los cuentos del guayacán

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1 Antonio Florido Lozano LOS CUENTOS DEL GUAYACÁN

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Antonio Florido Lozano

LOS CUENTOS DEL GUAYACÁN

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Es difícil encontrar palabras para Dibujar el rostro hierático del vacío, Y más aún cuando el aire insolente Golpea tu piel marchita por los años…

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Índice

I. Diálogo de ausencias………………………………..…..4

II. El General Obando…………………………………….16

III. Fiebre…………………………………………………..30

IV. La espera……………………………………………….41

V. Los vencidos……………………………………………50

VI. Nadie sabe los años que tengo………………………...67

VII. Un instante dilatado…………………………………..75

VIII. Un día en la fábrica…………………………….……..81

IX. Arena plateada………………………………..……….90

X. El centinela solitario…………………………………..97

XI. Amharat………………………………………………107

XII. Detened el tiempo…………………………………….117

XIII. Inocencia……….……………………………………..132

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I. DIÁLOGO DE AUSENCIAS

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_31 de diciembre, a las tantas,

Si anoto aquí mis confesiones, querido diario, es sólo para no morir de

soledad, para no sentirme tan vacío, vacuo y deshabitado. Que me han

abandonado se deducirá de mis palabras, escritas desde la turbación y

apasionadamente – aún me queda la pasión -.

“Tres horas llevo, en vano, esperando. Sentado a la mesa como un tonto,

con las estúpidas velas rojas llameando. Mi amor se siente desvanecido,

engañado. Así me trata. Siempre mortificándome, a cada ocasión, a cada

capricho. Aunque hoy, día tan señalado, no lo esperaba, de seguro.

Todo el día, toda la semana, todo el tiempo se ha perdido - lo he perdido -.

Tengo sueño y siento algo extraño. No es rencor. No es odio. Es…no sé,

algo distinto, ajeno a mí. Pero ese algo que no sé explicar me domina, me

vence. Seguir esperando o no. Continuar con los ojos de par en par a la

espera de que el timbre gima o derrotarme en los mullidos brazos del sofá,

para siempre. Qué hacer. Difícil. Difícil.

6

Apenas si se oye ahora - ¡es tan tarde! - el murmullo de la gente por

las aceras. Noche que avanza ineluctable y cansinamente hacia el abismo.

Noche que pasa de mí, indiferente, mirando para otro lado, que me

abandona en brazos de estúpidos transeúntes en son de necias e insulsas

letras archisabidas. Puse todos mis esfuerzos por que esta velada fuese

diferente. Ahí mi equivocación, mi locura. Diferente para los dos, ¡qué

sarcasmo! Preparé la cena. Dispuse la mesa con su mantel de ocasiones y

sus copas relucientes, pulcras y transparentes. Impecable. Las velas rojas -

de película de amores -, reposan a estas horas, sin embargo, malolientes y

desgastadas sobre la mancha azul y plana de la mesa (estúpidas velas

rojas). Todo se ha ido lejos de mí, salvo la desazón – tuve un amigo que en

cierta ocasión me habló de ella, y no le comprendí – que se me ha

presentado de golpe, arrolladora y violenta. Vigilo durante un buen rato al

teléfono mudo. Y mi cabeza se agita como una coctelera donde los

pensamientos, en constante movimiento, buscan la mezcla secreta y

misteriosa.

Pronto amanecerá. Ya el año nuevo dio comienzo en todos. Pero yo

he sido anclado al presente, digo bien, al presente. Para mí no hay ni

sucederá otro día que el de hoy. Me resisto, me niego. Esperaré. Sabré

hacerlo, aunque le pese. Aquí seguiré, en mi habitación, sentado a mi mesa,

paciente y resignado.

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He de confesar que jamás fui amigo de las citas porque siempre me

han traído malos recuerdos y peores experiencias. Tal vez mi exigencia

para con los demás haya sido cruel, excesiva, pero no puedo cambiar, ya

no, es demasiado tarde. Aparte que no quiero porque he de demostrar – ni

yo mismo lo creo - que soy una persona incólume, segura. Aunque

reconozco que a veces mi máscara de exigente no es comprendida lo

necesario.

Me consume el pecho la angustia de ver amanecer sin mi Amor

susurrándome palabras tiernas. Abro. Salgo al balcón, no soporto más la

esclavitud de la espera. El aire del amanecer es puro, frío, imperturbable. El

cielo clarea y las estrellas se difuminan en lo alto - como un chorro de leche

derramado – claras y albinas. (Estúpidos puntos brillantes de las noches).

Maldigo, maldigo la hora en que el Amor llamó a mi puerta. Otro día

ha pasado, otro año, otras mentiras para digerir. Ya no puedo más. Desde

aquel día todo han sido falsedades, huidas, justificaciones. Y lo peor es que

yo lo percibía. Sabe mi Amor que no puede vivir sin mí y sin embargo me

desprecia, me ignora. ¡Qué hará a estas horas por las calles - ya amanecidas

-, sin mí! ¡Qué hará! ¡Adónde irá sin el calor de mi cuerpo, sin mis

sonrisas!

La noche avejentada y mustia suda olores nauseabundos mientras los

últimos imbéciles, ignorantes, no callan ni respetan mi dolor. La gente es

mala, perversa. Tétrico y retorcido, el mundo. No piensan, no tienen idea

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del daño que sufrimos algunos. Algunos que callamos y experimentamos el

sabor del abandono, en silencio. Por eso no soporto que mi Amor, mi Vida,

continúe por ahí a estas horas, a la deriva, en soledad, en medio de

siniestras almas que le pierden a uno.

No debería – me digo - haberse tomado aquellas palabras mías tan en

serio. Todo lo que le dije brotó espontánea y cándidamente de mi despecho,

de mi rencor, de mi resentimiento. Pero, ¡cómo voy a dejar yo a mi Amor!,

¡en qué cabeza cabe semejante absurdo! Se comprende, sin embargo, que

mis palabras le sentaron mal y ahora me castiga. Lo que no imagina mi

Amor es que su ausencia, su huida, su abandono, no es sólo un castigo, es

un sufrimiento insoportable que me destroza y me deja vacío. Porque yo sin

mi Vida no sé qué hacer, soy, me veo, me siento, como perro solitario,

asustado y triste. Un memo, una marioneta, un muñeco sin existencia,

quieto, inmóvil, un monigote de trapo de ojos tristes y ciegos.

He notado ruido en el entresuelo. Pero no es mi Amor, no puede ser.

Se trata sin duda de otra burla macabra que quiere jugar conmigo. Mi Amor

siempre gira dos vueltas completas a la llave. Y no hace ruido. Será,

posiblemente, el imbécil del vecino que habrá acabado la juerga y vendrá

con ganas de violentar a su esposa en un sofoco carnal, impuro y hediondo.

¿Por qué no llegará ya mi Amor?, ¿no sabe acaso que con esta actitud me

desespera y rompe?, ¿no imagina mi calor que no soporto los castigos tan

crueles?

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La noche es larga, eterna, desesperadamente eterna y dura de pasar,

como un camino en cuesta y pedregoso. Me duele la cabeza. La siento

hinchada como un globo de feria. He cogido el teléfono y he llamado no sé

ya las veces. Nada. La voz metálica e hiriente me dice que está fuera de

cobertura. Lo intento de nuevo, agarrándome a una esperanza cada vez más

débil. Quizás ahora lo coja, quizás ahora - me digo -, pero siempre obtengo

la misma respuesta neutra y sin alma.

_A los dos días,

Si el infierno existe, diario mío, ya lo conozco; no he salido de casa en

este tiempo; sufro; me he enterado que mi amor tiene otro amor; y me

duele; se me clava en el pecho como un puñal; qué otro amor puede haber

llegado a su vida; qué amor, qué engaño le sucede; por qué se obceca en no

llamarme siquiera para un desprecio, para una bofetada; tan sólo dos días,

qué ocurrirá si se empeña en su actitud infantil de no quererme; vuelvo a

llamar; fuera de cobertura; no quiere nada conmigo; diario mío, dime, qué

debo hacer, aconséjame, hoja de papel querida,

_Las cuatro de otra madrugada,

Ha venido Alberto a verme; que qué me pasa, que no se me ve por

ningún lado; no le he prestado apenas atención; en pocas palabras le

insinué que se fuera, que su presencia me era indiferente; en verdad no

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soportaba su cara de niño bien ni su aire estúpido; no necesito a nadie a mi

lado; mi vida carece de sentido desde que mi amor me dejó,

_Febrero, por la mañana,

Me levanté desganado, tomé café y me afeité; aún huele a su piel, su

toalla continúa en el mismo lugar, doblada y esponjosa; no me atrevo a

abrir los cajones de la cómoda, me traería recuerdos hirientes; me siento

vejado, una piltrafa, y salir a la calle me da miedo; la soledad y el silencio

de la habitación evocan en mí su presencia ausente; lleva casi cuarenta días

lejos de mí; a veces pienso si sufrirá como yo; el dolor me está matando;

una separación tan prolongada es inhumano; me fundí tanto con esta

persona que dejé de ser yo mismo y llegué a respirar con su pecho y a

sentir con su corazón; el apartamento se me hace más pequeño con el día a

día,

A las once llamó Guiller para decirme que ha visto a mi vida con

Gustavo, de la mano, y que las sonrisas y la felicidad se dibujaban en sus

labios; le he colgado, fulminante; siento una rabia que me amordaza, “de la

mano…”, y contentos, alegres de la vida, como si nada hubiese sucedido;

he pasado el día rumiando las palabras del mentecato de Guiller; lo que no

comprendo, al fin, diario mío, es por qué me desprecia, si lo único que he

hecho con esta persona es quererla, es desvivirme, es salirme de mí mismo,

darme; y, sin embargo, este es el pago que recibo…

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_Julio,

Hace meses que no hablaba contigo, querido, amado diario; al

principio, te lo confieso, quise descargar en ti la hiel que me rebosaba,

como castigo ¿entiendes?, para que sintieses lo que yo cuando me supe

abandonado; pero he reflexionado y a partir de hoy tú y yo vamos a ser los

mejores amigos, amigos íntimos; yo te contaré mis cosas, todas, y tú me

confesarás tus sentimientos más velados; qué bien lo vamos a pasar en

adelante, los dos, siempre los dos, inseparables,

Mañana retomaré el trabajo, sí, como lo oyes, querido, amado mío, lo

he decidido, iré de nuevo a la oficina; y enfrentaré la mirada de Guiller

como si jamás hubiese sucedido nada; ahora abriré las ventanas, el verano

ha llegado este año inflamado; así me siento, enardecido, entusiasmado,

loco, como el estío del sur que nos azota y hostiga,

_Mediados de julio,

En la oficina me hago el interesante, les coqueteo y de vez en cuando,

querido, amado diario, les insinúo que tengo amante; al estúpido y engreído

de Alberto ni le miro, no es digno de mi amistad, como tú, amado, tesoro

mío,

_Octubre,

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Tengo una noticia fabulosa amado mío; te lo confesaré pero debes

garantizarme que no saldrá de nosotros y que no lo tomarás como algo

personal; te prometo, si cumples tu parte, que te seguiré queriendo y

amando como siempre he hecho; te lo diré susurrando, así, así,

pianísimo…mi amor ha venido, ha regresado, ha reconocido su error, su

culpa; me lo ha confesado nada más abrir la puerta de casa; el pobre estaba

pálido, anémico, casi cadavérico; lo que yo te decía tesoro mío, mi Pablo lo

ha pasado mal, muy mal, lo que habrá sufrido mi ángel; me ha dicho que

todo fue una locura, una subida de calor repentino; y yo, triste de mí, con lo

que había preparado este momento, con la de veces que ante el espejo me

había figurado hablando a Pablo, duro, enervado y severo, me derrumbé en

sus brazos y lloré sobre su pecho varonil, como un niño,

_Navidad,

Pronto hará un año de aquello, querido, amado diario, un año, todo un

año; y esta vez estamos los tres juntos, unidos como nadie pueda estarlo

jamás; Pablo, tú y yo; los tres aquí; Pablo y yo sentados el uno junto al otro

y tú, amado, tesoro mío, sobre la mesa con cubierta de tafetán, mirándonos

en silencio y sonriéndome sin que Pablo se dé cuenta de nada; esta vez no

tendremos que esperarle, cenaremos en silencio y luego, en los postres,

cantaremos y contaremos historias de Nochebuena, de las que tanto gustan

a mi tesoro; y cuando la noche se vuelva densa y tupida, tomaré a Pablo, mi

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amor, mi otro amor, y lo acostaré suavemente sobre el edredón de invierno

que compramos la semana pasada; cuando él esté profundamente dormido

tú y yo seguiremos compartiendo sigilosamente nuestros secretos, en el

hueco oscuro y fosco de la noche; debe ser así, créeme, querido, amado

diario, de lo contrario, si Pablo se percatase de nuestros disimulos encelaría

hasta enloquecer,

Te aseguro amado mío, querido tesoro, vida mía, que Pablo no nos

volverá a abandonar y que todas las noches departirá con nosotros, aquí, en

la sala, pegados, muy juntitos los tres; te aseguro amado mío, que Pablo es

feliz junto a nosotros; sabe él que aquí no le faltará amistad, calor y, sobre

todo, amor, mucho amor; mírale, mira a Pablo cómo sonríe, querido mío,

mírale; es feliz, se le nota ¿verdad?, desde que lavé su cara con la toalla

mullida que guardaba, desde que sus manos aparecen blancas, sin restos de

sangre, cuidadas por mí con profundo sentimiento, ya no hay nada que

temer; tú no lo sabes, pero todas las mañanas, amado diario mío, hablo con

él mientras me aseo; todas las mañanas cuando me cruzo con Alberto, con

Guiller, con Gustavo, les miro y les sonrío mientras pienso que Pablo jamás

será otra vez de ellos,

_Tras la navidad,

Querido diario, hoy estoy enfadado, no, no contigo, amado mío, con

Pablo; dice que no hablo nunca con él, que no le presto atención, que le

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ignoro y que he dejado de amarle y yo me pregunto, ¿cómo puede pensar

eso de mí, de nosotros, acaso tú y yo no pasamos las tardes claras de esta

maravillosa primavera junto a él? Si continúa así le tendremos que meter de

nuevo en el depósito, en el frío e inhóspito depósito, como a los niños

traviesos y metomentodos; Pablo no ha sido jamás tan aguafiestas, lo que le

pasa, diario mío, tesoro de mi vida, es que está celoso de ti, como lo oyes,

celoso y requeteceloso; pero, como a los mequetrefes, mejor es no echarle

demasiada cuenta,

_Una noche calurosa,

No podemos seguir así Pablo, no podemos; no comes, no bebes,

siempre estás igual de serio con nosotros y no nos cruzas palabra en todo el

día; sabes que los dos te queremos y te respetamos, pero has de intentar

cambiar por el bien de los tres; a partir de hoy lavaré tu cara y tus manos a

diario; y además, si me lo permites como si no, Pablo, peinaré tu cabello y

recogeré los mechones que caigan al suelo para que tu habitación brille y

resplandezca de blancura; de noche, Pablo, debes comer algo, inténtalo, y si

me dejas yo mismo abriré tu boca para alimentarte; luego, a los postres,

Pablo, quiero que hables con los dos ¿entendido?, y olvídate de esa manía

tuya de abrir las ventanas para ventilar la sala; ¿no comprendes, querido,

que hueles mal, y que los vecinos podrían sospechar?; olvídate de todo, no

te preocupes, yo haré todo cuanto haya que hacer para que los tres vivamos

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en el mejor de los mundos; ya llevamos casi un año juntos, Pablo, casi un

año desde que entraste en esta casa aquel día para pedir perdón por lo que

habías hecho; y te perdoné, te perdonamos, los dos te perdonamos, por eso

lo único que te pedimos es que continúes sentado en esa vieja mecedora,

junto a nosotros, pasando el tiempo infinito en esta sala triste y hedionda.

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II. EL GENERAL OBANDO

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La carta llegó al campamento con la crecida silenciosa y

traicionera del Putumayo, de modo que hasta transcurridas dos horas el

General no pudo leerla; el Putumayo no juega y Obando lo sabe; cuando

las aguas del río se remueven turbias y caprichosas junto a los juncos,

todos en el campamento acuden como culebras, rápidos y resueltos, hasta

dejar los alrededores más limpios que la cabeza del Gringo,

Obando abrió la esperada carta despacio hasta la desesperación;

barruntaba desde días atrás que aquello se acababa; para su desgracia las

cuatro primeras letras que leyó provocaron el latigazo involuntario de su

codo izquierdo, la señal de que el General se ahogaba en la humillación,

El General Obando leyó hasta el final el papel sucio y amarillento y

se quedó mirando las aguas del Putumayo que ya habían alcanzado los

troncos más gruesos de la barraca; con el corazón lleno de mierda y de

rabia arrugó la hoja y la arrojó donde nadie pudiera verla; llamó entonces

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al Cabo con su voz aguardentosa y desagradable; el Cojo apareció de la

nada y al ver la cara del General supo que a la mañana siguiente

abandonarían la maldita selva,

Aquella misma noche, bajo la penumbra de su choza y sin dar tiempo

a que su vómito le traicionara, Obando ordenó preparar la marcha; esa

noche, densa y misteriosa como pocas, las estrellas se le cruzaron entre

ceja y ceja y no pegó ojo; después de treinta años en la trocha con el fusil

al hombro, cuatro mujeres, once hijos conocidos y veintitantos hombres

muertos a su costa, cómo podría vivir en adelante; Obando, Don José

María Obando, hijo adoptivo de Don Ramón Obando del Campo, no sabía

que la vida pudiera echársele encima con tanto peso, aplastando su orgullo

y su destino antojadizo, y todo en nombre de la dichosa democracia,

Los Yaguas caminaban de regreso con la caza de una semana, entre

árboles centenarios, altos como el orgullo de sus ancianos, mientras el

General Obando pasaba revista a los pocos soldados vivos de su

regimiento; al cabo se despidió de todos, mirando a los ojos de cada uno;

sólo se llevaba con él al Gringo, que conocía los senderos misteriosos de

la selva y era medio indio,

Mientras el General y el Gringo enseñaban sus espaldas camino de

Cali, en busca de la sinrazón del presidente José Ignacio de Márquez, el

Coronel Sarmientos Piedelobo, que se quedaba al mando del campamento,

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esbozó una sonrisa estúpida y pasajera que no contagió a ninguno de sus

soldados; ni el Chusco, ni el Chamizo, ni el Cojo, ni el Niño sonrieron; ni

siquiera la Chana se alegraba de la marcha del General que maldito el día

en que se iba quizás para siempre,

Cuatro semanas a lo más; eso fue lo que el General dejó dicho,

pero ya habían pasado dos y lo único que se oía era la indomable Seca

golpeando los rostros cansados por la lucha; los Yaguas no se divisaban

desde el campamento, aunque más que por la distancia porque ver un

Yagua y no ver nada era lo mismo; los ojos secos de los soldados

alcanzaban hasta poco más allá de las aguas del Putumayo; la Chana

cumplía años sin decir nada a nadie y se avergonzaba en silencio de su

cara mustia y poco agraciada; a la Chana también se le acabarían los

buenos tiempos, al menos eso es lo que todos se decían continuamente

con la mirada; ninguno deseaba ver entrar al General por el camino de

los charcos, porque verle entrar y acabar la lucha contra los insurgentes

era cosa segura, pero ninguno deseaba tampoco que su General faltase

para siempre, ninguno menos Sarmientos, para quien la ausencia de su

superior era la mejor noticia que pudiera conocerse,

El 11 de julio de 1841 amaneció sin avisar; en el cielo de la selva

donde viven los Yaguas raras veces se ve el sol allá arriba, por entre los

árboles; sólo donde las calvas han hecho de la selva un tapiz húmedo y

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verdoso florecen plantas caprichosas en busca de los tímidos y cálidos

fuegos del cielo,

El 11 de julio de 1841, el mismo día en que el General Obando se

negaba a pactar la rendición con el presidente José Ignacio de Márquez, el

Coronel Sarmientos Piedelobo se sentía con el mundo dentro del pecho y

hacía y deshacía a su antojo; la Juárez le colocó bajo las narices el

segundo plato de estofado que, aún ardiendo, el coronel relamía con sus

ojuelos achinados; la Juárez se retiró y dejó a su coronel tranquilo en

medio de aquel sofoco de verano, que maldito si llegó el calor aquel año;

