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De Copley a Wesselmann, apuntes para una historia de la pintura de Estados Unidos a través de la colección del Museo Thyssen-Bornemisza CARMEN BERNÁRDEZ SANCHÍS a fondo: encuentros ante las obras LA PINTURA DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICA en el Museo Thyssen-Bornemisza

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a fondo: encuentros ante las obras De Copley a Wesselmann, apuntes para una historia de la pintura de Estados Unidos a través de la colección del Museo Thyssen-BornemiszaCARMEN BERNÁRDEZ SANCHÍS

a fondo: encuentros ante las obras

LA PINTURA DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICAen el Museo Thyssen-Bornemisza

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LA PINTURA DE LOS ESTADOS UNIDOS DE AMÉRICAen el Museo Thyssen-Bornemisza

De Copley a Wesselmann, apuntes para una historia de la pintura de Estados Unidosa través de la colección del Museo Thyssen-Bornemisza1

por

CARMEN BERNÁRDEZ SANCHÍS

1 Además de reflejar lo impartido durante el curso, este texto forma parte de mi investigación como integrante del Proyecto de Investigación financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad “Construcción y comunicación de identidades en la historia de las relaciones internacionales: dimensiones culturales de las relaciones entre España y los Estados Unidos” (HAR2009-13284), así como del Grupo de investigación de la Universidad Complutense “Historia y cultura de EE.UU.” (Programa Santander-UCM: GR35/10-A).

En el mes de Octubre de 2011 tuvo lugar un curso sobre la pintura de los Estados Unidos de América en el Museo Thyssen-Bornemisza. En el transcurso de las diferentes sesiones, muchos asistentes manifestaron su sorpresa ante el descubrimiento de manifestaciones creativas que desco-nocían casi en su totalidad. Y es que aun hoy la pintura de Estados Unidos se conoce poco en Europa, a excepción de sus exponentes más publicitados y reconocidos, que podríamos limitar, sin temor a equivocarnos en exceso, a la llamada “Escuela de Nueva York”, la gran generación de abstractos surgidos tras la Segunda Guerra Mundial, cuya obra se ha ido dando a conocer desde los años cincuenta con creciente presencia internacional. Esta generación también llamada del Expresionismo Abstracto Americano dejaba patente que Nueva York había tomado el relevo de París en lo que a actividad artística se trataba. A partir de entonces, el arte norteamericano mostraría su gran capa-cidad como estímulo y motor de iniciativas artísticas de diverso tipo, en diferentes soportes y a escala global.

No obstante, el ar te producido con anterioridad al Expresionismo Abstracto está todavía lejos de ser conocido y apreciado en su justa medida. Desde la independencia de los Estados Unidos en 1776 hasta 1947 –fecha en que Jackson Pollock empezó a pintar sus famosos goteados o drippings– los artistas en Estados Unidos crearon obras sintonizadas con las inquietudes de su época, respondiendo a sus propios planteamientos expresivos y comunicativos, pero también y de forma muy relevante, a su deseo de construir la identidad de un arte “americano” que reflejara su variada y compleja nación.

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La colección

Para trazar la evolución del arte norteamericano desde la mirada europea tenemos la suerte de contar con una extraordinaria colección de pintura de Estados Unidos del siglo XVIII al XX, que forma parte de los fondos del Museo Thyssen-Bornemisza, inédita en Europa por cuanto no se cuenta con otra parecida en número y calidad fuera de los Estados Unidos. La colección fue reunida por el segundo barón, Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza (1921-2002) que descubrió la pintura norteamericana en sus frecuentes viajes durante la década de los sesenta, adquiriendo en un primer momento paisajes del siglo XIX y enseguida el resto de los géneros y épocas. Su gusto personal le dictaba las compras, y sin contar con asesores f ijos –como sí había tenido su padre– consultaba a los galeristas, visitaba las secciones de arte norteamericano de los museos y requería el consejo de especialistas en cada caso.2 Su interés por el arte norteame-ricano rendía “homenaje a la sangre de sus antepasados” según Anthony Burgess3, a sus propias raíces maternas, ya que su madre era una aristócrata húngara de ascendencia estadounidense con la que se había casado su padre y primer barón, Heinrich Thyssen (1875-1947).

La pintura norteamericana en el Museo contiene cuadros de 55 artistas que reseñamos a continuación: Milton Avery, Romare Bearden, George Bellows, Albert Bierstadt, Patrick

2 Alarcó, Paloma, “El Barón Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza, coleccionista de arte moderno”, en Museo Thyssen-Bornemisza. Pintura Moderna, Madrid, Museo Thyssen-Bornemisza, 2009, p. 17.3 Maestros Modernos de la Colección Thyssen-Bornemisza, Ministerio de Cultura, Dirección General de Bellas Artes y Archivos, Centro Nacional de Exposiciones, 1986, p. 18.

H. Bruce, Charles E. Burchf ield, George Catlin, William Merritt Chase, Frederick E. Church, James G. Clonney, Thomas Cole, Joseph Cornell, Jasper Cropsey, Stuart Davis, Charles Demuth, Arthur G. Dove, Asher B. Durand, Richard Estes, Lyonel Feininger, Arshile Gorky, William M. Harnett, Marsden Hartley, Martin J. Heade, Winslow Homer, Edward Hopper, George Inness, John F. Kensett, Willem de Kooning, Fritz H. Lane, Richard Lindner, Roy Lichtenstein, Morris Louis, John Marin, Georgia O’Keeffe, John F. Peto, Jackson Pollock, Maurice Prendergast, Robert Rauschenberg, Frederick Remington, James Rosenquist, Mark Rothko, Theodore Robinson, John S. Sargent, Ben Shahn, Charles Sheeler, Francis A. Silva, John Sloan, Frank Stella, Clyfford Still, Mark Tobey, Max Weber, Tom Wesselmann, James Whistler, Carl Wimar, Andrew Wyeth.4

De esta nómina de artistas el Museo posee pinturas, y sólo en el caso de Joseph Cornell hallamos obras tridimensionales, dos de sus célebres cajas. Sólo está representada una mujer artista, Georgia O’Keeffe, aunque con cinco cuadros, sólo superada por el realista Winslow Homer del que el Museo cuenta con seis cuadros. Siguen Ben Shahn con cuatro obras, y Edward Hopper con tres. La adquisición de pinturas de O’Keeffe por el barón supuso la introducción en Europa de esta artista, como señalaba Burgess: “ha sido el primero que ha introducido la obra de Georgia O’Keeffe en Europa, consi-derándola, a pesar de opiniones contrarias, la mejor pintora americana del siglo XX”.5 La Colección Carmen Thyssen posee

4 La primera publicación que recogió la colección norteamericana del barón Thyssen fue realizada por Gail Levin, Twentieth-century American painting, London, Sotheby’s Publication, 1987.5 Ibidem.

fig. 1

Georgia O’KeeffeLirio blanco nº 7, 1957Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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44 artistas estadounidenses, de los cuales es también Georgia O’Keeffe la única mujer. Por número de cuadros encontramos a Maurice Prendergast con cinco, Childe Hassam también con cinco, Martin Johnson Heade con cuatro, Alfred Bierstadt con tres, y Alfred Thomson Bricher con otros tres.6

La colección norteamericana permanente del Museo, que es la que vamos a contemplar en este texto, ofrece la posi-bilidad de completar un desarrollo histórico de algo más de doscientos años, desde 1764, con el Retrato de Miriam Kilby, mujer de Samuel Hill [f ig. 2], de John Singleton Copley (1738-1815) hasta Desnudo nº 1, pintado por Tom Wesselmann (1931-2004) en 1970. Por géneros, estilos y artistas, ofrece un importante elenco de obras significativas que la convierte, como señalábamos antes, en la única colección norteame-ricana de esta calidad en Europa.

