la deuda con los trabajadores a 36 años del plan laboral

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La deuda con los trabajadores a 36 años del Plan Laboral por KARINA NARBONA 15 octubre 2015 ¿Sabía usted que en el modelo anterior al Plan Laboral, la negociación colectiva no estaba sujeta a una oportunidad única para presentarse y en fechas precisas (hoy se inicia entre 40 y 45 días antes del vencimiento del contrato vigente, facilitando a la empresa la preparación de la eventual huelga)? ¿Y sabía que el contrato colectivo regía tanto a los que estaban sindicalizados al momento de su celebración como a los que entraban a formar parte del sindicato después? ¿Y que se permitía la negociación colectiva de no sindicalizados (hoy “grupos negociadores”) solo si no hay sindicato? Por último y lo más importante: ¿Sabía que la negociación se encontraba consolidada legalmente a nivel de rama? ¿Y que la ley no establecía el reemplazo de trabajadores en huelga? El último estudio publicado por Fundación SOL, titulado “Para una historia del tiempo presente. Lo que cambió el Plan Laboral de la dictadura ”, esclarece esta y otras materias a objeto de hacer un aporte a la memoria de la situación del trabajo en Chile y, también, de sumar referencias al debate público sobre la reforma laboral, que no ha hilado muy fino en el manejo de antecedentes. En efecto, la actual discusión de la reforma laboral que los grandes medios reproducen poniendo acento en análisis de empresarios, gobierno y parlamentarios, además de caer en referencias imprecisas a datos internacionales (al omitir la información sobre cómo funcionan las economías con modelos

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Expplicación de las reformas de la dictadura de Pinochet

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Page 1: La Deuda Con Los Trabajadores a 36 Años Del Plan Laboral

La deuda con los trabajadores a 36 años del Plan Laboral

por KARINA NARBONA 15 octubre 2015

¿Sabía usted que en el modelo anterior al Plan Laboral, la negociación colectiva no estaba 

sujeta a una oportunidad única para presentarse y en fechas precisas (hoy se inicia entre 

40   y  45  días   antes  del   vencimiento  del   contrato  vigente,   facilitando  a   la  empresa   la 

preparación de la eventual huelga)? ¿Y sabía que el contrato colectivo regía tanto a los 

que estaban sindicalizados al  momento de su celebración como a  los  que entraban a 

formar parte del sindicato después? ¿Y que se permitía la negociación colectiva de no 

sindicalizados (hoy “grupos negociadores”) solo si no hay sindicato?

Por último y  lo más  importante:  ¿Sabía que  la negociación se encontraba consolidada 

legalmente a nivel de rama? ¿Y que la ley no establecía el reemplazo de trabajadores en 

huelga?

El  último estudio publicado por Fundación SOL, titulado “Para una historia del  tiempo 

presente. Lo que cambió el Plan Laboral de la dictadura”, esclarece esta y otras materias a 

objeto de hacer un aporte a la memoria de la situación del trabajo en Chile y, también, de 

sumar referencias al debate público sobre la reforma laboral, que no ha hilado muy fino 

en el manejo de antecedentes.

En efecto, la actual discusión de la reforma laboral que los grandes medios reproducen 

poniendo acento en análisis de empresarios, gobierno y parlamentarios, además de caer 

en referencias  imprecisas a datos  internacionales (al  omitir  la información sobre cómo 

funcionan   las   economías   con  modelos   de   negociación   ampliay   al tergiversar   lo   que 

establecen otras  legislaciones respecto al  reemplazo en la huelga),  adolece de escasas 

coordenadas ancladas en nuestra propia historia.

Más allá de una referencia vaga al  Plan Laboral   (1979) actualmente vigente,  no se ha 

profundizado en lo que este significó. Y era eso lo que supuestamente se buscaba encarar 

cuando, tras 25 años del fin de la dictadura, un gobierno se alistaba por fin a afrontar la 

legislación sindical que data de 1979 y que se custodió (y profundizó) con el retorno de las 

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libertades civiles. Recordemos que el gobierno dijo al inicio de la discusión que “estamos 

saldando una deuda con los trabajadores chilenos”.

El modelo de regulación sindical anterior al “Plan” no era un modelo precisamente pro 

trabajador.  Dicho modelo se encarnó en el  Código de 1931 –que sistematizó  las  leyes 

sociales de 1924– y se construyó durante 50 años a través de un zigzagueante camino, con 

fuerzas   contradictorias.   La   ley   sindical   de   los   albores  del   siglo  XX,   sobre   todo  en   su 

formulación inicial,  es considerada de hecho una respuesta autoritaria que se dirigió a 

controlar el conflicto sociolaboral, que estaba en evidente expansión en esa época (aun 

cuando las masacres obreras contuvieron en cerca de 10 años la protesta, entre 1910 y 

1920 el número de huelgas y huelguistas involucrados se multiplicaron más de 34 veces).