Piedelobo torció el gesto a la primera engullida y, con la cara roja como el

tomate, escupió un trozo de carne; luego tomó la jarra de chicha, fría

como el alma de una viuda, y bebió para dejar sitio a otro golpetazo de

ardiente estofado; de cuando en cuando el Coronel maldecía el día en que

vio al de la Enara entrar por la puerta de su casa para decirle que se

pusiera la charretera; desde entonces su maldito dolor de barriga le

enredaba el vientre a golpes de bocado; el Coronel llamó a la Juárez a

voces: “¡Chana, venga usted acá con su amorcito!”; la Juárez o la Chana

como al Coronel le gustaba clavarle al oído aparecía de golpe y entonces

el Piedelobo le frotaba el trasero delante de todos, como si nada; los

demás, ante la ausencia de su General, callaban como muertos; hasta el

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Niño, pese a su juventud asquerosa y repulsiva callaba miserablemente y

aguantaba el tirón,

El calor húmedo de la selva del Tarapoto entraba a todos por los

ojos, secando el alma cansada ya de tantos años de lucha sin causa y sin

fin; el Piedelobo seguía estrechando con sus manazas las entrepiernas de

la Juárez mientras mascaba como un cerdo el último bocado de carne; a

ver quién era el guapo en levantarse sin el permiso del Coronel, pero el

guapo fue el Niño que harto ya de tragar bilis sacó la faca y amenazó con

ella al dueño de la Chana; el silencio se espesó cuando los demás vieron

pararse las quijadas del Coronel; el Niño tragó la poca saliva que le

quedaba y de no estar la Chana todavía en la falda del Piedelobo, habría

salido de allí como alma que se come la Seca, el parón cálido y salino de

la selva; hasta las moscas dejaron de zumbar; el Coronel, envalentonado,

se quitó a la Chana de encima, dejó el cucharón sobre la mesa y levantó su

enorme espinazo buscando la voz silbante de la faca en el aire; el Niño no

tuvo tiempo de reaccionar cuando ya el Coronel le aferraba la garganta

con la fuerza de un arco de acero; pero no apretó para que los demás

viesen el espectáculo de ver a un hombre morir a su voluntad; el Niño

maldijo al Coronel y fue lo último que hizo en su corta vida; el aire,

espeso como la leche de la Facunda, humedecía los rostros del Coronel, de

la Chana y de los demás; el tiempo, temeroso de que a él también le tocase

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parte, paró su ritmo, hasta que un antojo del Piedelobo le hizo soltar el

peso que cayó al suelo como un fardo,

Sarmientos Piedelobo pidió a la Chana un cubo de agua y lo echó

sobre la sangre vertida a dos palmos de sus botas; las moscas comenzaron

de nuevo a revolotear; algunos disparos lejanos atronaron en los oídos de

los demás quienes aprovecharon la ocasión para salir de allí por patas; el

Coronel echó de nuevo sus manazas sobre las cachas de la Chana y,

mirándola como un enamorado, comenzó a reír a carcajadas; la Chana le

imitó por hacer algo y ambos acabaron enlazados en un juego sucio de

sudor y sofocos; en la estancia calenturienta y húmeda del Tarapoto no

había ocurrido nada en realidad; la lucha seguía como seguía el sofocante

calor golpeando sobre los rostros cobrizos de los Yagüas; fuera oíanse

disparos de arcabuces cruzando el espeso y enrarecido aire de mediodía; el

Piedelobo acabó su comida echado sobre una destartalada yacija, sucia

como su alma gringa; pensaba qué suerte que aún faltase bastante para que

por la puerta apareciera el maldito General; pero mientras tanto el mundo

estaba dentro de su pecho y no había fuerza de la selva que se le opusiese

a su coraje; la Chana continuó con su brega y agachada en el suelo, sobre

sus carnosas rodillas de hembra aún joven, restregaba con fuerza sobre la

mancha rojiza de quien la quiso en mal día para ella; el Piedelobo miró a

la Juárez y ambos sonrieron; Sarmientos Piedelobo escupió lejos el cigarro

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ensalivado y se dio la vuelta para dormir; las moscas continuaron

revoloteando sobre los restos de sangre aún fresca,

Amaneció; la selva, aún en silencio, comenzó su acostumbrado

carillón de trinos y gorjeos mientras los primeros clarores del día

inundaban lentamente los poros de la tupida arboleda; el Coronel

Piedelobo roncaba; la Chana movía su denso cuerpo zambullida en un

delirio de pesadillas, acordándose del Niño, aún caliente; los demás

esparcían sus lacios y desmedrados cuerpos hasta que llegasen los

primeros rayos del sol abrasador; el aire soplaba tímidamente,

cobardemente, como todo lo que se movía allí, en el campamento, sin el

beneplácito atrabiliario del Coronel,

Piedelobo abrió los ojos como pudo; la garganta, aprisionada por un

cerco de hierro, no escupió ningún sonido inteligible; sólo sus pupilas y su

escaso entendimiento llegaron a comprender que el General había llegado

un par de semanas antes de lo previsto; al momento los hombres del

campamento, pillados de medio pie, formaron con sus arcabuces, mirando

al suelo; el General era el General y la cosa no era para bromas; varias

gargantas tragaron salivas; la Chana acudió presta con una cesta de

sonrisas y con las manos retorciendo su delantal en señal de servidumbre y

nerviosismo; el General preguntó poco y a los mismos de siempre, a los de

lengua mansa y dadivosa; sacaron entonces al Niño y echaron su cuerpo

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en medio de todos; el General, hombre al fin de pocas palabras, les miró

uno a uno; esa era su forma de dar órdenes,

El Coronel cruzó sus ojos con los ojos del General pero éste le

aplastó con su mirada; en un acto fatal el Coronel se postró de rodillas e

inclinó su espalda como un perro estúpido y miedoso; los demás no

respiraban; el destino estaba escrito y de allí a la noche alguien no

llegaría; ese alguien lo sabía, como lo sabían muy bien todos los del

campamento; el Coronel izó sus manos rogatorias de dedos entrelazados

sin levantar la cabeza; de sus labios salieron algunos lamentos que pronto

se convirtieron en gemidos; Obando alzó su negra bota de cuero y con

cara de profundo asco golpeó el costado del cobarde una vez y otra; a cada

golpe Sarmientos Piedelobo retorcía sus fibrosos miembros, se echaba las

manos a la cabeza y lloriqueaba como un cerdo pidiendo clemencia; el

General, un militar que sólo había conocido el sonido ululante de las balas

al cruzar sinuosas el aire, cesó en su furia y afirmó su gastado cuerpo

recuperando el aliento perdido; la Chana le sirvió otra cesta de sonrisas

adornada esta vez con un manojo de guiños; los demás, inmóviles, no

cerraban los párpados; el General miró a uno de ellos y con un

movimiento de su cabeza le indicó que aquella piltrafa estaba allí de más;

entre todos levantaron el bulto de carne deshecha; el Coronel, todo

hinchado, comprendió que por esta vez llegaría al final del día y este

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pensamiento extrajo de su boca una leve y extraña mueca mezcla de

felicidad, odio y rencor,

La Chana tomó la mano yerta del Niño y la besó; sería la última vez;

las moscas este año han venido a la selva más empalagosas que nunca; las

moscas siempre traen malos aires; mientras, los Yagüas, ajenos a todo,

hasta de los disparos de la sinrazón, continuaban con su afanosa tarea de

desentrañar los misterios de la selva,

A las tres de la tarde las piedras sudaban en el campamento, tan

espesa era la humedad que las frentes del Chamizo, del Chusco, del Cojo

y del Gringo goteaban efluvios verdosos de cobardía y de miseria; cuando

el Relamío y el Balas acabaron por fin de socavar el terreno la Seca, el

parón cálido y salino de la selva, comenzó a levantar un fino hilo de brisa

que relamió los silenciosos rostros de los presentes; la Chana se acercó al

cuerpo del Niño y, para sorpresa de todos, escupió una, dos y hasta tres

veces en la boca del desdichado; el Coronel volvió a condenar el puto día

en que al de la Enara le dio por decirle que se pusiera la charretera; la

tierra húmeda cayó sobre el cuerpo del Niño a peso, como con odio; los

presentes se fueron retirando lentos y perezosos; la Seca ululó, cansina,

como si de verdad lamentase aquella pérdida,

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El General, serio y con la cara desgastada y descosida por la guerra,

echó la última mirada a la escena fúnebre y entornó de nuevo sus rugosos

párpados adormilados,

Un poco más allá, apartados de la vista de los ojos maliciosos, el

Peinao, el más joven ahora en el campamento tras la muerte del Niño, ha

mirado a la Juárez con ojos de perro en celo; la Chana, embragada y

sugerente, le ha devuelto la mirada a medias, pues debe asegurarse de que

el General no se ha dado cuenta,

En el campamento la vida sigue como siguen los Yaguas viviendo en

las entrañas de la selva del Tarapoto, sin descanso, en silencio,

muellemente; pero algo ha cambiado; desde que llegó el General una nube

negra le cubre la cara; no hay quien le hable, ni nadie se atreve a

desentrañar los oscuros misterios de su rostro callado y serio; nadie sabe

lo que ocurrió en Cali pero todos lo adivinan en su fuero interno; es un

secreto a voces que el General se empeña en aplazar hasta el infinito; la

guerra se ha acabado; se ha acabado por la cobardía del presidente José

Ignacio de Márquez; el muy imbécil claudicó y llevó la deshonra a todos;

en el campamento los soldados miran al General esperando una señal para

abandonar ya la lucha eterna; todos lo esperan menos la Chana que sabe

que su General no abandona,

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Han pasado días, semanas; todo continúa igual, como si la guerra

siguiera su curso inexorable; los soldados se mueven con desidia, de acá

para allá; el Putumayo mueve sus aguas buscando el camino que nunca

encuentra, entre los árboles compuestos y frondosos; es media mañana; el

General ha llamado a reunión; todos acuden prestos; en medio de sus

soldados comunica lo que todos desean oír; se marchan; abandonan el

campamento; todo se ha terminado; Obando suelta las palabras como

quien se desprende de un fardo de cincuenta kilos; la Chana se equivocó y

siente que su General haya tomado esta decisión; la partida se hará a la

mañana siguiente; el destino, la Chanca; una vez allí se dispersarán y cada

uno buscará a su familia o hará lo que le venga en ganas,

El día siguiente no amaneció; una manta de agua caía sobre el

campamento convirtiendo las aguas del Putumayo en una simple broma; el

primero en abandonar el campamento fue el Coronel, que lo hizo solo y

cabizbajo; luego el Chusco, el Chamizo, el Cojo, el Gringo y el Peinao se

despidieron del General y tomaron el camino de la trocha principal en

dirección al sur, donde todos habían oído escuchar que se encontraba la

Chanca; la última en salir de allí fue la Chana que miraba hacia atrás cada

dos pasos para ver si su General tomaba el mismo camino que los demás;

pero el General no se levantó de su sillón de madera vieja y nudosa; se

quedó observando las espaldas de los que le habían acompañado y

28

obedecido durante largos años; el agua caía como si fuesen chorros de

plomo derretido, a peso, socavando la tierra y formando arroyos de aguas

sucias y enlodadas; el día seguía sin amanecer, de oscuro que se mostraba;

las nubes formaban una bóveda de agua en la selva del Tarapoto y sólo se

oía el crujir horrísono de alguna rama o tronco que cedía a la fuerza del

agua; la soledad y el General eran los únicos que permanecían en el

campamento, bajo la barraca principal; los Yaguas estaban allí cerca,

invisibles, quietos, callados, observando el agua que caía cada vez con

más fuerza; los Yaguas sabían esperar pacientemente a que llegara la

calma y comenzaran de nuevo a brotar la vida, las flores y los insectos; el

General parecía una rama inmóvil y silenciosa; sentado en su sillón

nudoso y de madera envejecida, rumiaba el sentido que había tenido su

vida; años dedicados a la lucha contra la injusticia para nada; el presidente

José Ignacio de Márquez le había decepcionado; Obando jamás aceptaría

la democracia, eso quedaba para los de la ciudad, porque la ley de la

trocha era su ley y nunca la cambiaría por una memez semejante,

La selva, obcecada en la pertinaz lluvia, parecía opinar como Obando

y se mostraba rebelde, obstinada, meliflua, derramando sobre el

campamento y sobre la barraca del General todas las aguas del planeta; el

Putumayo continuaba su crecida gradual alimentado por miles de brazos

acuosos y amenazaba con desbrozar la barraca; Obando se levantó de su

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sillón de madera envejecida y nudosa; allí solo, en medio del diluvio

universal, levantó la cabeza, miró al frente, a los árboles viejos y mudos

como él y, empapado como estaba hasta la médula de sus huesos, levantó

los brazos al cielo y con su voz bronca y desagradable lanzó un grito

atronador que enloqueció aún más los acordes de la selva.

30

III. FIEBRE

31

Por la mañana al pequeño comenzó a subirle la temperatura. La

Jenny le puso el termómetro. Treinta y siete y medio. No le dio demasiada

importancia y arregló a su bebé con los pocos trapitos que había podido

reunir entre sus amistades. A las once había quedado con la Tere y la Susi

para ir a trastear al mercadillo. El día había amanecido con nubarrones

amenazadores y soplaba un ligero aire, frío y húmedo, presagio de que

pronto el temporal se echaría encima del barrio. A la hora convenida las

tres se pusieron en marcha, la Jenny con el pequeño en brazos. Ninguna

sobrepasaba los dieciséis años pero su manera de comportarse y de

entender la vida denotaba más experiencia acumulada de lo normal. El

pequeño tosía de vez en cuando. Su madre le abrochaba entonces los

botoncitos de la rebeca y seguía charlando con las amigas. La Susi sacó

tabaco y repartió. Se pusieron en una de las esquinas del mercadillo, cerca

de un puesto de telas, para ver si entre las tres pillaban algo. La estrategia

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ya la tenían bastante aprendida y, a pesar de que todos en el barrio sabían

perfectamente quiénes eran la Susi, la Tere y la Jenny, el arte que tenían les

sobraba. La Tere dijo que estaba seca y la Jenny le afirmó, recelosa, que el

Fran le había asegurado esta misma mañana que por la noche traería un

cañón y montarían la gorda. El viento pastoso enfrió los cuerpos de las tres

adolescentes y sobre todo el del pequeño. La Jenny le volvió a abrochar los

botoncitos de la rebeca pero hacía frío para más. La Susi repartió de nuevo

tabaco y volvieron a fumar como carreteras. Antes de lo que esperaban el

negocio hubo acabado. Buen día. Como la nube negra y gorda se inflamó

sobre el cielo del mercadillo y comenzó a desgarrarse desparramando sobre

las muchachas regueros de agua helada, no tuvieron más remedio que salir

a toda pastilla atravesando el escampado que separaba el barrio de la

explanada. Mientras la Susi y la Tere guardaban disimuladamente los

retales que habían podido sustraer, la Jenny, además de correr como una

posesa, cargaba con el cuerpo mojado del pequeño. Ganaron el barrio

jadeando. Después de repartir a partes iguales el lote la Jenny quedó con

sus amigas arriba, a eso de las cinco. Subió las cuatro plantas con el chico

apoyado en la cadera como lo había visto hacer a su madre cientos de veces

con sus hermanos pequeños. El Fran todavía no había llegado. La Jenny

dejó al pequeño sobre el mugriento sofá de la salita, encendió un porro y se

fue a la cocina a preparar la comida, no fuera que el Fran llegara de

improviso y la pillara con las cosas sin hacer. Desde la inmunda cocina la

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Jenny oía los lloriqueos del hijo que el destino le trajo sin esperarlo. La

Jenny le decía cositas al bebé desde lejos porque no podía desatender la

sartén de su Fran. El llanto del pequeño comenzó a clavársele poco a poco

en los oídos pero la Jenny ya había entrado en el dulce sopor que le

proporcionaba su porro de mediodía. Dieron las tres y el Fran no aparecía.

Cuando hubo terminado sus quehaceres se fue a calmar al niño. Al cogerlo

en brazos notó que el bebé estaba ardiendo. La Jenny se asustó. Recordó

cómo la tía Lechu en casos parecidos ponía trapos empapados de agua fría

en la frente de sus hermanos. Pero la Jenny buscó por todos los rincones del

pisito aquello que le dio hacía apenas unos días el médico del ambulatorio

cuando a su hijo, como hoy, le subió la temperatura. No encontrando lo que

buscaba cogió trapos de la cocina, los dobló, los mojó en el grifo del baño y

se los colocó en la frente al pequeño. Le volvió a poner el termómetro.

Treinta y nueve con dos. La Jenny se asustó aún más. Poco a poco el sopor

del porro se le fue apagando y con el pensamiento algo más lúcido

comenzó a maldecirse por haber llevado a su hijo al mercadillo en esas

condiciones. La Susi y la Tere podrían haber ido solas y no hubiese pasado

nada, total por un día. Sentía unas ganas terribles de que alguien llamase a

la puerta de su cuchitril. Necesitaba urgentemente hablar con alguien. El

mierda del Fran seguro que no llegaría hasta bien entrada la madrugada.

Llamaron. Abrió todo lo aprisa que pudo. Eran sus amigas. “Niñas, mirad

al peque, está quemando”, atinó a balbucir entre dientes. “Hay que taparlo

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bien”, se le ocurrió decir a la Susi. Lo acostaron y entre las tres lo cubrieron

con todo lo que a mano tenían. La Jenny al ver a su hijo bien tapadito fue

poco a poco entrando en sí. “Anda niña, saca algo”, le dijo a la Susi,

cambiando de tercio. La más pequeña de las tres sacó tabaco por enésima

vez. La Jenny cerró la puerta del cuarto donde habían acostado al pequeño

y se sentaron a fumar. “¿No tienes nada?”, preguntó la Tere, con cara

asqueada, “estoy seca y harta de lo mismo”; “Ya te he dicho que no, coño”,

le respondió estúpida y cortante la Jenny. “A ver si viene el cabrón de mi

novio, que ya es hora, digo yo; además, habrá que llevar al pequeñajo este

al médico”, añadió nerviosa y distraída. Al rato el pequeño comenzó a

berrear de lo lindo y la Jenny lo tomó en brazos y lo acurrucó para que se

callara. La Susi y La Tere fumaban y hablaban sin parar y como la Jenny

no les hacía maldito caso se fueron más pronto de lo acostumbrado y la

Jenny se quedó sola con el llanto, con la desesperación y con el pequeño

que seguía en ascuas. Como el tiempo pasaba y el llanto del niño persistía

pensó que quizás el niño podría tener hambre. Le metió el biberón; nada. El

hijo no quería comer. Desesperada ya sin remedio dejó al pequeño sobre el

rincón grasiento del sofá y sintiéndose totalmente ida e impotente decidió

encender otro porro para evadirse.

El Fran llegó tardísimo. Abrió la puerta como buenamente pudo y

llamó a la Jenny a voces. La Jenny apareció totalmente repuesta con el niño

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en brazos. El Fran los miró con cara de estúpido y lo único que se le

ocurrió fue echarse cuan largo era en el sofá. “Hay que llevar a tu hijo al

seguro”, le dijo al Fran con su voz áspera y cortante. El Fran no hizo ni

puto caso. “Si no vienes conmigo iré sola”. El Fran abrió uno de sus ojos y

con voz de borracho le dijo que se callara y que tenía hambre. La Jenny,

que le conocía, sabía que lo mejor que podía hacer era coger a su hijo y

salir de allí cuanto antes. El Fran es bueno pero cuando se empeta le sale la

mala leche de cabrito que su madre le dio y no veas cómo se pone. La

Jenny arropó esta vez al pequeño con el abriguito que pudo robar hacía

unas semanas en el mercadillo. “Te he dicho que tengo hambre, golfa”, le

escupió a la cara con voz ronca y aguardentosa. “Además, está cayendo la

del tigre, ¿es que no oyes?”, prosiguió. La Jenny comenzó a dudar si

prepararle el plato de comida a su Fran o salir rápido del piso antes de que

a su novio se le cruzasen del todo los cables. El Fran seguía tumbado boca

abajo. Ni siquiera tuvo fuerzas para quitarse los pantalones de cuero ni los

zapatos de punta que gastaba. “Ahora vengo cariño, no tardo”. Cuando el

Fran oyó el ruido del picaporte saltó sobre ella y con la prepotencia de un

verdadero macho torteó con fuerza a la Jenny tres o cuatro veces. El niño,

asustado, mostraba los cachetes colorados; la fiebre le salía hasta por la

comisura de los labios y los ojitos, irritados de tanto llorar, irrumpieron de

nuevo en lágrimas desconsoladas. “Cuando tu Fran te diga una cosa a callar

y a obedecer, golfa”. El Fran tenía el demonio en el cuerpo y la Jenny,

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horrorizada, dejó al pequeño y se fue a la cocina a prepararle la comida. El

Fran jadeaba y miraba a un lado y otro como un poseso tratando de

comprender la actitud de la Jenny, su Jenny, que se le había resistido por

primera vez. Mientras la muchacha acababa de poner la mesa el Fran se

frotó la cara con agua y peinó con los dedos bien abiertos sus largos y

negros cabellos frente al espejo del baño. La Jenny se sentó junto a él

mientras éste engullía ansiosamente la comida. “Cerveza, niña”, le ordenó

secamente y la Jenny se levantó rápida como un felino en busca de una

cerveza fría. El Fran comía y bebía, la Jenny esperaba junto a él y el niño,

en el otro cuarto, lloraba cada vez más ruidosamente y, de vez en cuando,

se quedaba cogido y tosía y tosía sin parar, una tos sonora, temblorosa, que

a la Jenny le llegaba al alma. Cuando hubo terminado el Fran sacó una

papelina y la Jenny entonces comprendió que si no salía pronto de allí con

su hijito ya no habría remedio. El Fran no engaña, es hombre de palabra y

cuando dice que va a traer un cañón, a ver quién lo pone en duda. “Anda

tonta, arrímate, es para los dos”. La Jenny intentó rehusar el ofrecimiento

pero los ojos del Fran, inyectados en sangre, la convencieron de que lo

mejor que podía hacer era obedecer de inmediato. La raya hizo el efecto

deseado. Ambos cayeron enlazados sobre el sofá y formaron la que el Fran

le había anunciado esa misma mañana. Mientras, en el cuarto de al lado, el

pequeño se debatía entre lloros y convulsiones propias de las fiebres altas y

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yacía desatendido sobre la colcha de invierno que aún la Jenny no había

cambiado.

Apenas asomó el nuevo día la Jenny tomó a su hijo y salió del pisito

echando leches, dejando a su Fran durmiendo la mona. La Jenny caminaba

hacia el seguro con su hijo en brazos y bien liado en una mantita sin darse

cuenta de que el pequeño apenas movía ya su precario cuerpo y de que ya

la fiebre del día anterior había dado paso a un frío glacial en los miembros

del crío. Le tomaron al pequeño y los enfermeros se miraron unos a otros

sin decir nada. Mientras introducían al niño a la Jenny la llevaron a una sala

para que se calmara y para tomar nota de los papeles de ambos. Al cabo de

una hora de espera sin tener noticias de su pequeño, un médico le ordenó

que acompañara a una pareja de guardias que acababan de llegar al

hospital. La Jenny preguntaba por su hijo, una vez y otra, con

desesperación, pero la orden era suficientemente clara. Llevaron a la chica

a la comisaría. El que parecía mandar allí le anunció que su hijo había

fallecido nada más llegar al hospital. No habían podido hacer nada. “Lo

sentimos, señora”, le dijo el funcionario, sin convicción. La Jenny se

hundió y comenzó a gritar pidiendo que le devolvieran a su hijo. “Parece,

señora, que no ha comprendido”, le volvió a decir el funcionario de voz

monótona, “Su hijo ha muerto, acaso si le hubiera llevado unas horas

antes…”, fue toda la explicación. El funcionario sacó del cajón unos

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papeles y comenzó a preguntar a la chica datos que a ella en esos

momentos le traían sin cuidado. El funcionario, acostumbrado a este tipo de

actos, dio su tiempo a la chica y cuando ésta pareció haberse repuesto

comenzó la retahíla de preguntas. La Jenny sabía que no podía mencionar a

su Fran para nada, porque entonces sería presa fácil y todo se acabaría. El

funcionario, displicente, anotaba todas y cada una de las palabras de la

desafortunada. Cuando hubo acabado le informó de que según el parte del

forense su hijo había fallecido por neumonía y desnutrición. La Jenny,

llorosa y asustada, lo negó todo. “Asuntos Sociales inspeccionará su

vivienda por orden judicial, para dar fe de cuanto se remite en este informe

y actuar en consecuencia”. La Jenny no entendió bien lo que el funcionario

le quería decir pero lo único que se le venía a la cabeza en estos momentos

era su Fran.

Desde que aquel día el Fran saliera por el portal con aire chulesco y

bravucón, la Jenara ya le avisó a la Rosalina que malos aires soplaban. La

Rosalina no entendió nada de lo que su amiga le decía y se limitó a sonreír

como siempre que intentaba disimular la sordera que la aislaba del mundo.

