linder leo - juana de arco
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Bosquejo biográfico de la polémica vida de Jeanne d'Arc. Su vida y proceso asaz extraño.TRANSCRIPT
JUANA de ARCOJUANA de ARCO
Leo Linder
Título originalJEANNE D’ARC
Edición originalEcon & List Taschenbuch Verlag
TraducciónMaría Gregor
Diseño de tapaRaquel Cané
Fotografía de tapaAKG, Berlín
Diseño de interiorVerónica Lemos
© 1998 Econ Verlag München - Düsseldorf GmbH© 2000 Ediciones B Argentina S.A.
Paseo Colón 221 - 6° - Buenos Aires - Argentina
ISBN 950-15-2123-0
Impreso en la Argentina / Printed in ArgentineDepositado de acuerdo a la Ley 11.723
Esta edición se terminó de imprimir enVERLAP S.A. Comandante Spurr 653Avellaneda - Prov. de Buenos Aires - Argentina,en el mes de mayo de 2000.
El hilo principal de este relato sigue los conocimientos que
poseemos sobre la vida de Juana de Arco fundados en la
investigación histórica. Donde habla la propia Juana, se trata
en lo esencial de citas adaptadas con cuidado al lenguaje
moderno, tal como las reproducen los protocolos del proceso
de rehabilitación y otras fuentes. En lo que atañe al proceso de
Ruán, sus declaraciones responden a los protocolos del juicio.
Por razones entendibles las declaraciones de los demás
personajes actuantes no llegó a nosotros por transmisión
escrita, sino en muy pocos casos y, en su mayoría, son frutos
de la imaginación. El único pasaje extenso de libre invención
fue la discusión entre los miembros del consejo del Acto V. De
todos modos, las distintas contribuciones al diálogo reproducen
las posturas de los oradores.
Índice
ACTO IMejor hoy que mañana.......................................................................8
IntermedioLa guerra de los cien años............................................................22
ACTO IISois vos y nadie más........................................................................31
IntermedioLa mediadora................................................................................47
ACTO IIIMi consejo será seguido...................................................................53
IntermedioEl honor del sexo débil..................................................................69
ACTO IV¡Ay, mi pequeño duque! ¿Tenéis miedo?.........................................73
IntermedioSantos e intrigantes......................................................................86
ACTO VSe ha cumplido lo que agradaba a Dios...........................................91
Intermedio¡Oh, doncella única, tú eres la más grande del reino!................107
ACTO VI¡Por mi bastón, somos suficientes!................................................112
IntermedioEntre bastidores..........................................................................129
ACTO VIINo lo pude remediar.......................................................................133
IntermedioUna paz buena y segura.............................................................156
EPÍLOGOJuana de Arco en el espejo de los tiempos.....................................162
APÉNDICEBibliografía..................................................................................171
ACTO I
Mejor hoyque mañana
Robert de Baudricourt tenía la certeza de que esa muchacha
campesina, oriunda de una de las aldeas de los alrededores —andrajosa
como muchas, de vestido rojo que hedía a hogueras de leña y estiércol,
tal vez demasiado seria para sus quince o dieciséis años, demasiado
seria y segura de sí misma—, no podía ser la que pretendiera indicar al
rey cómo debía salvar a Francia, pero así eran esas exaltadas pazguatas
de las aldeas, carentes de la menor noción del mundo.
Por supuesto, ni siquiera tendría que haberla dejado pasar, pero en
una situación tan precaria como la suya, era justificado asirse aunque
fuera a una brizna de paja. Además, solía darse el caso de mujeres que
tenían sueños y sabían cosas que a nadie más se le revelaban.
Últimamente, toda Francia se dejaba influir por las visiones de mujeres
clarividentes. Bastaba salir a la calle donde casi a diario se escuchaban
nuevas profecías. Una le había dicho dónde estaba enterrado el oro de
un tesoro con el que podría comprar más munición para sus cañones. En
esos momentos, le hubiese venido bien.
Por otra parte, la labriega representaba para el abrumado
comandante de la ciudad, preparado en todo momento para un ataque,
un aliciente que de ningún modo estimaba mezquino. Ciertamente, no
era fea; tenía constitución robusta, era bastante alta, tal vez en demasía
para su gusto, pero de pechos turgentes, largos cabellos castaños y
bonito rostro... Lo único irritante era su arrogancia, esa absoluta falta de
timidez, ni que hablar de la habitual sumisión de esa chusma. Esta
circunstancia le molestó desde el primer momento. El tío que la había
acompañado estaba mucho más nervioso que ella. Al pobre hombre le
debía haber resultado embarazoso escuchar a su joven sobrina
disparatar despreocupadamente sobre lo que el cielo y ella en persona
pensaban hacer de Francia. Lo más prudente habría sido cortar por lo
sano y mandarla de vuelta a casa con la recomendación de un par de
soberanas bofetadas para devolverla a la razón.
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Robert de Baudricourt reanudó su ronda de inspección sobre la
muralla de la ciudad de Vaucouleurs. Los centinelas estaban alerta. En
Francia había guerra, la había desde los tiempos más remotos que
recordaba Baudricourt o cualquier otro sin importar lo viejo que fuera.
Era una guerra comparable a una conflagración. Tan pronto se creía que
se había restablecido la tranquilidad, se renovaban los asedios, las
campañas, las batallas que, con odiosa regularidad, resultaban
beneficiosas para los ingleses. Últimamente, se habían puesto de su lado
los borgoñones, a los que tarde o temprano Baudricourt asiría del cuello.
De todos modos, era una guerra de final previsible. El norte de
Francia ya había caído en mano de los ingleses hasta el Loira y desde
hacía años estaba bajo su administración. Sólo era cuestión de tiempo
que los ejércitos invasores cruzaran el río y avanzaran hacia el sur. El rey
de Francia ya no tenía nada que oponer a los ingleses que peleaban con
fanatismo y estaban equipados con las armas más modernas. Si le
acompañaba algo la suerte, en el futuro llevaría a cuestas su triste
destino de refugiado tras los muros húmedos y fríos de un castillo
escocés. Si, en cambio, tenía mala suerte sería llevado a Inglaterra como
prisionero y acabaría sus días tras los muros húmedos y fríos de un
castillo inglés. En cualquiera de los casos, Baudricourt podría hacer las
maletas. Sólo abrigaba la esperanza de que sus parientes estuvieran
dispuestos y en condiciones de ofrecer su rescate, que de seguro no
sería barato. En el peor de los casos, tendría que aprender inglés para
poder intercambiar una que otra palabra con sus carceleros.
Vaucouleurs, por entonces el último enclave francés en medio de la
región borgoñona, también sería borgoñona. Y Francia, gobernada desde
Londres. Así de sencillo.
Por el momento, de una u otra manera, Baudricourt había logrado
mantener fuera de esa guerra a su nido de resistencia. Sabe Dios, que
no había sido cosa fácil. Una mirada a la muralla de la ciudad bastaba
para tener de ello pleno convencimiento: en dirección norte-sur se
extendía el dilatado valle del Mosa, que a la altura del rebosadero, era
más un arroyo que un río. La margen izquierda, desde Vaucouleurs
aguas abajo hasta Domrémy seguía siendo francesa, porque Baudricourt
era un zorro pícaro y porque la ciudad tenía una sólida muralla con
veintitrés torres fortificadas. La margen derecha, en cambio, ya
pertenecía a Lorena, oficialmente, una parte del Imperio Germánico, y
los loreneses simpatizaban con los borgoñones. Había aldeas como
Domrémy, cortadas por el Mosa y por lo tanto mitad francesas y mitad
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lorenesas, o sea prácticamente mitad borgoñonas. Al sur de Domrémy, a
menos de un día a caballo de Vaucouleurs, se encontraba la primera
ciudad borgoñona de Neufchâteau. Desde allí partían las carretas
cargadas de vino de Borgoña por la carretera principal que recorría el
valle del Mosa y pasaba delante de las murallas de Vaucouleurs, rumbo a
Flandes, que pertenecía asimismo a Borgoña. Los flamencos pagaban
ese vino con productos textiles de lana inglesa que, a su vez, eran
transportados a Neufchâteau por la misma carretera, dejando atrás a
Vaucouleurs. Sin duda, el vino y los paños habrán interesado a sus
habitantes, pero en vista de la desigualdad de fuerzas, habían optado
por llegar a un acuerdo: los ciudadanos de Vaucouleurs no molestarían
—por el momento— a los mercaderes, y borgoñones y loreneses no
molestarían por el momento a aquéllos.
Eran relaciones complicadas; en primer lugar debió agradecerse a
la plétora de artimañas de Baudricourt y a su destreza diplomática que
allí, en el valle, la guerra sólo se manifestara hasta entonces en forma de
riñas entre los jóvenes de las dos márgenes del río. Por cierto, de vez en
cuando se dejaban ver grupos de mercenarios que hacían la guerra por
su propia cuenta. Tres años atrás, Domrémy había sido atacada,
saqueada e incendiada por soldados, pero esos eran sólo desbordes de
una guerra que había afectado a otras regiones de Francia con mucha
mayor dureza. No sólo eran desvastados los campos una y otra vez por
los grandes ejércitos, lo más temible eran las bandas de mercenarios
desocupados, los desolladores, que recorrían el territorio en todas
direcciones sembrando el terror, incendiando, violando y asesinando.
Aún en tiempos en los que reinaba una paz engañosa, porque ambas
partes necesitaban reunir nuevas fuerzas, nadie tenía asegurada su vida.
En comparación, en el valle del Mosa reinaba cierta tranquilidad, nadie
pasaba hambre y la mayoría tenía un techo sobre la cabeza, exclusión
hecha de los mendigos y los lisiados de la guerra.
De pronto, a escasos dos meses de la visita de la extraña doncella,
pulularon en el valle del Mosa los hombres armados, ingleses,
borgoñones mercenarios de media Europa, cuatro mil, cinco mil
hombres, un número mayor de la población total de Vaucouleurs. Los
campesinos huyeron con sus familias a Neufchâteau, sus aldeas
abandonadas fueron saqueadas, y Vaucouleurs, bombardeada durante
semanas con morteros y por último invadida. Todos calculaban que
Baudricourt capitularía.
Pero Baudricourt no capituló. Negoció con los agresores un nuevo
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tratado por el cual los habitantes de su ciudad se comprometían a
abstenerse de toda hostilidad en el futuro, y los sitiadores, a levantar el
sitio. Eso era más de lo que se podía esperar: Vaucouleurs había
quedado desconectada, pero la vida continuó y la orilla izquierda del
Mosa siguió siendo francesa. Tres meses más tarde Baudricourt barruntó
que este medio triunfo había sido sólo una etapa más en el camino hacia
la caída definitiva: el 12 de octubre se enteró por boca del jadeante
Colet de Vienne, mensajero del rey, que las tropas angloborgoñonas
habían cercado a Orleans, el último baluarte francés que hasta entonces
había impedido a las huestes inglesas atravesar el Loira y conquistar el
sur de Francia. Con la caída de Orleans, se habría perdido la guerra y
también el rey.
Ya era invierno. Entonces se dejó ver de nuevo la del vestido rojo en
las estrechas callejas de Vaucouleurs. Uno de los primeros en
reconocerla fue Jean de Metz, un oficial de Baudricourt, que había estado
presente como oyente cuando ella explicó a su señor cómo debía salvar
a Francia. Para su sorpresa, el militar comprobó que verla de nuevo lo
alegró y fue a su encuentro.
—¡Ea, corazón!, ¿qué haces tú aquí? Ya nada se puede hacer por el
rey y nosotros, mejor sería que nos preparáramos para hacernos
ingleses, ¿tengo razón?
La doncella ignoró su sarcasmo.
—He venido a esta ciudad, leal al rey, para hablar con Robert de
Baudricourt, para que me conduzca por fin a Chinon a presencia del
soberano. Tengo que llegar a él antes de mediados de marzo, aunque
me desuelle los talones y llegue andando de rodillas. Nadie de este
mundo, ni rey ni duques podrán salvar a Francia, salvo yo. Creedme que
preferiría permanecer junto a mi madre hilando, pues, en realidad, aquí
no se me ha perdido nada. Pero debo partir porque así lo quiere mi
Señor.
—¿Y quién es “tu” señor?
—Dios.
Jean de Metz informó a Baudricourt sobre el diálogo mantenido con
la campesina y que en esta ocasión ella se había alojado en casa de un
herrero de Vaucouleurs llamado Le Royer.
—El siguiente asedio —suspiró Baudricourt. De hecho, la doncella
no soltó la presa. Importunó a los guardias, se infiltró en el patio del
castillo y abrumó al personal con preguntas para llegar al señor de
Baudricourt. Éste no pensaba recibirla, pero tuvo que reconocer que
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desde su última visita había cambiado la atmósfera en la ciudad. Orleans
seguía cercada desde hacía tres meses y el rey de Francia, con
excepción de algunos llamados a mantener la resistencia, no había
emprendido ninguna acción para ayudar a la ciudad asediada. El ánimo
en Vaucouleurs fluctuaba entre la resignación y la desesperación, y esta
pícara aprovechaba la situación diciendo por doquier que por designio
divino, ella en persona quería liberar a Orleans y legitimar al rey en su
trono mediante su solemne coronación en Reims, lo cual no era una
mala idea en el fondo, es preciso admitirlo, pues el monarca se había
contentado hasta entonces con proclamarse soberano. La labriega
aseguraba también que si le proveían los medios para cabalgar hasta
Chinon, donde estaba la corte, expulsaría a un enemigo que todos los
generales de Francia habían enfrentado impotentes y sin saber qué
hacer. La gente no reía en estruendosas carcajadas, sino que la
escuchaba con atención y cierto alivio. La herrería de Royer se había
convertido en lugar de peregrinación de los crédulos y de los ingenuos.
Si las cosas seguían de ese modo, conseguiría convertirse en la mujer
del año 1429, al menos en Vaucouleurs. En consecuencia, Baudricourt la
mandó llamar.
Allí estaba de nuevo: la del vestido rojo, de luengos cabellos
castaños y olor a establo, esta vez enriquecido con el aroma de cascos
de caballo chamuscados. Y esa imperturbabilidad que lo ponía tan
nervioso. ¿Qué quería de él? Caballos y hombres, pues debía ver al rey
en Chinon a más tardar antes de mediados de marzo. Hasta ese
momento, el soberano debería abstenerse de todo intento de salvar a
Orleans o cualquier acto arbitrario. La única ayuda posible para él y
Francia sólo la brindaría ella. Por otra parte, el reino de Francia no le
pertenecía a él, que a sus ojos no era más que el delfín, sino a su Señor,
el rey de los cielos y Su voluntad era que fuera coronado en Reims.
Nadie debía preocuparse por el enemigo. Éste no podría impedir la
coronación pues ella en persona conduciría al delfín hasta Reims.
Baudricourt le hizo notar que, probablemente, ese día su rey de los
cielos le estaría hablando en inglés, si Vaucouleurs no hubiera capitulado
en el verano, pero la doncella no se inmutó.
—Vaucouleurs no capituló. No creáis que esta misión me agrada. Sé
que sólo soy una moza simple. No sé cabalgar y ni qué hablar de hacer
la guerra, pero mis voces no me dejan elección y el arcángel san Miguel
me ha encomendado expresamente a vos, señor Baudricourt.
—¿Oyes voces?
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La joven guardó silencio. ¿Cuál era el plan ideado para liberar a
Orleans? Sólo hablaría sobre el particular con el propio rey y nadie más.
Jean de Metz la acompañó fuera de la estancia.
Baudricourt estaba más convencido que nunca que se las veía con
una persona que no sabía qué decía. Una muchacha amorosa, sí, pero
chiflada, aunque no lo pareciera. No se le ocurrió reservársela para
alguna de esas noches; había algo en ella que parecía no concordar.
Encomendó a sus oficiales Bertrand de Poulengy y Jean de Metz, este
último espectador gorrista de la herrería, que no la perdieran de vista e
indagaran sobre ella: de dónde procedía, qué había hecho hasta
entonces, qué pensaba de ella la gente, qué había de esas voces que
decía escuchar.
Los oficiales averiguaron lo siguiente: su nombre era Juana Darc,
rondaba los diecisiete años y venía del pueblo de Domrémy, donde sus
progenitores poseían una casa, vecina a la iglesia, o sea en la margen
izquierda, la francesa. Tenía tres hermanos varones y una hermana. Su
madre Isabel se apellidaba Rommée, lo cual aludía tal vez a su placer
por peregrinar. Su padre Jacques Darc, campesino y segundo alcalde de
Domrémy, no era pobre, pero tampoco rico.
—Lo conozco —interrumpió Baudricourt—. El año pasado
compareció ante mí como representante de los vecinos por una cuestión
jurídica. Un hombre tranquilo.
Ninguno sabía de las ambiciones extravagantes de su hija. Juana
prometía convertirse en una buena ama de casa. Colaboraba con su
madre en los quehaceres domésticos, cocinaba bien, era diestra en el
manejo de la rueca, en ocasiones cuidaba el ganado y hasta ayudaba a
su padre con el arado.
—Eso explica su constitución física —interrumpió Baudricourt.
El cura estaba encantado con ella. Se confesaba con frecuencia y no
perdía una sola misa. Cuando trabajaba en los campos, dejaba todo
plantado en cuanto tañían las campanas llamando al servicio de Dios.
Era capaz de salirse de sus casillas cuando alguna vez el sacristán
olvidaba tocar las campanas, más aún, trataba de estimular al anciano
con pequeños obsequios para que lo hiciera con puntualidad. Algunos
opinaban que lo suyo era exagerado y en la aldea se burlaban de ella
por su devoción, pero eso no la perturbaba en absoluto. Nadie olvidó
mencionar su bondad. Cuidaba de los enfermos y en ocasiones hasta
cedía su lecho a los mendigos vagabundos.
—¿Por casualidad, no se acostará con ellos por pura caridad? —
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sugirió Baudricourt.
Se decía, que en esas ocasiones dormía en la cocina, acostada en el
suelo. Algunos aldeanos creían saber que ella había hecho voto de
castidad. Trascendió hace unos meses, durante un proceso en Toul. Su
prometido la había acusado por ruptura de la promesa de casamiento.
Juana negó saber de esa o cualquier otra promesa matrimonial y juró mil
veces no haberla hecho jamás. Tal vez sus padres, deseosos de casarla,
habían tenido algo que ver en el asunto, pero Juana prefirió enfrentarse a
una acción judicial, antes que doblegarse a la voluntad paterna. Además,
entre padre e hija parecía haber desavenencias. En Domrémy corría la
voz que el hombre había amenazado ahogarla en el Mosa si insistía en la
idea de andar entre los soldados. No se descartaba que alguna vez
participara en las pendencias que se daban entre los mozos de las dos
orillas enemistadas. Ella tenía fuerza como para eso y no había duda de
su odio hacia los borgoñones. De todos modos, padre e hija casi no
intercambiaban palabra últimamente.
—¿Sospecha el buen hombre dónde se encuentra la niña en estos
momentos? —inquirió Baudricourt.
Por lo visto, no. Juana había engañado a su familia. En su casa
creían que se encontraba en lo de Durant Laxart para ayudar en los
quehaceres domésticos. Laxart era el tío que la había acompañado la
vez anterior. Vivía en Burey-le-Petit, un caserío situado frente a las
puertas de Vaucouleurs, y su esposa acababa de dar a luz.
Convengamos que Juana no era tonta. Burey estaba bastante lejos de
Domrémy y bastante cerca de Vaucouleurs como para mantener
constante contacto con Laxart. Había conseguido ganarse la complicidad
del tío transmitiéndole esta profecía conocida hasta la saciedad: a
Francia la había perdido una mujer y sería reconquistada por una virgen.
La última parte se la atribuía a ella. No sólo Laxart, esa alma simple, se
dejó persuadir, sino también la buena Catherine Le Royer, posadera en
Vaucouleurs, que le tenía enorme simpatía por su amabilidad, su
laboriosidad y sencillez.
—¿Sencilla? ¿Y las voces? —preguntó Baudricourt.
Falso indicio. Ni siquiera al cura de Domrémy se le había ocurrido
una explicación. A lo sumo le extrañaba que una persona de vida tan
ejemplar como Juana, fuera a confesarse con tanta frecuencia. Acaso las
voces podían guardar relación con un árbol que en Domrémy veneraban
como el de las hadas, una corpulenta haya de crecimiento proporcionado
y largas ramas colgantes que se alzaba fuera de la aldea y antaño había
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sido el lugar donde bailaban las mujeres y las brujas, según se decía. En
Domrémy, festejaban a su sombra el comienzo de la primavera y Juana
siempre había participado con entusiasmo en el baile y el canto. Pero
esas manifestaciones sólo podían ser tomadas como inocentes gozos de
la vida campesina. En todo caso, nadie había sorprendido jamás a la
joven sola en las proximidades del árbol.
—En otras palabras —resumió Baudricourt— tiene el material de un
ama de casa normal, de una santa normal y de una impostora normal. ¿Y
yo voy a mandar a Chinon a semejante persona?
Mientras Baudricourt luchaba consigo mismo, Juana decidió no
seguir contando con su ayuda. Vaucouleurs debía ser su trampolín para
llegar a Chinon y no una estación terminal. No soportaba más la espera y
la apremiaba ver al rey pues el plazo se acortaba. Según comentó a
Catherine Le Royer, para ella el tiempo parecía transcurrir tan lento
como para una mujer embarazada. ¿Pero con quién podía contar con
seguridad? Con Laxart y su amigo Alain.
También con Jean de Metz. El pobre hombre se había enamorado de
ella —no le había pasado inadvertido— y en una de sus últimas visitas se
había mostrado muy ceremonioso, tomado su mano y prometido
acompañarla a Chinon. La siguiente pregunta que le formuló, le permitió
comprobar la seriedad de sus propósitos. ¿Pensaba emprender esa
travesía con su vestido rojo? Por supuesto que no, respondió ella, y al día
siguiente Jean apareció con algunas prendas de vestir en desuso de uno
de sus sirvientes: un calzón, una chaqueta y una gorra. La muchacha se
puso esa ropa, recogió su larga cabellera dentro de la gorra, y todos,
Catherine, su marido y en particular Jean de Metz, opinaron que hacía
muy buena figura vestida de varón. Dado que había resuelto abandonar
Vaucouleurs sin la bendición de Baudricourt, consideraron conveniente
no involucrar en la aventura al joven de Metz.
Laxart y Alain se mostraron dispuestos a acompañarla aun cuando
ninguno de los dos sabía dónde quedaba Chinon y, por añadidura, el
primero tendría que dejar a su mujer que se reponía de su reciente
alumbramiento.
En el mercado de caballos gastaron doce francos en la adquisición
de una cabalgadura para Juana y al día siguiente, muy de madrugada,
emprendieron camino a Chinon.
Nunca se había sentado sobre una silla de montar, pero se sentía
cómoda con sus ropas de varón y en tanto los caballos anduvieron al
paso no se quedaba rezagada. Cabalgaron hacia el oeste a través de
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colinas, a campo traviesa por pelados bosques invernales porque hacerlo
por la carretera principal habría sido demasiado peligroso. Así llegaron
hasta la capilla de Saint-Nicolas-de-Septfons, patrono de los viajeros;
Juana había considerado aconsejable ponerse bajo su protección al
iniciar una travesía preparada de manera tan precipitada. En
consecuencia, entró en la capilla y se arrodilló para rezar.
De pronto la rodeó una gran claridad, una claridad mayor que la
que entraba por las pequeñas ventanas de la capilla en esa mañana
invernal. De la luz brotaron dos figuras femeninas que portaban
relucientes coronas en sus cabezas: santa Catalina y santa Margarita y
ambas se dirigieron a ella en un francés claro y comprensible. Juana no
se alarmó. El fenómeno le era familiar y casi había contado con él. Se
repetía desde hacía cuatro años, cuando ella tenía trece, desde ese
espantoso día en que los soldados atacaron y saquearon Domrémy. En
aquella ocasión, oraba a mediodía en el huerto de su padre cuando de
pronto percibió una luz a su derecha, donde se alzaban las ruinas
ennegrecidas de la iglesia incendiada. En aquella ocasión, estuvo a
punto de morir de miedo, tanto más cuanto que de la dirección de la luz
le llegó una voz. Al cabo de un rato la luz se extinguió y la voz calló, pero
unos días más tarde reapareció repentinamente y en esa ocasión
reconoció una figura nimbada por los rayos; era el arcángel san Miguel,
el capitán de las huestes celestiales que le habló, aunque ella no
entendió nada. Sin embargo, con el tiempo lo logró, porque las
apariciones se repitieron a plazos cada vez más cortos y en el ínterin no
pasaba día en que santa Catalina y santa Margarita, suplentes desde
hacía mucho del arcángel san Miguel, no se presentaran ante ella con
tanta claridad y nitidez como si hubiera tenido delante a Laxart y Alain.
Juana disfrutaba esos momentos en compañía de las santas y rompía en
llanto cuando se retiraban. Si bien los encuentros eran confortantes y
gratificantes, lo que le pedían las mensajeras del cielo era terrible:
“Salva a Francia, libera a Orleans, ve al rey, abandona tu aldea a orillas
del Mosa, pero sin que tu padre lo advierta”. Las dos santas le inculcaron
esto durante meses antes de partir ella hacia Vaucouleurs. De ahí en
más recibió consejos, indicaciones y advertencias más precisas y, como
cabía esperar considerando su origen celestial, siempre eran benéficos y
razonables.
Juana salió de la capilla, montó su caballo y dijo a sus dos
acompañantes que la idea de partir de Vaucouleurs de manera tan
improvisada no era buena por lo que debían regresar. Supo en ese
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momento que pronto aprendería a cabalgar.
Volvió a pedir albergue a los Royers e intentó reanudar contacto
con Baudricourt. Él era el único a quien ella había mencionado lo de sus
voces, pues ni siquiera el cura de Domrémy sabía de ellas. Tal vez lo
hiciera para dar énfasis a sus argumentos, pero no sirvió para disipar su
desconfianza. Incluido su primer intento, hacía ya tres cuartas partes del
año que se empeñaba en cumplir lo que sus voces le pedían y no se
engañaba en cuanto a que no había avanzado ni un paso decisivo en su
consecución.
De pronto, aconteció algo extraño e incomprensible: un mensajero
del duque de Luxemburgo se presentó en la herrería y, a duras penas,
hizo oír su voz por encima de los martillazos y el resoplido de los fuelles,
para preguntar por Juana. Luego le transmitió en su alambicada jerga
cortesana el deseo del duque Carlos II de Luxemburgo de que ella lo
visitara en Nancy, su ciudad capital, entregó un salvoconducto y se
marchó. Baudricourt no se dejó ver pero, ¿quién otro podía estar detrás
de eso? ¿Cómo sabía de ella el duque de Luxemburgo, que gozaba de la
reputación de bandido y libertino no sólo en la margen izquierda del
Mosa. En Neufchâteau, donde había buscado refugio durante el sitio
aquel verano, hasta los gorriones sabían que él había repudiado a su
legítima esposa y engendrado cinco bastardos con su favorita. Por
añadidura, Carlos II estaba de parte de los borgoñones. ¿Qué tendría ella
que hacer en Nancy? ¿Qué querría de ella el duque? Por otro lado, era
evidente que ya se había acercado más de lo que sospechaba a su meta
provisoria de atraer la atención sobre su persona. Por lo tanto, su lucha
por hacerse oír no había sido en vano. Luego estaba ese mundo
desconocido al cual su nombre ya había logrado acceder, ese mundo en
el que tarde o temprano tendría que moverse. No estaría mal
familiarizarse con él oportunamente. De todos modos, un giro
inesperado era un giro, justamente lo que anhelaba desde hacía meses.
En consecuencia se puso en camino.
Sus dos paladines Laxart y Alain volvieron a acompañarla esta vez y
también se sumó Jean de Metz que había conseguido agenciarse una
misión en Toul y al menos pudo estar a su lado la mitad de la travesía.
Nancy era una gran ciudad. Juana conocía Neufchâteau, Vaucouleurs y
Toul, pero aquélla era algo diferente. Quizá Chinon fuera tan bella y
vasta como Nancy, tal vez más grande y hermosa. En todo caso, así se
veía el gran mundo, un verdadero castillo, el salón de audiencias de un
duque.
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Carlos de Luxemburgo no había cumplido aún los cuarenta, pero
una perniciosa enfermedad había agotado sus energías vitales. Tal vez
debió asombrarlo ver una mujer en prendas masculinas, pero es
probable que lo hubieran preparado, en todo caso no dijo una sola
palabra al respecto. El único tema que le interesaba era su enfermedad.
—¿Recobraré mi salud? —le preguntó.
Al parecer la consideraba una clarividente o una milagrera.
Juana no quiso mentirle ni dejarlo ni un segundo en la idea errónea
acerca de la diferencia que había entre ella y una vidente común y
corriente.
—Yo no lo sé, pero si seguís tratando tan mal como hasta ahora a
vuestra legítima esposa, seguramente no os curaréis de esta
enfermedad.
El duque escuchó atónito la insólita reprensión y Juana, cambiando
de tema, le pidió una escolta para continuar su viaje a Chinon. El duque
no le prestó atención. No quería hablar de política con una mujer y
menos en un momento en que sólo le preocupaba su recuperación.
Finalmente, Juana le prometió orar por su salud, no sin señalar de nuevo,
que las oraciones son inútiles cuando alguien persevera obstinadamente
en su condenable forma de vida. El duque la despidió con un laso
movimiento de la mano y cuatro francos de oro como compensación por
sus molestias.
Ella no había podido hacer nada por el noble señor, pero debió
considerar un gran triunfo ese paseo a Nancy: había aumentado su
caudal en cuatro francos de oro y hecho una valiosa experiencia, a
saber, que aun una moza campesina podía permitirse ciertas libertades
frente al señor más encumbrado, cuando la antecedía la fama de tener
alianza con poderes sobrenaturales.
Por cierto, no acertaba a explicarse cómo había logrado ese
renombre ante el duque Carlos.
Sus progresos fueron notorios en el arte de cabalgar. De manera
misteriosa el viaje a Nancy echó a rodar la piedra. Cada día aportaba
nuevas pruebas de su popularidad entre los habitantes de Vaucouleurs,
no sólo por su anuncio de la salvación de Francia en el último minuto,
sino también por su propia persona, la joven Juana Darc. Poco después
de su retorno, hasta el propio Baudricourt se dejó ver en la herrería. Lo
acompañaba el cura de Saint-Laurent, el reverendo Fourier. Baudricourt
pidió que interrumpieran un momento el martilleo, mandó llamar a Juana
y se retiró con ella y con Fourier al patio posterior. Una vez allí, le explicó
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con cierta aspereza que sería sometida a un conjuro, a un juicio de Dios
o como quisiera llamarlo, se presentaría en el centro del patio y todo lo
demás correría por cuenta del cura. El religioso se puso su estola, se
irguió a cierta distancia frente a Juana, alzó los brazos al cielo y clamó
con voz vibrante:
—¡Si tienes alianza con el diablo, retrocede! Pero si te anima un
espíritu benigno, avanza hacia mí.
La doncella jamás había visto nada tan necio en su vida, pero al
parecer Baudricourt lo tomaba muy en serio. En consecuencia, se
arrodilló y de hinojos avanzó hasta Fourier, tieso como una estatua.
Después de aguardar un rato se incorporó y dijo:
—Ésta no es una buena idea, reverendo; vos, mejor que nadie,
sabéis que soy una buena cristiana y me confieso con vos casi cada día.
El cura guardó silencio y Baudricourt observó que a menudo era
difícil establecer diferencias entre los servidores del diablo y los hijos de
la luz. Cuando se hubieron marchado, Juana corrió al encuentro de
Catherine Le Royer y las dos mujeres rieron a sus anchas.
Luego apareció Jean de Metz para conducir a la joven a la presencia
de Baudricourt. Estaba sentado en su despacho y todavía se debatía
consigo mismo. Juana no tenía alianza con el diablo, pero
lamentablemente eso no era bastante definitorio. Si la mandaba a
Chinon, en la corte relacionarían enseguida la cosa con su nombre. “Esta
pastora chiflada nos la mandó Baudricourt.” Conocía la corte y sabía
cómo se procedía allí. ¿Pero si a pesar de todo la enviaba, qué podía
resultar en el mejor de los casos? Tal vez como portavoz del pueblo
lograra despertar al rey de su letargo, sacudirlo y moverlo a realizar un
postrer intento para libertar a Orleans. No había mucho más que hacer.
Por otro lado, sabe Dios que la muchacha había logrado lo que se le
había metido en la cabeza. Tampoco era preciso que echara enseguida a
todos los ingleses. Posiblemente con su obstinación consiguiera hacerse
escuchar por uno u otro en la corte. ¿Escuchar qué? Prefería no saberlo
con exactitud. De todos modos, se aseguraría el apoyo de la gente
sencilla hecha de la misma madera, tan combustible en Chinon como en
Vaucouleurs.
Su última entrevista con Juana fue más breve que la anterior.
—¿Cuándo querrías partir?
—Hoy mejor que mañana y mañana mejor que pasado mañana.
—Concédeme un plazo de seis días.
Baudricourt organizó el viaje con su acostumbrada minuciosidad y
20
circunspección. Escribió una carta a la cancillería real en la cual se refirió
a la joven con benevolencia y, al mismo tiempo, tan reservado como
para que su misiva no se entendiera como una clara recomendación.
Luego destinó seis hombres a su escolta, buenos hombres
experimentados en el arte de guerrear, entre ellos a Bertrand de
Poulengy, Jean de Metz y Colet de Vienne, el mensajero del rey,
familiarizado con los rodeos. Por último, le procuró un caballo mejor que
valía más los dieciséis francos que había costado que el viejo jamelgo los
doce.
En la ciudad la excitación crecía día a día. Los vecinos recogieron
dinero y mandaron confeccionar ropa nueva para ella —prendas
masculinas cortadas a medida, un chaleco gris antracita, calzones de
suave cuero castaño y un capote negro que se ajustaba a la cabeza
como una caperuza y caía sobre los hombros o bien podía usarse
arrollado alrededor de la cabeza. Pero aun así no parecía un hombre, y
su deseo expreso era parecerse lo más posible. Catherine Le Royer le
encasquetó entonces una cacerola y procedió a cortar todo el pelo que
asomaba debajo de ella y luego le rasuró las sienes y la nuca. El
resultado fue un peinado estilo hongo como el que usaban todos los
hombres. Quedaba por resolver el problema del busto... bueno. Bajo el
peto de una armadura de hierro habría pasado más disimulado, pero tal
vez la conseguiría más adelante.
El día de la partida fue el 13 de febrero de 1429. Vaucouleurs en
pleno estuvo en pie. En la puerta de Francia, la salida hacia el oeste, se
había formado una inextricable aglomeración en torno a Juana, su
escolta y Baudricourt. Éste actuó ceremoniosamente e hizo jurar a sus
hombres en voz alta para que todos escucharan su promesa de velar por
la seguridad y salud de Juana. Trajeron las cabalgaduras y la joven y sus
acompañantes montaron en ellas.
Baudricourt se abrió paso para entregarle una espada, el emblema
de la dignidad de caballero. Juana había contado con todo menos con
semejante honor. En algún momento tendría que defenderse, pero sobre
todo atacar. Aunque al principio vaciló, acabó aceptando la dádiva.
Las últimas palabras de Baudricourt fueron: “Ve, ve; que venga lo
que tenga que venir. ¡En marcha, ya!”.
Al parecer todavía no estaba del todo convencido.
Juana cabalgó en pos de su escolta y Vaucouleurs pareció quedar
muy atrás. Y Chinon se le antojaba al alcance de su mano.
21
Intermedio
La guerra de los cien años
Así o muy parecido debió de ser el desarrollo del primer acto del
drama de Juana de Arco. Éstas o muy parecidas palabras cambiaron ella,
Baudricourt y los demás personajes. Hoy en día, se sabe con bastante
certeza, pues en los últimos quinientos setenta años se publicaron
alrededor de 15.000 tratados, novelas, artículos, poemas, dramas y
estudios sobre su vida. No sólo es el personaje más fascinante del siglo
XV, sino también el mejor documentado e investigado a fondo. Las
fuentes más fidedignas en las que obtuvimos nuestro conocimiento
sobre su vida y su mundo de ideas fueron los autos: los protocolos de
sus declaraciones a lo largo de su proceso condenatorio y las textuales
declaraciones de los testigos que fueron interrogados en ocasión del
proceso de rehabilitación, veinticinco años más tarde. Se sabe más de la
infancia y la adolescencia de esta labriega, que de muchos personajes
históricos de alta cuna. Ella en persona suministró a sus jueces
información más o menos detallada sobre numerosos aspectos de su
vida pública y privada y en tiempos del proceso de rehabilitación todavía
vivían muchos de los que la habían conocido en su temprana niñez.
No obstante, quien se proponga reproducir su biografía completa,
tendrá que valerse en ciertos pasajes de conjeturas y estimaciones, y
quien desee hacer un relato novelado habrá de recurrir en ocasiones a
su imaginación. Este libro no es una excepción. Muchos han intentado
buscar explicación a los desconcertantes y misteriosos acontecimientos
que acompañaron su aparición en el escenario de la Francia devastada
por la guerra. Ya Baudricourt —como más tarde sus jueces— se vio
frente al insoluble deber de decidir entre Dios y el diablo como su fuerza
impulsora. En la actualidad, esta cuestión ya no nos preocupa pero sí
otras muchas que atañen a su acción casi mágica, a sus sorprendentes
triunfos en un dominio que era exclusivamente asunto de hombres y no
en último término sus visiones. En este libro no se intenta una
22
explicación nueva de ellas. En su época, fueron muchos los que vieron
apariciones como Juana de Arco, en especial las mujeres; este fenómeno
se dio en todos los tiempos. San Pablo, Lutero y santa Teresa de Ávila
pasaron por esta experiencia y en nuestros días se cuentan por millares
los que han tenido visiones, sólo que ya nadie habla de ellas como una
gracia sino como una enfermedad. Juana de Arco era una visionaria
particularmente genial, pero está claro que sus voces, su arcángel y sus
santos eran también el eco de sus propios anhelos, temores y
esperanzas, por ende una realidad, razón por la cual los tratamos aquí
como realidades.
Unas palabras acerca del apellido de Juana. La grafía d'Arc, con
cierto aire aristocrático, fue empleada por primera vez en 1576 por un
poeta de Orleans y no se propagó hasta el siglo XIX. En los documentos
de la época se encuentran las más variadas grafías como Dars, Darx,
Dart y la más frecuente Darc. Juana jamás utilizó su apellido.
Conscientemente, se apartó de la tradición y la descendencia de su
familia. Hasta que el rey fue coronado en Reims, lo nombró con porfía “el
delfín”, porque no veía en él sino al príncipe heredero, hasta tanto no
hubiese recibido en la catedral de Reims, las insignias del reino y la
santa unción como todos sus antecesores. Los franceses llamaban
godons a los ingleses, en alusión a su imprecación preferida God damn
me, un mote que, como en todas las épocas, se acostumbraba poner al
enemigo.
Antes de continuar esta biografía, siempre basados en los
resultados de las investigaciones y las fuentes, debemos echar una
mirada minuciosa a la Francia de comienzos del siglo XV. La situación
caótica de este país y el grado de desmoralización de su clase política,
serían totalmente incomprensibles sin el conocimiento de los
acontecimientos históricos que llevaron a ellos.
Convengamos que aún en conocimiento de estos procesos cuesta
comprenderlos. Sin embargo, sólo el que conozca el trasfondo histórico
tendrá una noción de aquello en lo que se metió Juana de Arco cuando
se dispuso a cumplir la misión que sus voces le dictaban.
Es menester cavar muy hondo para dejar al descubierto las raíces
de este conflicto. En 1066, Inglaterra fue conquistada por un francés, el
duque de Normandía que, en adelante, se conoció con el nombre de
Guillermo el Conquistador. En los tiempos que siguieron, los soberanos
ingleses y franceses se entendieron de maravilla, hablaban el mismo
idioma —el francés—, se consideraban parientes y participaban juntos en
23
las cruzadas. Pero en 1154 surgió el primer problema: el francés Enrique
Plantagenet del condado de Anjou subió al trono de Inglaterra; en sí algo
no alarmante aún. Sin embargo, como consorte de Leonor, duquesa de
Aquitania, Enrique se convirtió al mismo tiempo en duque de la inmensa
y rica región de la costa meridional de Francia que era el ducado de
Aquitania con su capital Burdeos. Como rey, era su propio señor, pero
como duque seguía siendo vasallo del rey de Francia.
Los vasallos gobernaban, en calidad de representantes del
monarca, extensas partes de ese país, provincias que, por ley, no les
pertenecían. Pero cuanto más poderoso era un vasallo, tanto más se
inclinaba a presentarse como amo y señor en la rutina política.
Enrique Plantagenet no sólo era muy poderoso en su calidad de
duque de Aquitania, sino también por su dignidad de rey de Inglaterra,
circunstancia por la cual rehusó hincar la rodilla ante su colega francés.
Por este acto, el vasallo reconocía al soberano como su señor; el rey de
Francia debía exigir su cumplimiento si no quería estimular a la rebelión
a los demás vasallos. Pero ni uno ni otro podían ceder a riesgo de perder
imagen o más. Un error de construcción jurídica que tarde o temprano
llevaría a la guerra.
Aquitania se convirtió en la manzana de la discordia entre Inglaterra
y Francia. Los franceses intentaron negociaciones y lo hicieron con
violencia, primeramente, para hacer entrar en razón a los ingleses en
cuanto a lo de los homenajes y también con miras a expulsarlos después
de ese ducado, pero ellos dependían del Continente.
Sus naves necesitaban los puertos de Burdeos y Bayona como
estaciones intermedias en sus travesías al Mediterráneo. Por otra parte,
los mercaderes de lana británicos tampoco querían perder el contacto
directo con los viñedos de los alrededores de Burdeos —Inglaterra
importaba cada año 800.000 hectolitros de vino de Aquitania—. Los
ingleses respondieron a la violencia con violencia, y en 1337 el rey
Eduardo III llegó a elevar su pretensión a la corona de Francia.
Semejante pretensión no carecía de fundamento por cuanto nueve
años antes el rey Carlos IV había fallecido sin dejar un heredero varón.
Por lo tanto, sus posibles sucesores eran Felipe de Valois y Eduardo III, el
primero por ser primo del difunto monarca y el segundo por ser su yerno.
El parlamento optó por Felipe, no por su grado de parentesco más
cercano, sino porque a diferencia de Eduardo había nacido en suelo galo.
Por ende, una decisión que respondía más a una discriminación entre
ingleses y franceses que a una posición jurídica.
24
Es posible que Eduardo no alimentara serias esperanzas respecto a
la corona de Francia y que, después de todo sólo quisiera llevarse en su
costal la total soberanía sobre Aquitania, pero hizo una apuesta
demasiado arriesgada. Felipe VI ocupó el ducado. La jugada contraria de
Eduardo III fue exhibir la artillería más pesada a su disposición y se
proclamó rey de Francia.
A partir de entonces esta querella familiar no se limitó a la habitual
disputa de territorios, de ahí en más se jugó al todo por el todo.
Comenzó la Guerra de los Cien Años que por ciento dieciséis años
convertiría a esas dos naciones, a esos dos pueblos, en encarnizados
enemigos. Fueron enemigos dispares. Con una población de quince
millones de habitantes, Francia era el país europeo de mayor densidad
demográfica. De clima benigno, suelos feraces, agricultura floreciente y
económicamente independiente, sus vecinos debían verlo como el país
en el que manaba el vino, la leche y la miel. Sin embargo, la magnitud
de su territorio dificultaba la organización y el trabajo de una
administración efectiva, así como la rápida y acertada leva de tropas en
caso de guerra. Además, la dependencia del rey de sus poderosos
vasallos, contrarrestaba su operatividad. Al iniciarse la contienda, la
superioridad de Francia parecía estar fuera de toda duda y a su
soberano, que desde comienzos del siglo XIV tenía al Papa bajo su
dominio, le sobraban razones para sentirse el más poderoso de
Occidente.
Con sus cuatro millones de habitantes, Inglaterra dependía en lo
económico por completo de la exportación. La base de su bienestar eran
los enormes rebaños de ovinos, verdaderamente monstruosos, cuya lana
exquisita se mandaba de preferencia a Flandes. Pero, a diferencia de
Francia, disponía de una administración altamente desarrollada y el rey
gozaba del apoyo de un parlamento provisto de amplios poderes, en el
cual también tenían voz los acaudalados fabricantes de paños a los que
interesaba asegurarse un vasto y seguro mercado en el Continente para
la colocación de sus productos. Dichas estructuras facilitaban tanto la
recaudación de impuestos como el reclutamiento de tropas. Por
consiguiente en Inglaterra la política se practicaba sobre una base
mucho más sólida.
De acuerdo con las antiguas reglas de las lides caballerescas, la
guerra que acababa de estallar debía concluir al cabo de algunas
campañas, pero los ingleses no pensaron en atenerse a ellas.
En el antepuerto de la ciudad flamenca de Brujas, empezaron por
25
batir a cañonazos a la flota naval francesa inmovilizada; de doscientas
naves sólo se salvaron cuarenta. De esta manera, Inglaterra obtuvo la
supremacía absoluta del litoral marítimo y sus barcos pudieron amarrar
donde se les antojara.
El siguiente paso de Eduardo III fue desembarcar en Normandía con
sus tropas. El ejército francés con Carlos VI a la cabeza salió a su
encuentro a marchas forzadas. Las dos fuerzas se encontraron el 26 de
agosto de 1346 en las cercanías de la pequeña ciudad norteña de Crécy.
Las tropas inglesas se situaron en formación estratégica sobre una
colina que dominaba el río Somme. El ejército del rey de Francia,
agotado tras un día de marcha forzada, avanzó en increíble desorden.
Las primeras secciones alcanzaron las posiciones enemigas bien entrada
la tarde. Nadie dio la señal de alto, y el rey se vio en la imposibilidad de
detener el avance de sus tropas. De todos modos, la vanguardia, un
contingente de dos mil ballesteros alemanes logró ponerse en posición
de ataque. De pronto, se desencadenó un torrencial aguacero que
convirtió el suelo en un lodazal, y cuando dejó de llover, volvió a salir un
sol que cegó a los franceses. Desde lo alto de su colina, los arqueros
ingleses dieron un paso al frente y dispararon miles de flechas que
cayeron con ímpetu devastador y gran ruido sobre los ballesteros que,
presa del pánico, huyeron en busca de seguridad para caer en manos de
la caballería francesa, cuyo comandante supremo le había ordenado
matar a los desertores. Mientras los soldados a caballo se dedicaban a
masacrar a sus propios ballesteros, semihundidos en el barro, los
arqueros ingleses dieron otro paso al frente.
Al ponerse el sol, el ejército francés había quedado aniquilado por el
enemigo que durante la batalla no abandonó ni una sola vez su posición,
ni registró pérdidas sensibles.
