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La soberanía del defectoLegado y pertenencia en la literatura

latinoamericana contemporánea

COLECCIÓN PAPIROS SERIE ENSAYO

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La Colección Papiros, con sus series de poesía, narrativa y ensayo, y su serie especial Recorridos, está destinada a promover la creación literaria al difundir la obra de escritores reconocidos junto a la de jóvenes de comprobado talento.

LA SOBERANÍA DEL DEFECTOLegado y pertenencia en la literatura latinoamericana contemporánea Gina Saraceni

©2012 EDITORIAL EQUINOCCIOTodas las obras publicadas bajo nuestro sello han sido sometidas a un proceso de arbitraje. Reservados todos los derechos.

Coordinación editorialMariana Libertad Suárez

Coordinación de producciónEvelyn Castro

AdministraciónNelson González

Diagramación Cristin MedinaLuis Müller

Corrección Evelyn CastroGabriel Rodríguez

ImpresiónGráficas LeónTiraje 600 ejemplares

Hecho el depósito de ley Depósito legal lf24420118003965ISBN 978-980-237-336-9

Valle de Sartenejas, Baruta, estado Miranda. Apartado postal 89000, Caracas 1080-A, Venezuela. Teléfonos (0212) 9063162, fax 9063164 [email protected] RIF. G-20000063-5

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Gina Saraceni

La soberanía del defectoLegado y pertenencia en la literatura

latinoamericana contemporánea

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A Raquel RivasJavier Guerrero

Álvaro ContrerasAlejandro Castro

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Este libro existe gracias a la interlocución con colegas y amigos a los que les debo mucho. Un agradecimien-to especial a Raquel Rivas, Álvaro Contreras, Javier Guerrero y Alejandro Castro, por la tenacidad de su lectura y por haberme acompañado con su inteligen-cia y estímulo hasta el final de este recorrido.

Agradezco a Cristian Álvarez, Nathalie Bouzaglo, Anadeli Bencomo, Josefina Berrizbeitia, Rafael Castillo Zapata, Iraida Casique, Eleonora Cróquer, Luis Duno Gottberg, Beatriz González Stephan, Arturo Gutiérrez Plaza, Luis Miguel Isava, Graciela Montaldo, José Narbona, Carlos Pacheco, Alicia Ríos, Jorge Romero León, Adalber Salas, Mariana Suárez, por el intercam-bio y el diálogo.

Gracias a mis estudiantes por ser el lugar donde la pertenencia es posible.

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Es posible reconocer un heredero auténtico en quien conserva y reproduce, pero también en quien respeta la lógica del legado lo suficiente para volverla, en algunas ocasiones, en contra de quienes dicen ser sus guardianes, lo suficiente para revelar, pese a los usurpadores y en contra de ellos, lo que nunca se vio en la herencia; lo su-ficiente para sacar a la luz, por medio del acto inusitado de la ref lexión, lo que ha estado siempre en la oscuridad.

JACQUES DERRIDA

Yo estoy a favor de la idea de que la tarea del arte y del pensamiento es la de hacer el mundo todavía más ininte-ligible. Hay que devolver las cosas centuplicadas: eso es el intercambio simbólico. Hay que devolver más de lo que hemos recibido. Hemos recibido un mundo ininteligible, tenemos que devolverlo más ininteligible todavía.

JEAN BAUDRILLARD

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Sigue irresoluto el olor negro de mi desarraigo.(...)En mi sanguínea coartada solo hay herrumbre (...).

No pueden las herencias infundirme más que escozor.

JACQUELINE GOLDBERG

Al fin y al cabo, podría sostener que uno quiere aprender de sus padres sobre su propio futuro, su propio envejeci-miento; quiere aprender de ellos también la última ense-ñanza: cómo morir.

JOSEPH BRODSKY

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EL PESO DE LA SANGRE

Malgasto aquí un poemapara pedirte no para implorarteen nombre del peso de la sangre

que no te parezcas a mí.

ALEJANDRO CASTRO

La pregunta por la herencia y por los modos de apropiación de un legado supone interrogarse sobre lo que nos antecede y recibimos sin elegir. Como un llamado, un mandato, una voz que clama ser respondida, una marca inscrita en la lengua y en la sangre, la herencia exige hacerse cargo de lo que en ella hace ruido: esa zona defectuosa donde el patrimonio se resiste a la inversión y pide ser in-tervenido e interferido.

Lo que nos es legado es lo que de la herencia está en falta, lo que a la herencia le falta. La labor del heredero es entonces enfrentar esa falla y volverla productiva y simbólicamente rentable. Es recorrer ese excedente que de la herencia es inapropiable para intentar otras formas de heredar, otros modos de responder a la deuda que el legado reclama.

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La herencia es entonces reafirmación de lo que nos es asignado y reactivación de sus conteni-dos a través de un acto de infidelidad de parte del legatario: no dejar intacto el mandato recibido sino interrumpirlo, ejecutarlo, traicionarlo, trans-formarlo, como un modo de serle fiel, incluso a costa de su pérdida y abandono. El heredero es aquel que le otorga una nueva vida al mandato, lo que supone, de su parte, no solo su recepción sino sobre todo su intervención. Decirle que sí a la herencia no significa elegirla ni repetirla, sino plegarla a otra voluntad, hacerla hablar de otro modo, abrirla a nuevos devenires y desenlaces, fi-nalmente, mantenerla en vida, lo que supone tam-bién sacrificarla.

El heredero se pone a prueba cuando descifra el legado y se juega los ojos tratando de comprender lo que de secreto hay en él. Leer esa lengua fami-liar y ajena que la herencia constituye es el ver-dadero mandato: no tanto entender lo que quiere decir sino entender que es imposible decirlo y que su contenido es intransferible[1].

[1] Fundamental para la escritura de este libro ha sido la lectura del texto de Jacques Derrida: “Escoger su herencia. Diálogo con Elisabeth Roudinesco” disponible en: Y mañana qué... Buenos Aires: F.C.E., 2004, pp. 9-18. Edición digital en: (www.derridaencastellano.com).

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Esta zona defectuosa de la herencia es lo que este libro intenta rastrear. Más específicamente, lo que propongo es pensar cómo el heredero respon-de a un don que se le resiste, y qué implicacio-nes tiene una apropiación que expropia y traiciona aquello que posee, un bien que se obtiene a par-tir de su desconstrucción. Lo que de la herencia es soberano no es el patrimonio que lega sino el que deja de legar, el que permanece suspendido y abierto: el aplazado, el indescifrable, el ilegible, el imposible, el que está “por-venir”.

Este libro se pregunta acerca de los alcances de esta dimensión esquiva de la herencia cuando es la literatura quien la pone en escena. La literatura como espacio donde los legados se producen y acontecen, donde las herencias suenan, hacen ruido, despliegan su carácter indomable, su resistencia a ser poseídas, sus defectos y anomalías, sus linajes bastardos. La li-teratura también como lengua que dice aquello que de la herencia es inapropiable, el defecto soberano que hace imposible que pueda poseerse algo distinto a la certeza de una postergación inagotable. La litera-tura entonces es un espacio que da cuenta de la he-rencia como desplazamiento de sentido, como valor pospuesto que se acumula en la medida en que se despilfarra, que se gana a la vez que se pierde.

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En el cuerpo de la literatura la sangre pesa de otro modo. Las estirpes se constituyen median-te pactos que responden a vínculos imprevistos y alianzas móviles. Los patrimonios tienen una rentabilidad distinta a la de la acumulación, y la pertenencia se siente extraña en cada casa donde busca echar raíces. En la literatura la lengua madre siempre está alterada.

Este libro comenzó a elaborarse a partir de po-nencias presentadas en diferentes congresos a los que asistí en los últimos años (2008-2011), en las que me interesó pensar la representación de las herencias. Por consiguiente, no lo concebí como un texto orgánico que aspirara a abordar un corpus de manera exhaustiva y a partir de una premisa de lec-tura definida. Más bien, fue el acto de reunir los en-sayos que lo conforman el que reveló el parentesco existente entre ellos y el vínculo que los relaciona. Se trata de textos que responden a un interés por el tema del legado y la memoria que ha ocupado un lugar central en mi reflexión crítica[2].

A partir de un corpus de novelas, relatos y poe-mas latinoamericanos contemporáneos, lo que aquí rastreo es el modo cómo la literatura se hace cargo

[2] Cfr. Gina Saraceni (2008). Escribir hacia atrás. Herencia, lengua, memoria. Rosario: Beatriz Viterbo Editora.

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de las herencias culturales, simbólicas, lingüísticas, afectivas, y cómo pone en escena el acto de lectura e interpretación que todo legado supone. Más espe-cíficamente, analizo las operaciones hermenéuticas implicadas en el acto de asumir un mandato y res-ponder en su nombre; los modos como la lengua li-teraria enfrenta el gesto de descifrar esa zona oscura del legado que se resiste a toda posesión y guarda un secreto que desafía al legatario.

Los textos elegidos aluden a sujetos descolocados en el origen, la lengua, la cultura, la ley: emigrantes, hijos de emigrantes, sujetos de la frontera, bilingües o que se desplazan en más de una lengua, extranje-ros que no pueden regresar, sujetos atrapados en el daño de una estirpe y en el peso de la sangre.

Políticas de la lengua son las que aquí analizo, modos en que la lengua suena y hace sonar el pa-sado y sus legados en escrituras sobre la sangre y sus devenires imprevistos, sobre formas de per-tenencia enrarecidas, desarticuladas, inestables, fundadas en vínculos y alianzas que interrumpen la continuidad genealógica, sobre otros modos de hacer familia y de invertir el capital heredado. Fal-ta y defecto son fundamentales para una economía del sentido que encuentra en el gasto improductivo su mayor elocuencia.

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La soberanía del defecto se propone además plan-tear otros modos de pensar la literatura nacional, otras formas de armar la tradición y el canon, más allá de los límites territoriales y lingüísticos a par-tir de criterios más flexibles a la incorporación de voces y corrientes inaudibles y subterráneas que desdibujan las fronteras de la pertenencia y pro-blematizan las genealogías literarias al mostrar sus líneas de fuga y sus malas hierbas.

Caracas, julio 2011

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CUESTIÓN DE OÍDO

(ESCENAS EN LENGUA MADRE)

Cada hombre es prisionero de su lengua, (...) la primera palabra lo señala, lo sitúa enteramente

y lo muestra con toda su historia.

ROLAND BARTHES

Todas las generaciones usan el lenguajepara construirse su propio pasado resonante.

GEORGES STEINER

Cualesquiera que sean las formas del exilio,la lengua es lo que permanece en nosotros.

JACQUES DERRIDA

I

La memoria es una cuestión de oído. No se puede recordar sino dentro de una lengua y la memoria es el modo como esa lengua suena. Esta represen-ta entonces la zona más íntima de la memoria, el lugar donde el pasado adquiere una forma sonora y se vuelve efecto y afecto de una voz. Recordar es un sonido que se escucha, una materia verbal que la memoria solicita para que el rumor del pasado se despliegue.

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La lengua madre es la primera memoria, en ella se hace audible aquello que de la identidad es puro sonido porque allí donde la madre suena, la perte-nencia es una posibilidad sonora, un hecho de voz, una afectividad de la lengua.

Todo pasado está determinado por una lengua que lo hace en la medida en que lo dice. Esa len-gua que es el pasado es también su posibilidad de existencia. Es el reconocimiento de una voz lo que conduce al sujeto a reaccionar ante ese llamado que es siempre y solo una cuestión de oído que interpela su intimidad más entrañable.

¿Cómo habla la memoria cuando está hecha y dicha por más de una lengua; cuando lo más propio de ella está fracturado en la madre, en esa sonoridad compacta y singular que nos es dada desde el “origen”? ¿Cómo suena el pasado cuan-do está determinado por un entre-lugar lingüístico que quiebra la pertenencia o hace de la pertenen-cia un lugar sin sosiego?

Sobre esta condición intersticial fundada en la concomitancia y simultaneidad en un sujeto de más de una lengua, el escritor franco-argentino Héctor Bianciotti dice:

(...) cada lengua nos induce a mentir porque excluye una parte de nosotros, excluye una parte de los he-

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chos, de nosotros mismos; pero en la mentira hay una afirmación y es una manera de ser en otro momento; muchas lenguas que conviven al mismo tiempo nos niegan, nos fragmentan, nos diseminan en nosotros mismos (Amati Mehler, 1990: 247).

Este argumento señala una relación estrecha entre lengua y experiencia al mostrar en qué me-dida, hablar y recordar son actos atravesados por un idioma que determina una forma específica de sentir lo que acontece, anclada en la lengua en que esta ocurrió y rememorable a partir de su espe-cificidad lingüística. De esto se desprende que la memoria es también la lengua en que el pasado sucedió, como si su verdad más íntima estuviera en el idioma en que los hechos fueron vividos y en la manera como estos suenan en el recuerdo.

Para los sujetos bilingües o multilingües, la lengua materna es un plural problemático y difí-cil de habitar, como si la madre fuera también la separación de su nido que nos separa de ella para devolvernos a su cobijo a través de la fractura que supone haber escuchado su nombre en otro idio-ma, lo que implica su estallido en una dispersión irreversible.

Jacques Derrida, en el libro autobiográfico El monolingüismo del otro (1997), desde su condición de franco-maghrebí, se pregunta acerca de cómo

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es posible ser monolingüe, tener una lengua, que a la vez no es la propia: “No tengo más que una len-gua; ahora bien, no es la mía” (14). Esta “contradic-ción” sugiere la idea de que la lengua madre no es una sino más que una; es decir, que nunca es una sola porque en ella habitan, en una simultaneidad problemática, otras lenguas que revelan la presen-cia en su interior de una alteridad radical que hace imposible la propiedad de y en la lengua[1].

Para un sujeto multilingüe la lengua materna, “el nacimiento en cuanto a la lengua” (26), es un estado de alteración donde varias fuerzas se dispu-tan el poder de nombrar y de hacer sonar la memo-ria desde una pertenencia lingüística específica; es un entre-lugar donde nada se pacifica ni apacigua sino más bien donde cada fuerza se abre paso y se enuncia justo allí donde se rompe y se lesiona.

En La lengua absuelta (1980) Elías Canetti, escri-tor dividido entre varios idiomas, reflexiona sobre la

[1] En el libro citado Derrida menciona dos “leyes” que conforman entre sí una antinomia: “1. Nunca se habla más que una sola lengua. 2. Nunca se habla una sola lengua”. Con esta “contradicción lógica” se refiere a un argumento de Benveniste en el que este niega la existencia de una sola lengua y plantea la necesidad de delimitar “lo que es una lengua materna en su división activa, y lo que se injerta entre esa lengua y aquella a la que se dice extranjera. Qué se injerta y qué se pierde entre ellas, que no equivale ni a una ni a la otra: lo incomunicable” (1997: 19-20).

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relación existente entre lengua y experiencia cuan-do observa: “cada deformación de las palabras me aflige, como si las palabras fueran criaturas sen-sibles al dolor” y, al referirse a su condición en-tre-lenguas observa: “Me contaron los cuentos en búlgaro pero los conozco en alemán y esta miste-riosa transposición sea quizás la cosa más singular que yo puedo contar de mi infancia” (40).

Llama la atención el modo como Canetti define esa lesión de infancia que es el transitar entre-len-guas al llamarla “misteriosa transposición” porque pone el énfasis en el traslado que supone ir de una lengua a otra, hacia ese más allá de una lengua, me-diante un “misterioso” recorrido donde se pisan dos idiomas sin estar del todo seguros de dónde termina uno y comienza el otro. Este no saber es el que de-termina la forma que tiene la infancia en la memo-ria, su enigmático modo de sonar.

Si la lengua madre como lengua lesionada es capaz de constituir “lo más singular de la infan-cia”, la experiencia de una fractura irreparable que hace posible su recuerdo desde ese lugar donde su lengua se quiebra; del mismo modo, esta puede convertirse en lengua criminal capaz de matar a sus hijos y dejarlos sin tumba.

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Joseph Brodsky en un conmovedor ensayo titu-lado “En una habitación y media” (2006) se refiere a su infancia en Rusia cuando vivía con los padres en un apartamento de quince metros cuadrados y rememora diferentes episodios del pasado familiar. A lo largo del texto manifiesta su dolor e indigna-ción por los daños que sus progenitores sufrieron a causa del totalitarismo stalinista y por la muer-te que la máquina del terror les causó. El modo que elige para hacerse cargo del daño irreparable inscrito en su genealogía es escribiendo sobre sus vidas en inglés. Con este gesto extirpa el cuerpo de sus padres de la lengua madre, la rusa, y lo trasplanta a una lengua extranjera para que esta les dé una sepultura más digna al albergarlos en la ajenidad de su dictado:

Quiero que María Volpert y Alexander Brodsky co-bren realidad conforme a “un código extranjero de conciencia”, quiero que verbos ingleses de movi-miento describan sus movimientos. Con ello no re-sucitarán, pero al menos la gramática inglesa puede demostrar ser una mejor ruta de escape de las chime-neas del crematorio estatal que la rusa. Escribir sobre ellos en ruso no sería sino intensificar su cautividad, su reducción a la insignificancia, cuyo resultado es la aniquilación maquinal (...). Ya sé que no se debe equiparar el Estado al lenguaje, pero fue en ruso como dos ancianos recorrieron, arrastrando los pies, numerosos ministerios y cancillerías con la esperan-

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za de obtener un permiso para salir al extranjero a visitar a su único hijo antes de morir y recibieron una y otra vez, durante doce años seguidos, la respuesta de que el Estado consideraba dicha visita “sin obje-to”. (...) Así pues, que el inglés albergue a mis muer-tos. En ruso estoy dispuesto a leer, escribir poemas y cartas. Sin embargo, para María Volpert y Alexander Brodsky el inglés ofrece una mejor apariencia de la otra vida, tal vez la única que exista, salvo mi propio yo y, por lo que se refiere a este último, escribir esto en esta lengua es como lavar aquellos platos: es tera-péutico (400).

Brodsky se enfrenta a la lengua materna para rechazarla y desheredarla, para señalar su corrup-ción y complicidad con la bestia totalitaria. Escri-bir el relato de los padres en inglés, optar por una lengua extranjera que además es la lengua de adop-ción después de su traslado a los Estados Unidos, implica señalar la dimensión siniestra de la lengua materna convertida en ruido ensordecedor, en jer-ga incomprensible y corrupta para darle sepultura a la memoria de su apellido. Escribir en nombre de los padres en una lengua ajena significa entonces hacer sonar su historia de otro modo, sacar sus cuerpos de la insignificancia del exterminio para inscribir en ellos otra resonancia capaz de trasla-darlos lejos de la lengua criminal. Lograr de este modo, a través del “afuera” de la lengua, ese viaje

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“sin objeto” que la escritura realiza vicariamente al recordarlos con la sintaxis de otro idioma y al atribuirles la “significancia” que la lengua madre les negó al quitarles la vida.

II

La literatura es un espacio que registra los sonidos de la memoria y da cuenta de ese estar entre-len-guas en el que se juega la identidad de un sujeto, una comunidad, una nación. Son numerosos los ca-sos de escritores e intelectuales que después de las guerras, al emigrar a otros países europeos y a otros continentes, experimentan esa lesión en la lengua madre que los conduce a hacer casa y obra en otras lenguas.

Nombres como Walter Benjamin, Elias Canetti, Ezra Pound, Franz Kafka, Samuel Beckett, Vladi-mir Nabokov, Hannah Arendt o Joseph Brodsky son figuras centrales de una literatura y un pen-samiento marcados por el bilingüismo y el mul-tilingüismo, el desplazamiento entre culturas e imaginarios, la traducción, la contaminación, el intercambio. Sus obras dan cuenta de cómo las culturas y las lenguas se trasladan, emigran, se exilian y como ese entre-lugar incómodo e indeci-dible donde se encuentran y se rozan, define for-

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mas de pensar y hacer la literatura así como modos de hacerse una lengua propia.

Si pensamos en el caso de la literatura latinoa-mericana, cabe destacar la presencia en su tradi-ción, tanto la más lejana como la reciente, de voces y lenguas extranjeras que muestran la dificultad de trazar una frontera entre lo propio y lo ajeno, lo nacional y lo extranjero, en el ámbito de los corpus literarios nacionales. Autores como Vicen-te Gerbasi, Witold Gombrowitz, Héctor Bianciotti, Juan Rodolfo Wilcock, Roberto Raschella, Sylvia Molloy, Fabio Morábito, Sergio Chejfec, Arturo Carrera o Márgara Russotto son solo algunas de las voces que ponen en escena, mediante poéticas disímiles, esa lesión en la lengua madre atravesa-da por tantas implicaciones culturales, políticas, identitarias y estéticas.

Ante los constantes procesos de migración y desplazamientos de sujetos, lenguas, culturas, me-morias; frente a la circulación cada vez mayor de escritores por fuera de su pertenencia nacional, se hace necesario plantear un concepto de canon na-cional menos rígido y más permeable a la plurali-dad, al contacto, al avecinamiento de los legados y a su endeudamiento recíproco. Un canon que se piense no desde el criterio de la permanencia y la

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homogeneidad, sino más bien de la inestabilidad y la rareza, de la inclusión de voces clandestinas, poco audibles, pero no por eso menos contunden-tes en lo que a su aporte en el proceso de formación y de cuestionamiento de una literatura nacional se refiere. Ricardo Piglia, uno de los críticos que ma-yor atención le ha prestado al problema de los usos por parte de la literatura de las herencias que la conforman, plantea cómo la literatura (alude al caso de Argentina), está atravesada por corrientes subte-rráneas, por lenguas extranjeras y menores que ac-tivan “los mecanismos de falsificación, la tentación del robo, la traducción cómo plagio, la mezcla, la combinación de registros, el entrevero de filiacio-nes” (2000: 36). Este conjunto de sonoridades aje-nas, de mínima o pequeña visibilidad, dispersan y fracturan de forma “irreverente” el corpus nacio-nal mermando su estabilidad y coherencia[2]. Es el “complot” que estas lenguas menores traman en la lengua mayor, la confrontación entre lo “superior” e “inferior”, lo familiar y lo extraño, el cruce de las lenguas donde se enrarecen y se vuelven inciertas,

[2] Aquí Piglia alude al ensayo de Jorge Luis Borges “El escritor argentino y la tradición” donde aparece una referencia a la literatura judía, irlandesa y argentina como ejemplos de literaturas marcadas por el tránsito de más de una lengua y cultura.

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lo que pone de manifiesto cómo una literatura es también el relato de su disgregación y traición.

Siguiendo esta misma línea de reflexión, Ser-gio Chejfec, en un ensayo sobre la literatura judía, destaca la importancia de ese espacio intersticial donde se desdibujan los límites de la lengua y la cultura cuando dice: “Una circunstancia similar ocurriría en América Latina, cuya literatura de mayor complejidad y aliento estético no es la inme-diatamente emblemática, la que se identifica con la mirada exterior, sino aquella que tiende a escri-birse sobre la frontera borrosa de las tradiciones culturales, confundiendo las nociones de lo propio y lo ajeno (2005: 124)[3].

[3] A este propósito observa Deleuze: “El multilingüismo no consiste solamente en poseer varios sistemas, cada uno de los cuales sería homogéneo en sí mismo; fundamentalmente en la línea de fuga o de variación que afecta a cada sistema y le impide ser homogéneo. Nada de hablar como un irlandés o un rumano hablarían en una lengua distinta de la suya, sino al contrario, hablar en su propia lengua como un extranjero (...) todos los contrasentidos son buenos, pero a condición de que no consistan en interpretaciones, sino que conciernan el uso del libro, que lo multipliquen, que creen una nueva lengua en el interior de su lengua. ‘Los libros bellos están escritos en una especie de lengua extranjera’ (...). Esa es la definición de estilo” (Deleuze, Parnet, 1997: 9).

Ricardo Piglia habla de la “extrañeza” como “la marca de los grandes estilos que se han producido en la novela argentina del siglo XX: el de Roberto Arlt y el de Macedonio Fernández. Parecen lenguas exiliadas como la del español de Gombrowicz” (2000: 37).

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Tanto Piglia como Chejfec reconocen la im-portancia que tiene una lectura de la literatura nacional que no se centre solo en sus libros más representativos o en los que la tradición señala como tales, sino también en aquellos marcados por “la extrañeza de la lengua” a sabiendas de que “las formas cristalizadas de la lengua literaria, las maneras y las manías de los estilos ya convencio-nalizados anulan cualquier música de la lengua porque en los lugares más oscuros e inesperados se pueden captar los tonos de un estilo nuevo” (Piglia, 2000: 40)[4].

[4] Jorge Luis Borges en una conferencia titulada “El libro”, llama la atención, contrariamente a lo que se supondría, sobre la tendencia de los países de construir su propia semblanza literaria apelando a figuras e imágenes que se contraponen al modelo identitario hegemónico: “(...) cada país tiene que ser representado por un libro; en todo caso, por un autor que puede serlo de muchos libros. Es curioso –no creo que esto haya sido observado hasta ahora– que los países hayan elegido individuos que no se parecen demasiado a ellos (...). Es como si cada país pensara que tiene que ser representado por alguien distinto, por alguien que puede ser, un poco, una suerte de remedio, una suerte de triaca, una suerte de contraveneno de sus defectos. Nosotros hubiéramos podido elegir a Facundo de Sarmiento, que es nuestro libro, pero no; nosotros, con nuestra historia militar, nuestra historia de espada, hemos elegido como libro la crónica de un desertor, hemos elegido al Martín Fierro, que si bien merece ser elegido como libro ¿cómo pensar que nuestra historia está representada por un desertor de la conquista del desierto? Sin embargo, es así; como si cada país sintiera esa necesidad” (1980: 20-22).

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Cabe preguntarse entonces qué ocurre con la es-critura cuando sale de “su casa” y emigra, se exilia, se desplaza hacia otros destinos geográficos; como se relacionan los escritores que “están afuera” con su lengua y cómo se inscriben o no en esa construc-ción difusa e inaprensible, cada vez más disemina-da y deslocalizada que es la literatura nacional.

Sylvia Molloy en el libro Poéticas de la distan-cia. Adentro y afuera de la literatura argentina (2006) responde a esta interrogante cuando dice que el escritor emigrante, tiene la necesidad

(...) de hacerse una lengua propia –generalmente de-rivada de los procedimientos de la traducción que se transforma en una práctica de supervivencia en la nue-va cultura y la posibilidad/necesidad de construirse una “biblioteca” personal a partir de préstamos, apro-piaciones e intercambios– una colección de referencias nuevas capaz de articular de manera creativa ese no-vedoso lenguaje propio con la tradición normativa de la cultura que supo ser propia y que ahora se percibe como algo ominoso, a la vez ajeno y familiar (12)[5].

[5] Dice Molloy: “Esta ansiedad del que habita alguna forma del ‘estar afuera’ tiene como correlato (...) problematizar la presunta inmediatez entre las peripecias migratorias del escritor (digamos: la desterritorialización de su biografía) y el vínculo estético que sus textos establecen con el corpus de la literatura argentina. Está claro que ni la distancia física asegura la autonomía estética necesaria para producir una mirada extrañada que subvierta la regularidad de la nación, ni la presencia en el país garantiza la pertenencia cultural capaz de establecer una relación de contigüidad entre el texto y el conjunto de la literatura” (2006: 10).

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Esta lengua “propia” de la que habla Molloy, re-sultado de un proceso de transformación y cambio que se produce cuando la lengua sale de su ámbito de pertenencia y se abre a un exterior que la des-vía, la fractura, la intensifica, la hace dudar sobre el uso correcto de su sintaxis y gramática, es la única lengua posible para quien está afuera. Su es-tado lesionado, su estar en el límite de lo decible, su desequilibrio e intensidad revelan su dimensión afectiva porque la lengua también es capaz de sen-tir y de hacerse sentir mediante su modo de sonar y vibrar, de desafinar y desentonar[6]. Este sonido que la escritura emite, su paso entre lenguas como recorrido audible que hace sonar la materia verbal de la que está hecha la literatura, es el lugar donde la identidad y la memoria se ponen en escena y don-de el pasado busca cómo hablar y cómo mostrar la complejidad tonal de su trama.

