardaran el menorrencor.

Al siguiente día, una carta de Miss Thorpe, respirando ternura ypaz, y requiriendo la presencia de su amiga para un asunto deimportancia urgente, hizo que Catherine marchara muy de mañana ala casa de su entrañable amiga. Los dos retoños de la familia Thorpese encontraban en el salón, y tras salir Anne en busca de Isabella,aprovechó esta ausencia Catherine para preguntar a María detallessobre la excursión del día anterior. María no deseaba hablar de otracosa, y Miss Morland no tardó en saber que ésta jamás habíaparticipado en excursión más interesante. El elogio del viaje del díaanterior ocupó los primeros cinco minutos de aquella conversación,siendo dedicados otros cinco en informar a Catherine de que losexcursionistas se habían dirigido, en primer lugar, al hotel York, dondehabían tomado un plato de exquisita sopa y encargado la comida,para dirigirse luego al balneario donde habían probado las aguas einvertido algunas monedas en pequeños recuerdos, tras lo cual fuerona la pastelería en busca de helados. Después siguieron camino haciael hotel, donde comieron a toda prisa para regresar antes de que sehiciera de noche, lo cual no consiguieron, ya que se retrasaron y,además, les falló la luna. Había llovido bastante, por lo que el caballoque guiaba Mr. Morland estaba tan cansado que había resultadodificilísimo obligarle a andar.

Catherine escuchó el relato con sincera alegría y satisfacción. Alparecer, no se había pensado siquiera en visitar el castillo de Blaize,único aliciente que para ella habría tenido la excursión.

María puso fin a sus palabras con una tierna efusión para con suhermana Anne, quien, según ella, se había molestado profundamenteal verse excluida de la partida.

—No me lo perdonará jamás —dijo—; de eso puedo estar segura;pero no hubo modo de evitarlo. John quiso que fuera yo y se negó enredondo a llevarla a ella, porque dice que tiene los tobillosexageradamente gruesos. Ya sé que no recobrará su buen humor enlo que resta del mes, pero estoy decidida a no perder la serenidad.

En aquel momento entró Isabella en la habitación, y con talexpresión de alegría y paso tan decidido, que captó por completo laatención de su amiga. María fue invitada sin ceremonia alguna aabandonar el salón, y no bien se hubo marchado, Miss Thorpe,abrazando a Catherine, exclamó:

—Sí, mi querida Catherine, es cierto. No te engañó tu percepción.¡Qué ojos tan pícaros...! Todo lo ven...

Una mirada de profundo asombro fue la única réplica que pudoofrecer Catherine.

—Mi querida, mi dulce amiga —continuó la otra—. Serénate, te loruego; yo estoy muy agitada, como podrás suponer, pero es precisotener juicio. Sentémonos aquí y charlemos. ¿De modo que losupusiste en cuanto recibiste mi carta? ¡Ah, pícara! QueridaCatherine, tú, que eres la única persona que conoce a fondo missentimientos, puedes juzgar cuan feliz me siento. Tu hermano es elmás encantador de los hombres, y yo sólo deseo llegar a ser digna de

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él, pero ¿qué dirán tus padres? Cielos, cuando pienso en ello siento untemor que...

Catherine, que en un principio no acertaba a comprender de quése trataba, cayó repentinamente en la cuenta, y, sonrojándose acausa de la emoción, exclamó:

—Cielos, mi querida Isabella, ¿significa que te has enamorado deJames ?

Tal suposición, sin embargo, no abarcaba todos los hechos. Pocoa poco su amiga le fue dando a entender que durante el paseo del díaanterior aquel afecto que se la acusaba de haber sorprendido en susmiradas y gestos había provocado la confesión de un recíproco amor.El corazón de Miss Thorpe pertenecía por entero a James. Catherinejamás había escuchado una revelación que la emocionase tanto.¿Novios su hermano y su amiga? Dada su inexperiencia, aquel hechose le antojaba de una importancia trascendental. Le resultó imposibleexpresar la intensidad de su emoción, pero la sinceridad de éstacontentó a su amiga. Ambas se felicitaron mutuamente por el nuevo yfraternal parentesco que habría de unirlas, acompañando los deseosde felicidad con cálidos abrazos y con lágrimas de alegría.

El regocijo de Catherine, siendo muy grande, no era comparableal de Isabella, cuyas expresiones de ternura resultaban hasta ciertopunto abrumadoras.

—Serás para mí más que mis propias hermanas, Catherine —dijola feliz muchacha—. Presiento que voy a querer a la familia de miquerido Morland más que a la mía.

Catherine no se creía capaz de llegar a tan alto grado deamistad.

—Tu parecido con tu querido hermano hizo que me sintieseatraída por ti desde el primer momento —prosiguió Isabella—. Peroasí me ocurre siempre. El primer impulso, la primera impresión, soninvariablemente decisivas. El primer día que Morland fue a casa, lasNavidades pasadas, le entregué mi corazón nada más verlo. Recuerdoque yo llevaba puesto un vestido amarillo y el cabello recogido en dostrenzas, y cuando entré en el salón y John me lo presentó, pensé quejamás había visto a un hombre más guapo ni más de mi agrado.

Al oír aquello, Catherine no pudo por menos de reconocer lavirtud y poder soberano del amor, pues aun cuando admiraba a suhermano y lo quería mucho, nunca lo había tenido por guapo.

—Recuerdo también que aquella noche tomó con nosotros el téMiss Andrews, que lucía un vestido de tafetán, y estaba tan bonitaque no pude conciliar el sueño en toda la noche, tal era mi temor deque tu hermano se hubiese enamorado de ella. ¡Ay, Catherinequerida! ¡Cuántas noches de insomnio y desvelo he sufrido a causade tu hermano...! ¡Así me he quedado de escuálida! Pero no quieroapenarte con la relación de mis sufrimientos ni de mispreocupaciones, de los que imagino que ya te habrás dado cuenta. Yomanifestaba sin querer mi preferencia a cada momento; declarabapor ejemplo que consideraba admirables a los hombres de carreraeclesiástica, y de ese modo creía darte ocasión de averiguar unsecreto que, por otra parte, sabía que guardarías escrupulosamente.

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Catherine reconoció para sí que, en efecto, le habría sidoimposible divulgar aquel secreto, pero no se atrevió ; a discutir elasunto ni a contradecir a su amiga, más que nada porque leavergonzaba su propia ignorancia. Pensó que al fin y al cabo erapreferible pasar a los ojos de Isabella por mujer de extraordinariaperspicacia y bondad. Acto seguido, Catherine se enteró de que suhermano preparaba con toda urgencia un viaje a Fullerton con elobjeto de informar de sus planes a sus padres y obtener elconsentimiento de éstos para la boda. Esto producía cierta agitaciónen el ánimo de Isabella. Catherine trató de convencerla de lo que ellamisma estaba firmemente persuadida; a saber: que sus padres no seopondrían a la voluntad y los deseos de su hijo.

—No es posible encontrar padres más bondadosos ni que deseentanto la felicidad de sus hijos —dijo— yo no tengo la menor duda deque James obtendrá su consentimiento apenas lo solicite.

—Eso mismo asegura él —observó Isabella—. Sin embargo, tengomiedo. Mi fortuna es tan escasa, que estoy segura de que no seavendrán a que se case conmigo un hombre que habría podido elegira quien hubiese querido.

Catherine tuvo que reconocer de nuevo que la fuerza del amorera omnipotente.

—Te aseguro, Isabella, que eres demasiado modesta y que elmonto de tu fortuna no influirá para nada.

—Para ti, que eres tan generosa de corazón, claro que no —lainterrumpió Isabella—. Pero no todo el mundo es tan desinteresado.Por lo que a mí respecta, sólo quisiera ser dueña de millones paraelegir, como ahora hago, a tu hermano para esposo.

Esta interesante declaración, valorada tanto por su significadocomo por la novedad de la idea que la inspiraba, agradó mucho aCatherine, quien recordó al respecto la actitud de algunas heroínas denovelas. Pensó también que jamás había visto a su amiga tan bellacomo en el momento de pronunciar aquellas hermosas palabras.

—Estoy segura de que no se negarán a dar su consentimiento —repitió la muchacha una y otra vez—, y convencida de que teencontrarán encantadora.

—Por lo que a mí respecta —repuso Isabella—, sólo sé decirteque me basta la renta más insignificante del mundo. Cuando sequiere de verdad, la pobreza misma es bienestar. Detesto todo lo quesea elegancia y pretensión. Por nada del mundo quisiera vivir enLondres; prefiero, en cambio, una casita en un pueblo retirado... Lashay hermosas cerca de Richmond...

—¿Richmond? —exclamó Catherine—. ¿No sería mejor que osinstalarais cerca de nosotros, en algún lugar próximo a Fullerton?

—Desde luego, nada me entristecería tanto como estar lejos devosotros, sobre todo de ti. Pero esto es hablar a tontas y a locas; noquiero pensar en nada mientras no conozcamos la respuesta de tuspadres. Morland dice que si escribe esta noche a Salisbury, mañanamismo podrá estar al corriente de aquélla. Mañana... Sé que mefaltará valor para abrir la carta. ¡Ah, tantas emociones acabarán porcausarme la muerte!

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A esta declaración siguió una pausa, y cuando Isabella volvió ahablar fue para tratar del traje de novia.

Puso fin a aquella disquisición la presencia del joven y ardienteenamorado, que deseaba despedirse antes de partir para Wiltshire.Catherine habría querido felicitar a su hermano, pero no supoexpresar su alegría más que con la mirada, y aun así fue ésta tanelocuente que no tuvo dificultad alguna en comprender sussentimientos, impaciente por asegurar la pronta realización de sudicha, Mr. Morland trató de acelerar la despedida, y lo habríaconseguido antes si no lo hubiera retenido con sus recomendacionesla bella enamorada, cuyas ansias por verlo partir la obligaron allamarlo por dos veces con el objeto de aconsejarle que se diera prisa.

—No, Morland, no; es preciso que te marches. Considera lo lejosque tienes que ir. No quiero que te entretengas. No pierdas mástiempo, por favor. Vamos, márchate de una vez...

Las dos amigas, más unidas que nunca por aquellascircunstancias, pasaron reunidas el resto del día haciendo, comobuenas hermanas, planes para el porvenir. Participaron de laconversación Mrs. Thorpe y su hijo, quienes al parecer sólo esperabanel consentimiento de Mr. Morland para considerar como elacontecimiento más feliz del mundo el noviazgo de su hija y hermana.Sus miradas significativas y sus frases misteriosas colmaron lacuriosidad de las dos hermanas más pequeñas, excluidas, por elmomento, de aquellos conciliábulos. Tan extraña reserva, cuyafinalidad Catherine no atinaba a comprender, habría herido losbondadosos sentimientos de ésta y la habría impulsado a dar unaexplicación de los hechos a Anne y a María, si éstas no se hubieranapresurado a tranquilizar su conciencia tomando el asunto tan abroma y haciendo tal alarde de sagacidad, que al fin sospechó quedebían de estar más al corriente de lo que parecía. La veladatranscurrió en medio de la misma ingeniosa lucha, procurando losunos mantener su actitud de exagerado misterio y aparentando lasotras saber más de lo que se suponía.

A la mañana siguiente Catherine hubo de acudir nuevamente acasa de su amiga y ayudarla a distraerse durante las horas que aúnfaltaban para la llegada del correo. Sin duda se trataba de una ayudabien necesaria, pues a medida que se acercaba el momento decisivoIsabella se mostraba cada vez más nerviosa e incluso abatida, hastatal punto de que para cuando llegó la ansiada carta se hallaba en unestado de verdadera postración y desconsuelo. Felizmente paratodos, la lectura de la misiva disipó cualquier duda.

«No he tenido la menor dificultad —decía el amado en las tresprimeras líneas— en obtener el consentimiento de mis bondadosospadres, quienes me han prometido que harán cuanto esté a sualcance para lograr mi dicha.»

Una expresión de suprema alegría inundó el rostro de Isabella, lapreocupación que embargaba su ánimo desapareció, sus expresionesde júbilo casi superaron los límites de lo convencional y, sin titubear,se declaró la mujer más feliz del mundo.

Mrs. Thorpe, con los ojos arrasados en lágrimas, abrazó a su hija,

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a su hijo, a Catherine, y de buena gana habría seguido abrazando atodos los habitantes de Bath. Su maternal corazón estaba pletórico deternura y, ávida de manifestar su alegría, la mujer se dirigió sin cesara su «querido John» y a su «querida María», proclamando la estimaque su hija mayor la merecía el hecho de llamarla «su querida,querida Isabella». Tampoco quedó a la zaga de sus demostraciones dejúbilo John, quien manifestó que su buen amigo Mr. Morland era unode los mejores hombres que podían encontrarse, entre otras fraseslaudatorias.

La carta portadora de aquella extrema felicidad era breve: selimitaba a anunciar el éxito obtenido y dejaba para una próximaocasión el relato detallado de los hechos. Pero bastó para devolver latranquilidad a la novia feliz, ya que la promesa de Morland era lobastante formal para asegurar su dicha. Al honor del muchachoquedaba confiada la tramitación de cuanto a medios de vida serefería, pues al espíritu generoso y desinteresado de Isabella no leestaba permitido descender a cuestiones de interés, tales como si lasrentas del nuevo matrimonio debían asegurarse mediante untraspaso de tierras o un capital acumulado. Le bastaba con saber quecontaba con lo necesario para establecerse decorosamente, encuanto al resto, su imaginación bastaría para proveer de dicha yprosperidad. ¡Cómo la envidiarían todas sus amistades de Fullerton ysus antiguos conocidos de Pulteney Street cuando la vieran, como yase veía ella en sueños, con un coche a su disposición, un nuevoapellido en sus tarjetas y una brillante colección de sortijas en losdedos!

Después de que la carta fuese leída, John, que sólo esperaba lallegada de ésta para marchar a Londres, se dispuso a partir.

—Miss Morland —dijo a Catherine al hallarla sola en el salón—vengo a despedirme de usted.

La muchacha le deseó un feliz viaje, pero él, aparentando nooírla, se dirigió hacia la ventana tarareando y completamenteabstraído.

—Me parece que se retrasará usted —dijo Catherine.Thorpe no contestó, luego, volviéndose de repente, exclamó:—Bonito proyecto éste de la boda. ¿A usted qué le parece?

¿Verdad que es una idea que no está del todo mal?—A mí me parece muy bien.—¿De veras? Bueno, por lo menos es usted sincera y partidaria

del matrimonio. Ya sabe lo que dice el refrán: «Una boda trae otra.»¿Asistirá usted a la de mi hermana?

—Sí; le he prometido a Isabella que estaría con ella ese día, sinada me lo impide, por supuesto.

—Entonces ya lo sabe usted... —Thorpe parecía inquieto ydesazonado—. Si lo desea podemos demostrar la verdad de eserefrán.

—Me parece que no lo veo posible. Pero... le repito que le deseoun feliz viaje, y me marcho, porque estoy invitada a comer en casa deMiss Tilney y es tarde.

—No tengo prisa. ¿Quién sabe cuándo volveremos a vernos? Por

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más que pienso estar de regreso dentro de quince días, y... ¡quélargos me van a parecer!

—Entonces, ¿por qué se ausenta usted durante tanto tiempo? —preguntó Catherine, en vista de que él esperaba que dijese algo.

—Mil gracias; se ha mostrado usted amable y bondadosa, y no loolvidaré. Por supuesto, no hay mujer en el mundo tan bondadosacomo usted. Su bondad no es sólo... bondad sino todas las virtudesjuntas... Jamás he conocido a nadie como usted, se lo aseguro.

—¡Qué cosas dice! Hay muchas como yo, y mejores aún. Buenosdías...

—Pero óigame antes, Miss Morland. ¿Me permite que vaya aFullerton a ofrecerle mis respetos?

—¿Y por qué no? Mis padres estarán encantados de verlo.—Y usted..., señorita, ¿lamentará verme?—De ninguna manera. Son pocas las personas a quienes no me

agrada ver. Además, la vida en el campo resulta más animada cuandose tienen visitas.

—Eso mismo pienso yo. Me basta con que me dejen estar allídonde me encuentre a gusto, en compañía de aquellos a quienesaprecio. ¡Y al diablo lo demás...! Celebro infinitamente que ustedpiense igual que yo, aun cuando ya me figuraba que sus gustos y losmíos eran muy parecidos.

—Tal vez, pero yo no me había dado cuenta de ello. Sin embargo,debo advertirle que en ocasiones no sé qué me agrada o desagrada.

—A mí me ocurre lo mismo —dijo él—, pero es porque no suelopreocuparme de cosas que no me importan. Lo único que quiero escasarme con una chica que me guste y vivir con ella en una casacómoda. El que tenga mayor o menor fortuna no me interesa. Yodispongo de una renta segura y no me hace falta que mi mujer searica.

—Yo opino como usted. Con que uno de los dos cuente conmedios de subsistencia, basta. Casarse por dinero me parece un actodespreciable y pecaminoso. Ahora, si me perdona, tengo que dejarlo.Nos alegrará mucho verlo a usted por Fullerton cuando tenga ocasiónde ir por allí.

Tras pronunciar aquellas palabras, Catherine se marchó. No habíapoder humano ni frase amable capaz de retenerla, pues la esperabaun interesante almuerzo y ardía en deseos de comunicar las noticiasreferidas a su hermano y a Isabella. Menos aún podía distraerla de sucita en casa de los Tilney la conversación de un hombre como Thorpe,quien, no obstante, quedó convencido de que su supuestadeclaración de amor había sido todo un éxito.

La emoción que la nueva del noviazgo había producido enCatherine le hizo creer que Mr. y Mrs. Allen. quedarían igualmentesorprendidos, y se llevó una gran desilusión al comprobar que estosbuenos amigos se limitaban a decir que venían esperándolo desde lallegada de James a Bath, y que deseaban la mayor de las dichas a laenamorada pareja. Mr. Allen dedicó además un breve comentario a labelleza, y su mujer otro a la buena suerte de la novia, y eso fue todo.Desilusionada Catherine ante semejante insensibilidad, la consoló un

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tanto la agitación que en el ánimo de Mrs. Allen produjo la noticia dela marcha de James para Fullerton, no por la causa que motivaba suviaje, sino porque le habría gustado ver al muchacho antes de supartida y rogarle que saludara a Mr. y Mrs. Morland de su parte ehiciera presente a los Skinner su recuerdo y simpatía.

Catherine tenía tantas esperanzas depositadas en su visita a losTilney, que tuvo una desilusión no sólo lógica, sino inevitable. A pesarde que el general la recibió muy cortésmente, de que Eleanor semostró sumamente atenta con ella, de que Henry estuvo en casa todoél tiempo que ella permaneció en ésta y en el transcurso de aquellashoras no se presentó ningún extraño, la muchacha no pudo pormenos de reconocer, al volver a Pulteney Street, que no habíadisfrutado todo lo que esperaba. Su amistad con Miss Tilney, lejos deacrecentarse, parecía haberse enfriado. En cuanto a la conversaciónde Henry, éste se mostró menos amable que otras veces. Hasta talpunto esto fue así, que no obstante la afabilidad del general y susfrases galantes la muchacha celebró marcharse de la casa. Loocurrido era, en verdad, muy extraño. Al general Tilney, hombreencantador por su trato y digno padre de Henry, no cabía atribuir laevidente tristeza de los hermanos y la falta desanimación deCatherine. Quiso atribuir la muchacha lo primero a la casualidad, y losegundo a su propia estupidez, pero conocedora Isabella de todos losdetalles de aquella visita, interpretó lo sucedido de manera muydistinta.

—Es orgullo —dijo—. Nada más que orgullo y soberbia. Ya meparecía a mí que esa familia se daba muchos aires, y ahora no mecabe la menor duda. Jamás he visto comportamiento más insolenteque el de Miss Tilney para contigo. ¿A quién se le ocurre dejar dehacer los honores debidos a un invitado? ¿Dónde se ha visto tratar aeste con superioridad y no dirigirle apenas la palabra?

—No, Isabella, no me has comprendido; Miss Tilney no se hacomportado tan mal como supones, ni me ha tratado con aires desuperioridad, ni ha cesado de atenderme.

—No trates de defenderla. ¿Y el hermano...? ¡Después de fingirtanto afecto hacia ti...! La verdad es que no acaba una decomprender a la gente. ¿Dices que apenas te miró ?

—No he dicho eso, pero admito que no estaba tan animado comootras veces.

—¡Qué vileza! Para mí no existe nada más despreciable que lainconstancia. Te suplico, querida Catherine, que no vuelvas a pensaren un hombre tan indigno de tu amor.

—¿Indigno? Pero ¡si creo que no piensa en mí siquiera!—Eso es precisamente lo que estoy diciendo, que no piensa en ti.

¡Qué volubilidad! ¡Cuan diferente de tu hermano y el mío! Porque creofirmemente que John tiene un corazón muy constante.

—En cuanto al general Tilney, dudo que nadie pudieracomportarse con mayor delicadeza y finura. Al parecer, no deseabamás que distraerme y hacer que me sintiese cómoda.

—Del general no digo nada. Ni siquiera considero que seaorgulloso. Parece todo un caballero. John lo tiene en gran estima, y ya

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sabes que John...—Bueno, ya veremos cómo se comportan esta noche en el baile.—¿Quieres que vaya?—¿No pensabas ir? Creí que estaba decidido que iríamos todos

juntos.—Desde luego; si tú lo quieres, iré, pero no pretendas que me

muestre contenta. Mi corazón se halla a más de cuarenta millas dedistancia. Tampoco exijas de mí que baile. Sé que Charles Hodges meperseguirá a muerte para que lo haga, pero ya sabré librarme.Apuesto cualquier cosa a que sospecha el motivo que me lo impide, yeso es precisamente lo que quiero evitar. Procuraré no darle ocasiónde hablar de ello.

La opinión que Isabella se había formado de los Tilney no influyóen el ánimo de Catherine, quien estaba persuadida de que Henry y suhermana habían estado, si no alegres, atentos para con ella, y que elorgullo no anidaba en su corazón. Aquella noche vio recompensada suconfianza. Eleanor la saludó con igual cortesía y Henry la colmó deatenciones, tal como hiciera otras veces. Miss Tilney trató decolocarse a su lado y Henry la invitó a bailar.

Tras haber oído el día anterior, en la casa de Milsom Street, queel general Tilney esperaba de un momento a otro la llegada de suprimogénito, capitán del ejército, Catherine supuso, y con razón, queun joven muy distinguido a quien no había visto antes, y queacompañaba a Eleanor, era la persona en cuestión. Lo contempló coningenua admiración; hasta pensó que habría tal vez quien leconsiderase más apuesto que su hermano, si bien para su gusto noera así. El capitán parecía más orgulloso y menos simpático queHenry, además de ser sus modales muy inferiores a los de éste,declarándose incluso ante Miss Morland enemigo del baile, y hasta elpunto de burlarse de quienes, como su hermano, lo encontrabanentretenido.

Tras estas declaraciones, fácil es suponer que el efecto que alcapitán produjo en nuestra heroína no era de índole peligrosa nianuncio de futura animosidad entre los hermanos. Como tampoco eracreíble que en el porvenir se convirtiera en instigador de los villanos acuyo cargo debería estar el rapto en silla de posta de la incauta ytímida doncella, epílogo inevitable de toda novela digna de estima.Catherine, ajena a cuanto el destino pudiera fraguar para ella, gozóenormemente con la conversación de Henry, a quien encontraba cadavez más irresistible.

Al finalizar el primer baile el capitán se acercó a ellos y, con grandisgusto de Catherine, se llevó a su hermano. Ambos se marcharonhablando en voz baja, y cuando en un principio la muchacha no sealarmó ni supuso que el capitán trataba de separarlos para siempre,comunicando a su hermano alguna malévola sospecha, no dejó depreocuparle profundamente aquella repentina desaparición de supareja. Su intranquilidad duró cinco minutos, pero a ella le parecióque había pasado un cuarto de hora cuando los hermanos volvieron yHenry le preguntó si creía que Miss Thorpe tendría inconveniente enbailar con el capitán. Catherine respondió sin titubear que Isabella no

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pensaba bailar con nadie. Al enterarse de tan cruel decisión, elcapitán se alejó a toda prisa de allí.

—A su hermano no puede importarle —dijo ella— porque antes leoí decir que odiaba el baile. Lo que ha ocurrido, sin duda, es que havisto a Isabella sentada y ha supuesto que era por falta de pareja;pero se ha equivocado, porque ella me aseguró que nada en elmundo la induciría a bailar.

Henry sonrió y dijo:—¡Qué fácil debe de ser para usted el comprender los motivos

que rigen los actos de los demás!—¿Por qué?—Porque usted nunca se pregunta qué habrá influido en una

persona para que haga determinada cosa ni qué pudo inducirla ahacer tal otra. Sentimientos, edad, situación y costumbres aparte,usted se limita a preguntarse a sí misma qué haría en talescircunstancias, qué la induciría a obrar de tal o cual manera...

—No le comprendo.—¿No? Entonces hablamos idiomas muy distintos porque yo la

comprendo a usted perfectamente.—¿A quién? ¿A mí? Es posible. Aunque a veces tengo la

impresión de no ser lo bastante explícita.—¡Bravo! Excelente manera de criticar el lenguaje moderno.—Sin embargo, creo que debería usted explicarse.—¿Lo cree usted de veras? ¿Lo desea sinceramente? Por lo visto

no se ha dado cuenta de las consecuencias que pudieran derivarse detal explicación. Es casi seguro que usted se sentirá intimidada y losdos nos llevaremos un serio disgusto.

—Le aseguro que no ocurrirá ni lo uno ni lo otro. Yo, por lomenos, no lo temo.

—Pues entonces le diré que su empeño en atribuir a buenossentimientos de mi hermano su deseo de bailar con Miss Thorpe meha convencido de que nadie en el mundo tiene mejores sentimientosque usted.

Catherine se ruborizó y lo negó. Sin embargo, había en laspalabras de Henry algo que compensaba el azoramiento de lamuchacha, y ese algo llegó a preocuparla de tal modo que no pudohablar con él ni prestar atención a lo que decía, hasta que la voz deIsabella, sacándola de su ensimismamiento, la obligó a levantar lacabeza, para descubrir que su amiga se disponía tranquilamente abailar con el antes desairado capitán.

Miss Thorpe, que por el momento no sabía cómo explicar aquellaconducta tan extraordinaria como inesperada, se limitó a encogersede hombros y esbozar una sonrisa, pero a Catherine no la satisfizo talexplicación, y así se lo confesó a su pareja.

—No entiendo cómo ha podido hacer esto —dijo—. Isabellaestaba decidida a no bailar.

—¿Acaso nunca la ha visto cambiar de opinión?—¡Ah! Pero... ¿y su hermano? ¿Cómo ha podido pensar en

invitarla después de lo que le dijo a usted de parte mía?—¡Eso no me sorprende! Usted podrá ordenar que me asombre

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de la conducta de su amiga y yo estar dispuesto a complacerla, peroen lo que a mi hermano se refiere, debo reconocer que se hacomportado tal y como yo esperaba. Todos estamos persuadidos de labelleza de Miss Thorpe; en cuanto a la firmeza de su carácter, sinembargo, sólo usted puede responder.

—Se burla usted de mí, pero le aseguro que Isabella suele sermuy tenaz.

—Es lo máximo que puede decirse de una persona, porque el quees tenaz siempre suele degenerar en terco. El cambiar de opinión atiempo es prueba de buen juicio, y sin que esto sea alabar a mihermano, creo que Miss Thorpe ha elegido la mejor ocasión posiblepara demostrar la flexibilidad de su criterio.

Hasta después de terminar el baile no encontraron las dosamigas ocasión de cambiar impresiones.

—No me extraña tu asombro —le dijo Isabella a Catherinetomándola del brazo—. Te aseguro que estoy rendida. ¡Qué hombremás pesado! Y el caso es que hasta resultaría divertido si una notuviese otras cosas en que pensar. Te aseguro que habría dado lo queno tengo por que me dejase tranquila.

—¿Por qué no se lo dijiste?—Porque habría llamado la atención sobre mí, y ya sabes lo

mucho que me desagrada. Me negué cortésmente cuanto pude, peroél insistió con tanta obstinación en que bailase. Le rogué que meexcusara, que buscase otra pareja, pero no hubo manera. Hastaaseguró que después de haber pensado en mí le resultaba imposiblebailar con cualquier otra, y no porque tuviese deseos de bailar, sinoporque quería... estar conmigo. ¿Has oído tontería semejante? Yo lecontesté que no podía haber elegido peor manera de convencerme,que nada me molesta más que las frases de cumplido, y al fin meconvencí de que no tendría un momento de sosiego hasta que noaccediera a su ruego. Temí, además, que Mrs. Hughes, que nos habíapresentado, tomase a mal mi negativa, y que tu hermano, pobrecitomío, se preocupara al saber que había pasado la noche enterasentada en un rincón. ¡Cuánto me alegro que haya terminado el baile!Tanta tontería agobia, y luego, como es tan distinguido, todo elmundo nos miraba.

—Sí; realmente es muy apuesto.—¿Apuesto? Quizá lo crean algunas. Pero no es mi tipo. No me

gustan los hombres tan rubicundos ni de ojos tan oscuros. Sinembargo, no se puede decir que sea feo. ¡Lástima que sea tanpretencioso! Varias veces he tenido que llamarle la atención en laforma que suelo hacerlo cuando de tales casos se trata.

En su siguiente encuentro las amigas tuvieron asuntos másinteresantes de los que discutir. Había llegado la segunda carta deJames Morland, en la que éste explicaba detalladamente cuáles eranlas intenciones de su padre para con el joven matrimonio. Mr. Morlanddestinaba a su hijo un curato, del cual él era el beneficiado, quereportaba unas cuatrocientas libras al año, y del que James podíatomar posesión apenas contara con la edad necesaria y la asegurabauna herencia de igual valor para el día en que faltaran sus padres. En

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la carta, James se mostraba debidamente agradecido, y advertía que,si bien retrasar la boda dos o tres años resultaba algo molesto, tenerque hacerlo no le sorprendía ni mortificaba.

Catherine, cuyos conocimientos acerca de las rentas de quedisfrutaba su padre eran bastante imperfectos, y que en todo solíadejarse guiar por la opinión de su hermano, también se mostrósatisfecha de la solución dada al asunto y felicitó de todo corazón aIsabella.

—Sí, está muy bien, muy bien —dijo Isabella con expresióngrave.

—Mr. Morland ha sido muy generoso —dijo Mrs. Thorpe mirandocon ansiedad a su hija—. Ojalá yo estuviera en condiciones de hacerotro tanto. No se puede, exigir más, y seguramente que con el tiempoos ayudará más aún, pues parece una persona muy bondadosa.Cuatrocientas libras tal vez sea poco para empezar, pero tusnecesidades, mi querida Isabella, son escasas; tú misma no te dascuenta de lo modesta que eres.

—Y no deseo tener más por lo que a mí se refiere, peroencuentro insoportable la mera idea de perjudicar a mi queridoMorland obligándolo a limitarse a una renta que apenas cubriránuestros gastos elementales. Por mí ya lo he dicho, no me preocupa;sabes muy bien que no suelo pensar en mí misma.