En el campo de batalla de Crécy, Francia conoció de la manera más
espantosa un fenómeno que hoy denominaríamos cambio de estructura;
un profundo cambio en las estructuras del pensamiento que abrió
nuevas posibilidades de acción hasta entonces ignoradas.
En una palabra: los ingleses eran más modernos que sus
adversarios.
Desde hacía siglos, el ejército francés estaba integrado casi
exclusivamente por nobles para quienes la guerra significaba a la vez un
oficio y una forma de vida. Estos nobles y sus vasallos representaban un
agrupamiento de individualistas de limitado compromiso. Así, una
campaña no debía durar más allá de cuarenta días, pasados los cuales
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cada cual era libre de regresar a su casa. Si dentro de ese plazo no se
había llegado a un combate victorioso, la campaña tenía para el rey de
Francia las mismas consecuencias que una derrota. Por falta de tiempo,
en la mayoría de los casos había que renunciar a las estrategias sutiles.
Por el contrario, el ejército inglés estaba compuesto por hombres de
la más variada procedencia, contratados por una suma y un período de
tiempo determinados. Eran casi profesionales, porque muchos de los que
lucharon en Francia ya habían marchado a la guerra contra los
escoceses. Los batallones ingleses eran más pequeños que los formados
por vasallos franceses y en gran parte estaban integrados por infantes,
acostumbrados a pasar necesidades, sometidos a una rigurosa disciplina
militar, con preparación táctica y movidos por una celo patriótico que los
nobles franceses jamás hubieran imaginado.
Además, disponían de arcos largos, el arma más moderna y terrible
de su época, arcos de la altura de un hombre, capaces de lanzar flechas
relativamente pesadas a una gran distancia gracias a la tensión de sus
cuerdas. Los arqueros se agrupaban en grandes pelotones de combate y
disparaban simultáneamente miles de flechas en elevada parábola. La
fuerza de percusión de estas salvas era devastadora, dejando de lado el
efecto psicológico del ruido creciente, como un rayo, que causaba una
nube de estos proyectiles. Frente a esta superioridad, por mucho tiempo
no les quedó a los franceses otra alternativa que evitar las batallas a
campo abierto y limitarse a las guerrillas en las que participaban
pequeñas formaciones de mercenarios, principalmente extranjeros.
En los tiempos que siguieron, los ingleses alentados por su triunfo
en Crécy, extendieron su control sobre casi todas las regiones de la
costa atlántica de Francia y en 1356 llegaron a hacer prisionero al rey y
llevarlo a Londres, una catástrofe sin parangón para todo el reino.
La nobleza, incapaz de cumplir su misión de proteger al pueblo,
perdió todo crédito a los ojos de aquél. Las bandas de mercenarios
asolaban el país y estallaban las sediciones por doquier. Hacía mucho
que las partes intervinientes habían perdido la visión de conjunto, pero
poco a poco empezaron a tener noción de la aventura desastrosa en la
que se habían precipitado.
En 1364, en medio de un caos generalizado, Carlos V fue coronado
nuevo rey de Francia en Reims. Practicó con buen resultado la técnica de
la guerrilla, atacó a los ingleses en su punto más débil y persiguió una
política de tierra arrasada. Los ejércitos ya no se distinguían de las
hordas de mercenarios merodeadores, pero lograron reconquistar
27
Aquitania con excepción de algunas regiones pequeñas. En 1377, el
agotamiento financiero condujo a una tregua. La codicia y la ambición de
los nobles rebasaban por lejos las posibilidades de sus provincias. Pueblo
y nación quedaron desangrados y Francia devastada en gran medida.
La prolongada tregua que siguió tuvo visos de paz, pero no fue sino
un estado de postración. De pronto, los tímidos intentos de acercamiento
de las dos partes tuvieron un súbito final: Carlos VI enloqueció. Sin
motivo aparente atacó con la espada a sus propios hombres y dio
muerte a cuatro. Poco tiempo después provocó un incendio durante una
fiesta en la corte y de ahí en más aumentaron los signos de su
esquizofrenia. Dejó de hablar y de comer, ya no se higienizaba y atacaba
con la espada a todo aquel que provocara su enojo. Ese hombre era el
padre del delfín, a cuyo encuentro en Chinon quería ir Juana de Arco.
Su madre era Isabel de Baviera, a quien llamaban “La reina Venus”,
a la que el pueblo atribuyó la primera parte de la profecía, según la cual
una mujer causaría la perdición de Francia y una virgen la salvaría.
Aunque había sido una beldad en su juventud, a la sazón se había
convertido en una obesa grotesca, que se desplazaba en una silla de
ruedas confeccionada especialmente a su medida y viajaba en un
carruaje a prueba de truenos construido para su exclusivo uso personal,
con todos los dispositivos posibles para amortiguar los ruidos. Ella sentía
pánico por las tormentas, los puentes y los lugares abiertos. Después de
abandonar a su consorte enajenado en 1402 tuvo amoríos con todo
aquel que predominara en el cruento juego de intrigas por el poder en
Francia.
Primeramente fue Luis de Orleans, el hermano del rey, desde hacía
mucho tiempo inepto para gobernar. Su rival era el duque de Borgoña,
Juan sin Miedo, que reprochó a Luis haber malversado las recaudaciones
de impuestos tributados por Borgoña. Además, Luis, brillante vividor
altanero e inescrupuloso, le inspiraba profunda repugnancia. En una
noche oscura de 1407, de regreso a su casa después de cenar con
Isabel, fue atacado por varios hombres armados y descuartizado. Juan se
atribuyó el asesinato, París lo vitoreó, e Isabel se unió de allí en más al
matador de quien fuera su amante y el duque de Borgoña pasó a
gobernar a Francia, mejor dicho la parte septentrional. En el sur se formó
la resistencia contra el borgoñón encabezada por el duque de Armagnac.
Seguidamente, Juan recurrió a Inglaterra para luchar contra los
Armagnac, como se conoció en Europa a los franceses del Mediodía. Los
británicos aceptaron de buen grado reanudar la consecución de sus
28
viejas metas en Francia y, en 1415, Enrique V volvió a desembarcar con
un ejército expedicionario en Normandía.
Los Armagnac mandaron a su encuentro un ejército, no así los
borgoñones. En Azincourt, no lejos de Crécy, se trabaron en combate,
cuyo desenlace fue similar al de Crécy, hacía sesenta y nueve años. Los
jinetes franceses consideraban por debajo de su dignidad usar cañones
y, nuevamente, la pesada caballería francesa no tuvo posibilidad alguna
contra los arqueros ingleses. A la hora del crepúsculo, había 10.000
jinetes muertos, y la nobleza del sur de Francia quedó casi exterminada.
Los ingleses conquistaron Normandía y, de pronto, los borgoñones
consideraron que su triunfo sería algo muy peligroso. Sobre el puente de
Montereau negociaron la paz con los Armagnac, pero el duque Juan no
sobrevivió al acto porque en ese mismo lugar una mano asesina puso fin
a sus días. De este modo quedaron definidos los frentes: Borgoña se
puso de lado de los ingleses y, con el tratado de Troyes la reina Isabel, el
nuevo duque de Borgoña, Felipe el Bueno y el rey de Inglaterra Enrique
V, consumaron el hecho en 1420. De ahí en más Enrique V sería también
rey de Francia. Los viejos rivales se habían mancomunado, en una doble
monarquía, cuya expresión visible fue una boda anglofrancesa, la de
Catalina, hija de Isabel, con Enrique V.
Inglaterra se habría convertido así en lo que hoy denominaríamos
una potencia mundial, si al sur del Loira, en la parte de Francia no
ocupada, no continuara todavía la resistencia a la que muchos
consideraban inevitable.
Un joven que tuvo la osadía de nombrarse rey de Francia fue más
que protagonista, una figura simbólica de esa resistencia. Era Carlos VII,
hijo del difunto rey loco, Carlos VI e Isabel, la que había colaborado con
los ingleses en Troyes, y hermano de la flamante reina de Inglaterra. Era
el delfín, en quien —si damos crédito a Juana de Arco— el cielo había
puesto especial atención.
Por cierto, no eran muchos los que creían apasionadamente, como
Juana, que este Carlos habría de tener algún papel en Francia. Sin duda,
gozaba de simpatías en la región central y meridional de su país y
también en las ciudades que se levantaban en las márgenes del Loira.
En el norte, algunos vislumbraban la tan ansiada paz a partir de la
unificación de los reinos en disputa durante más de doscientos años. Los
parisinos lo aborrecían porque relacionaban a la dinastía de los Valois, a
la cual pertenecía Carlos, con el caos y los constantes aumentos de los
impuestos. De hecho, los parisinos se morían de hambre. Los indigentes
29
perseguían a los cazadores de perros para arrebatarles su presa y no se
comían los gatos, porque las ratas eran más temidas que el hambre.
Por otra parte, ¿tenía Carlos derecho a proclamarse rey? ¿Acaso su
propia madre no lo había declarado hijo ilegítimo, fruto de una noche de
amor? Si eso era cierto, y el cambio de vida de la reina Venus avalaba
esa sospecha, el trono de Francia estaba ocupado por la persona
indebida.
Pero Carlos no quiso abdicar. Expulsado de París, montó su propia
administración entre Bourges y Poitiers amparado por las mansas aguas
del Loira de un ataque sorpresivo de los ingleses. Había una situación
grotesca; su rival directo en ese momento era un niño de pecho. Enrique
VI, que en 1422, al morir su padre, tenía pocos meses de vida. Sin
embargo, el hombre que en Francia manejaba los negocios de gobierno
en nombre del todavía inconsciente rey de Inglaterra, era un adversario
digno de tomar en serio: el duque de Bedford. En 1428, éste decidió
poner fin a la amenaza del otro lado del río e incorporar finalmente el sur
de Francia a la nueva monarquía doble. Para salvar la barrera del Loira,
las tropas inglesas debían hacer saltar primeramente el cerrojo que
representaba Orleans, muy fortificada. El 12 de octubre de 1428
atacaron la ciudad y Carlos reaccionó desvalido, como un conejo ante
una serpiente. En la versión inglesa del guión de la Guerra de los Cien
Años, Orleans se reservaba para el último acto, para el final glorioso.
30
ACTO II
Sois vosy nadie más
31
En tanto se encontraran en territorio ocupado, Colet de Vienne
propuso cabalgar sólo de noche, para evitar caer en manos de los
soldados enemigos. Por su parte, Jean de Metz hizo envolver con trapos
los cascos de los caballos y así, cual un cortejo de espectros, en
apretada fila india, se desplazaban en la oscuridad haciendo el menor
ruido posible. Atravesaron comarcas devastadas, y Juana tuvo su
primera noción de lo que la guerra podía causar.
A la pálida luz de la luna, algunos campos eran irreconocibles por la
proliferación de la maleza y en fincas abandonadas se perfilaban
débilmente contra el cielo nocturnal las vigas calcinadas de los techos.
En lontananza, se escuchaba el ladrido de los perros, cantos de gallos y
en una ocasión aullidos de lobo. Hacían amplios rodeos para no pasar
por las aldeas y durante el día descansaban en graneros apartados.
Llovía a menudo, de modo que pasaban días enteros con las ropas
mojadas, pero eso no era lo peor. Lo peligroso eran los ríos que en esa
época de deshielo habían desbordado. Colet de Vienne conocía los
lugares por donde podían vadearlos, si bien en ellos la corriente también
era arrolladora y más de una vez el agua helada les llegaba hasta las
rodillas.
En las proximidades de Auxerre, Juana insistió en escuchar misa en
la ciudad y aunque Colet lo consideró una locura, ella impuso su
voluntad. Se hicieron pasar por mercaderes y poco después, con la
bendición del sacerdote, lograron abandonar la ciudad por la puerta del
oeste sin ser molestados, a pesar de que pululaban allí los soldados.
Cuando llegaron a Gien todos suspiraron aliviados, porque era una
ciudad leal al rey en la que estarían seguros. Apenas habían encontrado
una posada junto al Loira y ordenado el desayuno, cuando se asomaron
los primeros curiosos. En aquellos tiempos nadie se aventuraba a salir de
su aldea, a no ser que fuese un fugitivo y allí había gente que había
logrado llegar a Gien desde Lorena y por añadidura en compañía de una
32
moza vestida de varón. A Juana le pareció bien que cundiera la noticia de
su llegada. En Vaucouleurs había comprobado qué importante era el
apoyo de la gente sencilla y qué fácil le resultaba a ella ganarse su
simpatía. A todo el que quiso escucharla, le dijo que iban a ver al rey.
Primeramente, liberarían Orleans y luego conducirían al delfín a Reims
para su coronación. En Gien nadie rió tampoco, al menos no en su
presencia.
En los días sucesivos, Juana se mostró cada vez más sociable.
Mientras cabalgaban a través de los bosques de Sologne, bajo la lluvia,
hizo gala de buen humor y ahogó todo vestigio de duda en cuanto al
recibimiento que les tributarían en Chinon, argumentando que sus
hermanos y hermanas del Paraíso ya lo habían preparado todo y la
mantenían al corriente. Hasta el propio Colet, que desde un principio
había considerado la empresa como una idea concebida por un
Baudricourt afectado por el aguardiente, se dejó contagiar por su
optimismo. Sin embargo, no compartía la ferviente admiración que
dejaban traslucir Jean de Metz y Bertrand de Poulengy, aunque
entretanto había renunciado a competir con Juana.
Cuando empezaron a viajar en suelo francés, los días dejaron de ser
menos problemáticos que las noches. Jean de Metz que se acostaba a su
lado sobre el heno dormía mal. Tal vez la preocupación por su seguridad
le quitaba el sueño. Pero lo más probable es que hubiese esperado algo
más de ese viaje. Juana tampoco dormía tranquila, pero tenía bien en
claro que entre ambos no habría nada, aunque tuviera que hacerse
entender por la fuerza. Dormía envuelta en sus ropas húmedas, el jubón
bien ajustado y la espada al alcance de la mano. Si sacrificaba en ese
momento su virginidad, todo se malograría y ya podrían emprender el
regreso. No era sólo que la profecía de la virgen destinada a salvar a
Francia —hasta entonces siempre aceptable para algunos nuevos
adeptos— fuera ya inservible para ella, sino sobre todo porque las
mujeres eran seres humanos ordinarios, con los cuales no departían los
poderes celestiales. El lugar de las mujeres comunes de su clase era la
cocina o la cama de parto, en el mejor de los casos las eras, jamás el
campo de batalla. Para las vírgenes, en cambio no había límites, estaban
por encima de las leyes constrictivas de la vida cotidiana. Podían dar a
luz salvadores o ser ellas mismas salvadoras.
Sin embargo, las precauciones de Juana probaron ser superfluas.
Cuando Jean no montaba guardia pasaba la noche sobre el heno a su
lado, pero sin realizar jamás el menor intento de tocarla o estrecharse
33
contra su cuerpo. Ni siquiera le daba un beso de buenas noches.
De camino, Juana no omitía oportunidad alguna de hacer pública la
meta y el propósito de su viaje.
Lo que sabía uno, pronto lo sabían diez. Los rumores eran un
recurso maravilloso cuando se sabía uncirlos al propio carro. Eran raudos
y efectivos, capaces de movilizar al mensajero a caballo de un duque.
¿Entonces, por qué no también la fantasía de un rey? ¡Cuánto dependía
de llegar a los oídos de la gente importante antes de que la conocieran
de vista! Lo había advertido en Vaucouleurs y no quería volver a perder
tiempo jamás, mendigando la atención de los grandes desde el
anonimato. Le bastaban las experiencias hechas con Baudricourt.
Al cabo de diez días de cabalgar, el grupo llegó a Ste. Catherine-de-
Fierbois. Lo primero que hizo Juana fue asistir a misa, espiritualmente
muerta de hambre y ávida de comulgar, pero en esa ocasión no se
concentró como de costumbre. Esa capilla era un lugar raro y fascinante
a la vez: casa de Dios y arsenal. Por todas partes pendían objetos bélicos
de las paredes: guanteletes de hierro, yelmos, espadas y cadenas, todas
ofrendas de ex prisioneros de guerra a santa Catalina en agradecimiento
por su liberación. Ese mismo día asistió a otras dos misas.
Al atardecer, discutió con Jean de Metz y Bertrand de Poulengy, sus
íntimos hombres de confianza, su plan de enviar al monarca una carta,
precisamente cuando estaban a medio día de cabalgata de Chinon. Colet
podría redactarla y a la mañana siguiente partir enseguida con ella. Ella
confiaba en poder prescindir de su ayuda para llegar a Chinon.
Tanto Jean como Bertrand observaron que tal vez en la cancillería
real causara irritación la carta de una labriega del último rincón del
reino, por decir lo más leve. Juana se impacientó porque no habían
entendido nada de su proyecto. La carta era parte de un amplio plan de
acción destinado a evitar largas semanas de tediosas antesalas en
Chinon. Mandó llamar a Colet, le hizo tomar la pluma y le dictó lo
siguiente. “He cubierto ciento cincuenta millas a caballo, sin temer
esfuerzos ni peligros, para traeros ayuda y comunicaros novedades que
os alegrarán... Pasado mañana entraré en Vuestra ciudad os ruego tener
la bondad de recibirme. Juana.”
A modo de firma dibujó una cruz con su propia mano.
Hacia mediodía arribaron a Chinon. Juana se apeó y entregó su
caballo al palafrenero de la posada que había escogido Bertrand. Era una
pena tener que andar de tiempo en tiempo. A caballo se sentía mejor. La
ciudad era estrecha, más pequeña de lo esperado y muy populosa. En
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cambio, el castillo superó todas sus expectativas. Cabalgando hacia
Chinon por la ribera del Vienne, de caudal muy crecido, tuvieron de él
una mejor perspectiva que desde el caserío: una fortaleza alargada con
elevadas torres cuyos brillantes muros amarillos de toba parecían brotar
directamente de los escarpados peñascos que se elevaban detrás de la
ciudad. Ese castillo silencioso en su notable emplazamiento, iluminado
por el sol del mediodía, parecía inaccesible, más aún, inexpugnable, pero
ella no necesitaba sino conquistar el corazón del rey que vivía dentro de
esos muros fortificados.
Después de comer, envió a Jean de Metz para anunciar su arribo. En
la posada se había desatado un pandemonio, había corrido la voz de su
presencia en el lugar y todos querían verla. Al parecer, con su sabiduría
doméstica todos creían tener que aportar su grano de arena a la
salvación de Francia. ¿Ya había tenido noticias de la batalla de los
Arenques? Sí. Acababa de suceder en Gien. ¿Sabían esos lastimeros
nobles algo más que hurtar el cuerpo y cosechar derrotas?
Las tropas encerradas en Orleans habían intentado un ataque por
sorpresa y habían caído sobre una carreta inglesa de aprovisionamiento
cargada de barriles de arenques. No estaba mal quitarles a los godons su
comida cuaresmal, pero a pesar de que los superaban en número, la
empresa fracasó porque el conde de Clermont optó por darse a la fuga
con sus hombres antes de presentar batalla.
¡Vaya papelón! típico de esa ralea ilustre de la que dependía la
suerte o la desgracia del pueblo.
¿Sabía que en Chinon había una persona a la que por ningún motivo
debía vender ni prestar nada? ¿No? Ése era el rey. Hacía poco un
zapatero había tenido que volverse con los zapatos confeccionados para
el monarca, porque el tesorero le había echado una mirada compasiva
cuando le presentó la factura. Los carniceros tampoco proveían a la
corte desde hacía meses, porque se les debían facturas del año 1427.
Sin embargo, se decía que el rey comía como siempre en platos de oro,
si bien la carne que en ellos se servía provenía de las presas que él
mismo cazaba. Para poder costear su boda había llegado al extremo de
deshacerse de sus bellos y antiguos tapices. ¡Y ojo! Si encuentras en el
castillo a uno que viste ropa remendada, probablemente no sea el bufón
de la corte, ¡sino el propio soberano!
¡Además, qué aspecto tiene! Ya no lo remedia siquiera el armiño.
Esa nariz bulbosa, esas mejillas picadas de viruela, esos ojos legañosos,
su cuerpo enjuto de piernas cortas y ¡ese andar bamboleante! Parece un
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sauce llorón y apenas tiene veintiséis años. Ya nadie ve lo que en
realidad sucede en su castillo. Días enteros, a veces semanas enteras
reina allí arriba un silencio mortal, nada se mueve y de pronto aquí abajo
no se puede pegar un ojo en toda la noche porque en el castillo suenan
coros exultantes, voces roncas de borrachos y chillidos de mujeres;
entremezclados con ladridos y aullidos de la jauría real. En una palabra,
el rey es un caso perdido, la corte un manicomio y Francia un país en
ruinas.
¡Cuánto sabía esa gente! Juana tuvo la sensación de que era mejor
no saber tanto acerca del rey. Se retiró a su cuarto, donde esa noche
recibió una delegación de cortesanos, un grupo de nerviosos caballeros
de mediana edad, disfrazados como aves del paraíso, en cuyos rostros
se reflejaba una mezcla de malestar y estupefacción mientras le dirigían
la palabra cada cual a su turno. Contrariamente a su costumbre, Juana
estuvo reservada. Hablaría sólo con el rey; nadie más. Le hicieron notar
entonces que eso no era una charla privada, sino una audiencia oficial en
nombre del rey, pero ella les hizo entender que tenía dos designios
divinos: levantar el sitio de Orleans y conducir al rey a Reims para que
por fin fuese coronado y ungido en la catedral. Eso era en el mejor de los
casos, la versión resumida de sus planes, ya que entretanto sus voces le
habían hecho saber que había algo más que hacer, pero no era de
incumbencia de aquellos señores de segunda. Cuanta más información
obtuvieran de ella en ese momento, más se demoraría la discusión que
se daría en el castillo.
A la mañana siguiente se acercó a la posada otro grupo de
personajes vestidos de negro. Juana los recibió con su atuendo habitual:
jubón y calzones, pero los religiosos no comentaron sus ropas ni su corte
de pelo, se limitaron a formular algunas preguntas sobre la naturaleza
de sus visiones o voces, quisieron saber acerca de los santos
involucrados y volvieron a sentarse.
Cuando empezaba a oscurecer Juana oyó rumor de cascos y voces,
vio antorchas, yelmos y espadas y supo que había llegado el momento.
Entonces, cabalgaron cuesta arriba por una empinada calle empedrada
flanqueada de muros cubiertos de viña virgen, que subía en zigzag hasta
el castillo. Desde esa altura, los muros de las casas de la ciudad se
recortaban como negros triángulos puntiagudos contra la plateada estela
que la luna dibujaba sobre las aguas del Vienne. En el cortejo que se
aproximaba lentamente a la oscura y enhiesta masa de la torre de
entrada, nadie sabía lo que les depararían las horas por venir. Jean de
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Metz no se atrevió a mirarla, como si de repente hubiese temido lo peor.
Probablemente, los cortesanos ya se estarían imaginando la deliciosa
escena en la que esa joven travestida, que hasta hacía poco había
guiado a las ovejas de su padre, oficiaría de bufón involuntario durante
media hora, para luego ser arrojada fuera del castillo. Juana pensaba si
el rey sería realmente tan desagradable como se decía.
El rastrillo de la torre chirrió al ser levantado y los cascos de las
cabalgaduras repiquetearon con ruido sordo al cruzar el puente levadizo.
En el patio del castillo unos soldados, al parecer ebrios, intercambiaban
comentarios maliciosos. Aquello era en sí una ciudad. Los perros de la
jauría real empezaron a ladrar. Detuvieron la marcha y se apearon bajo
un edificio palaciego por cuyas ventanas se filtraba profusa iluminación.
Sin decir palabra, un paje de hacha tomó a Juana de los hombros y la
condujo hacia una escalera de madera adosada al muro exterior del
edificio para acceder al primer piso. Los peldaños crujían haciendo temer
que la mayoría de ellos estuvieran podridos. Cuando llegaron arriba, ella
entró en la casa y siguió al paje de hacha hasta una elevada puerta de
doble hoja. No se percibía ningún rumor detrás de ella y el servidor
golpeó con el puño.
Las puertas se abrieron desde el interior y le llegó una oleada de
aire caliente y viciado. Se ofreció a sus ojos un gran salón lleno de teas
humeantes y personas sudorosas que se abalanzaron hacia ella en el
verdadero sentido de la palabra. Los curiosos estiraron el cuello. Nadie
hablaba en voz alta, sólo susurraban. Se le antojó encontrarse en un
baile de máscaras, pues los hombres vestían brillantes túnicas de corte
caprichoso y colores chillones. Algunos lucían sobre sus cuerpos
voluminosas cruces de oro que centelleaban a la luz temblorosa de las
antorchas. La vestimenta de las mujeres no era menos colorida y
destacaba sus pechos enhiestos. Cubrían sus cabezas tocas bicornes de
las que pendían velos vaporosos. Todos la observaban con ojos
desorbitados, ávidos de curiosidad.
¿Tendría que abrirse camino entre esa multitud como si aquello
fuera una feria anual? El paje de hacha se había esfumado y Juana
permaneció expectante junto a la puerta. De pronto, formaron calle en
dos filas por la que avanzó un personaje muy distinguido e importante,
un hombre a juzgar por su apariencia. Se acercó a ella sonriendo
amistosamente, tomó su mano casi sin tocarla y la condujo a través de
esa calle de espectadores hasta el centro del salón cual si fuera una
princesa y se detuvo con ella frente a un hombre ataviado con increíble
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boato. La congestión se tornó alarmante. Su acompañante retiró la
mano, le echó una mirada cordial y le dijo:
—Estás ante el rey.
¿Sería una broma? El hombre que le presentaron era de una
apostura capaz de cortarle el aliento. No recordaba haber visto jamás a
nadie tan bello, pero por otra parte parecía un idiota.
—Éste no es el rey. Yo lo reconocería, aunque nunca lo vi.
No podía haber expresado con mayor cortesía la clara idea que
tenía de la apariencia del monarca. Su acompañante sonrió como si
hubiera sido pescado en un error venial y señaló a un hombre que
estaba junto al niño bonito:
—Tienes razón. Éste es el rey.
Tampoco él lo era, era evidente. Juana miró a su alrededor y
descubrió entre los hombros de dos cortesanos un rostro que le resultó
familiar: nariz bulbosa, mejillas picadas de viruela, ojos legañosos... La
descripción concordaba y sus voces confirmaron su sospecha. Juana dejó
plantados a los demás, caminó hacia aquel rostro, echó atrás su
caperuza y realizando una genuflexión dijo:
—Dios os conceda larga vida, noble señor.
—Yo no soy el rey —negó el rostro.
—Por Dios; sois vos y nadie más.
El rostro zafó de su posición forzada y ante la doncella se presentó
un joven torpe, de atuendo sencillo comparado con el de los cortesanos.
Juana se inclinó entonces y pronunció las palabras que desde hacía
mucho bullían en su cabeza.
—Muy noble delfín, me llaman Juana. He venido para traeros ayuda,
a Vos y a todo el reino. El rey del cielo os manda decir a través de mí,
que seréis ungido y coronado en Reims. Además os digo, por encargo
divino, que Vos sois el verdadero heredero del trono, hijo legítimo del rey
y que yo he sido enviada para conduciros a Reims.
—¿De veras? —musitó el monarca y la observó.
Al rey no le agradaba mirar a la cara a los extraños porque le
causaba gran turbación, pero a esa niña pudo mirarla sin ser dominado
por el pánico. Hasta dio un paso atrás para contemplarla mejor. Era
robusta y bien formada, hablaba en voz suave, con una dulzura
fascinante, pero se movía como un hombre, aparte de que vestía ropas
de varón. Había tenido el tino de no confundir con su persona al conde
de Clermont, el cobarde idiota culpable del descalabro de la batalla de
los Arenques. En los últimos minutos ella se había comportado como si
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siempre hubiera vivido en la corte y su inocente juego de escondite no le
había hecho perder su serenidad y compostura. Además, había abordado
el escabroso asunto de su nacimiento sin vueltas, en voz alta para que
todos lo escucharan, dejándolo bien en claro de una vez por todas, eso
esperaba.
El delfín la llevó a un rincón del salón para reanudar el coloquio en
voz baja, mientras el grupo de curiosos se mantenía a prudente
distancia.
Lo que decía la labriega sonaba como si todavía quedaran
esperanzas, como si la calesa preparada desde hacía semanas para
llevarlo en cualquier momento y sin pérdida de tiempo al puerto seguro
de La Rochelle no fuera a ser utilizada. Cuando el soberano notó que
desde hacía un buen rato sonreía y sus ojos estaban más húmedos que
de costumbre, interrumpió la conversación y se dirigió a los cortesanos
apiñados.
—Dios nos ha enviado a esta doncella para que nos ayude a
reconquistar nuestro reino. Provisoriamente vivirá con nosotros en el
castillo.
* * *
La vida cambió tanto para Juana como para el soberano. Los
cambios en la vida de la labriega, como la había denominado
Baudricourt hacía dos meses, fueron por cierto más drásticos. Ya no
regresó a su posada. Desde entonces vivió en el seno de la sociedad
cortesana, en lo alto del peñasco que se alzaba sobre la ciudad. Ocupó el
primer piso de una torre, el lugar más antiguo del castillo, largo tiempo
fuera de uso, amueblado a toda prisa para ella. La estancia era fría y
lóbrega porque aun en los días soleados sólo se colaba por la única
ventana un débil rayo de luz. Juana no se quejó pues en sus diecisiete
años había vivido en peores condiciones. Además, sus santos refulgían
con más claridad contra el sombrío fondo de esos muros. Durante el día
tenía a su disposición a un joven noble como paje y por la noche la
acompañaba una dama de la corte.
Aunque distaba de ser el mejor domicilio, su torre se convirtió
enseguida en punto de reunión de los cortesanos. Cuando no rezaba,
sacudida por violentos sollozos, según informó el paje, ella recibía
visitas. En la corte nadie que pudiera permitirse dar rienda suelta a su
curiosidad quería perder la oportunidad de echar una mirada a ese bicho
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raro, por el que al parecer el buen Baudricourt había perdido la chaveta.
En cuanto a Juana, cuanto más la sumergían en la comadrería
cortesana, más excéntrica se le antojaba esa gente. A no pocos de sus
visitantes les tentó las ganas de confrontar a esa señorita del campo con
tal o cual realidad para arrancarla de sus sueños o tal vez sólo para
hacerla vacilar en su desconcertante seguridad. Así, entre los gruesos
muros de su torre, le confiaron que en realidad las tropas del rey eran
apenas unas bandas de mercenarios que saqueaban por igual al amigo y
al enemigo porque el noble delfín no les pagaba. Si bien todos sabían de
los excesos de la soldadesca, nadie hacía nada para ponerles coto y
menos aún Carlos, que después de su colapso nervioso en La Rochelle se
mantenía ajeno a todo. Contaba por entonces diecinueve años. Durante
una ceremonia en el colmado salón de sesiones del palacio episcopal, el
suelo de madera se hundió y hubo muertos y heridos, pero el delfín,
amén de una conmoción persistente, salió solo con unos pocos rasguños
gracias a una viga partida que lo salvó de caer en el caos de maderos y
cuerpos humanos. De ninguna manera había sido ése el único golpe de
su vida. Cuando sus hombres fueron masacrados en París, él se salvó
apenas por un pelo y desde entonces aborrecía a los parisinos. Cuando
su propia madre lo declaró bastardo, de ahí en más prohibió mencionar
el nombre de Carlos en su presencia, lo que no le impidió hacer de sus
examantes sus más estrechos consejeros.
Cuando murió su padre no fue capaz de proclamarse rey y su
suegra tuvo que forzarlo a reclamar sus derechos. Temía a los extraños y
las aglomeraciones le causaban miedo pánico.
Entre los personajes que visitaban a Juana en su torre no pocos
hacían gala de las más extrañas peculiaridades. Cierto día su paje le
anunció a un caballero de Rais, Gilles de Rais, un hombre joven cuya
presentación contrastaba con su indolencia: las manos cargadas de
sortijas cuajadas de gemas y finas cadenas de oro, los párpados
sombreados, una barba recortada con prolija precisión, obviamente
teñida de negro, la tez de su cara de ave rapaz, tan blanca como la piel
de su chaqueta y el cuero de sus botas. A diferencia de los otros que
querían enterarse de más detalles sobre los planes divinos, Gilles de Rais
trató de entablar con ella una conversación sobre el diablo, pero Juana lo
atajó.
—Señor De Rais, vos abordáis un tema del que no me compete
hablar.
Gilles cambió de tópico y con ademán de afectada cortesía le pidió
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permiso para asir su mano, la condujo bailoteando escaleras abajo, hasta
la base de la torre, abrió la puerta para que entrara la luz y señaló un
lugar determinado del muro. Con una mirada más atenta, Juana
reconoció un grabado tallado en el muro de blanda toba, al parecer con
un cuchillo, un clavo u otro objeto puntiagudo. Representaba una cruz y
los instrumentos con los que habían atormentado a Cristo, junto a ella un
ciervo acosado por un perro de caza y al pie una inscripción. En la
suposición de que la rústica no sabía leer, Gilles se ofreció a descifrar
aquellos trazos que hasta ese momento no le habían llamado la
atención.
—Éste es un nombre, “Jacques de Molay” —musitó—, y aquí dice
“Dios, perdóname”. De seguro nunca habrás oído hablar de Jacques de
Molay. Fue el último Gran Maestro de los Templarios. Estuvo encarcelado
en esta torre con otros grandes de su orden hasta que todos fueron
quemados en la hoguera por herejes y brujos. Esto sucedió hace ciento
veinte años y desde entonces la torre quedó deshabitada hasta tu
llegada. El ciervo representa a Jacques de Molay y el podenco que lo
acosa a muerte es Felipe el Hermoso. Juana —le susurró llegado a la
puerta— sea cual sea tu propósito, así recibas tus órdenes del cielo o de
Satanás en persona, puedes contar conmigo.
En Domrémy y en Vaucouleurs todos eran normales, pero allí, en la
corte nadie parecía serlo. Por momentos, su padre solía ser brusco y
estallaba en arrebatos de cólera, eso era normal, pero en palacio todos
parecían padecer una desatinada excitación, antipatías exageradas o
estados de miedo pánico, todos menos Alençon.
En su primer día en el castillo, Juana departía con el rey frente a la
capilla —acababa de terminar la misa matutina— cuando apareció un
joven que abrazó a Carlos y luego la observó con el asomo de una
sonrisa burlona.
—Éste es mi primo Jean, el duque de Alençon —le informó el rey en
contestación a su pregunta respecto a quien era ese personaje y Juana
palmeó la espalda del primo, a pesar de que era un duque.
—Muy bien. Cuanta más sangre real se junte, mejor será.
He aquí el segundo Jean. Según le confió más tarde, él participaba
en una cacería de codornices cuando un mensajero le informó de la
aparición en la corte de una doncella que aseguraba haber sido enviada
por Dios para expulsar a los ingleses y enseguida había montado en su
caballo.
Con su soltura, Alençon introdujo en la vida cortesana un nuevo
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elemento. De pronto, Juana pareció no tener tanta prisa en liberar a
Orleans. Casi todos los días cabalgaba en compañía de Jean hasta las
pistas de ejercitación de los jinetes, en los prados a orillas del Vienne,
para practicar bajo su dirección lanzamiento de jabalina y otras artes
caballerescas. En ocasiones, el propio rey se mezclaba entre los
espectadores que afluían en gran número allí donde ella hiciera su
aparición. Cierto día, algunos que poseían el humor áspero del gremio de
los guerreros, le señalaron un negro corcel que resoplaba indómito, se
erguía sobre las patas y coceaba cuando alguien se acercaba
demasiado. Juana indicó a los palafreneros que lo alejaran del sol hasta
un lugar donde las tribunas echaban sombra, lo montó sin esfuerzo y
cabalgó al trote.
Para el pueblo todo en ella era un milagro, pero las mentes
ilustradas como Alençon también se vieron forzadas a creer en un
milagro cuando se percataron de la rapidez con que aprendía, que
pronto adquiría aptitudes que nadie hubiera atribuido jamás a una mujer
y que ninguna mujer tampoco había osado atribuirse hasta entonces.
Temeroso de que pudiera arriesgar su vida sobre el lomo de bestias
terribles, el duque le regaló su propio caballo.
Para nadie era un secreto en la corte que el monarca también
buscaba su proximidad. Desde un principio se le permitió participar de
las conferencias matutinas sobre la situación en el círculo de los
consejeros más estrechos, al cual pertenecía Alençon y también cierto
caballero Trémoille, una montaña de carne envuelta en brocato rojo y
dorado, cuya mera presencia causaba una sensación opresiva aun
cuando los circunstantes no escuchaban de él en toda la mañana más
que los crujidos de la silla bajo el peso de sus colosales miembros. Con
sus cuarenta y cuatro años superaba con creces en edad a todos los
demás consejeros. Cada vez que Juana profería una palabra, el rey
echaba a Trémoille una mirada de soslayo y en cada una de esas
ocasiones el gigante entreabría los labios pero persistía en un gélido
silencio con la vista perdida en el vacío. Al cabo de dos semanas, él era
el único que todavía no había visitado a la doncella en su torre, tampoco
apareció por allí en el curso de la tercera. En atención a este personaje
desagradable, Juana se alegró de contar con el ofrecimiento de apoyo
incondicional que le hiciera Gilles de Rais hasta que supo por Alençon
que el susodicho también se había comprometido por un singular
contrato a apoyar incondicionalmente a Trémoille y sus fines. A su vez,
Alençon confesó haber celebrado un contrato similar con Trémoille, pues
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pagaba buen dinero a cambio de lealtad, pero hacía firmar contratos
porque no confiaba siquiera en su propio oro. Desconocía el móvil de
Gilles pues a la edad de veintitrés años ya se contaba entre los hombres
más ricos de Francia. Era en verdad un individuo al que no se le podía
ver el juego, pero Alençon necesitaba ese dinero imperiosamente.
Alençon la había invitado a conocer el castillo de su familia en St.
Florent a orillas del Loira y hacia allí cabalgaban por la carretera, uno
junto al otro, cuando de pronto la muchacha oyó de sus labios una
confesión que la hizo estremecer.
Alençon le dijo que, desde el punto de vista jurídico, él era un
prisionero. Cinco años atrás, unos soldados ingleses lo habían
encontrado debajo de una montaña de cadáveres en el campo de batalla
de Verneuil y llevado prisionero. De acuerdo con las reglas del juego su
familia podía rescatarlo mediante el pago de una suma de dinero,
astronómica en su caso por ser duque. Hasta que fuera pagada la última
cuota de ese rescate, seguía siendo prisionero bajo palabra de honor, es
decir, no debía cometer actos hostiles contra los ingleses.
Juana clavó en su acompañante una mirada llena de perplejidad.
Gilles encadenado a Trémoille por un contrato macabro, lo mismo que
Alençon, anulado por su juramento.
¿Qué sería de su idea de una tropa escogida de hombres jóvenes y
resueltos, entre los que también contaba al rey? Alençon, veinticuatro,
Gilles de Rais, veintitrés, ella diecisiete, el rey veintiséis, todos
demasiado inexpertos como para escapar a ese perverso sistema
explotado por los viejos, a quienes no les importaba que la guerra
continuara eternamente.
¿Cómo podía una muchacha inerme e inexperta arreglárselas con
hombres como Gilles y Alençon, cuya lealtad y arrojo probablemente no
pasarían ninguna prueba, ni que hablar del respeto de esos brutos hacia
las mujeres?
Alençon se apresuró a tranquilizarla. Si decidía colaborar, Gilles y él
estarían dispuestos a luchar a pesar de todo y, de ser necesario,
vencerían a Trémoille por mayoría de votos en el consejo de la Corona, si
es que por ventura volvía a pedir la palabra públicamente.
Llegados a St. Florent, Alençon le presentó a su esposa y a su
madre. A la hora de la despedida, la joven cónyuge se mostró
melancólica: la guerra los había convertido en mendigos; para colmo de
males tal vez su querido Jean perdiera la vida en Orleans.
—Madame —la consoló Juana—, no tenéis nada que temer. Os
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devolveré a vuestro Jean tan sano y salvo como lo veis ahora frente a
vos.
Habían pasado unos días hermosos y despreocupados; de ahí en
adelante, cuando se refería a su anfitrión Juana sólo decía “mi bello
duque”.
Por mucho que Carlos valoraba la presencia de la doncella,
fluctuaba entre el deseo de adorarla como profeta y la tentación de
admirarla como mera curiosidad, pero poco a poco tuvo que decidirse.
Enviarla a Orleans con las últimas reservas, por la sola razón de que ella
aseguraba haber sido enviada por Dios, significaba apostarlo todo a una
carta... ¿y sería realmente un triunfo esa carta? A fin de obtener mayor
certeza, ordenó realizar averiguaciones. En primer término se interrogó a
sus acompañantes Jean de Metz y Bertrand de Poulengy, que no habían
regresado a Vaucouleurs y cuyos rostros Juana había descubierto a
menudo entre los espectadores aglomerados en derredor de la liza.
Los dos trataron de aventajarse en sus himnos de alabanza: era un
milagro que el viaje a Chinon hubiera transcurrido tan suave y sin
tropiezos, que no tuvieran que desenvainar la espada ni una sola vez,
que nadie resultara víctima de los ríos crecidos. Todos se lo debían a
ella. Luego, el rey escribió al Papa, para recabar su diagnóstico. Por
último se interrogaría a sus conocidos en Domrémy, misión
encomendada a dos monjes mendicantes peregrinos.
Sin aguardar los respectivos informes, Carlos la mandó a Poitiers en
compañía de Alençon para ser interrogada por una comisión de
investigación integrada por religiosos. Con un voto de la Iglesia en el
bolsillo, podrían endosar el diablillo a los teólogos, si las cosas salían
mal. ¿Por qué no dejar también en esa ocasión la última palabra a la
Iglesia?
Juana tuvo que someterse cada día a dos horas ininterrumpidas de
sondeos hechos por dieciocho ilustres eruditos, vestidos de negro, entre
ellos el arzobispo de Reims, dos obispos, el decano de la facultad de
teología de la universidad de Poitiers y otros especialistas en cuestiones
de fe. La formación religiosa de Juana consistía en saberse el Padre
Nuestro, el Ave María, pasajes de la Biblia que recordaba por haberlos
oído del párroco de la aldea en sus prédicas y en las enseñanzas de su
devota progenitora. ¿Qué querían saber de una rústica como ella, esos
hombres que formaban la crema y nata intelectual de Francia?
¿Por qué tanta alharaca, por qué esa pérdida de tiempo tan
precioso? Juana lo intentó todo para abreviar el proceso. Respondía con
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laconismo y sin titubeos. No dejó de contestar ninguna pregunta, pero
sin ocultar su impaciencia. Pronto advirtió hasta dónde podía llegar y le
divirtió quitar viento a las velas de aquellos ilustres miembros de la
honorable comisión.
—¿Crees en Dios?
—Sí; con más fervor que vosotros.
—Exiges soldados al rey. Si en verdad, Dios quiere salvar a Francia,
¿para qué necesita soldados?
—¡Por amor de Dios! Los soldados lucharán y Dios les concederá la
victoria.
—Nosotros no podemos aconsejar al rey que te mande a Orleans
basados meramente en tu propia afirmación de haber sido enviada por
Dios. ¿No puedes darnos algún signo que confirme tu credibilidad?
—¡Por Dios! No he venido a Poitiers a daros signos. Llevadme a
Orleans y allí realizaré los signos y milagros para los que he venido.
—¿Qué idioma hablan tus voces?
—Sea cual sea, uno más bello que el vuestro.
Todos prorrumpieron en risas. La última pregunta la había
formulado el decano de la facultad de teología en dialecto lemosín. Por
un lado, las actividades de la comisión eran espinosas, pero por otro más
divertidas que mantener conferencias y escribir dictámenes sobre
herejes. Cuando el interrogatorio llegó a las tres semanas, el mismísimo
rey perdió la paciencia. Ya no aguantó más permanecer en Chinon y se
dirigió a Poitiers para apresurar el informe de la comisión. No obstante,
antes de expedir el dictamen definitivo fue necesario esperar el
resultado de la prueba de virginidad. Por fin lo obtuvieron y fue positivo.
La suegra del rey y sus dos asistentes no encontraron en las partes
íntimas de Juana vestigio alguno de lesión o daño. Este fue el único
hallazgo sólido.
En consecuencia, los señores llegaron a la siguiente conclusión: si
bien las respuestas de esta Juana que se llamaba a sí misma “La
doncella de Orleans” no eran ortodoxas, les parecían de asombrosa
inteligencia y ninguna contradecía la fe católica. El rey no debía
rechazarla, aun cuando no había garantía alguna de que pudiera cumplir
su promesa. Dada la situación desesperada de Orleans, que el rey se
sirviera de ella y confiara en Dios.
Este resultado no entusiasmó del todo a Carlos. Evidentemente,
nadie quería dejarse meter en camisa de once varas por los teólogos. En
cambio, Juana festejó en rueda de amigos, a los que se habían sumado
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últimamente algunos miembros de la comisión. Durante la velada, su
“bello duque” elogió la facilidad con la que ella había hecho bailar
alrededor de su dedo a esos señores. La joven rió y le confió que sabía
más de lo dicho y podía hacer más de lo demostrado hasta entonces.
Luego insistió en coronar su triunfo con un primer tiro certero en
dirección a las líneas inglesas. Pidió papel y tinta y dictó al más aplicado
de sus nuevos amigos, el profesor de teología Jean Erault, su segunda
carta a un monarca:
—¡Jesús María, rey de Inglaterra. Entregad a la doncella las llaves de
todas las ciudades que habéis usurpado! Ella ha sido enviada por Dios y
está preparada para celebrar la paz si obráis con justicia y devolvéis
todo lo que habéis tomado.
”Rey de Inglaterra, si no obedecierais, yo tengo el mando supremo
y allí donde encuentre hombres vuestros en territorio francés los
expulsaré y si presentaran resistencia, ¡la doncella los matará!
—¿Juana, de veras debo escribir “la doncella los matará”?
—Tienes razón; será mejor que escribas “La doncella los hará
matar”. Sigamos.
”El cielo la ha enviado para arrojar de Francia a cada uno de
vosotros y la doncella os promete que si no abandonáis Francia elevará
con sus tropas gritos de guerra como no se oyeron aquí en mil años.
”Y a vosotros arqueros, nobles compañeros de armas, y a todos los
que asediáis a Orleans, os digo en nombre de Dios: retiraos a vuestras
tierras, de lo contrario guardaos de la doncella y de los daños que os
causará.
”¡Y a vos, duque de Bedford que os nombráis regente de Francia, no
obliguéis a la doncella a aniquilaros. Si no hacéis lo que se os dice, os
preparará con todos los franceses la fiesta más grande que jamás se
celebró en nombre de la Cristiandad.
”Escrito el 22 de marzo de 1429.