La pintura norteamericana se da a conocer en España

En 1986 tuvieron lugar las primeras conversaciones que culminarían con la inauguración del Museo Thyssen-Bornemisza el 8 de octubre de 1992 y al año siguiente, con el contrato de adquisición de la colección por parte del Estado español. En 1986 el Ministerio de Cultura organizó en Madrid la exposición de dos secciones de la colección principal entonces instalada en Villa Favorita en Lugano, Suiza. Se expuso una selección de los maestros antiguos en la Academia de San Fernando, y otra de los modernos en la Biblioteca Nacional. Dentro de la sección moderna, que

6 Arnaldo, Javier (ed.), Catálogo de la Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, Madrid, Fundación Colección Thyssen-Bornemisza, 2004, 2 vols.

fig. 2

John Singleton CopleyRetrato de Miriam Kilby, mujer de Samuel Hill, c. 1764Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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tuvo lugar del 10 febrero al 6 abril de 1986 y pasó después al Palau de la Virreina de Barcelona, se incluyó una buena representación de artistas de Estados Unidos.7

Con un sentido más específ ico, dos años más tarde se presentó al público barcelonés la colección norteameri-cana, con lo que quedaba patente la intención que había tenido el barón de coleccionar estas obras no solo por su gusto personal, sino también respondiendo al criterio de representar una “escuela” con carácter distintivo, inclu-yendo la especificidad en el título de la exposición, Maestros americanos del siglo XIX de la colección Thyssen-Bornemisza celebrada nuevamente en el Palau de la Virreina de Barcelona, del 6 de abril al 12 de junio de 1988.8 El anónimo cronista de la exposición la describía en La Vanguardia, parafraseando al barón, como un segundo descubrimiento de América:

“España descubrió América. Estos cuadros del siglo XVIII y XIX se hicieron para que los propios ameri-canos descubrieran su paisaje. Para ustedes será un segundo descubrimiento de América, espero que les guste”.9

7 Stuart Davis, Pochade 1958, Lyonel Feininger, Architecture II, 1921, Lady in Mauve, 1922, Der Weisse Mann, 1907, Edward Hopper, Hotel Room, 1931, Willem de Kooning, The Man with Red Moustache, 1971, Morris Louis, Pillars of Hercules, 1960, Georgia O’Keeffe, New York with Moon, 1925, Jackson Pollock, Brown and silver, 1951, Robert Rauschenberg, Express, 1963, Mark Rothko, Green on Maroon, 1961, Clyfford Still, Untitled, 1965, Max Weber, New York, 1913, y Andrew Wyeth, My Young Friend, 1970.8 Se expuso a: Copley, Charles Wilson Peale, John Singer Sargent, Winslow Homer, John William Hill, Thomas Cole, Frederic E. Church, Asher Durand, Albert Bierstadt, Kensett, Sandford, Lane, Heade, William Sidney Mount, J. G. Clonney, Charles Wimar, W. M. Harnett, John Peto, Theodore Robinson, Childe Hassan.9 Anónimo, “Thyssen ha elegido Madrid porque es capital de España y de Hispanoamérica”, La Vanguardia, Barcelona, 7 abril 1988, p. 49.

fig. 3

Stuart DavisPochade, 1956-1958Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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(1957).10 En la siguiente década encontramos, en 1963, Arte de América y España en el Palacio de Velázquez y en el de Cristal de Madrid; en 1964 una selección de los fondos de la Colección Johnson se expuso en el Casón.11

En los setenta hubo varias exposiciones en galerías de arte madrileñas, como Arte Pop americano en 1974 en la Ynguanzo y en el mismo año la galería Iolas Velasco expuso obra de Man Ray. En 1976 pudo verse El arte USA en la Fundación March. En 1977 la barcelonesa galería Maeght expuso una antológica de Calder, y en ese mismo año tuvo lugar otra muestra en la Fundació Miró con colaboración de la March de Madrid. En esta fundación se vieron en 1979 obras recientes de Willem de Kooning y al año siguiente la obra de Robert Motherwell. Minimal Art se mostró en esa misma institución en 1980.12

La década de los ochenta presenció una importante f lora-ción de exposiciones de arte estadounidense. Superada la transición democrática, en España no solo se organi-zaban o recibían grandes exposiciones; también se querían establecer infraestructuras culturales y artísticas públicas y privadas como museos, centros de arte, fundaciones, ferias, etc. que cubrieran las nuevas necesidades de un incipiente coleccionismo de arte contemporáneo y de la

10 Bernárdez Sanchís, Carmen, “Ímpetu y sueño del arte norteamericano en los escritos de Aguilera Cerni”, Revista Complutense de Historia de América, vol. 36, 2010, pp 127-149.11 Véase Tusell, Genoveva, “La internacionalización del arte abstracto español: el intercambio de exposiciones con los Estados Unidos (1950-1964)”, UNED. Espacio, Tiempo y Forma, Serie VII, Hª del Arte, t. 16, 2003 pp. 223-232.12 Véase Bernárdez Sanchís, Carmen, “Noticia y recepción en España del arte y los artistas de Estados Unidos (1950-1989)” en AA.VV., Norteamérica y España: percepciones y relaciones históricas: una aproximación interdisciplinar, Málaga, Sepha, 2010, pp. 230-264

¿Tenía razón el barón Thyssen al hablar de “descubri-miento”? Sí y no. Sí porque verdaderamente nunca se había visto y dado publicidad a la exposición de una colección tan completa de pintura americana. No, porque no había sido la única exposición. Desde los años cincuenta hasta 1986 se había podido ver pintura norteamericana en diversas muestras, sobre todo tras suscribirse los pactos hispano-norteamericanos en septiembre de 1953. El régimen se abría, aunque todavía tímidamente, de la mano de los Estados Unidos y por intereses geopolíticos vinculados a la guerra fría. Para España supuso ver el f inal de la autarquía, resta-blecer relaciones y entrar a formar parte de la ONU en diciembre de 1955.

En 1953 la exposición Arte abstracto, celebrada en el ámbito del Primer Congreso de Arte Abstracto en Santander, incluyó una escasa representación de la abstracción norteamericana, pero fue en 1955 cuando, en la sala de la Dirección General de Bellas Artes, se vio del 23 abril al 6 mayo una exposición itinerante por Europa de fondos más abundantes de arte de Estados Unidos pertenecientes a la Academia de Bellas Artes de Pensilvania. También en ese año, el Museo de Arte Moderno de Nueva York realizó una selección de obras de artistas norteamericanos que expuso, con el título El arte moderno en los Estados Unidos, en la III Bienal de Barcelona. En 1958 La Nueva Pintura Americana se presentó en el Museo Nacional de Arte Contemporáneo de Madrid. Hay que destacar también que el crítico Vicente Aguilera Cerni, en un importante gesto pionero en este tipo de investigación en España, escribió dos libros dedi-cados al arte de Estados Unidos: Introducción a la pintura norteamericana (1955) y Arte norteamericano del siglo XX

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industria cultural de las recién implantadas comunidades autónomas.13 Así, la instalación en Madrid de la colección Thyssen-Bornemisza, con una sección en Barcelona, se insertó en una década de gran actividad cultural alen-tada por inquietudes políticas surgidas de la estabilización democrática, que tuvo su prueba de fuego en el intento de golpe de estado de Tejero y Milans en 1981.

En 1981 vimos obra gráf ica pop en la galería Alençon; Barbara Rose comisarió en 1982, para la Fundación La Caixa, Pintores norteamericanos de los años ochenta; la Dirección General de Bellas Artes expuso obra de Man Ray en 1983, y la galería Fernando Vijande expuso y recibió en persona a Warhol en enero de 1983, causando una notable conmoción en el Madrid de la llamada “Movida”. En 1984 se celebró en el Palacio de Velázquez de Madrid Tendencias en Nueva York, así como una exposición de John Chamberlain en el Palacio de Cristal. También en ese año la Fundación Juan March expuso a Joseph Cornell, y al siguiente a Robert Rauschenberg. En 1986 la Fundación La Caixa mostró obra de Christo, y ese mismo año la Colección Thyssen-Bornemisza hizo su primera aparición ante el público español.