—Lo sé, hija de mi alma, lo sé, y el afecto que todos te profesanes el premio que merece tu abnegación. Jamás ha habido niña másestimada y querida que tú, y no dudo que una vez que Mr. Morland teconozca... no preocupemos a nuestra querida Catherine hablando deestas cosas. Mr. Morland se ha mostrado enormemente generoso.Todos me habían asegurado que era una persona excelente, y notenemos, hija mía, razón para suponer que se negaría a daros mayorrenta si contara con una fortuna mayor. Estoy convencida de que setrata de un hombre bueno y dadivoso.

—Sabes que mi opinión acerca de Mr. Morland es excelente, perotodos tenemos nuestras debilidades, y a todos agrada hacer de losuyo lo que les place.

Catherine no pudo por menos de lamentar aquellasinsinuaciones.

—Estoy convencida —dijo— de que mi padre cumplirá con supalabra de hacer cuanto pueda en este asunto.

—Eso no lo duda nadie, querida Catherine replicó Isabella, quehabía caído en la cuenta del disgusto de su amiga. Además, meconoces lo suficiente para saber que yo me contentaría con una rentainferior a la que se me ofrece. No me entristece la falta de dinero, losabes. Odio la riqueza, y si a cambio de no gastar arriba de cincuentalibras al año nos permitiera celebrar nuestra boda ahora mismo, meconsideraría completamente feliz. ¡Ah, mi amiga querida!, tú, yúnicamente tú, eres capaz de comprenderme... Lo único terrible paramí, lo único que me desconsuela, es pensar que han de transcurrirdos años y medio para que tu hermano pueda entrar en posesión deese curato.

—Sí, hija mía —intervino Mrs. Thorpe—, te comprendemos

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perfectamente. No sabes disimular, y es natural que lamentes esacircunstancia. Tu noble justa contrariedad hará que aumente la estimaque te profesan cuantos te conocen.

Las causas que provocaron el disgusto de Catherine fuerondesapareciendo lentamente. La muchacha trató de convencerse deque el retraso de su boda era el único motivo del mal humor y latristeza de Isabella, y cuando en un siguiente encuentro volvió ahallarla tan contenta y amable como de costumbre, procuró olvidarsus anteriores sospechas. Pocos días después James regresó a Bath,donde fue recibido con halagadoras muestras de interés y cariño.

Los Allen llevaban seis semanas en Bath, y, con gran pesar porparte de Catherine, empezaban a preguntarse si no convendría darpor terminada su permanencia en el balneario. La muchacha nolograba imaginar mayor desastre que una interrupción de su amistadcon los Tilney. Así, mientras el asunto de la marcha quedabapendiente, creyó en grave peligro su felicidad, que sin embargoquedó a salvo cuando los Allen decidieron prorrogar la temporadaquince días más. Y no es que a Catherine le preocupase lo quepudiera resolverse en ese tiempo; le bastaba con saber que aúnpodría disfrutar de vez en cuando de la presencia y la conversaciónde Henry Tilney. De vez en cuando, y desde que las relaciones deJames le habían revelado la finalidad que puede tener un amor, habíallegado al extremo de deleitarse con la consideración de ciertasecreta esperanza, pero, en definitiva, se contentaba con ver almuchacho unos días más, por pocos que fuesen. Asegurada sufelicidad durante dicho tiempo, no le interesaba lo que más tardepudiese ocurrir. La mañana del día en que Mr. y Mrs. Allen decidieronposponer la marcha hizo una visita a Miss Tilney para comunicarle lagrata nueva, pero estaba escrito que en esta ocasión su pacienciasería puesta a prueba. Apenas hubo acabado de manifestar lasatisfacción que le producía aquella decisión de Mr. Allen, se enteró,con enorme sorpresa, de que la familia Tilney pensaba marcharse alfinalizar la semana. ¡Qué disgusto se llevó! La incertidumbre queantes había sufrido no era nada comparada con el presentedesencanto. El rostro de Catherine se ensombreció, y con voz desincera preocupación repitió las palabras de la señorita Tilney:

—¿Al finalizar esta semana?—Sí. Rara vez hemos conseguido que mi padre consintiera en

tomar las aguas lo que a mi juicio es el tiempo prudencial. Por si estono fuera bastante, resulta que un amigo a quien esperaba encontraraquí ha suspendido su viaje, y como se encuentra bastante bien desalud, está impaciente por volver a casa.

—¡Cuánto lo lamento! —exclamó Catherine, desconsolada—. Dehaberlo sabido antes...

—Yo deseaba —prosiguió, un tanto azorada, Miss Tilney— rogarleque fuera tan amable y me proporcionara el inmenso placer de...

La entrada del general puso fin a una solicitud que Catherinecreía estaba relacionada con un natural deseo de comunicarse conella por carta. Después de saludarla con su cortesía habitual, Mr.Tilney se volvió hacia su hija y dijo:

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—¿Puedo felicitarte, mi querida Eleanor, por haber convencido atu bella amiga?

—Estaba a punto de pedírselo cuando tú entraste.—Prosigue entonces con tu petición. —Se volvió hacia Catherine

y añadió—: Mi hija, Miss Morland, ha estado alimentando una ilusiónexcesivamente pretenciosa quizá. Es posible que le haya dicho austed que nos marchamos de Bath el próximo sábado por la noche. Miadministrador me ha informado por carta que mi presencia en casa esindispensable, y como quiera que mis amigos el marqués deLongtown y el general Courtenay no pueden encontrarse conmigoaquí como habíamos planeado, he decidido marcharme del balneario.Puedo asegurarle que, si usted se decidiera a complacernos,saldríamos de Bath sin experimentar el menor pesar, y es por ello quele pido que nos acompañe a Gloucestershire. Casi me avergüenzaproponérselo, y estoy convencido de que si alguien me oyeseinterpretaría mis palabras como una presunción de la que únicamentesu bondad lograría absolverme. Su modestia es tan grande... Pero¿qué digo?, no quiero ofenderla con mis alabanzas. Si aceptase ustedhonrarnos con su visita nos consideraremos muy dichosos. Verdad esque no podemos ofrecerle nada comparable con las diversiones deeste balneario, ni tentarla con ofrecimientos de un vivir espléndido;nuestras costumbres, como habrá apreciado, son extremadamentesencillas; sin embargo, haríamos cuanto estuviese en nuestra manopara que su estancia en la abadía de Northanger le resultara lo másgrata posible.

¡La abadía de Northanger! Tan emocionantes palabras llenaronde gozo a Catherine. Su emoción era tal que a duras penas logróexpresar su agradecimiento. ¡Recibir una invitación tan halagüeña!¡Verse solicitada con tanta insistencia! La propuesta del generalsignificaba la tranquilidad, la satisfacción, la alegría del presente y laesperanza del porvenir. Con entusiasmo desbordante y advirtiendo,por supuesto, que antes de dar una respuesta definitiva debería pedirpermiso a sus padres, Catherine aceptó encantada participar en aqueldelicioso plan.

—Escribiré enseguida a casa —dijo—, y si mis padres no seoponen, como imagino será el caso...

El general se mostró tan esperanzado como ella, sobre tododespués de haber visto a Mr. y Mrs. Allen, de cuya casa regresaba enaquel momento, y de haber obtenido su beneplácito.

—Ya que estos amables señores consienten en separarse deusted —observó—, creo que tenemos derecho a esperar que el restodel mundo se muestre igualmente resignado.

Miss Tilney secundó con gran dulzura la invitación de su padre, ysólo quedaba, pues, aguardar a que llegase la autorizaciónprocedente de Fullerton.

Los acontecimientos de aquella mañana habían hecho pasar aCatherine por todas las gradaciones de la incertidumbre, la certeza yla desilusión; pero desde aquel momento reinó en su alma la dicha, ycon el corazón desbocado ante el mero recuerdo de Henry se dirigió atoda prisa hacia su casa para escribir a sus padres solicitando de ellos

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el necesario permiso. No tenía motivos para temer una respuestanegativa. Mr. y Mrs. Morland no podían dudar de la excelencia de unaamistad formada bajo los auspicios de Mr. y Mrs. Allen, y a vuelta decorreo recibió, en efecto, autorización para aceptarla invitación de lafamilia Tilney y pasar con ellos una temporada en el condado deGloucestershire. Aun cuando esperaba una contestación satisfactoria,la aceptación de sus padres la colmó de alegría y la convenció de queno había en el mundo persona más afortunada que ella. En efecto,todo parecía cooperar a su dicha. A la bondad de Mr. y Mrs. Allendebía, en primer lugar, su felicidad, y por lo demás era evidente quetodos sus sentimientos suscitaban una correspondencia tanhalagüeña como satisfactoria.

El afecto que Isabella sentía hacia ella se fortalecería aún máscon el proyectado enlace. Los Tilney, a quienes tanto empeño teníaen agradar, le manifestaban una simpatía que superaba todas susesperanzas. Al cabo de pocos días sería huésped de honor en casa dedichos amigos, conviviendo por espacio de algunas semanas con lapersona cuya presencia más feliz la hacía, y bajo el techo, nadamenos, de una vieja abadía. No había en el mundo cosa que, despuésde Henry Tilney, le inspirara mayor interés que los edificios antiguos;de hecho, ambas pasiones se fundían ahora en una sola, ya que sussueños de amor iban unidos a palacios, castillos y abadías. Durantesemanas había sentido ardientes deseos de ver y explorar murallas ytorreones, pero jamás se habría atrevido a suponer que la suerte lallevaría a permanecer en tales lugares en apenas unas horas. ¿Quiénhubiese creído que, habiendo en Northanger tantas casas, parques,hoteles y fincas y una sola abadía, le cupiese la fortuna de habitaresta última?

Sólo le restaba esperar que perduraría en ella la influencia dealguna leyenda tradicional o el recuerdo de alguna monja víctima deun destino trágico y fatal.

Le parecía inconcebible que sus amigos concedieran tan pocaimportancia a la posesión de aquel maravilloso hogar; sin duda, estose debía a la fuerza de la costumbre, pues era evidente que el honorheredado no producía en ellos un orgullo especial.

Catherine hacía a Miss Tilney numerosas preguntas acerca deledificio que pronto conocería, pero sus pensamientos se sucedían tandeprisa que, satisfecha su curiosidad, seguía sin enterarse de que entiempos de la Reforma la abadía de Northanger había sido unconvento que, al ser disuelta la comunidad, había caído en manos deun antepasado de los Tilney; que una parte de la antigua construcciónservía de vivienda a sus actuales poseedores y otra se hallaba enestado ruinoso, y, finalmente, que el edificio estaba enclavado en unvalle y rodeado de bosques de robles que le protegían de los vientosdel norte y del este.

Catherine se sentía tan feliz que apenas si se dio cuenta de quellevaba varios días sin ver a su amiga Isabella más que unos pocosminutos cada vez. Pensaba en ello una mañana mientras paseaba conMrs. Allen por el balneario sin saber de qué hablar, y apenas huboformulado mentalmente el deseo de encontrarse con su amiga, ésta

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apareció y le propuso sentarse en un banco cercano a charlar.—Éste es mi banco favorito —le explicó Isabella, ubicándose de

manera tal que dominaba la entrada del establecimiento—. ¡Está tanapartado!

Catherine, al observar la insistencia con que su amiga dirigíamiradas a dichas puertas, y recordando que en más de una ocasiónIsabella había elogiado su perspicacia, quiso aprovechar laoportunidad que se le presentaba para dar muestras de ésta y, conaire alegre y picaresco dijo:

—No te preocupes, Isabella. James no tardará en llegar.—Vamos, querida Catherine —replicó su amiga—, ¿crees que soy

tan tonta como para insistir en tenerlo a mi lado a todas horas? Seríaabsurdo que no pudiésemos separarnos ni por un instante, ypretenderlo, el mayor de los ridículos. Pero cambiemos de tema; séque vas a pasar una temporada en la abadía de Northanger. ¡Nosabes cuánto me alegro por ti! Tengo entendido que es una de lasresidencias más bellas de Inglaterra, y confío en que me la describirásdetalladamente.

—Trataré de complacerte, por supuesto. Pero ¿qué miras? ¿Aquién esperas? ¿Van a venir tus hermanas?

—No espero a nadie; pero en algo he de fijar los ojos, y túconoces de sobra la costumbre que tengo de contemplarprecisamente lo que menos me interesa cuando mis pensamientos sehallan lejos de aquello que me rodea. No debe de existir en el mundopersona más distraída que yo. Según Tilney, a las personasinteligentes siempre nos ocurre lo mismo.

—Pero yo creí que tenías algo muy especial que contarme.—¡Lo olvidaba! Ahí tienes la prueba de lo que acabo de decirte.

Vaya cabeza la mía... Acabó de recibir una carta de John; ya puedesimaginarte lo que me dice en ella.

—No, no me lo imagino.—Querida Catherine, no te hagas la inocente. ¿De qué quieres

que me hable sino de ti? ¿Acaso ignoras que te ama con locura?—¿A mí?—Debes ser menos modesta y más sincera, Catherine... Por mi

parte, no estoy dispuesta a andar con rodeos. El niño más inocente sehabría dado cuenta de las pretensiones de mi hermano, y media horaantes de marcharse de Bath tú lo animaste, según me aseguraba quesiguiera cortejándote. Dice que te declaró su amor a medias y que loescuchaste con suma complacencia; me ruega que interceda ante tien su favor, diciéndote, en su nombre, toda clase de gentilezas. Comoves, es inútil que finjas tanta inocencia.

Catherine procuró negar, con la mayor seriedad, cuanto acababade decir su amiga; declaró que no tenía ni idea de que John estuvieraenamorado de ella y negó que aceptase tal situación, siquiera demanera tácita.

—En cuanto a las atenciones que, según tú, me dedicó tuhermano, repito que no me apercibí de ellas, pues si mal no recuerdose limitaron a una invitación a bailar el día de su llegada, y creo quedebes de haberte equivocado en eso de que John me declaró su amor.

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Si lo hubiera hecho, ¿cómo es posible que no me hubiese enterado?No hubo entre nosotros conversación alguna que pudieseinterpretarse en ese sentido. Y en cuanto a la media hora antes demarcharse... ¿ves cómo se trata de una equivocación? Ni siquiera lo viel día que abandonó Bath.

—Me parece, Catherine, que quien se equivoca eres tú. ¿Norecuerdas que pasaste la mañana en casa? Precisamente fue el díaque recibimos el consentimiento de tu padre, y, si mal no recuerdo,antes de marcharte permaneciste sola con John en el salón.

—¿Es posible? En fin, si tú lo dices... Pero te aseguro que no lorecuerdo. Tengo, sí, cierta idea de haber estado en tu casa y dehaberle visto, pero de haberme quedado sola con él... De todosmodos, no merece la pena que discutamos por ello, ya que mi actitudte habrá convencido de que ni pretendo, ni espero, ni se me haocurrido nunca inspirar en John tales sentimientos. Lamento el queesté convencido de lo contrario, pero la culpa no es mía. Te ruego selo digas así cuanto antes y le pidas perdón en mi nombre. No sé cómoexpresar... Lo que deseo es que le expliques cómo han sido enrealidad las cosas, y que lo hagas de la forma más apropiada. Noquisiera hablar irrespetuosamente de un hermano tuyo, Isabella, perosabes perfectamente a quien yo elegiría.

Isabella permaneció en silencio.—Te ruego, querida amiga —prosiguió Catherine—, que no te

enfades conmigo. No creo que tu hermano me ame muyprofundamente, y ya sabes que entre tú y yo existe ya un cariño dehermanas.

—Sí, sí —dijo Isabella ruborizada—. Pero hay más de un caminopara llegar a serlo. Perdona, no sé ni lo que digo. Lo importante aquí,querida Catherine, es tu decisión de rechazar al pobre John, ¿no escierto?

—Lo que no puedo es corresponder a su cariño ni, por lo tanto,animarlo a que siga cortejándome.

—En ese caso no quiero molestarte más. John me suplicó que tehablase de ello y por eso lo he hecho; pero confieso que en cuanto leíla carta comprendí que se trataba de un asunto absurdo, inoportuno eimprocedente, porque, ¿de qué ibais a vivir si hubierais decididocontraer matrimonio? Claro que los dos tenéis alguna cosita, pero hoyen día no se mantiene una familia con poco dinero, y, digan lo quedigan los novelistas, nadie se arregla sin lo mínimamente necesario.Me asombra que John haya pensado en ello; sin duda no ha recibidomi última carta.

—De manera que me absuelves de toda intención deperjudicarlo, ¿verdad? ¿Estás convencida de que yo no he pretendidoengañar a tu hermano ni he sospechado hasta este momento sussentimientos?

—En cuanto a eso —dijo Isabella entre risas—, no pretendoanalizar tus pensamientos ni tus intenciones. Al fin y al cabo, tú eresla única que puede saberlo. Cierto que, a veces, de un coqueteoinocente se derivan consecuencias que más tarde no nos convieneaceptar, pero imaginarás que no es mi intención juzgarte con

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severidad. Esas cosas nacen de la juventud, y hay que disculparlas.Lo que se quiere un día se rechaza al siguiente; cambian lascircunstancias, y con ellas la opinión.

—Pero ¡si yo no he variado de opinión respecto a tu hermano! ¡Sisiempre he pensado lo mismo! Te refieres a cambios que no hanocurrido.

—Mi querida Catherine —prosiguió Isabella, sin escuchar siquieraa su amiga—, no pretendo obligarte a que establezcas una relaciónafectiva sin antes estar segura de lo que haces. No estaría justificadoel que yo tratara de que sacrificases tu felicidad por complacer a mihermano, eso sin mencionar que John probablemente sería más felizcon otra mujer. Los jóvenes casi nunca saben lo que quieren, y sobretodo, son muy dados a cambiar de opinión y de gusto. Al fin y al cabo,¿por qué ha de preocuparme más la felicidad de un hermano que lade una amiga? Tú, que me conoces, sabes que llevo mi concepto de laamistad más lejos que la generalidad de la gente; pero en todo caso,querida Catherine, ten cuidado y no precipites los acontecimientos. Siasí haces, créeme, llegará el día en que te arrepentirás. Tilney diceque en cuestiones de amor la gente suele engañarse con facilidad, ycreo que tiene razón. Mira, ahí viene el capitán precisamente. Pero note preocupes, lo más seguro es que pase sin vernos.

Catherine levantó la vista y a poca distancia vio, en efecto, alhermano de Henry. Isabella fijó la mirada en él con tan tenazinsistencia que acabó por llamar su atención. El capitán se acercó aella y de inmediato se sentó a su lado. Las primeras palabras quedirigió a Isabella sorprendieron a Catherine, quien, aun cuando élhablaba en voz baja, logró escuchar lo siguiente:

—Como siempre vigilada, ¿eh? Cuando no es por delegación, loes personalmente...

—¡Qué tontería! —replicó Isabella, también a media voz—. ¿Porqué insinúa tales cosas? Si yo tuviera confianza en usted..., con loindependiente que soy de espíritu ..

—Me conformaría con que lo fuese de corazón.—¿De corazón? ¿Acaso a ustedes los hombres les importan esas

nimiedades? Ni siquiera creo que tengan...—Puede que no tengamos corazón, pero tenemos ojos, y éstos

nos bastan para atormentarnos.—¿De veras? Lo lamento, y lamento también que yo resulte tan

poco grata para los suyos. Si le parece, miraré hacia otro lado. —Sevolvió y añadió—: ¿Está usted satisfecho? Supongo que de este modosus ojos ya no sufrirán.

—Jamás tanto como ahora, que disfrutan de la visión de eseperfil encantador. Sufren por exceso y escasez a un tiempo.

Aquella conversación anonadó a Catherine, quien, consternadaante la tranquilidad de Isabella y celosa de la dignidad de suhermano, se levantó y, con la excusa de que deseaba buscar a Mr.Allen, propuso a su amiga que la acompañase. Isabella no se mostródispuesta a complacerla. Estaba cansada y, según decía, lemolestaba exhibirse paseando por la sala. Además, si se marchaba deallí corría el riesgo de no ver a sus hermanas. De modo, pues, que lo

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que mejor era que su adorada Catherine disculpase tal pereza yvolviera a ocupar su asiento. Catherine, sin embargo, sabíamantenerse firme cuando el caso lo requería, y al acercarse en esemomento a ellas Mrs. Allen para proponer a la muchacha queregresaran a la casa, se apresuró a salir del salón, dejando solos alcapitán y a Isabella. Se sentía profundamente preocupada. Eraevidente que el capitán estaba enamorándose de Isabella y que éstalo animaba por todos los medios a su alcance. Al mismo tiempo,dudaba de que la joven, cuyo cariño por James estaba por demásdemostrado, actuara de aquel modo con la intención de hacer daño,ya que había dado pruebas más que suficientes de su sinceridad y dela pureza de sus intenciones. No obstante, Isabella había hablado y sehabía comportado de una forma muy distinta de la acostumbrada enella. Catherine habría preferido que su futura cuñada se mostraramenos interesada, que no se hubiese alegrado tan abiertamente dever llegar al capitán. Era extraño que no advirtiese la intensaadmiración que inspiraba en éste. Catherine sintió deseos dehacérselo comprender, para que así evitase el disgusto que aquellaconducta, un tanto ligera, pudiera acarrear a sus dos admiradores. Elcariño de John Thorpe hacia ella no podía, en modo alguno,compensar la pena que le causaba la informalidad de Isabella. Ella,por supuesto, se hallaba tan lejos de creer en aquel nuevo afectocomo de desearlo. Por lo demás, las aseveraciones del joven respectoa su propia declaración de amor y a la supuesta complacencia deCatherine convencieron nuevamente a ésta de que el error de aquélera por demás notorio. Tampoco halagaba su vanidad la afirmación deIsabella sobre el particular, y le sorprendía más que nada el queJames hubiera creído que merecía la pena figurarse que estabaprendado de ella. En cuanto a las atenciones de que, según Isabella,había sido objeto por parte de John, Catherine no recordaba unasiquiera. Finalmente, decidió que las palabras de su amiga debían serfruto de un momento de precipitación, y que por el momento másvalía no preocuparse del asunto.

Transcurrieron algunos días, y Catherine, aun cuando no queríasospechar de su amiga, la vigiló tan atentamente que al fin seconvenció de que Isabella había cambiado por completo. Alobservarla en su casa o en la de Mr. y Mrs. Allen, rodeada de susamigos más íntimos, tal cambio pasaba prácticamente inadvertido,limitándose a cierta lánguida indiferencia o a distracciones que, enhonor a la verdad, no hacían sino aumentar su encanto y despertar uninterés aún más profundo en ella. Sin embargo, cuando se presentabaen público y compartía casi por igual sus atenciones y sonrisas entreJames y el capitán, el cambio que en ella se operaba resultaba másobvio. Catherine no acertaba a comprender la conducta de su amigani qué fin perseguía con ella. Tal vez Isabella no se diera cuenta deldolor que su actitud provocaba en uno de aquellos dos hombres; peroCatherine, que lo advertía claramente, no podía por menos decondenar tal falta de reflexión y decoro. James se mostrabahondamente preocupado, y si ello no causaba el menor pesar a lamujer de quien estaba enamorado, a su hermana, en cambio, le

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producía temor y un desasosiego intenso. Tampoco dejaba delamentar Catherine la anómala situación del capitán, pues si bienéste, por su manera de ser, no le resultaba simpático, bastaba elapellido que ostentaba para asegurarle su respeto, y sufría poranticipado pensando en la desilusión que se llevaría el pobremuchacho. A pesar de la conversación que Catherine había oído en elbalneario, la actitud del capitán resultaba tan incompatible con unpleno conocimiento del asunto, que parecía lógico que ignorase queIsabella y James estaban prometidos. Estaba claro que aquélconsideraba a Morland, simplemente, como un rival cuya fuerza, sialgo más sospechaba, aumentaba su propio temor. Catherine habríadeseado hacer a su amiga una advertencia amistosa y recordarle losdeberes propios de su situación, pero ni la ocasión le fue propicia, niMiss Thorpe pareció comprender las alusiones e indirectas que sobreel particular le lanzara su amiga. En tal estado de ánimo, a lamuchacha le servía de consuelo el recuerdo de la inminente partidade la familia Tilney hacia Gloucestershire. La ausencia del capitánTilney devolvería la paz a todos los corazones, menos al suyo. Peropor lo visto el capitán no tenía la menor intención de dejar el campolibre a su rival, ni pensaba recluirse en Northanger ni marcharse deBath. Cuando Catherine supo esto decidió hablar con Henry Tilney delasunto que tanto le preocupaba. Así lo hizo, en efecto, exponiéndoleal mismo tiempo el pesar que le causaba la preferencia del capitánpor Miss Thorpe y su deseo de que Henry hiciera saber a su hermanoque Isabella se había comprometido a contraer matrimonio conJames.

—Mi hermano lo sabe —contestó lacónicamente Henry.—¿Que lo sabe? ¿Y aun así insiste en su propósito?Henry no respondió y trató de cambiar de tema, pero Catherine

no se arredró.—¿Por qué no lo convence usted de que se marche? Mientras

más tiempo se quede, peor será. Le suplico que le diga a su hermanoque se vaya, en su bien y en el de todos. La ausencia le devolverá latranquilidad; en cambio, si permanece aquí será cada vez másdesgraciado.

Henry se limitó a sonreír y a decir:—No creo que mi hermano pretenda tal cosa.—Entonces le dirá usted que se marche, ¿verdad?—No está en mi poder el convencerlo, y perdóneme si le digo

que ni siquiera puedo intentarlo. Ya le he dicho que Miss Thorpe estáprometida, pero él insiste, y considero que tiene derecho a hacerlo.

—No es posible —exclamó Catherine—. No es posible quemantenga su conducta sabiendo el dolor que causa a mi hermano.James no me ha dicho nada, pero estoy segura de que está sufriendo.

—¿Y está usted completamente segura de que mi hermano esculpable de ello?

—Completamente.—Veamos. ¿Qué es lo que causa ese dolor, las atenciones de mi

hermano para con Miss Thorpe o el agrado con que ella las recibe?—¿Acaso no es lo mismo?

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—No. Y creo que Mr. Morland opinaría que existe una grandiferencia. A ningún hombre le molesta que la mujer amada despierteadmiración en otros hombres; pero la mujer sí puede convertir esaadmiración en un tormento.

Catherine se sonrojó por su amiga y dijo:—La conducta de Isabella no es correcta, pero no creo que su

intención sea la de hacer sufrir a mi hermano, de quien estáprofundamente enamorada desde que se conocieron. Puso talempeño en relacionarse con él que apunto estuvo de contraer unasfiebres mientras aguardaba a que sus padres dieran suconsentimiento. Usted lo sabe.

—Comprendo, comprendo; está enamorada de James, peroquiere coquetear con Frederick.

—No, coquetear, no... La mujer que está enamorada de unhombre no puede coquetear con otro.

—Lo que ocurrirá es que ni podrá querer ni coquetear con tantodesparpajo como si se dedicara a ambas cosas por separado.Empiece usted por admitir que será preciso que sus dos enamoradoscedan algo.

Después de una breve pausa, Catherine dijo:—Entonces su opinión es que Isabella no está muy enamorada de

mi hermano.—No puedo emitir ningún juicio con respecto de esa señorita.—Pero ¿qué pretende su hermano el capitán? Si sabe que ella ya

está comprometida, ¿qué quiere conseguir?—Es usted un poco preguntona.—Pues sólo pregunto aquello que necesito saber.—Lo que hace falta es que yo pueda contestar a sus preguntas.—Creo que puede, porque, ¿quién más que usted conoce a fondo

el corazón de su hermano?—Le aseguro que en esta ocasión sólo me es posible adivinar

algo de lo que pretende eso que llama usted corazón.—¿Y es?—Es... Pero ya que de adivinar se trata, adivinémoslo todo. Es

triste dejarse guiar por meras conjeturas. El asunto es el siguiente: mihermano es un chico muy animoso y quizá un poco atolondrado.Conoce a Miss Thorpe desde hace una semana y desde ese tiemposabe que está en relaciones.

—Bien —dijo Catherine después de reflexionar por un instante—.En ese caso, tal vez logre usted deducir de todo ello cuáles son lasintenciones de su hermano; yo confieso que sigo sin comprenderlas.Por otra parte, ¿qué piensa su padre de todo este asunto? ¿Nomuestra deseos de que el capitán se marche? Si su padre se loordenase, tendría que hacerlo.

—Querida Miss Morland, ¿no le parece que la preocupación quesiente por su hermano la lleva demasiado lejos? ¿No estará ustedequivocada? ¿Cree usted que el propio James agradecería, tanto parasí como para Miss Thorpe, el empeño que pone usted en demostrarque el afecto de su prometida o, por lo menos, su buena conducta,depende de la ausencia del capitán Tilney? ¿Acaso no lo ama Isabella

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más que cuando no tiene quien la distraiga? ¿Acaso no sabe serle fielsí su corazón se ve requerido de amor por otro hombre? Ni Mr.Morland puede pensar tal cosa ni querría que usted lo pensara. Yo nopuedo decirle que no se preocupe, porque ya lo está, pero sí leaconsejo que piense en esto lo menos posible. Usted no puede dudardel amor que se profesan su hermano y su amiga, de modo pues queno tiene derecho a creer que existen entre ellos desacuerdos ni celosfundados. Usted jamás comprendería el modo en que ellos seentienden. Saben hasta dónde pueden llegar y seguramente no semolestarán el uno al otro más de lo que ambos consideren porconveniente. —Al observar que ella seguía pensativa, Henry añadió—:Aun cuando Frederick no se marcha de Bath el mismo día quenosotros, por fuerza su estancia no podrá prolongarse demasiado;quizá unos días solamente, pues su licencia a punto está de expirar yno le quedará más remedio que volver a su regimiento. Y en ese caso,¿qué cree usted que quedará de su amistad con Isabella? Durantequince días en el cuartel se beberá a la salud de Isabella Thorpe, yésta y James se reirán a costa del pobre Tilney durante un mes.

Catherine no pudo resistirse por más tiempo a las tentativas deconsuelo que le ofrecía Henry, cuyas últimas palabras fueron unbálsamo para su aflicción. Al fin y al cabo, ella tenía menosexperiencia que él, de modo que, tras acusarse de haber exageradola cuestión, se hizo el firme propósito de no volver a tomar tanseriamente aquel asunto.

Esta resolución se vio fortalecida por la actitud de Isabellacuando ambas amigas se encontraron para despedirse. La familiaThorpe se reunió en Pulteney Street la víspera de la marcha deCatherine, y los novios se mostraron tan satisfechos que ésta no pudopor menos de tranquilizarse. James hizo gala de un excelente humor eIsabella se mostró encantadoramente amable y sosegada. Al parecer,no sentía más deseo que el de convencer de su afecto y ternura a suquerida amiga, cosa perfectamente comprensible, y si bien encontróocasión de contradecir rotundamente a su prometido, negándoseluego a darle la mano, Catherine, que no había olvidado los consejosde Henry, lo atribuyó a que su afecto era tan intenso como discreto.

Por lo demás, fácilmente se podrá imaginar cuáles serían laspromesas, los abrazos y las lágrimas que entre ambas amigas secruzaron al llegar el momento de decirse adiós.