46
Intermedio
La mediadora
Muchos de los que conocieron a Juana de Arco, más tarde se
refirieron a ella de acuerdo con sus evocaciones. Dichas referencias
figuran en cartas, crónicas, memorias y protocolos. Por su contenido,
parecían reproducir lo que Juana de Arco dijo u opinó de hecho en una
situación determinada, pero ya no resuenan en ellas el tono de su voz,
su dicción personal, ni asoma su temperamento impulsivo. Aun cuando
la memoria de una sociedad, en gran parte analfabeta, trabaja con
mucha más precisión que la nuestra, todas estas referencias parecen
atenuadas, alisadas por el tiempo o la distinción de los que recordaban o
las circunstancias en las que recordaban o debían hacerlo por fuerza. De
cualquier modo, el resultado es una síntesis.
Sin embargo, la precitada carta al rey de Inglaterra reproduce el
tono original de Juana de Arco: es como una explosión. Trasunta con
cuánta energía y combatividad perseguía su meta. Se encontraba en el
punto culminante provisorio de su carrera meteórica, desbordaba
ambición de gloria y conciencia de su misión, se sentía tan fuerte como
para desafiar a cualquier enemigo, aunque, por cierto, insinuaba
asimismo la posibilidad de una solución pacífica, si bien no siguió
adelante con esa idea. Esta carta es la declaración de guerra de una
campesina adolescente a la potencia militar más poderosa de Europa.
Ella no sabía aún qué significaba matar hombres, pero matar formaba
parte del programa y no lo ocultaba.
En todo caso, ya no se reconoce en ella a la muchacha del vestido
rojo. Todavía no habían pasado tres meses de su tímida aparición en
Vaucouleurs y ya hablaba en tono imperioso a un monarca y amenazaba
a su representante con su aniquilación, se arrogaba un poder de mando
del que todavía no se había dicho una palabra y anunciaba revoluciones
políticas inimaginables con el ímpetu de las amenazas del Antiguo
Testamento sobre el Juicio Final o la retórica fanfarrona con la que las
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bandas armadas de las dos riberas del Mosa se gritaban sus
declaraciones de guerra.
De todos modos, a través de ella llegó a la política un nuevo tono
inconfundible, al que sus enemigos no reaccionaron porque era
demasiado insólito y porque hasta entonces se había hecho caso omiso
de sus amenazas por considerarlas propaganda.
Semejante lenguaje sólo podía atribuirse a alguien no familiarizado
con las realidades. Si esa carta hubiera llegado a manos del monarca o
su tesorero, hubiese terminado en el montón de estiércol más cercano.
En 1421, las finanzas de la corte francesas eran un caos. Cada vez
se hipotecaban o vendían más tierras de la Corona, en conjunto o
separadas; los ingresos disminuían en forma continua y en algún
momento Carlos VII tuvo que pedir a su propio cocinero. A las tropas se
les cortó la paga, mientras los generales seguían embolsando sumas
enormes para evitar que cambiaran de bando. Nada se alteró en la
costosa administración de la casa real. El rey insistía en mantener en
alto aunque sólo fuera la ilusión de su antiguo esplendor. En 1428, pidió
a Trémoille, su hombre de mayor confianza, 27.000 libras. A sus
acreedores los arreglaba por lo general con la cesión de títulos,
condados y ducados, situados fuera de su radio de acción, porque allí
tenían la palabra los ingleses. En consecuencia, una guerra como la que
se figuraba Juana de Arco ya estaba condenada al fracaso por la carencia
de fondos.
Aparte de esto, el enemigo no sólo era Inglaterra, sino también
Borgoña. El duque Felipe el Bueno era considerado el príncipe más rico
de la cristiandad. Flandes formaba parte de sus posesiones. Era la región
más productiva de Europa, donde la lana inglesa de incomparable
calidad se transformaba en paños aptos para el uso diario por su
resistencia y también paños finos con los que no se podía competir.
Estos productos eran vendidos a clientes de todo el continente y de la
propia Inglaterra. En tanto no se rompiera la coalición de los ingleses y
los borgoñones, los enemigos del rey de Francia dispondrían de reservas
inagotables.
A esto se sumaba que el ejército francés era aborrecido por su
propio pueblo. En sólo un año de ocupación, los ingleses habían
ahorcado en Normandía a 10.000 merodeadores y con esta acción
causaron la impresión de un poder de orden eficiente. Las mal pagas
tropas francesas o lo que quedaba de ellas podían hacer lo que les
viniera en gana. Sus tropas de apoyo escocesas se caracterizaban por su
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excesiva brutalidad para con la población civil. En cuanto al rey, se había
acostumbrado entre tanto a que nadie obedeciera sus órdenes.
Juana de Arco nada sabía de semejante estado de cosas o
intencionalmente no lo tomó en cuenta, tal vez porque como toda la
gente del pueblo, se inclinaba a idealizar al rey y a la monarquía, o mejor
aún, porque no le interesaban en absoluto las constelaciones políticas
complicadas, los enredos de los diversos poderes y los vínculos de los
actores individuales. No se cargaba de antecedentes, no estudiaba
legajos para empezar por adentrarse arduamente en un caso. Se
presentó con un programa sencillo, basado en unas pocas ideas sencillas
y, por lo demás, no se dejaba envolver en discusiones. Y porque
desconocía las relaciones verdaderas o simplemente las ignoró,
consiguió pensar y querer lo que otros consideraban imposible.
Que lograra poner de su parte primeramente al rey y luego hasta la
comisión de investigación de la Iglesia, de seguro no tuvo que ver sólo
con la fuerza persuasiva de las ideas sencillas. No debemos subestimar
el efecto de su encanto. Y la identidad de sus santos, de sus “voces”,
también debió tener un papel.
Allí estaba en primer lugar el arcángel San Miguel, el santo de moda
en Francia en aquella época. Los artistas medievales suelen
representarlo como capitán, con armadura y espada, como el ápice del
heroísmo militar. En Francia, este santo hizo una carrera asombrosa. A
comienzos del siglo XV, cuando el monte St. Michel, defendido con ardor
frente a la costa normanda, se convirtió en símbolo de la resistencia
contra los ingleses, san Miguel pasó a ser el santo más importante de los
franceses y hasta relevó a St. Denis, san Dionisio, su supremo patrono.
Carlos VII era particularmente devoto de este arcángel y atribuyó a su
intervención haberse salvado cuando se hundió el suelo del palacio
episcopal de La Rochelle. Aun cuando Juana de Arco no hubiera revelado
personalmente a su rey, la identidad de su primer mensajero celestial,
éste debió saber a través de sacerdotes que la interrogaron repetidas
veces, que la doncella estaba bajo la especial protección del santo
nacional como él, una circunstancia que crea vínculo.
Las dos santas femeninas con las que se comunicó más tarde en
forma exclusiva y particularmente entrañable eran famosas heroínas
cristianas: santa Catalina de Alejandría y santa Margarita de Antioquía,
tanto una como la otra, doncellas de noble cuna que fueron ejecutadas
por su impertérrita resistencia contra las autoridades de un estado
pagano. Las coronas que ambas lucían en las visiones de Juana, las
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distinguen como mártires. Ninguno de estos tres santos se prestaba para
alimentar sospecha y uno de ellos el arcángel Miguel, llega a vincular a
la labriega con la persona del rey y con Francia como un todo.
El pensamiento de Juana de Arco estaba orientado hacia pocas
metas aparentemente imposibles de conseguir y por otro lado dominado
por entero por la idea de una íntima unión de este mundo con el más
allá. Por el contrario, su nuevo entorno pensaba en términos políticos, en
las categorías de lo práctico, lo realizable y lo ventajoso, por lo cual, en
la corte se enfrentaban los representantes de dos tendencias: el llamado
partido por la paz y el llamado partido por la guerra. El primero
perseguía el propósito de meter una cuña entre borgoñones e ingleses
mediante iniciativas diplomáticas. Partía del hecho de que Borgoña,
como siempre, tenía sólidas raíces en la cultura francesa y que el
patriotismo fanático con que luchaban los soldados ingleses por
defender las metas de su rey en suelo francés, a la larga acabaría por
repugnar a los borgoñones tanto como a muchos franceses en el resto
del territorio leal al soberano. Además, se sabía que el duque de
Borgoña, que se había unido a los ingleses principalmente por venganza
cuando su padre fue asesinado, de manera alguna era amigo del duque
de Bedford, encargado de atender en la Francia ocupada, los negocios
de gobierno en nombre del rey de Inglaterra menor de edad aún.
El partido por la paz tendría que optar en algún momento por la
guerra, pero sólo cuando a través de un cambio de bando de Borgoña,
las perspectivas de una victoria fueran más reales.
En vista del odio acérrimo que Felipe el Bueno sentía por Carlos VII,
y del lazo económico de los dos miembros de la coalición, el partido por
la guerra no creía en una solución diplomática. Hacía hincapié en una
internacionalización mayor del conflicto, en una cooperación militar más
estrecha con Escocia y Aragón que hasta ahí ya se consideraban aliadas
de Carlos y en una inmediata reanudación de la guerra tan pronto
llegaran tropas de refresco.
Por lo tanto, estaban a discusión formas de proceder
completamente distintas para liberar a Francia, si es que en verdad se
quería liberarla. Pero lo cierto es que a todos se les antojaba excluido un
camino, a saber, atacar a los ingleses con las fuerzas disponibles, ni que
hablar de obtener una victoria sin esperar el concurso de refuerzos o el
buen resultado de las iniciativas diplomáticas. Esta era la propuesta de
Juana de Arco, la única que todavía prometía éxito en la primavera de
1429: ya no quedaba tiempo para esperar lo uno ni lo otro. Orleans
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podía caer en cualquier momento y entonces de nada valdría seguir
discutiendo estrategias.
Con la aparición de Juana de Arco, lo inimaginable se tornó de
súbito en probable. Que de improviso una muchacha de diecisiete años
acabara con todos los principios políticos viables, parecería algo menos
incomprensible si echamos una mirada al clima intelectual de la época.
En el siglo XV, en todas las cortes oficiaban magos y astrónomos
con cuya ayuda la nobleza buscaba obtener el conocimiento secreto de
fines privados o políticos, y entre la gente del pueblo una y otra vez
aparecía alguna pitonisa con agorerías político religiosas, pilladas al
vuelo con avidez y difundidas con rapidez pasmosa. Nadie dudaba de
que Dios mismo podía hacer llegar su palabra a través de visiones e
inspiraciones. En 1413 la propia universidad de París, la más prestigiosa
de Europa, convocó a todas las mujeres dotadas de clarividencia para
contribuir con sus visiones a superar la crisis política de Francia. Y el rey,
que con los años se había ido convenciendo cada vez más de que su
salvación dependía de un milagro, prestó oídos en ocasiones a estas
mujeres privilegiadas.
Poco tiempo antes de que Juana de Arco apareciera en la escena
política, la más prominente de ellas era Marie de Avignon y su profecía
más conocida no sólo circulaba entre el pueblo, sino también entre la
gente ilustrada. En una de sus visiones, había visto que extendían ante
ella piezas de una armadura. Se asustó porque creyó que tendría que
ponérsela, pero una voz la tranquilizó: no estaba destinada a ella, sino a
una doncella que vendría para liberar a Francia de sus enemigos. En los
descansos, los miembros de la comisión de investigación de Poitiers
discutieron el caso Juana de Arco a la luz de esta predicción, sobre la
cual también había oído el rey.
Otra profecía de mayor popularidad, de la que Juana se sirvió de
buen grado y con éxito, rezaba: una mujer perdió el reino de Francia y
una doncella lo reconquistará. Todos tenían la certeza de la identidad de
la perversa: no podía ser sino Isabel de Baviera, la madre de Carlos, la
reina Venus que hizo todo cuanto estuvo en sus manos para excluir a su
hijo de la sucesión al trono y vendió Francia a Inglaterra a través del
casamiento de su hija con Enrique V. Todavía no se había adjudicado el
papel de la doncella salvadora, pero responde a la lógica de la época que
esa salvadora debía ser una virgen. Así como Eva, seducida y seductora
echó sobre la humanidad la maldición del pecado que sólo sería
redimible por la inmaculada Virgen María, sólo la antítesis de la viciosa
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reina Venus, podría expulsar del mundo la desgracia que aquella
causara, o sea una virgen, de preferencia de baja cuna para garantizar
que ejecutaría su obra salvadora abnegadamente y sin perseguir fines
políticos propios. Juana de Arco llenaba a la perfección los requisitos de
esa imagen. No era que la hubieran esperado precisamente a ella, pero
sí a quien se le pareciera.
La circunstancia de su castidad también era ventajosa, tanto para
ella como para las personas con las que tendría que tratar de ahí en
más, pues las vírgenes estaban a salvo de ser poseídas por el demonio.
En consecuencia, una virgen no podía ser bruja a la vez. En un mundo en
el que cualquiera que hiciera algo fuera de lo común debía tener vínculo
con uno de los dos poderes extraterrenales, Dios o el diablo, una virgen
sólo podía tener trato con Dios. Además, las vírgenes gozaban de un
status especial. Eran mediadoras, no sólo entre los sexos, sino también
entre las esferas de lo terrenal y lo sobrenatural. De ahí que a las
vírgenes se les atribuyeran aptitudes sobrenaturales, por ejemplo, tener
visiones o conocimientos secretos, o también el don de realizar
curaciones milagrosas.
Por lo tanto, lo que hizo Juana de Arco, hacer circular en público el
apodo “La pucelle” (la doncella) para su persona, fue una astuta jugada.
“La pucelle” fue su marca distintiva. En Francia, de cada dos mujeres
una se llamaba Juana y su apellido Darc no significaba nada para nadie,
pero “la pucelle” era un nombre fácil de retener en la memoria,
universal, positivo y, por añadidura, sonaba tan modesto y bonito que
nadie le imputaría arrogancia. Pues en el vocablo francés pucelle
conviven la idea de mozuela con la de “doncella”.
En todo caso, esta doncella era diferente a las demás. Esta virgen
no quería limitarse a las palabras y las visiones. Sin embargo, las arcas
vacías del propio bando hablaban tanto en contra de su proyecto de
atacar inmediatamente, como las repletas cámaras del tesoro del
enemigo, el agotamiento de las tropas francesas y el desaliento que
había hecho presa de los conductores militares y políticos. A pesar de
todo, Juana de Arco estaba resuelta a arriesgarse en el intento de
aprovechar con valentía la oportunidad que no se daba. Después de
lograr poner de su lado a la Iglesia y al rey, no había, en la corte nadie
más que pudiera permitirse dudar públicamente de la superior sabiduría
de esa virgen.
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ACTO III
Mi consejoserá seguido
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De paso por las concurridas calles de la gran ciudad de Tours, Jean de
Metz la volvió a ver. Casi no la reconoció. La mitad de la corte paraba en
Tours y por doquier pululaban caballeros de armadura con su séquito de
hombres armados y pajes. Había en el aire olor a caballos y a hierro. La
atmósfera presagiaba guerra. Si su mirada no hubiera quedado atrapada
en el hermoso labrado de su armadura, habría pasado a su lado sin
percatarse de su presencia. Era Juana, en efecto, y ella no se resistió a
su inspección: casco de hierro forrado, guanteletes con dedos de
escamas, brazales y canilleras, escarcela y pancera y por encima ese
arnés de malla tan ricamente adornado, en total cuarenta kilos de hierro,
a juicio de Juana; ella no parecía incómoda bajo ese peso. Confeccionada
a medida y costeada en su totalidad por el rey, le dijo sonriente.
Para mayor abundancia, la acompañaba su “corte”, según su
expresión, integrada exclusivamente por hombres jóvenes ataviados con
gran elegancia a excepción de un sacerdote. Allí estaba Jean D’Aulon, su
mayordomo y alabardero, uno de los soldados más leales del rey cuya
misión, en ese momento era proteger a Juana de atentados y del
excesivo asedio del pueblo, sobre todo de las mujeres en medio de esa
turba tumultuosa. También llevaban dos heraldos por si necesitaban
intercambiar mensajes en campaña, al confesor personal de la doncella,
el padre Pasquerel, dos pajes no mucho mayores que ella y —lo
impensado— también Jean y Pierre eran de la partida, dos de sus
hermanos, que habían venido de Domrémy, para colaborar en la
inminente liberación de Orleans.
En esos tres últimos meses, Juana se había transformado dos veces
ante los ojos de Jean de Metz: de moza vestida de rojo en mancebo y de
éste en caballero, no le faltaba mucho para convertirse en príncipe. Cada
una de esas metamorfosis había originado un nuevo individuo y del ser
primitivo no quedaba sino su aplomo y su voz, esa voz suave y zalamera,
capaz de quitarle todavía el sueño a ese admirador suyo.
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A otros parecía hacerles perder la razón. Apenas llegados a la gran
plaza del mercado en el centro de la ciudad, la gente se apretujó a su
alrededor deseosa de tocarla, besar su guantelete y sus canilleras, y las
mujeres a las que les gritó algunas palabras, rompieron en llanto de
gozo, sollozos desconsolados e incontenible gritería. ¿Qué aspecto
tendría después de la próxima transformación?
Los preparativos para su primer encuentro con los ingleses se
desarrollaban a ritmo acelerado. Algunos días más tarde, Juana visitó en
compañía de Jean a un pintor escocés especializado en la confección de
banderas y gallardetes. Sobre una larga mesa de su taller yacía
desenrollado un estandarte del más fino lino blanco, el pendón de la
doncella. La parte anterior ya estaba terminada: mostraba a Cristo
flotando sobre las nubes, flaqueado por dos arcángeles y cubrían el
fondo blanco multitud de flores de lis, el emblema de la corona de
Francia. Al ver al Cristo, Jean pensó enseguida que sus compatriotas
verían en él al Redentor y los ingleses lo conocerían muy pronto como el
juez del universo. Lo que le desconcertaba era el fondo blanco del
estandarte, color que se reservaba al distintivo militar de los
comandantes de regimiento. Tal vez en aquel pendón aludiera a la
pureza virginal de su dueña.
La siguiente intrepidez de Juana dio que hablar a toda Tours. Se
decía que había impresionado al propio monarca. Desechó el
ofrecimiento de su armero de forjar para ella una espada nueva y mandó
al artesano a Ste. Catherine-de-Fierbois en busca de una espada que se
guardaba en esa iglesia. Estaba enterrada a poca profundidad, detrás
del altar y tenía marcadas en su hoja cinco cruces. De hecho, el cura de
Fierbois la encontró en el lugar indicado, algo oxidada, pero bien
conservada. Casi con certeza la habría dejado allí un cruzado. ¡Otra de
sus famosas visiones! Llevados por su entusiasmo, los clérigos de Tours
le obsequiaron dos vainas, una de terciopelo rojo y la otra de brocato
dorado. Por su parte, Juana mandó confeccionar una tercera de cuero
resistente.
Poco tiempo después, cuando llegó a Blois con sus hombres, la
guerra se podía palpar con las manos. Allí, en la última ciudad francesa
antes de Orleans se concentraron las tropas y se ordenó un convoy de
aprovisionamiento: gruñidores lechones, mugientes bueyes, ovejas con
cabezas bajas y cabras que las llevaban enhiestas, cerdos, asnos,
caballos de carga y en medio de todo ello soldados que imprecaban y
trataban de mantener a las bestias lejos de sus cuerpos, mediante
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puntapiés y golpes de pica. A lo largo de la orilla del río, se extendía una
interminable hilera de carros y carretas colmadas de granos, todo
adquirido con los últimos dineros de la suegra del rey.
Los comandantes, entre ellos Alençon y Gilles de Rais, se
mostraban nerviosos e irritables. Se habían recibido malas noticias.
Hacía dos días, el conde de Dunois, al mando de las tropas defensivas de
Orleans, se había presentado en persona en Blois para narrar al
soberano la situación desesperada de los asediados: en los próximos
días el hambre obligaría a una rendición de la ciudad. Por cierto, el
duque de Borgoña había retirado recientemente sus tropas por una
diferencia de opiniones con el duque de Bedford pero, de todos modos,
el contingente borgoñón apostado frente a Orleans, nunca había sido de
importancia. Si no llegaban pronto los refuerzos para ayudar al
levantamiento del sitio, sería demasiado tarde. Y luego, para sorpresa de
todos, Trémoille había leído durante la última deliberación sobre la
situación, una carta del rey de Aragón, en la cual informaba que
lamentablemente no podía prescindir de ninguno de sus hombres pues
en este mundo no sólo había ingleses, sino también moros. Aconsejaba a
su par francés hacer lo que él, a saber, valerse de sus propios soldados y
confiar en Dios. Al parecer, Trémoille había enviado un correo urgente a
Aragón sin conocimiento de nadie para pedir el envío de refuerzos.
La llegada de Juana atemperó los ánimos. Inspeccionó las tropas en
compañía de Alençon y quedó horrorizada. Había imaginado que un
ejército era algo diferente. Lo que le mostraron no era un ejército, sino
un encuentro amistoso de bandas de facinerosos. Un ejército debía
ofrecer el aspecto grandioso de una cruzada, irradiar desde lejos una
confianza en la victoria a la que nadie pudiera sustraerse, ni amigo ni
enemigo. Lo que veían sus ojos, tenía el olor de una nueva derrota. Pero
antes de que pudieran dar rienda suelta a su disgusto, descubrieron a un
hombre de estrambótico uniforme aventurero que pataleaba alrededor
de un cañón sin dejar de imprecar: era Etienne de Vignolles, alias La
Hire.
La Hire, la ira; La Hire, el martinete; La Hire, la personificación de la
guerra, tiránico y despiadado. La Hire, la ira de Dios, como lo llamaban
los ingleses, el único de los comandantes franceses del que había que
guardar distancia por todos los medios. Donde La Hire posaba el pie, no
volvía a crecer la hierba. Tenía cuarenta y nueve años pero desde hacía
mucho se había convertido en un mito, aun más allá de las fronteras de
Francia. Las pocas victorias del pasado se relacionaban con su nombre.
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La Hire cojeaba desde que se le había caído encima el hogar de una
posada, accidente que no le impidió volver al campo de batalla, su
hábitat natural. No conocía otra vida. Este La Hire no había conocido en
ese su hábitat mujer alguna que no fuera una prostituta de la
soldadesca. Juana lo saludó y La Hire echó una maldición. La doncella lo
reprobó y le prohibió maldecir, no sólo en su presencia, sino también a
sus espaldas. La única maldición que le toleró fue “por mi bastón”. La
Hire la miró con ojos asombrados, luego miró a Alençon y con la vista
todavía clavada en él, soltó:
—¡Por mi bastón!
La Hire agradó a Juana.
Esa noche, en reunión de comandantes anunció las nuevas reglas
vigentes para todo el ejército: no más imprecaciones, ni blasfemias, ni
prostitutas, ni saqueos... no sólo durante esa campaña, sino mientras
lucharan juntos por mandato de sus voces, dicho en otras palabras,
hasta tanto Francia quedara liberada de todos los ingleses. Y las reglas
regían desde ese mismo instante.
Bueno. El rey había instruido expresamente a sus capitanes que
debían dejar hacer a la doncella según su voluntad en todas las cosas
que no tuvieran que ver con la inmediata conducción de la guerra pero,
por supuesto, no podía sospechar las consecuencias resultantes. Y por lo
visto, ella hablaba en serio. La Hire enjugó el sudor de su frente.
Por la mañana del día siguiente cabalgó por el cuartel en compañía
de los comandantes. Habló personalmente con los soldados, habló
personalmente con las furcias y cuando estas se mostraron reacias a
recoger sus petates, les dio una mano con su espada de cruzado en
vaina de cuero. Alençon, Gilles y los demás capitanes reiteraron una vez
más la advertencia: nada de imprecaciones, nada de saqueos, ni nada
de putas.
No satisfecha con esas medidas, en un lugar del prado ribereño,
más allá de donde tenían acorraladas a las bestias, hizo reunir a los
sacerdotes y niños cantores de Blois para que entonaran himnos a la
Virgen María. Los religiosos y los coristas elevaron al cielo sus voces
bellas y sonoras y se observó entonces que no sólo se emocionó Gilles
de Rais, un notorio melómano, sino que también los rústicos soldados
eran sensibles al efecto de la música. Por orden de Juana, todo aquel que
quisiera presenciar de cerca el acontecimiento tendría que confesarse y
todos tendrían su oportunidad pues había allí bastantes sacerdotes. La
mayoría recibió el sacramento de la absolución, hasta el fiero La Hire,
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cuya relación con el Altísimo se había restringido hasta ese momento a
una sola oración, según era de conocimiento general: “Dios, haz por La
Hire lo que Tú esperarías de él, si tu fueses La Hire y La Hire, Dios.
Amén”.
De ahí en más, estas edificantes reuniones se celebraron dos veces
por día. Los curas cantaban, los soldados se confesaban y La Hire se
tragaba sus juramentos. Juana estaba presente de la mañana a la noche,
cantaba, se confesaba, persuadía a los hombres de que en adelante la
cosa iría en serio, les infundía valor y acabó por ahuyentar a las últimas
rameras. Nadie debía creer que la guerra se podía hacer como al pasar,
pues no sólo estaba en juego el destino de Francia, sino también su
propia suerte. Una sola derrota y podría darse por contenta si no le
esperaba nada peor que una paliza de su padre cuando volviera a casa.
Sabía por sus hermanos que papá Darc estaba fuera de sí.
El 26 de abril de 1429 el ejército se puso en marcha. Soldados y
bestias cruzaron el río en balsas y barcas y avanzaron por tierra en
dirección a Orleans, a prudente distancia de las posiciones inglesas a
orillas del Loira. En los tres días subsiguientes, los escasos habitantes de
la tranquila Sologne fueron testigos del paso de un extraño ejército:
cánticos religiosos cada vez más estridentes, que se oían mucho antes
de aparecer los primeros sacerdotes, antes de hacerse visible la
numerosa hueste de curas cantores que seguía a dos caballeros
montados sobre magníficos corceles negros. El ejército de unos 4.000
hombres dejaba en todas las aldeas una impresión de disciplina poco
usual, en especial por la ausencia del habitual séquito de rameras y sus
hijos. Los balidos y gruñidos de una incalculable tropa de animales y el
traqueteo de setenta carros cargados de granos acabaron por sacar a los
espectadores de su solemne éxtasis.
La costumbre de Juana de no despojarse de su armadura ni siquiera
por la noche, causó en La Hire una impresión imborrable.
La columna dejó a Orleans a la izquierda en las últimas horas de la
tarde y llegó a la ribera del Loira, a unos diez kilómetros al este de la
ciudad. Juana, cuyos conocimientos geográficos eran vagos, comprobó
que se encontraban sabe Dios en qué lugar, pero no frente a las
posiciones inglesas al norte de Orleans donde, según las indicaciones de
sus voces, debía realizarse el primer ataque sin pérdida de tiempo.
Alençon y los demás comandantes aventuraron la objeción de que en
semejante ataque improvisado, los animales podían representar un
obstáculo. En ese mismo momento, llegó al punto de encuentro
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convenido por el conde Dunois. Había abandonado la ciudad sin ser visto
por los ingleses y cruzado el río en una barca. Juana, trémula de
agotamiento e indignación, no aguardó el saludo.
—¿Habéis aconsejado hacerme venir a este lado del Loira y no
marchar directamente hacia las posiciones enemigas?
Dunois, el defensor de Orleans, había contado con un recibimiento
más cordial.
—Sí. Yo y otros más prudentes que yo, hemos dado este consejo en
la creencia de garantizar la seguridad de la empresa.
—¡En nombre de Dios! —prosiguió Juana—. El consejo de Dios es
mejor y más sabio que el vuestro. Creísteis que podíais engañarme. Pero
yo os he engañado a vosotros, porque os traigo mejores auxilios de los
que jamás recibió una ciudad, a saber, la ayuda del rey de los cielos.
Dado que la situación era inalterable, al menos le tranquilizó saber
que podía seguir los consejos recibidos. Como primera medida, los
animales y las provisiones se transportarían a la ciudad en barcas que
navegarían el Loira; entretanto, mediante una maniobra de distracción,
los defensores impedirían que los ingleses frustraran ese plan.
Desafortunadamente, algo más que embarazoso para Dunois, la
ejecución del plan se malogró debido al violento viento en contra. Las
embarcaciones todavía estaban inmovilizadas frente a Orleans.
—No hay que afligirse —adujo Juana—, el viento virará muy pronto.
En efecto, poco después el viento cambió de dirección, la armada
de barcas y gabarras amarró, cargaron el ganado y lo transportaron
aguas abajo a Orleans sin inconvenientes. Dunois se quedó atónito,
tanto más cuanto que la maniobra de diversión, pasó a ser asimismo un
ataque exitoso durante el cual hasta lograron apoderarse de una
bandera inglesa.
Las tropas pernoctaron a orillas del río y a la mañana siguiente
Juana estuvo a punto de echar todo por tierra. Se habían recibido nuevas
instrucciones desde Blois: el ejército debía retroceder para escoltar a un
nuevo convoy de aprovisionamiento; mientras tanto, la doncella
aguardaría en Orleans. Juana se negó a entrar en la ciudad sin el ejército
y éste se resistió a regresar a Blois sin su capitana. Los comandantes
estaban de mal humor, y Juana ardía de cólera porque primeramente
habían desechado las indicaciones tácticas de sus voces y luego
contrariado el plan cronológico. A sus espaldas ¡sí que empezaba bien la
cosa!, ¿y de pronto el ejército iba a ser retenido en Blois porque al señor
de Trémoille se le había ocurrido esperar a que expulsaran de España el
59
último moro?
Finalmente, Juana accedió a adelantarse con Dunois y La Hire
rumbo a Orleans. Esa misma noche, al amparo de una densa oscuridad y
un temporal apocalíptico, el trío se acercó a la puerta borgoñona, la
única de la ciudad que los ingleses no habían bloqueado.
Los recibió una algarabía jubilosa. El tañido de las campanas de
todas las iglesias se mezcló con el retumbar de los truenos. La borrasca
sacudía con violencia innumerables teas. La ciudad hervía. Dunois trató
de mantenerse junto a Juana, pero cada vez lo empujaban más lejos
porque centenas de personas querían tocar al mismo tiempo su caballo
mojado, su manto empapado y el asta de su blanco estandarte. Mujeres
y niños se esforzaban por seguir a su paso, como si no pudieran saciarse
de verla. ¿Cuántos habitantes tenía la ciudad? ¿30.000? A pesar de la
tormenta, esa noche estaban todos en pie. En cada calleja por la que
avanzaban desbordaba la alegría y un inmenso alivio, como si la
liberación de Orleans ya fuera un hecho consumado. Juana no dudó
jamás de ello. No podía dudar ni siquiera un instante. Uno, ávido de ver
su rostro, alzó demasiado su antorcha y el estandarte empezó a arder.
Juana sofrenó enseguida al caballo espantado y de un manotazo apagó
las llamas. Los siguió un frenético clamor de júbilo, aplausos y bravos
hasta que llegaron a la casa de su anfitrión, el tesorero Jacques Boucher,
en el extremo opuesto de la ciudad.
¡Qué lujo! Revestimiento de madera en los muros, costosos
gobelinos, frescos en paredes y cielo rasos, todo más noble de lo que
había visto en los aposentos reales en Chinon. Juana saludó a la multitud
desde las ventanas de su habitación, antes de que Jean D’Aulon, su
mayordomo, se acercara para ayudarla a despojarse de la armadura
mojada. Esa noche nadie pudo pensar en dormir por el tumulto que reinó
frente a la casa.
El día siguiente era domingo 1 de mayo. La gritería y el alboroto
eran insoportables en el exterior. Daba la impresión de que pretendían
romper la puerta principal. ¿Con qué objeto habían apostado guardias?
D’Aulon se presentó en la alcoba para transmitirle un mensaje del conde
Dunois: le pedía comparecer, pues temía una insurrección. ¿Qué quería
decir eso de “comparecer”? Esa mañana se preparaba a emprender el
ataque decisivo. En compañía de La Hire, D’Aulon y otros personajes se
abrió camino entre la turba jubilosa rumbo al palacio de Dunois. Allí se
enteró que ese mismo día Dunois partiría hacia Blois para acelerar la
vuelta del ejército y le encarecía abstenerse hasta su regreso de toda
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acción militar. Juana se retiró disgustada, dictó a su confesor Pasquerel
una carta en la que exigía al general Talbot entregarse (eso no era
ciertamente una acción militar) y la envió al cuartel general inglés con
sus dos heraldos. Al atardecer, regresó uno de ellos con la noticia de que
los ingleses iban a quemar a su compañero, porque el heraldo de una
ramera merecía juicio sumarísimo.
El 2 de mayo, Juana se procuró una visión de conjunto de las
posiciones enemigas desde la muralla de la ciudad. Era de esperar que
eso tampoco se entendería como acción militar. Hacia el norte, rodeaban
a la ciudad en amplio semicírculo las trincheras y los bastiones con los
vivaques, las catapultas y las torres de sitio de los ingleses. Desde el
muro meridional de la ciudad vio por primera vez el imponente puente
de trescientos años de antigüedad que atravesaba el ancho y caudaloso
cauce del Loira. Los defensores habían derribado el último de sus arcos
en una acción nocturna protegida por la niebla, después de que el
enemigo se hubo apoderado de las torres fortificadas que aseguraban el
puente contra los ataques desde el sur. Frente a esas torres fortificadas,
casi en el borde del arco derribado, los defensores habían erigido un
baluarte provisorio. Aunque el puente se encontraba al alcance de las
flechas inglesas, Juana avanzó hasta dicho baluarte y conminó a voz en
cuello a Glasdale, comandante de la guarnición enemiga apostada en las
torres fortificadas, a que se entregara. Sólo cosechó carcajadas de burla
y exabruptos hostiles.
—¡Ea, vaquera del insignificante rey de Chinon, si te echamos
manos te asaremos!
—¡No nos entregamos a herejes ni rufianes y menos aún a una
mujer!
—¡Glasdale! —vociferó Juana—. ¡Morirás y no tendrás tiempo para
confesarte. Morirás muy pronto!
¿Había sido ésa una acción militar?
3 de mayo. Desde el día anterior los carniceros trabajaban a destajo
y las muelas de los molinos de cereales ardían. Como por el momento no
se podía ofrecer a los soldados un ataque, los religiosos y el consejo
municipal organizaron por la mañana una gran procesión que concluiría
con una misa impetratoria en la catedral.
Allí donde Juana se presentaba, había tumulto. La gente se
abalanzaba a las ventanas y pugnaba por echarle una mirada y los
hombres se maravillaban de su majestuosa prestancia sobre la silla de
montar. Por la tarde llegaron refuerzos, tropas enviadas por las ciudades
61
de Gien y Montargis, leales al rey. Todos alababan a la doncella.
4 de mayo. Precedido por sacerdotes, Dunois se acercó a la ciudad
con un ejército y un convoy de aprovisionamiento, que visto desde la
torre más elevada de la fortaleza se extendía hasta el horizonte. Habían
tenido la temeridad de tomar por la carretera de la margen derecha del
Loira, o sea la inglesa. Algunos de los caballeros más competentes
parecían considerarse invulnerables. Juana, La Hire y unos quinientos
burgueses armados salieron a su encuentro para darles la bienvenida.
Nadie acertaba a explicarse la pasividad de los ingleses.
Después de la comida compartida, Dunois confió a Juana y a
D’Aulon que el enemigo estaba concentrando fuerzas bajo las órdenes
de su célebre héroe guerrero Fastolf. Lejos de mostrarse conmocionada,
Juana reaccionó más bien con gozosa excitación.
—¡Anunciadme con precisión, tan pronto si ese Fastolf viene
acercándose! Si dejáis de informar os arrancaré la cabeza.
Dunois, educado en una de las cortes italianas más cultas y,
además, dueño del sentido del humor, distendió sus finos labios en una
leve sonrisa.
Más tarde, Juana y D’Aulon se retiraron a sus respectivos aposentos
en casa del tesorero para disfrutar de un momento de reposo. No hacía
mucho rato que descansaba en su lecho cuando la doncella se incorporó
sobresaltada, corrió al cuarto de D’Aulon y lo sacudió para despertarlo.
—¡Mis voces acaban de ordenarme que ataque a los ingleses, pero
todavía no sé si emprenderlas contra Fastolf o contra las trincheras!
Enseguida, la casa se revolucionó. D’Aulon se puso en pie de un
salto. La mujer del tesorero y su hija ayudaron a Juana a ponerse la
armadura. Tan pronto el paje le arrimó el caballo ensillado, montó, asió
el estandarte que le alcanzaron desde una ventana y al raudo galope de
cascos que arrancaban chispas de las piedras, partió hacia el más
ruidoso alboroto.
Al llegar a la puerta de los borgoñones, vio a los primeros heridos,
cubiertos de sangre, que gemían de dolor. Por un momento, tiró de las
riendas de su caballo, ¡Esa era la guerra, entonces!
—¡La cosa tiene mal aspecto! —gritó uno.
Siguió su carrera con su flamante estandarte a campo traviesa. A
cierta distancia se luchaba por una de las trincheras inglesas, las ruinas
de un monasterio. D’Aulon le dio alcance. Era responsable de su
seguridad hasta la liberación definitiva de Orleans. Dunois y otros
pasaron a su lado en precipitada carrera. Detuvo su caballo casi al borde
62
de la trinchera, en medio de la pelea. Los franceses vociferaban,
atacaban, y al cabo de dos horas habían matado a más de cien
enemigos y asaltado la trinchera. Los últimos ingleses, que se habían
parapetado en las ruinas de la iglesia, se rindieron, y Juana llegó a
tiempo para evitar una masacre. Las pérdidas en sus propias filas habían
sido escasas.
No le habían informado de ese ataque, pero se supo que nadie lo
había planificado. La milicia cívica, a la que nada podía frenar ya, se
había aventurado a ese asalto por su cuenta. En brazos de su confesor
Pasquerel, Juana no pudo contener las lágrimas y lloró largo tiempo. En
la ciudad se celebró su primer triunfo.
5 de mayo. Ascensión del Señor. Tregua. A Juana le afligía la suerte
de su heraldo prisionero. En consecuencia, dictó otra carta para los
ingleses, en la cual les exhortaba en nombre de Dios a aprovechar la
última oportunidad que les quedaba de retirarse sanos y salvos. Al pie
hizo añadir una posdata: “Os habría mandado mi carta de manera más
apropiada, pero en otra ocasión retuvisteis a mi heraldo. Devolvédmelo y
os enviaré algunos de los prisioneros que capturamos en la víspera”. Un
arquero enrolló la carta en una flecha y la lanzó hacia las torres
fortificadas.
—¡Ramera de los Armagnac! —fue la respuesta—. ¡Te quemaremos
por bruja!
Juana lloró de rabia, pero recobró su aplomo después de confesarse
en una iglesia.
Esa noche todos los comandantes se reunieron en la casa del
tesorero para discutir algunos planes, pero, por expreso deseo de unos
cuantos, Juana no fue invitada. Se resolvió realizar al día siguiente una
gran ofensiva a las torres fortificadas del extremo sur del puente y,
simultáneamente, desviar a las fuerzas enemigas del norte mediante un
ataque aparente a una de sus trincheras. Dunois propuso comunicar al
menos a la doncella el resultado de las deliberaciones, pero el caballero
Jean de Gamache se manifestó decididamente en contra.
—¿Habéis visto alguna vez que ella haya aprobado algo resuelto por
nosotros? No importa qué decidamos, ella lo rechaza.
Dunois, Alençon y La Hire siguieron abogando en favor de
interiorizar a la doncella de la resolución tomada, pero no consiguieron
imponerse.
—¡En verdad, prefiero recibir mis órdenes de un hombre y no de
esta mozuela incivilizada que se ha creído vaya a saber quién! —renegó
63
Gamache.
Por fin convinieron informarla sólo del ataque aparente, pero no le
dirían una sola palabra de la ofensiva importante a las torres. Llamaron a
Juana, y Dunois empezó a hablarle algo de un ataque a una de las
trincheras del norte, cuando la muchacha lo interrumpió.
—Por favor, caballeros, no intentéis engañarme. Estoy en
condiciones de guardar secretos mucho más importantes. Sin embargo,
si preferís guardaros vuestras resoluciones...
Se alejó de allí a la carrera seguida por Dunois. La Hire se echó a
reír y Gamache se incorporó de un salto asestando una violenta patada a
su silla que crujió al golpear contra el revestimiento de madera de la
pared. Dunois regresó con Juana y le explicó en detalle el plan ofensivo
ideado.
6 de mayo. Esa mañana, el plan ofensivo de la víspera ya no tenía
vigencia. Al parecer hubo controversias. Juana aguardó con La Hire y un
gran número de hombres armados frente a la puerta de los borgoñones
para que le franquearan la salida, pero fue en vano, la puerta
permaneció cerrada. Eran órdenes. Se presentó el comandante de la
ciudad, Gaucourt, para notificar que no había planificado ningún ataque
para esa mañana. Juana lo increpó: ¿quién tenía la palabra allí, él o ellos?
y con su estandarte describió un semicírculo sobre las cabezas de la
multitud impaciente.
—¡Esta gente luchará y vencerá, como venció la última vez!
Se oyeron desde todas direcciones sonoras voces de asentimiento.
Gaucourt, para quien la situación se tornaba crítica, cedió y abrió la
puerta. Mientras cruzaban en barcas y balsas hasta la siguiente isla del
Loira, se unieron al ejército Alençon, Dunois y Gilles de Rais. El objetivo
eran las ruinas del monasterio de la orden de san Agustín, muy cercanas
a la fortaleza del puente que los sitiadores habían convertido en bastión,
uno de los sitios más fuertes de los ingleses. Los franceses se
preparaban a tender un puente de pontones sobre el brazo del río que
los separaba de la ribera sur, cuando aparecieron los primeros ingleses
armados, profiriendo improperios.
Juana y La Hire se hicieron llevar a remo junto con sus caballos y
arremetieron contra los agresores con las lanzas en ristre. Juana esquivó
al primero. No quería matar, ni siquiera herir a nadie, si bien le escocía la
mano por probar el efecto de su espada de cruzado; escuchó a sus
espaldas un clamor de mil gargantas y se volvió: La Hire golpeaba a
diestra y siniestra imprecando y el ejército francés en pleno venía detrás
64
de ella. Algunos avanzaron por el puente de pontones, muchos vadearon
el río con gran esfuerzo, pero todos se abalanzaron rugientes sobre el
enemigo. Juana se apeó del caballo, se lo confió al jadeante paje; le
arrebató de las manos el estandarte, vio como la espada de D’Aulon, que
estaba a su lado, alcanzaba a un inglés, corrió al lugar donde la lucha
era más encarnizada y cuidó que su estandarte estuviera en todo
momento en el campo visual de los combatientes.
—¡Ramera! —vociferó alguien cerca de ella—. ¡Maldita puta!
¡Condenada bruja!
¿Para qué tenía en realidad su espada de cruzado? Posó la mano en
la empuñadura, pero no la desenvainó. Los primeros ya estaban
huyendo en desbandada. La Hire, todavía a caballo, los persiguió y de
pronto los fugitivos no pensaron sino salvar el pellejo al amparo del
bastión de san Agustín. Los franceses se lanzaron con hachas contra la
empalizada, abrieron brechas y un gigante británico, armado hasta los
dientes, que ofrecía tenaz resistencia fue rematado al igual que la
mayoría de los defensores del bastión. Juana clavó su estandarte como
señal de victoria en el punto más elevado del vallado. Los sobrevivientes
se refugiaron en las torres gemelas de la fortificación del puente, donde
Glasdale había quedado inmovilizado con unos seiscientos arqueros.
Poco después vieron arder en llamas ante sus ojos el monasterio
conquistado.
Esa noche se ofreció a los civiles que velaban sobre las murallas de
Orleans, un cuadro alentador: numerosas hogueras iluminaban la ribera
opuesta y cada una representaba un triunfo. A la distancia, brotaban
llamas de una trinchera enemiga, cuya dotación había huido al amparo
de la oscuridad, y frente a los espectadores tremolaban las hogueras de
los vivaques franceses en torno a los restos humeantes del bastión de
san Agustín. Hombres y mujeres remaron toda la noche hasta la otra
orilla para llevar carne asada y embutidos a los combatientes.
Al cabo de la jornada, Juana retenía aún suficientes energías para
oponerse a las nuevas resoluciones del consejo de guerra. La plana
mayor había considerado que las victorias cosechadas eran suficientes y
dado que los víveres alcanzarían unas cuantas semanas más, bien
podían postergar el ataque a Glasdale en la fortaleza del puente hasta
recibir nuevos refuerzos. La palabra “postergar” siempre había tenido la
virtud de irritarla, pero en esa ocasión la puso fuera de sí. Gilles de Rais
se esforzó por mediar: bastaba sitiar la fortaleza y hacer pasar hambre al
inglés. Juana lo ignoró.
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—¿Habéis deliberado entre vosotros, mientras yo consultaba a mis
propios consejeros? Creedme, el consejo de mi Señor será cumplido y
del vuestro ya nadie hablará más dentro de una hora —declaró y
enseguida gritó con voz tan potente que se escuchó en el vivaque más
próximo—. Mañana cruzaremos el puente y entraremos en la ciudad —
luego se dirigió a su confesor Pasquerel—: Levantaos bien temprano y
haced lo mejor que podáis. Yo tendré mucho que hacer. Manteneos
siempre cerca de mí, pues mañana manará sangre de una herida mía en
el pecho.
7 de mayo. La flecha llegó desde arriba y le atravesó el hombro en
momentos en que arrimaba una escalera de asalto al terraplén de la
trinchera del puente. Era el primer ataque después de la tregua del
mediodía, ya no recordaba cuál era de los numerosos librados desde esa
mañana temprano. Habían pasado horas arremetiendo contra aquel
baluarte, pero el enemigo parecía inmortal en su posición. Al sentirse
herida desfalleció quejumbrosa. En el acto la apartaron del tumulto, le
quitaron la coraza, extrajeron la flecha, untaron la herida con aceite de
oliva y la cubrieron con una lonja de tocino y un vendaje. Pasquerel la
consoló asegurándole que la herida no era mortal. De hecho, no le
impidió siquiera volver a ponerse la coraza y regresar por un instante al
borde de la fosa que protegía la trinchera para recuperar su estandarte.
Una tras otra, las oleadas de ataque se morían contra los
terraplenes del baluarte. Juana seguía entre los primeros atacantes con
su espada de cruzado envainada. Poco antes de la caída del sol, Dunois
quiso mandar tocar retirada pues no tenía sentido seguir peleando. Los
demás comandantes se frotaron las manos.
Juana le suplicó aguardar un poco más. Ordenó un breve descanso
para reponerse, subió a su caballo y a campo traviesa se dirigió a un
viñedo donde podría orar en paz. Dunois mandó tocar retirada a pesar
de todo, pero el soldado vasco que sostenía el estandarte de la doncella
junto al borde de la fosa, no se movió del lugar. D’Aulon le gritó si
pensaba obedecer o intentar él solo el último ataque. De pronto se arrojó
a la fosa, protegió su cabeza con el escudo para guarecerse de las
piedras y las flechas, y el vasco lo siguió sin abandonar el estandarte.
