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1 LAS INSTITUCIONES Y EL FINAL DE LA VIDA María-Angeles Durán 1 Consejo Superior de Investigaciones Científicas Indice: 1) Los conceptos clave. El concepto de final. 2) Las transiciones demográficas. 3) Ideas y creencias sobre el final de la vida: la barrera tecnológica. 4) La cyborgización del final de la vida. 5) El entorno inmediato del enfermo al final de la vida. 6) Condicionantes económicos en el final de la vida: el individuo y las instituciones. 7) Conflicto de intereses entre instituciones al final de la vida. 8) Mujeres y hombres; el papel de la familia. 9) La Encuesta sobre Enfermos Terminales . Los conceptos clave. El concepto de final. Este trabajo tuvo su origen en la invitación de la fundación Gaspar Casal a dar una conferencia en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en La Magdalena, Santander, el 7 de julio del año 2016. Fue la conferencia inaugural en el encuentro Ernest Lluch sobre envejecimiento y llevó por título: “La institucionalización del final de la vida”. Agradezco a todas las entidades implicadas en la organización del encuentro y a todos los ponentes y asistentes la oportunidad que me dieron de hablar, de escucharles y dialogar con ellos. Querría precisar algunos conceptos. El primero, el de final de la vida. La vida es un proceso, la muerte una transición, y el final sólo se comprende si antes se tiene una idea clara de cuál es su finalidad. El modo en que afrontamos el final depende del modo en que interpretamos el proceso que termina en ese punto. Distintas tradiciones culturales marcan el modo de interpretarlo. De un modo muy gráfico, diría que en algunas tradiciones la vida se representa por un vector 1 * María-Angeles Durán, es Profesora de Investigación en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, actualmente como vinculada ad honorem ([email protected]). En este texto se mantiene el estilo oral de la conferencia que le dio origen .

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LAS INSTITUCIONES Y EL FINAL DE LA VIDA

María-Angeles Durán1

Consejo Superior de Investigaciones Científicas

Indice: 1) Los conceptos clave. El concepto de final. 2) Las transiciones demográficas. 3) Ideas y creencias sobre el final de la vida: la barrera tecnológica. 4) La cyborgización del final de la vida. 5) El entorno inmediato del enfermo al final de la vida. 6) Condicionantes económicos en el final de la vida: el individuo y las instituciones. 7) Conflicto de intereses entre instituciones al final de la vida. 8) Mujeres y hombres; el papel de la familia. 9) La Encuesta sobre Enfermos Terminales .

Los conceptos clave. El concepto de final.

Este trabajo tuvo su origen en la invitación de la fundación Gaspar Casal a dar

una conferencia en la Universidad Internacional Menéndez Pelayo, en La

Magdalena, Santander, el 7 de julio del año 2016. Fue la conferencia inaugural

en el encuentro Ernest Lluch sobre envejecimiento y llevó por título: “La

institucionalización del final de la vida”. Agradezco a todas las entidades

implicadas en la organización del encuentro y a todos los ponentes y asistentes

la oportunidad que me dieron de hablar, de escucharles y dialogar con ellos.

Querría precisar algunos conceptos. El primero, el de final de la vida. La vida es

un proceso, la muerte una transición, y el final sólo se comprende si antes se

tiene una idea clara de cuál es su finalidad. El modo en que afrontamos el final

depende del modo en que interpretamos el proceso que termina en ese punto.

Distintas tradiciones culturales marcan el modo de interpretarlo. De un modo

muy gráfico, diría que en algunas tradiciones la vida se representa por un vector

1 *

María-Angeles Durán, es Profesora de Investigación en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas, actualmente como vinculada ad honorem ([email protected]). En este texto se mantiene el estilo oral de la conferencia que le dio origen .

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que va hacia el infinito, positivo o negativo; en otras se representa como un

círculo cerrado o una onda sin fin en la que todo vuelve a su curso para repetirse;

y finalmente otras interpretan que la vida se interrumpe definitivamente al

momento de la muerte, no hay continuación de ningún tipo.

Las transiciones demográficas.

Con criterios temporales, el final de la vida puede interpretarse como un breve

momento o como un largo proceso; pero en cualquier caso los tiempos humanos

no son tiempos aritméticos sino históricos, son tiempos con sentido.

Hacia 1750 se inició en Europa la llamada primera transición demográfica, que

consistió en la reducción de las tasas de mortalidad. A lo largo de un periodo de

ciento cincuenta años, se produjo el ajuste a través de nuevas tasas de

natalidad muy inferiores a las tradicionales. La consecuencia fue un gran

crecimiento de la población en las primeras décadas y la tendencia hacia la

estabilización más tarde. En todo el mundo , a un ritmo más rápido, se

produjeron a lo largo del siglo XX transiciones demográficas similares a las que

Europa había iniciado dos siglos antes. Después de la segunda guerra mundial

se inició la llamada segunda transición demográfica. Se consolidaron tasas de

mortalidad muy bajas, y simultáneamente tasas de natalidad tan bajas que no

garantizan la supervivencia demográfica. Se retrasó la edad de matrimonio, de

nacimiento del primer hijo, aumentaron los divorcios y el tiempo en que las

personas carecen de cónyuge. Se generalizó la llegada de los hijos mediante

planificación voluntaria.

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Si se representan gráficamente las estructuras demográficas antiguas y las más

modernas de los países desarrollados, a las primeras les corresponde una

imagen similar a la de una pagoda china con una amplia base que se achata

rápidamente, para terminar en un pináculo agudo que representa a las personas,

muy escasas pero no inexistentes, que alcanzan la longevidad. La imagen que

representa la demografía de los países avanzados es muy distinta. Aunque

todavía nos hallamos a mitad de camino, la tendencia es que tome la forma de

un rectángulo, con la base más estrecha que las antiguas pagodas pero con

mayor altura. Las antiguas pirámides de población se están transformando en

torres.

En España, los iconos que representan la población reflejan muy bien estos

cambios, con estrechamiento de la base y algunos engrosamientos en las

edades intermedias producidos por la llegada de inmigrantes en condiciones de

trabajar. En el eje que representa a las mujeres, hay ligera escasez en los

primeros años de vida, porque nacen más niños que niñas, pero en conjunto hay

más mujeres que hombres, y se concentran en las edades tardías. La diferencia

es muy evidente a partir de los setenta años de vida.

Para cualquier gobernante es una pesadilla enfrentarse a una demografía cuyo

icono tome la forma de un champiñón, con una base muy estrecha de población

joven e intermedia rematada por una sombrilla muy ancha. Este icono pone de

relieve una alta relación de dependencia y la penuria de recursos humanos y

económicos para hacerse cargo de ella.

En la interpretación optimista de las imágenes de la pirámide y la torre, se

destaca que la segunda estructura demográfica ha ganado gran parte de la

batalla contra la muerte. Pero no es tan simple, lo que la segunda estructura

demográfica ha conseguido es prolongar la vida de los nacidos, haciendo un uso

selectivo del vivir. La capacidad de controlar los nacimientos en estas

sociedades es grande, sus ciudadanos tienen un bajo riesgo de muerte, pero el

precio a pagar es que restringen fuertemente la posibilidad de nacer.

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Una vez adquirida colectivamente la capacidad de control sobre los

nacimientos, en los países desarrollados, y entre ellos en España, prácticamente

todo el mundo nace por encargo. Son nacimientos voluntariamente recibidos,

invitaciones a formar parte de la sociedad a través de los padres. Pero; ¿Cómo

se muere?