Mr. y Mrs. Allen lamentaron el verse privados de la compañía deCatherine, cuyo excelente humor y su alegría hacían de ella unacompañera inapreciable, y cuya promoción no había hecho sinoaumentar el goce del matrimonio. Pero conocedores de la felicidadque proporcionaba a la muchacha la invitación que la hiciera MissTilney, procuraron no lamentar excesivamente su ausencia. Por lodemás, tampoco tenían tiempo de echarla de menos, ya que habíandecidido que en una semana se marcharían del balneario. Mr. Allenacompañó a Catherine a Milsom Street, donde había de almorzar, yno la dejó hasta verla sentada entre sus nuevos amigos. A Catherinele parecía tan increíble el encontrarse en medio de aquella familia,tenía tanto miedo a pasar por alto alguna regla de la etiqueta, que

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por espacio de unos minutos sintió deseos de regresar a la casa dePulteney Street.

La amabilidad de Miss Tilney y las sonrisas de Henry ayudaron adisipar aquellos temores. Sin embargo, no recobró por entero latranquilidad, ni lograron los cumplidos y atenciones del generaldevolverle su acostumbrada serenidad. Bien al contrario, se le antojóque de estar menos atendida se habría hallado más a su gusto. Elempeño que ponía el general en hacerla sentir cómoda, losincesantes requerimientos de éste para que comiera, y el temor quemanifestó de que tal vez lo que allí hubiera no fuera de su agrado —Catherine jamás había visto una mesa más abundantemente servida—, le impedían olvidar por un momento siquiera su calidad dehuésped. Se sentía inmerecedora de aquellas muestras de aprecio yno sabía cómo corresponder a ellas. Contribuyó a inquietarla aún másla impaciencia que provocó en el general la tardanza de su hijomayor, y más tarde, al presentarse éste, la pereza de que dabamuestras, pues acababa de levantarse.

La severidad con que el general reaccionó ante este hecho lepareció tan desproporcionada, que aumentó su confusión el saber queella era causa y motivo principal de semejante reprimenda, pues lademora de Frederick fue considerada por su padre como una falta derespeto inadmisible hacia la invitada. Tal suposición colocaba a lamuchacha en una posición sumamente desagradable, y a pesar de lapoca simpatía que sentía hacia el capitán, no pudo evitarcompadecerse de él.

Frederick escuchó a su padre en silencio, sin intentar siquieradefenderse, lo cual confirmó los temores de Catherine de que elmotivo de aquella tardanza era una noche de insomnio provocada porIsabella. Nunca antes se había encontrado ella en compañía delcapitán, y por un instante deseó aprovechar la ocasión para formarseuna opinión de su carácter y su modo de ser, pero mientras el generalpermaneció en la estancia, Frederick no abrió los labios, y tanimpresionado estaba, por lo visto, que en toda la mañana sólo sedirigió a Eleanor para decirle en voz baja:

—Qué contento voy a estar cuando os hayáis marchado todos.La lógica conmoción ocasionada por la marcha resultaba

sumamente desagradable en aquella casa. Ocurrieron varioscontratiempos: bajaban todavía los baúles cuando dieron las diez, y elgeneral había mandado que para esa hora los coches ya debían estarabandonando Milsom Street. El abrigo del buen señor fue a parar porequivocación al coche en que éste viajaría con su hijo. El asientocentral de la silla de posta no había sido extendido, a pesar de queeran tres las personas que debían ocuparla, y el vehículo se hallabatan cargado de paquetes que no había en él lugar para instalarcómodamente a Miss Morland. Tal disgusto se llevó el general poreste motivo, que el bolso de Catherine, junto con otros objetos, casisale disparado rumbo al centro de la calle. No obstante este retraso,llegó el momento de cerrar la portezuela del coche, dentro del cualquedaron las tres mujeres. Emprendieron el viaje los cuatro hermososcaballos que tiraban de la silla de posta con la parsimonia y sobriedad

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que corresponde a animales de su categoría al comenzar un trayectode más de treinta millas, que era la distancia que separaba a Bath deNorthanger y sería recorrida en dos etapas. Desde el momento enque abandonaron la casa, Catherine comenzó a recuperar suacostumbrado buen humor. En compañía de Miss Tilney se hallabasiempre a gusto, y esto, unido a que los parajes por los que iban erannuevos para ella, a que pronto conocería la abadía, y a que la seguíaun coche ocupado por Henry, le permitieron abandonar Bath sinexperimentar el menor sentimiento de pesar. Ni siquiera llegó acontar los mojones que marcaban las distancias. Se detuvieron en laposada Petty France, donde lo único que se podía hacer era comer sinhambre y pasearse sin tener qué ver. Se aburrió de tal forma lamuchacha, que perdió para ella toda importancia el hecho de queviajaba en un elegante carruaje con postillones de librea, tirado porestupendos caballos. Si las personas que formaban la partidahubieran sido de trato agradable y ameno, aquella espera no habríaresultado molesta, pero el general Tilney, aun cuando era un hombreencantador, actuaba, por lo visto, de freno sobre sus hijos, hasta elpunto de que en su presencia nadie se atrevía a hablar. El tono de irae impaciencia con que hablaba a sus sirvientes atemorizaron aCatherine, a quien aquellas dos horas de descanso se le antojaroncuatro. Finalmente se ordenó reemprender la marcha, y Catherine sevio gratamente sorprendida cuando el general le propuso que hicierael resto del trayecto en el lugar que él ocupaba en el coche de su hijo.Dio como pretexto que con un día tan hermoso convenía quecontemplara bien el paisaje.

El recuerdo de lo que acerca de la compañía de jóvenes encoches abiertos opinara en cierta ocasión Mr. Allen hizo que Catherinese sonrojara y a punto estuviera de declinar la oferta, pero trasreflexionar que debía someterse a los deseos del general Tilney yaque éste jamás propondría nada que fuese improcedente, aceptó, ypocos minutos más tarde la feliz muchacha se vio instalada junto aHenry. Enseguida se convenció de que no podía haber en el mundovehículo más agradable y bonito que aquél, superior en todo a lamagnífica silla de posta, cuya pesadez había sido causa de que sedetuvieran en la posada. Los caballos del coche habrían recorrido enpoco tiempo el camino que faltaba si el general no hubiera ordenadoque la silla fuese adelante. Claro que aquella maravillosa rapidez nose debía únicamente a los caballos. Contribuía también a ello, y demodo notable, la forma de guiar de Henry, quien no necesitabaazuzar con la voz a los animales, ni echar maldiciones, ni hacer alardede su habilidad como otro caballero cuyas dotes como cochero lamuchacha conocía muy bien. Además, a Henry le sentaba muy bien elsombrero, así como el resto del atuendo.

Después de haber bailado con él, viajar a su lado en aquel cocheera la mayor felicidad del mundo. Eso sin contar las alabanzas que ledirigía continuamente. Henry no sabía cómo agradecer el que lamuchacha se hubiera decidido a otorgarles el placer de una visita a laabadía, y así se lo dijo en nombre de Eleanor. Por lo visto,considerábalo como una prueba de sincera amistad, y en explicación

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de tan exagerada gratitud, añadió que la situación de su hermana erabastante desagradable, ya que no sólo carecía de la compañía deamigas, sino de persona alguna con quien hablar cuando, como muya menudo ocurría, la ausencia de su padre la obligaba a una completasoledad.

—Pero ¿cómo puede ser eso? ¿Acaso usted no se queda con ella?—Yo no vivo en Northanger, sino en Woodston, a veinte millas de

distancia de la abadía, y en ella paso largas temporadas.—¡Cuánto debe de lamentarlo!—Sí..., siento dejar a Eleanor.—No sólo por eso; aparte del cariño que por ella sienta, tendrá

usted apego a la abadía. Después de haber vivido en un lugar tanmagnífico, hacerlo en un curato común y corriente debe de ser pocograto.

—Por lo visto, se ha formado usted una idea muy agradable de laabadía —dijo Henry con una sonrisa.

—Es cierto. Pero ¿acaso no se trata de uno de esos lugaresmaravillosos que nos describen los libros?

—En ese caso, deberá usted prepararse para soportar loshorrores que, según las novelas, suelen rodear a esta clase deedificios. ¿Tiene usted un corazón fuerte, y nervios capaces de resistirel temor que suelen producir las puertas secretas, los tapicesocultadores... ?

—Creo que sí; de todos modos, seremos muchos en la casa, porlo qué no creo que haya motivo para sentir miedo. Además, no setrata de un lugar que, tras permanecer largo tiempo abandonado,fuera ocupado repentinamente por una familia, como ha ocurrido endeterminados casos.

—Eso, desde luego. No nos veremos obligados a cruzarnos conalmas en pena. Pero imagínese que por la noche está ustedpaseando, lo cual no tiene nada de particular y su lámpara está apunto de apagarse, regresará a su habitación. Al pasar por la primeracámara, sin embargo, atraerá su atención un arcón antiguo, de ébanoy oro, cuya presencia antes no había advertido. Impulsada por unirresistible presentimiento se acercará usted, lo abrirá y examinará,sin descubrir, por el momento, nada de importancia, a excepción deun puñado de diamantes. Al fin dará con un muelle secreto, que lerevelará un departamento interior, en el que hallará un rollo de papelque contendrá varias hojas manuscritas. Con él en la mano, regresaráa su habitación, y apenas habrá acabado de descifrar las palabras(«¡Oh tú, sea quien fueres, en cuyas manos acierten a caer lasmemorias de la desgraciada Matilda...!») cuando su lámpara seapagará repentinamente, sumiéndola en la más completa oscuridad.

—Cállese usted... pero, no, siga; ¿y después?A Henry le hizo tanta gracia el interés que su historia había

despertado en la muchacha, que no pudo continuar. Dada la actitudde Catherine le resultaba imposible asumir el tono solemne querequería el caso, y hubo de rogarla que tratase de imaginar elcontenido de las memorias de Matilda. Catherine, un pocoavergonzada de su vehemencia, trató de asegurarle a su amigo que

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había seguido con atención su relato, pero sin suponer por uninstante que tales cosas fueran a ocurrirle.

—Además —dijo—, estoy segura de que Miss Tilney no me harádormir en semejante habitación. No tengo miedo, créame.

A medida que se acercaba el final del viaje, y con él la dicha decontemplar la abadía, la impaciencia de Catherine, que laconversación de Henry había contenido, aumentó considerablemente.Tras cada recodo del camino esperaba encontrarse, entre árbolesmilenarios, ante una enorme construcción de piedra con ventanalesgóticos iluminados por los rayos del sol poniente. Pero como quieraque la vieja abadía estaba enclavada en terreno muy bajo, resultóque llegaron a las verjas de la propiedad sin haber visto unachimenea siquiera.

Catherine no pudo por menos de asombrarse de la entrada queposeía la propiedad. Eso de pasar entre las puertas de modernacancela y recorrer sin dificultad alguna la gran avenida cubierta dearena se le antojó sumamente extraño y fuera de lugar. Sin embargo,no tuvo tiempo para detenerse en semejantes consideraciones. Unchaparrón inesperado le impidió ver alrededor y la obligó apreocuparse de la suerte de su sombrero de paja nuevo. Pronto seencontró con que llegaba al abrigo que ofrecían los muros de laabadía; allí, Henry la ayudó a bajar del coche, y en el vestíbulo larecibieron su amiga y el general, de modo que no tuvo ocasión dealimentar el más leve temor relativo al futuro ni experimentar elinflujo misterioso que hechos y escenas del pasado pudieran haberlegado al antiguo edificio. La brisa, en lugar de hacer llegar hasta ellaecos de la voz de un moribundo, se había entretenido cubriéndola degotas de lluvia. Tuvo que sacudirse el abrigo antes de pasar a unsalón contiguo y reparar en el lugar donde se hallaba.

¿Era una abadía? Sí, no cabía duda, a pesar de que nada decuanto la rodeaba contribuía a alimentar tal suposición. El mobiliariode la estancia era moderno y de gusto exquisito. La chimenea, quedebería haber estado adornada con tallas antiguas, era de mármol, ysobre ella descansaban piezas de porcelana inglesa. Las ventanas,qué, según le había dicho el general, conservaban su forma gótica,también la desilusionaron. Si bien eran de forma ojival, el cristal eratan claro, tan nuevo, dejaba entrar tanta luz, que su visión no podíapor menos de desencantar a quien, como Catherine, esperabaencontrarse con unas aberturas diminutas con vidrios empañados porel polvo y las telarañas.

El general advirtió la preocupación de la muchacha, y empezópor ello a disculpar lo exiguo de la habitación y lo sencillo de losmuebles, alegando que estaba destinada al uso diario, yasegurándole que las otras habitaciones eran más dignas de admirar.Empezaba a describir la ornamentación dorada de una de ellas,cuando, al echar un vistazo al reloj, se detuvo para exclamar,asombrado, que eran las cinco menos veinte. Aquellas palabrassurtieron un efecto inmediato. Miss Tilney condujo a Catherine a susaposentos y se apresuró tanto a hacerlo que no dejó lugar a dudas deque en la abadía debía imperar la puntualidad más estricta.

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Las dos amigas pasaron de nuevo por el espacioso vestíbulo,ascendieron por la ancha escalera de roble, que después de variostrechos, interrumpidos por otros tantos descansos, las condujo haciauna gran galería a los lados de la cual había varias puertas yventanas. Catherine supuso que estas últimas debían de dar a ungran patio central. Eleanor la hizo entrar entonces en una habitacióncercana y, sin preguntarle siquiera si la encontraba de su agrado, ladejó, suplicándole que no se entretuviera en cambiarse de ropa.

Catherine advirtió de inmediato que aquella habitación eracompletamente distinta de la que Henry le había descrito. No era deun tamaño exagerado y no contenía tapices ni terciopelos. Lasparedes estaban empapeladas; el suelo, cubierto con una alfombra;las ventanas eran tan bellas y estaban tan limpias como las de la salade abajo. Los muebles, sin ser completamente modernos, erancómodos y de buen gusto, y el aspecto general resultaba alegre yconfortable. Una vez satisfecha su curiosidad sobre este punto,Catherine decidió que no se entretendría en hacer un examen másminucioso por miedo a disgustar al general con su tardanza. Se quitóa toda prisa el traje de viaje, y se disponía a deshacer un paquete deropas que había traído consigo, cuando observó de pronto un arcónenorme colocado en el ángulo de la habitación formado por lachimenea. La vista de aquel mueble la estremeció, y, olvidándose decuanto la rodeaba, lo contempló inmóvil y dijo en voz baja para sí:

—Qué extraño es esto. Yo no esperaba encontrar un arcón enesta habitación. ¿Qué contendrá? ¿Para qué lo habrán colocado ahí,medio oculto, como si pretendieran que pasase inadvertido? Deboexaminarlo, pero... a la luz del día. Si espero hasta la noche mi bujíapodría apagarse y entonces...

Avanzó y examinó el cofre más de cerca. Era de cedro, conincrustaciones de otra madera más oscura y sostenido sobre unospedestales finamente tallados. La cerradura era de plata deslustradapor los años. En los extremos se observaban restos de asas del mismometal, rotas, quizá, por un manejo excesivamente violento. En elcentro de la tapa había una cifra misteriosa, también de plata.Catherine se inclinó para examinarla más de cerca, pero no consiguiódescubrir su significado ni saber si la última letra era una T. Pero¿cómo en aquella casa iban a tener muebles adornados con inicialesque no correspondían al apellido de la familia? Y en caso de ser estoefectivamente así, ¿por qué misteriosa sucesión de hechos habíallegado a poder de ésta?

Catherine se sintió dominada por un irresistible sentimiento decuriosidad. Con manos temblorosas asió la cerradura para satisfacersu deseo de ver el contenido del cofre. Con gran dificultad, pues seresistía a su esfuerzo, logró levantar un poco la tapadera, pero en esemomento la sorprendió una llamada a la puerta. Asustada, dejó caerla tapa. La persona inoportuna era la doncella de Miss Tilney, a quienésta enviaba para saber si podía ser útil a Miss Morland. Catherine ladespidió de inmediato, pero la presencia de la criada la había hechovolver a la realidad, y, desechando sus deseos de seguir explorandoel misterioso arcón, comenzó a vestirse sin pérdida de tiempo. A

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pesar de sus buenas intenciones, no lo hizo todo lo rápido quehubiera sido de desear, debido a que no acertaba a apartar la miradani los pensamientos del objeto de su curiosidad; y aun cuando no seatrevió a perder más tiempo en examinarlo, le faltó fuerza devoluntad para alejarse de él. Al cabo de unos instantes, sin embargo,pensó que bien podía permitirse hacer un nuevo y desesperadointento, tras el cual, si invisibles y sobrenaturales cerraduras no laretenían, la tapa quedaría finalmente abierta. Animada por estepensamiento, intentó una vez más abrir el cofre, y sus esperanzas nose vieron defraudadas. Ante los ojos asombrados de la muchachaquedó al descubierto una colcha de tela blanca, cuidadosamentedoblada, que ocupaba todo un lado del enorme cofre.

Catherine estaba contemplándola, cuando se presentó MissTilney, preocupada por la tardanza de su amiga. A la vergüenza quesuponía el haber alimentado una absurda suposición, Catherine hubode añadir la de verse sorprendida en semejante acto de indiscreción.

—Es un arcón interesante, ¿verdad? —preguntó Eleanor,mientras la muchacha, tras cerrarlo a toda prisa, se dirigía hacia elespejo—. Ignoramos cuántas generaciones lleva aquí. Ni siquierasabemos por qué fue colocado en esta habitación, de la que no hequerido que lo saquen por si algún día lo necesitamos para guardarsombreros y capas. Pero en ese rincón no le estorba a nadie.

Tan azorada estaba Catherine y tan ocupada en abrocharse elcinturón del traje mientras ideaba alguna excusa, que no pudocontestar a su amiga. Miss Tilney volvió a insistir con amabilidad en lotardío de la hora, y medio minuto más tarde ambas bajaban corriendopor las escaleras, presas de un temor no del todo infundado, pues alllegar al salón encontraron al general, quien, reloj en mano, esperabael momento de que entrasen para hacer sonar la campanilla y dar acontinuación la orden de que la comida fuese servida «de inmediato».El énfasis con que pronunció estas palabras hizo temblar a Catherinee inspiró en ella un sentimiento de profunda compasión por los hijosdel irascible señor y de odio hacia todos los cofres antiguos delmundo. Poco a poco fue recobrando su ecuanimidad el general, y alfin hasta riñó a su hija por haber metido tantas prisas a su bellaamiga, que había llegado a la mesa sin aliento. Al fin y al cabo, no eranecesario apresurarse tanto. Aquellas palabras, sin embargo, noconsolaron a Catherine de haber provocado la reprimenda que habíasufrido Eleanor ni la falta de sentido que la había impulsado a perdertan tontamente el tiempo. No obstante, una vez que se hubieronsentado todos a la mesa, las sonrisas del general y el apetito de éstedevolvieron la tranquilidad a la muchacha. El comedor era unahabitación espaciosa, amueblada con un gusto y un lujo que los ojosinexpertos de Catherine apenas lograban apreciar. A pesar de ello,absorbieron su atención tanto las dimensiones de la estancia como elnúmero de sirvientes que en ella había, y lo expresó con tono deadmiración. El general, profundamente satisfecho, admitió que, enefecto, era una habitación bastante grande, y luego reconoció que,aun cuando tales cuestiones no le interesaban tanto como a lamayoría de la gente, consideraba que un comedor espacioso era algo

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indispensable en la vida, añadiendo a continuación que ellaseguramente estaría acostumbrada a mejor y más lujosas estanciasen casa de Mr. Allen.

—Pues no —respondió Catherine con tono firme—. El comedor deMr. Allen debe de ser la mitad de éste. —Hizo una pausa y agregó—:La verdad es que nunca he visto uno más grande, se lo aseguro.

Sus palabras produjeron un efecto excelente en el ánimo delgeneral, que se apresuró a declarar que usaba aquellas habitacionesporque habría sido una tontería tenerlas cerradas, pero que a su juicioresultaban más cómodas las estancias algo más pequeñas, como lasde la casa de Mr. Allen.

La velada transcurrió sin incidentes desagradables y el ambientese animaba cada vez que por algún motivo el general abandonaba elcomedor. La presencia del dueño de la casa bastaba para queCatherine recordase las fatigas del viaje, pero aun así predominabaen su espíritu un sentimiento de intensa dicha que no lograbaoscurecer el recuerdo de Bath y sus amigos.

La noche presagiaba tormenta. El viento, que durante la tardehabía ido adquiriendo mayor fuerza, soplaba con violencia. Además,llovía intensamente. Al cruzar Catherine el vestíbulo quedó aterradaante la furia con que la tormenta azotaba el viejo edificio, y porprimera vez desde su llegada experimentó la sensación de hallarseentre los muros de una vetusta abadía. Sí, aquellos eran los sonidoscaracterísticos; poco a poco fueron trayendo a su memoria elrecuerdo de ciertas terribles escenas que al amparo de parecidastormentas se habían desarrollado en otros lugares similares. Se alegróde que su presencia en tan histórica morada se diese encircunstancias que no entrañaban peligro. Por fortuna, ella no teníanada que temer de asesinos nocturnos ni de galanes borrachos.

Henry, por supuesto, prosiguió con aquella historia inverosímil yabsurda. En una casa amueblada y cuidada con tanto esmero no erafácil encontrar algo que explorar o que temer. De modo que lamuchacha podía retirarse a descansar con la misma tranquilidad quesi estuviese en su propia casa.

Catherine se dirigió a su dormitorio, en el que entró con ánimosereno, sobre todo porque el de Miss Tilney se encontraba a tan sóloun par de pasos. La visión de unos leños que ardían en la chimeneaayudó también a reconfortar su corazón.

—¡Cuánto más grato es —dijo en voz alta para sí— encontrarse elfuego encendido que verse obligada a esperar muerta de frío, como atantas chicas les ha ocurrido, a que venga a ocuparse de ello algunavieja y compasiva sirvienta. Me encanta que Northanger sea tal comoes. Si llega a parecerse a otras abadías, en una noche como éstahabría necesitado hacer acopio de todo mi valor. Por suerte, nadatengo que temer.

Luego contempló la habitación con detenimiento. Las cortinas semovieron levemente. Sin duda las agitaba el viento que se colaba porlas rendijas. Deseosa de cerciorarse de que así era, Catherine seadelantó tarareando una canción. Miró detrás del cortinaje y nodescubrió nada que pudiera asustarla. Colocó una mano sobre el

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postigo y comprobó la violencia del viento. Al volverse, después determinada su inspección, su mirada tropezó con el arcón. Desechandotodo pensamiento que la indujese al temor, se preparó para dormir.

Emplearé en ello todo el tiempo preciso, se dijo. No quiero darmeprisa; me da igual ser la última persona que permanece levantada enla casa... Además, no echaré más leña a la chimenea, no sea que lointerpreten: como que deseo tener luz después de meterme en lacama.

El fuego se apagó casi enseguida, y Catherine, después deinvertir cerca de una hora en sus preparativos, se dispuso aacostarse. Al mirar alrededor por última vez le llamó la atención unaespecie de arcón de tono muy oscuro y forma antigua en el que nohabía reparado antes, acudieron en tropel a su mente las palabras deHenry, su descripción del arcón de ébano, cuya presencia no había deadvertir en un principio, y aun cuando ello no tenía nada de particularni podía significar cosa alguna de importancia, no dejaba de ser unacoincidencia bastante extraña. Cogió su bujía y examinó aquella cajadetenidamente. No estaba hecha de ébano, ni tenía incrustaciones deoro, pero era casi negra y despedía reflejos dorados. Catherineobservó que la cerradura tenía puesta la llave, y sintió deseos deabrirla, no tanto por creer que hallaría algo de interés como por hacercoincidir todo aquello con las palabras de Henry. Estaba convencidade que no conseguiría dormir hasta que averiguase qué contenía, y alfin, tras dejar con cuidado la bujía sobre una silla, cogió con manotrémula la llave y trató de hacerla girar. La cerradura se resistió.Buscó entonces por otro lado y encontró un cerrojo que logródescorrer fácilmente. Tampoco así logró abrir las tapas. Se detuvo porun instante, maravillada. El viento rugía dentro de la chimenea y lalluvia azotaba con furia los cristales de la habitación. Todo cooperabapara hacer más extraño su hallazgo y más terrible su situación. Erainútil que pensara en acostarse, pues le resultaría imposible conciliarel sueño sin antes descubrir el misterio de aquel arcón que seencontraba tan cerca de su lecho. Intentó una vez más hacer girar lallave, y después de un último esfuerzo, las tapas cedieron de repente.Catherine experimentó la satisfacción que produce toda victoria, ydespués de abrir por completo las dos tapas, la segunda de las cualesestaba sujeta por pestillos no menos misteriosos que la cerradura.Descubrió entonces una hilera doble de pequeños cajones colocadaentre otro de mayor tamaño, y en el centro una puerta diminuta yherméticamente cerrada, tras la cual se ocultaba, probablemente, unhueco tan importante como misterioso.

Catherine sintió que se le aceleraba el pulso, pero la serenidadno la abandonó ni por un instante. Rojas las mejillas y fija la mirada,sacó uno de los cajones. Estaba vacío. Con menos temor y máscuriosidad abrió otro, luego otro más, y así todos, encontrándolosigualmente vacíos. Buena conocedora, por sus lecturas, del arte deocultar un tesoro, pensó de inmediato en la posibilidad de que loscajones tuvieran un doble fondo, y volvió a examinarloscuidadosamente. Todo fue en vano. No le quedaba por registrar másque el hueco del centro, y aun cuando no podía estar desanimada

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puesto que ni por un segundo creyó que tal vez encontrase algo en elarcón, decidió que sería absurdo no seguir intentándolo. Tardóbastante en abrir la portezuela que cerraba el hueco, pero al fin loconsiguió. Esta vez no fue en vano. Al instante descubrió, en lo másprofundo de aquel hueco, un rollo de papel que, sin duda, alguienhabía procurado ocultar. Es imposible describir los sentimientos queembargaron de pronto a Catherine; baste decir que se puso blancacomo el papel y las piernas empezaron a temblarle.

Cogió con ademán nervioso el precioso manuscrito —pues talera, según comprobó enseguida—, y al tiempo que se percataba de laextraordinaria semejanza de aquella situación con la que describíaHenry, decidió no descansar sin antes haber examinadodetenidamente el contenido del misterioso rollo.

La poca luz que despedía su bujía la alarmó; sin embargo,comprobó que por el momento no había peligro de que se apagara.Era probable incluso que aún durase varias horas, y con el objeto deobtener una luz más clara y facilitar así la lectura de una caligrafíaque, por lo antigua, bien podía resultar casi ilegible, intentódespabilar la vela. Por desgracia, al hacerlo la apagóinvoluntariamente. Catherine quedó paralizada de terror. La oscuridadera completa. La habitación quedó sumida en la más siniestranegrura. Una fuerte sacudida del viento aumentó el pánico deCatherine, haciéndola temblar de pies a cabeza.. En la pausa quesiguió, sus oídos percibieron el rumor de pasos que se alejaban y elruido de una puerta al cerrarse. No era posible resistir por más tiempoaquella tensión. Brotó a chorros el sudor de la frente de la muchacha;sus manos dejaron caer el manuscrito; a tientas buscó la cama, semetió en ella y trató de evocar, siquiera someramente, el desarrollode aquellos acontecimientos, no sin antes taparse la cabeza con lamanta. Estaba convencida de que después de lo ocurrido no lograríaconciliar el sueño. ¿Cómo hacerlo cuando aún era presa de unaextraña agitación y una curiosidad incontenible? Además, la tormentaiba en aumento. Catherine jamás había temido los elementos, pero enesa ocasión parecía que el viento, en su ulular, traía un mensajeterrible y misterioso. ¿Cómo explicarse la presencia de un manuscritohallado en forma tan extraordinaria, y qué, además, coincidía demodo tan prodigioso con la descripción hecha por Henry unas horasantes? ¿Qué podría contener aquel rollo de papel? ¿A qué se refería?¿Cómo habría permanecido oculto tanto tiempo? Y ¡cuan extrañoresultaba que fuese ella la llamada a descubrirlo! Hasta que noestuviese al corriente de su contenido no podría recuperar la calma.Estaba decidida a examinarlo a la luz del alba. ¡Lástima que aúntuviese que esperar tantas horas! Catherine se estremeció deimpaciencia, dio vueltas en el lecho y envidió a todos los que aquellanoche podían dormir plácidamente. Siguió rugiendo el vendaval, y asus oídos atentos llegaron sonidos más terribles que los que ésteproducía. Hasta las colgaduras de su cama parecían moverse.También se le antojó a la muchacha que alguien sacudía el pomo desu puerta como si intentase entrar. De la galería llegaban lúgubresmurmullos, y más de una vez se le heló la sangre en las venas al

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percibir una voz doliente y lejana. Pasaron las horas, una tras otra, yla pobre Catherine oyó los relojes de la casa dar las tres antes de quela tormenta amainase y ella lograra el deseado descanso.

El ruido que a la mañana siguiente hizo la doncella al abrir lospostigos fue lo primero que obligó a Catherine a volver a la realidad.Abrió los ojos, sorprendida de haber podido cerrarlos después de loocurrido la noche anterior, y comprobó con satisfacción que latormenta había cesado y que en su habitación todo respiraba sosiegoy normalidad.

Con el sentido recobró la facultad de pensar, y acto seguidovolvió a su mente el recuerdo del manuscrito, aguzando de tal modosu curiosidad, que en cuanto la doncella se hubo marchado, Catherinesaltó de la cama y recogió a toda prisa las hojas que se habíandesprendido del rollo de papel al caer éste al suelo; luego volvió aacostarse, deseosa de disfrutar cómodamente de la lectura deaquellas misteriosas cuartillas. Observó con satisfacción que elmanuscrito que tenía entre las manos no era tan extenso como losque solían describirse en las novelas, pues el rollo estaba compuestode unos cuantos pliegos más pequeños de lo que había creído en unprincipio.

Con curiosidad creciente leyó la primera hoja, y se estremeció alcaer en la cuenta de lo que en ella había. ¿Sería posible? ¿No leengañaban los sentidos? Aquel papel sólo contenía un inventario deropas de casa escrito en caracteres burdos, pero modernos. Si de suvista podía fiarse, aquello no era más que la factura de unalavandera. Cogió otra hoja, y en ella encontró una relaciónprácticamente idéntica de prendas íntimas. Las hojas tercera, cuartay quinta dieron igual resultado. En cada una de ellas se hacía unarelación de camisas, medias, corbatines y chalecos. En otras dosestaban apuntados los gastos de escaso interés: cartas, polvos parael cabello y pasta blanca para limpiar. En una hoja grande, con la queestaban envueltas las demás, se leía: «Por poner una cataplasma a layegua alazana...», se trataba de la factura de un veterinario. Tal era lacolección de papeles —abandonados, como cabía suponer, por algunacriada negligente— que tanta alarma había despertado en el ánimode Catherine, privándola del sueño durante horas. La muchacha,como es lógico, se sintió profundamente humillada. ¿Acaso había sidoincapaz de aprender algo más de su anterior aventura con el cofre?Éste, colocado a poca distancia de la cama, se le antojó de pronto unreproche, una acusación. Comprendió cuan absurdas habían sidoaquellas fantásticas suposiciones suyas. ¿Cómo era posible que unmanuscrito escrito hacía varias generaciones permaneciera oculto enuna habitación tan moderna como aquélla, y que fuera ella la únicapersona llamada a abrir un arcón cuya llave estaba a disposición detodo el mundo? ¿Cómo se había dejado engañar de aquella manera?Dios no quisiera que llegase a oídos de Henry Tilney la noticia de suinsensata aventura. Sin embargo, él también era responsable, almenos en parte, de lo ocurrido. Si el arca no hubiese sido parecida ala que Henry se había referido en su relato, ella no hubiese sentidotanta curiosidad. Catherine se consoló con estas reflexiones, y a

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continuación, deseosa de perder de vista las pruebas de su desvarío—aquellos detestables y odiosos papeles que habían caído esparcidossobre su cama—, se levantó, dobló las hojas cuidadosamente, comolas había encontrado, volvió a colocarlas en el arcón, pensando,mientras lo hacía, que nunca más volvería a mirarlos, para que no lehicieran recordar cuan necia había sido.