[6] Deleuze observa que este desequilibrio “excede las posibilidades del habla y accede al poder de la lengua y hasta del idioma. Lo que equivale a decir que un gran escritor se encuentra siempre como un extranjero en la lengua en la que se expresa, incluso cuando es una lengua materna. Llevando las cosas al límite, toma sus fuerzas en una minoría muda desconocida, que solo le pertenece a él. Es un extranjero en su propia lengua. No mezcla otra lengua con su lengua, talla en su lengua una lengua extranjera que no preexiste. Hacer gritar, hacer balbucir, farfullar, susurrar, la lengua en sí misma” (1997: 153).

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III

En el idioma de mi madrese adelgazan mis manos.

MARIELA CASAL

Cómo la literatura se hace cargo de los legados multilingües y cómo los hace sonar es lo que me interesa mostrar a continuación a través de la refe-rencia a algunas escenas literarias donde es posible escuchar ese entre-lugar sonoro donde la lengua madre se fractura y se dispersa volviéndose “más que una lengua”. Quiero partir de una constata-ción que hace Derrida en el libro antes menciona-do sobre el hecho de que “los sujetos competentes en varias lenguas tienden a hablar una sola lengua allí mismo donde esta se desmembra, y porque ella no puede sino prometer y prometerse amenazando desmembrarse, una lengua no puede por sí misma más que hablar de sí misma. Solo se puede hablar de una lengua en esa lengua” (1997: 36).

Esa lengua plural, una y muchas a la vez, que se abre camino en la medida en que lo pierde y que, en su ir y venir de un idioma a otro, habla de sí misma y despliega su memoria y el sonido del pasado, es lo que las escenas siguientes permiten escuchar.

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Márgara Russotto (Palermo, 1946)[7] y Sylvia Molloy (Buenos Aires, 1938)[8], escritoras divididas en la lengua, herederas de un legado fracturado entre diferentes cul-turas y pertenencias, son las autoras de los pasajes a los que me referiré.

Épica mínima (1996) de Russotto y El cómun olvido (2002) y Varia imaginación (2003) de Molloy, son tex-tos que, más allá de sus notables diferencias, indagan sobre la memoria familiar, la extranjería, las estirpes cruzadas, la deuda, el afecto, la genealogía. En ellos la pregunta por la proveniencia se responde desde la lengua y con la lengua. No es posible hablar de lo que nos antecede sino a partir de la lengua que lo confor-

[7] Márgara Russotto, escritora y académica venezolana de origen italiano, fue profesora de la Escuela de Letras de la Universidad Central de Venezuela. Especialista en teoría literaria, literatura de género y literatura brasilera. Autora de los poemarios: Brasa (1980), Viola d’amore (1986), Épica mínima (1996), El diario íntimo de Sor Juana. Poemas apócrifos (2002). Traductora de Giuseppe Ungaretti, Alfonso Gatto, Claudio Magris. Actualmente es profesora del Departamento de Lenguas Literaturas y Culturas Españolas y Portuguesas de la Universidad de Massachussets (Amherst).[8] Sylvia Molloy, escritora y académica argentina de ascendencia francesa e inglesa, profesora “Albert Schweitzer” del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Nueva York. Entre sus libros de crítica destacan: Acto de presencia (1996) y Las letras de Borges (1979). Autora de las novelas: En breve cárcel (1981), El común olvido (2002), Desarticulaciones (2010) y del libro de relatos Varia imaginación (2003). Actualmente dirige el Programa de Escritura Creativa de la Universidad de Nueva York.

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ma y despliega su desmembramiento entre un idioma y otro. En este sentido la pregunta por el origen es tam-bién la pregunta sobre si es posible sentirse en casa en la lengua.

Russotto y Molloy muestran cómo la memoria es un estado de la lengua, es la lengua que hace sonar el pasado y lo convierte en una intensidad sonora. En sus textos conviven más de una lengua, el italia-no y el español en el primer caso, el inglés, francés y castellano en el segundo. Además, sus obras llaman la atención sobre la diferencia existente entre adqui-rir una lengua nueva como le ocurre, por ejemplo, a los inmigrantes europeos que llegan a América Lati-na, y nacer entre-lenguas como sucede con los hijos de esos inmigrantes que tienen una lesión congénita en su lengua porque desde que nacen tienen la boca partida por dos o más idiomas.

Épica mínima de Márgara Russotto es un poema-rio que aborda la relación entre memoria, lengua y pertenencia en el contexto de la inmigración italiana en Venezuela. Se trata de un conjunto de poemas donde el yo poético (hija de inmigrantes) se aproxima al origen de modo fragmentario, tan-gencial. A través de imágenes afectivas que aluden a la dimensión inconclusa del viaje, a la resistencia

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y dificultad de los padres italianos a adaptarse a otra lengua y cultura (“Y jamás sospecharon / el secreto poder de ciertas palabras, / faramallero, por ejemplo, / con su cascada de frascos multicolores / con su imperturbable clemencia / capaz de redi-mir / civilizaciones enteras” 1996:19), el yo poético traza una “épica mínima” hecha de nostalgia, fra-caso, culpa, expectativas incumplidas que encuen-tra una magra compensación en algunos rituales y hábitos cotidianos que reproducen una Italia fan-tasmal, enrarecida, difusa.

Es un libro que se enuncia desde ese entre-lugar de la lengua que el hablante poético hereda e in-tenta transformar en escritura, sonoridad, legado que habla de su “excedencia irreductible”.

El poema “Port-royal” apunta a la imposibilidad de trasladar un idioma a otro y de explicar/tradu-cir las múltiples resonancias que una palabra tiene en una lengua determinada:

Traboccante no es ir de boca en boca.Más que titubeantey menos que firme escomo cruzar un puente estrechocon fresca sandalia y corazón desbocado.

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Pero no es perceptiblea simple oídosu acción de manso desbordar.

Ni podría sospecharse tanta escasezde recipiente.

Ni será recuperable¡oh sí! tanta espuma perdida.

Su hálito románticoy comunitariotrabocca en cada tardecon el leñoso cimbrarde una irreductibleexcedencia (22).

Aquí la lengua poética se toma la tarea de bus-car las imágenes más idóneas para explicar el sig-nificado de la palabra traboccante que radica en su forma de sonar, en lo que su pronunciación es capaz de significar a través de su elocuente sono-ridad. Ese “manso desbordar”, ese estar a punto de sobrepasar un límite, ese caerse leñoso de algo que no se puede contener, se puede decir solo en italiano, en su lengua. A la vez hay en la misma palabra algo que semánticamente la sobrepasa y

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queda resonando en un más allá de los idiomas que la poesía intenta decir mostrando la imposibilidad misma de detener su exceso proliferante.

Otro poema del libro que resulta significativo para mostrar cómo la literatura pone en escena el guion que separa y une dos o más lenguas es “Ca-racas 1958”[9], un texto que se enuncia como una carta que una emigrante italiana le escribe al hijo por intermediación de una joven a la que le dicta la misiva:

Caracas 1958

Caro figlio adorato.Tutti bene. Questo país é una vaina.Tuo padre se fue con una negra asquerosa.Pero volverá.Aquí no falta el dineroma el agua sabe a petróleo.Tu tranquilo figlio mio,que lí, al nostro paese,tu devi crecer estudiar.Porque aquí no hay futuroy las muchachas

[9] En la historia política de Venezuela, el 23 de enero de 1958 fue el día de la caída del dictador Marcos Pérez Jiménez.

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no te digo lo que sonpor rispettodi questa muchachita que me hace la caridad de escribirme la carta.Estoy mecor del dolore alla columnaporque ora trabaco a la máquina solo hasta las doce.I soldi te li mando con don Pepinoel mes que viene.Tanti baciCuídatee la Santa Benedizione

Tua Mamma Fortunata Strapazzoli

Esta transcripción-traducción que la joven hace de la lengua oral de la mujer pone de manifiesto varios aspectos importantes para pensar el tema del entre-lugar lingüístico y memorial. Primero, el analfabetismo de la inmigrante que la obliga a pe-dirle ayuda a una “muchachita” para que le haga “la caridad” de escribírsela. Este acto, que supo-ne el traslado de la palabra oral a la letra escrita, implica una mediación de parte de la joven entre lo que la mujer le dicta y lo que ella entiende de ese dictado y deja asentado en la carta (“mecor” por “mejor”, “trabaco” por trabajo). Es decir, si por

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un lado su pluma registra los sonidos así como los pronuncia Fortunata, sean estos en italiano o espa-ñol, la transcripción implica una interpretación de aquello que su oído capta de esa lengua confusa.

El segundo aspecto que se observa en el poema es que el italiano que enuncia la carta está fractu-rado en su sintaxis y gramática, tanto por la jerga dialectal siciliana como por implantes verbales en español, primeros atisbos de una lengua que co-mienza a asentarse y que, en su abrirse paso, ero-siona y afecta la lengua madre. El que se encarga de poner en escena esta “lengua bárbara”, plural, rota, incierta, en la que se alternan y combinan registros y expresiones de dos lenguas y culturas diferentes, es el lenguaje poético que al hacer resonar esa ma-teria verbal estrábica, señala la imposibilidad de la lengua materna de preservarse intacta e indemne después de haber abandonado la casa. La lengua que habla la carta traduce al italiano expresiones como “Bendición” por “Santa Benedizione”, y al es-pañol “mi fa la caritá” por “me hace la caridad”, lo que pone de manifiesto en qué medida, expre-siones o giros lingüísticos que forman parte de un idioma determinando, dejan de significar o no sig-nifican lo mismo cuando son trasladadas a otro sistema lingüístico. Como se destacó en el poema

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“Port-royal”, esto señala la intraducibilidad de al-gunos modos de decir que no pueden transferirse a otra lengua sin alterarse y alterarla, sin adulterar su significación.

El tercer rasgo, que deriva del anterior, tiene que ver con el hecho de que la desterritorialización de la lengua madre muestra un punto de no retor-no en la comunicación entre madre e hijo. Esto se debe a que el italiano de la inmigrante deja de ser lengua madre para el hijo, porque las múltiples lesiones que el viaje causa en su cuerpo verbal la transforman en una jerga ajena para su destinata-rio, aunque la intención de la carta es justo la de reafirmar en el hijo una maternidad mermada por la distancia. La carta puede leerse entonces como un testimonio de parte de la poesía, de la orfandad de la madre ante su lengua de origen y su propio hijo. El acto de hablar desde “otro” lugar de la len-gua, en ese cruce incómodo y doloroso donde dos lenguas hablan a la vez pero a costa del sacrificio de ambas, instaura una diferencia radical entre la madre y el hijo cifrada justamente en la lengua que tienen en común que ahora se vuelve zona de crisis y de enrarecimiento. De aquí que la carta escrita bajo la voluntad de asegurar el afecto y de salvaguardar un lazo de sangre, revele sobre todo

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un venir a menos del italiano que implica un modo de habitar en él más distanciado y ajeno. Esto con-vierte a la mujer en forastera de su lengua y de su vínculo con el hijo.

Cabe mencionar también cómo el poema-carta, en la medida en que despliega una trama lingüís-tica reveladora de los procesos de adaptación y cambio de una identidad migrante, también mues-tra cómo el viaje avería una genealogía familiar y afectiva; cómo el nuevo país se vuelve un espacio amenazante, “una vaina” que fractura el matrimo-nio e introduce variantes imprevistas de las que la madre da cuenta desde una lengua indignada que se vuelve brutal ante aquello que la ofende (“tu pa-dre se fue con una negra asquerosa”).

Por último, es importante destacar el lugar que ocupa el sujeto poético en esta carta. La enuncia-ción se distancia del drama de Fortunata, lo ob-serva con cierta ironía y da cuenta, mediante la misma escritura, de qué manera la poesía hace sonar esas lenguas imposibles que se materializan en la medida en que la literatura las escribe.

A continuación voy a mencionar algunas esce-nas de El común olvido y Varia imaginación de Sylvia Molloy, reveladoras de cómo la literatura se hace cargo del legado de la lengua. Se trata de dos libros

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(una novela el primero y un libro de relatos breves el segundo) que intentan armar una memoria familiar desde la intimidad del afecto. No son los recuerdos mayores los que aquí se despliegan, aquellos que, se-gún el saber genealógico, fundan y le dan sentido al árbol familiar; sino más bien, los mínimos y aparente-mente desapercibidos y menores, los que se hubiesen podido olvidar, los peligrosos y secretos, los íntimos y entrañables, los “caseros” y domésticos, que la escri-tura recupera en su intento de tramar un pasado con piezas desperdigadas, ruinas, huesos astillados que en su conjunto, muestran lo más sustantivo de la me-moria, es decir, su dimensión incierta, provisional[10]. Para rescatar estas ruinas es necesario, una vez más, poner el oído en las lenguas de la memoria porque es allí donde se juega el afecto que hace sonar el pasado.

Cabe destacar que en las ficciones de Molloy van y vienen tres idiomas: el inglés, el francés y el [10] En un texto inédito titulado “Pérdida”, Molloy habla del francés como “el idioma que mi madre había perdido” y que quiso “recuperar en su nombre”. Recuerda unas clases de francés que ella y la hermana recibían de una maestra llamada Madame Suzanne y que al principio “cuando no sabíamos una palabra resueltamente afrancesábamos la palabra española: le café, arriesgábamos, se revolvía con une cucharité (...). Los ejemplos que recuerdo (...) remiten (o retornan) a la casa, a la cuchara y a la olla; remiten a lo casero, aunque las lenguas del sujeto bilingüe no lo son. La mezcla, el ir y venir, el switching, pertenece al dominio de lo unheimliche que es, precisamente, lo que sacude la casa” (Inédito, 2009).

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español. Si bien los tres aparecen en proporciones e intensidades distintas, llama la atención el hecho de que en sus obras se pase de una lengua a otra como si fuera la misma, como si el único modo de hablar la lengua de la infancia fuera hablando “en esa lengua” que, en este caso también, como en el caso de Russotto, es “más que una lengua”.

Las dos escenas a las que me voy a referir plan-tean, de modo distinto, una cuestión medular en lo que a la reflexión sobre memoria, lengua y diáspo-ra se refiere: “el inmigrante y el hijo de inmigran-tes se piensan en términos de lengua, son su lengua” (Molloy, 2003: 75). Es decir, que es la lengua el lugar donde se inscribe la historia del inmigrante. En ese músculo entrenado, según las circunstancias, a cam-biar de ritmo y de estado, de cadencia y potencia, se cifra el relato de una identidad que solo puede decir yo desde ese malestar lingüístico que la hala de un lado a otro sin dejarla permanecer en ninguno.

La primera escena es de El común olvido y está relacionada con la rememoración, de parte del na-rrador, de un recuerdo de infancia vinculado a la muerte de su abuela paterna, una inmigrante in-glesa que hablaba mal el español y “se desesperaba de que yo no hablara inglés, que hubiera apren-dido a hablar antes el castellano” (Íd.). En una de

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las últimas visitas del nieto a la casa de la abuela enferma ocurre un hecho imprevisto: el peque-ño entra a su cuarto y por primera vez habla con ella. En la novela se mencionan dos versiones de esta escena. Una contada por la madre según la cual el breve intercambio lingüístico entre los dos le ocasiona a la abuela un “disgusto” porque el niño le habla en español y no en su idioma, lo que señala la distancia existente entre los diferentes miembros de su estirpe asentada justo en el uso de uno u otro idioma. La segunda, relatada por el pri-mo Cirilo, según la cual en el momento de la despe-dida el pequeño se dirige a la abuela en su lengua:

Fue entonces cuando por fin le dijiste algo en inglés, porque hasta entonces parece que te habías negado, solo le hablabas en castellano. Así me lo contó tu pa-dre cuando bajó a tomar el té, he finally said some-thing in English, le dijiste algo sobre el color de los ojos, Grandma’s eyes are as blue as the sea, o una cosa por el estilo, y ella festejó tu primera frase, y también toda la familia.

No me acuerdo, por más que haga esfuerzos, y lo que me cuenta Cirilo me desconcierta. (...) Todo tenía que ver con el idioma, con una resistencia al lenguaje que hoy en día me parece extraña pero que sin duda habré experi-mentado. Me pregunto si de veras le habré dicho algo a mi abuela en inglés; si no habrá sido algo que inventó mi padre, para quedar bien con su familia y, de paso, para hacer rabiar a mi madre quien, a pesar de haber apren-dido inglés de chiva y de hablarlo perfectamente, insistía

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en que mi lengua materna era el castellano, que el inglés lo aprendería más tarde en el colegio (Molloy, 2002: 211).

Lo que llama la atención de este recuerdo es su carácter difuso e impreciso que da cuenta de cómo el estar entre-lenguas es un estado impredecible en el que no es posible decidir ni programar el momento en que va a hablar una lengua u otra; o cuál de ellas se activará en un momento y en una situación deter-minadas; o incluso cuál es la circunstancia exacta en que un nuevo idioma se introduce en la lengua materna. En cualquiera de los casos, lo que parecie-ra revelarse aquí es un no saber de la lengua que es también la imposibilidad de saber qué lengua ha-blamos en el momento en que hablamos.

El recuerdo apenas mencionado reaparece en el relato “Novela familiar” de Varia imaginación don-de, nuevamente se vuelve a la escena de despedida y la narradora dice:

Mi abuela, la madre de mi padre, murió cuando yo tenía cuatro años: recuerdo haberla ido a visitar poco antes de su muerte, recuerdo haberle hablado no sé en qué idioma. Este recuerdo, este no saber en qué idioma le hablé, no me deja” (Molloy, 2003: 75-76).

La reescritura es una forma de memoria y re-escribir aquello que no se sabe es un modo de transformar el olvido en un contenido posible del

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pasado. Porque lo que hace esta escena, el punctum de esta “novela familiar” es precisamente su re-sistencia a ser leída, a ser capturada en una sola lengua y/o en una lengua cualquiera. Lo que hace la literatura es entonces volver a ese enigma in-descifrable, a esa zona opaca de la memoria donde solo se puede dudar y sentirse interpelado por lo que allí hay de secreto e ilegible dado que la in-competencia y la impotencia también forman parte del ejercicio de heredar el pasado. Quizás sean su defecto soberano.

La segunda escena pertenece a la novela El co-mún olvido donde el narrador rememora a su madre con la que durante la infancia emigró a New York[11]:

Recuerdo que una vez le pregunté a mi madre si no extrañaba el castellano, si no había días en que se cansaba de hablar en inglés, días en que se equivoca-ba y en una tienda o en un restaurante, digamos, le

[11] De los primeros tiempos transcurridos en Nueva York, dice el narrador: “Nuestro inglés, que era el inglés de mi padre y de los colegios ingleses de la Argentina, ese inglés en principio británico pero con una entonación aberrante que hizo que le preguntaran a mi madre un día en una tienda: ‘Are you from India?’, muy pronto nos desubicó sin reubicarnos del todo. Éramos y no éramos hispanos. Éramos y no éramos latinoamericanos. No nos considerábamos (...) ni exiliados, ni apátridas ni, sobre todo, inmigrantes. Éramos cosmopolitas, que era una manera de decir que éramos gente bien, manejábamos con soltura varios códigos, y estábamos de paso (...). En esta ciudad éramos sobre todo exóticos’’ (Molloy, 2002: 22-23).

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salía el pedido en la otra lengua, o se le escapaba una palabra, o usaba un giro que delataba que hablaba desde el otro idioma, en que no correspondía. Me miró como si hubiera dicho algo raro, algo en lo cual no se le había ocurrido pensar. No hablamos más del asunto, durante años. Mucho después, (...) un día vol-vió al tema. Te acordás de lo que me dijiste una vez sobre la otra lengua, la lengua que se extraña (...), he estado pensando (me lo decía como si fuera algo que yo le había dicho hacía muy poco) y me pasa algo que te va a divertir, hay un montón de granjas por aquí que venden heno para los animales, y los carteles di-cen HAY, y por más que esté acostumbrada, mi pri-mer impulso es leer la palabra siempre en castellano, como si fuera verbo, y reaccionar pensando que falta algo ¿qué es lo que hay? Tengo que hacer un esfuerzo para recordar que hay es heno. Es como estar leyen-do desde otro lugar. Lo que no entiendo es cómo me pasa esto tan a menudo, ya tendría que estar prepa-rada, pero el HAY me agarra siempre desprevenida. Es raro ¿no? Esto me lo contaba en castellano, la lengua que preferíamos hablar cuando estábamos solos. Yo te-nía una amiga francesa, continuó mi madre, a quien le pasaba algo parecido, cuando leía ICY PAVEMENT en los caminos, no pensaba en hielo, pensaba en ici, como aquí: aquí el pavimento. La lengua le hacía una mala jugada (2002: 165-166).

Si la primera escena da cuenta de la dificultad, para un sujeto que habla más de una lengua, de precisar qué lengua habló en una circunstancia afectiva determinada, como si fuera imposible de-terminar en qué momento un idioma le da paso

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al otro; aquí lo que se observa es la soberanía de la lengua madre incluso en circunstancias donde el sujeto vive en un país extranjero en el que se habla otro idioma y su irrupción es inconvenien-te y hasta impertinente a veces. Hay un incons-ciente de la lengua que se impone y nos elige. Elige por nosotros cómo leer aquello que tenemos delante y nos obliga a su lectura. Lo que sucede entonces es “como estar leyendo desde otro lugar” porque es desde ese “otro lugar” de donde lee el migrante. No desde el sitio que ocupa físicamente con su mapa de referencias y de reglas, en el que “hay” significa “heno” e “icy” “hielo”, sino otro que está adentro de los ojos y que hace que estos devuelvan lo que la madre dictamina e impone en su interior. Lo que de esa hondura retorna es la certeza de una falta, de algo que no está y que se busca incluso o sobre todo donde pareciera ne-garse toda posibilidad de encontrarlo.

Cuando Molloy se refiere al sujeto entre-lenguas dice:

A pesar de que tiene dos lenguas el bilingüe habla como si siempre le faltara algo, en permanente esta-do de necesidad (...) siempre alterado, alterado como se usaba el término por los años cuarenta para ha-blar de alguien que no tiene completo control de sus conductas, alguien fuera de órbita. El bilingüe nunca

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se desaltera. Desalterer significa en francés calmar la sed (inédito, 2009).

El que tiene la lengua partida sufre un descala-bro en la lengua materna y pasa la vida buscando compensar esa carencia. Estar sediento no es solo un estado de carencia sino también un modo de sonar de la garganta porque la escasez hace ruido y cuando el lenguaje está perturbado en la madre no puede sino arrastrarse y soportar la imposibi-lidad de hacer nido. El estado de aquel que está “alterado” en la lengua relata la historia de quien ha extraviado la única palabra capaz de calmarle la sed.

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LA LENGUA MUERTA DEL REGRESO

(CRIMEN Y HERENCIA EN MATILDE SÁNCHEZ)

Volver es enfrentarse a lo imposible.

RAQUEL RIVAS

El origen ya era un lugar desconocido.

MATILDE SÁNCHEZ

La literatura es un espacio donde se inscriben las herencias y donde se saldan deudas con los le-gados que llevamos a cuestas. También es el lugar donde las herencias se instauran narrativamente y adquieren una forma, se ponen en-forma, a partir de operaciones de apropiación, actualización, in-terpretación, de la memoria que dan cuenta de la imposibilidad de asumir un legado sin intervenirlo y expropiarlo.

Pensada de este modo, la literatura se enuncia desde la deuda y se escribe “en nombre de”. No hay literatura que no testimonie y testifique una herencia y que, a través de este gesto, no asuma su obligación con la tribu que la constituye[1].[1] Rafael Castillo Zapata en su libro La espiral incesante. Lezama y sus herederos (2010) se refiere a las literaturas como “cuerpos orgánicos de remisiones y transmisiones, como estructuras de continuidad y de ruptura, de repetición y de diferencia” (11).

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Quiero partir de estas reflexiones sobre la li-teratura como instancia configuradora de la he-rencia para abordar el relato “Alincante, 84” de la escritora argentina Matilde Sánchez (Buenos Aires, 1958), como un texto que permite reflexionar so-bre el proceso de transmisión y uso de los lega-dos y sobre la dimensión intransferible del pasado que, incluso cuando se materializa en un objeto o práctica concreta, suspende una zona de su dicta-do para que el heredero la rescate de la ilegibilidad y señale su inapropiabilidad.

“Alicante, 84” forma parte del libro La canción de la ciudades (1999), un conjunto de relatos auto-biográficos sobre el viaje que narran “la biografía de una voz, de sus tonos cambiantes; la historia de sus contagios” según palabras de la autora en el prólogo del libro (7). Estar afuera, expuesta a la al-teridad del extranjero, propicia en la narradora la ne-cesidad de regresar al origen como si la condición de ajenidad que todo viaje produce diera lugar a un repliegue hacia adentro, hacia una memoria privada, afectiva, íntima que se manifiesta justo cuando el sujeto se encuentra fuera de lugar. Esta descolocación funciona como posibilidad de cono-cimiento y aprendizaje de lo más propio cuando se ve expropiado por la diferencia y la ajenidad. En

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este sentido, pareciera que es en el extranjero don-de los legados que sostienen la identidad se des-pliegan y confirman así como se ponen en peligro y se dispersan.

“Alicante, 84” es un relato sobre la imposibili-dad del regreso después de una vida transcurrida fuera del país de origen. Una pareja de españoles, emigrados a Argentina en 1949, vuelve a España por primera vez y su “lazarilla” a lo largo del viaje es la hija responsable de “hacerlos regresar” y tes-tigo de esa experiencia.

Hay dos zonas de este texto que me interesa leer: la primera relacionada con las pérdidas y ga-nancias que implica el regreso tanto para los pa-dres que vuelven al “origen” como para la narradora que, mediante el viaje, adquiere un legado; y la se-gunda referida a la herencia como un “testigo” que se pasa de una mano a otra y que, a través de esa manipulación, modifica su uso y su significación[2].

[2] La idea del legado como un testigo que se transfiere de una mano a otra, remite a la carrera de relevos, una de las especialidades del atletismo, que consiste en una prueba realizada por un equipo de cuatro participantes en las que cada uno recorre una distancia determinada y le pasa, en el momento de culminar su trayecto, un tubo llamado “testigo” o “estafeta” al competidor sucesivo hasta culminar el recorrido. Hay que destacar que en el momento del traspaso del testigo, el atleta que lo recibe tiene la mano hacia atrás y el resto del cuerpo hacia adelante, es decir, su atención está

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Ambas zonas del relato permiten pensar cómo la literatura pone en escena herencias desplazadas geográfica, cultural, lingüísticamente y cómo tam-bién las transforma en el intento de hacerlas suyas.

EL REGRESO IMPOSIBLE

El viaje es un desplazamiento entre un lugar de parti-da y uno de llegada que supone, para quien lo realiza, la adquisición y la pérdida de algo. Si por una parte, el viaje implica la experiencia de la novedad –alteri-dad–, por la otra, arroja al sujeto hacia un afuera que amenaza la “propiedad” de su pertenencia.

Esta economía del viaje como tensión entre ga-nancia y pérdida está supeditada a la existencia de un punto de referencia fijo que delimita el viaje como recorrido. Este punto es el origen, el oikos (palabra griega que designa “hogar”, origen) como ese lugar “en relación al cual es posible registrar una pérdida o una ganancia” (Van Den Abbeele, 1992: xvii).

dividada entre recibir el objeto que viene de atrás y trasladarlo hacia delante para llevarlo hasta la meta siguiente. Lo que garantiza la efectividad del “traslado” es la precisión y velocidad con la que los corredores se pasan la estafeta, y si bien pareciera que todos repiten el mismo gesto con la misma mecánica corporal, ninguno recibe ni otorga el testigo del mismo modo y hasta es posible que ocurra su caída y pérdida. Propongo esta imagen del paso del testigo para pensar algunas escenas que suceden en el relato de Sánchez.