La diferencia principal es que en épocas anteriores la muerte llegaba

inesperadamente, sin aviso previo. Nacíamos mal porque no había condiciones

higiénicas ni sanitarias para que los partos fuesen de bajo riesgo. Moríamos

mucho al nacer o después del parto, por las infecciones, la mala alimentación y

el trabajo excesivo. El historiador de la demografía Cipolla mostraba en su

Historia Mundial de la Población, en base a estudios sobre los restos hallados en

los cementerios, que en épocas antiguas las mujeres morían como media más

jóvenes que los hombres, porque parir y criar hijos se llevaba por delante más

vidas, era más peligroso que defender el territorio o hacer las guerras. Las

muertes en las sociedades antiguas eran a menudo muertes imprevistas, no

esperadas. Las causaban enfermedades agudas, accidentes, la penosidad de la

vida cotidiana. En España, ya a finales del siglo XIX, Concepción Arenal

denunciaba la elevada mortalidad post-parto por el exceso de trabajo de las

mujeres recién paridas y la alta frecuencia de accidente de laborales. Sin

embargo, en las sociedades hacia las que vamos, el final de la vida está muy

delimitado, muy cerca del límite previsible. Cierto que los expertos nos dicen que

todavía hay casi veinte años de juego posible para seguir alargando las edades

de muerte. Hace diez años, en un comité asesor del Ministerio de Sanidad del

que formaba parte, escuché a varios presidentes de sociedades científicas que

si la investigación biomédica se concentrase en resolver algunos problemas

concretos, la esperanza media de vida en los países más desarrollados podría

subir hasta los 110 o 120 años. No les parecía imposible, aunque no inmediato,

horizontes aún más lejanos que duplicasen las medias actuales de esperanza de

vida. Pero el desplazamiento del límite no afectaría a la tendencia básica de la

que estamos hablando, la de que antes se moría, y mucho, a cualquier edad, y

sin embargo hoy morimos sobre todo de viejos.

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Ideas y creencias sobre el final de la vida: la barrera tecnológica.

Las actitudes hacia la vida y la muerte se generan lentamente, poco a poco, y

después cambian con dificultad. Es más rápido y fácil el cambio en otros

aspectos tecnológicos que en lo que Ortega llamaba ideas y creencias. Decía

que de las ideas somos conscientes, sabemos que están allí, pero no así las

creencias. Las creencias no sólo se arraigan en la mente, sino en el corazón.

Una idea puede cambiarse por ley, elaborarse y someterse a crítica, hacer un

análisis de su inconsistencia o irracionalidad. Pero las creencias no. Cuando las

hablamos, cuando las hacemos explícitas, ya estamos convirtiéndolas en ideas.

Las ideas sobre el envejecer, el morir, sobre quién asume derechos, privilegios u

obligaciones en torno a ello; todo eso, lo hemos ido generando a lo largo de

miles de años. Esos miles de años fueron el telón de fondo, el marco intelectual

y de valores que permitía interpretar y convivir con las muertes frecuentes,

inesperadas, sin avisar. Se fueron tejiendo las creencias durante los siglos en

que nuestra estructura demográfica era distinta, en la que enfrentarse a la

muerte era muy diferente del modo que hoy lo hacemos.

En síntesis, nuestra tecnología ha evolucionado muy rápido, se ha adelantado

al ritmo de cambio de nuestras ideas y, aún más, de nuestras creencias. Si

representásemos gráficamente la línea de la vida en las sociedades antiguas,

diríamos que los descuelgues se producen con fuerza al nacer y en los primeros

años, también en la etapa de las gestaciones. Pero si representamos las

sociedades desarrolladas contemporáneas, hay pocos descuelgues en la línea

de la vida, la caída es muy suave hasta los 65 años e incluso después. Ya se

habla de los viejos/jóvenes, los que tienen entre 65 y 75 años, que como media

gozan de unas condiciones de salud muy aceptables. El desplome, la catarata,

empieza a partir de los 75, es ahí donde la caída de la gráfica se vuelve abrupta.

Lo apasionante de los cambios que ya ofrece la tecnología, que ya están

empezando a suceder, es que podemos poner una barrera a este desplome. El

desarrollo médico y tecnológico permite impedir el desplome definitivo, la muerte,

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sometiendo los cuerpos a intervenciones masivas e intensivas. Pero el

desarrollo tecnológico no puede, por ahora, devolvernos la salud. Seguir vivos

es posible, pero no sanos. Es capaz de ofrecernos barreras ante la muerte, pero

no dispone de claves para mantener indefinidamente la salud.

Este es, a mi modo de ver, el mayor de los desafíos a los que actualmente se

enfrentan las sociedades desarrolladas. El sistema sanitario tiene sus raíces en

el sistema social y económico, porque sin su respaldo no existiría. ¿Cómo

vamos a vivir el final de la vida? ¿Cuáles son nuestros derechos, cuáles

nuestras obligaciones? ¿Tenemos derecho a pedir barreras para no morir, para

interrumpir el proceso hacia la muerte? Supongamos que fuésemos millonarios,

tuviéramos un dinero casi infinito: ¿Podríamos exigir que nuestro patrimonio se

destinase a mantener la barrera tecnológica, en una versión moderna del deseo

de permanencia que antiguas culturas expresaron a través de pirámides,

impresionantes túmulos y rituales funerarios?

Recomiendo a todos los presentes una novela de Saramago muy divertida,

nada dramática, que se titula “Las intermitencias de la muerte”. Transcurre en un

pequeño pueblo portugués, donde una funcionaria incorpórea lleva el negociado

de defunciones. Cada día tramita los formularios que le corresponden y pone fin

a las vidas que le han sido asignadas. Una mañana decide incumplir con su

rutina laboral e inicia una huelga. Y no les cuento más. ¿Qué sucederá en el

pequeño pueblo portugués y en sus alrededores cuando la muerte se haga

intermitente? A Saramago nunca le hubieran dado el Nobel de literatura por esta

novela, porque es pieza menor en su obra. Pero quienes trabajamos con estos

temas agradecemos su lectura fresca, ágil, que hace pensar y permite reír

mientras se piensa.

El papel de la funcionaria en huelga podría asumirlo bastante bien el propio

sistema sanitario en los países desarrollados. Si tuviera suficiente dinero, claro.

Se hizo célebre el caso de una joven italiana llamada Eluana Englaro, que

estuvo diecisiete años en situación intermedia entre la vida y la muerte. Cuando

sus padres lograron el permiso de las más altas instancias judiciales para

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desconectarla, Berlusconi redactó un decreto para obligar a sus padres a seguir

el tratamiento. El Presidente de la República Italiana, Giorgio Napolitano, no lo

firmó y no entró en vigor. La joven murió en pocos días.

Hay un espacio fronterizo, un límite impreciso entre la vida alargada y la muerte

interrumpida que la tecnología puede ensanchar. Es la cápsula tecnológica, el

cajón rodeado de cables. ¿Cuántos años de barrera tecnológica podríamos

exigir al sistema sanitario? Al año mueren en España unas 400.000 personas

(390.000 en 2013 según el INE, 27 febrero 2015). Si la mitad, o la cuarta parte, o

sólo un 5%, se organizasen previamente para exigir la barrera, ¿Qué sucedería?

Si dispusiésemos de suficientes recursos económicos y técnicos como para

satisfacer esa demanda, al cabo de un tiempo tendríamos más gente en las

cápsulas que andando por la calle.

Hace unos años explicaba temas de morbilidad y mortalidad en un curso de

verano de la universidad de Oviedo. Los modos de transcurrir la vida hasta la

muerte pueden simplificarse en dos: el modelo de río de montaña bajando rápido

por la pendiente o el del río lento de llanura que se despeña al final en catarata.

En ambos modelos, las líneas empiezan y terminan en los mismos puntos, pero

siguen trayectorias distintas. La diagonal es la pérdida paulatina de la salud y las

fuerzas. El ángulo recto mantiene fuerza y salud toda la vida para perderla de

golpe al final. Pregunté a los estudiantes qué modelo de muerte preferirían,

suponiendo que tuvieran la capacidad de elegir, y para mi sorpresa eligieron el

modelo de río de montaña, que no es a fin de cuentas otra cosa que la imagen

gráfica de las estadísticas del INE sobre morbilidad. Contra mi pronóstico, la

mayoría eligieron la supervivencia en forma de diagonal o pérdida paulatina.

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Mortalidad observada y curvas teóricas de supervivientes a la discapacidad, mala salud, y enfermedades crónicas. Líneas de supervivientes.

Fuente: INE, 2002 “Encuesta sobre discapacidades, deficiencias y estados de salud, 1999”. www.ines.es/inebase/index.html

El INE nos ofrece de vez en cuando unas magníficas representaciones gráficas

de las curvas de supervivencia, obtenidas con los datos sobre mortalidad y los

de nivel de salud procedentes de las Encuestas Nacionales de Salud. Estas

representaciones gráficas se merecen ese dicho de que una imagen vale más

que mil palabras. Por eso agradecería al INE que las publicase con mayor

frecuencia o hiciera más fácil su acceso. Desde aquel curso de Oviedo no he

dejado de pensar en esa elección. ¿Hubiera obtenido el mismo resultado

presentando la opción a una audiencia menos joven? ¿Les asusta a los jóvenes

la brusquedad del final? ¿Calibran bien el dolor del agotamiento, de los

achaques? ¿Les reconforta quizá inconscientemente saberse fuertes y

poderosos en medio de una población que ya ha bajado muchos escalones en

su línea del declive? No lo sé, solamente les transmito mis reflexiones para que

se pregunten qué hubieran respondido ustedes y las razones de su respuesta.