Y es que el Fran, oliéndose la quema, había bajado los escalones de tres en

tres como alma que lleva el diablo y, presa de su mal fu, no se le ocurrió

siquiera saludar a las comadres como solía hacer a diario. La noticia corrió

por el barrio con la velocidad del rayo. A mediodía se agolpaban a la puerta

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del bloque decenas de curiosos para ver llegar a la desdichada. Pero la

Jenny no apareció hasta bien entrada la noche. Venia hecha una piltrafa. La

escoltaban dos jóvenes apuestos vestidos de uniforme que se separaron

cuando la Jenny les comunicó que ya habían llegado. Uno de ellos, el más

alto y delgado, la acompañó escaleras arriba. Los vecinos y todos los

curiosos que presenciaron la escena se dispersaron, mas algunos siguieron

espiando cuanto sucedía a través de sus ventanas. “Abra”, le dijo el

funcionario. El piso olía a hachís y alcohol y el escaso mobiliario se

encontraba deshecho. Alguien había hecho allí de las suyas y se había

entretenido en sacar el contenido de todos los cajones y esparcirlo por el

suelo. “Tu amiguito te ha dejado, ¿no es así?”. La Jenny, con el rostro

cubierto de tierra, negó lo que parecía un hecho consumado”. El

funcionario, sin hacerle mucho caso, se desentendió de ella y comenzó a

buscar indicios sobre el autor de ese desaguisado. La Jenny, asustada, se

sentó en un rincón del sofá y le dejó hacer. Al poco llegó el segundo

funcionario, éste más bajo y corpulento. Se estableció un coloquio

silencioso entre los dos compañeros que se alargó durante unos minutos.

“El barrio es una tumba”, le decía el segundo funcionario al primero,

“como siempre, nadie ha visto ni oído nada”. El segundo funcionario

continuó la infructuosa búsqueda del primero y éste se sentó al lado de la

Jenny. “¿Te llamas Jennifer, verdad?”. La Jenny cabizbaja, callaba. “No

hace falta que contestes si no quieres, pero has de saber que si no colaboras

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no podremos castigar al culpable”. La Jenny levantó la cabeza, miró al

funcionario y musitó: “La única culpable de la muerte de mi niño soy yo”.

El segundo funcionario siguió buscando pero no logró encontrar nada. Al

poco el primer funcionario le dijo a la Jenny que el segundo funcionario

permanecería por allí cerca toda la noche, por si el elemento se acercaba.

Le dejó una tarjeta con un número de teléfono, por si acaso. La Jenny la

tomó pero le aseguró con ojos implorantes y miedosos que ella era

realmente la única responsable de la muerte del pequeño. El funcionario

salió del piso sonriendo.

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IV. LA ESPERA

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Ceferino Vargas murió al atardecer del uno de enero de 1955, el

mismo día en que vino al mundo su esposa, doña Matilde Ayuso; el

infortunado dejó esta tierra acompañado del Tomasín que miraba con sus

ojuelos de niño asustadizo las cuencas abiertas del muerto, del perro Frufrú,

cojitranco, canijo y cenizo, el único animal vivo conocido en el pueblo y

del párroco del lugar, don Hipólito Hurtado de Mencía; y éste porque no

tenía más remedio, que para eso estaba; los demás vecinos del finado

brindaron con vino cagalón y torrijas con miel en cuanto se enteraron que

el Ceferino se marchó para siempre; a propósito hubo fiesta a lo grande en

la tasca del Tuerto y al velorio no acudió nadie, y menos en una noche

ventosa y fría como aquella de aquel año que dichoso el invierno venido

del norte para cuidado de todos; la noche seguida duró lo que las noches de

difuntos, largas, odiosas y solitarias, con un frío glacial que cortaba los

huesos de las manos; sólo el orujo del Tuerto excitaba las gargantas en

ocasiones como ésta; Ceferino Vargas murió, dicen, por los malos humores

del hombre pero la verdad es que arrastraba desde siempre una úlcera

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estomacal que el difunto se encargaba de alimentar a diario con alcohol de

sesenta; la feria del Tuerto duró hasta que al Leandro se le cansaron las

manos de sobar a la hija del alcalde, la Susi, en la calle Real, esquina a la

parada del autobús; fue entonces y no antes cuando una gasa de fina y

delicada leche rasgó los cielos cuajados de estrellas de la comarca,

Amaneció justo cuando el Felipe entreabría la reja del cementerio; a

media mañana se enterraría al Ceferino en la misma fosa donde sus padres,

en la tercera calle, al entrar, a la derecha, pasando los primeros cipreses;

Felipe había pasado toda la noche con el Tato, allí en la tasca del Tuerto,

bebiendo como un cosaco para asegurarse la friega del yeso, porque desde

que al alcalde le dio por cortar el agua del cementerio – hay quienes

afirman que por impago -, se las veía canutas a la hora de amasar en la

espuerta, de modo que su propia orina, salida a presión de una vejiga muy

maltratada ya por los excesos, le servía de disolvente, para el sofoco de los

presentes, saturando el aire del camposanto de un aroma fétido e

insoportable,

A las diez y cinco de una mañana dura y cortante llegó el autobús de

línea a la parada donde el Leandro se calentaba con la Susi; Matilde Ayuso,

disfrazada de viuda eterna viajaba sola; al bajar del carro y pisar la tierra

apelmazada y amarillenta de la calle Real respiró hondo y un ligero temblor

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nubló su rostro, remarcándose así, más aún y pese a los años, su aspecto de

mujer egipcia, morena y atractiva; el Frufrú se le acercó como si la

conociera de toda la vida olisqueando sus piernas menudas y firmes,

aunque la mujer, desvaída y ausente, no le hizo caso y continuó caminando

en dirección a la vereda del cementerio con paso decidido; Matilde Ayuso,

aunque lejos aún, divisó pronto la semiderruida y ladeada tapia del

camposanto, así como los picos verdes de los cipreses que asomaban de

puntillas como vigilantes eternos de los muertos; el soplo adelantado del

día arrastraba las hojas secas y onduladas y un matorrillo de nubes

acercábase desde el noreste trayendo consigo presagios de lluvia; Matilde

Ayuso llegó al cementerio una hora antes de que al Ceferino le dieran tierra

y, aunque no hubo considerado este pormenor, no le importaba esperar una

hora más en su vida; se trataba de asegurarse y de comprobar por sí misma

que a su marido le cubría una buena tapa de argamasa y para eso valía la

pena esperar; el Frufrú, que la había acompañado hasta allí como una

sombra, rozó con su lomo las piernas de la mujer, a la manera de un gato, y

se echó al suelo imitando la espera de la viuda; a las diez y media, antes de

lo acostumbrado, sonó la campana de la iglesia; sus latidos cubrieron al

pueblo con un lamento bronco y sincero porque don Hipólito Hurtado de

Mencía creyó justo que fuese así; llegada la hora el párroco asomó la

sotana por entre los matorrales ásperos y espinosos de la entrada y se tapó

como pudo las narices; el hedor a la orina del Felipe aumentaba el sabor del

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aire del cementerio y las fosas lucían entre amarillas y ocres por el capricho

del alcalde de no dar agua,

Las once dieron y tres eran los presentes: el cura, el Felipe y la viuda;

ninguno dijo nada aunque los tres se conocían desde siempre; al poco

resonó el carro del Tato que cargaba el cuerpo de Ceferino Vargas;

tuvieron que meterlo en la fosa entre Felipe y el mismo Tato porque don

Hipólito no estaba ya para esos trotes y la viuda no era cosa de que

ayudara; Ceferino Vargas no hubo estado tan serio y tan rígido en su vida;

ni siquiera aquel día, hace ya veinte años, en que la Matilde, cansada ya de

humillaciones, cruzó la cara del marido y sin temer al destino ni a la

soledad, tomó el camino de la parada del autobús; desde entonces, viuda y

sola, la Matilde esperó paciente la llegada del día,

El viento quiso sumarse a la despedida y se arrinconó en la tercera

calle a la derecha conforme se entra y se deshizo luego en ramalazos contra

los invitados al entierro; el Frufrú se acurrucó en un nicho entreabierto al

socaire del vendaval y la Matilde levantó su negro velo en el mismo

momento en que los pies del Ceferino desaparecían en el hueco oscuro y

áspero del nicho; el párroco desgarró el aire haciendo extraños signos con

la mano y luego roció los pies del Ceferino con agua bendita; Felipe,

cabizbajo y con los brazos cruzados, esperaba casi dormido la orden del

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cura para tapiar la fosa; el Tato cogió las de Villadiego en cuanto vio la

ocasión, que ése no era sitio para él, al menos por ahora; a la señal, Felipe

tomó la espuerta casi media de orines y echó varios puñados de yeso

envolviendo sus manos en una pátina blanca y polvorienta; a continuación

cogió la piedra y la encajó milimétricamente en el hueco oscuro de la fosa;

Matilde Ayuso se persignó y sintió una levedad tan grande en el cuerpo que

creyó elevarse a los cielos estando aún con vida; el Felipe tapaba y tapaba

como lo hizo siempre, con la parsimonia y el desinterés de quien sabe bien

su oficio y lo hace de corrido; cerca de allí el Frufrú meneaba el rabo y se

relamía los pelos del bigote con la lengua roja y esponjosa; al terminar, el

Felipe esbozó una sonrisa estúpida y se quedó mirando la fosa como el

artista que se recrea en una soberbia obra de arte recién acabada; el cura

cerró el maletín y despidióse de la viuda con un apretón de manos, falso y

ridículo, que nada quiso decir; el Felipe levantó ligeramente la visera de su

gorrilla a modo de despedida y Matilde Ayuso se quedó de nuevo sola,

frente a la tumba del que fue en tiempos su marido; así permaneció durante

varios minutos, seria, cabizbaja y en actitud de oración; mientras, en lo

alto, las nubes, zarandeadas sin cesar por los vientos fríos y húmedos del

norte, cocinaban una sopa de agua torrencial que aplacaría

momentáneamente el hedor nauseabundo del cementerio,

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El cielo abrió sus puertas y las aguas cayeron como chorros de

plomo derretido; Matilde Ayuso perdió unos minutos más ante la fosa de

quien no la quiso nunca para sí, como muestra de su bondad y candor de

alma, y cuando comprobó que estaba calada hasta los huesos se dirigió

hasta la puerta que nunca jamás en su vida pensaba cruzar,

El camino de vuelta se convirtió en un episodio de soledades y

malos recuerdos que perduró hasta que Matilde Ayuso alcanzó la parada

del autobús; una vez allí y sabedora de que el próximo carro de línea no

llegaría hasta pasadas al menos tres horas, Matilde, más viuda ahora que

cuando llegó, se decidió a ver la vida que le quedaba sin el lastre que

supuso para ella Ceferino Vargas; lo único que le faltó – pensaba - fue

escupirle las entrañas sobre la piedra enyesada y maloliente; lo hizo por

ella sin embargo el mismo cielo con sus lengüetazos de agua que ni a

propósito caían del algodón ceniciento y helado; el Frufrú, que se había

distraído en el camino jugueteando con los rizos de agua y con las yerbas

vencidas por el viento, llegó donde la Matilde y se sentó junto a ella

soportando estoicamente el paso cansino del tiempo; Matilde Ayuso lo

miró y por vez primera desde su llegada sus labios esbozaron una leve

mueca de sonrisa que le llenó el alma de sabor y esperanza,

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El pueblo llegó al mediodía triste, adormilado y melancólico y con

sus habitantes ebrios por la muerte del Ceferino, muerte que les señalaba a

los más el destino indesmayable que se les venía encima; don Hipólito

Hurtado de Mencía continuó sus misas eternas y cómicas en un diario

monótono y desapacible, donde los días que suceden son el mismo día y

donde el sol que les calienta es el mismo sol de siempre; el Tato siguió con

sus cargamentos de podredumbre unos años más hasta que fue él mismo,

tapado con una manta de difuntos, quien hizo el último viaje tirado ahora

por uno de sus convecinos; y el Felipe, ensimismado en su pureza y

candidez, señales inequívocas de la sabiduría de esas tierras ásperas y

agrestes, continuó preñando su cementerio seco y cuarteado con la orina

acumulada donde el Tuerto a base de orujos aguados y a granel,

Llegó la tarde como llega a casa algún desconocido a mala hora y

cogió a Matilde Ayuso con media pulmonía y abstraída e inmersa en sus

recuerdos fatales; a las tres en punto detúvose ante la parada el carro de

línea y Matilde Ayuso echó la última mirada a la calle Real y a sus aceras

maltrechas y anegadas; en medio de aquel día lluvioso, delirante y de tantos

recuerdos acumulados sintió por primera vez el hilo que te tira hacia atrás

en la vida y le pareció, incluso, que tal vez le hubiera ido mejor con el

Ceferino si aquel día no le hubiese abofeteado; el autobús, en uno de sus

temblores, sacó a la viuda de su pequeño desmayo y Matilde subió los tres

49

escalones que la separaban del recuerdo; el Frufrú quedó abajo, sentado

sobre sus patas cojitrancas, con los ojos de par en par y las orejas tiesas; si

la viuda no le llevaba continuaría siendo el único animal vivo conocido de

este pueblo condenado ya al olvido; Matilde se volvió y lo miró con los

ojos cansados de viuda doble y eterna y a una señal suya el autobús

ralentizó sus temblores, momento en el que la viuda tomó al perro en sus

brazos y se sentó junto a la ventana que daba al ayuntamiento; el autobús,

sobreponiéndose a uno de sus estertores, arrancó, y Matilde y el Frufrú

pudieron ver, tras el cristal vaharado, el río pantanoso en que se estaba

convirtiendo la calle Real y observaron asimismo algunos rostros serios,

macilentos, entristecidos, de gentes sin caras ni ojos que pasaban

apresuradas huyendo del aguacero; Matilde Ayuso se sintió reconfortada y

más joven incluso que unas horas antes y en un estremecimiento mezcla de

miedo y de ternura abrazó sin pensar, como en un sueño innecesario y

perpetuo, el cuerpo escuálido del Frufrú.

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V. LOS VENCIDOS

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Los últimos fríos estaban aún por llegar pero el viento que soplaba

era lo bastante fuerte y desagradable para que nadie en los alrededores

anduviese por la calle; atardecían las sombras por la ladera del monte

Señas, alto, húmedo y majestuoso, con algo de misterio en sus tonalidades

y un olor a rancio y a miedo difícil de ignorar; un extraño silencio

embadurnaba las paredes del poblado de lenguas calladas, de oídos sordos

y de ojos que miran siempre al vecino, por aquello de si se acuerda de

nosotros o no; el miedo, ese gran desconocido, entró por la puerta del

cuartelillo, avanzó pasillo adelante hasta llegar al puesto de mando, donde

tres sombras cuchicheaban por lo bajo en un mano a mano entreverado de

monosílabos y, cruzando la podrida puerta de la habitación, se adueñó de

Federico y de Ángel, como se adueña del alma un mal presentimiento,

Corrió el aire frío enfadado por las estancias, empujando puertas

semiabiertas y levantando el polvo adormecido sobre los muebles; el reloj

52

de la entrada marcó las seis de la tarde en el instante en que la última

sombra se echaba sobre el cuartel como queriendo ocultarlo, para su

vergüenza y humillación, de la vista de los vencidos,

Federico y Ángel cruzaron sus miradas, levantaron sus cuerpos de las

sillas maltrechas por el uso y anduvieron hacia la salida, por la estrecha y

húmeda galería, hasta llegar a la puerta del cuartel; una ráfaga de fresco

golpeó los rostros de los dos guardias civiles; el sol, oculto tras el monte, se

adivinaba aún amarillo y brillante, calentando las tierras cántabras situadas

más al oeste; nadie caminaba por la calle; el silencio y el miedo transitaban

sin embargo por las aceras recorriendo el poblado de una punta a otra; ni el

Chisco, ni la Zambrana, ni el Tojo asomaban las narices; algo habría de

suceder ese día, esa tarde, esa noche, pero ¿quién lo sabía?,

Federico tomó la delantera, era su costumbre; tras él, Ángel, azuzando

el caminar de la pareja porque la ronda se las traía; hora, las seis y media;

ruta, Valcayo, Soberao y de regreso de nuevo hasta la Vega de Liébana;

casi tres horas de pasos silenciosos por las faldas del Señas; los dos

guardias civiles se apretaron a una los cuellos de sus chaquetas, por eso del

frío traicionero del monte; Federico, el cabo, conocía el camino con los

ojos cerrados; pero era perro viejo en el oficio y sus orejas no se fiaban del

emboscado que de seguro les vigilaba, como los pávidos, oculto y lejano;

53

Ángel, más confiado que su compañero, no pensaba más que en llegar

pronto a casa; su caminar era silencioso y ágil como el de una rata, pero su

pensamiento, disperso y distraído, podría acarrearle un día de estos una

desgracia; así se lo decía la Juani, su mujer, todos los días al salir para el

oficio y entonces Ángel se apresuraba y la besaba como cualquier

enamorado,

Desde la cima del Señas, agazapados tras unos densos arbustos de

espinos y zarzas, Teo y Bedoya observan a la pareja con sus prismáticos;

han pasado allí todo el día, desde que por la mañana temprano, antes de las

luces claras del amanecer, salieran huyendo en busca del bosque, entre

matas y árboles, corriendo, mirando a uno y otro lado, con el corazón

frenético y el orgullo debajo del brazo; han estado allí, han comido allí, han

hablado, sentido y odiado allí; sin embargo han añorado sus casas, sus

amigos, sus familias, sus ratos de ocio, sus sinsabores cotidianos; han

deseado y soñado con no tener que estar allí; y han maldecido el día en que

nacieron por enésima vez; pero la hora ha llegado y deben permanecer

atentos a las maniobras de los civiles; ambos conocen el monte como los

recovecos de sus casas y saben que desde donde están los guardias hasta

donde ellos se encuentran hay al menos dos horas a paso tranquilo; de

manera que Teo y Bedoya se miran, sonríen confiados y mascan tabaco

para pasar el tiempo,

54

El tiempo, ese tiempo que no tiene prisa y que se mece indolente en

el sillón del olvido, se refrena muellemente y consigue que los dos

vencidos lleguen a ponerse nerviosos; Bedoya mira a Teo; la expresión de

Teo, su mirada, la curva densa y oscura de sus cejas, las líneas de su

fatigado rostro exponen ante Bedoya un mensaje misterioso que éste no

alcanza a comprender; Bedoya se siente inquieto; teme que los civiles

acierten esta vez y den con ellos; sería el fin; Teo es demasiado temerario a

veces y esta temeridad asusta a Bedoya y le hace desconfiar por vez

primera de su amigo y compañero; los guardias han desaparecido tras una

loma encrespada del monte; en quince o veinte minutos alcanzarán el

último repecho que les dejará delante de sus narices; Bedoya y Teo se han

agazapado aún más llegando hasta el fondo del agujero, lleno de pasto,

ramas y hojas secas; sienten los pasos fatigados de los guardias que suben

al monte con paso decidido; perciben la respiración forzada de la pareja

que carga con los fusiles bajo las capas,

Federico, el cabo, y su compañero Ángel, detienen su marcha para

tomar aliento; uno de ellos consulta su reloj; en medio del monte, entre los

árboles callados y bajo la tenue luz del día que se apaga, se han detenido

dos personas que no desean en el fondo encontrar a nadie; ambos se dicen

con la mirada que hay que continuar, que por hoy todo pasó y que podrán

55

conciliar el sueño junto a los suyos sin tener nada que temer ni nada que

reprocharse; el camino de vuelta les espera, áspero como siempre, largo

como siempre, duro y esperanzador como siempre,

En el cielo de la tarde cántabra se han arremolinado infinidad de nubes

que tiñen el paisaje de tristes, trágicas y caprichosas figuras; el viento se ha

desgarrado y lanza a los caminos puñados fríos y cortantes de soplos que

hielan la sangre de los atrevidos, de los pocos valientes que asoman las

narices para oler lo que se cuece; es un secreto a voces que hoy habrá

redada; y es que la guerra para algunos aún no ha terminado; vencedores y

vencidos continúan persiguiéndose, acosándose, como los niños en el patio

del recreo, en un juego oscuro y confuso, idiota y sin sentido las más de las

veces, en un juego de muerte y desesperanzas que sólo los adultos pueden

llegar a entender; las negras nubes anuncian una desgracia pintada en el

aire de los montes cántabros, una desgracia que ha de cumplirse como ley

que marca el destino, inexorable, inevitable, ineluctablemente,

El Chisco, la Zambrana y el Tojo no hablan; cada uno permanece en

su habitación; muestran semblantes parecidos, serios, absortos y desleídos,

como la noche que se aproxima en busca del desenlace fatal; el Chisco no

aparece a la cena, aduciendo cansancio y melancolía, raro en él tan

socarrón de costumbre; la Zambrana, en la cocina de su casa, frente al

56

fogón de carbón negro como su alma, cocina al marido lo primero que se le

ha ocurrido, y que no chiste que la cosa no está para más; el Tojo, con sus

muletas y la cara partida en dos, como su ánimo, desapacible y huraño, no

quiere nada con nadie, y se lleva toda la tarde escupiendo y matando

moscas con la palma de la mano encallada,

Nadie en el poblado quiere saber; nadie en los alrededores quiere ni

necesita saber más que lo que a cada uno le va; a quién le puede importar

que Teo y Bedoya hayan salido de su agujero, en lo alto del Señas,

esquivando a los guardias civiles, a los enemigos, para tomar la senda que

les lleve al cementerio; Teo y Bedoya, Bedoya y Teo caminan casi sin tocar

el suelo, por no hacer ruido, como dos diablos solitarios; son dos rescoldos

de la guerrilla que todavía mantienen sus almas embriagadas de valor y de

pureza; han dejado atrás a Federico y Ángel, sus dos compañeros de la vida

hasta que la guerra los revolvió; a ninguno de los dos vencidos le importa

que el cielo se muestre estremecedor ni que el viento helado que baja de los

montes le escupa a la cara ramalazos de desdicha; son las ocho; a las nueve,

ya noche cerrada, cruzarán la carretera y alcanzarán una zona más

resguardada y más segura que les oculte hasta el amanecer siguiente de la

vista de los civiles; pero hasta que ese momento llegue deberán descansar

sus espaldas en la tapia del cementerio al que pronto llegarán,

57

Los muros aparecen desconchados por la fatiga de los años, por el

despego de quienes en un futuro próximo deberán hacer uso de ellos y

porque sí, porque la vida es como es y porque un muro, dos o tres,

desconchados, amarillentos y descalichados no le importa a maldita sea la

gente; el musgo, atrevido y andarín, ha subido hasta las barbas de la pared,

alta y desafiante, como quien no quiere la cosa; las ratas merodean por sus

bases, se entremeten en los huecos horadados por incisivos afilados y

asustan a quienes osan pasar por allí; sólo los valientes apoyan sus espaldas

en las superficies frías, rasposas e irregulares del cementerio; el edificio,

viejo como el dolor humano, se resiste a claudicar y continúa guardando

cadáveres cántabros pese al paso fatigado y cansino del tiempo; su base es

irregular como el entendimiento posiblemente de quien lo ideó, pero ese

detalle no importa ahora en absoluto; de este a oeste baja en pendiente,

forma escaloncitos que aventajan al terreno simulando ser plano y obliga a

que los cadáveres descansen en posición levemente inclinada; poco más de

unos cientos de cántabros yacen en él, bajo sus tierras muertas, en medio de

un fuerte olor a metano propio de la descomposición de la materia orgánica

de la que también están hechas las personas de esta tierra; Teo y Bedoya

llegaron al muro del norte, más frío y húmedo que los demás, con tiempo

suficiente para pensar en lo que debían hacer en adelante; si ellos eran

listos más listos eran los guardias, acostumbrados a las redadas y a dejar

las entrañas en el cuartelillo; Teo se recostó cansado sobre la pared

58

apoyando el peso del cuerpo en la blanda tierra llena de terruños; se

desabotonó parte de la camisa para airear el sofoco del camino y con

semblante absorto y medio distraído sacó su pistola, un nueve largo, y se

puso a limpiarla como si en verdad quisiese darle lustre; Bedoya sentó su

alma junto a la de Teo y aspiró profundamente el aire gélido que bajaba del

monte, hinchando su pecho como si el aire se acabara; así esperaron algún

tiempo, observando en silencio el movimiento cadencioso de las ramas

cercanas; Bedoya miró la hora; en el fondo del alma su entendimiento le

decía que el tiempo no debía pasar; su alcance le hablaba, le susurraba al

oído y Bedoya no entendía; pero al mirar a Teo comprendió por el extraño

brillo de sus ojos que esa noche era una noche especial; jamás hubo visto

en su mirada nada semejante que le delatara lo misterioso de la vida, del

silencio y de la noche,

Las ramas comenzaron a mecerse y balancearse como si la mano

invisible del espacio las empujase en un movimiento de vaivén, rítmico y

acompasado; un ramillete de estrellas dijo adiós a los dos desventurados

que esperaban en silencio bajo la noche, ocultada por una densa y

abigarrada nube que bajaba corriendo siguiendo al viento; la brisa trajo más

olor a muerto, a tierra húmeda y a tumbas oxidadas; el miedo comenzó a

disolver los escasos resortes que aguantaban el coraje de los vencidos; de

aquí a poco deberían atreverse a cruzar la carretera; el tiempo se les echaba

59

encima, pero el problema era cuándo, quién sería el primero en pisar el

asfalto, quién tendría la sangre helada para arrancar hacia el otro lado al

ritmo que su corazón le permitiese; ninguno de los dos lo confesaba pero

los dos sabían perfectamente que Teo sería el primero; Bedoya callaba

junto al muro del cementerio pero hasta los cadáveres cercanos sabían que

Teo sería el primero; Bedoya, mudo, se pisaba la lengua con la punta de los

dientes, pero hasta las ramas dinámicas, hasta el musgo de las paredes,

hasta la estrella oculta, hasta el viento que corría como un perseguido sabía

que Teo sería el primero en cruzar al otro lado de la carretera; pero hasta

que el segundo exacto llegase deberían permanecer junto a la tapia

adormecida por el murmullo de los cadáveres; y aguantar la llovizna que

comenzaba a caer sobre la desgracia de la noche perseguida; Teo y Bedoya

se acurrucaron junto a la tapia mojada, tragaron saliva y se dispusieron a

soportar la manta de agua que caía del cielo; las nubes, apretujadas unas

con otras, miraron hacia abajo y al ver a los dos desventurados abrieron sus

cauces dejando caer el alma del cielo en forma de agua,

La lluvia ha cogido en medio del camino a los dos perseguidores;