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Más específicamente, según Georges Van Den Abbeele en su libro Travel as Metaphor, from Mon-taigne to Rousseau:

(...) si el viaje solo puede ser conceptualizado eco-nómicamente en términos de la fijeza de un punto privilegiado (oikos), la localización de ese punto que podemos llamar lugar de origen (home) solo puede ocurrir retrospectivamente. El concepto de punto de partida solo es necesario (y de hecho solo puede ser pensado) después de que la casa (home) ha sido de-jada atrás. En un sentido estricto, entonces, el lugar de origen se define por el abandono, si consideramos que ese lugar solo puede existir como tal a costa de haber sido perdido. El oikos se establece après-coup. (traducción del autor; xviii-xix).

Según lo anterior, el viaje hace que el origen tenga lugar justo en el momento de su abandono dado que su existencia es un efecto que se produ-ce a posteriori de la realización del viaje y en una temporalidad diferida cuando el sujeto desea volver a casa y constata su ausencia y la imposibilidad de regresar. Se trata de una economía, la del viaje, en la que la pérdida –del origen, de la casa– produce la adquisición de una falta que se convierte en la única posibilidad de existencia del oikos.

A esto se suma el hecho de que la casa que se deja no es la misma a la que se vuelve: “esta des-orientación en el punto de regreso indica la radical

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falta de coincidencia entre el punto de partida y el punto de regreso. Porque el punto de regreso como repetición del punto de partida no puede tener lu-gar sin una diferencia en esa repetición: el desvío (detour) que el mismo viaje implica” (xix).

Regresar significa entonces la repetición de un trayecto que, en su transcurso, no reproduce un cal-co sino que experimenta un mapa; un trayecto que no coincide con el recorrido trazado en la ida, sino con su desajuste y desvío porque volver es necesariamente también un volver-a-ver desde la experiencia adquirida durante el viaje. Lo que su-pone, para el sujeto que regresa, el reconocimiento de una diferencia y el reconocimiento como dife-rencia. Es decir, que regresar implica reconocer el oikos como la casa a la que no se puede volver sino desde la constatación de su imposibilidad.

A partir de estas consideraciones propongo una lectura de “Alicante, 84” como un relato sobre el regreso en el que se muestran los efectos que la vuelta a España genera en el padre y en la madre de la narradora. Más precisamente, me interesa revisar cómo funciona la economía del viaje, qué capital genera y cómo ese capital, hecho de ganan-cias y pérdidas, actúa en el después del regreso, cuando se ha constatado el carácter deficitario del

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origen y se hace necesario hacer cuentas con su imposibilidad.

Desde la llegada de los padres a Barcelona hasta el viaje por el sur, el recorrido “por la España real” (Sánchez, 2002: 41) traza la historia de un desen-cuentro y de un reconocimiento fallido del origen. El “devenir europeo”, global, multicultural, multié-tnico del país no calza con la memoria que ellos conservan de la patria; no hay coincidencia entre el presente y el pasado, hecho que los convierte en “desplazados de una España quimérica, ornamenta-da por las décadas de lejanía” que “excede todos sus cálculos” (Íd.). Los padres no tienen la lengua para comprender esa nueva geografía que habla un idio-ma que ellos desconocen, demasiado atropellado y veloz, demasiado voraz en su intento de consumir y colonizar las marcas del pasado y en transformar los viejos cafés y restaurantes en fast food y en co-mederos de sándwiches, pizzas y hamburguesas. Regresar es constatar la pérdida de un mapa que aseguraba una pertenencia que ahora se extravía y enrarece.

Los diferentes desplazamientos por Andalu-cía revelan un paisaje ajeno a la geografía de su memoria en la que no “había rutas ni autopistas sino caminos” y donde imperaba el “universo de

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los hortelanos, labradores y pastores” (46) que ellos fueron en su lejana infancia y juventud. Pero así como no hay coincidencia entre esos recuer-dos tempranos y las transformaciones del espacio que el presente revela, tampoco hay un reconoci-miento por parte de los padres de esa condición campesina que ahora no resiste “al cotejo con la realidad” porque es vista como estado “primitivo” y superado gracias al viaje a América (Íd.). Este ir y venir del pasado al presente, de España a Argentina y de Argentina a España, desencaja las piezas de la memoria que se recomponen de otro modo, mos-trando la imposibilidad de una coincidencia entre un tiempo medido por el cultivo de la tierra, el ordeño, el trabajo del campo, y el actual, rápido y vertiginoso, donde nada permanece y donde todo se recicla y desaparece por la velocidad del consu-mo y la innovación tecnológica.

El regreso a la patria desata la experiencia de la extrañeza porque el espacio que se reencuentra, su topografía y nomenclatura, produce significados ilegibles para los padres que se sienten descoloca-dos y fuera de lugar. Su memoria del origen no co-rresponde sino con la constatación de su pérdida y con la aceptación de que esa es la única memoria posible del origen.

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Durante la estancia en el sur, hay un momento en el que los viajeros visitan a un primo, “el viejo Pere, heredero del reloj de pie de familia, un objeto cuyo destino mi madre rastreaba” (46). Este objeto –mue-ble de familia y medidor del tiempo– representa para ella “el pulso de su infancia” (Íd.) porque simboliza sus primeros quince años de vida transcurridos “en un establo ordeñando vacas, cepillando animales” (Íd.). La noticia de que el primo había usado el reloj ya inservible “como combustible” enfurece a la ma-dre porque le parece “sacrílego” el escaso valor atri-buido por el pariente a la herencia que, para ella tiene un valor emocional que radica justamente en haber sido el soporte de una época extinta en la que ella reconocía su pertenencia más remota.

Así como la geografía del presente no encaja con la que los padres traen consigo en la memoria, de la misma manera los objetos que se reencuentran y que funcionan como soportes de un pasado familiar e íntimo, cambian su valor porque ahora forman parte de otra economía donde lo que se impone es el rendimiento y la utilidad por encima de la preser-vación de la memoria de otro tiempo (“Pere”, dice la madre, “has derretido el tiempo”, 47)[3].[3] Según Pierre Nora (2008), los lugares de la memoria no son únicamente espacios físicos sino también momentos puntuales de especial relevancia para la comunidad pues condensan un

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El viaje de regreso significa reencontrarse con el pasado para constatar su desaparición y pérdida, es decir, su diferencia que es posible solo en la me-dida en que algo en la repetición se desvía.

Hay otra escena del relato donde es posible ob-servar cómo el regreso expropia a los viajeros de sus legados y genealogías. Cuando llegan a Yecla, pueblo natal del padre, este impone la voluntad de ir al cementerio donde estaba enterrado su her-mano Alfonso, muerto “a los cuatro años de edad, arrollado por un tren que le arrancó las piernas” (54). Allí se entera de que las tumbas habían sido sustituidas por una fosa común porque, después de la muerte de Franco, la gente había quemado a los difuntos que yacían en las tumbas para no cumplir “con las obligaciones de visitarlos ni de conversar con ellos” (Íd.), y el resto de los muertos había sido enterrado en un hueco común. Ante la

momento determinado. Estos “lugares de la memoria” presentan tres dimensiones relacionadas simultáneamente: una dimensión material porque ocupan un lugar físico en un contexto social, una dimensión simbólica porque representan experiencias vividas en el pasado, y una dimensión funcional porque permiten preservar y transmitir nuestras memorias en el tiempo. En este sentido, serían lugares de memoria los monumentos, los museos, los archivos, los nombres de las calles, las fechas conmemorativas, los minutos de silencio. Aquí quiero incorporar a esto soportes materiales otros como la voz o el rostro que también cumplen una función de conservación y evocación de las huellas del pasado.

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imposibilidad de hallar la lápida del hermano, el padre dice: “Mi hermano Alfonso ya tiene compa-ñía (...), mi hermano ya está en la sopa del caldero colectivo” (Íd.), con lo que asume la pérdida de su “autoridad de deudo” por llegar demasiado tarde al lugar de la sepultura fraterna, ahora transforma-do en un osario donde “ya los muertos eran mero detritus, huesos zarandeados (...) carbono” (Íd.) y donde su apellido y su sangre desaparecen en el anonimato y el olvido.

Después de este momento de pérdida del cuerpo/lápida del hermano como lugar de inscripción iden-titaria y familiar, ocurre una escena compensatoria del suceso anterior. Mientras el padre camina por el pueblo natal fijándose en “cierto balcón, cierto patio, un confesionario, un banco de plaza” (Íd.) como si estuviera apoyándose en la materialidad de una me-moria que lo expropia del pasado y a la vez le otorga una pertenencia fugaz, una mujer lo reconoce:

Una anciana de ojos ciegos avanzó con los brazos tendidos y le pasó las manos por la cabeza, la cara, como si las palmas pudieran leer la historia de uno que alguna vez, muchos años atrás, quizás fue su hé-roe. De modo que algo de él no se fue de Yecla, algo quedó en esas manos, de madre o de médico, que lo reconocieron y completaron el retrato: Dios te guar-de, Cristóbal (54-55).

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El padre constata la pérdida de su apellido en un cementerio transformado en horno cremato-rio donde la identidad familiar es sepultada por la nacional, que ya no encaja en la suya, ahora extranjera. El reconocimiento de la anciana cons-tituye un momento restitutivo en la economía del viaje, porque implica una suerte de bautizo del pa-dre que, a través de su voz, adquiere nuevamen-te su nombre y la identidad de joven capitán de guerra que había sido en su juventud. La voz del padre desencadena un momento de coincidencia entre el pasado y el presente, en el que, por un instante, se recompone el mapa del origen y se produce un regreso a ese tiempo anterior donde es posible reconocerse y reencontrarse. La voz del padre funciona como un llamado que induce a la mujer a tocar en su rostro aquello que la me-moria de su oído escucha y a actualizar con sus dedos aquel soldado que un día fue volviéndolo breve monumento de una heroicidad cifrada en su nombre, Cristóbal.

Si bien con el regreso, los padres parecieran ga-nar y perder lo mismo, como si regresar fuera tam-bién una experiencia de “hermandad conyugal” que los hace envejecer juntos y del mismo modo, la economía del viaje asume aspectos particulares en

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cada caso. En el padre, por ejemplo, los efectos del regreso tienen una inscripción corporal; es decir, se manifiestan a través de una serie de síntomas y somatizaciones que hacen que la vuelta adquiera la forma de una enfermedad. Confrontar la patria “excede todos sus cálculos” (41) porque representa “una sucesión de golpes contra la realidad intangi-ble” (43), un “daño” que le produce “ausencias del cuerpo, detenciones inexplicables, lagunas” (44), temblores, pesimismo, amargura, frustración. El regreso significa para él la confrontación con una verdad de la que no puede volver y que se instala en su cuerpo y en su mente alterando su estabili-dad y funcionamiento:

Cuatro años después, exactamente el día en que él volvió a comprar un pasaje para visitar España una vez más –lo que según dijo sería su último saludo- sufrió un ataque, un accidente cerebral que no fue tan imprevisto como sugiere el nombre de la patolo-gía, sino casi programado. En mi padre el mal cere-bral era una actitud, un estado de ánimo, con él iba convenciéndose de su propia muerte, preparándola como un suicida (43).

Para el padre regresar es un modo de comenzar a morir, como si la constatación de su imposibili-dad y a la vez la necesidad de reintentarlo “una vez más”, fueran formas complementarias de asumirse

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fuera de toda pertenencia, de pensarse habitante de una pertenencia única, vivida como mal que se padece y se lleva inscrito en el cuerpo.

Para la madre, en cambio, el regreso representa la cristalización de un deseo postergado durante toda la vida: el de escribir sus memorias. Volver significa para ella enfrentar la necesidad de “mejo-rar su escritura, su ortografía de campesina edu-cada en el oscurantismo, hija valorada como mano de obra en el establo” (48). Regresar le otorga la posibilidad de torcer el curso de su vida y desca-rrilarla de la economía que sus padres y su esposo habían previsto para ella; significa poner su mano al servicio de la letra y no de los oficios heredados y de la tiranía de una voluntad ajena a la suya. Po-ner la mano en la escritura y el oído en la palabra; hacer ejercicios de silabeo, caligrafía, acentuación, corrección del “glosario elemental”(51), buscar la mejor convivencia entre el castellano y el catalán, son los diferentes modos que la madre elige para compensar su “inferioridad” de “buena primitiva”, de “mujer elemental” y así regresar al pasado desde otro lugar. La escritura funciona aquí como dis-positivo que rescata del olvido escenas y emocio-nes antiguas que se hacen añicos durante el viaje porque no tienen cabida en la España actual don-

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de desaparecen devoradas por la lógica del rendi-miento y la velocidad.

Si para el padre regresar implica asumir la he-rencia del origen como malestar y enfermedad, para la madre significa renovarla a través de la es-critura que le permite descubrir una zona oculta y darle forma a “lo que nunca se vio de la herencia” (Derrida, 1995), lo que implica también reescribir su identidad e inscribirse en su pasado desde el lugar de la letra.

Pero más allá de las adquisiciones y pérdidas que volver a España supone, el viaje al origen le se-ñala a los padres su orfandad como la única forma de adquirir un conocimiento de las raíces como si este dependiera de la imposibilidad misma de pertenecer y como si la pertenencia fuera un saber de algo perdido que existe solo en cuanto ese algo ha dejado de existir. El oikos entonces ya no es la morada que se abandona cuando se emprende el viaje, está en otro lugar, en la casa que se constru-ye en el extranjero, en el apartamento de la ave-nida el Callao, “un alto contrafrente”, “una isla de evocaciones en medio del tumulto argentino” “una burbuja”, “un invernadero de lo español” (Sánchez, 1999: 42), donde los padres arman una patria ima-ginaria y privada a través una serie de objetos que,

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con el traslado, adquieren otro valor de uso porque en el extranjero se transforman en lugares de me-moria cuya principal función es la de garantizar una ficción de origen por medio de su potencia evocadora:

Un departamento que había envejecido y se había vuelto de época con el correr de las décadas, por el efecto dignificante del tiempo sobre el mobiliario, todo en el estilo de los Luises, que mi madre siem-pre adoró y la sorprendente cachivachería que ella fue atesorando con los años de prosperidad, el hogar con falsos leños de yeso, sobre la parrilla de infrarro-jo, sus porcelanas de Lladró, las piezas del pesebre español, que abandonaron sus apariciones un poco mágicas de fin de año para convertirse en adornos a tiempo completo, ya no en conjunto sino dispersos por toda la casa, herejes descarrilados de una fábula religiosa, los cuadros que (mi padre) compró al tío español Camps Dalmases, quien después de la gue-rra, abandonó el modernismo y se dedicó a pintar al estilo siglo XIX, retratando las masías de su infancia, mujeres de falda larga que cosían en la calle de empe-drado, perros dormidos a las puertas de los establos, escenas naturalistas rodeadas de un gran silencio. Para ellos, esos cuadros eran la verdadera colección de imágenes, sus postales españolas (42-43).

Si por una parte es la herencia española la que posibilita la ilusión de pertenencia, a esta se le agrega el patrimonio adquirido en el extranjero que convive de forma inquietante con los soportes ma-

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teriales del origen. Esta concomitancia de objetos españoles y argentinos fractura el sentido “único” de la casa abriéndolo a la dispersión y mostrando otras posibilidades del relato familiar situadas en ese piso simbólico donde la ilusión del regreso se mantiene intacta y donde el origen es una región suspendida y mutante, hecha de la tensión entre el pasado, la partida, los sueños y el dolor.

HERENCIA CRIMINAL

“Alicante, 84”, además de ser el relato de un regre-so imposible, es también la historia de una con-fesión. Para la hija que acompaña a los padres en su periplo español, el viaje es un modo de vivir vicariamente la falla del origen, pero también es una forma de asumirse hija de esa falla, de ese sa-ber que tiene en lo imposible su mayor fortaleza. A lo largo del viaje su tarea es confrontarse con la dimensión deficitaria de la herencia que la obliga a hacerse cargo del extravío de los padres ante la extranjería del origen: “(...) yo los llevaba del brazo como a ancianos. Era yo quien revelaba el origen y les devolvía su historia” (43); “Nosotros, C y yo, éramos los lazarillos de estos ciegos que no que-rían ver, los intérpretes que traducían el presente a una lengua muerta” (47).

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Para la hija, regresar al origen significa volverse “cartógrafa de una memoria ajena”, la de los pa-dres, que no calza en el mapa del presente y se manifiesta como desencuentro y frustración pero que a la vez es también su memoria futura, legado de un pasado que hereda como desvío, como pér-dida e imposibilidad, como “lengua muerta” que es necesario traducir y de la que hay que rendir testimonio.

Para que el regreso se lleve a cabo hasta sus últi-mas consecuencias, la heredera tiene que trasladar el “testigo” a otro lugar, atajarlo e instalarlo en otra economía donde su capital agotado se renueve y se potencie, y en el que la imposibilidad y la pérdida funcionen como valores productivos e instancias positivas de significación.

En la última parte del relato, cuando los viaje-ros se encuentran en las afueras de Alicante, ocurre una escena de confesión. En un punto determinado del camino, el padre pide que se detengan, se baja del carro y se pone a caminar “como quien se orientara hacia un punto que solo él conocía” (56). La hija lo sigue hasta su detención en un “campo árido”; allí busca sostén en la mano de ella “no sé si para crear un momento de solemnidad o solo para sostenerse, para que mi hombro le sirviera de muleta” (Íd.).

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Allí el padre le confiesa haber matado a un civil que se le cruzó por el camino cuando era un joven voluntario de guerra y andaba de cacería buscando alimento para la tropa hambrienta:

No solo lo maté (...) sino le robé y lo dejé morir. (...). Tendido, cubierto de sangre el moribundo dijo que, ya que lo había muerto, por favor llevara esa carta y la medalla a su madre. En Madrid. (El hombre se dirigía a pie a la estafeta y tal vez fuera una suerte que hubiese encontrado aquel correo solícito). (...). Y aunque yo podría haberlo salvado, dejarlo en algún hospital en Alicante, donde lo curaran, después de matarlo, lo dejé morir, tendido allí bajo las matas. Yo le cerraba los ojos delicadamente para dar por con-cluido el asunto pero él volvía a abrirlos, se aferraba a mí. Un labrador vivía sus últimos minutos y yo me preguntaba en qué debía estar pensando el moribun-do, en qué, en el rostro de su madre, en la cercanía de la primavera, en los animales que quedarían a su merced en la cuadra. Pero pensé que luego la cuadra no debía estar muy lejos de allí y que allí nos es-peraba alguna oveja, algún animal que nos daría su leche... Estos fueron mis pensamientos mientras el labrador se despedía. Envié la carta por correo.

Y la medalla. Se la robé al muerto, algún día será tuya (57-58).

De esta confesión del padre llaman la atención va-rios aspectos. Por una parte, se trata de la confesión de una complicidad de delitos y faltas: el de haber matado a un campesino por equivocación y no ha-ber hecho ningún esfuerzo por salvarle la vida ni por

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sepultar su cuerpo; el de haber incumplido la pala-bra dada y haberle robado al moribundo la medalla destinada a su madre; el de usar la ley del hambre como un modo de justificar/enmendar un delito. Por otra, es la confesión de una verdad que coloca al pa-dre fuera de la ley y lo señala como culpable ante el testigo de su secreto, la hija, que recibe este legado criminal para hacerse cargo de la culpa allí inscrita y trasladarlo a otra trama, a otra sintaxis donde la confesión adquiera una valencia semántica distinta.

El secreto confesado en el lugar del delito fun-ciona como acto de sepultura de un cuerpo muer-to con el que el padre ha cargado toda la vida. La confesión será para el padre una forma de liberarse de la culpa, aunque el precio sea comprometer su imagen ante la hija al darle acceso al secreto que lo convierte en criminal.

¿Qué significa para la narradora heredar un cri-men y un robo?, ¿qué uso darle al legado de un delito? Responder a estas preguntas supone, como decía al principio de este ensayo, pensar en la lite-ratura como un lugar donde las herencias circulan, se negocian, producen otros patrimonios.

“Alicante, 84”, además de ser un relato sobre la imposibilidad del regreso, puede leerse también como un homenaje al padre muerto; como un tex-

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to escrito en su nombre y en su memoria, lo que supone escribir en el vacío que deja su ausencia para “darle continuidad y sucesión al desaparecido que pide su rescate conmemorativo” (Castillo Za-pata, 2010: 17).

Lo que en él se despliega es una escritura del duelo y de la deuda con la que la heredera “resca-ta” al padre de la muerte, haciendo uso del legado criminal que, en su devenir literario, adquiere la valencia de “don”[4]. La palabra confesada, la palabra

[4] Jacques Derrida, en el capítulo “La moneda falsa (II): Don y contra-don, la excusa y el perdón (Baudelaire y la historia de la dedicatoria)” de su libro Dar el tiempo. I. La moneda falsa (1995), realiza un largo análisis sobre la cuestión del don, la confesión, el valor en el relato de Baudelaire La moneda falsa observa: “Es preciso, que haya acontecimiento –por consiguiente, la llamada de relato y acontecimiento de relato– para que haya don y es preciso que haya don o fenómeno de don para que haya relato e historia. Y dicho acontecimiento, acontecimiento de condición y condición de acontecimiento, debe seguir siendo, en cierto modo, impredecible. (...). El acontecimiento y el don, el acontecimiento como don, el don como acontecimiento, deben ser irruptivos (...). Al ser decisivos, deben desgarrar la trama, irrumpir la continuidad de un relato que, no obstante, (...) debe perturbar el orden de las causalidades: en un instante. (...). En la semántica de la palabra don parece estar implicado que la instancia donadora tiene libremente la intención de dar, que está animada por un querer-dar y, sobre todo, con un querer-decir, la intención de dar al don su sentido de don. (...). No hay don sin intención de dar. (...). Sin embargo, todo lo que procede del sentido intencional amenaza también el don como (res)guardarse, con quedar (res)guardado en su propio gasto. De ahí, la enigmática dificultad que se aloja en

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que entrega una verdad secreta, se convierte en el futuro en la narración que leemos, “como si la con-dición narrativa fuera la causa de la cosa contada: como si el relato produjera el acontecimiento que se supone aquel relata. Solo a condición del relato tendría lugar el acontecimiento contado” (Derrida, 1995: 121).

El traslado del testigo de la escena del crimen a la escena literaria hace de la medalla robada un capital verdadero al mostrar que este también está hecho de robos, crímenes y saqueos que producen valores impredecibles y de que toda herencia hace cuentas con depósitos ilegales. En este sentido, la literatura también puede pensarse como lenguaje robado en el que se acumulan y dispersan patrimonios de las más disparatadas y heterogéneas proveniencias.

La medalla robada tiene ahora un valor incal-culable porque no es posible prever la riqueza que se podría acumular o dispersar a causa de su ma-nipulación, ni tampoco conocer los límites de su agotamiento. Su condición ahora, en el presente del relato, es la de circular como palabra heredada

esta acontecibilidad donadora. Es preciso que en ella haya azar, encuentro, algo involuntario, incluso inconciencia o desorden, y es preciso que en ella haya libertad intencional y que ambas condiciones concuerden –milagrosa, graciosamente– entre sí” (1995: 122-123).

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con la que la hija intenta saldar la deuda por el legado recibido, no para repetirlo –lo que supon-dría su apropiación– sino más bien, para desplegar aquello que de él resulta indescifrable.

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BIBLIOGRAFÍA

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Van Den Abbeele, Georges (1992). Travel as Metaphor, from Montaigne to Rousseau. Minneapolis: University of Minnesota Press.

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DE LA SANGRE A LA CARNE

(PARENTESCOS, ALIANZAS Y COMUNIDADES DE LA FRONTERA)

Sí, para nosotros es tierra en los zapatos. Sí, para nosotros es piedra entre los dientes.

Y molemos, arrancamos, aplastamos esa tierra que con nada se mezcla. Pero en ella yacemos y somos ella,

y por eso, dichosos, la llamamos nuestra.

ANA AJMATOVA

AFILIACIONES GLOBALES

Levi-Strauss en el libro Las estructuras elementales del parentesco (1969) plantea la existencia de dos tipos de vínculos entre los seres humanos: el natu-ral-biológico, endogámico basado en las relaciones de sangre, y el artificial, exogámico producto de los intercambios sociales y culturales construidos a partir de “afectos encontrados” más que de “afectos naturales”[1]: “Es la relación social la que cumple

[1] Dice Levi-Strauss: “En este sentido, el matrimonio sirve de modelo a esta ‘conyugalidad’ artificial y temporaria que se establece, en ciertos colegios, entre jóvenes del mismo sexo y de la cual Balzac señala, con profundidad que jamás se superpone a los vínculos de la sangre sino que los reemplaza: ‘¡Cosa extraña!” Nunca, en

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una función determinante más allá del lazo bioló-gico, implicada por los términos ‘padre’, ‘madre’, ‘hijo’, ‘hija’ y ‘hermana’” (66).

Desde otra perspectiva, Edward Said, en “Críti-ca secular” (2004), habla de dos procesos constitu-tivos del orden social: la filiación y la afiliación. El primero se basa en la continuidad biológica y en la descendencia genealógica que tienen la finalidad de perpetuar los lazos de sangre más allá de que estén amenazados desde adentro por las derivas impredecibles que pudieran brotar del mismo ár-bol genealógico; el segundo es artificial, construido culturalmente, y se manifiesta a través de alian-zas, comunidades, asociaciones que proponen una visión propia del mundo, diferente a la del orden familiar, basada en “formas transpersonales” como por ejemplo, la conciencia de gremio, el consenso, la colegialidad, el respeto profesional y de clase, entre otros.

Ambos autores le otorgan un lugar fundamen-tal a lo que quiero llamar aquí “parentesco por

mi tiempo, conocí hermanos que fueran Faisane’. Si el hombre solo vive por los sentimientos, entonces tal vez crea empobrecer su existencia al confundir un afecto encontrado con un afecto natural” (1969: 557). Con esto se refiere a “La conyugalidad que nos une uno a otro y que expresamos en nosotros al decir Faisant” (Balzac en Íd. Nota 2).

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alianza”[2] para referirme a un vínculo de intercam-bio que, si bien no se funda en la sangre sino en la pertenencia a algún credo determinado, establece una atadura entre dos o más sujetos que supone prácticas e imaginarios compartidos como tam-bién, en algunos casos, pactos del afecto.

Si la familia es la estructura de parentesco más reconocida por los individuos de una socie-dad determinada, la nación representa un espacio que une, en una suerte de parentesco territorial, lingüístico, cultural, político, identitario, a un co-lectivo que se imagina a sí mismo a partir de la pertenencia a esa unidad. Si la familia coexiste con otros parentescos basados en lazos distintos al de la sangre, también la nación convive con formas alternativas de pertenencia que amena-zan su estabilidad y homogeneidad, poniendo al descubierto lo que Martín Barbero llama “nuevos modos de estar juntos” (cfr. 2002), es decir, nue-vos modos de hacer comunidad, que sobrepasan los límites de lo nacional/territorial y habilitan otras for-mas de sentirse “parientes” más allá de la sangre o de la nacionalidad.

[2] En Las estructuras elementales del parentesco Levi-Strauss cita un proverbio de la cultura Sironga que dice así: “Un pariente por alianza es una nalga de elefante” (1969: 34).