En la gráfica, la curva de la buena salud se parece a la diagonal, en tanto que la

línea más alta, la de supervivencia, se mantiene cerca del techo hasta los

cuarenta y cinco años y sólo se desploma realmente a partir de los setenta y

cinco.

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La cyborgización del final de la vida

Un tema que merece unos minutos de atención es la reflexión sobre la amenaza

del avance tecnológico para la institucionalización al final de la vida. El cyborg es

una mezcla de robot y ser humano. Si ustedes visitan los hospitales españoles,

encontrarán que la cyborgización, el hombre simbiótico con la máquina, ya no es

una metáfora ni un episodio de película de ciencia-ficción. Si no cambia la

tendencia, (-ya hay indicios de cambio y resistencia-), la tecnificación extrema

se impondrá en el final de la vida. Es lo que nos espera a cualquiera de nosotros.

En las UVI o secciones de cuidados intensivos, vemos a los enfermos alineados

en sus camas articuladas. Están conectados a múltiples aparatos que sustituyen

las funciones que sus cuerpos no pueden ejecutar por sí mismos. Por la nariz o

la boca, les entran tubos conectados a las máquinas dispensadoras de oxígeno.

Algunos de esos tubos, colocados tras una traqueotomía, atraviesan su garganta.

Llevan sondas para la alimentación, para el drenaje de los riñones. Multitud de

medicamentos cuelgan de envases suspendidos por ganchos de perchas

metálicas de varios brazos, que se deslizan en el techo por rieles. Los

medicamentos fluyen por pequeños canalillos hasta las venas de sus manos.

Parches diversos en el pecho reciben el aporte de otras máquinas o de otros

medicamentos. Una red de pantallas parpadea a su alrededor, enviando

mensajes al personal sanitario en una permanente sucesión de gráficas, señales

luminosas y acústicas. La mayoría de los enfermos están sedados,

inconscientes o semi inconscientes. Sobreviven porque están conectados; si se

desconectasen morirían en pocos minutos. Las horas de visita para sus

allegados se restringen a un breve intervalo a media mañana y otro breve

intervalo a media tarde. Los turnos de profesionales sanitarios se suceden a lo

largo del día, la tarde, la noche y los festivos. Cada enfermo es visto o tratado

por una decena de distintos profesionales en el mismo día.

¿Cuántos de estos enfermos entubados, sometidos a estimulación mecánica y

química, inconscientes e aislados, recuperarán la salud en los próximos días? Lo

lograrán parte de ellos, sobre todo los que están en las UVIs recuperándose de

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una intervención quirúrgica. Pero muchos no se recuperarán nunca. Y son estos

últimos enfermos los que concitan hoy nuestra reflexión, porque las decisiones

médicas rara vez pueden tomarse con certeza, la mayoría de los pacientes

sufren más de una patología.y el pronóstico no puede ser absolutamente preciso.

Las decisiones se adoptan por rango de probabilidades y fijando umbrales

mínimos y máximos sobre la conveniencia de cada intervención. ¿Cuánto es el

tiempo adecuado de conexión a las máquinas? ¿Cuáles son los límites a la

cyborgización? ¿Qué presiones nos acucian, en una dirección y en otra?

Hay un tipo de presión que me preocupa, pero también me da miedo la presión

contraria. Me refiero al coste de las máquinas y al número de utilizaciones que

son necesarias para amortizarlas, para justificar su adquisición y mantenimiento.

Sea público, o más aún si es privado, el centro médico vive una presión

estructural para disponer de maquinarias de tecnología avanzada. Una vez que

dispone de ellas, la presión se traslada a aplicar el tratamiento a los pacientes.

Sea quien sea el pagador de última instancia, si lo cubre directamente el

paciente o no, los hospitales y centros sanitarios tienen que ofrecer

presupuestos, justificar sus gastos. Cada noche de estancia en UVI cuesta más

de mil euros, a veces 2000. Cuesta más que un salario mínimo o una pensión

mensual media. En situación de recursos escasos, las camas de las UVI son un

valor muy disputado. Hay que establecer las líneas de pago y sus derivaciones:

su impacto sobre el presupuesto general del hospital, la competencia entre

servicios sanitarios y respecto a otros tipos de servicios no sanitarios, el traslado

de costes a las aseguradoras privadas, a la seguridad social, a los

contribuyentes. La búsqueda del beneficio, o simplemente la justificación de las

inversiones, puede introducir elementos distorsionadores para los que no es fácil

establecer mecanismos eficaces de control. No estoy señalando los usos

indebidos de las instalaciones ni la aplicación indebida de tratamientos, porque

aunque existan, son muy minoritarios. A lo que me refiero es a las presiones

estructurales que afectan al sistema sanitario por encima de la honradez y buen

hacer de sus trabajadores.

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La pregunta sobre si la alta tecnología mejora la calidad de vida en los últimos

momentos de la vida no tiene una respuesta concluyente. En algunos casos, sí.

Cuando la tecnología devuelve la salud o mejora considerablemente la calidad

de vida no plantea dudas, salvo que su coste sea inasequible. Pero en otros

casos, la tecnología puntera sólo alarga los padecimientos del enfermo y agota

los recursos de su entorno. El tipo de final de vida que nos exige reflexionar,

debatir, innovar, es el de los finales previsibles, esperados, con escasas

probabilidades de recuperación y altas probabilidades de empeoramiento de la

calidad de vida del enfermo. ¿Cuál es el punto en que se debe cambiar la

orientación del esfuerzo terapéutico, dedicarlo a mejorar el final del enfermo y no

a su curación?¿Quién tiene el derecho o el deber de decir "no más”? ¿Con qué

argumentos médicos, sociales, económicos?. Es mala estrategia la de insistir en

los LET (acrónimo de Limitación del Esfuerzo Terapéutico). En realidad, el

objetivo a cubrir es el RET, la Reorientación del Esfuerzo Terapéutico.

El entorno inmediato del enfermo al final de la vida.

En 2003 llevé a cabo un estudio que influyó en mi vida como ciudadana. Se

publicó con el título “El impacto social del ictus”. Pueden acceder a su versión

electrónica a través de DIGITAL CSIC, la web de publicaciones de los

investigadores del Consejo Superior de Investigaciones Científicas. No fueron

las estadísticas sobre el ictus ni la encuesta ad hoc lo que me impresionó, sino

las modestas treinta y ocho entrevistas en profundidad con que

complementamos la encuesta. Apenas treinta y ocho entrevistas, de las que

personalmente no hice ninguna, y me cambiaron la vida. Escuché todas las

grabaciones y algunas me hicieron llorar. Cambiaron mi percepción ante la

situación de los enfermos, y sobre todo, de sus cuidadores. Recuerdo a la

esposa de un ex alcalde de un pueblo que lo relataba de un modo muy gráfico,

quizá muy inocente. Decía "...cuando le dio el primer ictus, se quedó desquiciado.

Gritaba, se quería tirar de la cama, nos insultaba." “...cuando le dio el segundo,

los que le cuidábamos no sufríamos tanto". Con el segundo ictus, el enfermo

había perdido fuerza y energía; ya no podía manifestar su dolor o su rabia con

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gritos e improperios y la situación resultaba menos agotadora, menos dolorosa y

angustiante para los que le cuidaban. En términos médicos estaba peor, pero la

gravedad clínica no tiene una correspondencia exacta con su impacto humano y

social.

En 2012, en una jornada sobre el envejecimiento organizada por la Fundación

General CSIC, escuché una conferencia de la profesora de investigación Ana

Martínez Gil, especialista en enfermedades neurodegenerativas y alzheimer.