sendas capas cubren sus miserias mientras bajan el monte maldiciendo y

jurando por todos los santos y por todo lo habido y por haber; Federico y

Ángel se aprestan sin embargo en la bajada tratando de alcanzar lo antes

posible los aledaños del poblado; la pendiente es dura, el camino zigzaguea

60

y deben tener cuidado en dónde ponen los pies; al cabo de un rato divisan

las primeras luces del pueblo; la tarde se volvió oscura de pronto, como sus

corazones, y el aire, desabrido y montaraz, golpea sus espaldas empujando

a los dos guardias civiles hacia un lado y otro del camino; Valcayo quedó

atrás como queriendo ocultarse de la escena que pronto va a tener lugar; el

camino continúa buscando el poblado, pero antes de llegar tendrá que

torcer su esqueleto buscando la curva del molino, cerca del cementerio;

Federico y Ángel, bajo sus capas acampanadas, con las manos prestas en el

fusil, caminan decididamente observando los alrededores como si en

cualquier momento fuesen a ser atacados por unos desalmados; pero la

noche se ha negado a ser noche convirtiéndose en otra cosa y prohíbe con

su llanto copioso e interminable la aventura de los valientes,

Teo y Bedoya no aguantan más la tortura de la espera, de la lluvia y

del viento y sin pensarlo dos veces se han aproximado al borde de la

carretera; la noche se ha echado sobre ellos a conciencia y no se ve un alma

ni a un lado ni al otro; deben pasar, deben atravesar ya o los guardias les

cortarán el paso; Teo y Bedoya huelen la presencia de un guardia civil

aunque éste no vaya de uniforme; posiblemente huelen la mala leche o la

sangre salada, agria y densa de los guardias civiles; pero lo cierto es que

consiguen oír el rumor de sus capas al viento y el filo cortante de sus

fusiles, Teo ha mirado a Bedoya con ojos astutos y Bedoya ha sentido frío

61

en los huesos; el espinazo, erizado, le dice que Teo va a hacer una locura;

pero cuando alarga la mano para atrapar el brazo de su compañero

encuentra sólo el aire gélido y crudo de la noche cántabra que los vigila,

El tiempo anticipado le ha dicho a Bedoya que se quede quieto y

callado, con los pies anclados al suelo; un presentimiento, un rumor, tal vez

una brizna de hierba mojada que se agita y se lamenta en el aire, le ha dicho

con palabras, con sonidos misteriosos que lo mejor que puede hacer es

permanecer mudo, con la lengua atravesada, para no tener nada que temer;

Teo avanza con pesar, con pasos trémulos; ha oído el leve roce de una capa

agitada por el viento tenaz y ha sentido miedo en la piel, en los huesos, en

el espinazo, y ese miedo se ha convertido en horror en el momento en que

sus ojos divisaron una sombra en medio de la carretera; la silueta figurada

en sus ojos erizaron sus nervios y su mano diestra tensó los tendones

agarrando la pistola; en un acto reflejo amenazó a la sombra con la vara de

avellano que portaba con la otra mano, pero como si de un rayo se tratase

comenzó a correr en zigzag tratando de evitar lo que se le venía encima;

Bedoya, ocultando su cuerpo detrás de unas royas de castaño, contuvo el

aliento que se le escapaba y sin pensarlo dos veces disparó su arma contra

la sombra siniestra que tenía delante; el cabo de la guardia civil gritó al

cielo que hasta las nubes, el agua y el viento se le tenían que rendir y parar

sus corazones, pero nadie le hizo caso y todo siguió como si tal cosa;

62

herido en su orgullo Federico sacó su fusil y manejándolo como una

guadaña abanicó el aire con una ráfaga mortífera de plomo; Teo notó cierta

dulzura en su cuerpo como si de pronto el cansancio hubiese desaparecido;

el tiempo se dilató en sus sienes y se acordó entonces del Francés, de

Ramiro, de su amigo Sabaté y de tantos otros que, como él, horadaban los

montes del norte de España huyendo de la represión indomable; cayó al

suelo el cuerpo de Teo; Bedoya volvió la mirada, se recostó contra el

tronco mojado y vomitó sin parar la miseria que guardaba; sigue lloviendo

el agua del cielo para limpiar la sangre de la carretera, sigue soplando el

viento frío, el viento encabritado, para huir de allí e irse lejos donde los

odios de vencedores y vencidos no se conozcan; Ángel ha llegado junto a

Federico; las dos sombras encapotadas vigilan ahora al muerto que yace

bajo la lluvia, en medio del asfalto; el silencio ha regresado para acallar el

resuello de los guardias y los miedos de Bedoya que continúa oculto tras

los maderos; Bedoya se arrastra clavando las rodillas en el suelo mojado y

duro del camino; no suelta su pistola pero se obliga y continúa gateando

hacia las ramas densas y negras que le oculten para siempre; bien sabía

Bedoya que Teo sería el primero en intentar cruzar la carretera; los ojos de

su compañero se lo dijeron, el brillo de su mirada le contagió el miedo que

ahora sentía,

63

El cuartelillo huele a cadáver, a noche que huye de sí misma, a monte

cántabro deshecho y reventado por el agua caída; desde la curva del molino

la sangre y el hedor a muerto tardaron poco en llegar hasta el cuartel; más

allá, hacia el pueblo, aparecieron algunas lucecillas que iluminaban el cielo

como las mariposas de los Días de Difuntos; varios guardias formaron en la

puerta, bajo la cortina que caía, con sus capas verdes y brillantes y los

fusiles cargados; ya sabían lo sucedido aunque nunca se sabrá cómo se

enteraron ni quién comunicó la triste noticia; a los pocos minutos

alcanzaron la curva y miraron al suelo, donde el cadáver yacía frío como el

mármol, informe y patético; uno de ellos, el Laro, reconoce en la cara

desgranada y roja del muerto al desventurado de Teo y sin más, bajo la

cúpula negra y algodonosa de la noche, abrigado bajo su capa impermeable

y junto a la mirada de sus compañeros, descerraja dos tiros sobre la frente

de Teodoro Gutiérrez Ayala, destrozándole el rostro y humillándolo para

siempre,

La noche tarda en pasar; las noches fúnebres y densas tardan mucho

tiempo en pasar; el tiempo se ha detenido en las rocas mojadas del muro

que les observa; el cuerpo se confunde, inerme y desamparado, con el

asfalto del suelo, con el verde oscuro de las capas al viento de los guardias

mientras en lo alto, allá lejos en algún lugar del monte, entre las nubes que

bajan buscando la protección de las ramas, resuenan varios disparos

64

desafiantes, disparos al aire, al hueco de la realidad, disparos lanzados con

coraje e impotencia en busca de la respuesta del amigo; los guardias se

miran, tensan sus armas y contienen la respiración hasta que a los pocos

instantes el silencio se apodera de nuevo del monte Señas y la escena

vuelve a ser como antes, pastosa y siniestra; el Laro y Ángel abandonan sus

fusiles junto a la tapia, toman al desdichado por los brazos y lo alzan al

muro; como un muñeco vacío el cuerpo de Teo parece sostener las piedras

de la pared; quedará allí hasta el amanecer cuando las nuevas luces de la

alborada bañen la cara deshecha de Teodoro Gutiérrez Ayala,

El Chisco no ha pegado ojo en toda la noche; su socarronería se

convirtió de pronto en tristeza y el alma le pesó por el cuerpo; se le fue el

amigo, se lo mataron; muy temprano salió a la calle a respirar el frío a

tumba que sentía; tomó una vara de avellano y dejó el poblado a medias

luces encaminándose hacia la curva del molino donde le queda el recuerdo

de los alegres días vividos junto a Teo; el pueblo amanece, se desperezan

las acacias ateridas aún por el frío del Señas y en las casuchas, mojadas y

solas, tiemblan las paredes y las puertas se entreabren misteriosamente

invitando a sus moradores a salir en busca de algo; la Zambrana llegó a por

la Aldara, luego ambas tomaron a la Sabela y a la Xiana y las cuatro, del

brazo, con pañuelos negros cubriendo sus rostros, se dirigieron con paso

menudo hacia la curva de la desdicha; al pasar frente al cuartel las cuatro

65

levantaron sus velos, detuvieron el caminar de sus piernas enjutas y

escupieron al suelo mientras con los dedos ensalivados se hacían unas a

otras la señal de la cruz sobre la frente; el Laro ha salido también en busca

del amigo; camina por la acera deforme y abultada al ritmo que le imponen

sus muletas; El muñón de la pierna le balancea irónico creyendo que va al

baile del pueblo pero su cara partida en otro tiempo mira hacia el molino

con odio; un caudal de soledad y de tristeza se adentra por la estrecha

carretera buscando el molino; son ya decenas los lugareños que caminan

ahogados por el asfalto; nadie habla, nadie mira hacia delante, nadie siente

ahora el frío de la mañana de un monte cántabro como el Señas,

Amanecieron los miedos en la tierra cántabra bañados por un sol

ignorante y anaranjado; la carretera se ha secado, se han secado las capas

de los guardias civiles que vencieron una vez más; el Señas sigue mirando

arrogante la escena que bajo sus faldas ha tenido lugar; la curva del molino

se enderezó, retorcida por el dolor de ver a Teo sobre las piedras del muro;

huele a gasoil quemado; los guardias llegan junto al cadáver, descienden

del vehículo y uno de ellos, el Lero, ha metido en una bolsa ocho mil

quinientas pesetas, un bloc de notas, un preservativo, dos cajas de tabaco,

seis aspirinas y una fotografía; sólo le ha faltado introducir el alma de Teo

y los odios que llegan hasta la curva del molino; a Teo le han dejado

puestas las dos camisas que llevaba, sus dos pantalones y una mueca

66

siniestra en medio de la cara destrozada; también le dejaron a un pueblo

entero que sigue pensando en él y en todos los Teos del valle del Liébana;

la carne muerta sólo sirve para llenar unos sacos; la carne muerta pesa más

de lo que uno se piensa, porque los músculos se apretujan y se vuelven

duros como el hierro; el Lero carga la carne en el Land Rover; los demás

vigilan la maniobra del guardia, quietos como difuntos,

El vehículo ha parado porque sería incapaz de atravesar el puente de

San Cayetano; desde allí ocho brazos alzan el saco de carne y caminan,

lentos y parsimoniosos, hasta el cementerio; desde Cillorigo, Camaleón,

Vega y Cabezón, han resbalado cientos de lugareños por los caminos que

confluyen en Potes, centro del valle; el cementerio de Potes, que es como

todos los cementerios, cuenta además con una fosa para los vencidos, larga,

ancha, de negra piedra y con olor a tierra humedecida por los humores de

los cadáveres; los ocho brazos llegaron al camposanto donde les esperaba

el ataúd vacío de Martín Almirante; el Lero subió al Land Rover pensativo;

detrás del depósito estaban el Chisco, la Zambrana, el Tojo, la Aldara, la

Sabela, La Xiana y cientos de cuerpos vencidos de toda la comarca;

enterraron la carne de Teo; el ataúd, al bajar al hueco oscuro, frío y

húmedo, crujió; algunos se miraron de soslayo y la Zambrana, estremecida,

se agarró con fuerza del brazo de la Aldara.

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VI. NADIE SABE LOS AÑOS QUE TENGO

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Nadie sabe los años que tengo, madre, nadie los contó jamás ni yo

misma me tomé la molestia de averiguar las veces que las estrellas

asomaron por encima del Guayacán, madre, pero aquí sigo bajo mi árbol de

hojas enfadadas, aquí me aguanta el cuerpo que pariste en las lejanas tierras

donde el padre y tú juntasteis los apellidos, aquí sigo sentada en la hamaca

de mimbre que en tiempos fue de mi padre, hasta que la muerte se lo llevó

al moridero del llano para que nadie acudiera al entierro salvo las comadres

de la calle de las viudas que tenían motivos para llorar, pero recuerdo que

tú, madre, te quedaste en casa y yo oí desde mi cuarto eternamente cerrado

las angustias que pasaste encerrada y oculta a los ojos de Domingo, aquella

tarde sonaron las campanas del pueblo y sus ecos llegaron hasta nuestra

casa y nadie se atrevió a decir una palabra ni a salir a la calle a ver las

gallinas danzando de alegría, aún recuerdo muchos días de tristeza junto al

padre que se agarraba la cabeza y maldecía al chavalongo y te recuerdo a ti,

madre, apagando el fuego de su cabecera y cómo nos mirabas disimulando

las emociones pero por dentro todos sabíamos que lo hacías por amor y

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nosotros que callábamos como miserables en el fondo estábamos contigo;

la vida se me ha ido en este cuarto de ébano y de olores rancios, de tallos

tiernos y de humedades, se me ha ido observando el hilo tenue y ondulante

que tira de los Escobar arrastrándolos sin tregua hasta nadie sabe dónde,

llevándolos como idiotas por la orilla del río que baña el sueño de los

dormidos y donde las tierras putas lavan sus desechos sin arrepentirse, se

me fue pensando y queriendo, tratando de olvidar y confesando ante todos

falsamente que os he odiado por los siglos de los siglos, pero al principio tú

no eras así, así te volvió el aire malsano del valle, así te varió el sueño y las

entendederas la hambruna de estas tierras podridas adonde vinimos desde

muy lejos no sé bien para qué, tú eras de las hembras que miran por

derecho pero no en estas tierras que matan y desquician a cualquiera, desde

entonces que lo comprendí no he salido de este cuarto y me lleno las

noches pensando en el hijo que se me fue como vino, tan rápido e

inesperado como el soplo de un mal aire, me lleno los recuerdos de sus

pústulas y del hervor de su sangre, como al padre, que le quemaba la

cabeza, con veinte fuegos dentro del cuerpo, a mi hijo se lo llevó un mal

día el fuego de la viruela que le salpicó como aceite ardiendo, quemándole

las fuerzas y apagando el brillo de sus ojazos negros como un mulato de

postín; yo te lo quise decir, os lo quise decir al principio, cuando los ojos se

cerraron y las bocas enmudecieron, que no era nada porque estaba de amor

hasta las hebras de mi cabello, pero quizás los hayedos movieron sus

70

cuerpos en flor o tal vez una estrella varió el rumbo de nuestro destino,

inesperadamente, porque desde aquel día en que me levanté preñada hasta

el cielo de la boca la luz se me nubló y no tuve más remedio que

refugiarme bajo el Guayacán de olor intenso que aún no conocía, el tronco

del Guayacán que tengo en mi cuarto es hueco como el aplomo de un idiota

y yo lo lleno de recuerdos que nadie sabe leer, en cada hoja tierna como el

diente de leche de un ternerillo guardo una sonrisa y una mirada y un mamá

te quiero de mi retoño de fuego que se fue como los ángeles camino del

moridero, donde el abuelo, pero de donde lo saqué una noche bien oscura y

tenebrosa y seca y solitaria y me lo llevé junto al Guayacán, nadie lo sabe,

sólo él y yo, y nadie entra en mi cuarto porque dicen que huele mal, oye

bien querido niño, dicen que huele mal cuando no hay en el mundo aroma

más dulce y embriagador que los huesos descarnados tuyos, que los ojos

secos tuyos, que las manitas perfiladas y blancas tuyas; desde entonces,

madre, hablo contigo a diario pero no pienses que te reprocho nada porque

nada debe reprochar una hija a su madre, pero he sabido el dolor de parir a

un hijo en la soledad, y el dolor de una noche llena de miedos sollozantes;

padre no quiso quedarse en las tierras que nos vieron nacer porque le daba

vergüenza afeitarse la cara y que se le viera la deshonra caerle hacia abajo,

a ti también se te heló la sangre por la mala hija que te dio el de lo alto

cuando te enteraste que el amor corrió rumoroso por los caminos del valle,

por donde enseñaste a tu hija a caminar, por donde dices que di mis

71

primeros pasos, y es que la sangre de los vascos es más espesa que la savia

de la Añañuca y duele cuando se agria y cuando el amor llena de pronto y

el gozo sale a los labios y resbala, en aquellos solitarios caminos de tierra

gruesa y pastosa tu niña perdió la vida por siempre y conoció de frente al

amor que cegó sus ojos y brotó en ella como el agua de un manantial,

fresca y sabrosa, llegué aquella tarde empapada y con la mirada turbia y tú

lo conociste al momento, tú me miraste y volviste la mirada hacia otro lado

y te pusiste las manos en la cara y arrancaste a llorar, yo me senté y calmé

mis ansias y viéndote triste en aquel asiento de mierda supe definitivamente

el resto de mi vida; nuestra casa era pequeña pero agradable aunque fría

como una barra de hierro en los días de enero y cuando llovía temíamos

que las paredes se nos echaran encima y mirábamos al techo y a las puertas

crujientes cuando sonaban los truenos allá por las montañas nevadas, pero

era nuestra casa, nuestro hogar y en los rincones olía a ropa tendida y a

tabaco suelto, y sobretodo podía percibirse por todas partes el aroma a

sudor de padre al regresar de la faena y el canto de los chicos que llegaban

al pueblo después del duro trabajo y sonaban las gotas de agua tras los

cristales vaharados por el calor de nuestros alientos, aquella era nuestra

casa donde vivíamos felices hasta que los malos aires me llevaron al

camino del valle y cuando alcancé de nuevo nuestra casa el silencio me

recibió porque padre y tú no estabais en ella; ahora sin embargo todos ven a

Rosa Escobar Santero como la loca de Melampó y todos buscan los huecos

72

de las ventanas para asomar sus narices y ver a esta pobre vieja que todo lo

ha visto, ha visto a sus padres, a su hermano Domingo, incluso vio el

ferrocarril que nunca hubo en estas tierras, vio también las putas del barco

bailando el frenesí y vio al mulato Erasmos, el más descomunal de todos, y

esta pobre vieja vio pasar la vida de muchos desde su hamaca bajo el

Guayacán de su cuarto, al principio recuerdo, madre, que nadie comprendía

qué hacía un árbol como aquel en un cuarto solitario, los árboles son para el

campo, niña, decía padre, pero al fin lo colocó en el sitio donde yo quería

porque bajo sus ramas, bajo sus cortezas ásperas y resquebrajadas habitaba

el amor verdadero de mi vida y eso nadie lo supo, madre, nadie salvo yo,

allí guardaba yo mi tesoro descarnado que saqué en una noche de dolores

por el camino adelante del moridero, que allí no dejaba yo a mi pequeño,

madre, tú lo comprenderás, porque el amor no sabe más que de astucias

para alcanzar lo que quiere, y los caminos son como los hilos que marcan

mi vida, primero el camino ancho y abultado junto a las hayas inmensas

donde encontré el amor y luego el camino del moridero cargado de culpas y

sentimientos desconocidos, todos ven a esta vieja y le cuentan sus arrugas

mientras le hablan pero esta vieja sabia no busca sino el día maldito de su

muerte que ha de venir y que le llevará junto a su hijo perdido que ya no

tendrá pústulas, eso es lo único que esta vieja sin años desea, pero mientras

llega ese día debo contarte lo que sentí cuando aquel día padre dijo “Nos

vamos” y tú y yo nos miramos descompuestas y tú dijiste que no era

73

necesario, que bastaba con mudarnos de pueblo, de calle, pero padre

encendió el cigarro gordo como el dedo pulgar y no habló hasta que la

ceniza le quemaba la carne y entonces sentenció “He dicho que nos vamos”