Lo que Catherine no atinaba a comprender, y el hecho no dejabade ser bastante extraño, era el trabajo inaudito que le había costadoabrir una cerradura que luego funcionaba con la mayor facilidad.Pensó por un instante que aquel hecho debía de entrañar algúnmisterio, hasta que cayó en la cuenta de que tal vez ella, en suatolondramiento, hubiese hecho girar la llave en sentido contrario.Avergonzada, abandonó tan pronto como pudo la habitación que tandesagradables recuerdos despertaba en ella y se dirigió a toda prisahacia la sala, donde, según le había advertido la noche anterior MissTilney, solía reunirse para desayunar toda la familia. En ella seencontró con Henry, cuyas picarescas alusiones al expresar su deseode que la tormenta no la hubiese molestado, y sus referencias alcarácter y antigüedad del edificio, hicieron que se sintieraprofundamente preocupada. No quería en modo alguno que nadiesospechase siquiera sus temores; pero como por naturaleza eraincapaz de mentir, confesó que el rugir del viento la había mantenidodespierta durante algunas horas.

—Y, sin embargo —añadió, para cambiar de tema—, hace unamañana hermosa. Las tormentas, como el insomnio, no tienenimportancia una vez que pasan. ¡Qué hermosos jacintos! Es una florque me gusta desde hace muy poco...

—¿Y cómo ha aprendido a gustar de ella, por casualidad o porconvencimiento?

—Me enseñó su hermana. ¿Cómo? No lo sé. Mrs. Allen procuródurante años inculcarme la afición por esos bulbos, y no lo consiguió.Las flores siempre me han sido indiferentes, pero el otro día, cuandolas vi en Milsom Street, cambié de opinión.

—¿Y ahora le gustan? Pues tanto mejor; así tendrá un nuevomotivo de placer. Además, está muy bien que a las mujeres lesgusten las flores, porque no existe mejor aliciente para salir a tomarel aire y hacer un poco de ejercicio. Y aun cuando el cuidado de losjacintos es relativamente sencillo, ¿quién sabe si, una vez dominadapor la pasión hacia las flores, llegará usted a interesarse por lasrosas?

—Pero ¡si a mí no me hacen falta pretextos para salir! Cuandohace buen tiempo, paso largos ratos fuera de la casa. Mi madre amenudo me reprocha el que me ausente durante tantas horas.

—De todas maneras, me satisface el que haya usted aprendido aamar los jacintos. Es muy importante adquirir el hábito del amor, y entoda joven la facilidad de aprender es una grata virtud. ¿Tiene mihermana buena disposición para la enseñanza?

La entrada del general, cuyos cumplidos demostraban queestaba de buen humor, evitó que Catherine tuviese que contestar aHenry, si bien la alusión que acerca de la evidente predilección de los

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dos jóvenes por madrugar hizo poco después el padre del muchacho,volvió a preocuparle.

Catherine no pudo por menos de expresar su admiración por laelegante vajilla, elegida, según parecía, por el general, quien semostró encantado de que la aprobase y declaró que, en efecto, noestaba del todo mal, y que la había adquirido con la intención deproteger la industria de su país. Por lo demás, y dado su indulgentepaladar, opinaba que el mismo aroma y sabor tenía el té vertido deuna tetera de loza de Staffordshire como de una bella porcelana deDresde o de Sévres.

Aquella vajilla ya era vieja; la había comprado hacía dos años, ydesde entonces la producción nacional había mejorado notablemente.Hacía poco había visto en la capital algunas muestras tan logradasque, de no ser un hombre desprovisto de toda vanidad, se habríavisto forzado a adquirirlas. Esperaba, sin embargo, que pronto tuvieseocasión de comprar un nuevo servicio, destinado a otra persona...Catherine fue, quizá, la única de los allí reunidos que no comprendióel significado de aquellas palabras.

Poco después del desayuno Henry salió rumbo a Woodston,donde sus negocios le retendrían tres o cuatro días. Reunióse en elvestíbulo la familia para verle montar a caballo, y al regresar alcomedor Catherine se dirigió hacia la ventana con el objeto deobtener una última visión de su amigo.

—Ésta es una dura prueba para su hermano —dijo el general aEleanor—. ¡Qué triste se le va a antojar hoy Woodston!

—¿Es bonita la casa que tiene allí? —preguntó Catherine.—¿Qué dirías tú, Eleanor? Anda, díselo ya que vosotras las

mujeres conocéis mejor el gusto femenino, no sólo respecto a casas,sino también en lo que a hombres se refiere. Creo que, hablando demodo imparcial, Woodston está admirablemente situada, pues mirahacia el sureste. La propiedad posee también una huerta, cuyosmuros mandé alzar yo hace diez años. Es una prebenda de familia,Miss Morland, y como los terrenos contiguos me pertenecen he tenidobuen cuidado de aprovecharla debidamente. Aun suponiendo queHenry no contara más que con ese curato para vivir, no estaría nadamal. Tal vez parezca extraño que, no teniendo yo más que dos hijosmenores por quienes mirar, me haya empeñado en que el chicosiguiese una carrera, y es cierto que hay momentos en que todosquisiéramos verlo libre de las preocupaciones propias de su profesión;pero aun cuando usted quizá no acepte mi punto de vista, creo, MissMorland, y su padre será también de mi opinión, que todo hombredebe trabajar en alguna cosa. El dinero en sí no tiene importancia nifinalidad algunas; lo importante es emplear dignamente el tiempo. Elmismo Frederick, mi hijo mayor, heredero de una de las propiedadesmás importantes de la comarca, ha seguido una carrera.

El efecto imponente de aquellas palabras influyó poderosamenteen el ánimo de Catherine, que guardó silencio.

La noche anterior se había hablado de enseñarle a Miss Morlandla abadía, y esa misma mañana el general se ofreció a hacerlo.Catherine, aun cuando hubiera preferido la compañía de Eleanor, no

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pudo por menos de aceptar una proposición que en cualquiercircunstancia resultaría muy interesante. Llevaba dieciocho horas enla abadía y no había logrado ver más que un reducido número dehabitaciones. Cerró la caja de labores, que acababa de sacar, concierta precipitación, y se mostró dispuesta a seguir al general cuandoéste lo dispusiese.

—Y una vez que hayamos recorrido la casa —le dijo el ancianocon tono cortés—, tendré mucho gusto en enseñarles el jardín y losplantíos.

Catherine le agradeció tanta amabilidad con una elegantereverencia.

—Tal vez prefiera usted ver éstos primero —añadió el general—.Hace buen tiempo y la época del año nos garantiza que seguirá así.¿Qué prefiere, entonces? Estoy a sus órdenes. ¿Qué crees que seríamás del gusto de tu bella amiga, Eleanor? Pero..., sí, me parece que lohe adivinado. Leo en los ojos de Miss Morland un deseo, bien juiciosopor cierto, de aprovechar el tiempo. ¿Cómo podría ser de otro modo?La abadía siempre está en disposición de ser visitada. No así el jardín.Obedezco sus órdenes sin demora. Corro en busca de mi sombrero yen un instante estaré listo para acompañarlas.

El general salió de la estancia y Catherine, con expresión deprofunda preocupación, empezó a manifestar sus deseos de evitar algeneral una salida quizá contraria a sus deseos, y a la que leimpulsaba única y exclusivamente el afán de complacerla. Pero MissTilney, algo avergonzada, la detuvo.

—Creo —dijo— que será mejor aprovechar una mañana tanhermosa y no preocuparnos por mi padre. Él tiene por costumbrepasear a estas horas todos los días.

Catherine no sabía cómo interpretar estas palabras. ¿Por quémotivo se mostraba tan confusa Miss Tilney? ¿Habría algúninconveniente por parte del general en acompañarla a ver la abadía?La propuesta había partido de él. ¿No era extraño que tuviera porcostumbre salir a aquellas horas? Ni el padre de Catherine ni Mr. Allensolían pasear tan temprano. Realmente, la situación resultaba unpoco incómoda. Ella estaba impaciente por conocer la casa; encambio, los jardines no le inspiraban gran curiosidad. ¡Si al menoshubiese estado con ellas Henry! Sola no sabría apreciar la belleza dellugar. Tales fueron sus pensamientos, que se cuidó de no expresar,antes de salir, silenciosa y descontenta, a ponerse la capa.

Le llamaron mucho la atención las grandes dimensiones de laabadía vista desde fuera. El enorme edificio comprendía un gran patiocentral, y dos de sus alas, ricamente ornamentadas al estilo gótico, seproyectaban hacia afuera, invitando a todos a admirarlas. Un grupode árboles añosos y frondosas plantas ocultaban el resto de la casa.Los espesos montes que protegían la parte trasera del edificio seerguían bellos aun en aquella época en que la naturaleza suelemostrarse desnuda de ropaje. Catherine jamás había visto nadacomparable a aquello, y le causó tal impresión que, sin podercontenerse, prorrumpió en exclamaciones de admiración y asombro.El general la escuchó agradecido, como si hasta aquel momento no

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hubiera descubierto toda la belleza de Northanger.Se imponía a continuación visitar la huerta, y a ella se dirigieron

cruzando el parque.La extensión de aquellos terrenos dejó atónita a Catherine.

Resultaba más del doble de lo que medían juntas las de Mr. Allen y supadre, incluyendo el huerto y el terreno que circundaba la iglesia. Losmuros que rodeaban la abadía eran inacabables en longitud y ennúmero. Amparado por ellos había un número incontable deinvernaderos, y en el recinto formado por ellos trabajaban hombressuficientes para formar una parroquia. El general se sintió halagadopor las miradas de sorpresa de Catherine, quien a través de ellasexpresaba la profunda admiración que le suscitaban aquellos jardinessin igual. El general declaró entonces que aun cuando él no sentíaambición ni preocupación por tales cosas, debía reconocer que supropiedad no tenía rival en el reino.

—Si de algo me enorgullezco —agregó—, es de poseer unhermoso jardín. Aun cuando no soy exigente en lo que a comidas serefiere, me gusta tener buena fruta y aun cuando yo no hubieraencontrado en ello un placer especial, el deseo de halagar a mis hijosy mis vecinos habría bastado para que lo ambicionase. Admito que unjardín como éste da lugar a innumerables disgustos, pues a pesar detodo el esmero que se ponga en cultivarlo, no siempre se obtienen losfrutos deseados. Mr. Allen tropezará, sin duda alguna, con los mismosinconvenientes.

—No, señor; nada de eso. Mr. Allen no siente interés alguno en sujardín y rara vez lo visita.

El general, con una sonrisa de triunfal satisfacción, declaró que élpreferiría hacer lo mismo, ya que no conseguía entrar en el suyo sinexperimentar un disgusto, pues sus aspiraciones jamás se veíancolmadas.

—¿Cómo son los invernaderos de Mr. Allen? —preguntó elgeneral.

—Sólo tiene uno, y pequeño. En él Mrs. Allen guarda las plantasdurante el invierno; para caldearlo emplean de vez en cuando unaestufa.

—¡Qué hombre tan feliz! —exclamó el general.Después de acompañar a Catherine a cada uno de los varios

departamentos y de hacerla admirar todos los pozos hasta quedar lamuchacha rendida de tanto ver y admirar, dejó el anciano que su hijay la amiga de ésta aprovecharan la proximidad de un postigo para darpor terminada su visita a los invernaderos, y, con el pretexto deexaminar unas reformas hechas recientemente en la casa del té,propuso visitarla, siempre que Miss Morland no estuviera cansada.

—Pero ¿por dónde vas, Eleanor? ¿Por qué escoges ese caminotan frío y húmedo? Miss Morland se va a mojar. Lo mejor es que nosdirijamos hacia el parque.

—Éste es mi camino favorito —dijo Eleanor—, pero es cierto quetal vez esté húmedo.

El camino en cuestión atravesaba, dando rodeos, una espesaplantación de pinos escoceses, y Catherine, atraída por el aspecto

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misterioso y lóbrego de aquel lugar, no pudo, a pesar de ladesaprobación mostrada por el general, evitar el dar unos pasos en ladirección que deseaba. Mr. Tilney, apercibido del deseo de lamuchacha, y después de requerirle nuevamente, pero en vano, queno expusiera su salud, se abstuvo cortésmente de oponerse a suvoluntad, excusándose, sin embargo, de acompañarlas.

—El sol aún no es lo bastante fuerte para mí —dijo—. Elegiré otrocamino y luego volveremos a encontrarnos.

El general se marchó y Catherine quedó asombrada al darsecuenta del alivio que proporcionaba a su ánimo aquella breveseparación. La sorpresa y compensación experimentadas eran,felizmente, inferiores a la satisfacción que el hecho le producía, y,animada y contenta, empezó a hablar a su amiga de la gratamelancolía que le inspiraba aquel lugar.

—Sí, yo siento lo mismo —dijo Miss Tilney, y dejó escapar unsuspiro—. A mi madre le encantaba pasear por este lugar.

Era la primera vez que Catherine oía que se mencionase a Mrs.Tilney, y su rostro reflejó el interés que el recuerdo de aquella mujerprovocaba en su alma. Atenta y silenciosa esperó a que su amigareanudase la conversación.

—Yo la acompañaba a menudo en sus paseos —prosiguió Eleanor— pero entonces este lugar no me gustaba tanto como ahora. Másbien puede decirse que me sorprendía que fuese el rincón preferidode mi madre. Hoy es su recuerdo lo que me induce a tenerle talapego.

Catherine pensó que el mismo sentimiento debería despertar enel general, y sin embargo éste se había negado a pasear por allí.

Al cabo de unos segundos, en vista de que Miss Tilneypermanecía en silencio, dijo:

—Su muerte debió ser una pena terrible para usted.—Una pena enorme, que el paso de los años sólo consigue

aumentar —contestó en voz baja su amiga—. Yo no contaba más quetrece años cuando ocurrió; y si bien sentí su pérdida, la edad quetenía no me permitió darme cuenta de lo que ello suponía.

Eleanor se detuvo. Un momento después añadió con granfirmeza:

—Como usted sabe, no tengo hermanas, y aun cuando Henry yFrederick son muy cariñosos conmigo, y el primero, felizmente, pasalargas temporadas aquí en la abadía, es inevitable que, a veces, tantasoledad me resulte intolerable.

—Es natural que eche usted de menos a su hermano.—Una madre nunca me dejaría sola; una madre habría sido una

amiga constante; su influencia habría tenido una fuerza superior atodo cuanto me rodea.

—Imagino que debía de ser una mujer encantadora. ¿Hay algúnretrato suyo en la abadía? ¿Por qué mostraba tanta predilección poreste lugar? ¿Era de temperamento melancólico acaso? —preguntóCatherine precipitadamente.

La primera pregunta recibió una contestación afirmativa; lasotras, en cambio, no obtuvieron respuesta, pero ello no sirvió más

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que para aumentar el interés que la difunta señora inspiraba enCatherine. Desde luego, ésta supuso que la esposa del general habríadebido de ser muy desgraciada en su matrimonio. Mr. Tilney noparecía que se hubiera comportado como un marido cariñoso. El queno sintiese afecto alguno por el lugar predilecto de su esposa indicabadesamor hacia ella. Además, a pesar de su bello porte, había en surostro indicios de que su conducta para con su mujer no había sido laadecuada.

—Supongo —dijo Catherine sonrojándose ante su propia astucia— que el retrato de su madre estará en las habitaciones del general.

—No. Pintaron uno con intención de colocarlo en el salón, pero mipadre no quedó satisfecho con el trabajo, y por espacio de algúntiempo estuvo guardado. Después de la muerte de mi madre, yoquise conservarlo y lo mandé colocar en mi alcoba, donde tendré elgusto de enseñárselo. El parecido está bastante logrado.

Catherine quiso ver en aquellas palabras otra prueba de despegopor parte del general. Tener en tan poca estima un retrato de sudifunta esposa demostraba que no la quería ni había sido bueno conella. La muchacha ya no trató de ocultar ante sí misma lossentimientos que la actitud de Mr. Tilney habían provocado siempreen su espíritu, y que las atenciones de aquél no habían logradodisipar. Lo que antes no había sido sino antipatía y miedo se trocó enprofunda aversión. Sí, aversión. Le resultaba odiosa su crueldad paracon aquella mujer encantadora. Muchas veces había encontrado ensus libros caracteres iguales a aquél; caracteres que Mr. Allen tachabade exagerados y cuya realidad quedaba demostrada en aquel ejemploincontestable.

Acababa de resolver este punto cuando el final del camino lascondujo nuevamente a la presencia de Mr. Tilney, por lo que lamuchacha, a pesar de su indignación, se vio obligada a pasear junto aél, a escucharlo y hasta a corresponder a sus sonrisas. Sin embargo,como a partir de aquel momento no pudo hallar placer en los objetosque la rodeaban, empezó a caminar con tal lentitud que, apercibidode ello el general, y preocupado por su salud —actitud que parecía unreproche a los sentimientos que hacia él experimentaba Catherine—,se empeñó en que ambas jóvenes regresaran a la casa, con lapromesa de seguirlas un cuarto de hora más tarde.

De modo pues que se separaron nuevamente, no sin que antesEleanor recibiera de su padre la orden de no mostrar a su amiga laabadía hasta que él no estuviese de vuelta.

Catherine no pudo por menos de asombrarse ante el empeñoque ponía Mr. Tilney en demorar el placer que con tanto anheloesperaba.

Transcurrió una hora antes de que el general regresase a la casa,tiempo que Catherine empleó en consideraciones poco halagüeñaspara Mr. Tilney. La muchacha había decidido que aquellas ausenciasprolongadas, aquellos paseos solitarios, revelaban una concienciaintranquila, dominada por el remordimiento. Al fin apareció el dueñode la abadía; fueran o no lóbregos sus anteriores pensamientos, locierto es que al aproximarse a las jóvenes logró esbozar una sonrisa.

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Miss Tilney, que comprendía, al menos en parte, la curiosidad quesentía su amiga por conocer la casa, no tardó en sacar a relucirnuevamente este asunto, y su padre, que contra lo que temía yexpresaba Catherine, no tenía excusa que oponer a tal deseo, semostró dispuesto a complacerlas, no sin antes ordenar que a suregreso les fuese servido un refresco.

Se pusieron todos en marcha, asumiendo el general un aire deimportancia y una expresión de solemnidad que no podían por menosde llamar la atención y afirmar las dudas de una tan suspicaz y asidualectora de novelas como Catherine. Atravesó Mr. Tilney, seguido delas dos amigas, el vestíbulo, primero, y luego el salón de diario, parallegar por la antecámara a una habitación realmente soberbia, tantopor su tamaño como por la calidad de los muebles que albergaba.

Se trataba del salón principal, que la familia sólo utilizaba cuandorecibía visitas de la mayor importancia. Catherine, cuyos ojos apenassi acertaban a discernir la calidad y el color del raso con que estabantapizados los muebles, manifestó su admiración y declaró que aquelloera «hermoso, encantador». Pero las alabanzas de verdadero valor ysignificación surgieron de los labios del propio general. En aquelmomento la muchacha no podía apreciar el coste y la elegancia demuebles que debían de remontarse al siglo XV, por lo menos. Una vezque el general hubo satisfecho su deseo de examinar uno por unotodos los objetos que había en la habitación, pasaron a la biblioteca,una estancia de similar magnificencia que la anterior, en la quehabían sido reunidos volúmenes cuya posesión bien podríaenorgullecer al hombre de carácter más humilde. Catherine escuchó,admiró y se sorprendió tanto o más que en las ocasiones anteriores.Recogió las enseñanzas que pudo de aquel verdadero depósito desabiduría, recorriendo con la vista los títulos de los volúmenes, y semostró dispuesta a proseguir su visita; pero las habitaciones nopodían sucederse a la medida de su deseo. A pesar de ser muygrande la abadía, resultaba que ya lo conocía prácticamente todo.Cuando se enteró de que la cocina y las seis o siete habitaciones queacababa de ver comprendían tres lados del patio central, creyó quetrataban de engañarla y que habían evitado mostrarle otrasestancias, quizá secretas. Se consoló en parte cuando supo que pararegresar a las habitaciones que usaba la familia era preciso atravesarotras que aún no había visto, las cuales se comunicaban, por mediode pasillos, con el otro extremo del patio.

Se mostró muy interesada también al oír que el trozo de galeríaque cruzaron antes de llegar al salón de billar y a las habitacionesparticulares del general, que se comunicaban entre sí, fue en untiempo claustro del convento, y que en ella había todavía restos delas celdas ocupadas en tiempos por los frailes. La última habitaciónque atravesaron era la pieza destinada a Henry, y en ella hallaronropas, libros y arreos de caza que pertenecían a aquél.

A pesar de que la muchacha ya conocía el comedor, el general seempeñó en demostrar con medidas exactas la inusitada longitud delos muros. Luego pasaron todos a la cocina, que comunicaba con laestancia anterior, y que resultó ser una verdadera cocina de

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convento, de paredes macizas, ennegrecidas por el humo de siglos,provista de los necesarios adelantos modernos.

El genio reformador del general se había preocupado de instalarcuanto pudiera facilitar la labor de las cocineras. Si en algo habíafallado la inventiva de otros, él logró suplir con la suya toda escasez,consiguiendo, a fuerza de cuidar los detalles, un conjunto perfecto.

El dinero invertido en aquel rincón del edificio habría bastadopara que en otros tiempos se le hubiera calificado de generosobienhechor del convento. En los muros de la cocina acababa la parteantigua de la abadía, pues la otra ala del cuadrángulo había sidoderruida, por hallarse en estado ruinoso, por el padre del general, yéste había vuelto a construirlo.

Todo cuanto de venerable contenía la abadía terminaba allí. Lodemás no sólo era moderno, sino que demostraba serlo; y comoquiera que había sido destinada a dependencias y cocherasúnicamente, no se había creído necesario mantener en ella launiformidad arquitectónica que ofrecía el resto. Catherine habríainsultado de buena gana a quien había hecho desaparecer el trozoque sin duda había sido de mayor belleza y carácter, para lograrcondiciones más ventajosas desde el punto de vista de la economíadoméstica, y habría prescindido, si el general se lo hubiese permitido,de visitar lugares tan poco interesantes. Pero Mr. Tilney estaba tanorgulloso de la disposición y el orden de sus dependencias, yconvencido hasta tal punto de que a una joven de la mentalidad deMiss Morland no podía por menos de agradarle el que se facilitara lalabor de personas de inferior posición, que no hubo manera de evitaruna visita a aquellas dependencias. Catherine se mostró francamenteadmirada del número de instalaciones que en ellas había y de suconveniencia. Lo que en Fullerton se consideraba despensa yfregadero, era allí una serie de estancias, debidamente distribuidas yde gran comodidad. Tanto como la cantidad de habitaciones, le llamóla atención el número de criados que iban apareciendo. Pordondequiera que pasaban topaban con una doncella o con algúnlacayo que huía para no ser visto sin librea. ¿Y aquello era unaabadía? ¡Cuan lejos estaba aquel lujo de modernidad doméstica decuanto había leído acerca de las abadías y castillos antiguos, en losque, aun siendo mayores que Northanger, nunca se sabía que hubieramás de dos criadas para hacer la limpieza! Mrs. Allen siempre sehabía asombrado de que dos pares de manos fuesen capaces detanto trabajo, y cuando Catherine comprobó lo que en Northanger setenía por servicio indispensable, empezó a sentir el mismo asombro.

Volvieron al vestíbulo con el objeto de subir por la escaleraprincipal y admirar la belleza de la madera, ricamente tallada, que laornamentaba. Cuando llegaron a lo alto, se encaminaron en ladirección opuesta a la galería donde se encontraba el dormitorio deCatherine, para entrar poco después en una habitación que servíapara los mismos fines pero cuyo tamaño era el doble de aquélla. Acontinuación le fueron mostradas tres grandes alcobas con suscorrespondientes tocadores, todos ellos adornados de cuanto eldinero y el buen gusto pueden proveer.

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Los muebles, adquiridos cinco años antes, eran de extremaelegancia, pero carecían del carácter antiguo que Catherine tantoadmiraba. Cuando examinaban la última pieza, y a tiempo deenumerar los distinguidos personajes que en distintas épocas habíanocupado aquellas estancias, el general, volviéndose hacia Catherine,declaró con una sonrisa que deseaba fervientemente que sus«amigos los Fullerton» fuesen los primeros en hacer uso de ellas. Lamuchacha agradeció aquel inesperado cumplido y lamentó no podersentir estima y consideración por un hombre que tan bien dispuestose mostraba para con ella y toda su familia. Al final de la galería habíaunas puertas de doble hoja que Miss Tilney, adelantándose, abrió ytraspuso, con la evidente intención de hacer lo mismo con la primerapuerta que había a mano izquierda de la segunda galería, pero en eseinstante el general la llamó con tono perentorio y, según interpretóCatherine, con bastante mal humor, y le preguntó adonde iba y sicreía que aún quedaba allí algo por examinar.

—Miss Morland —añadió— ya ha visto cuanto vale la pena ver, yme parece que es hora de que ofrezcas a tu amiga un refresco,después de obligarla a tan prolongado y duro ejercicio.

Miss Tilney se volvió de inmediato y las puertas se cerraron antela desilusionada Catherine, que tuvo tiempo de vislumbrar un pasilloestrecho, varias puertas y algo que se le antojó una escalera decaracol, todo lo cual despertó nuevamente su curiosidad,induciéndola a pensar, mientras regresaba por la galería, que habríapreferido conocer aquella parte misteriosa de la casa antes que lashabitaciones elegantes que con tanto detenimiento le habíanenseñado. Por otra parte, el empeño que ponía el general en impedirque las visitase no hacía sino avivar aún más su interés. Catherinepensó que decididamente allí debía de haber algo que se trataba deocultar. Si bien admitía que su imaginación la había engañado antes,en esta ocasión estaba segura de que no era así. Una frase de MissTilney dirigida a su padre cuando bajaban por las escaleras le ofrecióla clave de lo que aquel «algo» podría ser:

—Pensaba enseñarle la habitación en que murió mi madre...Aquellas palabras bastaron para que Catherine hiciera toda clase

de conjeturas. No tenía nada de particular que el general huyese de lavisión de los objetos que sin duda contenía aquella habitación, en lacual, seguramente, no habría vuelto a entrar desde que en ella suesposa se liberó por fin de todo sufrimiento y sumió la conciencia deél en el más terrible de los remordimientos.

Al encontrarse nuevamente a solas con Eleanor, Catherine tratóde manifestar su deseo de conocer no sólo aquella habitación, sino elala de la casa donde se encontraba. Su amiga le prometió queintentaría complacerla tan pronto como se presentara la ocasión, y lamuchacha creyó entender por aquellas palabras que era precisoesperar a que el general se ausentara por unas horas.

—Supongo que la conservarán tal y como ella la tenía —dijoCatherine.

—Sí, exactamente igual.—¿Cuánto tiempo hace que murió su madre?

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—Nueve años.Catherine sabía que nueve años no era poco tiempo, comparado

con lo que por lo general se tardaba en arreglar la habitación ocupadapor una esposa traicionada y difunta.

—Imagino que estaría usted con ella hasta el final.—No —dijo Miss Tilney, y soltó un suspiro—. Desgraciadamente,

me hallaba lejos de casa. Su enfermedad fue repentina y de cortaduración, y antes de que yo llegase todo había terminado.

Catherine quedó de piedra ante lo que sugerían aquellaspalabras. ¿Sería posible que el padre de Henry...?

Y, sin embargo, ¿cuántos ejemplos no había para justificar lasmás terribles sospechas? Cuando aquella noche volvió a ver algeneral, cuando lo contempló mientras ella y Eleanor hacían labor,pasearse lentamente por espacio de una hora, pensativa la mirada yfruncido el entrecejo, la muchacha no pudo por menos de reconocerque sus sospechas no eran descabelladas. Aquella actitud era dignade un Montoni. Revelaba la tétrica influencia del remordimiento en unespíritu no del todo indiferente al evocar escenas que suscitaban unadolorosa culpabilidad. ¡Desgraciado señor...! La ansiedad que en elánimo de la muchacha producían aquellas ideas la obligó a levantarlos ojos con tal insistencia hacia el general, que acabó por llamar laatención de Miss Tilney.

—Mi padre —le dijo ésta en voz baja— suele pasear así por lahabitación. Su silencio no tiene nada de extraño.

Tanto peor, pensó Catherine.Aquel ejercicio tan inusual, unido a la extraña afición de pasear

por las mañanas, indicaban algo tan anormal como inquietante.Después de una velada cuya monotonía y aparente duración

pusieron de manifiesto la importancia y significación de la presenciade Henry, Catherine celebró verse relevada de su puesto deobservación por una mirada que el general lanzó a su hija cuandocreía que nadie lo veía, y que llevó a Eleanor a tirar apresuradamentedel cordón de la campanilla. Acudió poco después el mayordomo;pero al pretender encender la bujía de su amo, éste se lo impidió,diciendo que no pensaba retirarse aún.

—Tengo unos textos que leer antes de acostarme —dijodirigiéndose a Catherine— y es posible que muchas horas después deque usted se haya entregado al sueño yo siga ocupado en interés dela nación. Mientras mis ojos trabajan para el bien de mi prójimo, lossuyos se preparan, descansando, para emprender nuevas conquistas.

Pero ni la referencia a los textos ni el magnífico cumplido de quela hizo objeto lograron convencer a Catherine de que era el trabajo loque prolongaba la vigilia del general aquella noche. No era creíbleque un estúpido panfleto lo obligara a velar después de que todos enla casa se hubieran acostado. Sin duda existía otro motivo más serio...Quizá la obligación de hacer algo que no podía llevarse a cabo másque cuando la familia dormía para que nadie se enterara. De pronto,Catherine concibió la idea de que Mrs. Tilney aún vivía. Sí, vivía, y pormotivos desconocidos la mantenían encerrada. Sin duda, las manoscrueles de su marido debían de llevarle cada noche el sustento

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necesario para prolongar su existencia. A pesar de lo espantoso deaquella suposición, a la muchacha se le antojaba más aceptable quela de una muerte prematura. Por lo menos admitía la esperanza y laposibilidad de una liberación. Aquella repentina y supuestaenfermedad en ausencia de los hijos de la infortunada mujer quizáhubiese facilitado el cautiverio de ésta. En cuanto a la causa y elorigen, quedaban por averiguar. Tal vez el motivo fuesen los celos, oun sentimiento de deliberada crueldad.