Mostró diapositivas con las fases de la enfermedad, fotografías sobre el avance

de las placas betamiloides y los ovillos en el cerebro, sus efectos sobre las

neuronas y la conducta del enfermo. Eran gráficas sobre una evolución

perfectamente previsible, con un crecimiento exponencial de los síntomas en la

fase final. A la fase A le correspondían los efectos A.1; a la fase B, los efectos

B.1; y así hasta la última fase, la de la muerte de la neurona. Si a cualquiera de

nosotros le diagnosticasen la enfermedad de Alzheimer cuando todavía estamos

en la fase A, asintomática o de síntomas leves, sabríamos que luego vendrá la

fase B, y la C, hasta el final. ¿Tenemos obligación de esperar hasta la última

fase? ¿En nombre de qué principios? ¿Quién tiene el derecho a imponérnoslo, si

no queremos apurar el proceso hasta el final? ¿Con qué medidas, con qué

sanciones?

Condicionantes económicos en el final de la vida: el individuo y las

instituciones.

El concepto de institucionalización es más amplio en las ciencias sociales que

en el uso cotidiano de la palabra; hay gente que asocia “institucionalizar”

solamente con el internamiento en los antiguos asilos, o actualmente en los

sanatorios o residencias, lo que en sociología se llaman instituciones totales. O

también, en menor medida, con los centros de día. No es así, puede definirse la

institucionalización del final de la vida como la influencia de las instituciones

sobre esa etapa, y no sólo el internamiento en las instituciones sanitarias. Son

muchas y de diverso tipo las instituciones que rigen nuestro final de la vida.

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Mandan tanto sobre nosotros y nos configuran de tal manera, que el margen de

libertad que nos dejan es escaso.

La mayoría de las personas mayores en España tienen niveles de formación

menores que el resto de la población. Sus condiciones reales de vida han

mejorado mucho respecto a la de sus padres, fueron socializados en una época

en que tanto la organización en asociaciones como la protesta social resultaban

arriesgadas y poco comunes, son menos críticos que los jóvenes o de edad

intermedia. En definitiva, no piden activamente grandes cambios sociales, pero

eso no significa que no tengan conflictos de intereses con las instituciones, sino

que no suelen organizarse para hacerlos manifiestos y luchar por ellos

coordinadamente.

Son muchas las instituciones que condicionan el final de la vida. Por ejemplo, las

religiosas y las legales. Pero aquí solamente voy a referirme a las que tienen

una clara dimensión económica, porque fijan el marco o condiciones materiales

de existencia en que transcurre el final de la vida. A fijar este poderoso marco

contribuye la legislación laboral y de la Seguridad Social, las empresas, las

familias, las instituciones sanitarias.

El final de la etapa laboral es parte importante del final de la vida. Dependiendo

de que haya crisis o expansión en la situación económica, a los centros de

trabajo les interesa mantener o rechazar a los trabajadores mayores.

Frecuentemente, los trabajadores jóvenes tienen salarios y complementos bajos,

menos derechos adquiridos, mejor capacidad de carga de trabajo, incentivos

fiscales y de la seguridad social, y a veces también mejor destreza tecnológica.

En esos casos los factores favorables a la expulsión de trabajadores mayores

superan a los favorables a su mantenimiento, y no digamos a su contratación.

Para contrarrestar esta tendencia serían necesarios cambios legales sobre la no

exigibilidad de la jubilación, que la Administración Pública sería la primera en

rechazar de modo abierto o soterrado, puesto que actualmente dispone de la

capacidad de despido no indemnizado o jubilación forzosa al cumplir la edad de

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setenta años. Es algo de lo que no disponen el resto de las entidades que

contratan trabajadores. No parece que este cambio de signo vaya a producirse,

haría falta que los colectivos o asociaciones de mayores se organizasen para

reclamarlo y ésta no es una reclamación de los grandes sindicatos. Sólo lo

reclaman colectivos minoritarios, en su mayoría de profesiones liberales o

cuerpos de nivel A de la Administración Pública a los que afectan muy

negativamente la diferencia entre los ingresos de la última etapa activa y la

cuantía de las pensiones. No están dando lugar a protestas masivas ni a

sentencias judiciales.

Las instituciones laborales que definen la jubilación marcan las pautas para

terminar parte de nuestra vida, la vida activa para el mercado de trabajo. Lo

marcan el derecho laboral, las empresas o centros de trabajo, los jueces que

aplican las leyes. La legislación laboral no sólo decide lo que puede hacer el

envejeciente (senescente es palabra culta, pero muy desconocida) respecto a su

propio trabajo; también decide la cantidad de trabajo de cuidado que podrá

comprar cuando la necesite. Para ello fija los salarios mínimos, el número

máximo de horas de la jornada de trabajo de los cuidadores y otras condiciones

igualmente decisivas.

Para quienes están al final de su vida, las pensiones son asuntos de gran

importancia. Preocupan a los empleados de nivel medio que escuchan noticias

sobre el progresivo vaciamiento de la hucha de las pensiones y la dificultad de

garantizar las cantidades previstas para las pensiones a medio plazo. Preocupan

también a los jóvenes, los desempleados, las amas de casa, o los trabajadores

inmigrantes que temen no cubrir el periodo mínimo de cotización y que al final

de su vida no dispondrán de ingresos garantizados para cubrir los gastos de

supervivencia. Incluso preocupa a los funcionarios y ejecutivos que ven sus

ingresos reducidos tras la jubilación a la tercera o cuarta parte.

La gran polémica sobre las pensiones deja un flanco sin tratar, el de la población

que no recibe ninguna pensión, al menos ninguna pensión post-laboral. El papel

de la Seguridad Social es clave, afecta a las personas mayores según su modo

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de tratarles. Por ejemplo, eximiéndoles del pago de medicinas y garantizando las

pensiones, o no haciéndolo, o poniendo en duda que vaya a seguir como hasta

ahora. La cuantía de las pensiones, su dependencia de los ingresos previos, de

las cotizaciones, de la medida en que se garantice su capacidad adquisitiva,

todo ello marca el sustrato de importantes decisiones que la gente ha de adoptar

al final de la vida.

A algunas personas les produce alergia la palabra economía. Se niegan a poner

en la misma frase las palabras economía, vejez, salud, enfermedad, o

tratamientos. La transforman enseguida en economicismo para aplicarle un vade

retro. Pero no es una actitud razonable, puesto que los recursos son siempre

escasos en cualquier ámbito y siempre habrá necesidad de priorizar y elegir.

Todo ello forma parte de la institucionalización del final de nuestras vidas,

porque aunque el dinero no lo es todo, nada se hace en nuestras sociedades sin

dinero. Si hubiera inflación, los ahorros acumulados durante toda la vida por el

pensionista se erosionarían. Una inflación sostenida del 3% haría que el capital

ahorrado diez años antes se reduzca de hecho en más del 30%. En España

hubo en los años setenta inflaciones superiores al 17% anual, algo que hoy ya

no sucede en la Unión Europea pero sí en otros países. El control de la inflación

y su ajuste con las pensiones es uno de las maneras en que afecta la economía

al final de la vida de millones de personas.

La conducta económica de los ciudadanos en relación a su vejez y final de la

vida requiere, por definición, largos periodos de tiempo para ser eficaz: pero no

son los ciudadanos individuales sino el Estado y las instituciones económicas

públicas y privadas quienes toman las decisiones que más afectan a su destino.

La política fiscal condiciona institucionalmente los últimos años de vida, las

opciones reales disponibles. Hasta 2006, los ahorros invertidos en planes de

pensiones tenían una desgravación fuerte, pero en ese momento cambió la

política fiscal; los así llamados ahorros fiscales se transformaron en meros

diferidores del impuesto. Se estuvo discutiendo hacerlo con efectos retroactivos,

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lo que finalmente, por presión social y dificultades legislativas, no se hizo, pero

estuvo a punto y contribuyó a aumentar la desconfianza hacia el sistema fiscal

en relación con la vejez. En el momento presente, los ahorros invertidos en

planes de pensiones tiene una rentabilidad baja, que casi en su totalidad se

consume en el pago de las comisiones y gastos de gestión que van a parar a las

entidades financieras. Si el ahorrador al final de su vida decide recuperar su

patrimonio en planes de pensiones de una sola vez, obtendrá un descuento

fiscal del 40% sobre las cantidades ahorradas hasta 2006, pero ningún

descuento sobre el resto, que tributará en su conjunto en el IRPF. Al ser

cantidades acumuladas durante muchos años, (en este momento 9, entre 2007

y 2016), el marginal será superior al que hubiera tenido que pagar el jubilado en

el año en que depositó sus ahorros en el plan de pensiones. Los planes de

pensiones tienen escasas ventajas económicas para el jubilado, la principal es la

disciplina del ahorro y el habituamiento preventivo a un nivel de vida más

austero, tal como tendrá que ser en el momento que el trabajador haya de

reducir por jubilación los ingresos que antes recibía por trabajo.