y entonces supimos que empezaba otra historia en la familia de los

Escobar, y que de un momento a otro los árboles frondosos de los montes

vascos se irían para siempre, como lo harían los caminos de amores y los

cánticos alegres de los más jóvenes, todo se iría de nosotros porque

nuestros cuerpos permanecerían allí aunque estuviésemos en la otra punta

del mundo, aquella noche, madre, te noté algo raro en los ojos porque

mirabas con envidia y un brillo desafiante restallaba en ellos cuando

mirabas a tu niña, yo no sabía dónde poner mis manos acostumbradas a

acariciar tu rostro, madre, pero ahora el sólo roce de tu vestido me

humillaba y los dedos me dolían cuando tocaba tu melena negra y

sugerente, esa expresión tuya me asustó tanto que creí que algo malo estaba

a punto de suceder, lo supe después cuando me llené el corazón de dolor y

el tiempo se dilató en mí morando en mis venas, que el tiempo se empeñó

en no dejarme salir de mi cuarto y así pasé años, como presa y como ida,

porque fuera del cuarto el olor de mi niño no estaba en ninguna parte, pero

todavía faltaban cosas por pasar hasta que el dolor llegara, como aquel

viaje junto a los mulatos de rumbo incierto y junto a las putas baratas que

buscaban nuevos amores de mentira y junto a los señores que querían ser

aún más señores y allí íbamos nosotros casi sin poder cruzar nuestras

74

miradas porque los hilos finos de los recuerdos nos herían, allí asomaba

padre por la borda hacia poniente, por ver si veía el horizonte, decía, pero

la verdad es que no aguantaba los mareos y los vaivenes del cuerpo y sólo

volcando el pecho por la borda podía disimular sus debilidades, allí

embelesaba yo mis imaginaciones al compás del frenesí de las putas sobre

la cubierta del barco mientras tú, madre mía, te lamentabas del calor

sofocante de la mar viendo a los mulatos descomunales broncearse al sol,

nunca se nos hizo tan largo el viaje como aquellos cinco días en que padre

y tú decidíais por dónde tirar cuando llegásemos a puerto, aquel hombre, ya

no recuerdo su nombre, aquel hombre grueso, de bigote desgreñado y con

boca pequeña de salmón hablaba susurrando al oído para que nadie más se

enterase de su gran secreto y padre se arrepintió mucho después de hacerle

caso, pero durante esos cinco días no se habló entre vosotros de otra cosa y

al final acabamos por el camino sediento hacia el valle del Melampó,

75

VII. UN INSTANTE DILATADO

76

Es difícilmente plausible que se alce cielo arriba después de la

enorme presión que le cayó encima; el indeciso irrumpió en escabrosas

carcajadas que vomitó tierra abajo como maldiciendo todo lo creado,

después se limpió las comisuras de los colgantes belfos pingajos de carne

con el dorso de su malnacida piel de malnacido y se recostó sobre la manta

ocre y salvaje del mediodía,

Así permaneció eternidades/eones hasta la puesta de Júpiter; Io se

podía ver con los ocelados retículos multiformes que destacaban de su

mostrenca figura; Io mostrábase coloreada de una tenue y sensible

fosforescencia verdeazulada que poco a poco se tornaba en densa niebla

crepuscular; de Io hacia la cueva a unos quince grados podía adivinarse X5,

más irisada que de costumbre, más fulgente, enhiesta y arrebatadora,

El indagador de las praderas vestido de marrón suciedad no cesaba en

su incontenible alarido regurgitación de blasfemias injuriosas contra la

77

sureña madre; de vez en cuando emanaba de su averno una vaporosa y

nauseabunda mezcla de gases sin actividad fugacidad, gases no ideales que

se escapaban a toda ley de medida; fermentados adrede proyectábanse en

denso chorro subliminal hacia la hojarasca áspera y marchita de la pradera

violenta donde pastaba,

El indeciso no acababa por determinarse del todo; de su garganta

emanaban sonidos guturales semejantes a mediopalabras, sonidos que

pretendían concatenados entre sí alcanzar la categoría sintáctica de algo

con-sentido; el eterno frío atería hasta la médula occipital de su

achaparrado cuello, su mente obtusa y embrionaria no discernía la

diferencia entre la luz y la no luz/oscuridad de la concomitante noche que

se le caía encima madurada como el fruto del árbol ya hombre; la

hipocondríaca testuz oscilaba a izquierda y derecha en un movimiento

cansino y eviterno; la soledad no habíase mostrado jamás tan tétrica y real a

sus pies como esta maldita noche en que Io se sentía en la altura,

Es la bestia consciente de la turbidez de su destino y sin embargo no

cesa de observar la trayectoria de X5 en la pléyade infinita de mundos

redondos/¿redondos? Del firmamento; es, cuando la dama le aprieta el

corazón con el puño bien cerrado, el momento de su máxima

congoja/sofoco; la antiespasmódica carcajada histérica y reparadora había

78

cesado casi por completo y su bomba de savia bajó hasta una presión

normalizada; el indeciso tomó del suelo unas hebras secas y doradas y las

introdujo dócilmente entre sus mandíbulas; ásperas como la piel de una

cepa olivácea le arañaban el tubo de bajada y el dolor le enajenaba sin

remedio; sus ojos/ocelados brillando en la penumbra cautivadora de las

sombras inventadas despedían rayos y centellas a modo de locura de la

vida; qué dichoso sería mi indeciso si un flamígero rayo de terciopelo le

atravesase de parte a parte en canal, hasta la simiente, para no ver nunca

más la insidiosa mirada de la fiera pensante/hábiles,

Las ráfagas de sulfurado aire le salpicaba de gotitas en perfecto estado

de equilibrio, emulsificadas homogéneamente, hasta dañarle incluso la

coriácea sobrecubierta de su atribulado rostro; mi antepasado rumiaba

frases de sonoridad casi humana; no cesaba en su renqueante vaivén de

péndulo eternamente unido al movimiento inercia de la vida; calor salía de

su alma vendida al diablo cual si se tratara de un foco de energía

termoentálpica; materia orgánica deshumanizada por el paso del tiempo;

tierra hecha tierra, granulada y con sabor a sal; el indeciso se colocó a

cuatro patas mirando a Io y comenzó a lanzarle improperios sin

saber/conocer de su imbecilidad e ignorancia; Io respondía con fogonazos

dados al azar en un juego aleatorio de quiebros/requiebros amorosos de los

de toda la eternidad; X5 competía de igual manera, bravamente, como toro

79

enfurruñado en el coso/arena manchado de sangre hasta los codos/es un

decir porque los minotauros no poseen esta esquina de la vida,

Io se fue eclipsando lentamente a la velocidad cuadrática de mil luces

de neón; arrodillado y con las palmas de las manos hincadas sobre

poliédricos cristales encarnados, el iluminado no cesaba de inspirar/espirar

bocanadas de luctuosos vapores que morían al contacto de la niebla

algodonosa; una tenue, sutil y delicada esquirla de pensamiento

pseudoamasado en su interior trataba de hacerle comprender lo banal de su

vida; poco a poco la esquirla iba tomando la forma propia de una idea, se

alzaba, hinchaba el pecho y tomaba cuerpo, pero aún la distancia entre la

mera llamarada y la culminación de la misma se hacía insalvable; la

noche/tiempo sucedía sin querer y el claror nacía del vientre de la

oscuridad preñando lo próximo de momentos sublimes,

Transcurrieron innumerables horas, tantas que los árboles, aburridos,

lanzaron sus hojas al aire en un jolgorio arrebatado de musicalidad y

colorido; un pajarillo voló raudo hasta el débil pedúnculo de una

amarilidácea que, vestida de azafrán, bailaba al viento cacareando como

una loca de atar; el día sabio y viejo suplicaba algún tipo de interés y para

ello mostraba sus mejores galas; el indeciso/iluminado fustigado por tantas

olas de belleza creía sentirse desasido de sí mismo; incluso llegó a pensar -

80

privilegio de los dioses- lo absurdo de ascender a los cielos donde mora la

sabiduría con mayúsculas; se rascó la sesera tratando de abrir un posible

canal entre lo externo y lo interno, entre la noche/su noche/y el día, entre el

ayer y el mañana, entre lo real y lo humano; se hizo daño y brotó un caño

viscoso/caliente de líquido y se enfadó consigo mismo,

Quizás ahí descubrió su propio amanecer…

81

VIII. UN DÍA EN LA FÁBRICA

82

A vista de pájaro la fábrica nos recuerda una de esas naves

espaciales de aspecto misterioso que vemos en las películas modernas de

vez en cuando; sus cubiertas, alineadas y paralelas, aparecen negras como

el carbón y una densa capa de polvo difumina el espacio tornándolo opaco,

Si nos vamos acercando lentamente observamos cómo a la derecha nos

queda la zona de los vestuarios, comedores y aseos, y un poco más al fondo

la nave que almacena los residuos; a la izquierda adivinamos, en un primer

plano, las oficinas centrales y la enfermería y algo más allá un corredor

ancho y compacto que conduce a las diferentes secciones: laminación,

estirado, fundición…

Entramos. Nos dirigimos a la parte donde, en principio, parece haber

más vida y movimiento. Lo haremos presto, porque falta poco para el

cambio de turno y no deseamos que este suceso nos interrumpa en mitad de

la visita; avanzamos por el corredor principal; hace calor, el sudor

comienza a buscar el suelo cruzando nuestra piel ardiente; al andar nos

cruzamos con algunos operarios de mono azul y casco blanco sobre sus

83

cabezas; parece que no nos ven, que pasamos desapercibidos; y en realidad

así sucede; somos unos visitantes algo especiales, nos escabullimos entre

ellos sin ser vistos, porque ¿quién es capaz de vislumbrar una idea fugaz,

un pensamiento atormentado o una mirada curiosa?; aun así no hay

cuidado, pues nuestra intención no es perversa ni descabellada,

Después de caminar unos cien metros atravesamos una enorme puerta

gris metálica que nos lleva hasta el interior de la nave de fundición, hasta el

estómago de la bestia; lo primero que nos llama la atención es que cada uno

de los trabajadores lleva colocadas unas orejeras de protección (ha de haber

gran ruido, pensamos); además, todos, sin excepción, utilizan un casco

brillante y ondulado y parece que sus cabezas son constantemente

acariciadas por la superficie dura y gomosa de los yelmos; de sus pechos

cuelgan mandiles de recio cuero, atados a sus cinturas, y gruesos guantes

que protegen sus manos,

Nos llama también la atención la dinámica tan feroz que observamos;

unos van, otros vienen: no paran; se cruzan sin hablar y, de vez en cuando,

vemos a dos operarios, uno frente al otro, comunicándose con aspavientos,

manoseando y golpeando el aire con los dedos agarrotados; esto nos lleva a

pensar en la intensidad del ruido que debe haber aquí adentro,

De pronto, una sirena lanza un intenso, prolongado y estridente silbido

al aire; es la señal para dar paso libre a una carga de cubilotes de acero

recién salidos del horno, aún al rojo, y que de caer al suelo formaría

84

estragos; todos se apartan inmediata y velozmente; el avance de la grúa

sobre las guías metálicas arranca chirridos violentísimos que ponen los

pelos de punta; su paso es lento, constante, inexorable; los cubilotes

irradian un calor asfixiante, un calor opresivo que inyecta en aquella

atmósfera algo verdaderamente insufrible; hay operarios que, no

aguantando más, paran en su quehacer para beber un poco de agua fresca

de una manguera cercana; otros, empero, aprovechan para fumar un pitillo,

contribuyendo así a agrandar el terrible infierno donde trabajan,

Avanzamos un poco más y llegamos hasta un banco de trabajo en el

que vemos a Baltasar; un hombre viejo que, con la lima en su mano, da

forma a un tubo acodado de acero; y lo hace lenta, tenaz, pausadamente; lo

que nos sorprende de este anciano trabajador no es su avanzada edad ni su

quehacer concreto; miramos su rostro y tras una gruesa capa de grasa y

sudor presentimos unos ojos cabizbajos, tristes, mirando al tubo de acero

como quien mira al infinito; sus manos laboran seguras y extrañamente

ágiles, con ritmo, con tenacidad; a cualquiera le recordaría el trabajo de un

autómata; a nosotros no,

Nos han informado que Baltasar es el decano de la fábrica y que lleva

trabajando en ella, en esa nave, en ese banco de trabajo, nada menos que

cincuenta años; que desde chaval no ha hecho otra cosa y que aún hoy no

sabe realizar tarea diferente; seguimos observándole; nos impacta la

meticulosidad con la que realiza todos sus movimientos, cuidado el suyo

85

que revela un claro amor por la faena efectiva y bien hecha; Baltasar deja

por un momento el tubo y toma otro de un contenedor cercano; vuelve a

repetir la misma serie de operaciones, una tras otra, con la misma

parsimonia, con la misma terquedad, con el mismo amor, como si él mismo

fuese un engranaje más de la omnipotente factoría; sin duda, pensamos,

este hombre bien se gana su trabajo y el pan que lleve a su casa; le

seguimos observando y comprobamos, extrañados, que Baltasar no lleva

orejeras, ni siquiera mandil, ni casco, ni guantes; Baltasar, evidentemente,

es sordo; ha quedado sordo aquí, en la fábrica, después de días y días

soportando los enormes, los monstruosos estruendos de los hornos

eléctricos y de las potentes laminadoras; Baltasar no oye nada,

absolutamente nada, por eso, cuando dan las siete de la tarde y la sirena

lanza su grito estridente para avisar que el turno acaba, no repara en ello y

prosigue su trabajo como una máquina tonta e ignorante, hasta que algún

compañero, compasivo, le toma del brazo y le avisa que todo ha terminado,

Vemos entonces cómo los operarios detienen sus movimientos, se

limpian el sudor con un trozo de gamuza, miran su reloj y se disponen a

recoger lo más aprisa posible su puesto de trabajo, sus herramientas; en

estos momentos paran los hornos y las pesadas máquinas, se hace un

silencio inusitado y raro, el aire se aploma, deteniendo el paso del tiempo,

condensándolo, pero las máquinas continúan desprendiendo un espeso y

aceitoso calor que todo lo inunda, tornando la atmósfera irrespirable,

86

Vemos rostros, rostros anónimos, manchados y demacrados, cansados,

marchar de un lugar a otro; les vemos salir con sus petates al hombro y

observamos que alguno de ellos, jovenzuelo y socarrón, increpa y se mofa

de aquéllos que hoy han de recoger los últimos materiales y ordenar todas

las herramientas en sus cajas,

Nos dirigimos a la puerta para no perder detalle; comprobamos que los

últimos en salir son los jefes, y vemos cómo, unos y otros, van

escudriñando acá y allá, como águilas al acecho, a ver si todo queda en

orden hasta mañana; sin embargo, tras ellos entrevemos el lento caminar y

la escuálida figura de un hombre que quedaba aún por salir; no podía ser

otro que Baltasar quien, como si todavía estuviera moldeando sus tubos de

acero, sigue su paso lento y pausado camino ahora de su casa,

Los hombres salen por grupos; los hay de tres, de cuatro, hasta de

cinco, pero la mayoría va en parejas; llevan los cascos en las manos, y

hablan; alguno hace aspavientos al compañero como si estuviese

contándole un suceso venturoso o con gracia; al verlos por detrás pensamos

en estos seres que han dejado hoy, tras siete u ocho horas de duro trabajo,

parte de su aliento en la faena; los mayores muestran las espaldas

encorvadas, cargadas hacia delante, síntoma claro de que ya les van

pesando los esfuerzos y los años; Baltasar, por el contrario y curiosamente,

camina volátil y como envuelto en una gasa que le eleva y le distingue

entre los demás; da la sensación de que, más que caminar, se deja ir, o más

87

bien, le llevan, le transportan por el rojo carmín del día que acaba, ¿no

aparecen así esos personajes de ultratumba, a través de la niebla,

caminando muellemente?¿no hemos creído soñar alguna vez con la ligereza

y la levedad de un alma joven y purificada?

Los operarios se dirigen hacia la salida donde está ubicada la caseta

del guarda y el contador de tiempos; desfilan graciosamente, uno tras otro,

formando una interminable y negra columna que avanza en silencio,

quedamente; cada uno deja su cartón en el fichero sin cruzar palabra con el

que le precede y sale, por fin, al exterior, donde una bocanada de aire

fresco de la tarde que se va les baña el rostro, acariciándoselo,

El paso siguiente en la ruta monótona de estos esforzados es dirigirse

camino adelante a la tasca de Juan; y es que a esta hora del cambio de

turno, con la luz de los últimos rayos del sol incendiando las cubiertas

negras y amenazantes de la fábrica, la tasca de Juan, “la covacha”, como

algunos la llaman, bulle en un hervidero de voces y gargantas desaforadas;

esto sucede allá, junto al camino, apenas a cincuenta metros de la entrada

principal,

Nos detenemos en la tasca, como los demás, y vemos cómo el

barrigudo Juan sirve cervezas frescas que en las bocas de los salientes de

turno cae como el agua de una fría corriente en un regato, tranquila, mansa,

serenamente; sin embargo, los entrantes han de tomarla aprisa, por lo del

tiempo, que viene corto, y además soportando las sutiles sonrisas de sus

88

compañeros que, aunque cansados, ya marchan, con lo que la operación

para éstos consiste solamente en un par de tragos sin tiempo apenas de

saborearla,

Cuando ya el jaleo se ha calmado un poco y sólo permanecen en la

tasca dos o tres apurando la última cerveza, vemos a Baltasar acercarse

tímidamente como el que no quiere la cosa; Baltasar llega, apoya su codo

derecho sobre el mostrador y toma el café con la mirada clavada en el

albero del camino; sus tragos son intensos, profundos, tragos que saborean

cada partícula de licor que entra en su cuerpo; paga; se va poco a poco

alejando por el camino, sin prisas, hacia su casa; se va caminando porque el

coche le llegó ya tarde al bueno de Baltasar y sus pies, tan acostumbrados a

pisar la tierra prieta y firme, prefieren ir como siempre, uno tras el otro,

Nos quedamos mirándole en su ida; le vemos cada vez más pequeño

alejándose indefectiblemente; su figura aparece ahora con cierto garbo,

diríamos con elegancia, mostrando un andar elástico y flexible,

Este camino por el que Baltasar está ahora mismo transitando no es un

camino cualquiera; pensemos que por él fluyen diariamente hombres y más

hombres; unos hacia acá, otros hacia allá; ora a trabajar, ora a descansar; y

así indefinidamente, ininterrumpidamente, en un vaivén infinito, eviterno,

como las olas de un mar sereno y hondo; el camino es largo; tórnase

largísimo para los que van contentos y alegres a sus casas y corto, muy

corto, para los que esta tarde comienzan la faena; es un camino de tierra, de

89

albero amarillo como la flor del azafrán, duro, prensado por los miles y

miles de pisadas de los operarios que van y vienen; unos lo recorren ágiles,

presurosos, mirando hacia el cielo que se nos aparece al margen derecho, al

oeste, y que maldicen la odiada sirena que todavía se desgañita en un

esfuerzo prepotente de indicar a estos hombres su sino, éstos avanzan hacia

la factoría donde saben que trabajarán de firme, unos retorciendo hierros al

rojo, otros cortándolos, midiéndolos y realizando las mil operaciones

necesarias que luego darán al acero formas más humanas; otros van lentos,

cabizbajos, con los rostros brillantes y exhaustos; a éstos les vemos

pensativos, con los ojos algo hinchados y enrojecidos del sofoco y del calor

inhumano de los hornos; van pensando algunos de ellos, ensimismados, en

la familia que en casa les espera, o tal vez (los más jovencitos) en esa

muchacha con quien, después de aseados y bien compuestos, han quedado,

Los unos y los otros, los que se van y los que llegan, forman el

trasiego fabril; son, podemos decirlo así, el corazón que late rítmicamente y

que con su tesón y desvelo van poco a poco dando, ofreciendo posibilidad a

la existencia de sus vidas, de sus familias, de sus pueblos; ¿qué podríamos

hacer nosotros, los ocupados en otros menesteres, e incluso los

desocupados, sin el quehacer duro, monótono y terco de estos hombres?..

90

IX. ARENA PLATEADA

91

Camina; hace frío y el ventarrón remueve sus cabellos plateados;

sus pasos marcan huellas indelebles en la arena mojada de la playa, una

hilera de huellas del recuerdo que anuncian su destino; huele a mar, a sal, a

sal marinera, a espuma emergente, vaporosa; gráciles gaviotas de cuerpos

claros revolotean por el cielo gris plomo de la mañana, de sus amarillentos

picos se desparraman gritos estridentes que claman la atención del

caminante; por unos momentos el viejo detiene su desgarbado cuerpo, alza

la mirada y observa los blancos remolinos allá en lo alto; transcurren tres,

cuatro, tal vez cinco segundos hasta que el solitario caminante endereza su

norte con las manos en los bolsillos y la mirada perdida; poco a poco se

aleja; su descompuesta figura se torna diminuta; su pelliza, azul en lo

cercano, se muestra ahora gris, luego terrosa, hasta que desaparece de

nuestra vista confundida con la nada…

-Don Ezequiel, ese hombre…

-Qué,

-No sé, me ha hecho pensar,…, me ha entristecido…

92

-Ya,

-Será quizás este dicho día, ¿no cree?,

-Puede ser,

-¿Sabe?, se está bien aquí; este ambiente me relaja y logra que vea las

cosas de otro modo; aunque, no sé,…me siento pequeño, ridículo, cómo le

diría…

-Que no vales nada,

-¡Eso!,

De pronto el viejo le miró fijamente a los ojos y como adivinara en el

muchacho una expresión cándida, bobalicona, una expresión de chaval

inocente, le espetó:

-Hace tiempo que ese mar que ves ahí…

-Sí…

-No era mar,

-¡Atiza!,

-Sí hombre –continuó-, el mundo no ha sido siempre como tú lo ves

ahora, ya lo creo; antes todo este paisaje era verde, llano, fértil…

Lanzaba estas palabras con aire solemne, grave, con aire que al

muchacho le impresionaba sobremanera,

-No me irá a decir…y… ¿dónde aprendió usted esas cosas?,

93

-En los libros, chaval, en los libros, ¿dónde si no?; todo esto era campo

y aquella fila de edificios altos, de hoteles y bungalows…eran árboles,

pinos, para ser más exactos…

-Me está usted tomando el pelo,

-…Y la gente, la gente normal quiero decir, solía venir a esta parte

todos los domingos; acudían en tropel, con sus familias al completo; unos

traían comida preparada del pueblo, otros la cocinaban aquí mismo, a lo

sano; eran buenos tiempos,

- Lo de la gente pase pero que ese mar no era mar…no me lo trago,

don Ezequiel,

-Y haces bien chaval, ¡ja ja ja!, ¡haces bien…! ,

Fue tal la risotada y la guasa del viejo que el muchacho, humillado y

avergonzado en lo más íntimo por haber sido carne de chanza, corrió como

un descosido hacia el agua para desahogar allí su acaloramiento; al llegar a

la orilla se detuvo y contempló el vaivén de las olas, el convulso

movimiento de la masa líquida que subía, bajaba y volvía a subir en un

juego infinito de ondas verdes y ribeteadas que se deshacían al contacto

leve con la arena; tras unos segundos de intensísimo sentimiento continuó

por la orilla en busca de las primeras casas del pueblo, mientras sus pies,

desnudos, hundíanse a cada paso inventando cuencos repletos de mar

salada,

94

Miguel era un muchacho de edad indefinida que se hallaba en esa vaga

y difusa frontera entre la niñez y el mundo adulto; alejábase presuroso de la

cara pueril y lúdica de la vida para internarse por los tortuosos e

insospechados caminos de la dura realidad; esa travesía se le mostraba por

momentos insuperable y no encontraba el atajo que más pronto le llevara a

su destino; aunque aún no había abandonado por completo el cálido regazo

de la niñez, que tanto le acunaba, que tanto le protegía, ya se notaba en él

un cierto viraje que pronto desembocaría en un carácter fuerte y templado,

carácter que iría forjando paulatinamente, sosegadamente, como se forja el

acero en el yunque; carácter propio de un ambiente marinero –que al fin y

al cabo era el suyo- donde a la sequedad de la tierra áspera y olvidada hay

que añadir la profunda emoción de la vida ribereña, con sus atardeceres

húmedos y sus noches cálidas, con el olor a marisco recién cogido o el

colorido de los arrastreros en el amanecer,

A Miguel sólo le interesaba ser en esta vida –visión romántica- un

verdadero hombre de mar, ganarse el sustento en medio de las aguas

profundas del océano, con una cuadrilla de marineros rudos, de curtida piel,

toscos y trabajadores; el sueño del adolescente culminaba sin embargo en

poseer su propio barco; una nave de gran eslora con potentes motores que

le propulsaran en días de calma y con anchas y firmes velas para los días de

poniente; pero mientras esto llegaba y su sueño se convertía en realidad

conformábase con pasear por la orilla de la mar, oyendo su rumor de

95

animal latente y charlando con los viejos lugareños que le contaban sus

aventuras de leones marinos, de viajes exóticos y amores lejanos,

Miguel alcanzó el espigón cuando el cielo entreabría sus fauces y los

negros cúmulos daban paso a un sol de primavera, ya duro y canicular; de

igual manera sus ilusiones emergían de un profundo piélago de oscuros

pensamientos inundando su cerebro de proyectos de futuro; dirígíase al

puerto, donde los marineros se afanaban preparando los enseres para la

siguiente jornada; algunos barcos ya estaban en alta mar desde hacía unos

días y otros regresaban con sus bodegas repletas de sal y pescados frescos;

cruzó el embarcadero y enfiló hacia la lonja donde quizás la última pesada

se estuviese aún repartiendo,

-¡Hola Juan!,… ¡Pedro!...