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Cabe mencionar aquí que la globalización re-diseña el mapa mundial y los modos de entender la nación: el impacto de las migraciones humanas, económicas, culturales, simbólicas; el “estallido de los límites de lo nacional” y de la relación nación/identidad; los imperativos del mercado y del con-sumo, como también de los medios de comunica-ción y de la tecnología que redefinen modos de vivir, sentir, habitar; el contacto e intercambio en-tre culturas, lenguas, memorias, son solo algunos de los factores que ponen en escena el surgimiento de nuevas “comunidades imaginadas”.

Arjun Appadurai en su libro La modernidad desbordada. Dimensiones culturales de la globaliza-ción (2001) destaca la importancia que tiene en la actualidad la imaginación entendida como “un trabajo mental cotidiano de la gente común” y no como territorio del arte y de la mitología, o como cualidad especial de un individuo (21):

Cada vez parece que más gente imagina la posibi-lidad de que, en un futuro, ellos o sus hijos vayan a vivir o a trabajar a otros lugares, lejos de donde nacieron. Esta es la resultante del aumento del índice migratorio, tanto en el nivel de la vida social como global. Otros son llevados a la fuerza a sus nuevos lugares (...): estas personas tienen que mudarse y lle-var con ellos la capacidad de imaginar y plantearse otras formas de vida (...). Finalmente, está el caso de

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aquellas personas que se mudan en busca de trabajo, riquezas, oportunidades a raíz de que sus situacio-nes se volvieron intolerables (...) podríamos hablar de diásporas de la esperanza, diásporas del terror y diásporas de la desesperación. Pero en todos estos ca-sos, estas diásporas introducen la fuerza de la ima-ginación, ya sea como memoria o deseo, en la vida de mucha gente, así como en mitografías diferentes a las disciplinas del mito o el ritual de corte clásico (...) estas mitografías pasan a convertirse en estatutos fundamentales de nuevos proyectos sociales (21-22).

De la cita anterior quiero resaltar la relación existente entre migración e imaginación que se manifiesta de distintas maneras. Por un lado, como especulación imaginaria de una posible vida en otro país por parte del sujeto migrante; lo que supone, de su parte, la elaboración de una ficción futura de viaje en la que imagina una nueva forma de existencia. Por el otro, como un modo de articu-lar, desde la distancia, la ajenidad del presente con el recuerdo de la patria lejana, lo que implica la elaboración de una patria imaginaria producto de la experiencia del nuevo lugar y de la interacción con otros sujetos migrantes que también necesitan recordar el pasado. Por último, como una manera de construir espacios de pertenencia alternativos, no circunscritos a un territorio o una lengua, sino a afiliaciones, alianzas, comunidades de otro tipo

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donde un conjunto de personas comparten un pa-trimonio simbólico de valores y afectos. De esto se desprende la necesidad, en las sociedades contem-poráneas, de crear vínculos interpersonales que compensen la pérdida de la pertenencia familiar, nacional, lingüística.

En este sentido, Appadurai insiste en la nece-sidad de reconocer que la imaginación no es solo una facultad individual del sujeto, sino también la propiedad de un colectivo que la utiliza para “sen-tir e imaginar cosas en forma conjunta, como gru-po” (23), hecho que lo hace capaz “de pasar de la imaginación compartida a la acción colectiva” (24). Se trata de “comunidades de sentimiento”, casi siempre transnacionales y/o postnacionales que funcionan “más allá de las fronteras de la nación”. Un ejemplo de este tipo de hermandad se puede observar en las experiencias colectivas que se pro-ducen en torno a los medios de comunicación, el deporte, la cultura de masas, la cultura de los jó-venes (pensemos en las redes sociales), en las que se mezclan y se entrecruzan “diversas experiencias locales del gusto, del placer y de la política” con otras de tipo translocal (Íd.)[3].[3] Según Appadurai: “Estas hermandades mediadas –y de esta manera sostenidas– por los medios electrónicos de comunicación de masas, poseen la complejidad adicional de que, en ellas, diversas

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Así como Levi-Strauss y Said se refieren a la coexistencia de la filiación con la afiliación, Mar-tín Barbero y Appadurai hacen hincapié en cómo, en nuestra época conviven, en una simultaneidad problemática, la familia-nación y las comunida-des deslocalizadas, conectadas virtual e imagina-riamente a través de formas de sentir y de narrar que zanjan el relato nacional y lo desvían hacia otras formas de parentesco que funcionan a través de vínculos diseminados, descentrados, que con-figuran “formas de ciudadanía mundial”, “circui-tos comunitarios transnacionales”, “comunidades diaspóricas”, entre otros modos de “estar juntos”.

Estas formas alternativas de unión, en la misma medida en que cuestionan la idea de nación para abrirla a un devenir deslocalizado del origen, a la vez refuerzan la necesidad del sujeto migrante de reconfigurar otra pertenencia simbólica, imagina-ria, sentimental, cultural que compense la lejanía de la patria.

Roberto Espósito en su libro Communitas. Ori-gen y destino de la comunidad (1998), plantea una

experiencias locales del gusto, del placer y de la política pueden entrecruzarse, generando así la posibilidad de convergencias en el plano de la acción translocal; convergencias que de otro modo sería muy difícil imaginar” (2001: 24).

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idea de comunidad, no como la unión de sujetos fundada por algún atributo que los califica como parecidos; o por “una pertenencia común”, una “propiedad” étnica, territorial, espiritual compar-tida por los individuos que participan en ella. Su noción de comunidad retoma el significado neo-latino de la palabra “común”, es decir: “lo que no es propio” y determina “el conjunto de personas unidas no por una ‘propiedad’, sino, más bien, por (...) una falta” (traducción del autor, xvi), un vacío “que les arranca, en parte o por completo, (...) su propiedad más propia, es decir, su subjetividad”. En este sentido, es “la falta de lo propio” (xviii) el bien común de una comunidad que les pertenece a todos y a ninguno y les permite pensarse como conjunto.

Estos fenómenos culturales del mundo globa-lizado contemporáneo a los que me refiero sirven para comprender la representación de la fábula fa-miliar en algunos textos literarios contemporáneos sobre la frontera entre México y Estados Unidos. Además permiten pensar cómo el vínculo de san-gre se desterritorializa para reterritorializarse en otro tipo de parentescos, alianzas y comunidades que propicia el mismo acto de “pasar” la frontera o de trabajar en alguna ciudad fronteriza –Juárez,

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Tijuana o El Paso–. Estas alianzas están basadas en pactos y negociaciones que muestran intereses en los que la sobrevivencia, la ilegalidad, el riesgo, la violencia, la criminalidad son “valores” de una economía del afecto basada en la interrupción y la fragilidad, en la imaginación de una pertenen-cia común a algo perdido que se intenta recuperar, en la distancia, a través de rituales compensatorios que buscan reconfigurar la casa/nación a través de otros pactos y alianzas.

ESCENAS EN/DE LA FRONTERA

En 1953 Juan Rulfo, en El Llano en llamas, pone en escena las causas y las consecuencias que el acto de pasar la frontera produce en el orden fa-miliar así como los parentescos que aparecen a lo largo de la travesía. El cuento “Paso del Norte” narra la historia de un hijo que quiere “irse le-jos”, “pal Norte” porque él y su familia se están “muriendo de hambre”, y habla con el padre para pedirle que le cuide a la esposa y a los hijos du-rante su ausencia. El padre lo exhorta a quedarse y el hijo le reprocha no haberle enseñado ningún oficio para salir adelante en la vida, lo que justi-fica su decisión. La segunda parte del cuento es un diálogo entre el padre y el hijo después de su

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regreso: “Padre, nos mataron (...) Al pasar el río nos zumbaron las balas hasta que nos mataron a todos (...) Allá en el Paso del Norte, mientras nos encandilaban las linternas cuando íbamos cru-zando el río” (1985: 80). En su relato el hijo se refiere a Estanislao, un amigo de su pueblo que lo acompañó en el viaje y que fue herido mortalmen-te durante la balacera. Mientras agoniza le pide al compañero: “Sácame de aquí, paisano” (81). Lo que llama la atención de esta escena es que, si bien el protagonista también herido en el brazo salva al amigo de las aguas, intenta revivirlo de todos los modos posibles y lo arrastra hacia “este lado” hasta que “ni pío volvió a decir”. Una vez que este fallece, se quiebran e incluso se invierten el pacto de la amistad y la deuda que la palabra dada supone regresarlo al lado mexicano: al acto de cuidar el cuerpo fallecido, le sucede el ges- to de despojarlo del dinero que cargaba: “Le quité al muerto este tantito. A ver si me ajusta” (82). Este gesto, aunque supone una violación del cuerpo del amigo por parte de su “paisano”, puede verse desde una lógica que el paso de la frontera activa y que legitima cualquier acción que contribuye a la supervivencia de los migrantes. En este caso, ante la irremediable evidencia de la muerte, lo que

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cuenta es tener el “tantito” necesario para pagarle a un “coyote” para que lleve a cabo el regreso.

Este relato, si bien es muy anterior a la litera-tura que me interesa analizar y se refiere a co-yunturas históricas y geográficas diferentes a las actuales, muestra tres constantes que serán reto-madas por la literatura posterior sobre el tema. 1. El Norte como promesa de mejores oportunidades de trabajo, como país “todoparidor” y “generoso” al que el mexicano se dirige para ganarse algunos dólares que servirán para sacar del hambre a la familia. 2. La frontera como “espacio de excep-ción”, como entre-lugar que suspende todo estado de derecho del migrante, hecho que lo arroja en una “franja ambigua e incierta, en la intersección entre lo jurídico y lo político” (Agamben, 2003: 9); donde su condición ilegal “ justifica” toda ac-ción represiva en su contra, dado que “el estado de excepción se presenta como la forma legal de lo que no puede tener forma legal” (10). 3. La fron-tera como experiencia de abandono y pérdida fa-miliar que propicia, en el migrante, una suerte de ficción compensatoria que se realiza a través de la construcción de solidaridades y alianzas con otros migrantes o mediante el regreso imaginario al “ni-dal” o al país de origen.

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En el cuento “El silbido” de Rosina Conde (Mexicali, Baja California, 1954), se retoman los temas anteriores. Dos amigos, Sammy y Beto, es-tán pasando la frontera y se detienen en el cami-no para enterrar a un tercero que acaban de matar por temor a que los delatara (“El imbécil me que-ría echar de cabeza”). Mientras están corriendo, a Beto se le cae la pala que había usado para en-terrar el cuerpo recién asesinado; el helicóptero de la migra[4] que “con su gran faro (...) alumbraba casi medio cerro” (106), descubre ese instrumento abandonado. Ante el peligro de ser detenidos, se genera un estado de tensión entre los dos amigos por el desacuerdo en relación a qué hacer frente al peligro inminente. Beto que quería darse a la fuga le da una patada en la boca al compañero y se echa a correr, y Sammy, antes de retomar la marcha ha-cia la frontera, le dispara no sin antes decirle: “A tu salud carnal” (108), mientras las vagonetas de la Policía de Inmigración rodean el cuerpo muerto.

Esta afiliación que se produce entre dos o más sujetos de la misma nacionalidad, sugiere la idea de un parentesco que, si bien no es biológico, está fundado en la materialidad del cuerpo, en la “carne”

[4] Migra es el nombre que en la frontera entre México y Estados unidos se le atribuye a la Policía de Inmigración.

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como lugar común, como bien comunitario, que todos comparten y que representa, tanto lo que hay que salvar de la amenaza de la ley, como el capital con el que se cuenta para trabajar y ganar dinero.

Lo que llama la atención de los relatos de Rulfo y de Conde es que ambos revelan en qué medida la condición de “carnales”, que en un primer mo-mento supone un pacto de solidaridad entre ami-gos, en la coyuntura del peligro llega a fracturarse y a reterritorializarse en un gesto aparentemente contrario al del afecto, que es el de “usar” la carne del amigo para salvar la propia. Robar el cuerpo del paisano muerto en la balacera y dispararle a Beto, son dos modos de intervenir esa “carne común” que la ilegalidad implica con el fin de usarla según la lógica de la supervivencia.

Así como los ejemplos anteriores muestran un parentesco “carnal” que se hace y deshace según la ley de la necesidad y de la “excepción”, y que ade-más tiene la misma naturaleza de la frontera que une y separa, abre y cierra, acerca y distancia, hay otros parentescos y modos de hacer comunidad que la experiencia de la frontera produce.

En el cuento “Bajo el puente” de Rosario San-miguel (Chihuahua, 1954), se relata la historia de una joven mujer que vive en ciudad Juárez y que

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sueña con pasar al otro lado y empezar una nueva vida con el novio, Martín, un “coyote” en “bron-cas” permanentes con la migra:

Pensábamos rentar unos cuartos para vivir juntos, nomás mientras íbamos a Chicago, de mojados tam-bién nosotros como los pobres que cruzan el río no-más con la bendición de Dios, ésos que se meten en los vagones de carga a escondidas a esperar horas, a veces todo el día hasta que al fin el tren se mue-ve, y ellos allí metidos, ahogándose de calor y miedo, cuando Martín me preguntó si quería irme con él no le resolví, la verdad yo no quería viajar a escondidas en un vagón como seguramente hizo mi papá a los pocos días que llegamos aquí, mi mamá se acomodó pronto en una maquila, en cambio papá se quejaba de que no encontraba trabajo, hasta que llegó el día en que se desesperó, nos dijo que se iría más al nor-te, era domingo cuando se levantó decidido a irse, mi mamá y yo lo acompañamos al centro, allí quiso primero entrar a la catedral, después lo dejamos a la orilla del río con la maletita en la mano, fue la última vez que lo vimos (1994: 46).

La vida de Mónica está marcada por el fantas-ma de la pérdida del padre y por una herencia que se desea corregir. Hay en la hija una voluntad de torcer el relato familiar hacia un derrotero donde la clandestinidad, la ilegalidad, la pobreza abran paso a una vida más esperanzadora con mayores posibilidades de estabilidad. Su ficción de futuro intenta corregir la tradición de su sangre a través

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de especulaciones imaginarias que muestran el de-seo de fundar una nueva familia en ese espacio “al otro lado”, lleno de “torres de cristal de distintos colores” (44) y “un cartel enorme de los cigarros Camel” (48) que parecen prometer la posibilidad de juntar, imaginariamente, los lazos de sangre que se cortaron ese “domingo” lejano con la parti-da del padre.

En este relato el cuerpo que Mónica y Martín conforman en sus encuentros en el hotel Sady re-vela otra frontera infranqueable entre ellos: el cuer-po de él está tatuado con dibujos que representan la memoria de sus enfrentamientos con la ley, de las apuestas ganadas, de su vida marcada por el crimen; signos que inscriben en su carne un len-guaje indescifrable para Mónica que, una noche, besa esos tatuajes como si con ese gesto pudiera intervenirlos y asignarles un sentido distinto al del crimen y el delito. Se trata de un gesto de reescritu-ra del cuerpo del otro, con el propósito de asignarle otra significación a ese lenguaje fuera de la ley que circunscribe su historia y su pasado

El relato culmina en el río, “bajo el puente”, en ese espacio al margen de la ley, donde la migra, los “coyotes” y los “espalda mojados” configuran una comunidad donde la excepción política y jurídica

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“naturaliza” una serie de prácticas ilegales llevadas a cabo de forma habitual. Martín forma parte de este sistema de alianzas, y cuando Mónica se da cuenta de la trampa que esto supone, ya es tarde. En el momento en que el novio la está pasando al otro lado en una llanta que usaba como balsa, ella ve “que un hombre se ocultaba bajo los vagones, era un hombre con el inconfundible uniforme ver-de” (48) que le dispara a Martín.

En la línea divisoria, en el mismo lugar donde se había despedido del padre años antes, se rompe nuevamente la ficción de familia encarnada en el cuerpo de Martín cubierto por las aguas del río. En ese momento “todo era lejano”, dice la prota-gonista, “mi casa, (...) la catedral, su escalinata, los pordioseros, el último día que vi a mi padre” (Íd.); momento en que sus fantasmas vuelven para ocu-par el espacio del cuerpo desaparecido de Martín y cancelar, de este modo, cualquier posibilidad de fundar un parentesco compensatorio al del aban-dono y la pérdida inscritos en su sangre.

Otro cuento que pone en escena el espacio urba-no fronterizo como lugar que potencia la afiliación de los sujetos con el crimen es “La gran rata” de He-riberto Yépez (Tijuana, 1974). Aquí un hombre llega a Tijuana con el fin de “cruzar al otro lado” pero no

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lo logra: “Empecé a vivir en la calle, esperando una oportunidad para cruzar, un día adecuado, un co-necte. Nunca llegó. Después se me olvidó que vine a cruzar y la calle me cambió la vida” (2002: 127). La imposibilidad de pasar al otro lado produce en el protagonista una alianza con diferentes sujetos al margen de toda “ciudadanía”, unidos por el delito, el narcotráfico, la venta clandestina de órganos hu-manos, el contrabando de piezas de carros, las “mi-sas narcosatánicas”, el secuestro de niños. Se trata de una comunidad subterránea que construye otro modo de habitar y transitar la ciudad, fundado en prácticas que desestabilizan los usos convencionales de los espacios institucionales (catedral, biblioteca, cine) haciéndolos funcionar según otra lógica del sentido, según una micropolítica[5]. El cineclub, por ejemplo, que se encontraba dentro de la biblioteca pública, se convierte en el “lugar común” de “ma-ricas, vagos, heroínos, inmigrantes, limpiavidrios y locas” (128), que subvierten el espacio cultural para convertirlo en un “lugar de reunión, un picadero perfecto, un rincón oscuro inmejorable para des-

[5] El concepto de “micropolítica” es de Deleuze y se refiere a la agencia de minorías o colectivos menores que se oponen a las instituciones “mayores” y estables, incluido el Estado (Deleuze, 1997: 141-142).

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cansar, transar, masturbarse (...)” (129). Pero tam-bién en un espacio de estímulo visual que propicia la formación de “nuevos cinéfilos callejeros” que encuentran, en las películas de David Linch, un in-centivo para “buscar sexo y violencia en la calle”: “¡Si solo supiera la policía que muchas de las cosas que pasan afuera son concebidas en este pequeño cineclub echado a perder!” (Íd.). Se trata de una comunidad que se apropia de la alta cultura y del cine para usarlos en contra del cuerpo social, que es desmembrado por sus intervenciones clandestinas. Como ocurre con Lorena, la niña de clase alta, se-cuestrada por los “robachicos” y encontrada en una bolsa de basura golpeada y violada, con la cara llena de “spray” y grasa de auto.

Un cuerpo, el de la muchacha, desorganizado y roto por el poder delictivo de esa otra ley que ins-cribe en sus órganos un dictado que desfigura su rostro asignándole otra función y uso. Un cuerpo sin órganos es el que esta comunidad constituye, un monstruo que devora los órganos de los niños para hacerlos devenir mercancía de tráfico y cam-bio, pero que también se devora a sí mismo según la lógica de la violencia y el crimen que no perdona a nadie y se reproduce como las ratas que habitan la ciudad.

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Lo que este relato construye es una “isla urba-na” que funciona según “un tipo específico de régi-men de significación” (Ludmer, 2004: 105), donde las oposiciones sociales conviven, se superponen, se anulan; donde la diferencia entre humano y ani-mal, civilización y barbarie se borra, y los habi-tantes están unidos por rasgos “preindividuales”, “postsubjetivos”, “por un fondo natural” que “los iguala por algo que tenemos todos en tanto anima-les humanos” (106); por esa “común-no-pertenen-cia” de la que habla Espósito que los arroja a una exterioridad radical.

Se trata, en el cuento de Yépez, de represen-tar “un nivel bajo”, una alcantarilla donde viven las ratas que, “al igual que el hombre, solo ata-can cuando se sienten amenazadas”, y que, cuan-do se acostumbran a “convivir con nosotros nos perciben como ratas, ratas mayores, gigantescas” (Yépez, 2002: 124); un “más allá”, un bajo fondo hecho de una materia animal, orgánica, “una ma-teria fuera de la historia y de la ley que lo impregna todo y tiene un lugar dominante en el régimen porque exhibe el mecanismo de la desdiferencia-ción” (Ludmer, 2004: 106).

A esta comunidad clandestina, resultado de una economía del deshecho y del contrabando que

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opera en la carne más saludable e inocente de la ciudad, se le opone otra, vinculada a la lógi-ca del capital transnacional que conecta entre sí a un grupo de mujeres obreras que constituyen el “cuerpo de trabajo” de una maquila. En el cuento de Carlos Fuentes (Panamá, 1928) “Malitzín de las maquilas” del libro La frontera de cristal (1995), se relata la historia de Marina y sus amigas –Dino-rah, Rosa Lupe, Candelaria– que trabajan en una “fábrica montadora de televisores a color” de Ciu-dad Juárez. Este lugar representa la inversión de la “alcantarilla” del relato anterior. Es el espacio de la rentabilidad, la eficiencia, la productividad: “un espejismo de vidrio y acero brillante, como una burbuja de aire cristalino” (136)[6], hasta “Pa-rece Disneylandia” (138) –según uno de los perso-najes–, pero que, a diferencia de su prometedora fachada, constituye una máquina demoledora de la salud de las obreras (“pasarse nueve meses en-

[6] Dice el narrador sobre la fábrica: “(...) era como trabajar rodeadas de pureza, de brillo, casi de fantasía, tan limpia y moderna la fábrica, el parque industrial como decían los managers, las alquiladoras que le permitían a los gringos ensamblar textiles, juguetes, motores, muebles, computadoras y televisores con partes fabricadas en EEUU, ensambladas en México con trabajo diez veces menos caro que allá, y devueltas al mercado norteamericano del otro lado de la frontera con el solo pago de un impuesto al valor añadido” (Fuentes, 1995: 136).

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latando pinturas para acabar pintada por dentro” 137), porque las convierte en anillos de una ca-dena de montaje que aniquila sus cuerpos y que además no les garantiza ni siquiera un seguro por riesgo de trabajo, maternidad, o una pensión. Son mujeres que abandonaron sus hogares en el de-sierto y la montaña de Oaxaca y Chiapas, para buscar trabajo en la frontera y poder mantener a sus familias.

Lo que las une es que vienen de “otra parte”:

Por eso se entretenían contándose historias sorpren-dentes sobre sus orígenes, sobre las combinaciones familiares, las cosas que las diferenciaban, y a veces, hasta se admiraban de que coincidieran en tanto, fa-milias, pueblos, parentescos. Pero todas estaban di-vididas por dentro: ¿era mejor dejar atrás todo eso, borrar la memoria, resolverse a empezar una nueva vida aquí en la frontera? ¿o era necesario alimentar el alma con el recuerdo, canturrear a José Alfredo Jimé-nez, sentir la tristeza del pasado (...). A veces se mi-raban sin hablarse, todas las amigas, las camaradas (...) entendiendo que no era preciso decirse nada para decirse esto, que todas necesitaban amor pero no re-cuerdos, y que sin embargo era imposible separar el recuerdo del cariño, estaba canija la cosa (139).

Este fragmento pone en escena las comunida-des de sentimiento de las que habla Appadurai que son uno de los modos de estar juntos de los suje-tos migrantes contemporáneos. El estar fuera del

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país de origen propicia el establecimiento de estas comunidades fundadas en la condición extranjera de sus integrantes que encuentran, en la ausencia de referentes afectivos y simbólicos en el nuevo lugar de vida, un territorio común que las hace regre-sar, imaginariamente, a la casa natal a través de un relato del pasado que se arma a partir de una memoria oral compartida y de canciones de la cul-tura popular que estimulan una ficción de retorno a casa.

Esta alianza, además, hermana a las mujeres en un parentesco producto de su condición de mu-jeres/migrantes/obreras en manos de la industria transnacional y de la inversión extranjera que colo-nizan su cuerpo-mano-de-obra con la finalidad de sacarle todo el provecho posible. Si por un lado, es-tán al servicio de la máquina global de producción en serie, por el otro, constituyen un cuerpo político que, desde adentro del sistema, opone resistencia a la economía del rendimiento transnacional.

La pregunta que esta comunidad se plantea es

(...) si habían hecho bien en venirse a trabajar a Juárez, donde una mujer tenía que dejar solo a un niñito, ama-rrado como un animal a la pata de una mesa. Todos los ricos comentaron que eso en el campo no pasaría, las familias allí siempre tenían quien cuidara a los niños, no era necesario amarrarlos, las cuerdas eran para los perros y los marranos.

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—Mi padre decía –repitió el abuelo de Candela-ria– que nos quedáramos sosegados en nuestra casa, en un solo lugar. Se paraba como yo estoy parado, mitá juera mitá dentro, y decía: “Fuera de esta puerta el mundo se acaba” (157).

En esta escena se pone de manifiesto la duda que atormenta al migrante en relación con su deci-sión de haber abandonado la casa de origen. “Fue-ra de esta puerta el mundo se acaba”, dice la ley del padre que, con estas palabras, clausura cualquier posibilidad de arraigo para el hijo que se queda “mitá juera mitá dentro” de toda pertenencia po-sible; en un entre-lugar indecidible y hostil donde solo es posible la experiencia de la fractura y la dispersión. Una suerte de legado, el paterno, que condena al hijo a pagar toda la vida la culpa de haber abandonado la morada natal.

Leídos como conjunto los cuentos analizados muestran diferentes formas de afiliación, desde las que surgen en el momento del “paso” de la frontera (“Paso del Norte”, “El silbido”), hasta afiliaciones fundadas en la pérdida de un estado civil y legal (“La gran rata”, “Bajo el puente”), u otras basadas en el ejercicio de un trabajo común y en el hecho de compartir una misma herencia cultural y sim-bólica (“Malitzín de las maquilas”). En todos los casos se trata de relaciones basadas en afectos en-

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contrados, en vínculos circunstanciales, en pactos frágiles, que reconfiguran la pertenencia nacional y fundan comunidades que funcionan, no como “corporaciones en la que los individuos se funden en un individuo mayor”, sino como un “vértigo, un espasmo que interrumpe la continuidad del suje-to” (Espósito, 1998: xviii).

Si para los que no logran pasar al otro lado y se quedan “en el medio”, la nación se suspende al con-vertirse en un entre-lugar indecidible que les quita la vida o los derechos, para aquellos que se quedan de uno u otro lado de ambas fronteras, la nación sigue existiendo en su sentido más crudo y duro, es decir, a través de la personificación de la ley que determina la vida y la muerte, lo legal y lo ilegal, la lógica econó-mica y la lógica de la resistencia, es decir la capacidad o no de sobrevivir y de ganarse el pan.

Sea cual sea la experiencia y el destino, los per-sonajes en su conjunto forman una tribu de seres errantes, feroces, desesperados que encuentran en la fractura social, afectiva, política, un patrimonio común, “una común no pertenencia” que los une en un parentesco fundado en la imposibilidad de pertenecer que, paradójicamente, les permite con-cebirse imaginariamente como manada que atra-viesa la frontera sin llegar nunca al “otro lado”.

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BIBLIOGRAFÍA

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MEMORIA EN EL AIRE

(EXTRANJERÍA Y ESPECULACIÓN EN SERGIO CHEJFEC)

Lo que la memoria tiene en común con el arte es la habilidad para la selección, el gusto por el detalle. (...) La memoria contiene detalles precisos, no el panorama completo; no resalta, si se quiere, todo el espectáculo. (...) Más que nada, la memoria se parece a una biblioteca sin orden alfabético y sin obras completas de nadie.

JOSEPH BRODSKY

La lengua se confunde con el pasado, pero escribir no es recordar, sino al contrario, delimitar lo que es imposible recuperar.

SERGIO CHEJFEC

Hay escrituras que regresan al pasado para es-cuchar el mandato de la herencia. Escrituras que vuelven al origen, a la lengua, a la pertenencia para enfrentar la lectura que supone un legado para el ejercicio literario. Escrituras, finalmente, que ha-cen de la herencia su principio de enunciación.