Continuando con la dimensión económica del final de la vida, e inseparable de lo

ya dicho sobre la escasa rentabilidad de los planes de pensiones, la erosión de

la inflación y la relativa inestabilidad y desconfianza hacia los criterios fiscales,

los españoles han optado durante décadas por invertir sus ahorros en la propia

vivienda. Han generado un amplísimo parque de inmuebles en propiedad

porque hasta ahora se consideraba más seguro y rentable que cualquier otra

opción financiera. El tratamiento fiscal en la venta de inmuebles era muy

beneficioso para los mayores de 65 años, reforzando así la tendencia a convertir

la propia vivienda u otros inmuebles en el garante de recursos económicos para

la vejez. Pero a partir de 2014 se ha reorientado fiscalmente y ya no es atractivo.

La venta de un inmueble comprada muchos años atrás puede convertirse en un

quebradero de cabeza por sus costes fiscales, lo mismo que la herencia puede

serlo para los herederos por las plusvalías municipales. La nueva política fiscal

reorienta la inversión de la vivienda hacia las rentas vitalicias, un producto

financiero que goza de escaso atractivo para la mayoría de los pensionistas, y lo

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limita a una cantidad que es desbordada por el valor real de gran parte de los

inmuebles urbanos.

Envejecer es caro, y morir es más caro todavía. La sanidad privada y la pública

entran en conflicto estructural por las personas al final de la vida. Es la etapa en

que el consumo sanitario aumenta y los ingresos disminuyen. Los indicadores de

empeoramiento de la salud auto-percibida y de aumento del consumo de

servicios sanitarios y farmacéuticos son tajantes, los confirman decenas de

fuentes diferentes cuando el periodo que se tiene en consideración es al menos

de un año. La gráfica de salud auto-percibida o de limitaciones por edad es muy

elocuente. Si una cama en hospitalización cuesta entre 200 y 600 € la noche,

una noche de UVI cuesta entre 1.000 y 2.000 euros. A la sanidad privada no le

interesa la clientela empobrecida de los jubilados enfermos, salvo los de algunas

Mutuas cuando los costes son cubiertos por la Seguridad Social o se producen

otras circunstancias minoritarias. Es un mercado muy segmentado, de

características especiales que no puedo entrar a detallar ahora; sólo subrayar

que al final de la vida el coste mensual de una aseguradora sanitaria privada

resulta inasumible para la mayoría de los hogares de jubilados, incluso para los

que disponen de pensiones máximas. De todas las aseguradoras sanitarias que

se publicitan en internet en España (captura y comprobación telefónica en junio

2016), sólo una acepta altas de mayores de 65 años, e incluye importantes

cláusulas de periodo de carencia y otras limitaciones, así como el ajuste anual

del precio de la cuota y pequeños pagos por cada servicio. El precio de la cuota

supera los 200 € mensuales por persona, algo imposible de pagar para la

mayoría de los pensionistas. De hecho, con frecuencia no son los mayores

quienes pagan la cuota del seguro privado, sino alguno de sus familiares. La

seguridad social acaba acogiendo a la mayoría de los enfermos crónicos,

polimórbidos, graves o sin posibilidad de recuperación, que son los más

costosos.

Conflicto de intereses entre instituciones al final de la vida.

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Dondequiera que haya que tomar una decisión, en esta etapa como en cualquier

otra, hay conflictos de intereses. Aquí están involucradas las entidades

sanitarias, las aseguradoras, los contribuyentes, el personal sanitario, las

empresas y los familiares.

La Seguridad Social, ya lo hemos comentado, es una institución que condiciona

fuertemente el final de la vida, pero sus financiadores son todos los

contribuyentes, no sólo los que pagan este seguro. Quien exige o reclama a la

seguridad social, en realidad está reclamando a todos los ciudadanos. El

sistema fiscal en su conjunto es gemelo respecto a la seguridad social, y no

digo parasitario aunque hay gente que así lo piensa.

Dentro de la propia Sanidad hay conflictos de intereses, tensiones relacionadas

con los enfermos en el final de la vida. Cualquiera que visite de modo habitual un

hospital, podrá percibir con claridad las tensiones cruzadas entre el personal a

causa de la carga de trabajo que generan distintos tipos de enfermos. Por

ejemplo, el personal de limpieza y los celadores. Los enfermos de final de la vida

necesitan una limpieza más estricta, manchan más, requieren servicios con

mayor frecuencia, se les hacen más pruebas con desplazamientos dentro del

hospital, tienen más dificultades para comer, orinar, levantarse solos o pasar la

noche sin vigilancia. Si la proporción de enfermos graves o de final de vida

aumenta en una planta, el personal se siente desbordado y las quejas no tardan

en aflorar. El conflicto laboral se planteará enseguida, reclamando ampliación de

plantilla, incentivos salariales y otras mejoras. No es un conflicto exclusivo del

personal de limpieza, ningún colectivo laboral acepta de buen grado el aumento

de la carga de trabajo, las guardias, la intensificación del ritmo. Los trabajadores

geriátricos resultan frecuentemente más afectados por la presión de las bajas

expectativas de curación de los enfermos que el resto del personal sanitario,

sólo comparable al de los sanitarios que trabajan con enfermos contagiosos, a

menudo limitado a voluntarios. El burn out sanitario es un fenómeno bien

conocido. Estas tensiones se hicieron patentes en 2014 con ocasión de los

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casos de contagiados por el virus de ébola que se trataron en hospitales

españoles.

En las residencias de mayores, el control presupuestario sobre el coste de

personal según el grado de invalidez de los enfermos tiene que ser estricto, bien

elaborado. Si la proporción entre válidos y no válidos se desequilibra, la calidad

del cuidado cae por debajo de los límites mínimos exigibles y antes o después

surgen serios incidentes, que a veces dan lugar a llamativos titulares de prensa.

Si no se hace bien este control presupuestario, o la residencia no consigue

donativos, legados (otro tema difícil) o subvenciones, irá a la bancarrota y al

cierre.

También surgen conflictos entre distintas secciones de los hospitales, lo mismo

que entre diferentes direcciones generales sanitarias y sociales dentro de una

misma Consejería. Todos han de luchar por sus respectivas dotaciones y

presupuestos. Los recursos de camas de UVI son muy limitados, hay que

priorizar quién las ocupa, con qué criterios se elige entre los ocupantes

potenciales: por ejemplo, según el grado de gravedad y probabilidad de

recuperación; o según la capacidad económica individual o de la familia o

entidad que asegura al enfermo.

No es sorprendente que ante la carga de trabajo que supone el cuidado de

enfermos al final de la vida, surja una presión estructural para desviarlos desde

los hospitales hacia otro tipo de instituciones sociosanitarias, como las

residencias u hospices. Y, sobre todo, para devolverles a su propia casa. Con

esto no estoy hablando de algunas condiciones de tipo psicológico o social que

pueden hacer más grata la vida del enfermo fuera del contexto hospitalario: lo

que quiero resaltar es que bajo las ideas y creencias dominantes sobre la

muerte, tal como actualmente está diseñado y con los recursos de que dispone,

el sistema sanitario no puede asumir un aumento importante de la carga del

cuidado de enfermos al final de su vida. El traslado de costes hacia otras

instituciones es su única solución. Pero eso no significa más que lo que estoy

diciendo: que el sistema sanitario en su conjunto traslada los costes fuera de su

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ámbito, y la institución que menos puede oponerse a este traslado de costes es

la familia, el conjunto de las familias del conjunto de los enfermos.

No voy a continuar hablando de los condicionantes institucionales económicos

del final de la vida. Creo que ya es patente su influencia en esta etapa y resulta

claro que el margen de actuación que le queda al ciudadano envejeciente es

pequeño. También creo que ha quedado patente el absurdo de cierta actitud

frecuente entre la población y el personal sanitario, la de suponer que los

recursos públicos o los de las familias, tanto en tiempo como en dinero, son

ilimitados cuando se trata de destinarlos al servicio de la salud.

Mujeres y hombres. El papel de la familia.

