linder leo - juana de arco

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Bosquejo biográfico de la polémica vida de Jeanne d'Arc. Su vida y proceso asaz extraño.

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Page 1: Linder Leo - Juana de Arco
Page 2: Linder Leo - Juana de Arco

JUANA de ARCOJUANA de ARCO

Leo Linder

Page 3: Linder Leo - Juana de Arco

Título originalJEANNE D’ARC

Edición originalEcon & List Taschenbuch Verlag

TraducciónMaría Gregor

Diseño de tapaRaquel Cané

Fotografía de tapaAKG, Berlín

Diseño de interiorVerónica Lemos

© 1998 Econ Verlag München - Düsseldorf GmbH© 2000 Ediciones B Argentina S.A.

Paseo Colón 221 - 6° - Buenos Aires - Argentina

ISBN 950-15-2123-0

Impreso en la Argentina / Printed in ArgentineDepositado de acuerdo a la Ley 11.723

Esta edición se terminó de imprimir enVERLAP S.A. Comandante Spurr 653Avellaneda - Prov. de Buenos Aires - Argentina,en el mes de mayo de 2000.

Page 4: Linder Leo - Juana de Arco

El hilo principal de este relato sigue los conocimientos que

poseemos sobre la vida de Juana de Arco fundados en la

investigación histórica. Donde habla la propia Juana, se trata

en lo esencial de citas adaptadas con cuidado al lenguaje

moderno, tal como las reproducen los protocolos del proceso

de rehabilitación y otras fuentes. En lo que atañe al proceso de

Ruán, sus declaraciones responden a los protocolos del juicio.

Por razones entendibles las declaraciones de los demás

personajes actuantes no llegó a nosotros por transmisión

escrita, sino en muy pocos casos y, en su mayoría, son frutos

de la imaginación. El único pasaje extenso de libre invención

fue la discusión entre los miembros del consejo del Acto V. De

todos modos, las distintas contribuciones al diálogo reproducen

las posturas de los oradores.

Page 5: Linder Leo - Juana de Arco
Page 6: Linder Leo - Juana de Arco

Índice

ACTO IMejor hoy que mañana.......................................................................8

IntermedioLa guerra de los cien años............................................................22

ACTO IISois vos y nadie más........................................................................31

IntermedioLa mediadora................................................................................47

ACTO IIIMi consejo será seguido...................................................................53

IntermedioEl honor del sexo débil..................................................................69

ACTO IV¡Ay, mi pequeño duque! ¿Tenéis miedo?.........................................73

IntermedioSantos e intrigantes......................................................................86

ACTO VSe ha cumplido lo que agradaba a Dios...........................................91

Intermedio¡Oh, doncella única, tú eres la más grande del reino!................107

ACTO VI¡Por mi bastón, somos suficientes!................................................112

IntermedioEntre bastidores..........................................................................129

ACTO VIINo lo pude remediar.......................................................................133

Page 7: Linder Leo - Juana de Arco

IntermedioUna paz buena y segura.............................................................156

EPÍLOGOJuana de Arco en el espejo de los tiempos.....................................162

APÉNDICEBibliografía..................................................................................171

Page 8: Linder Leo - Juana de Arco

ACTO I

Mejor hoyque mañana

Page 9: Linder Leo - Juana de Arco

Robert de Baudricourt tenía la certeza de que esa muchacha

campesina, oriunda de una de las aldeas de los alrededores —andrajosa

como muchas, de vestido rojo que hedía a hogueras de leña y estiércol,

tal vez demasiado seria para sus quince o dieciséis años, demasiado

seria y segura de sí misma—, no podía ser la que pretendiera indicar al

rey cómo debía salvar a Francia, pero así eran esas exaltadas pazguatas

de las aldeas, carentes de la menor noción del mundo.

Por supuesto, ni siquiera tendría que haberla dejado pasar, pero en

una situación tan precaria como la suya, era justificado asirse aunque

fuera a una brizna de paja. Además, solía darse el caso de mujeres que

tenían sueños y sabían cosas que a nadie más se le revelaban.

Últimamente, toda Francia se dejaba influir por las visiones de mujeres

clarividentes. Bastaba salir a la calle donde casi a diario se escuchaban

nuevas profecías. Una le había dicho dónde estaba enterrado el oro de

un tesoro con el que podría comprar más munición para sus cañones. En

esos momentos, le hubiese venido bien.

Por otra parte, la labriega representaba para el abrumado

comandante de la ciudad, preparado en todo momento para un ataque,

un aliciente que de ningún modo estimaba mezquino. Ciertamente, no

era fea; tenía constitución robusta, era bastante alta, tal vez en demasía

para su gusto, pero de pechos turgentes, largos cabellos castaños y

bonito rostro... Lo único irritante era su arrogancia, esa absoluta falta de

timidez, ni que hablar de la habitual sumisión de esa chusma. Esta

circunstancia le molestó desde el primer momento. El tío que la había

acompañado estaba mucho más nervioso que ella. Al pobre hombre le

debía haber resultado embarazoso escuchar a su joven sobrina

disparatar despreocupadamente sobre lo que el cielo y ella en persona

pensaban hacer de Francia. Lo más prudente habría sido cortar por lo

sano y mandarla de vuelta a casa con la recomendación de un par de

soberanas bofetadas para devolverla a la razón.

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Page 10: Linder Leo - Juana de Arco

Robert de Baudricourt reanudó su ronda de inspección sobre la

muralla de la ciudad de Vaucouleurs. Los centinelas estaban alerta. En

Francia había guerra, la había desde los tiempos más remotos que

recordaba Baudricourt o cualquier otro sin importar lo viejo que fuera.

Era una guerra comparable a una conflagración. Tan pronto se creía que

se había restablecido la tranquilidad, se renovaban los asedios, las

campañas, las batallas que, con odiosa regularidad, resultaban

beneficiosas para los ingleses. Últimamente, se habían puesto de su lado

los borgoñones, a los que tarde o temprano Baudricourt asiría del cuello.

De todos modos, era una guerra de final previsible. El norte de

Francia ya había caído en mano de los ingleses hasta el Loira y desde

hacía años estaba bajo su administración. Sólo era cuestión de tiempo

que los ejércitos invasores cruzaran el río y avanzaran hacia el sur. El rey

de Francia ya no tenía nada que oponer a los ingleses que peleaban con

fanatismo y estaban equipados con las armas más modernas. Si le

acompañaba algo la suerte, en el futuro llevaría a cuestas su triste

destino de refugiado tras los muros húmedos y fríos de un castillo

escocés. Si, en cambio, tenía mala suerte sería llevado a Inglaterra como

prisionero y acabaría sus días tras los muros húmedos y fríos de un

castillo inglés. En cualquiera de los casos, Baudricourt podría hacer las

maletas. Sólo abrigaba la esperanza de que sus parientes estuvieran

dispuestos y en condiciones de ofrecer su rescate, que de seguro no

sería barato. En el peor de los casos, tendría que aprender inglés para

poder intercambiar una que otra palabra con sus carceleros.

Vaucouleurs, por entonces el último enclave francés en medio de la

región borgoñona, también sería borgoñona. Y Francia, gobernada desde

Londres. Así de sencillo.

Por el momento, de una u otra manera, Baudricourt había logrado

mantener fuera de esa guerra a su nido de resistencia. Sabe Dios, que

no había sido cosa fácil. Una mirada a la muralla de la ciudad bastaba

para tener de ello pleno convencimiento: en dirección norte-sur se

extendía el dilatado valle del Mosa, que a la altura del rebosadero, era

más un arroyo que un río. La margen izquierda, desde Vaucouleurs

aguas abajo hasta Domrémy seguía siendo francesa, porque Baudricourt

era un zorro pícaro y porque la ciudad tenía una sólida muralla con

veintitrés torres fortificadas. La margen derecha, en cambio, ya

pertenecía a Lorena, oficialmente, una parte del Imperio Germánico, y

los loreneses simpatizaban con los borgoñones. Había aldeas como

Domrémy, cortadas por el Mosa y por lo tanto mitad francesas y mitad

10

Page 11: Linder Leo - Juana de Arco

lorenesas, o sea prácticamente mitad borgoñonas. Al sur de Domrémy, a

menos de un día a caballo de Vaucouleurs, se encontraba la primera

ciudad borgoñona de Neufchâteau. Desde allí partían las carretas

cargadas de vino de Borgoña por la carretera principal que recorría el

valle del Mosa y pasaba delante de las murallas de Vaucouleurs, rumbo a

Flandes, que pertenecía asimismo a Borgoña. Los flamencos pagaban

ese vino con productos textiles de lana inglesa que, a su vez, eran

transportados a Neufchâteau por la misma carretera, dejando atrás a

Vaucouleurs. Sin duda, el vino y los paños habrán interesado a sus

habitantes, pero en vista de la desigualdad de fuerzas, habían optado

por llegar a un acuerdo: los ciudadanos de Vaucouleurs no molestarían

—por el momento— a los mercaderes, y borgoñones y loreneses no

molestarían por el momento a aquéllos.

Eran relaciones complicadas; en primer lugar debió agradecerse a

la plétora de artimañas de Baudricourt y a su destreza diplomática que

allí, en el valle, la guerra sólo se manifestara hasta entonces en forma de

riñas entre los jóvenes de las dos márgenes del río. Por cierto, de vez en

cuando se dejaban ver grupos de mercenarios que hacían la guerra por

su propia cuenta. Tres años atrás, Domrémy había sido atacada,

saqueada e incendiada por soldados, pero esos eran sólo desbordes de

una guerra que había afectado a otras regiones de Francia con mucha

mayor dureza. No sólo eran desvastados los campos una y otra vez por

los grandes ejércitos, lo más temible eran las bandas de mercenarios

desocupados, los desolladores, que recorrían el territorio en todas

direcciones sembrando el terror, incendiando, violando y asesinando.

Aún en tiempos en los que reinaba una paz engañosa, porque ambas

partes necesitaban reunir nuevas fuerzas, nadie tenía asegurada su vida.

En comparación, en el valle del Mosa reinaba cierta tranquilidad, nadie

pasaba hambre y la mayoría tenía un techo sobre la cabeza, exclusión

hecha de los mendigos y los lisiados de la guerra.

De pronto, a escasos dos meses de la visita de la extraña doncella,

pulularon en el valle del Mosa los hombres armados, ingleses,

borgoñones mercenarios de media Europa, cuatro mil, cinco mil

hombres, un número mayor de la población total de Vaucouleurs. Los

campesinos huyeron con sus familias a Neufchâteau, sus aldeas

abandonadas fueron saqueadas, y Vaucouleurs, bombardeada durante

semanas con morteros y por último invadida. Todos calculaban que

Baudricourt capitularía.

Pero Baudricourt no capituló. Negoció con los agresores un nuevo

11

Page 12: Linder Leo - Juana de Arco

tratado por el cual los habitantes de su ciudad se comprometían a

abstenerse de toda hostilidad en el futuro, y los sitiadores, a levantar el

sitio. Eso era más de lo que se podía esperar: Vaucouleurs había

quedado desconectada, pero la vida continuó y la orilla izquierda del

Mosa siguió siendo francesa. Tres meses más tarde Baudricourt barruntó

que este medio triunfo había sido sólo una etapa más en el camino hacia

la caída definitiva: el 12 de octubre se enteró por boca del jadeante

Colet de Vienne, mensajero del rey, que las tropas angloborgoñonas

habían cercado a Orleans, el último baluarte francés que hasta entonces

había impedido a las huestes inglesas atravesar el Loira y conquistar el

sur de Francia. Con la caída de Orleans, se habría perdido la guerra y

también el rey.

Ya era invierno. Entonces se dejó ver de nuevo la del vestido rojo en

las estrechas callejas de Vaucouleurs. Uno de los primeros en

reconocerla fue Jean de Metz, un oficial de Baudricourt, que había estado

presente como oyente cuando ella explicó a su señor cómo debía salvar

a Francia. Para su sorpresa, el militar comprobó que verla de nuevo lo

alegró y fue a su encuentro.

—¡Ea, corazón!, ¿qué haces tú aquí? Ya nada se puede hacer por el

rey y nosotros, mejor sería que nos preparáramos para hacernos

ingleses, ¿tengo razón?

La doncella ignoró su sarcasmo.

—He venido a esta ciudad, leal al rey, para hablar con Robert de

Baudricourt, para que me conduzca por fin a Chinon a presencia del

soberano. Tengo que llegar a él antes de mediados de marzo, aunque

me desuelle los talones y llegue andando de rodillas. Nadie de este

mundo, ni rey ni duques podrán salvar a Francia, salvo yo. Creedme que

preferiría permanecer junto a mi madre hilando, pues, en realidad, aquí

no se me ha perdido nada. Pero debo partir porque así lo quiere mi

Señor.

—¿Y quién es “tu” señor?

—Dios.

Jean de Metz informó a Baudricourt sobre el diálogo mantenido con

la campesina y que en esta ocasión ella se había alojado en casa de un

herrero de Vaucouleurs llamado Le Royer.

—El siguiente asedio —suspiró Baudricourt. De hecho, la doncella

no soltó la presa. Importunó a los guardias, se infiltró en el patio del

castillo y abrumó al personal con preguntas para llegar al señor de

Baudricourt. Éste no pensaba recibirla, pero tuvo que reconocer que

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Page 13: Linder Leo - Juana de Arco

desde su última visita había cambiado la atmósfera en la ciudad. Orleans

seguía cercada desde hacía tres meses y el rey de Francia, con

excepción de algunos llamados a mantener la resistencia, no había

emprendido ninguna acción para ayudar a la ciudad asediada. El ánimo

en Vaucouleurs fluctuaba entre la resignación y la desesperación, y esta

pícara aprovechaba la situación diciendo por doquier que por designio

divino, ella en persona quería liberar a Orleans y legitimar al rey en su

trono mediante su solemne coronación en Reims, lo cual no era una

mala idea en el fondo, es preciso admitirlo, pues el monarca se había

contentado hasta entonces con proclamarse soberano. La labriega

aseguraba también que si le proveían los medios para cabalgar hasta

Chinon, donde estaba la corte, expulsaría a un enemigo que todos los

generales de Francia habían enfrentado impotentes y sin saber qué

hacer. La gente no reía en estruendosas carcajadas, sino que la

escuchaba con atención y cierto alivio. La herrería de Royer se había

convertido en lugar de peregrinación de los crédulos y de los ingenuos.

Si las cosas seguían de ese modo, conseguiría convertirse en la mujer

del año 1429, al menos en Vaucouleurs. En consecuencia, Baudricourt la

mandó llamar.

Allí estaba de nuevo: la del vestido rojo, de luengos cabellos

castaños y olor a establo, esta vez enriquecido con el aroma de cascos

de caballo chamuscados. Y esa imperturbabilidad que lo ponía tan

nervioso. ¿Qué quería de él? Caballos y hombres, pues debía ver al rey

en Chinon a más tardar antes de mediados de marzo. Hasta ese

momento, el soberano debería abstenerse de todo intento de salvar a

Orleans o cualquier acto arbitrario. La única ayuda posible para él y

Francia sólo la brindaría ella. Por otra parte, el reino de Francia no le

pertenecía a él, que a sus ojos no era más que el delfín, sino a su Señor,

el rey de los cielos y Su voluntad era que fuera coronado en Reims.

Nadie debía preocuparse por el enemigo. Éste no podría impedir la

coronación pues ella en persona conduciría al delfín hasta Reims.

Baudricourt le hizo notar que, probablemente, ese día su rey de los

cielos le estaría hablando en inglés, si Vaucouleurs no hubiera capitulado

en el verano, pero la doncella no se inmutó.

—Vaucouleurs no capituló. No creáis que esta misión me agrada. Sé

que sólo soy una moza simple. No sé cabalgar y ni qué hablar de hacer

la guerra, pero mis voces no me dejan elección y el arcángel san Miguel

me ha encomendado expresamente a vos, señor Baudricourt.

—¿Oyes voces?

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Page 14: Linder Leo - Juana de Arco

La joven guardó silencio. ¿Cuál era el plan ideado para liberar a

Orleans? Sólo hablaría sobre el particular con el propio rey y nadie más.

Jean de Metz la acompañó fuera de la estancia.

Baudricourt estaba más convencido que nunca que se las veía con

una persona que no sabía qué decía. Una muchacha amorosa, sí, pero

chiflada, aunque no lo pareciera. No se le ocurrió reservársela para

alguna de esas noches; había algo en ella que parecía no concordar.

Encomendó a sus oficiales Bertrand de Poulengy y Jean de Metz, este

último espectador gorrista de la herrería, que no la perdieran de vista e

indagaran sobre ella: de dónde procedía, qué había hecho hasta

entonces, qué pensaba de ella la gente, qué había de esas voces que

decía escuchar.

Los oficiales averiguaron lo siguiente: su nombre era Juana Darc,

rondaba los diecisiete años y venía del pueblo de Domrémy, donde sus

progenitores poseían una casa, vecina a la iglesia, o sea en la margen

izquierda, la francesa. Tenía tres hermanos varones y una hermana. Su

madre Isabel se apellidaba Rommée, lo cual aludía tal vez a su placer

por peregrinar. Su padre Jacques Darc, campesino y segundo alcalde de

Domrémy, no era pobre, pero tampoco rico.

—Lo conozco —interrumpió Baudricourt—. El año pasado

compareció ante mí como representante de los vecinos por una cuestión

jurídica. Un hombre tranquilo.

Ninguno sabía de las ambiciones extravagantes de su hija. Juana

prometía convertirse en una buena ama de casa. Colaboraba con su

madre en los quehaceres domésticos, cocinaba bien, era diestra en el

manejo de la rueca, en ocasiones cuidaba el ganado y hasta ayudaba a

su padre con el arado.

—Eso explica su constitución física —interrumpió Baudricourt.

El cura estaba encantado con ella. Se confesaba con frecuencia y no

perdía una sola misa. Cuando trabajaba en los campos, dejaba todo

plantado en cuanto tañían las campanas llamando al servicio de Dios.

Era capaz de salirse de sus casillas cuando alguna vez el sacristán

olvidaba tocar las campanas, más aún, trataba de estimular al anciano

con pequeños obsequios para que lo hiciera con puntualidad. Algunos

opinaban que lo suyo era exagerado y en la aldea se burlaban de ella

por su devoción, pero eso no la perturbaba en absoluto. Nadie olvidó

mencionar su bondad. Cuidaba de los enfermos y en ocasiones hasta

cedía su lecho a los mendigos vagabundos.

—¿Por casualidad, no se acostará con ellos por pura caridad? —

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Page 15: Linder Leo - Juana de Arco

sugirió Baudricourt.

Se decía, que en esas ocasiones dormía en la cocina, acostada en el

suelo. Algunos aldeanos creían saber que ella había hecho voto de

castidad. Trascendió hace unos meses, durante un proceso en Toul. Su

prometido la había acusado por ruptura de la promesa de casamiento.

Juana negó saber de esa o cualquier otra promesa matrimonial y juró mil

veces no haberla hecho jamás. Tal vez sus padres, deseosos de casarla,

habían tenido algo que ver en el asunto, pero Juana prefirió enfrentarse a

una acción judicial, antes que doblegarse a la voluntad paterna. Además,

entre padre e hija parecía haber desavenencias. En Domrémy corría la

voz que el hombre había amenazado ahogarla en el Mosa si insistía en la

idea de andar entre los soldados. No se descartaba que alguna vez

participara en las pendencias que se daban entre los mozos de las dos

orillas enemistadas. Ella tenía fuerza como para eso y no había duda de

su odio hacia los borgoñones. De todos modos, padre e hija casi no

intercambiaban palabra últimamente.

—¿Sospecha el buen hombre dónde se encuentra la niña en estos

momentos? —inquirió Baudricourt.

Por lo visto, no. Juana había engañado a su familia. En su casa

creían que se encontraba en lo de Durant Laxart para ayudar en los

quehaceres domésticos. Laxart era el tío que la había acompañado la

vez anterior. Vivía en Burey-le-Petit, un caserío situado frente a las

puertas de Vaucouleurs, y su esposa acababa de dar a luz.

Convengamos que Juana no era tonta. Burey estaba bastante lejos de

Domrémy y bastante cerca de Vaucouleurs como para mantener

constante contacto con Laxart. Había conseguido ganarse la complicidad

del tío transmitiéndole esta profecía conocida hasta la saciedad: a

Francia la había perdido una mujer y sería reconquistada por una virgen.

La última parte se la atribuía a ella. No sólo Laxart, esa alma simple, se

dejó persuadir, sino también la buena Catherine Le Royer, posadera en

Vaucouleurs, que le tenía enorme simpatía por su amabilidad, su

laboriosidad y sencillez.

—¿Sencilla? ¿Y las voces? —preguntó Baudricourt.

Falso indicio. Ni siquiera al cura de Domrémy se le había ocurrido

una explicación. A lo sumo le extrañaba que una persona de vida tan

ejemplar como Juana, fuera a confesarse con tanta frecuencia. Acaso las

voces podían guardar relación con un árbol que en Domrémy veneraban

como el de las hadas, una corpulenta haya de crecimiento proporcionado

y largas ramas colgantes que se alzaba fuera de la aldea y antaño había

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Page 16: Linder Leo - Juana de Arco

sido el lugar donde bailaban las mujeres y las brujas, según se decía. En

Domrémy, festejaban a su sombra el comienzo de la primavera y Juana

siempre había participado con entusiasmo en el baile y el canto. Pero

esas manifestaciones sólo podían ser tomadas como inocentes gozos de

la vida campesina. En todo caso, nadie había sorprendido jamás a la

joven sola en las proximidades del árbol.

—En otras palabras —resumió Baudricourt— tiene el material de un

ama de casa normal, de una santa normal y de una impostora normal. ¿Y

yo voy a mandar a Chinon a semejante persona?

Mientras Baudricourt luchaba consigo mismo, Juana decidió no

seguir contando con su ayuda. Vaucouleurs debía ser su trampolín para

llegar a Chinon y no una estación terminal. No soportaba más la espera y

la apremiaba ver al rey pues el plazo se acortaba. Según comentó a

Catherine Le Royer, para ella el tiempo parecía transcurrir tan lento

como para una mujer embarazada. ¿Pero con quién podía contar con

seguridad? Con Laxart y su amigo Alain.

También con Jean de Metz. El pobre hombre se había enamorado de

ella —no le había pasado inadvertido— y en una de sus últimas visitas se

había mostrado muy ceremonioso, tomado su mano y prometido

acompañarla a Chinon. La siguiente pregunta que le formuló, le permitió

comprobar la seriedad de sus propósitos. ¿Pensaba emprender esa

travesía con su vestido rojo? Por supuesto que no, respondió ella, y al día

siguiente Jean apareció con algunas prendas de vestir en desuso de uno

de sus sirvientes: un calzón, una chaqueta y una gorra. La muchacha se

puso esa ropa, recogió su larga cabellera dentro de la gorra, y todos,

Catherine, su marido y en particular Jean de Metz, opinaron que hacía

muy buena figura vestida de varón. Dado que había resuelto abandonar

Vaucouleurs sin la bendición de Baudricourt, consideraron conveniente

no involucrar en la aventura al joven de Metz.

Laxart y Alain se mostraron dispuestos a acompañarla aun cuando

ninguno de los dos sabía dónde quedaba Chinon y, por añadidura, el

primero tendría que dejar a su mujer que se reponía de su reciente

alumbramiento.

En el mercado de caballos gastaron doce francos en la adquisición

de una cabalgadura para Juana y al día siguiente, muy de madrugada,

emprendieron camino a Chinon.

Nunca se había sentado sobre una silla de montar, pero se sentía

cómoda con sus ropas de varón y en tanto los caballos anduvieron al

paso no se quedaba rezagada. Cabalgaron hacia el oeste a través de

16

Page 17: Linder Leo - Juana de Arco

colinas, a campo traviesa por pelados bosques invernales porque hacerlo

por la carretera principal habría sido demasiado peligroso. Así llegaron

hasta la capilla de Saint-Nicolas-de-Septfons, patrono de los viajeros;

Juana había considerado aconsejable ponerse bajo su protección al

iniciar una travesía preparada de manera tan precipitada. En

consecuencia, entró en la capilla y se arrodilló para rezar.

De pronto la rodeó una gran claridad, una claridad mayor que la

que entraba por las pequeñas ventanas de la capilla en esa mañana

invernal. De la luz brotaron dos figuras femeninas que portaban

relucientes coronas en sus cabezas: santa Catalina y santa Margarita y

ambas se dirigieron a ella en un francés claro y comprensible. Juana no

se alarmó. El fenómeno le era familiar y casi había contado con él. Se

repetía desde hacía cuatro años, cuando ella tenía trece, desde ese

espantoso día en que los soldados atacaron y saquearon Domrémy. En

aquella ocasión, oraba a mediodía en el huerto de su padre cuando de

pronto percibió una luz a su derecha, donde se alzaban las ruinas

ennegrecidas de la iglesia incendiada. En aquella ocasión, estuvo a

punto de morir de miedo, tanto más cuanto que de la dirección de la luz

le llegó una voz. Al cabo de un rato la luz se extinguió y la voz calló, pero

unos días más tarde reapareció repentinamente y en esa ocasión

reconoció una figura nimbada por los rayos; era el arcángel san Miguel,

el capitán de las huestes celestiales que le habló, aunque ella no

entendió nada. Sin embargo, con el tiempo lo logró, porque las

apariciones se repitieron a plazos cada vez más cortos y en el ínterin no

pasaba día en que santa Catalina y santa Margarita, suplentes desde

hacía mucho del arcángel san Miguel, no se presentaran ante ella con

tanta claridad y nitidez como si hubiera tenido delante a Laxart y Alain.

Juana disfrutaba esos momentos en compañía de las santas y rompía en

llanto cuando se retiraban. Si bien los encuentros eran confortantes y

gratificantes, lo que le pedían las mensajeras del cielo era terrible:

“Salva a Francia, libera a Orleans, ve al rey, abandona tu aldea a orillas

del Mosa, pero sin que tu padre lo advierta”. Las dos santas le inculcaron

esto durante meses antes de partir ella hacia Vaucouleurs. De ahí en

más recibió consejos, indicaciones y advertencias más precisas y, como

cabía esperar considerando su origen celestial, siempre eran benéficos y

razonables.

Juana salió de la capilla, montó su caballo y dijo a sus dos

acompañantes que la idea de partir de Vaucouleurs de manera tan

improvisada no era buena por lo que debían regresar. Supo en ese

17

Page 18: Linder Leo - Juana de Arco

momento que pronto aprendería a cabalgar.

Volvió a pedir albergue a los Royers e intentó reanudar contacto

con Baudricourt. Él era el único a quien ella había mencionado lo de sus

voces, pues ni siquiera el cura de Domrémy sabía de ellas. Tal vez lo

hiciera para dar énfasis a sus argumentos, pero no sirvió para disipar su

desconfianza. Incluido su primer intento, hacía ya tres cuartas partes del

año que se empeñaba en cumplir lo que sus voces le pedían y no se

engañaba en cuanto a que no había avanzado ni un paso decisivo en su

consecución.

De pronto, aconteció algo extraño e incomprensible: un mensajero

del duque de Luxemburgo se presentó en la herrería y, a duras penas,

hizo oír su voz por encima de los martillazos y el resoplido de los fuelles,

para preguntar por Juana. Luego le transmitió en su alambicada jerga

cortesana el deseo del duque Carlos II de Luxemburgo de que ella lo

visitara en Nancy, su ciudad capital, entregó un salvoconducto y se

marchó. Baudricourt no se dejó ver pero, ¿quién otro podía estar detrás

de eso? ¿Cómo sabía de ella el duque de Luxemburgo, que gozaba de la

reputación de bandido y libertino no sólo en la margen izquierda del

Mosa. En Neufchâteau, donde había buscado refugio durante el sitio

aquel verano, hasta los gorriones sabían que él había repudiado a su

legítima esposa y engendrado cinco bastardos con su favorita. Por

añadidura, Carlos II estaba de parte de los borgoñones. ¿Qué tendría ella

que hacer en Nancy? ¿Qué querría de ella el duque? Por otro lado, era

evidente que ya se había acercado más de lo que sospechaba a su meta

provisoria de atraer la atención sobre su persona. Por lo tanto, su lucha

por hacerse oír no había sido en vano. Luego estaba ese mundo

desconocido al cual su nombre ya había logrado acceder, ese mundo en

el que tarde o temprano tendría que moverse. No estaría mal

familiarizarse con él oportunamente. De todos modos, un giro

inesperado era un giro, justamente lo que anhelaba desde hacía meses.

En consecuencia se puso en camino.

Sus dos paladines Laxart y Alain volvieron a acompañarla esta vez y

también se sumó Jean de Metz que había conseguido agenciarse una

misión en Toul y al menos pudo estar a su lado la mitad de la travesía.

Nancy era una gran ciudad. Juana conocía Neufchâteau, Vaucouleurs y

Toul, pero aquélla era algo diferente. Quizá Chinon fuera tan bella y

vasta como Nancy, tal vez más grande y hermosa. En todo caso, así se

veía el gran mundo, un verdadero castillo, el salón de audiencias de un

duque.

18

Page 19: Linder Leo - Juana de Arco

Carlos de Luxemburgo no había cumplido aún los cuarenta, pero

una perniciosa enfermedad había agotado sus energías vitales. Tal vez

debió asombrarlo ver una mujer en prendas masculinas, pero es

probable que lo hubieran preparado, en todo caso no dijo una sola

palabra al respecto. El único tema que le interesaba era su enfermedad.

—¿Recobraré mi salud? —le preguntó.

Al parecer la consideraba una clarividente o una milagrera.

Juana no quiso mentirle ni dejarlo ni un segundo en la idea errónea

acerca de la diferencia que había entre ella y una vidente común y

corriente.

—Yo no lo sé, pero si seguís tratando tan mal como hasta ahora a

vuestra legítima esposa, seguramente no os curaréis de esta

enfermedad.

El duque escuchó atónito la insólita reprensión y Juana, cambiando

de tema, le pidió una escolta para continuar su viaje a Chinon. El duque

no le prestó atención. No quería hablar de política con una mujer y

menos en un momento en que sólo le preocupaba su recuperación.

Finalmente, Juana le prometió orar por su salud, no sin señalar de nuevo,

que las oraciones son inútiles cuando alguien persevera obstinadamente

en su condenable forma de vida. El duque la despidió con un laso

movimiento de la mano y cuatro francos de oro como compensación por

sus molestias.

Ella no había podido hacer nada por el noble señor, pero debió

considerar un gran triunfo ese paseo a Nancy: había aumentado su

caudal en cuatro francos de oro y hecho una valiosa experiencia, a

saber, que aun una moza campesina podía permitirse ciertas libertades

frente al señor más encumbrado, cuando la antecedía la fama de tener

alianza con poderes sobrenaturales.

Por cierto, no acertaba a explicarse cómo había logrado ese

renombre ante el duque Carlos.

Sus progresos fueron notorios en el arte de cabalgar. De manera

misteriosa el viaje a Nancy echó a rodar la piedra. Cada día aportaba

nuevas pruebas de su popularidad entre los habitantes de Vaucouleurs,

no sólo por su anuncio de la salvación de Francia en el último minuto,

sino también por su propia persona, la joven Juana Darc. Poco después

de su retorno, hasta el propio Baudricourt se dejó ver en la herrería. Lo

acompañaba el cura de Saint-Laurent, el reverendo Fourier. Baudricourt

pidió que interrumpieran un momento el martilleo, mandó llamar a Juana

y se retiró con ella y con Fourier al patio posterior. Una vez allí, le explicó

19

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con cierta aspereza que sería sometida a un conjuro, a un juicio de Dios

o como quisiera llamarlo, se presentaría en el centro del patio y todo lo

demás correría por cuenta del cura. El religioso se puso su estola, se

irguió a cierta distancia frente a Juana, alzó los brazos al cielo y clamó

con voz vibrante:

—¡Si tienes alianza con el diablo, retrocede! Pero si te anima un

espíritu benigno, avanza hacia mí.

La doncella jamás había visto nada tan necio en su vida, pero al

parecer Baudricourt lo tomaba muy en serio. En consecuencia, se

arrodilló y de hinojos avanzó hasta Fourier, tieso como una estatua.

Después de aguardar un rato se incorporó y dijo:

—Ésta no es una buena idea, reverendo; vos, mejor que nadie,

sabéis que soy una buena cristiana y me confieso con vos casi cada día.

El cura guardó silencio y Baudricourt observó que a menudo era

difícil establecer diferencias entre los servidores del diablo y los hijos de

la luz. Cuando se hubieron marchado, Juana corrió al encuentro de

Catherine Le Royer y las dos mujeres rieron a sus anchas.

Luego apareció Jean de Metz para conducir a la joven a la presencia

de Baudricourt. Estaba sentado en su despacho y todavía se debatía

consigo mismo. Juana no tenía alianza con el diablo, pero

lamentablemente eso no era bastante definitorio. Si la mandaba a

Chinon, en la corte relacionarían enseguida la cosa con su nombre. “Esta

pastora chiflada nos la mandó Baudricourt.” Conocía la corte y sabía

cómo se procedía allí. ¿Pero si a pesar de todo la enviaba, qué podía

resultar en el mejor de los casos? Tal vez como portavoz del pueblo

lograra despertar al rey de su letargo, sacudirlo y moverlo a realizar un

postrer intento para libertar a Orleans. No había mucho más que hacer.

Por otro lado, sabe Dios que la muchacha había logrado lo que se le

había metido en la cabeza. Tampoco era preciso que echara enseguida a

todos los ingleses. Posiblemente con su obstinación consiguiera hacerse

escuchar por uno u otro en la corte. ¿Escuchar qué? Prefería no saberlo

con exactitud. De todos modos, se aseguraría el apoyo de la gente

sencilla hecha de la misma madera, tan combustible en Chinon como en

Vaucouleurs.

Su última entrevista con Juana fue más breve que la anterior.

—¿Cuándo querrías partir?

—Hoy mejor que mañana y mañana mejor que pasado mañana.

—Concédeme un plazo de seis días.

Baudricourt organizó el viaje con su acostumbrada minuciosidad y

20

Page 21: Linder Leo - Juana de Arco

circunspección. Escribió una carta a la cancillería real en la cual se refirió

a la joven con benevolencia y, al mismo tiempo, tan reservado como

para que su misiva no se entendiera como una clara recomendación.

Luego destinó seis hombres a su escolta, buenos hombres

experimentados en el arte de guerrear, entre ellos a Bertrand de

Poulengy, Jean de Metz y Colet de Vienne, el mensajero del rey,

familiarizado con los rodeos. Por último, le procuró un caballo mejor que

valía más los dieciséis francos que había costado que el viejo jamelgo los

doce.

En la ciudad la excitación crecía día a día. Los vecinos recogieron

dinero y mandaron confeccionar ropa nueva para ella —prendas

masculinas cortadas a medida, un chaleco gris antracita, calzones de

suave cuero castaño y un capote negro que se ajustaba a la cabeza

como una caperuza y caía sobre los hombros o bien podía usarse

arrollado alrededor de la cabeza. Pero aun así no parecía un hombre, y

su deseo expreso era parecerse lo más posible. Catherine Le Royer le

encasquetó entonces una cacerola y procedió a cortar todo el pelo que

asomaba debajo de ella y luego le rasuró las sienes y la nuca. El

resultado fue un peinado estilo hongo como el que usaban todos los

hombres. Quedaba por resolver el problema del busto... bueno. Bajo el

peto de una armadura de hierro habría pasado más disimulado, pero tal

vez la conseguiría más adelante.

El día de la partida fue el 13 de febrero de 1429. Vaucouleurs en

pleno estuvo en pie. En la puerta de Francia, la salida hacia el oeste, se

había formado una inextricable aglomeración en torno a Juana, su

escolta y Baudricourt. Éste actuó ceremoniosamente e hizo jurar a sus

hombres en voz alta para que todos escucharan su promesa de velar por

la seguridad y salud de Juana. Trajeron las cabalgaduras y la joven y sus

acompañantes montaron en ellas.

Baudricourt se abrió paso para entregarle una espada, el emblema

de la dignidad de caballero. Juana había contado con todo menos con

semejante honor. En algún momento tendría que defenderse, pero sobre

todo atacar. Aunque al principio vaciló, acabó aceptando la dádiva.

Las últimas palabras de Baudricourt fueron: “Ve, ve; que venga lo

que tenga que venir. ¡En marcha, ya!”.

Al parecer todavía no estaba del todo convencido.

Juana cabalgó en pos de su escolta y Vaucouleurs pareció quedar

muy atrás. Y Chinon se le antojaba al alcance de su mano.

21

Page 22: Linder Leo - Juana de Arco

Intermedio

La guerra de los cien años

Así o muy parecido debió de ser el desarrollo del primer acto del

drama de Juana de Arco. Éstas o muy parecidas palabras cambiaron ella,

Baudricourt y los demás personajes. Hoy en día, se sabe con bastante

certeza, pues en los últimos quinientos setenta años se publicaron

alrededor de 15.000 tratados, novelas, artículos, poemas, dramas y

estudios sobre su vida. No sólo es el personaje más fascinante del siglo

XV, sino también el mejor documentado e investigado a fondo. Las

fuentes más fidedignas en las que obtuvimos nuestro conocimiento

sobre su vida y su mundo de ideas fueron los autos: los protocolos de

sus declaraciones a lo largo de su proceso condenatorio y las textuales

declaraciones de los testigos que fueron interrogados en ocasión del

proceso de rehabilitación, veinticinco años más tarde. Se sabe más de la

infancia y la adolescencia de esta labriega, que de muchos personajes

históricos de alta cuna. Ella en persona suministró a sus jueces

información más o menos detallada sobre numerosos aspectos de su

vida pública y privada y en tiempos del proceso de rehabilitación todavía

vivían muchos de los que la habían conocido en su temprana niñez.

No obstante, quien se proponga reproducir su biografía completa,

tendrá que valerse en ciertos pasajes de conjeturas y estimaciones, y

quien desee hacer un relato novelado habrá de recurrir en ocasiones a

su imaginación. Este libro no es una excepción. Muchos han intentado

buscar explicación a los desconcertantes y misteriosos acontecimientos

que acompañaron su aparición en el escenario de la Francia devastada

por la guerra. Ya Baudricourt —como más tarde sus jueces— se vio

frente al insoluble deber de decidir entre Dios y el diablo como su fuerza

impulsora. En la actualidad, esta cuestión ya no nos preocupa pero sí

otras muchas que atañen a su acción casi mágica, a sus sorprendentes

triunfos en un dominio que era exclusivamente asunto de hombres y no

en último término sus visiones. En este libro no se intenta una

22

Page 23: Linder Leo - Juana de Arco

explicación nueva de ellas. En su época, fueron muchos los que vieron

apariciones como Juana de Arco, en especial las mujeres; este fenómeno

se dio en todos los tiempos. San Pablo, Lutero y santa Teresa de Ávila

pasaron por esta experiencia y en nuestros días se cuentan por millares

los que han tenido visiones, sólo que ya nadie habla de ellas como una

gracia sino como una enfermedad. Juana de Arco era una visionaria

particularmente genial, pero está claro que sus voces, su arcángel y sus

santos eran también el eco de sus propios anhelos, temores y

esperanzas, por ende una realidad, razón por la cual los tratamos aquí

como realidades.

Unas palabras acerca del apellido de Juana. La grafía d'Arc, con

cierto aire aristocrático, fue empleada por primera vez en 1576 por un

poeta de Orleans y no se propagó hasta el siglo XIX. En los documentos

de la época se encuentran las más variadas grafías como Dars, Darx,

Dart y la más frecuente Darc. Juana jamás utilizó su apellido.

Conscientemente, se apartó de la tradición y la descendencia de su

familia. Hasta que el rey fue coronado en Reims, lo nombró con porfía “el

delfín”, porque no veía en él sino al príncipe heredero, hasta tanto no

hubiese recibido en la catedral de Reims, las insignias del reino y la

santa unción como todos sus antecesores. Los franceses llamaban

godons a los ingleses, en alusión a su imprecación preferida God damn

me, un mote que, como en todas las épocas, se acostumbraba poner al

enemigo.

Antes de continuar esta biografía, siempre basados en los

resultados de las investigaciones y las fuentes, debemos echar una

mirada minuciosa a la Francia de comienzos del siglo XV. La situación

caótica de este país y el grado de desmoralización de su clase política,

serían totalmente incomprensibles sin el conocimiento de los

acontecimientos históricos que llevaron a ellos.

Convengamos que aún en conocimiento de estos procesos cuesta

comprenderlos. Sin embargo, sólo el que conozca el trasfondo histórico

tendrá una noción de aquello en lo que se metió Juana de Arco cuando

se dispuso a cumplir la misión que sus voces le dictaban.

Es menester cavar muy hondo para dejar al descubierto las raíces

de este conflicto. En 1066, Inglaterra fue conquistada por un francés, el

duque de Normandía que, en adelante, se conoció con el nombre de

Guillermo el Conquistador. En los tiempos que siguieron, los soberanos

ingleses y franceses se entendieron de maravilla, hablaban el mismo

idioma —el francés—, se consideraban parientes y participaban juntos en

23

Page 24: Linder Leo - Juana de Arco

las cruzadas. Pero en 1154 surgió el primer problema: el francés Enrique

Plantagenet del condado de Anjou subió al trono de Inglaterra; en sí algo

no alarmante aún. Sin embargo, como consorte de Leonor, duquesa de

Aquitania, Enrique se convirtió al mismo tiempo en duque de la inmensa

y rica región de la costa meridional de Francia que era el ducado de

Aquitania con su capital Burdeos. Como rey, era su propio señor, pero

como duque seguía siendo vasallo del rey de Francia.

Los vasallos gobernaban, en calidad de representantes del

monarca, extensas partes de ese país, provincias que, por ley, no les

pertenecían. Pero cuanto más poderoso era un vasallo, tanto más se

inclinaba a presentarse como amo y señor en la rutina política.

Enrique Plantagenet no sólo era muy poderoso en su calidad de

duque de Aquitania, sino también por su dignidad de rey de Inglaterra,

circunstancia por la cual rehusó hincar la rodilla ante su colega francés.

Por este acto, el vasallo reconocía al soberano como su señor; el rey de

Francia debía exigir su cumplimiento si no quería estimular a la rebelión

a los demás vasallos. Pero ni uno ni otro podían ceder a riesgo de perder

imagen o más. Un error de construcción jurídica que tarde o temprano

llevaría a la guerra.

Aquitania se convirtió en la manzana de la discordia entre Inglaterra

y Francia. Los franceses intentaron negociaciones y lo hicieron con

violencia, primeramente, para hacer entrar en razón a los ingleses en

cuanto a lo de los homenajes y también con miras a expulsarlos después

de ese ducado, pero ellos dependían del Continente.

Sus naves necesitaban los puertos de Burdeos y Bayona como

estaciones intermedias en sus travesías al Mediterráneo. Por otra parte,

los mercaderes de lana británicos tampoco querían perder el contacto

directo con los viñedos de los alrededores de Burdeos —Inglaterra

importaba cada año 800.000 hectolitros de vino de Aquitania—. Los

ingleses respondieron a la violencia con violencia, y en 1337 el rey

Eduardo III llegó a elevar su pretensión a la corona de Francia.

Semejante pretensión no carecía de fundamento por cuanto nueve

años antes el rey Carlos IV había fallecido sin dejar un heredero varón.

Por lo tanto, sus posibles sucesores eran Felipe de Valois y Eduardo III, el

primero por ser primo del difunto monarca y el segundo por ser su yerno.

El parlamento optó por Felipe, no por su grado de parentesco más

cercano, sino porque a diferencia de Eduardo había nacido en suelo galo.

Por ende, una decisión que respondía más a una discriminación entre

ingleses y franceses que a una posición jurídica.

24

Page 25: Linder Leo - Juana de Arco

Es posible que Eduardo no alimentara serias esperanzas respecto a

la corona de Francia y que, después de todo sólo quisiera llevarse en su

costal la total soberanía sobre Aquitania, pero hizo una apuesta

demasiado arriesgada. Felipe VI ocupó el ducado. La jugada contraria de

Eduardo III fue exhibir la artillería más pesada a su disposición y se

proclamó rey de Francia.

A partir de entonces esta querella familiar no se limitó a la habitual

disputa de territorios, de ahí en más se jugó al todo por el todo.

Comenzó la Guerra de los Cien Años que por ciento dieciséis años

convertiría a esas dos naciones, a esos dos pueblos, en encarnizados

enemigos. Fueron enemigos dispares. Con una población de quince

millones de habitantes, Francia era el país europeo de mayor densidad

demográfica. De clima benigno, suelos feraces, agricultura floreciente y

económicamente independiente, sus vecinos debían verlo como el país

en el que manaba el vino, la leche y la miel. Sin embargo, la magnitud

de su territorio dificultaba la organización y el trabajo de una

administración efectiva, así como la rápida y acertada leva de tropas en

caso de guerra. Además, la dependencia del rey de sus poderosos

vasallos, contrarrestaba su operatividad. Al iniciarse la contienda, la

superioridad de Francia parecía estar fuera de toda duda y a su

soberano, que desde comienzos del siglo XIV tenía al Papa bajo su

dominio, le sobraban razones para sentirse el más poderoso de

Occidente.

Con sus cuatro millones de habitantes, Inglaterra dependía en lo

económico por completo de la exportación. La base de su bienestar eran

los enormes rebaños de ovinos, verdaderamente monstruosos, cuya lana

exquisita se mandaba de preferencia a Flandes. Pero, a diferencia de

Francia, disponía de una administración altamente desarrollada y el rey

gozaba del apoyo de un parlamento provisto de amplios poderes, en el

cual también tenían voz los acaudalados fabricantes de paños a los que

interesaba asegurarse un vasto y seguro mercado en el Continente para

la colocación de sus productos. Dichas estructuras facilitaban tanto la

recaudación de impuestos como el reclutamiento de tropas. Por

consiguiente en Inglaterra la política se practicaba sobre una base

mucho más sólida.

De acuerdo con las antiguas reglas de las lides caballerescas, la

guerra que acababa de estallar debía concluir al cabo de algunas

campañas, pero los ingleses no pensaron en atenerse a ellas.

En el antepuerto de la ciudad flamenca de Brujas, empezaron por

25

Page 26: Linder Leo - Juana de Arco

batir a cañonazos a la flota naval francesa inmovilizada; de doscientas

naves sólo se salvaron cuarenta. De esta manera, Inglaterra obtuvo la

supremacía absoluta del litoral marítimo y sus barcos pudieron amarrar

donde se les antojara.

El siguiente paso de Eduardo III fue desembarcar en Normandía con

sus tropas. El ejército francés con Carlos VI a la cabeza salió a su

encuentro a marchas forzadas. Las dos fuerzas se encontraron el 26 de

agosto de 1346 en las cercanías de la pequeña ciudad norteña de Crécy.

Las tropas inglesas se situaron en formación estratégica sobre una

colina que dominaba el río Somme. El ejército del rey de Francia,

agotado tras un día de marcha forzada, avanzó en increíble desorden.

Las primeras secciones alcanzaron las posiciones enemigas bien entrada

la tarde. Nadie dio la señal de alto, y el rey se vio en la imposibilidad de

detener el avance de sus tropas. De todos modos, la vanguardia, un

contingente de dos mil ballesteros alemanes logró ponerse en posición

de ataque. De pronto, se desencadenó un torrencial aguacero que

convirtió el suelo en un lodazal, y cuando dejó de llover, volvió a salir un

sol que cegó a los franceses. Desde lo alto de su colina, los arqueros

ingleses dieron un paso al frente y dispararon miles de flechas que

cayeron con ímpetu devastador y gran ruido sobre los ballesteros que,

presa del pánico, huyeron en busca de seguridad para caer en manos de

la caballería francesa, cuyo comandante supremo le había ordenado

matar a los desertores. Mientras los soldados a caballo se dedicaban a

masacrar a sus propios ballesteros, semihundidos en el barro, los

arqueros ingleses dieron otro paso al frente.