El escritor argentino Sergio Chejfec (Buenos Aires, 1956), en un ensayo titulado “Marcas en el

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laberinto”, señala la relación entre literatura y me-moria cuando observa:

El recuerdo propio nos rescata, nos recupera del ano-nimato profundo que viene del pasado; gracias al re-cuerdo narramos y en el extremo se hace respirable un lugar donde, unos momentos antes, nos sentía-mos extranjeros absolutos. Para representarlo o para buscar sus materiales, la literatura siempre ha recu-rrido al pasado. El trabajo literario con los recuerdos (...), pone en escena una actividad propiamente espe-culativa y ha definido zonas enteras de la literatura contemporánea. Quizá lo más atractivo de la evoca-ción de la propia experiencia hecha escritura sea la inspiración incompleta, la permanente sensación de que siempre queda algo por decir, por agregar, que estamos frente a un mar cuyas aguas, aparte de estar notoria y a la vez confusamente indiferenciadas, son inagotables, no tienen término (2005: 124-125).

En este fragmento el autor llama la atención so-bre algunos aspectos que quiero resaltar. Por un lado, habla del proceso de escribir la memoria y no de la memoria a secas, es decir, del devenir-escritura de la memoria, que le otorga, a quien la relata, la posibilidad de volver al pasado recono-ciéndolo como parte de su experiencia (“se hace respirable un lugar donde, unos momentos antes, nos sentíamos extranjeros absolutos”). Por otro lado, el ejercicio mismo de escribir la memoria implica reconocerla como una textualidad inédita, impre-

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vista, imprecisa, semánticamente “inagotable”, cuya dimensión especulativa arroja, a quien intenta es-cribirla, a una suerte de extranjería en la que no hay mapa ni rutas previas sino solo experimenta-ción y tanteo.

Quiero partir de estas consideraciones sobre la memoria como lugar conjetural e incompleto, para revisar algunos de los primeros textos tempranos de Sergio Chejfec. Me refiero a sus novelas Lenta biografía (1990), El aire (1992) y al cuento “El Ex-tranjero” (1993).

De estas obras me interesa ahondar en la pre-gunta acerca los modos de habitar el después de la pérdida y en qué medida, para el sujeto que busca regresar del/al pasado, la memoria es más un lu-gar imposible que se habita como extranjero, que un espacio de reconocimiento y de identificación. A lo que quiero apuntar es a pensar cómo, en la obra de Chejfec, la única manifestación posible de la memoria es su “virtualidad” e indeterminación. Solo en el espacio en que los recuerdos pierden su densidad y forma, la memoria despliega su rea-lidad como “extraño tiempo disponible” que está siempre en otro lugar (Chejfec, 1993: 63).

A este propósto, cabe destacar una constante en la obra del autor, referida a su interés por respon-

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der a la pregunta sobre “cómo piensa la literatura, cuál es su capacidad de construcción del mundo” (Sarlo, 1992: 10). En este sentido, la cuestión de la memoria, y más específicamente, la de la escritura de la memoria, me parece un modo de enfrentar estas interrogantes.

Los relatos de Chejfec abordan la realidad por “deslizamiento”, a través de disgresiones, divaga-ciones, especulaciones paradójicas y arbitrarias que muestran los caminos erráticos de cualquier articulación de sentido. Lo que le interesa a este escritor son los contornos, “los devenires”, los al-rededores de la experiencia; esas zonas donde la realidad manifiesta su indeterminación e incerti-dumbre y donde las cosas muestran el agotamiento que las constituye. Territorios a la espera de que algo se interrumpa o reestablezca, pasajes donde la vida está a punto de desvanecerse y disgregar-se, lugares residuales donde se desplazan persona-jes deteriorados, disminuidos por la pérdida y el abandono, atrapados en un “extranjero” del que no pueden “regresar”. El desacomodo que estos sujetos encarnan se manifiesta mediante la indiferencia y resignación más que a través del desasosiego e in-conformidad. Esto responde al hecho de que en las ficciones de Chejfec la experiencia de la identidad

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–y aun de la pertenencia– tiene una zona inasi-milable que queda suspendida, sin realización ni representación, cercana a la hipótesis y a la impro-babilidad, como la memoria que produce “la per-manente sensación de que siempre queda algo por decir, por agregar” (Chejfec, 2005: 126).

Enfrentar la lectura de las primeras obras de Chejfec implica reconocer la presencia de la pérdida como una constante, no solo temática, sino tam-bién conceptual, en el sentido de que hablar del “después” –de la muerte, del abandono, de la es-critura– significa hablar de cómo y en qué lengua la literatura se enfrenta a la memoria y hasta qué punto es posible o no, representarla, restituirla o se-ñalar su condición hipotética e improbable a través de una lengua que también se enuncia desde la in-certidumbre y la duda.

LA MEMORIA IMPOSIBLE

Lenta biografía es el relato de una memoria impo-sible. El protagonista de la novela es el padre del narrador que huye de su país de origen –Polonia– y emigra a Argentina con la esperanza de “inaugu-rar” una vida, de radicarse en otra tierra como si el pasado fuera una página en blanco todavía por escribir. La llegada y adaptación a un nuevo lugar,

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más que clausurar el pasado, lo trae de vuelta po-tenciando el peso de su vacío, lo que produce en él una ajenidad radical ante la realidad. Al haber per-dido sus coordenadas biográficas –familia, pueblo, lengua– el único espacio donde el protagonista puede sobrevivir es el de su memoria que, paradó-jicamente, al restituirle el recuerdo de su origen y de sus afectos, también le genera la culpa de haber-se salvado cuando toda su familia ha desaparecido.

El padre no logra separarse del pasado porque hacerlo significaría asumir “el enterramiento” –“en su consciencia y en sus sentimientos” (1990: 55)– de sus hermanos y tíos asesinados por el nazismo, lo que implicaría separarse de su recuerdo y de la culpa de haberles sobrevivido. Al ser el “único depositario de lo que habían sido sus familiares ya desaparecidos del mapa” (45), él representa la tumba que estos nunca tuvieron, la lápida don-de se inscribieron y enterraron sus cuerpos y sus nombres. Él es el lugar donde reposan sus memo-rias; el sepulcro que los contiene y los preserva del olvido; su persona encarna el duelo irrealizable por ese resto “impracticable” que constituye toda experiencia de violencia y de pérdida.

De este modo, el padre es el responsable de renovar la memoria de sus familiares: por ser su

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único sobreviviente está en deuda con los que mu-rieron, y la forma de saldar su débito con ellos es a través de un avecinamiento constante a sus fan-tasmas. Estar “entre” los espectros de los tíos y los hermanos enrarece su propio habitar el presente y compromete su relación con la realidad que habi-ta de forma lateral como si estuviera permanente-mente ausente: “Sutil pretérito de las cosas muertas. Siguen vivas, continuando, en la memoria de uno y sin embargo ya no son... Sutiles pretéritos que ya no son y siguen siendo” (25).

Lo que llama la atención de este personaje que vive “en estado de memoria” y que transcurre sus días en diálogo mudo con las sombras del pasado es que no habla, su historia es incomunicable: no tiene voz para ser contada, no tiene relato que pue-da narrarla, no tiene lengua que pueda traducir sus contenidos: “No es que mi padre se acercara a esos recuerdos como si fuese otro, sino que recordarlos era un cotidiano reconocimiento de separación y cesura individual. El sentimiento de extranjería im-prescindible que supongo que tuvo que haberse for-jado para así soportar las catástrofes a las que había sobrevenido” (107)[1].

[1] Sara Makovski, en un artículo sobre la memoria del trauma y su transmisión destaca lo siguiente: “Una generación que tiene

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El padre de Lenta biografía es el testigo que tes-timonia con su silencio: ante la impotencia de su lengua de relatar el pasado, su relato es un secreto que no se puede confesar y que se insinúa a través de gestos, sueños, miradas que sugieren conexiones y enlaces con ese pasado inarticulable que en su im-potencia verbal señala lo que no puede nombrar.

Su lengua es el idisch, lo que complica más la posibilidad de confesar el secreto del pasado porque, no solo no hay lenguaje para testimoniar sobre la pérdida, sino tampoco hay idioma que vuelva inteligible el secreto del testimonio porque este habla otra lengua.

El idisch –idioma “tan parecido a la mastica-ción” (27)– constituye la marca de una suerte de “minoridad” del padre respecto del nuevo espacio que habita con desacomodo, “como si caminara a tientas” (55). El hecho de que no pueda pronunciar correctamente el nombre del hijo es un síntoma –entre otros– de su relación conflictiva con el es-pañol y de su dificultad de sentirse “en casa” en esa lengua que es la lengua de su nueva familia.

lagunas en su historia y que ha perdido los lazos con los que vivieron antes no podrá escapar de su propia vacuidad; un sujeto que no puede elaborar un trauma está condenado al borramiento de su propia subjetividad” (2002: 148).

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Esta descolocación –cultural, lingüística, afectiva, geográfica– del padre lo ubica en una suerte de patria aislada, impermeable a las contaminaciones del presente que comparte con los amigos que vi-sitan su casa todos los domingos y que, como él, usan esa “lengua menor” como una línea de fuga que les permite huir del desarraigo que los cons-tituye y conectarse con sus ausencias y fantasmas que paradójicamente los unen en una suerte de co-munidad imaginaria y afectiva.

Para el padre “la lengua verdadera” es la len-gua que no se puede hablar, la lengua que no tiene anclaje ni resonancia en el presente salvo cuan-do canta canciones en idisch o lee el periódico Di presse. Paradójicamente, a través de esta lengua postergada, que aplaza la enunciación del pasado y a la vez preserva el pasado, el padre construye –“sin premeditación”– una “didáctica particular” que serviría para “encaminar” su descendencia “hacia el encuentro con su genealogía”. En palabras del hijo: “en el pasado europeo de mi padre había algo secreto dirigido a que nosotros aprendiéra-mos algo... algo que no se revela pero que quiere ser ejemplificador” (138). En el padre existe la vo-luntad de transmitir su legado, de asumir, de este modo, su responsabilidad con su sangre pero la

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lengua que usa para enseñar esa tradición es la que no puede hablar, la que se despliega a través de la impotencia y el exceso de silencio asumiendo, ante el heredero que lo mira, la violencia de un enigma y de una hipótesis indemostrable/inagotable.

Si por un lado, Lenta biografía muestra el des-amparo identitario que sufren las víctimas del na-zismo emigradas a Argentina, por otro, ahonda en las consecuencias que ese desarraigo causa en los hijos de dichos emigrantes quienes heredan una historia que no vivieron pero que los hace huérfa-nos –al igual que los padres– de una pertenencia. En este caso, el narrador-hijo desea saber quién es, cuál es su origen, de dónde viene, cómo ha llegado a ser lo que es; por ello, decide escribir la historia paterna pero lo hace desde la conciencia del fraca-so implícito en ese gesto, dado que el padre nunca le proporciona el material necesario para recons-truir su pasado. Nunca le cuenta nada. La única fuente a la que puede acudir para “imaginar” esa historia es el cuerpo del padre: en su rostro, en su lengua velada, en sus gestos, se cifra la parte ocul-ta de la memoria que se inscribe en ese cuerpo mutilado que el hijo lee e interpreta como si fuera una lengua ajena. El suyo es un ejercicio especu-lativo para “suponer” e “imaginar” “un pasado que

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no me pertenecía directamente” (18); para “pensar la familia que mi padre no tenía” (19), para escri-bir una historia que hereda como hipótesis.

La escritura cumple aquí la función de devol-verle al padre su historia, la versión de su historia que el hijo escribe en su nombre, aunque se trate de un relato sobre la imposibilidad misma de re-componer una imagen del pasado y sobre la his-toria de una falta que es también la falta de una historia. El hijo le restituye al padre una pieza de su memoria pero este gesto destituye al progenitor de su historia porque le hace decir “(a él mismo y a su memoria) cosas que no le eran propias” en una lengua que además no es la suya.

Este gesto de rescate del pasado lo que muestra es que “seguir el hilo complejo de la procedencia es, al contrario, conservar lo que ha sucedido en su pro-pia dispersión” (Foucault, 2000: 27). El libro que el narrador-hijo escribe, en lugar de contar la historia del pasado paterno, relata el fracaso de la escritura en su intento de recomponer y restituir una historia que se puede contar solo a través del tanteo y la aproxi-mación, la elipsis, la alusión, la especulación que son modos de darle forma al pasado y de intervenirlo.

Este texto es incompleto y fragmentario. Nada de lo que allí se dice es comprobable: solo hipóte-

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sis y suposiciones que muestran que “una historia no era unívoca ni definitiva” (Chejfec, 1990: 81), que lo narrado, en el momento en que se enuncia, muestra que hubiera podido ser de otro modo y que esa precariedad es constitutiva de cualquier verdad que suponemos indudable.

No hay lugar para la historia, cuya materia es siempre lo intuido, lo entre/visto con dificultad. Quizás sea esa “falta de lugar” el de la memoria como lo errante, lo nómada, lo indescifrable.

“No hay lugar”, es entonces la certeza que la novela propone: es la certeza del padre que per-dió todas sus coordenadas de referencia –familia-res, geográficas, lingüísticas, memoriales–, es la certeza de sus amigos como colectivo que busca preservar una isla de pertenencia a través de las reuniones dominicales donde al hablar de otro –el Fugitivo– hablan de sí mismos; es la certeza del na-rrador cuyo intento de restituir una historia muestra la imposibilidad de cualquier apropiación; y final-mente, es la certeza del lenguaje y de la literatura que al escribirse, constatan su inadecuación y posterga-ción inevitable.

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EL EXTRANJERO ABSOLUTO

Al igual que el narrador de Lenta biografía que es-cribe el pasado del padre como historia de una conjetura, el narrador del relato “El extranjero” también se enfrenta con la memoria de otro –el hermano recién muerto–, lo que significa, no solo recordarlo y enfrentar los efectos que su evocación tiene en la cotidianidad y en la vida suya y de la madre, sino también, preguntarse sobre la dimen-sión imaginaria y virtual de la memoria capaz de desestabilizar y cuestionar la verdad del pasado y las certezas del presente.

El cuento comienza con una descripción abs-tracta de un sueño donde el narrador observa el color azul que se derrama y que, en su expansión, produce “una incisión” en el espacio-mundo que le hace pensar en mapas y geografías (1993: 6). Esta imagen irreal, al borde de lo inimaginable y de lo incomprensible, donde algo –un color– se desborda y se abre paso inscribiendo en una superficie un recorrido, llama la atención por su posible relación con la memoria, si la pensamos como un mapa de intensidades que se diseña en la medida en que se atraviesa, que varía según sus conexiones y sus orientaciones y que está dis-

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ponible para reconfigurarse todas las veces que se lo recorre[2].

La memoria del hermano muerto se abre paso en el cuerpo del narrador inscribiéndose en sus mejillas, en su mentón “Desde ese día rozarme las mejillas significó recordarlo; apoyar el mentón en el puño implicaba abandonar la distracción... y re-cuperar su ausencia” (7), en su barba “mi barba, que notaba más crecida cada mañana, significa-ba su muerte avanzando en mi piel” (Íd.). Tam-bién se despliega en los objetos que le pertenecían (el sillón, la cama, los atlas, las guías turísticas), configurando un mapa de relaciones entre cosas y gestos, espacios y cuerpos que adquieren sentido en la medida en que la pérdida los obliga a entrar en un juego de significación donde se alternan la arbi-trariedad, la experimentación, la coincidencia.

De aquí que recordar a Ernesto, el hermano di-funto, implique para el narrador, escribir un texto que se revela en la medida en que van desapare-ciendo los rastros de su estar en el mundo. En esa atenuación de presencia, en esa disminución de las

[2] Deleuze y Guattari hablan de dos tipos de espacios que se complementan: el espacio estriado o sedentario (ciudad), articulado alrededor de un centro, unidireccional, organizado, estable, medible, arbóreo y el espacio liso o nómada (mar, desierto) desorganizado, impredecible, incierto, caótico, rizomático (1994: 483-509).

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costumbres, en ese “avanzar de la muerte” en el cuerpo, en el gesto de afeitarse la barba de un mes y de ver, en los pelos que se iban por el desagüe, “los últimos rastros del momento de su muerte” (Íd.), se despliega la memoria como lugar donde se inscribe la falta y donde lo que falta se hace cuerpo de forma desplazada, justo allí donde pa-reciera desaparecer, ser irreconocible, no tener ca-bida: “Cuando olvidemos su voz recurriremos a su rostro, y cuando este también nos abandone volve-remos al origen, o sea, a la mera idea encarnada en su persona” (7).

Así como el narrador se confronta con “la pleni-tud de la ausencia” del hermano en la atenuación de su recuerdo en los objetos y en los espacios que él ocupó; o cuando lo asume como un cuerpo en-terrado, “baldado en el cajón por toda la eterni-dad” (9); del mismo modo, su memoria de Ernesto muestra cómo la existencia del difunto se realiza en la frontera del incumplimiento, en una suerte de virtualidad, de geografía imaginaria, de “exte-rior”, de “extranjero absoluto” donde estaba ubica-do “lo cierto y determinante” (Íd.).

Para Ernesto, un hombre de 52 años, un niño-grande, ingenuo, infantil, que hace de la geografía una “religión individual”, un credo propio que le

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permite estar en la realidad fugándose continua-mente, que se pasa la vida sin trabajar, sin mover-se de sitio, suspendido entre la virtualidad de un mapa y la estrecha realidad de la mesa donde lo estudia; entre el deseo de estar en África o Portugal y la incapacidad de moverse de su hogar; entre el viaje como desplazamiento físico y el viaje como hipótesis de desplazamiento, para Ernesto la vida había consistido en ser ese “extranjero global de donde procedía” (9) y la postergación de todo pro-yecto con el fin de protegerlo del inevitable dete-rioro al que estaría sometido si se concretara.

Estar en la realidad sin estar, o más bien, estar en la realidad ocupando una geografía imaginaria que lo hacía desplazarse a otros mundos solo al-canzables mediante el aplazamiento del viaje, es lo que marca la existencia de Ernesto:

Dedicó toda su vida a prepararse para viajar al ex-tranjero, pero en la medida en que estuvo listo, a su modo, espiritualmente, desde muy temprano, esa mis-ma energía a veces se consumió en entusiasmo, otras se revirtió en impotencia, pero también siempre en ensueño (Íd.)[3].

[3] “Siempre quiso tener la oportunidad de viajar pero nunca la buscó (...) jamás hizo nada para irse, nunca se movió de la ciudad (...) y sin embargo soñaba todo el tiempo con hacerlo; su vida se desarrollaba dentro de un marco prefijado y virtual a la vez, aunque suene contradictorio, de acción y pasividad como

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Esa pasividad o impotencia hacia la concreción del viaje se relaciona con que “había algo en el ex-tranjero que (...) lo desconsolaba”, quizás la inmen-sidad de ese afuera, la imposibilidad de abarcarlo con una sola mirada. Para él que “tuvo la experien-cia de lo acotado, circunscripto y estrecho del mun-do” los mapas, “siempre acababan indicando una misma geografía mensurable” y previsible (10-11).

Es entonces, en el umbral entre concreción y virtualidad, donde se instala la vida de Ernesto, donde su viaje se abre camino para preservar sus sueños “del entredicho al que se someten cuando son amenazados con su realización” (8). Como si para él la verdadera extranjería consistiera no tan-to en irse al extranjero sino en ese trazado imagi-nario de su dedo sobre los mapas donde algo se cumplía y algo fracasaba.

Leer la escritura de la ausencia significa, para el narrador, someterse a la “tiranía” que proviene de los objetos que pertenecieron a Ernesto, entrar en su jue-go para habitar, un “afuera” donde la única memoria posible para él que le sobrevive es la evocación del mundo imaginario del ausente que además se con-vierte en espacio de conjeturas y suposiciones:

promoviendo y esperando que sucediese algo. Lo que ocurrió fue su muerte, la única cosa con la que no soñaba” (Chejfec, 1993: 7).

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Cada tanto, durante este primer mes, tomaba sus mapas, y sopesándolos, enrollados, quería prever su contenido; me quedaba un rato pensando en él de una manera vaga, como si ocupara mi conciencia sin suscitar ningún tipo de pensamiento, rato después desplegaba alguno sobre la mesa y me inclinaba a mirarlo. No puedo dejar de admirar que mi hermano, a fuerza de repetición, de vi-sitante asiduo de su costumbre, logró un efecto de rea-lidad alrededor de algo en absoluto ilusorio: esas pocas veces que me incliné frente a un mapa suyo creí estar frecuentando un recorrido familiar; pensé que repetía un viaje ya fatigado en demasía. Encontrarme con el río Danubio era recuperar ciertas resonancias de sus comentarios (10).

Así como el mapa había guiado los viajes ima-ginarios de Ernesto, de la misma forma ahora, después de su fallecimiento, guía la memoria del hermano que, al tocar su atlas, recupera justo lo irrealizado que había en ellos, aquello que el di-funto nunca llevó a cabo y que sigue existiendo como posibilidad incumplida.

Los hermanos, el vivo y el muerto, ocupan una geografía de umbrales y fronteras que no asegura sino la “partición” entre dos mundos –el real y el virtual, la vida y la muerte– solo posible por el des-plazamiento imaginario entre uno y otro. Lo que ambos realizan es un viaje inmóvil, un viaje in-agotable que se posterga y les deja la herencia de seguirlo imaginando y realizarlo cada vez de otro

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modo, convirtiéndose, en este modo, en nómadas de una memoria imposible porque es la memoria de aquello que nunca se realizó. Una memoria suspen-dida, disponible, postergada; una memoria como “extranjero absoluto” que, en su inexistencia y ajeni-dad, le otorga un sentido, tanto a la vida de Ernesto como a la del narrador que regresa al pasado del hermano, a esa “geografía extranjera”, anhelando permanecer en ella, asumiéndola como una piel en la que el tiempo traza sus recorridos.

Como el padre de Lenta biografía, confinado en un “afuera” inaccesible que solo su memoria cono-ce y que el presente convierte en mera conjetura, en un espacio improbable que, en su virtualidad e inhabitabilidad, le otorga un sentido al presente. De la misma manera, el narrador de “El extranje-ro” y su hermano Ernesto están en la vida como forasteros ocupando un exterior que, así como les permite una fuga, también les señala la imposibi-lidad de la huida.

MEMORIA EN EL AIRE

El aire, al igual que Lenta biografía y “El extranjero”, narra la historia de una pérdida y del después que toda pérdida implica. En este caso, no se trata de la

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muerte física de seres queridos, sino de la pérdida que sufre el protagonista –Barroso– de su mujer que un día lo abandona.

“Un momento puede representar mejor la ver-dad de una vida que el recuento completo de ella” dice Chejfec en una entrevista (en: Berg-Fernández, 1998: 321). El aire relata los devenires de ese momen-to definitivo que tuerce la existencia de una perso-na haciéndola derivar hacia zonas inesperadas de la experiencia, colocándola además en un “(...) pre-sente aislado del universo, como una burbuja en el aire que necesita sin embargo de ese mismo tiempo del que está exilada para permanecer flotando sobre su ambigüedad” (Chejfec, 1992: 9).

El aire es el lugar que habita Barroso después de la partida de la esposa, lo que significa, una vez más, en el universo narrativo de Chejfec, estar en la realidad de forma, flotante, atenuada, sumergidos en un espacio cada vez más irreal e improbable; en un “presente eterno (...) exterior y exilado del tiem-po” (84) que a la vez, es una “tensión”, “una urgen-cia (...) cuyas señales no provenían de lado alguno en particular, sino más bien de la profundidad del aire, de una luz... hecha de pura distancia” (91).

Al igual que el padre de Lenta biografía y los protagonistas del cuento “El extranjero”, la vida de

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Barroso, después de la ausencia de su mujer, se reformula en cuanto que pierde toda definición; se abre, se derrama como el color azul del sueño del relato, se suspende, se enrarece, se vuelve livia-na al punto de devenir-aire, de estar en el aire, de flotar en el vacío.

Según Beatriz Sarlo en un El aire:

La desaparición irrumpe como un revelador que ilu-mina el espacio cotidiano, resignificando no el pa-sado sino el presente (...) el presente se convierte en una extensión virtual, donde la repetición y la no-vedad son indiscernibles porque todos los actos se recortan sobre eso, verdaderamente liminar que es la ausencia (1992: 10).

De la vida lo que queda es un rastro, un signo de algo que se reconoce apenas y que a través de esa atenuación, señala lo que está ausente, que en el caso de Barroso, no es solo la esposa sino su propio pasado. En efecto, el abandono de su mujer después de treinta años de matrimonio lo conecta con “su pasado fundamental”, con “el tiempo del Conurbano[4], aquella extensa etapa transcurrida a la intemperie de la cual (...) lo había rescatado Be-

[4] El Conurbano es el nombre de las zonas periféricas, por lo general industriales, que rodean a la ciudad de Buenos Aires. A diferencia de la literatura de preferencia urbana la de Chejfec recupera espacios desplazados, marginalizados, desterritorializados; zonas de la ausencia, de la desolación, de la falta de gente.

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navente” (Chejfec, 1992: 132). Pero no se trata de una recuperación del pasado sino de una “resigni-ficación” del presente a través de ciertas imágenes del pasado que, al ser iluminadas por los estra-gos de la reciente ausencia, se revelan como doble desamparo: el del ser abandonado y el de quien reconoce haber estado siempre confinado a una extranjería donde lo improbable e incierto eran la única certeza.

Barroso vive desterrado de todos los espacios de anclaje: de la casa, de la ciudad, de la memoria, de los objetos. Y está en la realidad para medir su atenua-ción, para imaginar lo que de la realidad ha dejado de estar o lo que de ella podría seguir estando de forma disminuida. “Sobre la cama el costado de Be-navente era una superficie que mañana a mañana amanecía sin cambios ni desorden”; “el hueco va-cante por la falta del cepillo de dientes de su mujer” no dejaba de conmoverlo cada vez que entraba en el baño (17). Su estar en la cotidianidad depende de la ausencia redundante que las cosas y los espacios despliegan, en el sentido de que, siguen allí y se re-piten no tanto para asegurar su continuidad, sino para mostrar su deterioro y señalar su impostura.

“Todo es igual” (71), dice Barroso atrapado en un te-dio y desidia que lo detienen y suspenden en un pre-

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sente que está hecho de espera e indiferencia, de cansancio y perplejidad, de melancolía y “angustia impaciente” que le impiden intervenir en el presente para restablecer un lazo con su mujer y con la rea-lidad misma.

En este sentido, como observé al hablar de Lenta biografía y de “El extranjero”, aquí también son el diferimiento y la postergación la opción del protago-nista quien elige dilatar la ausencia, colocarla en “el aire”, volverla algo improbable: una larga digresión donde es posible conjeturar hasta lo más absurdo e indeterminado y donde la realidad se revela como “una amplia continuidad de aire vacío” (139).

Como Ernesto, que nunca realiza el viaje al exterior; o el padre de Lenta biografía que nunca confiesa el secreto de su pasado, Barroso tampoco es capaz de intervenir el presente para modificar-lo: flota en el aire de la espera aguardando algún desenlace. Lo que hace es observar cómo la reali-dad se enrarece en la medida en que la ausencia se instala en su vida, revelando la precariedad de todo lo que parecía seguro. Deja de trabajar, de co-mer, de bañarse y se entrega a recorrer “un tiempo desarticulado, cuya familiaridad retornaba con la prensa vieja” que lo alejaba “de ese continuo pre-sente obligatorio, extendido y generalizado cuya

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cavidad, para comprenderla, siempre había tenido dificultades insalvables” (42).

En este sentido, su memoria es un mapa que se configura en el umbral entre la evidencia y la suposición, lo tangible y lo atenuado, la especula-ción y la certeza. Es una memoria en el aire que se sostiene gracias a la suspensión de sus posibles y en la postergación de sus hipótesis.