Todavía no me he referido casi a la familia, pero es la familia quien recibe la

mayor parte de los costes del final de la vida. Es la familia quien asume ese

largo periodo de declive, que puede prolongarse durante varios años, en el que

se pierde poco a poco la salud. Afortunadamente, vamos a vivir más años sanos

de lo que antes se vivía. Pero también vamos a vivir más años enfermos. Los

logros en salud van más lentos que los años en longevidad. No todo es beneficio.

¿Ustedes elegirían la opción de vivir más años sanos si fuera indesligable de

vivir también más años enfermos o muy enfermos?

Mujeres y hombres no tienen el mismo modo de enfermar ni de morir.

Enfermamos básicamente de los mismos males, lo mismo que morimos, pero las

diferencias entre unas y otros son apreciables. Si me permiten resumirlo de un

modo bienhumorado, los hombres españoles pasan el final de su vida guapos,

ricos y felices. Como todos ustedes saben, los varones viven menos años,

tienen menos enfermedades y menos tiempo para estropearse. A las mujeres se

nos nota más, de ahí el uso del lifting y otros asuntos en los que ahora no voy a

entrar. Al final de su vida, la economía trata de modo preferente a los varones,

porque desde hace décadas, siglos, tomaron el hábito de no regalar su tiempo

sino venderlo. O mejor dicho, alquilarlo al mercado. El mercado les devuelve en

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forma de pensiones parte de las plusvalías que les ha extraído, de las que son

titulares individuales, lo mismo que de los ahorros que hayan podido invertir en

sus propios planes de pensiones individuales o de empresa2. En cuanto a otras

formas de ahorro, es habitual que sean ellos quienes llevan la gestión financiera

de la familia, aunque esto está cambiando y no afecta a la gestión del consumo

cotidiano. Pero son demasiados temas, y no puedo entrar en todos. Por

comparación con las mujeres, al final de su vida los hombres son ricos. Las

bolsas de pobreza al final de la vida son sobre todo un asunto de mujeres.

Aún más importante y sutil que la salud o el dinero; al final de su vida, los

hombres son felices. La gente dice mayoritariamente, como prueba la European

Social Survey, que es feliz. El bienestar subjetivo es alto en los países

mediterráneos, más alto en países como España que en Estados Unidos, Reino

Unido, Italia o Alemania (Durán, M.A, 2014) ( Miguel, J. 2015 ).Una de las

causas principales de la felicidad es sentirse amado, tener alguien inmediato a

quien querer, con quien conversar y compartir. Los hombres españoles están

más acompañados por sus parejas que las mujeres, pasan más tiempo

acompañados en sus matrimonios porque se casan con mujeres más jóvenes,

que están en disposición de atenderles cuando llegan a la etapa del final de su

vida. Mujeres tres o cuatro años más jóvenes como media en el primer

emparejamiento, que se convierten en diez o quince en los emparejamientos

posteriores, institucionalizados o de hecho. No hace falta recordar nombres

conocidos de la literatura y la política para ponerle imagen a esta diferencia de

edad. Las mujeres están preparadas culturalmente para el cuidado, mejor dicho

obligadas. Una obligación tan intensa que en algunas culturas propició la muerte

de las viudas en la pila funeraria; es una práctica actualmente prohibida en todos

los países, pero de la que quedan todavía huellas, no en el fuego real sino en la

presión social y económica contra las viudas supervivientes.

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Es interesante la polémica doctrinal sobre tratamiento de los planes de pensiones como bien ganancial o privativo en caso de divorcio.

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Las mujeres enfrentan en España el final de su vida con peor salud que los

hombres, con menos recursos económicos y de cobertura por la seguridad

social, menos acompañadas por sus parejas. En definitiva, menos guapas,

menos ricas y menos felices. La soledad, esa mala compañía, es el destino final

de la mayoría de las mujeres: por ello hay que recordar que en su conjunto, y en

contrapartida, las mujeres desarrollan a lo largo de su vida mejores habilidades

comunicadoras y afectivas, mantienen redes extensas familiares, logran fuertes

nexos con las generaciones siguientes, especialmente con las hijas, y son

también más frecuentes sus redes de ayuda mutua con hermanas, amigas y

vecinas. Mantener esas redes es una actividad que consume mucho tiempo y

energía, pero constituye un capital social de gran valor, el único capital del que

disponen muchas mujeres al final de su vida.

Las encuestas sobre tiempos de cuidado o que aportan información sobre ello,

rara vez miden las tareas superpuestas, lo que llamamos densidad o intensidad

del trabajo, lo que produce algunos sesgos metodológicos importantes. Hombres

y mujeres hacen tareas distintas cuando cuidan. Por ejemplo, el tiempo

reportado por los hombres es más alto de lo que dice la experiencia cotidiana.

Se debe por una parte a criterios de autopercepción y por otra al tratamiento

estadístico de los datos. Si una mujer que ya cuidaba de su familia nuclear se

hace cargo de un enfermo al final de su vida, por ejemplo de un miembro de su

familia extensa, la intensificación de la carga de cuidado se reflejará mal en la

encuesta. Aunque el esfuerzo destinado a cuidar aumente, no lo reflejará

suficiente porque la encuesta no refleja la densidad del trabajo de cuidado. Si es

un hombre quien asumen el cuidado de un familiar, como habitualmente antes

no desempeñaba otras tareas domésticas o de cuidado, y especialmente si por

ello ha renunciado o limitado sus actividades laborales o de ocio, el nuevo

tiempo de dedicación quedará bien reflejado en el cuestionario porque no se

superpondrá con otras tareas. Muchos hombres que cuidan dicen hacerlo

durante veinticuatro horas. No es, obviamente, la mayoría. Pero sí suficiente

como para que influya sobre las medias estadísticas. Son diferencias de

percepción que alteran la métrica y los resultados.

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En resumen, los hermanos, amigos, vecinos y demás parientes varones cuidan

poco de los hombres cuando necesitan cuidados intensos o prolongados al final

de su vida, pero la mayoría de los hombres tiene bien resuelta la necesidad de

cuidado porque les cuidan gratuita y amorosamente sus cónyuges durante

mucho tiempo. A las mujeres, a la mayoría, ya no pueden cuidarles sus

cónyuges porque han fallecido o, en algunos casos, han establecido una nueva

relación con otra mujer más joven. En cualquier caso, culturalmente los varones

están poco preparados para ello, no tienen habilidad o entrenamiento y no

consideran que ése sea su papel. A las mujeres les cuidarán sus hijas, o eso era

así hasta ahora, en que el descenso de la natalidad y el acceso de las mujeres

de edad intermedia al empleo reduce la disponibilidad de hijas cuidadoras para

hacerse cargo de la generación anterior. El papel de la red extensa de familiares

femeninos, e incluso de amigas y vecinas, es suficientemente relevante como

para que se refleje estadísticamente en encuestas como la EDAD 2008 o la

encuesta sobre dependientes del CIS de 2014.

Las familias españolas están al borde de su límite, no pueden más. Son las

familias quienes más han sufragado la crisis, y dentro de las familias,

principalmente las mujeres. (Durán, M.A. “La rebelión de las familias”

Mediterráneo Económico, número 26, 2014). En el modelo tradicional de familia

había una base amplia de mujeres poco incorporadas al empleo y a la vida

pública, educadas en la idea de sacrificio y subordinación. Ese modelo de familia

ha desaparecido. En las nuevas familias es frecuente la doble participación en el

mercado de trabajo, las relaciones matrimoniales son más libres y

consecuentemente más inestables. Dedicarse al cuidado entraña un riesgo

social y económico elevado.

La constitución del 78 ha recogido los valores de igualdad y respeto a las

elecciones individuales, consagrando un nuevo tipo de ciudadanía y de

relaciones interpersonales, tanto dentro como fuera de la familia. Se es más libre

para decidir sobre la propia vida en todos los planos, pero la ganancia en unos

valores no puede hacerse sin debilitar otros. Las generaciones más jóvenes no

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se sienten obligadas a supeditar su vida al cuidado de sus abuelos y menos aún

si se trata de sus ex abuelos o de sus ex suegras, tras un divorcio. El

sentimiento de obligación moral se limita a una sola generación, y tiene sólo la

mitad de eficacia si se refiere a la familia del cónyuge. Aún es menor respecto a

los familiares de las parejas de hecho o de las parejas ocasionales, no

institucionalizadas.