Mientras al desvestirse Catherine reflexionaba en estas ideas, sele ocurrió de repente que tal vez aquella misma mañana hubiesepasado junto al lugar en que se hallaba recluida la pobre señora.Quizá por un instante se halló a corta distancia de la celda dondelanguidecía secuestrada. ¿Qué otro lugar de la abadía podía ser másadecuado que aquél para llevar a cabo tan nefasto proyecto? Recordólas misteriosas puertas que había visto en el pasillo; el general nohabía querido explicar su finalidad. ¿Quién sabía adonde conducían?Se le ocurrió también, en apoyo de la posibilidad de semejanteconjetura, que la galería donde estaban situadas las habitaciones dela desgraciada Mrs. Tilney debía de estar —si la memoria deCatherine no andaba descaminada— encima precisamente de lasviejas celdas, y si la escalera que había junto a dichas habitaciones secomunicaba de algún modo secreto con las celdas, era evidente queesto habría favorecido los bárbaros planes de aquel hombre sinconciencia. Por aquella misma escalera tal vez hubiese sidoconducida la víctima en un estado de premeditada insensibilidad.

Catherine se asustaba a veces de su propia osadía, en tanto queotras deseaba estar equivocada en sus suposiciones; pero lasapariencias favorecían de tal manera sus conjeturas, que le eraimposible desecharlas por absurdas e infundadas.

Como quiera que el ala donde suponía que estaba encerrada Mrs.Tilney se hallaba enfrente mismo de la galería, junto a su propiahabitación, pensó que si ella extremaba su vigilancia quizáconsiguiese ver por entre las rendijas de las ventanas algún rayo deluz de la lámpara que seguramente llevaría el general cuando visitabaa su esposa en su prisión. Animada por tal idea, Catherine salió pordos veces de su cuarto y se asomó a la ventana de la galería. No vionada. Las ventanas permanecían a oscuras. Evidentemente aún eratemprano. Varios sonidos apagados le hicieron suponer que laservidumbre aún permanecía levantada. Pensó que hasta lamedianoche sería inútil asomarse, pero en cuanto diera esa hora ytodo estuviera en silencio, ella, si la extrema oscuridad no le causabatemor, ocuparía nuevamente aquel puesto de observación. Sinembargo, cuando en el reloj sonó la medianoche, Catherine llevabamedia hora dormida...

Al día siguiente no se presentó la ocasión de realizar laproyectada visita a aquellas misteriosas habitaciones. Era domingo, ylas horas que dejaban libres los oficios religiosos fueron empleadas, arequerimiento del general, bien para pasear y hacer ejercicio fuera dela casa, bien para comer fiambres dentro de ella. No obstante laprofunda curiosidad que Catherine sentía, su valor no llegaba al

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extremo de inspeccionar tan tétricos lugares después de comer, a laluz tenue del atardecer, ni a los más potentes, pero también mástraicioneros, rayos de una lámpara. Aquel día no hubo, pues, detallealguno de interés que señalar, aparte de la contemplación delelegante monumento elevado en la iglesia parroquial a la memoria deMrs. Tilney, situado precisamente enfrente del banco que la familiaocupaba durante los oficios. Catherine no podía apartar la mirada dela lápida en que había sido grabado un extenso y laudatorio epitafioen honor de la pobre mujer. La lectura de las virtudes atribuidas a ladifunta por el esposo, que, de una forma u otra, había contribuido asu destrucción, afectó a la muchacha hasta el punto de hacerladerramar lágrimas.

Tal vez no debiera parecer extraño que el general, después deerigir aquel monumento, encontrase natural tenerlo ante sícontinuamente, pero Catherine encontró sencillamente asombrosoque el padre de su amiga tuviera la osadía de mantener su actitudautoritaria, su acostumbrada altivez, frente a tal recuerdo. Cierto quepodían aducirse, en explicación de este hecho, muchos casos deseres endurecidos por la iniquidad. Catherine recordaba haber leídoacerca de más de una docena de criminales que habían perseveradoen el vicio y habían pasado, de crimen en crimen, asesinando a quiense les antojaba, sin sentir el menor remordimiento, hasta que unamuerte violenta o una reclusión religiosa ponía fin a su demencial ydesenfrenada carrera. Por lo demás, la visión del monumento nopodía, en modo alguno, disipar las dudas que sobre la pretendidamuerte de Mrs. Tilney sustentaba. Como tampoco habría podidoafectarla el que se la hubiese hecho bajar al mausoleo familiar dondese suponía que descansaban las cenizas de la muerta. Catherinehabía leído demasiado para no estar enterada de la facilidad con queuna figura de cera puede ser introducida en un féretro y la aparienciade realidad que puede ofrecer un entierro simulado.

La mañana siguiente se presentó más prometedora. El paseomatutino del general, tan inoportuno desde cierto punto de vista,favorecía, sin embargo, los planes de Catherine, quien una vez que sehubo cerciorado de la ausencia del dueño de la casa, propuso a MissTilney la realización de su proyectada visita al resto del edificio.Eleanor se mostró dispuesta a complacerla, y tras recordarle su amigaque además le había hecho otro ofrecimiento, se dispuso a enseñarle,en primer lugar, el retrato de su madre que guardaba en la alcoba. Elcuadro representaba a una mujer bellísima, de rostro sereno ypensativo, y justificó en parte la curiosidad y la expectación deCatherine. Ésta, sin embargo, se sintió algo defraudada, pues habíadado por seguro que las facciones y el aspecto general de la difuntaserían iguales a los de Henry o a los de Eleanor. Todos los retratos quehabía visto descritos en las novelas señalaban una notable semejanzaentre las madres y los hijos.

Una vez hecho el retrato, el mismo rostro seguía repitiéndose degeneración en generación. En éste, en cambio, no había posibilidadde encontrar parecido alguno con el resto de la familia. A pesar déello, Catherine contempló el cuadro con profunda emoción y no se

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habría marchado de allí de no atraerle otro interés más absorbenteque aquél.

La agitación que experimentó al entrar en la galería fuedemasiado intensa para que pudiese hablar con naturalidad. Demodo, pues, que se contentó con mirar fijamente a su amiga. El rostrode Eleanor revelaba tristeza y entereza a la vez, lo cual demostrabaque estaba acostumbrada a contemplar los tristes objetos en cuyabusca iban. Una vez más traspuso Miss Tilney la puerta fatal, una vezmás asieron sus manos aquel imponente tirador. Catherine,conteniendo la respiración, se volvió para cerrar la puerta, cuando porel extremo opuesto de la galería vio aparecer la temida figura delgeneral. Casi al mismo tiempo resonó en la galería la voz estentóreade éste: «Eleanor.» Fue la primera señal que la hija tenía de la súbitapresencia de su padre, y el terror de Catherine aumentó. El primerimpulso instintivo de ésta fue ocultarse, pero era absurdo suponerque el anciano no la había visto. Así, cuando su amiga, lanzándoleuna mirada de disculpa, se apresuró a ir al encuentro de su padre,Catherine echó a correr hacia su cuarto, y una vez en él se preguntósi llegaría a encontrar el valor suficiente para salir de allí. Presa deuna terrible agitación, permaneció encerrada cerca de una hora.Pensó con profunda conmiseración en su amiga, segura de que de unmomento a otro recibiría un furioso aviso del general obligándola acomparecer ante él. El aviso no llegó, sin embargo, y al cabo de lahora, tras advertir que un coche se aproximaba a la casa, resolvióbajar y presentarse ante Mr. Tilney, al amparo de quienquiera quehubiese llegado. El saloncito donde habían almorzado estaba lleno degente, y el general se apresuró a presentar a Catherine a susamistades como amiga de su hija, disimulando de modo tan perfectosu supuesto enojo, que la muchacha se sintió libre por el momento detodo peligro. Eleanor, con una presencia de espíritu que revelaba lomucho que le preocupaba el buen nombre de su padre, aprovechó laprimera ocasión para disculpar la interrupción de que habían sidoobjeto, diciéndole:

—Mi padre me llamó porque quería que escribiese una carta.Catherine deseó profundamente que su presencia en la galería

hubiese pasado inadvertida para el general, o que éste quisiera, poralgún oculto motivo, que ella lo pensase. Con la confianza puesta enello, encontró valor para permanecer en la habitación después de quelas visitas se hubiesen marchado, y no ocurrió nada que la hicieraarrepentirse de ello. Pensando en los acontecimientos de aquellamañana, decidió hacer el próximo intento de reconocimiento yobservación completamente sola. Sería mejor, en todos los sentidos,que Eleanor no supiese nada del asunto. No sería digno de una buenaamiga exponer a la hija del general al peligro de una segundasorpresa u obligarla a visitar una estancia que le producía unprofundo pesar. La furia de Mr. Tilney no podía, al fin y al cabo,afectarla a ella de la misma manera que a Miss Tilney. Pensó, además,que sería mejor y más cómodo llevar a cabo su inspección sintestigos, ya que le resultaba imposible explicarle a Eleanor cuáleseran las sospechas que abrigaba. Miss Tilney ignoraba, por lo visto, la

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existencia de éstas, y Catherine no podía buscar delante de ella laspruebas de la culpabilidad del general, que si hasta entonces habíanpermanecido ocultas, no tardarían en salir a la luz. Quizá talespruebas condenatorias consistieran en fragmentos de un diario,último confidente de las impresiones de la desdichada víctima.

Catherine ya conocía el camino que conducía a las habitacionesde Mrs. Tilney, y como quiera que deseaba visitarlas antes de queHenry regresase al día siguiente, no había tiempo que perder. El solbrillaba esplendoroso. Ella se sentía llena de valor; bastaría con quese retirase, con la excusa de cambiarse de ropa, media hora antesque de costumbre.

Así lo hizo, y al fin se encontró sola en la galería antes de quehubieran terminado de dar la hora los relojes de la casa. No habíatiempo que perder. A toda prisa, sin hacer ruido ni detenerse paramirar o respirar siquiera, se encontró ante la puerta que buscaba. Lacerradura cedió sin hacer, por fortuna, ningún sonido alarmante. Depuntillas entró en la habitación, pero pasaron algunos minutos antesde que lograra proseguir su examen. Algo la obligó a detenerse, fija lamirada. Vio un aposento grande, una hermosa cama, cuidadosamentedispuesta, una estufa Bath, armarios de caoba y sillas hermosamentepintadas sobre las que caían los rayos del sol poniente, que se filtrabapor las dos ventanas. Catherine había supuesto que al entrar en aquellugar experimentaría una intensa emoción, y así era, en efecto. Lasorpresa primero, luego la duda, embargaron su espíritu. A estassensaciones siguió una punzada de sentido común que provocó en suánimo un amargo sentimiento de vergüenza. No se había equivocadorespecto a la situación de aquella estancia, pero se había equivocadode medio a medio en lo que de él había supuesto y las palabras deMiss Tilney la habían inducido a imaginar... Aquella habitación, a laque había atribuido una fecha de construcción tan remota y unsignificado tan espantoso, era un dormitorio moderno y pertenecía alala del edificio que el padre del general había mandado reedificar.Dentro había dos puertas, las cuales, sin duda, conducían al tocador yal cuarto de vestir, pero Catherine no sintió deseos de abrirlas. ¿Acasoguardaban el velo que por última vez había llevado Mrs. Tilney, ellibro cuyas páginas había leído antes de que llegase el final, mudostestigos de lo que nadie se atrevía a revelar?

No, ciertamente. Fueran cuales fueren sus crímenes, el generalera demasiado astuto para permitirse el menor descuido que pudieradelatarlo. Catherine estaba cansada de explorar y todo cuantodeseaba era hallarse a salvo en su habitación y ocultar a los ojos delmundo que había cometido un error. A punto estaba de retirarse conla misma cautela con que había entrado, cuando un ruido de pasos laobligó a detenerse, temblorosa. Pensó que sería sumamentedesagradable dejarse sorprender por alguien, aunque fuese un criado,en aquel lugar, y si ese alguien era el general —que solía presentarseen los momentos más inoportunos— mucho peor. Aguzó el oído; elruido había cesado, y Catherine abandonó a toda prisa la habitacióncerrando la puerta tras de sí. En aquel momento oyó que en el piso deabajo se abría una puerta y que alguien subía rápidamente por las

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escaleras. Se sintió sin fuerzas para moverse. Con un sentimiento detemor incontrolable fijó la vista en la escalera, y pocos minutodespués apareció en ella Henry.

—¡Mr. Tilney! —exclamó ella con tono de asombro.Él la miró sorprendido.—¡Por Dios Santo! —prosiguió Catherine, sin atender a lo que su

amigo pretendía decirle—. ¿ Cómo ha llegado usted hasta aquí? ¿Porqué ha subido por esas escaleras?

—¿Que por qué he subido por esas escaleras? —replicó Henry,cada vez más azorado—. Pues porque es el camino más corto parallegar a mi habitación desde las cocheras. Además, ¿por qué no habíade hacerlo?

Catherine se serenó y, ruborizándose, no supo qué contestar.Henry la miraba fijamente, a la espera de encontrar en el rostro

de la muchacha la explicación que sus labios no sabían formular.Catherine se encaminó hacia la galería.—Y... ¿me permite que le pregunté qué hacía usted aquí? —

continuó Henry—. Tan extraño es elegir este pasillo para ir desde elcomedor a sus habitaciones como pueda serlo subir por esa escalerapara pasar desde la cuadra a mis aposentos.

—Vengo —explicó Catherine bajando los ojos— de echar unvistazo al dormitorio de su madre.

—¡El dormitorio de mi madre! Pero ¿hay algo de extraordinarioque ver en él?

—No, nada. Yo creí que usted no regresaba hasta mañana...—Cuando me marché así lo creía, pero hace tres horas me

encontré con que no tenía nada que me detuviera. Está usted pálida.Mucho me temo que mi aparición la ha alarmado. Sin duda usted nosabía... que esto comunicaba con las dependencias.

—No, no lo sabía. Ha elegido un día hermoso para regresar.—Sí, mucho; pero ¿cómo la deja Eleanor recorrer sola las

habitaciones de la casa?—No, no, ella me la mostró el sábado pasado; nos restaba visitar

esas habitaciones, pero... su padre de usted estaba con nosotras.—¿Y se opuso? —preguntó Henry mirándola fijamente, y sin

esperar respuesta, añadió—: ¿Ha examinado usted todas lashabitaciones de ese pasillo?

—No... Sólo pretendía ver... Pero... debe de ser muy tarde,¿verdad? Es preciso que vaya a vestirme.

—No son más que las cuatro y cuarto —dijo él enseñando su reloj—, y no está usted en Bath. Aquí no necesita prepararse para ir alteatro o al casino. En Northanger puede usted arreglarse en mediahora.

Catherine no podía negar que así era, y hubo de resignarse adetener su marcha, aun cuando el miedo a que Henry insistiera ensus preguntas despertó por primera vez en su alma deseos desepararse de su lado. Juntos echaron a andar por la galería.

—¿Ha recibido usted alguna carta de Bath desde mi partida? —inquirió el joven.

—No, y la verdad es que me sorprende. ¡Isabella me prometió

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fielmente que lo haría de inmediato!—¿Que se lo prometió fielmente? ¿Y qué entiende usted por una

promesa fiel? Confieso que no lo entiendo. He oído hablar de unhecho realizado con fidelidad, pero ¿una promesa? ¿Fidelidad en elprometer? De todos modos no merece la pena que lo averigüemos, yaque tal promesa no ha hecho más que desilusionarla a usted yapenarla. ¿Le ha gustado la habitación de mi madre? Amplia y alegre,y el tocador bien dispuesto. Para mi gusto, es el mejor aposento de lacasa, y me sorprende un poco el que Eleanor no lo aproveche para suuso. Supongo que ella la enviaría a usted a que lo viera.

—No...—¿Ha venido usted por iniciativa propia, entonces?Catherine no respondió, y después de un breve silencio, durante

el cual Henry la observó atentamente, él añadió:—Como en esas habitaciones no hay nada capaz de despertar su

curiosidad, supongo que la visita ha obedecido a un sentimiento derespeto provocado por el carácter de mi madre, y que, descrito porEleanor, seguramente hará honor a su memoria. No creo que elmundo haya conocido jamás una mujer más virtuosa, pero no siemprela virtud logra despertar tan profundo interés como el que al parecerha despertado en usted. Los méritos sencillos y puramentedomésticos de una persona a la que jamás se ha visto no suelen crearternura tan ferviente y venerable como la que evidentemente la haanimado a usted a hacer lo que ha hecho. Está claro que Eleanor leha hablado a usted mucho de... ella.

—Sí, mucho. Es decir..., mucho no, pero lo que dijo me resultósumamente interesante. Su muerte repentina —estas palabras fueronpronunciadas muy lentamente y con titubeos—, la ausencia deusted..., de todos en aquellos momentos. El hecho de que su padre,según creí deducir, no la amaba mucho...

—Y de tales circunstancias —contestó él mirándola a los ojos—usted ha inferido que tal vez hubiese existido alguna... negligencia.

Catherine sacudió instintivamente la cabeza.—O quizá algo más imperdonable aún.La muchacha levantó los ojos hacia Henry y lo miró como jamás

había mirado a nadie.—La enfermedad de mi madre —prosiguió él— fue, en efecto,

repentina. El mal que provocó su fin, una fiebre biliosa motivada poruna causa orgánica, hacía tiempo que había hecho presa en ella. Altercer día, y tan pronto como se la pudo convencer de la necesidadde ponerse en manos de un médico, fue asistida por unorespetabilísimo, digno de nuestra confianza. Al advertir éste lagravedad de mi madre, llamó a consulta para el día siguiente a otrosdos doctores, y los tres estuvieron atendiéndola sin separarse de sulado por espacio de veinticuatro horas. A los cinco días de declararseel mal, falleció. Durante el progreso de la enfermedad, Frederick y yo,que estábamos en la casa, la vimos repetidas veces y fuimos testigosde la solicitud y atención de que fue objeto por parte de quienes larodeaban y querían y de las comodidades que su posición social lepermitía. La pobre Eleanor estaba ausente, y tan lejos que no tuvo

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tiempo de ver a su madre más que en el ataúd.—Pero ¿y su padre? —preguntó Catherine—. ¿Se mostró afligido?—Por espacio de un tiempo, mucho. Se ha equivocado usted al

suponer que no amaba a mi madre. Le profesaba todo el cariño deque era capaz su corazón... No todos, bien lo sabe usted, tenemos lamisma ternura de sentimientos, y no he de negar que durante su vidaella tuvo mucho que sufrir y soportar, pero, aun cuando el carácter demi padre fue en muchas ocasiones causa de sufrimiento para ella,jamás la ofendió ni molestó a sabiendas. La admiraba sinceramente, ysi bien es cierto que el dolor que le produjo su muerte no fuepermanente, tampoco puede negarse que ese dolor existiera.

—Lo celebro —dijo Catherine—. Habría sido terrible que...—Pero por lo que deduzco, usted había supuesto algo tan

extraño y horrendo que apenas si encuentro palabras paraexpresarlo... Querida Miss Morland, considere la naturaleza de lassospechas que ha estado abrigando... ¿Sobre qué hechos se fundan?Piense en qué país y en qué tiempo vivimos. Tenga presente quesomos ingleses y cristianos. Recapacite acerca de lo que ocurre entorno a nosotros. ¿Es acaso la educación que recibimos unapreparación para cometer atrocidades? ¿Lo permiten nuestras leyes?¿Podrían ser perpetradas y no descubrirse en un país como éste, en elque es tan general el intercambio social y literario, en el que todosestamos rodeados por espías voluntarios y donde los periódicos sacantodos los acontecimientos a la luz? Querida Miss Morland, ¿qué ideasha estado usted alimentando?

Habían llegado al final de la galería, y Catherine, confusa y conlos ojos llenos de lágrimas, echó a correr hacia su habitación.

Las ilusiones románticas de Catherine quedaron destruidasdespués de aquel incidente. Las breves palabras de Henry le habíanabierto los ojos, haciéndole comprender lo absurdo de sussuposiciones. Se sentía profundamente humillada. Lloróamargamente. No sólo había perdido su propia estima, sino la deHenry. Su locura, que ahora se le antojaba criminal, había quedadodescubierta. Su amigo seguramente la despreciaría. ¿Acaso podríaperdonar la libertad que en su imaginación se había tomado con elbuen nombre de su padre? ¿Olvidaría alguna vez su curiosidadabsurda y sus temores? Sintió un odio inexplicable contra sí misma.Henry le había mostrado, o al menos así le había parecido a ella,cierto afecto antes de lo ocurrido aquella mañana fatal, pero ahoraya... Catherine se dedicó por espacio de media hora a atormentarsede todas las maneras posibles, y a las cinco bajó, con el corazóndeshecho, al comedor, donde apenas logró contestar a las preguntasque acerca de su salud le formuló Eleanor. Henry se presentó pocodespués, y la única diferencia que la muchacha observó en suconducta fue que se mostró más pródigo en atenciones para con ella.Jamás se había encontrado tan necesitada de consuelo, y felizmenteHenry se había dado cuenta de ello.

Transcurrió la velada sin que aquella tranquilizadora cortesíavariara en absoluto, y al fin Catherine logró disfrutar de ciertamoderada felicidad. Por supuesto, no podía olvidar lo pasado, pero

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comenzó a sentir esperanzas de que, puesto que aparte de Henrynadie se había enterado de lo ocurrido, él tal vez se decidiera aproseguir con sus muestras de amistad y aprecio.

Sus pensamientos se hallaban embargados por el recuerdo de loque a impulsos de un infundado temor había sentido y pensado.Quizá cuando lograra serenarse su espíritu comprendiese que todoello era resultado de una ilusión creada por ella misma y fomentadapor circunstancias en sí insignificantes pero cuya imaginación,predispuesta al miedo, había exagerado. Su mente había utilizadocuanto la rodeaba para infundir las sensaciones de temor quedeseaba experimentar aun antes de entrar en la abadía.

¿Acaso ella misma no se había preparado una sensacionalentrada en Northanger? Mucho antes de salir de Bath se había dejadodominar por su afición a lo romántico, a lo inverosímil. En unapalabra, todo lo ocurrido podía atribuirse a la influencia que en suespíritu habían ejercido ciertas lecturas románticas, de las que tantogustaba. Por encantadores que fueran los libros de Mrs. Radcliffe y lasobras de sus imitadores, justo era reconocer que en ellos no seencontraban caracteres, tanto de hombres como de mujeres, comolos que abundaban en las regiones del centro de Inglaterra. Tal vezfueran fiel reflejo de la vida en los Alpes y los Pirineos, con todos susvicios y su misterio; quizá revelaran exactamente los horrores que,según en tales obras se demostraba, fructificaban en Italia, en Suiza yen el sur de Francia. Catherine no se atrevía a dudar de la veracidadde la autora más allá de lo que a su propio país se refería, y si lahubieran apurado, ni siquiera habría salvado a las regiones másapartadas de éste. Pero en el centro de Inglaterra no cabía suponerque, dadas las costumbres del país y de la época, no estuvieragarantizada la vida de una esposa aun cuando su marido no laamase. Allí no se toleraba el asesinato, ni los criados eran esclavos, nipodía uno procurarse de un boticario cualquiera el veneno necesariopara matar a alguien, ni siquiera daban facilidades para obtener unasencilla adormidera como el ruibarbo. En los Alpes y los Pirineos quizáno existieran caracteres que fuesen el fruto de la mezcla detendencias. Los que no se conservaban puros como los mismísimosángeles tal vez pudiesen desarrollar inclinaciones verdaderamentesatánicas. Pero en Inglaterra no sucedía nada de eso. Entre losingleses, o por lo menos así lo creía Catherine, se observaba unacombinación, a veces bastante desigual, de bien y de mal.Apoyándose en tales convicciones, se dijo que no le sorprendería si alcabo de un tiempo el carácter de Henry y Eleanor Tilney dabamuestras de alguna imperfección, y así acabó por persuadirse de queno debía preocuparle el haber adivinado algunos defectos en lapersonalidad del general, pues si bien quedaba libre de las injuriosassospechas que ella siempre se avergonzaría de haber abrigado haciaél, no era un hombre que, estudiado con detenimiento, pudieraconsiderarse ejemplo de caballerosa amabilidad.

Una vez serena en lo que a estos puntos se refería, y firmementeresuelta a juzgar y obrar de allí en adelante con tino y prudencia,Catherine pudo perdonarse a sí misma por sus pasadas faltas y

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dedicarse a ser completamente feliz. Por otra parte, la manoindulgente del tiempo la ayudó en gran medida, llevándolagradualmente a nuevas evoluciones en el transcurso de otro día. Laactitud de Henry fue en extremo beneficiosa, pues con generosidad ynobleza sorprendentes se abstuvo de aludir a cuanto había ocurrido, ymucho antes de lo que ella hubiera supuesto posible, recuperó unatranquilidad absoluta que le permitió gozar nuevamente de la grataconversación de su amigo. Bien pronto las preocupaciones de la vidadiaria sustituyeron a las ansias de aventura. Aumentaron también susdeseos de tener noticias de Isabella. Se sintió impaciente por saberqué ocurría en Bath, si los salones estaban concurridos y, sobre todo,si seguían las relaciones de Miss Thorpe con su hermano. Catherineno tenía otro medio de información que la propia Isabella, pues Jamesle había advertido que no la escribiría hasta regresar a Oxford, y Mrs.Allen le había ofrecido hacerlo después de volver a Fullerton. Isabella,en cambio, había prometido repetidas veces escribirle, y su amiga eratan escrupulosa, por lo general, en cumplir con sus promesas, queaquel silencio no podía por menos de resultar extraño. Por espacio denueve mañanas consecutivas Catherine se asombró ante la repeticiónde un desengaño que cada día parecía más severo. A la décimamañana, y en el momento de entrar en el comedor, lo primero queobservó fue una carta que Henry se apresuró a entregarle. Ella le diolas gracias con tanto entusiasmo y gratitud como si hubiese sido élquien la había escrito.

—Es de James —dijo Catherine mientras la abría. La cartaprocedía de Oxford y su contenido era el siguiente:

Querida Catherine:Aun cuando sólo Dios sabe el trabajo que en estos días

me cuesta escribir, creo que es mi deber advertirte queentre Miss Thorpe y yo todo ha terminado. Ayer me separéde ella, salí de Bath y estoy decidido a no volver a verlamás. No quiero entrar en detalles, que sólo servirían paraapenarte. Antes de que transcurra mucho tiempo sabrás,por otros, a quién puedes responsabilizar de lo ocurrido, decuanto me sucede, y no dudo que entonces comprenderásque tu hermano no ha sido culpable de otro delito que el decreer que su amor era correspondido. Gracias al cielo, mehe desengañado a tiempo. Pero el golpe es terrible.Después de haber obtenido el consentimiento de mi padre...Pero no quiero hablar más de ello. Esa mujer ha labrado midesgracia... No me prives de tus noticias, mi queridaCatherine. Mi «única» amiga en cuyo cariño solamentepuedo confiar ya. Espero que tu estancia en Northangerhabrá terminado antes de que el capitán Tilney notifiqueoficialmente sus relaciones, pues tu situación en tal casosería muy desagradable. El pobre Thorpe está en Londres.Temo verlo. Sufrirá mucho a causa de lo ocurrido. Le heescrito, así como a mi padre. Lo que más me duele es ladoblez, la falsedad de que ella ha dado pruebas hasta el

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último momento. Me aseguró que me quería y se rió de mistemores. Siento vergüenza de haber sido tan débil, peroeran tantas las razones que me inducían a creer que mequería... Hoy mismo no acierto a comprender, por qué hizolo que hizo. Para asegurar el cariño de Tilney no era precisojugar con el mío. Nos separamos al fin por mutuoconsentimiento. Ojalá nunca la hubiese conocido. Para mí,jamás habrá otra mujer como ella. Cuídate y desconfía, miquerida Catherine, de quien pretenda robarte el corazón.

Tuyo siempre...

La muchacha no llevaba leídas más de tres líneas de aquellacarta cuando su rostro demudado y las exclamaciones de asombro ypesar que dejó escapar revelaron a quienes la rodeaban que estabatomando conocimiento de alguna noticia desagradable. Henry, que noapartaba los ojos de ella, advirtió que el final de la lectura le producíauna impresión aún más triste. La aparición del general, sin embargo,impidió al joven demostrar su preocupación. Todos se disponían, pues,a almorzar, pero a Catherine le resultaba completamente imposibleprobar bocado. Tenía los ojos arrasados en lágrimas. Tan prontodejaba la carta sobre su falda como la escondía en su bolsillo.Realmente, no se daba cuenta de lo que hacía. Afortunadamente, elgeneral estaba tan ocupado tomando su cacao y leyendo el periódicoque no tenía tiempo de observarla; pero para los dos hermanos nopodía pasar inadvertida aquella intensa inquietud. Tan pronto comoCatherine se atrevió a levantarse de la mesa, corrió hacia su cuarto,pero las doncellas estaban arreglándolo, por lo que no tuvo másremedio que bajar de nuevo. Entró, buscando soledad, en el salón yhalló en él a Henry y Eleanor, que se habían refugiado allí para charlara solas de ella precisamente. Al verlos, Catherine retrocedió,excusándose, pero los dos hermanos la obligaron con cariñosainsistencia a que volviera y se retiraron, después de que Eleanor leexpresara su deseo de ayudarla y consolarla.

Tras entregarse plenamente por espacio de media hora areflexionar sobre los motivos de su aflicción, Catherine se sintió lobastante animada para ver nuevamente a sus amigos. No sabía siconfiarles los motivos de su preocupación, y decidió, al fin, que si lehacían alguna pregunta les dejaría entrever, por medio de una leveindirecta, lo ocurrido, pero nada más. Exponer la conducta de unaamiga como Isabella a personas cuyo hermano había mediado en eldesagradable asunto se le antojó por demás desagradable. Pensó quetal vez fuera más prudente evitar toda explicación. Henry y Eleanorestaban solos en el comedor cuando Catherine entró, y ambos lamiraron atentamente mientras se sentaba a la mesa. Después de unbreve silencio, Eleanor preguntó:

—Espero que no haya recibido malas noticias de Fullerton. ¿Algúnmiembro de su familia está enfermo?

—No —contestó Catherine, y dejó escapar un suspiro—. Todosestán bien. La carta me la ha enviado mi hermano desde Oxford.

Por espacio de unos minutos nadie pronunció palabra. Luego la

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muchacha, con voz velada por la emoción, agregó:—Creo que en mi vida volveré a desear recibir más cartas.—Lo lamento —dijo Henry al tiempo que cerraba el libro que

acababa de abrir—. Si yo hubiese sospechado que esa carta podíacontener alguna noticia desagradable para usted no se la habríaentregado de tan buen grado.

—Contenía algo peor de lo que usted y todos podrían imaginar. Elpobre James es muy desgraciado. Pronto conocerán ustedes elmotivo.

—De todos modos, será un consuelo para él saber que tiene unahermana tan bondadosa y que se preocupa tanto por él —dijo Henry.

—Debo hacerles una petición —solicitó poco después Catherine,evidentemente turbada—. Les ruego que me avisen si su hermanopiensa venir, para que yo pueda irme antes de su llegada.

—¿Se refiere usted a Frederick?—Sí... Sentiría profundamente tener que marcharme, pero ha

ocurrido algo que me imposibilitaría permanecer siquiera unmomento bajo el mismo techo que el capitán Tilney.

Eleanor, cada vez más sorprendida, suspendió su labor paramirar a su amiga; en cambio, Henry empezó desde aquel momento asospechar la verdad, y de sus labios escaparon unas palabras entrelas que se destacó el nombre de Miss Thorpe.