Ante esa realidad algunos, adoptando un criterio de disminución de las desigualdades y 

previendo una posible destrucción del  sistema, estuvieron  llanos a probar una política 

distinta a la que había sido la única respuesta del Estado frente a las movilizaciones hasta 

ese momento: la represión abierta. “Habría sonado en nuestro país aquella hora siempre 

incomprendida por los grandes afortunados de la vida que nunca sienten ni comprenden 

cuando  ha   llegado  el  momento  de   ceder  algo  para  mantener   la  paz  y  el  orden.  Hay 

siempre espíritus obcecados que no comprenden que la evolución oportuna es el único 

remedio eficaz para evitar la revolución y el desplome”, habían sido las claras palabras de 

Arturo Alessandri  en una carta  dirigida  a  quien encargara   la   legislación social,  Moisés 

Poblete.

En ese contexto de principios del siglo XX, además de dar lugar a una serie de derechos 

laborales individuales, poniendo un énfasis en la protección del trabajador, Chile pasó a 

ser el primer país de América en dictar una ley especial para las asociaciones sindicales, 

con énfasis en su control.

A partir de allí, el sindicalismo libre o al margen del Estado, que había alcanzado su peak 

entre 1870-1924,  pasó a ser un sindicalismo legal  y   fuertemente  intervenido,  con una 

institucionalidad que lo reconocía, pero a la vez limitaba sus posibilidades de organización 

y de acción.

Sobre todo en un comienzo,   la  ley establecía derechos muy diferentes para obreros y 

empleados;  una  fuerte   intervención  estatal  en   la  constitución  y  el   funcionamiento  de 

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sindicatos y una exclusión de vastos sectores  de  la  sindicalización y de  la  negociación 

colectiva (sector agrícola, sector público, entre otros), la cual, además, se privilegiaba a 

nivel de empresa, aunque sin excluir el nivel superior. Por último, la huelga, aunque con 

ciertas garantías, se ceñía a una importante burocracia.

Pues bien, con todas sus sombras, dicho modelo no amenazaba la existencia misma de la 

actuación colectiva de los trabajadores y dejó entreabiertas válvulas institucionales que 

avalaron cierta unidad de clase, utilizadas como instrumento por parte de los trabajadores 

en distintas circunstancias. De hecho, por limitadas que fueran esas rendijas, el mundo 

sindical  actual,  arrinconado por  el  aparato  estatal  hasta  el  hartazgo y  velando por  su 

supervivencia, ya quisiera contar con espacios de ese tipo.

Importa profundizar en esa etapa no por reclamar un mítico “pasado glorioso” o por la 

necesidad per se de retornar al pasado, lo que podría implicar una mirada retardataria, 

sino por entender aquello que encerraba ese modelo y que resultaba tan repelente para 

el proyecto neoliberal que hoy, ya maduro, rinde sus frutos. Y para situar, también, lo que 

podría ser el significado profundo de la “deuda”.

Como ya se deslizó al principio, el modelo antiguo consagró la titularidad sindical y no 

establecía un reemplazo de trabajadores en huelga. Además, no era del todo refractario a 

la huelga fuera de los límites de la negociación tradicional. Pero lo más fundamental del 

modelo antiguo y que el Plan Laboral echó por tierra, fue la posibilidad de negociar más 

allá del nivel de empresa.

Ya   en   la   primera   versión   del   Código   se   habilitaron   espacios   para   la   negociación 

coordinada,   como   se   aprecia   en   la   posibilidad   de   negociar   por   área   que   tenían   las 

confederaciones de sindicatos de mismo oficio o tarea (“sindicatos profesionales”) o, para 

el caso del salario mínimo obrero, en la posibilidad de negociar por sector, en instancias 

tripartitas, que tenían los “sindicatos industriales”. Eso se tradujo, no sin presión de los 

trabajadores, en el desarrollo de varias negociaciones sectoriales.

En un comienzo, ellas se expresaron en la modalidad que resultó más accesible, que fue la 

de los tarifados tripartitos de salarios mínimos por rama. Los primeros que se pueden 

detectar   se   ubican  en   fechas   tempranas   y   en  diversos   sectores:   los   establecimientos 

gráficos de Santiago (1935), la industria hotelera y similares (1936), los obreros del calzado 

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(1940), los electricistas (1941) y la industria gráfica de la sección Valparaíso (1948). Este 

tipo de  negociación,   si  bien  no  se  produjo  en   forma masiva,   se   fue  ampliando en  el 

tiempo, en número y contenido.

Quizás el aspecto que afianzó más la actividad sindical fue el establecimiento de derechos 

reales para el sector agrícola hacia 1964 -en esa fecha el sector asalariado más numeroso- 

y luego la ley de Comisiones Tripartitas de 1968, que consolida la negociación por rama. 

Además, en 1971 se reconoce a los sindicatos constitucionalmente y que son libres para 

cumplir sus propios fines. En parte por todo eso, la tasa de sindicalización, muy contenida, 

logra alzarse: de 11,2% en 1964 a 33,7% en 1973.