En 1988 estimé que en España el tiempo de cuidado de la salud se repartía así:

el 12% lo aportan las instituciones sanitarias, la suma de públicas y privadas. El

resto, el 88 %, lo aportan los hogares (Durán, 1988, “La mediación invisible”.

Cuadernos y Debates núm. 6). El trabajo de los sanitarios es más técnico, pero

los hogares y los familiares producen la inmensa mayoría del tiempo de cuidado.

Nadie ha rebatido hasta ahora estas cifras, y si alguien aportase datos más

concluyentes, con gusto ajustaría los míos. No es sólo que haya una enorme

diferencia de volumen, sino que la tendencia favorecida por el envejecimiento es

que en el futuro los hogares tengan que aumentar proporcionalmente la carga

del cuidado respecto a la que soportarán las instituciones sanitarias (Durán, M.A.,

2016, “El futuro del cuidado”, Revista Pasajes, núm. 50).

El uso de servicios sanitarios no es alternativo al consumo de cuidados

familiares, salvo en los internamientos de larga duración. En las consultas

ambulatorias, los pacientes en la última fase del ciclo vital van acompañados de

algún familiar, a veces más de uno, que añaden al tiempo de la consulta el de la

gestión de la cita, el desplazamiento, la compra de los medicamentos y la ayuda

en la ejecución de las terapias. En las salas de urgencias puede verse, como

demostró hace años un estudio sobre ese tema de Durán y Pacha, el despliegue

de familiares que gastan sus recursos escasos de tiempo en acompañamiento,

transporte y toma de decisiones. Incluso entre los pacientes internados en

hospitales, los familiares consumen gran cantidad de tiempo no sólo

acompañando al enfermo sino facilitando las gestiones sanitarias en el propio

hospital o con las aseguradoras, la higiene del paciente, los traslados y la ayuda

durante las comidas. Consume mucho tiempo el mantenimiento de la red de

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información familiar, la búsqueda de resultados médicos y la relación con los

empleadores, la recogida de resultado de pruebas, las gestiones con las

ortopedias y otro tipo de ayudas complementarias para el enfermo tales como

sillas, andadores, camas articuladas, etcétera. Es raro que un solo familiar

pueda hacerse cargo de tanta dedicación, lo habitual es que al final de la vida

sean varios los implicados aunque alguno de ellos lleve la dirección del proceso

o responsabilidad principal. Mi estimación es que en las estancias de menos de

una semana, cada enfermo hospitalizado consume como media más de 16

horas diarias de atención y cuidado no monetarizado de sus familiares o

allegados.

El cuidado al final de la vida puede medirse por unidades de producción, igual

que cualquier otro servicio. La escala Duran es una alternativa a la escala de la

OCDE para el análisis del consumo en los hogares, en función del número y

edad de sus componentes. Si lo desean, pueden verla en detalle en el libro “El

trabajo no remunerado en la economía global”, (Fundación BBVA, 2012).

Supongamos que la producción necesaria para satisfacer la demanda de

cuidados sea cien horas anuales. O cien millones. Supongamos también que la

producción sea idéntica al consumo. Lo que quiero es llamar su atención sobre

la distribución, no sobre la producción. ¿Cómo se distribuye la producción de

cuidados?

Como escenario de partida:

PT = PH +PE +PM +PV

en la que PT es la producción total de cuidados, PH la de los hogares, PE la del

Estado, PM la del mercado y PV la del voluntariado.

Para simplificar, nos referiremos solamente a los tiempos de cuidado,

prescindiendo de la consideración de su precio o valor y de los flujos de dinero

entre todos los productores. Así, asignaremos una cuota a cada uno de los

participantes en la producción. Este es un ejercicio interactivo, háganlo ustedes

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tal como crean que es en la actualidad. O como crean que va a ser dentro de

diez o quince años.

Dentro de los hogares, también hay que imaginar escenarios de distribución:

entre otros criterios, según el género y las generaciones. Por ahora, decir

hogares significa decir mujeres sin nombrarlas, porque diversos estudios

coinciden en que asumen más del 80 por ciento de la carga del cuidado.

¿Seguirán asumiendo esa proporción de la carga del cuidado en los próximos

años? ¿A costa de qué? ¿Será compatible con su incorporación al empleo, a la

vida política, a la educación y el ocio? Su trabajo de cuidado no es gratuito,

aunque resulte invisible a la mayoría de los análisis económicos. Del Estado no

pueden esperarse muchas aportaciones, con la crisis se han reducido

presupuestos y no hay expectativas de grandes mejoras a corto y medio plazo.

Al mercado tampoco le interesa la creación de servicios de proximidad porque

resultan extremadamente caros y hay poca clientela solvente para pacientes en

la etapa final de la vida.

Un enfermo de Alzheimer o con la cadera rota, dos ejemplos comunes de

pacientes, no pueden dejarse solos en ningún momento. La legislación laboral

prohíbe las jornadas de más de 40 horas semanales, por lo que harían falta

turnos de varios trabajadores para alternarse en los hogares para su cuidado. En

el INE, cuando se hizo en 2003 la estimación del coste/hora de sustitución para

el trabajo doméstico, se aplicó un precio de 4.33 euros por hora, un precio bajo

en la escala salarial que se correspondía con el de los trabajadores poco

cualificados. En otro estudio recién publicado por el INE del que son autores

Angulo y Hernández, titulado “Cuenta de producción de los hogares en España

en 2010. Estimación de la serie 2003-2010” (INE 2015, pág. 26), se aplica un

precio de 8.09 euros por hora. El INE se adhiere a las recomendaciones de

Eurostat, descartando el coste de oportunidad. La opción metodológica del coste

de sustitución en lugar del coste de oportunidad, y dentro de este el de

sustitución por empleados de hogar, tiene sentido cuando se trata de varones,

porque tal como señalan los autores, en la vida real "los directivos o

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administrativos" “tienen estipuladas unas horas de trabajo y no pueden escoger

ampliarlas o reducirla” (op. cit. pág 24). Pero este argumento no es aplicable a

las mujeres, como demuestra repetidamente la EPA al señalar las causas de

que los inactivos no busquen empleo. Existen 1,8 millones de mujeres inactiva

que lo hacen por asumir obligaciones familiares de cuidados , frente a sólo 115

mil varones, una proporción 16 veces mayor que merece un tratamiento

metodológico detenido (INE, EPA, primer trimestre 2016). Pero si el cuidado se

presta por personal asalariado desde los municipios, el precio respecto a los

hogares se multiplica por dos o tres, en algunos municipios casi por cuatro. No

es lo que gana el cuidador, sino lo que le cuesta al municipio cada hora de

cuidado prestado. En ese precio se incluyen, lo que a menudo no sucede en los

hogares, los impuestos, la parte proporcional de seguridad social y los costes de

gestión y desplazamientos.

No todo el cuidado es para personas al final de su vida, hay enfermos jóvenes y

de edades intermedias. También consumen cuidado los niños y los exentos,

esos adultos sanos que a veces no cuidan ni creen que tengan necesidad de

cuidarse a sí mismos. Estos otros consumidores de cuidados compiten con los

que están al final de la vida por el tiempo de cuidado potencial y disponible.

La Encuesta sobre Enfermos Terminales.

Para terminar, quisiera comentarles brevemente la Encuesta sobre Enfermos

Terminales que realizó el CIS e 2009 por encargo del Ministerio de Sanidad.

Puden ver sus resultados directamente en la página web del CIS. No se refiere a

todo el periodo que he intentado delimitar como el final de la vida, sino sólo a

sus últimos momentos y a algunas decisiones sanitarias relacionadas con el

modo de morir. Evidentemente, de lo que voy a hablar no es de mis opiniones

personales, sino de las de una muestra representativa de la sociedad española.

Las encuestas, como todo instrumento, hay que utilizarlas con precaución y

conocer sus límites. En temas difíciles puede suceder que la gente no quiera

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exponer sus opiniones, que se niegue a contestar. Esta encuesta del Ministerio

de Sanidad es la más completa y fiable de las actualmente disponibles en

España, y ninguna más reciente la ha sustituido. Técnicamente está bien hecha,

con una muestra de 2481 entrevistas, por entrevistador, a personas mayores de

18 años, de ámbito nacional. Pero hay otras muchas fuentes que desde hace

más de veinte años coinciden en los resultados esenciales.