—¡Qué perspicaz es usted! —exclamó Catherine—. ¿Será posibleque haya adivinado...? Y, sin embargo, cuando hablamos de ello enBath estaba usted muy lejos de pensar que esto terminaría tal y comolo ha hecho. Ahora me explico por qué Isabella no me escribía. Harechazado a mi hermano y piensa casarse con el capitán. ¿Seráposible tanta falsedad, tanta inconstancia y tan inexplicable maldad?

—Espero que, por lo que a Frederick respecta, no sean exactaslas noticias que usted ha recibido. Sentiría que hubiera sidoresponsable del desengaño que sufre Mr. Morland. Por lo demás, nocreo probable que llegue a contraer matrimonio con Miss Thorpe. Eneste punto, por lo menos, no debe usted de estar bien enterada.Lamento lo ocurrido por Mr. Morland; siento que una persona tanallegada a usted tenga que pasar por semejante trance, pero lo quemás me sorprendería en este asunto es que Frederick se casara conesa señorita.

—Pues, a pesar de todo, es cierto. Lea usted la carta de James ylo comprobará. Pero, no, espere... —Catherine se sonrojó al recordarlo que su hermano le decía en la última línea de su carta.

—Si no le molesta, lo mejor sería que usted misma nos leyese lospárrafos que se refieren a mi hermano.

—No, no; léala usted —insistió Catherine, cuyos pensamientosestaban cada vez más claros y se sonrojaba sólo de pensar quemomentos antes se había sonrojado—. Es que James quiereaconsejarme...

Henry cogió la misiva con gesto de satisfacción y, después deleerla atentamente, se la devolvió, diciendo:

—Tiene usted razón. Y créame que me apena. Claro queFrederick no será el primer hombre que muestre al elegir esposa

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menos sentido común de lo que su familia desearía. Por mi parte, noenvidio su situación, tanto en calidad de hijo como de marido.

Miss Tilney, a instancias de Catherine, leyó luego la carta y, trasexpresar la preocupación y la sorpresa que su lectura le producían, sedispuso a interrogar a su familia acerca de la fortuna y las relacionesde familia de Miss Thorpe.

—Su madre es bastante buena persona —respondió Catherine.—¿Cuál es la profesión de su padre?—Según tengo entendido, era abogado. Viven en Pulteney.—¿Se trata de una familia rica?—No lo creo. Isabella, por lo menos, no tiene nada; pero eso,

tratándose de una familia como la de ustedes, no tiene importancia.¡El general es tan generoso...! El otro día me aseguraba que por loúnico que apreciaba el dinero era porque con él podía lograr lafelicidad de sus hijos.

Los hermanos se miraron por un instante.—Pero ¿cree usted que sería asegurar la felicidad de Frederick

permitir que contrajese matrimonio con esa chica? —preguntó acontinuación Eleanor.

—Por lo que vemos, se trata de una mujer sin principios. De otromodo, no se habría comportado como lo ha hecho. ¡Qué extrañaobsesión la de Frederick! ¡Comprometerse con una chica quequebranta un compromiso adquirido voluntariamente con otrohombre! ¿Verdad que es inconcebible, Henry? ¡Frederick, que siemprese mostró tan ducho en asuntos de amor! ¿Acaso creía que no habíaen el mundo mujer más digna de su cariño?

—Realmente, las circunstancias que rodean este asunto no lehacen gran favor y contrastan con ciertas declaraciones suyas.Confieso que no lo entiendo. Por otra parte, tengo la suficienteconfianza en la prudencia de Miss Thorpe para considerarla capaz deponer fin a sus relaciones con un caballero sin antes haberseasegurado el cariño de otro. Me parece que Frederick no tieneremedio. No hay salvación posible para él. Y tú, Eleanor, prepárate arecibir a una cuñada de tu gusto. Una cuñada sincera, candida,inocente, de afectos profundos y a la par sencillos, libre depretensiones y de disimulo.

—¿Crees que sería de mi agrado una cuñada tal y como me ladescribes? —repuso Eleanor con una sonrisa.

—Quizá con la familia de ustedes no se comporte como con lanuestra —dijo Catherine—. Tal vez casándose con el hombre de sugusto sepa ser constante.

—Precisamente es lo que temo —observó Henry—. Preveo que enel caso de mi hermano será de una constancia que sólo lasatenciones de un barón o de otro noble cualquiera podrían malograr.En bien de Frederick estoy tentado de comprar el periódico de Bath yver si hay algún posible rival entre los recién llegados.

—¿Opina usted entonces que ella se deja llevar de la ambición?—Hay indicios de que así es —respondió ella—. No puedo olvidar,

por ejemplo, que Isabella no supo disimular su contrariedad cuandose enteró de lo que mi padre estaba dispuesto a hacer por ella y por

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mi hermano. Por lo visto, esperaba mucho más. Jamás me he llevadoun desengaño mayor con persona alguna.

—Entre la infinita variedad de hombres y mujeres que haconocido usted y ha tenido ocasión de estudiar, ¿verdad?

—El desengaño que he sufrido y la pérdida de esta amistad sonmuy dolorosos para mí. En cuanto al pobre James, me temo quenunca consiga sobreponerse del todo.

—Verdaderamente, su hermano es digno de nuestra compasión,pero no debemos olvidarnos de que usted padece tanto como él. Sinduda cree que al perder la amistad de Isabella pierde también lamitad de su propio ser; siente en su corazón un vacío que nada podrállenar. La sociedad debe de antojársele extremadamente aburrida.Imagino que por nada del mundo iría usted a un baile en estosmomentos. Desconfía de volver a encontrar una amiga con la quehablar sin reservas y cuyo aprecio y consejos pudieran, en unmomento dado, servirle de apoyo. Siente usted todo esto, ¿verdad?

—No —respondió Catherine tras una breve reflexión—. No sientonada de eso. ¿Cree usted que debería sentirlo? A decir verdad, auncuando me apena la idea de que ya no podré sentir cariño porIsabella, ni saber de ella, ni volver, quizá, a verla, no estoy tan afligidacomo creía.

—Ahora, y en toda ocasión, siente usted aquello que másfavorece al carácter humano. Tales sentimientos deberían seranalizados a fin de conocerlos mejor.

Catherine halló tanto consuelo en esta conversación, que nopudo lamentar el haberse dejado arrastrar, sin saber cómo, a hablarde las circunstancias que habían provocado su pesar.

Desde aquel momento los tres amigos volvieron a hablar confrecuencia del mismo asunto, y Catherine pudo observar, no sin ciertoasombro, que en la opinión de los dos hermanos la falta de posición yde fortuna de Isabella dificultaría, sin duda alguna, que la boda delcapitán se llevase a cabo. Este hecho la obligó a reflexionar, no sincierta alarma, acerca de su propia situación, puesto que amboshermanos consideraban que la modesta posición de Miss Thorpesería, independientemente de otras consideraciones de caráctermoral, motivo de oposición por parte del general. Al fin y al cabo, ellaera tan insignificante y se hallaba tan desprovista de fortuna comoIsabella, y si el heredero de la casa Tilney no contaba con bienessuficientes para contraer matrimonio con una mujer sin dote, ¿cómoesperar que su hermano menor pudiera hacerlo? Las penosasreflexiones que en el ánimo de Catherine sugirieron aquellospensamientos desaparecían cuando recordaba la evidenteparcialidad, que desde el primer momento el general había mostradohacia ella. La animaba también el recuerdo de sus generosasmanifestaciones cada vez que hablaban de asuntos de dinero, yfinalmente llegó a creer que tal vez los hijos estuvieran equivocados.Sin embargo, parecían tan firmemente persuadidos de que el capitánno tendría valor para solicitar personalmente el consentimiento de supadre, que acabaron por convencer a Catherine de que Fredericknunca había estado tan lejos de presentarse en Northanger como en

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aquellos momentos, y que en consecuencia no era necesario que ellase marchase. Al mismo tiempo, y puesto que no había motivo parasuponer que el capitán Tilney, al hablar con su padre de la posibleboda presentara a Isabella tal y como en realidad era, la muchachapensó que sería conveniente que Henry le anticipase al general unaidea exacta del modo de ser de la novia, de modo que éste pudieraformarse una opinión imparcial y fundar su oposición en motivos queno fueran la desigualdad de posición social de los jóvenes. Catherineasí se lo propuso a Henry, quien no se mostró tan entusiasmado conla idea como habría sido de esperar.

—No —dijo—. Mi padre no necesita que se le ayude a tomardecisiones, y no conviene prevenirle contra un acto de locura sobre elcual Frederick es el único que debe dar explicaciones.

—Pero no lo dirá todo.—Con la cuarta parte bastará.Pasaron uno o dos días sin noticias del capitán Tilney. Sus

hermanos no sabían a qué atenerse. A veces pensaban que aquelsilencio era resultado natural de las supuestas relaciones; otras, lesparecía incompatible con la existencia de las mismas. El general, porsu parte, aun mostrándose cada mañana más ofendido por el hechode que su hijo no escribiese, no estaba realmente preocupado niexpresaba otro deseo que el de que Catherine disfrutara de suestancia en Northanger. Repetidas veces manifestó su temor de quela monotonía de aquella vida acabara por aburrir a la muchacha. Selamentó de que no se hallaran allí sus vecinas, las Fraser; habló dedar una comida, y hasta llegó a calcular el número de gente joven yaficionada al baile que habría en la localidad.

Pero era tan mala la época del año, sin caza, sin vecinos... Al fin,decidió sorprender a su hijo y le anunció que en la primera ocasión enque éste se hallara en Woodston se presentarían todos a verlo y acomer en su compañía. Henry contestó que se sentiría muy honrado ydichoso, y Catherine se mostró encantada.

—¿Y cuándo crees que podré tener el gusto de recibiros, papá?Debo estar en Woodston el lunes, para asistir a una junta parroquial, ypermaneceré allí dos o tres días.

—Bien, bien... Ya procuraremos verte uno de esos días. No haynecesidad de fijar fecha, ni es preciso que te molestes en hacerpreparativos. Nos contentaremos con lo que tengas en la casa. Estoyseguro de que Eleanor y su amiga sabrán disculpar las deficienciaspropias en una mesa de soltero. Veamos... El lunes estarás muyocupado; mejor será no ir ese día. El martes soy yo quien tiene cosasque hacer. Por la mañana vendrá el inspector de Brockham, y nopuedo dejar de asistir al club, porque todos saben que hemosregresado y mi ausencia podría interpretarse mal y causar verdaderodisgusto. Yo, Miss Morland, tengo por costumbre no ofender a nadie,siempre que pueda evitarlo. En esta ocasión se trata de un grupo deexcelentes amigos a quienes regalo un gamo de Northanger dosveces al año, y como con ellos cuando las circunstancias me lopermiten. El martes, pues, no es posible ir a Woodston, pero elmiércoles tal vez... Llegaremos temprano, así podrá usted echar un

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vistazo a todo. El viaje dura poco menos de tres horas, dos horas ycuarenta y cinco minutos, para ser exacto, de modo que habrá quepartir a las diez en punto. Quedamos, pues, en que el miércoles, a esode la una menos cuarto, nos tendrás allí.

La idea de asistir a un baile no habría entusiasmado tanto aCatherine como aquella breve excursión. Tenía grandes deseos deconocer Woodston, y su corazón palpitaba de alegría cuando, unahora más tarde, Henry, vestido ya para marcharse, entró en lahabitación donde se hallaban las dos amigas.

—Vengo con ánimo moralizador, señoritas —dijo—. Quierodemostrarles que todo placer tiene un precio y que muchas veces loscompramos en condiciones desventajosas, entregando una monedade positiva felicidad a cambio de una letra que no siempre esaceptada más tarde. Prueba de ello es lo que me ocurre para lograr lasatisfacción, por demás problemática, de verlas el miércoles próximoen Woodston, y digo problemática porque el tiempo, o cualquier otracausa, podría desbaratar nuestros planes. Por lo demás, me veoobligado a marcharme de aquí dos días antes de lo que pensaba.

—¿Marcharse? —preguntó Catherine con tono de desilusión—.¿Por qué?

—¿Que por qué? ¿Cómo puede usted hacerme semejantepregunta? Pues porque no tengo tiempo que perder en volver loca ami vieja ama de llaves para que les prepare a ustedes una comidadigna de quienes han de comerla.

—Pero ¿habla usted en serio?—En serio y apenado, porque, la verdad, preferiría quedarme.—¿Y por qué se preocupa usted, después de lo que dijo el

general? ¿Acaso no le manifestó claramente que no se molestara, quenos arreglaríamos con lo que hubiera en la casa?

Henry se limitó a sonreír.—Por lo que a mí y a su hermana respecta —prosiguió Catherine

—, creo completamente innecesario que se vaya. Usted lo sabe muybien. En cuanto al general, ¿acaso no le dijo que no era necesario quese tomase molestias? Y aun cuando no lo hubiera dicho, creo quequien como él puede tiene a su disposición una mesa tan excelenteen toda época del año, no sentirá comer medianamente por una vez.

—¡Ojalá sus razonamientos bastaran para convencerme! ¡Adiós!Como mañana es domingo no regresaré hasta después de verlas enWoodston.

Salió Henry, y como a Catherine le resultaba más fácil dudar desu propio criterio que del de él, pronto quedó convencida, a pesar delo desagradable que le resultaba el que se hubiese marchado, de queel muchacho obraba justificadamente. Sin embargo, no pudo apartarde su mente la inexplicable conducta del general. Sin más ayuda quesu propia observación había descubierto que el padre de sus amigosera muy exigente en cuanto a sus comidas se refería, pero lo que noacertaba a comprender era el empeño que ponía en decir una cosa ysentir lo contrario. ¿Cómo era posible entender a quien secomportaba de ese modo? Evidentemente, Henry era el único capazde adivinar los motivos que impulsaban a su padre a obrar como lo

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hacía.Todas las reflexiones la conducían al mismo triste

convencimiento. Desde el sábado hasta el miércoles tendrían quearreglarse sin ver a Henry, y eso no era lo peor, sino que la carta delcapitán Tilney podía llegar durante su ausencia. Además, cabía eltemor de que el miércoles hiciera mal tiempo. Tanto el pasado comoel presente y el porvenir se le antojaron igualmente lúgubres a lamuchacha. Su hermano era desgraciado; ella sufría por la pérdida dela amistad de Isabella, y Eleanor por la ausencia de Henry. Necesitabade algo que la distrajera. Sentía tedio del bosque, del jardín, delplantío y del orden perfecto que en ellos reinaba. La misma abadía nole producía ya más efecto que una casa cualquiera. La única emociónque podía provocar en ella cuanto la rodeaba era el recuerdo,doloroso por cierto, de las insensatas suposiciones que la habíanllevado a comportarse de manera tan vergonzosa. ¡Qué revolución sehabía operado en sus gustos! Con lo mucho que había deseado viviren una abadía, y ahora encontraba mayor placer en la idea de habitaruna rectoría confortable como la de Fullerton, sólo que mejor aún.Fullerton adolecía de ciertos defectos que seguramente no tendríaWoodston. Si al menos el miércoles llegara pronto... Y llegó a sudebida hora y con un tiempo hermoso. Catherine era completamentefeliz.

A las diez en punto, y en un coche tirado por cuatro caballos,salieron de la abadía, y, después de un agradable paseo de veintemillas aproximadamente, llegaron a Woodston, un pueblo grande,populoso y bastante bien situado. Catherine no se atrevía a expresarsu admiración por aquel lugar delante del general, que no cesaba dedisculpar lo vulgar del paisaje y la pequeñez del pueblo. Lamuchacha, en cambio, pensaba que era el lugar más bello que habíavisto en su vida. Con profundo placer observó las casas y las tiendaspor delante de las que pasaban. Al otro extremo del pueblo, y un pocoalejada de éste, se hallaba la rectoría, un edificio sólido y deconstrucción moderna cuya importancia aumentaba un segmentosemicircular de avenida separada del camino por un portillo demadera pintado de verde. En la puerta de la casa hallaron a Henry,acompañado de un cachorro de Terranova y dos o tres terriers,compañeros de su soledad y tan dispuestos como su amo a darles labienvenida.

La imaginación de Catherine se hallaba demasiado ocupada alentrar en la casa para poder expresar sus sentimientos con palabras,hasta tal punto que no reparó en el aspecto de la habitación en quese hallaban hasta que el general no le pidió su opinión sobre ella.Entonces sí bastó una sola mirada para convencerla de que jamáshabía visto estancia alguna tan confortable como aquélla. Sinembargo, no se atrevió a expresarse con absoluta franqueza, y lafrialdad de su respuesta desconcertó al padre de Henry.

—Ya sabemos que no es una gran casa —dijo—. No admitecomparación con Fullerton ni con Northanger. Al fin y al cabo,debemos considerarla como lo que es: una rectoría pequeña, perodecente y habitable. No es inferior a la mayor parte de estas

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viviendas. ¿Qué digo inferior? Creo que habrá pocas rectorías ruralesque la superen. Desde luego, podrían introducirse mejoras. Nopretendo sugerir otra cosa. Más aún, estaría dispuesto a realizarcualquier obra que fuera razonable; por ejemplo, colocar unaventana, y eso que no hay cosa que deteste más que una ventanacolocada, como si dijéramos, a la fuerza...

Catherine no había seguido con suficiente atención el discursodel general para comprender su significado, ni sentirse aludida por él,y como quiera que Henry se apresuró a introducir nuevos temas deconversación, y su criado entró al poco tiempo con una bandeja derefrescos, acabó el general por recobrar su habitual complacenciaantes de que la muchacha perdiera la serenidad por completo.

La estancia sujeta a discusión era de un tamaño bastanteconsiderable; bien dispuesta y perfectamente amueblada, hacía lasveces de comedor. Al abandonarla para dar un paseo por el jardínhubieron de pasar primero por una habitación utilizada por el amo dela casa, en la que aquel día reinaba, por casualidad, un ordenperfecto, y luego por otra que en su día haría las veces de salón, ycon cuyo aspecto, a pesar de no estar amueblada aún, a Catherine lepareció adecuado para satisfacer al propio general. Tratábase de unaestancia de admirables proporciones, cuyas ventanas bajaban hastael mismo sucio y permitían disfrutar de la hermosa vista de unoscampos floridos. Con la sencillez que la caracterizaba, la muchachapreguntó:

—¿Por qué no arregla usted esta habitación, señor Tilney? ¡Quélástima que no esté amueblada! Es la habitación más bonita que hevisto jamás... La más bonita del mundo.

—Yo espero —dijo el general con una sonrisa de satisfacción—que antes de mucho estará arreglada. Sólo esperamos ponerla bajo laacertada dirección de una dama.

—Si yo viviese en esta casa, ésta sería mi habitación favorita.Miren qué preciosa casita se ve allá entre aquellos árboles. Parecen...Sí, son manzanos... ¡Qué belleza!

—¿De veras le agrada? —le preguntó el general—. No se hablemás. —Se volvió hacia su hijo y agregó—: Henry, darás a Robinson laorden de que esa casa quede tal como está.

Aquella muestra de amabilidad sorprendió nuevamente aCatherine, que guardó silencio. En vano le rogó el general queexpusiera su opinión en lo referente al papel y los cortinajes queconvenían a aquella habitación. No le fue posible obtener una solapalabra. Contribuyeron, por fin, a restablecer la tranquilidad de ánimode la muchacha, disipando el recuerdo de las embarazosas preguntasde su viejo amigo, la fresca brisa que corría en el jardín y la vista deun rincón de éste, sobre el cual había comenzado a actuar hacía añoy medio el genio organizador de Henry. Catherine pensó que jamáshabía visto lugar de recreo más bello que aquél, en torno a un pradodesnudo de árboles.

Un breve paseo por el campo y a través del pueblo, seguido deuna visita a las cocheras para examinar las obras que estabanllevándose a cabo en ellas, y un rato de alegre expansión y jugueteo

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con los cachorros, que apenas podían sostenerse aún sobre las patas,entretuvieron el tiempo hasta las cuatro de la tarde. Catherine seasombró al saber la hora. A las cuatro debían comer, y a las seis,emprender el regreso. Nunca había visto transcurrir un día con mayorrapidez...

Ya sentados a la mesa, la muchacha observó, sorprendida, que lainesperada abundancia de platos no provocaba comentario algunopor parte del general. Lejos de ser así, el buen señor no dejaba demirar hacia los trincheros, como en espera de encontrar algunafuente de fiambres. Sus hijos, por el contrario, advirtieron que elpadre comía con más apetito del acostumbrado en mesas que nofueran la suya, sorprendiéndoles también, y en mayor grado, laescasa importancia que concedió al hecho de quedar convertida lamanteca, por imperdonable descuido de la servidumbre, en un líquidorepugnante y aceitoso. A las seis en punto, y una vez que huboterminado el general su café, subieron nuevamente al coche.

Los halagos y comentarios risueños con que en el transcurso deaquel día se vio obsequiada Catherine la convencieron de cuáles eranlas pretensiones del general. Si hubiera podido tener la mismaseguridad en cuanto a los deseos de Henry, habría abandonadoWoodston sin dudar de que le esperaba un porvenir risueño y feliz.

A la mañana siguiente el cartero trajo para Catherine unainesperada misiva de Isabella, que rezaba así:

Bath. Abril.Mi queridísima Catherine:Con la mayor alegría recibí tus dos cariñosas cartas, y

me disculpo por no haberlas contestado antes. Estoyrealmente avergonzada de mi pereza a la hora de escribir,pero la vida en esta detestable población no deja tiempopara nada. Desde que te marchaste, casi todos los días hetenido en la mano la pluma para comunicarte mis noticias,pero alguna ocupación de escaso interés impidió siempreque cumpliera mi propósito. Te ruego que me escribasnuevamente y que dirijas tu carta a mi casa. Gracias a Dios,mañana abandonaremos este odioso lugar. Desde tu partidano he disfrutado nada en él; cuantas personas meinteresaban, ya no están aquí. Creo, sin embargo, que si teviera no sentiría ciertas ausencias. Ya sabes que eres laamiga que más quiero.

Estoy bastante preocupada por lo que a tu hermano serefiere; figúrate que desde que marchó a Oxford no hetenido noticias suyas, y ello me hace temer que hayasurgido entre nosotros algún malentendido. Tal vez tuintervención pueda solucionar este asunto. James es elúnico hombre a quien he querido, y necesito que loconvenzas de ello. Las modas primaverales han llegado ya,y los nuevos sombreros me parecen sencillamente ridículos.No quisiera hablarte de la familia de la que ahora ereshuésped porque me resisto a incurrir en una falta de

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generosidad o hacerte pensar mal de personas a quienesestimas. Sólo deseo advertirte que son muy pocos losamigos de quienes podemos fiarnos y que los hombressuelen cambiar de opinión de un día para el siguiente. Tengola satisfacción de manifestarte que cierto joven, por el quesiento la más profunda aversión, ha tenido la felizocurrencia de ausentarse de Bath.

Por mis palabras adivinarás que me refiero al capitánTilney, quien, como recordarás, se mostraba dispuesto, almarcharte tú, a seguirme e importunarme con susatenciones.

Su insistencia creció con el tiempo, hasta el punto quese convirtió en mi sombra. Otras chicas tal vez se hubierandejado engañar, pero yo conozco la volubilidad del sexo. Elcapitán se marchó hace dos días para unirse a suregimiento y confío en no verlo nunca más. Nunca heconocido hombre tan pretencioso como él, y desagradablepor añadidura. Los dos últimos días de su estancia en Bathno se apartó ni por un instante del lado de Charlotte Davis.Y yo, lamentando tal demostración de mal gusto, no le hicecaso alguno. La última vez que le encontré fue en la calle yme vi obligada a entrar en una tienda para evitar que mehablase. No quise mirarlo siquiera. Después lo vi entrar enel balneario, pero por nada del mundo habría consentido enseguirlo. ¡Qué distinto de tu hermano! Te suplico me desnoticias de éste. Su conducta me tiene realmentepreocupada. ¡Se mostró tan cambiado cuando nosseparamos! Algo que ignoro, quizá una leve dolencia, quizáun catarro, lo tenía como entristecido. Yo le escribiría si nohubiera extraviado sus señas y si, como antes te decía, notemiese que hubiera interpretado equivocadamente miactitud. Te ruego que le expliques todo lo ocurrido demanera que le satisfaga, y si aun después de hacerlo abrigaalguna duda, unas líneas suyas o una visita a PulteneyStreet, la próxima vez que se encuentre en la población,bastarán, imagino, para convencerlo. Hace mucho que novoy a los salones ni al teatro, salvo anoche, que me asomé,por breves instantes, con la familia Hodge, obligada por laschanzas de estos amigos y por el temor de que miretraimiento se interpretara como una concesión a laausencia de Tilney. Nos sentamos junto a los Mitchell, quese mostraron muy sorprendidos de verme.

No me extraña su perfidia, y hubo un tiempo en que lescostaba trabajo saludarme. Ahora extreman las expresionesde su amistad, pero no soy tan tonta como para dejarmeengañar. Además de tener, como sabes, bastante amorpropio, Anne Mitchell llevaba un turbante parecido al queestrené para el concierto, pero no logró el mismo éxito queyo. Para que un tocado como ése siente bien, hace falta unrostro como el mío; por lo menos así me lo aseguró Tilney,

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quien añadió que yo era objeto de todas las miradas. Ciertoque sus palabras no pueden influir en modo alguno en miánimo. Ahora visto siempre de color violeta. Sé que estoyhorrorosa, pero es el color predilecto de tu hermano, y lodemás poco importa. No te demores, mi querida y dulceCatherine, en escribirnos a él y a mí, que soy, ahora ysiempre...

Ni a persona tan confiada como Catherine era capaz de engañartamaña sarta de palabras artificiosas. Las contradicciones yfalsedades que de la carta se desprendían fueron advertidas por lamuchacha, que se sintió avergonzada, no sólo por lo que a Isabellaconcernía, sino por aquel que hubiera podido enamorarse de ella.Encontraba tan repugnantes sus frases de afecto como inadmisiblessus disculpas e impertinentes sus pretensiones. ¿Escribirle a James?Jamás. Por ella, Isabella jamás volvería a tener noticias de suhermano.

Al regresar Henry a Woodston, Catherine le hizo saber, así comoa Miss Tilney, que el capitán había escapado al peligro que loamenazaba, y tras felicitarlos por ello, pasó a leerles, presa deprofunda indignación, algunos pasajes de la carta. Una vez que huboterminado la lectura, exclamó:

—Para mí, Isabella y la amistad que nos unía son agua pasada.Debe de creer que soy idiota, pues de lo contrario no se habríaatrevido a escribirme estas cosas; pero no lo lamento, ya que me haservido para conocer más a fondo su carácter. Ahora veo claramentecuáles eran sus intenciones. Es una coqueta incorregible, pero suestratagema no le ha servido conmigo. Estoy segura de que jamás hasentido verdadero cariño por James ni por mí, y lo único que deploroes haberla tratado.

—Dentro de poco le parecerá imposible el haberla conocido —dijoHenry.

—Sólo hay una cosa que no acabo de comprender. Ahora veo queIsabella alimentó desde un principio ciertas pretensiones respecto alcapitán, pero... ¿y éste? ¿Qué motivos pudieron impulsarlo acortejarla con tal insistencia y a llevarla a romper sus relaciones conmi hermano si pensaba desistir de su propósito?

—No es difícil suponer cuáles fueron los motivos que indujeron ami hermano a obrar como lo hizo. Frederick es tanto o más vanidosoque Miss Thorpe, y si no ha sufrido hasta ahora serios disgustos esgracias a su entereza de carácter. De todos modos, ya que los efectosde su conducta no lo justifican ante sus ojos, más vale que notratemos de indagar las causas que la provocaron.

—Entonces ¿no cree usted que sintió cariño por Isabella?—Estoy convencido de que ni por un instante pensó en ella

seriamente.—¿Lo hizo movido únicamente por un deseo de molestar, de

hacer daño?Henry asintió lentamente.—Pues entonces confieso que su conducta me resulta

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doblemente antipática —dijo Catherine—. Sí; a pesar de que con ellaresultamos favorecidos todos, no puedo disculparlo. Menos mal que eldaño que ha causado no es irreparable. Pero supongamos queIsabella hubiera sido capaz de sentir verdadero amor por él,supongamos que se hallara verdaderamente interesada...

—Es que suponer a Isabella capaz de sentir afectos profundos essuponer que se trata de una criatura distinta a la que en realidad es,en cuyo caso su conducta habría merecido otros resultados.

—Es natural que usted defienda a su hermano.—Si usted hiciera lo propio con el suyo no le preocuparía el

desengaño que pueda sufrir Miss Thorpe. Lo que ocurre es que tieneusted la mente obstruida por un sentimiento innato de justicia y deintegridad que impide que la dominen los naturales impulsos de sucariño fraternal y un lógico deseo de venganza.

Tales cumplidos acabaron de disipar los amargos pensamientosque embargaban el ánimo de Catherine. Le resultaba difícil culpar aFrederick mientras Henry se mostraba tan amable con ella, y decidióno contestar la carta de Isabella ni volver a pensar en su contenido.

Pocos días más tarde el general se vio obligado a marchar aLondres. Su ausencia duraría una semana aproximadamente, pero apesar de ello salió de Northanger lamentándose de que una urgentenecesidad lo privase de la grata compañía de Miss Morland yrecomendando a sus hijos que procuraran por todos los medioscuidarla y distraerla. La marcha de Mr. Tilney hizo pensar por primeravez a Catherine que en ciertas ocasiones una pérdida puede resultaruna ganancia. Desde el momento en que quedaron solos los tresamigos se consideraron felices: podían entretenerse en lo queprefiriesen, reír sin tapujos, comer con tranquilidad y en absolutaconfianza, pasear por donde y cuando les apeteciese. En una palabra:podían disponer libremente de su tiempo, sus placeres y hasta de susfatigas y cansancio. Tales hechos hicieron ver a la muchacha cuanabsorbente y completa era la influencia que sobre todos ellos ejercíael general y lo mucho que les convenía quedar libres de ella por untiempo.

Tanta confianza y bienestar la llevaron a sentir cada día mayorcariño por el lugar aquél y por las personas que la rodeaban, hasta elpunto de que le hubiera parecido perfectamente dichoso cada minutode cada uno de los días que transcurrían veloces si el temor de verseobligada a alejarse en breve plazo de Northanger no hubiesenmermado en parte su felicidad. Desgraciadamente, iba a cumplirse lacuarta semana de su permanencia en aquella casa. Antes de queregresara el general habría transcurrido ya, y prolongar por mástiempo la estancia podía interpretarse como un abuso de confianza.La idea era dolorosa, en verdad, y para librarse cuanto antes de talpreocupación, Catherine resolvió hablar de ello con Eleanor,proponiendo la marcha, y deduciendo luego de la actitud ycontestación de su amiga la decisión que convenía adoptar.Convencida de que si lo demoraba mucho tiempo le resultaría másdifícil tratar la cuestión, aprovechó la primera ocasión que tuvo dehablar a solas con Eleanor para plantear el asunto, anunciando su

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decisión de regresar a su casa. Eleanor se mostró sorprendida einquieta; contestó que había esperado que la visita se prolongaramucho más; hasta se había permitido creer —sin duda porque tal erasu deseo— que la estancia de Catherine en Northanger habría de sermuy larga, y añadió que si Mr. y Mrs. Morland supieran el placer que atodos proporcionaba la presencia de la muchacha en aquella casa,seguramente tendrían la generosidad de permitirle que demorase lavuelta.