Al ponerse el sol, el ejército francés había quedado aniquilado por el

enemigo que durante la batalla no abandonó ni una sola vez su posición,

ni registró pérdidas sensibles.

En el campo de batalla de Crécy, Francia conoció de la manera más

espantosa un fenómeno que hoy denominaríamos cambio de estructura;

un profundo cambio en las estructuras del pensamiento que abrió

nuevas posibilidades de acción hasta entonces ignoradas.

En una palabra: los ingleses eran más modernos que sus

adversarios.

Desde hacía siglos, el ejército francés estaba integrado casi

exclusivamente por nobles para quienes la guerra significaba a la vez un

oficio y una forma de vida. Estos nobles y sus vasallos representaban un

agrupamiento de individualistas de limitado compromiso. Así, una

campaña no debía durar más allá de cuarenta días, pasados los cuales

26

Page 27: Linder Leo - Juana de Arco

cada cual era libre de regresar a su casa. Si dentro de ese plazo no se

había llegado a un combate victorioso, la campaña tenía para el rey de

Francia las mismas consecuencias que una derrota. Por falta de tiempo,

en la mayoría de los casos había que renunciar a las estrategias sutiles.

Por el contrario, el ejército inglés estaba compuesto por hombres de

la más variada procedencia, contratados por una suma y un período de

tiempo determinados. Eran casi profesionales, porque muchos de los que

lucharon en Francia ya habían marchado a la guerra contra los

escoceses. Los batallones ingleses eran más pequeños que los formados

por vasallos franceses y en gran parte estaban integrados por infantes,

acostumbrados a pasar necesidades, sometidos a una rigurosa disciplina

militar, con preparación táctica y movidos por una celo patriótico que los

nobles franceses jamás hubieran imaginado.

Además, disponían de arcos largos, el arma más moderna y terrible

de su época, arcos de la altura de un hombre, capaces de lanzar flechas

relativamente pesadas a una gran distancia gracias a la tensión de sus

cuerdas. Los arqueros se agrupaban en grandes pelotones de combate y

disparaban simultáneamente miles de flechas en elevada parábola. La

fuerza de percusión de estas salvas era devastadora, dejando de lado el

efecto psicológico del ruido creciente, como un rayo, que causaba una

nube de estos proyectiles. Frente a esta superioridad, por mucho tiempo

no les quedó a los franceses otra alternativa que evitar las batallas a

campo abierto y limitarse a las guerrillas en las que participaban

pequeñas formaciones de mercenarios, principalmente extranjeros.

En los tiempos que siguieron, los ingleses alentados por su triunfo

en Crécy, extendieron su control sobre casi todas las regiones de la

costa atlántica de Francia y en 1356 llegaron a hacer prisionero al rey y

llevarlo a Londres, una catástrofe sin parangón para todo el reino.

La nobleza, incapaz de cumplir su misión de proteger al pueblo,

perdió todo crédito a los ojos de aquél. Las bandas de mercenarios

asolaban el país y estallaban las sediciones por doquier. Hacía mucho

que las partes intervinientes habían perdido la visión de conjunto, pero

poco a poco empezaron a tener noción de la aventura desastrosa en la

que se habían precipitado.

En 1364, en medio de un caos generalizado, Carlos V fue coronado

nuevo rey de Francia en Reims. Practicó con buen resultado la técnica de

la guerrilla, atacó a los ingleses en su punto más débil y persiguió una

política de tierra arrasada. Los ejércitos ya no se distinguían de las

hordas de mercenarios merodeadores, pero lograron reconquistar

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Page 28: Linder Leo - Juana de Arco

Aquitania con excepción de algunas regiones pequeñas. En 1377, el

agotamiento financiero condujo a una tregua. La codicia y la ambición de

los nobles rebasaban por lejos las posibilidades de sus provincias. Pueblo

y nación quedaron desangrados y Francia devastada en gran medida.

La prolongada tregua que siguió tuvo visos de paz, pero no fue sino

un estado de postración. De pronto, los tímidos intentos de acercamiento

de las dos partes tuvieron un súbito final: Carlos VI enloqueció. Sin

motivo aparente atacó con la espada a sus propios hombres y dio

muerte a cuatro. Poco tiempo después provocó un incendio durante una

fiesta en la corte y de ahí en más aumentaron los signos de su

esquizofrenia. Dejó de hablar y de comer, ya no se higienizaba y atacaba

con la espada a todo aquel que provocara su enojo. Ese hombre era el

padre del delfín, a cuyo encuentro en Chinon quería ir Juana de Arco.

Su madre era Isabel de Baviera, a quien llamaban “La reina Venus”,

a la que el pueblo atribuyó la primera parte de la profecía, según la cual

una mujer causaría la perdición de Francia y una virgen la salvaría.

Aunque había sido una beldad en su juventud, a la sazón se había

convertido en una obesa grotesca, que se desplazaba en una silla de

ruedas confeccionada especialmente a su medida y viajaba en un

carruaje a prueba de truenos construido para su exclusivo uso personal,

con todos los dispositivos posibles para amortiguar los ruidos. Ella sentía

pánico por las tormentas, los puentes y los lugares abiertos. Después de

abandonar a su consorte enajenado en 1402 tuvo amoríos con todo

aquel que predominara en el cruento juego de intrigas por el poder en

Francia.

Primeramente fue Luis de Orleans, el hermano del rey, desde hacía

mucho tiempo inepto para gobernar. Su rival era el duque de Borgoña,

Juan sin Miedo, que reprochó a Luis haber malversado las recaudaciones

de impuestos tributados por Borgoña. Además, Luis, brillante vividor

altanero e inescrupuloso, le inspiraba profunda repugnancia. En una

noche oscura de 1407, de regreso a su casa después de cenar con

Isabel, fue atacado por varios hombres armados y descuartizado. Juan se

atribuyó el asesinato, París lo vitoreó, e Isabel se unió de allí en más al

matador de quien fuera su amante y el duque de Borgoña pasó a

gobernar a Francia, mejor dicho la parte septentrional. En el sur se formó

la resistencia contra el borgoñón encabezada por el duque de Armagnac.

Seguidamente, Juan recurrió a Inglaterra para luchar contra los

Armagnac, como se conoció en Europa a los franceses del Mediodía. Los

británicos aceptaron de buen grado reanudar la consecución de sus

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Page 29: Linder Leo - Juana de Arco

viejas metas en Francia y, en 1415, Enrique V volvió a desembarcar con

un ejército expedicionario en Normandía.

Los Armagnac mandaron a su encuentro un ejército, no así los

borgoñones. En Azincourt, no lejos de Crécy, se trabaron en combate,

cuyo desenlace fue similar al de Crécy, hacía sesenta y nueve años. Los

jinetes franceses consideraban por debajo de su dignidad usar cañones

y, nuevamente, la pesada caballería francesa no tuvo posibilidad alguna

contra los arqueros ingleses. A la hora del crepúsculo, había 10.000

jinetes muertos, y la nobleza del sur de Francia quedó casi exterminada.

Los ingleses conquistaron Normandía y, de pronto, los borgoñones

consideraron que su triunfo sería algo muy peligroso. Sobre el puente de

Montereau negociaron la paz con los Armagnac, pero el duque Juan no

sobrevivió al acto porque en ese mismo lugar una mano asesina puso fin

a sus días. De este modo quedaron definidos los frentes: Borgoña se

puso de lado de los ingleses y, con el tratado de Troyes la reina Isabel, el

nuevo duque de Borgoña, Felipe el Bueno y el rey de Inglaterra Enrique

V, consumaron el hecho en 1420. De ahí en más Enrique V sería también

rey de Francia. Los viejos rivales se habían mancomunado, en una doble

monarquía, cuya expresión visible fue una boda anglofrancesa, la de

Catalina, hija de Isabel, con Enrique V.

Inglaterra se habría convertido así en lo que hoy denominaríamos

una potencia mundial, si al sur del Loira, en la parte de Francia no

ocupada, no continuara todavía la resistencia a la que muchos

consideraban inevitable.

Un joven que tuvo la osadía de nombrarse rey de Francia fue más

que protagonista, una figura simbólica de esa resistencia. Era Carlos VII,

hijo del difunto rey loco, Carlos VI e Isabel, la que había colaborado con

los ingleses en Troyes, y hermano de la flamante reina de Inglaterra. Era

el delfín, en quien —si damos crédito a Juana de Arco— el cielo había

puesto especial atención.

Por cierto, no eran muchos los que creían apasionadamente, como

Juana, que este Carlos habría de tener algún papel en Francia. Sin duda,

gozaba de simpatías en la región central y meridional de su país y

también en las ciudades que se levantaban en las márgenes del Loira.

En el norte, algunos vislumbraban la tan ansiada paz a partir de la

unificación de los reinos en disputa durante más de doscientos años. Los

parisinos lo aborrecían porque relacionaban a la dinastía de los Valois, a

la cual pertenecía Carlos, con el caos y los constantes aumentos de los

impuestos. De hecho, los parisinos se morían de hambre. Los indigentes

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Page 30: Linder Leo - Juana de Arco

perseguían a los cazadores de perros para arrebatarles su presa y no se

comían los gatos, porque las ratas eran más temidas que el hambre.

Por otra parte, ¿tenía Carlos derecho a proclamarse rey? ¿Acaso su

propia madre no lo había declarado hijo ilegítimo, fruto de una noche de

amor? Si eso era cierto, y el cambio de vida de la reina Venus avalaba

esa sospecha, el trono de Francia estaba ocupado por la persona

indebida.

Pero Carlos no quiso abdicar. Expulsado de París, montó su propia

administración entre Bourges y Poitiers amparado por las mansas aguas

del Loira de un ataque sorpresivo de los ingleses. Había una situación

grotesca; su rival directo en ese momento era un niño de pecho. Enrique

VI, que en 1422, al morir su padre, tenía pocos meses de vida. Sin

embargo, el hombre que en Francia manejaba los negocios de gobierno

en nombre del todavía inconsciente rey de Inglaterra, era un adversario

digno de tomar en serio: el duque de Bedford. En 1428, éste decidió

poner fin a la amenaza del otro lado del río e incorporar finalmente el sur

de Francia a la nueva monarquía doble. Para salvar la barrera del Loira,

las tropas inglesas debían hacer saltar primeramente el cerrojo que

representaba Orleans, muy fortificada. El 12 de octubre de 1428

atacaron la ciudad y Carlos reaccionó desvalido, como un conejo ante

una serpiente. En la versión inglesa del guión de la Guerra de los Cien

Años, Orleans se reservaba para el último acto, para el final glorioso.

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ACTO II

Sois vosy nadie más

31

Page 32: Linder Leo - Juana de Arco

En tanto se encontraran en territorio ocupado, Colet de Vienne

propuso cabalgar sólo de noche, para evitar caer en manos de los

soldados enemigos. Por su parte, Jean de Metz hizo envolver con trapos

los cascos de los caballos y así, cual un cortejo de espectros, en

apretada fila india, se desplazaban en la oscuridad haciendo el menor

ruido posible. Atravesaron comarcas devastadas, y Juana tuvo su

primera noción de lo que la guerra podía causar.

A la pálida luz de la luna, algunos campos eran irreconocibles por la

proliferación de la maleza y en fincas abandonadas se perfilaban

débilmente contra el cielo nocturnal las vigas calcinadas de los techos.

En lontananza, se escuchaba el ladrido de los perros, cantos de gallos y

en una ocasión aullidos de lobo. Hacían amplios rodeos para no pasar

por las aldeas y durante el día descansaban en graneros apartados.

Llovía a menudo, de modo que pasaban días enteros con las ropas

mojadas, pero eso no era lo peor. Lo peligroso eran los ríos que en esa

época de deshielo habían desbordado. Colet de Vienne conocía los

lugares por donde podían vadearlos, si bien en ellos la corriente también

era arrolladora y más de una vez el agua helada les llegaba hasta las

rodillas.

En las proximidades de Auxerre, Juana insistió en escuchar misa en

la ciudad y aunque Colet lo consideró una locura, ella impuso su

voluntad. Se hicieron pasar por mercaderes y poco después, con la

bendición del sacerdote, lograron abandonar la ciudad por la puerta del

oeste sin ser molestados, a pesar de que pululaban allí los soldados.

Cuando llegaron a Gien todos suspiraron aliviados, porque era una

ciudad leal al rey en la que estarían seguros. Apenas habían encontrado

una posada junto al Loira y ordenado el desayuno, cuando se asomaron

los primeros curiosos. En aquellos tiempos nadie se aventuraba a salir de

su aldea, a no ser que fuese un fugitivo y allí había gente que había

logrado llegar a Gien desde Lorena y por añadidura en compañía de una

32

Page 33: Linder Leo - Juana de Arco

moza vestida de varón. A Juana le pareció bien que cundiera la noticia de

su llegada. En Vaucouleurs había comprobado qué importante era el

apoyo de la gente sencilla y qué fácil le resultaba a ella ganarse su

simpatía. A todo el que quiso escucharla, le dijo que iban a ver al rey.

Primeramente, liberarían Orleans y luego conducirían al delfín a Reims

para su coronación. En Gien nadie rió tampoco, al menos no en su

presencia.

En los días sucesivos, Juana se mostró cada vez más sociable.

Mientras cabalgaban a través de los bosques de Sologne, bajo la lluvia,

hizo gala de buen humor y ahogó todo vestigio de duda en cuanto al

recibimiento que les tributarían en Chinon, argumentando que sus

hermanos y hermanas del Paraíso ya lo habían preparado todo y la

mantenían al corriente. Hasta el propio Colet, que desde un principio

había considerado la empresa como una idea concebida por un

Baudricourt afectado por el aguardiente, se dejó contagiar por su

optimismo. Sin embargo, no compartía la ferviente admiración que

dejaban traslucir Jean de Metz y Bertrand de Poulengy, aunque

entretanto había renunciado a competir con Juana.

Cuando empezaron a viajar en suelo francés, los días dejaron de ser

menos problemáticos que las noches. Jean de Metz que se acostaba a su

lado sobre el heno dormía mal. Tal vez la preocupación por su seguridad

le quitaba el sueño. Pero lo más probable es que hubiese esperado algo

más de ese viaje. Juana tampoco dormía tranquila, pero tenía bien en

claro que entre ambos no habría nada, aunque tuviera que hacerse

entender por la fuerza. Dormía envuelta en sus ropas húmedas, el jubón

bien ajustado y la espada al alcance de la mano. Si sacrificaba en ese

momento su virginidad, todo se malograría y ya podrían emprender el

regreso. No era sólo que la profecía de la virgen destinada a salvar a

Francia —hasta entonces siempre aceptable para algunos nuevos

adeptos— fuera ya inservible para ella, sino sobre todo porque las

mujeres eran seres humanos ordinarios, con los cuales no departían los

poderes celestiales. El lugar de las mujeres comunes de su clase era la

cocina o la cama de parto, en el mejor de los casos las eras, jamás el

campo de batalla. Para las vírgenes, en cambio no había límites, estaban

por encima de las leyes constrictivas de la vida cotidiana. Podían dar a

luz salvadores o ser ellas mismas salvadoras.

Sin embargo, las precauciones de Juana probaron ser superfluas.

Cuando Jean no montaba guardia pasaba la noche sobre el heno a su

lado, pero sin realizar jamás el menor intento de tocarla o estrecharse

33

Page 34: Linder Leo - Juana de Arco

contra su cuerpo. Ni siquiera le daba un beso de buenas noches.

De camino, Juana no omitía oportunidad alguna de hacer pública la

meta y el propósito de su viaje.

Lo que sabía uno, pronto lo sabían diez. Los rumores eran un

recurso maravilloso cuando se sabía uncirlos al propio carro. Eran raudos

y efectivos, capaces de movilizar al mensajero a caballo de un duque.

¿Entonces, por qué no también la fantasía de un rey? ¡Cuánto dependía

de llegar a los oídos de la gente importante antes de que la conocieran

de vista! Lo había advertido en Vaucouleurs y no quería volver a perder

tiempo jamás, mendigando la atención de los grandes desde el

anonimato. Le bastaban las experiencias hechas con Baudricourt.

Al cabo de diez días de cabalgar, el grupo llegó a Ste. Catherine-de-

Fierbois. Lo primero que hizo Juana fue asistir a misa, espiritualmente

muerta de hambre y ávida de comulgar, pero en esa ocasión no se

concentró como de costumbre. Esa capilla era un lugar raro y fascinante

a la vez: casa de Dios y arsenal. Por todas partes pendían objetos bélicos

de las paredes: guanteletes de hierro, yelmos, espadas y cadenas, todas

ofrendas de ex prisioneros de guerra a santa Catalina en agradecimiento

por su liberación. Ese mismo día asistió a otras dos misas.

Al atardecer, discutió con Jean de Metz y Bertrand de Poulengy, sus

íntimos hombres de confianza, su plan de enviar al monarca una carta,

precisamente cuando estaban a medio día de cabalgata de Chinon. Colet

podría redactarla y a la mañana siguiente partir enseguida con ella. Ella

confiaba en poder prescindir de su ayuda para llegar a Chinon.

Tanto Jean como Bertrand observaron que tal vez en la cancillería

real causara irritación la carta de una labriega del último rincón del

reino, por decir lo más leve. Juana se impacientó porque no habían

entendido nada de su proyecto. La carta era parte de un amplio plan de

acción destinado a evitar largas semanas de tediosas antesalas en

Chinon. Mandó llamar a Colet, le hizo tomar la pluma y le dictó lo

siguiente. “He cubierto ciento cincuenta millas a caballo, sin temer

esfuerzos ni peligros, para traeros ayuda y comunicaros novedades que

os alegrarán... Pasado mañana entraré en Vuestra ciudad os ruego tener

la bondad de recibirme. Juana.”

A modo de firma dibujó una cruz con su propia mano.

Hacia mediodía arribaron a Chinon. Juana se apeó y entregó su

caballo al palafrenero de la posada que había escogido Bertrand. Era una

pena tener que andar de tiempo en tiempo. A caballo se sentía mejor. La

ciudad era estrecha, más pequeña de lo esperado y muy populosa. En

34

Page 35: Linder Leo - Juana de Arco

cambio, el castillo superó todas sus expectativas. Cabalgando hacia

Chinon por la ribera del Vienne, de caudal muy crecido, tuvieron de él

una mejor perspectiva que desde el caserío: una fortaleza alargada con

elevadas torres cuyos brillantes muros amarillos de toba parecían brotar

directamente de los escarpados peñascos que se elevaban detrás de la

ciudad. Ese castillo silencioso en su notable emplazamiento, iluminado

por el sol del mediodía, parecía inaccesible, más aún, inexpugnable, pero

ella no necesitaba sino conquistar el corazón del rey que vivía dentro de

esos muros fortificados.

Después de comer, envió a Jean de Metz para anunciar su arribo. En

la posada se había desatado un pandemonio, había corrido la voz de su

presencia en el lugar y todos querían verla. Al parecer, con su sabiduría

doméstica todos creían tener que aportar su grano de arena a la

salvación de Francia. ¿Ya había tenido noticias de la batalla de los

Arenques? Sí. Acababa de suceder en Gien. ¿Sabían esos lastimeros

nobles algo más que hurtar el cuerpo y cosechar derrotas?

Las tropas encerradas en Orleans habían intentado un ataque por

sorpresa y habían caído sobre una carreta inglesa de aprovisionamiento

cargada de barriles de arenques. No estaba mal quitarles a los godons su

comida cuaresmal, pero a pesar de que los superaban en número, la

empresa fracasó porque el conde de Clermont optó por darse a la fuga

con sus hombres antes de presentar batalla.

¡Vaya papelón! típico de esa ralea ilustre de la que dependía la

suerte o la desgracia del pueblo.

¿Sabía que en Chinon había una persona a la que por ningún motivo

debía vender ni prestar nada? ¿No? Ése era el rey. Hacía poco un

zapatero había tenido que volverse con los zapatos confeccionados para

el monarca, porque el tesorero le había echado una mirada compasiva

cuando le presentó la factura. Los carniceros tampoco proveían a la

corte desde hacía meses, porque se les debían facturas del año 1427.

Sin embargo, se decía que el rey comía como siempre en platos de oro,

si bien la carne que en ellos se servía provenía de las presas que él

mismo cazaba. Para poder costear su boda había llegado al extremo de

deshacerse de sus bellos y antiguos tapices. ¡Y ojo! Si encuentras en el

castillo a uno que viste ropa remendada, probablemente no sea el bufón

de la corte, ¡sino el propio soberano!

¡Además, qué aspecto tiene! Ya no lo remedia siquiera el armiño.

Esa nariz bulbosa, esas mejillas picadas de viruela, esos ojos legañosos,

su cuerpo enjuto de piernas cortas y ¡ese andar bamboleante! Parece un

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Page 36: Linder Leo - Juana de Arco

sauce llorón y apenas tiene veintiséis años. Ya nadie ve lo que en

realidad sucede en su castillo. Días enteros, a veces semanas enteras

reina allí arriba un silencio mortal, nada se mueve y de pronto aquí abajo

no se puede pegar un ojo en toda la noche porque en el castillo suenan

coros exultantes, voces roncas de borrachos y chillidos de mujeres;

entremezclados con ladridos y aullidos de la jauría real. En una palabra,

el rey es un caso perdido, la corte un manicomio y Francia un país en

ruinas.

¡Cuánto sabía esa gente! Juana tuvo la sensación de que era mejor

no saber tanto acerca del rey. Se retiró a su cuarto, donde esa noche

recibió una delegación de cortesanos, un grupo de nerviosos caballeros

de mediana edad, disfrazados como aves del paraíso, en cuyos rostros

se reflejaba una mezcla de malestar y estupefacción mientras le dirigían

la palabra cada cual a su turno. Contrariamente a su costumbre, Juana

estuvo reservada. Hablaría sólo con el rey; nadie más. Le hicieron notar

entonces que eso no era una charla privada, sino una audiencia oficial en

nombre del rey, pero ella les hizo entender que tenía dos designios

divinos: levantar el sitio de Orleans y conducir al rey a Reims para que

por fin fuese coronado y ungido en la catedral. Eso era en el mejor de los

casos, la versión resumida de sus planes, ya que entretanto sus voces le

habían hecho saber que había algo más que hacer, pero no era de

incumbencia de aquellos señores de segunda. Cuanta más información

obtuvieran de ella en ese momento, más se demoraría la discusión que

se daría en el castillo.

A la mañana siguiente se acercó a la posada otro grupo de

personajes vestidos de negro. Juana los recibió con su atuendo habitual:

jubón y calzones, pero los religiosos no comentaron sus ropas ni su corte

de pelo, se limitaron a formular algunas preguntas sobre la naturaleza

de sus visiones o voces, quisieron saber acerca de los santos

involucrados y volvieron a sentarse.

Cuando empezaba a oscurecer Juana oyó rumor de cascos y voces,

vio antorchas, yelmos y espadas y supo que había llegado el momento.

Entonces, cabalgaron cuesta arriba por una empinada calle empedrada

flanqueada de muros cubiertos de viña virgen, que subía en zigzag hasta

el castillo. Desde esa altura, los muros de las casas de la ciudad se

recortaban como negros triángulos puntiagudos contra la plateada estela

que la luna dibujaba sobre las aguas del Vienne. En el cortejo que se

aproximaba lentamente a la oscura y enhiesta masa de la torre de

entrada, nadie sabía lo que les depararían las horas por venir. Jean de

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Page 37: Linder Leo - Juana de Arco

Metz no se atrevió a mirarla, como si de repente hubiese temido lo peor.

Probablemente, los cortesanos ya se estarían imaginando la deliciosa

escena en la que esa joven travestida, que hasta hacía poco había

guiado a las ovejas de su padre, oficiaría de bufón involuntario durante

media hora, para luego ser arrojada fuera del castillo. Juana pensaba si

el rey sería realmente tan desagradable como se decía.

El rastrillo de la torre chirrió al ser levantado y los cascos de las

cabalgaduras repiquetearon con ruido sordo al cruzar el puente levadizo.

En el patio del castillo unos soldados, al parecer ebrios, intercambiaban

comentarios maliciosos. Aquello era en sí una ciudad. Los perros de la

jauría real empezaron a ladrar. Detuvieron la marcha y se apearon bajo

un edificio palaciego por cuyas ventanas se filtraba profusa iluminación.

Sin decir palabra, un paje de hacha tomó a Juana de los hombros y la

condujo hacia una escalera de madera adosada al muro exterior del

edificio para acceder al primer piso. Los peldaños crujían haciendo temer

que la mayoría de ellos estuvieran podridos. Cuando llegaron arriba, ella

entró en la casa y siguió al paje de hacha hasta una elevada puerta de

doble hoja. No se percibía ningún rumor detrás de ella y el servidor

golpeó con el puño.

Las puertas se abrieron desde el interior y le llegó una oleada de

aire caliente y viciado. Se ofreció a sus ojos un gran salón lleno de teas

humeantes y personas sudorosas que se abalanzaron hacia ella en el

verdadero sentido de la palabra. Los curiosos estiraron el cuello. Nadie

hablaba en voz alta, sólo susurraban. Se le antojó encontrarse en un

baile de máscaras, pues los hombres vestían brillantes túnicas de corte

caprichoso y colores chillones. Algunos lucían sobre sus cuerpos

voluminosas cruces de oro que centelleaban a la luz temblorosa de las

antorchas. La vestimenta de las mujeres no era menos colorida y

destacaba sus pechos enhiestos. Cubrían sus cabezas tocas bicornes de

las que pendían velos vaporosos. Todos la observaban con ojos

desorbitados, ávidos de curiosidad.

¿Tendría que abrirse camino entre esa multitud como si aquello

fuera una feria anual? El paje de hacha se había esfumado y Juana

permaneció expectante junto a la puerta. De pronto, formaron calle en

dos filas por la que avanzó un personaje muy distinguido e importante,

un hombre a juzgar por su apariencia. Se acercó a ella sonriendo

amistosamente, tomó su mano casi sin tocarla y la condujo a través de

esa calle de espectadores hasta el centro del salón cual si fuera una

princesa y se detuvo con ella frente a un hombre ataviado con increíble

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Page 38: Linder Leo - Juana de Arco

boato. La congestión se tornó alarmante. Su acompañante retiró la

mano, le echó una mirada cordial y le dijo:

—Estás ante el rey.

¿Sería una broma? El hombre que le presentaron era de una

apostura capaz de cortarle el aliento. No recordaba haber visto jamás a

nadie tan bello, pero por otra parte parecía un idiota.

—Éste no es el rey. Yo lo reconocería, aunque nunca lo vi.

No podía haber expresado con mayor cortesía la clara idea que

tenía de la apariencia del monarca. Su acompañante sonrió como si

hubiera sido pescado en un error venial y señaló a un hombre que

estaba junto al niño bonito:

—Tienes razón. Éste es el rey.

Tampoco él lo era, era evidente. Juana miró a su alrededor y

descubrió entre los hombros de dos cortesanos un rostro que le resultó

familiar: nariz bulbosa, mejillas picadas de viruela, ojos legañosos... La

descripción concordaba y sus voces confirmaron su sospecha. Juana dejó

plantados a los demás, caminó hacia aquel rostro, echó atrás su

caperuza y realizando una genuflexión dijo:

—Dios os conceda larga vida, noble señor.

—Yo no soy el rey —negó el rostro.

—Por Dios; sois vos y nadie más.

El rostro zafó de su posición forzada y ante la doncella se presentó

un joven torpe, de atuendo sencillo comparado con el de los cortesanos.

Juana se inclinó entonces y pronunció las palabras que desde hacía

mucho bullían en su cabeza.

—Muy noble delfín, me llaman Juana. He venido para traeros ayuda,

a Vos y a todo el reino. El rey del cielo os manda decir a través de mí,

que seréis ungido y coronado en Reims. Además os digo, por encargo

divino, que Vos sois el verdadero heredero del trono, hijo legítimo del rey

y que yo he sido enviada para conduciros a Reims.

—¿De veras? —musitó el monarca y la observó.

Al rey no le agradaba mirar a la cara a los extraños porque le

causaba gran turbación, pero a esa niña pudo mirarla sin ser dominado

por el pánico. Hasta dio un paso atrás para contemplarla mejor. Era

robusta y bien formada, hablaba en voz suave, con una dulzura

fascinante, pero se movía como un hombre, aparte de que vestía ropas

de varón. Había tenido el tino de no confundir con su persona al conde

de Clermont, el cobarde idiota culpable del descalabro de la batalla de

los Arenques. En los últimos minutos ella se había comportado como si

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Page 39: Linder Leo - Juana de Arco

siempre hubiera vivido en la corte y su inocente juego de escondite no le

había hecho perder su serenidad y compostura. Además, había abordado

el escabroso asunto de su nacimiento sin vueltas, en voz alta para que

todos lo escucharan, dejándolo bien en claro de una vez por todas, eso

esperaba.

El delfín la llevó a un rincón del salón para reanudar el coloquio en

voz baja, mientras el grupo de curiosos se mantenía a prudente

distancia.

Lo que decía la labriega sonaba como si todavía quedaran

esperanzas, como si la calesa preparada desde hacía semanas para

llevarlo en cualquier momento y sin pérdida de tiempo al puerto seguro

de La Rochelle no fuera a ser utilizada. Cuando el soberano notó que

desde hacía un buen rato sonreía y sus ojos estaban más húmedos que

de costumbre, interrumpió la conversación y se dirigió a los cortesanos

apiñados.

—Dios nos ha enviado a esta doncella para que nos ayude a

reconquistar nuestro reino. Provisoriamente vivirá con nosotros en el

castillo.

* * *

La vida cambió tanto para Juana como para el soberano. Los

cambios en la vida de la labriega, como la había denominado

Baudricourt hacía dos meses, fueron por cierto más drásticos. Ya no

regresó a su posada. Desde entonces vivió en el seno de la sociedad

cortesana, en lo alto del peñasco que se alzaba sobre la ciudad. Ocupó el

primer piso de una torre, el lugar más antiguo del castillo, largo tiempo

fuera de uso, amueblado a toda prisa para ella. La estancia era fría y

lóbrega porque aun en los días soleados sólo se colaba por la única

ventana un débil rayo de luz. Juana no se quejó pues en sus diecisiete

años había vivido en peores condiciones. Además, sus santos refulgían

con más claridad contra el sombrío fondo de esos muros. Durante el día

tenía a su disposición a un joven noble como paje y por la noche la

acompañaba una dama de la corte.

Aunque distaba de ser el mejor domicilio, su torre se convirtió

enseguida en punto de reunión de los cortesanos. Cuando no rezaba,

sacudida por violentos sollozos, según informó el paje, ella recibía

visitas. En la corte nadie que pudiera permitirse dar rienda suelta a su

curiosidad quería perder la oportunidad de echar una mirada a ese bicho

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Page 40: Linder Leo - Juana de Arco

raro, por el que al parecer el buen Baudricourt había perdido la chaveta.

En cuanto a Juana, cuanto más la sumergían en la comadrería

cortesana, más excéntrica se le antojaba esa gente. A no pocos de sus

visitantes les tentó las ganas de confrontar a esa señorita del campo con

tal o cual realidad para arrancarla de sus sueños o tal vez sólo para

hacerla vacilar en su desconcertante seguridad. Así, entre los gruesos

muros de su torre, le confiaron que en realidad las tropas del rey eran

apenas unas bandas de mercenarios que saqueaban por igual al amigo y

al enemigo porque el noble delfín no les pagaba. Si bien todos sabían de

los excesos de la soldadesca, nadie hacía nada para ponerles coto y

menos aún Carlos, que después de su colapso nervioso en La Rochelle se

mantenía ajeno a todo. Contaba por entonces diecinueve años. Durante

una ceremonia en el colmado salón de sesiones del palacio episcopal, el

suelo de madera se hundió y hubo muertos y heridos, pero el delfín,

amén de una conmoción persistente, salió solo con unos pocos rasguños

gracias a una viga partida que lo salvó de caer en el caos de maderos y

cuerpos humanos. De ninguna manera había sido ése el único golpe de

su vida. Cuando sus hombres fueron masacrados en París, él se salvó

apenas por un pelo y desde entonces aborrecía a los parisinos. Cuando

su propia madre lo declaró bastardo, de ahí en más prohibió mencionar

el nombre de Carlos en su presencia, lo que no le impidió hacer de sus

examantes sus más estrechos consejeros.

Cuando murió su padre no fue capaz de proclamarse rey y su

suegra tuvo que forzarlo a reclamar sus derechos. Temía a los extraños y

las aglomeraciones le causaban miedo pánico.

Entre los personajes que visitaban a Juana en su torre no pocos

hacían gala de las más extrañas peculiaridades. Cierto día su paje le

anunció a un caballero de Rais, Gilles de Rais, un hombre joven cuya

presentación contrastaba con su indolencia: las manos cargadas de

sortijas cuajadas de gemas y finas cadenas de oro, los párpados

sombreados, una barba recortada con prolija precisión, obviamente

teñida de negro, la tez de su cara de ave rapaz, tan blanca como la piel

de su chaqueta y el cuero de sus botas. A diferencia de los otros que

querían enterarse de más detalles sobre los planes divinos, Gilles de Rais

trató de entablar con ella una conversación sobre el diablo, pero Juana lo

atajó.

—Señor De Rais, vos abordáis un tema del que no me compete

hablar.

Gilles cambió de tópico y con ademán de afectada cortesía le pidió

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Page 41: Linder Leo - Juana de Arco

permiso para asir su mano, la condujo bailoteando escaleras abajo, hasta

la base de la torre, abrió la puerta para que entrara la luz y señaló un

lugar determinado del muro. Con una mirada más atenta, Juana

reconoció un grabado tallado en el muro de blanda toba, al parecer con

un cuchillo, un clavo u otro objeto puntiagudo. Representaba una cruz y

los instrumentos con los que habían atormentado a Cristo, junto a ella un

ciervo acosado por un perro de caza y al pie una inscripción. En la

suposición de que la rústica no sabía leer, Gilles se ofreció a descifrar

aquellos trazos que hasta ese momento no le habían llamado la

atención.

—Éste es un nombre, “Jacques de Molay” —musitó—, y aquí dice

“Dios, perdóname”. De seguro nunca habrás oído hablar de Jacques de

Molay. Fue el último Gran Maestro de los Templarios. Estuvo encarcelado

en esta torre con otros grandes de su orden hasta que todos fueron

quemados en la hoguera por herejes y brujos. Esto sucedió hace ciento

veinte años y desde entonces la torre quedó deshabitada hasta tu

llegada. El ciervo representa a Jacques de Molay y el podenco que lo

acosa a muerte es Felipe el Hermoso. Juana —le susurró llegado a la

puerta— sea cual sea tu propósito, así recibas tus órdenes del cielo o de

Satanás en persona, puedes contar conmigo.

En Domrémy y en Vaucouleurs todos eran normales, pero allí, en la

corte nadie parecía serlo. Por momentos, su padre solía ser brusco y

estallaba en arrebatos de cólera, eso era normal, pero en palacio todos

parecían padecer una desatinada excitación, antipatías exageradas o

estados de miedo pánico, todos menos Alençon.

En su primer día en el castillo, Juana departía con el rey frente a la

capilla —acababa de terminar la misa matutina— cuando apareció un

joven que abrazó a Carlos y luego la observó con el asomo de una

sonrisa burlona.

—Éste es mi primo Jean, el duque de Alençon —le informó el rey en

contestación a su pregunta respecto a quien era ese personaje y Juana

palmeó la espalda del primo, a pesar de que era un duque.

—Muy bien. Cuanta más sangre real se junte, mejor será.

He aquí el segundo Jean. Según le confió más tarde, él participaba

en una cacería de codornices cuando un mensajero le informó de la

aparición en la corte de una doncella que aseguraba haber sido enviada

por Dios para expulsar a los ingleses y enseguida había montado en su

caballo.

Con su soltura, Alençon introdujo en la vida cortesana un nuevo

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Page 42: Linder Leo - Juana de Arco

elemento. De pronto, Juana pareció no tener tanta prisa en liberar a

Orleans. Casi todos los días cabalgaba en compañía de Jean hasta las

pistas de ejercitación de los jinetes, en los prados a orillas del Vienne,

para practicar bajo su dirección lanzamiento de jabalina y otras artes

caballerescas. En ocasiones, el propio rey se mezclaba entre los

espectadores que afluían en gran número allí donde ella hiciera su

aparición. Cierto día, algunos que poseían el humor áspero del gremio de

los guerreros, le señalaron un negro corcel que resoplaba indómito, se

erguía sobre las patas y coceaba cuando alguien se acercaba

demasiado. Juana indicó a los palafreneros que lo alejaran del sol hasta

un lugar donde las tribunas echaban sombra, lo montó sin esfuerzo y

cabalgó al trote.

Para el pueblo todo en ella era un milagro, pero las mentes

ilustradas como Alençon también se vieron forzadas a creer en un

milagro cuando se percataron de la rapidez con que aprendía, que

pronto adquiría aptitudes que nadie hubiera atribuido jamás a una mujer

y que ninguna mujer tampoco había osado atribuirse hasta entonces.

Temeroso de que pudiera arriesgar su vida sobre el lomo de bestias

terribles, el duque le regaló su propio caballo.

Para nadie era un secreto en la corte que el monarca también

buscaba su proximidad. Desde un principio se le permitió participar de

las conferencias matutinas sobre la situación en el círculo de los

consejeros más estrechos, al cual pertenecía Alençon y también cierto

caballero Trémoille, una montaña de carne envuelta en brocato rojo y

dorado, cuya mera presencia causaba una sensación opresiva aun

cuando los circunstantes no escuchaban de él en toda la mañana más

que los crujidos de la silla bajo el peso de sus colosales miembros. Con

sus cuarenta y cuatro años superaba con creces en edad a todos los

demás consejeros. Cada vez que Juana profería una palabra, el rey

echaba a Trémoille una mirada de soslayo y en cada una de esas

ocasiones el gigante entreabría los labios pero persistía en un gélido

silencio con la vista perdida en el vacío. Al cabo de dos semanas, él era

el único que todavía no había visitado a la doncella en su torre, tampoco

apareció por allí en el curso de la tercera. En atención a este personaje

desagradable, Juana se alegró de contar con el ofrecimiento de apoyo

incondicional que le hiciera Gilles de Rais hasta que supo por Alençon

que el susodicho también se había comprometido por un singular

contrato a apoyar incondicionalmente a Trémoille y sus fines. A su vez,

Alençon confesó haber celebrado un contrato similar con Trémoille, pues

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Page 43: Linder Leo - Juana de Arco

pagaba buen dinero a cambio de lealtad, pero hacía firmar contratos

porque no confiaba siquiera en su propio oro. Desconocía el móvil de

Gilles pues a la edad de veintitrés años ya se contaba entre los hombres

más ricos de Francia. Era en verdad un individuo al que no se le podía

ver el juego, pero Alençon necesitaba ese dinero imperiosamente.

Alençon la había invitado a conocer el castillo de su familia en St.

Florent a orillas del Loira y hacia allí cabalgaban por la carretera, uno

junto al otro, cuando de pronto la muchacha oyó de sus labios una

confesión que la hizo estremecer.

Alençon le dijo que, desde el punto de vista jurídico, él era un

prisionero. Cinco años atrás, unos soldados ingleses lo habían

encontrado debajo de una montaña de cadáveres en el campo de batalla

de Verneuil y llevado prisionero. De acuerdo con las reglas del juego su

familia podía rescatarlo mediante el pago de una suma de dinero,

astronómica en su caso por ser duque. Hasta que fuera pagada la última

cuota de ese rescate, seguía siendo prisionero bajo palabra de honor, es

decir, no debía cometer actos hostiles contra los ingleses.

Juana clavó en su acompañante una mirada llena de perplejidad.

Gilles encadenado a Trémoille por un contrato macabro, lo mismo que

Alençon, anulado por su juramento.

¿Qué sería de su idea de una tropa escogida de hombres jóvenes y

resueltos, entre los que también contaba al rey? Alençon, veinticuatro,

Gilles de Rais, veintitrés, ella diecisiete, el rey veintiséis, todos

demasiado inexpertos como para escapar a ese perverso sistema

explotado por los viejos, a quienes no les importaba que la guerra

continuara eternamente.

¿Cómo podía una muchacha inerme e inexperta arreglárselas con

hombres como Gilles y Alençon, cuya lealtad y arrojo probablemente no

pasarían ninguna prueba, ni que hablar del respeto de esos brutos hacia

las mujeres?

Alençon se apresuró a tranquilizarla. Si decidía colaborar, Gilles y él

estarían dispuestos a luchar a pesar de todo y, de ser necesario,

vencerían a Trémoille por mayoría de votos en el consejo de la Corona, si

es que por ventura volvía a pedir la palabra públicamente.

Llegados a St. Florent, Alençon le presentó a su esposa y a su

madre. A la hora de la despedida, la joven cónyuge se mostró

melancólica: la guerra los había convertido en mendigos; para colmo de

males tal vez su querido Jean perdiera la vida en Orleans.

—Madame —la consoló Juana—, no tenéis nada que temer. Os

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devolveré a vuestro Jean tan sano y salvo como lo veis ahora frente a

vos.

Habían pasado unos días hermosos y despreocupados; de ahí en

adelante, cuando se refería a su anfitrión Juana sólo decía “mi bello

duque”.

Por mucho que Carlos valoraba la presencia de la doncella,

fluctuaba entre el deseo de adorarla como profeta y la tentación de

admirarla como mera curiosidad, pero poco a poco tuvo que decidirse.

Enviarla a Orleans con las últimas reservas, por la sola razón de que ella

aseguraba haber sido enviada por Dios, significaba apostarlo todo a una

carta... ¿y sería realmente un triunfo esa carta? A fin de obtener mayor

certeza, ordenó realizar averiguaciones. En primer término se interrogó a

sus acompañantes Jean de Metz y Bertrand de Poulengy, que no habían

regresado a Vaucouleurs y cuyos rostros Juana había descubierto a

menudo entre los espectadores aglomerados en derredor de la liza.

Los dos trataron de aventajarse en sus himnos de alabanza: era un

milagro que el viaje a Chinon hubiera transcurrido tan suave y sin

tropiezos, que no tuvieran que desenvainar la espada ni una sola vez,

que nadie resultara víctima de los ríos crecidos. Todos se lo debían a

ella. Luego, el rey escribió al Papa, para recabar su diagnóstico. Por

último se interrogaría a sus conocidos en Domrémy, misión

encomendada a dos monjes mendicantes peregrinos.

Sin aguardar los respectivos informes, Carlos la mandó a Poitiers en

compañía de Alençon para ser interrogada por una comisión de

investigación integrada por religiosos. Con un voto de la Iglesia en el

bolsillo, podrían endosar el diablillo a los teólogos, si las cosas salían

mal. ¿Por qué no dejar también en esa ocasión la última palabra a la

Iglesia?

Juana tuvo que someterse cada día a dos horas ininterrumpidas de

sondeos hechos por dieciocho ilustres eruditos, vestidos de negro, entre

ellos el arzobispo de Reims, dos obispos, el decano de la facultad de

teología de la universidad de Poitiers y otros especialistas en cuestiones

de fe. La formación religiosa de Juana consistía en saberse el Padre

Nuestro, el Ave María, pasajes de la Biblia que recordaba por haberlos

oído del párroco de la aldea en sus prédicas y en las enseñanzas de su

devota progenitora. ¿Qué querían saber de una rústica como ella, esos

hombres que formaban la crema y nata intelectual de Francia?

¿Por qué tanta alharaca, por qué esa pérdida de tiempo tan

precioso? Juana lo intentó todo para abreviar el proceso. Respondía con

44

Page 45: Linder Leo - Juana de Arco

laconismo y sin titubeos. No dejó de contestar ninguna pregunta, pero

sin ocultar su impaciencia. Pronto advirtió hasta dónde podía llegar y le

divirtió quitar viento a las velas de aquellos ilustres miembros de la

honorable comisión.

—¿Crees en Dios?

—Sí; con más fervor que vosotros.

—Exiges soldados al rey. Si en verdad, Dios quiere salvar a Francia,

¿para qué necesita soldados?

—¡Por amor de Dios! Los soldados lucharán y Dios les concederá la

victoria.

—Nosotros no podemos aconsejar al rey que te mande a Orleans

basados meramente en tu propia afirmación de haber sido enviada por

Dios. ¿No puedes darnos algún signo que confirme tu credibilidad?

—¡Por Dios! No he venido a Poitiers a daros signos. Llevadme a

Orleans y allí realizaré los signos y milagros para los que he venido.

—¿Qué idioma hablan tus voces?

—Sea cual sea, uno más bello que el vuestro.

Todos prorrumpieron en risas. La última pregunta la había

formulado el decano de la facultad de teología en dialecto lemosín. Por

un lado, las actividades de la comisión eran espinosas, pero por otro más

divertidas que mantener conferencias y escribir dictámenes sobre

herejes. Cuando el interrogatorio llegó a las tres semanas, el mismísimo

rey perdió la paciencia. Ya no aguantó más permanecer en Chinon y se

dirigió a Poitiers para apresurar el informe de la comisión. No obstante,

antes de expedir el dictamen definitivo fue necesario esperar el

resultado de la prueba de virginidad. Por fin lo obtuvieron y fue positivo.

La suegra del rey y sus dos asistentes no encontraron en las partes

íntimas de Juana vestigio alguno de lesión o daño. Este fue el único

hallazgo sólido.

En consecuencia, los señores llegaron a la siguiente conclusión: si

bien las respuestas de esta Juana que se llamaba a sí misma “La

doncella de Orleans” no eran ortodoxas, les parecían de asombrosa

inteligencia y ninguna contradecía la fe católica. El rey no debía

rechazarla, aun cuando no había garantía alguna de que pudiera cumplir

su promesa. Dada la situación desesperada de Orleans, que el rey se

sirviera de ella y confiara en Dios.

Este resultado no entusiasmó del todo a Carlos. Evidentemente,

nadie quería dejarse meter en camisa de once varas por los teólogos. En

cambio, Juana festejó en rueda de amigos, a los que se habían sumado

45

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últimamente algunos miembros de la comisión. Durante la velada, su

“bello duque” elogió la facilidad con la que ella había hecho bailar

alrededor de su dedo a esos señores. La joven rió y le confió que sabía

más de lo dicho y podía hacer más de lo demostrado hasta entonces.

Luego insistió en coronar su triunfo con un primer tiro certero en

dirección a las líneas inglesas. Pidió papel y tinta y dictó al más aplicado

de sus nuevos amigos, el profesor de teología Jean Erault, su segunda

carta a un monarca:

—¡Jesús María, rey de Inglaterra. Entregad a la doncella las llaves de

todas las ciudades que habéis usurpado! Ella ha sido enviada por Dios y

está preparada para celebrar la paz si obráis con justicia y devolvéis

todo lo que habéis tomado.

”Rey de Inglaterra, si no obedecierais, yo tengo el mando supremo

y allí donde encuentre hombres vuestros en territorio francés los

expulsaré y si presentaran resistencia, ¡la doncella los matará!

—¿Juana, de veras debo escribir “la doncella los matará”?

—Tienes razón; será mejor que escribas “La doncella los hará

matar”. Sigamos.

”El cielo la ha enviado para arrojar de Francia a cada uno de

vosotros y la doncella os promete que si no abandonáis Francia elevará

con sus tropas gritos de guerra como no se oyeron aquí en mil años.

”Y a vosotros arqueros, nobles compañeros de armas, y a todos los

que asediáis a Orleans, os digo en nombre de Dios: retiraos a vuestras

tierras, de lo contrario guardaos de la doncella y de los daños que os

causará.

”¡Y a vos, duque de Bedford que os nombráis regente de Francia, no

obliguéis a la doncella a aniquilaros. Si no hacéis lo que se os dice, os

preparará con todos los franceses la fiesta más grande que jamás se

celebró en nombre de la Cristiandad.