Quizá lo primero que llama la atención de esta encuesta es el bajo índice de “sin

respuesta” y de negativas a contestar. Al final de la entrevista se preguntó a los

entrevistados si en algún momento se habían sentido incómodos o molestos por

las preguntas. La inmensa mayoría, el 84%, dijo que en ningún momento.

En resumen, estos son los principales resultados de la encuesta:

1) Rechazo al dolor aunque el tratamiento acorte la vida.

2) Amplio respaldo a la autonomía del enfermo.

3) El 52% de los entrevistados han conocido la experiencia de la muerte de

algún familiar o amigo íntimo con mucho dolor.

4) Valoración positiva de la calidad técnica del personal sanitario.

5) Confusión y bajo conocimiento acerca del testamento vital, el suicidio

asistido, la limitación del esfuerzo terapéutico o la eutanasia.

6) En caso de disparidad, preeminencia del criterio del enfermo o de las

familias sobre el de los sanitarios.

7) Respaldo a la desconexión en caso de coma vegetativo prolongado.

8) Respaldo al derecho del enfermo terminal a anticipar su muerte si lo solicita.

9) Actitudes muy matizadas respecto a las obligaciones individuales de los

médicos. Sí a la obligación de atender las peticiones del enfermo, pero

mayoría de “noes” a que se castigue al médico que prolongue la vida contra

la voluntad del enfermo.

10) La depresión no se identifica como una de las causas principales por las

que solicitan el fin de su vida los enfermos terminales (sólo lo citan el 1,7%

de las respuestas), sino el dolor y el deseo de no resultar una carga sobre

los demás.

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11) Opinión muy favorable a que el Estado legisle sobre eutanasia.

12) Consenso en que los medios de que dispone el sistema sanitario para tratar

el final de la vida son modestos, ligeramente insuficientes.

13) Traslado a los médicos y personal sanitario de la responsabilidad de ejecutar

las peticiones de final de vida; mayoritariamente, los entrevistados dicen que

no lo harían por sí mismos aunque un pariente próximo se lo pidiera

reiteradamente.

La sociedad española actual no participa del sentido sacrificial del dolor al final

de la vida, y menos aún del expiatorio. Las opiniones expresadas son

absolutamente favorables a la aplicación de fármacos o intervenciones que

quiten el dolor al final de la vida. Si se añade la especificación "aunque les

acorte la vida" descienden ligeramente las adhesiones, pero el apoyo sigue

siendo muy mayoritario.

Las opiniones sobre el modo de morir están asociadas con la edad, la posición

ideológica y el grado de religiosidad, como ya lo estaban hace veinte años,

aunque ahora algo más débiles y atenuadas. La opinión pública es consistente y

persistente durante décadas, va por delante de la legislación. Pero lo importante,

hoy como entonces, es que las opiniones favorables al “no dolor” y a la

autonomía del enfermo son mayoritarias en todos los grupos sociales, incluidos

los mayores, los que son religiosos practicantes y los que se definen

ideológicamente de derechas. Es una cuestión de grados, pero no del sentido

general de las preferencias.

Es importante que el 52% de los entrevistados contestaron afirmativamente a la

pregunta de si alguno de sus familiares o amigos íntimos habían fallecido con

muchos dolores. Un 17% dijo haber sufrido dos o más veces la experiencia.

Incluso en esos casos, el 70% de los entrevistados opinó que la atención

sanitaria había sido buena o muy buena. Como causa de la enfermedad que

produjo la muerte con dolor, la mayoría citaron los tumores. Nótese que el

círculo de amistades y familiares íntimos es bastante grande a lo largo de una

vida y las respuestas podían referirse a épocas pasadas. También, hay que

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decir en contrapartida que los jóvenes han tenido pocas experiencias de muertes

cercanas. En cualquier caso, 52 por ciento de respuestas afirmativas sobre

experiencias de muertes dolorosas en el entorno inmediato es una cifra tan alta

que merece que reflexionemos y tratemos de encontrar sus causas y el mejor

modo posible de reducirlas.

El 74% de los entrevistados opina que debe regularse por ley la eutanasia.

Creen que si el paciente lo solicita, el médico tiene obligación de atender su

solicitud, poniendo fin a su vida aunque vaya en contra de sus propios principios.

También consideran que las familias deben tener derecho a pedir la

desconexión de las máquinas en caso de un coma vegetativo prolongado (79%);

pero estas opiniones, que pueden parecer en principio muy tajantes, se matizan

bastante en otros puntos de la encuesta. Por ejemplo, la mayoría cree que no se

debe castigar al médico que prolongue la vida del enfermo contra su voluntad, lo

que atenúa el alcance e intensidad de las opiniones anteriormente expresadas.

En caso de diferencia de criterio en estos temas entre el enfermo y el médico, la

opinión mayoritaria es que prevalezca el del enfermo. Y si está incapacitado, el

que hubiera expresado o mantenido cuando aún no lo estaba. Para los niños, la

opinión mayoritaria es que prevalezca la opinión de la familia sobre la de los

sanitarios.

Quizá uno de los puntos más débiles de la encuesta es el relativo al lugar en que

querrían morir si padeciesen una enfermedad terminal, porque va precedido del

condicionante "recibiendo el mismo tratamiento médico”. Es imposible igualar el

tratamiento médico entre un hospital, un domicilio particular y un centro

especializado en enfermedades terminales.

El grado de implicación que exige a los familiares afectados el mantenimiento en

su hogar a los enfermos del final de la vida es muy alto. En muchos casos, su

hogar no es el mismo que el de sus cuidadores. ¿Quién, cuántos tendrán que

trasladarse, durante cuánto tiempo? ¿Quién sigue atendiendo a las otras

personas que viven en el hogar del cuidador, por ejemplo niños, adolescentes,

sobreocupados, otras personas frágiles o enfermas? La legislación laboral

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apenas concede un par de días a los familiares para acompañar a un familiar en

una enfermedad grave sin que inmediatamente se penalice su dedicación al

cuidado con la pérdida de parte del salario o del empleo. Las excedencias o

permisos no remunerados para cuidar son también en buena parte una falacia,

por incompatibles con un mercado laboral competitivo e inseguro. El cuidado de

un enfermo terminal en casa requiere, como ya hemos dicho, una media de

cuatro o cinco trabajadores asalariados si se quieren respetar las normas sobre

duración de la jornada. ¿Cuántos familiares tienen que turnarse en el cuidado

del enfermo, o en qué condiciones han de desempeñar su cuidado,

evidentemente por debajo de cualquier mínimo legal exigible para los

trabajadores asalariados?

La encuesta muestra que, al menos en 2009, el testamento vital era poco

conocido, incluso algunos entrevistados opinaron con toda certeza que en

España no existía nada parecido. Tampoco discierne la opinión pública

claramente entre conceptos que los expertos consideran diferentes y tienen

distinto tratamiento legal, como eutanasia o suicidio asistido. La eutanasia evoca

imágenes que el concepto en sí mismo no conlleva, y genera una emotividad

negativa muy asociada a las atrocidades cometidas en los años cuarenta por los

nazis.

He reservado para comentarlo en último lugar un punto que me parece

especialmente revelador, sobre todo para una audiencia en que abundan los

sanitarios. Ante la pregunta sobre si un familiar en situación de final de la vida le

pidiese repetidamente al entrevistado que le ayudara a ponerle término, las

respuestas se dividen entre afirmativas y negativas, pero con mayor intensidad

por parte de quienes no accederían. ¿Lo hacen por miedo a no saber, a

equivocarse en las dosis y causarle al enfermo sufrimientos aún mayores? ¿Es

el miedo a la persecución legal lo que les disuade? ¿Temen que origine

disensiones y conflictos dentro de la familia?

La sociedad española traslada al médico las demandas relacionadas con la

salud y la vida, pero también las relacionadas con la muerte. Es una respuesta

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lógica en una sociedad que lleva décadas recibiendo campañas para que el

paciente no se autoadministre medicinas, y para que acuda al médico o a otro

personal sanitario ante los síntomas de enfermedad.

Quienes tienen que enfrentar personalmente las situaciones límites en las que

los ciudadanos no serían capaces de reaccionar, son los sanitarios. Hay que

apoyarles en su trabajo, no para que sustituyan los valores de la sociedad o los

de los enfermos por los propios, sino para que dispongan de marcos legales

claros que delimiten sus derechos, sus deberes y sus responsabilidades, sin

menoscabo de los que corresponden a los pacientes y a sus familiares.