Para Barroso la realidad está en otra parte y su forma de alcanzar esa extranjería es a través de una rara obsesión por la medición de espacios y el cálculo de los objetos, por saber qué distancia había entre su balcón y la calle (51); o cuánta agua “estaría circulando en ese instante por las tuberías de la ciudad” (82): “Su excitación en el momento de imaginar distancias, volúmenes, pesos, superficies (...) obedecía (...) al implícito de suponer que las magnitudes constituyen (...) categorías que simpli-fican la natural complejidad del mundo” (83).

Según Sarlo, para Barroso

(...) ‘las cosas del mundo no rinden otra verdad que la de su organización en cantidades y en medidas’. Pero este interés por la medición cuantitativa no responde a ninguna finalidad instrumental, sino a la necesidad de traducir la realidad ‘a otro lenguaje y a otra lógica’ (1992: 10).

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El Aire, al igual que el resto de sus novelas, mues-tra el interés de Chejfec por otros lenguajes y otras lógicas que problematizan las nociones de compro-bación, referencialidad, coherencia, exactitud del ejerci-cio literario. Son entonces, la vaguedad, la expansión, la arbitrariedad, la indeterminación, los gestos más elocuentes de su proyecto estético fundado, como dice él mismo, en la alusión a “cuestiones que considero esenciales de una manera alejada de cualquier plano fuertemente referencial” y que funcionan como “ex-cusas (...) para justificar mis textos” (2005: 126):

En mi caso lo que escribo tiende a establecer una rela-ción estrecha con la evocación; incluso muchas veces se me ocurre como una actividad sinónima a la del recuerdo. No me refiero a una obediencia a la memoria personal, sino a una escritura que hace de las formas discursivas de la evocación su modo de regulación o de progreso más adecuado, en todo caso inevitable-mente natural, casi obligado (...). Cuando el texto es concebido como expansión o puesta en escena de esas excusas, la utilización de un tema significa trai-cionarlo, hacerle decir cosas que la opinión común, los sentidos adquiridos o las mismas ideas literarias no atienden. De este modo una agregación inestable donde se combinan vagas ideas sobre los recuerdos, sobre la evocación como actividad narrativa, y sobre el valor ambiguo de los temas, cuya importancia radica en la posibilidad de utilizarlos y desplazar el sentido ya cristalizado en ellos; de este conjunto desordenado de intenciones tiendo a derivar mis libros (125-126).

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La memoria de Chejfec, como la de sus perso-najes, es una “agregación inestable” de ideas re-cuerdos que la escritura evoca, no para comprobar su existencia en algún tiempo anterior, sino para mostrar en qué medida las formas en que una cul-tura “le da forma a su pasado” son siempre arbitra-rias y contingentes. Lo que significa que el pasado está atravesado por marcas culturales de las que la literatura se apropia para hacerlas proliferar en otras tramas y recorridos.

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BIBLIOGRAFÍA

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Sarlo, Beatriz (1992). “La ficción inteligente”, en Clarín, Buenos Aires, p. 10.

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LA SOBERANÍA DEL DEFECTO

(LOS SONIDOS DEL CUERPO EN MIYÓ VESTRINI Y HANNI OSSOTT)

LENGUAJES DEL DEFECTO

...lenguas duras como madera recién cortadase ocupan

de mi delito.

MIYÓ VESTRINI

...la irregular palabra de mis palabrasla sombría sombra de mi decir.

HANNI OSSOTT

“La poesía es un lenguaje en la medida en que es un defecto de lenguaje” dice Jacques Ranciére en La palabra muda. Ensayo sobre las contradicciones de la literatura (2009: 76).

Por su parte, Georges Bataille en un ensayo ti-tulado “La noción de gasto” (2003) sugiere dos di-mensiones distintas del gasto: la relacionada con la experiencia social regida por el principio de la producción, conservación y consumo; y la referida a un tipo de gasto “improductivo” regulado por el

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principio del derroche y la destrucción. Ejemplos de este tipo de gasto son los cultos, la guerra, las joyas, el juego, el arte, en los que el acento está puesto “en la pérdida, que debe ser la mayor posi-ble para que la actividad adquiera verdaderamente sentido” (116). Dicho de otra manera, a mayor pér-dida/consumo/gasto corresponde mayor sentido en términos semánticos y de experiencia.

Quiero partir de estas dos nociones, la de Ran-ciére de la poesía como lenguaje defectuoso y la de Bataille de “gasto improductivo” para aproxi-marme a la obra de dos escritoras venezolanas que llevaron ese “defecto de lenguaje” hasta sus últimas consecuencias. Me refiero a Miyó Vestri-ni (pseudónimo de Marie Jose Fauvelles Ripert-Nimes, 1938-1991) y a Hanni Ossott (Caracas, 1946-2004), dos escritoras de origen extranjero, –Vestrini, francés; Ossott, alemán– cuya “escisión” cultural y lingüística es una marca representativa de otras escisiones que caracterizaron tanto sus vidas como sus proyectos estéticos en los que el desbordamiento y la intensidad, el deseo y la pa-sión, el dolor y la furia, la enfermedad y la muerte, tienen lugar, no solo como estados de una exis-tencia trágica, sino sobre todo, como estados de la lengua.

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Sus poéticas están regidas por un principio de pérdida que opera como desorganizador del len-guaje, potenciando su capacidad enunciativa por el exceso que lo atraviesa y lo conduce “lo más lejos posible”, allí donde se hace defectuoso, donde rompe las leyes del orden y de la contención y se enuncia a través del grito, del sollozo, del delirio, del gasto que consume la lengua, la cual alcanza su mayor realización justo donde pareciera agotarse.

La noción de “gasto improductivo” sugiere pen-sar la poesía como expresión de un estado de pérdida y como “creación por medio de pérdida” (Bataille, 2003: 117), es decir, como lengua que se hace a través de su agotamiento y que, mediante ese venir a menos, tiene lugar. Desde esta pers-pectiva, la creación de sentido poético es direc-tamente proporcional al abandono de la lengua y al abandono del poeta a la lengua, entendiendo el abandono no como carencia sino como abundan-cia (“pollakos”) que “abre a una profusión de po-sibles, como cuando uno se abandona con exceso, porque no existe otra modalidad del abandono” (Nancy, 2005: 10). De esto se desprende que la literatura representa un “peligro” porque al trans-gredir la ley de la lengua, “al ser inorgánica, es

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irresponsable. Nada pesa sobre ella. Puede decir-lo todo” (Bataille, 1971: 44).

Partiendo de estas nociones de la poesía como espacio de gasto semántico y vivencial, es posi-ble abordar la poesía de Miyó Vestrini y de Hanni Ossott como el lugar de un sacrificio, donde el poeta pone “patas arriba” el lenguaje, desencadena su furia en el cuerpo de la lengua con el fin de pro-ducir algo sagrado, porque “las cosas sagradas se constituyen mediante una operación de pérdida” (115). Es decir, que lo sagrado impone el sacrificio de lo más amado y la poesía pone en escena la his-toria de esa pérdida.

Vistas desde esta perspectiva, sus poéticas son también políticas de la lengua que buscan otros modos de expresión basados en la intensidad y el desdibujamiento del sentido a través de una len-gua defectuosa que tiene la potencia de abrir la car-ne del lenguaje para llevarlo más allá de los límites hasta el desbordamiento y el suicidio.

CARA A CARA

Confrontar a Miyó Vestrini y a Hanni Ossott desde el ejercicio crítico, ponerlas cara a cara o lengua a lengua, como cabría decirlo aquí, implica asistir a un

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enfrentamiento de fuerzas, a una prueba de resisten-cia donde dos cuerpos extenuados dan la pelea hasta llegar al límite de su propio agotamiento.

Vestrini, de familia francesa y padrastro italia-no, fue integrante de los grupos Apocalipsis (Mara-caibo, 1955-1958) y La República del Este (Caracas, 1976) periodista, guionista de televisión, poeta, di-plomática, activista de izquierda, suicida. Ossott, de padres alemanes, huérfana de madre desde los tres años, fue profesora universitaria, crítica de arte, traductora). Tuvieron en común, además de la extran-jería, el alcoholismo, la enfermedad mental[1], la pasión por la poesía que ambas usaron “para pi-sar con las palabras el orden establecido” (Bataille), como un gesto de rebeldía con el que quisieron mostrar hasta dónde puede llegar una voz cuando pierde los sentidos y la cabeza, cuando se enfurece y se excede hasta la destrucción y la muerte.

Cabe preguntarse entonces qué implicaciones tiene, en la obra de Vestrini y de Ossott, la audacia de transgredir la ley y de mirar el Mal a los ojos[2];

[1] Vestrini sufría de disritmia cerebral; Ossott de psicosis maníaco depresiva.[2] Dice Bataille: “El Mal, en esta coincidencia de contrarios, ya no es el principio que se opone de forma irremediable al orden natural, como lo es dentro de los límites de la razón. Como la muerte es la condición de la vida, el Mal que se vincula en su

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qué revelaciones o qué golpes arroja una lengua defectuosa que violenta los límites y se expone a la “embriaguez del ser”, a un “estado de trance” don-de se vislumbra “el verdadero rostro del mundo” (Bataille, 1971: 45). Porque para estas escritoras la poesía:

Niega y destruye la realidad inmediata porque la con-sidera la pantalla que no disimula el verdadero ros-tro del mundo (...). La poesía que niega y destruye el límite de las cosas es la única que tiene el poder de devolvernos a su ausencia de límite; el mundo, en una palabra, se nos entrega, cuando la imagen que tene-mos de él es sagrada porque todo lo que es sagrado es poético y todo lo que es poético es sagrado (109-111).

La poesía es el lugar donde los límites se abren, donde la lengua se excede y se confunde para mostrar “la parte maldita” del ser, la que no tiene contención y se opone al respeto servil de la ley, mediante una energía que irrumpe con violencia en el espacio del orden, revelando los alcances del lenguaje defectuoso. Esta energía hecha lengua im-pertinente y descontrolada es capaz de desbordar

esencia con la muerte es también de una manera ambigua, un fundamento del ser. El ser no está abocado al Mal pero, si puede, debe no dejarse encerrar en los límites de la razón. Primero debe aceptar esos límites; pero debe saber que existe en él una parte irreductible, una parte soberana que escapa a los límites, escapa a esa necesidad que reconoce” (1971: 50).

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la institución literaria, de pervertir sus produccio-nes y hasta de darle visibilidad a otros cuerpos y otras sensibilidades.

Cabe entones la pregunta sobre cómo se enun-cia el principio de pérdida que rige la poesía de Vestrini y de Ossott, dónde se inscribe el exceso que lo constituye; como se nombra, cómo se gasta, cómo se desgasta, a través de qué lengua, de qué imágenes y gestos.

FURIA SUICIDA

Mi cuerpo suena.

MIYÓ VESTRINI

Leer la obra de Miyó Vestrini significa enfrentarse con una lengua rebelde que no negocia ni transa sino que solo golpea y da puños contra todo aque-llo que la agrede: la familia, el país, el desarraigo, la maternidad, el amor, la pareja, el cuerpo, la en-fermedad, la política. Su obra, compuesta por tres poemarios –Las historias de Giovanna (1971), Pocas virtudes (1975), Valiente ciudadano (1991),– un li-bro de cuentos –Órdenes al corazón (1996/2001)– y numerosos ensayos periodísticos, además de en-trevistas radiales, se puede leer como un continuum donde se despliega una lengua que sufre, que está

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“jodida”; una voz que se expresa a través de la vio-lencia del alarido, de un habla que se gasta y se agota mediante el cinismo, la pasión, la rabia, la crueldad.

No hay complacencia en su mirada sino incon-formidad que compromete toda acción “política-mente correcta”. Desde la niñez, cuando se “cae a golpes” con una compañera del colegio, hasta su adultez marcada por la borrachera, la enfermedad, el fracaso, los intentos de suicidio, Vestrini elige no “portarse bien” como la manera más honesta de llevar a cabo una vida atormentada, que encuen-tra su cauce solo en la escritura vivida “en carne propia”, como si fuera el cuerpo mismo del dolor el que se desplegara a través del gesto de escribir.

Vestrini apuesta por la sequedad y la sonoridad: dos dimensiones opuestas del lenguaje que en su obra conviven y se hacen posibles en la medida en que para representar los estados más intensos de la experiencia (el amor, la pérdida, la impotencia), paradójicamente es necesario reducir el lenguaje a un hueso. Hay que despojar el cuerpo de la carne para enfrentar la inmensidad de aquello que so-brepasa los límites de lo decible y se coloca más allá de toda comprensión y toda lógica. Pero a ese grado cero de la lengua le corresponde, en su poe-

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sía, una potencia sonora que irriga su hueso de sangre haciendo que ese desierto se reconfigure a partir de la escucha atenta y exigente que produce una “voz terrible y dulce” a la vez, “la voz dulce y terrible del afecto y la ternura” (Vestrini, 2001: 27).

Vestrini “le pone música a la rudeza”, hace so-nar la poesía al nombrar las cosas por su nom-bre, sin medias tintas, así como suenan, así como “chirrian” al igual que los dientes cuando muer-den demasiado duro y corren el riesgo de que-brarse. Y lo hace a través de una lengua franca e insobornable que se confronta con la “masacre” cotidiana que es la vida y que lleva la honestidad de su mandato hasta sus últimas consecuencias, haciendo de la escritura y de “la alegría de crear”, “la única tabla de salvación” porque quedarse sin palabra sería la peor muerte antes de la muerte.

Este lenguaje desbocado pone en escena el cuer-po como equivocación, como lugar donde el defecto acontece y donde se declara el error/terror de tener cuerpo: “Es mi cuerpo lo que molesta. Estoy toda vertida adentro, hacia sus ruidos y silencios” (106), dice el personaje de uno de sus cuentos, lo que significa pensar en el cuerpo como ruido, como habla defectuosa que se expresa solo como falta, como aquello que no se tiene o que se tiene como

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imperfección, que se desgasta hasta extenuarse y caer en la mudez.

Cabe señalar que la vida de la autora estuvo marcada por la obsesión del cuerpo (“Sólo tenía idea de mi cuerpo” (99). En su Diario dice:

En París, yo descubro con delicia y horror dos co-sas: la soledad y mi fealdad (...). De noche, en la habitación del hotel me miro desnuda al espejo. Y en el momento en el cual yo aprendo a mis propias expensas lo que es la fealdad-soledad, yo me curo sin razonamiento. Yo digo sin razonamiento porque no hay ninguna opción, ninguna alternativa. (...). No ha habido sino un elemento constante, mi cuer-po. En cuanto a la alternativa, yo digo que ella no ha sido formulada, porque yo no he sido hecha bajo los ojos de los otros... Boris Vian bien me dijo: “Cuando yo digo mujer, quiere decir mujer bonita ¡las otras están dentro de un mundo totalmente extraño! (en: Díaz, 2008: 33)[3].

De esta “escena del espejo” llama la atención la relación mirada-cuerpo que tiene aquí dos dimen-siones. Una, relacionada con cómo se ve la narra-dora cuando se pone desnuda frente al espejo y descubre su fealdad mediante una comprobación empírica que se da a través del reflejo que de sí misma le devuelve el espejo; la otra, referida al he-

[3] En el cuento “El sueño” la narradora dice: “Mi cuerpo es una mierda”; “Fue cuando mi cuerpo de mierda decidió morir. Supuse que estaba harto” (Vestrini, 2001: 99-100).

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cho de que el cuerpo feo se descubre en la sole-dad como si esta condición propiciara/potenciara la mirada descalificadora sobre el propio cuerpo. Cabe destacar que, a partir del descubrimiento de ese cuerpo feo y solo, se produce una curación singular en la negatividad, es decir, asumirse fea significa, para Vestrini, “curarse sin razonamiento” como si la única salud posible fuera la regida por parámetros distintos a los de la lógica hegemónica de la belleza. En efecto, no hay reparo para ese cuerpo-feo porque “no ha sido hecho bajo los ojos de los otros”; su hechura es de un orden que escapa a la mirada normativa para quien la mujer siem-pre está asociada con la belleza. Ante esta doble censura, la de su propio ojo como la del ojo de los otros, el cuerpo-feo-solo se ve obligado a asumir su rareza, su anomalía, su errata, replegándose en ese “mundo totalmente extraño” al que él mismo y los demás lo arrojan.

Este cuerpo descolocado de toda adecuación a la norma constituye un eje central de la poética de Ves-trini donde es representado como espacio de pérdida y de gasto. Se trata de un cuerpo que se consume por diferentes razones. Es un cuerpo orgánicamente des-compuesto que se emborracha, vomita, tiene náuseas, engorda, hace dietas, se arruga, aborta, está en la me-

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nopausia, tiene hongos, es insomne, sufre de dis-rritmia cerebral. Es un cuerpo explosivo, que levanta la voz y se revienta los oídos y la lengua con la furia de sus gritos[4], es un cuerpo incomprendido y abando-nado al que el otro le cae a golpes para convertirlo en “un muñeco inanimado, una pelota de hilo” (Vestrini, 2001: 117), un cuerpo que sufre, y que se expande hasta convertirse “en una enorme bola de masa que rebota contra las paredes y crece y crece hasta no de-jar lugar ninguno” (119). Pero también es un cuerpo que resiste, que da la pelea, que no claudica y que sabe decidir hasta cuándo soportar y cómo morir.

De aquí que el cuerpo, en la obra de Vestrini, es tanto el espacio donde la lengua inscribe su defec-to, como el defecto de la lengua, la poesía misma, que lo dice todo, que no tiene reservas y que expan- de su imperfección/ inorganicidad con el propósito de confrontar “el insufrible mal/de todo tenaz afecto” (Vestrini, 1993: 69) y, de este modo, dejarse arrastrar por “la divina embriaguez” que lo conforma.

Según Bataille para entrar en este “estado de trance”, y perderse en esa “otra cosa” distinta al ser, es necesaria la ruptura de toda duración, es [4] “Levanté la voz. Sé que nunca debo hacerlo porque no logro detenerme. Mi voz sale y se devuelve. Me amarra y se marcha. Ella queda afuera, viéndome, y yo hablo, me reviento los oídos y la lengua, hasta que regresa y me calla, atravesada en mi garganta” (Vestrini, 2001: 15).

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decir, es necesario morir (1971: 45)[5]. Vestrini elige la “embriaguez del ser” y usa la escritura como un modo de interrumpirse, como una forma de cor-tar su lengua, su cuerpo, su vida para terminar de consumir su derrota.

El 29 de noviembre de 1991 se suicida con una sobredosis de Rivotril, ansiolítico que trabaja sobre el sistema nervioso central y que produce la muer-te porque paraliza el sistema respiratorio cuando se ingiere en altas cantidades:

El cuerpo vestido y calzado reposaba en la bañera. El agua la rebasaba. Flotando hallaron una estampa de San Judas Tadeo. En el tocadiscos un long play de Ro-cío Durcal. Afuera, encima de la mesa, estaban dos notas. Un borrador del aviso que le había dejado a su hijo Ernesto y otra en la que se podía leer la última plegaria de Miyó: “Señor ahora ya no molestaré más, los dejaré ser felices” (Díaz, 2008: 95).

Esta escena final constituye el último gasto de Miyó. El agua que rebasa la bañera, la sobredosis, la estampa religiosa que alude a las causas difíciles [5] Dice Bataille en La literatura y el mal: “Es siempre la muerte –o por lo menos la ruina del sistema del individuo aislado a la búsqueda de la dicha de la duración– la que introduce la ruptura, ruptura sin la que nadie alcanza el estado de trance. En ese momento de ruptura y muerte, lo recobrado es siempre la inocencia y la embriaguez del ser. El ser aislado se pierde en algo distinto a él. Poco importa la representación que demos de esa ‘otra cosa’. Es siempre una realidad que trasciende los límites comunes. Es incluso tan profundamente ilimitada que en realidad no es una cosa. Es nada” (1971: 45-46).

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y desesperadas, una música ranchera para “caerse a palos”, su respiración que se interrumpe (¿por la droga, por el ahogo del agua, por ambas causas?)volviéndose excesiva en sus consecuencias, funcio-nan como punctum de este gran finale que inscribe en su cuerpo de forma definitiva la interrupción.

El suicidio, además de realizarse por medio de sustancias narcóticas, se cumple también a través de la escritura que anticipa el cuerpo-cadáver, al advertir sobre el advenimiento de su muerte. La escritura aquí escribe e inscribe la muerte antes de que esta acontezca, la produce antes de que se gaste como clausura irreversible.

Además de las dos notas también se encontró, entre los papeles de su cuarto, un Testamento poé-tico en el que Vestrini declara su última voluntad y dispone sobre los bienes que posee. Al igual que en otras circunstancias de su vida marcadas por la irreverencia y la honestidad, el veredicto de Miyó sobre su herencia personal, intelectual, simbólica es implacable y definitivo. Su legado es inoperante porque está fundado en un patrimonio deficitario que se derrochó antes de que se acumulara y que lega su insuficiencia, su defecto, su interrupción[6].

[6] Miyó nunca creyó en la importancia de su poesía: (“Pienso que dejar un libro no le interesa a nadie” (en Díaz, 2008: 29) “Un libro no le importa a nadie” (91) y cuando publicó Las historias de Giovanna

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Este Testamento poético comete el delito de qui-tarle la vida a un cuerpo quebrado a palos por amor; a la vez, realiza una ceremonia sagrada al sacrificar un cuerpo que no pudo ver la primavera porque “la rata no se lo permitió” pero que con-fió, hasta el último momento, en el defecto de su lenguaje para que fuera este quien inscribiera y es-cribiera, en su cuerpo/texto el mandato final y le diera, de este modo, el golpe de gracia.

EL ÍNTIMO HORROR

Desciendoa lo más bajo

a lo oscuro de mía lo que no sé.

HANNI OSSOTT

Así como Miyó Vestrini es la poeta de la lengua temeraria y osada, capaz de quebrar lo que nom-bra golpeándolo hasta la muerte, la voz de Hanni Ossott se enuncia desde el tanteo, desde la escucha cuidadosa y vigilante de eso que está “en las ori-llas del sentido” y que se intenta comprender en su dimensión de borde y de margen (Nancy, 2008).

dice: “no pasó nada” (38). Tampoco creyó en la trascendencia que pudieran tener los grupos de los que formó parte: “No creo que mi generación le interese a nadie” (Íd.).

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Su obra, compuesta por numerosos poemarios, libros de ensayos y traducciones[7], da cuenta de una misma preocupación que irradia todos sus textos: la literatura como “experiencia erótica”, como “gran aventura” del cuerpo y del alma con la que se bus-ca nombrar “lo raro del existir”, esa dimensión incomprensible de la existencia que se necesita ex-plorar hasta el agotamiento.

La poesía como una travesía que se cumple bus-cando cómo tocar el cuerpo de la lengua, cómo hacer-lo gozar, sufrir, delirar; cómo escribir la experiencia que no se deja traducir es lo que propone el proyecto poético de Ossott. Su búsqueda está relacionada con ser testigo del “temor de irse lejos/de perder la mente” (Ossott, 2008: 468), de “lo más interno, invisible del corazón” que constituyen los ámbitos donde la poesía indaga y busca su expresión:

Pues aquello que se abre en el conocimiento poéti-co es la exigencia del no-saber” porque “quien busca

[7] Los poemarios son: Espacios para decir lo mismo, 1974; Formas en el fuego figuran infinitos, 1976; Espacios en disolución, 1976; Espacios de ausencia y de luz, 1982; Cuando llegue el día y huyan las sombras, 1983; El reino donde la noche se abre, 1987; Cielo, tu arco grande, 1989; Plegarias y penumbras, 1989; Casa de agua y sombra, 1992; El circo roto, 1996. Los libros de ensayo son: Memorias en ausencia de imagen. Memoria del cuerpo, 1979; Imágenes, voces y visiones (Ensayos sobre el habla poética), 1987; como leer poesía, 2005. Las traducciones son de: D.H. Lawrence, R.M. Rilke, E. Dickinson.

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desde el saber poetizante se sitúa en el desierto, co-noce la amenaza de quien toca el fondo, se mantiene en el impulso del deseo y allí donde más es atraído, el objeto de su conocer lo va minando (758).

En este sentido el recorrido para alcanzar ese saber deficitario no se lleva a cabo con paso expe-dito, sino cojeando, porque: “El poeta es el hombre que anda en muletas” (Ossott, 2005: 23).

Esta imagen de la invalidez del cuerpo que nece-sita de un suplemento para mantenerse en pie para expresar “lo que no se puede decir” (Ossott, 2008: 396), “lo que no sé” (420), es fundamental a la hora de pensar el lugar que ocupa el defecto, “la irregular palabra de mis palabras” (353), en el proceder poé-tico de Ossott, en esa lengua que se sabe impotente, inválida, que avanza como puede, que hace lo im-posible para mantenerse en pie y que corre el riesgo de perder el equilibrio y de quebrarse.

Su obra, al igual que la de Vestrini, está deter-minada por un principio de pérdida que se mani-fiesta como deficiencia e imposibilidad del sujeto poético de alcanzar ese otro absoluto, ese afuera intocable que lo desborda y que se muestra como enigma, como “no saber que se extiende desértico” (364) y que reta al sujeto y a su lenguaje.

Más que de una aventura, se trata de una des-ventura que pone a prueba la fuerza de la lengua

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suspendiendo las certezas de su norma, la fluidez de su sintaxis, la claridad de su dictado. Se trata de una lengua-escucha, una lengua-oído más que de una lengua-habla; una lengua que se gasta en el intento de escuchar lo inaudible, de volverse escucha misma. Concierto que arrastra consigo lo que encuentra a su paso, y a la vez intenta separar cada hebra de ese flujo indiferenciado de ruidos y voces.

De esta lengua llama la atención su desafío, su incapacidad de aceptar los límites que la contienen, su tender infinito hacia el éxtasis y la “excedencia” que abren en ella una fisura que la hace “desapren-der a hablar” (721). El poeta entonces es aquel que ha perdido el saber de la palabra, de la palabra-en-forma; aquel que se ha desprendido del lenguaje para sacarlo de la prisión y dejarlo libre de sujecio-nes, abierto a la experiencia de la expansión.

“Indigente es la vida excluida de la Noche” (71), dice Ossott, y con esta afirmación sugiere cómo la indigencia no consiste en haber perdido el habla sino más bien, en no haber experimentado su di-solución (“En la cumbre de la experiencia poética, el espacio de la desmesura incita a la disolución”). Rozar lo desconocido con la lengua significa en-tonces experimentar la ruptura de la lengua mis-ma que no puede “concentrar en una forma la

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experiencia del éxtasis” (735) y que allí donde se pierde, nombra aquello que la supera:

(...) el poema se escribe para ser borrado y solo desde allí se cumple enteramente. El poema debe alcanzar lo que aniquila. Él es medio hacia un estado. Debe vol-verse sangre, suscitación, hervor, acontecimiento (731).

De aquí que la indigencia y la pérdida consti-tuyan estados de enriquecimiento que se alcanzan escarbando entre las ruinas de la lengua. “Se es-cribe desde el Desierto” (744) y con el desierto a cuestas, porque para Ossott el poema llega de la carencia (384) y es un hilo de hierba que el poeta arranca de la sequedad de la arena.

En la poética de Ossott el exceso y el éxtasis son manifestaciones del cuerpo que se resiste a ser dominado y contenido por los códigos y las reglas:

El universo del cuerpo lacera los soportes de que se vale la conciencia, derrumba muros y avanza impu-ne contra todo lenguaje. Por la obra, el cuerpo reen-cuentra su espacio, pero por ella descubre también su cárcel, su límite (...). Restituyamos la obra al cuer-po. Entonces el cuerpo generador de la palabra crea-dora es un cuerpo zanjado, abierto, roto, en combate. Y por la palabra, la violencia de la herida se detiene y es modulada. La palabra ordena la expansión del fuego, dirige sus vías, regula el incendio de la heri-da esencial. Esa violencia y ese ímpetu mediatizados por el canto, el ritmo, la arquitectura verbal, adquie-ren el rigor de un límite. Pero cuando el límite cierra

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en un exceso de objetivación la energía del cuerpo, este siempre de nuevo rompiendo diques descolo-ca la imagen, contenido y forma; porque nada que pertenezca a la sensualidad admite la seguridad y el amparo de una forma. Y si la obra de arte regula la corriente del deseo a través de la objetivación en una imagen, la imagen a su vez habla de aquello que la sobrepasa (719-720).