En ese preciso instante retornó Juana; no reconoció a D’Aulon ni al
vasco, y en la idea de que su estandarte se había perdido, tomó el asta y
lo agitó con fuerza. Durante toda aquella jornada el pendón de la
doncella había dado la señal de ataque.
Los primeros hombres se lanzaron en pos de D’Aulon, luego se
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fueron sumando muchos más y por último se unió el ejército en pleno.
Por centenas treparon las escaleras de asalto y atacaron en todas
direcciones con hachas y espadas, rechazaron a los defensores, salvaron
la empalizada y expugnaron el baluarte cuando moría el día.
Entre los ingleses cundió el pánico. El bastión se había perdido y, a
sus espaldas, el puente que conducía a la fortaleza ardía en llamas. A
último momento, un pescador había arrastrado bajo el puente de
madera una barca cargada de heno y azufre y le había prendido fuego.
Glasdale y algunos hombres intentaron cruzar el puente incendiado para
ponerse a salvo, pero éste cedió y se hizo astillas con sonoro crujido.
Glasdale se ahogó por el peso de su armadura y los doscientos ingleses
que quedaban se rindieron. Juana fue transportada a través de una
construcción provisoria de maderos, tendidos sobre el arco destruido del
puente, hasta la casa del tesorero y allí trataron su herida. Después, la
doncella comió unas rebanadas de pan mojadas en vino aguado y se
entregó al descanso. En la ribera meridional del Loira ya no quedaba
ningún bastión inglés.
8 de mayo. Domingo. Los centinelas anunciaron que en el norte de
la ciudad los ingleses estaban desmontando sus tiendas y se preparaban
a abandonar sus posiciones. Juana sólo vistió una ligera cota de malla
por el dolor de la herida y salió a caballo con Dunois, Alençon, La Hire y
otros para apostarse frente a la puerta. Poco a poco, el ejército se reunió
a su alrededor. A no demasiada distancia de ellos, los ingleses se
detuvieron y se formaron en orden de batalla. Tal vez fueran unos 4.000
hombres. No era fácil reconocer su número exacto, pero cada uno del
lado francés supo que frente a ellos, en primera fila, aguardaban hombro
con hombro, los temidos arqueros, los vencedores de Crécy y Azincourt.
Con el sabor de la victoria todavía en la lengua, los soldados
franceses ardían por lanzarse al combate decisivo, pero Dunois y los
demás comandantes se opusieron. Esta vez, Juana compartió su
decisión. No presentaría batalla aquel domingo a menos que los
atacaran, y por todos los combates librados se sabía que los ingleses
jamás iban a iniciar la ofensiva. No disponían de caballería y sus
arqueros debían operar desde posiciones seguras. Ambos ejércitos se
quedaron inmóviles frente a frente. Los más fogosos entre los franceses
no aguantaron la tensión y amagaron lanzarse contra el adversario a
pesar de las órdenes recibidas, por lo cual Juana mandó traer de la
ciudad sacerdotes para que cantasen los himnos más solemnes de su
repertorio y de este modo logró apaciguar los ánimos poco a poco.
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Transcurrida una hora se advirtió movimiento en las filas enemigas.
Los ingleses se retiraban río abajo en dirección a Meung.
Orleans se había salvado. Soldados y espectadores prorrumpieron
en un clamor de gozo. Civiles y mercenarios se abrazaron, en tanto las
tropas aguardaban impacientes la orden de emprender la persecución,
pero Juana había prometido por escrito al enemigo respetar sus vidas y
sus cuerpos en caso de una retirada voluntaria. Además, era domingo.
—Dejadlos marchar —exclamó—. Ya les echaréis mano en otra
ocasión.
Semejantes intenciones no iban con La Hire. El gascón espoleó su
corcel y seguido por un centenar de sus hombres persiguió al galope a
los vencidos casi hasta Meung. Al atardecer, regresó con varios cañones,
carros, cargados de municiones y aparatos de sitio capturados a los
ingleses. Entretanto, los ciudadanos de Orleans rescataron en las
trincheras a los prisioneros franceses, entre los que se encontraba el
heraldo de la doncella, encadenado, pero vivo.
Todavía no habían transcurrido tres meses de su partida de
Vaucouleurs y Juana ya había cumplido su primera promesa. Los
invencibles ingleses habían sido vencidos, Orleans liberada y superada la
derrota definitiva de Francia. La ciudad entera se dejó arrebatar por una
alegría delirante. Durante dos días se celebró la victoria con misas y se
organizaron desfiles y banquetes en honor de Juana. Sin embargo, uno
que otro lamentaba, para sus adentros, que Glasdale se hubiera
ahogado, pues cautivo habría valido un jugoso rescate.
El rey no apareció en Orleans, pero mandó una carta a Dunois en la
cual agradecía a Dios, a sus generales y a sus tropas por el triunfo, y a la
doncella le expresaba su reconocimiento por haber estado “presente en
persona” en todos los ataques.
Otro que no se dejó ver fue Trémoille.
68
Intermedio
El honor del sexo débil
De pronto, Juana de Arco se convirtió en símbolo de Europa. Su
victoria en Orleans —¿quién cuestiona que fue su victoria?—, fue el tema
prohibido de los medios en 1429, una sensación que levantó mucho
polvo desde Lubeck hasta Nápoles. Los redactores de volantes pasquines
su tema. Los representantes de las grandes casas de comercio italianas
informaron en forma folletinesca a Milán y Venecia sobre las proezas de
la doncella. Los corresponsales de palacio desenterraron historias
edificantes referidas a su niñez. Todas las crónicas tenían en común la
convicción de provenir de testigos oculares o auditivos, sin parangón en
la historia. “Sabemos —escribió un corresponsal italiano—, que todo lo
que ella dijo se cumplió. Quizá vino para realizar en este mundo cosas
maravillosas.”
La primera referencia escrita que mereció su victoria fuera de
Orleans apareció en París, donde el escribiente de la secretaría del
Parlamento mencionó entre los acontecimientos del día 10 de mayo a
una mujer que había luchado frente a Orleans del lado de los franceses.
La noticia parece haberlo ocupado un rato más, pues complementó su
nota con un pequeño dibujo que muestra a una muchacha esbelta, algo
mohína, de nariz respingada y largo cabello suelto. El vestido le llega a
las rodillas, con la mano izquierda empuña una gran espada y con la
diestra un pendón flameante. El primer retrato de Juana de Arco, por
supuesto, un producto de la fantasía, al igual que esos otros cuadritos
muy de moda en la actualidad en toda Europa y que en Ratisbona se
venden a dieciséis groschen cada uno. A propósito, las historias
fantasiosas sobre su niñez y sus poderes milagrosos germinaron
rápidamente. Al producirse su nacimiento, una inexplicable alegría
habría dominado ya a los habitantes de Domrémy. Esa noche, todos los
gallos de la aldea, habrían cantado al unísono su concierto de salutación.
Más adelante, sus compañeros de juego habrían observado que sus
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pequeños pies no tocaban el suelo cuando corría carreras. Jamás perdió
un cordero cuando cuidaba el rebaño de su padre. Con esta exuberante
maraña de leyendas, sus contemporáneos aventaron su sentimiento de
lo extraordinario, de lo inexplicable.
Su admirador más prominente fue el rey Segismundo, emperador
del Sacro Imperio Romano Germánico. Por cierto, desde 1416 el
emperador protegía oficialmente los intereses angloborgoñones; por
cierto, en 1417 había llegado a amenazar a Francia con la guerra. Sin
embargo, esto no le impidió seguir los sucesos que acontecían en
Francia con la misma curiosidad y afán sensacionalista de sus súbditos
que, en las calles y las hosterías de Basilea, Speyer, Maguncia,
Estrasburgo, Colonia y Lubeck hablaban de la doncella hasta salirles
humo de la lengua, según se desprende de los documentos oportunos.
En todo caso, el emperador pidió a su tesorero Eberhard von Windecken
informes exhaustivos sobre las empresas de la doncella. Y estas noticias
tuvieron como consecuencia que en el imperio teutón cada vez más
personas tomaran partido por el enemigo francés, en contra de
Inglaterra, la aliada oficial. Juana de Arco fue lo que hoy en día
denominamos portadora de simpatía y los ingleses no tenían nada para
oponerle. Hasta los arqueros eran impotentes frente a la simpatía.
En cartas y crónicas, los hombres de negocio y los religiosos
alemanes celebraron a Juana de Arco como heroína de guerra, como
mujer capaz de tomar decisiones y de superar en valor y energía a toda
la conducción militar de Francia. A algunos clérigos les molestaba que
ella usara vestimenta masculina, lo cual no altera nada en la valoración
general de que Dios había intervenido a través de ella en los sucesos
temporales. Buscamos en la historia modelos para compararla y no los
encontramos sino en las aguerridas mujeres del Antiguo Testamento, o
entre los más famosos generales de la Antigüedad. Un religioso de
Speyer interpreta sus hazañas como una feliz amalgama de instinto e
inteligencia.
En la propia Francia reinaba una verdadera fiebre Juana de Arco,
con todas las consecuencias para la afectada tan conocidas hoy por las
estrellas.
El pueblo lo tenía bien en claro: ella era una santa o un ángel de
Dios bajado de los cielos. Ya no pudo mostrarse en público libremente en
parte alguna. En una ocasión dijo que sólo con la ayuda de Dios, podría
librarse de la idolatría de la gente. Por supuesto, el centro del culto de
Juana de Arco era Orleans, donde el magistrado hizo constar en el libro
70
de la ciudad que su salvación había sido el mayor milagro de la era
posbíblica.
Como regalo de despedida, este mismo magistrado le entregó dos
suntuosos vestidos que borraron definitivamente todas las diferencias
exteriores entre una labriega y una dama noble de alta alcurnia; de ahí
en más, Juana estuvo, a los ojos de todos, por encima de las férreas
reglas del mundo medieval tardío que señalaban a cada individuo su
rango social conforme a su cuna. Sólo el campo de batalla y la Iglesia
ofrecían oportunidades de ascender en esa escala, dos dominios
reservados a los hombres. Por ende, Juana de Arco accedió a un singular
status especial en la sociedad francesa. Ciertamente, para sus
contemporáneos debió ser el mayor de los portentos que una mujer,
desdeñando las reglas vigentes, pudiera hacer una carrera meteórica
basada únicamente en sus logros.
La cancillería de Carlos VII explotó enseguida la liberación de
Orleans con fines propagandísticos. A diferencia de la carta de
agradecimiento del monarca en la cual la participación de Juana de Arco
en la victoria apenas se mencionaba con tibias formulaciones, las
circulares oficiales a todos los soberanos europeos la destacaban con
gran énfasis. Y a fin de que no fuese un secreto para nadie que Dios
había cambiado de lado, acompañaba a esta carta un resumen de aquel
informe de la comisión de Poitiers en la que los religiosos se expresaron
en forma muy favorable sobre la doncella. En una carta al emperador
alemán, el secretario de Carlos VII se dejó arrastrar por el entusiasmo al
punto de compararla con Alejandro Magno, Aníbal y Julio César.
Como era de esperar, la reacción de los ingleses difería
diametralmente del entusiasmo francés y de la asombrosa admiración
de alemanes e italianos. La doncella había echado por tierra la leyenda
de su invencibilidad. Un comerciante inglés confesó a un colega italiano
en Brujas que esa derrota le había privado de la razón. La circunstancia
de que el ejército inglés siempre había hecho gala de su superioridad
antes de Orleans y que una mujer hubiera intervenido en las acciones
por la liberación de la ciudad parecía excluir una explicación natural de
la derrota de los sitiadores. Pero, a la vez, era inconcebible que Dios
hubiera cambiado de lado. Por lo tanto, sólo quedaba el diablo como
promotor de esa tragedia y a la ramera se la convirtió en diabla en el
verdadero sentido de la palabra, en bruja. Para el duque de Bedford, a
quien correspondió la ingrata misión de anunciar en Londres la noticia
del fracaso del sitio, no hubo en todo caso sino una explicación: ese
71
revés del destino “fue causado por la superstición y el ciego terror que
desencadenó una adepta y espía del diablo, llamada ‘la doncella’
mediante el uso de conjuros y magia negra”. En otras palabras, Bedford,
estimó que había sido decisivo el efecto psicológico de la virgen sobre
sus soldados.
Los borgoñones tomaron la noticia del descalabro inglés con cierto
gozo maligno. Después de todo, un aliado al que de vez en cuando se le
hacían ver sus límites, era un buen aliado. El duque de Borgoña, eterno
aborrecedor, quedó tan impresionado por Juana que después de la
derrota de los invasores le mandó un puñal, regalo con el que sin duda
halagó el gusto de la heroína de Orleans, loca por las armas.
72
ACTO IV
¡Ay, mi pequeño duque!¿Tenéis miedo?
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El rey sintió los ojos húmedos y el rostro distendido en una sonrisa
irrefrenable. Sus acompañantes también sonreían, pero la suya no
parecía ser la misma sonrisa. Juana cabalgaba hacia él junto a Dunois.
Carlos jamás había visto a un vencedor. En su corte había arribistas de la
guerra, pero no vencedores. Y hete aquí que venía a su encuentro una
vencedora. Enhiesta sobre un corcel negro como la noche, armadura
blanca y una sonrisa triunfal iluminándole la cara. Detrás de su caballo,
un delicado paje la seguía andando, portaba su yelmo y su estandarte. El
monarca pensó: “Tendré que dominarme”. Juana sofrenó su caballo junto
al suyo e inclinó la cabeza tan profundamente como se lo permitía la
armadura. ¿Debía abrazarla? De buena gana le hubiera echado los
brazos al cuello, pero sus hombres lo miraban, Dunois lo miraba, todos
tenían puestos los ojos en él. No la abrazó, pues. Al menos logró musitar
unas pocas palabras de agradecimiento, un elogio a su intrepidez y a la
influencia alada que había ejercido sobre sus soldados.
Juana también se impresionaría. Lo comprobó cuando se acercaban
a Loches. Los muros fortificados del castillo se elevaban hasta el cielo,
las escaleras de asalto más largas no llegarían siquiera a la mitad de su
altura y sobre estas gigantescas obras de defensa se cernía la poderosa
mole blanca de la torre principal del castillo. Allí, todo era más grande e
imponente que en Chinon y los aposentos que le destinaron..., bueno, no
podía decirse que fueran conformes a su rango... pero en todo caso no
peores a las de Alençon, por ejemplo. Lástima que sólo se quedarían allí
unas pocas semanas, el tiempo suficiente para que su herida cicatrizara
y luego emprenderían viaje a Reims para la coronación.
Ella se equivocaba. Ni siquiera Alençon compartía su impaciencia. Al
parecer, Trémoille, que movía sus masas de carne con lentitud infinita
por los pasillos del castillo, determinaba en Loches el pulso del tiempo. El
monarca, por su lado, pasaba hora tras hora en conferencias sobre
estrategia a las que ella no tenía acceso. Cuando reinaba buen tiempo,
74
solía pedir prestado a la niñera al hijo mayor del rey, Luis, de siete años,
y jugaba con él en los jardines del palacio. Desde que había tenido
conciencia de que de ella dependía que ese pequeñuelo despierto y algo
precoz tal vez llegara a subir al trono, concibió sentimientos casi
maternales por el párvulo.
De lo contrario se dedicaba a la correspondencia. Casi a diario se
recibían cartas. Los casos sencillos los atendía Pasquerel después de
tratar con ella; si el asunto era escabroso recurría a Gilles de Rais,
porque, lamentablemente, Alençon no sabía escribir. El señor de Rais
lograba formulaciones que a nadie se le hubieran ocurrido, además
estaba familiarizado con las citas en latín. Naturalmente, el señor de Rais
poseía una biblioteca donde se podían encontrar obras de los clásicos
antiguos y un coro privado de niños que lo acompañaban en sus viajes
y... Bueno, dejemos esto. Gilles de Rais era un capítulo aparte.
—¿Cómo se pone en latín “ayúdate a ti mismo y Dios te ayudará”?
Por favor, señor de Rais, poned estas palabras en el pasaje apropiado de
nuestra respuesta a los regidores de Tolosa.
Los concejales de Tolosa le habían sometido una ambigua
exposición de la miseria financiera de su municipio y le pedían ayuda
para salir de su aprieto. Las consultas de este tenor eran rechazadas de
plano. Después de todo, la política financiera no era su cometido. Y, ¿qué
pretendía la duquesa de Milán? Gilles leía en voz alta; la hoja de papel
saturado de perfume temblaba levemente entre sus dedos cargados de
anillos. Los comentarios acerca de las hazañas de la doncella le habían
hecho concebir nuevas esperanzas en la recuperación del ducado que le
habían usurpado años atrás y por esta razón la invitaba a ir a Italia para
que la ayudara a reconquistarlo. Sin duda, el caso merecía una mayor
sensibilidad. Gilles supo más o menos qué debía responder: de momento
tenían prioridad otros proyectos, pero tan pronto los ingleses hubiesen
vuelto a su tierra, examinarían su petición con benevolencia. Juana trazó
una cruz al pie.
—Juana, querida Juana —suspiró Gilles—, ¿cuándo aprenderás a
escribir tu dulce nombre?
La sociedad ociosa de los cortesanos mantenía el buen humor
gracias a las fiestas palaciegas. La Hire se presentó a una de ellas
ataviado con una interesante prenda de vestir: un manto carmesí
cuajado de centenares de campanillas de plata. Ciertamente, Juana ya
se estaba habituando a las excentricidades —entretanto, ella misma
había adoptado la indumentaria de extravagante estilo en boga entre los
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afectados jóvenes de la corte—, pero el traje de La Hire eclipsó las más
estrambóticas creaciones de los modistos de palacio. Esa noche, el
apogeo de la fiesta fue un ballet cómico que el soldado bailó con su
amigo Poton de Xaintrailles, cojeando y con repiqueteo de campanillas.
Constituyó un gran éxito reidero porque muchos creyeron reconocer en
él la parodia del último número de baile del rey. Gilles se desternilló de
risa y no logró librarse del espasmo resultante hasta el final de la fiesta.
Por la mañana se repetía la habitual rutina de las sesiones: debates
acerca de la situación y sobre las estrategias a seguir, como siempre a
puertas cerradas. Los caballeros no lograban decidirse por una de las
dos alternativas militares que, como Juana sabía por Alençon, estaban a
discusión: marchar hacia Chartres, conquistar Normandía y acto seguido
sitiar París, o bien atacar en primer lugar los baluartes ingleses a orillas
del Loira para obtener en el norte seguras vías de avituallamiento y
amunicionamiento. Juana consideraba que ambas eran erróneas e
intentó volcar de su lado al menos a Alençon.
—Tan pronto el delfín haya sido ungido y coronado —le dijo—, podrá
presentarse con una autoridad distinta a la actual. Y tan pronto todos los
franceses tengan que reconocerlo como rey, crean en él y él en su
pueblo, los ingleses perderán cada vez más poder y al final estarán
obligados a rendirse.
Así podía pensar el pueblo, pero a Alençon semejantes reflexiones
le eran tan extrañas como a los demás cortesanos. Su preferencia era
seguir luchando. ¿Para qué estaban allí, si no? Pero aun cuando las ideas
de Juana no fueran del todo irrazonables, ella tenía poca o ninguna
influencia sobre el resultado de las deliberaciones. Últimamente, el
monarca no solía pedirle su opinión.
Cierto día, Juana no pudo contener su nerviosidad, golpeó a la
puerta del inmenso salón de sesiones, entró bruscamente sin esperar
contestación y fue a echarse a los pies del rey, no tanto en prueba de
veneración sino por desesperación.
—¡Noble delfín, no os demoréis tanto en deliberaciones. Estáis
perdiendo el tiempo! ¡Os suplico ir a Reims lo antes posible para haceros
coronar!
Como el soberano persistía en su silencio y se había quedado
petrificado en su silla, Christophe de Harcourt tomó la palabra. ¿La
coronación en Reims era una idea de sus voces? Naturalmente. ¿No
querría confiar a los presentes y en particular al rey, cómo interpretar
exactamente su acuerdo con esas voces? Juana se sonrojó perpleja. Sí,
76
Carlos sonrió en ese momento. De hecho, él se hacía la misma pregunta
desde hacía bastante tiempo. Siempre que encontraba resistencia, Juana
titubeaba al contestar; siempre que hacían oídos sordos a sus
proposiciones —y eso ocurría de continuo—, se retiraba para quejarse a
Dios de su infortunio. Terminadas sus oraciones, siempre escuchaba una
voz, y ésta le decía: “¡Ve, hija de Dios, no te dejes intimidar! ¡Inténtalo
de nuevo, estoy contigo, yo te ayudaré!”. Y cada vez que eso sucedía
experimentaba instantes de gozo tan inefables que anhelaba que
durasen eternamente.
Los consejeros se miraron unos a otros. Frente a ellos, Juana
temblaba de pies a cabeza con los ojos muy dilatados y en blanco.
Aguardaron a que ella volviera en sí y entonces habló el obispo de
Castres:
—¿Tus voces te llaman “hija de Dios”?
—Sí —respondió la doncella—. Desde el asalto a la última trinchera
en Orleans.
* * *
El tintineo de las armaduras y el traqueteo de las cureñas volvió a
llenar el aire de la tranquila Sologne. En Selles y Romorantin se movilizó
al ejército para realizar una campaña contra las posiciones inglesas junto
al Loira; por primera vez desde que el hombre tenía memoria, un
monarca galo no necesitó tener en sus tropas una mezcla abigarrada de
mercenarios españoles, italianos, escoceses o alemanes. Por primera
vez, pudo contar con un número en constante aumento de voluntarios
franceses. El duque de Bretaña, hasta hacía poco partidario de los
ingleses, lamentó en una carta no poder participar en persona de la
inminente campaña debido a la gravedad de su estado, pero su hijo ya
se había puesto en marcha con tropas de refuerzo. Y Guy de Laval, un
mozo de dieciocho años, envió a su madre una carta en la cual le
suplicaba vender o hipotecar todas las tierras que fueran necesarias
para reunir sus propias tropas.
El joven señor de Laval, que ignoraba todavía qué era la guerra,
escribió dicha carta después de visitar a Juana en su albergue de Selles.
La doncella le dedicó parte de su tiempo, mandó traer vino y concluyó su
brindis con estas palabras: “¡Querido señor de Laval, la próxima copa la
beberé con vos en París!”.
“¡Basta contemplarla!”, seguía diciendo en la carta precitada,
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“¡Basta oírla! Todo en ella parece divino, no importa lo que haga. La vi
sobre su caballo, un negro corcel. Llevaba armadura blanca sin casco y
su mano jugaba con una hachuela de combate. A su lado cabalgaba su
hermano, también de armadura blanca y más atrás iba andando un paje
que llevaba un estandarte desplegado.”
Laval selló la carta y más tarde se encontró con su amigo Alençon
para jugar al tenis. Concluido el partido, Alençon le comunicó que el rey
le había confiado el mando supremo del ejército, pero al mismo tiempo
le había encarecido que para toda decisión, aun las militares, debía
prestar oído a las inspiraciones de la doncella. Alençon dejó escapar una
risilla. Trémoille no pudo contener su furor, pero esa campaña sería
divertida. Él y la doncella, qué buena pareja.
El 12 de junio, a más de un mes de la victoria de Orleans, por fin se
pusieron en marcha. Juana y Alençon encabezaban la columna, como
siempre. Conducían un ejército de sólo 600 hombres armados, pero a
retaguardia venían 6.000 o 7.000 más. Un ejército de semejante
magnitud con catapultas y cañones representaba una masa bastante
lenta.
Después de todo, tanto Juana como Alençon no estaban muy
satisfechos de la evolución. Jargeau, Meung, Beaugency... todos estos
bastiones ingleses a lo largo del Loira, estaban más cerca de Reims que
de Chartres, donde Trémoille había querido mandarlos a toda costa. Por
lo menos, una vez liberadas dichas ciudades, los ingleses no los
atacarían por la espalda en su marcha hacia Reims.
Atravesaron Orleans, donde se les unieron hordas de civiles
entusiasmados, y siguieron hacia Jargeau, situada en la otra margen del
Loira. La guarnición inglesa estaba allí bajo el mando del conde de
Suffolk. Comprendía unos 700 soldados. El enemigo rechazó el primer
ataque en las afueras de la ciudad. El segundo ataque lo dirigió Juana en
persona con su estandarte desplegado al viento. Al cabo de dos horas de
combate, los suburbios quedaron liberados. Juana observó con
preocupación que, en particular, los mal armados ciudadanos de Orleans
se consideraban invulnerables en tanto ella estuviera cerca. Por
añadidura, Alençon cometió la ligereza de no apostar centinelas durante
la noche. Que los ingleses no emprendieran un asalto, debió atribuirse
una vez más a su mágica irradiación.
A la mañana siguiente, los comandantes reunidos consideraron de
repente que las murallas de Jargeau eran demasiado altas y las fuerzas
propias demasiado débiles. Las deliberaciones se prolongaban, mientras
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el tiempo se iba inexorablemente. ¿Asaltaban o no? Finalmente, Juana
intervino.
—¡Señores míos, no tenéis nada que temer! Dios está con nosotros.
Si no estuviera convencida de ello, me habría quedado en casa para
cuidar las ovejas en vez de exponerme al peligro y a la muerte —y
dirigiéndose a Alençon prosiguió—: ¡Adelante, mi duque, al asalto!
No obstante, el general se resistió. En su bastión, los ingleses
pusieron en posición sus cañones sobre las murallas y una especie de
Goliat, armado hasta los dientes, empezó a correr de un lado a otro
blandiendo una espada en cada mano y sin dejar de imprecar. El sol
hacía parpadear a La Hire. Juana rodeó a Alençon con su brazo y lo miró
a los ojos.
—¿Ay, mi pequeño duque, tenéis miedo? ¿Habéis olvidado que
prometí a vuestra esposa que os devolvería sano y salvo? ¡Éste es el
momento de actuar! ¿No conocéis el refrán: ayúdate y Dios te ayudará?
Sonó una trompeta, la señal de iniciar el ataque. Juana se mantuvo
cerca de Alençon, pues ése no parecía ser su mejor día. Los ingleses
arrojaban bolas de piedra con sus cañones y culebrinas, mientras Goliat
derribaba una tras otra las escaleras de asalto y apedreaba a los
enemigos en su caída con fragmentos de roca.
—¡Apártate! —gritó de pronto Juana a Alençon señalándole la boca
de un cañón montado en las almenas de la muralla—. ¡Estás
exactamente en la línea de tiro!
El duque saltó a un costado y la bala mató al hombre que venía a su
zaga. La Hire se acercó cojeando a su mejor artillero y señalando a
Goliat, le ordenó:
—¡Mata a ése!
Alcanzado en el pecho, el gigante cayó hacia atrás y en el lugar que
ocupaba en lo alto del muro apareció el heraldo del conde de Suffolk
pidiendo una tregua. El fragor de la batalla apagaba su voz. Tres balas
de cañón francesas destruyeron la mayor de las torres de fortificación y
los trozos de mampostería cayeron con estrépito. En ese preciso
instante, Juana trepaba con su estandarte por una escalera de asalto
cuando una piedra le dio en el yelmo. El impacto la hizo caer al foso,
pero enseguida cobró ánimo y se levantó gritando:
—¡Adelante amigos! Nuestro Señor ha pronunciado su sentencia
sobre los ingleses! ¡En esta misma hora nos pertenecen! ¡Valor!
Al asalto siguió una matanza. Suffolk intentó cruzar el puente del
Loira para ponerse a salvo en la otra orilla con un puñado de soldados
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que habían resultado ilesos, pero todos fueron tomados prisioneros como
los demás. Por razones de seguridad, los más valiosos fueron enviados
en barco a Orleans. Los otros, unos cincuenta, debieron ir andando. En el
camino, algunos de ellos fueron linchados, víctimas de la insaciable sed
de venganza de los habitantes de Orleans. Las pérdidas de los franceses
fueron veinte hombres.
Camino a Meung, el ejército francés pasó por Orleans donde se
sumó Guy de Laval con más refuerzos. La guarnición inglesa de Meung,
de unos 200 hombres, no se consideró digna de un ataque. Tan sólo se
tomó el cruce fortificado del Loira, se dejó una pequeña dotación de
vigilancia en la ciudad y el 16 de junio se reanudó la marcha hacia
Beaugency, no mucho mayor que Meung y defendida por 500 ingleses.
Después de los primeros ataques, ese puñado de soldados buscó refugio
en la maciza torre cuadrada del castillo construido en la época normanda
y en las dependencias del monasterio circundante, que fueron
bombardeadas durante la noche por orden de Alençon.
Por la mañana, dos noticias recibidas en pocos minutos, lo sacaron
de quicio. Clareaba aún cuando llegaron los mensajeros con la nueva de
que Arthur de Richemont había acampado con sus tropas a una legua de
Beaugency. “Yo o él”, vociferó y amagó levantar el sitio para marcharse
con todo el ejército. Juana perdió la calma. ¿Por qué levantar el sitio?
¿Acaso Richemont no era francés? Con el aliento entrecortado, Alençon
le explicó que él era un sujeto despreciable que tenía vedado el acceso a
la corte. ¿Por qué? Richemont y Trémoille eran enemigos acérrimos.
Poco antes de la aparición de Juana en Chinon, Alençon había guerreado
contra el primero por encargo del segundo. Juana recordó el singular
contrato entre el duque y Trémoille y no acertó a comprender la
situación. De todos modos, el rey había prohibido todo contacto con
Richemont, pero por desgracia este recio y alevoso valentón gozaba
plenamente de la simpatía de los soldados rasos. ¡Cómo se atrevía el
pérfido a ofrecer su colaboración! Si intentaban librarse de él por la
fuerza tal vez no podrían confiar siquiera en sus propios hombres.
La otra noticia impidió que dos ejércitos franceses arremetieran uno
contra el otro ante los ojos del enemigo. Los generales ingleses Talbot y
Fastolf se aproximaban a Beaugency con grandes fuerzas. Cualquiera
podía imaginar qué significaba eso: Talbot, sediento de venganza por la
derrota de Orleans, y Fastolf, empeñado al menos en dejar en claro que
los ingleses no se dejarían acobardar por las hechicerías de una labriega.
Alençon perdió el dominio de sí mismo por completo, pero Juana,
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convencida de que los caballeros debían dejar para otro momento sus
pleitos privados, saltó sobre su caballo, enfiló al encuentro de Richemont
y le tendió la mano.
—Yo no os he llamado, señor Richemont, pero ya que estáis aquí,
sed bienvenido.
Alençon se resignó. Un centenar de hombres quedó en el lugar para
vigilar a los ingleses atrincherados en el castillo, el resto montó a caballo
para salir al encuentro del enemigo que avanzaba. Alençon mandó a sus
tropas tomar posición en una colina y aunque en las inmediaciones
flameaba la bandera de Richemont, no miró en esa dirección, sino que se
concentró en la inmensa planicie reverberante de Beauce y la nube de
polvo que se acercaba por el norte. Evidentemente, eran varios millares
de hombres pero, en número, aquellas fuerzas eran inferiores a las que
él mandaba. Alençon se protegió la vista de la luz candente del sol de la
tarde. El ejército inglés ofrecía el panorama ya conocido: a la cabeza un
caballero de alto estandarte, seguido por la polvareda que levantaba el
convoy de cureñas y carretas de avituallamiento, a continuación, las
huestes propiamente dichas, una larga y estrecha cinta de morriones
centellantes y, por último, muy lejos, la retaguardia integrada por la
tropa escogida de caballería y las fuerzas auxiliares borgoñonas. Como
era de esperar, la caravana se detuvo a la altura del ejército francés, los
jinetes se apearon de sus cabalgaduras y los arqueros clavaron en el
suelo frente a ellos estacas puntiagudas inclinadas hacia afuera a modo
de parapeto. Semejante barrera contendría cualquier arremetida de la
caballería enemiga, en caso de que buena parte de ella lograra
sobrevivir a la lluvia de flechas. Esas líneas defensivas fueron armadas
con pasmosa celeridad.
Transcurrió largo tiempo sin que nada sucediera. Nadie se movió de
su lugar, los dos ejércitos se quedaron en tensa calma, inmóviles en sus
posiciones. Los franceses habían aprendido las lecciones de Crécy y
Azincourt y a los ingleses no se les ocurrieron nuevas tácticas. Dada la
situación, un ataque no entraba en consideración para ninguno de los
adversarios.
Pasado un rato, Alençon se dirigió a Juana en voz tan alta que los
circunstantes y el propio Richemont pudieron escuchar sus palabras:
—¿Qué debemos hacer?
—Necesitaréis buenas espuelas —respondió Juana.
—¿Qué significa eso? ¿Que tendremos que ordenar la retirada?
—Todo lo contrario. Los ingleses no llegarán siquiera a defenderse,
81
y vosotros habréis de espolear a vuestros corceles si queréis darles
alcance.
Con sus últimas profecías, la doncella había dado pruebas de su
buen tino para vaticinar acontecimientos futuros, de una intuición que
tenía casi la precisión de una percepción sensorial, pero en aquella
ocasión su predicción pareció fallar. La tarde avanzaba y todavía seguían
frente a frente expectantes. De pronto, los ingleses despacharon dos
heraldos encargados de invitar a los franceses a designar tres hombres
para decidir la cuestión en un duelo frente a las líneas inglesas. Los
caballeros enemigos... y las damas... podrían seguir de cerca el
desarrollo del lance.
Alençon se volvió hacia Juana y ella sólo frunció la nariz. No, en ese
caso tampoco andarían a tientas.
—Ya se ha hecho tarde —contestó por intermedio de los heraldos—.
Regresad a vuestro cuartel y descansad. Mañana nos veremos de cerca.
Poco antes del ocaso, el ejército inglés se retiró en dirección a
Meung y el francés volvió a Beaugency. Durante la noche, Alençon
condujo las negociaciones para la capitulación de los ingleses sitiados en
el castillo, sabedores ya de la suerte de sus camaradas en Jargeau. Al
amanecer, la guarnición completa se retiró sin ser molestada, como se
había convenido, pero bajo el juramento de no desenvainar la espada
durante diez días. Así fue dejado fuera de combate provisionalmente.
Juana se alegró del desenlace incruento de ese sitio. Si bien le gustaba
batallar y amaba el peligro, le repugnaba el derramamiento de sangre.
Luego, apenas se hubo marchado la reducida tropa, llegó la noticia
de un nuevo avance del ejército inglés. Richemont dio orden de ponerse
en marcha y Alençon no pudo menos que unirse, aunque con rechinar de
dientes. Salieron en tres secciones: primeramente la tropa especial de La
Hire, los mejores jinetes de Francia, muy bien armados. Un centenar de
ellos escudriñó el terreno en calidad de avanzada de exploración y
mantuvo contacto con las otras partes de la tropa. La segunda sección
estaba integrada por el ejército principal bajo el mando de Alençon,
Dunois y también Richemont, mal que les pesase. La tercera era la
retaguardia, adjudicada a Juana, una decisión que le causó gran enfado
pero acató. De manera más o menos velada, Alençon le había explicado
que el combate a campo abierto era algo diferente al asalto a una
trinchera y que ella era demasiado preciosa para ser expuesta allí. Su
mera presencia, bastaba. ¿No había admitido el conde de Suffolk,
después de su captura, que a partir del instante en que sus hombres
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vieron a la doncella entre los atacantes frente a Jargeau, habían quedado
como paralizados? La confianza de Juana no menguó.
—Aunque tengamos que hacerlos bajar del cielo, los agarraremos —
gritó a Alençon cuando se separaron—. Atacadlos, tan pronto los veáis.
Ellos emprenderán la huida.
No había vestigio alguno del enemigo. El ejército francés se movilizó
a través de tierras de labranza, suavemente onduladas y plantaciones
que se extendían hasta donde alcanzaba la vista. Aquí y allá,
interrumpían la recta línea del horizonte campanarios de iglesia de
pequeñas aldeas, los molinos de viento cuyas aspas giraban lentamente
al impulso de la leve brisa, y los pequeños bosquecillos que brindaron
bienvenida sombra a los soldados, a lo sumo durante media hora de
descanso, después del cual volvían a sumergirse en la cegadora claridad
de la vasta campiña dorada. Por encima de sus cabezas, gravitaba un
diáfano y elevado cielo azul, como el que sólo podía verse sobre la
llanura de Beauce. Aquí y allá asomaba entre los campos un crucifijo
adornado con coronas de espigas, un hechizo inofensivo. En el horizonte
se perfilaban los tejados de la pequeña ciudad de Patay.
De pronto, los exploradores de La Hire descubrieron un venado que
corría a largos saltos hacia un bosquecillo y a poco escucharon un
vocerío. Si bien no entendían qué gritaban, supieron que era en lengua
inglesa. La Hire se lanzó a la carrera seguido de sus jinetes. Del otro lado
del bosquecillo se les ofreció un cuadro que les quitó el aliento de gozo:
un cuadro de bienvenida confusión. Los jinetes de la retaguardia
enemiga acababan de apearse y se estaban quitando las espuelas; los
arqueros se afanaban en clavar las primeras estacas en el suelo. Todas
se ajetreaban entre dos largos setos que, evidentemente, debían servir
de bastión natural. En segundo plano, cureñas y carretas de víveres se
habían apiñado unas con otras, presumiblemente al intentar una
precipitada maniobra de retroceso. La parte principal de las fuerzas
enemigas estaba allí, junto a los vehículos, tan alejada que no
representaba un peligro inminente.
La Hire y sus hombres se lanzaron inmediatamente al ataque, no de
frente como esperaban los ingleses, sino simultáneamente contra los
flancos abiertos. En consecuencia, sólo fue necesario derribar los dos
setos entre los cuales estaban encerrados los arqueros enemigos,
imposibilitados de huir; dada la situación, tampoco les sirvieron sus
grandes arcos. Talbot cayó prisionero, el resto fue masacrado. Fastolf,
quien en un principio vociferaba empeñado en restablecer el orden en el
83
caos de cureñas y carretas, se acercó al galope. Evaluó el desastre en
una rápida ojeada y, clavando espuelas, se alejó de aquel lugar. Tal vez
pensó que aún le quedaba una oportunidad de reconstruir a toda prisa
una segunda línea defensiva y poner en posición los cañones.
Cuando los hombres vieron acercarse a su comandante en loca
carrera, los dominó el pánico, pues creyeron que todo se había perdido y
se desbandaron en desatinada huida. En el colmo de su desesperación,
Fastolf dio media vuelta para lanzarse con su caballo en un combate
defensivo sin esperanzas entre los setos. Sus oficiales lo persuadieron de
que, de momento, lo único que importaba era salvar el pellejo y sobre
todo la cabeza, razón por la cual hizo girar de nuevo al corcel sobre sus
cascos y, ayudándose con la fusta, lo llevó al galope rumbo al norte,
hacia París. Al ejército principal comandado por Alençon no le quedó otra
alternativa que emprender su persecución. La caballería francesa
empujó a los últimos fugitivos hasta Janville, el cuartel general inglés.
Las puertas de la ciudad estaban cerradas, porque sus habitantes, al
tanto de lo acontecido, habían aprovechado la ocasión para rebelarse.
Fastolf logró llegar a París, gracias a su buen caballo.
Cuando Juana arribó con la retaguardia todo había concluido. Los
campos asolados estaban sembrados de cadáveres. Se disponía a bajar
de su corcel, cuando eran reunidos los prisioneros; uno de ellos descargó
ante sus ojos la espada sobre la cabeza de un guardia. Juana lanzó un
alarido y corrió hacia el moribundo, apoyó su cabeza ensangrentada en
su regazo y la abrazó llorando hasta que el desdichado expiró.
Ese 18 de junio fueron muertos otros 2.000 ingleses, porque en su
totalidad carecían de valor como prisioneros. Era gente sencilla de la
más baja ralea, campesinos y artesanos como los que desde hacía casi
un siglo el comando supremo inglés mandaba a Francia a morir. Sólo
doscientos prisioneros salvaron sus vidas. Las pérdidas francesas se
elevaron a tres, brillante broche de una serie única de victorias.
Ese día, no fue tarea fácil para el confesor Pasquerel consolar a la
doncella. En Orleans había tenido la impresión que sólo la vista de la
sangre francesa podía conmoverla, pero aquella tarde comprendió que la
nacionalidad de la sangre derramada no tenía importancia para ella. Por
la noche había logrado sobreponerse al punto de presenciar en la tienda
de Alençon el desfile de los prisioneros más valiosos. Cuando hizo su
entrada Talbot, la vio en la semipenumbra del fondo, sentada en una
silla plegadiza, todavía enfundada en su armadura blanca. La hechicera
lo había vencido por segunda vez.
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—Mi querido Talbot —lo saludó Alençon—, ¿quién habría pensado
esta mañana en semejante desenlace?
Talbot se encogió de hombros. No estaba acostumbrado al fracaso,
pero en cincuenta y seis años había tenido tiempo de conocer el caos de
este mundo.
—Así es la suerte de la guerra —replicó.
Incluso el rey de Francia parecía pensar del mismo modo. Mientras
toda Orleans esperaba con febril entusiasmo el momento glorioso en que
un monarca en extremo dichoso abrazaría sobre las gradas de la
ornamentada catedral a una felicísima doncella y a los demás felicísimos
generales al son de trompetas y trombones, ese monarca festejaba la
victoria en su castillo de Sully en medio de su círculo privado con el
señor Trémoille. Los héroes de Patay entraron en Orleans por calles
embanderadas con los colores rojo y verde de la casa de Orleans, el azul
del rey y el blanco de la doncella, pero hubieron de festejar sin el
soberano y, por supuesto, sin el señor Trémoille.
85
Intermedio
Santos e intrigantes
Cuando Christophe de Harcourt pide a Juana de Arco que ventile su
secreto más íntimo y proporcione información sobre su misteriosa
comunicación con esas “sus voces”, la doncella reacciona con profunda
irritación: una de las raras situaciones capaces de causarle turbación. No
es que ella prefiriera siempre que confiaran en su palabra sin mediar
largos interrogatorios ni exigirle grandes explicaciones, sino que una
pregunta de ese cariz se le antojaba simplemente indecente.
Además, se encontraba en un dilema. Una rotunda negativa a dar
esa información, significaba perder credibilidad y respeto. Quizá no
debería decir nada. Ninguno de los presentes ponía en duda la
posibilidad de semejantes experiencias sobrenaturales, pero
precisamente por esta circunstancia todos creían en la posibilidad de
hablar en términos claros al respecto como sobre cualquier otra
experiencia. Sin embargo, si proporcionaba la información requerida se
arriesgaba a deparar a esos señores una desagradable sorpresa, en vista
de la perturbación que no sólo provocaba en ella el encuentro con sus
santos, sino ya sólo pensar en ello.
Juana reaccionó como siempre con presencia de ánimo: no dijo
demasiado ni muy poco, optó por el laconismo. En ese momento, su
muda emoción confirmó a los señores más que las palabras que ella no
los engañaría. En otras etapas posteriores de su vida, cuando ya no pudo
soslayar preguntas ingratas, sus respuestas fueron más precisas, pues
no sólo tuvo que vérselas con voces. Empezó a experimentar la
presencia real de santos a los que, en una oportunidad, llegó a abrazar y
cuyo olor guardaba en la memoria como preciado bien. Lo que Juana
resumía en esos momentos en forma breve y concluyente como “sus
voces” eran seres de carne y hueso que se diferenciaban del resto sólo
por morar en el cielo —o en el Paraíso— y en consecuencia servían de
mensajeros divinos.
86
Así como entendía su relación personal como una relación entre una
criatura terrenal y los poderes celestiales, también definía las relaciones
políticas existentes según categorías religiosas, en especial la institución
de la monarquía. Según la concepción medieval temprana, los reyes
gobernaban sus reinos por encargo de Cristo resucitado y en su
representación, por lo tanto pasaban por representantes de Cristo en la
tierra, mucho antes de que el Papa reclamara ese título para sí mismo. Y
Dios, o bien Cristo, entronizaba a los reyes como soberanos, así como los
reyes instituían por su parte a sus vasallos como regentes de tierras que,
si bien pertenecían al rey, renunciaba al ejercicio de su poder en ellas en
favor de los vasallos, en tanto los mismos se atuvieran a las reglas del
juego.
En esta antiquísima concepción del reinado como una institución
cuasi divina se fundaba también la convicción de Juana de Arco, según la
cual el reino de Francia pertenecía a Dios y Dios lo transfería al rey en
calidad de su representante en el momento de la coronación en Reims.
En rigor de verdad, esta transmisión no acontecía por cierto a través del
acto terrenal de la coronación como tal, sino a través de la previa unción
del rey con los santos óleos de acuerdo con el modelo bíblico. Era la
unción la que convertía en soberano a un príncipe heredero.
A los ojos del pueblo, un príncipe no sólo tiene derecho a llamarse
rey por su legítima prosapia, sino y sobre todo por su confirmación
divina. De ahí que Juana se refiriera insistentemente a Carlos VII como el
delfín, el príncipe heredero, pues a sus ojos no bastaba que él mismo se
proclamara rey para convertirse en representante de Dios.
En tanto el pueblo pensara como ella sobre el particular, o mejor
dicho, que ella pensara como el pueblo simple, el delfín Carlos no podía
contar con la misma resonancia entre sus súbditos, como lo sería un rey
ungido y coronado en Reims. Por consiguiente, su apremio por acelerar
la coronación no era la idea fija de una soñadora romántica, sino la
conclusión de una psicóloga inteligente que conocía mejor que nadie en
la corte la disposición del pueblo y la tomaba más en serio que
cualquiera.
El pensamiento de Juana de Arco reflejaba la cosmovisión de la
gente sencilla, pero también en otro sentido. Su imagen de la realidad
tenía un tinte religioso, más aún, estaba saturado de él. La saturación
religiosa de la realidad no la condujo, sin embargo, a la deducción
fatalista de que el hombre está librado a los designios divinos y, en su
impotencia, lo mejor para él es aceptar el curso de las cosas sin
87
quejarse. Todo lo contrario, de acuerdo con sus convicciones, Dios era,
entre ambos, el impotente en tanto Juana no encontrara a alguien que
trocara en hechos sus intenciones. Dios no podía luchar por sí mismo,
según había explicado a sus examinadores en Poitiers, pero podía
conceder la victoria cuando los soldados bien pertrechados y dotados de
elevada motivación ponían todo su empeño y valentía. Nada viene de la
nada. Una vez convencida de una causa, cuya autenticidad le fue
confirmada día a día por Dios a través de sus santos, no hubo para ella
más que una decisión: tomar el asunto en sus propias manos y ponerlo
en marcha. Un punto de vista práctico, libre de disquisiciones teológicas,
casi podríamos decir, una regla de campesino.