Como se puede deducir de esta enumeración, la presencia del arte de los Estados Unidos había sido creciente desde los años cincuenta, intensif icándose desde los ochenta. Pero, salvo en el caso de la primera de las exposiciones reseñadas, que en 1955 mostró obras del XIX de la Academia

13 Calvo Serraller, Francisco, “La política oficial y el arte contemporáneo entre 1980 y 1995” en AA.VV., Mercado del Arte y Coleccionismo en España (1980-1995), Cuadernos Ico, Madrid, 1996 pp. 67-80; Marzo, José Luís, ¿Puedo hablarle con libertad, Excelencia? Arte y poder en España desde 1950, Murcia, CENDEAC, 2010, capítulo 3.

fig. 4

Joseph CornellCacatúa Juan Gris nº 4, 1953-1954Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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de Pensilvania, lo que se había expuesto era mayoritaria-mente arte del XX, y prácticamente referido a sus etapas más oficialmente “triunfantes”, el Expresionismo abstracto y el Pop. Seguía sin conocerse el arte de los siglos XVIII y XIX y la primera mitad del XX. Estas ausencias serían cubiertas por la colección Thyssen cuando quedó instalada en el Museo.

Independencia e identidad. La conquista de la frontera.

En 1988, al comentar en la revista Goya la exposición Maestros americanos del siglo XIX de la colección Thyssen, Socías Palau destacaba:

“... pocas ocasiones hemos tenido, en general, para contemplar tales cuadros (salvo escasas reproduc-ciones en Historias del Arte) y además porque es una pintura hecha muy a menudo para descubrir un país, un país grande y magníf ico, que los pioneros iban explorando y los artistas reproduciendo, mediante unas obras a veces de gran calidad artística y otras algo ingenuas, pero siempre interesantísimas como documentos históricos (...) toda esta pintura está llena de un clarísimo espíritu americano, hecho de admira-tiva contemplación y descubrimiento de la naturaleza, entre ingenuo y maravillado, pero también de espíritu de lucha y de conquista.”14

14 Socías Palau, Jaume, “Crónica de Barcelona. El “Boom” Thyssen y su colección de pintura americana”, Goya nº 203, marzo-abril 1988, pp. 298-299.

El crítico aludía a varios aspectos esenciales en el debate sobre el arte de los Estados Unidos: su desconocimiento bastante generalizado, la vinculación de su pintura con el descubrimiento geográf ico de América del Norte y la expansión colonizadora, la calidad artística en proceso de af ianzamiento, y la idea de que respondía a un “clarí-simo espíritu americano”. En esta última consideración, el cronista explica lo que entiende por espíritu americano: admirativa contemplación de la naturaleza, e ingenuidad mezclada con espíritu pionero.

Cuando en 2000 el Museo Thyssen-Bornemisza organizó la exposición monográfica de paisaje titulada Explorar el Edén. Paisaje americano del siglo XIX (que tuvo lugar del 29 de septiembre de 2000 al 14 de enero de 2001) la historiadora estadounidense Barbara Novak en su texto del catálogo atribuía el escaso conocimiento del arte americano del XIX, incluso en el ámbito profesional de la historia del arte, a la insuf iciente comprensión de la cultura que se desarrolló en los territorios del Nuevo Mundo. A ojos de los euro-peos, los Estados Unidos eran una nación joven de sólo doscientos años que no poseía una cultura equiparable a la vieja Europa y, aunque poderosos en lo económico, lo político –la democracia americana consolidada, anali-zada por Alexis de Tocqueville en un texto del siglo XIX ya clásico– y lo militar, eran prácticamente “menores de edad” en lo cultural. No se comprendía adecuadamente la peculiaridad de su desarrollo histórico y en consecuencia no se aquilataban bien sus implicaciones sociales, étnicas, geográf icas y religiosas, ni el importante factor de las oleadas migratorias.

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Sin duda uno de los ejes de todo análisis sobre el arte de Estados Unidos pasa por la observación de ese proceso identitario, por la constatación de una búsqueda del carácter distintivo, síntoma y símbolo de una cultura en proceso de definición y expansión. La construcción de un “arte ameri-cano” que llevaron a cabo los artistas está inserta en este proceso, pero desde una posición no central en la sociedad americana, pragmática y recelosa o cuando menos indife-rente al artista y al intelectual, como apunta Dore Ashton:

“Los americanos habían valorado siempre al artista por su papel funcional –ya fuera como historiador de la moral y las costumbres, como adulador de la condición social o como glorif icador de las aspira-ciones nacionales– y raramente por su espiritualidad imaginativa. La historia de los pintores americanos que se desviaron de los temas establecidos por sus mecenas es una crónica de repetidos gritos de soledad y desesperación, el testimonio de una inexorable excentricidad, de una obstinada reclusión”.15

En los retratos de Copley Retrato de Miriam Kilby, mujer de Samuel Hill (c.1764) o de Peale, Retrato de Isabella y John Stewart (1773-4) [fig. 5] vemos cómo las primeras épocas, desde la Independencia (1776) hasta la Guerra Civil o de Secesión (1861-65) están marcadas por la inevitable aunque un tanto onerosa relación con el arte europeo, fuente nece-saria para la formación más completa de los artistas jóvenes y destino final de creadores más maduros que harían carrera

15 Ashton, Dore, La Escuela de Nueva York, Madrid, Cuadernos Arte Cátedra, 1988, p. 16.

fig. 5

Charles Willlson PealeRetrato de Isabella y John Stewart, c. 1773-1774Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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El proceso de búsqueda y construcción de una identidad artística propia emancipada de Europa no fue fácil ni rápido, porque los fundamentos estéticos normativos se enten-dían como necesarios a ambos lados del océano Atlántico. Las colonias americanas, marcadas por las circunstancias históricas, fueron definiendo sus objetivos políticos como nación, pero para sus creaciones arquitectónicas y plás-ticas confiaban en los modelos europeos, implantando en suelo americano el neoclasicismo, el romanticismo y el realismo que portaban consigo muchos artistas europeos que se establecieron en el nuevo país. Por ello podemos con facilidad relacionar en términos de estilo el paisajismo americano del XIX con el europeo, pero hay rasgos distin-tivos que harán de este paisaje algo singular, precisamente porque responde a las inquietudes más profundas de la nueva nación. Asumiendo los planteamientos del “destino manifiesto” y la dimensión teológica de los escritores y polí-ticos americanos entre los siglos XVIII y XIX, los paisajistas de la Hudson River School, con Thomas Cole a la cabeza (Expulsión. Luna y luz de fuego, c. 1828 )[f ig. 6] incorporaron a sus paisajes no solo el deseo de representación de un territorio que estaba siendo explorado y colonizado, sino también investido de sentido espiritual según la noción emersoniana de Oversoul, esto es, “Superalma”. Pintaban con gran precisión en los detalles y con un colorido nunca visto antes; iluminaban sus paisajes con intensas luces de amanecer o crepúsculo, mostrando la grandiosidad y belleza de parajes apenas explorados. Todo ello se inter-pretaba como el jardín del Edén en la tierra, expresión manif iesta del pueblo elegido. Cole, Church, Bierstadt, Cropsey, Durand, etc. retrataban la grandiosidad de una Norteamérica que había sido atravesada por Lewis y Clark

en Europa, como Benjamin West y John Singleton Copley en Inglaterra. Europa proporcionaba modelos de prestigio incuestionable, construidos a partir de la gran tradición pictó-rica del Renacimiento hasta el siglo XIX. El viejo continente poseía grandes museos y un sistema académico fuertemente reglamentado que parecía necesario si un artista quería ser reconocido como tal. El viaje de estudios fue objetivo para muchos, pero otros que permanecieron en suelo americano, recibían noticia y reproducciones grabadas de los modelos de referencia. A finales del XVIII y principios del XIX por las colo-nias se desplazaban pintores itinerantes cuya tosca ingenuidad en la representación de figuras, paisajes y animales, difícil-mente parangonables con los modelos ingleses, satisfacía la demanda de los colonos que se mostraban complacidos al ver inmortalizado su estatus social. A medida que estos pintores llamados Primitivos fueron siendo conocidos e indi-vidualizados, la pintura que produjeron ha ido valorándose como manifestación creativa vernácula, aunque ninguno de estos pintores (Nehemiah Partridge, Ammi Phillips, Edward Hicks, etc.) está presente en el Museo Thyssen. Lo que sí vemos en sus salas son varios retratos de mano de artistas de buena formación: en los de John Singleton Copley hallamos una muy notable calidad que haría de él uno de los grandes artistas americanos. Aunque es innegable la influencia del retrato inglés del XVIII, su sólida manera de definir los volú-menes y la precisión de su dibujo nos permiten conocer no solo la fisonomía de sus personajes, sino también la reso-lución y firmeza de las actitudes de éstos ante la vida. Estos retratos nos hablan de las primeras colonias y sus habitantes, marcados por la ética calvinista puritana que edificó con su moral del trabajo, la lectura literal de la Biblia y el temor de Dios el sustrato cultural inicial de la nación.