-¡Eh Miguelín, tú por aquí…!,

La alegría del chaval traslucíase en su semblante franco, cálido y

risueño; en el muelle, junto a los barcos azules, verdes, blancos, quedaba

atrás ese espíritu contrito y apocado y el otro, más bullanguero, más vivo,

más real si se quiere, salía a relucir, impetuoso y arrebatador,

Miguel se encaramó a la regala del Arcón de Oro,

-¡Eh, patrón!,

-Hola, demonio de grumete… ¿qué quieres!...

-¿Busca hombre para Tetuán…? ,

-Sí, busco hombre, sí –le respondió-, pero… ¡no lo veo!...

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La caterva de zánganos que riostraban o tejían redes descosidas y

descompuestas irrumpieron en atronadoras y lacerantes carcajadas y el

chaval, una vez más, se encontró inmerso en un hondo desencanto que

arrebató la dulce alegría de su boca, fresca y jugosa; corrido por segunda

vez en la misma mañana decidió que la vida de marinero tal vez no

mereciese la pena, sobre todo si había que tratar con gente tan superficial y

tan mojigata como esta, así que enfiló, con las manos en los bolsillos, hacia

el paseo marítimo, donde posiblemente a esta hora pudiera ver a las

muchachas que pasean en grupos, dadas de la mano, jugando y luciendo

sus cuerpos gráciles, livianos y juveniles y sus cabellos rubios y sus caras

cobrizas por el sol y la brisa marina,

Dejémosle así, dejémosle vivir y hacerse mayor, hasta que un día nos

lo encontremos vagando por la orilla de la mar, con las manos en los

bolsillos de su pelliza azul, o tal vez sea gris, o terrosa; dejémosle tranquilo

y vayámonos nosotros, querido lector, a nuestros menesteres, a esos otros

menesteres de personas adultas; no pensemos tanto, no; no dejemos volar

tanto, tantísimo, nuestra imaginación y nuestras añoranzas, que no es

bueno, que no es bueno…

97

X. EL CENTINELA SOLITARIO

98

Hacía un calor insoportable; el sol, en todo lo alto, encendía las

piedras volviéndolas doradas y mágicas; no soplaba brisa alguna y el sudor

empapaba mi torso de soldado inexperto,

Me incliné levemente sobre el borde del risco para comprobar una vez

más qué sucedía allá abajo; un angosto camino bajaba serpenteando entre

las arenas y las rocas hasta perderse de vista; Guancho permanecía aún en

el lugar donde un par de horas antes lo hube colocado; de vez en cuando

desplegaba su áspera lengua buscando algo que llevarse a la boca; sus ojos,

inquietos, no cesaban de mirar a un lado y a otro girando sobre sí mismos

en órbitas casi perfectas; le tomé con suavidad y lo encaramé a mi hombro

a modo de atalaya,

Volví a mirar allá abajo pero seguía sin distinguir nada; ni rastro de

vida en cien kilómetros a la redonda –me dije.

A intervalos regulares de matemática periodicidad una seca polvareda

revolvía todo el terreno levantando la arena al aire, formando nubes a mí

alrededor y limitando la visibilidad a sólo unos cuantos metros; en esos

99

momentos la corriente ardía y lanzaba miríadas de granitos de arena que

cruzaban por mi cara, acribillándola,

Miré el reloj; aún faltaban más de tres horas de intensa canícula; me

recosté sobre el lado derecho para tomar un sorbo de agua; del calor me

sentía mareado, sofocado, con los miembros lacios, con la mente ida,

enajenada; creo que perdí la noción del tiempo que llevaba en aquel lugar,

no lo tengo claro, lo cierto es que comenzaba a estar hastiado de mi

situación, tan absurda,

Dormí un poco, ligeramente, sin llegar a descansar por completo, sólo

con los párpados entornados para encontrar un hilillo de oscuridad que me

confortase; al despertar oteé de nuevo el horizonte, esta vez con los viejos

prismáticos que el ejército me había procurado; aguzando la vista adiviné

de pronto un punto en la lejanía; de tan lejos me resultaba casi imposible

siquiera barruntar qué sería aquello que mis ojos observaban; podría

tratarse de una simple alimaña del desierto, de un esquivo reflejo producto

de mi imaginación; lo único que creía tener claro era que la posibilidad de

que se tratase de un ser humano la encontraba sencillamente ridícula; de ser

así –pensaba- quienquiera que fuese aquel ser, estaría soportando ahora

mismo más de cincuenta grados a pleno sol; no, no podía ser nadie;

posiblemente mi estado somnoliento y desmayado me jugaba malas

pasadas; sin embargo, algo en mi interior me decía que esperara, que

aguardase unas horas más, sólo unas horas más, a ver qué sucedía; quizás

100

con la llegada del frío de la noche los detalles aparecerían ante mí más

claros y nítidos y de todas formas, por mucho que yo pretendiese

comprender lo que me estaba sucediendo, adónde ir, cómo, con quién y,

sobre todo, para qué, con qué fin,

Amaneció con la ternura que sólo una madre puede darte, los primeros

rayos del sol rozaron mis brazos erizando los vellos rubios que desde niño

los adornaban, mis párpados se entreabrieron y lo primero que cruzó por mi

mente fue lo que había visto con los prismáticos el día anterior; me arrastré

hasta el filo de las rocas, coloqué los gemelos ante mis ojos, parpadeé

varias veces y agucé la vista tratando de concentrar todo mi ser en la tarea

de rastrear la planicie calcinada; sorprendido, traté de calmar mi respiración

que de pronto, al ver a aquel hombre ascendiendo lentamente por el

camino, se hubo acelerado; fijé más aún mi atención en el caminar de aquel

insensato y extraño ser; su paso era cansino y elástico, andaba como si

dispusiese de todo el tiempo del mundo y sin sentirse afectado por la

dureza del recorrido; iba sin prisas, meciendo el cuerpo a cada paso que

avanzaba, gozando de sus propias pisadas sobre la arena achicharrada de la

llanura sin fin; al acercarse pude distinguir una azada que pendía de su

hombro derecho; cubría su cabeza con un sombrero de alas anchas y

curvas,

Guancho hacía ya rato que se hubo marchado de mi hombro; le vi a

pleno sol sobre una lasca de piedra azul brillante mascando un insecto de

101

enormes alas y patas quebradizas; me revolvió el estómago el muy cabrón;

tomé mi arma reglamentaria y de un certero disparo -¡pum!- le destrocé la

cabeza saltando por los aires hecha trizas,

El desconocido se detuvo a mitad de la subida alertado por mi disparo;

alzó la vista pero estoy seguro de que no me vio; me escondí tras las líneas

quebradas de las rocas esperando a que se acercase aún más a mi posición;

de pronto el aire se calmó, las piedras y la arena dejaron de brillar, hasta los

pequeños insectos que revoloteaban sin cesar desaparecieron, como si el

espacio que nos circundaba se desplegase, haciéndose más ancho, más

vacío, más esponjoso y quisiera dejar sitio sólo a mi persona y al hombre

que acababa de llegar; me asomé como pude para ver su rostro; sentía una

sensación extraña mezcla de miedo y de vergüenza; yo, que llevaba en

aquella elevación no sé ya cuánto tiempo y que tantas y tantas veces había

soñado con hablar con alguien para no volverme loco, me veía, al fin, con

la oportunidad de salir de mí mismo y de poner fin a aquel cautiverio en

soledad; porque la soledad, el aislamiento, a pesar de parecer paradójico, es

una de las mayores opresiones del ser humano, una cárcel, un ahogo que

desmorona la voluntad porque uno se hace preguntas que vuelan al aire,

preguntas sin ecos, sin respuestas, sin esperanzas,

Transcurrieron varios minutos; estaba completamente seguro de que el

desconocido se encontraba, aunque fuera de mi vista, muy cerca; una hilera

de fina arena fue movida por una sacudida del viento; yo seguía sentado,

102

apoyada mi espalda sobre la superficie picuda de las rocas; sostenía el fusil

entre mis manos; miré de pronto el cañón, aún caliente, del arma, y se me

pasó por la cabeza usarla si llegaba el caso; ni él ni yo dábamos un paso

adelante para que nuestras miradas se cruzasen; deseoso de que el tiempo

se parase por completo saqué un cigarrillo del bolsillo superior de mi

camisa; lo encendí y aspiré el humo llenando mis pulmones todo lo que

pude; me recreé incluso en el humo que huía raudo montado en las ráfagas

de aire; de pronto, sin saber cómo ni por qué, de manera absurda e

irracional, como si yo fuese un simple vegetal, apoyé mi cuerpo en las

piedras y, levantándome, salí de detrás de las rocas y vi al ser que desde el

día anterior había estado esperando,

Ninguno de los dos dijo nada; nos observamos con atención; su rostro,

quemado por el sol y con la piel arrugada en las comisuras de los labios y a

la altura de los párpados correspondía a un hombre mayor, pero algo en él

me decía sin palabras que posiblemente no pasaría aún de los cuarenta;

también aquel individuo fumaba; un cigarrillo pendía de sus labios

esperando alguna llama que le diese la vida pasajera y diminuta; sin

pensarlo me acerqué y mis manos, ahuecadas, cobijaron su cigarro,

prendiéndolo; el hombre aspiró; los músculos de su rostro se tensaron,

marcándose las fibras de sus mejillas; sus ojos, agachados, encontraron los

míos; con la punta de sus dedos volteó el cigarro un par de veces, volvió a

aspirar, echó el humo que pasó fugaz entre sus labios apretados; entonces,

103

tocándose la punta del sombrero a modo de saludo se dio la vuelta y se fue;

el hombre avanzó varios metros hasta llegar al borde de la pendiente; antes

de comenzar la bajada echó una mirada a todo su alrededor; me miró por

última vez, sonrió levemente, y con este simple detalle sentí que me daba

las gracias,

Comenzó luego a alejarse camino abajo hasta casi perderse de vista; al

poco tuve que usar mis prismáticos para seguirle los pasos; ya no era un

hombre con una azada al hombro y un sombrero como el que usan las

gentes del campo sino un punto del infinito que se perdía

irremediablemente camuflado en el propio terreno,

Me sentí deprimido; a mi lado los trozos deshilachados de Guancho

eran transportados por enormes hormigas rojas; el sol volteaba el horizonte,

la penumbra llegaría pronto formando sombras y parando la vida de aquel

infierno; la tarde se tornó irisada de múltiples colores; el crepúsculo

adueñábase de la árida estepa que me observaba impasible; una ligerísima

brisa me refrescó la piel; me desabroché los botones de la guerrera y dejé al

descubierto mi carne trémula y blanquecina; pensé en el hombre que hoy

me había visitado, recordé su extraña mirada, su muda elocuencia; de todas

maneras –me dije- ha de estar algo sonado para venir hasta aquí sólo a

pedirme lumbre; tomé conciencia de mí mismo en aquella situación tan

absurda y reflexioné sobre miles de cosas que siempre me habían rondado

por la cabeza; lentamente el sopor de todo el día se fue mezclando con una

104

pérdida de la situación, me senté de nuevo entre las rocas, en un hueco

pequeño pero confortable; acurruqué mi cuerpo buscando el abrigo

maternal de las piedras; cerré mis ojos y mi mente desapareció en una ida

lenta, cansina, inexorable hasta que caí en el regazo del sueño,

Aquella noche soñé con el desconocido; le veía caminar sin descanso

día tras día, sin desfallecer; pero, a pesar de su monótona e interminable

marcha el desconocido no avanzaba; experimenté una desazón infinita, una

angustia tremenda; de pronto, sin esperarlo, le vi junto a mí; sostenía en

alto la azada, en tono amenazador; su cara no era su cara; en el hueco de la

nariz no había nada y las cuencas de sus ojos, vacías, me producían temblor

y un desasosiego desconocido; de su boca colgaba un trozo de ofidio

nauseabundo y de su mano derecha, entre sus dedos agarrotados,

sobresalían tiras de carne roja aún calientes de alguna alimaña destrozada a

dentelladas,

Desperté antes de la amanecida; tenía la boca seca y la garganta

áspera; tomé el cazo del agua y bebí; sentía frío en el cuerpo y reparé en

que aún llevaba la guerrera desabrochada; la abroché; encendí un cigarro y

comencé a lanzar bocanadas de humo como si este cigarrillo fuese el

último de mi vida,

La temperatura había descendido varios grados en poco tiempo; de

noche te hielas y de día te achicharras del calor –me dije; Decidí

permanecer un poco más sobre mi jergón hasta el clarear del día; la brisa,

105

juguetona, levantaba granos de arena que se metían en mi boca; imaginaba

al hombre del sombrero deambular de un sitio a otro, perdido en medio de

la noche, sin saber qué hacer, y en mi fuero interno, sin causa aparente, sin

motivos racionales, estos pensamientos míos me sosegaban, produciendo

en mi mente un ardor calmante y balsámico; más tarde, al cabo de varios

minutos, volvían a repetirse estos pensamientos y entonces los encontraba

diferentes y me reía de lo que antes había sentido y un pudor pusilánime y

cobarde se apoderaba entonces de mi alma, estremeciendo mi pecho y

avergonzándome,

Di la última chupada a mi cigarro justo con la salida del primer rayo

de sol; un fuego se apaga y otro renace –me dije,

El hambre empezó a hacer mella en mi estómago y resolví comer algo;

tomé de mi mochila pan duro como un cuerno y rodajas de carne salada;

era lo último; en siete días hube terminado con todas las provisiones, pero a

pesar de ello me lo tomé con calma; comiendo miraba al cielo azul

profundo, un cielo sin pájaros, sin nubes, y luego miraba a las rocas, mudas

y preciosas, y más tarde me miré a mí mismo y me encontré sucio, solo,

desamparado, sin esperanzas, observé lo poco que había llevado conmigo

en aquella misión circense, en aquella parodia, y me asusté; por vez

primera sentí que no valía más que uno solo de aquellos infinitos granos de

arena que me rodeaban; un trozo de carne se me cayó de entre los labios y

ni siquiera tuve fuerzas ni valor para recogerlo de la arena; allí lo dejé, para

106

las hormigas, levanté mi cuerpo, me limpié los ojos acuosos con el dorso de

la mano, recogí la mochila, el fusil, respiré hondo, todo cuanto pude, y sin

mirar atrás comencé a bajar la pendiente bajo el sol abrasador y con todo el

desierto frente a mí, solos los dos, la planicie y yo; avancé asustado,

atemorizado pero con la calma que te da el hecho de creer firmemente en

algo; y ese algo era en mí vivir un día más y después otro, y otro, y otro,

hasta el fin de mis días.

107

XI. AMHARAT

108

Podría describir lo que estoy viendo en estos momentos, podría

enumerar las veces que he tenido que colocar el pañuelo sobre mi boca y

las veces que he sentido llegar los vómitos a mi garganta, pero nadie me

creería; no sé si el hedor de un cadáver amarillento es capaz de convertir a

un hombre en un santo –o en un animal-, tampoco conozco el significado

de las miradas perdidas ni de los gritos lanzados al aire; no sé porqué los

pájaros negros –siempre son pájaros negros- picotean los ojos de un

miserable que cayó atravesado por un calibre de metal; no sé si lo que mis

dedos rozan son desconchones en una pared o heridas purulentas en el

rostro de una hermosa y joven mujer; a lo lejos se adivinan bultos negros

que se mueven con un ritmo fatigoso y cansino, el coche verde y sucio pasa

junto a mí y casi me arroja al suelo, los soldados no paran de reír a

carcajadas pero pronto dejan de hacerlo, como si fuesen muñecos rotos e

inanimados, suenan varios disparos, luego una ráfaga de ametralladora y

como colofón explosiona una bomba a un par de millas de distancia

109

levantando nubes de humo negro y denso, apretadas, como bolas de

algodón empapadas en sangre de varios días; continúo cargando con mi

inútil mochila, me duelen las entrepiernas del tiempo que hace que no me

ducho, me duele también la garganta, el dolor me puede, me puede el

cansancio, el sueño, la desesperación, me puede la melancolía de estar lejos

de casa; todo es extraño para mí en esta tierra lejana, las caras de las gentes

son raras, maliciosas sus miradas –algunas extravagantes-, ladran aquí los

perros más tristes y comedidos a como acostumbran en mi tierra, es extraño

y fantástico el amanecer de oriente y el viento cenizo que barre y limpia las

calles cuando sopla con furia casi todos los días, insólitos son aquí son aquí

el fluir del tiempo, los olores, los sonidos, las comidas, yo mismo soy un

extraño para mí, esta tierra no es, sin duda, mi tierra, únicamente el cielo se

parece al cielo de donde vivo, alto, azul, majestuoso, moteado de

recuerdos, traídos, arrastrados, por unas nubes blancas, altísimas y veloces,

Mi capitán me empuja enérgicamente y con su voz acerada me indica

que vaya rápido hacia algún lugar donde protegerme del fuego enemigo, yo

no quiero hacerle caso, me resisto, pero sin saber cómo mi cuerpo cambia

pronto de dirección sin protestar; la calle por la que camino es un insulto a

la dignidad del ser humano, avanzo por no permanecer anclado en el

tiempo, lo hago como un imbécil, como el tonto del pueblo, con una

sonrisa estúpida en la boca –todos los tontos de todos los pueblos tienen esa

sonrisa tonta y boba y estúpida-, sin apenas darme cuenta he llegado hasta

110

una ruina con forma de viejo edificio que me invita a entrar, el

espantapájaros pasa al interior sorteando cuerpos y escombros hasta llegar

a un pasillo largísimo, ya no recuerdo con claridad lo que hice a

continuación, seguramente inspeccioné todo el edificio –o no lo

inspeccioné-, o tal vez me quedé sentado en cualquier rincón solitario, o

quizás anduve por el interminable pasillo durante un tiempo infinito; el

cansancio tiene una cara dulce y bonachona; me senté -¿o no?- en un rincón

de la sala; me dormí -¿o no?- un buen rato; el ruido del hospital con olor a

naftalina y a heces es sordo y espeso, solamente de vez en cuando un grito

horrendo rasga la realidad, las figuras negras gimen, entrelazan sus manos

y se acarician, de tarde en tarde un par de camilleros se llevan los restos de

algún desgraciado; los dibujos de las paredes son entretenidos sobre todo

cuando el sueño nos adormece; un señor me ofrece un pedazo de algo

irreconocible, duro, seco y salado que abrasa mis labios agrietados y

sedientos; el tiempo no pasa en este antro, no sé ya las veces que me he

quedado adormilado y las veces que he despertado -¿o ha sido sólo una

vez?-; siguen los cánticos indescifrables y los rezos al viento, me ponen de

los nervios esos cánticos fúnebres y monótonos y mi capitán no viene a por

mí, nadie se acuerda de este espantapájaros, nadie me da una orden ni me

despierta de esta absurda pesadilla,

Los ojos de Amharat son negros, hondos y bellos y me vigilan

impasibles como si yo fuese un reo de muerte con intenciones de huir -¿es

111

esto realidad o tal vez continúo encerrado en mi sueño profundo?-, son ojos

grandes, vivos, ligeramente rasgados, sinceros –me avergüenzo cuando los

ojos que me miran son dulces y cándidos como los de este niño (confesaré

que también me avergüenzo por el simple hecho de pensarlo)-, los ojos del

niño siguen mirándome, impávidos e inocentes, con una luz movediza y

cálida; el enfermero –o el médico, o el médico o el señor que me ofreció

aquel trozo irreconocible de algo duro, seco y salado- realiza su trabajo de

manera diligente como queriendo atar el poco tiempo de que dispone; huele

a sangre coagulada, el suelo está salpicado de manchas rojas, irregulares,

en la esquina opuesta a donde estamos se oyen lamentos como se podrían

oír en cualquier parte del mundo, hay cosas que no cambian nunca, como el

dolor, la miseria y estos eternos lamentos de la esquina de enfrente, los

enfermeros transportan los despojos de varias personas, posiblemente

familia de este niño de ojos bellos y negros -…- ¿hermanos, padres?-,

quién lo sabe, las penas, las bombas, las sonrisas inocentes caen, se sienten,

se regalan, de la misma manera en toda la tierra; no recuerdo cómo ni

porqué –no me lo pregunte, tampoco importa- destapé a Amharat;

aparecieron los muñones sanguinolentos de sus piernas apretados contra la

sábana, me adormecí de nuevo, desperté, volví a adormecerme y volví a

despertar, miles de veces; el tiempo no pasa cuando necesitamos que pase,

el tiempo es un infame, el hedor también es un infame, los bultos negros –

no comprendo bien qué significan estos bultos negros- pasan junto a mí, el

112

mismo absurdo desconocido de antes vuelve a ofrecerme el mismo trozo

absurdo de algo irreconocible, duro, seco y salado y de la misma manera

vuelve a abrasar mis sedientos y agrietados labios; tengo miedo; cubro mi

cara con las manos, siento ganas de llorar, como un cobarde con la pistola

en la mano y sin atreverse a disparar; Amharat me toma suavemente de la

mano, le miro, aún tiene vida y fuerza el niño, los ojos le brillan y su pecho

se mueve fatigosamente por la respiración, otros bultos negros pasan junto

a nosotros caminando lentos en pos de una camilla roja y moribunda;