Lo extraordinario es lo que Juana hizo de su convicción: la
dimensión del cometido que se impuso, la dinámica con la que puso
manos a la obra y su pretensión de ser procuradora de Dios en tanto no
se cumpliera para Carlos la confirmación divina a través de la coronación
en Reims.
Dios, Francia, el reinado... Naturalmente, los hombres de acción que
la rodeaban pensaban de distinta manera: en el mejor de los casos, en la
próxima batalla y, de ordinario, en la próxima intriga. Arthur de
Richemont es un ejemplo. Era ambicioso, egoísta, artero y deshonesto,
pero no era eso lo que provocaba la reacción alérgica de Alençon hacia
él. Richemont no era más ambicioso, egoísta, artero y deshonesto que la
mayoría de los personajes del cruento drama en torno al poder en
Francia. En la corte, Richemont fue considerado persona no grata
después de convertirse en víctima de una intriga palaciega, a la que él
mismo aportó los elementos más importantes.
En realidad, Carlos VII lo repudió desde un principio. A los ojos del
joven monarca, ni sus modales ni su carrera constituían una
recomendación. En 1415 en la catastrófica batalla de Azincourt, cuando
luchaba del lado de los franceses había resultado herido y llevado a
Inglaterra en calidad de prisionero. Allí se perfiló como ardiente defensor
de los intereses ingleses, sus nuevos comitentes lo mandaron a la corte
del duque de Bretaña como enviado y contrajo matrimonio con la
hermana del duque de Borgoña. Podría pensarse que era un enemigo
jurado de Carlos VII y de repente, volvió a cambiar de bando; de manera
incomprensible se ganó la confianza de Yolanda de Aragón, la suegra de
Carlos, e hizo carrera en su corte. Se permitió mandar asesinar a dos de
los amigos más íntimos del rey y un año antes de la aparición de Juana
de Arco, había sido ministro de guerra de Francia, de hecho el hombre
88
más poderoso del país.
Su único error consistió en facilitar a su viejo amigo Trémoille el
acceso a la corte y situarlo como consejero en estrecho contacto con el
rey. Trémoille aprovechó la primera oportunidad favorable para
perjudicar a Richemont, su antiguo patrocinador y su rival en ese
momento. Urdió querellas en su contra, en las que involucró al monarca
a quien forzó a elegir entre él y Richemont; finalmente consiguió que
éste fuera expulsado y desterrado de la corte.
No contento aún, con la ayuda de Alençon puso al ex ministro de
guerra entre la espada y la pared en su desempeño militar, una de las
razones por las que el rey de Francia no tuvo tropas a su disposición
para liberar a Orleans en el invierno de 1428-1429. En otras palabras, en
lugar de luchar contra los ingleses, Trémoille arriesgó a Orleans y al
destino de Francia en beneficio de sus propios intereses de poder.
No fue sino la entrada de Juana en Chinon lo que acabó con esa
insensata guerra de guerrillas dentro de los cuarteles franceses.
Probablemente, también fueran sus triunfos los que determinaron a
Richemont a intentar un nuevo acercamiento en Beaugency a pesar de
la aversión que provocaba. Entretanto, habría intuido que en el futuro el
mejor partido sería Carlos.
El arrebato de furor con el que el duque de Bedford recibió la noticia
del desenlace de la batalla de Patay, seguramente lo robusteció en su
sentir. Por primera vez desde que el hombre tenía memoria, los
franceses decidían por sí mismos en abierta batalla campal y al mismo
tiempo de manera tan unívoca, que todos hablaban de una venganza por
la derrota sufrida en Azincourt.
Las guarniciones inglesas apostadas en Beauce habían recogido sus
cosas y emprendido la fuga a París, una catástrofe para el prestigio
inglés no sólo en Francia, sino en toda Europa, peor aún que la derrota
de Orleans.
De momento, Fastolf cayó en desgracia. Sólo cuando se aquietó el
embate de las olas, Bedford reconoció que el altivo Talbot debía cargar
con la mayor parte de la culpa por ese desastre. Antes del combate, los
comandantes habían tenido una discusión. Después de la caída de
Jorgeau, Fastolf no veía posibilidad alguna para el resto de las
guarniciones a lo largo del Loira y abogó por una retirada táctica hacia
París, pero Talbot deseoso de resarcirse a toda costa de su descalabro
en Orleans, continuó con su idea de atacar y la impuso. Si no hubiera
estado en juego su vida y su ultrajado honor de soldado, tal vez habría
89
adherido a la evaluación de Fastolf, pues para ambos debió ser evidente
que la rasa y abierta planicie de Beauce no se prestaba para un combate
defensivo según el acreditado patrón inglés.
Había algo más aún sobre lo que no se hablaba abiertamente: el
problema de las deserciones. Hordas de soldados ingleses abandonaban
sus filas cuando la emprendían contra la doncella, pero aun los que
permanecían en el ejército tenían la plena convicción de que no había
hierba alguna para combatir a la bruja. Numerosos cronistas informan
que en el ejército inglés cundió un terror supersticioso respecto de Juana
de Arco. Un historiador borgoñón, como portavoz del adversario político,
de seguro más fidedigno que los comentaristas ebrios de gozo del lado
francés, describe en los siguientes términos el síndrome de Juana de
Arco: “Esas victorias le fueron atribuidas sobre todo a ella, y nadie creía
que a los enemigos del rey de Francia les quedara algún recurso. Donde
ella aparecía, se derrumbaba toda resistencia. Todos tenían la certeza de
que Carlos reconquistaría su reino en un tiempo no lejano gracias a su
ayuda y de que nadie podría impedirlo”.
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ACTO V
Se ha cumplidolo que agradaba a Dios
91
Desde las ventanas del salón de sesiones del castillo de Gien, se
ofrecía a los señores del Consejo de la Corona un vasto panorama: desde
las chimeneas y los tejados de pizarra de la ciudad y la ancha superficie
centelleante del Loira hasta el interminable hormigueo de hombres y
caballos en la otra orilla donde, en ese momento, en algún lugar entre
las tiendas y los vivaques, los pendones y las lanzas agavilladas, la
doncella iba y venía pasando revista a sus tropas, su tarea predilecta en
aquellos días.
—Todavía la veo ante mí como aquel día en Chinon —observó el
conde de Vendôme desde la ventana—, erguida e inmóvil en el vano de
la puerta. Fui a su encuentro y un extraño aroma hirió mi olfato, una
mezcla de olor a carbón de leña quemado, estiércol y noches pasadas
sobre heno húmedo. La vi como un enorme ratón, toda de gris con esa
caperuza imposible. Vedla hoy en día. De la mañana hasta el atardecer
metida en su armadura y siempre con esa hachuela de juguete en la
mano, como si en todo momento estuviera posando para un ejército de
escultores.
—Es menester apelar a la imaginación —opinó el arzobispo de
Reims desde su rincón—. Hace cinco meses todavía ordeñaba vacas y
limpiaba establos; hace cuatro meses se desplazaba en un jamelgo de
dieciséis francos y cualquiera la habría calificado imprudentemente de
fugitiva, una a la que le esperaba una buena paliza de regreso a casa. ¡Y
anteanoche, cuando venía a mi encuentro por los jardines del castillo no
pude dar crédito a mis ojos! Botas ajustadas que le cubrían hasta la
rodilla, ni siquiera se había quitado esas espuelas tan largas que lleva,
calzones de terciopelo encarnado tan ajustados como las botas, el jubón
verde claro recamado en oro que le regaló Gilles de Rais, supongo, tan
ajustado como las botas y los calzones, cuello y puños de piel blanca
¡con semejante calor! ¡Piel de ísatis, si no me equivoco, ese zorro ártico
ruso!
92
—Vos sois uno de aquellos que le extendieron tan bello certificado
en Poitiers: “Humilde, temerosa de Dios, sin falta ni tacha...” —lo
interrumpió el rey.
—Lo admito. Aquella vez fuimos algo indulgentes con ella y sus
ocurrencias nos hicieron reír, pero acto seguido todos pensamos que no
había nada anormal en la muchacha. Ya no queda nada de aquella Juana
ocurrente, sin embargo seguimos siendo indulgentes y transigimos con
todo lo que ella emprende.
—¿Con qué se supone que transigimos? —preguntó Alençon con
aspereza—. ¿Con no haber perdido aún ni una sola batalla en la que ella
participó? ¿Con que en la otra orilla se haya reunido el ejército más
grande que jamás hayamos visto, sólo porque ella nos enseñó que la
fortuna puede ser muy voluble y las circunstancias cambiar muy
rápidamente? Cuando camino por la ciudad o por el campamento, me
llegan de todas partes las mismas palabras: “Al reino de Francia le
aguardan tiempos magníficos”. ¿Qué más podemos desear?
—Alençon, mi querido Alençon —terció Trémoille—, ya sabemos que
os agrada colaborar con ella y en Patay no lo habéis hecho mal, pero
aquí, no pocos de nosotros tenemos la impresión de que os habéis
convertido en cera en sus manos. Volved en vos de una vez y abrid los
ojos. Hace largo rato que ya no se trata de si nosotros queremos más,
sino solo de si ella quiere más —se acercó a la ventana y prosiguió—.
¿Sabemos a ciencia cierta qué ambiciones tiene? ¿Os las ha confiado,
por ventura? Echad un vistazo desde esta ventana.
”Eso que veis allí no es un ejército, es una rebelión. Ya ha escapado
a nuestro control. Lo que se está incubando allí, puede calificarse con
todo derecho como “el ejército de la doncella”. Y quien manda allí
afuera, también manda aquí adentro.
—No nos engañemos, Alençon, de momento no sucede nada que
contraríe su voluntad —adujo el conde de Vendôme acalorado—. Todos
los comandantes, casi todos, apoyan la idea de invadir la Normandía
como la acción siguiente y en lo posible a la mayor brevedad, liberar
Chartres y cortar la retirada a los ingleses. Con el ejército que está ahí
afuera sería un juego de niños. Algunos de nosotros preferiríamos
reconquistar las últimas ciudades ocupadas del Loira, o sea Cosne y La
Charité. Ambas son propuestas razonables, pero en lugar de discutirlas,
andamos con rodeos y nos devanamos los sesos en torno a la más
insensata de las propuestas, es decir, partir hacia Reims “en el acto”
como ella dice con tanta gracia.
93
—Y según he oído decir, el camino a Reims no está exento de
peligros —observó el rey.
—¿Qué decís, Majestad, exento de peligros? —intervino el conde de
Clermont con voz tajante—. Auxerre, Troyes, Châlons y Reims son en su
totalidad ciudades borgoñonas. El duque de Borgoña no se quedará
mirando inactivo como paseamos por su territorio con la inofensiva
intención de haceros coronar. Y todo porque una adolescente nos cuenta
que Dios así lo quiere y nada puede salir mal. Esperemos que Dios le
haya enviado al duque de Borgoña una visión de análogo contenido.
—Sí, sí —sonrió Trémoille—, ¿y por qué nos decidiremos por Reims a
pesar de todo? Os lo diré: para que con la coronación del rey nos
anticipemos a la coronación de la doncella.
—¡Eso es absurdo! —gritó Alençon— ¡No tiene ningún sentido!
—Un momento, un momento, señor Alençon. Hoy en día el pueblo
ya no hace distingo alguno entre ella y Francia. Para el pueblo, esta
labriega representa a Francia y no nuestro rey, aquí presente. Hasta
ahora nos hemos tenido por Francia, pero ese tiempo ya ha pasado. Hoy
la política se hace en la calle o en los campos de batalla y la hace una
heroína del pueblo. ¿En el futuro la política dependerá de la popularidad?
Dios nos favorezca, entonces. Seamos sinceros, con cada victoria de esta
doncella, el delicado tejido de nuestra diplomacia se desgarra cada vez
más: nada de convenios, de acuerdos de inmovilización y, si se me
permite expresarlo así, de inteligencias a las que se llega con un guiño,
todo lo cual hace tan llevadera una guerra. Hoy en día las pautas de la
política en Francia las determina una masa que no se atreve a besar los
cascos del caballo que monta una campesina.
—Si a Juana se le ocurriera mañana no hacer coronar al rey en
Reims, sino a sí misma, el pueblo le seguiría el juego y gran parte del
ejército también —aventuró el arzobispo de Reims desde su rincón.
—¿Y la Iglesia? —preguntó Trémoille—. ¿Acaso la Iglesia no participa
en este juego? ¿Cuántos sacerdotes rezan misas por ella en todo el
territorio? ¿Cuántos la incluyen ya expresamente en sus oraciones ante
el altar? ¿Y cuántos le cantan himnos cuando “la doncella” hace
castañetear los dedos? Ya veo la escena ante mí: la catedral de Reims,
colmada de chusma vociferante y soldados ebrios y el obispo de Orleans,
asistido por un puñado de curas de aldea, en el momento de colocar la
corona de Francia sobre su cabeza: Su Majestad, Juana I.
—Y La Hire cantando el tedeum. Amén. Aun si tenemos suerte —
agregó el conde de Vendôme—, y no es ella sino el rey a quien coronen,
94
de todos modos ésa será su coronación, no lo podemos impedir. Por
ejemplo, Majestad, si permitís la pregunta, ¿por qué volvisteis a mandar
a casa a vuestra esposa, ayer?
—Porque en Bourges está más segura que en Reims.
—Bueno. Tal vez podríamos decir que en Reims no hay lugar para
una segunda vecina. Es evidente que la doncella no la quiere allí. ¿Acaso
no abandonó el castillo enfadada para alojarse en el cuartel, cuando
llegó vuestra esposa? Juana cree que el lugar junto al rey le pertenece.
¿O debo decir: a su lado sólo cabe el rey?
—¿Y cuál será la fórmula después de la coronación? —jadeó el
conde de Clermont—. ¿Su Majestad, Carlos VII, rey por la gracia de
Juana? Los príncipes europeos no hacen más que hablar de nosotros.
Somos su comidilla.
—Estáis magnificando la cosa —intervino Alençon—. Como sabe
todo el que la conoce, Juana no tiene ambiciones propias, sólo ejecuta el
mandato de sus voces y éstas provienen de Dios, según la opinión
unánime general, también de los aquí reunidos, pienso.
—¿Las voces? —se hizo oír el arzobispo de Reims desde su rincón—.
Esas voces, expresan lo que nos interesa a nosotros y al pueblo con la
voz de la doncella Juana, y esto es decisivo. Tal vez las voces tengan
buenos propósitos, pero otra cosa es lo que la doncella hace de su
cometido. ¿O creéis por ventura que las voces le ordenaron andar el día
entero metida en una coraza como un rinoceronte y por la noche
emperejilada como la reina de Saba? Perdonad la pequeña broma,
Alençon. Bueno, bueno. En verdad creo que con eso de “la hija de Dios”
ha colmado la medida. Si sus voces la llaman así realmente, ya no se
mueven más en el terreno de las sagradas escrituras y de los Padres de
la Iglesia.
—¿Queréis decir que es una bruja? —preguntó el rey.
—¡No, por amor de Dios! Pero, entre bruja y santa ¿no queda aún
bastante espacio para poner demagoga, agitadora, rebelde?
—¡Esto es un disparate, reverendísimo señor arzobispo! —exclamó
iracundo Alençon—. Esto significa demonizar a la doncella a la par que al
pueblo francés. En su momento, ella nos comunicó su programa y
nosotros le dimos nuestro beneplácito. El programa era claro,
comprensible para todos y ella se atuvo a él. Nosotros no sospechamos
con qué presteza se desarrollarían los acontecimientos; esto puede
pareceros inquietante, a mí me sucede también a veces. Sin embargo,
hasta el presente todo ha salido de maravilla, ella no ha cometido un
95
solo error y sus aptitudes militares son extraordinarias. Para resumir:
Juana ha sido beneficiosa para el ejército y para Francia, si se me
permite decirlo. Después de la coronación, el rey tendrá la posibilidad de
conquistar los corazones de la gente, así como los hizo Juana en estas
últimas semanas, si así le placiere.
—El señor Alençon tiene razón —sonrió Trémoille—. La coronación
del rey es, sin duda, el menor de los males. Tendríamos que partir hacia
Reims y, de hecho, lo más pronto posible. Veremos cuánto duran los
recursos de los señores que están ahí afuera reunidos con tanto celo en
torno al estandarte de la doncella. Mientras las arcas se vacían, nosotros
los mantendremos ocupados con una bella procesión de coronación
hasta Reims. ¿Qué os parece, Majestad?
—En otras palabras; ella volverá a imponer su voluntad —dictaminó
Carlos.
En medio del tumulto y la agitación de un campamento militar que
a la sazón congregaba a unos 12.000 soldados, Juana había mandado
levantar su propia tienda-despacho, donde sus escribientes realizaban la
tarea de la cancillería real. Como era del conocimiento de la sociedad
palaciega, ésta se demoraba tres días para dar curso a una carta,
mientras que los ayudantes de la doncella eran más expeditivos. La
doncella en persona les dictaba cartas como ésta:
“Jesús, María, en la amada ciudad de... Yo, Juana, la doncella, he
expulsado en un plazo de ocho días a todos los ingleses de sus bastiones
del Loira. Os ruego encarecidamente que os preparéis para
acompañarnos en los próximos días a Reims para la coronación del noble
rey Carlos, o bien daros cita allí para aguardar nuestro arribo”.
Otra carta de un tenor apenas diferente fue enviada al duque de
Borgoña.
¡Era algo insólito, algo en verdad maravilloso! La gente llegaba en
alegres multitudes, dispuesta a seguirla hasta el fin del mundo. Hasta el
propio La Hire hubo de admitir no haber visto jamás ejército alguno de
semejante magnitud. Aun los caballeros demasiado pobres para
comprarse una armadura conforme a su rango, se ofrecieron como
ballesteros y arqueros de a pie o para montar viejas jacas.
Sólo importaba poder participar. No había muchos víveres, por
cierto, pero ése no era su problema. Ella proveía a la paga de su propia
tropa, pagaba bien. Todo estaba dispuesto y de conformidad, hasta la
elección de Gien como punto de partida ideal de la procesión a Reims.
Sólo faltaba dar la orden de “en marcha”.
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Le exasperaba pensar en la eterna rémora que todo lo postergaba.
—¿Cuánto prolongarán aún los encumbrados señores su concilio? —
le preguntó esa noche a Alençon—. No vaya a suceder que al final la
coronación fracase por un rey que no quiere ser coronado. Vamos,
Alençon, apremia a los de arriba. Dejemos atrás de una vez la
coronación. De cualquier modo, mañana me adelantaré con mis
hombres, porque no aguanto más esta espera. ¿Vendrás con nosotros?
Alençon no consideró aconsejable presionar a la corte en pleno con
semejante actitud, pero no logró persuadir a la doncella. Como había
dicho, por la mañana partió con sus hombres rumbo a Auxerre y a
Reims.
Mientras estaba en camino, recordó otra expedición. Era de noche,
había llovido sin cesar y de vez en cuando se oía aullar a los lobos. Uno
detrás del otro, todos muy juntos, habían recorrido regiones asoladas por
la guerra, con los cascos de sus cabalgaduras envueltas en trapos para
amortiguar el ruido. ¿Cuánto tiempo había transcurrido desde entonces?
¿Cuatro meses? Nada había cambiado allí, en la comarca borgoñona:
fincas destruidas, campos invadidos por la maleza. Desde allí demoraría
tres días en llegar a Vaucouleurs, a Domrémy, tal vez dos, porque a la
sazón cabalgaba mejor. ¿Su familia, su padre irían a Reims? ¿Todavía
seguiría su progenitor con la idea de ahogarla en el Mosa? ¿Laxart se
dejaría ver? ¿Y Baudricourt? ¿Había mandado carta a la ciudad de
Vaucouleurs? ¿Al señor comandante Baudricourt? Se sonrió. ¿Y Jean de
Metz?, ¡Jean de Metz...!
El 30 de junio, a mitad de camino, entre Gien y Auxerre, los
soldados de la doncella se unieron con las huestes del rey. Juana se
encontraba en su elemento. El poderoso ejército era una bestia salvaje,
bella y peligrosa, una bestia ansiosa de encontrar un domador que
pusiera freno a su bravura o le soltara la rienda.
Juana dominaba todas las artimañas del imponerse, del halagar, del
persuadir y del amenazar, de tal suerte que podía hacer doblegar ante
ella en sumisa obediencia a esa bestia que lamía sus grebas de hierro.
No había situación en la que no se hubiese impuesto. Donde surgía un
tumulto, donde dos o una centena se arrancaban el pelo, ella se
interponía a caballo o de a pie, tan intrépida y decidida en su porte como
un general que conocía a sus hombres desde hacía muchos años y
muchas batallas.
En Auxerre encontraron levantados los puentes levadizos y las
puertas de la ciudad atrancadas. Todavía de buen humor porque el
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duque de Borgoña no se había dejado ver, el rey dudó nuevamente de la
viabilidad de la empresa. Mandaron llamar a Juana y ella apoyó la
resolución de amenazar a la ciudad con el asedio y una invasión,
amenaza que en caso de no surtir efecto se traduciría en acción
inmediata. No sería difícil tomar a Auxerre. Trémoille, con los labios
entreabiertos, miraba absorto al vacío. Las negociaciones se prolongaron
por espacio de tres días, al cabo de los cuales los ciudadanos de Auxerre
suministraron vituallas e informaron a través de sus mediadores que no
vacilarían un instante en entregar al rey las llaves de la ciudad si Troyes,
Châlons y Reims resolvían dar el mismo paso, una fórmula vacía con la
que el rey se dio por satisfecho por recomendación de Trémoille. Con un
bastión enemigo a la espalda, el ejército continuó la marcha en dirección
a Troyes.
Troyes. Con el nombre de esta ciudad se relacionaba todo lo
ignominioso que había tenido que soportar Carlos en sus años mozos: el
tratado mediante el cual la corona de Francia había sido prometida al rey
inglés, la declaración de su madre en cuanto a que él era un hijo
ilegítimo, un producto del azar, y el casamiento de su propia hermana
con Enrique V de Inglaterra. No podían eludir a Troyes, y Troyes tuvo que
doblegarse. Una cuestión de prestigio. Por precaución, Juana había
despachado de antemano un mensajero portador de una carta en la cual
exigía reconocer a Carlos como legítimo rey de Francia, pues de lo
contrario penetraría con la ayuda de Dios en todas las ciudades rebeldes
para celebrar una paz justa y firme en contra de toda resistencia.
“Espero inmediata respuesta, Juana, la doncella.”
Sin embargo, los ciudadanos de Troyes, estimulados por la
resistencia de sus vecinos de Auxerre, ni siquiera pensaron en bajar la
cabeza ante el delfín y su ramera. Su respuesta consistió en tres
cañonazos que no hirieron a nadie y una salida de la guarnición
angloborgoñona a la que los hombres de La Hire pusieron fin
rápidamente. Eso fue el comienzo. Las puertas de Troyes permanecieron
cerradas y el rey convocó al consejo de guerra.
Juana conversaba en esos momentos con Gilles de Rais sobre la
preocupante escasez de las raciones de los soldados, cuando le llamó la
atención un monje de hábito castaño seguido por tres mujeres en túnica
de penitentes que deambulaban entre las tiendas.
—¿No es ése el hermano Richard? —observó Gilles sonriente—.
¡Gran Dios; es él! Lo reconozco por su harén. Se dedica a coleccionar
vírgenes.
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—¿Quién es?
—Un iluso, diría. Un predicador de nota con la mirada puesta en el
Juicio Final. Acaba de descubrir al anticristo en Babilonia. Apuesto a que
te busca a ti.
Alguien indicó al monje quién era Juana y el desconocido se acercó.
Era un hombrecito bastante más bajo que ella y de nariz respingada. De
pronto, se detuvo en seco y comenzó a clamar en latín con voz
estentórea, mientras dibujaba en el aire varias cruces haciendo tremolar
sus mangas. Luego pidió a una de sus doncellas una escudilla y echó
agua bendita en su dirección con ademanes ampulosos. El buen padre
Fourier de Vaucouleurs, habría podido sacar provecho de esa ceremonia.
Juana la siguió un rato desde el lomo de su negro corcel y luego
exclamó:
—¡Reunid valor y acercaos un poco más! ¡No saldré volando,
palabra de honor!
A su alrededor, estallaron las groseras carcajadas de los soldados.
El monje echó a sus doncellas y cayó de hinojos frente a ella, los brazos
delgados extendidos en teatral ademán de adoración, la boca y los ojos
desmesuradamente abiertos. ¡Sí que era rápido en mudar de actitud el
hombrecillo! De tenerla por una bruja a venerarla como una virgen, todo
en un santiamén. La demostración no le agradó. Juana tenía tratos con
santos y tenía bien en claro que ella no era una santa. Se apeó del
caballo para arrodillarse junto al prosternado, una postura nada cómoda,
pero como el hermano Richard se resistía a incorporarse, tuvieron que
departir en esa posición. Hablaron de las grandes revoluciones que
acontecerían en breve en el mundo, del amanecer de una nueva era más
luminosa y del atroz destino que esperaba a los ingleses en un futuro
cercano.
De regreso a la ciudad, el hermano Richard predicó con voz de
trueno que la doncella Juana conocía todos los secretos de Dios y que si
así lo quería podría salvar a vuelo los muros de la ciudad con su ejército
o marchar a través de ellos cual si fueran de papel.
Lamentablemente, el agüero no sirvió de nada. Al cabo de una
semana de espera y deliberaciones, medio ejército estaba muerto de
hambre y, a no ser por las judías que crecían en abundancia en los
alrededores de Troyes, la empresa se habría malogrado. El 9 de julio,
cuando ya no se veían judías en parte alguna, los consejeros del rey
abogaron por la retirada y Trémoille recomendó el inmediato
licenciamiento del ejército. El rey mandó llamar a Juana y le echó en cara
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que esa procesión a Reims había sido su idea. ¿Qué quedaba por hacer
en semejante situación? Juana se dejó caer a sus pies.
—¿Haréis lo que os pida?
—Si es razonable, lo ponderaré de buen grado.
—Noble delfín, suspended las deliberaciones por el momento y
ordenad al ejército dar comienzo enseguida al sitio. Por Dios, en tres días
a más tardar entraremos en Troyes por las buenas o por las malas.
Si había una ciudad con la que el rey no quería tener
contemplaciones, ésa era Troyes; en consecuencia, dio su aprobación.
Trémoille protestó furibundo que, en ese caso, habría que dar a la
doncella el mando supremo de las tropas de ataque. Ni Alençon, ni otros
como La Hire y Dunois hicieron la menor objeción. Trémoille que nunca
había visto en acción aún a Juana se volvió más irascible de hora en
hora. La doncella cambió su pesado corcel por un trotador más veloz,
galopó de un batallón a otro, señaló a cada uno su posición de partida,
mandó arrimar escaleras de asalto a los muros en las secciones más
favorables y estratégicas, ordenó llenar las fosas en esos lugares con
haces de ramas secas, dispuso la artillería de modo tal que no
amenazara a sus propios hombres y recurrió a lo más distinguido de la
caballería para solicitar su ayuda en los preparativos. Antes de la caída
del sol, todo estaba pronto para la ofensiva.
—A mí no se me hubiera ocurrido mejor plan de batalla —confesó
Dunois a Trémoille—. No podría ser más refinado. Pero no os extrañéis,
señor Trémoille. Éste es su tercer sitio.
En la fresca mañana, antes de que los más rezagados se hubieran
puesto las armaduras, antes de que se disparara el primer cañonazo, el
rechinar del rastrillo y el matraqueo del puente levadizo ahogó el ruido
del cuartel que despertaba y de la larga sombra de la torre de entrada,
surgió a la luz del naciente sol de julio un grupito de ilustres señores, uno
con sus ornamentos de obispo, los otros con sus togas de consejeros de
la ciudad de Troyes. Los condujeron a la tienda real y como no había
mucho que negociar, enseguida llegaron a un acuerdo: la ciudad rendiría
homenaje al rey de Francia; por su parte, el monarca obviaría las cuitas
que le habían causado allí en los últimos años y en cuanto a los soldados
de las tropas de ocupación angloborgoñonas, podrían retirarse sin ser
molestados; más aún, se les permitiría llevarse a sus prisioneros. Esta
vez fue Juana quien se quedó boquiabierta y con los ojos clavados en el
vacío, muda, pero cuando se abrió la puerta de la ciudad para los
soldados de la guarnición, el ejército de la doncella les cerró el camino y
100
ella reclamó la devolución de los prisioneros. Por amor a la deseada paz,
el rey pagó su rescate y fue Trémoille quien adelantó el dinero.
Juana no sólo organizó el sitio, sino también la solemne entrada de
los vencedores. Junto a Carlos, con todos los generales en su séquito
cabalgó por las estrechas calles embanderadas de Troyes, flanqueadas
de gente alborozada que durante la víspera había buscado refugio en las
iglesias llevadas por el pánico. Algunos de ellos, entre los que se
encontraba el hermano Richard, aseguraron más tarde haber visto
revolotear sobre su erguida cabeza descubierta, una gran bandada de
mariposas blancas.
Las puertas de Châlons se abrieron espontáneamente. El rey pasó
su mano por las llaves de la ciudad y así quedó aclarada la cuestión de la
lealtad. Como ya había acontecido en Troyes, Trémoille llamó la atención
del monarca sobre una rara circunstancia que había también observado
en Châlons: asediaba la posada de la doncella una multitud muchísimo
más numerosa que la que la que bloqueaba el palacio consistorial en el
que paraban el rey y sus consejeros más cercanos. Ante el albergue de
la doncella coros de voces gritaban “¡Hija de Dios!” mientras que frente
a su palacio nadie gritaba nada.
Juana trataba de evitar tanto tumulto en torno a su persona, pero
por supuesto, eso era imposible. Tan pronto se mostraba al público,
innumerables manos se tendían hacia ella con libros de oraciones,
imágenes de santos y ropas de enfermos para que los tocara. Con gran
esfuerzo intentaba sonreír mientras repetía una y otra vez a la
muchedumbre:
—¡Tocadlos vosotros mismos! Vuestros dedos son tan buenos como
los míos.
Sin embargo, no pudo o no quiso resistir a una tentación. Ante el
ruego insistente de dos matrimonios, accedió a ser madrina de sus
respectivas niñas recién nacidas que fueron bautizadas con el nombre
universal de Juana.
En la mañana del 14 de julio iniciaron la última etapa. Casi nadie
trabajaba en los dorados y ondulantes trigales; abandonado a sí mismo,
el ganado se movía en el rastrojo paciendo abúlico, pero por las calles
transitaba la gente en pequeños o grandes grupos rumbo al norte.
Juana volvía la cabeza cada vez con más frecuencia para echar una
mirada a los viajeros que acababa de dejar atrás, unos a caballo, la
mayoría de a pie, gente de todas las regiones de Francia. El dialecto la
delataba. La convocatoria a asistir a la coronación en Reims había sido
101
efectiva. Juana apenas prestaba atención al diálogo que mantenían
Dunois y el monarca, evidentemente tan excitado como ella. ¿Aquél no
se parece a Laxart, visto de atrás? No, no era Laxart. ¿Aquélla no tenía
cierta semejanza con su madre? No, no era su progenitora. De cualquier
modo, no habría podido dedicarles mucho tiempo, pero en Reims
probablemente tendría menos tiempo aún.
Podía dejar en manos de los funcionarios de la corte la organización
de la ceremonia, pero no se desembarazaría del hermano Richard y sus
agorerías sobre el fin del mundo. Allí, durante la travesía, al menos era
posible cambiar unas palabras, unas preguntas o unos saludos. De
pronto, alguien la llamó “Juanita” y se estremeció. Al volver la cabeza
descubrió a su tío Jean, acompañado por cuatro aldeanos. Tiró de las
riendas, se apeó del caballo, los abrazó a todos, farfulló, tartajeó y un
intenso rubor le tiñó el rostro.
—Juanita, siempre nos preguntamos como logras hacerlo —le dijo el
tío—. ¿Nada te infunde temor?
—No —respondió—, sólo me asusta la traición.
Rompió en llanto, sacó de sus alforjas un jubón rojo, se lo entregó a
Jean, volvió a abrazar al grupo y procuró reunirse con sus soldados.
Decidieron alojarse a una legua de Reims, en el castillo del
arzobispo que jamás había puesto un pie en su ciudad; pasaron allí días
interminables de tensa espera: ¿Cómo reaccionarían los ciudadanos de
Reims? Era probable que no sólo Carlos les hubiese mandado una carta.
Tal vez el duque de Borgoña también les habría escrito para intimarlos a
no cometer, por amor de Dios, ninguna traición. Y el rey inglés les habría
comunicado asimismo las graves consecuencias que tendría la
desobediencia. De los tres, el rey de Francia tenía de momento el
argumento más convincente, a saber, un ejército de más de 12.000
soldados. A temprana hora del amanecer del 16 de julio se presentó en
el castillo arzobispal una delegación de Reims, portadora de las llaves de
la ciudad y al caer la tarde del mismo día, Carlos entró en ella por la
puerta del sur con todo su ejército, mientras las tropas de la guarnición
angloborgoñona escapaban por la del norte.
¡Ya estaban en Reims, por fin! ¡Lo habían logrado! ¡Ella lo había
logrado! Al final de la calle se alzaba imponente la catedral de cegadora
blancura contra el azul intenso del cielo estival. Juana cabalgaba junto al
rey, pero ya no sentía el movimiento del corcel. El peso de la armadura
sobre sus hombros desapareció, ella misma parecía haber escapado de
la gravedad y tenía la impresión de flotar, presa de un torbellino. Desde
102
una gran altura reconoció por debajo de ella al monarca, a la abigarrada
y agitada multitud y a su propio corcel negro. Las muestras de regocijo,
el golpeteo de los cascos de los caballos, las fanfarrias, todos los ruidos
le llegaban muy amortiguados como a través de un cristal. Sin embargo,
vio con nitidez el inmenso rosetón que brillaba con destellos de plata en
la fachada de la catedral, ramificado en un millar de volubles elementos
saledizos. El rosetón venía hacia ella a mayor velocidad de la que llevaba
el cortejo en su avance. Uno de los pétreos profetas de la fachada se
corrió a un lado sonriente para hacerle lugar sobre su pedestal. Desde
aquella elevada posición pudo ver la dilatada planicie de la Champaña, el
paisaje quebrado de los tejados imbricados de Reims, las calles
congestionadas de negras cabezas y al cortejo triunfal que se acercaba
lentamente. Se vio a sí misma en su bruñida armadura; a su lado, al rey
envuelto en su manto recamado en oro, más atrás a los comandantes
con sus estandartes, seguidos por el ejército iluminado por los últimos
rayos del sol, un tenue resplandor que caía sobre el cortejo en toda su
extensión. Cerró los ojos. El tañer de las campanas se intensificó dentro
de su cabeza hasta convertirse en un fragor insoportable. Cuando los
abrió de nuevo, el profeta de piedra a su lado volvió a clavar su mirada
dura y grave en la lejanía.
Después de la acostumbrada cena —pan tostado y vino aguado—
habló largo rato con su confesor Pasquerel. La había acompañado desde
Tours, no se había apartado de su lado durante las batallas y la
celebración de sus triunfos, ni durante los prolongados tiempos de
espera. Lo vivió todo con ella desde la más cercana proximidad.
—Padre Pasquerel, ¿qué opinión le merece todo esto? ¡Qué
suavemente se deslizaron las cosas, qué fácil nos resultó a todos
nosotros!, con frecuencia me desazonó a mí misma. El flechazo en mi
hombro no fue un precio elevado si se piensa cuántos peligros se
cernieron sobre nosotros y cuánto logramos realizar. Últimamente, me
he sentido mareada por momentos y entonces me parece estar soñando.
De pronto despierto en Domrémy en la casa de mi padre, echada en el
suelo de la cocina. ¿Por qué, yo, tan luego? ¿Por qué Dios me eligió
precisamente a mí para realizar tan inauditas hazañas?
Todo lo que Pasquerel pudo decir al respecto, fue que los libros
celestiales de Dios estaban colmados de maravillosas e insondables
enseñanzas que, en el mejor de los casos, los hombres llegaban a
comprender poco a poco y cuya sabiduría a menudo salía a la luz mucho
más tarde y que las maravillas de Dios, en la mayoría de los casos,
103
preocupaban más a aquél por intermedio del cual se cumplían.
Esa noche no participó en los preparativos de la ceremonia de la
coronación. Los funcionarios de la corte le hicieron notar que en esa
ocasión aquélla no se desarrollaría como las anteriores, que todo habría
de hacerse acelerada y atropelladamente, porque los ingleses habían
robado muchas insignias y utensilios empleados en ella y sabe Dios
cómo se las arreglarían para tener todo dispuesto a hora temprana.
Entretanto, haría bien en descansar porque la ceremonia duraría
alrededor de cinco horas.
Hasta entonces nunca había experimentado semejante inquietud, ni
antes del ataque a la fortificación del puente de Orleans, ni antes del
asalto a Jargeau, ni antes de la batalla de Patay, ni siquiera antes de su
primera entrevista con Baudricourt. Ese extraño desasosiego le hacía
temblar el estandarte en la mano. En realidad, estaba acostumbrada a
las multitudes en todos los estadios de la excitación hasta el éxtasis; en
realidad, siempre había tenido sangre fría, tanto en su primera noche en
Chinon, como más tarde en el combate más intenso. Además, conocía a
casi todos los que en ese instante ascendían con ella las gradas de la
catedral con solemne lentitud. Adelante iban obispos y prelados, luego
seguía el rey y, a su zaga, ella junto a los nobles del reino entre los que
se contaba Alençon, nombrado a prisa Par de Francia, hacía apenas una
hora, para reemplazar al duque de Borgoña que había declinado su
invitación a la fiesta. ¡En cuántas procesiones de acción de gracias y
cortejos triunfales había participado y en la mayoría de ellos acabado
siendo el centro de los mismos, mientras en ese momento el rey atraía,
sin duda alguna, todas las miradas sobre su persona! No obstante, tenía
la sensación de que sus fuerzas la abandonaban.
La catedral se alzaba sobre ellos como una montaña blanca; de
pronto, Juana se sintió agobiada. Santos y criaturas celestiales en hileras
de a cinco ascendieron raudos hacia el arco ojival de la portada,
demasiado alejados para poder individualizarlos, demasiado distantes
para brindarle consuelo. Desde los muros laterales, los profetas y los
padres de la iglesia la miraban graves y fríos. Casi habían alcanzado las
puertas abiertas de par en par, cuando divisó a la derecha la figura de
una joven mujer, la última de la hilera. El escultor había grabado en su
rostro sonriente una inmensa alegría. Todo en ella reía: los ojos, las
mejillas, la boca, el cuerpo entero —su risa dichosa era tan sonora que
Juana creyó escucharla por encima del vuelo de las campanas y las
salmodias del coro. Era una risa argentina y feliz. Juana reconoció esa
104
felicidad indecible, pues la había experimentado a menudo. Su
estandarte dejó de flamear cuando atravesó la penumbra de la elevada
nave de la catedral.
Resonó el Veni Creator Spiritus, himno que cantaron en Blois sus
sacerdotes cuando se movilizó el ejército para liberar a Orleans, pero allí
sonaba incomparablemente más imponente. Frente al altar
profusamente iluminado, el cortejo de religiosos se abrió en dos, el rey
tomó asiento en un sillón aislado frente a las gradas, en tanto los nobles
más ilustres del Reino ocuparon las sillas ordenadas detrás del monarca.
Hacia la derecha, sobre un estrado y debajo de un dosel de terciopelo
rojo estaba el trono.
¿Cuál era el lugar que ella tenía reservado allí? No entre la masa del
pueblo, de la soldadesca, los burgueses y los campesinos que en ese
momento entraban como un torrente y llenaban cada rincón de la
catedral; no entre los sacerdotes y miembros del coro que rodeaban el
altar; no entre los nobles. En aquel templo no había para ella sino un
lugar: junto al altar donde descansaba la corona. Avanzó sola, al llegar al
altar se volvió hacia la asamblea, de modo que tuvo la visión de la nave
en su plenitud, de la esplendorosa y fulgurante magnificencia de colores
de los vitrales y de la indumentaria, y apoyó su estandarte en tierra. Era
el único estandarte allí, no se veía otro en el amplio espacio de la iglesia.
Pero en los pasados meses, ese estandarte había flameado en los
lugares donde la lucha había sido más ardiente y por ende era más que
justo y merecido que estuviera presente en el momento del triunfo.
Atrás, en algún intersticio entre la muchedumbre debía estar su
padre, porque su hermano Pierre le había dicho que Laxart lo había
acompañado a Reims. Todavía no lo había visto y desde el altar
naturalmente no lo podría divisar en medio del gentío y la penumbra
reinante entre los pilares que se elevaban hacia el techo. Lo único que
pudo distinguir a través del velo de incienso, fue al arzobispo de Reims
que avanzaba hacia ella por el largo pasillo central, sosteniendo con
ambas manos ante su pecho la sagrada redoma. Su forma reproducía el
cuerpo de una paloma de oro y sus patas eran de coral y piedras
preciosas. El arzobispo la puso con cuidado sobre el altar, junto a la
corona. Contenía el óleo sagrado que, desde tiempos ignotos, se
guardaba en la tumba de san Remigio, en Reims. Gilles había ido allí en
su busca al amanecer.
Cuando se restableció el silencio, el rey prestó su juramento
posando la diestra sobre un evangeliario incrustado de gemas. Como
105
soberano juró respetar la libertad de la Iglesia, hacer prevalecer la
justicia y dar preferente protección a las viudas y los huérfanos. El
tedeum resonó puro y bello. Acto seguido, el arzobispo bendijo con las
manos en alto las insignias del reino: las espuelas de oro de san Luis, el
anillo, la espada, el cetro y la mano de la justicia, un bastón de marfil
tallado. Mientras el rey se arrodillaba frente a su sillón, Alençon se puso
en pie, tomó la espada bendita y tocando con ella los hombros del
monarca lo armó primer caballero del reino. Todos los presentes, Juana
también, se hincaron para decir la gran oración.
El siguiente fue ese acto que con tanta frecuencia había visto en
sus sueños y vaticinaba una y otra vez: la unción. En realidad, no se
cumplió como ella lo había soñado. Ignoraba que el rey debía quedarse
en camisa y calzones y tenderse en el suelo ante el altar boca arriba.
Tampoco sabía que el arzobispo se acostaría a su lado sobre las frías
lápidas antes de echar el santo óleo sobre su frente, sus hombros, codos,
pecho y manos con una aguja de oro. Sólo sabía y creía firmemente que
de esa manera los soberanos de Israel se habían transformado en reyes
del pueblo de Dios y de igual modo los soberanos de Francia se
convertían en reyes y representantes de Dios. El hombre que en esos
instantes se incorporaba y volvía a vestirse ya no era el delfín, sino el rey
de Francia, aunque la corona descansara todavía sobre el altar. Juana
volvió a ser presa de su temblor y no lo pudo dominar.
En ese momento se adelantaron los doce hombres que después del
rey representaban las cumbres más elevadas del Estado y de la Iglesia.
Ellos fueron los encargados de entregarle el anillo y el cetro, le pusieron
sobre los hombros ungidos el manto azul de luces doradas, tomaron de
manos del arzobispo la corona y la sostuvieron sobre su cabeza hasta
que hubo llegado al trono. Solo entonces se la pusieron.
Juana ya no pudo contenerse más. Apenas el rey subió al trono
apoyó el estandarte en el altar, se echó al suelo ante él y se escuchó a sí
misma decir con voz entrecortada.
—¡Noble rey! Se ha cumplido lo que agradaba a Dios. Fue Su
voluntad liberar a Orleans, así como fue Su voluntad que fuerais ungido
en Reims. De ahora en más, nadie podrá cerrar los ojos ante la realidad
de vuestra realeza y que el reino de Francia os corresponde por derecho.
Cuando estallaron los vítores al monarca, más de uno comprobó
que la voz le falló. No obstante, las aclamaciones y el estridente son de
las trompetas hicieron vibrar las columnas de la catedral. Se formó de
nuevo el cortejo a través de una doble calle de personas que gritaban
106
jubilosas, sollozaban y lloraban, luego aquél se movió lentamente hacia
las puertas abiertas de par en par, hacia la luz ardiente del sol del
mediodía.
Juana salió de la catedral con las manos vacías. El estandarte había
quedado sobre el altar como prueba de su gratitud.
107
Intermedio
¡Oh, doncella única, tú eresla más grande del reino!
“Durante el Misterio, la doncella se mantuvo siempre cerca del rey,
sosteniendo en la mano su pendón y fue muy hermoso ver la gracia con
la que se movían tanto el monarca como la doncella.” Esto informaron
los observadores de la reina que se había quedado en Bourges. Al
parecer, la ceremonia de la coronación, los embelesó; al parecer, no
molestó demasiado que en esa ocasión se hubiesen obviado puntos
decisivos del ritual tradicional, establecido en todos sus detalles.
En realidad, lo único que se cumplió de acuerdo con las viejas
reglas fue la unción, el verdadero meollo del ritual. Éste se remonta al
bautismo de Clodoveo, el primer rey de los francos, alrededor del año
500. Según la leyenda, una paloma blanca trajo en su pico un pequeño
frasco que, dadas las circunstancias, sólo podía contener santo óleo
enviado desde el cielo al arzobispo Remigio, encargado del bautismo.
Como hombre estudioso de la Biblia, el arzobispo Remigio sabía que ya
los israelitas David y Salomón habían sido ungidos reyes con santo óleo
y continuó la tradición del Antiguo Testamento en la unción de Clodoveo.
Desde entonces el frasco, la sagrada redoma, se guarda en el
monasterio de san Remigio en Reims. Teóricamente, era posible coronar
a un rey francés en cualquier lugar, pero ungirlo sólo en Reims. Por esta
razón, desde 1179 el arzobispo de la ciudad retiene el privilegio de la
coronación. Por lo demás, la redoma sagrada se hizo añicos en 1793 bajo
los golpes de martillo de un revolucionario y sólo se rescató de ella un
pequeño fragmento.
Cuando recibieron la noticia del avance del ejército galo, los
ingleses se apresuraron a mandar a St. Denis, la iglesia de París donde
descansan los restos de los reyes de Francia, el cetro y la corona. A
último momento, pensaron agregar al envío la sagrada redoma, la forma
más segura de impedir la coronación y a la vez la vía más segura de
108
provocar una insurrección de los ciudadanos de Reims, pero se retiraron
sin el frasco.
Con excepción de la unción, todo lo demás fue improvisación. No
sólo faltaron la corona y el cetro, sino también cuatro de los doce
representantes supremos del reino. Tres obispos y un duque, el de
Borgoña. Richemont, a quien le habría correspondido el derecho de
sostener la espada durante la ceremonia, tampoco estuvo presente, por
lo cual hubo que designar un suplente en una acción relámpago previa a
la coronación. De este modo, Alençon reemplazó al duque de Borgoña y
le cupo el honor de armar caballero al rey.