fig. 6

Thomas ColeExpulsión. Luna y luz de fuego, c. 1828Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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de 1804 a 1806 en un viaje épico, alentado por Thomas Jefferson, sobre el que ambos exploradores escribieron completos diarios. La pintura de paisaje de la escuela del río Hudson participaba de varias consideraciones: la iden-tificación romántica y religiosa del artista con la dimensión sublime de la naturaleza, la curiosidad por la descripción geográf ica (por inf luencia de los escritos de Humboldt), y la coincidencia con el Trascendentalismo americano de Nueva Inglaterra encarnado principalmente en Ralph Waldo Emerson y Henry David Thoreau, entre otros. Algunos paisajes panorámicos, como el de Jasper F. Cropsey, El Lago Greenwood (1870) [f ig. 7] proporcionan un punto de vista sobre la naturaleza similar a la metáfora emersoniana del “globo ocular transparente”:

“De pie sobre la tierra desnuda, bañada mi cabeza por el aire leve y erguido ante el espacio infinito, todo mezquino egoísmo se desvanece. Me convierto en un globo ocular transparente. Nada soy, lo veo todo, las corrientes del Ser Universal me recorren, soy una parte o partícula de Dios”.16

La pintura de paisaje de la Hudson River y el más naturalista y menos espiritualizado Luminismo de, por ejemplo, Francis A. Silva (Kingston Point, río Hudson, c.1873) [f ig. 8] lograron ser un producto americano genuino de calidad, pero todavía en Europa se ejercía una inclemente comparación con los

16 “Standing on the bare ground, -- my head bathed by the blithe air, and uplifted into infinite space, -- all mean egotism vanishes. I become a transparent eye-ball; I am nothing; I see all; the currents of the Universal Being circulate through me; I am part or particle of God” [la traducción es mía] Ralph Waldo Emerson, “Nature”, Essays & Lectures, New York, Literary Classics of the United States, 1983 p. 10.

fig. 7

Jasper F. CropseyEl Lago Greenwood, 1870Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

fig. 8

Francis A. SilvaKingston Point, río Hudson, c.1873Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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modelos ingleses u holandeses. Entre otras cosas, creían que los colores de los árboles en los cuadros eran inverosí-miles e inventados. Jasper Cropsey tuvo que mostrarles unas cuantas hojas otoñales del valle del Hudson para demos-trar que sus mil colores eran reales. En Estados Unidos los paisajistas del Hudson gozaron de gran éxito hasta f ines de siglo, cuando empezaron a importarse paisajes realistas europeos (de la escuela de Barbizon sobre todo) y en el mercado interno americano empezaron a bajar de precio.

En las últimas décadas del siglo XIX el paisajismo recupera posiciones gracias a la pintura naturalista de uno de los grandes pintores de Estados Unidos, Winslow Homer. Sus retratos del mar, las montañas, y la relación del hombre con la naturaleza se alejan del sentido religioso de la generación anterior, pero transmiten igualmente la magnificencia de los paisajes. Obras como la acuarela Ciervo en los montes Adirondacks (1889) o sobre todo La señal de peligro (1890-96), muestran cómo Homer es capaz de ref lejar la dimensión trágica del rescate en un océano embravecido –que en algunos aspectos nos recordaría a La narración de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe (1838) o la épica lucha de Melville– pero, igualmente, la apacible práctica burguesa del paseo en Waverly Oaks (1864) . Por su parte El viejo puente (1890) [f ig. 9], de Theodore Robinson, muestra una escena de la vida cotidiana en un entorno sereno inundado de pequeñas pinceladas de colores, en un registro impre-sionista de este pintor que durante su estancia en Francia tan próximo estuvo a Claude Monet.fig. 9

Theodore RobinsonEl viejo puente, 1890Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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Otros protagonistas: indígenas y afroamericanos

En las salas del Museo Thyssen-Bornemisza se puede ver “otra” parte de la historia de los Estados Unidos: la que relata la vida de los pueblos nativos y documenta la presencia de la población negra. En torno a los primeros se creó una extensa literatura y se construyó la gran epopeya de los Estados Unidos: la exploración del territorio, la expansión de las fronteras y sus consiguientes procesos de asentamiento de colonos y extensión de cultivos. Todo ello, como es bien sabido, a expensas de los habitantes origina-rios de esos extensísimos territorios, tribus generalmente nómadas sin un concepto de propiedad de la tierra seme-jante al de los colonos de procedencia europea. La epopeya del Wild West, las luchas con los indios norteamericanos y la extinción y reclusión de buena parte de sus poblaciones constituyen tema abundante para el Western cinematográ-f ico, las novelas populares y algunas obras señeras de la literatura estadounidense como, por ejemplo, The last of the Mohicans, de James Fenimore Cooper (1826). George Catlin en Las cataratas de San Antonio (1871) representa la muy directa y especial relación que mantuvo con diversas tribus indígenas con las que convivió entre 1830 y 1838, retratando sus costumbres, sus formas de vida y a sus jefes en una extraordinaria “galería india” que mostró en varias ciudades europeas. Unos años más tarde, en El rastro perdido [f ig. 10], de Charles Ferdinand Wimar (c. 1856) y Señal de fuego apache de Frederick Remington (c. 1904) comprobamos cómo la pintura recibe y transmite esta nueva mitología de la fron-tera en cuanto historia e identidad propias. Historia que desde los años ochenta del siglo XIX, Buffalo Bill Cody llevó por todos los Estados Unidos y Europa transformada en su

fig. 10

Charles Ferdinand WimarEl rastro perdido, c. 1856Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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espectáculo de indios y vaqueros “Buffalo Bill’s Wild West” mostrando, para admiración y curiosidad del público, el mito del Lejano Oeste que ya estaba plenamente construido y se estaba exportado al mundo.

El caso de los afroamericanos, por su parte, nos lleva a la cuestión de la esclavitud, al sistema de relaciones “amo blanco/criado negro” que la Guerra de Secesión combatió. Harriet Beecher Stowe escribió la célebre novela Uncle Tom’s Cabin en 1852, y James Goodwin Clonney pintó en 1847 Pesca en el estrecho de Long Island a la altura de New Rochelle [f ig. 11], incorporando a un joven negro en su composición. Mucho antes, en 1795-97, Gilbert Stuart había retratado a Hercules, jefe de cocina esclavo de George Washington que se dio a la fuga, aunque años más tarde fue manumi-tido por el ya por entonces expresidente. En la colección americana del Museo hemos de dar un salto al corazón del siglo XX para encontrar otra representación afroamericana. En Four Piece Orchestra (1944) Ben Shahn incluye un obrero negro de los ferrocarriles –vestido con el tradicional overall y gorra de ese sector– tocando una guitarra y una armónica, y en Sunday After Sermon (1969) a través de la técnica del collage se nos muestra a toda una familia de color. Esta obra está realizada por el único artista negro en la colección norteamericana del Thyssen, Romare Bearden, vinculado con el Harlem Renaissance de los años veinte.

fig. 11

James Goodwin Clonney Pesca en el estrecho de Long Island a la altura de New Rochelle, 1847Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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Las ciudades y la configuración del gusto

The Gilded Age es la denominación crítica con que, en la novela en A Tale of Today, de 1873, Mark Twain y Charles Dudley Warner se refirieron a una época de gran prospe-ridad industrial y expansión económica, pero que a sus ojos no suponía sino el brillo de una fina capa dorada sobre un sistema político y económico corrupto. Esta expresión se ha seguido utilizando por la historiografía para referirse a la segunda mitad del XIX y primeros años del XX. Es un tiempo de desarrollo económico en el que las ciudades americanas crecen alentadas por una activa burguesía y por oleadas sucesivas de emigrantes de todas las procedencias, pero especialmente irlandeses, ingleses, holandeses, italianos, polacos etc. Tras la guerra civil, el panorama de los Estados Unidos cambió sustancialmente. El triunfo del norte indus-trial, antiesclavista, sobre el sur agrícola sustentado en las tradiciones seudo aristocráticas de los poseedores de tierras de cultivo trabajadas por esclavos, redef inió una nación federal robustecida que protagonizaría el repunte económico de la citada Gilded Age. La Exposición Universal de Chicago en 1893, llamada también World’s Columbian Exposition, fue un buen escaparate de los progresos económicos, del opti-mismo y la confianza en el futuro que reinaba en el país.