¿dónde estará mi capitán?; oigo otra explosión allá a lo lejos, luego otra y

otra y otra última, después nos envuelve el atroz silencio y la atmósfera se

torna más densa e irrespirable; Amharat aprieta ligeramente mi mano con

sus dedos cálidos y tiernos, una tibia sonrisilla le adorna de pronto el

semblante estirando el incipiente bozo del niño; los muñones de Amharat

se desangran sin remedio, busco una sábana más limpia y la cambio por la

suya, los ojos del chicuelo me lo agradecen quedamente pero su boca calla,

el dolor calla, el dolor siempre es mudo, las miradas dulces siempre nacen

de ojos tristes y ciegos; mi capitán también permanece callado, yo estoy

solo, entre las ruinas, en el silencio gris y ceniciento, el camillero –o el

médico, o el enfermero- me habla mientras mi imaginación atraviesa el

cristal lechoso de la ventana, no para de hablar, oigo el runrún detrás de mí,

junto a mi oído, mientras percibo el calor tibio de la manita del niño sobre

la mía y mientras mis ojos ciegos miran obcecados por una ventana cada

113

vez más sucia y lechosa; nadie viene a buscarme, Amharat y yo somos los

seres más solitarios de este mundo; nunca experimenté lo que se siente

cuando crees que todo el mundo te ha dado de lado; acerco mi cara a la

cara del niño, noto su aliento, su respiración es por momentos entrecortada

e imperceptible, el niño sigue mirándome, su mano continúa ejerciendo una

leve presión sobre la mía, otros varios bultos negros desfilan por la sala, la

soledad no nos abandona como tampoco lo hace el agobio, la rabia, el

dolor, el sentimiento contradictorio y chocante de ver la realidad sólo como

un mero desfile de bultos negros, de cánticos negros, de gemidos y

lamentos solitarios, desarraigados, atroces; a través de la ventana aún

puedo ver una espesa hilera de nubes altas, blancas, viajeras, moviéndose

impulsadas por el viento gris que todo lo cambia,

Fuera el viento, dentro el tiempo, lento, impasible y sordo; la sábana

se ha vuelto más roja, más dura y más innecesaria, con cuidado extremo la

levanto, aparecen los dos muñones sangrientos, el miedo vuelve a

invadirme, el silencio no se va, mi capitán no viene, el enfermero retira la

sábana con una lentitud exasperante, el mismo desconocido de antes ya no

me ofrece el trozo irreconocible, duro, seco y salado de siempre; el médico

–o el camillero, pues aquí todo se confunde- me aparta, mi mano ya no

siente el refugio cálido de Amharat; el niño desvía por primera vez su

mirada y sus ojuelos se cierran cansinamente, los bultos negros no dejan de

pasar junto a nosotros, la ventana se torna más lechosa aún, más opaca, las

114

nubes parecen atravesar el cielo como pesados mastodontes del pasado, el

tiempo se hace presente porque aquí sólo se vive irremediablemente el

presente, todavía imagino calor en esa mano tan suave, sueño mi mano

tocando, rozando, acariciando sus dedos; Amharat emite un leve sonido

gutural de su garganta, Amharat sufre un embrión espontáneo de epilepsia

que convulsiona su cuerpo como si dentro tuviese encerrado un caballo

desbocado que luchara por salir, el niño levanta los brazos (recuerdo a mi

abuela en su lecho de muerte) y se retuerce en una agitación brutal,

desaguándose, como si todo su ser fuese de líquido; el silencio se hace de

plomo y nos amenaza con no abandonarnos nunca; el silencio y el tiempo

se alían formando una pareja burlesca y cruel; ya no consigo ver nada a

través de la ventana, ya las nubes descansan de su eterno viaje, ya el

exterior no existe; el presente se torna insufrible, jamás sospeché lo

insoportable que puede llegar a ser un estado de realidad inalterable,

inmarcesible; me siento paradójicamente más viejo, los bultos negros

continúan su procesión, las bombas siguen explosionando, mi capitán no

aparece y yo me encuentro en la más despreciable de las soledades; la

respiración del niño se vuelve convulsa y aumenta de ritmo tratando de

aspirar un aire que se le acaba, los muñones le sangran sin cesar; Amharat

arquea la espalda y las amputaciones, apretadas más aún contra la sábana,

palidecen; Amharat gime, grita, su cuerpo vibra y se convulsiona

horriblemente; me alejo de allí; el médico ha vuelto veloz hacia nosotros y

115

con un movimiento resolutivo agarra férreamente el débil cuerpo, luego le

acaricia la cara con dulzura; yo no me aparto de la ventana, unos bultos

negros se acercan silenciosos hasta la camilla del niño, mi capitán aparece

por fin en la sala y observa indolente la escena; el tiempo comienza a

moverse y a dejar de ser una pesada losa, mi capitán me hace señas para

que salgamos pronto del lugar y escapemos de la muerte; Amharat

permanece inmóvil sobre la camilla, la sábana no puede empapar más

sangre, los bultos negros han dejado por fin de desfilar y se han colocado

en torno a la camilla, el médico –o el camillero, nunca lo supe con certeza-

limpia la frente del niño, le acaricia el rostro, le coloca las manitas en su

sitio como si el niño todavía guardase vida; ojos negros, ojos sinceros, ojos

muertos, de luz quieta y fría, la soledad es terca pero frágil, basta una

caricia amiga para hacerla saltar en pedazos; no sé el tiempo que he

permanecido en la sala, ni siquiera recuerdo las veces que me he

adormecido ni las que me he despertado, confundo mi presente con aquel

presente, las bombas, el fuego enemigo –o amigo-, el capitán, el enfermero,

el médico, el desconocido que me ofreció tantas veces aquel trozo

irreconocible, duro, seco y salado, la soledad de aquel día, el tiempo

inmanente a la situación, irrecuperable, las nubes altas, altísimas, blancas,

veloces, yo mismo, no sé, no sé, no estoy seguro, este relato, estas líneas,

quizás nunca ocurrió nada de esto o quizás esté sucediendo ahora mismo en

otra tierra, a otras gentes; el presente es lo más angustioso, lo más doloroso,

116

porque es lo único que tenemos, lo único a lo que podemos agarrarnos con

fuerza, el único sitio donde esconder nuestros miedos, nuestras angustias, el

presente es aplastante, veraz, claro, real, increíblemente real, tiene cuerpo

como nosotros, sólo debemos saber abrazarlo para no soltarnos nunca de él

y caer al vacío; Amharat, su mirada, sus ojos negros…

117

XII. DETENED EL TIEMPO

118

Cuando sonó la tercera llamada del timbre salí despedido de la silla

con un humor de perros porque era la enésima vez que interrumpían hoy mi

trabajo y no estaba dispuesto a tolerarlo una vez más; por la hora –las once

menos cuarto- imaginaba que sería el cartero cargado con mensajes

insustanciales e insufribles, o tal vez se tratase de mi vecino que venía a

pedirme no sé qué para su vehículo que no arrancaba; lo cierto es que por la

mente me cruzaron mil ideas diferentes, mil fogonazos, mil excusas para no

levantarme del asiento y para continuar con lo que estaba haciendo desde

las siete de la mañana; pero me levanté, lo cierto es que me levanté; no sé

por qué, pero mi cuerpo, pesado como el aserrín mojado, dejó de tocar la

superficie de la silla y se dirigió hacia el pasillo que lleva a la puerta de

entrada; lo hice; me sentía cabreado, ansioso, iracundo, porque jamás he

tolerado que nadie me corte lo que llevo entre manos y ahora, que me

faltaba muy poco para dar por fin con el broche final de mi obra, resulta

que alguien llama al timbre y me desconcentra; es decir, que a alguien se le

ha ocurrido hoy la genial, la maravillosa, la extraordinaria e inusitada idea

de dirigirse a mi casa, a mi casa que se encuentra en el otro confín de la

119

ciudad, en el otro lado del universo, en los linderos de los barrios

populosos; seguro que esta persona habrá cogido el coche o el bus urbano,

tal vez el metro o no sé qué diantre medio de transporte, puede incluso que

haya venido a pie, caminando sin descanso hasta alcanzar la ladera donde

se ubica el barrio residencial en el que arriba del todo, dominando el

horizonte, se encuentra mi casa, incluso sospecho que a lo mejor alguien le

ha hecho el favor y lo ha acercado hasta aquí; lo cierto es que de una forma

u otra hay un hecho incontestable, quien sea, hombre, mujer, anciano o

niño, ha levantado su dedo y, presionando ligeramente, ha pulsado sobre el

interruptor del timbre; como es lógico éste ha hecho lo que tenía que hacer,

sonar, y este sonido se ha repetido tres veces, tres, consiguiendo sacar de

mi cerebro el final de la obra que ya tenía prácticamente diseñado,

Pensando en esto, cuando me di cuenta me encontraba en mitad del

pasillo; desde allí, sobre las losas ajedrezadas del pavimento, veía con total

claridad el portón de mi casa, distinguía sus barrotes de acero, sus arcos

dorados, sus huecos infinitos, observaba la silueta alta y esbelta de la

puerta, cómo ésta buscaba en la altura la superficie del techo, cómo ésta

acababa en un semicírculo perfecto y cómo, a través del cristal arrugado y

translúcido, se adivinaba la silueta borrosa e indefinida de una persona,

Abrí; jamás hubiera yo sospechado lo que mis ojos encontrarían al

girar la hoja de la puerta; en medio del zaguán un hombre gordezuelo y

diminuto, de cara ancha y nariz respingona permanecía de pie con los ojos

120

entornados; le miré y observé su vestimenta rancia y desgastada; llevaba

unos pantalones de paño grueso con dos bolsillos laterales abultados y un

cinturón muy corto que le apretaba la cintura dibujando una hendidura a

todo su alrededor; el desconocido levantó su cabeza, recorrió la estancia

con sus ojos vivarachos a un lado y a otro; no parecía tener prisa en su

observación; yo continuaba de pie, frente a él, y no abrí la boca esperando

que aquel sujeto se atreviera a decir el motivo de su inesperada e

inoportuna visita; a los pocos segundos el individuo levantó su brazo

derecho y abriendo los dedos de su mano, unos dedos rollizos, gordos y

brillantes, alejó de su cabeza el sombrero que le adornaba; el hombre

diminuto era sin duda un mendigo y la situación, por tanto, estaba bien

clara; que yo estaba perdiendo un tiempo precioso, que de mi cabeza ese

hombre me hubo quitado la idea, la genial idea que conformaba el final de

mi obra, que ese final maravilloso se había desvanecido como el sombrero

del vagabundo se había levantado lento y torpe hacia el cielo cruzando el

aire por encima de su cabeza; la cosa era realmente ridícula, ridícula e

injusta; piensen; qué derecho tenía aquel individuo para irrumpir en mi vida

y transformarla de aquella manera tan vulgar; qué derecho, qué permiso y

por qué medios lo había obtenido para entrar en nuestro barrio, para

caminar por nuestras amplias calles, para merodear por nuestras zonas

privadas y nuestros caminos verdes, entre árboles milenarios; cómo lo

había conseguido, ése era el misterio; en el mundo no deberían existir

121

personas que no saben respetar a los demás, este tipo de sujetos deberían

estar bajo vigilancia perpetua, para que sus vidas no malogren las vidas de

los otros,

Sus ojos se clavaron en los míos; a pesar de ser muy evidente la

diferencia de naturaleza entre él y yo aquel individuo me miraba con aire

arrogante, con aire altivo, señorial; sus ojos, bien observados, escondían

una mirada astuta, tenían un brillo peculiar y comprobé que el simple hecho

de soportar esa mirada me encogía el estómago haciendo que tragase parte

de mi vanidad y de mi orgullo; me sentí molesto, la ira se apoderó de mi

pecho y sentí cómo mis venas se dilataban y se contraían sin parar, como

las olas del mar, como las ráfagas de un viento crudo e impetuoso; toqué mi

muñeca y noté que el pulso se me había disparado y este hecho hizo que mi

ira se convirtiera en rabia, en furia, en violencia y temí que de un momento

a otro mi cuerpo se derrumbara cayendo al suelo sin sentido,

Pero no sucedió nada de esto porque en el preciso instante en que mi

mente se colapsaba el mendigo tocó mis manos con las suyas y la fuerza

del hombre pasó a mi cuerpo, alimentándolo; sentí su fuerza, extraña en

aquel ser tan deplorable, sentí el calor que provenía de sus dedos y

experimenté una sensación desconocida para mí cuando le miré a la cara y

comprobé que sus ojos sonreían como los de un loco; en aquel momento el

aire que doblaba la esquina giró de pronto y se derramó por mi casa,

bañándola de granitos de arena arrastrados desde los confines de la tierra y

122

acariciando mi rostro obligándome a cerrar los ojos; todo sucedió en un

instante y la rapidez de los hechos me hicieron comprender que, o cerraba

la puerta y dejaba a aquel individuo allí plantado, o le invitaba a pasar al

interior de mi casa; la primera idea era para mí atractiva, olvidarme de él,

hacer como si nunca hubiera sonado el timbre, continuar con mi trabajo,

sentarme, pensar, escribir, vivir, aunque si optaba por esta posibilidad

reconozco que no tendría tiempo ni ocasión para hablar con el hombre

diminuto y gordinflón; de lo contrario el tipo entraría a mi hogar, le

ofrecería una limosna, algo de comer, en fin, que aquel ser saldría de ella y

se sentiría satisfecho y pensaría que el día de hoy le había ido bien; no

obstante, sentí reparos, vacilaciones, algo en él me daba miedo, no puedo

poner en pie si era su mirada, repito, como la de un loco, con los ojos muy

redondos y vivos queriendo salir de sus órbitas, o simplemente su gordura y

su vestimenta que provocaban que yo sintiera asco y algo raro, como una

bola, como un bocado, dentro de mi estómago,

Habían transcurrido apenas dos minutos desde que el timbre sonara

por vez primera hasta el momento en que yo decidía qué hacer y he de

confesar abiertamente que sin saber por qué opté por lo segundo; a pesar

del desasosiego que ese hombre me inspiraba, a pesar del asco y de la

repugnancia que sentía con su presencia opté por devolverle la amplia

sonrisa con la que el sujeto me obsequió y levantando mi brazo le indiqué

la dirección del pasillo que lleva hasta mi sala de estudio; y lo hice porque

123

un fino pensamiento me recordó uno de los pasajes de la genial obra de

Dostoyevski donde el protagonista retuerce su conciencia ante el dilema de

asesinar o no a un personaje de la obra; pensé en ese libro y en ese hecho

como podría haber pensado en cualquier otra cosa pero las casualidades de

la vida, que a veces son misteriosas, hicieron que de todos los libros que he

leído, de todos los autores, de todos los personajes y de todas las historias,

sólo pensara en esta que ya he mencionado; en ese momento me planteé lo

que el autor en su libro, ¿merece la vida este ser?,¿si acabo con él, se pierde

algo, cambia el mundo su sustancia, su realidad?, ¿es legítimo que yo, al

igual que el Estado, me tome la justicia por mi mano y acabe con su vida

pobre e insignificante?

El mendigo andaba delante de mí; al verlo por detrás parecía ruin,

insignificante e indefenso; caminaba con las piernas ligeramente

encorvadas hacia adentro, su espalda se mantenía erguida pero se

desplazaba hacia los lados por la inercia de la enorme masa de carne que

debía de sostener; llegamos hasta la sala de estudio, indiqué al mendigo que

tomase asiento teniendo la precaución de colocar una gasa sobre la

superficie de la silla, el mendigo obedeció sonriente y colocó sus manos

entre las piernas agarrando su sombrero como si alguien estuviera

dispuesto a arrebatárselo; mientras tanto yo le observaba con detenimiento,

estudiando cada uno de sus movimientos, cada una de sus muecas para

comprobar el fondo de este hombre, para ver a través de su persona, para

124

sondear y decidir si en verdad este sujeto merecía vivir o, por el contrario,

estaba condenado a la muerte desde el momento de haber presionado el

timbre de mi casa; la habitación se encontraba en penumbras, sólo una

parte de ella, la que da justo al mediodía permanecía ligeramente iluminada

por la luz de una lámpara; suelo sentarme en ese rincón cuando lo que

quiero es pensar en algo importante, y esa mañana sin duda que lo que

planificaba en mi cerebro era realmente importante, más aún, era vital,

porque se trataba ni más ni menos que del final de mi última obra, por ello

la luz de la lámpara caía a plomo sobre la superficie aterciopelada de la

mesita en la que durante varias horas, desde bien temprano, volcaba mis

esfuerzos en comprender que el final de mi obra debía ser la muerte del

protagonista; miré al mendigo con suficiencia y le pregunté que qué le

apetecía, le quise decir si deseaba un bocadillo, un zumo de naranja, un

café, o sea, le estaba ofreciendo lo que él quisiera, y la respuesta del

mendigo fue una sonrisa estúpida, una cara rígida y unos labios

entreabiertos por donde fluía un hilillo de baba semejante al de los tontos

cuando sonríen queriendo agradar sin conseguirlo; volví a preguntarle si

quería algo, si tenía hambre, sed, si estaba cansado y con ganas de echarse

un poco, le pregunté si quería dinero, una botella de vino, no sé, le pregunté

de todo pero aquel individuo pequeño y gordo sólo me miraba con la boca

abierta, con los labios estirados, con los dientes asomando en la negrura de

su boca y con los ojos de par en par; lo único que logré percibir de su

125

estupidez fue un tenue, un sutil, un etéreo bisbiseo que me daba a entender

que jamás sacaría información de aquel saco de carne; dejé al mendigo allí

sentado y me fui directamente a la cocina; necesitaba respirar aire fresco,

estar solo, poder pensar, secarme la cara con un paño humedecido, mirarme

al espejo; me senté; la ventana que hay sobre la encimera se encontraba

abierta desde esta mañana que la abrí cuando tomaba el primer café; por

ella veía las nubes correr, veía el viento arrastrar las hojas caducas de los

árboles de mi jardín, divisaba el horizonte, lejos, diminuto, como pintado a

pinceladas desganadas; me encontraba mejor, la ira que se apoderó de mí al

abrir la puerta y que casi vuelve a hacerlo al preguntarle al mendigo si

quería algo se hubo calmado y mi pecho dejó de sudar y de convulsionarse;

delante de mí había una mesa con los restos del desayuno que aún no había

recogido, al lado estaba el frigorífico y entre él y el fregadero el mueble

donde guardo los vasos, las bayetas, los cubiertos y demás enseres; los

cubiertos los guardo en el segundo de los cajones empezando por arriba, así

al cogerlos no tengo que agacharme demasiado; y lo que son las cosas, ese

cajón se encontraba semiabierto y ustedes se dirán, bueno, y qué, y estoy

seguro que dirán esto porque no saben que no hay cosa en este mundo que

más me moleste que encontrar no ya un cajón abierto, sino una puerta

entornada, un adorno mal colocado, un libro en la estantería aprisionado del

revés; me levanté pensando en el dichoso cajón, iba dispuesto a cerrarlo de

un sonoro golpe pero en el mismo instante en que mi mano se desplazaba

126

por el aire para impactar sobre el mismo, lo vi, lo vi con la claridad que

ahora veo las letras que escribo, lo vi con la lucidez de un científico en el

momento de realizar un gran descubrimiento; no había duda, era él, allí

estaba, junto a un tenedor, junto a una cuchara, mal puesto, un poco

inclinado, pero era él, no había ninguna duda; nunca tuve un cuchillo más

bonito que aquel, ni más grande, ni más afilado; lo compré en mi último

viaje a la capital, en una tienda de decoración; no era precisamente el

último menaje de cocina, pero me gustó tanto que me lo llevé pensando que

en mi cocina luciría como en ningún otro lugar; allí estaba, largo,

reluciente, desafiante, llamando mi atención en el instante en que

comenzaba a cerrar el cajón; me estremecí, lo cogí entre mis manos, pasé la

yema de mis dedos por su filo y comprobé que el cuchillo no había perdido

a pesar del paso del tiempo ninguna de sus virtudes; me senté de nuevo en

la silla y me llevé unos segundos observando la hoja del cuchillo brillando

y emitiendo haces coloridos a su alrededor; pensé en el mendigo, me

levanté, abrí el frigorífico, cogí unas lonchas de salami y las metí entre dos

panes tiernos y olorosos, destapé luego una botella del reserva que

guardaba para cuando llegase el final de mi obra y lo dispuse todo en una

bandeja; cuando llegué a la sala de estudio me recibió la esperada y

estúpida sonrisa bobalicona de antes; coloqué la bandeja sobre la mesa,

acerqué al borde de la misma el bocadillo y escancié un buen chorro de

vino en una copa transparente; miré al mendigo y le hice ver que aquello

127

era para él; el mendigo se levantó torpemente sin apartar la mirada de la

comida, adelantó su mano izquierda para cogerla y antes de alcanzar el pan

miró hacia mí para comprobar si en verdad aquella vista tan apetitosa era

realmente suya o aún no; yo me senté algo alejado, quise dar tiempo y

tranquilidad al hombrecillo para que comiera y bebiera con total libertad,

El tiempo pasaba, la mañana viajaba rápida por la senda del día, los

pájaros volaban dibujando revueltas peligrosas en el aire y a pesar de todo

esto, a pesar de todo esto tan maravilloso, no se me ocurrió otra cosa que

sonreír para mis adentros maliciosamente, peligrosamente, ladinamente,

No sabía el nombre del mendigo, no sabía nada de él, ni de donde

procedía, ni cuántos años tenía, ni siquiera sabía si tenía familia, de si

andaba solo en el mundo, no tenía ni idea de nada en absoluto; y cuando

dos hombres se encuentran solos en la misma habitación, callados, sin

cruzar palabra, uno comiendo como un cerdo y el otro expectante,

silencioso, observador, mala cosa pasa, malos aires corren, la desgracia no

se encuentra lejos y sólo puede suceder que alguno de los dos rompa el

silencio y con la llegada de los sonidos, de las palabras, de las miradas y de

los suspiros, el maleficio quede roto de raíz; sin embargo, recuerdo que yo

no estaba dispuesto a decirle nada al hombrecillo y por supuesto éste no

echaba cuenta de mi presencia, bastante tenía con apurar los restos del

bocadillo que ya casi se había comido y con sorber las últimas gotas del

vino maravilloso que estaba paladeando,

128

En estas circunstancias cualquiera podría pensar que nada raro podría

ocurrir, nada porque lo único que sucedía era que un hombre miraba a otro

mientras este último comía tranquilamente; cualquiera, repito, podría

pensar esto, pero se equivocaría, porque uno de esos dos hombres deseaba,

planeaba y estaba decidido a asesinar al otro; y para empezar la macabra

idea lo primero que se me ocurrió fue jugar un poco con este desdichado

comprobando si la presencia de mi cuchillo sobre la mesa causaría en él

algún tipo de reacción; me levanté, me acerqué a su lado y con mi mano

derecha coloqué suavemente el cuchillo sobre el mantel azul intenso,

asegurándome que desde la posición del mendigo la hoja, la gran hoja

plateada y temible, estuviese bien al alcance de su vista; así fue, el

hombrecillo reparó en ella al momento, fijó sus ojos en el brillo que

emanaba de la pletina afilada, pausó los movimientos de su mandíbula,

desvaneció levemente la sonrisa imbécil que hasta comiendo a dos carrillos

le adornaba y luego giró la cabeza hacia mí para observarme en silencio;

¿imaginaba el pobre hombre el destino que le esperaba?, ¿era acaso

consciente del significado del cuchillo sobre la mesa, junto a él?, ¿me

atrevería yo a levantar mi cuerpo del asiento, a coger el cuchillo entre mis

manos, a dirigirme hacia él, mientras comía, y allí, alejado de mi

conciencia, lejos de todos, aislados del mundo, clavarle el arma hasta la

empuñadura? ¿sería yo capaz de oír los lamentos del hombre, de ver las

convulsiones de su cuerpo, de sentir la flojedad de sus miembros y de

129

presenciar cómo la vida le abandonaba, sería yo capaz de esto sin sentir

remordimientos, sin temblar todo mi ser, sería yo capaz?