La irregularidad más escandalosa e insólita en el desarrollo
tradicional de la ceremonia fue, por supuesto, la presencia de una
labriega en el lugar más destacado junto al altar, una sensación con la
que, por cierto, algunos habían contado. Los que la conocían sabían que
ella no daba importancia alguna a las formalidades y sospechaban que
Juana no se perdería esa escena. Por conforme a las reglas que
transcurriera la ceremonia, fuera cual fuese la opinión que el pueblo
tenía en verdad de su flamante rey, la participación de Juana de Arco
convirtió esa coronación en un gran éxito publicitario para Carlos VII.
Más tarde, los ingleses intentaron recurrir a una propaganda similar
en favor de su soberano. El mismo año que fue coronado Carlos, Enrique
VI, apenas un niño de siete años, recibió la corona de Inglaterra en
Westminster y veinticuatro meses más tarde navegó el Sena aguas
arriba hasta París para recibir en Nôtre Dame la corona francesa que le
correspondía por el tratado de Troyes. Los parisinos desbordaron de
entusiasmo, los representantes de los gremios se disputaron el honor de
llevar el palio azul bajo el cual el niño rey se cubriría andando el trayecto
hasta la catedral, pero esa coronación terminó como una parodia de la
organizada dos años antes en Reims. En esta ocasión faltó un
ingrediente decisivo, el santo óleo, y el banquete que siguió a la
ceremonia resultó un fiasco: los parisinos consideraron como una
insinuación la carne correosa, precocida, que se sirvió y los pacientes de
un hospital para quienes se reservó una parte del banquete la
encontraron incomible. El torneo que cerró los festejos tampoco pasó de
ser un pobre espectáculo con lo cual los ingleses perdieron mucho de su
crédito ante los parisinos anglófilos.
Frente a los éxitos militares de Juana de Arco fueron los
corresponsales quienes más reaccionaron, pero a la coronación también
lo hicieron los poetas, en particular Christine de Pisan (1365-1430) que,
109
hasta la invasión de los ingleses en París, siempre se había inmiscuido
en las discusiones políticas e incitado una y otra vez a sus
contemporáneos a abrazar la paz.
Hacía once años que vivía retirada entre los muros de un convento
y de pronto volvió a salir a la vida pública con el primer poema en idioma
francés dedicado a la doncella de Orleans. En sus cincuenta y seis
estrofas cantó con entusiasmo desenfrenado a la sencilla muchacha,
cuyos logros superaron a los de “mil hombres”. En todas sus obras
Christine de Pisan confirmó el vigor y la sabiduría de las mujeres; en
esos momentos, Juana de Arco dio pruebas, a ella y al mundo entero, de
que no hay dominio alguno en el que los hombres puedan reclamar su
superioridad respecto de las mujeres. El poeta Alain la celebró con el
mismo entusiasmo desatado en un poema en prosa: “Oh, doncella única,
digna de toda gloria, alabanzas y honores divinos, eres la más grande
del reino...”.
De uno de sus nuevos admiradores, otro hombre de letras, no se
pudo librar jamás: el hermano Richard, de seguro la figura más
cambiante que integró su corte, al menos durante los meses que
siguieron. Su dominio especial eran los milagros y sobre todo los
esperaba de las vírgenes. De Juana esperaba tal vez el más grande de
todos los tiempos, el milagro que ya había anunciado para el año 1430,
pues el hermano Richard era uno de los pocos representantes
masculinos del gremio de los clarividentes. Por los judíos de Jerusalén
sabía que el fin del mundo estaba cercano y que en Babilonia ya había
nacido el anticristo.
En esos momentos hacía campañas contra la vanidad del mundo.
Con una serie de conferencias sensacionalistas había revolucionado en
los últimos meses a los parisinos. Después de escuchar sus sermones,
los hombres quemaron sus naipes y tableros de juego y las mujeres sus
tocas extravagantes. Las autoridades no querían que alguien vaticinara
revoluciones que pudieran ser interpretadas como decisivas
transformaciones de las relaciones políticas, pero, antes de que pudieran
arrestarlo, Richard huyó a Troyes donde se hizo adepto de Juana de Arco.
De momento, para la doncella la coronación era el punto culminante
de su misión, pero de manera alguna un triunfo completo. Desde hacía
algún tiempo su pensamiento estaba más allá de Reims y su mayor
esperanza era que, en cierta medida como efecto concomitante de la
coronación, se llegara a un acercamiento, a una reconciliación política
entre Carlos VII y el duque de Borgoña, Felipe el Bueno. La paz con
110
Borgoña, una buena y segura paz, según sus propias palabras, era, o al
menos lo fue hasta Reims, la siguiente etapa de su meta. Anheló
fervorosamente que Felipe no pudiera aplazar por más tiempo su deber
de vasallo de rendir homenaje al rey ungido de Francia. Le resultaba
inconcebible que un vasallo negara el debido reconocimiento al soberano
designado por Dios. Naturalmente, la consecuencia de rigor para los
borgoñones sería la ruptura de su coalición con Inglaterra, pero a cambio
podía ofrecerle algo que era imposible rechazar: la paz, es decir la paz
con el rey ungido de Francia. Las posibilidades de que Felipe aceptara no
eran malas en ese momento. Después de todo, si no era así, los
franceses estaban por primera vez en condiciones de amenazar con la
guerra. Por fin, los triunfos logrados posibilitaban a Juana de Arco o a
Carlos negociar desde una posición de fuerza. Si los borgoñones
anulaban su alianza con los ingleses, éstos quedarían en una situación
casi desesperada en el Continente.
Juana de Arco hizo todo cuanto estuvo en su poder para conseguir
que Felipe se presentara en Reims o al menos estuviese dispuesto a una
ulterior mudanza de actitud. No fue mucho, por lo menos dos cartas
extensas. La última la escribió el 17 de julio de 1429, la mañana previa a
la coronación. La misiva delató dos cosas: una, que después de Reims,
Juana pretendía mantener los hilos en sus manos porque también se
sentía responsable de la evolución política de Francia en el futuro. La
otra, que para alcanzar una meta política tendría que olvidar su aversión
hacia los borgoñones, renunciar casi por entero a las amenazas y de ahí
en más hablar con suavidad poco común en ella.
“Noble señor y príncipe poderoso, duque de Borgoña, la doncella os
suplica en nombre del Rey de los Cielos..., que el rey de Francia y vos
selléis una buena paz, firme y duradera. Perdonaos mutuamente de todo
corazón como se espera de todo buen cristiano y si deseáis hacer la
guerra en adelante, uníos y marchad contra los sarracenos... El noble rey
de Francia está dispuesto a cerrar la paz con vos si puede conciliarlo con
su honor; eso depende de vos... Os ruego, os suplico con las manos
juntas, que no libréis batallas y no nos combatáis... Debéis saber que,
por numerosas que sean las tropas con las cuales decidáis hacernos
frente, jamás venceréis y eso sería deplorable por la matanza y la sangre
de los que se opongan a nosotros.”
Esta carta ya no era un recurso de la conducción psicológica de la
guerra, como las primeras que escribió. A pesar de su ingenuidad, ésta
era una carta política. Se olvida fácilmente que, desde un principio,
111
Juana de Arco se consideró a sí misma más una política que una
guerrera. Los artistas siempre la han presentado como a una amazona
antes del ataque o después de una batalla, en cualquier caso con espada
y armadura. Naturalmente, era tentador retratar a la labriega como un
caballero, a la mujer provista de los atributos clásicos de la virilidad. Sin
embargo, con el mismo derecho se la hubiera podido mostrar en su
papel de diplomática, por cierto no muy exitosa, pero... Juana de Arco
demostró en todo momento que no era un soldado común, tampoco un
general común, sino alguien que intervenía en asuntos políticos y
perseguía fines políticos con recursos tanto militares como diplomáticos.
Lo que la distinguía de otros políticos era su manera de obrar impulsiva y
recta y su altruismo. De hecho, ella sólo perseguía fines políticos.
La carta precitada al duque de Borgoña es una prueba más de ello.
Fuera de la arbitraria manera de proceder usual, delata un pensamiento
político independiente. Con la coronación en Reims persiguió la intención
política de robustecer la autoridad y capacidad de imponerse del rey. Su
carta a Felipe el Bueno revela que, por encima de todo, aspiraba al
entendimiento entre Francia y Borgoña. Ambas cosas servían al fin
político superior de poner fin a una guerra que ya se prolongaba más de
noventa años.
Sin embargo, Juana sobreestimó sus posibilidades. Los llamados y
las súplicas bien podían rendir fruto con los soldados, con los ciudadanos
y quizá con los teólogos, pero no prosperaron con los políticos. El duque
de Borgoña no se presentó en Reims, si bien envió a la ciudad unos
observadores y de esta manera frustró sus esperanzas de una pronta
finalización de la guerra.
112
ACTO VI
¡Por mi bastón,somos suficientes!
113
En quién podía confiar aún, realmente? Ni siquiera Alençon le había
revelado que desde hacía diez días había entrado en vigor un armisticio
con Borgoña, lo cual equivalía a un armisticio con Inglaterra. ¿Qué objeto
tenía esa suspensión de las hostilidades? ¿Qué se había ganado con ello?
Desde Reims, habrían llegado a París en cuatro días y al cabo de otros
tres ella habría podido brindar con Guy de Laval por la victoria en
cualquier taberna parisina. ¿Dónde se encontraban a la sazón? ¿En
Jouarre? ¿En Rebais? ¿O en La Ferté? Desde hacía dos semanas
deambulaban de un lugar a otro sin un plan fijo. Durante el día, el
ejército se arrastraba bajo un calor agobiante de un villorrio provinciano
a otro, en la fuente de cada aldea se generaban riñas y, por las noches,
Juana recibía vítores en las villas y sostenía niños pequeños sobre la pila
bautismal.
Ciertamente, el ejército se había raleado, habían tenido que dejar
guarniciones en algunas ciudades, muchos soldados murieron de tifus,
otros de disentería y una buena cantidad desertó. No obstante después
de Reims, cualquier francés hubiera hecho frente a diez ingleses. Con un
ejército de 8.000 hombres también habrían podido vencer en París.
Entretanto, a sus espaldas, sus tropas se habían convertido en un
montón de pendencieros sudorosos y abúlicos, justamente la clase de
guerreros que ella nunca había querido comandar, y lo único razonable
que el rey había logrado hacer desde su coronación había sido librar de
impuestos de ahí en más a su aldea natal de Domrémy, no por propia
iniciativa, sino en virtud de sus ruegos. Su estrategia se resumía a no
acercarse demasiado a París.
Trémoille le hizo saber que la tregua expiraría en cuatro días. ¿Y
luego? Los mediadores borgoñones ya formaban parte del ejército
francés. Tal vez en el ínterin habían pasado a integrar el consejo de
guerra. Ya nada significaba que ella misma estuviera aún a la cabeza del
ejército, constituía una suerte de acostumbramiento. ¿Entonces que
114
hacía aún allí? Si no hubiera sido por sus voces que no cesaban de
hablar de París desde el momento en que había salido de la catedral de
Reims para sumergirse en la cegadora luz del sol, no se habría prestado
más tiempo a oficiar de mascarón de proa, mientras a sus espaldas
Trémoille, el rey y los borgoñones hacían sus tejemanejes.
De nada valió que Juana se dejara arrebatar por la ira. De momento,
Alençon no tenía la menor de duda que ella seguiría con el ejército. En
aquellos días todos estaban nerviosos, nadie entendía qué propósito
perseguía el monarca. Desde el día anterior, habían recibido orden de
moverse hacia el sur, sin un motivo verosímil. Tarde o temprano se
encontrarían con el Sena donde no había nada que conquistar, ni
defender. A eso se sumaba el calor, el polvo y la sed. Pero, si alguien no
debía quejarse ésa era Juana. A la sazón triunfaba en todos los frentes
sin derramar una gota de sangre. La noticia de la coronación hizo que la
mayoría de las ciudades todavía borgoñonas entre Reims y París se
sometieran sin vacilar a la soberanía del rey, sin necesidad de recurrir
siquiera a la amenaza de sitio. ¡Y luego ese entusiasmo sin barreras que
la recibía por doquier!
A su paso, bandadas de chicuelos corrían junto a su caballo,
chillando: “¡Angelique!, ¡Angelique!, ¡Angelique!” hasta que los dejaban
atrás afónicos, jadeantes y cubiertos de polvo. Hacía mucho que ella ya
no les prestaba atención. En la entrada a los distintos pueblos la
esperaban coros de niños para cantar a su paso canciones dedicadas a
la doncella, canciones que se habían hecho tan populares en los últimos
meses que durante el día eran oídas en todas las callejuelas y por la
noche en las tabernas. En cualquier lugar elegido para pernoctar, los
mozos de cuadra competían por el privilegio de atender por lo menos
uno de sus doce caballos, a cual más costoso y fino de lo que esa gente
había visto jamás. Poco después se congregaban a su alrededor hombres
y mujeres, le mostraban medallones en los que habían grabado su
nombre y no le daban tregua hasta llevarla a la iglesia para mostrarle su
propia imagen entre las de los santos. El comercio de los artículos
relativos a la doncella Juana no podía ser más floreciente. Los
medallones se convirtieron en mercadería de gran consumo; hasta el
propio Alençon compró uno en Soisson.
Y el “ejército de la doncella” crecía sin cesar. En la plaza de cada
aldea, Juana armaba a temprana hora de la mañana su tienda de
reclutamiento, a la sombra del plátano más frondoso y escogía a los
mejores entre los voluntarios, todos muchachos campesinos que la
115
idolatraban y cuyo anhelo más ferviente era luchar por ella. Estos
jóvenes no acataban órdenes como no fueran las suyas. Por momentos,
trató de extirpar las aberraciones más extravagantes de este culto y a
menudo pidió que apartaran su estatua de la hilera de imágenes de
santos; con todo, Alençon no creía que Juana prefiriera estar en su casa
cuidando las ovejas de la familia, en lugar de aceptar esas muestras de
veneración, según había asegurado en la víspera al arzobispo de Reims.
El 8 de agosto el ejército francés estaba a punto de alcanzar el Sena
y nadie dudaba ya de que el rey se sentía atraído definitivamente por
sus castillos, cuando los espías de La Hire informaron que el duque de
Bedford los esperaba con poderosas fuerzas junto al puente de Bray. No
había otro en varios kilómetros a la redonda. Los franceses dieron media
vuelta y por el mismo camino llegaron a Senlis, al norte de París, pero
esta vez con las tropas de Bedford en los talones. Juana y La Hire se
frotaron las manos: la batalla definitoria parecía ineludible.
Dos días más tarde, un mensajero ingles entregó a Carlos una carta
del duque de Bedford. El rey la abrió, observó el lugar de emisión y,
medio desfalleciente, la dejó caer: venía de Montereau. Ante sus ojos
volvió a aparecer la macabra escena que desde hacía una década
trataba de borrar de su recuerdo: el Sena, el puente de Montereau, la
sangre que le salpicaba el rostro y luego el cráneo destrozado del duque
de Borgoña en las piedras de la calzada. Él no había sido el causante del
golpe, pero desde aquel día lo torturaron imágenes terroríficas y cargos
de conciencia sólo al oír la mención del nombre Montereau.
Desencajado, encomendó a Trémoille la lectura de la carta.
“Carlos de Valois, que Os nombráis sin fundamento rey, Os
informamos que atentáis contra la Corona de mi Señor, el rey natural y
legítimo de Inglaterra y Francia al decir a la plebe que les traéis paz y
seguridad. De este modo, seducís y pretendéis engañar al pueblo
ignorante y lo lográis...”
—¡Seguid!
“... y lo lográis sólo con la ayuda de personas supersticiosas y
depravadas como esa mujerzuela licenciosa y de mala reputación que
anda por ahí vestida de varón y se comporta con impudicia...”
Era suficiente. Él habría preferido terminar con esa endemoniada
guerra mediante negociaciones desde una distancia segura, pero ahora
estaba resuelto a librar la batalla decisiva.
El 16 de agosto, el sol se asomó como una bola de fuego que pronto
se convirtió en un disco candente. Hasta donde alcanzaba la mirada no
116
se veía más que campos secos y rastrojos quemados. Los franceses se
reunieron de su lado para oír misa y confesarse, mientras los ingleses, a
una distancia de un cañonazo de allí, clavaban en el suelo duro como
hueso, hileras de estacas aguzadas, protegían este vallado con zarzas
espinosas y se atrincheraban dentro de un fuerte construido con las
carretas de aprovisionamiento. Concluidas sus oraciones, los franceses
montaron a caballo y se dividieron en dos cuerpos, el ejército principal al
mando de Alençon y la vanguardia comandada por La Hire, Dunois y
Juana. Trémoille y el conde de Vendôme comandaban la guardia del rey.
En las posiciones enemigas ondeaban dos banderas: la inglesa y la
francesa.
Envuelto en una nube de polvo, La Hire regresó de una cabalgata
de exploración. En número de efectivos, el enemigo era inferior, pero sus
posiciones estaban tan fortificadas que hacían imposible un ataque
frontal. El consejo de guerra decidió entonces atraer a los ingleses a una
batalla campal mediante pequeños y certeros ataques. Juana tomó su
nuevo estandarte y galopó frente a las posiciones enemigas. Por un
momento, la polvareda que levantó ocultó a los franceses. Su aparición
fue la señal para una serie de breves y fuertes cargas de la caballería
que no condujeron a nada porque los ingleses siempre se ponían a
cubierto. Una densa niebla amarilla envolvió a los combatientes y por
momentos fue casi imposible distinguir al amigo del enemigo, porque
todos se veían teñidos del mismo color. Dos cañones franceses que
destrozaron algunos carros de aprovisionamiento cayeron en poder de la
caballería borgoñona durante una salida de los ingleses. Consultada
acerca de su opinión, Juana proporcionó informes contradictorios y todo
el mundo advirtió que ella estaba tan nerviosa y desorientada como los
demás. De pronto, Trémoille se lanzó a la carrera, resbaló con su caballo
al realizar una peligrosa maniobra de giro justamente frente a las
posiciones enemigas y se revolvió jadeante entre el polvo que, de alguna
manera, le salvó la vida. Ese día habían sido ejecutados valiosos
prisioneros, pero antes de que los ingleses hubieran podido percatarse
del accidente, los soldados de la guardia real rodearon a Trémoille y
bregaron duro para sentar de nuevo en su cabalgadura el voluminoso
cuerpo del favorito del rey.
Al caer la tarde, el ejército francés desistió del intento de atraer al
adversario a una batalla campal. Al parecer, éste no buscaba una
definición, sino sólo mantenerlos alejados de París.
La retirada de Bedford al día siguiente y, como consecuencia, la
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suspensión de las hostilidades, hizo que los concejales de la gran ciudad
de Compiègne, situada al norte de París, juzgaran aconsejable someterse
al rey de Francia. Tres días después de entrar en ella con su ejército, el
rey recibió de nuevo a los mediadores borgoñones y, a la semana,
Trémoille anunció una tregua de cuatro meses, de la cual había quedado
expresamente excluida París, y la pignoración de las ciudades más
importantes al norte del Sena a los borgoñones.
De este modo, el duque de Borgoña volvió a quedar dueño de la
situación, se desbarató en gran parte el triunfo de Reims y se destruyó la
credibilidad del rey como también la de la doncella.
Juana no estaba acostumbrada al fracaso, algo que tenía en común
con su adversario, pero a diferencia de Talbot, por ejemplo, era joven,
impetuosa y se sentía responsable por el rey y el reino. Esa noche,
cuando se reunió con Alençon, ya había resuelto tomar en sus propias
manos el destino de Francia.
—Mi querido duque, di a tus hombres y a los demás comandantes
que partiremos mañana. ¡Por mi bastón, quiero ver París desde más
cerca!
Alençon se encargó de transmitir a Carlos la decisión de Juana y el
monarca reaccionó con monosílabos, les deseó una bella victoria y
autorizó su partida. Juana y Alençon se adelantaron con sus tropas
rumbo a Senlis, donde ambos pernoctaron en el palacio episcopal. Como
uno de sus caballos cojeaba desde el día anterior, Juana bajó a la
mañana siguiente al establo del obispo, escogió el mejor caballo y
ordenó a Pasquerel extender un recibo. Cuando los mozos de cuadra se
interpusieron, Juana los amenazó con su espada de cruzado pero, al
escuchar las voces, el obispo corrió en paños menores hacia el patio
donde entretanto se había desplazado la pelea. Los guardias de Juana la
rodeaban sin tomar ostensiblemente parte en el asunto. El obispo exigió
la devolución del caballo, pero la doncella le gritó por encima del hombro
que pagaría por él una suma justa y, sin saludar, abandonó el establo a
trote ligero. Sin embargo, a medio camino de St. Denis comprobó que el
animal no satisfacía sus exigencias. Su vigor y su aptitud para andar por
cualquier terreno dejaban mucho que desear. ¿Qué clase de caballos
tenía el obispo?, llamó entonces a un paje y le encargó llevarlo de vuelta
a Senlis.
St. Denis no era sino una ciudad fantasma. Siguieron cabalgando
hasta La Chapelle, una aldea situada frente a las puertas de París y allí
levantaron su campamento. Antes de que llegara el ejército del rey y los
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demás comandantes, Juana quiso echar una mirada a la ciudad y sus
obras de fortificación. Alençon la acompañó en su ascensión por
angostas escaleras hasta la buhardilla de uno de los molinos de viento
plantados en la colina más elevada. A sus pies se extendía París, tan
cerca que parecía poder ser tocada con la mano.
Ella nunca había visto nada igual, tampoco había en parte alguna
algo similar para ver. Si bien Alençon nunca aprendió a escribir, sabía
leer y por eso tenía noticias de que París con su población de 100.000
almas era la ciudad más grande de la cristiandad. Le seguía Venecia. Las
sombras de las nubes fugitivas se deslizaban sobre un mar de tejados,
chimeneas, torres y campanarios de cambiantes grises que se extendía
hasta el horizonte. La adusta mole angulosa de Nôtre Dame con sus
torres truncadas, más tosca y maciza que la catedral de Reims y, de
alguna manera amenazante con el hueco ojo de cíclope de su rosetón,
descollaba por encima de cuanto la rodeaba. Esa monstruosa urbe se
atrincheraba detrás de un doble foso que la circunvalaba y una muralla
casi interminable, cuya altura era menos imponente que la
inexpugnabilidad de sus puertas y torres fortificadas.
Las secciones restantes del ejército llegaron a La Chapelle al día
siguiente, el 26 de agosto. Según algunos, el rey, Trémoille y el
arzobispo de Reims se habían quedado en Senlis, según otros en
Compiègne; de cualquier modo, a prudente distancia. Juana se alegró de
contar entre sus comandantes a Guy de Laval, jefe de su propio
contingente. Y rió cuando el joven hizo ademán de brindar. No, no lo
había olvidado.
Los hombres de La Hire expulsaron a los ingleses de sus bastiones
frente a la ciudad, derribaron algunos baluartes pequeños y los días
subsiguientes transcurrieron en la espera de la orden de ataque que
sería dada por el rey.
La doncella ardía en cólera. ¿Por qué no enfrentar al monarca con
los hechos consumados? El conde de Clermont lo consideró alta traición.
Gilles de Rais, promovido a mariscal de Francia a partir de los sucesos de
Reims, hizo hincapié en una circunstancia por todos conocida: en los
últimos días los parisinos no habían dejado de transportar cañones,
colocar barriles llenos de piedras detrás de las almenas del muro de la
ciudad y realizar maniobras defensivas. Aun ahí fuera, se oía por la
noche el repiqueteo de los martillos de los picapedreros que tallaban al
unísono las balas de cañón. Juana y Alençon tuvieron por misión cabalgar
a Senlis para entrevistar al rey. Lo encontraron en esa ciudad; los recibió
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después de la cena. Hubo una violenta discusión, pero Juana se mantuvo
al margen. Si el monarca la desautorizaba, arruinaría su propio prestigio,
pues ambos seguían aún en la misma barca. Si no daba en ese preciso
instante la orden de ataque, ella se lanzaría por la mañana a la ofensiva
prescindiendo de dicha orden. Trémoille intentó apaciguar a Alençon,
pero el duque, sin dejar de echar pestes, insinuó si acaso no habría
recibido también dinero de los parisinos. La doncella intervino. Tenía
absoluta certeza de que París se entregaría y el rey entraría en ella a
más tardar al cabo de tres días. Carlos guardó silencio. Esa misma noche
regresaron a su campamento. Alençon no podía articular palabra debido
a su tremenda ira.
El 7 de septiembre, el rey se dignó a trasladarse a St. Denis con sus
consejeros y en la mañana del siguiente día dio la orden de ataque.
Juana había pasado la noche en vela entregada a sus oraciones.
Incluidas las huestes de la doncella, el ejército francés sumaba
10.000 hombres. Gilles comandaba las fuerzas principales, en tanto la
vanguardia estaba bajo el mando de Juana, Alençon y La Hire. Agresores
y defensores por igual contaban con buena artillería. A poco se desató
en toda la extensión de la muralla de la ciudad entre las puertas de St.
Honoré y St. Denis un infierno de cañonazos, relampagueo de llamas,
lluvia de chispas y negra humareda. Nubes oscuras de saetas disparadas
por las ballestas silbaban en ambas direcciones. Los cañones de los
defensores no tenían largo alcance, lo cual permitía presumir que en
París escaseaba la pólvora. Los hombres de La Hire se apoderaron del
bastión de la puerta de St. Honoré, en tanto Juana coordinó la tarea de
llenar los fosos de agua con grandes haces de ramas secas. ¡Qué tarea
tan lenta! Uno tras otro, los haces se sumergían sin dejar rastro.
Evidentemente, el foso tenía mayor profundidad que lo habitual. Bajó en
persona al primer foso seco, trepó luego por el terraplén del segundo
foso y sondeó el fondo con su lanza. Ya no faltaba mucho. Poco después
pudo dar la orden de ataque desde el borde del foso. La artillería apuntó
hacia las almenas, se levantaron las escaleras de asalto y los primeros
hombres lograron poner pie sobre la muralla. En la ciudad cundió el
pánico a juzgar por los gritos histéricos que se escuchaban entre disparo
y disparo. Juana gritó con todas sus fuerzas:
—¡Entregaos al rey de Francia o invadiremos la ciudad y os
mataremos sin piedad!
Un ballestero apostado sobre la muralla tomó puntería y disparó. La
saeta atravesó su canillera y se clavó en el muslo. Juana se arrastró
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hasta el fondo del primer foso seco, se parapetó detrás del cadáver de
un asno, arrancó la saeta de la herida y a voz en cuello siguió dando
órdenes a los asaltantes encaramados en las escaleras. Advirtió, de
pronto, que su portaestandarte se desplomaba al suelo, alcanzado por
un proyectil en medio de la frente, pero no dejó que el accidente la
distrajera y continuó dando órdenes. Al cabo de un cuarto de hora, Gilles
bajó al foso para rescatarla y la encontró detrás del asno muerto, llena
de barro, gritando sin cesar; a pesar de su enérgica resistencia, logró
llevarla hasta su caballo. Los primeros comandantes retiraron sus tropas.
El ataque se suspendió a la hora del crepúsculo. En la deliberación
que siguió en el cuartel principal, el rey elogió con grandilocuencia la
valentía de la doncella, luego justipreció las pérdidas en base a las cifras
proporcionadas por sus comandantes: setecientos muertos y un número
muy superior de heridos, y por último, anunció el fin del sitio de París en
vista de la herida sufrida por la joven guerrera.
* * *
Era temprano todavía, pero el campamento ya había sido levantado
en gran parte. Juana trató de abrirse paso entre montones de tiendas
plegadas, bestias de carga en paciente espera, leños carbonizados,
escaleras de asalto partidas y pirámides de morriones abollados. Los
hombres proferían indecencias, pero se contenían al verla pasar, si bien
ella sabía por Alençon lo que ellos decían. La doncella los había
engañado cuando en la víspera les prometió que la siguiente noche
dormirían en París. Al descubrir a Guy de Laval fue a su encuentro, pero
el joven desvió la mirada. Sólo le quedaba un último refugio: La Hire.
Camino a su tienda, ahuyentó a las prostitutas, aun cuando se le
antojó absurdo cuidar la disciplina de un ejército que ya no combatiría
nunca más. Sin embargo, la vista de esas descarriadas le provocó tanto
furor que desenvainó su espalda y descargó un golpe de plano en la
espalda de una de las furcias. La mitad de la hoja vibró centelleante en
el aire para caer luego al suelo. La espada de las cinco cruces, la espada
rescatada en Ste. Catherine-de-Fierbois se había roto a la vista de todos
los circunstantes. Juana hundió el muñón en la vaina.
Entonces vio a La Hire que cojeaba echando venablos cerca de un
cañón. Se apeó del caballo y cojeó hacia él debido a su herida y cuando
ambos se miraron no pudieron contener la risa.
—Nosotros estamos hechos para la acción en el campo de batalla y
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nos gustan las cosas claras —dijo La Hire—, pero el rey ignora qué es un
campo de batalla y se rodea de gente que nada aborrece más que las
cosas claras. Tú estuviste a punto de aclarar las cosas. Juntos podríamos
lograrlo aún, si tú fueras el rey y yo la doncella.
La estrechó entre sus brazos y ella no recordó más tarde si en ese
instante aquel recio varón rió o lloró.
La noche anterior a la partida definitiva, Juana se dirigió a la iglesia
de St. Denis, donde dormían su sueño eterno los reyes de Francia, para
ofrendar una armadura completa y la espada que había quitado a un
prisionero frente a París, en acción de gracias por la curación de la
herida recibida en combate, según la costumbre vigente entre caballeros
y nobles.
El 13 de septiembre, a cuatro meses y medio de su llegada a
Orleans, se unió a regañadientes a un ejército que antes de su arribo a
Gien ya estaba destinado a disolverse y cuyos restos fueron dados de
baja oficialmente a los catorce días de su arribo. Tras la derrota y el caos
le aguardaba, de ahí en más, la experiencia de la soledad. La Hire se
despidió para volver a librar combates por cuenta propia y su bello
duque, Jean Alençon, para regresar junto a su esposa sano y salvo como
ella le había prometido. En los corredores y los salones del castillo de
Gien sólo encontraba ocasionalmente algún rostro conocido: el rey, el
arzobispo de Reims, Trémoille y Gilles de Rais. Al menos, éste se había
quedado.
A Juana le resultaba insoportable el altanero aire paternal que
Trémoille adoptaba con ella en público. Cuando exigía nuevas tropas
ante el Consejo de la Corona, trataba de apaciguarla y persuadirla como
si ella fuera una impertinente doncella noble.
La única ventaja de aquellas absurdas negociaciones era el
frecuente aislamiento de este caballero durante horas con los
mediadores borgoñones. En una ocasión, Trémoille perdió la compostura
al recibir una carta de Alençon en la cual decía que ya era tiempo de
emprender su plan de conquistar Normandía para cortar a los ingleses el
camino a la costa. Si Juana era de la partida, Normandía ya podía
considerarse liberada. Trémoille dejó trasuntar cuánto le espantaba esa
idea. El arzobispo de Reims también optó por la negativa: el lugar de la
doncella estaba junto al rey, y Alençon habría de procurar que los
soldados hablasen de sus aptitudes militares, como lo hacían en el
presente de las de Juana, en toda oportunidad que se les ofrecía. Y
Carlos era de la misma opinión, por el solo hecho de que Trémoille era el
122
único que hubiera podido financiar semejante campaña.
¿Qué alternativa le quedaba? En lo tocante a la indecisión del rey,
rayana en la apatía, la santa unción no había procurado remedio, pero ya
coronado y ungido, sólo contaba su voluntad. De hecho, utilizaba su
libertad de acción recién adquirida, pero su política para negociar
parecía insensata, por no decir fatal. ¡No se debía dejar cobrar aliento a
los ingleses y borgoñones!
Últimamente, el rey había vuelto a mostrarse cordial con ella, pero
en las cuestiones conflictivas se decidía a favor de Trémoille. Si la
política de la corte consistía en reducirla a la inacción para no
obstaculizar las tratativas con Borgoña, bien podía regresar a su casa.
Domrémy se convertiría al punto en un lugar de peregrinación. El
pueblo la seguía venerando como santa y, cosa sorprendente, el
descalabro de París no había alterado ni un ápice esa situación.
Entonces, sus padres podrían explotar una posada de ciertas
proporciones y, a cambio de cobrar una entrada, mostrar a su hija,
trocada en una estatua viviente, como aparecía a veces en las fiestas de
la corte: con su armadura completa, el estandarte en una mano y en la
otra la espada. Quizá se pasara el día entero tocando objetos que le
alargaran sus vocingleros adoradores. Los ingleses la habían convertido
en bruja y los franceses en santa. Para una mujer que escapaba del
marco de lo común parecía no haber distancia entre uno y otro extremo.
Peor que la idea de ser una santa de por vida, se le antojaba la
alternativa sugerida por el arzobispo de Reims de quedarse en
campesina hasta el último de sus días. En ocasiones, representaba para
el dignatario eclesiástico el papel de la zagala del vestido rojo, porque
desde su aparición en Reims éste se creía en el deber de criticarla por su
“irreverente soberbia”, cuando en realidad ella sólo quería una cosa:
continuar su tarea. Y como de momento no había para ella labor alguna,
debía buscarse una ocupación.
Así fue que pidió a Gilles que le enseñara a escribir, algo que resultó
ser más difícil de lo pensado y Juana se vio venir la siguiente derrota.
Gilles tampoco disimuló su desesperación.
—¡Ay, Juana, mi querida Juana! Tal vez tu mano tiemble menos si
escribes con la espada en la arena de la liza más cercana.
Y un buen día, el caballero le confesó que ya no soportaba la
atmósfera de lazareto de la corte y se marcharía a sus castillos en el
curso inferior del Loira, para dedicarse por entero a la música, las artes y
las ciencias en compañía de buenos amigos. La recibiría allí con agrado,
123
si decidía visitarlo alguna vez.
Cuando la corte —sin Gilles— se trasladó a Bourges, al menos ella
ya había aprendido a garrapatear su nombre.
A finales de octubre, Trémoille encontró una tarea para ella. ¿Se
animaría a competir con Perrinet Gressard? Era uno de los caballeros
bandoleros y caudillo de mercenarios de peor fama en toda Francia. Su
baluarte era la ciudad La Charité, muy fortificada, en el curso superior
del Loira. Desde allí, impedía la navegación por el río y sembraba el
terror entre los pobladores, ora por encargo de los ingleses, ora al
servicio de los borgoñones. Juana imaginó las razones de Trémoille para
lanzarla en persecución de Gressard. Hacía cuatro años lo había
asaltado, tomado prisionero y exigido la suma exorbitante de 20.000
escudos para dejarlo en libertad. Ahora, le encomendaba a ella pillar el
tesoro de La Charité, pero al fin y al cabo una campaña contra Gressard
era mejor que nada.
Poco antes de Navidad, entró en Jargeau, vencida como nunca. Los
dos últimos meses habían afianzado su fama de fracasada. Sin dinero,
con demasiada escasez de pertrechos y una fuerza demasiado pequeña
de mercenarios extranjeros, había resistido cinco semanas bajo la lluvia
y el frío frente a La Charité. En alguna ocasión mandó bombardear la
ciudad, luego interrumpió un ataque desesperado al cabo de dos días de
combate y por último, cuando tuvo que admitir el fracaso del sitio, se vio
obligada a abandonar casi todos sus cañones en el barro de las praderas
ribereñas. No tenía nada que reprocharse, pues nadie que hubiese sido
dejado a su suerte por el rey, como le había sucedido a Juana, habría
podido intentar algo contra Gressard. En adelante, no volvería a
124
emprender otro trabajo sucio para Trémoille.
Esa desdichada expedición a La Charité tuvo al menos un lado
bueno: liberarla temporariamente del hermano Richard. Pero allí, en el
cálido albergue de Jargeau, volvió a echársele al cuello. Quería hacerle
saber su última idea: ¿por qué no recomendaba al tesorero del rey a su
favorita de turno, Catherine de la Rochelle, una clarividente que tenía
visiones referidas a las finanzas? Juana la interrogó y se enteró de ese
modo que noche a noche Catherine recibía la visita de una dama pálida
envuelta en su capa dorada, que decía saber de tesoros aprovechables
para consolidar el presupuesto real.
—Bueno —resolvió Juana—, esta noche veremos juntas a esa dama.
Recostada en la cama junto a Catherine, se esforzó por mantener
bien abiertos los ojos. La oscuridad era muy densa y le costaba
permanecer despierta, hasta que el sueño la venció un momento sin
haber visto a la dama. Por la mañana Catherine le dijo que se había
presentado a poco de quedarse ella dormida. Juana durmió la siesta, se
hizo despertar al atardecer y por la noche se acostó nuevamente junto a
Catherine, con la mirada fija en la oscuridad. Estuvo en vela toda la
noche, pero nada sucedió. La dama no apareció. Cuando alboreaba, se
vistió y al despedirse aconsejó a Catherine que volviera dócilmente junto
a su marido para atender a sus quehaceres domésticos y ser una buena
madre para sus hijos. Luego dictó a Pasquerel un informe por el cual
desaconsejaba al rey emplear a Catherine de la Rochelle, pues era una
demente y sus visiones pura invención.
Al menos, todavía se requerían los servicios de Juana como vidente
mayor de la corte. Y precisamente eran estos servicios los que la corte
quería asegurarse en el futuro mediante un acto gratuito decidido de
acuerdo. Cuando ella cumplió dieciocho años, en diciembre de 1429, el
rey la elevó a la nobleza. En el castillo de Meung se convocó con ese
propósito a un breve acto solemne.
—“Nos queremos testimoniar Nuestra gratitud... —Trémoille,
encargado de leer el título de hidalguía en presencia del soberano, volvió
hacia Juana su rostro mofletudo y le sonrió con dulzura—, ... Nuestra
gratitud por los numerosos y grandes beneficios del poder divino que
Nos fueron dispensados a través de Nuestra cara y muy amada doncella
Juana de Domrémy y que por la acción de la gracia divina se
multiplicarán, ésta es Nuestra esperanza, razón por la cual consideramos
conveniente y justo elevarla junto con su familia a la dignidad de nuestra
real majestad. Además, esto acontece en vista de los voluntarios y útiles
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servicios, dignos de todo elogio, que la dicha Juana ha prestado a
Nosotros y al reino en muchas ocasiones...”
Juana escuchaba impasible, como un rumor ininteligible lo que decía
la voz atiplada y ronca de Trémoille. En Tours, ya había experimentado
el gozo de recibir privilegios nobiliarios cuando el rey le proporcionó
armadura y personal de servicio. Desde aquel día había vivido como
noble entre los nobles y, en verdad, ese papel no le hacía falta. ¡Pero
papá Jacques convertido en noble! ¡Mamá Isabelle, una noble! ¡Rústicos
campesinos elevados de pronto a la condición de un señor de
Baudricourt! ¡A su propia condición! Mejor así.
“... Hoy y en los días por venir se les apartará de todo perjuicio o
impedimento. Expedido en Meung, el mes de diciembre del año del
Señor 1429, el octavo año de Nuestro reinado.”
Trémoille le estrechó la mano y en los meses subsiguientes ya no
desempeñó papel alguno. No dejarían marcharse a una leyenda viviente,
pero tampoco querían correr el riesgo de que recibiera más arañazos. El
momento culminante del mes de enero fue para ella una invitación a un
banquete en Orleans, organizado en su honor; el momento culminante
del mes de febrero fue el traslado de la corte al imponente castillo de
Trémoille en Sully, cuyas macizas torres circulares se le antojaron
remedos arquitectónicos de las redondeces del cuerpo de su dueño.
Marzo trajo puntos culminantes de otra naturaleza. En París se descubrió
una conspiración de comerciantes, artesanos y religiosos leales a
Francia, gracias a la confesión de uno de los conspiradores sometidos a
tortura. Se arrestaron centenas de personas en Normandía y Felipe el
Bueno reunió un gran ejército. Sin embargo, el rey seguía creyendo en la
conferencia de paz, prometida vagamente para comienzos de abril en
Arras. Entretanto, aquellas ciudades que en el verano se habían
sometido a la soberanía del rey hicieron llegar a Juana sus clamores en
demanda de auxilio, pero las cartas que ella les mandó no dejaban lugar
a dudas de que su autora era tan impotente como los destinatarios. El
rey persistía en su apática inactividad. ¡Tantos triunfos, tantas victorias y
maravillas en vano!
A finales de marzo organizó con la ayuda de D’Aulon un pequeño
ejército de mercenarios italianos, comunicó a Carlos su partida con
palabras secas y se marchó de Sully a la cabeza de su ejército privado
de doscientos hombres.
Se dirigió al norte, hacia aquellas ciudades situadas entre Reims y
París que tarde o temprano atacarían el duque de Borgoña, porque le
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cerraban el paso a París. Sabía que no podría hacer nada con su ejército
en miniatura, pero alguien debía emprender algo. El rey había
traicionado a gente que había confiado más en Juana que en él y tenía
que demostrar a esa gente que ella no era la traidora, aun a riesgo de
romper el encantamiento de su santidad o de su calidad de prodigio. A lo
sumo, sus adeptos más fanáticos podían creer que la doncella
contendría con sus doscientos italianos a las huestes angloborgoñonas.
No obstante, todos debían saber, incluidos sus enemigos, que la doncella
no formaba parte de esos que veían a la plebe como vacas lecheras o
reses de matanza, cuyo valor de mercado subía o caía según la
importancia estratégica de un lugar.
De todos modos, con sus doscientos hombres y la ayuda de la
guarnición de Lagny logró derrotar en una sangrienta refriega a los
trescientos hombres de la banda de asesinos y saqueadores de Franquet
d’Arras y tomar prisionero a su caudillo, una especie de pirata en tierra
de la ralea de Gressard, un capitán de mercenarios que actuaba por su
cuenta. Simpatizaba con Borgoña y de seguro los parisinos lo cambiarían
por el dueño de la “Posada del oso”, uno de los promotores de la
fracasada conjuración de marzo. Cuando Juana se enteró de que ya lo
habían ejecutado, despachó a Franquet a Senlis, donde fue decapitado
después de un proceso de quince días.
Ella conservó su espada porque calzaba a la perfección en la vaina
de cuero que antes había protegido su espada de cruzado. Era fácil de
empuñar, cortaba como una navaja y era ideal para descargar golpes
demoledores y seguros.
En Lagny, una mujer se arrojó ante su caballo para rogarle por su
recién nacida que desde hacía tres días no daba señales de vida. Se la
presentaron en la iglesia, frente al altar; estaba tan morada como su
cota de malla. Juana se arrodilló y rezó. No llevaba largo rato orando,
cuando la criatura empezó a tomar de pronto coloración humana y
bostezó tres veces. El cura tuvo muy poco tiempo para bautizarla antes
de que muriera.
En abril fue con sus soldados, de ciudad en ciudad, prometiendo a
sus alarmados habitantes que el rey no los abandonaría a su suerte, si
bien sabía que eso no era cierto o al menos muy improbable. El 22,
domingo de Pascua, muy temprano por la mañana, mientras
inspeccionaba la muralla de Melun, sus santas volvieron a presentarse.
La luz resplandeció al final de una trinchera cubierta y Juana se asustó
como en ocasión de su primera visión. Cayó de rodillas y vio emerger del
127
cono de luz a santa Catalina y a santa Margarita.
—Juana —le anunció la primera, irás a prisión. ¡No te asustes!
Acepta con buena voluntad todo lo que habrás de sufrir. Dios estará a tu
lado.
—¿Cuándo ocurrirá eso, dime?
—En junio, antes del día de San Juan.
—¿Qué día exactamente? ¿Dónde?
—No podemos decírtelo, pero quédate tranquila porque Dios te
ayudará.
—¡Dios mío, si me toman prisionera te suplico la gracia de una
muerte inmediata para escapar al tormento de un largo cautiverio!
—Acepta obediente todo lo que venga. Dios tiene las mejores
intenciones para contigo.
El 24 de abril, Juana se enteró en Senlis del desembarco del rey de
Inglaterra en Calais con 2.000 soldados.
El 8 de mayo, primer aniversario de la liberación de Orleans, el
gobernador civil de Compiègne, Guillaume de Flavy, le leyó en voz alta
una circular de Carlos VII en la cual se quejaba en tono plañidero del
duque de Borgoña que lo había hecho pasar por loco durante largos
meses.
El 14 de mayo, cenó en compañía del arzobispo de Reims, quien
había dirigido las negociaciones con los borgoñones, del conde de
Vendôme y de Guillaume de Flavy en Compiègne. Los dos enviados de la
corte francesa habían llegado con un ejército de unos 1.500 hombres al
mando del amigo de La Hire, Poton de Xaintrailles.
El 15 de mayo, las tropas de Juana y de Xaintrailles se trabaron sin
resultados palpables en un combate con una vanguardia de los
borgoñones en la orilla opuesta del Oise que fluía a corta distancia de los
muros de Compiègne.
El 16 de mayo el duque de Borgoña se apoderó de la ciudad de
Choisy.
El 19 de mayo, cerca de Soisson, las fuerzas del rey volvieron a
separarse del diminuto ejército de la doncella, pero Xaintrailles se quedó
con ella. Apenas habían vuelto la espalda a Soisson, su gobernador civil
vendió la ciudad a los borgoñones y Juana hirvió de rabia al llegar
semejante noticia a su conocimiento.
—¡Si pesco a ese bribón, lo descuartizaré con mis propias manos!
El 20 de mayo, el duque de Borgoña estableció su cuartel general a
diez kilómetros al norte de Compiègne y distribuyó sus tropas, un total
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de 6.000 hombres, en varios sitios de la margen norte del Oise, frente a
la ciudad.
El 21 de mayo, Juana aguardó en vano en Crèpy-en-Valois, los
refuerzos prometidos.
En la alborada del 23 de mayo regresó a Compiègne con sus
italianos por senderos secretos. Previamente, había tenido una discusión
con sus subjefes para quienes el retorno a la ciudad ocupada era
demasiado arriesgado, pero Juana había respondido:
—¡Por mi bastón, somos suficientes!
Por la tarde, alrededor de las cuatro, junto con Xaintrailles, D’Aulon
y una tropa mixta de caballeros y mercenarios, unos quinientos hombres
en total, realizó una salida, corrió al asalto por el puente de piedra y el
puente levadizo que había en el otro extremo, atravesó la puerta de la
cabecera del puente en la otra orilla y se lanzó sobre el campamento
más cercano de los borgoñones. Cabalgaba un fogoso tordillo, porque los
prados ribereños del Oise estaban húmedos y no eran terreno apropiado
para el pesado corcel negro que acostumbraba montar. Cuando picó las
espuelas, desplegó su estandarte blanco y la capa escarlata con hilos de
oro que llevaba sobre su armadura tremoló al viento; jamás luchaba de
incógnito.
Los borgoñones la vieron venir cuando ya era casi demasiado tarde.
Juana desenvainó su nueva espada, la del decapitado Franquet y cargó.