A   ello   cabe   añadir   el   desarrollo   de   acciones   al  margen   de   la   legalidad   que   fueron 

empujando los límites sociales, como las huelgas “ilegales” (que eran predominantes) o la 

formación de la Central Única de Trabajadores, en 1953, la cual, aun siendo ajena a las 

posibilidades legales, adquirió una enorme gravitación. Otra innovación, ya del tiempo de 

la Unidad Popular,  fue el desarrollo de Cordones Industriales,  experiencia de control y 

autogestión coordinada de fábricas que surgió como respuesta popular al “paro patronal” 

de 1972, que puso en riesgo el abastecimiento de la población.

La   dictadura   vendrá   a   atajar   ese   avance   popular   en   la   deliberación   colectiva   de   las 

condiciones de trabajo y de vida y el reconocimiento institucional que se estaba haciendo 

de ese poder.

Algo   que   poco   se   conoce   es   que   en   los   primeros   años,   además   de   reprimir   a   los 

“elementos  sindicales  molestos”,   los  militares   intentaron controlar   lo  que quedaba de 

movimiento   sindical   con   un   proyecto   de   ley   que afirmaba,   de   manera   torcida   y 

manipulada,   su   estructura   de   segundo   grado,   a   la   saga   de   la   experiencia   totalitaria 

española  e   italiana.  La  filosofía de esta  apuesta  era  que el   sindicato  fuera  un órgano 

gremial (apolítico) y que, unido por el mismo interés al gobierno y los empresarios –tesis 

del unitarismo social–, fuera un articulador del Estado. Allí contaba con el apoyo de varios 

dirigentes.

Pero a medida que los civiles neoliberales adquirían más legitimidad, la cartera del Trabajo 

giró de manera cada vez más decidida en otra dirección para neutralizar al sindicalismo. El 

giro más grande lo protagonizará José Piñera, ministro del Trabajo entre 1978-1980, quien 

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formuló, en su última versión, la nueva legislación sindical, que denominó Plan Laboral (DL 

2.756 y DL2.758). Él lidiará con el problema sindical por la vía propiamente neoliberal, que 

es la de reducción de los sindicatos.

Bajo la inspiración de Milton Friedman y en especial de Friedrich Hayek –autor del célebre 

ensayo   “Sindicatos   ¿Para  Qué?”,   de  1959–,   Piñera   concibió  una   institucionalidad  que 

tolerara   a   sindicatos   siempre   y   cuando   fueran   pequeños   y   encapsulados.   Esa 

institucionalidad   se   basaba   en   4   pilares:   a)   Negociación   solo   de   nivel   de   empresa, 

prohibida   por   rama;   b)   “Huelga   que   no   paraliza”,   practicada   solo   en   la   negociación 

colectiva y con reemplazo de trabajadores en huelga; c) Pluralismo a ultranza, permitiendo 

la competencia de sindicatos entre sí  y a la vez con grupos negociadores dentro de la 

empresa; y d) Despolitización, alejando la acción sindical de los temas país y confinándola 

a   lo   local   e   inmediato   (vetando   incluso   ahí   el   poder   negociar   las   “facultades 

administrativas del empleador”).

Esta estructura básica, explicitada por el propio José Piñera, sigue vigente y es una guía 

para chequear en qué grado una reforma que se plantee en oposición al Plan Laboral 

efectivamente se dirige a desmontarlo (se puede constatar, así, que la actual reforma ni 

siquiera lo remece).

Ahora bien, importa precisar que la reducción total de la negociación colectiva al espacio 

más restringido fue el  principal  cambio del  modelo de 1979.  Al  clausurar  la salida del 

sindicato   fuera  de   la  empresa  e   incentivar   su   fragmentación,   se  permitió   la  primacía 

absoluta de la acción individual y se cerró una etapa de la vida nacional que aceptaba 

cohabitar con la fuerza de trabajo organizada.

Respecto   a   la   intervención   del   Estado   en   la   relación   colectiva   de   trabajo   –algo 

contraintuitivo respecto al imaginario sobre el neoliberalismo- el Plan Laboral la fortaleció, 

con nuevos amarres procedimentales y mayor regulación de la huelga y la negociación. 

También en la despolitización persevera, por el potencial de los sindicatos de orientarse 

contra el nervio vital del sistema económico.

Así   como  no  habría   que   fetichizar   el   pasado,   no  parece   razonable   desechar   a   priori 

algunos elementos solo por haber ocurrido en otro momento. Es válido conocer lo que 

buscó en esencia desarmar el Plan Laboral de la dictadura, a saber, la amplitud, la unidad 

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y   la   solidaridad   de   acción   de   los   trabajadores,   como   la   expresada   en   estructuras 

sectoriales, para poder analizar desde allí si eso que atacó es o no todavía pertinente a la 

hora de enfrentar los problemas del presente.

Hoy,   en   un   país   tan   desigual,   con   solo   un   14,2%   de   sindicalización   y   un   8,4%   de 

trabajadores  cubiertos  por  contratos  colectivos,   todo parece   indicar  que velar  por  un 

espacio agregado de actuación sindical es la condición misma para que exista el sindicato 

y, por ende, una voz alternativa a la del empresario en la definición del orden del trabajo. 

A menos que se piense que los sindicatos ya no son necesarios, caso en el cual sería bueno 

transparentar la discusión.