El cuerpo es aquello que no se deja aprehender por la palabra y lo que reta los límites del lengua-je en su intento de expresarlo mediante la imagen poética. Es en la lengua donde el cuerpo se inscribe como exceso; es allí donde se escribe su exceso: “So-mos solo un cuerpo, una carne, unos ojos /Y esa in-finita capacidad de sentir” (498); “mi cuerpo entero es escucha” (293). Es con el cuerpo y desde el cuer-po como la poesía se enfrenta a lo incomprensible que la desafía; es a través del cuerpo, del oído-del-cuerpo, que se dispone a atender el llamado de la noche y a enfrentar la intemperie que supone expo-nerse a esa espesura excesiva de sonidos y sentidos (“La poesía es un hacer noche hacia la consecución de una claridad distinta y otra”, 862).

Se trata de un cuerpo, el que la poesía nombra (¿desnombra?), que se expande, se desorganiza, se vuelve intensidad y energía, “poderosa vitalidad”; en el que todas sus partes: corazón, boca, pier-

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nas, brazos, sangre, participan de la experiencia de la vastedad y el misterio del universo. Un cuer-po que se desdibuja, que atraviesa umbrales, que está expuesto a devenires múltiples que ponen de manifiesto sus infinitas posibilidades de mutación y transformación; cuerpo que es “la bestia, la pan-tera enjaulada, la boca; y exige alimento” (2005: 43); así como “cosmos/espacio/estrella”. Corpo-ralidad que es “un registro, una memoria” pero también enfermedad, “zonas de sangre (...) /Zonas de desmayos /Zonas de fragilidad y de silencio/ojos/(...)/rictus/dolor/adentro” (2008: 406); “llan-to contenido/rabia pura/contra lo irremediable/contra lo incomprensible” (409); “morir infinito”, “inasistencia frente a todas las cosas hace tiempo acabadas, hace tiempo lejos de toda identificación posible” (94).

En la obra de Ossott el cuerpo es el lugar de un sacrificio donde la pérdida acontece en la medi-da en que el organismo se descompone y se con-vierte en potencia de “insubordinación” capaz de poner en peligro la lógica del orden y del senti-do (“la poesía puede solo destruir, es verdad solo cuando se rebela”, Bataille, 1971: 113).

Colocarse más allá del límite significa, para el poeta, enfrentar aquello que excede los alcances

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del lenguaje y que no se puede decir sin “desapren-der” la lengua, “desnombrarse”, perder las muletas. El cuerpo es para Ossott “palpitación” que fractura el lenguaje:

Su decir es a retazos, se golpea cuando en la cumbre ya no puede articularse en un código sino en un grito, erupción vocal. Se ubica en los espasmos (...). Lengua-je de trances, suplicios. Lenguaje de los arrabales del ser, de sus suburbios, de lo desconocido e indomina-do, lenguaje transgredido, roto (Ossott, 2008: 752).

Con esta lengua inválida el poeta hace un cuer-po sonoro y vocal donde se escucha el eco de un “sonido inmenso” que lo excede y lo arrastra hacia el silencio.

Miyó Vestrini y Hanni Ossott se emparentan en lo que de su poesía es defectuoso e “inválido”. Sus poéticas despliegan el vigor de aquello que can-ta donde el lenguaje parece no ser suficiente. Sus poéticas insurrectas y dolientes desbordan la lógi-ca del sentido para nombrar el padecer como im-posibilidad sufrida en carne viva cuando es pura intensidad y afecto.

Ambas proponen una política del lenguaje fun-dada en la soberanía del defecto, en el desacuer-do e insubordinación a la norma que consiste en romper las palabras, llevarlas lejos de sí mismas y hacerlas llorar.

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BIBLIOGRAFÍA

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(1993). Todos los poemas. Caracas: Monte Ávila Editores.

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EL LEGADO INAPROPIABLE

(EL ANIMAL DE LA CASA EN YOLANDA PANTIN)

Como una casa en ruinas,son las palabras ‘a casa’.

MARINA TSVETÁIEVA

¿Qué quería decir mi familia? No lo sé.Era tartamuda de nacimiento, y aun así

tenía algo que decir. Sobre mí y sobre mis contemporáneos pesa el tartamudeo de

nacimiento. Hemos aprendido no a hablar,sino a balbucir, y únicamente prestando oído

al ruido creciente del mundo, y, una vez blanqueados por la espesura de su cresta,

hemos adquirido una lengua.

OSIP MALDESTAM

La poesía es el medio por el cual le ha sido dado al hombre legar su documento más serio.

VICENTE GERBASI

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I

En el cuadro “El secreto” (1995) se representa la escena de una confesión[1]. Dos personajes ocupan la totalidad de la tela. Se trata de una situación de intimidad donde el personaje de perfil y de mayor estatura se acerca al oído del otro para confiarle un secreto; este acto se cumple a través de dos gestos simultáneos: el de hablar al oído del escucha sotto voce; y el de ponerse la mano cerca de la boca para resguardar el secreto de cualquier posible desvío

[1] Marco Saraceni (1969). Óleo sobre cartón.

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en su trayectoria hacia el oído receptor con el fin de que nadie pueda leer los labios y proteger, de este modo, ese gesto secreto. Esa mano, la mano que entrega la palabra secreta, pareciera asegurar el trayecto de aquella y disminuir así el peligro de su posible resonancia fuera de la línea que une al emisor del receptor. Por su parte, el que escucha, el que pone el oído cerca de la palabra secreta, tiene las manos apoyadas sobre el abdomen insinuan-do un minúsculo abrazo que pareciera inscribir la palabra confesada en su cuerpo con el fin de guar-darla y custodiarla para el porvenir.

El momento de la revelación de un secreto es un tiempo de cercanía y vecindad entre quien habla y quien escucha: ese dar y recibir produce una com-plicidad, un vínculo, entre las dos personas, “un círculo de cercanía” basado en el hecho de ser am-bas, tanto depositarias de la palabra secreta como responsables de su preservación y/o traición.

Esta primera consideración pone de manifiesto el carácter contradictorio del secreto, en el sentido de que es lo que no se puede decir y a la vez lo que es necesario confiarle a otro para que sea preser-vado. Se trata entonces de una instancia de reve-lación y ocultamiento; de confesión y confidencia que establece un pacto entre los implicados basado

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en la promesa de no faltar a la palabra dada, a la palabra que se le “da” al otro al confiarle un secreto para que no la revele ni la profane.

De aquí que “la percepción del secreto solo pue-de ser a su vez secreta” porque es “una percepción que a su vez quisiera ser imperceptible” (Deleuze y Guattari, 1994: 287).

Otro aspecto que llama la atención de la esce-na del cuadro son los rostros de los personajes: el de quien confía el secreto sugiere una suerte de satisfacción por ser dueño de un saber exclusivo y por tener el poder de revelarlo y compartirlo; el de quien lo recibe está entre el asombro y la de-cepción: sus ojos miran fijamente un punto en el espacio, como si el tiempo de la revelación hubie-se detenido su “propio” tiempo inmovilizando su mirada que, a partir de ese momento, empieza a mirar de otro modo.

La confesión implica entonces para el escucha, la interrupción de algo que el secreto quiebra al confrontarlo con una sombra perturbadora que exige, de su parte, asumir un significado otro de las cosas que suspende su sistema de comprensión del mundo y le señala la existencia de otra forma de entendimiento.

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II

Recurro a esta escena visual de confesión para abordar tres libros de la poeta venezolana Yolanda Pantin (1954) que pueden ser leídos como escritu-ras de un secreto y como lugares donde ese secreto se preserva y se guarda. Más específicamente quie-ro pensar en la poesía como lengua secreta que, al hablar de “otra cosa”, también señala la presencia de algo ajeno y amenazante dentro de la casa y en el pasado familiar. En ese sentido, la poesía mues-tra y encubre algo de la casa que no se puede decir sino de modo secreto y que, de este modo, propone su historia como confesión que señala lo que no se puede nombrar.

Lo que me interesa proponer en este trabajo es cómo se trama la escritura de la sangre y cómo se organizan los secretos de familia, esas zonas clandestinas que interrumpen el árbol genealógi-co y revelan otros modos de articular la memoria familiar. También quiero pensar en cómo la poe-sía se hace cargo de la zona menos habitable del pasado, espacio resistente a ser aprehendido por la palabra que, allí donde se clausura y se vuelve intraducible, señala la necesidad de ser confron-tado y leído de forma aproximada y tentativa. De

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aquí que la pregunta sobre la memoria de la casa sea también la pregunta por el lenguaje que nom-bra esa zona secreta y oscura enquistada en los tejidos familiares.

Michel Foucault, en el libro Nietzsche, la genea-logía, la historia (2000), llama la atención sobre las tramas ocultas, “los síncopes”, los “bajos fondos” que “zanjan” el orden genealógico y subvierten su aparente continuidad. Al referirse a la figura del ge-nealogista, lo describe como aquel que “trabaja con pergaminos embrollados, borrosos, varias veces re-escritos” (11) en los que descubre cómo, “detrás de las cosas hay ‘otra cosa bien distinta’: no su secreto esencial y sin fecha, sino el secreto de que no tiene esencia, o de que su esencia fue construida pieza a pieza a partir de figuras extrañas a ellas” (18). Es decir, que la genealogía, más que representar una continuidad arborescente, fundada en un origen “solemne” y en una verdad monumental; más que un relato diáfano y legible, se refiere a las “invasio-nes, luchas, rapiñas, disfraces, astucias” que ame-nazan el cuerpo familiar; los errores, desviaciones, secretos que merman el tejido genealógico y revelan su devenir antigenealógico.

Desde una perspectiva similar, Deleuze y Guattari proponen la idea de estirpe como una instancia

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inestable, sujeta a devenires que desterritorializan su progresión y continuidad: “Más que de nuestras enfermedades hereditarias o que tienen su pro-pia descendencia” dicen, “evolucionamos y mori-mos de nuestras gripes polifórmicas y rizomáticas” (1994: 16). Lo que implica pensar la evolución ge-nealógica no como una “sumatoria” de elementos sucesivos que repiten un molde heredado, sino más bien, como un proceso impredecible e inconcluso, abierto a cualquier tipo de accidente, a un devenir errático y transversal que produce alianzas capa-ces de subvertir el orden patriarcal y “disociar” la seguridad de la procedencia.

Estas consideraciones sobre la dimensión anti-genealógica del cuerpo familiar ponen al descu-bierto cómo la descendencia es producto de una tensión permanente entre continuidad e interrup-ción, repetición y variación, conservación y pérdi-da, linealidad y quiebre, salud y enfermedad, vida y muerte, evidencia y secreto. Y también, en qué medida, el destino de una estirpe se juega en el entre-lugar donde esas oposiciones se desdibujan, se desintegran, se reconfiguran y donde el cuer-po familiar pone al descubierto su necesidad de sobrepasar los límites previstos por el orden fami-liar y disponerse a otras alianzas que arrastran su

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fábula hacia un afuera que la conjuga con otros flujos, con juegos del azar y accidentes que pueden torcer el rumbo de su historia.

A continuación me propongo realizar un acer-camiento a los libros, Casa o lobo (1990), La épica del padre (2002) y País (2007) de Yolanda Pantin como si fueran tres piezas de un mismo relato so-bre el pasado familiar. Más específicamente, lo que me interesa es leer ese relato como una “memoria corta” o “antimemoria” según la concepción deleu-ziana de estos términos. Es decir, como una me-moria que se enuncia como interrupción y quiebre más que como integración y conservación; una memoria que usa el tejido aglutinador y fragmen-tario del recuerdo para intervenirlo, abriendo en él “micro devenires” que desestabilizan la historia familiar y producen modificaciones, desvíos, cam-bios en su sistema de referencia al arrastrarlo hacia “un destino desconocido, imprevisible no preexis-tente” (Deleuze, 1997: 141-142)[2].

[2] Deleuze y Guattari, en Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia proponen una diferencia entre memoria larga y memoria breve para designar dos organizaciones distintas del recuerdo: “Los neurólogos, los psicofisiólogos distinguen una memoria larga y una memoria corta. Ahora bien, la diferencia entre ellas no solo es cualitativa: la memoria corta es del tipo rizoma, diagrama, mientras que la larga es arborescente, centralizada. La memoria corta no está en modo alguno sometida a una ley de contigüidad

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La memoria familiar tiene, en la obra de Pan-tin, un devenir minoritario producto no solo de la presencia de acontecimientos y hechos que su-cumben al orden de la sangre, sino también y so-bre todo, de la lengua que nombra esas torceduras de la estirpe.

La lengua poética, al igual que la antimemoria y en complicidad con ella, desestabiliza la lengua mayor, comprometiendo el orden que la recorre y que la arrastra fuera de sus límites hacia significa-

ni de inmediatez a su objeto, puede ser a distancia, manifestarse y volverse a manifestar tiempo después, pero siempre en condiciones de discontinuidad, de ruptura, de multiplicidad (...). La memoria corta incluye el olvido como proceso; no se confunde con el instante, sino con rizoma colectivo, temporal, nervioso. La memoria larga (familia, raza, sociedad o civilización) ‘calca y traduce’; está interesada en reproducir las líneas maestras de la genealogía, su continuidad y ‘coherencia’” (1994: 21). Estos autores también establecen una diferencia entre memoria y antimemoria. La memoria es aquella que se integra a un sistema mayoritario y que produce significación a partir de la conjunción o unión de puntos contiguos; la antimemoria, por el contrario, se funda en líneas de fuga que desterritorializan el recuerdo haciéndole tener distintos devenires, a partir de la idea de devenir como una línea que siempre está en el medio, entre-dos, “frontera o línea de fuga”: “Si el devenir es bloque (bloque-línea) es porque constituye una zona de entorno y de indiscernibilidad, un no man’s land, una relación no localizable que arrastra a los dos puntos distantes o contiguos, que lleva uno al entorno del otro (...). La línea o el bloque, no une a la avispa con la orquídea, ni tampoco las conjuga o las mezcla: pasa entre las dos arrastrándolas a un entorno común en el que los puntos dejan de ser discernibles” (293).

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dos, flotantes, excesivos, intraducibles, que mues-tran “una aplicación no utilitaria del lenguaje, una especie de ‘modo’ de lenguaje en el que este res-ponde a sus propios poderes constructivos-creati-vos (...)”, y en el que se enfatiza “la capacidad de ‘despilfarro’ inherente al lenguaje, es decir, la po-sibilidad de ‘producir’ combinaciones verbales sin valor de ‘uso’ o ‘cambio’ alguno” (Isava, 1999: 67).

A lo que quiero apuntar es a la idea de lenguaje poético como “lenguaje extra-vagante” basado en otra economía del sentido que se sirve de la lengua mayor para alterarla y empujarla fuera de los linde-ros de la comprensión y de la comunicación; para sustraerla del sistema dominante, suspenderla y hacerla significar de otro modo (56).

La antimemoria como lenguaje menor que zanja la continuidad y progresión del árbol familiar, tie-ne una potencia no solo poética sino política en el sentido de que, al comprometer la ley del lenguaje, compromete también el orden del sentido que en ella subyace, el sentido dominante que la gobierna.

De este modo, la pregunta por el pasado fami-liar no es solo la pregunta por los contenidos que lo constituyen: hechos, acontecimientos, figuras, sino también por la lengua que nombra esas zonas secretas que escapan del organismo familiar sin

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por eso dejar de pertenecer a la potencia signifi-cante de su corporalidad impredecible.

Cabe destacar que en la poesía venezolana con-temporánea hay una tradición que ha hecho de la memoria familiar y de la casa un campo de indaga-ción importante. Poetas como Enriqueta Arvelo La-rriva (1886-1962), Antonia Palacios (1904-2001), Vicente Gerbasi (1913-1992), Luz Machado (1916-1991), Elizabeth Schön (1921-2007), Hanni Ossott (1946-2002), Luis Alberto Crespo (1941), Pepe Be-rroeta (1942-2006), Márgara Russotto (1948), Igor Barreto (1952), Yolanda Pantin (1954), Rafael Cas-tillo Zapata (1957), Verónica Jaffé (1957), Teresa Casique (1963)[3], son solo algunos de los integran-tes de esta tradición poética que vuelve al origen, a las figuras tutelares, a los paisajes de la infancia, al pasado nacional, a la memoria colectiva para ver-los “por segunda vez” y releer sus archivos más ocultos[4].

[3] Entre los poetas más recientes que se insertan en esta línea intimista-familiar están: Arturo Gutiérrez, Beverly Pérez Rego, Blanca Elena Pantin, Gabriela Kizer, Mariela Casal, Pausides González, Jacqueline Goldberg, Carmen Verde, Érika Reginato, entre otros.[4] Cesare Pavese en un ensayo titulado: “Del mito, del símbolo e d’altro” de su libro Saggi letterari (1994) observa: “Las cosas se descubren, se bautizan, solo a través de los recuerdos que se tienen de ellas. Dado que, rigurosamente, no existe ‘ver las cosas por primera vez’: la que cuenta es siempre la segunda” (274, la traducción es

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Yolanda Pantin es una de las voces más relevan-tes de la poesía venezolana actual, fundadora del grupo Tráfico (1981) y autora de Casa o lobo (1981), Correo del corazón (1985), La canción fría (1989), El cielo de París (1989), Poemas del escritor (1989), Los bajos sentimientos (1993), La quietud (1998), El hueso pélvico (2003), La épica del padre (2002), País (2007).

Su apuesta poética se define por una visión crítica y cuestionadora del lenguaje y de su capacidad de restituir o nombrar la experiencia. El fracaso del ges-to literario no significa en Pantin renuncia o lamento sino más bien actitud crítica ante los límites del len-guaje, reflexión sobre ese “imposible del lenguaje”, ese hueco con el que el poeta se confronta cuando in-tenta escribir y significar la imposibilidad misma de decir; cuando busca arrancar a las palabras un soni-do capaz de sugerir la dificultad misma de nombrar.

Casa o lobo traza el recorrido por la memoria fami-liar de un sujeto poético desde un presente luctuo-so y oscuro; como una forma de regresar al pasado desde la distancia de quien reconoce la presencia de una sombra siniestra en su propia sangre y la necesidad de hacer cuentas con los estragos, injus-ticias, ruinas que la historia familiar y nacional han

mía), con lo que propone la idea de la repetición como “creación ex novo”, es decir, de la memoria como un acto creativo.

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producido. Este libro junto a La épica del padre y País pueden ser leídos como reescrituras del mis-mo relato que, abordadas como conjunto, arman la autobiografía de un sujeto que, al trazar una sem-blanza fragmentaria de su infancia, muestra la ten-sión existente entre el tiempo del juego, la risa, la imaginación, los abuelos, los caballos, los “cuader-nos dibujados”, y un “nuevo tiempo” que quiebra el anterior y pone al descubierto el rostro siniestro de la casa, producto de “la iniquidad, el destrozo”, la pérdida, el luto. Una autobiografía que además de escribir su propio deshacerse, escribe el desmoro-narse de una genealogía y de un país que destituye al sujeto de su pertenencia dejándolo balbuciente y con la lengua quebrada.

III

¿Qué fue lo herido en esas circunstancias en la boca de la yegua?

YOLANDA PANTIN

Casa o lobo[5] es el primer poemario de Yolanda Pan-tin, suerte de libro-raíz que inaugura un proyecto literario vigente todavía en la actualidad –pensemos

[5] Las referencias a Casa o lobo y a La épica del padre están tomadas de la Obra reunida 1981-2002 (2004).

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en País, su libro más reciente–, sobre la memoria familiar y la infancia. Paradójicamente, también es un libro-raicilla porque, a través de fragmentos en prosa poética, pone en escena las líneas de fuga y los devenires imprevistos de la historia que van mermando el tejido familiar, abriendo en él zonas de enfermedad y luto. Se trata de un libro que fun-da un lugar para señalar su falta, la fisura que lo atraviesa, el daño irreparable por-venir; como si la única posibilidad de la poesía fuera poner al des-cubierto el quiebre del origen, de su origen y asu-mir la necesidad de confrontarse con ese paisaje en ruinas.

Llama la atención el título del libro porque plan-tea una alternativa entre dos términos que no guardan ninguna relación aparente entre sí, sino que aluden a universos de sentido diferentes y desconectados. A la casa como lugar de abrigo, de seguridad, de protección, se le opone el lobo, animal salvaje y feroz, famélico, cruel, que vive a la intemperie, en el bosque, y cuya lengua es un aullido[6]. A la casa como refugio que protege del

[6] Son muchas las obras de literatura infantil donde aparece el lobo feroz: Caperucita Roja, El lobo y los siete cabritos, Los tres cochinitos, El niño y el lobo, solo para mencionar algunas, aunque Pantin se aleja de las connotaciones que este animal tiene en las obras referidas y propone otra manera de pensar el lobo.

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“afuera” amenazante, se le opone lo animal, lo des-conocido, lo violento, lo oscuro. Pero esta aparen-te imposibilidad de conciliar términos, sugiere la idea de un entre-lugar cifrado en la o que separa las dos palabras y que contrapone la casa al lobo, la morada a la intemperie, la seguridad al peligro. Lo que supone un devenir minoritario de la casa que la libera de su sujeción a las convenciones que la gobiernan y vulnera su función de instancia or-ganizadora del orden familiar[7]. La casa deviene lobo porque hay algo en ella inasimilable, que se escapa de la lógica de la estirpe y que busca como fugarse, como abrirse paso en medio de los ritua-les de la disciplina familiar. Algo que arrastra el cuerpo familiar hacia el orden animal para hacer-los coexistir en “dos movimientos asimétricos que

[7] Uso el concepto de “devenir” según la acepción de Gilles Deleuze y Félix Guattari. En Crítica y clínica Deleuze dice: “La literatura se decanta más bien hacia lo informe, o lo inacabado (...). Escribir es un asunto de devenir, siempre inacabado, siempre en curso, y que desborda cualquier materia vivible o vivida. Es un proceso (...). Devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, mímesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de una mujer, de un animal o de una molécula: no imprecisos ni generales sino imprevistos (...). La lengua ha de esforzarse en alcanzar caminos indirectos femeninos, animales, moleculares, y todo camino indirecto es un devenir mortal. No hay líneas rectas, ni en las cosas ni en el lenguaje” (1996: 12-13).

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forman un bloque, una línea de fuga (...) hacia un entorno común en el que los puntos dejan de ser discernibles”, y donde la casa y el lobo, lo familiar y lo extraño entran en una relación de cercanía y de interdependencia subvirtiéndose mutuamente (Deleuze, Guattari, 1994: 293)[8].

En este libro la memoria de la infancia se mue-ve entre “la gracia” y “el abismo”, “la raíz” y “el infierno”, “el juego” y “el mal”, la “casa” y “el lobo”: un entre-lugar donde lo familiar y lo siniestro[9], lo seguro y lo aterrador, forman parte de la misma

[8] Para Deleuze y Guattari el contagio “no tiene nada que ver con la filiación por herencia, incluso si los temas se mezclan y tienen necesidad el uno del otro. (...). La diferencia es que el contagio, la epidemia, pone en juego términos completamente heterogéneos (...). Combinaciones que no son ni genéticas ni estructurales, inter-reinos, participaciones contra-natura, así es como procede la Naturaleza, contra sí misma (...). Esas multiplicidades de términos heterogéneos y de cofuncionamiento por contagio, entran en ciertos agenciamientos, y ahí es donde el hombre realiza sus devenires-animales” (1994: 248).

[9] Uso aquí el término “siniestro” en el sentido que le da Freud, es decir, como lo más “propio, familiar, dócil, íntimo, confidencial, lo que recuerda el hogar” (1992: 2.485) pero que genera una sensación de inquietud, miedo y terror. Freud destaca que la palabra heimlich en alemán significa lo oculto pero que esta palabra “no posee un sentido único sino que pertenece a dos grupos de representaciones, que sin ser precisamente antagónicas, están, sin embargo, bastante alejadas entre sí: se trata de lo que es familiar, confortable por un lado; y de lo oculto, disimulado, por el otro… Unheimlich sería todo lo que debía haber quedado oculto, secreto, pero que se ha manifestado” (2.487).

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casa (familia/país) como tensión entre pertenencia y pérdida, cobijo e intemperie, orden y caos.

Las dedicatorias del poemario: “a mis hijos Efraín y Jimena y a la memoria de la Hacienda San Pa-blo”, se refieren a dos instancias de pertenencia del yo poético: por un lado, los hijos, que aseguran la continuidad de la sangre, por otro, una pose-sión perdida como lugar extraviado que la poesía convoca desde un presente donde solo quedan restos del pasado rememorado. La ausencia de la hacienda y la necesidad de hacerse cargo de lo que queda de ella, desencadenan el poema que vuelve “atrás”, “lejos”, a la infancia, no con la confianza de restituir su relato, sino más bien, para mostrar la sintaxis desmantelada de su fábula, la imposibili-dad de un retorno al principio que no implique el hallazgo de lo que entonces no pudo ser compren-dido: un secreto que hay que confrontar e intentar esclarecer.

Se trata de una escritura que regresa al lugar de origen, a la infancia transcurrida en la hacien-da San Pablo, en la Casa Grande y Pequeña, en el jardín, el establo, los hornos donde se secaba el tabaco, la hacienda Paya, para evocar, mediante prosas poéticas herméticas, fragmentarias, poco referenciales, escenas de una comunidad fundada

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en la sangre, en el trabajo de la tierra, en la cría de caballos de carrera, en los rituales domésticos, en el respeto a los “mayores”, en los juegos de los niños. Más que un lugar concreto, lo que la poe-sía evoca es una “alta condición de antaño”, una identidad heredada, la pertenencia a una clase que perdió su lugar y sus condiciones de existencia; un sitio propio que permanece solo en la palabra que lo nombra y lo restituye como “aquello que me fue desprendido”. “Volver mientras tachamos” (Pantin, 2004: 11) dice el yo poético como si el regreso al pasado implicara su tachadura, pasarle encima una línea, una cruz, lo que supondría, al mismo tiempo, su cancelación y conservación. No se puede volver atrás sin trastrocar el lugar al que se vuelve, sin inscribir en el cuerpo del lugar el tes-timonio de la imposibilidad misma de regresar. En este sentido, regresar a la infancia significa recono-cerla como negación y pérdida, verla bajo tachadura y como tachadura que borra aquello que le subyace mostrándolo y a la vez ocultándolo. Pero esa tacha-dura no niega “lo poseído”. Más bien, “lo completa, si se quiere, lo afirma, no es, en el fondo, sino una segunda adquisición esta vez toda interior y mu-cho más intensa” (Rilke en Agamben, 2001: 21). Es decir, regresar es adquirir la experiencia de lo

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perdido, mirar a los ojos aquello que ya no es como lugar donde se muestra un sentido nuevo del pasa-do fundado, justamente, en lo que de él sobrevive como resto.

La pertenencia a una estirpe no consiste en-tonces en la preservación de un tiempo y un es-pacio tal como fueron en el pasado sino, por el contrario, en el hacerse cargo de esa tachadura que lo atraviesa, de ese borrón que enrarece su relato volviéndolo ilegible o intraducible. “Lo cier-to, más oscuro” (Íd.) dice el hablante poético, para quien el origen no es un punto de fijación y reco-nocimiento, una certeza que asegura un princi-pio, sino un lugar que se enuncia como un secreto, como una oscuridad que induce a desconfiar de la procedencia. Aquí la poesía sirve para “Mirar lo más adentro”, un “adentro” que es “fondo”, “pro-fundidad”, cavidad que se abre en la casa y en el cuerpo del sujeto poético que, al rememorar la casa, se enfrenta con ese animal oscuro que ha-bita entre sus muros: “Oscura certeza de mirarme en el fondo” (13).