”Escrito el 22 de marzo de 1429.

46

Page 47: Linder Leo - Juana de Arco

Intermedio

La mediadora

Muchos de los que conocieron a Juana de Arco, más tarde se

refirieron a ella de acuerdo con sus evocaciones. Dichas referencias

figuran en cartas, crónicas, memorias y protocolos. Por su contenido,

parecían reproducir lo que Juana de Arco dijo u opinó de hecho en una

situación determinada, pero ya no resuenan en ellas el tono de su voz,

su dicción personal, ni asoma su temperamento impulsivo. Aun cuando

la memoria de una sociedad, en gran parte analfabeta, trabaja con

mucha más precisión que la nuestra, todas estas referencias parecen

atenuadas, alisadas por el tiempo o la distinción de los que recordaban o

las circunstancias en las que recordaban o debían hacerlo por fuerza. De

cualquier modo, el resultado es una síntesis.

Sin embargo, la precitada carta al rey de Inglaterra reproduce el

tono original de Juana de Arco: es como una explosión. Trasunta con

cuánta energía y combatividad perseguía su meta. Se encontraba en el

punto culminante provisorio de su carrera meteórica, desbordaba

ambición de gloria y conciencia de su misión, se sentía tan fuerte como

para desafiar a cualquier enemigo, aunque, por cierto, insinuaba

asimismo la posibilidad de una solución pacífica, si bien no siguió

adelante con esa idea. Esta carta es la declaración de guerra de una

campesina adolescente a la potencia militar más poderosa de Europa.

Ella no sabía aún qué significaba matar hombres, pero matar formaba

parte del programa y no lo ocultaba.

En todo caso, ya no se reconoce en ella a la muchacha del vestido

rojo. Todavía no habían pasado tres meses de su tímida aparición en

Vaucouleurs y ya hablaba en tono imperioso a un monarca y amenazaba

a su representante con su aniquilación, se arrogaba un poder de mando

del que todavía no se había dicho una palabra y anunciaba revoluciones

políticas inimaginables con el ímpetu de las amenazas del Antiguo

Testamento sobre el Juicio Final o la retórica fanfarrona con la que las

47

Page 48: Linder Leo - Juana de Arco

bandas armadas de las dos riberas del Mosa se gritaban sus

declaraciones de guerra.

De todos modos, a través de ella llegó a la política un nuevo tono

inconfundible, al que sus enemigos no reaccionaron porque era

demasiado insólito y porque hasta entonces se había hecho caso omiso

de sus amenazas por considerarlas propaganda.

Semejante lenguaje sólo podía atribuirse a alguien no familiarizado

con las realidades. Si esa carta hubiera llegado a manos del monarca o

su tesorero, hubiese terminado en el montón de estiércol más cercano.

En 1421, las finanzas de la corte francesas eran un caos. Cada vez

se hipotecaban o vendían más tierras de la Corona, en conjunto o

separadas; los ingresos disminuían en forma continua y en algún

momento Carlos VII tuvo que pedir a su propio cocinero. A las tropas se

les cortó la paga, mientras los generales seguían embolsando sumas

enormes para evitar que cambiaran de bando. Nada se alteró en la

costosa administración de la casa real. El rey insistía en mantener en

alto aunque sólo fuera la ilusión de su antiguo esplendor. En 1428, pidió

a Trémoille, su hombre de mayor confianza, 27.000 libras. A sus

acreedores los arreglaba por lo general con la cesión de títulos,

condados y ducados, situados fuera de su radio de acción, porque allí

tenían la palabra los ingleses. En consecuencia, una guerra como la que

se figuraba Juana de Arco ya estaba condenada al fracaso por la carencia

de fondos.

Aparte de esto, el enemigo no sólo era Inglaterra, sino también

Borgoña. El duque Felipe el Bueno era considerado el príncipe más rico

de la cristiandad. Flandes formaba parte de sus posesiones. Era la región

más productiva de Europa, donde la lana inglesa de incomparable

calidad se transformaba en paños aptos para el uso diario por su

resistencia y también paños finos con los que no se podía competir.

Estos productos eran vendidos a clientes de todo el continente y de la

propia Inglaterra. En tanto no se rompiera la coalición de los ingleses y

los borgoñones, los enemigos del rey de Francia dispondrían de reservas

inagotables.

A esto se sumaba que el ejército francés era aborrecido por su

propio pueblo. En sólo un año de ocupación, los ingleses habían

ahorcado en Normandía a 10.000 merodeadores y con esta acción

causaron la impresión de un poder de orden eficiente. Las mal pagas

tropas francesas o lo que quedaba de ellas podían hacer lo que les

viniera en gana. Sus tropas de apoyo escocesas se caracterizaban por su

48

Page 49: Linder Leo - Juana de Arco

excesiva brutalidad para con la población civil. En cuanto al rey, se había

acostumbrado entre tanto a que nadie obedeciera sus órdenes.

Juana de Arco nada sabía de semejante estado de cosas o

intencionalmente no lo tomó en cuenta, tal vez porque como toda la

gente del pueblo, se inclinaba a idealizar al rey y a la monarquía, o mejor

aún, porque no le interesaban en absoluto las constelaciones políticas

complicadas, los enredos de los diversos poderes y los vínculos de los

actores individuales. No se cargaba de antecedentes, no estudiaba

legajos para empezar por adentrarse arduamente en un caso. Se

presentó con un programa sencillo, basado en unas pocas ideas sencillas

y, por lo demás, no se dejaba envolver en discusiones. Y porque

desconocía las relaciones verdaderas o simplemente las ignoró,

consiguió pensar y querer lo que otros consideraban imposible.

Que lograra poner de su parte primeramente al rey y luego hasta la

comisión de investigación de la Iglesia, de seguro no tuvo que ver sólo

con la fuerza persuasiva de las ideas sencillas. No debemos subestimar

el efecto de su encanto. Y la identidad de sus santos, de sus “voces”,

también debió tener un papel.

Allí estaba en primer lugar el arcángel San Miguel, el santo de moda

en Francia en aquella época. Los artistas medievales suelen

representarlo como capitán, con armadura y espada, como el ápice del

heroísmo militar. En Francia, este santo hizo una carrera asombrosa. A

comienzos del siglo XV, cuando el monte St. Michel, defendido con ardor

frente a la costa normanda, se convirtió en símbolo de la resistencia

contra los ingleses, san Miguel pasó a ser el santo más importante de los

franceses y hasta relevó a St. Denis, san Dionisio, su supremo patrono.

Carlos VII era particularmente devoto de este arcángel y atribuyó a su

intervención haberse salvado cuando se hundió el suelo del palacio

episcopal de La Rochelle. Aun cuando Juana de Arco no hubiera revelado

personalmente a su rey, la identidad de su primer mensajero celestial,

éste debió saber a través de sacerdotes que la interrogaron repetidas

veces, que la doncella estaba bajo la especial protección del santo

nacional como él, una circunstancia que crea vínculo.

Las dos santas femeninas con las que se comunicó más tarde en

forma exclusiva y particularmente entrañable eran famosas heroínas

cristianas: santa Catalina de Alejandría y santa Margarita de Antioquía,

tanto una como la otra, doncellas de noble cuna que fueron ejecutadas

por su impertérrita resistencia contra las autoridades de un estado

pagano. Las coronas que ambas lucían en las visiones de Juana, las

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Page 50: Linder Leo - Juana de Arco

distinguen como mártires. Ninguno de estos tres santos se prestaba para

alimentar sospecha y uno de ellos el arcángel Miguel, llega a vincular a

la labriega con la persona del rey y con Francia como un todo.

El pensamiento de Juana de Arco estaba orientado hacia pocas

metas aparentemente imposibles de conseguir y por otro lado dominado

por entero por la idea de una íntima unión de este mundo con el más

allá. Por el contrario, su nuevo entorno pensaba en términos políticos, en

las categorías de lo práctico, lo realizable y lo ventajoso, por lo cual, en

la corte se enfrentaban los representantes de dos tendencias: el llamado

partido por la paz y el llamado partido por la guerra. El primero

perseguía el propósito de meter una cuña entre borgoñones e ingleses

mediante iniciativas diplomáticas. Partía del hecho de que Borgoña,

como siempre, tenía sólidas raíces en la cultura francesa y que el

patriotismo fanático con que luchaban los soldados ingleses por

defender las metas de su rey en suelo francés, a la larga acabaría por

repugnar a los borgoñones tanto como a muchos franceses en el resto

del territorio leal al soberano. Además, se sabía que el duque de

Borgoña, que se había unido a los ingleses principalmente por venganza

cuando su padre fue asesinado, de manera alguna era amigo del duque

de Bedford, encargado de atender en la Francia ocupada, los negocios

de gobierno en nombre del rey de Inglaterra menor de edad aún.

El partido por la paz tendría que optar en algún momento por la

guerra, pero sólo cuando a través de un cambio de bando de Borgoña,

las perspectivas de una victoria fueran más reales.

En vista del odio acérrimo que Felipe el Bueno sentía por Carlos VII,

y del lazo económico de los dos miembros de la coalición, el partido por

la guerra no creía en una solución diplomática. Hacía hincapié en una

internacionalización mayor del conflicto, en una cooperación militar más

estrecha con Escocia y Aragón que hasta ahí ya se consideraban aliadas

de Carlos y en una inmediata reanudación de la guerra tan pronto

llegaran tropas de refresco.

Por lo tanto, estaban a discusión formas de proceder

completamente distintas para liberar a Francia, si es que en verdad se

quería liberarla. Pero lo cierto es que a todos se les antojaba excluido un

camino, a saber, atacar a los ingleses con las fuerzas disponibles, ni que

hablar de obtener una victoria sin esperar el concurso de refuerzos o el

buen resultado de las iniciativas diplomáticas. Esta era la propuesta de

Juana de Arco, la única que todavía prometía éxito en la primavera de

1429: ya no quedaba tiempo para esperar lo uno ni lo otro. Orleans

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Page 51: Linder Leo - Juana de Arco

podía caer en cualquier momento y entonces de nada valdría seguir

discutiendo estrategias.

Con la aparición de Juana de Arco, lo inimaginable se tornó de

súbito en probable. Que de improviso una muchacha de diecisiete años

acabara con todos los principios políticos viables, parecería algo menos

incomprensible si echamos una mirada al clima intelectual de la época.

En el siglo XV, en todas las cortes oficiaban magos y astrónomos

con cuya ayuda la nobleza buscaba obtener el conocimiento secreto de

fines privados o políticos, y entre la gente del pueblo una y otra vez

aparecía alguna pitonisa con agorerías político religiosas, pilladas al

vuelo con avidez y difundidas con rapidez pasmosa. Nadie dudaba de

que Dios mismo podía hacer llegar su palabra a través de visiones e

inspiraciones. En 1413 la propia universidad de París, la más prestigiosa

de Europa, convocó a todas las mujeres dotadas de clarividencia para

contribuir con sus visiones a superar la crisis política de Francia. Y el rey,

que con los años se había ido convenciendo cada vez más de que su

salvación dependía de un milagro, prestó oídos en ocasiones a estas

mujeres privilegiadas.

Poco tiempo antes de que Juana de Arco apareciera en la escena

política, la más prominente de ellas era Marie de Avignon y su profecía

más conocida no sólo circulaba entre el pueblo, sino también entre la

gente ilustrada. En una de sus visiones, había visto que extendían ante

ella piezas de una armadura. Se asustó porque creyó que tendría que

ponérsela, pero una voz la tranquilizó: no estaba destinada a ella, sino a

una doncella que vendría para liberar a Francia de sus enemigos. En los

descansos, los miembros de la comisión de investigación de Poitiers

discutieron el caso Juana de Arco a la luz de esta predicción, sobre la

cual también había oído el rey.

Otra profecía de mayor popularidad, de la que Juana se sirvió de

buen grado y con éxito, rezaba: una mujer perdió el reino de Francia y

una doncella lo reconquistará. Todos tenían la certeza de la identidad de

la perversa: no podía ser sino Isabel de Baviera, la madre de Carlos, la

reina Venus que hizo todo cuanto estuvo en sus manos para excluir a su

hijo de la sucesión al trono y vendió Francia a Inglaterra a través del

casamiento de su hija con Enrique V. Todavía no se había adjudicado el

papel de la doncella salvadora, pero responde a la lógica de la época que

esa salvadora debía ser una virgen. Así como Eva, seducida y seductora

echó sobre la humanidad la maldición del pecado que sólo sería

redimible por la inmaculada Virgen María, sólo la antítesis de la viciosa

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Page 52: Linder Leo - Juana de Arco

reina Venus, podría expulsar del mundo la desgracia que aquella

causara, o sea una virgen, de preferencia de baja cuna para garantizar

que ejecutaría su obra salvadora abnegadamente y sin perseguir fines

políticos propios. Juana de Arco llenaba a la perfección los requisitos de

esa imagen. No era que la hubieran esperado precisamente a ella, pero

sí a quien se le pareciera.

La circunstancia de su castidad también era ventajosa, tanto para

ella como para las personas con las que tendría que tratar de ahí en

más, pues las vírgenes estaban a salvo de ser poseídas por el demonio.

En consecuencia, una virgen no podía ser bruja a la vez. En un mundo en

el que cualquiera que hiciera algo fuera de lo común debía tener vínculo

con uno de los dos poderes extraterrenales, Dios o el diablo, una virgen

sólo podía tener trato con Dios. Además, las vírgenes gozaban de un

status especial. Eran mediadoras, no sólo entre los sexos, sino también

entre las esferas de lo terrenal y lo sobrenatural. De ahí que a las

vírgenes se les atribuyeran aptitudes sobrenaturales, por ejemplo, tener

visiones o conocimientos secretos, o también el don de realizar

curaciones milagrosas.

Por lo tanto, lo que hizo Juana de Arco, hacer circular en público el

apodo “La pucelle” (la doncella) para su persona, fue una astuta jugada.

“La pucelle” fue su marca distintiva. En Francia, de cada dos mujeres

una se llamaba Juana y su apellido Darc no significaba nada para nadie,

pero “la pucelle” era un nombre fácil de retener en la memoria,

universal, positivo y, por añadidura, sonaba tan modesto y bonito que

nadie le imputaría arrogancia. Pues en el vocablo francés pucelle

conviven la idea de mozuela con la de “doncella”.

En todo caso, esta doncella era diferente a las demás. Esta virgen

no quería limitarse a las palabras y las visiones. Sin embargo, las arcas

vacías del propio bando hablaban tanto en contra de su proyecto de

atacar inmediatamente, como las repletas cámaras del tesoro del

enemigo, el agotamiento de las tropas francesas y el desaliento que

había hecho presa de los conductores militares y políticos. A pesar de

todo, Juana de Arco estaba resuelta a arriesgarse en el intento de

aprovechar con valentía la oportunidad que no se daba. Después de

lograr poner de su lado a la Iglesia y al rey, no había, en la corte nadie

más que pudiera permitirse dudar públicamente de la superior sabiduría

de esa virgen.

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Page 53: Linder Leo - Juana de Arco

ACTO III

Mi consejoserá seguido

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Page 54: Linder Leo - Juana de Arco

De paso por las concurridas calles de la gran ciudad de Tours, Jean de

Metz la volvió a ver. Casi no la reconoció. La mitad de la corte paraba en

Tours y por doquier pululaban caballeros de armadura con su séquito de

hombres armados y pajes. Había en el aire olor a caballos y a hierro. La

atmósfera presagiaba guerra. Si su mirada no hubiera quedado atrapada

en el hermoso labrado de su armadura, habría pasado a su lado sin

percatarse de su presencia. Era Juana, en efecto, y ella no se resistió a

su inspección: casco de hierro forrado, guanteletes con dedos de

escamas, brazales y canilleras, escarcela y pancera y por encima ese

arnés de malla tan ricamente adornado, en total cuarenta kilos de hierro,

a juicio de Juana; ella no parecía incómoda bajo ese peso. Confeccionada

a medida y costeada en su totalidad por el rey, le dijo sonriente.

Para mayor abundancia, la acompañaba su “corte”, según su

expresión, integrada exclusivamente por hombres jóvenes ataviados con

gran elegancia a excepción de un sacerdote. Allí estaba Jean D’Aulon, su

mayordomo y alabardero, uno de los soldados más leales del rey cuya

misión, en ese momento era proteger a Juana de atentados y del

excesivo asedio del pueblo, sobre todo de las mujeres en medio de esa

turba tumultuosa. También llevaban dos heraldos por si necesitaban

intercambiar mensajes en campaña, al confesor personal de la doncella,

el padre Pasquerel, dos pajes no mucho mayores que ella y —lo

impensado— también Jean y Pierre eran de la partida, dos de sus

hermanos, que habían venido de Domrémy, para colaborar en la

inminente liberación de Orleans.

En esos tres últimos meses, Juana se había transformado dos veces

ante los ojos de Jean de Metz: de moza vestida de rojo en mancebo y de

éste en caballero, no le faltaba mucho para convertirse en príncipe. Cada

una de esas metamorfosis había originado un nuevo individuo y del ser

primitivo no quedaba sino su aplomo y su voz, esa voz suave y zalamera,

capaz de quitarle todavía el sueño a ese admirador suyo.

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Page 55: Linder Leo - Juana de Arco

A otros parecía hacerles perder la razón. Apenas llegados a la gran

plaza del mercado en el centro de la ciudad, la gente se apretujó a su

alrededor deseosa de tocarla, besar su guantelete y sus canilleras, y las

mujeres a las que les gritó algunas palabras, rompieron en llanto de

gozo, sollozos desconsolados e incontenible gritería. ¿Qué aspecto

tendría después de la próxima transformación?

Los preparativos para su primer encuentro con los ingleses se

desarrollaban a ritmo acelerado. Algunos días más tarde, Juana visitó en

compañía de Jean a un pintor escocés especializado en la confección de

banderas y gallardetes. Sobre una larga mesa de su taller yacía

desenrollado un estandarte del más fino lino blanco, el pendón de la

doncella. La parte anterior ya estaba terminada: mostraba a Cristo

flotando sobre las nubes, flaqueado por dos arcángeles y cubrían el

fondo blanco multitud de flores de lis, el emblema de la corona de

Francia. Al ver al Cristo, Jean pensó enseguida que sus compatriotas

verían en él al Redentor y los ingleses lo conocerían muy pronto como el

juez del universo. Lo que le desconcertaba era el fondo blanco del

estandarte, color que se reservaba al distintivo militar de los

comandantes de regimiento. Tal vez en aquel pendón aludiera a la

pureza virginal de su dueña.

La siguiente intrepidez de Juana dio que hablar a toda Tours. Se

decía que había impresionado al propio monarca. Desechó el

ofrecimiento de su armero de forjar para ella una espada nueva y mandó

al artesano a Ste. Catherine-de-Fierbois en busca de una espada que se

guardaba en esa iglesia. Estaba enterrada a poca profundidad, detrás

del altar y tenía marcadas en su hoja cinco cruces. De hecho, el cura de

Fierbois la encontró en el lugar indicado, algo oxidada, pero bien

conservada. Casi con certeza la habría dejado allí un cruzado. ¡Otra de

sus famosas visiones! Llevados por su entusiasmo, los clérigos de Tours

le obsequiaron dos vainas, una de terciopelo rojo y la otra de brocato

dorado. Por su parte, Juana mandó confeccionar una tercera de cuero

resistente.

Poco tiempo después, cuando llegó a Blois con sus hombres, la

guerra se podía palpar con las manos. Allí, en la última ciudad francesa

antes de Orleans se concentraron las tropas y se ordenó un convoy de

aprovisionamiento: gruñidores lechones, mugientes bueyes, ovejas con

cabezas bajas y cabras que las llevaban enhiestas, cerdos, asnos,

caballos de carga y en medio de todo ello soldados que imprecaban y

trataban de mantener a las bestias lejos de sus cuerpos, mediante

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Page 56: Linder Leo - Juana de Arco

puntapiés y golpes de pica. A lo largo de la orilla del río, se extendía una

interminable hilera de carros y carretas colmadas de granos, todo

adquirido con los últimos dineros de la suegra del rey.

Los comandantes, entre ellos Alençon y Gilles de Rais, se

mostraban nerviosos e irritables. Se habían recibido malas noticias.

Hacía dos días, el conde de Dunois, al mando de las tropas defensivas de

Orleans, se había presentado en persona en Blois para narrar al

soberano la situación desesperada de los asediados: en los próximos

días el hambre obligaría a una rendición de la ciudad. Por cierto, el

duque de Borgoña había retirado recientemente sus tropas por una

diferencia de opiniones con el duque de Bedford pero, de todos modos,

el contingente borgoñón apostado frente a Orleans, nunca había sido de

importancia. Si no llegaban pronto los refuerzos para ayudar al

levantamiento del sitio, sería demasiado tarde. Y luego, para sorpresa de

todos, Trémoille había leído durante la última deliberación sobre la

situación, una carta del rey de Aragón, en la cual informaba que

lamentablemente no podía prescindir de ninguno de sus hombres pues

en este mundo no sólo había ingleses, sino también moros. Aconsejaba a

su par francés hacer lo que él, a saber, valerse de sus propios soldados y

confiar en Dios. Al parecer, Trémoille había enviado un correo urgente a

Aragón sin conocimiento de nadie para pedir el envío de refuerzos.

La llegada de Juana atemperó los ánimos. Inspeccionó las tropas en

compañía de Alençon y quedó horrorizada. Había imaginado que un

ejército era algo diferente. Lo que le mostraron no era un ejército, sino

un encuentro amistoso de bandas de facinerosos. Un ejército debía

ofrecer el aspecto grandioso de una cruzada, irradiar desde lejos una

confianza en la victoria a la que nadie pudiera sustraerse, ni amigo ni

enemigo. Lo que veían sus ojos, tenía el olor de una nueva derrota. Pero

antes de que pudieran dar rienda suelta a su disgusto, descubrieron a un

hombre de estrambótico uniforme aventurero que pataleaba alrededor

de un cañón sin dejar de imprecar: era Etienne de Vignolles, alias La

Hire.

La Hire, la ira; La Hire, el martinete; La Hire, la personificación de la

guerra, tiránico y despiadado. La Hire, la ira de Dios, como lo llamaban

los ingleses, el único de los comandantes franceses del que había que

guardar distancia por todos los medios. Donde La Hire posaba el pie, no

volvía a crecer la hierba. Tenía cuarenta y nueve años pero desde hacía

mucho se había convertido en un mito, aun más allá de las fronteras de

Francia. Las pocas victorias del pasado se relacionaban con su nombre.

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Page 57: Linder Leo - Juana de Arco

La Hire cojeaba desde que se le había caído encima el hogar de una

posada, accidente que no le impidió volver al campo de batalla, su

hábitat natural. No conocía otra vida. Este La Hire no había conocido en

ese su hábitat mujer alguna que no fuera una prostituta de la

soldadesca. Juana lo saludó y La Hire echó una maldición. La doncella lo

reprobó y le prohibió maldecir, no sólo en su presencia, sino también a

sus espaldas. La única maldición que le toleró fue “por mi bastón”. La

Hire la miró con ojos asombrados, luego miró a Alençon y con la vista

todavía clavada en él, soltó:

—¡Por mi bastón!

La Hire agradó a Juana.

Esa noche, en reunión de comandantes anunció las nuevas reglas

vigentes para todo el ejército: no más imprecaciones, ni blasfemias, ni

prostitutas, ni saqueos... no sólo durante esa campaña, sino mientras

lucharan juntos por mandato de sus voces, dicho en otras palabras,

hasta tanto Francia quedara liberada de todos los ingleses. Y las reglas

regían desde ese mismo instante.

Bueno. El rey había instruido expresamente a sus capitanes que

debían dejar hacer a la doncella según su voluntad en todas las cosas

que no tuvieran que ver con la inmediata conducción de la guerra pero,

por supuesto, no podía sospechar las consecuencias resultantes. Y por lo

visto, ella hablaba en serio. La Hire enjugó el sudor de su frente.

Por la mañana del día siguiente cabalgó por el cuartel en compañía

de los comandantes. Habló personalmente con los soldados, habló

personalmente con las furcias y cuando estas se mostraron reacias a

recoger sus petates, les dio una mano con su espada de cruzado en

vaina de cuero. Alençon, Gilles y los demás capitanes reiteraron una vez

más la advertencia: nada de imprecaciones, nada de saqueos, ni nada

de putas.

No satisfecha con esas medidas, en un lugar del prado ribereño,

más allá de donde tenían acorraladas a las bestias, hizo reunir a los

sacerdotes y niños cantores de Blois para que entonaran himnos a la

Virgen María. Los religiosos y los coristas elevaron al cielo sus voces

bellas y sonoras y se observó entonces que no sólo se emocionó Gilles

de Rais, un notorio melómano, sino que también los rústicos soldados

eran sensibles al efecto de la música. Por orden de Juana, todo aquel que

quisiera presenciar de cerca el acontecimiento tendría que confesarse y

todos tendrían su oportunidad pues había allí bastantes sacerdotes. La

mayoría recibió el sacramento de la absolución, hasta el fiero La Hire,

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Page 58: Linder Leo - Juana de Arco

cuya relación con el Altísimo se había restringido hasta ese momento a

una sola oración, según era de conocimiento general: “Dios, haz por La

Hire lo que Tú esperarías de él, si tu fueses La Hire y La Hire, Dios.

Amén”.

De ahí en más, estas edificantes reuniones se celebraron dos veces

por día. Los curas cantaban, los soldados se confesaban y La Hire se

tragaba sus juramentos. Juana estaba presente de la mañana a la noche,

cantaba, se confesaba, persuadía a los hombres de que en adelante la

cosa iría en serio, les infundía valor y acabó por ahuyentar a las últimas

rameras. Nadie debía creer que la guerra se podía hacer como al pasar,

pues no sólo estaba en juego el destino de Francia, sino también su

propia suerte. Una sola derrota y podría darse por contenta si no le

esperaba nada peor que una paliza de su padre cuando volviera a casa.

Sabía por sus hermanos que papá Darc estaba fuera de sí.

El 26 de abril de 1429 el ejército se puso en marcha. Soldados y

bestias cruzaron el río en balsas y barcas y avanzaron por tierra en

dirección a Orleans, a prudente distancia de las posiciones inglesas a

orillas del Loira. En los tres días subsiguientes, los escasos habitantes de

la tranquila Sologne fueron testigos del paso de un extraño ejército:

cánticos religiosos cada vez más estridentes, que se oían mucho antes

de aparecer los primeros sacerdotes, antes de hacerse visible la

numerosa hueste de curas cantores que seguía a dos caballeros

montados sobre magníficos corceles negros. El ejército de unos 4.000

hombres dejaba en todas las aldeas una impresión de disciplina poco

usual, en especial por la ausencia del habitual séquito de rameras y sus

hijos. Los balidos y gruñidos de una incalculable tropa de animales y el

traqueteo de setenta carros cargados de granos acabaron por sacar a los

espectadores de su solemne éxtasis.

La costumbre de Juana de no despojarse de su armadura ni siquiera

por la noche, causó en La Hire una impresión imborrable.

La columna dejó a Orleans a la izquierda en las últimas horas de la

tarde y llegó a la ribera del Loira, a unos diez kilómetros al este de la

ciudad. Juana, cuyos conocimientos geográficos eran vagos, comprobó

que se encontraban sabe Dios en qué lugar, pero no frente a las

posiciones inglesas al norte de Orleans donde, según las indicaciones de

sus voces, debía realizarse el primer ataque sin pérdida de tiempo.

Alençon y los demás comandantes aventuraron la objeción de que en

semejante ataque improvisado, los animales podían representar un

obstáculo. En ese mismo momento, llegó al punto de encuentro

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Page 59: Linder Leo - Juana de Arco

convenido por el conde Dunois. Había abandonado la ciudad sin ser visto

por los ingleses y cruzado el río en una barca. Juana, trémula de

agotamiento e indignación, no aguardó el saludo.

—¿Habéis aconsejado hacerme venir a este lado del Loira y no

marchar directamente hacia las posiciones enemigas?

Dunois, el defensor de Orleans, había contado con un recibimiento

más cordial.

—Sí. Yo y otros más prudentes que yo, hemos dado este consejo en

la creencia de garantizar la seguridad de la empresa.

—¡En nombre de Dios! —prosiguió Juana—. El consejo de Dios es

mejor y más sabio que el vuestro. Creísteis que podíais engañarme. Pero

yo os he engañado a vosotros, porque os traigo mejores auxilios de los

que jamás recibió una ciudad, a saber, la ayuda del rey de los cielos.

Dado que la situación era inalterable, al menos le tranquilizó saber

que podía seguir los consejos recibidos. Como primera medida, los

animales y las provisiones se transportarían a la ciudad en barcas que

navegarían el Loira; entretanto, mediante una maniobra de distracción,

los defensores impedirían que los ingleses frustraran ese plan.

Desafortunadamente, algo más que embarazoso para Dunois, la

ejecución del plan se malogró debido al violento viento en contra. Las

embarcaciones todavía estaban inmovilizadas frente a Orleans.

—No hay que afligirse —adujo Juana—, el viento virará muy pronto.

En efecto, poco después el viento cambió de dirección, la armada

de barcas y gabarras amarró, cargaron el ganado y lo transportaron

aguas abajo a Orleans sin inconvenientes. Dunois se quedó atónito,

tanto más cuanto que la maniobra de diversión, pasó a ser asimismo un

ataque exitoso durante el cual hasta lograron apoderarse de una

bandera inglesa.

Las tropas pernoctaron a orillas del río y a la mañana siguiente

Juana estuvo a punto de echar todo por tierra. Se habían recibido nuevas

instrucciones desde Blois: el ejército debía retroceder para escoltar a un

nuevo convoy de aprovisionamiento; mientras tanto, la doncella

aguardaría en Orleans. Juana se negó a entrar en la ciudad sin el ejército

y éste se resistió a regresar a Blois sin su capitana. Los comandantes

estaban de mal humor, y Juana ardía de cólera porque primeramente

habían desechado las indicaciones tácticas de sus voces y luego

contrariado el plan cronológico. A sus espaldas ¡sí que empezaba bien la

cosa!, ¿y de pronto el ejército iba a ser retenido en Blois porque al señor

de Trémoille se le había ocurrido esperar a que expulsaran de España el

59

Page 60: Linder Leo - Juana de Arco

último moro?

Finalmente, Juana accedió a adelantarse con Dunois y La Hire

rumbo a Orleans. Esa misma noche, al amparo de una densa oscuridad y

un temporal apocalíptico, el trío se acercó a la puerta borgoñona, la

única de la ciudad que los ingleses no habían bloqueado.

Los recibió una algarabía jubilosa. El tañido de las campanas de

todas las iglesias se mezcló con el retumbar de los truenos. La borrasca

sacudía con violencia innumerables teas. La ciudad hervía. Dunois trató

de mantenerse junto a Juana, pero cada vez lo empujaban más lejos

porque centenas de personas querían tocar al mismo tiempo su caballo

mojado, su manto empapado y el asta de su blanco estandarte. Mujeres

y niños se esforzaban por seguir a su paso, como si no pudieran saciarse

de verla. ¿Cuántos habitantes tenía la ciudad? ¿30.000? A pesar de la

tormenta, esa noche estaban todos en pie. En cada calleja por la que

avanzaban desbordaba la alegría y un inmenso alivio, como si la

liberación de Orleans ya fuera un hecho consumado. Juana no dudó

jamás de ello. No podía dudar ni siquiera un instante. Uno, ávido de ver

su rostro, alzó demasiado su antorcha y el estandarte empezó a arder.

Juana sofrenó enseguida al caballo espantado y de un manotazo apagó

las llamas. Los siguió un frenético clamor de júbilo, aplausos y bravos

hasta que llegaron a la casa de su anfitrión, el tesorero Jacques Boucher,

en el extremo opuesto de la ciudad.

¡Qué lujo! Revestimiento de madera en los muros, costosos

gobelinos, frescos en paredes y cielo rasos, todo más noble de lo que

había visto en los aposentos reales en Chinon. Juana saludó a la multitud

desde las ventanas de su habitación, antes de que Jean D’Aulon, su

mayordomo, se acercara para ayudarla a despojarse de la armadura

mojada. Esa noche nadie pudo pensar en dormir por el tumulto que reinó

frente a la casa.

El día siguiente era domingo 1 de mayo. La gritería y el alboroto

eran insoportables en el exterior. Daba la impresión de que pretendían

romper la puerta principal. ¿Con qué objeto habían apostado guardias?

D’Aulon se presentó en la alcoba para transmitirle un mensaje del conde

Dunois: le pedía comparecer, pues temía una insurrección. ¿Qué quería

decir eso de “comparecer”? Esa mañana se preparaba a emprender el

ataque decisivo. En compañía de La Hire, D’Aulon y otros personajes se

abrió camino entre la turba jubilosa rumbo al palacio de Dunois. Allí se

enteró que ese mismo día Dunois partiría hacia Blois para acelerar la

vuelta del ejército y le encarecía abstenerse hasta su regreso de toda

60

Page 61: Linder Leo - Juana de Arco

acción militar. Juana se retiró disgustada, dictó a su confesor Pasquerel

una carta en la que exigía al general Talbot entregarse (eso no era

ciertamente una acción militar) y la envió al cuartel general inglés con

sus dos heraldos. Al atardecer, regresó uno de ellos con la noticia de que

los ingleses iban a quemar a su compañero, porque el heraldo de una

ramera merecía juicio sumarísimo.

El 2 de mayo, Juana se procuró una visión de conjunto de las

posiciones enemigas desde la muralla de la ciudad. Era de esperar que

eso tampoco se entendería como acción militar. Hacia el norte, rodeaban

a la ciudad en amplio semicírculo las trincheras y los bastiones con los

vivaques, las catapultas y las torres de sitio de los ingleses. Desde el

muro meridional de la ciudad vio por primera vez el imponente puente

de trescientos años de antigüedad que atravesaba el ancho y caudaloso

cauce del Loira. Los defensores habían derribado el último de sus arcos

en una acción nocturna protegida por la niebla, después de que el

enemigo se hubo apoderado de las torres fortificadas que aseguraban el

puente contra los ataques desde el sur. Frente a esas torres fortificadas,

casi en el borde del arco derribado, los defensores habían erigido un

baluarte provisorio. Aunque el puente se encontraba al alcance de las

flechas inglesas, Juana avanzó hasta dicho baluarte y conminó a voz en

cuello a Glasdale, comandante de la guarnición enemiga apostada en las

torres fortificadas, a que se entregara. Sólo cosechó carcajadas de burla

y exabruptos hostiles.

—¡Ea, vaquera del insignificante rey de Chinon, si te echamos

manos te asaremos!

—¡No nos entregamos a herejes ni rufianes y menos aún a una

mujer!

—¡Glasdale! —vociferó Juana—. ¡Morirás y no tendrás tiempo para

confesarte. Morirás muy pronto!

¿Había sido ésa una acción militar?

3 de mayo. Desde el día anterior los carniceros trabajaban a destajo

y las muelas de los molinos de cereales ardían. Como por el momento no

se podía ofrecer a los soldados un ataque, los religiosos y el consejo

municipal organizaron por la mañana una gran procesión que concluiría

con una misa impetratoria en la catedral.

Allí donde Juana se presentaba, había tumulto. La gente se

abalanzaba a las ventanas y pugnaba por echarle una mirada y los

hombres se maravillaban de su majestuosa prestancia sobre la silla de

montar. Por la tarde llegaron refuerzos, tropas enviadas por las ciudades

61

Page 62: Linder Leo - Juana de Arco

de Gien y Montargis, leales al rey. Todos alababan a la doncella.

4 de mayo. Precedido por sacerdotes, Dunois se acercó a la ciudad

con un ejército y un convoy de aprovisionamiento, que visto desde la

torre más elevada de la fortaleza se extendía hasta el horizonte. Habían

tenido la temeridad de tomar por la carretera de la margen derecha del

Loira, o sea la inglesa. Algunos de los caballeros más competentes

parecían considerarse invulnerables. Juana, La Hire y unos quinientos

burgueses armados salieron a su encuentro para darles la bienvenida.

Nadie acertaba a explicarse la pasividad de los ingleses.

Después de la comida compartida, Dunois confió a Juana y a

D’Aulon que el enemigo estaba concentrando fuerzas bajo las órdenes

de su célebre héroe guerrero Fastolf. Lejos de mostrarse conmocionada,

Juana reaccionó más bien con gozosa excitación.

—¡Anunciadme con precisión, tan pronto si ese Fastolf viene

acercándose! Si dejáis de informar os arrancaré la cabeza.

Dunois, educado en una de las cortes italianas más cultas y,

además, dueño del sentido del humor, distendió sus finos labios en una

leve sonrisa.

Más tarde, Juana y D’Aulon se retiraron a sus respectivos aposentos

en casa del tesorero para disfrutar de un momento de reposo. No hacía

mucho rato que descansaba en su lecho cuando la doncella se incorporó

sobresaltada, corrió al cuarto de D’Aulon y lo sacudió para despertarlo.

—¡Mis voces acaban de ordenarme que ataque a los ingleses, pero

todavía no sé si emprenderlas contra Fastolf o contra las trincheras!

Enseguida, la casa se revolucionó. D’Aulon se puso en pie de un

salto. La mujer del tesorero y su hija ayudaron a Juana a ponerse la

armadura. Tan pronto el paje le arrimó el caballo ensillado, montó, asió

el estandarte que le alcanzaron desde una ventana y al raudo galope de

cascos que arrancaban chispas de las piedras, partió hacia el más

ruidoso alboroto.

Al llegar a la puerta de los borgoñones, vio a los primeros heridos,

cubiertos de sangre, que gemían de dolor. Por un momento, tiró de las

riendas de su caballo, ¡Esa era la guerra, entonces!

—¡La cosa tiene mal aspecto! —gritó uno.

Siguió su carrera con su flamante estandarte a campo traviesa. A

cierta distancia se luchaba por una de las trincheras inglesas, las ruinas

de un monasterio. D’Aulon le dio alcance. Era responsable de su

seguridad hasta la liberación definitiva de Orleans. Dunois y otros

pasaron a su lado en precipitada carrera. Detuvo su caballo casi al borde

62

Page 63: Linder Leo - Juana de Arco

de la trinchera, en medio de la pelea. Los franceses vociferaban,

atacaban, y al cabo de dos horas habían matado a más de cien

enemigos y asaltado la trinchera. Los últimos ingleses, que se habían

parapetado en las ruinas de la iglesia, se rindieron, y Juana llegó a

tiempo para evitar una masacre. Las pérdidas en sus propias filas habían

sido escasas.

No le habían informado de ese ataque, pero se supo que nadie lo

había planificado. La milicia cívica, a la que nada podía frenar ya, se

había aventurado a ese asalto por su cuenta. En brazos de su confesor

Pasquerel, Juana no pudo contener las lágrimas y lloró largo tiempo. En

la ciudad se celebró su primer triunfo.

5 de mayo. Ascensión del Señor. Tregua. A Juana le afligía la suerte

de su heraldo prisionero. En consecuencia, dictó otra carta para los

ingleses, en la cual les exhortaba en nombre de Dios a aprovechar la

última oportunidad que les quedaba de retirarse sanos y salvos. Al pie

hizo añadir una posdata: “Os habría mandado mi carta de manera más

apropiada, pero en otra ocasión retuvisteis a mi heraldo. Devolvédmelo y

os enviaré algunos de los prisioneros que capturamos en la víspera”. Un

arquero enrolló la carta en una flecha y la lanzó hacia las torres

fortificadas.

—¡Ramera de los Armagnac! —fue la respuesta—. ¡Te quemaremos

por bruja!

Juana lloró de rabia, pero recobró su aplomo después de confesarse

en una iglesia.

Esa noche todos los comandantes se reunieron en la casa del

tesorero para discutir algunos planes, pero, por expreso deseo de unos

cuantos, Juana no fue invitada. Se resolvió realizar al día siguiente una

gran ofensiva a las torres fortificadas del extremo sur del puente y,

simultáneamente, desviar a las fuerzas enemigas del norte mediante un

ataque aparente a una de sus trincheras. Dunois propuso comunicar al

menos a la doncella el resultado de las deliberaciones, pero el caballero

Jean de Gamache se manifestó decididamente en contra.

—¿Habéis visto alguna vez que ella haya aprobado algo resuelto por

nosotros? No importa qué decidamos, ella lo rechaza.

Dunois, Alençon y La Hire siguieron abogando en favor de

interiorizar a la doncella de la resolución tomada, pero no consiguieron

imponerse.

—¡En verdad, prefiero recibir mis órdenes de un hombre y no de

esta mozuela incivilizada que se ha creído vaya a saber quién! —renegó

63

Page 64: Linder Leo - Juana de Arco

Gamache.

Por fin convinieron informarla sólo del ataque aparente, pero no le

dirían una sola palabra de la ofensiva importante a las torres. Llamaron a

Juana, y Dunois empezó a hablarle algo de un ataque a una de las

trincheras del norte, cuando la muchacha lo interrumpió.

—Por favor, caballeros, no intentéis engañarme. Estoy en

condiciones de guardar secretos mucho más importantes. Sin embargo,

si preferís guardaros vuestras resoluciones...

Se alejó de allí a la carrera seguida por Dunois. La Hire se echó a

reír y Gamache se incorporó de un salto asestando una violenta patada a

su silla que crujió al golpear contra el revestimiento de madera de la

pared. Dunois regresó con Juana y le explicó en detalle el plan ofensivo

ideado.

6 de mayo. Esa mañana, el plan ofensivo de la víspera ya no tenía

vigencia. Al parecer hubo controversias. Juana aguardó con La Hire y un

gran número de hombres armados frente a la puerta de los borgoñones

para que le franquearan la salida, pero fue en vano, la puerta

permaneció cerrada. Eran órdenes. Se presentó el comandante de la

ciudad, Gaucourt, para notificar que no había planificado ningún ataque

para esa mañana. Juana lo increpó: ¿quién tenía la palabra allí, él o ellos?

y con su estandarte describió un semicírculo sobre las cabezas de la

multitud impaciente.

—¡Esta gente luchará y vencerá, como venció la última vez!

Se oyeron desde todas direcciones sonoras voces de asentimiento.

Gaucourt, para quien la situación se tornaba crítica, cedió y abrió la

puerta. Mientras cruzaban en barcas y balsas hasta la siguiente isla del

Loira, se unieron al ejército Alençon, Dunois y Gilles de Rais. El objetivo

eran las ruinas del monasterio de la orden de san Agustín, muy cercanas

a la fortaleza del puente que los sitiadores habían convertido en bastión,

uno de los sitios más fuertes de los ingleses. Los franceses se

preparaban a tender un puente de pontones sobre el brazo del río que

los separaba de la ribera sur, cuando aparecieron los primeros ingleses

armados, profiriendo improperios.

Juana y La Hire se hicieron llevar a remo junto con sus caballos y

arremetieron contra los agresores con las lanzas en ristre. Juana esquivó

al primero. No quería matar, ni siquiera herir a nadie, si bien le escocía la

mano por probar el efecto de su espada de cruzado; escuchó a sus

espaldas un clamor de mil gargantas y se volvió: La Hire golpeaba a

diestra y siniestra imprecando y el ejército francés en pleno venía detrás

64

Page 65: Linder Leo - Juana de Arco

de ella. Algunos avanzaron por el puente de pontones, muchos vadearon

el río con gran esfuerzo, pero todos se abalanzaron rugientes sobre el

enemigo. Juana se apeó del caballo, se lo confió al jadeante paje; le

arrebató de las manos el estandarte, vio como la espada de D’Aulon, que

estaba a su lado, alcanzaba a un inglés, corrió al lugar donde la lucha

era más encarnizada y cuidó que su estandarte estuviera en todo

momento en el campo visual de los combatientes.

—¡Ramera! —vociferó alguien cerca de ella—. ¡Maldita puta!

¡Condenada bruja!

¿Para qué tenía en realidad su espada de cruzado? Posó la mano en

la empuñadura, pero no la desenvainó. Los primeros ya estaban

huyendo en desbandada. La Hire, todavía a caballo, los persiguió y de

pronto los fugitivos no pensaron sino salvar el pellejo al amparo del

bastión de san Agustín. Los franceses se lanzaron con hachas contra la

empalizada, abrieron brechas y un gigante británico, armado hasta los

dientes, que ofrecía tenaz resistencia fue rematado al igual que la

mayoría de los defensores del bastión. Juana clavó su estandarte como

señal de victoria en el punto más elevado del vallado. Los sobrevivientes

se refugiaron en las torres gemelas de la fortificación del puente, donde

Glasdale había quedado inmovilizado con unos seiscientos arqueros.

Poco después vieron arder en llamas ante sus ojos el monasterio

conquistado.

Esa noche se ofreció a los civiles que velaban sobre las murallas de

Orleans, un cuadro alentador: numerosas hogueras iluminaban la ribera

opuesta y cada una representaba un triunfo. A la distancia, brotaban

llamas de una trinchera enemiga, cuya dotación había huido al amparo

de la oscuridad, y frente a los espectadores tremolaban las hogueras de

los vivaques franceses en torno a los restos humeantes del bastión de

san Agustín. Hombres y mujeres remaron toda la noche hasta la otra

orilla para llevar carne asada y embutidos a los combatientes.

Al cabo de la jornada, Juana retenía aún suficientes energías para

oponerse a las nuevas resoluciones del consejo de guerra. La plana

mayor había considerado que las victorias cosechadas eran suficientes y

dado que los víveres alcanzarían unas cuantas semanas más, bien

podían postergar el ataque a Glasdale en la fortaleza del puente hasta

recibir nuevos refuerzos. La palabra “postergar” siempre había tenido la

virtud de irritarla, pero en esa ocasión la puso fuera de sí. Gilles de Rais

se esforzó por mediar: bastaba sitiar la fortaleza y hacer pasar hambre al

inglés. Juana lo ignoró.

65

Page 66: Linder Leo - Juana de Arco

—¿Habéis deliberado entre vosotros, mientras yo consultaba a mis

propios consejeros? Creedme, el consejo de mi Señor será cumplido y

del vuestro ya nadie hablará más dentro de una hora —declaró y

enseguida gritó con voz tan potente que se escuchó en el vivaque más

próximo—. Mañana cruzaremos el puente y entraremos en la ciudad —

luego se dirigió a su confesor Pasquerel—: Levantaos bien temprano y

haced lo mejor que podáis. Yo tendré mucho que hacer. Manteneos

siempre cerca de mí, pues mañana manará sangre de una herida mía en

el pecho.

7 de mayo. La flecha llegó desde arriba y le atravesó el hombro en

momentos en que arrimaba una escalera de asalto al terraplén de la

trinchera del puente. Era el primer ataque después de la tregua del

mediodía, ya no recordaba cuál era de los numerosos librados desde esa

mañana temprano. Habían pasado horas arremetiendo contra aquel

baluarte, pero el enemigo parecía inmortal en su posición. Al sentirse

herida desfalleció quejumbrosa. En el acto la apartaron del tumulto, le

quitaron la coraza, extrajeron la flecha, untaron la herida con aceite de

oliva y la cubrieron con una lonja de tocino y un vendaje. Pasquerel la

consoló asegurándole que la herida no era mortal. De hecho, no le

impidió siquiera volver a ponerse la coraza y regresar por un instante al

borde de la fosa que protegía la trinchera para recuperar su estandarte.

Una tras otra, las oleadas de ataque se morían contra los

terraplenes del baluarte. Juana seguía entre los primeros atacantes con

su espada de cruzado envainada. Poco antes de la caída del sol, Dunois

quiso mandar tocar retirada pues no tenía sentido seguir peleando. Los

demás comandantes se frotaron las manos.

Juana le suplicó aguardar un poco más. Ordenó un breve descanso

para reponerse, subió a su caballo y a campo traviesa se dirigió a un

viñedo donde podría orar en paz. Dunois mandó tocar retirada a pesar

de todo, pero el soldado vasco que sostenía el estandarte de la doncella

junto al borde de la fosa, no se movió del lugar. D’Aulon le gritó si

pensaba obedecer o intentar él solo el último ataque. De pronto se arrojó

a la fosa, protegió su cabeza con el escudo para guarecerse de las

piedras y las flechas, y el vasco lo siguió sin abandonar el estandarte.