Era una espada magnífica: atravesaba casi sin dificultad y sin esfuerzo
yelmos y huesos. Parecía ávida de sangre por haber permanecido
demasiado tiempo en su vaina. Los soldados enemigos caían o se daban
a la fuga, pero cada vez aparecían más; de pronto, surgieron de todos
lados. En dos oportunidades la obligaron a retroceder casi hasta el
puente y en ambas ocasiones obligó a los atacantes a replegarse hasta
sus cuarteles. Entonces, entraron en acción los ingleses profiriendo
maldiciones y le cortaron el camino al puente.
La mayoría de los franceses huyeron en desbandada hacia la ciudad
en busca de refugio. Juana cubrió su retirada junto con Xaintrailles, el
valiente D’Aulon y su hermano Pierre, pero en un momento dado el
enemigo los separó en los prados ribereños. D’Aulon saltó de su caballo
y sin dejar de repartir estocadas a su alrededor, intentó tirar con la mano
libre de las riendas para subirlo al puente.
En ese preciso instante, en la cabecera del mismo fue alzado el
puente levadizo y en el otro extremo cayó el rastrillo que protegía la
puerta de la ciudad. El reducido grupo de una docena escasa de
129
hombres quedó rodeado inmediatamente. Dominaron a Xaintrailles y
derribaron a D’Aulon. Juana hizo girar su caballo para prestarles ayuda.
Lo vio por el rabillo del ojo. Lo vio venir desde atrás y se preparó
para asestar el golpe, pero en ese mismo momento perdió el equilibrio y
cayó al suelo de espaldas. Él alcanzó a tomar su capa y se colgó de ella
con todo su peso. Juana no podía ponerse en pie, ni siquiera sentarse.
Alguien le levantó la visera para dejar su rostro al descubierto. Cabezas
salpicadas de barro, sangrantes y sudorosas, caras de ojos saltones,
distorsionadas por risas de incontenible gozo le taparon la visión del
claro cielo crepuscular. Por su contento, parecían haber capturado de
golpe a medio millar de caballeros o al mismísimo rey. Juana se rindió,
había hecho todo lo humanamente posible.
130
Intermedio
Entre bastidores
Fue mucho lo que se tramó entre bastidores en los meses previos a
su captura. Fue ése un período de infatigable actividad diplomática, en
cuyo centro gravitaba un hombre: Felipe el Bueno, duque de Borgoña.
Desde la fracasada conquista de París, en la corte de Carlos VII
volvieron a tener voz los representantes del llamado partido por la paz,
aquéllos a quienes en el verano de 1429 Juana de Arco había
desbaratado sus planes, en particular Trémoille y Regnault de Chartres,
el arzobispo de Reims. Ambos habían realizado sus primeros contactos
con el duque de Borgoña antes de la partida del ejército hacia Reims. La
meta de su política era inclinar a Felipe por la neutralidad si es que no
podían decidirlo a romper abiertamente con Inglaterra, y Carlos VII
estaba más que dispuesto a hacer amplias concesiones con el fin de
alcanzarla, a saber, renunciar a toda medida militar, entregar rehenes,
aceptar el pago de multas y dejar en prenda a los borgoñones ciudades
que acababan de ponerse de su lado. Pero lo más importante era que
Felipe el Bueno quedara convencido de su buena disposición para expiar
el crimen de Montereau. El duque de Borgoña aceptó todo lo que le
ofrecieron y, como contrapartida, solo propuso la prórroga del armisticio
y su participación en una conferencia de paz que se celebraría en el
curso del año 1430, tal vez en abril o junio, en la ciudad de Arras. Dicho
de otra manera: Carlos apostó en la jugada todo lo ganado con la ayuda
de Juana de Arco, sin recibir promesas concretas y sólo con miras a
mover a los borgoñones hacia la indulgencia. Semejante política mereció
la resistencia de sus propios súbditos. Los ciudadanos de Compiègne se
rebelaron contra la entrega convenida de su ciudad a los borgoñones y
declararon al conde de Clermont que preferían morir junto con sus
mujeres y niños antes que verse librados a la clemencia del duque de
Borgoña. Carlos tuvo que confesar a los mediadores de Felipe que él ni
siquiera estaba en situación de hacerse obedecer por sus súbditos, y a
131
los ojos del duque él ya no era sólo el asesino de su padre sino también
un idiota.
Felipe disfrutó la situación. Los franceses lo necesitaban y
coqueteaban con él para lograr su favor, y los ingleses lo necesitaban
más aún. Lo colmaban de regalos y privilegios. Cuando Carlos VII y Juana
de Arco iban a Reims, Bedford lo había invitado a París y halagado con
un programa espectacular de lujosas fiestas y ceremonias religiosas de
gran pompa. Su promesa a los ingleses de organizar un ejército le valió
magníficos regalos. El 13 de octubre de 1429 lo nombraron oficialmente
subgobernador en el reino de Francia, en virtud de lo cual pasó a ser el
segundo hombre más poderoso después de Bedford en la parte ocupada
del territorio. El 10 de enero celebró en Brujas, la metrópolis bancaria de
Flandes, la ciudad donde había comenzado la Guerra de los Cien Años
con la destrucción de la flota francesa por los ingleses en 1340, su
tercera boda. Felipe el Bueno, el príncipe más opulento de la Cristiandad,
se casó con la princesa Isabel de Portugal. La fiesta duró ocho días, ocho
días en los que manó vino del Rin de las fuentes de Brujas. En esa
ocasión, Felipe otorgó la orden del vellocino de oro a prominentes
adversarios de Carlos VII, entre ellos a Juan de Luxemburgo, el hombre
de quien Juana de Arco sería prisionera personal desde el 23 de mayo.
Acto seguido prosiguió su doble juego: entretener al rey de Francia
con la vaga promesa de una conferencia de paz, mientras aprovechaba
el tiempo para organizar un nuevo ejército. El 23 de abril arribó a Calais
procedente de Inglaterra una flota con soldados, provisiones y reses. La
leva de esas tropas se había demorado porque muchos hombres se
negaron a subir a bordo cuando supieron que iban a pelear contra la
doncella, pues ella todavía inspiraba pavor a los ingleses. De cualquier
manera, en mayo, el duque de Borgoña pudo emprender la reconquista
de las ciudades perdidas en el verano pasado y, quien sabe, quizá luego
podría acometer contra Orleans.
El 6 de mayo, Carlos VII admitió públicamente en una circular el
fracaso de su política: “Después de entretenernos y engañarnos durante
tanto tiempo mediante treguas y una aparente sinceridad, pues decía y
aseguraba que estaba dispuesto a llegar al beneficio de la paz que Nos
tanto deseábamos y deseamos aún para aliviar la desgracia de nuestro
pobre pueblo, que tanto ha padecido y sufre todavía cada día para
disgusto de Nuestro corazón, [el duque de Borgoña] ha empezado a
guerrear contra Nos y nuestro país y Nuestros leales súbditos, con un
poderoso ejército”. Y no tenía con qué hacerle frente.
132
Pero Juana de Arco, sí. Desde un principio, había demostrado que
jamás la arredraba lo que no ofrecía ninguna probabilidad de éxito, como
su primera visita a Baudricourt. Una vez más intentó entonces lo
imposible. Perdido el respaldo del monarca [el del llamado partido por la
paz nunca lo había tenido], contrató un ejército privado. ¿Se puso así al
nivel de los caballeros de fortuna y caudillos de mercenarios, dedicados
al merodeo?, ¿corrió el peligro de hacerse vulgar? En vista de sus
recursos, ya no se podía darse el lujo de ser selectiva, si no quería ver
con los brazos cruzados cómo Carlos perdía todo cuanto ella había
conseguido guiada por sus voces y por designio divino. Todavía se sentía
obligada hacia su visión de una política diferente, más sincera, menos
desdeñosa de los seres humanos. Una vez más apeló a su valor, en
verdad imponente, y se jugó el todo por el todo para proteger a Carlos
de la imputación de incapacidad, alevosía y traición. ¿Demostró alguna
vez mayor grandeza que en esos meses en que abandonada por sus
amigos, su rey y sus voces, arriesgó su vida y su honor para hacer lo que
como siempre, consideró correcto?
Entonces, ¿fue víctima de una traición? El comandante de la plaza
de Compiègne, Guillaume de Flavy, dio la señal de levantar el puente
cuando ella luchaba para cubrir la retirada en la proximidad inmediata
de la cabecera del puente de piedra. Presumiblemente, en ese instante
ella no pensó siquiera en ponerse a salvo. De todos modos, ya no era
posible. Muchos historiadores consideran que, desde el punto de vista
militar, lo más razonable en ese momento era cerrar el acceso a la
ciudad. Los ingleses y los borgoñones estaban decididos a perseguir a
los fugitivos hasta el interior de la ciudad. Además, en calidad de
imperturbable partidario de Carlos VII, Flavy estaba por encima de toda
sospecha. Sin embargo, su lealtad hacia el rey, ¿lo obligaba de verdad a
hacer cualquier cosa por la salvación de Juana de Arco? ¿Acaso, el
monarca y sus consejeros no pensaban en deshacerse de la doncella?
En vida de Flavy ya se discutía con vehemencia sobre la posibilidad
de una traición. Él era un hombre famoso por su falta de escrúpulos,
capaz de cometer cualquier delito.
Más tarde, cuando su barbero le seccionó la garganta, su propia
esposa apresuró su muerte asfixiando al agonizante con una almohada y
fue exonerada del cargo de asesinato porque pudo probar que Flavy
había matado a su padre e intentado ahogarla.
Por otro lado, era medio hermano del arzobispo de Reims y en el
verano de 1429 se había convertido de abogado de Juana de Arco en su
133
decidido enemigo. Como jefe de la delegación presente en las
negociaciones con Borgoña hacía mucho que le molestaba la
arbitrariedad y el carácter veleidoso de la doncella. Cuando ya no tuvo
influencia sobre el rey, se le metió en la cabeza practicar política por su
cuenta. Más tarde, Flavy dijo que ella era culpable de su propia captura:
“Se paseaba orgullosa de los vestidos que llevaba y no quería escuchar
consejo alguno, sino hacer lo que le venía en gana. Dios le hizo padecer
la prisión para castigar su soberbia”.
Cabe suponer que Trémoille compartía esa opinión y, si Trémoille la
compartía, el rey también. A los ojos de los políticos franceses más
decisivos, Juana de Arco se había convertido en un estorbo, en un factor
de riesgo, sin ignorar que el propio Carlos quería librarse de la fama que
tenía de estar debajo de sus pantuflas. ¿Por qué no podría haber planes
para eliminarla? El arzobispo de Reims habría presentado un
reemplazante de Juana aun antes de que ella fuera tomada prisionera:
un pequeño pastor llamado Guillaume que aseguraba haber sido enviado
por Dios, y del cual el arzobispo afirmaba que no hacía ni más ni menos
que la doncella. Trémoille y el arzobispo visitaron a Flavy en Compiègne
diez días antes de la captura de Juana de Arco. No se sabe qué se habló
en la oportunidad, pero para entonces ambos sabían de su intención de
colaborar en la defensa de la ciudad ocupada y Flavy habría sido el
último en no entender la correspondiente insinuación de su medio
hermano.
¿Juana de Arco fue traicionada? No hay pruebas de ello y la orden
de Flavy de subir el puente levadizo fue correcta, al menos desde el
punto de vista militar. Que gracias a eso la doncella se quedara en la
estacada, habría sido un efecto secundario muy del agrado del partido
por la paz.
Por lo demás, el imitador de Juana de Arco, el niño pastor
Guillaume, enviado por Dios y puesto en escena por el arzobispo de
Reims, cayó prisionero durante una batalla en la Champaña un año más
tarde. Cuando se celebró la coronación de Enrique VI, rey de Francia, fue
paseado por las calles de París como trofeo en cortejo triunfal y por
último puesto dentro de un saco de cuero al que se cosió y se arrojó al
Sena.
134
ACTO VII
No lo pude remediar
135
El soldado que esa tarde custodiaba la puerta principal de la fortaleza
de Beaulieu, abandonó su puesto para acercarse a los montones de leña
apilada junto al muro. Qué molestias debía tomarse por un asunto de tan
poca monta. Al pasar, divisó una forma gris acurrucada entre dos pilas
de leños. Era la prisionera.
No opuso resistencia alguna. Según se había comprobado, ella
había arrancado las tablas del suelo de su celda, descolgado hasta el
piso inferior y encerrado en su caseta a los guardias de servicio. Los
siguientes días de encierro los pasó en una mazmorra oscura en el
sótano de la fortaleza. Luego la encadenaron, y una escolta de lanceros
y arqueros la acompañó hasta el castillo de Beaurevoir, pero antes de
partir le permitieron despedirse de sus compañeros de prisión Jean
D’Aulon, Poton de Xaintrailles y Pierre Darc.
Beaurevoir no era una fortaleza, sino un castillo de grandes
proporciones y numerosas torres, rodeado de espesos pinares. Cuando
se asomaba a la ventana de su torre no veía más que bosques. Su nuevo
alojamiento estaba a más de dos días a caballo de Compiègne, lo cual
dificultaba su liberación, pero la cámara que le asignaron era
medianamente habitable, dotada de todo lo que en ese momento le era
menester. Al igual que Beaulieu, Beaurevoir pertenecía al duque de
Luxemburgo, a la sazón, generalísimo de las tropas de sitio desplegadas
en torno a Compiègne. Como había sucedido en Beaulieu, él tampoco
apareció por allí y Juana se alegró de no tener que ver su cara, ese rostro
deformado de nariz partida y un ojo vaciado.
En su segunda noche en Beaurevoir, un guardia la condujo por
escaleras y corredores hasta una habitación profusamente iluminada,
donde la esperaban tres damas y antes de que ella pudiera expresar su
desconcierto, la mayor de ellas dijo:
—Hasta ayer éramos tres Juanas. Ahora somos cuatro. Te damos
una cordial bienvenida.
136
Se presentó como Juana de Luxemburgo, tía del duque. La otras dos
Juanas eran su esposa y su hija respectivamente. Esta última debía tener
su misma edad, una joven doncella huraña, de larga cabellera rubia.
Ninguna de ellas parecía temer a las rameras y las brujas. Juana pidió
agua para mezclar con su vino.
—Debes sentirte muy sola —observó la tía.
—No —respondió Juana—. Estoy acostumbrada a la soledad.
Siempre estuve sola. El único amigo que tuve se ha marchado hace
mucho y jamás pensé en el amor, pero en estos momentos me agradaría
tener compañía a veces.
—Mientras permanezcas en el castillo puedes pasar las veladas con
nosotras. ¿Pero qué ha sido de tus vestidos? ¿Todavía andas por ahí con
ropas de varón? Podemos proporcionarte algunos de los nuestros o la
pequeña Juana te los coserá.
—No, por favor. A nadie le interesa mi vestimenta. Así me siento
mejor. Además, Dios quiere que use ropa de varón. Pero si algún día me
hicieran esta pregunta les respondería que de buena gana me dejaría
convencer por vosotras en cuanto a vestir ropas de mujer.
Las damas sonrieron y la más joven se animó a decir:
—Admite que conservas tu ropa de varón porque pretendes huir.
—¿Vosotras no querríais huir? El legítimo derecho de todo prisionero
es su deseo de escapar. En todo caso no me gusta estar encarcelada,
sobre todo sabiendo que me necesitan en Compiègne sitiada estos días
por vuestro padre.
—Mi esposo —terció la duquesa— teme que pudieras liberarte
mediante hechicerías. Le causas grandes preocupaciones. Se cuenta que
la doncella conoce los medios para salvar los más elevados muros de las
prisiones y huir de las más profundas celdas.
—La gente siempre asegura que soy invulnerable, que las flechas y
balas de cañón no me hieren —desabotonó su calzón y dejó al
descubierto su muslo izquierdo donde se le había clavado una flecha de
ballesta, luego se abrió el jubón lo suficiente para mostrar la gran cicatriz
en su hombro izquierdo, debajo de la clavícula—. Podéis ver que mi
cuerpo no es invulnerable.
Juana, la hija, pasó sus dedos por las heridas y su madre dijo
sonriente:
—Ahora podrás decir que tocaste las cicatrices de la doncella.
A ratos, la tía del duque la visitaba en su prisión de la torre durante
el día, pero la alegría que le causaban esas visitas se enturbiaba cada
137
vez con más frecuencia por las noticias que ella le traía. El duque había
recibido una carta con el sello de la Santa Inquisición. En la Normandía,
los ingleses cobraban un tributo extraordinario para recaudar la suma de
su rescate. El duque ya había negociado su precio con el rey de
Inglaterra. Si el trato llegaba a buen término, que Dios se apiadara de
ella. En los informes de corresponsales ingleses se hacía mención, cada
vez con más frecuencia de los procesos a las brujas. Los ingleses las
veían por doquier y, últimamente, se rogaba en sus iglesias que Dios
protegiera al monarca del poder de las hechiceras.
—¿No harán nada para sacarme de aquí? ¿Por qué el rey de Francia
no ordena también recolectar fondos? ¿Y que hay de Talbot? Lo
tomamos prisionero; podrían devolverlo a cambio de mi liberación.
La tía nada sabía de los intentos del rey por liberarla, canjearla o
redimirla. Sólo tenía conocimiento de que en toda Francia se decían
misas impetratorias por su liberación y de que en Orleans hasta se
habían organizado procesiones, cuyos participantes caminaban
descalzos como los penitentes. La única persona que de momento podía
hacer algo por ella realmente, era la propia Juana. Cuando ella muriera el
duque heredaría la mayor parte de su fortuna, nada insignificante y en
tanto viviera pondría esa herencia en el platillo de la balanza para la
cuarta Juana.
El duque había regresado la noche anterior y la agitación que
provocó su visita llegó hasta su solitario encierro. Juana estaba asomada
a la ventana. A menudo, no se le ocurría otra cosa que pasar largas
horas contemplando el paisaje desde la torre. De pronto, percibió el
ruido rechinante de la llave y la puerta se abrió. El duque hizo su entrada
en compañía de un religioso, un obispo tal vez, un hombre enjuto de
elevada estatura. Una expresión de gozo maligno distorsionaba su
rostro, como las heridas de guerra la del duque. Ambos la observaron
fijamente y siguieron conversando, como si ella no existiera.
—Ésta es ella, pues —exclamó el anciano—, la causa de mi aflicción
hasta ayer y hoy fuente de mi alegría. En verdad, tiene la herejía pintada
en la cara. Dios nos ha colmado de bendiciones con su captura.
Se volvió para marcharse.
—Exigís demasiado, pero al fin y al cabo no es mi dinero; los
ingleses contribuirán gustosamente.
* * *
138
Juana estaba junto a la ventana, pero ya no veía el nublado cielo de
septiembre, ni el interminable contorno recortado del bosque, ni el foso
cenagoso del castillo al pie de la torre, sino soldados ingleses y
borgoñones bailoteando a su alrededor y vociferando como las furias; la
risa satisfecha del duque de Borgoña; el horrible rostro del duque de
Luxemburgo que más parecía una máscara; la fría avidez en la cara
exangüe del anciano, la noche pasada. Veía la ciudad de Compiègne, a
la que los sitiadores habían amenazado con el exterminio a fuego y
espada de todos los mayores de siete años. Y el foso cenagoso allá
abajo. Se encaramó al antepecho de la ventana y saltó.
La encontraron unos cazadores que pasaban por ahí; la dieron por
muerta, pero ella no estaba muerta ni siquiera presentaba fracturas. La
caída le había causado algunas magulladuras y estuvo inconsciente
durante tres días. Cuando recobró el conocimiento, empezó a debatirse
como una loca, luego volvió a serenarse y al mes, después del deceso de
la anciana señorita de Luxemburgo durante una peregrinación, soldados
armados la llevaron a la ciudad de Arras, donde la recibió el obispo
Cauchon. Juana reconoció en él al hombre que la había medido con la
vista en Beaurevoir.
Casi a punto de cumplir los diecinueve, Juana pasó de las manos del
duque de Luxemburgo a las de los ingleses. En diciembre de 1430
habían logrado reunir por fin los 10.000 francos oro en moneda contante
y sonante, el precio puesto por el duque a la cabeza de la doncella, la
suma más elevada que preveía la tarifa de rescates, el precio propio del
de un rey. El dinero significó cierta compensación por la conmoción que
produjo al duque su salto desde la ventana y cierta mitigación del
disgusto que sintió por su derrota ante Compiègne. A pesar de los 6.000
hombres con que contaba y un sitio de varios meses, no logró
apoderarse de la ciudad.
En Arras, el obispo Cauchon se encargó personalmente de la
custodia de la prisionera. Siguieron por la segura región normanda hasta
Le Crotoy en la amplia desembocadura del Somme. Allí, Juana vio el mar
por primera vez, el oleaje gris, el ir y venir de la marea, el lejano
horizonte y no le gustó. Un aire helado soplaba desde Inglaterra.
Se detuvieron dieciocho días en Le Crotoy y luego cruzaron la ría del
Somme en una balsa. El obispo Cauchon no le quitaba los ojos de
encima. Esa criatura pálida e introvertida lo había expulsado de Reims, y
luego casi le había hecho perder su diócesis y puesto en peligro el
arzobispado de Ruán que le habían prometido los ingleses, a él, el
139
arzobispo de Beauvais, consejero del rey inglés... ¡Era de no creer! En
ese momento, lo único monstruoso en ella era su aspecto de varón y su
manera varonil de montar a caballo. Si no lograba llevarla a la hoguera,
los ingleses la arrojarían al Támesis sin someterla a juicio, pero de
seguro, dentro del marco de una fiesta popular nada agradable al
paladar. La primera solución se le antojaba mucho más a su gusto.
En el crepúsculo del tercer día surgieron ante ellos, en medio de
una lúgubre bruma, los contornos tétricos del castillo de Ruán.
* * *
El obispo Cauchon se puso de pie para abrir el sumario en el salón
de su residencia en Ruán. De los cincuenta y nueve prelados que había
podido conseguir como asesores de aquel procedimiento, la mayoría hizo
acto de presencia. En el concilio de Constanza, Cauchon había asistido a
sesiones bastante menos concurridas, aun aquélla en que se trató la
muerte en la hoguera de Jean Hus. De todos modos, le desconcertó la
ausencia del viceinquisidor Lemaitre con el que pensaba dividirse el
poder judicial. Además, sin un representante de la Inquisición, tampoco
tenían capacidad de discusión. Nadie sabía acerca de su paradero.
—Bueno, ya vendrá. ¡Señores! Todos sabemos de lo que se trata y
todos, empezando por el rey de Inglaterra y Francia, desde el Gran
Inquisidor de Francia y la universidad de París, hasta los canónigos de
Ruán, estamos persuadidos de la necesidad y utilidad de este proceso.
Nos vemos ante la difícil misión de devolver, en lo posible, al camino de
la salvación a una mujer acusada de numerosas herejías y delitos
cercanos a la hechicería y, al mismo tiempo, de demostrar lo lógico, a
saber, que Dios está de parte de los ingleses. En este punto, la llamada
doncella ha creado, permítaseme decir, una confusión universal y en
nosotros está volver a restablecer la claridad universal. Por lo tanto me
interesa un proceso prolijo y sano.
Cauchon tomó asiento y rogó al funcionario de la corona, Nicolás
Bailly, comunicar a la asamblea sus reconocimientos. Él había dirigido en
su país el interrogatorio de los testigos y ahora se deseaba saber qué
indicios de brujería había arrojado el procedimiento.
—Ninguno.
Cauchon se incorporó de un salto.
—¿Qué quiere decir?
—Que no pudimos levantar cargos. La mayoría se negó a declarar,
140
unos quince individuos contestaron, pero lo único que salió de sus
declaraciones fue un árbol de las hadas que existe en su aldea natal, en
torno al cual brincaba una vez al año, algo que hacía toda la aldea, y un
proceso por ruptura de compromiso matrimonial. Si hubiera practicado
las mismas pesquisas sobre mi propia hermana, habría llegado a un
resultado análogo.
Cauchon amenazó abalanzarse sobre él.
—¿Eso es todo? ¿Queréis contentarme con semejantes
trivialidades? ¡Sois un sujeto abominable, Bailly! ¡Os digo que este viaje
ha sido costeado con dinero de nuestro propio bolsillo!
Thomas de Courcelles, de la universidad de París, intervino.
—Querido obispo, considero que no faltará material incriminatorio.
Vayamos a la acusación. ¿Cuál es el tenor de la demanda?
Cauchon se dejó caer en su silla con enfática lentitud, sin apartar la
mirada de Bailly.
—No hay demanda. Dado que el señor Bailly no puede
proporcionarnos sino una danza aldeana y una querella familiar, la
acusación habrá de surgir del interrogatorio.
Desde el fondo pidió la palabra el padre Nicolás de Houppeville.
—¡Señor obispo, para la custodia de la acusada habéis encargado
una jaula de hierro con cepo. Ayer examiné el instrumento en casa del
herrero; pienso que condenará a la prisionera a una completa
incapacidad de movimiento. ¿Consideráis justificada semejante medida
para una acusada contra la que no se puede levantar demanda antes de
la iniciación del proceso?
Jean d'Estivet, abogado de la Iglesia en el inminente proceso, se
volvió hacia él.
—Amado hermano, esto es absolutamente inofensivo, comparado
con los tormentos infernales que le esperan si no entra en razón a su
debido tiempo.
Houppeville no se apresuró.
—Todavía no la hemos condenado. Debería bastar tenerla el día
entero sujeta a grillos y por la noche encadenada a la cama, vigilada por
turnos de una hora por cinco soldados ingleses.
—Esto no es un proceso de canonización —bufó d'Estivet.
—Aun cuando todavía deban producirse las últimas pruebas, hay
diversas circunstancias que son innegables: ella se rebela abiertamente
contra la Naturaleza al vestirse como hombre. Se rebela de la misma
manera contra la Iglesia al pretender conocer la voluntad de Dios y ¡se
141
rebela contra Dios al pactar con el diablo!
—Esto habrá de probarse. ¿Al menos se le ha permitido confesarse
en prisión?
—¡Una bruja que se confiesa! —Cauchon lanzó una carcajada—.
¿Qué les parece?
—Hace meses llegó a mis oídos en París que varias veces se llamó
hija de Dios —comentó Courcelles dirigiéndose a Houppeville—.
Hermano Nicolás, ¿no opináis que deberíamos dejar esto a la Santa
Trinidad? Bueno; algo, al menos.
—Pero lo que yo quería decir, señor obispo, es que la universidad
opina por unanimidad que un proceso de esta naturaleza debe realizarse
en París.
—Lo sé —replicó Cauchon a quien la universidad acosaba desde
hacía semanas con el tema—, pero resulta que el rey de Inglaterra está
en Ruán y no en París. Y es posible que él quiera estar presente en el
juicio. Además, los ingleses se han mostrado generosos con la
autorización de los viáticos, por lo que el lugar de celebración del juicio
no causará desventajas a los señores doctores. Me pregunto, ¿dónde se
habrá quedado el señor viceinquisidor?
Cuando estaba por acabarse la tarde y Cauchon se disponía a
levantar la sesión, hizo su entrada el viceinquisidor Jean Lemaître,
declaró que todavía no había tenido tiempo para echar una mirada a los
expedientes y, por lo demás, tampoco se sentía competente. Cuando el
tumulto creció, Lemaître también alzó la voz y manifestó sin rodeos que
a su entender todo ese asunto despedía bastante mal olor y que,
inevitablemente, al tribunal le preocupaba que pudiera costarles el
pellejo a todos si no se decidía como querían los ingleses. Por lo tanto,
no pensaba ensuciarse.
Sólo unos pocos participantes no se sumaron a los insultos con los
que esa noche descargaron su ira contra Lemaître.
* * *
El conde Warwick, comandante inglés de Ruán, acompañado de tres
damas, se abrió camino a través de los soldados y cortesanos que
pululaban en el patio del castillo. Las señoras habían sido autorizadas
para visitar a la prisionera. Una era Anne de Borgoña, esposa del duque
de Bedford, y las otras dos, comadronas. Ascendieron por una escalera
exterior de madera al primer piso de la torre más alejada de la fortaleza
142
y Warwick les franqueó la entrada.
La estancia, redonda como la torre, abarcaba toda la planta, pero
era lóbrega y no había en ella más mobiliario que una cama. Los cinco
soldados de guardia se pusieron de pie y, junto con Warwick,
abandonaron el lugar. Juana se aferraba con una mano a la reja de la
única ventana. La duquesa le pidió quitarse el calzón y echarse en la
cama con las piernas abiertas. La revisación dio como resultado una
pequeña fisura en el himen, producida probablemente al andar a caballo,
pero ningún daño significativo en su virginidad. Luego se permitió
ingresar de nuevo a los soldados y se les exhortó respetar la pureza
probada y libre de toda duda de la prisionera, y a ésta le prometieron
traerle prendas femeninas. Al día siguiente, se presentó el sastre.
Cuando se acercó demasiado a sus pechos con la cinta métrica, Juana lo
derribó de un golpe y los soldados prorrumpieron en risotadas. Cada cual
a su turno había experimentado ya cómo reaccionaba la doncella a los
roces involuntarios o intencionados. El sastre escapó sin haber realizado
su cometido.
* * *
Las llamas de los cirios oscilaron violentamente cuando se abrió la
puerta de la capilla del castillo. Cuarenta y cuatro hombres de negras
vestiduras talares, juristas y teólogos, doctores y profesores, levantaron
la vista de sus papeles. A hora tan temprana de la mañana, reinaba
oscuridad en el exterior. Contra el fondo tenebroso se recortó la figura
de una muchacha de jubón gris y calzones de cuero castaños. El ujier la
condujo hasta su lugar, una pequeña mesa desnuda frente al estrado en
el que los miembros del tribunal estaban sentados en dos hileras
enfrentadas. Al final de estas dos hileras, y al través, se veía la mesa del
juez. Desde ella, Cauchon no perdía de vista a la acusada en ningún
momento. Había un sitial vacío, el del segundo juez.
Ante la mesa de la acusada, a los pies de los jueces, los dos
actuarios aguardaban con las plumas aguzadas el comienzo de la sesión.
Cauchon pidió a la doncella que se pusiera de pie y avanzara para
jurar sobre la Biblia decir la verdad y nada más que la verdad. Juana se
levantó, dio un paso al frente y declaró:
—Ignoro qué me preguntarán. Podría ser que quisierais saber sobre
cosas de las que no desearía pronunciarme. Por esta razón, no prestaré
juramento.
143
Los actuarios bajaron las plumas y ya no fue posible distinguir voces
aisladas. La tensión con la que habían esperado a la diabla se descargó
en un escandaloso tumulto.
—¡Debía jurar!
—¡No, no juraría!
Por último, Juana convino en decir la verdad en las cosas tocantes a
la fe.
Cauchon volvió a ocupar su sitial y prosiguió con la verificación de
los datos personales. ¿Nombre? ¿Lugar de nacimiento? ¡Jamás había
permitido que una acusada le impusiera semejante compromiso! ¿Edad?
—Casi diecinueve.
¿Formación religiosa? Ella sólo sabía el Padre Nuestro y el Ave
María. Se le pidió que rezara el Padre Nuestro.
—Con mucho gusto, tan pronto el señor obispo haya escuchado mi
confesión, os lo diré.
Los actuarios dejaron a un lado las plumas. En ese momento se
habrían necesitado cuarenta y cuatro escribientes. Primeramente se
interrumpió la sesión y luego fue aplazada hasta el día siguiente.
Cauchon ordenó a los ujieres que prepararan la armería para la próxima
sesión en lugar de la capilla del castillo.
* * *
El obispo fue directamente hacia su sitial porque no estaba en
condiciones de hablar con nadie. Acababa de echar a Houppeville. El día
anterior, él ni siquiera se había presentado al juicio y, esa mañana
temprano, lo había puesto entre la espada y la pared, anunciando al
obispo que, según su evaluación, ese tribunal no era competente para el
caso y que el proceso era una farsa. Cauchon hizo señas a su secretario
para que ordenara el arresto de Houppeville.
Los jueces se disponían a ocupar sus respectivos asientos cuando
entró el viceinquisidor Lemaître. Éste informó con voz vibrante que
todavía no había recibido el poder del Gran Inquisidor y, dado que sin
ese poder el proceso era nulo de toda nulidad, de ahí en adelante sólo
participaría como observador. Dicho esto, buscó un lugar entre los
jueces.
De esta suerte, Cauchon volvió a sentarse solo a la mesa de los
jueces, cuando Juana fue introducida en el recinto. Una mirada le bastó
para advertir la nerviosidad de sus oponentes que ese día sumaban
144
nuevamente medio centenar; observó el temblor que agitaba las manos
de Cauchon y hubo de confesarse que la situación le causaba agrado.
Dos días antes se había sentido miserable, debilitada por nueve meses
interminables de prisión, de incertidumbre, secretas esperanzas y,
asimismo, secreta desesperación. Sin embargo, desde la víspera había
vuelto a sentirse fuerte, casi como aquella vez en Chinon: todos
esperaban tensos su aparición y ella, ella haría lo inesperado y superaría
todas las expectativas.
Hasta ese momento, la superioridad numérica del enemigo jamás la
había espantado. Siempre habían sido los otros a quienes su situación
parecía desesperada, tanto en Vaucouleurs, como en Chinon y en
Orleans. En su acervo lingüístico no tenía cabida la frase poca
probabilidad de éxito. Jamás había capitulado ante el poder de las
circunstancias. Para ella, el destino no existía, tan sólo la imbecilidad, la
cobardía, la claudicación.
Todavía no comprendía claramente la razón de esa nueva lucha. El
proceso le resultaba en verdad absurdo. Sus proezas ya probaban que
había sido enviada por Dios, y en Poitiers había habido hombres de la
Iglesia que habían llegado a esa evaluación. En consecuencia, a ese
tribunal tampoco debía costarle averiguar el secreto. De no ser así, era
incompetente, caso omiso de la cantidad de doctores y profesores allí
reunidos. Y bien, lucharía. Para ella, era una manera desconocida de
batallar, pero ese medir fuerzas tenía la ventaja de desarrollarse sin
derramamiento de sangre y el hecho de que por unas horas la liberaran
de los grillos, le hacía aún más grato los interrogatorios.
Al principio indagaron su infancia, su adolescencia, el árbol de las
hadas en Domrémy y una raíz mágica usada para alguna superstición en
apariencia inofensiva, su participación en rituales paganos o en círculos
mágicos. De alguna manera debían poder hallar algún indicio, hacer caer
en una trampa a la acusada que les respondía con tanta candidez y
sinceridad. Entonces estarían en condiciones de sacar conclusiones en
cuanto a un movimiento pagano clandestino, a cuya cabeza se hubiera
puesto para burlarse abiertamente del poder de la Iglesia, como lo
demostraba su endiosamiento sin disimulo por parte de las masas del
pueblo inculto. Pero la acusada aprovechaba las preguntas que le eran
formuladas para proyectar ante los ojos del tribunal una escena de
bucólico idilio, resplandeciente de dicha.
La extrema seriedad del proceso amenazó caer en el olvido, los
jueces se cortaban unos a otros la palabra, hablaban todos a la vez, cada
145
cual echaba en cara a su par lo insensato de su pregunta, los actuarios
volvieron a dejar sus plumas y Juana hubo de pedir reiteradamente que
los caballeros hablaran uno por vez, pues le resultaba imposible
contestar diez preguntas al mismo tiempo. Cuando quedó en claro que
de ese modo no probarían su calidad de bruja, decidieron por
unanimidad intentar por el lado de la herejía. Algo olía mal en eso de las
voces que llamaban “hija de Dios” a una hechicera.
¿Seguía convencida de haber sido visitada por santos?
—Sí, los vi con mis propios ojos, como os veo a vosotros.
—¿Qué aspecto tenía el arcángel Miguel? ¿Estaba desnudo?
—¿Pensáis que Dios no tiene vestiduras para él?
—¿Tenía cabellera?
—¿Por qué habrían de cortársela?
—¿Dios le había mandado vestir ropas de varón?
—Eso lo imponía la necesidad... y Dios no había puesto objeciones.
—¿Te han dicho tus voces que saldrás en libertad?
—Sí.
—¿Cuándo acontecería?
—Antes de tres meses.
—Fuera de tus voces ¿Existen otros motivos que fundamenten
semejante convencimiento?
—Preguntádmelo dentro de tres meses.
—¿Ayer, durante el juicio, oíste las voces?
—Sí, las oí.
—¿Qué te dijeron?
—Que debo responder sin temor.
Cauchon intentó hacerse oír. ¡Qué preguntas tan necias! Él podía
afirmar que la muchacha era una bruja y una hereje aunque nunca había
visto una. Era evidente que ella consideraba superflua a la Iglesia y que
creía innecesario un mediador entre Dios y el hombre. Eso quedaría
probado con una sola pregunta certera.
—¿Crees estar en estado de gracia, que después de tu muerte te
espera con seguridad el Paraíso?
Uno de los jueces le advirtió que no necesitaba responder a esa
pregunta, pero Cauchon le gritó que haría bien en mantener la boca
cerrada.
—Si no estuviera en estado de gracia —contestó Juana—, ruego a
Dios que me ponga en él, pero si estuviera en estado de gracia, pido a
Dios que me mantenga en él. ¡Y vos, señor obispo, que afirmáis ser mi
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juez... guardaos! ¡Porque, en verdad, yo fui enviada por Dios y sobre vos
se cierne un gran peligro!
Gélido silencio. Los actuarios soltaron las plumas. Luego se desató
el pandemónium habitual, al que por fin pudo imponerse un padre
franciscano. Si no caía en la red de la herejía, le imputarían asesinato. Al
fin y al cabo sobraban los pecados mortales. ¿Alguna vez había estado
en un lugar donde hubieron perdido la vida súbditos ingleses?
—Naturalmente —admitió Juana riente—. ¡Con qué elegancia lo
habéis expresado! ¿Por qué los ingleses no se marchan de Francia y
regresan a su propia tierra?
—¿Qué te ha gustado más, el estandarte o la espada?
—Mi estandarte fue cien veces más caro para mí que la espada y yo
misma lo enarbolaba cuando nos lanzábamos al ataque. Yo quería evitar
muertes y nunca maté a hombre alguno.
Juana se inclinó hacia adelante y observó con firmeza a sus jueces:
—Antes de que pasen siete años, los ingleses perderán más que en
Orleans; ¡perderán toda Francia! Y esto sucederá gracias a una gran
victoria que Dios nos concederá.
Terminado el vaticinio, se dejó caer en su silla.
—Por hoy, no os diré nada más.
En una sala contigua tras una puerta entornada, un hombre
aplaudió silenciosamente. Era el cardenal de Inglaterra. Un niño de ocho
años seguía el interrogatorio a través del resquicio de la puerta, el rey de
Inglaterra.
—¡Qué mujer! —farfulló el cardenal—. ¡Lástima que no sea inglesa!
* * *
—No conozco hombre alguno, por más erudito e ilustre que fuera,
que no perdería la cabeza si hubiese estado obligado a responder como
Juana ante un gremio tan prominente —observó Jean Tiphaine, canónigo
de París.
Él sabía cuánto arriesgaba. Houppeville estaba en prisión y Jean
Lohier, a quien Cauchon había invitado como arbitro, había sido
amenazado de muerte después de calificar el proceso de inconsistente.
—Sus jueces se proponen atraparla en el lazo de sus propias
palabras. Pero sólo tendría que decir “me parece” en lugar de “sí, con
certeza” y nadie podría condenarla.
147
* * *
Hasta ese momento todas habían sido escaramuzas, escaramuzas
preliminares. Seis sesiones sin resultados tangibles, si bien no del todo
inconducentes. Cauchon extrajo de ellas dos enseñanzas: una, que
frente a una gran audiencia ella era inaccesible. Esa muchachita pálida e
introvertida, a la que había observado durante su cabalgata por la
invernal Normandía, sólo necesitaba un escenario y un público para
brillar en el papel de la heroína arrolladora, capaz de arrastrar
multitudes. Su arte consistía en desconcertar.
La otra, que su porfiada seguridad de ganar y su imperturbabilidad
eran a la vez sus puntos más vulnerables. Sólo era menester dar vuelta
las cosas para mostrarlas como desobediencia a la Iglesia. De la
desobediencia resultaba per se la herejía y de la herejía a la hoguera
mediaba un corto trecho. Por lo tanto, decidió realizar los siguientes
interrogatorios en ruedas menos concurridas dentro de su calabozo,
donde su público se reduciría a cuatro paredes desnudas y a los guardias
ingleses.
Se presentaron en grupos de cuatro. No le quitaron los grillos.
Trajeron sillas para sus jueces, pero ella debió permanecer de pie. Ya
podían cerrar el lazo con toda calma. No les corría prisa. Su rey no había
hecho aún el más tímido intento de liberarla.
Fueron al caso. ¿Se sometería a la sentencia de la Iglesia en todo
cuanto había dicho y hecho? Juana respondió que todo cuanto había
dicho y hecho lo dejaba al buen criterio de Dios y sólo se sometía a Dios.
Procuraron ser más explícitos: si se comprobaba que sus revelaciones
eran alucinaciones y obras del diablo, ¿se doblegaría ella a la decisión de
la Iglesia?
No, nunca hice sino ejecutar los mandatos de Dios. Por lo tanto, sólo
me someteré a su juicio. Además, me parece que Dios y la Iglesia son
uno y lo mismo. ¿Por qué complicáis las cosas?
¡Verdaderamente, no conocía la diferencia entre la Iglesia militante
y la triunfante! El padre Isambart de la Pierre, que representaba desde
hacía poco al viceinquisidor, le explicó con paciencia que una era la
comunidad de los redimidos en el cielo y la otra, la Iglesia en la tierra
opuesta al pecado. Lo que Dios quiere en el cielo le compete
dictaminarlo sólo a la Iglesia militante.
Juana dejó que la instruyeran, pero, comprendiendo o no, ella no se
apartó un ápice de su punto de vista.
148
—¡Lo que dije y lo que hice me fue encomendado por mis voces;
ellas no me ordenan obedecer a la Iglesia, sino a Dios!
—¿No sabes, que sólo los herejes hablan así? —rugió Cauchon.
—No puedo deciros otra cosa —replicó Juana, no menos irritada que
sus jueces—. ¡Y así me quemen viva... no lo puedo remediar!
* * *
Había llegado el momento de dictar el auto de procesamiento.
D'Estivet, el abogado de la Iglesia, y Courcelles, el ambicioso y joven
doctor de París, acumularon setenta cargos en su contra, un libelo
ponzoñoso en el que se hablaba de vestimenta masculina corta,
estrecha e indecorosa, de raíces mágicas y empresas impropias de
mujeres porque estaban en abrupta contradicción respecto a la
naturaleza femenina. Cuando le leyeron el auto de procesamiento en
una sesión maratónica de dos días de duración, Juana se defendió
aduciendo que sobraban las mujeres que hacían cosas propias de
mujeres. Casi todo se basaba en tergiversaciones o simplemente era
inventado. ¿Culpable o inocente? ¡Inocente! Fue un acoso increíble por
parte de los jueces, e Isambart tuvo que arrimar su silla a la de Juana
para poder tocarla con el codo cada vez que ella amenazaba caer en una
trampa, la única forma de asistencia jurídica que se le brindó. La actitud
del defensor no pasó inadvertida y esa tarde, cuando Isambart cruzaba
el patio del castillo a la hora del crepúsculo, Warwick se interpuso en su
camino, lo colmó de soeces injurias y amenazó arrojarlo al Sena. Por
cierto, no hubiera sido muy fácil proceder así contra el padre dominico,
pues él estaba bajo la protección del viceinquisidor Lemaître.
Todos comprendieron que se necesitaría una versión más
condensada, más precisa, aguzada y letal de esa acusatoria enmarañada
y difícil de manejar, con la cual fuera posible arrostrar a la universidad
de París y a la posteridad.
Pasada la Pascua de Resurrección, Courcelles entregó la segunda
versión, resumida a doce puntos y concretada hacia un crimen:
desobediencia a la Iglesia, “Cuando la Iglesia le exige algo que
contradice los mandamientos que ella asegura haber recibido
directamente de Dios, se rebela. No se somete a nadie de este mundo,
sólo a Dios”. Al menos, la universidad quedó encantada con el nuevo
auto de procesamiento: la llamada doncella era una hereje e iconoclasta
de la peor calaña.
149
A pesar de todo, Juana no se sometió. Dos veces, el obispo Cauchon
la exhortó en presencia de los jueces, “amorosamente”, como lo
prescribía el orden del proceso; incontables veces Isambart le suplicó por
amor a su existencia terrenal y eterna que transigiera, pero ella
perseveró impertérrita en su convicción de sólo tener que rendir cuentas
a Dios y a nadie más. “Creo, ciertamente, que la iglesia militante aquí en
la Tierra no puede errar ni fallar. Sin embargo, sólo Dios puede juzgar lo
que hice y dije porque Él me lo encomendó.”
* * *
Un hombre sudoroso de camisa abierta y delantal de cuero los hizo
pasar. En verdad, hacía mucho calor allí abajo, la fragua ardía y otros
dos hombres de torsos desnudos calentaban tenazas de hierro en las
llamas. Debían estar en ese menester desde hacía un buen rato, porque
los dentados extremos de los instrumentos estaban al rojo vivo. Cauchon
le presentó al hombre que había abierto la pequeña puerta de madera:
—Maugier Leparmentier, el verdugo.
A Juana se le heló el corazón. Su cuerpo pertenecía a Dios, ella sólo
lo había sacrificado a la victoria. Su cuerpo había soportado fácilmente
las heridas porque era vigoroso, capaz de aceptar cargas, preparado
para defenderse, un cuerpo hecho para la lucha, capaz de sufrir dolores,
pero jamás se había expuesto a los ojos de un hombre. A excepción de
los médicos que curaron sus heridas de flecha, sólo la había visto
desnuda D’Aulon, quien con la máxima discreción la había ayudado a
vestirse y desvestirse. Jamás había tolerado que hombre alguno tocase
ese cuerpo accidentalmente o con sucia intención y, aun en el calabozo,
había logrado mantener su castidad. En ese momento, ese cuerpo
sufriría horrendas torturas a manos de un hombre frente a otros
hombres. Cauchon la puso ante la alternativa: sumisión o tormento.
* * *
Por cierto, ya tenían una acusación, pero todavía faltaba la
confesión. Un proceso en regla requería una confesión, si bien un
proceso auténticamente en regla debía concluir sin tormento. Hubo
largas discusiones sobre el particular en la residencia de Cauchon.
Isambart les recordó lo que había afirmado Juana: aun cuando le
arrancasen todos sus miembros no diría otra cosa. El padre Erart opinó
150
que los cargos bastaban para condenarla. Raoul Roussel, tesorero de la
catedral de Ruán, advirtió asimismo que, más adelante, el tormento
causaría una mala impresión. Era menester no agravar innecesariamente
un proceso que había sido conducido de manera tan ejemplar. El joven
doctor Courcelles, en cambio, estaba seguro de que el procedimiento
sería en provecho de la doncella. Sometido a votación, se obtuvieron
once votos en contra y sólo tres a favor.