El mendigo levantó la copa para tragar el último sorbo, luego la colocó

sobre la mesa con un cuidado exquisito y se pasó la manga de su chaleco

por los labios, secándolos; a continuación apoyó sus brazos sobre el borde

de la mesa y sobre ellos colocó la cabeza que de esa manera aparecía ante

mí inclinada y con el cuello despejado dispuesto a que cualquier asesino

hiciese con él lo que se le antojase; me coloqué detrás de él, cogí el

cuchillo de la mesa, lo miré, vi la forma de mi cuerpo difuminada en la hoja

afilada, levanté el arma con mis dos manos por encima de mi cuerpo, todo

lo que pude, hasta sentir dolor en los codos, luego…

El tiempo se paró, tal vez por mi deseo de detenerlo o porque todas las

fuerzas del universo se confabularon para mofarse de mi persona, para

hacerme sufrir; el tiempo se detuvo y no es una metáfora prescindible y

generosa; lo hizo de verdad, las manecillas del reloj de la sala cesaron su

rítmico caminar, noté cómo dentro de mi pecho habían muerto los latidos;

sin bajar los brazos que aún alzaban al cielo los destellos plateados del

instrumento asesino, percibí, intuí que aquel hombre se había paralizado

presa del miedo; y me sentí culpable; quise bajar las manos, soltar el arma,

salir huyendo, quise retroceder en el tiempo, no haber llegado al final de mi

obra, quise, deseé con fervor que aquel hombrecillo nunca hubiera tocado

el timbre de mi casa, quise cambiarlo todo, el destino, mi voluntad, la vida

130

de ese pobre desdichado, todo, hasta el paso inexorable e ineluctable del

tiempo que todo lo transforma; falsamente culpable porque ningún crimen

había cometido hasta el momento, la conciencia y el pesar martillaban en

mi cerebro provocándome dulces vértigos y un sabor blanco en mis labios;

pensé en el personaje de Dostoyevski y comprendí el dolor que pudo

experimentar tras el asesinato; percibí el castigo al que estuvo sometido

durante tanto tiempo y que le sirvió para sufrir y para expiar, para calmar

su alma y para cambiar su vida,

Desperté; el diminuto y gordezuelo hombrecillo se encontraba delante

de mí; noté un dolor en la cabeza que se me irradiaba a las cuencas de los

ojos, provocándome una sensación de opresión y de bloqueo como jamás

había sentido; el hombrecillo sonreía abiertamente; adelantó su cuerpo

hacia mí y con sus manos extendidas cogió las mías, ayudándome a

levantar mi cuerpo del sillón donde estaba recostado; caminamos juntos

apoyados el uno en el otro hasta llegar a la puerta de la calle; no pude

preguntarle nada al mendigo, las palabras no salían de mi boca; él tampoco

hablaba, sólo giraba de vez en cuando su cabeza hacia mí y me obsequiaba

con su sonrisa bobalicona; al alcanzar la entrada apretó mis manos con sus

dedos rollizos y brillantes, luego me dejó solo y se fue; simplemente había

desaparecido,

Volví sobre mis pasos con cuidado porque aún sentía mareos y dolor

en los ojos; fui a mi habitación y sin retirar la ropa de la cama eché mi

131

cuerpo sobre ella; allí acostado, en la penumbra de la habitación, en el

silencio recogido entre las cuatro paredes, en la soledad más absoluta me

pregunté por qué la vida es como es, por qué pasan estas cosas, por qué ha

tenido que venir a mi casa un ser miserable y obtuso para hacerme

comprender que no soy nada, absolutamente nada,

132

XIII. INOCENCIA

133

Roque es un niño muy niño; su rostro es sereno, amable, cándido y

sus cachetes dibujan, graciosamente, dos círculos rojos, de sano, como los

querubines de un lienzo de Murillo,

Roque se levanta todos los días muy muy temprano; después del

obligado aseo toma el desayuno que, con amor, su mamá le ha preparado e

inmediatamente se dirige al sobrado a dar los buenos días a Michino, su

gato; sube los peldaños a escape y cuando alcanza la trampilla va tan

fatigado que los colores le afloran y la nariz se le torna roja roja,

Sabe que más tarde deberá ir a la escuela, pero no le importa; calzado

con gruesos botines y con la mochila a la espalda le veis, camino adelante,

alejándose poco a poco de su casa,

A Roque le gusta caminar, le encanta, de ahí que todos los días se los

tome como si de una verdadera excursión se tratara, camino va y camino

viene; en el trayecto se despierta a la vida; embelesado, le sorprendéis

observando aquí y allá, a los árboles, a los trigales de amarillas y

cimbreantes espigas, a los cerros que en lontananza se recortan azules,

mostrando sus quebradas siluetas, difuminadas, distantes, bellas…

134

Michino le acompaña hasta Fuenteclara; por la senda, sinuosa y a

trechos enfangada, Michino y Roque juegan, corren, saltan, en un delirio

alegre, infantil, inocente; una vez allí el animal se vuelve, desanda lo

andado, persigue uno, dos, tres ratoncillos que se cruzan, quebranta, acaso,

la paz de un pajarillo, despliega, en fin, su instinto felino, gatuno,

irracional,

A la altura de las casas viejas suele coincidir con algunos de sus

amiguitos que, por otros senderos, se aproximan a la escuela; hoy, por el

contrario, se ha topado con Rafa y Kiko, dos hermanos, dos mocosos como

él, rubios, altos, vivarachos, que le examinan con desprecio, altivos,

orgullosos, porque ellos son de la pedanía, de las casas nuevas, de otro

lugar, pero Roque es tan inteligente, tan bueno, tan niño aún, que prosigue

su caminar, como si nada,

Roque lleva siempre a clase un bocadillo bien aderezado y algún

dinerete que su papá generosamente le dio por la mañana para comprar

chuchas y golosinas, sin embargo él, con este dinero, invita a sus

compañeros; comparte lo suyo con Tomasín, con Pepito, con Juanito, con

Luisito…

En la escuela las horas transcurren lentas, largas, anodinas, como en

tardes de un gris otoñal, como la vida misma; vemos a Roque sentado, con

sus hermosas y menudas manitas laborando sobre un vetusto pupitre de

madera; sostiene un libro abierto, un libro de Historia donde asoman

135

graciosos dibujos de reyes y príncipes; de vez en cuando anota, con su

lapicero azul, raros signos en un cuaderno verde, pequeño, de dos rayas,

como los cuadernos de los demás niños de la clase; os sorprende su

atención de persona mayor contemplando, arrobado, las explicaciones de su

anciana maestra,

Desde su banco divisa la parte alta del río donde éste se vuelve

pedregoso y curvo; más allá destaca una hilera de frondosos sauces, con sus

conformadas y fulgentes copas doradas por el sol de la mañana; Roque

confunde, a veces, la lección con la realidad y, extasiado, navega, vuela, en

un ejercicio donde su imaginación de niño, viva y pura, le transporta a un

mundo fantástico habitado por reyes de rutilantes coronas y hadas de albas

muselinas; la paciente y anciana maestra, empeñada en desentrañar los

misterios de la España visigoda, es incapaz de volverle en sí, de atraer su

atención,

La clase acaba, finaliza, y Roque sale de ella feliz, ausente y henchido

de un profundo gozo,

Este es Roque, mi nuevo amigo, así es y así os lo he presentado,

rápida, sencilla, fugazmente, en breves pinceladas; figuro junto a él y soy

parte de sus vivencias tan pueriles y simpáticas; el niño nos muestra su

interior, abierto, cándido, sin reservas, como alma prístina y sensual,

inocente, avasallante; en esa inocencia refleja un mundo de luces y colores,

de príncipes y damiselas, de castillos y dragones que su portentosa

136

inventiva construye, edifica, atesora; siempre a través, claro está, de la

virginidad infantil que le afecta,

Roque es una de esas personas a quien todo el mundo cuando le ve

exclama ¡oh, qué niño tan rico! y necedades por el estilo; a él le parte pero

siempre lo ha soportado con entereza, por eso cuando repara que sus tías se

encuentran cerca -sobre todo tía Patty y tía Lucy- huye como alma que

lleva el diablo; con el paso de los años ha conseguido una especie de

habilidad que le permite mimetizarse entre butacones y muebles de su

enorme caserón,

Menos mal que allá en su desván se siente a salvo; es allí donde

nuestro amigo pasa la mayor parte de su tiempo en la sola compañía de

Michino; a la vuelta de la escuela siempre acude allá; suele descalzarse

para estar más cómodo y, una vez dispuesto al juego, un frenesí inusitado

apodérase de su persona transformándolo en una fierecilla desconocida;

Michino, como conoce los arranques de su dueño desaparece entre vigas

maltrechas y empolvadas,

La estancia es más larga que ancha y el techo, a dos aguas, le permite

permanecer de pie en la zona central; es usado oficialmente como trastero

aunque a Roque se le aparece como isla maravillosa en mitad del océano;

una ventanita redonda le permite echar un vistazo al exterior sin ser visto,

circunstancia ésta que le ofrece la posibilidad de practicar su juego

favorito: Agente Secreto.

137

Hoy es viernes y como todos los viernes vendrá a casa una suculenta

tropa de señoras y señores serios a los que Roque analizará

despiadadamente, sin compasión; pero mientras tanto a qué esperar –se

dice-comenzando una verdadera revolución donde ejércitos y caballerías al

galope en ferviente zarabanda no causarían mayor estrépito: mesas, sillas,

latas de pintura a medio gastar, candelabros de la abuela, libros, revistas y

mil cachivaches más del mismo jaez son pasto de sus lindas diabluras y

elucubraciones; Michino, desde su atalaya, observa el huracán que asola la

estancia y decide no bajar en un buen rato; a veces, en lo mejor del

episodio, la voz de mamá llega a través de pasillos y habitaciones hasta el

sobrado; pero hoy no,

No sólo le divierten los pasatiempos más propios de los niños de su

edad; también en cuestiones donde juegan la paciencia o el azar demuestra

Roque gran talento; en la noche, después de la cena, siéntase con el tablero

entre las piernas y no existe contrincante que no salga escaldado del envite;

todos se le dan bien aunque causa verdaderos estragos en el juego del

parchís; Te comí y me cuento veinte son sus palabras más temibles y

sonadas; qué niño, cómo lo hará –exclaman todos con un rictus de

desaprobación en los labios; a la tercera o cuarta partida, como quiera que

se aburre, lo deja y se va a dormir,

Otra de sus aficiones preferidas son los animales; su amor por la

naturaleza llega en ocasiones a ser desmedido; en una habitación

138

desocupada del piso superior guarda un verdadero zoo; en botecillos de

vidrio colecciona chinches de todos los tamaños y variedades; unas, gordas

y peludas, las otras, pequeñitas y transparentes; casi medio centenar; en

otro bote, éste de mayor tamaño, cucarachotas encontradas en el jardín

hurgando entre las hierbecillas; una de ellas es la capitana, con su

caparazón negro y brillante adornado con pinchos en los bordes; dos

enormes cuernos atemorizan a todo el que osa destapar el bote; a veces

organiza carreras con sus mejores amigos, tan largas que las pobres

cucarachas llegan a la meta exhaustas y sudorosas; la ganadora es la reina

hasta la carrera siguiente,

El mediodía se ha presentado inesperadamente a los ojos de nuestro

amiguito gravitando, cálido y abierto, sobre los jardines y frondas que

cercan su casa; el sol calienta las últimas ráfagas de aire fresco de la

mañana y es agradable permanecer ahí, de pie, bajo los generosos rayos del

astro de primavera,

Roque, tan sensible él, juguetea aquí, junto a la acacia, o allá, con el

capazo, trajinando con la arena amontonada y aún humedecida; su cabello

de miel se ve alterado por las constantes cabriolas y saltos; en su inocencia

ha olvidado ya la zozobra del desván y su mente imagina otros lugares de

esparcimiento,

Es mediodía y la hora del almuerzo está cercana; él lo sabe, pero antes

que su mamá le llame con amor subirá al otero que domina el llano; el

139

camino es duro; necesitará cinco, tal vez diez minutos en alcanzar la cima,

pero merece la pena; al conquistar el alto se sienta fatigado sobre una gran

raíz de eucalipto desgarrada de la tierra; su pequeño y excitado corazón va

recobrando lentamente su ritmo; desde allá arriba el panorama es

estremecedor; vemos a Roque extrayendo del bolsillito de su peto un

caramelo de chocolate y llevarlo a la boca que lo espera con ansiedad;

después, cuidadosamente, guarda la envoltura y mira a un lado y a otro,

fascinado,

¿Qué piensa ante semejante espectáculo? ¿Qué merodea por su mente,

tan inquieta?; así, en la pura contemplación y regocijo del espíritu os

aseguro que se fraguaron hombres ilustres, pero Roque…es tan joven…tan

niño; ¿qué podremos esperar de él?; mas no importa, lo decisivo, lo vital es

que allí, con su soledad, se cree mayor, importante, eterno…

Mientras sus ojos, sus profundos y negros ojos se deleitan con las

tierras verdes, grises, cárdenas del llano, sus inquietudes se afanan ahora en

desmenuzar frágiles terroncitos de tierra,

Hoy -¡hay que decirlo!- va encantador; le cubre una camisita de fino

hilo, a cuadros, y unos bombachos empetados color crema; lleva prendida

del pecho una graciosa chapa de Micky; ha cambiado sus gruesos botines

de colegio por unos mocasines marrones porque su mamá así se lo ha

pedido,

140

A veces trepa a un alto pino de bajas y rígidas ramas hasta la

mismísima copa; si mamá le viera –piensa- ¡qué orgullosa se pondría!; el

aire es tan puro allá arriba, tan claro…;los pájaros también suben al otero,

como Roque; ponen allí sus nidos, en las paredes más altas, redondos,

mullidos, acogedores…

Del otero parte un estrecho camino que lleva, zigzagueando, hasta el

lago; papá le enseñó que en primavera, cuando las nieves del alto dan paso

al agua clara y fría, el lago muestra toda su belleza; Roque desea ir allá

pero no se atreve; en su interior siente no sé qué en desobedecer a su papá;

sin embargo, es tal el deseo que embarga desde hace unos segundos su

tierno corazón que se lanza veloz por la pendiente, hasta la casa; mientras

corre, qué digo ¡vuela!, va pensando en el hermoso día que pasarán en el

lago; la ilusión le puede y su ingenua conciencia le abraza apasionada y

arrebatadoramente,

Hoy ha venido de visita la prima Doly; lo ha hecho con sus papás;

prima Doly es un año mayor que Roque y además un palmo más alta; en

casa oyó decir que las niñas estiran antes que los niños pero que luego, con

el paso de los años, se vuelven más tontas,

Hola prima; hola primo; se han saludado; Roque desaparece como por

arte de magia; se avergüenza delante de su prima y no quiere que nadie les

vea juntos; tu hijito le viene muy bien a nuestra Doly –ha oído alguna vez a

sus tíos; sus tíos son insoportables; él es un ogro de barba negra y

141

esponjosa; ella, una cotorra que habla y habla sin parar; prima Doly es al

menos una niña, como él; ¡sube prima!, le grita desde lo alto de las

escaleras; al rato un meteoro arrasa los escalones, es Doly, que ha sido

víctima del Agente Secreto; está claro que a la niña no le atraen demasiado

los animalillos de su primo,

Durante la comida Roque no deja de mirar a su prima; algo en ella es

diferente pero…la diferencia es tan sutil que apenas la percibe; ya no tiene

la niña esa cara pecosa que tanto le hacía reír; ahora es menos niña; algo en

ella lo atrae como el imán a la aguja; puede ser la primavera que llega no

sólo al jardín o al campo o al otero sino a sus vidas; aires nuevos, frescos y

suaves acarician su rostro; los ojos de sus padres y los de sus tíos se

entrecruzan en un haz de líneas imaginarias y por sus bocas fluyen palabras

y frases cuyos significados ambos niños ignoran,

Después, al final del almuerzo, tía Dorothy y mamá van al jardín a

pasear y tío Jarry y papá se han sentado en el salón; Roque y Doly han

salido también al jardín,

El día es agradable y se está bien; el jardín es enorme; a un lado hay

un garaje y algo más allá unas cuadras; al otro lado un pilar sirve de

descanso a remansadas aguas que manan de dos caños cilíndricos; en el

pilar vemos varias ranas con sus renacuajos; está construido con sillares

muy antiguos; siempre estuvo ahí,

142

Mamá y tía Doro hablan y sus palabras llegan, amortiguadas, hasta el

pilar donde ambos niños juegan; Doly se muestra ahora más cordial que

antes; en el fondo comprueba que Roque no es tan aburrido como creía; el

ambiente es tan cálido que Doly se cree en el cielo; pasado un tiempo sus

almas de niño y de niña van tomando forma propia; Roque ha dejado el

pilar y se afana en extraer tierra y piedras con palas y cubiletes; Doly se

siente excluida y se dedica a remover el agua con sus deditos de nácar; un

pajarillo de vivos colores y pico curvo se posa en un borde, sobre el musgo,

y los ojos de la niña no se apartan de él, maravillados,

Hoy es viernes, ya lo sabéis, y en la tarde habrá feria; irán todos; será

como siempre, fascinante; es día de ilusión y sorpresas a raudales; Doly le

ha prometido que irán juntos, sus papás por un lado y ellos por otro; Roque

está ilusionado; el lunes lo dirá a sus compañeros de la escuela y será el

centro de interés por unos momentos,

Mamá y tía Doro han preparado bocadillos y limonadas; todo está ya

listo; Roque y Doly van de aquí para allá locos de contentos, alborozados, y

es que no todos los días hay festín como hoy,

La tarde corre y los rayos del sol, más inclinados, alargan las sombras

de los árboles, de las casas, de los niños, creando un ambiente de postal

antigua en blanco y negro, ensoñador, para no olvidar,

A la feria acude siempre mucha gente; hay atracciones y payasos y

paseos de caballos para entretener a todo el mundo, a chicos y a mayores, a

143

gentes importantes y a gentes del pueblo, trabajadores, labriegos,

comerciantes…

Roque va que ni pintado con su chalequito blanco de manguitas cortas

y sus zapatos de charol; su mamá, previsora, ha llevado también una

rebequita fina por si refresca, que nadie sabe; papá no parece hoy papá, de

tan trajeado; Roque mira a sus padres y en su rostro se revela un gozo

inefable; al entrar en la feria papá le ha dado un billete nuevo que al niño le

produce una gran sorpresa; con él podrá comprar algodón y helados,

¡Qué gentío, cuántas luces!; un arcoiris a todo su alrededor; en la

Fuente de los Deseos se han detenido y los niños, embobados, no quitan

ojo; alguien anuncia con voz atronadora a la mujer más gorda y más

famosa del mundo; más allá se puede entrar en el laberinto de los espejos

¡por sólo diez peniques!; Roque toma su flamante billete y lo da al

taquillero con cierta desconfianza; al salir, los dos se carcajean de tan bien

como lo han pasado; sus padres se han adelantado y ahora los niños van

dados de la mano como si fuesen novios; el contacto inocente entre sus

manos les obliga a ir callados, como en una nube; Doly, en un arrebato, se

desprende de su primito y corre veloz hasta sus padres,

Poco a poco la tarde va dejando paso a un negro cielo cuajado de

estrellas y una ligera brisa se levanta, afanada en acariciar los rostros de los

circundantes; sudorosos y bien enjaezados caballos pasean a sus dueños; la

gente les deja el paso libre; algún animal traza caminos sinuosos y se alza

144

de manos, nervioso quizás por el ruido del jolgorio; Roque, atento, no

pierde ripio de todo cuanto sucede,

Van al circo; en el circo verán payasos y animales; el circo de este año

es muy grande, inmenso, colosal; su carpa, roja y blanca, llega a las nubes;

letras enormes a su entrada te invitan a pasar; a un lado de la carpa hay

sucias y angostas jaulas con leones; los leones se mueven en su interior de

aquí para allá, nerviosos; en otras jaulas, tan sucias y tan angostas como las

de antes, vemos tigres de Bengala; éstos, más tranquilos, duermen a pata

suelta ausentes de todo; sin embargo, a Roque le atrae mucho más la pareja

de elefantes que con sus trompas agusanadas saludan a la plebe que se

acerca; en el circo también actúan trapecistas; el trapecista jefe ha

sorprendido a los niños ¡ha dado un triple salto mortal!

Así transcurre la noche; Roque seguirá aún un rato más pasándolo en

grande; le hemos dejado en el circo con su papá y con su mamá, riendo y

braceando el aire a cada ocurrencia de Justino, el Payaso de Oro,

Mundo azul, de sueños, de colores, de ilusión; de la cima del otero a la

carpa, de la sosegadora paz de la ancha tierra, de las aguas serenas, frías,

zarcas, al frenesí inusitado, vivo y enloquecido de la noche circense;

dejémosle así…