En ese preciso instante retornó Juana; no reconoció a D’Aulon ni al

vasco, y en la idea de que su estandarte se había perdido, tomó el asta y

lo agitó con fuerza. Durante toda aquella jornada el pendón de la

doncella había dado la señal de ataque.

Los primeros hombres se lanzaron en pos de D’Aulon, luego se

66

Page 67: Linder Leo - Juana de Arco

fueron sumando muchos más y por último se unió el ejército en pleno.

Por centenas treparon las escaleras de asalto y atacaron en todas

direcciones con hachas y espadas, rechazaron a los defensores, salvaron

la empalizada y expugnaron el baluarte cuando moría el día.

Entre los ingleses cundió el pánico. El bastión se había perdido y, a

sus espaldas, el puente que conducía a la fortaleza ardía en llamas. A

último momento, un pescador había arrastrado bajo el puente de

madera una barca cargada de heno y azufre y le había prendido fuego.

Glasdale y algunos hombres intentaron cruzar el puente incendiado para

ponerse a salvo, pero éste cedió y se hizo astillas con sonoro crujido.

Glasdale se ahogó por el peso de su armadura y los doscientos ingleses

que quedaban se rindieron. Juana fue transportada a través de una

construcción provisoria de maderos, tendidos sobre el arco destruido del

puente, hasta la casa del tesorero y allí trataron su herida. Después, la

doncella comió unas rebanadas de pan mojadas en vino aguado y se

entregó al descanso. En la ribera meridional del Loira ya no quedaba

ningún bastión inglés.

8 de mayo. Domingo. Los centinelas anunciaron que en el norte de

la ciudad los ingleses estaban desmontando sus tiendas y se preparaban

a abandonar sus posiciones. Juana sólo vistió una ligera cota de malla

por el dolor de la herida y salió a caballo con Dunois, Alençon, La Hire y

otros para apostarse frente a la puerta. Poco a poco, el ejército se reunió

a su alrededor. A no demasiada distancia de ellos, los ingleses se

detuvieron y se formaron en orden de batalla. Tal vez fueran unos 4.000

hombres. No era fácil reconocer su número exacto, pero cada uno del

lado francés supo que frente a ellos, en primera fila, aguardaban hombro

con hombro, los temidos arqueros, los vencedores de Crécy y Azincourt.

Con el sabor de la victoria todavía en la lengua, los soldados

franceses ardían por lanzarse al combate decisivo, pero Dunois y los

demás comandantes se opusieron. Esta vez, Juana compartió su

decisión. No presentaría batalla aquel domingo a menos que los

atacaran, y por todos los combates librados se sabía que los ingleses

jamás iban a iniciar la ofensiva. No disponían de caballería y sus

arqueros debían operar desde posiciones seguras. Ambos ejércitos se

quedaron inmóviles frente a frente. Los más fogosos entre los franceses

no aguantaron la tensión y amagaron lanzarse contra el adversario a

pesar de las órdenes recibidas, por lo cual Juana mandó traer de la

ciudad sacerdotes para que cantasen los himnos más solemnes de su

repertorio y de este modo logró apaciguar los ánimos poco a poco.

67

Page 68: Linder Leo - Juana de Arco

Transcurrida una hora se advirtió movimiento en las filas enemigas.

Los ingleses se retiraban río abajo en dirección a Meung.

Orleans se había salvado. Soldados y espectadores prorrumpieron

en un clamor de gozo. Civiles y mercenarios se abrazaron, en tanto las

tropas aguardaban impacientes la orden de emprender la persecución,

pero Juana había prometido por escrito al enemigo respetar sus vidas y

sus cuerpos en caso de una retirada voluntaria. Además, era domingo.

—Dejadlos marchar —exclamó—. Ya les echaréis mano en otra

ocasión.

Semejantes intenciones no iban con La Hire. El gascón espoleó su

corcel y seguido por un centenar de sus hombres persiguió al galope a

los vencidos casi hasta Meung. Al atardecer, regresó con varios cañones,

carros, cargados de municiones y aparatos de sitio capturados a los

ingleses. Entretanto, los ciudadanos de Orleans rescataron en las

trincheras a los prisioneros franceses, entre los que se encontraba el

heraldo de la doncella, encadenado, pero vivo.

Todavía no habían transcurrido tres meses de su partida de

Vaucouleurs y Juana ya había cumplido su primera promesa. Los

invencibles ingleses habían sido vencidos, Orleans liberada y superada la

derrota definitiva de Francia. La ciudad entera se dejó arrebatar por una

alegría delirante. Durante dos días se celebró la victoria con misas y se

organizaron desfiles y banquetes en honor de Juana. Sin embargo, uno

que otro lamentaba, para sus adentros, que Glasdale se hubiera

ahogado, pues cautivo habría valido un jugoso rescate.

El rey no apareció en Orleans, pero mandó una carta a Dunois en la

cual agradecía a Dios, a sus generales y a sus tropas por el triunfo, y a la

doncella le expresaba su reconocimiento por haber estado “presente en

persona” en todos los ataques.

Otro que no se dejó ver fue Trémoille.

68

Page 69: Linder Leo - Juana de Arco

Intermedio

El honor del sexo débil

De pronto, Juana de Arco se convirtió en símbolo de Europa. Su

victoria en Orleans —¿quién cuestiona que fue su victoria?—, fue el tema

prohibido de los medios en 1429, una sensación que levantó mucho

polvo desde Lubeck hasta Nápoles. Los redactores de volantes pasquines

su tema. Los representantes de las grandes casas de comercio italianas

informaron en forma folletinesca a Milán y Venecia sobre las proezas de

la doncella. Los corresponsales de palacio desenterraron historias

edificantes referidas a su niñez. Todas las crónicas tenían en común la

convicción de provenir de testigos oculares o auditivos, sin parangón en

la historia. “Sabemos —escribió un corresponsal italiano—, que todo lo

que ella dijo se cumplió. Quizá vino para realizar en este mundo cosas

maravillosas.”

La primera referencia escrita que mereció su victoria fuera de

Orleans apareció en París, donde el escribiente de la secretaría del

Parlamento mencionó entre los acontecimientos del día 10 de mayo a

una mujer que había luchado frente a Orleans del lado de los franceses.

La noticia parece haberlo ocupado un rato más, pues complementó su

nota con un pequeño dibujo que muestra a una muchacha esbelta, algo

mohína, de nariz respingada y largo cabello suelto. El vestido le llega a

las rodillas, con la mano izquierda empuña una gran espada y con la

diestra un pendón flameante. El primer retrato de Juana de Arco, por

supuesto, un producto de la fantasía, al igual que esos otros cuadritos

muy de moda en la actualidad en toda Europa y que en Ratisbona se

venden a dieciséis groschen cada uno. A propósito, las historias

fantasiosas sobre su niñez y sus poderes milagrosos germinaron

rápidamente. Al producirse su nacimiento, una inexplicable alegría

habría dominado ya a los habitantes de Domrémy. Esa noche, todos los

gallos de la aldea, habrían cantado al unísono su concierto de salutación.

Más adelante, sus compañeros de juego habrían observado que sus

69

Page 70: Linder Leo - Juana de Arco

pequeños pies no tocaban el suelo cuando corría carreras. Jamás perdió

un cordero cuando cuidaba el rebaño de su padre. Con esta exuberante

maraña de leyendas, sus contemporáneos aventaron su sentimiento de

lo extraordinario, de lo inexplicable.

Su admirador más prominente fue el rey Segismundo, emperador

del Sacro Imperio Romano Germánico. Por cierto, desde 1416 el

emperador protegía oficialmente los intereses angloborgoñones; por

cierto, en 1417 había llegado a amenazar a Francia con la guerra. Sin

embargo, esto no le impidió seguir los sucesos que acontecían en

Francia con la misma curiosidad y afán sensacionalista de sus súbditos

que, en las calles y las hosterías de Basilea, Speyer, Maguncia,

Estrasburgo, Colonia y Lubeck hablaban de la doncella hasta salirles

humo de la lengua, según se desprende de los documentos oportunos.

En todo caso, el emperador pidió a su tesorero Eberhard von Windecken

informes exhaustivos sobre las empresas de la doncella. Y estas noticias

tuvieron como consecuencia que en el imperio teutón cada vez más

personas tomaran partido por el enemigo francés, en contra de

Inglaterra, la aliada oficial. Juana de Arco fue lo que hoy en día

denominamos portadora de simpatía y los ingleses no tenían nada para

oponerle. Hasta los arqueros eran impotentes frente a la simpatía.

En cartas y crónicas, los hombres de negocio y los religiosos

alemanes celebraron a Juana de Arco como heroína de guerra, como

mujer capaz de tomar decisiones y de superar en valor y energía a toda

la conducción militar de Francia. A algunos clérigos les molestaba que

ella usara vestimenta masculina, lo cual no altera nada en la valoración

general de que Dios había intervenido a través de ella en los sucesos

temporales. Buscamos en la historia modelos para compararla y no los

encontramos sino en las aguerridas mujeres del Antiguo Testamento, o

entre los más famosos generales de la Antigüedad. Un religioso de

Speyer interpreta sus hazañas como una feliz amalgama de instinto e

inteligencia.

En la propia Francia reinaba una verdadera fiebre Juana de Arco,

con todas las consecuencias para la afectada tan conocidas hoy por las

estrellas.

El pueblo lo tenía bien en claro: ella era una santa o un ángel de

Dios bajado de los cielos. Ya no pudo mostrarse en público libremente en

parte alguna. En una ocasión dijo que sólo con la ayuda de Dios, podría

librarse de la idolatría de la gente. Por supuesto, el centro del culto de

Juana de Arco era Orleans, donde el magistrado hizo constar en el libro

70

Page 71: Linder Leo - Juana de Arco

de la ciudad que su salvación había sido el mayor milagro de la era

posbíblica.

Como regalo de despedida, este mismo magistrado le entregó dos

suntuosos vestidos que borraron definitivamente todas las diferencias

exteriores entre una labriega y una dama noble de alta alcurnia; de ahí

en más, Juana estuvo, a los ojos de todos, por encima de las férreas

reglas del mundo medieval tardío que señalaban a cada individuo su

rango social conforme a su cuna. Sólo el campo de batalla y la Iglesia

ofrecían oportunidades de ascender en esa escala, dos dominios

reservados a los hombres. Por ende, Juana de Arco accedió a un singular

status especial en la sociedad francesa. Ciertamente, para sus

contemporáneos debió ser el mayor de los portentos que una mujer,

desdeñando las reglas vigentes, pudiera hacer una carrera meteórica

basada únicamente en sus logros.

La cancillería de Carlos VII explotó enseguida la liberación de

Orleans con fines propagandísticos. A diferencia de la carta de

agradecimiento del monarca en la cual la participación de Juana de Arco

en la victoria apenas se mencionaba con tibias formulaciones, las

circulares oficiales a todos los soberanos europeos la destacaban con

gran énfasis. Y a fin de que no fuese un secreto para nadie que Dios

había cambiado de lado, acompañaba a esta carta un resumen de aquel

informe de la comisión de Poitiers en la que los religiosos se expresaron

en forma muy favorable sobre la doncella. En una carta al emperador

alemán, el secretario de Carlos VII se dejó arrastrar por el entusiasmo al

punto de compararla con Alejandro Magno, Aníbal y Julio César.

Como era de esperar, la reacción de los ingleses difería

diametralmente del entusiasmo francés y de la asombrosa admiración

de alemanes e italianos. La doncella había echado por tierra la leyenda

de su invencibilidad. Un comerciante inglés confesó a un colega italiano

en Brujas que esa derrota le había privado de la razón. La circunstancia

de que el ejército inglés siempre había hecho gala de su superioridad

antes de Orleans y que una mujer hubiera intervenido en las acciones

por la liberación de la ciudad parecía excluir una explicación natural de

la derrota de los sitiadores. Pero, a la vez, era inconcebible que Dios

hubiera cambiado de lado. Por lo tanto, sólo quedaba el diablo como

promotor de esa tragedia y a la ramera se la convirtió en diabla en el

verdadero sentido de la palabra, en bruja. Para el duque de Bedford, a

quien correspondió la ingrata misión de anunciar en Londres la noticia

del fracaso del sitio, no hubo en todo caso sino una explicación: ese

71

Page 72: Linder Leo - Juana de Arco

revés del destino “fue causado por la superstición y el ciego terror que

desencadenó una adepta y espía del diablo, llamada ‘la doncella’

mediante el uso de conjuros y magia negra”. En otras palabras, Bedford,

estimó que había sido decisivo el efecto psicológico de la virgen sobre

sus soldados.

Los borgoñones tomaron la noticia del descalabro inglés con cierto

gozo maligno. Después de todo, un aliado al que de vez en cuando se le

hacían ver sus límites, era un buen aliado. El duque de Borgoña, eterno

aborrecedor, quedó tan impresionado por Juana que después de la

derrota de los invasores le mandó un puñal, regalo con el que sin duda

halagó el gusto de la heroína de Orleans, loca por las armas.

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Page 73: Linder Leo - Juana de Arco

ACTO IV

¡Ay, mi pequeño duque!¿Tenéis miedo?

73

Page 74: Linder Leo - Juana de Arco

El rey sintió los ojos húmedos y el rostro distendido en una sonrisa

irrefrenable. Sus acompañantes también sonreían, pero la suya no

parecía ser la misma sonrisa. Juana cabalgaba hacia él junto a Dunois.

Carlos jamás había visto a un vencedor. En su corte había arribistas de la

guerra, pero no vencedores. Y hete aquí que venía a su encuentro una

vencedora. Enhiesta sobre un corcel negro como la noche, armadura

blanca y una sonrisa triunfal iluminándole la cara. Detrás de su caballo,

un delicado paje la seguía andando, portaba su yelmo y su estandarte. El

monarca pensó: “Tendré que dominarme”. Juana sofrenó su caballo junto

al suyo e inclinó la cabeza tan profundamente como se lo permitía la

armadura. ¿Debía abrazarla? De buena gana le hubiera echado los

brazos al cuello, pero sus hombres lo miraban, Dunois lo miraba, todos

tenían puestos los ojos en él. No la abrazó, pues. Al menos logró musitar

unas pocas palabras de agradecimiento, un elogio a su intrepidez y a la

influencia alada que había ejercido sobre sus soldados.

Juana también se impresionaría. Lo comprobó cuando se acercaban

a Loches. Los muros fortificados del castillo se elevaban hasta el cielo,

las escaleras de asalto más largas no llegarían siquiera a la mitad de su

altura y sobre estas gigantescas obras de defensa se cernía la poderosa

mole blanca de la torre principal del castillo. Allí, todo era más grande e

imponente que en Chinon y los aposentos que le destinaron..., bueno, no

podía decirse que fueran conformes a su rango... pero en todo caso no

peores a las de Alençon, por ejemplo. Lástima que sólo se quedarían allí

unas pocas semanas, el tiempo suficiente para que su herida cicatrizara

y luego emprenderían viaje a Reims para la coronación.

Ella se equivocaba. Ni siquiera Alençon compartía su impaciencia. Al

parecer, Trémoille, que movía sus masas de carne con lentitud infinita

por los pasillos del castillo, determinaba en Loches el pulso del tiempo. El

monarca, por su lado, pasaba hora tras hora en conferencias sobre

estrategia a las que ella no tenía acceso. Cuando reinaba buen tiempo,

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Page 75: Linder Leo - Juana de Arco

solía pedir prestado a la niñera al hijo mayor del rey, Luis, de siete años,

y jugaba con él en los jardines del palacio. Desde que había tenido

conciencia de que de ella dependía que ese pequeñuelo despierto y algo

precoz tal vez llegara a subir al trono, concibió sentimientos casi

maternales por el párvulo.

De lo contrario se dedicaba a la correspondencia. Casi a diario se

recibían cartas. Los casos sencillos los atendía Pasquerel después de

tratar con ella; si el asunto era escabroso recurría a Gilles de Rais,

porque, lamentablemente, Alençon no sabía escribir. El señor de Rais

lograba formulaciones que a nadie se le hubieran ocurrido, además

estaba familiarizado con las citas en latín. Naturalmente, el señor de Rais

poseía una biblioteca donde se podían encontrar obras de los clásicos

antiguos y un coro privado de niños que lo acompañaban en sus viajes

y... Bueno, dejemos esto. Gilles de Rais era un capítulo aparte.

—¿Cómo se pone en latín “ayúdate a ti mismo y Dios te ayudará”?

Por favor, señor de Rais, poned estas palabras en el pasaje apropiado de

nuestra respuesta a los regidores de Tolosa.

Los concejales de Tolosa le habían sometido una ambigua

exposición de la miseria financiera de su municipio y le pedían ayuda

para salir de su aprieto. Las consultas de este tenor eran rechazadas de

plano. Después de todo, la política financiera no era su cometido. Y, ¿qué

pretendía la duquesa de Milán? Gilles leía en voz alta; la hoja de papel

saturado de perfume temblaba levemente entre sus dedos cargados de

anillos. Los comentarios acerca de las hazañas de la doncella le habían

hecho concebir nuevas esperanzas en la recuperación del ducado que le

habían usurpado años atrás y por esta razón la invitaba a ir a Italia para

que la ayudara a reconquistarlo. Sin duda, el caso merecía una mayor

sensibilidad. Gilles supo más o menos qué debía responder: de momento

tenían prioridad otros proyectos, pero tan pronto los ingleses hubiesen

vuelto a su tierra, examinarían su petición con benevolencia. Juana trazó

una cruz al pie.

—Juana, querida Juana —suspiró Gilles—, ¿cuándo aprenderás a

escribir tu dulce nombre?

La sociedad ociosa de los cortesanos mantenía el buen humor

gracias a las fiestas palaciegas. La Hire se presentó a una de ellas

ataviado con una interesante prenda de vestir: un manto carmesí

cuajado de centenares de campanillas de plata. Ciertamente, Juana ya

se estaba habituando a las excentricidades —entretanto, ella misma

había adoptado la indumentaria de extravagante estilo en boga entre los

75

Page 76: Linder Leo - Juana de Arco

afectados jóvenes de la corte—, pero el traje de La Hire eclipsó las más

estrambóticas creaciones de los modistos de palacio. Esa noche, el

apogeo de la fiesta fue un ballet cómico que el soldado bailó con su

amigo Poton de Xaintrailles, cojeando y con repiqueteo de campanillas.

Constituyó un gran éxito reidero porque muchos creyeron reconocer en

él la parodia del último número de baile del rey. Gilles se desternilló de

risa y no logró librarse del espasmo resultante hasta el final de la fiesta.

Por la mañana se repetía la habitual rutina de las sesiones: debates

acerca de la situación y sobre las estrategias a seguir, como siempre a

puertas cerradas. Los caballeros no lograban decidirse por una de las

dos alternativas militares que, como Juana sabía por Alençon, estaban a

discusión: marchar hacia Chartres, conquistar Normandía y acto seguido

sitiar París, o bien atacar en primer lugar los baluartes ingleses a orillas

del Loira para obtener en el norte seguras vías de avituallamiento y

amunicionamiento. Juana consideraba que ambas eran erróneas e

intentó volcar de su lado al menos a Alençon.

—Tan pronto el delfín haya sido ungido y coronado —le dijo—, podrá

presentarse con una autoridad distinta a la actual. Y tan pronto todos los

franceses tengan que reconocerlo como rey, crean en él y él en su

pueblo, los ingleses perderán cada vez más poder y al final estarán

obligados a rendirse.

Así podía pensar el pueblo, pero a Alençon semejantes reflexiones

le eran tan extrañas como a los demás cortesanos. Su preferencia era

seguir luchando. ¿Para qué estaban allí, si no? Pero aun cuando las ideas

de Juana no fueran del todo irrazonables, ella tenía poca o ninguna

influencia sobre el resultado de las deliberaciones. Últimamente, el

monarca no solía pedirle su opinión.

Cierto día, Juana no pudo contener su nerviosidad, golpeó a la

puerta del inmenso salón de sesiones, entró bruscamente sin esperar

contestación y fue a echarse a los pies del rey, no tanto en prueba de

veneración sino por desesperación.

—¡Noble delfín, no os demoréis tanto en deliberaciones. Estáis

perdiendo el tiempo! ¡Os suplico ir a Reims lo antes posible para haceros

coronar!

Como el soberano persistía en su silencio y se había quedado

petrificado en su silla, Christophe de Harcourt tomó la palabra. ¿La

coronación en Reims era una idea de sus voces? Naturalmente. ¿No

querría confiar a los presentes y en particular al rey, cómo interpretar

exactamente su acuerdo con esas voces? Juana se sonrojó perpleja. Sí,

76

Page 77: Linder Leo - Juana de Arco

Carlos sonrió en ese momento. De hecho, él se hacía la misma pregunta

desde hacía bastante tiempo. Siempre que encontraba resistencia, Juana

titubeaba al contestar; siempre que hacían oídos sordos a sus

proposiciones —y eso ocurría de continuo—, se retiraba para quejarse a

Dios de su infortunio. Terminadas sus oraciones, siempre escuchaba una

voz, y ésta le decía: “¡Ve, hija de Dios, no te dejes intimidar! ¡Inténtalo

de nuevo, estoy contigo, yo te ayudaré!”. Y cada vez que eso sucedía

experimentaba instantes de gozo tan inefables que anhelaba que

durasen eternamente.

Los consejeros se miraron unos a otros. Frente a ellos, Juana

temblaba de pies a cabeza con los ojos muy dilatados y en blanco.

Aguardaron a que ella volviera en sí y entonces habló el obispo de

Castres:

—¿Tus voces te llaman “hija de Dios”?

—Sí —respondió la doncella—. Desde el asalto a la última trinchera

en Orleans.

* * *

El tintineo de las armaduras y el traqueteo de las cureñas volvió a

llenar el aire de la tranquila Sologne. En Selles y Romorantin se movilizó

al ejército para realizar una campaña contra las posiciones inglesas junto

al Loira; por primera vez desde que el hombre tenía memoria, un

monarca galo no necesitó tener en sus tropas una mezcla abigarrada de

mercenarios españoles, italianos, escoceses o alemanes. Por primera

vez, pudo contar con un número en constante aumento de voluntarios

franceses. El duque de Bretaña, hasta hacía poco partidario de los

ingleses, lamentó en una carta no poder participar en persona de la

inminente campaña debido a la gravedad de su estado, pero su hijo ya

se había puesto en marcha con tropas de refuerzo. Y Guy de Laval, un

mozo de dieciocho años, envió a su madre una carta en la cual le

suplicaba vender o hipotecar todas las tierras que fueran necesarias

para reunir sus propias tropas.

El joven señor de Laval, que ignoraba todavía qué era la guerra,

escribió dicha carta después de visitar a Juana en su albergue de Selles.

La doncella le dedicó parte de su tiempo, mandó traer vino y concluyó su

brindis con estas palabras: “¡Querido señor de Laval, la próxima copa la

beberé con vos en París!”.

“¡Basta contemplarla!”, seguía diciendo en la carta precitada,

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Page 78: Linder Leo - Juana de Arco

“¡Basta oírla! Todo en ella parece divino, no importa lo que haga. La vi

sobre su caballo, un negro corcel. Llevaba armadura blanca sin casco y

su mano jugaba con una hachuela de combate. A su lado cabalgaba su

hermano, también de armadura blanca y más atrás iba andando un paje

que llevaba un estandarte desplegado.”

Laval selló la carta y más tarde se encontró con su amigo Alençon

para jugar al tenis. Concluido el partido, Alençon le comunicó que el rey

le había confiado el mando supremo del ejército, pero al mismo tiempo

le había encarecido que para toda decisión, aun las militares, debía

prestar oído a las inspiraciones de la doncella. Alençon dejó escapar una

risilla. Trémoille no pudo contener su furor, pero esa campaña sería

divertida. Él y la doncella, qué buena pareja.

El 12 de junio, a más de un mes de la victoria de Orleans, por fin se

pusieron en marcha. Juana y Alençon encabezaban la columna, como

siempre. Conducían un ejército de sólo 600 hombres armados, pero a

retaguardia venían 6.000 o 7.000 más. Un ejército de semejante

magnitud con catapultas y cañones representaba una masa bastante

lenta.

Después de todo, tanto Juana como Alençon no estaban muy

satisfechos de la evolución. Jargeau, Meung, Beaugency... todos estos

bastiones ingleses a lo largo del Loira, estaban más cerca de Reims que

de Chartres, donde Trémoille había querido mandarlos a toda costa. Por

lo menos, una vez liberadas dichas ciudades, los ingleses no los

atacarían por la espalda en su marcha hacia Reims.

Atravesaron Orleans, donde se les unieron hordas de civiles

entusiasmados, y siguieron hacia Jargeau, situada en la otra margen del

Loira. La guarnición inglesa estaba allí bajo el mando del conde de

Suffolk. Comprendía unos 700 soldados. El enemigo rechazó el primer

ataque en las afueras de la ciudad. El segundo ataque lo dirigió Juana en

persona con su estandarte desplegado al viento. Al cabo de dos horas de

combate, los suburbios quedaron liberados. Juana observó con

preocupación que, en particular, los mal armados ciudadanos de Orleans

se consideraban invulnerables en tanto ella estuviera cerca. Por

añadidura, Alençon cometió la ligereza de no apostar centinelas durante

la noche. Que los ingleses no emprendieran un asalto, debió atribuirse

una vez más a su mágica irradiación.

A la mañana siguiente, los comandantes reunidos consideraron de

repente que las murallas de Jargeau eran demasiado altas y las fuerzas

propias demasiado débiles. Las deliberaciones se prolongaban, mientras

78

Page 79: Linder Leo - Juana de Arco

el tiempo se iba inexorablemente. ¿Asaltaban o no? Finalmente, Juana

intervino.

—¡Señores míos, no tenéis nada que temer! Dios está con nosotros.

Si no estuviera convencida de ello, me habría quedado en casa para

cuidar las ovejas en vez de exponerme al peligro y a la muerte —y

dirigiéndose a Alençon prosiguió—: ¡Adelante, mi duque, al asalto!

No obstante, el general se resistió. En su bastión, los ingleses

pusieron en posición sus cañones sobre las murallas y una especie de

Goliat, armado hasta los dientes, empezó a correr de un lado a otro

blandiendo una espada en cada mano y sin dejar de imprecar. El sol

hacía parpadear a La Hire. Juana rodeó a Alençon con su brazo y lo miró

a los ojos.

—¿Ay, mi pequeño duque, tenéis miedo? ¿Habéis olvidado que

prometí a vuestra esposa que os devolvería sano y salvo? ¡Éste es el

momento de actuar! ¿No conocéis el refrán: ayúdate y Dios te ayudará?

Sonó una trompeta, la señal de iniciar el ataque. Juana se mantuvo

cerca de Alençon, pues ése no parecía ser su mejor día. Los ingleses

arrojaban bolas de piedra con sus cañones y culebrinas, mientras Goliat

derribaba una tras otra las escaleras de asalto y apedreaba a los

enemigos en su caída con fragmentos de roca.

—¡Apártate! —gritó de pronto Juana a Alençon señalándole la boca

de un cañón montado en las almenas de la muralla—. ¡Estás

exactamente en la línea de tiro!

El duque saltó a un costado y la bala mató al hombre que venía a su

zaga. La Hire se acercó cojeando a su mejor artillero y señalando a

Goliat, le ordenó:

—¡Mata a ése!

Alcanzado en el pecho, el gigante cayó hacia atrás y en el lugar que

ocupaba en lo alto del muro apareció el heraldo del conde de Suffolk

pidiendo una tregua. El fragor de la batalla apagaba su voz. Tres balas

de cañón francesas destruyeron la mayor de las torres de fortificación y

los trozos de mampostería cayeron con estrépito. En ese preciso

instante, Juana trepaba con su estandarte por una escalera de asalto

cuando una piedra le dio en el yelmo. El impacto la hizo caer al foso,

pero enseguida cobró ánimo y se levantó gritando:

—¡Adelante amigos! Nuestro Señor ha pronunciado su sentencia

sobre los ingleses! ¡En esta misma hora nos pertenecen! ¡Valor!

Al asalto siguió una matanza. Suffolk intentó cruzar el puente del

Loira para ponerse a salvo en la otra orilla con un puñado de soldados

79

Page 80: Linder Leo - Juana de Arco

que habían resultado ilesos, pero todos fueron tomados prisioneros como

los demás. Por razones de seguridad, los más valiosos fueron enviados

en barco a Orleans. Los otros, unos cincuenta, debieron ir andando. En el

camino, algunos de ellos fueron linchados, víctimas de la insaciable sed

de venganza de los habitantes de Orleans. Las pérdidas de los franceses

fueron veinte hombres.

Camino a Meung, el ejército francés pasó por Orleans donde se

sumó Guy de Laval con más refuerzos. La guarnición inglesa de Meung,

de unos 200 hombres, no se consideró digna de un ataque. Tan sólo se

tomó el cruce fortificado del Loira, se dejó una pequeña dotación de

vigilancia en la ciudad y el 16 de junio se reanudó la marcha hacia

Beaugency, no mucho mayor que Meung y defendida por 500 ingleses.

Después de los primeros ataques, ese puñado de soldados buscó refugio

en la maciza torre cuadrada del castillo construido en la época normanda

y en las dependencias del monasterio circundante, que fueron

bombardeadas durante la noche por orden de Alençon.

Por la mañana, dos noticias recibidas en pocos minutos, lo sacaron

de quicio. Clareaba aún cuando llegaron los mensajeros con la nueva de

que Arthur de Richemont había acampado con sus tropas a una legua de

Beaugency. “Yo o él”, vociferó y amagó levantar el sitio para marcharse

con todo el ejército. Juana perdió la calma. ¿Por qué levantar el sitio?

¿Acaso Richemont no era francés? Con el aliento entrecortado, Alençon

le explicó que él era un sujeto despreciable que tenía vedado el acceso a

la corte. ¿Por qué? Richemont y Trémoille eran enemigos acérrimos.

Poco antes de la aparición de Juana en Chinon, Alençon había guerreado

contra el primero por encargo del segundo. Juana recordó el singular

contrato entre el duque y Trémoille y no acertó a comprender la

situación. De todos modos, el rey había prohibido todo contacto con

Richemont, pero por desgracia este recio y alevoso valentón gozaba

plenamente de la simpatía de los soldados rasos. ¡Cómo se atrevía el

pérfido a ofrecer su colaboración! Si intentaban librarse de él por la

fuerza tal vez no podrían confiar siquiera en sus propios hombres.

La otra noticia impidió que dos ejércitos franceses arremetieran uno

contra el otro ante los ojos del enemigo. Los generales ingleses Talbot y

Fastolf se aproximaban a Beaugency con grandes fuerzas. Cualquiera

podía imaginar qué significaba eso: Talbot, sediento de venganza por la

derrota de Orleans, y Fastolf, empeñado al menos en dejar en claro que

los ingleses no se dejarían acobardar por las hechicerías de una labriega.

Alençon perdió el dominio de sí mismo por completo, pero Juana,

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Page 81: Linder Leo - Juana de Arco

convencida de que los caballeros debían dejar para otro momento sus

pleitos privados, saltó sobre su caballo, enfiló al encuentro de Richemont

y le tendió la mano.

—Yo no os he llamado, señor Richemont, pero ya que estáis aquí,

sed bienvenido.

Alençon se resignó. Un centenar de hombres quedó en el lugar para

vigilar a los ingleses atrincherados en el castillo, el resto montó a caballo

para salir al encuentro del enemigo que avanzaba. Alençon mandó a sus

tropas tomar posición en una colina y aunque en las inmediaciones

flameaba la bandera de Richemont, no miró en esa dirección, sino que se

concentró en la inmensa planicie reverberante de Beauce y la nube de

polvo que se acercaba por el norte. Evidentemente, eran varios millares

de hombres pero, en número, aquellas fuerzas eran inferiores a las que

él mandaba. Alençon se protegió la vista de la luz candente del sol de la

tarde. El ejército inglés ofrecía el panorama ya conocido: a la cabeza un

caballero de alto estandarte, seguido por la polvareda que levantaba el

convoy de cureñas y carretas de avituallamiento, a continuación, las

huestes propiamente dichas, una larga y estrecha cinta de morriones

centellantes y, por último, muy lejos, la retaguardia integrada por la

tropa escogida de caballería y las fuerzas auxiliares borgoñonas. Como

era de esperar, la caravana se detuvo a la altura del ejército francés, los

jinetes se apearon de sus cabalgaduras y los arqueros clavaron en el

suelo frente a ellos estacas puntiagudas inclinadas hacia afuera a modo

de parapeto. Semejante barrera contendría cualquier arremetida de la

caballería enemiga, en caso de que buena parte de ella lograra

sobrevivir a la lluvia de flechas. Esas líneas defensivas fueron armadas

con pasmosa celeridad.

Transcurrió largo tiempo sin que nada sucediera. Nadie se movió de

su lugar, los dos ejércitos se quedaron en tensa calma, inmóviles en sus

posiciones. Los franceses habían aprendido las lecciones de Crécy y

Azincourt y a los ingleses no se les ocurrieron nuevas tácticas. Dada la

situación, un ataque no entraba en consideración para ninguno de los

adversarios.

Pasado un rato, Alençon se dirigió a Juana en voz tan alta que los

circunstantes y el propio Richemont pudieron escuchar sus palabras:

—¿Qué debemos hacer?

—Necesitaréis buenas espuelas —respondió Juana.

—¿Qué significa eso? ¿Que tendremos que ordenar la retirada?

—Todo lo contrario. Los ingleses no llegarán siquiera a defenderse,

81

Page 82: Linder Leo - Juana de Arco

y vosotros habréis de espolear a vuestros corceles si queréis darles

alcance.

Con sus últimas profecías, la doncella había dado pruebas de su

buen tino para vaticinar acontecimientos futuros, de una intuición que

tenía casi la precisión de una percepción sensorial, pero en aquella

ocasión su predicción pareció fallar. La tarde avanzaba y todavía seguían

frente a frente expectantes. De pronto, los ingleses despacharon dos

heraldos encargados de invitar a los franceses a designar tres hombres

para decidir la cuestión en un duelo frente a las líneas inglesas. Los

caballeros enemigos... y las damas... podrían seguir de cerca el

desarrollo del lance.

Alençon se volvió hacia Juana y ella sólo frunció la nariz. No, en ese

caso tampoco andarían a tientas.

—Ya se ha hecho tarde —contestó por intermedio de los heraldos—.

Regresad a vuestro cuartel y descansad. Mañana nos veremos de cerca.

Poco antes del ocaso, el ejército inglés se retiró en dirección a

Meung y el francés volvió a Beaugency. Durante la noche, Alençon

condujo las negociaciones para la capitulación de los ingleses sitiados en

el castillo, sabedores ya de la suerte de sus camaradas en Jargeau. Al

amanecer, la guarnición completa se retiró sin ser molestada, como se

había convenido, pero bajo el juramento de no desenvainar la espada

durante diez días. Así fue dejado fuera de combate provisionalmente.

Juana se alegró del desenlace incruento de ese sitio. Si bien le gustaba

batallar y amaba el peligro, le repugnaba el derramamiento de sangre.

Luego, apenas se hubo marchado la reducida tropa, llegó la noticia

de un nuevo avance del ejército inglés. Richemont dio orden de ponerse

en marcha y Alençon no pudo menos que unirse, aunque con rechinar de

dientes. Salieron en tres secciones: primeramente la tropa especial de La

Hire, los mejores jinetes de Francia, muy bien armados. Un centenar de

ellos escudriñó el terreno en calidad de avanzada de exploración y

mantuvo contacto con las otras partes de la tropa. La segunda sección

estaba integrada por el ejército principal bajo el mando de Alençon,

Dunois y también Richemont, mal que les pesase. La tercera era la

retaguardia, adjudicada a Juana, una decisión que le causó gran enfado

pero acató. De manera más o menos velada, Alençon le había explicado

que el combate a campo abierto era algo diferente al asalto a una

trinchera y que ella era demasiado preciosa para ser expuesta allí. Su

mera presencia, bastaba. ¿No había admitido el conde de Suffolk,

después de su captura, que a partir del instante en que sus hombres

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Page 83: Linder Leo - Juana de Arco

vieron a la doncella entre los atacantes frente a Jargeau, habían quedado

como paralizados? La confianza de Juana no menguó.

—Aunque tengamos que hacerlos bajar del cielo, los agarraremos —

gritó a Alençon cuando se separaron—. Atacadlos, tan pronto los veáis.

Ellos emprenderán la huida.

No había vestigio alguno del enemigo. El ejército francés se movilizó

a través de tierras de labranza, suavemente onduladas y plantaciones

que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Aquí y allá,

interrumpían la recta línea del horizonte campanarios de iglesia de

pequeñas aldeas, los molinos de viento cuyas aspas giraban lentamente

al impulso de la leve brisa, y los pequeños bosquecillos que brindaron

bienvenida sombra a los soldados, a lo sumo durante media hora de

descanso, después del cual volvían a sumergirse en la cegadora claridad

de la vasta campiña dorada. Por encima de sus cabezas, gravitaba un

diáfano y elevado cielo azul, como el que sólo podía verse sobre la

llanura de Beauce. Aquí y allá asomaba entre los campos un crucifijo

adornado con coronas de espigas, un hechizo inofensivo. En el horizonte

se perfilaban los tejados de la pequeña ciudad de Patay.

De pronto, los exploradores de La Hire descubrieron un venado que

corría a largos saltos hacia un bosquecillo y a poco escucharon un

vocerío. Si bien no entendían qué gritaban, supieron que era en lengua

inglesa. La Hire se lanzó a la carrera seguido de sus jinetes. Del otro lado

del bosquecillo se les ofreció un cuadro que les quitó el aliento de gozo:

un cuadro de bienvenida confusión. Los jinetes de la retaguardia

enemiga acababan de apearse y se estaban quitando las espuelas; los

arqueros se afanaban en clavar las primeras estacas en el suelo. Todas

se ajetreaban entre dos largos setos que, evidentemente, debían servir

de bastión natural. En segundo plano, cureñas y carretas de víveres se

habían apiñado unas con otras, presumiblemente al intentar una

precipitada maniobra de retroceso. La parte principal de las fuerzas

enemigas estaba allí, junto a los vehículos, tan alejada que no

representaba un peligro inminente.

La Hire y sus hombres se lanzaron inmediatamente al ataque, no de

frente como esperaban los ingleses, sino simultáneamente contra los

flancos abiertos. En consecuencia, sólo fue necesario derribar los dos

setos entre los cuales estaban encerrados los arqueros enemigos,

imposibilitados de huir; dada la situación, tampoco les sirvieron sus

grandes arcos. Talbot cayó prisionero, el resto fue masacrado. Fastolf,

quien en un principio vociferaba empeñado en restablecer el orden en el

83

Page 84: Linder Leo - Juana de Arco

caos de cureñas y carretas, se acercó al galope. Evaluó el desastre en

una rápida ojeada y, clavando espuelas, se alejó de aquel lugar. Tal vez

pensó que aún le quedaba una oportunidad de reconstruir a toda prisa

una segunda línea defensiva y poner en posición los cañones.

Cuando los hombres vieron acercarse a su comandante en loca

carrera, los dominó el pánico, pues creyeron que todo se había perdido y

se desbandaron en desatinada huida. En el colmo de su desesperación,

Fastolf dio media vuelta para lanzarse con su caballo en un combate

defensivo sin esperanzas entre los setos. Sus oficiales lo persuadieron de

que, de momento, lo único que importaba era salvar el pellejo y sobre

todo la cabeza, razón por la cual hizo girar de nuevo al corcel sobre sus

cascos y, ayudándose con la fusta, lo llevó al galope rumbo al norte,

hacia París. Al ejército principal comandado por Alençon no le quedó otra

alternativa que emprender su persecución. La caballería francesa

empujó a los últimos fugitivos hasta Janville, el cuartel general inglés.

Las puertas de la ciudad estaban cerradas, porque sus habitantes, al

tanto de lo acontecido, habían aprovechado la ocasión para rebelarse.

Fastolf logró llegar a París, gracias a su buen caballo.

Cuando Juana arribó con la retaguardia todo había concluido. Los

campos asolados estaban sembrados de cadáveres. Se disponía a bajar

de su corcel, cuando eran reunidos los prisioneros; uno de ellos descargó

ante sus ojos la espada sobre la cabeza de un guardia. Juana lanzó un

alarido y corrió hacia el moribundo, apoyó su cabeza ensangrentada en

su regazo y la abrazó llorando hasta que el desdichado expiró.

Ese 18 de junio fueron muertos otros 2.000 ingleses, porque en su

totalidad carecían de valor como prisioneros. Era gente sencilla de la

más baja ralea, campesinos y artesanos como los que desde hacía casi

un siglo el comando supremo inglés mandaba a Francia a morir. Sólo

doscientos prisioneros salvaron sus vidas. Las pérdidas francesas se

elevaron a tres, brillante broche de una serie única de victorias.

Ese día, no fue tarea fácil para el confesor Pasquerel consolar a la

doncella. En Orleans había tenido la impresión que sólo la vista de la

sangre francesa podía conmoverla, pero aquella tarde comprendió que la

nacionalidad de la sangre derramada no tenía importancia para ella. Por

la noche había logrado sobreponerse al punto de presenciar en la tienda

de Alençon el desfile de los prisioneros más valiosos. Cuando hizo su

entrada Talbot, la vio en la semipenumbra del fondo, sentada en una

silla plegadiza, todavía enfundada en su armadura blanca. La hechicera

lo había vencido por segunda vez.

84

Page 85: Linder Leo - Juana de Arco

—Mi querido Talbot —lo saludó Alençon—, ¿quién habría pensado

esta mañana en semejante desenlace?

Talbot se encogió de hombros. No estaba acostumbrado al fracaso,

pero en cincuenta y seis años había tenido tiempo de conocer el caos de

este mundo.

—Así es la suerte de la guerra —replicó.

Incluso el rey de Francia parecía pensar del mismo modo. Mientras

toda Orleans esperaba con febril entusiasmo el momento glorioso en que

un monarca en extremo dichoso abrazaría sobre las gradas de la

ornamentada catedral a una felicísima doncella y a los demás felicísimos

generales al son de trompetas y trombones, ese monarca festejaba la

victoria en su castillo de Sully en medio de su círculo privado con el

señor Trémoille. Los héroes de Patay entraron en Orleans por calles

embanderadas con los colores rojo y verde de la casa de Orleans, el azul

del rey y el blanco de la doncella, pero hubieron de festejar sin el

soberano y, por supuesto, sin el señor Trémoille.

85

Page 86: Linder Leo - Juana de Arco

Intermedio

Santos e intrigantes

Cuando Christophe de Harcourt pide a Juana de Arco que ventile su

secreto más íntimo y proporcione información sobre su misteriosa

comunicación con esas “sus voces”, la doncella reacciona con profunda

irritación: una de las raras situaciones capaces de causarle turbación. No

es que ella prefiriera siempre que confiaran en su palabra sin mediar

largos interrogatorios ni exigirle grandes explicaciones, sino que una

pregunta de ese cariz se le antojaba simplemente indecente.

Además, se encontraba en un dilema. Una rotunda negativa a dar

esa información, significaba perder credibilidad y respeto. Quizá no

debería decir nada. Ninguno de los presentes ponía en duda la

posibilidad de semejantes experiencias sobrenaturales, pero

precisamente por esta circunstancia todos creían en la posibilidad de

hablar en términos claros al respecto como sobre cualquier otra

experiencia. Sin embargo, si proporcionaba la información requerida se

arriesgaba a deparar a esos señores una desagradable sorpresa, en vista

de la perturbación que no sólo provocaba en ella el encuentro con sus

santos, sino ya sólo pensar en ello.

Juana reaccionó como siempre con presencia de ánimo: no dijo

demasiado ni muy poco, optó por el laconismo. En ese momento, su

muda emoción confirmó a los señores más que las palabras que ella no

los engañaría. En otras etapas posteriores de su vida, cuando ya no pudo

soslayar preguntas ingratas, sus respuestas fueron más precisas, pues

no sólo tuvo que vérselas con voces. Empezó a experimentar la

presencia real de santos a los que, en una oportunidad, llegó a abrazar y

cuyo olor guardaba en la memoria como preciado bien. Lo que Juana

resumía en esos momentos en forma breve y concluyente como “sus

voces” eran seres de carne y hueso que se diferenciaban del resto sólo

por morar en el cielo —o en el Paraíso— y en consecuencia servían de

mensajeros divinos.

86

Page 87: Linder Leo - Juana de Arco

Así como entendía su relación personal como una relación entre una

criatura terrenal y los poderes celestiales, también definía las relaciones

políticas existentes según categorías religiosas, en especial la institución

de la monarquía. Según la concepción medieval temprana, los reyes

gobernaban sus reinos por encargo de Cristo resucitado y en su

representación, por lo tanto pasaban por representantes de Cristo en la

tierra, mucho antes de que el Papa reclamara ese título para sí mismo. Y

Dios, o bien Cristo, entronizaba a los reyes como soberanos, así como los

reyes instituían por su parte a sus vasallos como regentes de tierras que,

si bien pertenecían al rey, renunciaba al ejercicio de su poder en ellas en

favor de los vasallos, en tanto los mismos se atuvieran a las reglas del

juego.

En esta antiquísima concepción del reinado como una institución

cuasi divina se fundaba también la convicción de Juana de Arco, según la

cual el reino de Francia pertenecía a Dios y Dios lo transfería al rey en

calidad de su representante en el momento de la coronación en Reims.

En rigor de verdad, esta transmisión no acontecía por cierto a través del

acto terrenal de la coronación como tal, sino a través de la previa unción

del rey con los santos óleos de acuerdo con el modelo bíblico. Era la

unción la que convertía en soberano a un príncipe heredero.

A los ojos del pueblo, un príncipe no sólo tiene derecho a llamarse

rey por su legítima prosapia, sino y sobre todo por su confirmación

divina. De ahí que Juana se refiriera insistentemente a Carlos VII como el

delfín, el príncipe heredero, pues a sus ojos no bastaba que él mismo se

proclamara rey para convertirse en representante de Dios.

En tanto el pueblo pensara como ella sobre el particular, o mejor

dicho, que ella pensara como el pueblo simple, el delfín Carlos no podía

contar con la misma resonancia entre sus súbditos, como lo sería un rey

ungido y coronado en Reims. Por consiguiente, su apremio por acelerar

la coronación no era la idea fija de una soñadora romántica, sino la

conclusión de una psicóloga inteligente que conocía mejor que nadie en

la corte la disposición del pueblo y la tomaba más en serio que

cualquiera.

El pensamiento de Juana de Arco reflejaba la cosmovisión de la

gente sencilla, pero también en otro sentido. Su imagen de la realidad

tenía un tinte religioso, más aún, estaba saturado de él. La saturación

religiosa de la realidad no la condujo, sin embargo, a la deducción

fatalista de que el hombre está librado a los designios divinos y, en su

impotencia, lo mejor para él es aceptar el curso de las cosas sin

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Page 88: Linder Leo - Juana de Arco

quejarse. Todo lo contrario, de acuerdo con sus convicciones, Dios era,

entre ambos, el impotente en tanto Juana no encontrara a alguien que

trocara en hechos sus intenciones. Dios no podía luchar por sí mismo,

según había explicado a sus examinadores en Poitiers, pero podía

conceder la victoria cuando los soldados bien pertrechados y dotados de

elevada motivación ponían todo su empeño y valentía. Nada viene de la

nada. Una vez convencida de una causa, cuya autenticidad le fue

confirmada día a día por Dios a través de sus santos, no hubo para ella

más que una decisión: tomar el asunto en sus propias manos y ponerlo

en marcha. Un punto de vista práctico, libre de disquisiciones teológicas,

casi podríamos decir, una regla de campesino.