* * *
En ocasión de la visita del duque de Luxemburgo a Ruán, Warwick,
el comandante de la ciudad, le ofreció un banquete. A Cauchon le vino
bien la distracción. Los ingleses no tenían fama de dominar a la
perfección el arte culinario pero, a Dios gracias, los vinos provenían de
Burdeos y Warwick era un hombre de mucha chispa.
Pronto reinó animación en la mesa. Conforme a las expectativas, los
profesores parisinos desbordaron de esprit. El eternamente jadeante
Courcelles encendió verdaderos fuegos de artificio con sus ingeniosos
juegos de palabras, y los ingleses hicieron gala de su cáustico humor.
Una vibrante euforia se apoderó de los comensales. Como siempre, el
aspecto del duque de Luxemburgo era un espectáculo desagradable,
pero Cauchon no desperdició oportunidad alguna en toda la velada para
brindar con él por la feliz captura. A los postres les sirvieron fresas con
nata, las primeras de la estación.
Solamente una vez se infringió la regla de la velada, aceptada en
general: no decir una palabra sobre el proceso, y el infractor fue el
propio Warwick. Con un claro matiz de advertencia en su voz dijo que el
proceso se estaba dilatando demasiado y que los ingleses querían ver
resultados. Cauchon disimuló su mortificación y entre sonrisas cordiales
analizó una vez más para él las ventajas de un procedimiento judicial
eclesiástico. Sin duda, era más prolongado, pero comparado con un
proceso mundano gozaba del beneficio de la imparcialidad, una
ganancia incalculable, en consideración a la reacción de la opinión
pública europea. En definitiva, el afortunado sería el rey de Inglaterra
que, con una sentencia inapelable de la Iglesia en sus manos, podría
ridiculizar a su contrincante ante todo el mundo, como producto de una
bruja o una hereje, lo mismo daba.
Las bromas de los ingleses evidenciaban ya una inclinación a lo
horripilante, cuando el duque de Luxemburgo se levantó y preguntó si la
151
hora era propicia para visitar a la prisionera. Estupefacción, risas...
Prudente o no, era una grandiosa ocurrencia: los franceses se excusaron,
pero Warwick y los demás marcharon hacia la torre: los castaños del
patio del castillo llenaban la noche de mayo con el perfume de sus flores.
La prisionera dormía completamente vestida, con los pies encadenados a
un madero.
Juana abrió los ojos. En medio de la oscuridad que la rodeaba, la luz
vacilante de una vela alumbraba la cara del duque. A Juana se le antojó
que veía una calavera. Y ese rostro atroz se aproximó más.
—Juana, he venido a salvarte. Sólo debes prometernos no alzarte
jamás en armas contra nosotros, nunca más.
¿Habría algo más lastimoso que un sádico borracho torturado por su
conciencia? Juana se incorporó.
—¡Os divertís a costa de mí, duque! Sé que no queréis eso, ni está
en vuestras manos lograrlo!
Sí, sí, sonrió el rostro caricaturesco a la luz de la vela, sólo tenía que
prometer allí mismo, en ese preciso instante, regresar para siempre
junto a las ovejas de su padre y de ahí en más esa historia caería en el
olvido.
—Aun cuando lo pensarais en serio, duque, ya escapa a nuestro
poder. Sé perfectamente que los ingleses me quieren muerta. Creen que
después de mi deceso podrán conquistar toda Francia. Sin embargo, los
godones no lo lograrán así reúnan en sus filas cien mil soldados más.
Un inglés echó mano a su espada, pero Warwick lo contuvo.
—¡No lo hagas! Sería una pena. Nos costó demasiado dinero. Ella
sólo se merece una única manera de morir.
* * *
Quien pretenda vencer, sólo tiene que luchar, atacar, no dar
resuello al enemigo, no dejar que nada lo amilane, derribar al adversario,
atraer al amigo, creer con absoluta certidumbre en su causa, marchar en
derechura a la meta, luchar confiado en la victoria... y vencer. De esta
manera, ella celebró uno tras otro sus triunfos y aun en cadenas siguió la
lucha, su coraje no sufrió mengua, resistió la tentación de capitular aun a
la vista de los instrumentos de tortura y siguió enarbolando su
estandarte invisible, segura de la victoria. De esta manera, también salió
airosa en muchos combates contra sus jueces y ganó un duelo tras otro,
pero la victoria estaba cada vez más lejos. Una lucha en la que ya no
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contaba con aliado alguno a la larga no se podía ganar y ella estaba
completamente sola. Ni La Hire, ni Gilles de Rais, ni Alençon se dejaron
ver. No había perspectiva alguna de victoria. A duras penas podría
salvarse.
Hacía mucho que sus voces habían dejado de hablar de victorias,
pero de todos modos le hablaban de salvación. ¿Qué significaba
salvación? Ningún ejército real, ninguna sublevación popular la había
liberado de su mazmorra. Estaba rodeada de enemigos. La primera
tribuna que tenía ante ella se veía negra de togas y sotanas. Desde allí
le llegaban las miradas de los cincuenta pares de ojos de sus jueces. La
otra tribuna estaba colmada de aquellos que ardían en impaciencia por
verla devorada por las llamas, los representantes del rey de Inglaterra.
Sobre la tercera estructura se erguía ella. A su derecha, un sacerdote
que gesticulaba y decía con voz insolente odiosos disparates sobre el rey
de Francia. A su izquierda, el alguacil Massieu que le había permitido
rezar frente a la capilla del castillo cuando iban hacia allí, si bien en
contra de la voluntad de Warwick. Las tumbas del cementerio de St.
Ouen habían desaparecido. Alrededor de las tres plataformas de madera,
entre cruces de piedra y monumentos funerarios, se apiñaba una
enorme muchedumbre, cuyos rostros eran menos humanos que los de
las gárgolas del techo de la iglesia, distorsionados con su sardónica risa.
Su último amigo fue un alguacil. El sacerdote se volvió en ese
momento hacia ella y le gritó:
—¡Estás ante tus jueces! ¡Cuántas veces te rogaron y exhortaron a
someterte a la santa madre Iglesia! Hoy te pregunto frente a todos los
aquí reunidos para ser testigos de la conversión de una hereje. ¿Lo
harás?
¿Qué era eso de someterse? ¿Cómo podía someterse a gente que
estaba equivocada? ¿Quién podía darle una razón por la cual debía
someterse a semejantes personas?
Por lo tanto, respondió con un rotundo no. Todo lo había hecho por
encargo de Dios. Si había incurrido en errores, asumía la responsabilidad
de ellos y rogaba que dejaran fuera del juego a los demás, incluido el rey
de Francia.
¡Hereje! ¡Ramera! Le arrojaron piedras. Ya no hubo diferencia. El
mismo odio en las caras de los barqueros del Sena y en las de los
comerciantes más distinguidos. Los soldados debieron realizar
denodados esfuerzos para contener a la chusma enardecida. Massieu y
el sacerdote la instaron simultáneamente a cambiar de actitud y el
153
alguacil casi vociferó:
—¡Juana, entiende de una vez... si no abjuras, te quemarán! ¡Más
allá te aguarda la carreta del verdugo! Cauchon se dispuso a leer la
sentencia de muerte. El sacerdote presentó el acta de abjuración
preparada a la rea y Massieu le alcanzó la pluma mojada en tinta. Juana
no sabía leer y rehusó firmar lo que no entendía. Massieu leyó en voz
alta:
—“... asegura que es mentira haber recibido revelaciones de Dios,
que no usará nunca más ropas de varón, ni portará armas, etcétera,
etcétera...” ¡Firma o te quemarán!
El aire de mayo se sintió más fresco. Una brisa que soplaba desde el
Sena le trajo olor a brea y a madera de las barcazas, el mismo olor que
había percibido a orillas del Loira, en aquellas ciudades donde la gente la
había vitoreado y lo haría de nuevo. El Loira... ¡Cuánto anhelaba verlo
otra vez y aspirar el aire de la libertad!
La perspectiva de ser quemada era un buen motivo para abjurar y
doblegarse al juicio de unos locos. El único. Tomó la pluma, trazó una
cruz y exclamó:
—¡Me someto al juicio de la Iglesia!
Su risa se perdió en medio de la gritería de la multitud. En la tribuna
de los ingleses algunos saltaron con la mano en el pomo de la espada,
dispuestos a lanzarse sobre los franceses. Los soldados descargaron con
sus picas golpes amenazadores contra las vigas que sostenían la tribuna
de los jueces. El secretario del monarca inglés trató a Cauchon de
traidor. Warwick se quejó a voces de que el rey había tirado el dinero por
la ventana. Con bastante esfuerzo, el cardenal de Inglaterra logró calmar
a sus paisanos e hizo una seña de asentimiento a Cauchon. Éste
condenó a Juana, la doncella, a prisión perpetua a pan de tribulación y
agua de lágrimas y la envió de regreso a la torre acompañada de una
jauría de soldados rabiosos.
Ingleses y franceses quedaron espantados en igual medida, los
primeros porque ella seguía viva y los segundos porque ella volvía a
quedar a merced de los ingleses, si bien después de ser sentenciada
habría tenido que ser recluida en una prisión de la Iglesia.
* * *
Le raparon la cabeza. La obligaron a vestir ropa de mujer. Tendieron
cadenas en todas direcciones sobre su cama para imposibilitarle todo
154
movimiento durante la noche. Ya no tuvieron reparos. Desde el patio del
castillo le gritaban día y noche amenazas de muerte e imprecaciones. No
se deshicieron de sus prendas masculinas, sino que las metieron en un
saco marinero y lo dejaron junto a su lecho. Al cabo de dos días, Juana se
apoderó de su vieja ropa y arrojó a los pies de sus guardias la que le
habían forzado a ponerse. Dos días más tarde se presentó Cauchon con
el actuario.
¿Por qué vestía ropa de hombre? Porque era más segura en
compañía de guardias violentos. Tan pronto la trasladaran a una prisión
de la Iglesia y tuviera allí celadoras mujeres, volvería a usar ropas
femeninas.
¿Habían vuelto a manifestarse sus voces? Respondió con una
rotunda afirmación y añadió que, a través de santa Catalina y santa
Margarita, Dios le había hecho saber el dolor que le había causado su
traición. Sólo había abjurado por miedo al fuego, por salvar su vida.
—Pero ahora no dudo, prefiero expiar mis culpas en la hoguera de
una vez y para siempre a soportar el tormento de la prisión.
Las prendas masculinas eran el indicio infalible de que, en realidad,
ella nunca había pensado someterse. El diablo había triunfado. Cauchon
no perdió tiempo, convocó a los jueces, informó sobre la reincidencia de
la relapsa y sometió el caso a votación. Para su espanto, sólo tres fueron
a favor de su entrega inmediata al verdugo. A Dios gracias, los jueces
sólo desempeñaban la función de asesores. El Juez Supremo era él. Lo
demás sería puro formalismo.
—¡Farewell, farewell! —exclamó sonriente, cuando Warwick se
precipitó hacia él en el patio del castillo—. ¡Podéis respirar. Ya es cosa
consumada!
De pronto todos tuvieron prisa y no les importó que en cierta
medida la ejecución se llevara a cabo atropelladamente. Después de
haber visto los ciudadanos de Ruán a la prisionera por primera vez en el
cementerio, se había generalizado en la ciudad una curiosa inquietud. Su
destino que, durante largos meses no había interesado a nadie, se
convirtió de repente en tema de vehementes controversias. En todas
partes, tanto en tabernas como en conventos, se discutía
apasionadamente sobre la culpabilidad o la inocencia de la doncella.
Debían evitar pues, cualesquiera fueran las circunstancias, que la
opinión pública se pronunciara en contra de la única sentencia que cabía
en ese caso. Se enviaron avisos, el vestuario de la catedral proveyó
cilicios y bonetes de hereje, se extrajeron las ideas medulares de la carta
155
de san Pablo a los cristianos de Corinto para incluirlas en un postrer
sermón de exhortación a penitencia; en el centro de la ciudad se
levantaron tribunas en la antigua plaza del mercado, y sobre una base
de piedra, lo suficientemente elevada para permitir que una gran
muchedumbre tuviera una buena visión de los tormentos de la pecadora,
se amontonaron haces de ramas secas.
El verdugo supervisó estos preparativos durante toda la noche a la
luz de antorchas. Para lograr una combustión lo más completa posible,
mandó rociar la pira con aceite, alquitrán y azufre e intercalar capas de
carbón. Pasada la medianoche, un mensajero de Cauchon fue a
despertar a un pintor de carteles que de ordinario trabajaba para los
comerciantes del barrio del mercado, le entregó un papel escrito y le
urgió a transcribir esa nota a un gran tablero con letra legible mientras él
esperaba. El pintor de carteles puso manos a la obra sin perder un
minuto: “Juana, como se llama a sí misma la doncella, es una embustera,
demagoga, hereje, bruja, sacrílega, infiel, soberbia, idólatra,
supersticiosa, cruel, relapsa y está poseída por demonios”.
* * *
—¡Obispo, me mandáis a la muerte!
—¡Domínate! ¡Mueres porque reincidiste en tus pecados!
—¡Os acusaré ante Dios!
Juana se aferró a uno de los monjes dominicos.
—¿Padre, dónde estaré esta noche?
—¿No pones toda tu esperanza en Dios?
—¡Naturalmente; Dios me ayudará a entrar al Paraíso!
Uno de los jueces intentó subir a la carreta para acompañarla, pero
los soldados hicieron bajar a empellones al hombre lloroso. La carreta se
puso en movimiento. Massieu, el alguacil permaneció a su lado. Las
callejuelas estrechas estaban colmadas de gente. Delante de la carreta y
detrás de ella marchaban soldados de la guarnición inglesa. Eran más de
los que había visto en Compiègne. En la plaza del mercado, hombres
armados custodiaban el patíbulo con picas.
El sermón fue muy largo. Juana observó como la sombra de la
Iglesia del Salvador se retiraba cada vez más y se alejaba de las
atestadas tribunas de los jueces y los ingleses, dejándolas finalmente al
sol. Cuanto más se prolongaba el sermón, tanto más procaces eran los
gritos de los soldados y más estentóreas sus risotadas.
156
—Vamos, señor sacerdote, ¿es que comeremos aquí?
Cuando el sermón hubo concluido, Cauchon se puso de pie y
proclamó la sentencia de muerte.
—¡Vete en paz! —rugió el sacerdote a su lado—. La Iglesia ya no
puede extender durante más tiempo su mano protectora sobre ti.
Coronaron su cabeza rapada con el bonete de hereje. La tribuna de
los jueces quedó vacía. Los soldados abrieron camino entre la multitud
para Cauchon y sus jueces. La Iglesia había cumplido su misión.
Los ingleses se demoraron un poco más. Juana se había dejado caer
sobre su plataforma. Balbuceaba oraciones, lloraba y gritaba. En ese
momento, Warwick dio la señal a los soldados:
—¡Cumplid con vuestro deber!
Cuando el verdugo la alzó y la ató, el cardenal de Inglaterra no pudo
contenerse y no fue el único en desatarse en llanto. La mayoría, mujeres,
hombres, barqueros del Sena, comerciantes y hasta muchos de los
ingleses de la tribuna dieron rienda suelta a sus lágrimas sin
inhibiciones.
Juana pidió una cruz. Isambart fue a la iglesia del Salvador en busca
de una cruz de procesión, pero antes de que regresara, un soldado
inglés ya había hecho una cruz rústica con dos palos que extrajo de la
pira. La doncella la tomó, la besó y la metió en su pecho, antes de que le
ataran las manos al poste.
Massieu hubo de renunciar a su intento de llegar a ella porque de
súbito se alzaron de los haces de ramas secas grandes llamaradas.
Tampoco pudo acercarse a ella el verdugo para acelerar su muerte por
estrangulación. Isambart sostuvo el crucifijo de procesión ante su rostro
hasta que el calor de las llamas lo obligó a retroceder. La gritería
histérica del público casi ahogaba los alaridos de la agonizante.
—¡Jesús, Jesús!
Cuando los jirones carbonizados de su cilicio bailaron sobre las
brasas, el verdugo dispersó una vez más el humo y las llamas.
Sí, cualquiera podía reconocer todavía que el terror de las huestes
inglesas había sido en verdad una mujer.
El peón del verdugo barrió las cenizas, recolectó los huesos y lo
metió todo en un saco. Como todos en Ruán, él también había oído al
secretario del rey de Inglaterra gritar a último momento: “¡Estamos
perdidos! ¡Hemos quemado a una santa!”. Bueno, ahora le correspondía
el honor de arrojar al Sena los restos de esa santa. Warwick debía saber
qué quería. Debajo de las cenizas asomó algo carnoso y sangrante. El
157
peón lo recogió. Parecía un corazón. Hasta ese momento, nunca había
visto que el corazón no se quemara después de haber sido alimentado el
fuego con aceite y azufre.
158
Intermedio
Una paz buena y segura
¡Cuánto le hubiera gustado quedarse hasta la liberación de París! y
aun entonces, probablemente no se habría dado descanso hasta que el
último soldado inglés se hubiera embarcado rumbo a las costas de
Albión. ¿Qué otra opción le queda a una persona que no quiere transigir
por ninguna circunstancia con las situaciones dadas y para quien la
capitulación no entra en consideración? ¿Habría regresado alguna vez a
la alquería de sus padres, algo que en los días que siguieron a la
coronación ella misma calificó como su ilusión, cualesquiera hayan sido
sus intenciones? De todos modos, no volvió a ver jamás a su madre y
presumiblemente tampoco encontró a su padre cuando se dio la
oportunidad aquella vez en Reims. El último recuerdo que quedó de ella
a sus progenitores fue su estampa en medio de los dignatarios más
encumbrados del reino junto al altar de la catedral de Reims.
¿Se habría casado tal vez —con Dunois, Jean de Metz o su íntimo
confidente D’Aulon— para criar hijos y cuidar geranios en un pequeño
castillo junto al Loira? Quizá los consejeros del rey de Francia habrían
considerado esta salida como la solución ideal. Sin embargo, ella no
encajaría en ninguno de los roles que su mundo y su época ofrecían a la
mujer, haciendo caso omiso de que en su siglo y en los dos siguientes un
papel para una mujer bien podía ser consumirse en humo en una pira.
¿Una persona como ella que se rebelaba con tanta tenacidad a toda
clasificación, que originaba divergencias con tanta agudeza y que
desafiaba a valoraciones tan contradictorias, podía alguna vez retirarse
entre bastidores y volver a una vida insignificante? Juana de Arco no, con
absoluta certeza; al menos, no, mientras subsistieran a su juicio razones
para seguir luchando. Tal vez, si le hubiese sido concedida una vida más
larga habría intervenido exitosamente en los combates de las décadas
siguientes junto a La Hire o Alençon. Lo único seguro e incontestable es
que en los doce meses que mediaron entre Orleans y Compiègne ejerció
159
en el curso de la historia europea una influencia mucho mayor que
cualquier otro protagonista sobre el escenario político del Continente;
otro hecho indiscutible es que desde la batalla de Azincourt, gracias a su
intervención, la hoja se volvió por primera vez y definitivamente en favor
del rey de Francia.
Por cierto, no fue solo mérito suyo. Otras causas convergieron para
lograrlo. Lentamente, los ingleses comprendieron que por largo tiempo
Francia seguiría siendo para ellos una empresa que requería subvención.
En la parte que ocupaban de ese país no sólo debían correr con los
costos de la guerra, sino también atender los costos económicos
resultantes. El terror sembrado por las bandas de mercenarios
desocupados, dirigidas por jefes que no rendían cuentas a nadie en el
mundo, crecía sin tregua. Comarcas enteras se despoblaban porque sus
habitantes habían sido asesinados o habían huido a las ciudades, cada
vez más atacadas por las pestes. Para el parlamento inglés, Francia era
como un barril sin fondo y su oposición al reclutamiento de nuevas
tropas limitaba cada vez más la libertad de acción de su soberano en ese
país.
No obstante, en un primer momento parecieron estar a la altura de
la situación. Su meta primordial, quemar a la bruja, la alcanzaron
después de dos años de la caída de Orleans. En el mismo año de 1431 La
Hire, apoyado por Dunois, se batió en la Normandía con resultados
cambiantes, y en momentos en que Juana era procesada, llegó a ocupar
una ciudad vecina de Ruán. De todos modos no se atrevió a atacar el
cuartel principal inglés en esta ciudad. En cambio, en la Champaña, las
tropas de Carlos sufrieron una derrota que no pudo evitar ni el niño
pastor Guillaume, enviado de Dios y que el arzobispo de Reims había
puesto en juego como sucesor de Juana. Capturado por los ingleses, fue
sometido a juicio sumarísimo y arrojado al Sena.
Pero, a partir de 1432 tuvieron motivo para preocuparse
seriamente: Dunois conquistó Chartres y, aún más grave para los
ingleses, dejó de existir Anne de Borgoña, la esposa de Bedford y eterna
mediadora toda vez que surgían tensiones entre los miembros de la
alianza. El duque de Borgoña era su hermano y su relación con Bedford
no era la mejor.
En 1433, Trémoille, el espíritu maligno de la política francesa, fue
víctima de una revuelta palaciega. Sobrevivió porque el efecto de la
estocada recibida fue amortiguado por las masas adiposas de su vientre,
pero perdió su puesto en la corte. Su sucesor sería su antecesor
160
Richemont. Carlos dejó caer a Trémoille, como tarde o temprano dejó
caer a todos sus íntimos amigos y asesores, aunque lo salvó del tribunal
ante el cual lo habría llevado de buena gana el señor de Giac, cuyo
progenitor fue asesinado por el propio dignatario en su castillo de Sully
durante un banquete de reconciliación. Trémoille, la más venenosa en el
nido de serpientes que era la corte francesa, murió de muerte natural
trece años más tarde.
Como si se hubiera roto un hechizo, con su derrocamiento, la
dinámica y la fortuna de la política francesa cambió de golpe. En 1434,
Carlos concertó una alianza con el emperador alemán que puso final al
aislamiento de Francia en la política exterior. En 1435, el duque de
Borgoña prometió neutralidad por el tratado de Arras: se rompió la
coalición con Inglaterra, con lo cual el tratado de Troyes dejó de tener
razón de ser. Así se hizo realidad la “buena y firme paz” entre Francia y
Borgoña que Juana había anticipado en tantas de sus cartas. A partir de
ese momento, los ingleses fueron considerados en toda Francia
extranjeros e intrusos. Ese mismo año murieron los arquitectos del
tratado de Troyes: el duque de Bedford en Ruán e Isabel de Baviera en
París. Y en 1436 esta ciudad abrió sus puertas a un ejército francés
comandado por Richemont. Desde las ventanas llovieron escabeles y
arcones sobre las tropas inglesas en retirada. Al emprender su huida a
Inglaterra, Cauchon debió recordar la última profecía de Juana: “Antes de
que pasen siete años, los ingleses sufrirán una pérdida mucho más
grande que la de Orleans...”.
Ese año aconteció algo notable. Apareció una mujer que dijo
llamarse Juana de Arco y aseguraba haber escapado de una prisión
inglesa. Durante tres años, la nostalgia del pueblo por su amada heroína
triunfó sobre el sano entendimiento humano, y la falsa doncella fue
homenajeada y servida hasta que el rey en persona puso fin a la
superchería en Orleans. Se comprobó la aparición de otras dos falsas
Juanas de Arco, pero probablemente hubo muchas más.
Los que siguieron fueron años tranquilos. Los ingleses se aferraron
obstinadamente a sus últimas posesiones en el Continente, Normandía y
Aquitania, pero en principio no hubo nuevas acciones bélicas. La única
noticia importante del año 1438 fue el deceso del abogado de la Iglesia
en el proceso contra Juana de Arco, Jean d'Estivet: lo encontraron
ahogado en una cloaca. En 1440, después de la muerte de su marido,
Isabelle Romee, la madre de Juana, se mudó de Domrémy a Orleans,
donde vivió venerada y a costas del Estado otros dieciocho años.
161
En 1444 se llegó por fin a la celebración de una tregua de cinco
años entre Francia e Inglaterra. No solo el Parlamento, sino el propio
monarca, Enrique VII, que a la sazón contaba veintidós años, se
inclinaron por la finalización pacífica de un derramamiento de sangre
que se había prolongado durante más de tres generaciones.
Ese año, Carlos VII evidenció por fin esa decisión que más tarde le
valió el apodo de “el victorioso”. Organizó una reforma militar que, en
caso de guerra, lo independizaría del parecer y arbitrio de sus vasallos,
con el resultado de que cuando los ingleses rompieron el armisticio en
1448 pudo poner en acción el primer ejército estable de Europa desde
los días de los romanos. Un año más tarde, entró en Ruán como
vencedor y en 1450 salió de Normandía el último soldado inglés.
Carlos no habló nunca jamás de Juana, al menos en público. Pero
aun cuando lo que más anhelaba era borrar de su memoria ese año con
la doncella, los espectros del pasado volvieron a visitarlo en Ruán.
Muchos querían saber por fin qué había sucedido en realidad en aquellos
días, no sólo esos niños que Juana sostuvo sobre la pila bautismal y que
a la sazón andaban por los veinte. Hasta al propio Carlos debía interesar
una aclaración de los acontecimientos. Después de todo, según el
dictamen de la Iglesia válido hasta ese momento, él debía su corona a
una hereje. Por lo tanto, nombró una comisión para que realizara las
investigaciones pertinentes.
Primeramente, fueron interrogados los dominicos de Ruán, entre
ellos Isambart de la Pierre, que había permanecido al lado de Juana
hasta su último suspiro, así como el actuario Machon y el alguacil
Massieu, luego les tocó el turno a sus jueces, en tanto estuvieran vivos
aún; por ejemplo, Cauchon ya había muerto en 1442, en Inglaterra. Por
último, apareció en Domrémy y sus alrededores un enjambre de
funcionarios del rey munidos de cuestionarios. En 1455 —Carlos llevaba
esta empresa con palpable repugnancia— se llegó a la solemne apertura
del proceso de rehabilitación en Nôtre Dame de París. La madre de Juana
entregó a los legados pontificios un petitorio, les contó sus peripecias y
se desmayó. Por tercera vez, la Iglesia hubo de ocuparse de ésta, la más
molesta de todas las vírgenes. Dado que Juana había sido condenada por
un tribunal de la Inquisición, sólo la Iglesia podía expurgarla. Un total de
ciento catorce testigos, entre los que se contaron Dunois y Alençon,
aportaron sus recuerdos para aclarar el caso.
Como quedó evidenciado, a veinte años de la muerte de la doncella,
todos los interrogados todavía conservaban un fiel recuerdo de ella. Sólo
162
a sus jueces les resultaba difícil recordarla: en algunos, la amnesia
abarcaba el proceso en su totalidad; a otros les llegaba a la memoria
principalmente la presión que habían tenido que soportar por parte de
las fuerzas de ocupación de entonces y endosaban los cargos a los
ingleses. Como había sucedido ya en 1431, de las declaraciones de los
testigos no surgieron asideros para una sospecha de manejos
anticristianos y el proceso de condenación se declaró oficialmente nulo
en julio de 1456. De tal suerte, Carlos alcanzó lo alcanzable; él estaba
vivo, Juana estaba muerta y ambos habían quedado liberados de la
mácula de herejía.
Antes de que concluyera este procedimiento la Guerra de los Cien
Años tocó a su fin casi imperceptiblemente. En 1451, Dunois conquistó
Aquitania, ciudad a ciudad, ocupó Burdeos e interrumpió el comercio con
Inglaterra. Despojada de su principal fuente de ingresos, la ciudad se
volvió hacia Inglaterra en demanda de auxilio. En octubre de 1452, el
anciano Talbot llegó a Médoc con un ejército. En la primavera siguiente
atacó con 7.000 hombres frente a Castillon a una pequeña sección del
ejército francés y sufrió una terrible derrota. Lo decisivo para el triunfo
francés fue la artillería, muy perfeccionada, mientras que los ingleses,
confiados en sus arqueros, ignoraron este avance técnico. Cuando
emprendían la retirada, el octogenario Talbot cayó de su caballo y fue
despedazado a golpes de sable.
Con excepción de Calais, los ingleses perdieron todas sus
posesiones continentales. Francia conquistó su unificación nacional pero,
al cabo de ciento dieciséis años de guerra, estaba devastada. Las luchas,
el hambre y la peste diezmaron la población en tal medida que el nivel
de vida de preguerra en el siglo XIII no se volvió a alcanzar hasta el siglo
XVIII antes de la Revolución.
De los camaradas de lucha de Juana no todos vivieron el final de la
guerra. La Hire, uno de los primeros que se ganó su confianza, falleció en
1442, a los sesenta y dos años, en su lecho, después de haber librado
incontables batallas; Gilles de Rais fue decapitado en 1440 cuando se le
pudo probar el asesinato de unos mil niños, en su mayoría varones, que
primeramente fueron torturados y por último sacrificados en misas
negras y conjuros diabólicos, actos que constituyeron el único contenido
de su vida después de la despedida de Juana. Sólo cuando se comprobó
que en un vasto radio alrededor de su castillo prácticamente no
quedaban niños, la Iglesia se armó de valor para procesar al mariscal de
Francia y asesino múltiple Gilles de Rais.
163
En 1440, Dunois compró el antiguo castillo normando de
Beaugency, después de que fueron subsanados los daños que
provocaron los disparos de Alençon en 1429.
Dirigió muchas de las operaciones militares contra los ingleses y
pudo gozar los frutos de sus triunfos durante quince años más, hasta que
la muerte lo sorprendió en Beaugency en 1468.
En cambio, la vida de su bello duque Alençon fue realmente
desgraciada. Alrededor de 1450, se puso de lado de los que se oponían a
la reforma militar de Carlos que quitó poder a la nobleza y limitó la
conducción de la guerra a un asunto exclusivo del poder central. Durante
el proceso de rehabilitación, y por encargo del rey, Dunois lo arrestó y lo
condenó a prisión reforzada en una fortaleza. Pasó tres años en su celda
dedicado a la lectura y a jugar ajedrez con sus guardias. Cuando Carlos
murió en 1461, su hijo y sucesor Luis XI lo dejó en libertad, pero al poco
tiempo Alençon se malquistó con el flamante soberano, fue condenado a
muerte y dos años más tarde murió prisionero en el Louvre. Los meses
pasados con Juana quizá fueran los mejores de su vida.
164
EPÍLOGO
Juana de Arcoen el espejo de los tiempos
165
Vaucouleurs hoy muestra sus estrechas callejuelas, un hotel Jeanne
d’Arc en el centro, una estatua ecuestre de la doncella frente al
ayuntamiento, una senda Juana de Arco que pasa por las insignificantes
ruinas del castillo de Baudricourt y lleva cuesta arriba a la puerta de
Francia. Queda poco de la en otros tiempos imponente obra de
fortificación: la torre del Rey junto a la calle principal, en gran parte
incorporada a una vieja casa y la torre de los Ingleses, plantada entre
cuadros de hortalizas y flores. Lo que deja una viva impresión es la visita
a Henri Bataille, dueño de un pequeño museo privado de Juana de Arco,
en lo alto de la puerta de Francia. Monsieur Bataille, según su confesión,
“¡Dentro de once años cumpliré cien!”, recuerda la visita del ministro de
Asuntos Exteriores de Alemania, Joachim von Ribbentrop en 1942. Por
aquel entonces Hitler había dicho a Ribbentrop que fuera la Juana de
Arco de los alemanes.
Todo el mundo creó su propia imagen de ella: instrumento sin
voluntad de poderes celestiales, gladiadora, santa nacional, heroína
nacional, ángel vengador. Sobre una de las placas votivas de mármol
que se exhiben en la oscura iglesia de Domrémy se puede leer: “Gracias,
por haber detenido a los alemanes en Lorena, 1914”. A los pies de la
pequeña estatua en su casa paterna hay una rosa artificial y a su lado
una nota manuscrita: “Con veneración a Juana de Arco, Ellen Preuss, una
señora de Alemania”. En el registro de visitantes, expuesto a la entrada,
aparecen viajeros de Alaska, Australia, EE. UU., Japón, etcétera. “Santa
Juana, guárdame del demonio”, reza una entrada en francés y unas
páginas más adelante se ve una leyenda en caracteres chinos.
Domrémy hoy es una aldea como una infinidad de otras aldeas, con
granjas y carpinterías que fabrican imitaciones de muebles de estilo, en
el linde del lugar la casa natal, nada espectacular, unos pasos más
adelante el curso del Mosa, sombreado de árboles y arbustos costeros;
un lugar tan poco llamativo como la propia zagala Juana, antes de que se
166
marchara a Vaucouleurs. Sin embargo, desde hace cinco siglos y medio
se visita como lugar de peregrinación. En 1872, el historiador francés
Michelet, especializado en Juana de Arco, aventó su cólera por la derrota
que acababan de infligirles los prusianos con la siguiente nota en el
registro de visitantes: “¡Prusianos que visitéis esta humilde casa,
temblad, porque aquí flota todavía el espíritu de Dios!”. De hecho, la
visita que Theodor Fontane había realizado a Domrémy, dos años antes,
tuvo consecuencias desagradables para él. Esa misma noche lo
arrestaron bajo el cargo de espía prusiano. Para Michel de Montaigne,
que en 1580 viajó a Italia para visitar unos baños, Domrémy bien valía
una escapada: “De aquí era oriunda la famosa doncella de Orleans que
se llamó Juana de Arco o Dallis. La fachada de la pequeña morada está
cubierta de pinturas que aluden a sus hazañas, pero el tiempo las ha
deteriorado”.
Cada siglo mantuvo vivo su recuerdo, pero cada época se la
imaginó diferente porque siempre se volvía a trabajar en su imagen por
renovados motivos, en la mayoría de los casos con la intención de
mostrarla dócil, de hacerla encajar en el rompecabezas político,
teológico o psicológico deseado en cada momento. Con todo, siempre
propuso a cada generación nuevos enigmas, como lo hizo con sus
contemporáneos.
Después de su muerte los historiadores oficiales no pudieron verla
ni pintada por mucho tiempo. Hasta bien entrado el siglo XVII fue
mencionada en las crónicas francesas a lo sumo como una protegida de
Carlos VII o de Baudricourt, una figuranta en el escenario de la Guerra de
los Cien Años, una mascota de los poderosos. El propio Carlos de manera
alguna estaba interesado en homenajearla como salvadora, y para sus
sucesores no fue menos embarazoso que, en su momento, el rey y los
comandantes del ejército se hubieran doblegado a la voluntad de una
mujer. En la medida de lo posible, se intentó acallar el escándalo. En un
libro de oraciones de finales del siglo XV, que contiene ilustraciones
relativas a la historia de Carlos VII, fue representada consecuentemente
como mujer de luenga cabellera y faldas hasta los pies. Se omitió allí
toda indicación de que ella hubiera empuñado una espada.
Lo que para los políticos fuera un hierro candente, para los artistas
y poetas agua para su molino. De todos los episodios de su breve y
meteórica carrera se dedujo un firme canon pictográfico que estuvo a la
misma altura de aquellos temas clásicos de los que se nutrían las artes
plásticas, a saber, las epopeyas antiguas y las historias bíblicas del
167
Antiguo y Nuevo Testamento. En innumerables tapices, ilustraciones de
libros y pinturas fue celebrada como mujer vigorosa y heroica guerrera.
En 1583, su imagen apareció hasta entre los “Fieles retratos de grandes
hombres”. François Villon, nacido el año en que Juana murió, la contó
entre las grandes mujeres del pasado y, en 1516, un profesor de la
universidad de París la designó “gran guerrera de Francia”.
Aunque en su vida no había mucho que decir en cuanto a los goces
y tormentos del amor, los poetas y, a partir del siglo XVII, también los
dramaturgos se inspiraron en ella una y otra vez. En 1656, el poeta
Chapelain compuso un cantar de gesta de doce estrofas, titulado “La
poucelle ou la France delivrée”. Esta alambicada obra, que destaca una y
otra vez la virginidad de Juana, provocó que cien años más tarde Voltaire
escribiera la pieza más extravagante de la literatura sobre la heroína.
Los escritores del ilustrado siglo XVIII sólo fueron capaces de ver en
Juana de Arco a una embaucadora y una pelota en el juego de la política
e hicieron todo lo posible por erradicarla de la historia francesa. Nadie
fue tan exitoso en este cometido como Voltaire que, en su libro “La
doncella”, aparecido en 1761, hizo de ella una caricatura pornográfica.
Según la idea básica de la obra, Francia sólo podía ganar la guerra
contra Inglaterra si Juana lograba defender su virginidad durante un año.
Lo consiguió a trancas y barrancas y al final, después de que su asno
alado se lanzó a la batalla en vano por su castidad, ella pudo echarse
aliviada en los brazos de Dunois que la esperaba impaciente. Con su
ingeniosa profanación del culto a la heroína, Voltaire dio en el nervio de
la época: su libro pasó de mano en mano por todas las cortes europeas.
Federico el Grande de Prusia lo leyó con tanto entusiasmo como Catalina
la Grande de Rusia y María Teresa, en Viena. Al menos para el mundo
culto, Voltaire dejó a Juana de Arco como una quimera del Medioevo.
Durante la Revolución Francesa Juana dividió a los intelectos. Las
mujeres de ideas revolucionarias tomaron a Juana de Arco como
promotora de sus derechos y se apoyaron expresamente en su ejemplo
cuando insistieron en que las dejaran luchar lado a lado con los hombres
en las filas de la Revolución. Las soportaron un año en el ejército, pero
luego las mandaron de vuelta a casa. Desde 1793 en adelante, las
mujeres que se mostraban en público ataviadas con ropa masculina
fueron arrestadas como siempre.
Desde un principio, los hombres de la revolución desconfiaron de
Juana de Arco por ser sierva de príncipes, mandaron derribar los
monumentos a su memoria en toda Francia y prohibieron las fiestas en
168
su nombre.
Muy pronto, en el siglo XIX, quedó en evidencia lo vano de los
intentos de la centuria anterior de matarla por el ridículo o convertirla en
tabú mediante la ideología. En 1801 apareció “La doncella de Orleans”
de Schiller, una pieza ampulosa de glorificante sentimentalismo, sin un
solo punto de contacto con la Juana de Arco de la historia. Al final de la
pieza, la heroína escapa de este caldero de brujas de ideas operísticas
mediante la ascensión al cielo: “¡Cómo me siento... leves nubes me
elevan... la pesada armadura se ha convertido en alado vestido...!”. Los
contemporáneos de Schiller quedaron aterrados en su mayoría. Madame
de Staël señaló que en el caso de Juana de Arco los hechos eran más
grandiosos que la ficción, y Ludwig Tieck manifestó algo parecido: “El
milagro de su aparición ya es bastante grande e inexplicable... [El poeta
tiene] por cierto un pesado oficio, hacernos creíble aquello de lo que fue
testigo ocular toda una era. ¿Debe atribuir a una figura mágica la
omnisciencia?”.
Entretanto, Juana de Arco fue rehabilitada oficialmente en su patria:
Napoleón, que como advenedizo ya no necesitaba tener
contemplaciones con la susceptibilidad de anteriores estirpes de
soberanos, reconoció en ella la personificación de las mejores virtudes
francesas y la calificó de genio militar. En 1803, volvió a permitir las
fiestas en conmemoración de Juana de Arco, abolidas por la Revolución.
En 1820, se bautizó con su nombre el primer buque de guerra, una
fragata de cincuenta y dos cañones y a lo largo del tiempo le siguieron
otros cinco.
Poco a poco se convirtió en la suma de todo lo bueno. En 1813, el
marqués de Sade confrontó en su última novela a la casta Juana de Arco
con la perversa Isabel de Baviera y la alabó como a la mujer más
extraordinaria de su tiempo. Contrariamente a lo que ocurrió con el
drama de Schiller, este libro se tomó como dignificación de la Juana de
Arco histórica.
En la primera mitad del siglo XIX, toda una generación de
historiadores románticos de color liberal y republicano se ocupó por
primera vez de ella seriamente y la reconoció como Fille du Peuple, la
hija del pueblo, que hizo realidad para su facción el ideal democrático de
la colaboración política del pueblo llano; la que impuso sus ideas
políticas apoyada en las entusiastas masas populares, en contra de la
desconfianza y la sostenida resistencia de la nobleza. Para estos
historiadores ya no estuvieron en primer plano sus divergencias de
169
opiniones estratégicas con el rey y sus consejeros, sino su apego al
pueblo, su sano entendimiento humano, su comunicación con las masas.
Los actos de Juana se interpretaron como expresión de la creación
espontánea de la nación y a ella misma como precursora de la
Revolución de 1789, como hermana de Danton.
Y en el campo visual tuvo acceso otra relación de parentesco: la de
la hija y del hijo de Dios, su relación con Jesucristo; Michelet, el mismo
que descargó su ira contra los visitantes prusianos en el registro de
Domrémy, definió el día de su muerte como el más sublime que
amaneció en el mundo desde el del Gólgota, porque Juana derramó su
sangre por Francia. De hecho, no pasan inadvertidas ciertas
coincidencias en su vida y la de Jesús: su humilde cuna, la vocación, la
conciencia de su apostolado, su misión liberadora, la traición y una
muerte ignominiosa después de un proceso político, todo lo cual influyó
en gente como Alejandro Dumas quien en 1842 escribió: “A su manera
fue el Cristo de Francia que redimió los pecados de nuestra nación, así
como Cristo redimió los pecados del mundo”.
Era inevitable que en vista de su proximidad a la persona del
Salvador de la Cristiandad, la Iglesia Católica empezara a interesarse de
nuevo en ella. Por buenas razones, fue quien más se demoró en tocar el
tema, pero en 1850 el obispo de Orleans se hizo portavoz de un
movimiento, cuyo propósito era la canonización de Juana de Arco. El
trasfondo fue, además de los sentimientos patrióticos locales del obispo,
el intento de la Iglesia de salvar la santidad en su forma femenina en un
mundo de racionalidad capitalista y burguesa y poder ofrecer a las
obreras de las fábricas un modelo piadoso. Para ese fin la popular Juana
de Arco, como Nuestra Señora en armadura, les vino de perilla.
A la larga, estas aspiraciones iban a hacer peligrar más su
indestructible fama póstuma que el escarnio de los iluministas. En la
enconada polémica entre monárquicos y clericales por un lado y
republicanos y anticlericales por el otro, que condicionó la política de
Francia de la segunda mitad del siglo, Juana de Arco quedó al principio
entre los dos frentes, luego los liberales la dejaron caer e ingresó en las
filas de la derecha. En 1878 los dos partidos se enfrentaron
irreconciliablemente: unos abogaron por la introducción de las
celebraciones nacionales en honor de Juana de Arco y los otros por la
institución del día nacional de Voltaire. La izquierda injurió a Juana de
Arco como doncella de los militares, la derecha hizo la contra con la
propuesta de suplantar a la Marsellesa como himno nacional, por un
170
himno a la bandera de la doncella.
Lo que caldeó aún más los ánimos fue la guerra de 1870-1871 que
Francia perdió frente a Prusia. Para las fuerzas conservadoras, Juana de
Arco ya no solo fue bienvenida como santa, sino también como ángel
vengador. La uncieron con éxito a la cruzada propagandística del
desquite contra el imperio alemán, con el resultado de que Francia
quedó inundada de estatuas de la doncella. En 1910 se contaron
alrededor de 20.000 en iglesias y lugares públicos. En numerosas
representaciones en cuadros de estilo histórico o en los ventanales de
las iglesias, la aureola sobre su cabeza se anticipó en varias décadas a
su canonización por parte del Vaticano.
Entretanto, hacía mucho que ya no se trataba de la Juana de Arco
histórica, se trataba de un mascarón político, de un espantajo político;
sin embargo, un episodio acaecido en 1913 en la Place des Pyramides de
París, donde hubo un enfrentamiento entre dos marchas de
manifestantes, muestra el carácter explosivo que la cuestión Juana de
Arco poseía aún. El grupo formado por miembros de organizaciones de la
juventud conservadora llevaba pancartas con la leyenda “¡Por Juana de
Arco, la gran patriota francesa!”. Las de los manifestantes de izquierda,
rezaban: “¡Por Juana de Arco, traicionada por su rey y quemada por la
Iglesia!”.
En 1909, la Santa Sede parecía dispuesta a beatificarla, pero el
Papa no consideró su canonización. Luego, en 1914 estalló la Primera
Guerra Mundial. En innumerables carteles Juana voló por los campos de
batalla, alentando a los soldados franceses: “¡Arrojadlos fuera!”. La
propuesta de constituir una “milicia de Santa Juana de Arco para lograr
el triunfo de Francia”, formada por hombres y mujeres, no fue
correspondida con el mismo amor por el Estado Mayor del Ejército. En
1918, después de terminar la guerra y caer el imperio austrohúngaro,
Francia era la última gran potencia católica que quedaba, y el Vaticano
se esforzó por buscar un acercamiento con su gobierno, como siempre
de tendencia anticlerical. El precio que el Papa tuvo que pagar por la
reconciliación con París fue la canonización de Juana de Arco en 1920.
La mácula de la santidad la convirtió en intocable a los ojos del
mundo moderno. Sólo quienes se dedicaron a ella en profundidad —en el
siglo XX lo hicieron principalmente escritores como George Bernard
Shaw y Bertolt Brecht o cineastas como Jacques Rivette— pudieron
reconocer aún en la doncella que inclinaba la cabeza en actitud de
humildad a la mujer sin parangón en la historia política de Europa: la
171
mujer de acción, la mujer en primer plano. La película más famosa sobre
Juana de Arco, Passion der Jeanne d’Arc de Theodor Dreyer, del año
1928, robusteció por el contrario la tendencia mistificadora que ya se
había manifestado en la canonización. La presenta como a la inocencia
perseguida, anegada en llanto, como hermana del Cristo sufriente. Pero,
en la década de los cuarenta, Simone de Beauvoir la incluyó entre las
mujeres que se rebelaron contra los yugos inhabilitantes de la existencia
femenina. Sin embargo, las generaciones posteriores de feministas no
supieron qué hacer con una Juana de Arco que traía adherida la mancha
de la piedad y el patriotismo.
De la rebelde, de la campeona, de la Juana intolerante arrogante y
segura de vencer, de la dinámica hija de Dios, la bendición de la Iglesia
hizo una cordera devota, hermana de santa Catalina y santa Margarita,
una “buena pastora de Francia”. Despojada de este modo de sus
verdaderas cualidades para los modernos nacionalistas franceses del
Front National de Le Pen fue cosa fácil cobrar entrada para exponerla
como cartel de propaganda. Ella se habría defendido de ese atropello
con la misma réspice, con la misma perspicacia de la que hizo gala
cuando se defendió del cargo de herejía ante el tribunal de la Inquisición
en Ruán, pero hoy sería tan impotente respecto de esto, como lo fue
entonces ante sus jueces.
172
Apéndice
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