Chicago, Filadelfia, Boston y Nueva York se convirtieron en grandes centros de actividad económica. En ellas se fueron estableciendo instituciones públicas y privadas especializadas en las bellas artes como asociaciones, academias y escuelas. Las innovaciones arquitectónicas más modernas desarro-lladas en Chicago tras el incendio de la ciudad en 1871, daban muestra del legendario espíritu emprendedor e innovador

que se perfilaba como algo específicamente americano desde que se iniciara la conquista de las fronteras y la potenciación del “espíritu pionero” y la “autosuficiencia” que Emerson, Thoreau y Walt Whitman cantaron en sus escritos y poemas. La capacidad inventiva del individuo y su aportación a la comunidad sobre la base de una visión democrática estaban tan vivas en los escritos del arquitecto Louis H. Sullivan, como en la tipología innovadora del Tall Office Building, esto es, el edificio alto de oficinas también llamado metafórica-mente rascacielos. En las ciudades surgieron generaciones de artistas que desarrollaría el primer gran realismo americano en la pintura; personalidades como Thomas Eakins, también Winslow Homer, ocho años mayor que él, y los más jóvenes que recibieron su influjo directamente y continuaron la esté-tica realista al iniciarse el siglo XX, primero desde Filadelfia y más tarde desde Nueva York: Robert Henri, George Bellows, George Luks, John Sloan, y algunos más. Surtidor en Madison Square [f ig. 12], 1907, de Sloan, y Una abuela de George Bellows (1914) son cuadros del Museo Thyssen-Bornemisza elocuentes en esta concepción realista y directa, de pince-lada suelta y efectiva al describir la vida cotidiana urbana y el retrato sin ornamento ni idealización alguna.

El realismo pictórico norteamericano, igual que los estilos precedentes, se había alimentado de la experiencia del arte europeo: Winslow Homer, William Merritt Chase, Eakins, Maurice Prendergast y Robert Henri habían pasado tempo-radas en París, Munich, Londres, Madrid (para admirar a Velázquez) o Italia. Sin embargo, los artistas supieron convertir las influencias en un estilo propio dedicado y adap-tado a la vida en Estados Unidos, en consonancia con el pragmatismo predominante en la cultura norteamericana.

fig. 12

John SloanSurtidor en Madison Square, 1907Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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Lo hicieron hasta tal punto que muchos historiadores consi-deran que el lenguaje realista es el más propio de la pintura en Estados Unidos:

“debemos apuntar un gusto persistente por el realismo, que es evidente a lo largo de la historia del arte americano, y considerar la atracción de los artistas americanos por lo literal y lo inmediato como algo opuesto a lo alusivo o metafórico”.17

El realismo que se consolidó en Estados Unidos afianzaba uno de los valores cantados por Walt Whitman, el individualismo.

Así como soy existo. ¡Miradme! Esto es bastante.Si nadie me ve, no me importa,y si todos me ven, no me importa tampoco.Un mundo me ve,el mas grande de todos los mundos: Yo.Si llego a mi destino ahora mismo,lo aceptaré con alegría,y si no llego hasta que transcurran diez millones de siglos, esperaré... esperaré alegremente también.18

La pintura realista también mostraba a menudo la vida en los barrios pobres con el bullicio de sus calles y casas pobladas por familias de emigrantes. Juegos en las calles,

17 Rose, Barbara, American Art Since 1900. A Critical History, New York, Praeger 1967, p. 8.18 Walt Whitman, Canto a mí mismo, traducción de León Felipe, Barcelona, Losada 1998.

tiendas, paseos que valieron a los pintores del entorno de Robert Henri el apelativo de Ashcan School (Escuela del cubo de basura). El fotógrafo Jacob A. Riis, muy próximo a este grupo, escribió en 1890 un libro donde mostraba la otra cara del progreso. Con una intencionalidad de denuncia más acusada que los cuadros de Sloan, Bellows o el propio Henri, Riis realizó fotografías de los obreros inmigrantes hacinados en pequeñas habitaciones y describió las condiciones reales en que trabajaban y sobrevivían en los tenements de Nueva York, traduciendo sus descarnadas fotografías a dibujos que ilustran el libro.19

El gusto burgués y los expatriados de lujo

La conciencia social de Riis nunca llegó a eclipsar los gustos de los más ricos. A partir de la Exposición colombina se vio cómo la burguesía adinerada, que había contribuido a la riqueza industrial estadounidense, había af ianzado posiciones no precisamente a favor de la moderna innova-ción arquitectónica o pictórica sino, por el contrario, hacia un gusto conservador y ecléctico que dio como resultado una combinación de estilos del pasado y la introducción en la pintura de personajes alegóricos y formas clásicas –un ejemplo sería Kenyon Cox, o las pinturas murales de Sargent para la Biblioteca Pública de Boston–. Estas fórmulas estilísticas constituyen lo que se ha llamado el American Renaissance, o también estilo Beaux-Arts. El gusto de la alta burguesía americana, germen del importante

19 Riis, Jacob A., How the Other Half Lives (1890). Hay una reedición reciente de 2004 en Barnes & Noble Books. Es interesante apuntar que existe en la actualidad un museo en el Lower East Side de Nueva York dedicado a esos diminutos aparta-mentos de emigrantes, típicos de principios del siglo XX.

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coleccionismo privado, patrona de los principales museos de arte de los Estados Unidos, todavía mantenía las dife-rencias entre el “dinero viejo” de las grandes familias de ascendencia inglesa pero estadounidenses de varias gene-raciones, y el “dinero nuevo” de los empresarios y self-made men (hombres “hechos a sí mismos”) que habían escalado puestos en una sociedad de la libertad de oportunidades. La prosperidad y movilidad social hacían posible el “sueño americano”: un recién emigrado pobre podía llegar a ver a su nieto convertirse en un próspero abogado o en un prominente miembro de la comunidad.

La literatura norteamericana nos ofrece muchos perso-najes surgidos y desarrollados en esta época: Edith Warton o Henry James serían especialmente indicativos. En 1887 Henry James escribió un largo artículo sobre John Singer Sargent en el Harper’s Magazine en el que, entre otras cosas, se preguntaba por la “americanidad” de este gran pintor nacido en Europa –donde vivió toda su vida, a excepción de temporadas no muy largas en Estados Unidos–. Pintor de la “distinción”, de la elegancia, sus retratos causaron sensación en las ciudades europeas y hallaron buena acep-tación entre la burguesía americana. Su Retrato de Millicent, duquesa de Sutherland [f ig. 13], de 1904, en el Museo Thyssen-Bornemisza, da cuenta de la calidad de su técnica pictórica, que construye formas, colores y efectos lumínicos creando este monumental retrato de porte aristocrático. Sin embargo, la joven que aparece retratada en Vendedora veneciana de cebollas, de 1880-82 es destinataria de idénticas atenciones pictóricas aunque se trate de una muchacha pobre apoyada en la esquina de una habitación oscura a través de cuya ventana se atisba la luminosidad de Venecia.

fig. 13

John Singer SargentRetrato de Millicent, duquesa de Sutherland, 1904Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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La duquesa inglesa y la vendedora italiana testimonian la versatilidad del pintor. Sargent, con James Whistler y Mary Cassatt son los tres artistas norteamericanos expatriados en Europa entre dos siglos. Expatriados “de lujo” por su situación acomodada y por su capacidad para insertarse en los ambientes artísticos más punteros de Londres y París. Aunque de Mary Cassatt el Museo no posee ningún cuadro, sí conserva uno de James McNeil William Whistler, Rosa y oro. La napolitana [f ig. 14], pintado hacia 1897.