Lo extraordinario es lo que Juana hizo de su convicción: la

dimensión del cometido que se impuso, la dinámica con la que puso

manos a la obra y su pretensión de ser procuradora de Dios en tanto no

se cumpliera para Carlos la confirmación divina a través de la coronación

en Reims.

Dios, Francia, el reinado... Naturalmente, los hombres de acción que

la rodeaban pensaban de distinta manera: en el mejor de los casos, en la

próxima batalla y, de ordinario, en la próxima intriga. Arthur de

Richemont es un ejemplo. Era ambicioso, egoísta, artero y deshonesto,

pero no era eso lo que provocaba la reacción alérgica de Alençon hacia

él. Richemont no era más ambicioso, egoísta, artero y deshonesto que la

mayoría de los personajes del cruento drama en torno al poder en

Francia. En la corte, Richemont fue considerado persona no grata

después de convertirse en víctima de una intriga palaciega, a la que él

mismo aportó los elementos más importantes.

En realidad, Carlos VII lo repudió desde un principio. A los ojos del

joven monarca, ni sus modales ni su carrera constituían una

recomendación. En 1415 en la catastrófica batalla de Azincourt, cuando

luchaba del lado de los franceses había resultado herido y llevado a

Inglaterra en calidad de prisionero. Allí se perfiló como ardiente defensor

de los intereses ingleses, sus nuevos comitentes lo mandaron a la corte

del duque de Bretaña como enviado y contrajo matrimonio con la

hermana del duque de Borgoña. Podría pensarse que era un enemigo

jurado de Carlos VII y de repente, volvió a cambiar de bando; de manera

incomprensible se ganó la confianza de Yolanda de Aragón, la suegra de

Carlos, e hizo carrera en su corte. Se permitió mandar asesinar a dos de

los amigos más íntimos del rey y un año antes de la aparición de Juana

de Arco, había sido ministro de guerra de Francia, de hecho el hombre

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Page 89: Linder Leo - Juana de Arco

más poderoso del país.

Su único error consistió en facilitar a su viejo amigo Trémoille el

acceso a la corte y situarlo como consejero en estrecho contacto con el

rey. Trémoille aprovechó la primera oportunidad favorable para

perjudicar a Richemont, su antiguo patrocinador y su rival en ese

momento. Urdió querellas en su contra, en las que involucró al monarca

a quien forzó a elegir entre él y Richemont; finalmente consiguió que

éste fuera expulsado y desterrado de la corte.

No contento aún, con la ayuda de Alençon puso al ex ministro de

guerra entre la espada y la pared en su desempeño militar, una de las

razones por las que el rey de Francia no tuvo tropas a su disposición

para liberar a Orleans en el invierno de 1428-1429. En otras palabras, en

lugar de luchar contra los ingleses, Trémoille arriesgó a Orleans y al

destino de Francia en beneficio de sus propios intereses de poder.

No fue sino la entrada de Juana en Chinon lo que acabó con esa

insensata guerra de guerrillas dentro de los cuarteles franceses.

Probablemente, también fueran sus triunfos los que determinaron a

Richemont a intentar un nuevo acercamiento en Beaugency a pesar de

la aversión que provocaba. Entretanto, habría intuido que en el futuro el

mejor partido sería Carlos.

El arrebato de furor con el que el duque de Bedford recibió la noticia

del desenlace de la batalla de Patay, seguramente lo robusteció en su

sentir. Por primera vez desde que el hombre tenía memoria, los

franceses decidían por sí mismos en abierta batalla campal y al mismo

tiempo de manera tan unívoca, que todos hablaban de una venganza por

la derrota sufrida en Azincourt.

Las guarniciones inglesas apostadas en Beauce habían recogido sus

cosas y emprendido la fuga a París, una catástrofe para el prestigio

inglés no sólo en Francia, sino en toda Europa, peor aún que la derrota

de Orleans.

De momento, Fastolf cayó en desgracia. Sólo cuando se aquietó el

embate de las olas, Bedford reconoció que el altivo Talbot debía cargar

con la mayor parte de la culpa por ese desastre. Antes del combate, los

comandantes habían tenido una discusión. Después de la caída de

Jorgeau, Fastolf no veía posibilidad alguna para el resto de las

guarniciones a lo largo del Loira y abogó por una retirada táctica hacia

París, pero Talbot deseoso de resarcirse a toda costa de su descalabro

en Orleans, continuó con su idea de atacar y la impuso. Si no hubiera

estado en juego su vida y su ultrajado honor de soldado, tal vez habría

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Page 90: Linder Leo - Juana de Arco

adherido a la evaluación de Fastolf, pues para ambos debió ser evidente

que la rasa y abierta planicie de Beauce no se prestaba para un combate

defensivo según el acreditado patrón inglés.

Había algo más aún sobre lo que no se hablaba abiertamente: el

problema de las deserciones. Hordas de soldados ingleses abandonaban

sus filas cuando la emprendían contra la doncella, pero aun los que

permanecían en el ejército tenían la plena convicción de que no había

hierba alguna para combatir a la bruja. Numerosos cronistas informan

que en el ejército inglés cundió un terror supersticioso respecto de Juana

de Arco. Un historiador borgoñón, como portavoz del adversario político,

de seguro más fidedigno que los comentaristas ebrios de gozo del lado

francés, describe en los siguientes términos el síndrome de Juana de

Arco: “Esas victorias le fueron atribuidas sobre todo a ella, y nadie creía

que a los enemigos del rey de Francia les quedara algún recurso. Donde

ella aparecía, se derrumbaba toda resistencia. Todos tenían la certeza de

que Carlos reconquistaría su reino en un tiempo no lejano gracias a su

ayuda y de que nadie podría impedirlo”.

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Page 91: Linder Leo - Juana de Arco

ACTO V

Se ha cumplidolo que agradaba a Dios

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Page 92: Linder Leo - Juana de Arco

Desde las ventanas del salón de sesiones del castillo de Gien, se

ofrecía a los señores del Consejo de la Corona un vasto panorama: desde

las chimeneas y los tejados de pizarra de la ciudad y la ancha superficie

centelleante del Loira hasta el interminable hormigueo de hombres y

caballos en la otra orilla donde, en ese momento, en algún lugar entre

las tiendas y los vivaques, los pendones y las lanzas agavilladas, la

doncella iba y venía pasando revista a sus tropas, su tarea predilecta en

aquellos días.

—Todavía la veo ante mí como aquel día en Chinon —observó el

conde de Vendôme desde la ventana—, erguida e inmóvil en el vano de

la puerta. Fui a su encuentro y un extraño aroma hirió mi olfato, una

mezcla de olor a carbón de leña quemado, estiércol y noches pasadas

sobre heno húmedo. La vi como un enorme ratón, toda de gris con esa

caperuza imposible. Vedla hoy en día. De la mañana hasta el atardecer

metida en su armadura y siempre con esa hachuela de juguete en la

mano, como si en todo momento estuviera posando para un ejército de

escultores.

—Es menester apelar a la imaginación —opinó el arzobispo de

Reims desde su rincón—. Hace cinco meses todavía ordeñaba vacas y

limpiaba establos; hace cuatro meses se desplazaba en un jamelgo de

dieciséis francos y cualquiera la habría calificado imprudentemente de

fugitiva, una a la que le esperaba una buena paliza de regreso a casa. ¡Y

anteanoche, cuando venía a mi encuentro por los jardines del castillo no

pude dar crédito a mis ojos! Botas ajustadas que le cubrían hasta la

rodilla, ni siquiera se había quitado esas espuelas tan largas que lleva,

calzones de terciopelo encarnado tan ajustados como las botas, el jubón

verde claro recamado en oro que le regaló Gilles de Rais, supongo, tan

ajustado como las botas y los calzones, cuello y puños de piel blanca

¡con semejante calor! ¡Piel de ísatis, si no me equivoco, ese zorro ártico

ruso!

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Page 93: Linder Leo - Juana de Arco

—Vos sois uno de aquellos que le extendieron tan bello certificado

en Poitiers: “Humilde, temerosa de Dios, sin falta ni tacha...” —lo

interrumpió el rey.

—Lo admito. Aquella vez fuimos algo indulgentes con ella y sus

ocurrencias nos hicieron reír, pero acto seguido todos pensamos que no

había nada anormal en la muchacha. Ya no queda nada de aquella Juana

ocurrente, sin embargo seguimos siendo indulgentes y transigimos con

todo lo que ella emprende.

—¿Con qué se supone que transigimos? —preguntó Alençon con

aspereza—. ¿Con no haber perdido aún ni una sola batalla en la que ella

participó? ¿Con que en la otra orilla se haya reunido el ejército más

grande que jamás hayamos visto, sólo porque ella nos enseñó que la

fortuna puede ser muy voluble y las circunstancias cambiar muy

rápidamente? Cuando camino por la ciudad o por el campamento, me

llegan de todas partes las mismas palabras: “Al reino de Francia le

aguardan tiempos magníficos”. ¿Qué más podemos desear?

—Alençon, mi querido Alençon —terció Trémoille—, ya sabemos que

os agrada colaborar con ella y en Patay no lo habéis hecho mal, pero

aquí, no pocos de nosotros tenemos la impresión de que os habéis

convertido en cera en sus manos. Volved en vos de una vez y abrid los

ojos. Hace largo rato que ya no se trata de si nosotros queremos más,

sino solo de si ella quiere más —se acercó a la ventana y prosiguió—.

¿Sabemos a ciencia cierta qué ambiciones tiene? ¿Os las ha confiado,

por ventura? Echad un vistazo desde esta ventana.

”Eso que veis allí no es un ejército, es una rebelión. Ya ha escapado

a nuestro control. Lo que se está incubando allí, puede calificarse con

todo derecho como “el ejército de la doncella”. Y quien manda allí

afuera, también manda aquí adentro.

—No nos engañemos, Alençon, de momento no sucede nada que

contraríe su voluntad —adujo el conde de Vendôme acalorado—. Todos

los comandantes, casi todos, apoyan la idea de invadir la Normandía

como la acción siguiente y en lo posible a la mayor brevedad, liberar

Chartres y cortar la retirada a los ingleses. Con el ejército que está ahí

afuera sería un juego de niños. Algunos de nosotros preferiríamos

reconquistar las últimas ciudades ocupadas del Loira, o sea Cosne y La

Charité. Ambas son propuestas razonables, pero en lugar de discutirlas,

andamos con rodeos y nos devanamos los sesos en torno a la más

insensata de las propuestas, es decir, partir hacia Reims “en el acto”

como ella dice con tanta gracia.

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Page 94: Linder Leo - Juana de Arco

—Y según he oído decir, el camino a Reims no está exento de

peligros —observó el rey.

—¿Qué decís, Majestad, exento de peligros? —intervino el conde de

Clermont con voz tajante—. Auxerre, Troyes, Châlons y Reims son en su

totalidad ciudades borgoñonas. El duque de Borgoña no se quedará

mirando inactivo como paseamos por su territorio con la inofensiva

intención de haceros coronar. Y todo porque una adolescente nos cuenta

que Dios así lo quiere y nada puede salir mal. Esperemos que Dios le

haya enviado al duque de Borgoña una visión de análogo contenido.

—Sí, sí —sonrió Trémoille—, ¿y por qué nos decidiremos por Reims a

pesar de todo? Os lo diré: para que con la coronación del rey nos

anticipemos a la coronación de la doncella.

—¡Eso es absurdo! —gritó Alençon— ¡No tiene ningún sentido!

—Un momento, un momento, señor Alençon. Hoy en día el pueblo

ya no hace distingo alguno entre ella y Francia. Para el pueblo, esta

labriega representa a Francia y no nuestro rey, aquí presente. Hasta

ahora nos hemos tenido por Francia, pero ese tiempo ya ha pasado. Hoy

la política se hace en la calle o en los campos de batalla y la hace una

heroína del pueblo. ¿En el futuro la política dependerá de la popularidad?

Dios nos favorezca, entonces. Seamos sinceros, con cada victoria de esta

doncella, el delicado tejido de nuestra diplomacia se desgarra cada vez

más: nada de convenios, de acuerdos de inmovilización y, si se me

permite expresarlo así, de inteligencias a las que se llega con un guiño,

todo lo cual hace tan llevadera una guerra. Hoy en día las pautas de la

política en Francia las determina una masa que no se atreve a besar los

cascos del caballo que monta una campesina.

—Si a Juana se le ocurriera mañana no hacer coronar al rey en

Reims, sino a sí misma, el pueblo le seguiría el juego y gran parte del

ejército también —aventuró el arzobispo de Reims desde su rincón.

—¿Y la Iglesia? —preguntó Trémoille—. ¿Acaso la Iglesia no participa

en este juego? ¿Cuántos sacerdotes rezan misas por ella en todo el

territorio? ¿Cuántos la incluyen ya expresamente en sus oraciones ante

el altar? ¿Y cuántos le cantan himnos cuando “la doncella” hace

castañetear los dedos? Ya veo la escena ante mí: la catedral de Reims,

colmada de chusma vociferante y soldados ebrios y el obispo de Orleans,

asistido por un puñado de curas de aldea, en el momento de colocar la

corona de Francia sobre su cabeza: Su Majestad, Juana I.

—Y La Hire cantando el tedeum. Amén. Aun si tenemos suerte —

agregó el conde de Vendôme—, y no es ella sino el rey a quien coronen,

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Page 95: Linder Leo - Juana de Arco

de todos modos ésa será su coronación, no lo podemos impedir. Por

ejemplo, Majestad, si permitís la pregunta, ¿por qué volvisteis a mandar

a casa a vuestra esposa, ayer?

—Porque en Bourges está más segura que en Reims.

—Bueno. Tal vez podríamos decir que en Reims no hay lugar para

una segunda vecina. Es evidente que la doncella no la quiere allí. ¿Acaso

no abandonó el castillo enfadada para alojarse en el cuartel, cuando

llegó vuestra esposa? Juana cree que el lugar junto al rey le pertenece.

¿O debo decir: a su lado sólo cabe el rey?

—¿Y cuál será la fórmula después de la coronación? —jadeó el

conde de Clermont—. ¿Su Majestad, Carlos VII, rey por la gracia de

Juana? Los príncipes europeos no hacen más que hablar de nosotros.

Somos su comidilla.

—Estáis magnificando la cosa —intervino Alençon—. Como sabe

todo el que la conoce, Juana no tiene ambiciones propias, sólo ejecuta el

mandato de sus voces y éstas provienen de Dios, según la opinión

unánime general, también de los aquí reunidos, pienso.

—¿Las voces? —se hizo oír el arzobispo de Reims desde su rincón—.

Esas voces, expresan lo que nos interesa a nosotros y al pueblo con la

voz de la doncella Juana, y esto es decisivo. Tal vez las voces tengan

buenos propósitos, pero otra cosa es lo que la doncella hace de su

cometido. ¿O creéis por ventura que las voces le ordenaron andar el día

entero metida en una coraza como un rinoceronte y por la noche

emperejilada como la reina de Saba? Perdonad la pequeña broma,

Alençon. Bueno, bueno. En verdad creo que con eso de “la hija de Dios”

ha colmado la medida. Si sus voces la llaman así realmente, ya no se

mueven más en el terreno de las sagradas escrituras y de los Padres de

la Iglesia.

—¿Queréis decir que es una bruja? —preguntó el rey.

—¡No, por amor de Dios! Pero, entre bruja y santa ¿no queda aún

bastante espacio para poner demagoga, agitadora, rebelde?

—¡Esto es un disparate, reverendísimo señor arzobispo! —exclamó

iracundo Alençon—. Esto significa demonizar a la doncella a la par que al

pueblo francés. En su momento, ella nos comunicó su programa y

nosotros le dimos nuestro beneplácito. El programa era claro,

comprensible para todos y ella se atuvo a él. Nosotros no sospechamos

con qué presteza se desarrollarían los acontecimientos; esto puede

pareceros inquietante, a mí me sucede también a veces. Sin embargo,

hasta el presente todo ha salido de maravilla, ella no ha cometido un

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Page 96: Linder Leo - Juana de Arco

solo error y sus aptitudes militares son extraordinarias. Para resumir:

Juana ha sido beneficiosa para el ejército y para Francia, si se me

permite decirlo. Después de la coronación, el rey tendrá la posibilidad de

conquistar los corazones de la gente, así como los hizo Juana en estas

últimas semanas, si así le placiere.

—El señor Alençon tiene razón —sonrió Trémoille—. La coronación

del rey es, sin duda, el menor de los males. Tendríamos que partir hacia

Reims y, de hecho, lo más pronto posible. Veremos cuánto duran los

recursos de los señores que están ahí afuera reunidos con tanto celo en

torno al estandarte de la doncella. Mientras las arcas se vacían, nosotros

los mantendremos ocupados con una bella procesión de coronación

hasta Reims. ¿Qué os parece, Majestad?

—En otras palabras; ella volverá a imponer su voluntad —dictaminó

Carlos.

En medio del tumulto y la agitación de un campamento militar que

a la sazón congregaba a unos 12.000 soldados, Juana había mandado

levantar su propia tienda-despacho, donde sus escribientes realizaban la

tarea de la cancillería real. Como era del conocimiento de la sociedad

palaciega, ésta se demoraba tres días para dar curso a una carta,

mientras que los ayudantes de la doncella eran más expeditivos. La

doncella en persona les dictaba cartas como ésta:

“Jesús, María, en la amada ciudad de... Yo, Juana, la doncella, he

expulsado en un plazo de ocho días a todos los ingleses de sus bastiones

del Loira. Os ruego encarecidamente que os preparéis para

acompañarnos en los próximos días a Reims para la coronación del noble

rey Carlos, o bien daros cita allí para aguardar nuestro arribo”.

Otra carta de un tenor apenas diferente fue enviada al duque de

Borgoña.

¡Era algo insólito, algo en verdad maravilloso! La gente llegaba en

alegres multitudes, dispuesta a seguirla hasta el fin del mundo. Hasta el

propio La Hire hubo de admitir no haber visto jamás ejército alguno de

semejante magnitud. Aun los caballeros demasiado pobres para

comprarse una armadura conforme a su rango, se ofrecieron como

ballesteros y arqueros de a pie o para montar viejas jacas.

Sólo importaba poder participar. No había muchos víveres, por

cierto, pero ése no era su problema. Ella proveía a la paga de su propia

tropa, pagaba bien. Todo estaba dispuesto y de conformidad, hasta la

elección de Gien como punto de partida ideal de la procesión a Reims.

Sólo faltaba dar la orden de “en marcha”.

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Page 97: Linder Leo - Juana de Arco

Le exasperaba pensar en la eterna rémora que todo lo postergaba.

—¿Cuánto prolongarán aún los encumbrados señores su concilio? —

le preguntó esa noche a Alençon—. No vaya a suceder que al final la

coronación fracase por un rey que no quiere ser coronado. Vamos,

Alençon, apremia a los de arriba. Dejemos atrás de una vez la

coronación. De cualquier modo, mañana me adelantaré con mis

hombres, porque no aguanto más esta espera. ¿Vendrás con nosotros?

Alençon no consideró aconsejable presionar a la corte en pleno con

semejante actitud, pero no logró persuadir a la doncella. Como había

dicho, por la mañana partió con sus hombres rumbo a Auxerre y a

Reims.

Mientras estaba en camino, recordó otra expedición. Era de noche,

había llovido sin cesar y de vez en cuando se oía aullar a los lobos. Uno

detrás del otro, todos muy juntos, habían recorrido regiones asoladas por

la guerra, con los cascos de sus cabalgaduras envueltas en trapos para

amortiguar el ruido. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces?

¿Cuatro meses? Nada había cambiado allí, en la comarca borgoñona:

fincas destruidas, campos invadidos por la maleza. Desde allí demoraría

tres días en llegar a Vaucouleurs, a Domrémy, tal vez dos, porque a la

sazón cabalgaba mejor. ¿Su familia, su padre irían a Reims? ¿Todavía

seguiría su progenitor con la idea de ahogarla en el Mosa? ¿Laxart se

dejaría ver? ¿Y Baudricourt? ¿Había mandado carta a la ciudad de

Vaucouleurs? ¿Al señor comandante Baudricourt? Se sonrió. ¿Y Jean de

Metz?, ¡Jean de Metz...!

El 30 de junio, a mitad de camino, entre Gien y Auxerre, los

soldados de la doncella se unieron con las huestes del rey. Juana se

encontraba en su elemento. El poderoso ejército era una bestia salvaje,

bella y peligrosa, una bestia ansiosa de encontrar un domador que

pusiera freno a su bravura o le soltara la rienda.

Juana dominaba todas las artimañas del imponerse, del halagar, del

persuadir y del amenazar, de tal suerte que podía hacer doblegar ante

ella en sumisa obediencia a esa bestia que lamía sus grebas de hierro.

No había situación en la que no se hubiese impuesto. Donde surgía un

tumulto, donde dos o una centena se arrancaban el pelo, ella se

interponía a caballo o de a pie, tan intrépida y decidida en su porte como

un general que conocía a sus hombres desde hacía muchos años y

muchas batallas.

En Auxerre encontraron levantados los puentes levadizos y las

puertas de la ciudad atrancadas. Todavía de buen humor porque el

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Page 98: Linder Leo - Juana de Arco

duque de Borgoña no se había dejado ver, el rey dudó nuevamente de la

viabilidad de la empresa. Mandaron llamar a Juana y ella apoyó la

resolución de amenazar a la ciudad con el asedio y una invasión,

amenaza que en caso de no surtir efecto se traduciría en acción

inmediata. No sería difícil tomar a Auxerre. Trémoille, con los labios

entreabiertos, miraba absorto al vacío. Las negociaciones se prolongaron

por espacio de tres días, al cabo de los cuales los ciudadanos de Auxerre

suministraron vituallas e informaron a través de sus mediadores que no

vacilarían un instante en entregar al rey las llaves de la ciudad si Troyes,

Châlons y Reims resolvían dar el mismo paso, una fórmula vacía con la

que el rey se dio por satisfecho por recomendación de Trémoille. Con un

bastión enemigo a la espalda, el ejército continuó la marcha en dirección

a Troyes.

Troyes. Con el nombre de esta ciudad se relacionaba todo lo

ignominioso que había tenido que soportar Carlos en sus años mozos: el

tratado mediante el cual la corona de Francia había sido prometida al rey

inglés, la declaración de su madre en cuanto a que él era un hijo

ilegítimo, un producto del azar, y el casamiento de su propia hermana

con Enrique V de Inglaterra. No podían eludir a Troyes, y Troyes tuvo que

doblegarse. Una cuestión de prestigio. Por precaución, Juana había

despachado de antemano un mensajero portador de una carta en la cual

exigía reconocer a Carlos como legítimo rey de Francia, pues de lo

contrario penetraría con la ayuda de Dios en todas las ciudades rebeldes

para celebrar una paz justa y firme en contra de toda resistencia.

“Espero inmediata respuesta, Juana, la doncella.”

Sin embargo, los ciudadanos de Troyes, estimulados por la

resistencia de sus vecinos de Auxerre, ni siquiera pensaron en bajar la

cabeza ante el delfín y su ramera. Su respuesta consistió en tres

cañonazos que no hirieron a nadie y una salida de la guarnición

angloborgoñona a la que los hombres de La Hire pusieron fin

rápidamente. Eso fue el comienzo. Las puertas de Troyes permanecieron

cerradas y el rey convocó al consejo de guerra.

Juana conversaba en esos momentos con Gilles de Rais sobre la

preocupante escasez de las raciones de los soldados, cuando le llamó la

atención un monje de hábito castaño seguido por tres mujeres en túnica

de penitentes que deambulaban entre las tiendas.

—¿No es ése el hermano Richard? —observó Gilles sonriente—.

¡Gran Dios; es él! Lo reconozco por su harén. Se dedica a coleccionar

vírgenes.

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Page 99: Linder Leo - Juana de Arco

—¿Quién es?

—Un iluso, diría. Un predicador de nota con la mirada puesta en el

Juicio Final. Acaba de descubrir al anticristo en Babilonia. Apuesto a que

te busca a ti.

Alguien indicó al monje quién era Juana y el desconocido se acercó.

Era un hombrecito bastante más bajo que ella y de nariz respingada. De

pronto, se detuvo en seco y comenzó a clamar en latín con voz

estentórea, mientras dibujaba en el aire varias cruces haciendo tremolar

sus mangas. Luego pidió a una de sus doncellas una escudilla y echó

agua bendita en su dirección con ademanes ampulosos. El buen padre

Fourier de Vaucouleurs, habría podido sacar provecho de esa ceremonia.

Juana la siguió un rato desde el lomo de su negro corcel y luego

exclamó:

—¡Reunid valor y acercaos un poco más! ¡No saldré volando,

palabra de honor!

A su alrededor, estallaron las groseras carcajadas de los soldados.

El monje echó a sus doncellas y cayó de hinojos frente a ella, los brazos

delgados extendidos en teatral ademán de adoración, la boca y los ojos

desmesuradamente abiertos. ¡Sí que era rápido en mudar de actitud el

hombrecillo! De tenerla por una bruja a venerarla como una virgen, todo

en un santiamén. La demostración no le agradó. Juana tenía tratos con

santos y tenía bien en claro que ella no era una santa. Se apeó del

caballo para arrodillarse junto al prosternado, una postura nada cómoda,

pero como el hermano Richard se resistía a incorporarse, tuvieron que

departir en esa posición. Hablaron de las grandes revoluciones que

acontecerían en breve en el mundo, del amanecer de una nueva era más

luminosa y del atroz destino que esperaba a los ingleses en un futuro

cercano.

De regreso a la ciudad, el hermano Richard predicó con voz de

trueno que la doncella Juana conocía todos los secretos de Dios y que si

así lo quería podría salvar a vuelo los muros de la ciudad con su ejército

o marchar a través de ellos cual si fueran de papel.

Lamentablemente, el agüero no sirvió de nada. Al cabo de una

semana de espera y deliberaciones, medio ejército estaba muerto de

hambre y, a no ser por las judías que crecían en abundancia en los

alrededores de Troyes, la empresa se habría malogrado. El 9 de julio,

cuando ya no se veían judías en parte alguna, los consejeros del rey

abogaron por la retirada y Trémoille recomendó el inmediato

licenciamiento del ejército. El rey mandó llamar a Juana y le echó en cara

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que esa procesión a Reims había sido su idea. ¿Qué quedaba por hacer

en semejante situación? Juana se dejó caer a sus pies.

—¿Haréis lo que os pida?

—Si es razonable, lo ponderaré de buen grado.

—Noble delfín, suspended las deliberaciones por el momento y

ordenad al ejército dar comienzo enseguida al sitio. Por Dios, en tres días

a más tardar entraremos en Troyes por las buenas o por las malas.

Si había una ciudad con la que el rey no quería tener

contemplaciones, ésa era Troyes; en consecuencia, dio su aprobación.

Trémoille protestó furibundo que, en ese caso, habría que dar a la

doncella el mando supremo de las tropas de ataque. Ni Alençon, ni otros

como La Hire y Dunois hicieron la menor objeción. Trémoille que nunca

había visto en acción aún a Juana se volvió más irascible de hora en

hora. La doncella cambió su pesado corcel por un trotador más veloz,

galopó de un batallón a otro, señaló a cada uno su posición de partida,

mandó arrimar escaleras de asalto a los muros en las secciones más

favorables y estratégicas, ordenó llenar las fosas en esos lugares con

haces de ramas secas, dispuso la artillería de modo tal que no

amenazara a sus propios hombres y recurrió a lo más distinguido de la

caballería para solicitar su ayuda en los preparativos. Antes de la caída

del sol, todo estaba pronto para la ofensiva.

—A mí no se me hubiera ocurrido mejor plan de batalla —confesó

Dunois a Trémoille—. No podría ser más refinado. Pero no os extrañéis,

señor Trémoille. Éste es su tercer sitio.

En la fresca mañana, antes de que los más rezagados se hubieran

puesto las armaduras, antes de que se disparara el primer cañonazo, el

rechinar del rastrillo y el matraqueo del puente levadizo ahogó el ruido

del cuartel que despertaba y de la larga sombra de la torre de entrada,

surgió a la luz del naciente sol de julio un grupito de ilustres señores, uno

con sus ornamentos de obispo, los otros con sus togas de consejeros de

la ciudad de Troyes. Los condujeron a la tienda real y como no había

mucho que negociar, enseguida llegaron a un acuerdo: la ciudad rendiría

homenaje al rey de Francia; por su parte, el monarca obviaría las cuitas

que le habían causado allí en los últimos años y en cuanto a los soldados

de las tropas de ocupación angloborgoñonas, podrían retirarse sin ser

molestados; más aún, se les permitiría llevarse a sus prisioneros. Esta

vez fue Juana quien se quedó boquiabierta y con los ojos clavados en el

vacío, muda, pero cuando se abrió la puerta de la ciudad para los

soldados de la guarnición, el ejército de la doncella les cerró el camino y

100

Page 101: Linder Leo - Juana de Arco

ella reclamó la devolución de los prisioneros. Por amor a la deseada paz,

el rey pagó su rescate y fue Trémoille quien adelantó el dinero.

Juana no sólo organizó el sitio, sino también la solemne entrada de

los vencedores. Junto a Carlos, con todos los generales en su séquito

cabalgó por las estrechas calles embanderadas de Troyes, flanqueadas

de gente alborozada que durante la víspera había buscado refugio en las

iglesias llevadas por el pánico. Algunos de ellos, entre los que se

encontraba el hermano Richard, aseguraron más tarde haber visto

revolotear sobre su erguida cabeza descubierta, una gran bandada de

mariposas blancas.

Las puertas de Châlons se abrieron espontáneamente. El rey pasó

su mano por las llaves de la ciudad y así quedó aclarada la cuestión de la

lealtad. Como ya había acontecido en Troyes, Trémoille llamó la atención

del monarca sobre una rara circunstancia que había también observado

en Châlons: asediaba la posada de la doncella una multitud muchísimo

más numerosa que la que la que bloqueaba el palacio consistorial en el

que paraban el rey y sus consejeros más cercanos. Ante el albergue de

la doncella coros de voces gritaban “¡Hija de Dios!” mientras que frente

a su palacio nadie gritaba nada.

Juana trataba de evitar tanto tumulto en torno a su persona, pero

por supuesto, eso era imposible. Tan pronto se mostraba al público,

innumerables manos se tendían hacia ella con libros de oraciones,

imágenes de santos y ropas de enfermos para que los tocara. Con gran

esfuerzo intentaba sonreír mientras repetía una y otra vez a la

muchedumbre:

—¡Tocadlos vosotros mismos! Vuestros dedos son tan buenos como

los míos.

Sin embargo, no pudo o no quiso resistir a una tentación. Ante el

ruego insistente de dos matrimonios, accedió a ser madrina de sus

respectivas niñas recién nacidas que fueron bautizadas con el nombre

universal de Juana.

En la mañana del 14 de julio iniciaron la última etapa. Casi nadie

trabajaba en los dorados y ondulantes trigales; abandonado a sí mismo,

el ganado se movía en el rastrojo paciendo abúlico, pero por las calles

transitaba la gente en pequeños o grandes grupos rumbo al norte.

Juana volvía la cabeza cada vez con más frecuencia para echar una

mirada a los viajeros que acababa de dejar atrás, unos a caballo, la

mayoría de a pie, gente de todas las regiones de Francia. El dialecto la

delataba. La convocatoria a asistir a la coronación en Reims había sido

101

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efectiva. Juana apenas prestaba atención al diálogo que mantenían

Dunois y el monarca, evidentemente tan excitado como ella. ¿Aquél no

se parece a Laxart, visto de atrás? No, no era Laxart. ¿Aquélla no tenía

cierta semejanza con su madre? No, no era su progenitora. De cualquier

modo, no habría podido dedicarles mucho tiempo, pero en Reims

probablemente tendría menos tiempo aún.

Podía dejar en manos de los funcionarios de la corte la organización

de la ceremonia, pero no se desembarazaría del hermano Richard y sus

agorerías sobre el fin del mundo. Allí, durante la travesía, al menos era

posible cambiar unas palabras, unas preguntas o unos saludos. De

pronto, alguien la llamó “Juanita” y se estremeció. Al volver la cabeza

descubrió a su tío Jean, acompañado por cuatro aldeanos. Tiró de las

riendas, se apeó del caballo, los abrazó a todos, farfulló, tartajeó y un

intenso rubor le tiñó el rostro.

—Juanita, siempre nos preguntamos como logras hacerlo —le dijo el

tío—. ¿Nada te infunde temor?

—No —respondió—, sólo me asusta la traición.

Rompió en llanto, sacó de sus alforjas un jubón rojo, se lo entregó a

Jean, volvió a abrazar al grupo y procuró reunirse con sus soldados.

Decidieron alojarse a una legua de Reims, en el castillo del

arzobispo que jamás había puesto un pie en su ciudad; pasaron allí días

interminables de tensa espera: ¿Cómo reaccionarían los ciudadanos de

Reims? Era probable que no sólo Carlos les hubiese mandado una carta.

Tal vez el duque de Borgoña también les habría escrito para intimarlos a

no cometer, por amor de Dios, ninguna traición. Y el rey inglés les habría

comunicado asimismo las graves consecuencias que tendría la

desobediencia. De los tres, el rey de Francia tenía de momento el

argumento más convincente, a saber, un ejército de más de 12.000

soldados. A temprana hora del amanecer del 16 de julio se presentó en

el castillo arzobispal una delegación de Reims, portadora de las llaves de

la ciudad y al caer la tarde del mismo día, Carlos entró en ella por la

puerta del sur con todo su ejército, mientras las tropas de la guarnición

angloborgoñona escapaban por la del norte.

¡Ya estaban en Reims, por fin! ¡Lo habían logrado! ¡Ella lo había

logrado! Al final de la calle se alzaba imponente la catedral de cegadora

blancura contra el azul intenso del cielo estival. Juana cabalgaba junto al

rey, pero ya no sentía el movimiento del corcel. El peso de la armadura

sobre sus hombros desapareció, ella misma parecía haber escapado de

la gravedad y tenía la impresión de flotar, presa de un torbellino. Desde

102

Page 103: Linder Leo - Juana de Arco

una gran altura reconoció por debajo de ella al monarca, a la abigarrada

y agitada multitud y a su propio corcel negro. Las muestras de regocijo,

el golpeteo de los cascos de los caballos, las fanfarrias, todos los ruidos

le llegaban muy amortiguados como a través de un cristal. Sin embargo,

vio con nitidez el inmenso rosetón que brillaba con destellos de plata en

la fachada de la catedral, ramificado en un millar de volubles elementos

saledizos. El rosetón venía hacia ella a mayor velocidad de la que llevaba

el cortejo en su avance. Uno de los pétreos profetas de la fachada se

corrió a un lado sonriente para hacerle lugar sobre su pedestal. Desde

aquella elevada posición pudo ver la dilatada planicie de la Champaña, el

paisaje quebrado de los tejados imbricados de Reims, las calles

congestionadas de negras cabezas y al cortejo triunfal que se acercaba

lentamente. Se vio a sí misma en su bruñida armadura; a su lado, al rey

envuelto en su manto recamado en oro, más atrás a los comandantes

con sus estandartes, seguidos por el ejército iluminado por los últimos

rayos del sol, un tenue resplandor que caía sobre el cortejo en toda su

extensión. Cerró los ojos. El tañer de las campanas se intensificó dentro

de su cabeza hasta convertirse en un fragor insoportable. Cuando los

abrió de nuevo, el profeta de piedra a su lado volvió a clavar su mirada

dura y grave en la lejanía.

Después de la acostumbrada cena —pan tostado y vino aguado—

habló largo rato con su confesor Pasquerel. La había acompañado desde

Tours, no se había apartado de su lado durante las batallas y la

celebración de sus triunfos, ni durante los prolongados tiempos de

espera. Lo vivió todo con ella desde la más cercana proximidad.

—Padre Pasquerel, ¿qué opinión le merece todo esto? ¡Qué

suavemente se deslizaron las cosas, qué fácil nos resultó a todos

nosotros!, con frecuencia me desazonó a mí misma. El flechazo en mi

hombro no fue un precio elevado si se piensa cuántos peligros se

cernieron sobre nosotros y cuánto logramos realizar. Últimamente, me

he sentido mareada por momentos y entonces me parece estar soñando.

De pronto despierto en Domrémy en la casa de mi padre, echada en el

suelo de la cocina. ¿Por qué, yo, tan luego? ¿Por qué Dios me eligió

precisamente a mí para realizar tan inauditas hazañas?

Todo lo que Pasquerel pudo decir al respecto, fue que los libros

celestiales de Dios estaban colmados de maravillosas e insondables

enseñanzas que, en el mejor de los casos, los hombres llegaban a

comprender poco a poco y cuya sabiduría a menudo salía a la luz mucho

más tarde y que las maravillas de Dios, en la mayoría de los casos,

103

Page 104: Linder Leo - Juana de Arco

preocupaban más a aquél por intermedio del cual se cumplían.

Esa noche no participó en los preparativos de la ceremonia de la

coronación. Los funcionarios de la corte le hicieron notar que en esa

ocasión aquélla no se desarrollaría como las anteriores, que todo habría

de hacerse acelerada y atropelladamente, porque los ingleses habían

robado muchas insignias y utensilios empleados en ella y sabe Dios

cómo se las arreglarían para tener todo dispuesto a hora temprana.

Entretanto, haría bien en descansar porque la ceremonia duraría

alrededor de cinco horas.

Hasta entonces nunca había experimentado semejante inquietud, ni

antes del ataque a la fortificación del puente de Orleans, ni antes del

asalto a Jargeau, ni antes de la batalla de Patay, ni siquiera antes de su

primera entrevista con Baudricourt. Ese extraño desasosiego le hacía

temblar el estandarte en la mano. En realidad, estaba acostumbrada a

las multitudes en todos los estadios de la excitación hasta el éxtasis; en

realidad, siempre había tenido sangre fría, tanto en su primera noche en

Chinon, como más tarde en el combate más intenso. Además, conocía a

casi todos los que en ese instante ascendían con ella las gradas de la

catedral con solemne lentitud. Adelante iban obispos y prelados, luego

seguía el rey y, a su zaga, ella junto a los nobles del reino entre los que

se contaba Alençon, nombrado a prisa Par de Francia, hacía apenas una

hora, para reemplazar al duque de Borgoña que había declinado su

invitación a la fiesta. ¡En cuántas procesiones de acción de gracias y

cortejos triunfales había participado y en la mayoría de ellos acabado

siendo el centro de los mismos, mientras en ese momento el rey atraía,

sin duda alguna, todas las miradas sobre su persona! No obstante, tenía

la sensación de que sus fuerzas la abandonaban.

La catedral se alzaba sobre ellos como una montaña blanca; de

pronto, Juana se sintió agobiada. Santos y criaturas celestiales en hileras

de a cinco ascendieron raudos hacia el arco ojival de la portada,

demasiado alejados para poder individualizarlos, demasiado distantes

para brindarle consuelo. Desde los muros laterales, los profetas y los

padres de la iglesia la miraban graves y fríos. Casi habían alcanzado las

puertas abiertas de par en par, cuando divisó a la derecha la figura de

una joven mujer, la última de la hilera. El escultor había grabado en su

rostro sonriente una inmensa alegría. Todo en ella reía: los ojos, las

mejillas, la boca, el cuerpo entero —su risa dichosa era tan sonora que

Juana creyó escucharla por encima del vuelo de las campanas y las

salmodias del coro. Era una risa argentina y feliz. Juana reconoció esa

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Page 105: Linder Leo - Juana de Arco

felicidad indecible, pues la había experimentado a menudo. Su

estandarte dejó de flamear cuando atravesó la penumbra de la elevada

nave de la catedral.

Resonó el Veni Creator Spiritus, himno que cantaron en Blois sus

sacerdotes cuando se movilizó el ejército para liberar a Orleans, pero allí

sonaba incomparablemente más imponente. Frente al altar

profusamente iluminado, el cortejo de religiosos se abrió en dos, el rey

tomó asiento en un sillón aislado frente a las gradas, en tanto los nobles

más ilustres del Reino ocuparon las sillas ordenadas detrás del monarca.

Hacia la derecha, sobre un estrado y debajo de un dosel de terciopelo

rojo estaba el trono.

¿Cuál era el lugar que ella tenía reservado allí? No entre la masa del

pueblo, de la soldadesca, los burgueses y los campesinos que en ese

momento entraban como un torrente y llenaban cada rincón de la

catedral; no entre los sacerdotes y miembros del coro que rodeaban el

altar; no entre los nobles. En aquel templo no había para ella sino un

lugar: junto al altar donde descansaba la corona. Avanzó sola, al llegar al

altar se volvió hacia la asamblea, de modo que tuvo la visión de la nave

en su plenitud, de la esplendorosa y fulgurante magnificencia de colores

de los vitrales y de la indumentaria, y apoyó su estandarte en tierra. Era

el único estandarte allí, no se veía otro en el amplio espacio de la iglesia.

Pero en los pasados meses, ese estandarte había flameado en los

lugares donde la lucha había sido más ardiente y por ende era más que

justo y merecido que estuviera presente en el momento del triunfo.

Atrás, en algún intersticio entre la muchedumbre debía estar su

padre, porque su hermano Pierre le había dicho que Laxart lo había

acompañado a Reims. Todavía no lo había visto y desde el altar

naturalmente no lo podría divisar en medio del gentío y la penumbra

reinante entre los pilares que se elevaban hacia el techo. Lo único que

pudo distinguir a través del velo de incienso, fue al arzobispo de Reims

que avanzaba hacia ella por el largo pasillo central, sosteniendo con

ambas manos ante su pecho la sagrada redoma. Su forma reproducía el

cuerpo de una paloma de oro y sus patas eran de coral y piedras

preciosas. El arzobispo la puso con cuidado sobre el altar, junto a la

corona. Contenía el óleo sagrado que, desde tiempos ignotos, se

guardaba en la tumba de san Remigio, en Reims. Gilles había ido allí en

su busca al amanecer.

Cuando se restableció el silencio, el rey prestó su juramento

posando la diestra sobre un evangeliario incrustado de gemas. Como

105

Page 106: Linder Leo - Juana de Arco

soberano juró respetar la libertad de la Iglesia, hacer prevalecer la

justicia y dar preferente protección a las viudas y los huérfanos. El

tedeum resonó puro y bello. Acto seguido, el arzobispo bendijo con las

manos en alto las insignias del reino: las espuelas de oro de san Luis, el

anillo, la espada, el cetro y la mano de la justicia, un bastón de marfil

tallado. Mientras el rey se arrodillaba frente a su sillón, Alençon se puso

en pie, tomó la espada bendita y tocando con ella los hombros del

monarca lo armó primer caballero del reino. Todos los presentes, Juana

también, se hincaron para decir la gran oración.

El siguiente fue ese acto que con tanta frecuencia había visto en

sus sueños y vaticinaba una y otra vez: la unción. En realidad, no se

cumplió como ella lo había soñado. Ignoraba que el rey debía quedarse

en camisa y calzones y tenderse en el suelo ante el altar boca arriba.

Tampoco sabía que el arzobispo se acostaría a su lado sobre las frías

lápidas antes de echar el santo óleo sobre su frente, sus hombros, codos,

pecho y manos con una aguja de oro. Sólo sabía y creía firmemente que

de esa manera los soberanos de Israel se habían transformado en reyes

del pueblo de Dios y de igual modo los soberanos de Francia se

convertían en reyes y representantes de Dios. El hombre que en esos

instantes se incorporaba y volvía a vestirse ya no era el delfín, sino el rey

de Francia, aunque la corona descansara todavía sobre el altar. Juana

volvió a ser presa de su temblor y no lo pudo dominar.

En ese momento se adelantaron los doce hombres que después del

rey representaban las cumbres más elevadas del Estado y de la Iglesia.

Ellos fueron los encargados de entregarle el anillo y el cetro, le pusieron

sobre los hombros ungidos el manto azul de luces doradas, tomaron de

manos del arzobispo la corona y la sostuvieron sobre su cabeza hasta

que hubo llegado al trono. Solo entonces se la pusieron.

Juana ya no pudo contenerse más. Apenas el rey subió al trono

apoyó el estandarte en el altar, se echó al suelo ante él y se escuchó a sí

misma decir con voz entrecortada.

—¡Noble rey! Se ha cumplido lo que agradaba a Dios. Fue Su

voluntad liberar a Orleans, así como fue Su voluntad que fuerais ungido

en Reims. De ahora en más, nadie podrá cerrar los ojos ante la realidad

de vuestra realeza y que el reino de Francia os corresponde por derecho.

Cuando estallaron los vítores al monarca, más de uno comprobó

que la voz le falló. No obstante, las aclamaciones y el estridente son de

las trompetas hicieron vibrar las columnas de la catedral. Se formó de

nuevo el cortejo a través de una doble calle de personas que gritaban

106

Page 107: Linder Leo - Juana de Arco

jubilosas, sollozaban y lloraban, luego aquél se movió lentamente hacia

las puertas abiertas de par en par, hacia la luz ardiente del sol del

mediodía.

Juana salió de la catedral con las manos vacías. El estandarte había

quedado sobre el altar como prueba de su gratitud.

107

Page 108: Linder Leo - Juana de Arco

Intermedio

¡Oh, doncella única, tú eresla más grande del reino!

“Durante el Misterio, la doncella se mantuvo siempre cerca del rey,

sosteniendo en la mano su pendón y fue muy hermoso ver la gracia con

la que se movían tanto el monarca como la doncella.” Esto informaron

los observadores de la reina que se había quedado en Bourges. Al

parecer, la ceremonia de la coronación, los embelesó; al parecer, no

molestó demasiado que en esa ocasión se hubiesen obviado puntos

decisivos del ritual tradicional, establecido en todos sus detalles.

En realidad, lo único que se cumplió de acuerdo con las viejas

reglas fue la unción, el verdadero meollo del ritual. Éste se remonta al

bautismo de Clodoveo, el primer rey de los francos, alrededor del año

500. Según la leyenda, una paloma blanca trajo en su pico un pequeño

frasco que, dadas las circunstancias, sólo podía contener santo óleo

enviado desde el cielo al arzobispo Remigio, encargado del bautismo.

Como hombre estudioso de la Biblia, el arzobispo Remigio sabía que ya

los israelitas David y Salomón habían sido ungidos reyes con santo óleo

y continuó la tradición del Antiguo Testamento en la unción de Clodoveo.

Desde entonces el frasco, la sagrada redoma, se guarda en el

monasterio de san Remigio en Reims. Teóricamente, era posible coronar

a un rey francés en cualquier lugar, pero ungirlo sólo en Reims. Por esta

razón, desde 1179 el arzobispo de la ciudad retiene el privilegio de la

coronación. Por lo demás, la redoma sagrada se hizo añicos en 1793 bajo

los golpes de martillo de un revolucionario y sólo se rescató de ella un

pequeño fragmento.

Cuando recibieron la noticia del avance del ejército galo, los

ingleses se apresuraron a mandar a St. Denis, la iglesia de París donde

descansan los restos de los reyes de Francia, el cetro y la corona. A

último momento, pensaron agregar al envío la sagrada redoma, la forma

más segura de impedir la coronación y a la vez la vía más segura de

108

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provocar una insurrección de los ciudadanos de Reims, pero se retiraron

sin el frasco.

Con excepción de la unción, todo lo demás fue improvisación. No

sólo faltaron la corona y el cetro, sino también cuatro de los doce

representantes supremos del reino. Tres obispos y un duque, el de

Borgoña. Richemont, a quien le habría correspondido el derecho de

sostener la espada durante la ceremonia, tampoco estuvo presente, por

lo cual hubo que designar un suplente en una acción relámpago previa a

la coronación. De este modo, Alençon reemplazó al duque de Borgoña y

le cupo el honor de armar caballero al rey.