Catherine se apresuró a rectificar:—No es eso. Si yo me encuentro bien, mis padres no tienen prisa

alguna...—Entonces, si me permites insistir —dijo Eleanor, tuteándola—

¿por qué quieres marcharte?—Porque ya llevo mucho tiempo en esta casa, y...—¡Ah! Entonces, si es que los días se te hacen muy largos, no

insistiré.—De ningún modo... No es eso... Sabes que encantada me

quedaría otro mes.En aquel mismo instante quedó decidido que no se marcharía, y,

al desaparecer uno de los motivos del malestar de Catherine, se alivióconsiderablemente el peso de su otra preocupación. La bondad y lasolicitud mostradas por Eleanor al rogarle que permaneciera mástiempo entre ellos, y la satisfacción que mostró Henry al saber quehabía resuelto quedarse, sirvieron para que Catherine supiese lomucho que la apreciaban. Ello contribuyó a borrar de su ánimo todopesar que no fuera esa leve y perenne inquietud que todos loshumanos procuramos sostener y alimentar como elementoindispensable de nuestra existencia. Catherine llegó a creer enocasiones que Henry la quería, y en todo momento que la hermana yel padre del joven verían con gusto el que formase parte de la familia.Tales suposiciones acabaron por convertir sus otras inquietudes enpequeñas e insignificantes molestias del espíritu.

A Henry no le fue posible obedecer las instrucciones de su padre,quedándose en Northanger y atendiendo a las señoras todo el tiempoque duró la ausencia del general, pues un compromiso adquiridopreviamente lo obligó a marchar a Woodston el sábado y permanecerallí un par de noches. El viaje del muchacho en aquella ocasión norevistió, sin embargo, tanta importancia como la vez anterior.Menguó, sí, la alegría de las muchachas, pero no destrozó sutranquilidad, y tan a gusto se hallaban ambas ocupadas en lasmismas labores y disfrutando de los encantos de una amistad que sehacía cada vez más íntima, que la noche de la marcha de Henry noabandonaron el comedor hasta después de dar las once, horainaudita de acostarse dadas las costumbres que se observaban en laabadía. Acababan de llegar al pie de la escalera cuando, a juzgar porlo que permitían oír los sólidos muros del edificio, advirtieron que uncoche se detenía a la puerta, y acto seguido el sonido de lacampanilla confirmó sus sospechas. Una vez repuestas de la primerasorpresa, a Eleanor se le ocurrió que debía tratarse de su hermanomayor, que solía presentarse inesperadamente, y segura de que así

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era, salió a recibirlo, en tanto Catherine seguía en dirección a sucuarto, resignándose a la idea de reanudar su relación con el capitánTilney y pensando que, por desagradable que fuera la impresión quela conducta de éste le había producido, las circunstancias en que lovería harían menos doloroso aquel encuentro. Era de esperar que elcapitán no nombrara a Miss Thorpe, cosa muy probable dado quedebía de sentirse avergonzado del papel que en todo aquel asuntohabía representado. Después de todo, y mientras se evitara hablar delo ocurrido en Bath, ella debía mostrarse amable con él.

Pasó bastante tiempo en estas consideraciones. Por lo visto,Eleanor estaba tan encantada de ver a su hermano y de cambiarimpresiones con él que había transcurrido cerca de media hora desdesu llegada a la casa y la joven no llevaba trazas de subir en busca desu amiga.

En aquel momento, Catherine, creyendo oír ruido de pasos en lagalería, se detuvo a escuchar; pero todo permanecía en silencio.Apenas hubo acabado de convencerse de que se trataba de un error,un sonido próximo a su puerta la sobresaltó. Pareció que alguienllamaba, y un instante más tarde un movimiento del pomo demostróque alguna mano se apoyaba en éste. Catherine tembló ante la ideade que alguien intentase entrar en su habitación, pero decidida a nodejarse llevar una vez más por las alarmantes suposiciones de suexaltada imaginación, se adelantó y abrió la puerta. Eleanor, y sóloEleanor, se hallaba detrás de ésta. Catherine, sin embargo, disfrutómuy breves instantes de la tranquilidad que la visión de su amiga leprodujo. Eleanor estaba pálida y sus modales revelaban una profundaagitación. A pesar de su evidente intención de entrar en el dormitorio,parecía que le costase trabajo moverse y, una vez dentro, explicarse.Catherine supuso que tal actitud obedecía a una preocupaciónoriginada por el capitán Tilney, trató de expresar silenciosamente suinterés, obligando a su amiga a sentarse, frotándole las sienes conagua de lavanda y manifestándole tierna solicitud.

—Mi querida Catherine, tú no puedes..., no debes... —balbuceóEleanor. Tras una breve pausa, añadió—: Yo estoy bien, y tu bondadme destroza el corazón... No puedo soportarla... Me veo obligada adesempeñar una misión...

—¿Una misión?—¿Cómo haré para decírtelo? ¿Cómo haré...?Una idea terrible asaltó a Catherine, que volviéndose hacia su

amiga, exclamó:—¿Es quizá un recado de Woodston?—No, no se trata de eso —repuso Eleanor, mirando

compasivamente a su amiga—. El recado que debo darte no procedede Woodston, sino de aquí mismo. Es mi padre en persona quien meha hablado.

Eleanor entornó los ojos. El inesperado regreso del generalbastaba para deprimir a Catherine, y por espacio de unos segundosno supuso que le quedaba algo peor que oír.

—Eres demasiado bondadosa para que el papel que me veoforzada a representar te haga pensar mal de mí —prosiguió Eleanor—.

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No sabes lo mucho que lamento cumplir con lo que se me ha pedido.Después de que, con tanta alegría y agradecimiento por mi parte,hubiésemos convenido que te quedarías entre nosotros muchassemanas más, me veo obligada a manifestarte que no nos es posibleaceptar tal prueba de bondad y que la felicidad que tu compañía nosproporcionaba se ve trocada en... pero no, mis palabras no bastaríana explicar... Mi querida Catherine, es preciso separarnos. Mi padre harecordado un compromiso que nos obliga a todos a partir de aquí ellunes próximo. Vamos a pasar quince días en la casa de lordLongtown, cerca de Hereford. Las disculpas y las explicacionesresultan igualmente inútiles. Por mi parte, no me atrevo a ofrecerte nilo uno ni lo otro.

—Mi querida Eleanor —dijo Catherine tratando de disimular sussentimientos—. No te sientas tan apenada, te lo ruego. Uncompromiso previo deshace todos los que posteriormente secontraen. Lamento mucho tener que marcharme de modo tanrepentino, pero te aseguro que vuestra decisión no me molesta.Volveré a visitarte en otra ocasión, o quizá tú podrías pasar unatemporada en mi casa. ¿Quieres venir a Fullerton cuando regreséis decasa de ese señor?

—Me será imposible, Catherine.—Bien, cuando puedas entonces.Eleanor no replicó, y la muchacha, dominada por otros

sentimientos, añadió:—¿El lunes? ¡Tan pronto! Bien, seguramente tendré tiempo para

despedirme, pues podemos salir todos juntos; por mí no te preocupes,Eleanor, me conviene perfectamente salir el lunes. No importa quemis padres no lo sepan. El general permitirá, sin duda alguna, que uncriado me acompañe la mitad del trayecto, hasta cerca de Salisbury;una vez allí, estoy a nueve millas de casa.

—¡Ay, Catherine!, si así se hubiera dispuesto mi situación seríamenos intolerable. Brindándote tan elementales atenciones nohabríamos hecho más que corresponder a tu afecto. Pero... ¿Cómodecirte que está decidido que salgas de aquí mañana mismo, sindarte siquiera ocasión de elegir la hora de partida? Mañana a las sietevendrá a recogerte un coche, y ninguno de nuestros criados teacompañara.

Catherine, atónita y sobresaltada, no halló palabras paracontestar.

—Al principio me resistí a creerlo —prosiguió su amiga—. Teaseguro que por profundos que sean el disgusto y el resentimientoque puedas experimentar en estos momentos no superarán a los queyo... Pero, no, no puedo expresar lo que siento. ¡Si al menos estuvieseen condiciones de sugerir algo que atenuara...! ¡Dios mío!, ¿qué dirántus padres? ¡Echarte así de la casa, sin ofrecerte las consideracionesa que obliga la más elemental cortesía! ¡Y esto después de haberteseparado de tus buenos amigos los Allen, de haberte traído tan lejosde tu casa! ¡Querida Catherine! Al ser portadora de semejante noticiame siento cómplice de la ofensa que ésta entraña; sin embargo,espero que sepas perdonarme, tú, que has permanecido en nuestra

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casa el tiempo suficiente para darte cuenta de que yo gozo de finaautoridad puramente nominal y que no tengo influencia alguna.

—¿Acaso he ofendido en algo al general?.—preguntó Catherinecon voz temblorosa.

—Por desgracia para mis sentimientos de hija, todo cuanto puedodecirte es que no has dado motivo alguno que justifique estadecisión. En efecto, jamás he visto a mi padre más disgustado. Sucarácter es difícil de por sí, pero algo ha debido de ocurrir para que sehaya enfadado tanto. Algún desengaño, algún disgusto al que quizáha concedido exagerada importancia, pero ajenos completamente ati. ¿Cómo es posible que te trate así?

A duras penas, y sólo por tranquilizar a su amiga, Catherine logródecir:

—Lo único que puedo asegurarte es que siento mucho habermolestado a Mr. Tilney. Nada más lejos de mi ánimo y mi deseo... Perono te preocupes, querida Eleanor. Los compromisos deben respetarsesiempre. Lo único que lamento es no haber tenido tiempo para avisara mis padres. Pero ahora eso importa poco.

—Espero, sinceramente, que este hecho no tenga trascendenciapor lo que a tu seguridad durante el viaje se refiere; pero en cuanto alo demás... ¡En lo que afecta a tu comodidad, a las apariencias, a tufamilia, al mundo, importa y mucho! Si tus amigos los Allen sehallaran aún en Bath te sería relativamente fácil reunirte con ellos.Bastarían unas cuantas horas. Pero un trayecto de setenta millas ensilla de posta y sola, a tu edad...

—El viaje no es nada; te ruego que no pienses en ello. Y ya quehemos de separarnos, lo mismo da unas horas más que menos.Estaré dispuesta a las siete. Ten la bondad de decir que me llamen atiempo.

Eleanor comprendió que su amiga deseaba hallarse a solas, yjuzgando que era mejor para ambas evitar que se prolongara tanpenosa entrevista, salió de la habitación, diciendo:

—Mañana por la mañana nos veremos.En efecto, Catherine necesitaba desahogarse. Su orgullo natural

y el afecto que sentía hacia Eleanor la habían obligado a reprimir laslágrimas en presencia de ésta, pero en cuanto se halló a solas seechó a llorar amargamente. ¡Arrojada de la casa y en aquella forma,sin un motivo que justificara ni una disculpa que atenuase ladescortesía, más aún, la insolencia que suponía semejante medida! ¡YHenry ausente, sin poder despedirse de ella! Aquel hecho dejaba ensuspenso por tiempo indefinido todas sus esperanzas respecto a él. Ytodo por el capricho de un hombre tan correcto, tan bien educado enapariencia y hasta entonces tan afectuoso como el general Tilney... Ladecisión de éste resultaba tan incomprensible como ofensiva. Laalarmaban y preocupaban por igual las causas y las consecuenciasque de aquel acto pudieran derivarse. La forma en que se la obligabaa partir era de una descortesía sin igual. Se la expulsaba literalmente,sin permitirle siquiera decidir la hora y la manera de hacer el viaje,eligiendo entre todos los días probables el más próximo y la hora máscercana, como si se tratara de obligarla a marchar antes de que el

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general estuviera levantado, para evitar a éste la molestia de unadespedida. ¿Qué podía haber en todo aquello más que un decididopropósito de ofenderla? Era indudable que, por algún motivo, habíaofendido o disgustado al general. Eleanor había hecho lo posible porevitarle tan penosa suposición, pero Catherine se resistía a creer queun contratiempo cualquiera pudiera provocar tal explosión de ira, nimucho menos dirigir ésta contra un persona completamente ajena aldisgusto.

Lentamente transcurrió la noche, sin que la muchacha lograraconciliar el sueño. Una vez más fue escenario de su intranquilidad ydesasosiego aquella habitación en que recién llegada la habíanatormentado los locos desvaríos de su imaginación. Y, sin embargo,¡cuan distinto era el origen de su presente inquietud! ¡Cuantristemente superior al otro en realidad y en sustancia! Supreocupación de aquella noche se basaba en un hecho, sus temoresen una probabilidad, y tan obsesionada se hallaba considerando eltriste desenlace de su estancia en la abadía que la soledad en que seencontraba no logró inspirarle el menor temor. Ni la oscuridad de suaposento, ni la antigüedad del edificio, ni el fuerte viento que reinabay producía repentinos y siniestros ruidos en la casa ocasionaron aCatherine, desvelada y absorta, el menor asomo de curiosidad ni detemor.

Poco después de las seis, Eleanor entró en la habitación, afanosapor atender a su amiga y por asistirla en lo que fuera posible, pero seencontró con que Catherine estaba casi vestida y su equipajedispuesto. Al ver a Eleanor, a la muchacha se le ocurrió que tal vezfuese portadora de algún mensaje conciliador por parte del general¿Qué más natural que, una vez pasado el primer impulso deindignación, se hubiera arrepentido de su incorrecto proceder?Faltaba, sin embargo, que después de lo ocurrido ella consintiera enadmitir excusa alguna.

Por desgracia, no vio puestas a prueba su dignidad y suclemencia. Eleanor no era portadora de ningún mensaje. Pocohablaron las amigas al encontrarse de nuevo. Luego, sintiendo queera más prudente guardar silencio se contentaron, mientraspermanecieron en la habitación, con cruzar unas breves frases.Catherine no tardó en acabar de vestirse, y Eleanor, con menoshabilidad que buen deseo, se ocupó de llenar y cerrar el baúl. Una vezque todo estuvo listo, salieron de la estancia, no sin que antesCatherine, quedándose un poco rezagada, lanzara una mirada dedespedida sobre cada uno de los objetos que la habitación contenía,siguiendo luego a su amiga al comedor, donde había sido dispuesto eldesayuno. La muchacha hizo esfuerzos por comer algo, no sólo paraevitar el que le insistieran, sino por animar a su amiga; pero como notenía apetito, no logró más que tomar unos pocos bocados. Elcontraste de aquel desayuno con el del día anterior aumentaba supena y su inapetencia. Hacía veinticuatro horas tan sólo que sehabían reunido todos en aquella habitación para desayunar, y, sinembargo, ¡cuan distintas eran las circunstancias! ¡Con qué tranquilointerés, con qué felicidad, había contemplado entonces el presente,

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sin que le preocupara del porvenir más que el temor de separarse deHenry por unos días! Feliz, felicísimo desayuno aquel en que Henry,sentado a su lado, la había atendido con esmero. Aquellas reflexionesno se vieron interrumpidas por palabra alguna de su amiga, tanensimismada en sus pensamientos como ella misma, hasta que elanuncio del coche las obligó a volver a la realidad. Al ver el vehículoCatherine se ruborizó, como si se diera más exacta cuenta de ladescortesía con que se la trataba, y ello amortiguaba todo sentir queno fuese resentimiento por tal ofensa. Al fin, Eleanor se vio obligada ahablar.

—Escríbeme, querida Catherine —exclamó—. Envíame noticiastuyas lo antes posible. No tendré un momento de tranquilidad hastaque no sepa que te hallas sana y salva en tu casa. Te suplico que meescribas siquiera una carta. No me niegues la satisfacción de saberque has llegado a Fullerton y has encontrado bien a tu familia. Coneso me contentaré. Dirígeme la carta a nombre de Alice y a casa delord Longtown.

—¡No puede ser, Eleanor! Si no te autorizan a recibir carta mía,mejor será que no te escriba, no temas nada. Sé que llegaré a casabien.

—Tus palabras no me extrañan y no quiero importunarte. Confíaen lo que sientes en tu corazón mientras te halles lejos de mí.

Estas palabras, acompañadas de una expresión de pesar,acabaron en un instante con la soberbia de Catherine, que dijo a suamiga:

—¡Sí, Eleanor, te escribiré!A Miss Tilney aún le quedaba otra pena que resolver. Se le había

ocurrido que debido a la larga ausencia de su casa, a Catherine talvez se le habría acabado el dinero y, por lo tanto, no contaría con losuficiente para sufragar los inevitables gastos del viaje. Al comunicarcon tacto exquisito a su amiga sus temores, seguidos de cariñososofrecimientos, con lo que la muchacha, que no se había preocupadoentonces de tan importante asunto, confirmó que no llevaba dinerosuficiente para llegar a su casa. Tanto asustó a ambas la idea de laspenalidades que por tal motivo hubiera podido sufrir que apenasvolvieron a hablarse durante el tiempo que aún permanecieronjuntas. No tardaron en advertirles que esperaba el coche, y Catherine,tras ponerse de pie, sustituyó con un prolongado y cariñoso abrazolas palabras de despedida. Al llegar al vestíbulo, sin embargo, noquiso abandonar la casa sin hacer mención de una persona cuyonombre ninguna de las dos se había atrevido a pronunciar hastaentonces. Se detuvo por un instante y con labios temblorosos dedicóun cariñoso recuerdo al amigo ausente. Aquel intento dio al traste conel freno puesto hasta entonces a sus sentimientos. Ocultando comopudo el rostro en su pañuelo, cruzó rápidamente el vestíbulo y subióal coche, que un momento más tarde se alejaba velozmente de laabadía.

Catherine estaba demasiado apenada para sentir miedo.El viaje en sí no encerraba temores para ella, y lo emprendió sin

preocuparse de la soledad en que se veía forzada a recorrer tan largo

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trayecto. Echándose sobre los cojines del coche, prorrumpió enamargas lágrimas, y no levantó la cabeza hasta después de que elcoche hubiese recorrido varias millas.

El trecho más elevado del prado había desaparecido casi de lavista cuando la muchacha volvió la mirada en dirección a Northanger.Como quiera que aquella carretera era la misma que diez días anteshabía recorrido alegre y confiada al ir y volver de Woodston, sufrióterriblemente al reconocer los objetos que en estado de ánimo tandiferente había contemplado entonces. Cada milla que la aproximabaa Woodston aumentaba su sufrir, y cuando, a cinco millas de distanciade dicho pueblo doblaron un recodo del camino, pensó en Henry, tancerca de ella en aquellos momentos y tan inconsciente de lo queocurría, lo cual no hizo sino incrementar su pesar y su desconsuelo.

El día que había pasado en Woodston había sido uno de los másfelices de su vida. Allí el general se había expresado en términos talesque Catherine había acabado por convencerse de que deseaba quecontrajese matrimonio con su hijo. Diez días hacía desde que lasatenciones del padre de Henry la habían alegrado aun cuando lahubiesen llenado de confusión. Y ahora, sin saber por qué, se lahumillaba profundamente. ¿Qué había hecho o qué había dejado dehacer para sufrir los efectos de un cambio tan radical? La única culpade que podía acusársela era de tal índole que resultaba del todoimposible que el interesado se hubiese dado cuenta. ÚnicamenteHenry y su propia conciencia conocían las vanas y terribles sospechasque contra el general ella había alimentado, y ninguno de los dospodía haber revelado el secreto. Estaba convencida de que Henry eraincapaz de traicionarla adrede. Cierto era que si por alguna extrañacasualidad Mr. Tilney se hubiese enterado de la verdad, si hubieranllegado a su conocimiento las figuraciones sin fundamento y lasinjuriosas suposiciones que la muchacha había abrigado, laindignación manifestada por aquél habría estado justificada.

Era lógico y comprensible que se expulsara de la casa a quienhabía calificado de asesino a su dueño, pero esta disculpa de laconducta de Mr. Tilney resultaba tan insoportable para Catherine, queprefirió creer que el general lo ignoraba todo.

Por grande que fuese su preocupación acerca de este asunto, noera, sin embargo, la que por el momento más embargaba su espíritu.Otro pensamiento, otro pesar más íntimo la obsesionaba cada vezmás. ¿Qué pensaría, sentiría y haría Henry al llegar a Northanger aldía siguiente y enterarse de su marcha? Esta pregunta,sobreponiéndose a todo lo demás, la perseguía sin cesar, ya irritando,ya suavizando su sentir, sugiriéndole unas veces temor de que eljoven se resignara tranquilamente a lo ocurrido y otras dulceconfianza en su pesar y su resentimiento. Al general seguramente nole hablaría de ello, pero a Eleanor, ¿qué le diría a Eleanor de ella?

En ese constante trasiego de dudas e interrogantes acerca de unasunto del que su mente apenas lograba desprendersemomentáneamente, transcurrieron las horas. El viaje resultaba menosfatigoso de lo que había temido. La misma apremiante intranquilidadde sus pensamientos que le había impedido, una vez pasado el

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pueblo de Woodston, fijarse en lo que la rodeaba, sirvió para evitarque se diera cuenta del progreso que hacían. La preservó también desentir tedio la preocupación que le inspiraba aquel regreso taninopinado; mermaba el placer que debería haber sentido ante la ideade regresar, después de tan larga ausencia, junto a los seres que másquería. Pero ¿qué podría decir que no resultara humillante para ella ydoloroso para su familia, que no aumentase su pena y no provocara elresentimiento de los suyos, incluyendo en un mismo reproche aculpables y a inocentes? Jamás sabría dar justo relieve a los méritosde Eleanor y de Henry. Sus sentimientos para con ambos erandemasiado profundos para expresarlos fácilmente, y sería tan injustocomo triste que su familia guardase rencor a los hermanos por algode lo que sólo el general era responsable.

Tales sentimientos la impulsaban a temer, en lugar de desear, lavista de la torre de la iglesia que le indicaría que se hallaba a veintemillas de su casa.

Al salir de Northanger sabía que la primera parada era Salisbury,pero como desconocía el, trayecto se vio obligada a preguntar a lospostillones los nombres de cuantos lugares dejaban atrás.

Por fortuna, fue un viaje sin incidentes. Su juventud, sugenerosidad y su cortesía le procuraron tantas atenciones comopudiera necesitar una viajera de su condición, y como quiera que nose perdió más tiempo que el preciso para cambiar de tiro, once horasdespués de haber emprendido el viaje entraba Catherine sana y salvapor las puertas de su casa.

Cuando una heroína de novela vuelve, al término de una jornada,a su pueblo natal, rodeada de la aureola de una reputaciónrecuperada, de la dignidad de un título de condesa, seguida de unalarga comitiva de nobles parientes, cada uno de los cuales ocupa surespectivo faetón, y acompañada de tres doncellas que la siguen enuna silla de posta, puede la pluma del narrador detenerse con placeren la descripción de tan grato acontecimiento. Un final tanesplendoroso confiere honor y mérito a todos los interesados, incluidoel autor del relato. Pero mi asunto es bien distinto. Mi heroína regresaal hogar humillada y solitaria, y el desánimo que esto provoca en míme impide extenderme en una descripción detallada de su regreso.No hay ilusión ni sentimiento que resistan la visión de una heroínadentro de una silla de posta de alquiler. A toda prisa, pues, haré queCatherine entre en el pueblo, pase entre los grupos de curiososdomingueros y descienda del modesto vehículo que hasta su puertala conduce.

Pero ni el pesar con que la muchacha se acerca a su hogar, ni lahumillación que experimenta la biógrafa al relatarlo, impiden que losseres queridos a cuyos brazos se dirigía aquélla sintieran verdaderaalegría.

Como quiera que la vista de una silla de posta era cosa pococorriente en Fullerton, acudió toda la familia a las ventanas de la casapara presenciar el paso de la que Catherine ocupaba, alegrándosetodos los rostros al ver que el vehículo se detenía ante la cancela.Aparte de los dos últimos vástagos de la familia Morland, un niño y

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una niña, de seis y cuatro años respectivamente, que creían hallar unnuevo hermano o hermana en cuantos coches veían, todos sintieronintenso placer ante la inesperada detención del vehículo. Felices seconsideraron los ojos que primero vieron a Catherine. Feliz la voz queanunció el hecho a los demás.

El padre y la madre de la muchacha, sus hermanos, Sarah,George y Harriet, echaron a correr hacia la puerta para recibir a laviajera, con tan afectuosa ansiedad que ello bastó para despertar losmás nobles sentimientos de Catherine, que sintió gracias a losabrazos de unos y de otros tranquilidad y consuelo. Ante tantasmuestras de cariño se sentía casi feliz, y hasta se olvidó por uninstante de sus preocupaciones. Por otra parte, su familia, encantadade verla, no mostró en un principio excesiva curiosidad por conocer lacausa de su inesperado regreso, hasta el punto de que se hallabantodos sentados en torno a la mesa, dispuesta a toda prisa por Mrs.Morland para servir un refrigerio a la pobre viajera, cuyo aire decansancio había llamado su atención, antes de que Catherine se vierabombardeada por preguntas que exigían una pronta y clararespuesta.

De mala gana y con grandes titubeos ofreció lo que por puracortesía hacia sus oyentes podría denominarse una explicación, perode la que, en realidad, no era posible desentrañar los motivosconcretos de su presencia en el hogar.

No padecía la familia de Catherine esa exagerada forma desusceptibilidad que lleva a algunas personas a considerarse ofendidaspor la más leve descortesía, olvido o reparo; sin embargo, cuando trasatar no muchos cabos quedó plenamente claro el motivo del regresode Catherine, todos convinieron en que se trataba de un insultoimposible de justificar o perdonar, al menos en principio.

No dejaban de comprender Mr. y Mrs. Morland, sin detenerse aun minucioso examen de los peligros que rodeaban un viaje de talíndole, que las condiciones en que se había verificado el regreso desu hija habrían podido acarrear a ésta serias molestias, y que alobligarla a salir de aquella forma de su casa, el general Tilney habíafaltado a los deberes que impone la hospitalidad, y que su conductaera más de extrañar en quien, como él, no ignoraba los deberes de uncaballero. En cuanto a las causas que pudieron motivar su conducta yconvertir en mala voluntad la exagerada estima que por la muchachasentía, los padres de ésta no acertaban a descifrarlas, y después dereflexionar por unos instantes convinieron que aquello era muyextraño y que el general debía de ser un hombre incomprensible,dando así por satisfechas su indignación y su sorpresa.

En cuanto a Sarah, continuó saboreando las mieles de aquelincomprensible misterio hasta que, harta de sus comentarios, le dijosu madre:

—Hija mía, te preocupas sin necesidad. Esto obedece a causasque no merece la pena tratar de averiguar, créeme.

—Yo me explico —respondió la niña— que el general, una vezque se acordó del compromiso contraído, deseara que Catherine semarchara, pero ¿por qué no proceder con cortesía?

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—Yo lo lamento por sus amigos —dijo Mrs. Morland—. Para ellossí ha debido ser un contratiempo. En cuanto a lo demás, con queCatherine haya llegado a casa sin novedad me doy por satisfecha. Porfortuna, nuestro bienestar no depende de Mr. Tilney...

Catherine suspiró y su filosófica madre continuó:—Celebro no haber sabido antes la forma en que estabas

realizando el viaje, pero ya que éste ha concluido felizmente, no creoque el daño que se nos ha hecho sea tan grande. Conviene que devez en cuando los jóvenes se vean obligados a pensar por sí mismosy a obrar con libertad. Tú, mi querida Catherine, que siempre has sidouna criatura atolondrada, te habrás visto en figurillas para atender alo que implica un viaje de esta naturaleza, con tanto cambio de tiro ytanto ir y venir de unos y de otros. ¡Conque no te hayas dejado algoolvidado en el maletero...!

Catherine hubiera querido demostrar su conformidad conaquellas esperanzas maternales e interesarse en su enmienda, perose sentía muy deprimida, y como quiera que todo cuanto deseaba eraencontrarse a solas, accedió con gusto al deseo manifestado por sumadre de que se retirase a descansar lo antes posible. Los padres deCatherine, que no atribuían el semblante y la agitación de su hija másque a la humillación sufrida y al cansancio del viaje, se separaron deella seguros de que el sueño remediaría sus males, y aun cuando aldía siguiente la muchacha no daba muestras de encontrarse mejor,siguieron sin sospechar la existencia de un daño más profundo. Ni porcasualidad pensaron en achacarlo a asuntos del corazón, y esto,tratándose de los padres de una joven de diecisiete años, reciénllegada de su primera ausencia del hogar, no deja de ser bastanteextraño.

Tan pronto como hubo terminado de desayunar, Catherine sedispuso a cumplir la promesa que había hecho a Miss Tilney, cuyaconfianza en los efectos que el tiempo y la distancia habían de operaren el ánimo de su amiga estaba plenamente justificada. En efecto:Catherine ya se hallaba dispuesta, no sólo a reprocharse la frialdadcon que se había separado de Eleanor, sino a creer que no habíaapreciado bastante los méritos y la bondad de ésta, ni sentido ladebida conmiseración por lo que debido a ella había tenido quesoportar. La intensidad de sus sentimientos no sirvió, sin embargo,para estimular su pluma. Nunca en su vida había encontrado tandifícil escribir un carta como ahora. Desde luego, no era nada fácilimaginar siquiera una misiva que hiciera justicia a su situación y a loque sentía, que expresara gratitud, pero no pesar servil, que fueraprudente sin ser fría, y sincera sin mostrar resentimiento. Una carta,en fin, cuya lectura no apenase a Eleanor y de la que no necesitarasonrojarse ella si por casualidad caía en manos de Henry. Después dereflexionar largamente, decidió ser muy breve; era el único modo deno incurrir en falta alguna. Tras meter en un sobre el dinero queEleanor le había facilitado, lo dirigió a su amiga acompañado de unaconcisa nota en la que expresaba todo su agradecimiento y ledeseaba lo mejor.

—Pues de verdad que ha sido ésta una extraña amistad —dijo

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Mrs. Morland una vez que su hija hubo terminado la carta—. Apenasiniciada y ya interrumpida. Siento que haya sido así, porque, segúnme informó Mrs. Allen, se trataba de personas muy amables. Tampocohas tenido suerte con tu amiga Isabella. ¡Pobre James! Pero, en fin,hay que vivir para aprender. Es de esperar que las amistades queconsigas en el porvenir resulten más merecedoras de tu confianzaque éstas.

Catherine, ruborizada, contestó:—Nadie tiene mayor derecho a mi confianza que Eleanor.—En ese caso, hija mía, más tarde o más temprano volveréis a

encontraros, y hasta entonces no te preocupes. Es casi seguro que enel curso de los próximos diez años el azar querrá unir de nuevovuestros destinos, y entonces, ¡cuan grato os será reanudar vuestrotrato!

No tuvieron gran éxito, a decir verdad, los esfuerzos de Mrs.Morland para consolar a su hija. La idea de no volver a ver a Eleanor yHenry Tilney hasta después de transcurridos diez años sólo consiguióinculcar en la muchacha un temor aún mayor. ¡Podían ocurrir tantascosas en ese tiempo! Ella jamás olvidaría a Henry, ni podría dejar dequererle con la misma ternura que entonces sentía; pero él... Laolvidaría quizá, y en ese caso, encontrarse de nuevo... A la muchachase le llenaron los ojos de lágrimas al imaginarse una tan tristerenovación de su amistad, y al observar Mrs. Morland que sus buenospropósitos no producían el efecto deseado propuso, como nuevomedio de distracción, una visita a casa de Mrs. Allen.