Los relatos de la modernidad

El Museo conserva una importante representación de los primeros artistas modernos americanos, abstractos y cubistas, una etapa especialmente poco conocida y a menudo eclipsada por la f loreciente generación de la segunda posguerra del Expresionismo Abstracto. Arthur Dove, Marsden Hartley, Max Weber, John Marin, Patrick Henry Bruce, Stuart Davis, Charles Demuth y Georgia O’Keef fe son los nombres de artistas cuyo trabajo se insertó en las corrientes internacionales de la vanguardia, aunque reclamando al mismo tiempo un lugar específ i-camente americano en el discurso del arte moderno. La mayor parte de ellos hicieron sus viajes de estudios a París durante la primera y segunda décadas del siglo XX, y a su vuelta a Nueva York, cuando el realismo de la Ashcan School estaba todavía activo (eran de la misma genera-ción), se fueron integrando en el círculo vanguardista de Alfred Stieglitz, constituido por un grupo de fotógrafos que editaron su propia revista, Camera Work, y abrieron su galería en 1905, The Little Galleries of the Photo-Secession. La intención de Stieglitz, fundador del grupo junto a Edward

fig. 14

James McNeil William WhistlerRosa y oro: la napolitana, c. 1897Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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Steichen, era la renovación de la fotografía, pero tres años más tarde ampliaron su ámbito para programar exposi-ciones y debates sobre pintura, escultura, dibujo, arte “primitivo” y todo aquello que se estaba gestando en los ambientes progresistas a ambos lados del Atlántico. Los artistas citados fueron integrándose en mayor o menor medida en el proyecto de la galería, que pronto cambió su nombre por el de 291, el número de la Quinta avenida donde estaba situada.

Los artistas cubistas y abstractos norteamericanos, sobre todo Arthur Dove, Marsden Hartley y Max Weber, de los que pueden verse cuadros en el Museo, sabían bien que creaban a contracorriente del gusto más asentado del público hacia el realismo o las fórmulas figurativas idealizadas y elegantes de tradición Beaux-Arts. Arthur Dove, que pintó Orange Grove in California [fig. 15] de Irwing Berlin en 1927, ya desde 1910-11 había creado cuadros plenamente abstractos. En este citado lienzo, así como en Tema musical nº 2, preludios y fugas de Bach pintado por Marsden Hartley en 1912, vemos cómo la inspiración musical –Irwing Berlin y Johann Sebastian Bach en estos dos cuadros– es elemento desencadenante de una creación pictórica que busca la sinestesia o interacción de varios sentidos. No sólo estos dos pintores; también Georgia O’Keeffe y Stuart Davis compartieron en aquellos años, tal vez por inf luencia de las teorías de Kandinsky, la idea de que formas, colores y líneas podrían provocar respuestas emocionales parecidas a las que se obtenían gracias a las armonías musicales. El círculo neoyorkino de la Galería 291, consciente de sus vínculos con Europa, buscaba su propia definición como artistas norteamericanos continuando así la pregunta por la identidad propia y la difícil conciliación de

fig. 15

Irwing BerlinOrange Grove in California, 1927Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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inf luencia foránea y pureza vernácula. Algunos buscaron en las tradiciones; otros en el presente y precisamente en los beneficios liberalizadores de ser una nación joven sin un pasado gravoso o imponente, y algunos, como nos recuerda Wanda M. Corn, utilizando en sus cuadros de manera deliberada los tres colores de la bandera: azul, blanco y rojo. Georgia O’Keeffe lo expresó de forma efec-tiva: buscaban The Great American Thing (la “gran cosa americana”).20

En 1913 llegó a Estados Unidos información cumplida sobre el arte moderno europeo –desde Ingres y Delacroix hasta Marcel Duchamp– con la gran exposición celebrada en 1913 conocida como Armory Show21. Los creadores norteameri-canos pudieron medirse directamente con los europeos, y el resultado de este evento, que desató un auténtico “éxito de escándalo”, marcó un hito en el desarrollo del arte moderno en suelo estadounidense. Empezó a af ian-zarse la vanguardia americana; se abrieron nuevas galerías dedicadas al arte moderno y se inició el desarrollo de un coleccionismo y mecenazgo del arte más actual por parte de algunos burgueses ilustrados, como los Arensberg, Katherine Dreier y Marius de Zayas22. La llegada de Marcel Duchamp, precedido de la sorpresa provocada por su Desnudo bajando la escalera en el Armory Show, animó la creación de una versión neoyorkina del movimiento Dada. Respondiendo a la pregunta de un periodista del New York

20 Corn, Wanda M., The Great American Thing. Modern Art ans National Identity, 1915-1935, Berkeley, University of California Press, 1999 p. XV.21 International Exhibition of Modern Art, 69th. Infantry Regiment Armory, Lex-ington Avenue, New York City, celebrada del 15 de febrero al 15 de marzo de 1913, incluyendo arte europeo y norteamericano.22 Véase De zayas, Marius, How, when, and why Modern Art came to New York, Cambridge, The MIT Press, 1996.

Tribune, Duchamp no dudó en afirmar que el arte en Europa estaba acabado, muerto, y que los artistas norteamericanos tenían que darse cuenta de que eran ellos los que harían posible el arte del futuro.23

Pero en realidad la experimentación dadaísta, la vanguardia en general tal como se produjo en Nueva York, estaba lejos de ser incorporada a la vida y la cultura mayoritaria americana, si es posible considerar una generalización así. Lo que parece cierto es que en los años veinte, época a menudo denominada The Jazz Age, hasta la Gran Depresión de 1929, tuvo lugar un espectacular desarrollo económico que repercutió en el de las artes y las letras en los ámbitos urbanos más pujantes. Despuntaba la cultura de masas, la compra de productos de consumo, los anuncios luminosos callejeros que cambiaban la f isonomía de las ciudades. Los reclamos publicitarios lanzaban palabras, formas y colores al imaginario colectivo de la ciudad, y Stuart Davis en sus dos cuadros del Museo Thyssen, Sweet Caporal [fig. 16] (1922) y Pochade (1956-58) reflejó estos nuevos códigos visuales. La emergencia de la música de jazz sentida como expresión afroamericana se hizo con un público cada vez más amplio y entregado. El Harlem Renaissance –entonces llamado “New Negro Movement”– mostró al mundo una fuerza crea-tiva antes nunca vista en sus poetas, músicos y artistas plásticos que desafiaban las históricas restricciones a que había sido sometida la población de color. El ya mencionado Romare Bearden, representado en la colección americana del Museo, participó de este movimiento.

23 Corn, Wanda M., Op. Cit. p. 52.

fig. 16

Stuart DavisSweet Caporal, 1922Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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Los realismos de los años treinta y cuarenta

Todo hacía presagiar un tiempo de progreso sin f inal, pero los Roaring Twenties estaban construidos sobre una gran corrupción y un progreso que no había logrado ocultar problemas estructurales no resueltos, como la intolerancia racial entre otros. El Crack del 29 y la subsiguiente Gran Depresión acabaron con la sensación de seguridad de la década anterior. Personajes literarios como The Gran Gatsby, de Scott Fitzgerald (1925) dieron paso a los agricultores pobres de Grapes of Wrath (Las uvas de la ira) de 1939, porque la sociedad estadounidense se vio sumida en una ya legendaria crisis f inanciera y económica.