La irregularidad más escandalosa e insólita en el desarrollo

tradicional de la ceremonia fue, por supuesto, la presencia de una

labriega en el lugar más destacado junto al altar, una sensación con la

que, por cierto, algunos habían contado. Los que la conocían sabían que

ella no daba importancia alguna a las formalidades y sospechaban que

Juana no se perdería esa escena. Por conforme a las reglas que

transcurriera la ceremonia, fuera cual fuese la opinión que el pueblo

tenía en verdad de su flamante rey, la participación de Juana de Arco

convirtió esa coronación en un gran éxito publicitario para Carlos VII.

Más tarde, los ingleses intentaron recurrir a una propaganda similar

en favor de su soberano. El mismo año que fue coronado Carlos, Enrique

VI, apenas un niño de siete años, recibió la corona de Inglaterra en

Westminster y veinticuatro meses más tarde navegó el Sena aguas

arriba hasta París para recibir en Nôtre Dame la corona francesa que le

correspondía por el tratado de Troyes. Los parisinos desbordaron de

entusiasmo, los representantes de los gremios se disputaron el honor de

llevar el palio azul bajo el cual el niño rey se cubriría andando el trayecto

hasta la catedral, pero esa coronación terminó como una parodia de la

organizada dos años antes en Reims. En esta ocasión faltó un

ingrediente decisivo, el santo óleo, y el banquete que siguió a la

ceremonia resultó un fiasco: los parisinos consideraron como una

insinuación la carne correosa, precocida, que se sirvió y los pacientes de

un hospital para quienes se reservó una parte del banquete la

encontraron incomible. El torneo que cerró los festejos tampoco pasó de

ser un pobre espectáculo con lo cual los ingleses perdieron mucho de su

crédito ante los parisinos anglófilos.

Frente a los éxitos militares de Juana de Arco fueron los

corresponsales quienes más reaccionaron, pero a la coronación también

lo hicieron los poetas, en particular Christine de Pisan (1365-1430) que,

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Page 110: Linder Leo - Juana de Arco

hasta la invasión de los ingleses en París, siempre se había inmiscuido

en las discusiones políticas e incitado una y otra vez a sus

contemporáneos a abrazar la paz.

Hacía once años que vivía retirada entre los muros de un convento

y de pronto volvió a salir a la vida pública con el primer poema en idioma

francés dedicado a la doncella de Orleans. En sus cincuenta y seis

estrofas cantó con entusiasmo desenfrenado a la sencilla muchacha,

cuyos logros superaron a los de “mil hombres”. En todas sus obras

Christine de Pisan confirmó el vigor y la sabiduría de las mujeres; en

esos momentos, Juana de Arco dio pruebas, a ella y al mundo entero, de

que no hay dominio alguno en el que los hombres puedan reclamar su

superioridad respecto de las mujeres. El poeta Alain la celebró con el

mismo entusiasmo desatado en un poema en prosa: “Oh, doncella única,

digna de toda gloria, alabanzas y honores divinos, eres la más grande

del reino...”.

De uno de sus nuevos admiradores, otro hombre de letras, no se

pudo librar jamás: el hermano Richard, de seguro la figura más

cambiante que integró su corte, al menos durante los meses que

siguieron. Su dominio especial eran los milagros y sobre todo los

esperaba de las vírgenes. De Juana esperaba tal vez el más grande de

todos los tiempos, el milagro que ya había anunciado para el año 1430,

pues el hermano Richard era uno de los pocos representantes

masculinos del gremio de los clarividentes. Por los judíos de Jerusalén

sabía que el fin del mundo estaba cercano y que en Babilonia ya había

nacido el anticristo.

En esos momentos hacía campañas contra la vanidad del mundo.

Con una serie de conferencias sensacionalistas había revolucionado en

los últimos meses a los parisinos. Después de escuchar sus sermones,

los hombres quemaron sus naipes y tableros de juego y las mujeres sus

tocas extravagantes. Las autoridades no querían que alguien vaticinara

revoluciones que pudieran ser interpretadas como decisivas

transformaciones de las relaciones políticas, pero, antes de que pudieran

arrestarlo, Richard huyó a Troyes donde se hizo adepto de Juana de Arco.

De momento, para la doncella la coronación era el punto culminante

de su misión, pero de manera alguna un triunfo completo. Desde hacía

algún tiempo su pensamiento estaba más allá de Reims y su mayor

esperanza era que, en cierta medida como efecto concomitante de la

coronación, se llegara a un acercamiento, a una reconciliación política

entre Carlos VII y el duque de Borgoña, Felipe el Bueno. La paz con

110

Page 111: Linder Leo - Juana de Arco

Borgoña, una buena y segura paz, según sus propias palabras, era, o al

menos lo fue hasta Reims, la siguiente etapa de su meta. Anheló

fervorosamente que Felipe no pudiera aplazar por más tiempo su deber

de vasallo de rendir homenaje al rey ungido de Francia. Le resultaba

inconcebible que un vasallo negara el debido reconocimiento al soberano

designado por Dios. Naturalmente, la consecuencia de rigor para los

borgoñones sería la ruptura de su coalición con Inglaterra, pero a cambio

podía ofrecerle algo que era imposible rechazar: la paz, es decir la paz

con el rey ungido de Francia. Las posibilidades de que Felipe aceptara no

eran malas en ese momento. Después de todo, si no era así, los

franceses estaban por primera vez en condiciones de amenazar con la

guerra. Por fin, los triunfos logrados posibilitaban a Juana de Arco o a

Carlos negociar desde una posición de fuerza. Si los borgoñones

anulaban su alianza con los ingleses, éstos quedarían en una situación

casi desesperada en el Continente.

Juana de Arco hizo todo cuanto estuvo en su poder para conseguir

que Felipe se presentara en Reims o al menos estuviese dispuesto a una

ulterior mudanza de actitud. No fue mucho, por lo menos dos cartas

extensas. La última la escribió el 17 de julio de 1429, la mañana previa a

la coronación. La misiva delató dos cosas: una, que después de Reims,

Juana pretendía mantener los hilos en sus manos porque también se

sentía responsable de la evolución política de Francia en el futuro. La

otra, que para alcanzar una meta política tendría que olvidar su aversión

hacia los borgoñones, renunciar casi por entero a las amenazas y de ahí

en más hablar con suavidad poco común en ella.

“Noble señor y príncipe poderoso, duque de Borgoña, la doncella os

suplica en nombre del Rey de los Cielos..., que el rey de Francia y vos

selléis una buena paz, firme y duradera. Perdonaos mutuamente de todo

corazón como se espera de todo buen cristiano y si deseáis hacer la

guerra en adelante, uníos y marchad contra los sarracenos... El noble rey

de Francia está dispuesto a cerrar la paz con vos si puede conciliarlo con

su honor; eso depende de vos... Os ruego, os suplico con las manos

juntas, que no libréis batallas y no nos combatáis... Debéis saber que,

por numerosas que sean las tropas con las cuales decidáis hacernos

frente, jamás venceréis y eso sería deplorable por la matanza y la sangre

de los que se opongan a nosotros.”

Esta carta ya no era un recurso de la conducción psicológica de la

guerra, como las primeras que escribió. A pesar de su ingenuidad, ésta

era una carta política. Se olvida fácilmente que, desde un principio,

111

Page 112: Linder Leo - Juana de Arco

Juana de Arco se consideró a sí misma más una política que una

guerrera. Los artistas siempre la han presentado como a una amazona

antes del ataque o después de una batalla, en cualquier caso con espada

y armadura. Naturalmente, era tentador retratar a la labriega como un

caballero, a la mujer provista de los atributos clásicos de la virilidad. Sin

embargo, con el mismo derecho se la hubiera podido mostrar en su

papel de diplomática, por cierto no muy exitosa, pero... Juana de Arco

demostró en todo momento que no era un soldado común, tampoco un

general común, sino alguien que intervenía en asuntos políticos y

perseguía fines políticos con recursos tanto militares como diplomáticos.

Lo que la distinguía de otros políticos era su manera de obrar impulsiva y

recta y su altruismo. De hecho, ella sólo perseguía fines políticos.

La carta precitada al duque de Borgoña es una prueba más de ello.

Fuera de la arbitraria manera de proceder usual, delata un pensamiento

político independiente. Con la coronación en Reims persiguió la intención

política de robustecer la autoridad y capacidad de imponerse del rey. Su

carta a Felipe el Bueno revela que, por encima de todo, aspiraba al

entendimiento entre Francia y Borgoña. Ambas cosas servían al fin

político superior de poner fin a una guerra que ya se prolongaba más de

noventa años.

Sin embargo, Juana sobreestimó sus posibilidades. Los llamados y

las súplicas bien podían rendir fruto con los soldados, con los ciudadanos

y quizá con los teólogos, pero no prosperaron con los políticos. El duque

de Borgoña no se presentó en Reims, si bien envió a la ciudad unos

observadores y de esta manera frustró sus esperanzas de una pronta

finalización de la guerra.

112

Page 113: Linder Leo - Juana de Arco

ACTO VI

¡Por mi bastón,somos suficientes!

113

Page 114: Linder Leo - Juana de Arco

En quién podía confiar aún, realmente? Ni siquiera Alençon le había

revelado que desde hacía diez días había entrado en vigor un armisticio

con Borgoña, lo cual equivalía a un armisticio con Inglaterra. ¿Qué objeto

tenía esa suspensión de las hostilidades? ¿Qué se había ganado con ello?

Desde Reims, habrían llegado a París en cuatro días y al cabo de otros

tres ella habría podido brindar con Guy de Laval por la victoria en

cualquier taberna parisina. ¿Dónde se encontraban a la sazón? ¿En

Jouarre? ¿En Rebais? ¿O en La Ferté? Desde hacía dos semanas

deambulaban de un lugar a otro sin un plan fijo. Durante el día, el

ejército se arrastraba bajo un calor agobiante de un villorrio provinciano

a otro, en la fuente de cada aldea se generaban riñas y, por las noches,

Juana recibía vítores en las villas y sostenía niños pequeños sobre la pila

bautismal.

Ciertamente, el ejército se había raleado, habían tenido que dejar

guarniciones en algunas ciudades, muchos soldados murieron de tifus,

otros de disentería y una buena cantidad desertó. No obstante después

de Reims, cualquier francés hubiera hecho frente a diez ingleses. Con un

ejército de 8.000 hombres también habrían podido vencer en París.

Entretanto, a sus espaldas, sus tropas se habían convertido en un

montón de pendencieros sudorosos y abúlicos, justamente la clase de

guerreros que ella nunca había querido comandar, y lo único razonable

que el rey había logrado hacer desde su coronación había sido librar de

impuestos de ahí en más a su aldea natal de Domrémy, no por propia

iniciativa, sino en virtud de sus ruegos. Su estrategia se resumía a no

acercarse demasiado a París.

Trémoille le hizo saber que la tregua expiraría en cuatro días. ¿Y

luego? Los mediadores borgoñones ya formaban parte del ejército

francés. Tal vez en el ínterin habían pasado a integrar el consejo de

guerra. Ya nada significaba que ella misma estuviera aún a la cabeza del

ejército, constituía una suerte de acostumbramiento. ¿Entonces que

114

Page 115: Linder Leo - Juana de Arco

hacía aún allí? Si no hubiera sido por sus voces que no cesaban de

hablar de París desde el momento en que había salido de la catedral de

Reims para sumergirse en la cegadora luz del sol, no se habría prestado

más tiempo a oficiar de mascarón de proa, mientras a sus espaldas

Trémoille, el rey y los borgoñones hacían sus tejemanejes.

De nada valió que Juana se dejara arrebatar por la ira. De momento,

Alençon no tenía la menor de duda que ella seguiría con el ejército. En

aquellos días todos estaban nerviosos, nadie entendía qué propósito

perseguía el monarca. Desde el día anterior, habían recibido orden de

moverse hacia el sur, sin un motivo verosímil. Tarde o temprano se

encontrarían con el Sena donde no había nada que conquistar, ni

defender. A eso se sumaba el calor, el polvo y la sed. Pero, si alguien no

debía quejarse ésa era Juana. A la sazón triunfaba en todos los frentes

sin derramar una gota de sangre. La noticia de la coronación hizo que la

mayoría de las ciudades todavía borgoñonas entre Reims y París se

sometieran sin vacilar a la soberanía del rey, sin necesidad de recurrir

siquiera a la amenaza de sitio. ¡Y luego ese entusiasmo sin barreras que

la recibía por doquier!

A su paso, bandadas de chicuelos corrían junto a su caballo,

chillando: “¡Angelique!, ¡Angelique!, ¡Angelique!” hasta que los dejaban

atrás afónicos, jadeantes y cubiertos de polvo. Hacía mucho que ella ya

no les prestaba atención. En la entrada a los distintos pueblos la

esperaban coros de niños para cantar a su paso canciones dedicadas a

la doncella, canciones que se habían hecho tan populares en los últimos

meses que durante el día eran oídas en todas las callejuelas y por la

noche en las tabernas. En cualquier lugar elegido para pernoctar, los

mozos de cuadra competían por el privilegio de atender por lo menos

uno de sus doce caballos, a cual más costoso y fino de lo que esa gente

había visto jamás. Poco después se congregaban a su alrededor hombres

y mujeres, le mostraban medallones en los que habían grabado su

nombre y no le daban tregua hasta llevarla a la iglesia para mostrarle su

propia imagen entre las de los santos. El comercio de los artículos

relativos a la doncella Juana no podía ser más floreciente. Los

medallones se convirtieron en mercadería de gran consumo; hasta el

propio Alençon compró uno en Soisson.

Y el “ejército de la doncella” crecía sin cesar. En la plaza de cada

aldea, Juana armaba a temprana hora de la mañana su tienda de

reclutamiento, a la sombra del plátano más frondoso y escogía a los

mejores entre los voluntarios, todos muchachos campesinos que la

115

Page 116: Linder Leo - Juana de Arco

idolatraban y cuyo anhelo más ferviente era luchar por ella. Estos

jóvenes no acataban órdenes como no fueran las suyas. Por momentos,

trató de extirpar las aberraciones más extravagantes de este culto y a

menudo pidió que apartaran su estatua de la hilera de imágenes de

santos; con todo, Alençon no creía que Juana prefiriera estar en su casa

cuidando las ovejas de la familia, en lugar de aceptar esas muestras de

veneración, según había asegurado en la víspera al arzobispo de Reims.

El 8 de agosto el ejército francés estaba a punto de alcanzar el Sena

y nadie dudaba ya de que el rey se sentía atraído definitivamente por

sus castillos, cuando los espías de La Hire informaron que el duque de

Bedford los esperaba con poderosas fuerzas junto al puente de Bray. No

había otro en varios kilómetros a la redonda. Los franceses dieron media

vuelta y por el mismo camino llegaron a Senlis, al norte de París, pero

esta vez con las tropas de Bedford en los talones. Juana y La Hire se

frotaron las manos: la batalla definitoria parecía ineludible.

Dos días más tarde, un mensajero ingles entregó a Carlos una carta

del duque de Bedford. El rey la abrió, observó el lugar de emisión y,

medio desfalleciente, la dejó caer: venía de Montereau. Ante sus ojos

volvió a aparecer la macabra escena que desde hacía una década

trataba de borrar de su recuerdo: el Sena, el puente de Montereau, la

sangre que le salpicaba el rostro y luego el cráneo destrozado del duque

de Borgoña en las piedras de la calzada. Él no había sido el causante del

golpe, pero desde aquel día lo torturaron imágenes terroríficas y cargos

de conciencia sólo al oír la mención del nombre Montereau.

Desencajado, encomendó a Trémoille la lectura de la carta.

“Carlos de Valois, que Os nombráis sin fundamento rey, Os

informamos que atentáis contra la Corona de mi Señor, el rey natural y

legítimo de Inglaterra y Francia al decir a la plebe que les traéis paz y

seguridad. De este modo, seducís y pretendéis engañar al pueblo

ignorante y lo lográis...”

—¡Seguid!

“... y lo lográis sólo con la ayuda de personas supersticiosas y

depravadas como esa mujerzuela licenciosa y de mala reputación que

anda por ahí vestida de varón y se comporta con impudicia...”

Era suficiente. Él habría preferido terminar con esa endemoniada

guerra mediante negociaciones desde una distancia segura, pero ahora

estaba resuelto a librar la batalla decisiva.

El 16 de agosto, el sol se asomó como una bola de fuego que pronto

se convirtió en un disco candente. Hasta donde alcanzaba la mirada no

116

Page 117: Linder Leo - Juana de Arco

se veía más que campos secos y rastrojos quemados. Los franceses se

reunieron de su lado para oír misa y confesarse, mientras los ingleses, a

una distancia de un cañonazo de allí, clavaban en el suelo duro como

hueso, hileras de estacas aguzadas, protegían este vallado con zarzas

espinosas y se atrincheraban dentro de un fuerte construido con las

carretas de aprovisionamiento. Concluidas sus oraciones, los franceses

montaron a caballo y se dividieron en dos cuerpos, el ejército principal al

mando de Alençon y la vanguardia comandada por La Hire, Dunois y

Juana. Trémoille y el conde de Vendôme comandaban la guardia del rey.

En las posiciones enemigas ondeaban dos banderas: la inglesa y la

francesa.

Envuelto en una nube de polvo, La Hire regresó de una cabalgata

de exploración. En número de efectivos, el enemigo era inferior, pero sus

posiciones estaban tan fortificadas que hacían imposible un ataque

frontal. El consejo de guerra decidió entonces atraer a los ingleses a una

batalla campal mediante pequeños y certeros ataques. Juana tomó su

nuevo estandarte y galopó frente a las posiciones enemigas. Por un

momento, la polvareda que levantó ocultó a los franceses. Su aparición

fue la señal para una serie de breves y fuertes cargas de la caballería

que no condujeron a nada porque los ingleses siempre se ponían a

cubierto. Una densa niebla amarilla envolvió a los combatientes y por

momentos fue casi imposible distinguir al amigo del enemigo, porque

todos se veían teñidos del mismo color. Dos cañones franceses que

destrozaron algunos carros de aprovisionamiento cayeron en poder de la

caballería borgoñona durante una salida de los ingleses. Consultada

acerca de su opinión, Juana proporcionó informes contradictorios y todo

el mundo advirtió que ella estaba tan nerviosa y desorientada como los

demás. De pronto, Trémoille se lanzó a la carrera, resbaló con su caballo

al realizar una peligrosa maniobra de giro justamente frente a las

posiciones enemigas y se revolvió jadeante entre el polvo que, de alguna

manera, le salvó la vida. Ese día habían sido ejecutados valiosos

prisioneros, pero antes de que los ingleses hubieran podido percatarse

del accidente, los soldados de la guardia real rodearon a Trémoille y

bregaron duro para sentar de nuevo en su cabalgadura el voluminoso

cuerpo del favorito del rey.

Al caer la tarde, el ejército francés desistió del intento de atraer al

adversario a una batalla campal. Al parecer, éste no buscaba una

definición, sino sólo mantenerlos alejados de París.

La retirada de Bedford al día siguiente y, como consecuencia, la

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Page 118: Linder Leo - Juana de Arco

suspensión de las hostilidades, hizo que los concejales de la gran ciudad

de Compiègne, situada al norte de París, juzgaran aconsejable someterse

al rey de Francia. Tres días después de entrar en ella con su ejército, el

rey recibió de nuevo a los mediadores borgoñones y, a la semana,

Trémoille anunció una tregua de cuatro meses, de la cual había quedado

expresamente excluida París, y la pignoración de las ciudades más

importantes al norte del Sena a los borgoñones.

De este modo, el duque de Borgoña volvió a quedar dueño de la

situación, se desbarató en gran parte el triunfo de Reims y se destruyó la

credibilidad del rey como también la de la doncella.

Juana no estaba acostumbrada al fracaso, algo que tenía en común

con su adversario, pero a diferencia de Talbot, por ejemplo, era joven,

impetuosa y se sentía responsable por el rey y el reino. Esa noche,

cuando se reunió con Alençon, ya había resuelto tomar en sus propias

manos el destino de Francia.

—Mi querido duque, di a tus hombres y a los demás comandantes

que partiremos mañana. ¡Por mi bastón, quiero ver París desde más

cerca!

Alençon se encargó de transmitir a Carlos la decisión de Juana y el

monarca reaccionó con monosílabos, les deseó una bella victoria y

autorizó su partida. Juana y Alençon se adelantaron con sus tropas

rumbo a Senlis, donde ambos pernoctaron en el palacio episcopal. Como

uno de sus caballos cojeaba desde el día anterior, Juana bajó a la

mañana siguiente al establo del obispo, escogió el mejor caballo y

ordenó a Pasquerel extender un recibo. Cuando los mozos de cuadra se

interpusieron, Juana los amenazó con su espada de cruzado pero, al

escuchar las voces, el obispo corrió en paños menores hacia el patio

donde entretanto se había desplazado la pelea. Los guardias de Juana la

rodeaban sin tomar ostensiblemente parte en el asunto. El obispo exigió

la devolución del caballo, pero la doncella le gritó por encima del hombro

que pagaría por él una suma justa y, sin saludar, abandonó el establo a

trote ligero. Sin embargo, a medio camino de St. Denis comprobó que el

animal no satisfacía sus exigencias. Su vigor y su aptitud para andar por

cualquier terreno dejaban mucho que desear. ¿Qué clase de caballos

tenía el obispo?, llamó entonces a un paje y le encargó llevarlo de vuelta

a Senlis.

St. Denis no era sino una ciudad fantasma. Siguieron cabalgando

hasta La Chapelle, una aldea situada frente a las puertas de París y allí

levantaron su campamento. Antes de que llegara el ejército del rey y los

118

Page 119: Linder Leo - Juana de Arco

demás comandantes, Juana quiso echar una mirada a la ciudad y sus

obras de fortificación. Alençon la acompañó en su ascensión por

angostas escaleras hasta la buhardilla de uno de los molinos de viento

plantados en la colina más elevada. A sus pies se extendía París, tan

cerca que parecía poder ser tocada con la mano.

Ella nunca había visto nada igual, tampoco había en parte alguna

algo similar para ver. Si bien Alençon nunca aprendió a escribir, sabía

leer y por eso tenía noticias de que París con su población de 100.000

almas era la ciudad más grande de la cristiandad. Le seguía Venecia. Las

sombras de las nubes fugitivas se deslizaban sobre un mar de tejados,

chimeneas, torres y campanarios de cambiantes grises que se extendía

hasta el horizonte. La adusta mole angulosa de Nôtre Dame con sus

torres truncadas, más tosca y maciza que la catedral de Reims y, de

alguna manera amenazante con el hueco ojo de cíclope de su rosetón,

descollaba por encima de cuanto la rodeaba. Esa monstruosa urbe se

atrincheraba detrás de un doble foso que la circunvalaba y una muralla

casi interminable, cuya altura era menos imponente que la

inexpugnabilidad de sus puertas y torres fortificadas.

Las secciones restantes del ejército llegaron a La Chapelle al día

siguiente, el 26 de agosto. Según algunos, el rey, Trémoille y el

arzobispo de Reims se habían quedado en Senlis, según otros en

Compiègne; de cualquier modo, a prudente distancia. Juana se alegró de

contar entre sus comandantes a Guy de Laval, jefe de su propio

contingente. Y rió cuando el joven hizo ademán de brindar. No, no lo

había olvidado.

Los hombres de La Hire expulsaron a los ingleses de sus bastiones

frente a la ciudad, derribaron algunos baluartes pequeños y los días

subsiguientes transcurrieron en la espera de la orden de ataque que

sería dada por el rey.

La doncella ardía en cólera. ¿Por qué no enfrentar al monarca con

los hechos consumados? El conde de Clermont lo consideró alta traición.

Gilles de Rais, promovido a mariscal de Francia a partir de los sucesos de

Reims, hizo hincapié en una circunstancia por todos conocida: en los

últimos días los parisinos no habían dejado de transportar cañones,

colocar barriles llenos de piedras detrás de las almenas del muro de la

ciudad y realizar maniobras defensivas. Aun ahí fuera, se oía por la

noche el repiqueteo de los martillos de los picapedreros que tallaban al

unísono las balas de cañón. Juana y Alençon tuvieron por misión cabalgar

a Senlis para entrevistar al rey. Lo encontraron en esa ciudad; los recibió

119

Page 120: Linder Leo - Juana de Arco

después de la cena. Hubo una violenta discusión, pero Juana se mantuvo

al margen. Si el monarca la desautorizaba, arruinaría su propio prestigio,

pues ambos seguían aún en la misma barca. Si no daba en ese preciso

instante la orden de ataque, ella se lanzaría por la mañana a la ofensiva

prescindiendo de dicha orden. Trémoille intentó apaciguar a Alençon,

pero el duque, sin dejar de echar pestes, insinuó si acaso no habría

recibido también dinero de los parisinos. La doncella intervino. Tenía

absoluta certeza de que París se entregaría y el rey entraría en ella a

más tardar al cabo de tres días. Carlos guardó silencio. Esa misma noche

regresaron a su campamento. Alençon no podía articular palabra debido

a su tremenda ira.

El 7 de septiembre, el rey se dignó a trasladarse a St. Denis con sus

consejeros y en la mañana del siguiente día dio la orden de ataque.

Juana había pasado la noche en vela entregada a sus oraciones.

Incluidas las huestes de la doncella, el ejército francés sumaba

10.000 hombres. Gilles comandaba las fuerzas principales, en tanto la

vanguardia estaba bajo el mando de Juana, Alençon y La Hire. Agresores

y defensores por igual contaban con buena artillería. A poco se desató

en toda la extensión de la muralla de la ciudad entre las puertas de St.

Honoré y St. Denis un infierno de cañonazos, relampagueo de llamas,

lluvia de chispas y negra humareda. Nubes oscuras de saetas disparadas

por las ballestas silbaban en ambas direcciones. Los cañones de los

defensores no tenían largo alcance, lo cual permitía presumir que en

París escaseaba la pólvora. Los hombres de La Hire se apoderaron del

bastión de la puerta de St. Honoré, en tanto Juana coordinó la tarea de

llenar los fosos de agua con grandes haces de ramas secas. ¡Qué tarea

tan lenta! Uno tras otro, los haces se sumergían sin dejar rastro.

Evidentemente, el foso tenía mayor profundidad que lo habitual. Bajó en

persona al primer foso seco, trepó luego por el terraplén del segundo

foso y sondeó el fondo con su lanza. Ya no faltaba mucho. Poco después

pudo dar la orden de ataque desde el borde del foso. La artillería apuntó

hacia las almenas, se levantaron las escaleras de asalto y los primeros

hombres lograron poner pie sobre la muralla. En la ciudad cundió el

pánico a juzgar por los gritos histéricos que se escuchaban entre disparo

y disparo. Juana gritó con todas sus fuerzas:

—¡Entregaos al rey de Francia o invadiremos la ciudad y os

mataremos sin piedad!

Un ballestero apostado sobre la muralla tomó puntería y disparó. La

saeta atravesó su canillera y se clavó en el muslo. Juana se arrastró

120

Page 121: Linder Leo - Juana de Arco

hasta el fondo del primer foso seco, se parapetó detrás del cadáver de

un asno, arrancó la saeta de la herida y a voz en cuello siguió dando

órdenes a los asaltantes encaramados en las escaleras. Advirtió, de

pronto, que su portaestandarte se desplomaba al suelo, alcanzado por

un proyectil en medio de la frente, pero no dejó que el accidente la

distrajera y continuó dando órdenes. Al cabo de un cuarto de hora, Gilles

bajó al foso para rescatarla y la encontró detrás del asno muerto, llena

de barro, gritando sin cesar; a pesar de su enérgica resistencia, logró

llevarla hasta su caballo. Los primeros comandantes retiraron sus tropas.

El ataque se suspendió a la hora del crepúsculo. En la deliberación

que siguió en el cuartel principal, el rey elogió con grandilocuencia la

valentía de la doncella, luego justipreció las pérdidas en base a las cifras

proporcionadas por sus comandantes: setecientos muertos y un número

muy superior de heridos, y por último, anunció el fin del sitio de París en

vista de la herida sufrida por la joven guerrera.

* * *

Era temprano todavía, pero el campamento ya había sido levantado

en gran parte. Juana trató de abrirse paso entre montones de tiendas

plegadas, bestias de carga en paciente espera, leños carbonizados,

escaleras de asalto partidas y pirámides de morriones abollados. Los

hombres proferían indecencias, pero se contenían al verla pasar, si bien

ella sabía por Alençon lo que ellos decían. La doncella los había

engañado cuando en la víspera les prometió que la siguiente noche

dormirían en París. Al descubrir a Guy de Laval fue a su encuentro, pero

el joven desvió la mirada. Sólo le quedaba un último refugio: La Hire.

Camino a su tienda, ahuyentó a las prostitutas, aun cuando se le

antojó absurdo cuidar la disciplina de un ejército que ya no combatiría

nunca más. Sin embargo, la vista de esas descarriadas le provocó tanto

furor que desenvainó su espalda y descargó un golpe de plano en la

espalda de una de las furcias. La mitad de la hoja vibró centelleante en

el aire para caer luego al suelo. La espada de las cinco cruces, la espada

rescatada en Ste. Catherine-de-Fierbois se había roto a la vista de todos

los circunstantes. Juana hundió el muñón en la vaina.

Entonces vio a La Hire que cojeaba echando venablos cerca de un

cañón. Se apeó del caballo y cojeó hacia él debido a su herida y cuando

ambos se miraron no pudieron contener la risa.

—Nosotros estamos hechos para la acción en el campo de batalla y

121

Page 122: Linder Leo - Juana de Arco

nos gustan las cosas claras —dijo La Hire—, pero el rey ignora qué es un

campo de batalla y se rodea de gente que nada aborrece más que las

cosas claras. Tú estuviste a punto de aclarar las cosas. Juntos podríamos

lograrlo aún, si tú fueras el rey y yo la doncella.

La estrechó entre sus brazos y ella no recordó más tarde si en ese

instante aquel recio varón rió o lloró.

La noche anterior a la partida definitiva, Juana se dirigió a la iglesia

de St. Denis, donde dormían su sueño eterno los reyes de Francia, para

ofrendar una armadura completa y la espada que había quitado a un

prisionero frente a París, en acción de gracias por la curación de la

herida recibida en combate, según la costumbre vigente entre caballeros

y nobles.

El 13 de septiembre, a cuatro meses y medio de su llegada a

Orleans, se unió a regañadientes a un ejército que antes de su arribo a

Gien ya estaba destinado a disolverse y cuyos restos fueron dados de

baja oficialmente a los catorce días de su arribo. Tras la derrota y el caos

le aguardaba, de ahí en más, la experiencia de la soledad. La Hire se

despidió para volver a librar combates por cuenta propia y su bello

duque, Jean Alençon, para regresar junto a su esposa sano y salvo como

ella le había prometido. En los corredores y los salones del castillo de

Gien sólo encontraba ocasionalmente algún rostro conocido: el rey, el

arzobispo de Reims, Trémoille y Gilles de Rais. Al menos, éste se había

quedado.

A Juana le resultaba insoportable el altanero aire paternal que

Trémoille adoptaba con ella en público. Cuando exigía nuevas tropas

ante el Consejo de la Corona, trataba de apaciguarla y persuadirla como

si ella fuera una impertinente doncella noble.

La única ventaja de aquellas absurdas negociaciones era el

frecuente aislamiento de este caballero durante horas con los

mediadores borgoñones. En una ocasión, Trémoille perdió la compostura

al recibir una carta de Alençon en la cual decía que ya era tiempo de

emprender su plan de conquistar Normandía para cortar a los ingleses el

camino a la costa. Si Juana era de la partida, Normandía ya podía

considerarse liberada. Trémoille dejó trasuntar cuánto le espantaba esa

idea. El arzobispo de Reims también optó por la negativa: el lugar de la

doncella estaba junto al rey, y Alençon habría de procurar que los

soldados hablasen de sus aptitudes militares, como lo hacían en el

presente de las de Juana, en toda oportunidad que se les ofrecía. Y

Carlos era de la misma opinión, por el solo hecho de que Trémoille era el

122

Page 123: Linder Leo - Juana de Arco

único que hubiera podido financiar semejante campaña.

¿Qué alternativa le quedaba? En lo tocante a la indecisión del rey,

rayana en la apatía, la santa unción no había procurado remedio, pero ya

coronado y ungido, sólo contaba su voluntad. De hecho, utilizaba su

libertad de acción recién adquirida, pero su política para negociar

parecía insensata, por no decir fatal. ¡No se debía dejar cobrar aliento a

los ingleses y borgoñones!

Últimamente, el rey había vuelto a mostrarse cordial con ella, pero

en las cuestiones conflictivas se decidía a favor de Trémoille. Si la

política de la corte consistía en reducirla a la inacción para no

obstaculizar las tratativas con Borgoña, bien podía regresar a su casa.

Domrémy se convertiría al punto en un lugar de peregrinación. El

pueblo la seguía venerando como santa y, cosa sorprendente, el

descalabro de París no había alterado ni un ápice esa situación.

Entonces, sus padres podrían explotar una posada de ciertas

proporciones y, a cambio de cobrar una entrada, mostrar a su hija,

trocada en una estatua viviente, como aparecía a veces en las fiestas de

la corte: con su armadura completa, el estandarte en una mano y en la

otra la espada. Quizá se pasara el día entero tocando objetos que le

alargaran sus vocingleros adoradores. Los ingleses la habían convertido

en bruja y los franceses en santa. Para una mujer que escapaba del

marco de lo común parecía no haber distancia entre uno y otro extremo.

Peor que la idea de ser una santa de por vida, se le antojaba la

alternativa sugerida por el arzobispo de Reims de quedarse en

campesina hasta el último de sus días. En ocasiones, representaba para

el dignatario eclesiástico el papel de la zagala del vestido rojo, porque

desde su aparición en Reims éste se creía en el deber de criticarla por su

“irreverente soberbia”, cuando en realidad ella sólo quería una cosa:

continuar su tarea. Y como de momento no había para ella labor alguna,

debía buscarse una ocupación.

Así fue que pidió a Gilles que le enseñara a escribir, algo que resultó

ser más difícil de lo pensado y Juana se vio venir la siguiente derrota.

Gilles tampoco disimuló su desesperación.

—¡Ay, Juana, mi querida Juana! Tal vez tu mano tiemble menos si

escribes con la espada en la arena de la liza más cercana.

Y un buen día, el caballero le confesó que ya no soportaba la

atmósfera de lazareto de la corte y se marcharía a sus castillos en el

curso inferior del Loira, para dedicarse por entero a la música, las artes y

las ciencias en compañía de buenos amigos. La recibiría allí con agrado,

123

Page 124: Linder Leo - Juana de Arco

si decidía visitarlo alguna vez.

Cuando la corte —sin Gilles— se trasladó a Bourges, al menos ella

ya había aprendido a garrapatear su nombre.

A finales de octubre, Trémoille encontró una tarea para ella. ¿Se

animaría a competir con Perrinet Gressard? Era uno de los caballeros

bandoleros y caudillo de mercenarios de peor fama en toda Francia. Su

baluarte era la ciudad La Charité, muy fortificada, en el curso superior

del Loira. Desde allí, impedía la navegación por el río y sembraba el

terror entre los pobladores, ora por encargo de los ingleses, ora al

servicio de los borgoñones. Juana imaginó las razones de Trémoille para

lanzarla en persecución de Gressard. Hacía cuatro años lo había

asaltado, tomado prisionero y exigido la suma exorbitante de 20.000

escudos para dejarlo en libertad. Ahora, le encomendaba a ella pillar el

tesoro de La Charité, pero al fin y al cabo una campaña contra Gressard

era mejor que nada.

Poco antes de Navidad, entró en Jargeau, vencida como nunca. Los

dos últimos meses habían afianzado su fama de fracasada. Sin dinero,

con demasiada escasez de pertrechos y una fuerza demasiado pequeña

de mercenarios extranjeros, había resistido cinco semanas bajo la lluvia

y el frío frente a La Charité. En alguna ocasión mandó bombardear la

ciudad, luego interrumpió un ataque desesperado al cabo de dos días de

combate y por último, cuando tuvo que admitir el fracaso del sitio, se vio

obligada a abandonar casi todos sus cañones en el barro de las praderas

ribereñas. No tenía nada que reprocharse, pues nadie que hubiese sido

dejado a su suerte por el rey, como le había sucedido a Juana, habría

podido intentar algo contra Gressard. En adelante, no volvería a

124

Page 125: Linder Leo - Juana de Arco

emprender otro trabajo sucio para Trémoille.

Esa desdichada expedición a La Charité tuvo al menos un lado

bueno: liberarla temporariamente del hermano Richard. Pero allí, en el

cálido albergue de Jargeau, volvió a echársele al cuello. Quería hacerle

saber su última idea: ¿por qué no recomendaba al tesorero del rey a su

favorita de turno, Catherine de la Rochelle, una clarividente que tenía

visiones referidas a las finanzas? Juana la interrogó y se enteró de ese

modo que noche a noche Catherine recibía la visita de una dama pálida

envuelta en su capa dorada, que decía saber de tesoros aprovechables

para consolidar el presupuesto real.

—Bueno —resolvió Juana—, esta noche veremos juntas a esa dama.

Recostada en la cama junto a Catherine, se esforzó por mantener

bien abiertos los ojos. La oscuridad era muy densa y le costaba

permanecer despierta, hasta que el sueño la venció un momento sin

haber visto a la dama. Por la mañana Catherine le dijo que se había

presentado a poco de quedarse ella dormida. Juana durmió la siesta, se

hizo despertar al atardecer y por la noche se acostó nuevamente junto a

Catherine, con la mirada fija en la oscuridad. Estuvo en vela toda la

noche, pero nada sucedió. La dama no apareció. Cuando alboreaba, se

vistió y al despedirse aconsejó a Catherine que volviera dócilmente junto

a su marido para atender a sus quehaceres domésticos y ser una buena

madre para sus hijos. Luego dictó a Pasquerel un informe por el cual

desaconsejaba al rey emplear a Catherine de la Rochelle, pues era una

demente y sus visiones pura invención.

Al menos, todavía se requerían los servicios de Juana como vidente

mayor de la corte. Y precisamente eran estos servicios los que la corte

quería asegurarse en el futuro mediante un acto gratuito decidido de

acuerdo. Cuando ella cumplió dieciocho años, en diciembre de 1429, el

rey la elevó a la nobleza. En el castillo de Meung se convocó con ese

propósito a un breve acto solemne.

—“Nos queremos testimoniar Nuestra gratitud... —Trémoille,

encargado de leer el título de hidalguía en presencia del soberano, volvió

hacia Juana su rostro mofletudo y le sonrió con dulzura—, ... Nuestra

gratitud por los numerosos y grandes beneficios del poder divino que

Nos fueron dispensados a través de Nuestra cara y muy amada doncella

Juana de Domrémy y que por la acción de la gracia divina se

multiplicarán, ésta es Nuestra esperanza, razón por la cual consideramos

conveniente y justo elevarla junto con su familia a la dignidad de nuestra

real majestad. Además, esto acontece en vista de los voluntarios y útiles

125

Page 126: Linder Leo - Juana de Arco

servicios, dignos de todo elogio, que la dicha Juana ha prestado a

Nosotros y al reino en muchas ocasiones...”

Juana escuchaba impasible, como un rumor ininteligible lo que decía

la voz atiplada y ronca de Trémoille. En Tours, ya había experimentado

el gozo de recibir privilegios nobiliarios cuando el rey le proporcionó

armadura y personal de servicio. Desde aquel día había vivido como

noble entre los nobles y, en verdad, ese papel no le hacía falta. ¡Pero

papá Jacques convertido en noble! ¡Mamá Isabelle, una noble! ¡Rústicos

campesinos elevados de pronto a la condición de un señor de

Baudricourt! ¡A su propia condición! Mejor así.

“... Hoy y en los días por venir se les apartará de todo perjuicio o

impedimento. Expedido en Meung, el mes de diciembre del año del

Señor 1429, el octavo año de Nuestro reinado.”

Trémoille le estrechó la mano y en los meses subsiguientes ya no

desempeñó papel alguno. No dejarían marcharse a una leyenda viviente,

pero tampoco querían correr el riesgo de que recibiera más arañazos. El

momento culminante del mes de enero fue para ella una invitación a un

banquete en Orleans, organizado en su honor; el momento culminante

del mes de febrero fue el traslado de la corte al imponente castillo de

Trémoille en Sully, cuyas macizas torres circulares se le antojaron

remedos arquitectónicos de las redondeces del cuerpo de su dueño.

Marzo trajo puntos culminantes de otra naturaleza. En París se descubrió

una conspiración de comerciantes, artesanos y religiosos leales a

Francia, gracias a la confesión de uno de los conspiradores sometidos a

tortura. Se arrestaron centenas de personas en Normandía y Felipe el

Bueno reunió un gran ejército. Sin embargo, el rey seguía creyendo en la

conferencia de paz, prometida vagamente para comienzos de abril en

Arras. Entretanto, aquellas ciudades que en el verano se habían

sometido a la soberanía del rey hicieron llegar a Juana sus clamores en

demanda de auxilio, pero las cartas que ella les mandó no dejaban lugar

a dudas de que su autora era tan impotente como los destinatarios. El

rey persistía en su apática inactividad. ¡Tantos triunfos, tantas victorias y

maravillas en vano!

A finales de marzo organizó con la ayuda de D’Aulon un pequeño

ejército de mercenarios italianos, comunicó a Carlos su partida con

palabras secas y se marchó de Sully a la cabeza de su ejército privado

de doscientos hombres.

Se dirigió al norte, hacia aquellas ciudades situadas entre Reims y

París que tarde o temprano atacarían el duque de Borgoña, porque le

126

Page 127: Linder Leo - Juana de Arco

cerraban el paso a París. Sabía que no podría hacer nada con su ejército

en miniatura, pero alguien debía emprender algo. El rey había

traicionado a gente que había confiado más en Juana que en él y tenía

que demostrar a esa gente que ella no era la traidora, aun a riesgo de

romper el encantamiento de su santidad o de su calidad de prodigio. A lo

sumo, sus adeptos más fanáticos podían creer que la doncella

contendría con sus doscientos italianos a las huestes angloborgoñonas.

No obstante, todos debían saber, incluidos sus enemigos, que la doncella

no formaba parte de esos que veían a la plebe como vacas lecheras o

reses de matanza, cuyo valor de mercado subía o caía según la

importancia estratégica de un lugar.

De todos modos, con sus doscientos hombres y la ayuda de la

guarnición de Lagny logró derrotar en una sangrienta refriega a los

trescientos hombres de la banda de asesinos y saqueadores de Franquet

d’Arras y tomar prisionero a su caudillo, una especie de pirata en tierra

de la ralea de Gressard, un capitán de mercenarios que actuaba por su

cuenta. Simpatizaba con Borgoña y de seguro los parisinos lo cambiarían

por el dueño de la “Posada del oso”, uno de los promotores de la

fracasada conjuración de marzo. Cuando Juana se enteró de que ya lo

habían ejecutado, despachó a Franquet a Senlis, donde fue decapitado

después de un proceso de quince días.

Ella conservó su espada porque calzaba a la perfección en la vaina

de cuero que antes había protegido su espada de cruzado. Era fácil de

empuñar, cortaba como una navaja y era ideal para descargar golpes

demoledores y seguros.

En Lagny, una mujer se arrojó ante su caballo para rogarle por su

recién nacida que desde hacía tres días no daba señales de vida. Se la

presentaron en la iglesia, frente al altar; estaba tan morada como su

cota de malla. Juana se arrodilló y rezó. No llevaba largo rato orando,

cuando la criatura empezó a tomar de pronto coloración humana y

bostezó tres veces. El cura tuvo muy poco tiempo para bautizarla antes

de que muriera.

En abril fue con sus soldados, de ciudad en ciudad, prometiendo a

sus alarmados habitantes que el rey no los abandonaría a su suerte, si

bien sabía que eso no era cierto o al menos muy improbable. El 22,

domingo de Pascua, muy temprano por la mañana, mientras

inspeccionaba la muralla de Melun, sus santas volvieron a presentarse.

La luz resplandeció al final de una trinchera cubierta y Juana se asustó

como en ocasión de su primera visión. Cayó de rodillas y vio emerger del

127

Page 128: Linder Leo - Juana de Arco

cono de luz a santa Catalina y a santa Margarita.

—Juana —le anunció la primera, irás a prisión. ¡No te asustes!

Acepta con buena voluntad todo lo que habrás de sufrir. Dios estará a tu

lado.

—¿Cuándo ocurrirá eso, dime?

—En junio, antes del día de San Juan.

—¿Qué día exactamente? ¿Dónde?

—No podemos decírtelo, pero quédate tranquila porque Dios te

ayudará.

—¡Dios mío, si me toman prisionera te suplico la gracia de una

muerte inmediata para escapar al tormento de un largo cautiverio!

—Acepta obediente todo lo que venga. Dios tiene las mejores

intenciones para contigo.

El 24 de abril, Juana se enteró en Senlis del desembarco del rey de

Inglaterra en Calais con 2.000 soldados.

El 8 de mayo, primer aniversario de la liberación de Orleans, el

gobernador civil de Compiègne, Guillaume de Flavy, le leyó en voz alta

una circular de Carlos VII en la cual se quejaba en tono plañidero del

duque de Borgoña que lo había hecho pasar por loco durante largos

meses.

El 14 de mayo, cenó en compañía del arzobispo de Reims, quien

había dirigido las negociaciones con los borgoñones, del conde de

Vendôme y de Guillaume de Flavy en Compiègne. Los dos enviados de la

corte francesa habían llegado con un ejército de unos 1.500 hombres al

mando del amigo de La Hire, Poton de Xaintrailles.

El 15 de mayo, las tropas de Juana y de Xaintrailles se trabaron sin

resultados palpables en un combate con una vanguardia de los

borgoñones en la orilla opuesta del Oise que fluía a corta distancia de los

muros de Compiègne.

El 16 de mayo el duque de Borgoña se apoderó de la ciudad de

Choisy.

El 19 de mayo, cerca de Soisson, las fuerzas del rey volvieron a

separarse del diminuto ejército de la doncella, pero Xaintrailles se quedó

con ella. Apenas habían vuelto la espalda a Soisson, su gobernador civil

vendió la ciudad a los borgoñones y Juana hirvió de rabia al llegar

semejante noticia a su conocimiento.

—¡Si pesco a ese bribón, lo descuartizaré con mis propias manos!

El 20 de mayo, el duque de Borgoña estableció su cuartel general a

diez kilómetros al norte de Compiègne y distribuyó sus tropas, un total

128

Page 129: Linder Leo - Juana de Arco

de 6.000 hombres, en varios sitios de la margen norte del Oise, frente a

la ciudad.

El 21 de mayo, Juana aguardó en vano en Crèpy-en-Valois, los

refuerzos prometidos.

En la alborada del 23 de mayo regresó a Compiègne con sus

italianos por senderos secretos. Previamente, había tenido una discusión

con sus subjefes para quienes el retorno a la ciudad ocupada era

demasiado arriesgado, pero Juana había respondido:

—¡Por mi bastón, somos suficientes!

Por la tarde, alrededor de las cuatro, junto con Xaintrailles, D’Aulon

y una tropa mixta de caballeros y mercenarios, unos quinientos hombres

en total, realizó una salida, corrió al asalto por el puente de piedra y el

puente levadizo que había en el otro extremo, atravesó la puerta de la

cabecera del puente en la otra orilla y se lanzó sobre el campamento

más cercano de los borgoñones. Cabalgaba un fogoso tordillo, porque los

prados ribereños del Oise estaban húmedos y no eran terreno apropiado

para el pesado corcel negro que acostumbraba montar. Cuando picó las

espuelas, desplegó su estandarte blanco y la capa escarlata con hilos de

oro que llevaba sobre su armadura tremoló al viento; jamás luchaba de

incógnito.

Los borgoñones la vieron venir cuando ya era casi demasiado tarde.

Juana desenvainó su nueva espada, la del decapitado Franquet y cargó.