Las viviendas de ambas familias distaban sólo un cuarto de millala una de la otra, y en el trayecto la madre de Catherine manifestó suopinión acerca del desengaño amoroso sufrido por su hijo James.

—Lo hemos sentido por él —dijo—, pero, por lo demás, no nospreocupa el que hayan terminado esas relaciones. Al fin y al cabo, nopodía satisfacernos ver a nuestro hijo comprometido a casarse conuna chica completamente desconocida, sin fortuna alguna, acerca decuyo carácter nos hemos visto obligados a formar un concepto bienpobre. La ruptura le parecerá a James muy dolorosa en un principio,pero con el tiempo se le pasará, y el desengaño que le ha producidoesta primera elección lo llevará a ser más prudente de aquí enadelante.

Tan somera cuenta del asunto favoreció a Catherine, pues de talmodo se había apoderado de su mente la consideración del cambiooperado en ella desde la última vez que había recorrido aquel camino,que una frase más de su madre habría bastado para turbar suaparente serenidad, impidiéndole contestar acertadamente a lasobservaciones de la buena señora. No habían transcurrido aún tresmeses desde que la última vez, animada por las más risueñasesperanzas, había recorrido aquel camino. Su corazón se hallabaentonces inundado de alegría, despreocupado e independiente,ansioso de saborear placeres aún desconocidos y libre de toda culpa.Así era ella antes, pero ahora... estaba completamente cambiada.

Catherine fue recibida por los Allen con la bondad que suinesperada aparición, unida al sincero afecto que le profesaban, podía

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desear. Grande fue la sorpresa manifestada por estos buenos amigosal verla, y mas grande su disgusto al conocer la forma en que habíasido tratada. Y eso que Mrs. Morland no exageró los hechos ni trató,como hubieran procurado otros, de despertar la indignación delmatrimonio contra la familia Tilney.

—Catherine nos sorprendió ayer por la tarde —dijo—. Hizo elviaje en silla de posta y completamente sola. Además, hasta elsábado por la noche ignoraba que debía salir de Northanger. Elgeneral Tilney, movido por no sabemos qué extraño impulso, se cansóde repente de tenerla allí y la arrojó, o poco menos, de la casa. Suconducta ha sido bastante descortés, y no podemos por menos decreer que debe de tratarse de un hombre bastante extraño. Por otraparte, celebramos tener a Catherine una vez más entre nosotros yestamos satisfechos de ver que no es un criatura tímida e incapaz demanejarse por sí sola, sino que sabe, cuando llega la ocasión, resolverlas dificultades que se presentan.

Mr. Allen se expresó acerca del asunto con la indignación que elcaso y su buena amistad exigían, y su esposa, que estuvo de acuerdocon sus razonamientos, no titubeó en utilizarlos por su cuenta. Elasombro del marido, sus conjeturas y explicaciones eran repetidaspor la mujer, quien se limitó a añadir una observación, «realmente, notengo paciencia con el general», con la que llenaba las pausasintermedias. Aun después de salir de la habitación Mr. Allen, repitióella por dos veces la frase «no tengo paciencia con el general», sinque pareciese, por cierto, más indignada que antes. Aún pronunció lafrase un par de veces, antes de decir de repente:

—¿Sabes que antes de salir de Bath conseguí que me zurcieranaquel rasgón que sufrió mi encaje de Mechlin? El remiendo está hechode manera tan primorosa que apenas si se advierte. Cualquier día deestos te lo enseñaré. Bath es, después de todo, un lugar muyagradable. Te aseguro, Catherine, que sentí marcharme. La estanciaallí de Mrs. Thorpe fue muy conveniente para todos. ¿Verdad,Catherine? Recordarás que al principio tú y yo estábamos desoladas.

—Sí; pero no duró mucho tiempo nuestra soledad —contestó lamuchacha, animada por el recuerdo de lo que por vez primera habíadado vida y valor espiritual a su existencia.

—Es cierto. Y desde el momento en que encontramos a Mrs.Thorpe puede decirse que no nos faltó nada. Oye, querida, ¿noencuentras que estos guantes de seda son de excelente calidad?Recordarás que me los puse por primera vez el día que fuimos albalneario, y desde entonces casi no me los he sacado. ¿Recuerdasaquella noche?

—¿Que si la recuerdo? Perfectamente...—Fue muy agradable, ¿verdad? Mr. Tilney tomó con nosotras el

té, y ya entonces comprendí que su amistad sería muy ventajosa paranosotras. ¡Era un hombre tan agradable! Tengo idea de que bailastecon él, pero no estoy completamente segura. Lo que sí recuerdo esque aquella noche yo llevaba mi traje predilecto.

Catherine se sintió incapaz de contestar, y después de iniciarseotros temas, Mrs. Allen volvió a insistir:

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—Realmente, no tengo paciencia con el general. Un hombre queparecía tan amable... No creo, Mrs. Morland, que en todo el mundopueda encontrarse un hombre más educado. Las habitaciones queocupaban fueron alquiladas al día siguiente de que se marchase consu familia. Claro, no podía ser de otro modo tratándose de MilsomStreet.

Camino nuevamente de la casa, Mrs. Morland trató nuevamentede animar a su hija diciéndole la bendición que suponía tener unosamigos tan formales y bienintencionados como los Allen, tras lo cualañadió que la descortesía y la negligencia manifestadas por unosmeros conocidos como los Tilney no deberían preocupar a quien,como ella, conservaba el afecto de sus amistades de tantos años.Tales manifestaciones se basaban, sin duda, en el sentido común,pero como quiera que existen momentos y situaciones en que elsentido común tiene poco ascendiente sobre la razón humana, lossentimientos de Catherine fueron rebatiendo una a una todas lasconsideraciones expuestas por su madre. La felicidad de la muchachadependía de la actitud que de allí en adelante adoptaran sus nuevasamistades, y en tanto Mrs. Morland procuraba confirmar sus teoríascon justas y bien fundadas razones, Catherine, dando rienda suelta asu imaginación, imaginaba a Henry ya de regreso a Northanger,enterado de la ausencia de su amiga y, quizá, emprendiendo con elresto de la familia el viaje a Hereford.

Catherine era de gustos sedentarios, y aun cuando nunca habíasido muy hacendosa, su madre no podía por menos de reconocer queestos defectos se habían agravado considerablemente durante laausencia. Desde su regreso la muchacha no acertaba a estarse quietaun solo instante ni a ocuparse de quehacer alguno por más de diezminutos. Recorría el jardín y la huerta una y otra vez, como si elmovimiento fuese la única manifestación de su voluntad, hasta elpunto de preferir pasear por la casa a permanecer tranquila en lasala. Este cambio se hacía más evidente aún en lo que a su estado deánimo se refería. Su intranquilidad y su pereza podían interpretarsecomo una manifestación caricaturizada de su propio ser; pero aquelsilencio, aquella tristeza, eran el reverso de lo que antes había sido.Por espacio de dos días, Mrs. Morland no hizo comentario algunosobre ello, pero al observar que tres noches sucesivas de descanso nolograban devolver a Catherine su habitual alegría, ni aumentar suactividad, ni despertar su gusto por las labores de la aguja, se vioobligada a amonestarla suavemente, diciendo:

—Mucho me temo, querida hija, que corres peligro de convertirteen una señora elegante. No sé cuándo vería el pobre Richardterminadas sus corbatas si no contara con más amigas que tú.Piensas demasiado en Bath, y debes tener en cuenta que hay untiempo para cada cosa. Los bailes y las diversiones tienen el suyo, ylo mismo el trabajo. Has disfrutado una buena temporada de loprimero y es hora de que trates de ocuparte en algo serio.

Catherine buscó enseguida su labor, asegurando, con airedesconsolado, que no pensaba en Bath.

—Entonces estás preocupada por la conducta del general Tilney,

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y haces mal, porque es muy posible que jamás vuelvas a verle. Nodebemos angustiarnos por semejantes pequeñeces. —Luego, acontinuación de un breve silencio, añadió—: Yo espero, mi queridaCatherine, que las grandezas de Northanger no te habrán convertidoen una persona descontenta con tu vida. Todos debemos procurarestar satisfechos allí donde nos encontremos, y más aún en nuestropropio hogar, que es donde más tiempo estamos obligados apermanecer. No me gustó oírte hablar con tanto entusiasmo mientrasdesayunábamos del pan francés que os daban en Northanger.

—Pero ¡si para mí el pan no tiene importancia! Lo mismo me dacomer una cosa que otra.

—En uno de los libros que tengo arriba hay un estudio muyinteresante acerca del tema. En él se habla precisamente de esosseres a quienes amistades de posición económica más elevada que lasuya incapacitaron para adaptarse a sus circunstancias familiares. Setitula El espejo, si mal no recuerdo. Lo buscaré para que lo leas.Seguramente encontrarás en él consejos de provecho.

Catherine no contestó y, deseosa de enmendar su recienteconducta, se aplicó a la labor; pero a los pocos minutos recayó, sindarse ella misma cuenta, en el mismo estado de ánimo que deseabacombatir. Sintió pereza y languidez, y la irritación que su cansancio leproducía la obligó a dar más vueltas en la silla que puntadas en sutrabajo. Se apercibió de ello Mrs. Morland, y convencida de que lasmiradas abstraídas y la expresión de descontento de su hijaobedecían al estado de ánimo a que antes aludiera, salióprecipitadamente de la habitación en busca del libro con que seproponía combatir tan terrible mal. Transcurrieron varios minutosantes de que lograra encontrar lo que deseaba, y habiéndola detenidootros acontecimientos familiares, resultó que hasta pasado un buencuarto de hora no le fue posible bajar de nuevo, armada, eso sí, de laobra que tan prácticos resultados debía lograr. Habiéndola privadosus quehaceres en el piso superior de oír ruido alguno fuera de sushabitaciones, ignoraba que durante su ausencia había llegado a lacasa una visita, y al entrar en el salón encontróse cara a cara con unjoven completamente desconocido. El recién llegado se levantórespetuosamente de su asiento, mientras Catherine, turbada, lepresentaba a su madre:

—Mr. Tilney...Henry, con el azoramiento propio de un carácter sensible,

comenzó por disculpar su presencia y reconociendo que, después delo ocurrido, no tenía derecho a esperar un cordial recibimiento enFullerton, excusando su intrusión con el deseo de saber si MissMorland había tenido un viaje satisfactorio. El joven no se dirigía, porfortuna, a un corazón rencoroso. Mrs. Morland, lejos de culpar a Henryy a su hermana de la descortesía del general, sentía por ellos unamarcada simpatía, y atraída por el respetuoso proceder delmuchacho, contestó a su saludo con natural y sincera benevolencia,agradeciendo el interés que mostraba por su hija, asegurándole quesu casa siempre estaba abierta para los amigos de sus hijos yrogándole que no se refiriera para nada al pasado. Henry se apresuró

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a obedecer dicho ruego, pues aun cuando la inesperada bondad de lamadre de Catherine lo relevaba de toda preocupación en esteaspecto, por el momento no encontraba palabras adecuadas con queexpresarse. Silencioso, ocupó nuevamente su asiento y se limitó acontestar con cortesía a las observaciones de Mrs. Morland acerca deltiempo y el estado de los caminos. Mientras tanto, la inquieta, ansiosay, con todo, feliz Catherine, los contemplaba muda de satisfacción,revelando con la animación de su rostro que aquella visita bastabapor sí sola para devolverle su perdida tranquilidad. Contenta ysatisfecha de aquel cambio, Mrs. Morland dejó para otra ocasión elprimer tomo de El espejo, destinado para la curación de su hija.

Deseosa luego de recabar el auxilio de Mr. Morland, no sólo paraalentar, sino para dar conversación a Henry, cuya turbacióncomprendía y lamentaba, la madre de Catherine envió a uno de losniños en busca de su marido. Desgraciadamente, éste se hallabafuera de casa, y la excelente señora se encontró, después de uncuarto de hora, con que no se le ocurría nada que decir al visitante.Tras unos minutos de silencio, Henry, volviéndose hacia Catherine porprimera vez desde que entrara Mrs. Morland en el salón, preguntó convivo interés si Mr. y Mrs. Allen se hallaban de regreso en Fullerton, ytras lograr desentrañar de las frases entrecortadas de la muchacha larespuesta afirmativa, que una palabra habría bastado para expresar,se mostró decidido a presentar a dichos señores sus respetos. Luego,un poco turbado, rogó a Catherine le indicase el camino de la casa.

—Desde esta ventana puede usted verla, caballero —intervinoSarah, que no recibió más contestación que un ceremonioso saludopor parte del joven y una señal de reconvención por parte de sumadre.

Mrs. Morland, creyendo probable que tras la intención de saludara tan excelentes vecinos se ocultara un deseo de explicar a Catherinela conducta de su padre —explicación que Henry habría encontradomás fácil ofrecer a solas a la muchacha—, trataba de arreglar lascosas de modo que su hija pudiera acompañar al joven. Así fue, enefecto. Apenas iniciado el paseo quedó demostrado que Mrs. Morlandhabía acertado con los motivos que animaban a Henry a tener unaentrevista a solas con su amiga. No sólo necesitaba disculpar laconducta de su padre, sino la suya propia, acertadamente hizo estoúltimo de forma que para cuando llegaron a la propiedad de los Allen,Catherine hubiera recibido una consoladora y grata justificación.Henry hizo que se sintiese segura de la sinceridad de su amor ysolicitó la entrega del corazón que ya le pertenecía por completo;cosa que por otra parte, no ignoraba el muchacho, hasta el punto deque aun sintiendo por Catherine un afecto profundo, complaciéndolelas excelencias de su carácter y deleitándole su compañía, preciso esconfesar que su cariño hacia ella partía en primer lugar, de unsentimiento de gratitud. En otras palabras: que la certeza de laparcialidad que por él mostraba la muchacha fue lo primero quemotivó el interés de Henry. Es ésta una circunstancia poco corriente yalgo denigrante para una heroína, y si en la vida real puedeconsiderarse como extraño tal procedimiento, estaré en condiciones

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de atribuirme los honores de la invención.Una corta visita a Mrs. Allen, en la que Henry se expresó con una

absoluta falta de sentido, y Catherine, entregada a la consideraciónde su inefable dicha, apenas despegó los labios, permitió a la jovenpareja reanudar al poco tiempo su estático téte-a-téte. Antes de queéste terminara supo con certeza la muchacha hasta qué punto estabasancionada la declaración de Henry por la autoridad paterna delgeneral. Le explicó él cómo a su regreso de Woodston, dos días antes,se había encontrado con su padre en un lugar próximo a la abadía, ycómo éste le había informado de la marcha de Miss Morland,advirtiéndole al mismo tiempo que le prohibía volver a pensar en ella.

Éste era el único permiso, a cuyo amparo solicitaba el honor desu mano. Catherine no pudo por menos de alegrarse de que el joven,afianzando antes su situación mediante una solemne ycomprometedora promesa, le hubiera evitado la necesidad derechazar su amor al enterarse de la oposición del general. A medidaque Henry iba adornando de prolijos detalles su relato y explicandolas causas que habían motivado la conducta de su padre, lossentimientos de pesar de la muchacha fueron convirtiéndose entriunfal satisfacción. El general no encontraba nada de qué acusarla,ni imputación que hacerle. Su ira se fundaba única y exclusivamenteen haber sido ella objeto inconsciente de un engaño que su orgullo leimpedía perdonar y que habría debido avergonzarse de sentir. Elpecado de Catherine consistía en ser menos rica de lo que el generalhabía supuesto. Impulsado por una equivocada apreciación de losderechos y bienes de la muchacha, el padre de Henry habíaperseguido la amistad de ésta en Bath, solicitando su presencia enNorthanger y decidido que, con el tiempo, llegara a ser su hijapolítica. Al descubrir su error, no halló medio mejor de exteriorizar suresentimiento y su desdén que echarla de su casa.

John Thorpe había sido causa directa del engaño sufrido por Mr.Tilney. Al observar una noche en el teatro de Bath que su hijodedicaba una atención preferente a Miss Morland, había preguntado aThorpe si conocía a la muchacha. John, encantado de hablar con unhombre de tanta importancia, se había mostrado muy comunicativo, ycomo quiera que se hallaba en espera de que Morland formalizara susrelaciones con Isabella, y estaba, además, resuelto a casarse con lapropia Catherine, se dejó arrastrar por la vanidad propia de él e hizode la familia Morland una descripción tan exagerada como falsa.Aseguró que los padres de la muchacha poseían una fortuna superiora la que su propia avaricia le impulsaba a creer y desear. La vanidaddel joven era tal, que no admitía una relación directa o indirecta conpersona alguna que no gozara de prestigio y categoría social,atribuyéndole ambas cosas cuando así convenía a su interés y a suamistad. La posición de Morland, por ejemplo, exagerada en unprincipio por su amigo, iba haciéndose más lucida a medida que seafianzaba su situación como novio de Isabella. Con duplicar, enobsequio de tan solemne momento, la fortuna que poseía Mr.Morland, triplicar la suya propia, dejar entrever la seguridad de unaherencia procedente de un pariente acaudalado y desterrar del

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mundo de la realidad a la mitad de los pequeños Morland, logróconvencer al general de que la familia de John gozaba de unaposición envidiable. Adornó el caso de Catherine —objeto de lacuriosidad de Mr. Tilney y de sus propias y especuladoras aspiraciones— de detalles más gratos aún, asegurando que a la dote de diez oquince mil libras que debía recibir de su padre podía añadirse lapropiedad de Mr. y Mrs. Allen. La amistad que dichos señoresmanifestaban hacia la muchacha habíale sugerido la idea de unaprobable herencia, y ello bastó para que hablara de Catherine comopresunta heredera de la propiedad de Fullerton.

El general, que ni por un instante dudó de la autenticidad deaquellos informes, había obrado de acuerdo con ellos. El interés quepor la familia Morland manifestaba Thorpe, y que aumentaba lainminente unión matrimonial de Isabella, y sus propias intencionesrespecto de Catherine —circunstancias de las que hablaba con igualseguridad y franqueza—, le parecieron al general garantía suficientede las manifestaciones hechas por John, a las que pudo añadir otraspruebas convincentes, tales como la falta de hijos y la indudableposición de los Allen, y el cariño e interés que por Miss Morland éstosdemostraban. De lo último pudo cerciorarse por sí solo Mr. Tilney unavez entablada relación de amistad con los Allen, y su resolución no sehizo esperar. Tras adivinar por la expresión de su hijo la simpatía quea éste inspiraba Miss Morland, y animado por los informes de Mr.Thorpe, decidió casi instantáneamente hacer lo posible paradesbaratar las jactanciosas pretensiones de John y destruir susesperanzas. Por supuesto, los hijos del general permanecían tanajenos a la trama que éste fraguaba como la propia Catherine. Henryy Eleanor, que no veían en la muchacha nada capaz de despertar elinterés de su padre, se asombraron ante la precipitación, constancia yextensión de las atenciones que éste le dirigía, y si bien ciertasindirectas con que acompañó la orden dada a su hijo de asegurarse elcariño de la chica hicieron comprender a Henry que el ancianodeseaba que se realizara aquella boda, no conoció los motivos que lohabían impulsado a precipitar los acontecimientos hasta después desu entrevista con su padre en Northanger. Mr. Tilney se habíaenterado de la falsedad de sus suposiciones por la misma personaque le había proporcionado los primeros datos, John Thorpe, a quienencontró en la capital, y que, influido por sentimientos contrarios a losque le animaban en Bath, irritado por la indiferencia de Catherine y,más aún, por el fracaso de sus gestiones para reconciliar a Morland ya Isabella; convencido de que dicho asunto no se arreglaría jamás, ydesdeñando una amistad que para nada le servía ya, se habíaapresurado a contradecir cuanto había manifestado al generalrespecto de la familia Morland, reconociendo que se había equivocadoen lo que a las circunstancias y carácter de ésta se refería. Hizo creeral padre de Henry que James lo había engañado en cuanto a laverdadera posición de que disfrutaba su padre, y cuya falsedaddemostraban unas transacciones llevadas a cabo en las últimassemanas. Sólo así se explicaba el que, después de haberse mostradodispuesto a favorecer una unión entre ambas familias con los más

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generosos ofrecimientos, Mr. Morland se hubiera visto obligado,formalizadas ya las relaciones, a confesar que no le era posibleofrecer a los jóvenes novios el más insignificante apoyo y protección.El narrador astuto adornó su relato con nuevas revelaciones,asegurando que se trataba de una familia muy necesitada, el númerode cuyos hijos pasaba de lo usual y corriente; que no disfrutaba delrespeto y consideración del vecindario y, al fin, que, como habíapodido comprobar personalmente, llevaba un tren de vida que nojustificaban los medios económicos con que contaba, por lo queprocuraba mejorar su situación relacionándose con personasacaudaladas. En definitiva, le dijo que se trataba de genteirresponsable, jactanciosa e intransigente.

El general, aterrorizado, le había pedido entonces informes de lavida y el carácter de los Allen, y también a propósito de estematrimonio modificó Thorpe su primera declaración. Mr. y Mrs. Allenconocían demasiado a los Morland por haber sido vecinos durantelargo tiempo. Por lo demás, Thorpe aseguró que conocía al jovendestinado a heredar los bienes de los supuestos protectores deCatherine. No fue preciso nada más. Furioso con todos menos consigomismo, Mr. Tilney había regresado al día siguiente a la abadía paraponer en práctica el plan que ya conocemos.

Dejo a la sagacidad de mis lectores el adivinar lo que de todoesto pudo referir Henry a Catherine aquella tarde y el determinar losdetalles que respecto a este asunto le fueron comunicados por supadre, los que dedujo por intuición propia y los que reveló James mástarde en una carta. Yo los he reunido en una sola narración paramayor comodidad de mis lectores; éstos, si lo desean, podrán luegosepararlos a su antojo. Bástenos por el momento saber que Catherinequedó convencida de que al sospechar al general capaz de haberasesinado o secuestrado a su mujer no había interpretadoerróneamente su carácter ni exagerado su crueldad.

Henry, por otra parte, sufrió al revelar estas cosas de su padretanto como al enterarse de ellas. Se avergonzaba de tener queexponer semejantes ruindades. Además, la conversación sostenida enNorthanger con el general había sido extremadamente violenta. Tantoo más que la descortesía de que había sido víctima Catherine y laspretensiones interesadas de su padre le indignaba el papel que se letenía reservado. Henry no trató de disimular su disgusto, y el general,acostumbrado a imponer su voluntad a toda la familia, se molestóante una oposición que, además, estaba afianzada en la razón y enlos dictados de la conciencia. Su ira en tales circunstanciasdisgustaba, sin intimidar, a Henry, a quien un profundo sentido de lajusticia reafirmó en su propósito. El joven se considerabacomprometido con Miss Morland, no sólo por los lazos del afecto, sinopor los mandatos del honor, y, convencido de que le pertenecía elcorazón que en un principio se le había ordenado conquistar, semostró decidido a guardar fidelidad a Catherine y a cumplir con ellacomo debía, sin que lograra hacerle desistir de su proyecto ni influiren sus resoluciones la retractación de un consentimiento tácito ni losdecretos de un injustificable enojo.

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Henry luego se había negado rotundamente a acompañar a supadre a Herfordshire, tras lo cual anunció su decisión de ofrecer suporvenir a la muchacha. La actitud de su hijo había encolerizado másaún al general, que se separó de ambos sin más explicación.

Henry, presa de la agitación que es de suponer, había regresadoa Woodston, para desde allí emprender, a la tarde siguiente, viaje aFullerton.

Cuando Mr. y Mrs. Morland supieron que Henry solicitaba la manode Catherine se llevaron una sorpresa considerable. Ninguno de losdos había sospechado la existencia de tales amores, pero como, al finy al cabo, nada podía parecerles más natural que el que su hijainspirase tal sentimiento, no tardaron en considerar el hecho con lafeliz complacencia que merecía y no opusieron la menor objeción. Losdistinguidos modales del joven y su buen sentido eran recomendaciónsuficiente, para ellos, y como nada malo sabían de él, no se creían enla obligación de suponer que no fuera una buena persona. Por lodemás, opinaban que no era necesario verificar el carácter de quiensuplía con su buena voluntad la falta de experiencia.

—Catherine será un ama de casa algo inexperta y alocada —observó Mrs. Morland, consolándose luego al recordar que no haymejor maestro que la práctica.

No existía, en suma, más que un obstáculo, sin cuya resolución,sin embargo, no estaban dispuestos a autorizar aquellas relaciones.Eran personas de carácter comedido, pero de principios inalterables,y mientras el padre de Henry siguiera prohibiendo terminantementelos amores de su hijo, ellos no podían dar su conformidad ni suconsentimiento. No eran lo bastante exigentes para pretender que elgeneral se adelantara a solicitar aquella alianza, ni siquiera que decorazón la desease, pero sí consideraban indispensable unaautorización convencional, que una vez lograda, como era de esperar,se vería en el acto apoyada por su sincera aprobación. El«consentimiento» era lo único que pretendían, ya que en cuanto a«dinero», ni lo exigían, ni lo deseaban. La carta matrimonial de suspadres aseguraba, al fin y al cabo, el porvenir de Henry, y la fortunaque por el momento disfrutaba bastaba para procurar a Catherine laindependencia y la comodidad necesarias. Indudablemente, aquellaboda era por demás ventajosa para la muchacha.

La decisión de Mr. y Mrs. Morland no podía sorprender a losenamorados. Lo lamentaban, pero no podían oponerse a ello, y sesepararon con la esperanza de que, al cabo de poco tiempo, seoperara en el ánimo del general un cambio que les permitiera gozarplenamente de su privilegiado amor. Henry se reintegró a lo que yaconsideraba como su único hogar, dispuesto a ocuparse en elembellecimiento de la casa que algún día esperaba ofrecer a suamada, en tanto que Catherine se dedicaba a llorar su ausencia. Noes cosa que nos importe averiguar si los tormentos de aquellaseparación se vieron amortiguados por una correspondenciaclandestina. Tampoco pretendieron saberlo Mr. y Mrs. Morland, a cuyabondad se debió que no les fuese exigida a los novios promesa algunaen ese sentido y que siempre que Catherine recibía alguna carta se

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hicieran los distraídos.Tampoco es de suponer que la inquietud, lógica dado tal estado

de cosas, que sufrieron por entonces Henry, Catherine y cuantaspersonas los querían, se hiciese extensiva a mis lectores; en todocaso, la delatora brevedad de las páginas que restan es prueba deque nos acercamos a un dichoso y risueño final. Sólo resta conocer lamanera en que se desarrolló esta historia y se llegó a la celebraciónde la boda, y cuáles fueron las circunstancias que al fin influyeronsobre el ánimo del general. El primer hecho que favoreció el felizdesenlace de esta novela fue el matrimonio de Eleanor con unhombre de fortuna y sólida posición. Dicho acto, que se efectuó en eltranscurso del verano, provocó en el general un estado permanentede buen humor, que su hija aprovechó para obtener de él, no sólo queperdonase a Henry, sino que lo autorizase a, según palabras de supropio padre, «hacer el idiota» si así lo deseaba.

El hecho de casarse Eleanor y de verse apartada por unmatrimonio de los males que a su permanencia en Northangeracompañaban satisfará a todos los conocidos y amigos de tan bellajoven. A mí me produjo sincera alegría. No conozco a persona algunamás merecedora de felicidad ni mejor preparada a ello debido a sulargo sufrir, que Miss Tilney, cuya preferencia por su prometido no erade fecha reciente. Los separó por largo tiempo la modesta posicióndel enamorado, pero tras heredar éste, inesperadamente, título yfortuna, quedaron allanadas las dificultades que a la dicha de ambosse oponían.

Ni en los días en que más aprovechó su compañía, suabnegación y su paciencia quiso tanto a su hija el general como en elmomento en que por primera vez pudo saludarla por su nuevo título.El marido de Eleanor era, por todos los conceptos, digno del cariño dela joven, pues independientemente de su nobleza, su fortuna y suafecto, gozaba de la simpatía de todos aquellos que lo conocían. Era,según criterio general, «el chico más encantador del mundo», y nonecesito extenderme más, porque seguramente ninguna lectora queal leer esto no haya evocado la imagen del «chico más encantadordel mundo». En lo que a éste en particular se refiere, sólo añadiré —ysé perfectamente que las reglas de la composición prohíben laintroducción de caracteres que no tienen relación con la fábula— queel caballero en cuestión fue el mismo cuyo negligente criado olvidóciertas facturas tras una prolongada estancia en Northanger, y quefueron, con el tiempo, la causa de que mi heroína se viera lanzada auna de sus más serias aventuras.

Sirvió de apoyo a la petición que a favor de su hermano hicieronlos vizcondes al general una nueva rectificación del estado económicode Mr. y Mrs. Morland.

Ésta sirvió para demostrar que tan equivocado había estado Mr.Tilney al juzgar cuantiosa la fortuna de la familia de Catherine comoal creerla luego completamente nula. Pese a lo dicho por Thorpe, losMorland no andaban tan escasos de bienes que no les fuera posibledotar a su hija en tres mil libras esterlinas. Tan satisfactoria resoluciónde sus recientes temores contribuyó a dulcificar el cambio de opinión

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manifestado por el general, a quien, además, le produjo un efectoexcelente la noticia de que la propiedad de Fullerton, que eraexclusivamente de Mr. Allen, se hallaba abierta a todo género deavariciosa especulación.

Animado por todo esto, el general, poco después de la boda deEleanor, se decidió a recibir a Henry nuevamente en Northanger y aenviarle luego a casa de su prometida con un mensaje deautorización a la boda. El consentimiento iba dirigido a Mr. Morland enunas cuartillas llenas de frases corteses y triviales. Poco tiempodespués se celebró la ceremonia que en ellas se autorizaba. Seunieron en matrimonio Henry y Catherine, sonaron las campanas ytodos los presentes se alegraron. Si se considera que todo estoocurría antes de cumplirse doce meses desde el día en que por vezprimera se conocieron los cónyuges, hay que reconocer que, a pesarde los retrasos que hubo de sufrir la boda a causa de la cruelconducta del general, ésta no perjudicó gravemente a los novios. Alfin y al cabo, no es cosa tan terrible empezar a ser completamentefeliz a la edad de veintiséis y dieciocho años, respectivamente, ypuesto que estoy convencida de que la tiranía del general, lejos dedañar aquella felicidad, la promovió, permitiendo que Henry yCatherine lograran un más perfecto conocimiento mutuo al mismotiempo que un mayor desarrollo del afecto que los unía, dejo alcriterio de quien por ello se interese decidir si la tendencia de estaobra es recomendar la tiranía paterna o recompensar ladesobediencia filial.

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La abadía de Northanger — Jane Austen

Publicada originalmente en 1818, La abadía de Northanger narrala historia de Catherine Morland, una joven ingenua y aficionada a lalectura de novelas góticas. Invitada por los Tilney, que erróneamentela consideran una rica heredera, a pasar una temporada en su casade campo, se dedicará a investigar tortuosos e imaginarios secretosde familia. Pero cuando finalmente todo se aclare y comprenda que lavida no es una novela, la inocente Catherine pondrá los pies en latierra y encauzará su futuro según dictan las normas morales ysociales. Ésta es quizá la novela más irónica y divertida de JaneAusten, maestra inigualable en la recreación de retablos sociales conhondo perfil humano.

ISBN 84-01-47954-1

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