En la década de los treinta las posiciones vanguardistas anteriores ceden ante un nuevo avance de la pintura realista. Un realismo implicado más si cabe en la espe-cif icidad, la búsqueda de “lo americano de América” (entendiendo América como sólo los Estados Unidos, según un concepción todavía hoy muy arraigada allí ). Un país con tan enormes territorios, con población de tan diversos orígenes, culturas, lenguas y religiones debería poder hallar algo común, o al menos debería poder construirlo. Algunos pintores, como Reginald Marsh, siguieron ref lejando la vida urbana durante la crisis, con los paseos y diversiones asequibles como en Smoko, el volcán humano pintado en 1933 (Colección Carmen Thyssen). Continuando en la estela de los Ashcan School, las imágenes en los treinta recrean la American Scene (la escena americana). No obstante, las “esencias” parecían encontrarse más en las zonas rurales que en las urbes cosmopolitas, impregnadas de influencias foráneas. Desde las primeras colonias se había visto que la

única celebración común a todos era Thanksgiving (Día de acción de gracias), pero había que definir más y más profun-damente la americanidad. ¿Sería la cultura del pionerismo, la autosuficiencia, esa tradición democrática e individualista que venía de Whitman, de Emerson y de Thoreau?¿O sería otra la opción? Henry Miller escribió sobre esa elección en su prólogo al libro de Henry David Thoreau:

“A mi parecer, lo más importante de Thoreau es que haya aparecido en una época en la cual, por decirlo de algún modo, teníamos que escoger el camino que nosotros, el pueblo americano, al fin hemos tomado. Como Emerson y Whitman, él indicó el justo camino, el camino arduo. Como pueblo, nosotros hicimos una elección diferente. Y ahora estamos recogiendo los frutos de nuestra elec-ción… Pagamos un bravo tributo verbal a su memoria, pero seguimos ignorando su sabiduría”.24

American Gothic, cuadro pintado por Grant Wood en 1930 (en The Art Institute of Chicago), eleva a la categoría de icono a una hierática pareja de campesinos porque condensa esas esencias. El hecho de que fuesen realmente un dentista y su hermana posando para el pintor no resta un ápice de sacra-lidad a estos representantes de una esforzada población en plena Depresión. El Regionalismo pictórico se empezó a fijar en las granjas, los campos roturados y las tareas agrícolas. Tras ellas regresan a casa en su carromato los personajes del cuadro pintado en 1934 por Thomas Hart Benton Volviendo a casa [f ig. 17], en la colección Carmen Thyssen.

24 Miller, Henry, Prólogo de 1946 a Thoreau, H. D., Walden o la vida en los bosques, Barcelona, Los Libros de la frontera, 2002, p. 10.

fig. 17

Thomas Hart BentonVolviendo a casa, 1934Colección Carmen Thyssen-Bornemisza, Madrid

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Las granjas del Medio Oeste, del Deep South (Sur Profundo), de California, proporcionan inf inidad de imágenes a los fotógrafos que como Walker Evans, Dorothea Lange o Ben Shahn recorrieron las tierras y pueblos de la Gran Depresión documentando la miseria. Su trabajo, lejos de glorif icar, registraba y documen-taba una situación que la administración del presidente Franklin D. Roosevelt se proponía conocer para imple-mentar medidas de recuperación en el marco de su gran proyecto, el New Deal. Este plan de intervención estatal también proporcionaría trabajo a muchos ar tistas al incluirlos en equipos para realizar decoraciones murales en edif icios públicos. En los andamios, ayudando a los ar tistas más experimentados, adquirirían experiencia pintores más jóvenes que formarían parte, ya superada la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial, de la generación del expresionismo abstracto.

Los Estados Unidos trataban de recuperarse de la Depresión, y muchas voces abogaban por un cierre casi total frente al exterior para preservar su integridad como nación. Sin embargo, este fuerte nacionalismo aislacio-nista no podía mantenerse en una época de avance de amenazas exteriores reales como el fascismo en Europa, en particular del nacionalsocialismo alemán. Dentro del país, crecía paralelamente el temor al avance del comu-nismo. En el seno de la pintura realista americana de los años treinta no es posible olvidar que las posiciones más nacionalistas y conservadoras, del lado de un Thomas Hart Benton, contrastaban con las del realismo social, ligado a la izquierda y cargado de crítica hacia los estamentos corruptos y las desigualdades sociales que encontramos,

por ejemplo, en los cuadros y las ilustraciones satíricas de William Gropper, Jack Levine o Ben Shahn.25

De este último tiene la colección permanente del Museo Thyssen una buena muestra con cuatro obras. Obreros fran-ceses (1942) e Identidad [fig. 18] (1968) conservan la convicción ideológica del pintor y fotógrafo que ya en los años veinte dedicó una serie de lienzos al infortunado destino de los obreros italianos Sacco y Vanzetti, en manos de un aparato judicial represivo que quiso hacer un gesto ejemplarizante con sendas condenas a muerte en 1927. Orquesta de cuatro instrumentos (1944) y Parque de atracciones (1946) ref lejan, en cambio, motivos más cotidianos menos ideológicamente comprometidos, y testimonian lo que el propio artista expresó en un libro: un desencanto que era también el de muchos norteamericanos de izquierdas. En su libro, Shahn lo presenta como un cambio de punto de vista, del compromiso a la expresión propia: su “realismo social” fue evolucionando con la segunda guerra mundial en un “realismo personal”, pues el “sueño social” no podía recon-ciliarse con “los objetivos privados e internos del arte”:

“Así como durante los treinta el arte había sido barrido por ideas de masas, durante los cuarenta tuvo lugar un movimiento masivo hacia la abstracción. No solo fue rechazado el sueño social, sino cualquier sueño. Muchos de esos nombres que durante los años treinta habían estado vinculados a cuadros de hipo-téticas tiranías y curas teóricas, ahora se vinculaban a

25 Sobre esta cuestión, véase el ya clásico libro de David Shapiro, Social Realism: Art as a Weapon, New York, Ungar, 1973.

fig. 18

Ben ShahnIdentidad, 1968Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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cubos, conos, hilos y remolinos de pintura. En parte ese trabajo era –y es– bello y signif icativo; en parte constituye una experiencia privada. Pero una buena parte representa sólo el rechazo, sólo la ausencia de compromiso.”26

La “experiencia privada” a que alude Shahn hizo de Edward Hopper un realista muy particular porque sus cuadros, además de representar situaciones humanas, ciudades, entornos concretos, presentan emociones tanto suyas (hacia su esposa, Jo, por ejemplo, tantas veces pintada) como universales. En el Museo Thyssen hay dos óleos, Muchacha cosiendo a máquina (1921), Habitación de hotel [f ig. 19] (1931), y una acuarela Árbol seco y vista lateral de la casa Lombard (1931). En la colección de Carmen Thyssen se alza el deslumbrante azul de El Martha McKeen de Wellf leet (1944). Las escenas intimistas de Hopper atraviesan etapas de gran agitación social; conf lictos raciales, incluso una guerra mundial, pero se mantienen f ieles a la introspec-ción de un artista que transmite pequeñas narraciones, melancolías y soledades de forma tan certera en el uso de la luz y el color, que constituyen una creación de rasgos propios y al mismo tiempo identif icables como “ameri-canos”. Por su parte, Charles Burchfield, algo más joven que Hopper y buen amigo, ofrece en sus cuadros de la colección permanente Sol de sequía en julio (1949-60) y Orión en invierno, de 1962, extrañas representaciones de la naturaleza que parecen muy alejadas del realismo hoppe-riano. Un realismo que él practicó también en la década

26 Ben Shahn, The Shape of Content, New York, Vintage Books, 1960, p.p. 46-47. La traducción es mía.

fig. 19

Edward HopperHabitaciónde hotel, 1931Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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de los treinta, pero que después sustituyó por una inter-pretación subjetiva y fantástica. Aspectos entre magicistas e ingenuos, de apariencia simbólica, marcan la identidad de uno de los pocos pintores “visionarios” americanos y hacen recordar la extraña e impactante obra, muy anterior, de Pinkham Ryder.