Era una espada magnífica: atravesaba casi sin dificultad y sin esfuerzo

yelmos y huesos. Parecía ávida de sangre por haber permanecido

demasiado tiempo en su vaina. Los soldados enemigos caían o se daban

a la fuga, pero cada vez aparecían más; de pronto, surgieron de todos

lados. En dos oportunidades la obligaron a retroceder casi hasta el

puente y en ambas ocasiones obligó a los atacantes a replegarse hasta

sus cuarteles. Entonces, entraron en acción los ingleses profiriendo

maldiciones y le cortaron el camino al puente.

La mayoría de los franceses huyeron en desbandada hacia la ciudad

en busca de refugio. Juana cubrió su retirada junto con Xaintrailles, el

valiente D’Aulon y su hermano Pierre, pero en un momento dado el

enemigo los separó en los prados ribereños. D’Aulon saltó de su caballo

y sin dejar de repartir estocadas a su alrededor, intentó tirar con la mano

libre de las riendas para subirlo al puente.

En ese preciso instante, en la cabecera del mismo fue alzado el

puente levadizo y en el otro extremo cayó el rastrillo que protegía la

puerta de la ciudad. El reducido grupo de una docena escasa de

129

Page 130: Linder Leo - Juana de Arco

hombres quedó rodeado inmediatamente. Dominaron a Xaintrailles y

derribaron a D’Aulon. Juana hizo girar su caballo para prestarles ayuda.

Lo vio por el rabillo del ojo. Lo vio venir desde atrás y se preparó

para asestar el golpe, pero en ese mismo momento perdió el equilibrio y

cayó al suelo de espaldas. Él alcanzó a tomar su capa y se colgó de ella

con todo su peso. Juana no podía ponerse en pie, ni siquiera sentarse.

Alguien le levantó la visera para dejar su rostro al descubierto. Cabezas

salpicadas de barro, sangrantes y sudorosas, caras de ojos saltones,

distorsionadas por risas de incontenible gozo le taparon la visión del

claro cielo crepuscular. Por su contento, parecían haber capturado de

golpe a medio millar de caballeros o al mismísimo rey. Juana se rindió,

había hecho todo lo humanamente posible.

130

Page 131: Linder Leo - Juana de Arco

Intermedio

Entre bastidores

Fue mucho lo que se tramó entre bastidores en los meses previos a

su captura. Fue ése un período de infatigable actividad diplomática, en

cuyo centro gravitaba un hombre: Felipe el Bueno, duque de Borgoña.

Desde la fracasada conquista de París, en la corte de Carlos VII

volvieron a tener voz los representantes del llamado partido por la paz,

aquéllos a quienes en el verano de 1429 Juana de Arco había

desbaratado sus planes, en particular Trémoille y Regnault de Chartres,

el arzobispo de Reims. Ambos habían realizado sus primeros contactos

con el duque de Borgoña antes de la partida del ejército hacia Reims. La

meta de su política era inclinar a Felipe por la neutralidad si es que no

podían decidirlo a romper abiertamente con Inglaterra, y Carlos VII

estaba más que dispuesto a hacer amplias concesiones con el fin de

alcanzarla, a saber, renunciar a toda medida militar, entregar rehenes,

aceptar el pago de multas y dejar en prenda a los borgoñones ciudades

que acababan de ponerse de su lado. Pero lo más importante era que

Felipe el Bueno quedara convencido de su buena disposición para expiar

el crimen de Montereau. El duque de Borgoña aceptó todo lo que le

ofrecieron y, como contrapartida, solo propuso la prórroga del armisticio

y su participación en una conferencia de paz que se celebraría en el

curso del año 1430, tal vez en abril o junio, en la ciudad de Arras. Dicho

de otra manera: Carlos apostó en la jugada todo lo ganado con la ayuda

de Juana de Arco, sin recibir promesas concretas y sólo con miras a

mover a los borgoñones hacia la indulgencia. Semejante política mereció

la resistencia de sus propios súbditos. Los ciudadanos de Compiègne se

rebelaron contra la entrega convenida de su ciudad a los borgoñones y

declararon al conde de Clermont que preferían morir junto con sus

mujeres y niños antes que verse librados a la clemencia del duque de

Borgoña. Carlos tuvo que confesar a los mediadores de Felipe que él ni

siquiera estaba en situación de hacerse obedecer por sus súbditos, y a

131

Page 132: Linder Leo - Juana de Arco

los ojos del duque él ya no era sólo el asesino de su padre sino también

un idiota.

Felipe disfrutó la situación. Los franceses lo necesitaban y

coqueteaban con él para lograr su favor, y los ingleses lo necesitaban

más aún. Lo colmaban de regalos y privilegios. Cuando Carlos VII y Juana

de Arco iban a Reims, Bedford lo había invitado a París y halagado con

un programa espectacular de lujosas fiestas y ceremonias religiosas de

gran pompa. Su promesa a los ingleses de organizar un ejército le valió

magníficos regalos. El 13 de octubre de 1429 lo nombraron oficialmente

subgobernador en el reino de Francia, en virtud de lo cual pasó a ser el

segundo hombre más poderoso después de Bedford en la parte ocupada

del territorio. El 10 de enero celebró en Brujas, la metrópolis bancaria de

Flandes, la ciudad donde había comenzado la Guerra de los Cien Años

con la destrucción de la flota francesa por los ingleses en 1340, su

tercera boda. Felipe el Bueno, el príncipe más opulento de la Cristiandad,

se casó con la princesa Isabel de Portugal. La fiesta duró ocho días, ocho

días en los que manó vino del Rin de las fuentes de Brujas. En esa

ocasión, Felipe otorgó la orden del vellocino de oro a prominentes

adversarios de Carlos VII, entre ellos a Juan de Luxemburgo, el hombre

de quien Juana de Arco sería prisionera personal desde el 23 de mayo.

Acto seguido prosiguió su doble juego: entretener al rey de Francia

con la vaga promesa de una conferencia de paz, mientras aprovechaba

el tiempo para organizar un nuevo ejército. El 23 de abril arribó a Calais

procedente de Inglaterra una flota con soldados, provisiones y reses. La

leva de esas tropas se había demorado porque muchos hombres se

negaron a subir a bordo cuando supieron que iban a pelear contra la

doncella, pues ella todavía inspiraba pavor a los ingleses. De cualquier

manera, en mayo, el duque de Borgoña pudo emprender la reconquista

de las ciudades perdidas en el verano pasado y, quien sabe, quizá luego

podría acometer contra Orleans.

El 6 de mayo, Carlos VII admitió públicamente en una circular el

fracaso de su política: “Después de entretenernos y engañarnos durante

tanto tiempo mediante treguas y una aparente sinceridad, pues decía y

aseguraba que estaba dispuesto a llegar al beneficio de la paz que Nos

tanto deseábamos y deseamos aún para aliviar la desgracia de nuestro

pobre pueblo, que tanto ha padecido y sufre todavía cada día para

disgusto de Nuestro corazón, [el duque de Borgoña] ha empezado a

guerrear contra Nos y nuestro país y Nuestros leales súbditos, con un

poderoso ejército”. Y no tenía con qué hacerle frente.

132

Page 133: Linder Leo - Juana de Arco

Pero Juana de Arco, sí. Desde un principio, había demostrado que

jamás la arredraba lo que no ofrecía ninguna probabilidad de éxito, como

su primera visita a Baudricourt. Una vez más intentó entonces lo

imposible. Perdido el respaldo del monarca [el del llamado partido por la

paz nunca lo había tenido], contrató un ejército privado. ¿Se puso así al

nivel de los caballeros de fortuna y caudillos de mercenarios, dedicados

al merodeo?, ¿corrió el peligro de hacerse vulgar? En vista de sus

recursos, ya no se podía darse el lujo de ser selectiva, si no quería ver

con los brazos cruzados cómo Carlos perdía todo cuanto ella había

conseguido guiada por sus voces y por designio divino. Todavía se sentía

obligada hacia su visión de una política diferente, más sincera, menos

desdeñosa de los seres humanos. Una vez más apeló a su valor, en

verdad imponente, y se jugó el todo por el todo para proteger a Carlos

de la imputación de incapacidad, alevosía y traición. ¿Demostró alguna

vez mayor grandeza que en esos meses en que abandonada por sus

amigos, su rey y sus voces, arriesgó su vida y su honor para hacer lo que

como siempre, consideró correcto?

Entonces, ¿fue víctima de una traición? El comandante de la plaza

de Compiègne, Guillaume de Flavy, dio la señal de levantar el puente

cuando ella luchaba para cubrir la retirada en la proximidad inmediata

de la cabecera del puente de piedra. Presumiblemente, en ese instante

ella no pensó siquiera en ponerse a salvo. De todos modos, ya no era

posible. Muchos historiadores consideran que, desde el punto de vista

militar, lo más razonable en ese momento era cerrar el acceso a la

ciudad. Los ingleses y los borgoñones estaban decididos a perseguir a

los fugitivos hasta el interior de la ciudad. Además, en calidad de

imperturbable partidario de Carlos VII, Flavy estaba por encima de toda

sospecha. Sin embargo, su lealtad hacia el rey, ¿lo obligaba de verdad a

hacer cualquier cosa por la salvación de Juana de Arco? ¿Acaso, el

monarca y sus consejeros no pensaban en deshacerse de la doncella?

En vida de Flavy ya se discutía con vehemencia sobre la posibilidad

de una traición. Él era un hombre famoso por su falta de escrúpulos,

capaz de cometer cualquier delito.

Más tarde, cuando su barbero le seccionó la garganta, su propia

esposa apresuró su muerte asfixiando al agonizante con una almohada y

fue exonerada del cargo de asesinato porque pudo probar que Flavy

había matado a su padre e intentado ahogarla.

Por otro lado, era medio hermano del arzobispo de Reims y en el

verano de 1429 se había convertido de abogado de Juana de Arco en su

133

Page 134: Linder Leo - Juana de Arco

decidido enemigo. Como jefe de la delegación presente en las

negociaciones con Borgoña hacía mucho que le molestaba la

arbitrariedad y el carácter veleidoso de la doncella. Cuando ya no tuvo

influencia sobre el rey, se le metió en la cabeza practicar política por su

cuenta. Más tarde, Flavy dijo que ella era culpable de su propia captura:

“Se paseaba orgullosa de los vestidos que llevaba y no quería escuchar

consejo alguno, sino hacer lo que le venía en gana. Dios le hizo padecer

la prisión para castigar su soberbia”.

Cabe suponer que Trémoille compartía esa opinión y, si Trémoille la

compartía, el rey también. A los ojos de los políticos franceses más

decisivos, Juana de Arco se había convertido en un estorbo, en un factor

de riesgo, sin ignorar que el propio Carlos quería librarse de la fama que

tenía de estar debajo de sus pantuflas. ¿Por qué no podría haber planes

para eliminarla? El arzobispo de Reims habría presentado un

reemplazante de Juana aun antes de que ella fuera tomada prisionera:

un pequeño pastor llamado Guillaume que aseguraba haber sido enviado

por Dios, y del cual el arzobispo afirmaba que no hacía ni más ni menos

que la doncella. Trémoille y el arzobispo visitaron a Flavy en Compiègne

diez días antes de la captura de Juana de Arco. No se sabe qué se habló

en la oportunidad, pero para entonces ambos sabían de su intención de

colaborar en la defensa de la ciudad ocupada y Flavy habría sido el

último en no entender la correspondiente insinuación de su medio

hermano.

¿Juana de Arco fue traicionada? No hay pruebas de ello y la orden

de Flavy de subir el puente levadizo fue correcta, al menos desde el

punto de vista militar. Que gracias a eso la doncella se quedara en la

estacada, habría sido un efecto secundario muy del agrado del partido

por la paz.

Por lo demás, el imitador de Juana de Arco, el niño pastor

Guillaume, enviado por Dios y puesto en escena por el arzobispo de

Reims, cayó prisionero durante una batalla en la Champaña un año más

tarde. Cuando se celebró la coronación de Enrique VI, rey de Francia, fue

paseado por las calles de París como trofeo en cortejo triunfal y por

último puesto dentro de un saco de cuero al que se cosió y se arrojó al

Sena.

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Page 135: Linder Leo - Juana de Arco

ACTO VII

No lo pude remediar

135

Page 136: Linder Leo - Juana de Arco

El soldado que esa tarde custodiaba la puerta principal de la fortaleza

de Beaulieu, abandonó su puesto para acercarse a los montones de leña

apilada junto al muro. Qué molestias debía tomarse por un asunto de tan

poca monta. Al pasar, divisó una forma gris acurrucada entre dos pilas

de leños. Era la prisionera.

No opuso resistencia alguna. Según se había comprobado, ella

había arrancado las tablas del suelo de su celda, descolgado hasta el

piso inferior y encerrado en su caseta a los guardias de servicio. Los

siguientes días de encierro los pasó en una mazmorra oscura en el

sótano de la fortaleza. Luego la encadenaron, y una escolta de lanceros

y arqueros la acompañó hasta el castillo de Beaurevoir, pero antes de

partir le permitieron despedirse de sus compañeros de prisión Jean

D’Aulon, Poton de Xaintrailles y Pierre Darc.

Beaurevoir no era una fortaleza, sino un castillo de grandes

proporciones y numerosas torres, rodeado de espesos pinares. Cuando

se asomaba a la ventana de su torre no veía más que bosques. Su nuevo

alojamiento estaba a más de dos días a caballo de Compiègne, lo cual

dificultaba su liberación, pero la cámara que le asignaron era

medianamente habitable, dotada de todo lo que en ese momento le era

menester. Al igual que Beaulieu, Beaurevoir pertenecía al duque de

Luxemburgo, a la sazón, generalísimo de las tropas de sitio desplegadas

en torno a Compiègne. Como había sucedido en Beaulieu, él tampoco

apareció por allí y Juana se alegró de no tener que ver su cara, ese rostro

deformado de nariz partida y un ojo vaciado.

En su segunda noche en Beaurevoir, un guardia la condujo por

escaleras y corredores hasta una habitación profusamente iluminada,

donde la esperaban tres damas y antes de que ella pudiera expresar su

desconcierto, la mayor de ellas dijo:

—Hasta ayer éramos tres Juanas. Ahora somos cuatro. Te damos

una cordial bienvenida.

136

Page 137: Linder Leo - Juana de Arco

Se presentó como Juana de Luxemburgo, tía del duque. La otras dos

Juanas eran su esposa y su hija respectivamente. Esta última debía tener

su misma edad, una joven doncella huraña, de larga cabellera rubia.

Ninguna de ellas parecía temer a las rameras y las brujas. Juana pidió

agua para mezclar con su vino.

—Debes sentirte muy sola —observó la tía.

—No —respondió Juana—. Estoy acostumbrada a la soledad.

Siempre estuve sola. El único amigo que tuve se ha marchado hace

mucho y jamás pensé en el amor, pero en estos momentos me agradaría

tener compañía a veces.

—Mientras permanezcas en el castillo puedes pasar las veladas con

nosotras. ¿Pero qué ha sido de tus vestidos? ¿Todavía andas por ahí con

ropas de varón? Podemos proporcionarte algunos de los nuestros o la

pequeña Juana te los coserá.

—No, por favor. A nadie le interesa mi vestimenta. Así me siento

mejor. Además, Dios quiere que use ropa de varón. Pero si algún día me

hicieran esta pregunta les respondería que de buena gana me dejaría

convencer por vosotras en cuanto a vestir ropas de mujer.

Las damas sonrieron y la más joven se animó a decir:

—Admite que conservas tu ropa de varón porque pretendes huir.

—¿Vosotras no querríais huir? El legítimo derecho de todo prisionero

es su deseo de escapar. En todo caso no me gusta estar encarcelada,

sobre todo sabiendo que me necesitan en Compiègne sitiada estos días

por vuestro padre.

—Mi esposo —terció la duquesa— teme que pudieras liberarte

mediante hechicerías. Le causas grandes preocupaciones. Se cuenta que

la doncella conoce los medios para salvar los más elevados muros de las

prisiones y huir de las más profundas celdas.

—La gente siempre asegura que soy invulnerable, que las flechas y

balas de cañón no me hieren —desabotonó su calzón y dejó al

descubierto su muslo izquierdo donde se le había clavado una flecha de

ballesta, luego se abrió el jubón lo suficiente para mostrar la gran cicatriz

en su hombro izquierdo, debajo de la clavícula—. Podéis ver que mi

cuerpo no es invulnerable.

Juana, la hija, pasó sus dedos por las heridas y su madre dijo

sonriente:

—Ahora podrás decir que tocaste las cicatrices de la doncella.

A ratos, la tía del duque la visitaba en su prisión de la torre durante

el día, pero la alegría que le causaban esas visitas se enturbiaba cada

137

Page 138: Linder Leo - Juana de Arco

vez con más frecuencia por las noticias que ella le traía. El duque había

recibido una carta con el sello de la Santa Inquisición. En la Normandía,

los ingleses cobraban un tributo extraordinario para recaudar la suma de

su rescate. El duque ya había negociado su precio con el rey de

Inglaterra. Si el trato llegaba a buen término, que Dios se apiadara de

ella. En los informes de corresponsales ingleses se hacía mención, cada

vez con más frecuencia de los procesos a las brujas. Los ingleses las

veían por doquier y, últimamente, se rogaba en sus iglesias que Dios

protegiera al monarca del poder de las hechiceras.

—¿No harán nada para sacarme de aquí? ¿Por qué el rey de Francia

no ordena también recolectar fondos? ¿Y que hay de Talbot? Lo

tomamos prisionero; podrían devolverlo a cambio de mi liberación.

La tía nada sabía de los intentos del rey por liberarla, canjearla o

redimirla. Sólo tenía conocimiento de que en toda Francia se decían

misas impetratorias por su liberación y de que en Orleans hasta se

habían organizado procesiones, cuyos participantes caminaban

descalzos como los penitentes. La única persona que de momento podía

hacer algo por ella realmente, era la propia Juana. Cuando ella muriera el

duque heredaría la mayor parte de su fortuna, nada insignificante y en

tanto viviera pondría esa herencia en el platillo de la balanza para la

cuarta Juana.

El duque había regresado la noche anterior y la agitación que

provocó su visita llegó hasta su solitario encierro. Juana estaba asomada

a la ventana. A menudo, no se le ocurría otra cosa que pasar largas

horas contemplando el paisaje desde la torre. De pronto, percibió el

ruido rechinante de la llave y la puerta se abrió. El duque hizo su entrada

en compañía de un religioso, un obispo tal vez, un hombre enjuto de

elevada estatura. Una expresión de gozo maligno distorsionaba su

rostro, como las heridas de guerra la del duque. Ambos la observaron

fijamente y siguieron conversando, como si ella no existiera.

—Ésta es ella, pues —exclamó el anciano—, la causa de mi aflicción

hasta ayer y hoy fuente de mi alegría. En verdad, tiene la herejía pintada

en la cara. Dios nos ha colmado de bendiciones con su captura.

Se volvió para marcharse.

—Exigís demasiado, pero al fin y al cabo no es mi dinero; los

ingleses contribuirán gustosamente.

* * *

138

Page 139: Linder Leo - Juana de Arco

Juana estaba junto a la ventana, pero ya no veía el nublado cielo de

septiembre, ni el interminable contorno recortado del bosque, ni el foso

cenagoso del castillo al pie de la torre, sino soldados ingleses y

borgoñones bailoteando a su alrededor y vociferando como las furias; la

risa satisfecha del duque de Borgoña; el horrible rostro del duque de

Luxemburgo que más parecía una máscara; la fría avidez en la cara

exangüe del anciano, la noche pasada. Veía la ciudad de Compiègne, a

la que los sitiadores habían amenazado con el exterminio a fuego y

espada de todos los mayores de siete años. Y el foso cenagoso allá

abajo. Se encaramó al antepecho de la ventana y saltó.

La encontraron unos cazadores que pasaban por ahí; la dieron por

muerta, pero ella no estaba muerta ni siquiera presentaba fracturas. La

caída le había causado algunas magulladuras y estuvo inconsciente

durante tres días. Cuando recobró el conocimiento, empezó a debatirse

como una loca, luego volvió a serenarse y al mes, después del deceso de

la anciana señorita de Luxemburgo durante una peregrinación, soldados

armados la llevaron a la ciudad de Arras, donde la recibió el obispo

Cauchon. Juana reconoció en él al hombre que la había medido con la

vista en Beaurevoir.

Casi a punto de cumplir los diecinueve, Juana pasó de las manos del

duque de Luxemburgo a las de los ingleses. En diciembre de 1430

habían logrado reunir por fin los 10.000 francos oro en moneda contante

y sonante, el precio puesto por el duque a la cabeza de la doncella, la

suma más elevada que preveía la tarifa de rescates, el precio propio del

de un rey. El dinero significó cierta compensación por la conmoción que

produjo al duque su salto desde la ventana y cierta mitigación del

disgusto que sintió por su derrota ante Compiègne. A pesar de los 6.000

hombres con que contaba y un sitio de varios meses, no logró

apoderarse de la ciudad.

En Arras, el obispo Cauchon se encargó personalmente de la

custodia de la prisionera. Siguieron por la segura región normanda hasta

Le Crotoy en la amplia desembocadura del Somme. Allí, Juana vio el mar

por primera vez, el oleaje gris, el ir y venir de la marea, el lejano

horizonte y no le gustó. Un aire helado soplaba desde Inglaterra.

Se detuvieron dieciocho días en Le Crotoy y luego cruzaron la ría del

Somme en una balsa. El obispo Cauchon no le quitaba los ojos de

encima. Esa criatura pálida e introvertida lo había expulsado de Reims, y

luego casi le había hecho perder su diócesis y puesto en peligro el

arzobispado de Ruán que le habían prometido los ingleses, a él, el

139

Page 140: Linder Leo - Juana de Arco

arzobispo de Beauvais, consejero del rey inglés... ¡Era de no creer! En

ese momento, lo único monstruoso en ella era su aspecto de varón y su

manera varonil de montar a caballo. Si no lograba llevarla a la hoguera,

los ingleses la arrojarían al Támesis sin someterla a juicio, pero de

seguro, dentro del marco de una fiesta popular nada agradable al

paladar. La primera solución se le antojaba mucho más a su gusto.

En el crepúsculo del tercer día surgieron ante ellos, en medio de

una lúgubre bruma, los contornos tétricos del castillo de Ruán.

* * *

El obispo Cauchon se puso de pie para abrir el sumario en el salón

de su residencia en Ruán. De los cincuenta y nueve prelados que había

podido conseguir como asesores de aquel procedimiento, la mayoría hizo

acto de presencia. En el concilio de Constanza, Cauchon había asistido a

sesiones bastante menos concurridas, aun aquélla en que se trató la

muerte en la hoguera de Jean Hus. De todos modos, le desconcertó la

ausencia del viceinquisidor Lemaitre con el que pensaba dividirse el

poder judicial. Además, sin un representante de la Inquisición, tampoco

tenían capacidad de discusión. Nadie sabía acerca de su paradero.

—Bueno, ya vendrá. ¡Señores! Todos sabemos de lo que se trata y

todos, empezando por el rey de Inglaterra y Francia, desde el Gran

Inquisidor de Francia y la universidad de París, hasta los canónigos de

Ruán, estamos persuadidos de la necesidad y utilidad de este proceso.

Nos vemos ante la difícil misión de devolver, en lo posible, al camino de

la salvación a una mujer acusada de numerosas herejías y delitos

cercanos a la hechicería y, al mismo tiempo, de demostrar lo lógico, a

saber, que Dios está de parte de los ingleses. En este punto, la llamada

doncella ha creado, permítaseme decir, una confusión universal y en

nosotros está volver a restablecer la claridad universal. Por lo tanto me

interesa un proceso prolijo y sano.

Cauchon tomó asiento y rogó al funcionario de la corona, Nicolás

Bailly, comunicar a la asamblea sus reconocimientos. Él había dirigido en

su país el interrogatorio de los testigos y ahora se deseaba saber qué

indicios de brujería había arrojado el procedimiento.

—Ninguno.

Cauchon se incorporó de un salto.

—¿Qué quiere decir?

—Que no pudimos levantar cargos. La mayoría se negó a declarar,

140

Page 141: Linder Leo - Juana de Arco

unos quince individuos contestaron, pero lo único que salió de sus

declaraciones fue un árbol de las hadas que existe en su aldea natal, en

torno al cual brincaba una vez al año, algo que hacía toda la aldea, y un

proceso por ruptura de compromiso matrimonial. Si hubiera practicado

las mismas pesquisas sobre mi propia hermana, habría llegado a un

resultado análogo.

Cauchon amenazó abalanzarse sobre él.

—¿Eso es todo? ¿Queréis contentarme con semejantes

trivialidades? ¡Sois un sujeto abominable, Bailly! ¡Os digo que este viaje

ha sido costeado con dinero de nuestro propio bolsillo!

Thomas de Courcelles, de la universidad de París, intervino.

—Querido obispo, considero que no faltará material incriminatorio.

Vayamos a la acusación. ¿Cuál es el tenor de la demanda?

Cauchon se dejó caer en su silla con enfática lentitud, sin apartar la

mirada de Bailly.

—No hay demanda. Dado que el señor Bailly no puede

proporcionarnos sino una danza aldeana y una querella familiar, la

acusación habrá de surgir del interrogatorio.

Desde el fondo pidió la palabra el padre Nicolás de Houppeville.

—¡Señor obispo, para la custodia de la acusada habéis encargado

una jaula de hierro con cepo. Ayer examiné el instrumento en casa del

herrero; pienso que condenará a la prisionera a una completa

incapacidad de movimiento. ¿Consideráis justificada semejante medida

para una acusada contra la que no se puede levantar demanda antes de

la iniciación del proceso?

Jean d'Estivet, abogado de la Iglesia en el inminente proceso, se

volvió hacia él.

—Amado hermano, esto es absolutamente inofensivo, comparado

con los tormentos infernales que le esperan si no entra en razón a su

debido tiempo.

Houppeville no se apresuró.

—Todavía no la hemos condenado. Debería bastar tenerla el día

entero sujeta a grillos y por la noche encadenada a la cama, vigilada por

turnos de una hora por cinco soldados ingleses.

—Esto no es un proceso de canonización —bufó d'Estivet.

—Aun cuando todavía deban producirse las últimas pruebas, hay

diversas circunstancias que son innegables: ella se rebela abiertamente

contra la Naturaleza al vestirse como hombre. Se rebela de la misma

manera contra la Iglesia al pretender conocer la voluntad de Dios y ¡se

141

Page 142: Linder Leo - Juana de Arco

rebela contra Dios al pactar con el diablo!

—Esto habrá de probarse. ¿Al menos se le ha permitido confesarse

en prisión?

—¡Una bruja que se confiesa! —Cauchon lanzó una carcajada—.

¿Qué les parece?

—Hace meses llegó a mis oídos en París que varias veces se llamó

hija de Dios —comentó Courcelles dirigiéndose a Houppeville—.

Hermano Nicolás, ¿no opináis que deberíamos dejar esto a la Santa

Trinidad? Bueno; algo, al menos.

—Pero lo que yo quería decir, señor obispo, es que la universidad

opina por unanimidad que un proceso de esta naturaleza debe realizarse

en París.

—Lo sé —replicó Cauchon a quien la universidad acosaba desde

hacía semanas con el tema—, pero resulta que el rey de Inglaterra está

en Ruán y no en París. Y es posible que él quiera estar presente en el

juicio. Además, los ingleses se han mostrado generosos con la

autorización de los viáticos, por lo que el lugar de celebración del juicio

no causará desventajas a los señores doctores. Me pregunto, ¿dónde se

habrá quedado el señor viceinquisidor?

Cuando estaba por acabarse la tarde y Cauchon se disponía a

levantar la sesión, hizo su entrada el viceinquisidor Jean Lemaître,

declaró que todavía no había tenido tiempo para echar una mirada a los

expedientes y, por lo demás, tampoco se sentía competente. Cuando el

tumulto creció, Lemaître también alzó la voz y manifestó sin rodeos que

a su entender todo ese asunto despedía bastante mal olor y que,

inevitablemente, al tribunal le preocupaba que pudiera costarles el

pellejo a todos si no se decidía como querían los ingleses. Por lo tanto,

no pensaba ensuciarse.

Sólo unos pocos participantes no se sumaron a los insultos con los

que esa noche descargaron su ira contra Lemaître.

* * *

El conde Warwick, comandante inglés de Ruán, acompañado de tres

damas, se abrió camino a través de los soldados y cortesanos que

pululaban en el patio del castillo. Las señoras habían sido autorizadas

para visitar a la prisionera. Una era Anne de Borgoña, esposa del duque

de Bedford, y las otras dos, comadronas. Ascendieron por una escalera

exterior de madera al primer piso de la torre más alejada de la fortaleza

142

Page 143: Linder Leo - Juana de Arco

y Warwick les franqueó la entrada.

La estancia, redonda como la torre, abarcaba toda la planta, pero

era lóbrega y no había en ella más mobiliario que una cama. Los cinco

soldados de guardia se pusieron de pie y, junto con Warwick,

abandonaron el lugar. Juana se aferraba con una mano a la reja de la

única ventana. La duquesa le pidió quitarse el calzón y echarse en la

cama con las piernas abiertas. La revisación dio como resultado una

pequeña fisura en el himen, producida probablemente al andar a caballo,

pero ningún daño significativo en su virginidad. Luego se permitió

ingresar de nuevo a los soldados y se les exhortó respetar la pureza

probada y libre de toda duda de la prisionera, y a ésta le prometieron

traerle prendas femeninas. Al día siguiente, se presentó el sastre.

Cuando se acercó demasiado a sus pechos con la cinta métrica, Juana lo

derribó de un golpe y los soldados prorrumpieron en risotadas. Cada cual

a su turno había experimentado ya cómo reaccionaba la doncella a los

roces involuntarios o intencionados. El sastre escapó sin haber realizado

su cometido.

* * *

Las llamas de los cirios oscilaron violentamente cuando se abrió la

puerta de la capilla del castillo. Cuarenta y cuatro hombres de negras

vestiduras talares, juristas y teólogos, doctores y profesores, levantaron

la vista de sus papeles. A hora tan temprana de la mañana, reinaba

oscuridad en el exterior. Contra el fondo tenebroso se recortó la figura

de una muchacha de jubón gris y calzones de cuero castaños. El ujier la

condujo hasta su lugar, una pequeña mesa desnuda frente al estrado en

el que los miembros del tribunal estaban sentados en dos hileras

enfrentadas. Al final de estas dos hileras, y al través, se veía la mesa del

juez. Desde ella, Cauchon no perdía de vista a la acusada en ningún

momento. Había un sitial vacío, el del segundo juez.

Ante la mesa de la acusada, a los pies de los jueces, los dos

actuarios aguardaban con las plumas aguzadas el comienzo de la sesión.

Cauchon pidió a la doncella que se pusiera de pie y avanzara para

jurar sobre la Biblia decir la verdad y nada más que la verdad. Juana se

levantó, dio un paso al frente y declaró:

—Ignoro qué me preguntarán. Podría ser que quisierais saber sobre

cosas de las que no desearía pronunciarme. Por esta razón, no prestaré

juramento.

143

Page 144: Linder Leo - Juana de Arco

Los actuarios bajaron las plumas y ya no fue posible distinguir voces

aisladas. La tensión con la que habían esperado a la diabla se descargó

en un escandaloso tumulto.

—¡Debía jurar!

—¡No, no juraría!

Por último, Juana convino en decir la verdad en las cosas tocantes a

la fe.

Cauchon volvió a ocupar su sitial y prosiguió con la verificación de

los datos personales. ¿Nombre? ¿Lugar de nacimiento? ¡Jamás había

permitido que una acusada le impusiera semejante compromiso! ¿Edad?

—Casi diecinueve.

¿Formación religiosa? Ella sólo sabía el Padre Nuestro y el Ave

María. Se le pidió que rezara el Padre Nuestro.

—Con mucho gusto, tan pronto el señor obispo haya escuchado mi

confesión, os lo diré.

Los actuarios dejaron a un lado las plumas. En ese momento se

habrían necesitado cuarenta y cuatro escribientes. Primeramente se

interrumpió la sesión y luego fue aplazada hasta el día siguiente.

Cauchon ordenó a los ujieres que prepararan la armería para la próxima

sesión en lugar de la capilla del castillo.

* * *

El obispo fue directamente hacia su sitial porque no estaba en

condiciones de hablar con nadie. Acababa de echar a Houppeville. El día

anterior, él ni siquiera se había presentado al juicio y, esa mañana

temprano, lo había puesto entre la espada y la pared, anunciando al

obispo que, según su evaluación, ese tribunal no era competente para el

caso y que el proceso era una farsa. Cauchon hizo señas a su secretario

para que ordenara el arresto de Houppeville.

Los jueces se disponían a ocupar sus respectivos asientos cuando

entró el viceinquisidor Lemaître. Éste informó con voz vibrante que

todavía no había recibido el poder del Gran Inquisidor y, dado que sin

ese poder el proceso era nulo de toda nulidad, de ahí en adelante sólo

participaría como observador. Dicho esto, buscó un lugar entre los

jueces.

De esta suerte, Cauchon volvió a sentarse solo a la mesa de los

jueces, cuando Juana fue introducida en el recinto. Una mirada le bastó

para advertir la nerviosidad de sus oponentes que ese día sumaban

144

Page 145: Linder Leo - Juana de Arco

nuevamente medio centenar; observó el temblor que agitaba las manos

de Cauchon y hubo de confesarse que la situación le causaba agrado.

Dos días antes se había sentido miserable, debilitada por nueve meses

interminables de prisión, de incertidumbre, secretas esperanzas y,

asimismo, secreta desesperación. Sin embargo, desde la víspera había

vuelto a sentirse fuerte, casi como aquella vez en Chinon: todos

esperaban tensos su aparición y ella, ella haría lo inesperado y superaría

todas las expectativas.

Hasta ese momento, la superioridad numérica del enemigo jamás la

había espantado. Siempre habían sido los otros a quienes su situación

parecía desesperada, tanto en Vaucouleurs, como en Chinon y en

Orleans. En su acervo lingüístico no tenía cabida la frase poca

probabilidad de éxito. Jamás había capitulado ante el poder de las

circunstancias. Para ella, el destino no existía, tan sólo la imbecilidad, la

cobardía, la claudicación.

Todavía no comprendía claramente la razón de esa nueva lucha. El

proceso le resultaba en verdad absurdo. Sus proezas ya probaban que

había sido enviada por Dios, y en Poitiers había habido hombres de la

Iglesia que habían llegado a esa evaluación. En consecuencia, a ese

tribunal tampoco debía costarle averiguar el secreto. De no ser así, era

incompetente, caso omiso de la cantidad de doctores y profesores allí

reunidos. Y bien, lucharía. Para ella, era una manera desconocida de

batallar, pero ese medir fuerzas tenía la ventaja de desarrollarse sin

derramamiento de sangre y el hecho de que por unas horas la liberaran

de los grillos, le hacía aún más grato los interrogatorios.

Al principio indagaron su infancia, su adolescencia, el árbol de las

hadas en Domrémy y una raíz mágica usada para alguna superstición en

apariencia inofensiva, su participación en rituales paganos o en círculos

mágicos. De alguna manera debían poder hallar algún indicio, hacer caer

en una trampa a la acusada que les respondía con tanta candidez y

sinceridad. Entonces estarían en condiciones de sacar conclusiones en

cuanto a un movimiento pagano clandestino, a cuya cabeza se hubiera

puesto para burlarse abiertamente del poder de la Iglesia, como lo

demostraba su endiosamiento sin disimulo por parte de las masas del

pueblo inculto. Pero la acusada aprovechaba las preguntas que le eran

formuladas para proyectar ante los ojos del tribunal una escena de

bucólico idilio, resplandeciente de dicha.

La extrema seriedad del proceso amenazó caer en el olvido, los

jueces se cortaban unos a otros la palabra, hablaban todos a la vez, cada

145

Page 146: Linder Leo - Juana de Arco

cual echaba en cara a su par lo insensato de su pregunta, los actuarios

volvieron a dejar sus plumas y Juana hubo de pedir reiteradamente que

los caballeros hablaran uno por vez, pues le resultaba imposible

contestar diez preguntas al mismo tiempo. Cuando quedó en claro que

de ese modo no probarían su calidad de bruja, decidieron por

unanimidad intentar por el lado de la herejía. Algo olía mal en eso de las

voces que llamaban “hija de Dios” a una hechicera.

¿Seguía convencida de haber sido visitada por santos?

—Sí, los vi con mis propios ojos, como os veo a vosotros.

—¿Qué aspecto tenía el arcángel Miguel? ¿Estaba desnudo?

—¿Pensáis que Dios no tiene vestiduras para él?

—¿Tenía cabellera?

—¿Por qué habrían de cortársela?

—¿Dios le había mandado vestir ropas de varón?

—Eso lo imponía la necesidad... y Dios no había puesto objeciones.

—¿Te han dicho tus voces que saldrás en libertad?

—Sí.

—¿Cuándo acontecería?

—Antes de tres meses.

—Fuera de tus voces ¿Existen otros motivos que fundamenten

semejante convencimiento?

—Preguntádmelo dentro de tres meses.

—¿Ayer, durante el juicio, oíste las voces?

—Sí, las oí.

—¿Qué te dijeron?

—Que debo responder sin temor.

Cauchon intentó hacerse oír. ¡Qué preguntas tan necias! Él podía

afirmar que la muchacha era una bruja y una hereje aunque nunca había

visto una. Era evidente que ella consideraba superflua a la Iglesia y que

creía innecesario un mediador entre Dios y el hombre. Eso quedaría

probado con una sola pregunta certera.

—¿Crees estar en estado de gracia, que después de tu muerte te

espera con seguridad el Paraíso?

Uno de los jueces le advirtió que no necesitaba responder a esa

pregunta, pero Cauchon le gritó que haría bien en mantener la boca

cerrada.

—Si no estuviera en estado de gracia —contestó Juana—, ruego a

Dios que me ponga en él, pero si estuviera en estado de gracia, pido a

Dios que me mantenga en él. ¡Y vos, señor obispo, que afirmáis ser mi

146

Page 147: Linder Leo - Juana de Arco

juez... guardaos! ¡Porque, en verdad, yo fui enviada por Dios y sobre vos

se cierne un gran peligro!

Gélido silencio. Los actuarios soltaron las plumas. Luego se desató

el pandemónium habitual, al que por fin pudo imponerse un padre

franciscano. Si no caía en la red de la herejía, le imputarían asesinato. Al

fin y al cabo sobraban los pecados mortales. ¿Alguna vez había estado

en un lugar donde hubieron perdido la vida súbditos ingleses?

—Naturalmente —admitió Juana riente—. ¡Con qué elegancia lo

habéis expresado! ¿Por qué los ingleses no se marchan de Francia y

regresan a su propia tierra?

—¿Qué te ha gustado más, el estandarte o la espada?

—Mi estandarte fue cien veces más caro para mí que la espada y yo

misma lo enarbolaba cuando nos lanzábamos al ataque. Yo quería evitar

muertes y nunca maté a hombre alguno.

Juana se inclinó hacia adelante y observó con firmeza a sus jueces:

—Antes de que pasen siete años, los ingleses perderán más que en

Orleans; ¡perderán toda Francia! Y esto sucederá gracias a una gran

victoria que Dios nos concederá.

Terminado el vaticinio, se dejó caer en su silla.

—Por hoy, no os diré nada más.

En una sala contigua tras una puerta entornada, un hombre

aplaudió silenciosamente. Era el cardenal de Inglaterra. Un niño de ocho

años seguía el interrogatorio a través del resquicio de la puerta, el rey de

Inglaterra.

—¡Qué mujer! —farfulló el cardenal—. ¡Lástima que no sea inglesa!

* * *

—No conozco hombre alguno, por más erudito e ilustre que fuera,

que no perdería la cabeza si hubiese estado obligado a responder como

Juana ante un gremio tan prominente —observó Jean Tiphaine, canónigo

de París.

Él sabía cuánto arriesgaba. Houppeville estaba en prisión y Jean

Lohier, a quien Cauchon había invitado como arbitro, había sido

amenazado de muerte después de calificar el proceso de inconsistente.

—Sus jueces se proponen atraparla en el lazo de sus propias

palabras. Pero sólo tendría que decir “me parece” en lugar de “sí, con

certeza” y nadie podría condenarla.

147

Page 148: Linder Leo - Juana de Arco

* * *

Hasta ese momento todas habían sido escaramuzas, escaramuzas

preliminares. Seis sesiones sin resultados tangibles, si bien no del todo

inconducentes. Cauchon extrajo de ellas dos enseñanzas: una, que

frente a una gran audiencia ella era inaccesible. Esa muchachita pálida e

introvertida, a la que había observado durante su cabalgata por la

invernal Normandía, sólo necesitaba un escenario y un público para

brillar en el papel de la heroína arrolladora, capaz de arrastrar

multitudes. Su arte consistía en desconcertar.

La otra, que su porfiada seguridad de ganar y su imperturbabilidad

eran a la vez sus puntos más vulnerables. Sólo era menester dar vuelta

las cosas para mostrarlas como desobediencia a la Iglesia. De la

desobediencia resultaba per se la herejía y de la herejía a la hoguera

mediaba un corto trecho. Por lo tanto, decidió realizar los siguientes

interrogatorios en ruedas menos concurridas dentro de su calabozo,

donde su público se reduciría a cuatro paredes desnudas y a los guardias

ingleses.

Se presentaron en grupos de cuatro. No le quitaron los grillos.

Trajeron sillas para sus jueces, pero ella debió permanecer de pie. Ya

podían cerrar el lazo con toda calma. No les corría prisa. Su rey no había

hecho aún el más tímido intento de liberarla.

Fueron al caso. ¿Se sometería a la sentencia de la Iglesia en todo

cuanto había dicho y hecho? Juana respondió que todo cuanto había

dicho y hecho lo dejaba al buen criterio de Dios y sólo se sometía a Dios.

Procuraron ser más explícitos: si se comprobaba que sus revelaciones

eran alucinaciones y obras del diablo, ¿se doblegaría ella a la decisión de

la Iglesia?

No, nunca hice sino ejecutar los mandatos de Dios. Por lo tanto, sólo

me someteré a su juicio. Además, me parece que Dios y la Iglesia son

uno y lo mismo. ¿Por qué complicáis las cosas?

¡Verdaderamente, no conocía la diferencia entre la Iglesia militante

y la triunfante! El padre Isambart de la Pierre, que representaba desde

hacía poco al viceinquisidor, le explicó con paciencia que una era la

comunidad de los redimidos en el cielo y la otra, la Iglesia en la tierra

opuesta al pecado. Lo que Dios quiere en el cielo le compete

dictaminarlo sólo a la Iglesia militante.

Juana dejó que la instruyeran, pero, comprendiendo o no, ella no se

apartó un ápice de su punto de vista.

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Page 149: Linder Leo - Juana de Arco

—¡Lo que dije y lo que hice me fue encomendado por mis voces;

ellas no me ordenan obedecer a la Iglesia, sino a Dios!

—¿No sabes, que sólo los herejes hablan así? —rugió Cauchon.

—No puedo deciros otra cosa —replicó Juana, no menos irritada que

sus jueces—. ¡Y así me quemen viva... no lo puedo remediar!

* * *

Había llegado el momento de dictar el auto de procesamiento.

D'Estivet, el abogado de la Iglesia, y Courcelles, el ambicioso y joven

doctor de París, acumularon setenta cargos en su contra, un libelo

ponzoñoso en el que se hablaba de vestimenta masculina corta,

estrecha e indecorosa, de raíces mágicas y empresas impropias de

mujeres porque estaban en abrupta contradicción respecto a la

naturaleza femenina. Cuando le leyeron el auto de procesamiento en

una sesión maratónica de dos días de duración, Juana se defendió

aduciendo que sobraban las mujeres que hacían cosas propias de

mujeres. Casi todo se basaba en tergiversaciones o simplemente era

inventado. ¿Culpable o inocente? ¡Inocente! Fue un acoso increíble por

parte de los jueces, e Isambart tuvo que arrimar su silla a la de Juana

para poder tocarla con el codo cada vez que ella amenazaba caer en una

trampa, la única forma de asistencia jurídica que se le brindó. La actitud

del defensor no pasó inadvertida y esa tarde, cuando Isambart cruzaba

el patio del castillo a la hora del crepúsculo, Warwick se interpuso en su

camino, lo colmó de soeces injurias y amenazó arrojarlo al Sena. Por

cierto, no hubiera sido muy fácil proceder así contra el padre dominico,

pues él estaba bajo la protección del viceinquisidor Lemaître.

Todos comprendieron que se necesitaría una versión más

condensada, más precisa, aguzada y letal de esa acusatoria enmarañada

y difícil de manejar, con la cual fuera posible arrostrar a la universidad

de París y a la posteridad.

Pasada la Pascua de Resurrección, Courcelles entregó la segunda

versión, resumida a doce puntos y concretada hacia un crimen:

desobediencia a la Iglesia, “Cuando la Iglesia le exige algo que

contradice los mandamientos que ella asegura haber recibido

directamente de Dios, se rebela. No se somete a nadie de este mundo,

sólo a Dios”. Al menos, la universidad quedó encantada con el nuevo

auto de procesamiento: la llamada doncella era una hereje e iconoclasta

de la peor calaña.

149

Page 150: Linder Leo - Juana de Arco

A pesar de todo, Juana no se sometió. Dos veces, el obispo Cauchon

la exhortó en presencia de los jueces, “amorosamente”, como lo

prescribía el orden del proceso; incontables veces Isambart le suplicó por

amor a su existencia terrenal y eterna que transigiera, pero ella

perseveró impertérrita en su convicción de sólo tener que rendir cuentas

a Dios y a nadie más. “Creo, ciertamente, que la iglesia militante aquí en

la Tierra no puede errar ni fallar. Sin embargo, sólo Dios puede juzgar lo

que hice y dije porque Él me lo encomendó.”

* * *

Un hombre sudoroso de camisa abierta y delantal de cuero los hizo

pasar. En verdad, hacía mucho calor allí abajo, la fragua ardía y otros

dos hombres de torsos desnudos calentaban tenazas de hierro en las

llamas. Debían estar en ese menester desde hacía un buen rato, porque

los dentados extremos de los instrumentos estaban al rojo vivo. Cauchon

le presentó al hombre que había abierto la pequeña puerta de madera:

—Maugier Leparmentier, el verdugo.

A Juana se le heló el corazón. Su cuerpo pertenecía a Dios, ella sólo

lo había sacrificado a la victoria. Su cuerpo había soportado fácilmente

las heridas porque era vigoroso, capaz de aceptar cargas, preparado

para defenderse, un cuerpo hecho para la lucha, capaz de sufrir dolores,

pero jamás se había expuesto a los ojos de un hombre. A excepción de

los médicos que curaron sus heridas de flecha, sólo la había visto

desnuda D’Aulon, quien con la máxima discreción la había ayudado a

vestirse y desvestirse. Jamás había tolerado que hombre alguno tocase

ese cuerpo accidentalmente o con sucia intención y, aun en el calabozo,

había logrado mantener su castidad. En ese momento, ese cuerpo

sufriría horrendas torturas a manos de un hombre frente a otros

hombres. Cauchon la puso ante la alternativa: sumisión o tormento.

* * *

Por cierto, ya tenían una acusación, pero todavía faltaba la

confesión. Un proceso en regla requería una confesión, si bien un

proceso auténticamente en regla debía concluir sin tormento. Hubo

largas discusiones sobre el particular en la residencia de Cauchon.

Isambart les recordó lo que había afirmado Juana: aun cuando le

arrancasen todos sus miembros no diría otra cosa. El padre Erart opinó

150

Page 151: Linder Leo - Juana de Arco

que los cargos bastaban para condenarla. Raoul Roussel, tesorero de la

catedral de Ruán, advirtió asimismo que, más adelante, el tormento

causaría una mala impresión. Era menester no agravar innecesariamente

un proceso que había sido conducido de manera tan ejemplar. El joven

doctor Courcelles, en cambio, estaba seguro de que el procedimiento

sería en provecho de la doncella. Sometido a votación, se obtuvieron

once votos en contra y sólo tres a favor.