Casa o lobo es un libro que recorre la casa por dentro y muestra la existencia en su interior de una vida clandestina y secreta que se insinúa en los rituales compartidos por los miembros de la fa-

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milia, en los espacios de la biblioteca, el comedor, la cocina, los cuartos, los objetos (“Se murmura” 18; “Siempre, siempre, había en los pasillos, en los corredores, (...) había en el zaguán un miedo acon-gojado” 12). Hay “otro lado” de la casa “donde una figura crece y se multiplica” (13), donde se abre paso “un rastro a ras de suelo” (14) que la poesía intenta seguir, un secreto que se escucha detrás de las puertas; una caverna habitada por murciélagos, un lugar donde “se mete el monte” desvalijando la intimidad familiar; un fantasma que llena la casa de presencias inquietantes:

En esta casa se amontonan los fantasmas. Uno les cuenta los cabellos y les adivina, sin cristales, los pasos, de tanto fantasma que hay por la casa (...). Irrumpen en los muros las cavernas y se espantan. Uno destila de abrir huecos y piensa, estático, be-nigno, a esa cueva le pesan los estribos, los bronces, las cosas aquellas puntiagudas de tanto escondida, de tanto embrujada, de tanto aparecer y desaparecer como si cualquier cosa todos los días (12).

La casa deja de ser un espacio que funda una pertenencia; un centro que asegura un arraigo, punto de partida y de anclaje para el sujeto que la habita, y se convierte en un territorio accidenta-do, poblado de cuevas, de espectros, de presencias ocultas que lo arrojan a la intemperie confrontán-dolo con el lado siniestro de su origen.

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Así como habitar la casa significa asumir la pertenencia como malestar y el malestar como un modo de habitar, del mismo modo, escribir la casa significa inscribir su fisura en el cuerpo, hacer del cuerpo el espacio donde el quiebre tiene lugar: “Una sola marca desde el vientre hasta lo hondo (...) una larga cavidad, el sitio y este alguien por mi rotura sostenido sosteniéndome” (16). En este sentido la casa se convierte en “un lugar que se prueba” (17), un lugar del que se da prueba con el cuerpo y que se prueba con el cuerpo: “Uno siente por dentro golpes de pico y pala. Los labios para nombrar la casa se quiebran como botijas en algún sitio que nadie sabe” (12).

Un lugar que hace gemir la lengua que lo nom-bra porque decir casa es enfrentar “lo que hay de imposible en el lenguaje”, aquello que desborda sus límites y que se enuncia solo mediante “gol-pes de pico y pala”. La poesía entonces no solo testimonia sobre la memoria de la casa sino tam-bién del sufrimiento de la lengua que la nombra: una lengua quebrada que se hace en la medida en que busca cómo decir aquello que la supera: “no alcanzo más que a golpear” dice el yo poético. “En este sitio. La palabra a golpes desprendida. Volcada de revés. La calma es un minuto” (14).

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Una lengua que se fuga de la lengua mayor y que enuncia su misma dificultad de decir a través de un dictado cuyo enrarecimiento y oscuridad pone en escena un estado intensivo del lenguaje que lo hace temblar, balbucear, “probar”. Una sintaxis otra de la lengua que, más que la comprensión, busca decir un estado afectivo del lenguaje como si los únicos personajes del relato del pasado fue-ran las mismas palabras que dan testimonio de la memoria de otro tiempo desde su agotamiento e impotencia.

IV

Al final algo fue herido pero de eso no tengo ningún recuerdo.

YOLANDA PANTIN

La preocupación por la memoria y la genealogía familiar reaparece en dos secciones de La épica del padre tituladas “Los hornos” y “Las Joyas de Tur-mero” que pueden ser leídas como reescrituras de Casa o lobo. Aquí Pantin, a través de fragmentos en prosa poética y poemas, regresa a la casa de la in-fancia veinte años después de haberla escrito, para evocar lugares, escenas, personajes ya presentes en su primer poemario, pero que ahora alcanzan una

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mayor concreción porque el lenguaje que los nom-bra se hace más referencial y narrativo sin por eso perder su potencia menor.

Si consideramos que la reescritura implica es-cribir encima de otra escritura; es decir, tachar aquella que subyace y a la vez repetirla en el senti-do que Derrida le da al término differance, como re-petición y diferimiento, estas secciones de La épica del padre pueden ser analizadas como un modo de volver al pasado para salvarlo de su desaparición, a la vez que para revelar lo que de él todavía está por-decir y por-venir. En este sentido, la reescritu-ra en la obra de Pantin es un modo de actualizar la memoria desde un presente que demanda traer de vuelta las imágenes de la infancia para releerlas desde una posteridad que las restituye como frag-mentos de una lengua afectada por la intensidad de las experiencias allí inscritas.

La memoria como reescritura muestra entonces su carácter inacabado, su “actualidad inactual” en la medida en que es una trama que surge del pro-pio ejercicio de rememoración que se hace desde el presente, y que se hace desde y con el lengua-je: “Son las imágenes traídas” (Pantin, 2004: 273) aquello que el lenguaje nombra al trasladar el pa-sado al poema, al hacer de la poesía el lugar donde

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la memoria decanta su legado, donde el pasado se hace el lenguaje que lo nombra.

“Veo la casa, el árbol de fronda enorme, el coto-perix que nunca vio sus frutos” (Íd.), dice el yo poético, quien arma un tapiz de imágenes disloca-das donde, más que los contenidos del pasado, lo que importa es mostrar la imposibilidad de recom-poner un relato lineal y coherente de la infancia y cómo el pasado puede nombrarse solo mediante una lengua turbada que, para nombrar lo perdido, lleva el lenguaje a sus límites, desequilibrando su sintaxis y su gramática.

A este propósito dice Deleuze:

Lyotard llama precisamente ‘infancia’ a ese movi-miento que arrastra la lengua y traza un límite siem-pre diferido del lenguaje: ‘Infantia, lo que no se habla. Una infancia que no es una época de la vida y que no pasa. Está siempre presente en el discurso... Lo que no se deja escribir en la escritura (...)’ (1997: 159).

Para Pantin volver a la infancia significa enfren-tarse con “lo que no se deja escribir de la escritu-ra”, es decir, con aquello que, en su resistencia a ser nombrado se muestra y se revela como falta: falta de aquello que dejó de estar pero también fal-ta del ser que es siempre falta de lenguaje, de lo que no se puede decir: “Nadie que no haya pasado

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por esto puede entender la furia que da la impo-tencia, el deseo de dar la carne inútil a los perros” (Pantin, 2004: 282).

De aquí que la poesía pueda ser pensada como una lengua doliente que inscribe en su cuerpo aquello por lo que se duele y que adquiere su ma-yor potencia significante justo allí donde señala el vacío que la atraviesa como estado afectado y afec-tivo, es decir, como estado de desequilibrio y de modulación incesante.

“Los hornos” son una sucesión de fragmentos en prosa donde el yo poético rememora algunas escenas de la casa de la infancia:

Así era aquello: un valle cercado por su fabulosa co-ronación. Una herradura recogida como un cuerpo amado que largamente se contempla y se desea. En-tera posesión del amor visto, el entorno con su casa y sus sembradíos, siendo la belleza cuerpos arqueados, crines lustrosas, belfos. Un algo que no se interrogaba, como la respiración. La casa, los caballos, el aire, el aire mismo. El paisaje ensimismado jamás puesto en duda por ninguno de los niños (276-277).

La casa representa un espacio cerrado, suerte de “herradura” que salvaguarda y protege el cuerpo familiar, la estirpe, el apellido, “el tonto orgullo de clase”; espacio del que no se duda porque asegura el afecto y lo salvaguarda.

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Son numerosas las imágenes que muestran cómo la familia se sostiene en la repetición de rituales domésticos: los “deberes” en la mesa, la lectura en la biblioteca, las “lecciones de piano” con la señora Herrera; de los oficios llevados a cabo en la hacien-da: el trabajo de las mujeres en los hornos donde se secaba el tabaco, la faena de los peones en los establos de los caballos y las yeguas; del juego de los niños con los potrillos; del nacimiento de nue-vos miembros del árbol genealógico. También los objetos de la casa: el violín, la copa, la araña de cristal, las sillas victorianas, la campana, los “óleos del artista chileno con delicados ramos de rosas y de flores silvestres”, “el mantón de Manila sobre el piano” (274-275), la silla para montar, así como los espacios en los que la vida familiar trascurre, la Casa Grande y la Casa Pequeña, el Haras, el po-trero se convierten en lugares de memoria donde la genealogía inscribe su huella buscando la con-tinuidad del linaje y el testimonio material de su propia historia.

“Las Joyas de Turmero” está conformado por once poemas –en verso y en prosa– que arman una suerte de álbum familiar de personas y esce-nas importantes de la vida del yo poético. La bis-abuela pintora; el abuelo, miembro de la Sociedad

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de Ciencias Naturales; el padre y su interés por la botánica y por la genética[10]; el hermano que es-cribía poemas, llamado “el pensador”; el hermano Bebo, Constanza la mujer que ayudaba en la casa; el parentesco entre el padre y la madre, primos entre sí; el mismo yo poético que rememora un gato, un almuerzo, una enfermedad, constituyen, cada una con su historia, una breve metonimia de la historia familiar y de la herida que la recorre.

Cabe destacar que, si bien ambas secciones de La épica del padre, muestran una intimidad domés-tica fundada en “deberes” y ritos, este “cerco” sos-tenido en “un lenguaje cifrado”, en la pertenencia a una clase, al igual que en Casa o lobo, es vulnerable a la amenaza de algo extraño que pone en peligro su permanencia y su estabilidad. La casa está ex-puesta a la amenaza de su caída. El “orden exigido” se vuelve “orden escindido”. Algo interrumpe la ar-borescencia de la genealogía. El animal no es ajeno

[10] En varios momentos de los tres poemarios aparece la referencia al padre y a su pasión por las orquídeas y los caballos. En el poema “Lelio Catleya Jimena” se lee: “Más adelante desarrollaré / el relato / de su búsqueda obsesiva / sin llegar a serlo/en la cocina / entre frascos de vidrio / y sus muchos hijos / de la ‘flor perfecta’. / Su elección en la vida / un híbrido que él haya creado / sobre años de paciencia / y el hecho de que piense / al encontrarlo / darle el nombre / de su nieta / Jimena. / Azar / oficio / haber en los caballos / cuando joven / probado el vicio / de ser dios sin serlo ” (2004: 288).

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a la familia sino que husmea entre sus paredes in-sinuando el saber de lo otro, de lo prohibido y del mal que perturba el hechizo y el encantamiento de la casa de la infancia.

Hay una escena en que los niños se atreven a espiar lo prohibido, a confrontarse con lo descono-cido, a descubrir la sexualidad a través de la cópu-la entre un campesino y una yegua, que les revela “lo extraño” que se hunde “en el corazón de las criaturas” y se desliza “en la suave extensión de los potreros, en el callejón que comunicaba a la Casa Pequeña con la Casa Grande” (277):

En las manchas parduzcas que había en las tablas del estribo de la carreta, vieron la prueba. Iban los niños en la carreta, sentados con los pies en el aire, a paso de mula, hasta el fondo de la hacienda con el buen hombre que cortaba el pasto para los animales. Iban en silencio, tocando con un dedo la sangre seca. A nadie dijeron lo que habían visto entre las junturas de la madera. Un crimen sin nombre, sin persona, un crimen solo....La razón de extravío, pensaban los niños, fue haber descubierto el infierno en el cielo, el lugar donde el sol en la tarde se esconde y arde en llamas de un rojo encendido (Íd.)

Como señalé al principio cuando me referí al cuadro del secreto, “descubrir el infierno en el cie-lo” implica, en este caso, la revelación de algo que

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modifica para siempre la mirada de los niños. No hay vuelta atrás después de haber espiado un “cri-men”, después de haber visto hasta dónde puede llegar el deseo y cuán cerca están el hombre y el animal cuando establecen alianzas contranatura que desdibujan los límites de las especies y de los rei-nos. En este sentido, la escena no solo perturba los ojos ingenuos de los infantes, sino también la sangre “pura” de la estirpe que, ante esta vecindad impre-vista, se siente sacudida por el miedo “al intruso”, a la contaminación de otra filia, a la agresión del “hombre malo” que intenta violar las puertas de la casa y “hace llorar a la madre” (278) cuyo grito arro-ja a los niños en la orilla de la incomprensión:

Lo que haga llorar a la madre debe ser aborrecido (...) El día trajo al padre y las aldabas de hierro. En las venas de la sien que latía, mientras golpeaba el hierro sobre el concreto en las siete puertas de la Casa Pequeña, escucharon los niños la rabia muda del padre, desconocida. El relato de los hechos que no comprendían, hablaba en la vena de la sien que nun-ca habían visto hasta ahora, que nunca habían visto, jamás, latir tan viva. No fue el grito de la madre lo que llenó de miedo a los niños sino la muda rabia del padre latiendo. Cerraron luego las puertas al mal que existía (279).

Ahora bien, si por un lado, el contacto y el contagio con otros órdenes ajenos al de la estirpe resultan peligrosos y amenazantes para la propia

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preservación de la genealogía; por el otro, hay una valoración positiva de los mismos que reconoce en la desterritorialización que supone todo devenir, una potencia significante que produce posibilida-des y derivas inéditas justo allí donde se quiebra o traiciona la esfera de pertenencia genética y donde se pone al descubierto que “detrás de las cosas hay ‘otra cosa bien distinta’ (...)” y que “su esencia fue construida pieza a pieza a partir de figuras extra-ñas a ellas” (Foucault, 2000: 18).

A este respecto resulta significativa la figura del padre porque muestra un interés por “probar” lo desconocido y cruza especies de orquídeas con el fin de buscar “la flor perfecta”, o que dedica su vida a la cría de caballos de carrera con el obje-tivo de lograr una raza más veloz. Arriesgarse a experimentar, construir, mapear más que calcar, reproducir, repetir especies y linajes es un gesto de apertura hacia el contacto con la diversidad, con órdenes de naturaleza distinta que arrastran la fa-milia de su centro hacia un entre-lugar donde se produce el intercambio, la ruptura.

En cualquiera de los dos casos, lo que las esce-nas mencionadas ponen de manifiesto es cómo la pertenencia es también el reconocimiento de una línea de fuga que saca a la familia de la herradura

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que la abraza, y la expone a la fuerza impredecible de un devenir incontrolable que interrumpe la li-nealidad de la descendencia para reconfigurar su sintaxis y su gramática.

“No era una casa. Era una atmósfera asfixiada” (Pantin, 2004: 275), dice el yo poético, un espacio “débil de nosotros” (Íd.), donde el cuerpo mismo de sus integrantes sucumbe, queda desprotegido, descubre su vulnerabilidad ante los hechos luctuo-sos que lo atañen, ante el destino adverso que pro-duce accidentes, muertes, quiebras, exilios: “Uno cree saber las cosas hasta que las roza con las vís-ceras con el cuerpo donde duelen” (282).

El cuerpo se convierte entonces en lugar don-de la experiencia inscribe su sentencia, en cuerpo vulnerado en su materialiadad y puesto a prueba por el dolor que deja allí depositado el saber que el duelo otorga cuando golpea la carne de los afectos y solo queda “la furia que da la impotencia” (Íd.).

El niño-testigo que dice yo en el poema, si por un lado habita la casa sin poner en duda ese paisaje que lo contiene, por el otro, sospecha de su seguridad y a lo largo de los textos despliega una nueva mirada perturbada y a la vez cuestionadora de los princi-pios que la sustentan. Ese niño también reconoce una alteridad entre sus mismos pares. La presencia

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de un niño otro, diferente “el apagado, el huraño de los niños (...), el sordo, el ciego, el insensible” (22); figura frágil, minusválida, rama torcida del árbol genealógico, excluida por los demás que posee, a diferencia de sus parientes, “el ojo que oye” (19), la capacidad de detectar un ruido que amenaza la comprensión del relato familiar; un excedente que sobrepasa su dictado pero que a la vez exige otra lectura del legado que se confronte con “el fracaso”, “la desgracia”, para buscar con qué lengua decirlo y descubrir cómo la lengua que lo dice es también la herencia que el pasado deja en las palabras que intentan nombrarlo.

V

País, el libro más reciente de Yolanda Pantin, al igual que Casa o lobo y La épica del padre, rees-cribe la memoria familiar. Aquí el mundo de la intimidad doméstica es también el lugar desde donde es posible mirar y pensar el pasado nacio-nal. En este sentido, es un libro que, al reflexio-nar desde el presente sobre el país y su historia, realiza un gesto de intervención política, en la medida en que señala el desmembramiento del cuerpo nacional y sus legados, además de consta-

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tar la pérdida de toda posibilidad de un proyecto de nación[11].

Aquí la poesía representa un modo de estable-cer un vínculo entre la casa y el país, la genealogía familiar y la nacional. De este modo, el libro es-tablece conexiones transversales entre lo privado y lo público, lo individual y lo colectivo y pone al descubierto la relatividad de esas oposiciones, las complicidades existentes entre órdenes aparen-temente distintos que señalan la responsabilidad que todos tenemos del pasado que nos conforma y del presente que habitamos. Por estas razones, la casa, la familia, la memoria personal son metoni-mias de la patria, y leer sus fábula equivale a aden-trarse en la compleja trama de la historia nacional.

Si en los libros anteriores la casa constituye un espacio cerrado, “un mundo” aparte, replegado en sí mismo, concentrado en su linaje, en sus rituales y, a la vez, amenazado por presencias siniestras que perturbaban el habitar de la familia, en País hay una mirada sobre lo propio, que, desde el epí-grafe inicial (“No soy yo quien te engendra, son

[11] Cabe destacar que la primera aproximación de Pantin a la actualidad política venezolana fue con el poemario El hueso pélvico (2002) donde la autora explora la relación entre memoria mítica, memoria nacional y presente. En un trabajo futuro mostraré la articulación entre este poemario y País.

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los muertos” Borges), pone de manifiesto la nece-sidad, de parte de la heredera, de asumir el lado oscuro de su legado y responder por la violencia de aquel lobo que también forma parte de la estir-pe familiar y nacional.

Si en sus primeras versiones la memoria de la casa pareciera moverse entre oposiciones tajantes (adentro-afuera, buenos-malos, élite-pueblo, huma-no-animal) que van mostrando su relatividad en la medida en que la experiencia impone la con-frontación con la alteridad; aquí el/la testigo que habla en nombre de los “suyos” sabe que el origen que lo/a funda está marcado por la violencia y que testificar por el pasado implica necesariamente re-conocer “la extrañeza de ser huérfana en mi propia sangre” (2007: 99).

La historia de la casa y de la nación se tienen que enfrentar entonces con la humildad de quien se sabe responsable de su fracaso y, justo por eso, llamado a reescribir el pasado desde las evidencias que de él quedan en el presente. En este libro nadie se salva, porque todos somos culpables de la histo-ria que tenemos y del tiempo que habitamos. Hay, de parte del yo poético, la voluntad de “pasarle el cepillo a contrapelo a la historia” (Benjamina), de mirar entre las rendijas del archivo aquellos legajos

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que esperan revelar otro dictado del pasado. En este sentido, se trata de un poemario donde la len-gua poética adquiere una flexión política en la me-dida en que propone una contramemoria del país, con la finalidad de trastrocar la sintaxis oficial de los hechos y poner al descubierto una versión de la fábula identitaria en la que la violencia y la pérdida constituyen un legado fundacional de la nación:

Historias de rapiña,son las nuestras,en Venezuela, historiade pérdidas y laceracionespor cuanto el cuerpoha sucumbido a la violenciay el alma a vejaciones

a lo largo de los siglos.

¿Cuántas guerrasno se sucedierony pueda decirseque alguna familiano perdió a un hijoen las batallas? (18).Al igual que el cuerpo familiar herido por las

pérdidas que hacen sucumbir la casa dejándola a la intemperie, también el cuerpo del país está lace-

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rado por la violencia que atraviesa su relato y por las huellas del presente que inscriben en él nuevas zonas dolientes.

La poesía construye aquí un paisaje desolado, en ruinas, acabado, donde el pasado y el presente se mezclan y se confrontan, donde la genealogía familiar y nacional se miran frente a frente y se reconocen una en la otra; donde las guerras fede-rales, los héroes de la independencia, las hacien-das de tabaco, los caballos, los ancestros, conviven junto al deslave de Vargas, la ciudad, el Sambil, los motorizados, el ejército, la violencia urbana, “el Presidente”, el miedo, la pobreza.

Este paisaje roto, este “desastre” de país que los poemas van perfilando, pareciera decir: “va-yan buscando/ como cualquiera los restos/ para recomponer sus cuerpos/ con sus pedazos” (133), como si, ante el desmembramiento de los legados y la sequía de esperanzas, fuera necesario buscar la forma de tejer una trama cuyos hilos son difíciles de anudar y cuyas escenas no se pueden ordenar linealmente.

Responder por ese “otro” devenir de la nación implica asumir la complicidad existente entre el “documento de civilización” y el “de barbarie”, sig-nifica aceptar que esa sombra siniestra que en la

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infancia recorría los pasillos de la casa perturban-do todo intento de pertenencia es la misma que descompone el paisaje nacional haciendo de él un cuerpo “en carne viva” donde las palabras que lo nombran duelen y se duelen.

País propone un contrarrelato de la nación sin pretensiones de linealidad cronológica sino a través de una trama de imágenes desconectadas cuyo con-junto arma una versión de la historia que insinúa el secreto fundador de la nación. Se trata de desmon-tar un relato, de pensar la nación a partir de citas desconectadas que se relacionan de forma arbitraria y que enuncian una contramemoria nacional.

Lo que hace entonces la poesía es hilar la trama de este relato en el sentido tanto de “tejer” como de “enredar”. Es decir, la poesía diseña un plan, una suerte de complot en contra del discurso histórico y del poder para poner al descubierto los engaños y manipulaciones al que este recurre para legitimar su versión del pasado; para señalar, a través de una suerte de patchwork, los legados más inconvenien-tes y dolorosos, los más inhumanos.

La voz que habla en este libro se distancia de la retórica altisonante de la historia oficial y sospecha de sus estrategias para legitimar su versión del pa-sado. No se trata de entender la historia nacional

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como un enfrentamiento entre bandos contrapues-tos que se pelean el poder del discurso, sino por el contrario, como una misma contienda donde todos son responsables del cuerpo desmantelado del país.

A través de poemas, breves diálogos, reescrituras de documentos, citas, fragmentos, frases sueltas, gi-ros del habla coloquial, venezolanismos, recuerdos, viajes, mitos, rituales del campo, referencias a la geografía local y a la historia colonial e independen-tista del Caribe y de Venezuela, Pantin arma una idea de país con una memoria aterrada por sus pro-pios legados que recuerda al “Ángel de la historia”, al que alude Benjamin, que no puede quitar la mirada del paisaje en ruinas que se abre ante sus ojos[12].

[12] En la Tesis n° 9 de su Tesis de la Filosofía de la Historia, Benjamin dice: “Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él se representa a un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que le tiene pasmado. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, la boca abierta y extendidas las alas. Y este deberá ser el aspecto del ángel de la historia. Ha vuelto el rostro hacia el pasado. Donde a nosotros se nos manifiesta una cadena de datos, él ve una catástrofe única que amontona incansablemente ruina sobre ruina, arrojándolas a sus pies. Bien quisiera él detenerse, despertar a los muertos y recomponer lo despedazado. Pero desde el paraíso sopla un huracán que se ha enredado en sus alas y que es tan fuerte que el ángel ya no puede cerrarlas. Este huracán le empuja irrefrenablemente hacia el futuro, al cual da la espalda, mientras que los montones de ruinas crecen ante él hasta el cielo. Ese huracán es lo que nosotros llamamos progreso” (1973: 4). Llama la atención el hecho de que Pantin use en País un breve fragmento de esta cita como epígrafe.

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No se trata de pensar el país desde la épica y el mito, ni tampoco desde los legados mayores sobre los que la nación ha fundado su historia e identi-dad, sino más bien, desde las herencias más difí-ciles de asimilar y de reconocer, las que exigen un mayor esfuerzo hermenéutico para ser interpreta-das y aceptadas, las que avergüenzan y comprome-ten la imagen de la nación.

En País el sujeto poético hace inventario de sus herencias, tanto las privadas como las colectivas, y asume una mirada política que lo lleva a interpelar el presente venezolano y desde allí revisar el pasado. El primer paso que la heredera da en su intento de rememoración del pasado y en su búsqueda de des-entrañar los secretos del cuerpo nacional es revisar el archivo de su propio apellido para rastrear los secretos del origen. Como otras familias venidas de las islas francesas del Caribe, sus ancestros eran colonos de Martinica, dueños de plantaciones de azúcar y de esclavos. Ante este legado inaceptable y “bárbaro” el yo poético se declara “huérfana/de mi propia sangre” (99) y plantea el desacomodo que causa no encontrar un sitio que la “resguarde de mis despóticos fantasmas coloniales” (24).

Frente a esta nueva intemperie que revela una he-rencia indeseable, su respuesta es asumir una palabra

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responsable que dé testimonio de aquello que la me-moria revela. Es decir, la violencia de la historia y del legado que esto significa para el sujeto que escribe: “Yo no sabía que había tanto odio bajo esos sama-nes” (65); “Nunca se cerraron las heridas. / Que cada quien dé su testimonio. / Yo ofrezco el mío” (17-18).

La poesía se convierte entonces en lengua que confiesa el secreto de familia y para tramar su memoria, pero esta lengua no alcanza a nombrar la casa-país sino quebrándose los labios, experi-mentando la dificultad del lenguaje de nombrar aquello que de la memoria es secreto: esa zona incomprensible de las que solo se sabe que es-conde un dolor, que cifra la pérdida de algo que no tiene regreso. La poesía entonces “suma lo que resta” (52) y, de este modo, hace del resto un de-safío y un aprendizaje. Y si, como dice un epígra-fe del libro: “lo incompleto perturba” (Melville), la heredera de esta casa entiende que la verdadera herencia es este relato incompleto que trastorna y trastroca el lenguaje porque le exige lo que toda-vía no comprende: lo inconfesable.

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Pavese, Cesare (1982). Saggi letterari. Torino: Einaudi.

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ÍNDICE

EL PESO DE LA SANGRE 11

CUESTIÓN DE OÍDO

(ESCENAS EN LENGUA MADRE) 19

LA LENGUA MUERTA DEL REGRESO

(CRIMEN Y HERENCIA EN MATILDE SÁNCHEZ) 53

DE LA SANGRE A LA CARNE

(PARENTESCOS, ALIANZAS Y COMUNIDADES DE LA FRONTERA) 77

MEMORIA EN EL AIRE

(EXTRANJERÍA Y ESPECULACIÓN EN SERGIO CHEJFEC) 103

LA SOBERANÍA DEL DEFECTO

(LOS SONIDOS DEL CUERPO EN MIYÓ VESTRINI Y HANNI OSSOTT) 131

EL LEGADO INAPROPIABLE!(EL ANIMAL DE LA CASA EN YOLANDA PANTIN) 155

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UNIVERSIDAD SIMÓN BOLÍVAR

AUTORIDADES

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Rafael Escalona Vicerrector académico

William Colmenares Vicerrector administrativo

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CONSEJO EDITORIAL DE LA UNIVERSIDAD SIMÓN BOLÍVAR

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Nelson GonzálezAdministrador

Isabel BorgesSecretaria

Jorge A. HernándezAlmacenista

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Este libro fue impreso en abril de 2012

en los talleres de Gráficas León,Caracas, Venezuela

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