Si contemplamos otros ejemplos de pintura realista ameri-cana en el Museo Thyssen-Bornemisza, hallaremos cuadros más tardíos, como Cabinas telefónicas [f ig. 20] de Richard Estes, fechado en 1967, y Mi joven amiga de Andrew Wyeth, pintado en 1970. Ambos son reproducciones minuciosas de una realidad concreta y reconocible. El fotorrealismo de Estes nos proporciona una visión más que nítida de las cabinas, sus ref lejos y su entorno urbano. La precisión de Wyeth al pintar las texturas y modular la luz recuerda a los grandes maestros no solo del realismo contemporáneo, sino de la pintura barroca europea. Wyeth y Estes eran contem-poráneos de los artistas reconocidos internacionalmente como la nueva vanguardia tras la segunda guerra: Rothko, Pollock, De Kooning, Gorky, Kline.

El “triunfo” de la pintura americana

Desde el f inal de la segunda guerra mundial y durante la década de los cincuenta, los Estados Unidos están impli-cados en la guerra de Corea, en la Guerra Fría y, al f inal de la década, en la de Vietnam. Tiempos convulsos que en la política nacional encuentran otros tantos focos de problemas, algunos añejos como la discriminación racial, sin resolver. Sin embargo, el progreso material del país parece reafirmarse y los Estados Unidos se convierten en

fig. 20

Richard EstesCabinas telefónicas, 1967Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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modelo y referente para otras naciones, especialmente para los europeos. Quedaba claro que el joven país sin historia había demostrado finalmente su mayoría de edad y ejercía un liderazgo creciente, también en muchos aspectos de la cultura. En lo artístico Nueva York desbancó a París como capital del arte27 y creó finalmente un nuevo canon del arte moderno. Si las vanguardias habían procedido de la Europa de las primeras cuatro décadas del siglo XX, nuevos para-digmas vendrían de la mano de obras de arte, lenguajes, nuevos medios y debates sostenidos en Estados Unidos. La nueva generación de artistas abstractos, nacidos ya en el siglo XX, empezaría a mostrarse internacionalmente desde los años cincuenta. Pero dentro del país convivían varias tendencias: realismos, abstracción expresionista y abstracción geométrica, aunque el público se sentía más cómodo con lo que consideraba más próximo y propio, el realismo, que asociaba a opciones políticas conservadoras y nacionalistas, mientras que las abstracciones tenía cierta connotación “extranjera”. Además estaban bajo sospecha de ser “comunistas” a los ojos de muchos, incluso del Presidente Truman:

“en su desprecio hacia el ar te moderno, Truman expresaba una opinión común a muchos norteame-ricanos que vinculaban el arte experimental, sobre todo el abstrac to, con impulsos degenerados y subversivos.”28

27 Guilbaut, Serge, De cómo Nueva York robó la idea de arte moderno, Valencia, Tirant lo Blanc, 2007.28 Stonor Saunders, Frances, La CIA y la guerra fría cultural, Madrid, Debate, 2001, p. 351.

fig. 21

Arshile GorkyGood Hope Road II. Pastoral, 1945Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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En 1949 Robert Goldwater, historiador y crítico de arte, redactó un cuestionario en Magazine of Art preguntando por el estado del arte norteamericano, al que Alfred H. Barr, por entonces jefe de colecciones del MoMA, contestó:

“Una verdadera “batalla de estilos” cual es la que sostienen realismo y abstracción, tan sólo resulta convincente para aquellos que fomentan una actitud de partidismo. Ambas direcciones resultan útiles y válidas, y la posibilidad de disfrutar de cualquiera de las dos debería defenderse como una libertad fundamental.”29

En las salas del Museo dedicadas a los pintores del expre-sionismo abstracto americano se puede comprobar cómo tampoco se trata de un “ismo” unif icado, y no hay más que comparar Good Hope Road II. Pastoral [f ig. 21] (1945) de Arshile Gorky, con Sin título (verde sobre morado) pintado por Mark Rothko en 1961; o Marrón y plata I de Jackson Pollock, de 1951, con Ritmos de la tierra de Tobey (1961). Es signif icativo también el hecho de que las fechas de reali-zación de estos cuadros se expandan a lo largo de cuatro décadas, de suerte que Hombre rojo con bigote [f ig. 22] de Willem de Kooning, fechado en 1971, es prácticamente coetáneo del cuadro antes mencionado del realista Wyeth. Sin embargo, en estas salas queda patente una parte sustan-cial del proyecto expresionista abstracto: el desarrollo de los lenguajes abstractos basados en el gesto pictórico y el automatismo, en la caligrafía pictórica, en el trazado de formas levemente biomórficas o en la formulación de campos de color.

29 Barr, Alfred H., La definición del arte moderno, Madrid, Alianza Forma, 1989, p. 240.

fig. 22

Willem de KooningHombre rojo con bigote, 1971Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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Epílogo sobre los iconos americanos y la pintura

Llegados a este punto, quedaría zanjada esa vieja cuestión identitaria. Nadie diría delante de la pintura pop americana que no es americana. Aunque en el Museo Thyssen no encontremos ningún cuadro de Andy Warhol, f igura iden-tif icada universalmente con el proyecto pop, vemos obras en las que la imaginería popular se instala, desplazando los juegos cromáticos y emocionales de los expresionistas abstractos. “Enfriando” la pintura, las imágenes resul-tantes parecen trazadas por un ojo objetivo que recorta los perf iles de las cosas, enfatiza los colores y ajusta la pintura al lenguaje popular de los carteles publicitarios y las viñetas de comic. Así, el Desnudo nº 1, de Tom Wesselmann (1970), Vidrio ahumado, de James Rosenquist (1962), Mujer en el baño [f ig. 23], de Roy Lichtenstein (1963) o Luna sobre Alabama de Richard Lindner (1963) construyen modernas mitologías a partir de imágenes de la sociedad de consumo. Si bien no está Marilyn presente, sí lo está el arquetipo femenino de la era del rock, protagonista convertida en objetivo de las miradas.

En Express [f ig. 24], de 1964, Robert Rauschenberg memo-rializa algunos de sus referentes ar tísticos y algunos momentos de la historia de Estados Unidos que nos llevan de nuevo a la pregunta por la identidad del arte norteame-ricano. En su cuadro, cuya composición está hecha de fragmentos de imágenes apropiadas de diversos medios y serigraf iadas sobre el lienzo, Rauschenberg incluye a la compañía de danza de Merce Cunningham con quien colaboró activamente. Con la fotografía de un desnudo bajando la escalera remite al cuadro de Duchamp. Abajo

fig. 23

Roy LichtensteinMujer en el baño, 1963Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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a la izquierda, la fotografía de una ciudad recuerda las imágenes de Nueva York que captara Alfred Stieglitz en 1910 y titulara La ciudad de la ambición. Y a la derecha, una imagen canónica de la historia de los Estados Unidos: La rendición del General Lee ante el General Grant, 9 de abril de 1865 , cuadro pintado dos años más tarde por Louis Guillaume para conmemorar el f in de la guerra civil. Rauschenberg superpone a los pasajes serigraf iados unas pinceladas gestuales que evocarían a la generación anterior. En este cuadro, pintado el año del asesinato del presidente John F. Kennedy, la genealogía de la pintura norteamericana queda de alguna manera resumida, inter-pretada y proyectada a la atención del público desde la pared de la sala del Museo Thyssen donde está instalado. Al observarlo casi podemos oír la sonoridad del verso libre de Walt Whitman: I hear America singing.

fig. 24

Robert RauschenbergExpress, 1963Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid

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Autora: Carmen Bernárdez Sanchís

Coordinación: Ana Moreno, Begoña de la Riva.

Diseño: AGV diseño

Edita: Fundación Colección Thyssen-Bornemisza, Madrid 2012

Todos los derechos reservados

© de la presente edición: Fundación Colección Thyssen-Bornemisza, 2012

© de las imágenes: Fundación Colección Thyssen-Bornemisza

y Colección Carmen Thyssen-Bornemisza en depósito en el Museo Thyssen-Bornemisza, 2012

© de los textos: sus autores