* * *

En ocasión de la visita del duque de Luxemburgo a Ruán, Warwick,

el comandante de la ciudad, le ofreció un banquete. A Cauchon le vino

bien la distracción. Los ingleses no tenían fama de dominar a la

perfección el arte culinario pero, a Dios gracias, los vinos provenían de

Burdeos y Warwick era un hombre de mucha chispa.

Pronto reinó animación en la mesa. Conforme a las expectativas, los

profesores parisinos desbordaron de esprit. El eternamente jadeante

Courcelles encendió verdaderos fuegos de artificio con sus ingeniosos

juegos de palabras, y los ingleses hicieron gala de su cáustico humor.

Una vibrante euforia se apoderó de los comensales. Como siempre, el

aspecto del duque de Luxemburgo era un espectáculo desagradable,

pero Cauchon no desperdició oportunidad alguna en toda la velada para

brindar con él por la feliz captura. A los postres les sirvieron fresas con

nata, las primeras de la estación.

Solamente una vez se infringió la regla de la velada, aceptada en

general: no decir una palabra sobre el proceso, y el infractor fue el

propio Warwick. Con un claro matiz de advertencia en su voz dijo que el

proceso se estaba dilatando demasiado y que los ingleses querían ver

resultados. Cauchon disimuló su mortificación y entre sonrisas cordiales

analizó una vez más para él las ventajas de un procedimiento judicial

eclesiástico. Sin duda, era más prolongado, pero comparado con un

proceso mundano gozaba del beneficio de la imparcialidad, una

ganancia incalculable, en consideración a la reacción de la opinión

pública europea. En definitiva, el afortunado sería el rey de Inglaterra

que, con una sentencia inapelable de la Iglesia en sus manos, podría

ridiculizar a su contrincante ante todo el mundo, como producto de una

bruja o una hereje, lo mismo daba.

Las bromas de los ingleses evidenciaban ya una inclinación a lo

horripilante, cuando el duque de Luxemburgo se levantó y preguntó si la

151

Page 152: Linder Leo - Juana de Arco

hora era propicia para visitar a la prisionera. Estupefacción, risas...

Prudente o no, era una grandiosa ocurrencia: los franceses se excusaron,

pero Warwick y los demás marcharon hacia la torre: los castaños del

patio del castillo llenaban la noche de mayo con el perfume de sus flores.

La prisionera dormía completamente vestida, con los pies encadenados a

un madero.

Juana abrió los ojos. En medio de la oscuridad que la rodeaba, la luz

vacilante de una vela alumbraba la cara del duque. A Juana se le antojó

que veía una calavera. Y ese rostro atroz se aproximó más.

—Juana, he venido a salvarte. Sólo debes prometernos no alzarte

jamás en armas contra nosotros, nunca más.

¿Habría algo más lastimoso que un sádico borracho torturado por su

conciencia? Juana se incorporó.

—¡Os divertís a costa de mí, duque! Sé que no queréis eso, ni está

en vuestras manos lograrlo!

Sí, sí, sonrió el rostro caricaturesco a la luz de la vela, sólo tenía que

prometer allí mismo, en ese preciso instante, regresar para siempre

junto a las ovejas de su padre y de ahí en más esa historia caería en el

olvido.

—Aun cuando lo pensarais en serio, duque, ya escapa a nuestro

poder. Sé perfectamente que los ingleses me quieren muerta. Creen que

después de mi deceso podrán conquistar toda Francia. Sin embargo, los

godones no lo lograrán así reúnan en sus filas cien mil soldados más.

Un inglés echó mano a su espada, pero Warwick lo contuvo.

—¡No lo hagas! Sería una pena. Nos costó demasiado dinero. Ella

sólo se merece una única manera de morir.

* * *

Quien pretenda vencer, sólo tiene que luchar, atacar, no dar

resuello al enemigo, no dejar que nada lo amilane, derribar al adversario,

atraer al amigo, creer con absoluta certidumbre en su causa, marchar en

derechura a la meta, luchar confiado en la victoria... y vencer. De esta

manera, ella celebró uno tras otro sus triunfos y aun en cadenas siguió la

lucha, su coraje no sufrió mengua, resistió la tentación de capitular aun a

la vista de los instrumentos de tortura y siguió enarbolando su

estandarte invisible, segura de la victoria. De esta manera, también salió

airosa en muchos combates contra sus jueces y ganó un duelo tras otro,

pero la victoria estaba cada vez más lejos. Una lucha en la que ya no

152

Page 153: Linder Leo - Juana de Arco

contaba con aliado alguno a la larga no se podía ganar y ella estaba

completamente sola. Ni La Hire, ni Gilles de Rais, ni Alençon se dejaron

ver. No había perspectiva alguna de victoria. A duras penas podría

salvarse.

Hacía mucho que sus voces habían dejado de hablar de victorias,

pero de todos modos le hablaban de salvación. ¿Qué significaba

salvación? Ningún ejército real, ninguna sublevación popular la había

liberado de su mazmorra. Estaba rodeada de enemigos. La primera

tribuna que tenía ante ella se veía negra de togas y sotanas. Desde allí

le llegaban las miradas de los cincuenta pares de ojos de sus jueces. La

otra tribuna estaba colmada de aquellos que ardían en impaciencia por

verla devorada por las llamas, los representantes del rey de Inglaterra.

Sobre la tercera estructura se erguía ella. A su derecha, un sacerdote

que gesticulaba y decía con voz insolente odiosos disparates sobre el rey

de Francia. A su izquierda, el alguacil Massieu que le había permitido

rezar frente a la capilla del castillo cuando iban hacia allí, si bien en

contra de la voluntad de Warwick. Las tumbas del cementerio de St.

Ouen habían desaparecido. Alrededor de las tres plataformas de madera,

entre cruces de piedra y monumentos funerarios, se apiñaba una

enorme muchedumbre, cuyos rostros eran menos humanos que los de

las gárgolas del techo de la iglesia, distorsionados con su sardónica risa.

Su último amigo fue un alguacil. El sacerdote se volvió en ese

momento hacia ella y le gritó:

—¡Estás ante tus jueces! ¡Cuántas veces te rogaron y exhortaron a

someterte a la santa madre Iglesia! Hoy te pregunto frente a todos los

aquí reunidos para ser testigos de la conversión de una hereje. ¿Lo

harás?

¿Qué era eso de someterse? ¿Cómo podía someterse a gente que

estaba equivocada? ¿Quién podía darle una razón por la cual debía

someterse a semejantes personas?

Por lo tanto, respondió con un rotundo no. Todo lo había hecho por

encargo de Dios. Si había incurrido en errores, asumía la responsabilidad

de ellos y rogaba que dejaran fuera del juego a los demás, incluido el rey

de Francia.

¡Hereje! ¡Ramera! Le arrojaron piedras. Ya no hubo diferencia. El

mismo odio en las caras de los barqueros del Sena y en las de los

comerciantes más distinguidos. Los soldados debieron realizar

denodados esfuerzos para contener a la chusma enardecida. Massieu y

el sacerdote la instaron simultáneamente a cambiar de actitud y el

153

Page 154: Linder Leo - Juana de Arco

alguacil casi vociferó:

—¡Juana, entiende de una vez... si no abjuras, te quemarán! ¡Más

allá te aguarda la carreta del verdugo! Cauchon se dispuso a leer la

sentencia de muerte. El sacerdote presentó el acta de abjuración

preparada a la rea y Massieu le alcanzó la pluma mojada en tinta. Juana

no sabía leer y rehusó firmar lo que no entendía. Massieu leyó en voz

alta:

—“... asegura que es mentira haber recibido revelaciones de Dios,

que no usará nunca más ropas de varón, ni portará armas, etcétera,

etcétera...” ¡Firma o te quemarán!

El aire de mayo se sintió más fresco. Una brisa que soplaba desde el

Sena le trajo olor a brea y a madera de las barcazas, el mismo olor que

había percibido a orillas del Loira, en aquellas ciudades donde la gente la

había vitoreado y lo haría de nuevo. El Loira... ¡Cuánto anhelaba verlo

otra vez y aspirar el aire de la libertad!

La perspectiva de ser quemada era un buen motivo para abjurar y

doblegarse al juicio de unos locos. El único. Tomó la pluma, trazó una

cruz y exclamó:

—¡Me someto al juicio de la Iglesia!

Su risa se perdió en medio de la gritería de la multitud. En la tribuna

de los ingleses algunos saltaron con la mano en el pomo de la espada,

dispuestos a lanzarse sobre los franceses. Los soldados descargaron con

sus picas golpes amenazadores contra las vigas que sostenían la tribuna

de los jueces. El secretario del monarca inglés trató a Cauchon de

traidor. Warwick se quejó a voces de que el rey había tirado el dinero por

la ventana. Con bastante esfuerzo, el cardenal de Inglaterra logró calmar

a sus paisanos e hizo una seña de asentimiento a Cauchon. Éste

condenó a Juana, la doncella, a prisión perpetua a pan de tribulación y

agua de lágrimas y la envió de regreso a la torre acompañada de una

jauría de soldados rabiosos.

Ingleses y franceses quedaron espantados en igual medida, los

primeros porque ella seguía viva y los segundos porque ella volvía a

quedar a merced de los ingleses, si bien después de ser sentenciada

habría tenido que ser recluida en una prisión de la Iglesia.

* * *

Le raparon la cabeza. La obligaron a vestir ropa de mujer. Tendieron

cadenas en todas direcciones sobre su cama para imposibilitarle todo

154

Page 155: Linder Leo - Juana de Arco

movimiento durante la noche. Ya no tuvieron reparos. Desde el patio del

castillo le gritaban día y noche amenazas de muerte e imprecaciones. No

se deshicieron de sus prendas masculinas, sino que las metieron en un

saco marinero y lo dejaron junto a su lecho. Al cabo de dos días, Juana se

apoderó de su vieja ropa y arrojó a los pies de sus guardias la que le

habían forzado a ponerse. Dos días más tarde se presentó Cauchon con

el actuario.

¿Por qué vestía ropa de hombre? Porque era más segura en

compañía de guardias violentos. Tan pronto la trasladaran a una prisión

de la Iglesia y tuviera allí celadoras mujeres, volvería a usar ropas

femeninas.

¿Habían vuelto a manifestarse sus voces? Respondió con una

rotunda afirmación y añadió que, a través de santa Catalina y santa

Margarita, Dios le había hecho saber el dolor que le había causado su

traición. Sólo había abjurado por miedo al fuego, por salvar su vida.

—Pero ahora no dudo, prefiero expiar mis culpas en la hoguera de

una vez y para siempre a soportar el tormento de la prisión.

Las prendas masculinas eran el indicio infalible de que, en realidad,

ella nunca había pensado someterse. El diablo había triunfado. Cauchon

no perdió tiempo, convocó a los jueces, informó sobre la reincidencia de

la relapsa y sometió el caso a votación. Para su espanto, sólo tres fueron

a favor de su entrega inmediata al verdugo. A Dios gracias, los jueces

sólo desempeñaban la función de asesores. El Juez Supremo era él. Lo

demás sería puro formalismo.

—¡Farewell, farewell! —exclamó sonriente, cuando Warwick se

precipitó hacia él en el patio del castillo—. ¡Podéis respirar. Ya es cosa

consumada!

De pronto todos tuvieron prisa y no les importó que en cierta

medida la ejecución se llevara a cabo atropelladamente. Después de

haber visto los ciudadanos de Ruán a la prisionera por primera vez en el

cementerio, se había generalizado en la ciudad una curiosa inquietud. Su

destino que, durante largos meses no había interesado a nadie, se

convirtió de repente en tema de vehementes controversias. En todas

partes, tanto en tabernas como en conventos, se discutía

apasionadamente sobre la culpabilidad o la inocencia de la doncella.

Debían evitar pues, cualesquiera fueran las circunstancias, que la

opinión pública se pronunciara en contra de la única sentencia que cabía

en ese caso. Se enviaron avisos, el vestuario de la catedral proveyó

cilicios y bonetes de hereje, se extrajeron las ideas medulares de la carta

155

Page 156: Linder Leo - Juana de Arco

de san Pablo a los cristianos de Corinto para incluirlas en un postrer

sermón de exhortación a penitencia; en el centro de la ciudad se

levantaron tribunas en la antigua plaza del mercado, y sobre una base

de piedra, lo suficientemente elevada para permitir que una gran

muchedumbre tuviera una buena visión de los tormentos de la pecadora,

se amontonaron haces de ramas secas.

El verdugo supervisó estos preparativos durante toda la noche a la

luz de antorchas. Para lograr una combustión lo más completa posible,

mandó rociar la pira con aceite, alquitrán y azufre e intercalar capas de

carbón. Pasada la medianoche, un mensajero de Cauchon fue a

despertar a un pintor de carteles que de ordinario trabajaba para los

comerciantes del barrio del mercado, le entregó un papel escrito y le

urgió a transcribir esa nota a un gran tablero con letra legible mientras él

esperaba. El pintor de carteles puso manos a la obra sin perder un

minuto: “Juana, como se llama a sí misma la doncella, es una embustera,

demagoga, hereje, bruja, sacrílega, infiel, soberbia, idólatra,

supersticiosa, cruel, relapsa y está poseída por demonios”.

* * *

—¡Obispo, me mandáis a la muerte!

—¡Domínate! ¡Mueres porque reincidiste en tus pecados!

—¡Os acusaré ante Dios!

Juana se aferró a uno de los monjes dominicos.

—¿Padre, dónde estaré esta noche?

—¿No pones toda tu esperanza en Dios?

—¡Naturalmente; Dios me ayudará a entrar al Paraíso!

Uno de los jueces intentó subir a la carreta para acompañarla, pero

los soldados hicieron bajar a empellones al hombre lloroso. La carreta se

puso en movimiento. Massieu, el alguacil permaneció a su lado. Las

callejuelas estrechas estaban colmadas de gente. Delante de la carreta y

detrás de ella marchaban soldados de la guarnición inglesa. Eran más de

los que había visto en Compiègne. En la plaza del mercado, hombres

armados custodiaban el patíbulo con picas.

El sermón fue muy largo. Juana observó como la sombra de la

Iglesia del Salvador se retiraba cada vez más y se alejaba de las

atestadas tribunas de los jueces y los ingleses, dejándolas finalmente al

sol. Cuanto más se prolongaba el sermón, tanto más procaces eran los

gritos de los soldados y más estentóreas sus risotadas.

156

Page 157: Linder Leo - Juana de Arco

—Vamos, señor sacerdote, ¿es que comeremos aquí?

Cuando el sermón hubo concluido, Cauchon se puso de pie y

proclamó la sentencia de muerte.

—¡Vete en paz! —rugió el sacerdote a su lado—. La Iglesia ya no

puede extender durante más tiempo su mano protectora sobre ti.

Coronaron su cabeza rapada con el bonete de hereje. La tribuna de

los jueces quedó vacía. Los soldados abrieron camino entre la multitud

para Cauchon y sus jueces. La Iglesia había cumplido su misión.

Los ingleses se demoraron un poco más. Juana se había dejado caer

sobre su plataforma. Balbuceaba oraciones, lloraba y gritaba. En ese

momento, Warwick dio la señal a los soldados:

—¡Cumplid con vuestro deber!

Cuando el verdugo la alzó y la ató, el cardenal de Inglaterra no pudo

contenerse y no fue el único en desatarse en llanto. La mayoría, mujeres,

hombres, barqueros del Sena, comerciantes y hasta muchos de los

ingleses de la tribuna dieron rienda suelta a sus lágrimas sin

inhibiciones.

Juana pidió una cruz. Isambart fue a la iglesia del Salvador en busca

de una cruz de procesión, pero antes de que regresara, un soldado

inglés ya había hecho una cruz rústica con dos palos que extrajo de la

pira. La doncella la tomó, la besó y la metió en su pecho, antes de que le

ataran las manos al poste.

Massieu hubo de renunciar a su intento de llegar a ella porque de

súbito se alzaron de los haces de ramas secas grandes llamaradas.

Tampoco pudo acercarse a ella el verdugo para acelerar su muerte por

estrangulación. Isambart sostuvo el crucifijo de procesión ante su rostro

hasta que el calor de las llamas lo obligó a retroceder. La gritería

histérica del público casi ahogaba los alaridos de la agonizante.

—¡Jesús, Jesús!

Cuando los jirones carbonizados de su cilicio bailaron sobre las

brasas, el verdugo dispersó una vez más el humo y las llamas.

Sí, cualquiera podía reconocer todavía que el terror de las huestes

inglesas había sido en verdad una mujer.

El peón del verdugo barrió las cenizas, recolectó los huesos y lo

metió todo en un saco. Como todos en Ruán, él también había oído al

secretario del rey de Inglaterra gritar a último momento: “¡Estamos

perdidos! ¡Hemos quemado a una santa!”. Bueno, ahora le correspondía

el honor de arrojar al Sena los restos de esa santa. Warwick debía saber

qué quería. Debajo de las cenizas asomó algo carnoso y sangrante. El

157

Page 158: Linder Leo - Juana de Arco

peón lo recogió. Parecía un corazón. Hasta ese momento, nunca había

visto que el corazón no se quemara después de haber sido alimentado el

fuego con aceite y azufre.

158

Page 159: Linder Leo - Juana de Arco

Intermedio

Una paz buena y segura

¡Cuánto le hubiera gustado quedarse hasta la liberación de París! y

aun entonces, probablemente no se habría dado descanso hasta que el

último soldado inglés se hubiera embarcado rumbo a las costas de

Albión. ¿Qué otra opción le queda a una persona que no quiere transigir

por ninguna circunstancia con las situaciones dadas y para quien la

capitulación no entra en consideración? ¿Habría regresado alguna vez a

la alquería de sus padres, algo que en los días que siguieron a la

coronación ella misma calificó como su ilusión, cualesquiera hayan sido

sus intenciones? De todos modos, no volvió a ver jamás a su madre y

presumiblemente tampoco encontró a su padre cuando se dio la

oportunidad aquella vez en Reims. El último recuerdo que quedó de ella

a sus progenitores fue su estampa en medio de los dignatarios más

encumbrados del reino junto al altar de la catedral de Reims.

¿Se habría casado tal vez —con Dunois, Jean de Metz o su íntimo

confidente D’Aulon— para criar hijos y cuidar geranios en un pequeño

castillo junto al Loira? Quizá los consejeros del rey de Francia habrían

considerado esta salida como la solución ideal. Sin embargo, ella no

encajaría en ninguno de los roles que su mundo y su época ofrecían a la

mujer, haciendo caso omiso de que en su siglo y en los dos siguientes un

papel para una mujer bien podía ser consumirse en humo en una pira.

¿Una persona como ella que se rebelaba con tanta tenacidad a toda

clasificación, que originaba divergencias con tanta agudeza y que

desafiaba a valoraciones tan contradictorias, podía alguna vez retirarse

entre bastidores y volver a una vida insignificante? Juana de Arco no, con

absoluta certeza; al menos, no, mientras subsistieran a su juicio razones

para seguir luchando. Tal vez, si le hubiese sido concedida una vida más

larga habría intervenido exitosamente en los combates de las décadas

siguientes junto a La Hire o Alençon. Lo único seguro e incontestable es

que en los doce meses que mediaron entre Orleans y Compiègne ejerció

159

Page 160: Linder Leo - Juana de Arco

en el curso de la historia europea una influencia mucho mayor que

cualquier otro protagonista sobre el escenario político del Continente;

otro hecho indiscutible es que desde la batalla de Azincourt, gracias a su

intervención, la hoja se volvió por primera vez y definitivamente en favor

del rey de Francia.

Por cierto, no fue solo mérito suyo. Otras causas convergieron para

lograrlo. Lentamente, los ingleses comprendieron que por largo tiempo

Francia seguiría siendo para ellos una empresa que requería subvención.

En la parte que ocupaban de ese país no sólo debían correr con los

costos de la guerra, sino también atender los costos económicos

resultantes. El terror sembrado por las bandas de mercenarios

desocupados, dirigidas por jefes que no rendían cuentas a nadie en el

mundo, crecía sin tregua. Comarcas enteras se despoblaban porque sus

habitantes habían sido asesinados o habían huido a las ciudades, cada

vez más atacadas por las pestes. Para el parlamento inglés, Francia era

como un barril sin fondo y su oposición al reclutamiento de nuevas

tropas limitaba cada vez más la libertad de acción de su soberano en ese

país.

No obstante, en un primer momento parecieron estar a la altura de

la situación. Su meta primordial, quemar a la bruja, la alcanzaron

después de dos años de la caída de Orleans. En el mismo año de 1431 La

Hire, apoyado por Dunois, se batió en la Normandía con resultados

cambiantes, y en momentos en que Juana era procesada, llegó a ocupar

una ciudad vecina de Ruán. De todos modos no se atrevió a atacar el

cuartel principal inglés en esta ciudad. En cambio, en la Champaña, las

tropas de Carlos sufrieron una derrota que no pudo evitar ni el niño

pastor Guillaume, enviado de Dios y que el arzobispo de Reims había

puesto en juego como sucesor de Juana. Capturado por los ingleses, fue

sometido a juicio sumarísimo y arrojado al Sena.

Pero, a partir de 1432 tuvieron motivo para preocuparse

seriamente: Dunois conquistó Chartres y, aún más grave para los

ingleses, dejó de existir Anne de Borgoña, la esposa de Bedford y eterna

mediadora toda vez que surgían tensiones entre los miembros de la

alianza. El duque de Borgoña era su hermano y su relación con Bedford

no era la mejor.

En 1433, Trémoille, el espíritu maligno de la política francesa, fue

víctima de una revuelta palaciega. Sobrevivió porque el efecto de la

estocada recibida fue amortiguado por las masas adiposas de su vientre,

pero perdió su puesto en la corte. Su sucesor sería su antecesor

160

Page 161: Linder Leo - Juana de Arco

Richemont. Carlos dejó caer a Trémoille, como tarde o temprano dejó

caer a todos sus íntimos amigos y asesores, aunque lo salvó del tribunal

ante el cual lo habría llevado de buena gana el señor de Giac, cuyo

progenitor fue asesinado por el propio dignatario en su castillo de Sully

durante un banquete de reconciliación. Trémoille, la más venenosa en el

nido de serpientes que era la corte francesa, murió de muerte natural

trece años más tarde.

Como si se hubiera roto un hechizo, con su derrocamiento, la

dinámica y la fortuna de la política francesa cambió de golpe. En 1434,

Carlos concertó una alianza con el emperador alemán que puso final al

aislamiento de Francia en la política exterior. En 1435, el duque de

Borgoña prometió neutralidad por el tratado de Arras: se rompió la

coalición con Inglaterra, con lo cual el tratado de Troyes dejó de tener

razón de ser. Así se hizo realidad la “buena y firme paz” entre Francia y

Borgoña que Juana había anticipado en tantas de sus cartas. A partir de

ese momento, los ingleses fueron considerados en toda Francia

extranjeros e intrusos. Ese mismo año murieron los arquitectos del

tratado de Troyes: el duque de Bedford en Ruán e Isabel de Baviera en

París. Y en 1436 esta ciudad abrió sus puertas a un ejército francés

comandado por Richemont. Desde las ventanas llovieron escabeles y

arcones sobre las tropas inglesas en retirada. Al emprender su huida a

Inglaterra, Cauchon debió recordar la última profecía de Juana: “Antes de

que pasen siete años, los ingleses sufrirán una pérdida mucho más

grande que la de Orleans...”.

Ese año aconteció algo notable. Apareció una mujer que dijo

llamarse Juana de Arco y aseguraba haber escapado de una prisión

inglesa. Durante tres años, la nostalgia del pueblo por su amada heroína

triunfó sobre el sano entendimiento humano, y la falsa doncella fue

homenajeada y servida hasta que el rey en persona puso fin a la

superchería en Orleans. Se comprobó la aparición de otras dos falsas

Juanas de Arco, pero probablemente hubo muchas más.

Los que siguieron fueron años tranquilos. Los ingleses se aferraron

obstinadamente a sus últimas posesiones en el Continente, Normandía y

Aquitania, pero en principio no hubo nuevas acciones bélicas. La única

noticia importante del año 1438 fue el deceso del abogado de la Iglesia

en el proceso contra Juana de Arco, Jean d'Estivet: lo encontraron

ahogado en una cloaca. En 1440, después de la muerte de su marido,

Isabelle Romee, la madre de Juana, se mudó de Domrémy a Orleans,

donde vivió venerada y a costas del Estado otros dieciocho años.

161

Page 162: Linder Leo - Juana de Arco

En 1444 se llegó por fin a la celebración de una tregua de cinco

años entre Francia e Inglaterra. No solo el Parlamento, sino el propio

monarca, Enrique VII, que a la sazón contaba veintidós años, se

inclinaron por la finalización pacífica de un derramamiento de sangre

que se había prolongado durante más de tres generaciones.

Ese año, Carlos VII evidenció por fin esa decisión que más tarde le

valió el apodo de “el victorioso”. Organizó una reforma militar que, en

caso de guerra, lo independizaría del parecer y arbitrio de sus vasallos,

con el resultado de que cuando los ingleses rompieron el armisticio en

1448 pudo poner en acción el primer ejército estable de Europa desde

los días de los romanos. Un año más tarde, entró en Ruán como

vencedor y en 1450 salió de Normandía el último soldado inglés.

Carlos no habló nunca jamás de Juana, al menos en público. Pero

aun cuando lo que más anhelaba era borrar de su memoria ese año con

la doncella, los espectros del pasado volvieron a visitarlo en Ruán.

Muchos querían saber por fin qué había sucedido en realidad en aquellos

días, no sólo esos niños que Juana sostuvo sobre la pila bautismal y que

a la sazón andaban por los veinte. Hasta al propio Carlos debía interesar

una aclaración de los acontecimientos. Después de todo, según el

dictamen de la Iglesia válido hasta ese momento, él debía su corona a

una hereje. Por lo tanto, nombró una comisión para que realizara las

investigaciones pertinentes.

Primeramente, fueron interrogados los dominicos de Ruán, entre

ellos Isambart de la Pierre, que había permanecido al lado de Juana

hasta su último suspiro, así como el actuario Machon y el alguacil

Massieu, luego les tocó el turno a sus jueces, en tanto estuvieran vivos

aún; por ejemplo, Cauchon ya había muerto en 1442, en Inglaterra. Por

último, apareció en Domrémy y sus alrededores un enjambre de

funcionarios del rey munidos de cuestionarios. En 1455 —Carlos llevaba

esta empresa con palpable repugnancia— se llegó a la solemne apertura

del proceso de rehabilitación en Nôtre Dame de París. La madre de Juana

entregó a los legados pontificios un petitorio, les contó sus peripecias y

se desmayó. Por tercera vez, la Iglesia hubo de ocuparse de ésta, la más

molesta de todas las vírgenes. Dado que Juana había sido condenada por

un tribunal de la Inquisición, sólo la Iglesia podía expurgarla. Un total de

ciento catorce testigos, entre los que se contaron Dunois y Alençon,

aportaron sus recuerdos para aclarar el caso.

Como quedó evidenciado, a veinte años de la muerte de la doncella,

todos los interrogados todavía conservaban un fiel recuerdo de ella. Sólo

162

Page 163: Linder Leo - Juana de Arco

a sus jueces les resultaba difícil recordarla: en algunos, la amnesia

abarcaba el proceso en su totalidad; a otros les llegaba a la memoria

principalmente la presión que habían tenido que soportar por parte de

las fuerzas de ocupación de entonces y endosaban los cargos a los

ingleses. Como había sucedido ya en 1431, de las declaraciones de los

testigos no surgieron asideros para una sospecha de manejos

anticristianos y el proceso de condenación se declaró oficialmente nulo

en julio de 1456. De tal suerte, Carlos alcanzó lo alcanzable; él estaba

vivo, Juana estaba muerta y ambos habían quedado liberados de la

mácula de herejía.

Antes de que concluyera este procedimiento la Guerra de los Cien

Años tocó a su fin casi imperceptiblemente. En 1451, Dunois conquistó

Aquitania, ciudad a ciudad, ocupó Burdeos e interrumpió el comercio con

Inglaterra. Despojada de su principal fuente de ingresos, la ciudad se

volvió hacia Inglaterra en demanda de auxilio. En octubre de 1452, el

anciano Talbot llegó a Médoc con un ejército. En la primavera siguiente

atacó con 7.000 hombres frente a Castillon a una pequeña sección del

ejército francés y sufrió una terrible derrota. Lo decisivo para el triunfo

francés fue la artillería, muy perfeccionada, mientras que los ingleses,

confiados en sus arqueros, ignoraron este avance técnico. Cuando

emprendían la retirada, el octogenario Talbot cayó de su caballo y fue

despedazado a golpes de sable.

Con excepción de Calais, los ingleses perdieron todas sus

posesiones continentales. Francia conquistó su unificación nacional pero,

al cabo de ciento dieciséis años de guerra, estaba devastada. Las luchas,

el hambre y la peste diezmaron la población en tal medida que el nivel

de vida de preguerra en el siglo XIII no se volvió a alcanzar hasta el siglo

XVIII antes de la Revolución.

De los camaradas de lucha de Juana no todos vivieron el final de la

guerra. La Hire, uno de los primeros que se ganó su confianza, falleció en

1442, a los sesenta y dos años, en su lecho, después de haber librado

incontables batallas; Gilles de Rais fue decapitado en 1440 cuando se le

pudo probar el asesinato de unos mil niños, en su mayoría varones, que

primeramente fueron torturados y por último sacrificados en misas

negras y conjuros diabólicos, actos que constituyeron el único contenido

de su vida después de la despedida de Juana. Sólo cuando se comprobó

que en un vasto radio alrededor de su castillo prácticamente no

quedaban niños, la Iglesia se armó de valor para procesar al mariscal de

Francia y asesino múltiple Gilles de Rais.

163

Page 164: Linder Leo - Juana de Arco

En 1440, Dunois compró el antiguo castillo normando de

Beaugency, después de que fueron subsanados los daños que

provocaron los disparos de Alençon en 1429.

Dirigió muchas de las operaciones militares contra los ingleses y

pudo gozar los frutos de sus triunfos durante quince años más, hasta que

la muerte lo sorprendió en Beaugency en 1468.

En cambio, la vida de su bello duque Alençon fue realmente

desgraciada. Alrededor de 1450, se puso de lado de los que se oponían a

la reforma militar de Carlos que quitó poder a la nobleza y limitó la

conducción de la guerra a un asunto exclusivo del poder central. Durante

el proceso de rehabilitación, y por encargo del rey, Dunois lo arrestó y lo

condenó a prisión reforzada en una fortaleza. Pasó tres años en su celda

dedicado a la lectura y a jugar ajedrez con sus guardias. Cuando Carlos

murió en 1461, su hijo y sucesor Luis XI lo dejó en libertad, pero al poco

tiempo Alençon se malquistó con el flamante soberano, fue condenado a

muerte y dos años más tarde murió prisionero en el Louvre. Los meses

pasados con Juana quizá fueran los mejores de su vida.

164

Page 165: Linder Leo - Juana de Arco

EPÍLOGO

Juana de Arcoen el espejo de los tiempos

165

Page 166: Linder Leo - Juana de Arco

Vaucouleurs hoy muestra sus estrechas callejuelas, un hotel Jeanne

d’Arc en el centro, una estatua ecuestre de la doncella frente al

ayuntamiento, una senda Juana de Arco que pasa por las insignificantes

ruinas del castillo de Baudricourt y lleva cuesta arriba a la puerta de

Francia. Queda poco de la en otros tiempos imponente obra de

fortificación: la torre del Rey junto a la calle principal, en gran parte

incorporada a una vieja casa y la torre de los Ingleses, plantada entre

cuadros de hortalizas y flores. Lo que deja una viva impresión es la visita

a Henri Bataille, dueño de un pequeño museo privado de Juana de Arco,

en lo alto de la puerta de Francia. Monsieur Bataille, según su confesión,

“¡Dentro de once años cumpliré cien!”, recuerda la visita del ministro de

Asuntos Exteriores de Alemania, Joachim von Ribbentrop en 1942. Por

aquel entonces Hitler había dicho a Ribbentrop que fuera la Juana de

Arco de los alemanes.

Todo el mundo creó su propia imagen de ella: instrumento sin

voluntad de poderes celestiales, gladiadora, santa nacional, heroína

nacional, ángel vengador. Sobre una de las placas votivas de mármol

que se exhiben en la oscura iglesia de Domrémy se puede leer: “Gracias,

por haber detenido a los alemanes en Lorena, 1914”. A los pies de la

pequeña estatua en su casa paterna hay una rosa artificial y a su lado

una nota manuscrita: “Con veneración a Juana de Arco, Ellen Preuss, una

señora de Alemania”. En el registro de visitantes, expuesto a la entrada,

aparecen viajeros de Alaska, Australia, EE. UU., Japón, etcétera. “Santa

Juana, guárdame del demonio”, reza una entrada en francés y unas

páginas más adelante se ve una leyenda en caracteres chinos.

Domrémy hoy es una aldea como una infinidad de otras aldeas, con

granjas y carpinterías que fabrican imitaciones de muebles de estilo, en

el linde del lugar la casa natal, nada espectacular, unos pasos más

adelante el curso del Mosa, sombreado de árboles y arbustos costeros;

un lugar tan poco llamativo como la propia zagala Juana, antes de que se

166

Page 167: Linder Leo - Juana de Arco

marchara a Vaucouleurs. Sin embargo, desde hace cinco siglos y medio

se visita como lugar de peregrinación. En 1872, el historiador francés

Michelet, especializado en Juana de Arco, aventó su cólera por la derrota

que acababan de infligirles los prusianos con la siguiente nota en el

registro de visitantes: “¡Prusianos que visitéis esta humilde casa,

temblad, porque aquí flota todavía el espíritu de Dios!”. De hecho, la

visita que Theodor Fontane había realizado a Domrémy, dos años antes,

tuvo consecuencias desagradables para él. Esa misma noche lo

arrestaron bajo el cargo de espía prusiano. Para Michel de Montaigne,

que en 1580 viajó a Italia para visitar unos baños, Domrémy bien valía

una escapada: “De aquí era oriunda la famosa doncella de Orleans que

se llamó Juana de Arco o Dallis. La fachada de la pequeña morada está

cubierta de pinturas que aluden a sus hazañas, pero el tiempo las ha

deteriorado”.

Cada siglo mantuvo vivo su recuerdo, pero cada época se la

imaginó diferente porque siempre se volvía a trabajar en su imagen por

renovados motivos, en la mayoría de los casos con la intención de

mostrarla dócil, de hacerla encajar en el rompecabezas político,

teológico o psicológico deseado en cada momento. Con todo, siempre

propuso a cada generación nuevos enigmas, como lo hizo con sus

contemporáneos.

Después de su muerte los historiadores oficiales no pudieron verla

ni pintada por mucho tiempo. Hasta bien entrado el siglo XVII fue

mencionada en las crónicas francesas a lo sumo como una protegida de

Carlos VII o de Baudricourt, una figuranta en el escenario de la Guerra de

los Cien Años, una mascota de los poderosos. El propio Carlos de manera

alguna estaba interesado en homenajearla como salvadora, y para sus

sucesores no fue menos embarazoso que, en su momento, el rey y los

comandantes del ejército se hubieran doblegado a la voluntad de una

mujer. En la medida de lo posible, se intentó acallar el escándalo. En un

libro de oraciones de finales del siglo XV, que contiene ilustraciones

relativas a la historia de Carlos VII, fue representada consecuentemente

como mujer de luenga cabellera y faldas hasta los pies. Se omitió allí

toda indicación de que ella hubiera empuñado una espada.

Lo que para los políticos fuera un hierro candente, para los artistas

y poetas agua para su molino. De todos los episodios de su breve y

meteórica carrera se dedujo un firme canon pictográfico que estuvo a la

misma altura de aquellos temas clásicos de los que se nutrían las artes

plásticas, a saber, las epopeyas antiguas y las historias bíblicas del

167

Page 168: Linder Leo - Juana de Arco

Antiguo y Nuevo Testamento. En innumerables tapices, ilustraciones de

libros y pinturas fue celebrada como mujer vigorosa y heroica guerrera.

En 1583, su imagen apareció hasta entre los “Fieles retratos de grandes

hombres”. François Villon, nacido el año en que Juana murió, la contó

entre las grandes mujeres del pasado y, en 1516, un profesor de la

universidad de París la designó “gran guerrera de Francia”.

Aunque en su vida no había mucho que decir en cuanto a los goces

y tormentos del amor, los poetas y, a partir del siglo XVII, también los

dramaturgos se inspiraron en ella una y otra vez. En 1656, el poeta

Chapelain compuso un cantar de gesta de doce estrofas, titulado “La

poucelle ou la France delivrée”. Esta alambicada obra, que destaca una y

otra vez la virginidad de Juana, provocó que cien años más tarde Voltaire

escribiera la pieza más extravagante de la literatura sobre la heroína.

Los escritores del ilustrado siglo XVIII sólo fueron capaces de ver en

Juana de Arco a una embaucadora y una pelota en el juego de la política

e hicieron todo lo posible por erradicarla de la historia francesa. Nadie

fue tan exitoso en este cometido como Voltaire que, en su libro “La

doncella”, aparecido en 1761, hizo de ella una caricatura pornográfica.

Según la idea básica de la obra, Francia sólo podía ganar la guerra

contra Inglaterra si Juana lograba defender su virginidad durante un año.

Lo consiguió a trancas y barrancas y al final, después de que su asno

alado se lanzó a la batalla en vano por su castidad, ella pudo echarse

aliviada en los brazos de Dunois que la esperaba impaciente. Con su

ingeniosa profanación del culto a la heroína, Voltaire dio en el nervio de

la época: su libro pasó de mano en mano por todas las cortes europeas.

Federico el Grande de Prusia lo leyó con tanto entusiasmo como Catalina

la Grande de Rusia y María Teresa, en Viena. Al menos para el mundo

culto, Voltaire dejó a Juana de Arco como una quimera del Medioevo.

Durante la Revolución Francesa Juana dividió a los intelectos. Las

mujeres de ideas revolucionarias tomaron a Juana de Arco como

promotora de sus derechos y se apoyaron expresamente en su ejemplo

cuando insistieron en que las dejaran luchar lado a lado con los hombres

en las filas de la Revolución. Las soportaron un año en el ejército, pero

luego las mandaron de vuelta a casa. Desde 1793 en adelante, las

mujeres que se mostraban en público ataviadas con ropa masculina

fueron arrestadas como siempre.

Desde un principio, los hombres de la revolución desconfiaron de

Juana de Arco por ser sierva de príncipes, mandaron derribar los

monumentos a su memoria en toda Francia y prohibieron las fiestas en

168

Page 169: Linder Leo - Juana de Arco

su nombre.

Muy pronto, en el siglo XIX, quedó en evidencia lo vano de los

intentos de la centuria anterior de matarla por el ridículo o convertirla en

tabú mediante la ideología. En 1801 apareció “La doncella de Orleans”

de Schiller, una pieza ampulosa de glorificante sentimentalismo, sin un

solo punto de contacto con la Juana de Arco de la historia. Al final de la

pieza, la heroína escapa de este caldero de brujas de ideas operísticas

mediante la ascensión al cielo: “¡Cómo me siento... leves nubes me

elevan... la pesada armadura se ha convertido en alado vestido...!”. Los

contemporáneos de Schiller quedaron aterrados en su mayoría. Madame

de Staël señaló que en el caso de Juana de Arco los hechos eran más

grandiosos que la ficción, y Ludwig Tieck manifestó algo parecido: “El

milagro de su aparición ya es bastante grande e inexplicable... [El poeta

tiene] por cierto un pesado oficio, hacernos creíble aquello de lo que fue

testigo ocular toda una era. ¿Debe atribuir a una figura mágica la

omnisciencia?”.

Entretanto, Juana de Arco fue rehabilitada oficialmente en su patria:

Napoleón, que como advenedizo ya no necesitaba tener

contemplaciones con la susceptibilidad de anteriores estirpes de

soberanos, reconoció en ella la personificación de las mejores virtudes

francesas y la calificó de genio militar. En 1803, volvió a permitir las

fiestas en conmemoración de Juana de Arco, abolidas por la Revolución.

En 1820, se bautizó con su nombre el primer buque de guerra, una

fragata de cincuenta y dos cañones y a lo largo del tiempo le siguieron

otros cinco.

Poco a poco se convirtió en la suma de todo lo bueno. En 1813, el

marqués de Sade confrontó en su última novela a la casta Juana de Arco

con la perversa Isabel de Baviera y la alabó como a la mujer más

extraordinaria de su tiempo. Contrariamente a lo que ocurrió con el

drama de Schiller, este libro se tomó como dignificación de la Juana de

Arco histórica.

En la primera mitad del siglo XIX, toda una generación de

historiadores románticos de color liberal y republicano se ocupó por

primera vez de ella seriamente y la reconoció como Fille du Peuple, la

hija del pueblo, que hizo realidad para su facción el ideal democrático de

la colaboración política del pueblo llano; la que impuso sus ideas

políticas apoyada en las entusiastas masas populares, en contra de la

desconfianza y la sostenida resistencia de la nobleza. Para estos

historiadores ya no estuvieron en primer plano sus divergencias de

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opiniones estratégicas con el rey y sus consejeros, sino su apego al

pueblo, su sano entendimiento humano, su comunicación con las masas.

Los actos de Juana se interpretaron como expresión de la creación

espontánea de la nación y a ella misma como precursora de la

Revolución de 1789, como hermana de Danton.

Y en el campo visual tuvo acceso otra relación de parentesco: la de

la hija y del hijo de Dios, su relación con Jesucristo; Michelet, el mismo

que descargó su ira contra los visitantes prusianos en el registro de

Domrémy, definió el día de su muerte como el más sublime que

amaneció en el mundo desde el del Gólgota, porque Juana derramó su

sangre por Francia. De hecho, no pasan inadvertidas ciertas

coincidencias en su vida y la de Jesús: su humilde cuna, la vocación, la

conciencia de su apostolado, su misión liberadora, la traición y una

muerte ignominiosa después de un proceso político, todo lo cual influyó

en gente como Alejandro Dumas quien en 1842 escribió: “A su manera

fue el Cristo de Francia que redimió los pecados de nuestra nación, así

como Cristo redimió los pecados del mundo”.

Era inevitable que en vista de su proximidad a la persona del

Salvador de la Cristiandad, la Iglesia Católica empezara a interesarse de

nuevo en ella. Por buenas razones, fue quien más se demoró en tocar el

tema, pero en 1850 el obispo de Orleans se hizo portavoz de un

movimiento, cuyo propósito era la canonización de Juana de Arco. El

trasfondo fue, además de los sentimientos patrióticos locales del obispo,

el intento de la Iglesia de salvar la santidad en su forma femenina en un

mundo de racionalidad capitalista y burguesa y poder ofrecer a las

obreras de las fábricas un modelo piadoso. Para ese fin la popular Juana

de Arco, como Nuestra Señora en armadura, les vino de perilla.

A la larga, estas aspiraciones iban a hacer peligrar más su

indestructible fama póstuma que el escarnio de los iluministas. En la

enconada polémica entre monárquicos y clericales por un lado y

republicanos y anticlericales por el otro, que condicionó la política de

Francia de la segunda mitad del siglo, Juana de Arco quedó al principio

entre los dos frentes, luego los liberales la dejaron caer e ingresó en las

filas de la derecha. En 1878 los dos partidos se enfrentaron

irreconciliablemente: unos abogaron por la introducción de las

celebraciones nacionales en honor de Juana de Arco y los otros por la

institución del día nacional de Voltaire. La izquierda injurió a Juana de

Arco como doncella de los militares, la derecha hizo la contra con la

propuesta de suplantar a la Marsellesa como himno nacional, por un

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himno a la bandera de la doncella.

Lo que caldeó aún más los ánimos fue la guerra de 1870-1871 que

Francia perdió frente a Prusia. Para las fuerzas conservadoras, Juana de

Arco ya no solo fue bienvenida como santa, sino también como ángel

vengador. La uncieron con éxito a la cruzada propagandística del

desquite contra el imperio alemán, con el resultado de que Francia

quedó inundada de estatuas de la doncella. En 1910 se contaron

alrededor de 20.000 en iglesias y lugares públicos. En numerosas

representaciones en cuadros de estilo histórico o en los ventanales de

las iglesias, la aureola sobre su cabeza se anticipó en varias décadas a

su canonización por parte del Vaticano.

Entretanto, hacía mucho que ya no se trataba de la Juana de Arco

histórica, se trataba de un mascarón político, de un espantajo político;

sin embargo, un episodio acaecido en 1913 en la Place des Pyramides de

París, donde hubo un enfrentamiento entre dos marchas de

manifestantes, muestra el carácter explosivo que la cuestión Juana de

Arco poseía aún. El grupo formado por miembros de organizaciones de la

juventud conservadora llevaba pancartas con la leyenda “¡Por Juana de

Arco, la gran patriota francesa!”. Las de los manifestantes de izquierda,

rezaban: “¡Por Juana de Arco, traicionada por su rey y quemada por la

Iglesia!”.

En 1909, la Santa Sede parecía dispuesta a beatificarla, pero el

Papa no consideró su canonización. Luego, en 1914 estalló la Primera

Guerra Mundial. En innumerables carteles Juana voló por los campos de

batalla, alentando a los soldados franceses: “¡Arrojadlos fuera!”. La

propuesta de constituir una “milicia de Santa Juana de Arco para lograr

el triunfo de Francia”, formada por hombres y mujeres, no fue

correspondida con el mismo amor por el Estado Mayor del Ejército. En

1918, después de terminar la guerra y caer el imperio austrohúngaro,

Francia era la última gran potencia católica que quedaba, y el Vaticano

se esforzó por buscar un acercamiento con su gobierno, como siempre

de tendencia anticlerical. El precio que el Papa tuvo que pagar por la

reconciliación con París fue la canonización de Juana de Arco en 1920.

La mácula de la santidad la convirtió en intocable a los ojos del

mundo moderno. Sólo quienes se dedicaron a ella en profundidad —en el

siglo XX lo hicieron principalmente escritores como George Bernard

Shaw y Bertolt Brecht o cineastas como Jacques Rivette— pudieron

reconocer aún en la doncella que inclinaba la cabeza en actitud de

humildad a la mujer sin parangón en la historia política de Europa: la

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mujer de acción, la mujer en primer plano. La película más famosa sobre

Juana de Arco, Passion der Jeanne d’Arc de Theodor Dreyer, del año

1928, robusteció por el contrario la tendencia mistificadora que ya se

había manifestado en la canonización. La presenta como a la inocencia

perseguida, anegada en llanto, como hermana del Cristo sufriente. Pero,

en la década de los cuarenta, Simone de Beauvoir la incluyó entre las

mujeres que se rebelaron contra los yugos inhabilitantes de la existencia

femenina. Sin embargo, las generaciones posteriores de feministas no

supieron qué hacer con una Juana de Arco que traía adherida la mancha

de la piedad y el patriotismo.

De la rebelde, de la campeona, de la Juana intolerante arrogante y

segura de vencer, de la dinámica hija de Dios, la bendición de la Iglesia

hizo una cordera devota, hermana de santa Catalina y santa Margarita,

una “buena pastora de Francia”. Despojada de este modo de sus

verdaderas cualidades para los modernos nacionalistas franceses del

Front National de Le Pen fue cosa fácil cobrar entrada para exponerla

como cartel de propaganda. Ella se habría defendido de ese atropello

con la misma réspice, con la misma perspicacia de la que hizo gala

cuando se defendió del cargo de herejía ante el tribunal de la Inquisición

en Ruán, pero hoy sería tan impotente respecto de esto, como lo fue

entonces ante sus jueces.

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Apéndice

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