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Maria
Autor del cuento: Miguel Monreal – Ilustraciones: Alicia Oses – Encuadernación: Elena De Corlos
Me siento tan viva...y sin embargo sigo igual de muerta que ayer, igual que muerta que
desde el día que me terminé de romper sobre éste suelo, hace ya tantos siglos.
Recuerdo la época en que piedra tras piedra levanté éste nevero junto a mi padre. El
nevero y el pasadizo que lleva hasta la Iglesia de Santa María, ese que ha quedado tan
olvidado como yo misma. Si alguien excavara tan solo un par de metros y se fijara con
cuidado en las paredes, podría descubrir sin dificultad la puerta tapiada, delatado y
dibujado su contorno por la junta entre las diferentes fábricas. Pero del pasadizo os hablaré
en otra ocasión. Si os lo menciono es porque a un poco más de profundidad me encuentro
yo misma, o mejor dicho, lo poco que queda de mí, huesos quebrados, harapos y unas
desgastadas herramientas de cantero que un día fueron como una prolongación de mis
propias manos.
Soy María, la primera mujer cantero que hubo en Sanguesa, la única que se atrevió a
desafiar a los hombres de una época que no entendían que mis manos no eran nada sin su
dedo metálico, ese cincel que prolongaba mi cuerpo de forma tan natural y que me permitía
retirar de las piedras todo aquello que les sobraba y que ocultaba lo que realmente llevaban
dentro. Porque las piedras son como las personas. Siempre tienen algo en su interior, tan
solo necesitan de alguien que sea capaz de percibirlo y sacarlo a la superficie.
Mi padre pronto lo descubrió en mí.
También era cantero pero al principio se negaba a que yo siguiera sus pasos: ”La vida y el alma se nos escapan a los canteros
con cada cincelada” - me decía. Recuerdo nuestras conversaciones, siempre apretados el uno contra el otro, en busca de ese calor
humano que nos faltaba a los dos desde que el río decidió quedarse con mamá
No sabes lo que dices- refunfuñaba entre dientes, como hablando
consigo mismo- no sabes lo que dices...
Pero padre, yo quiero ser cantero, como usted.
Ser cantero no es algo que se decida, hija mía, es la piedra la que te
elige a ti. De otra forma pasarás la vida maldiciendo el día en que decidiste
empuñar las herramientas. Además...
Además soy mujer.
Así es.
Es injusto.
Yo no escribí las reglas. Nadie lo hizo. Simplemente están ahí,
para respetarlas.
O desafiarlas.
Tienes casi doce años, María, deberíamos pensar en casarte.
Pero yo NO quiero casarme, quiero ser cantero, como usted...
Su silencio siempre indicaba el fin de la discusión. Y así, en silencio
observábamos el baile de las llamas hasta que me quedaba dormida en su
regazo, mientras el envés de su mano acariciaba mi mejilla.
El día que cumplí doce años y antes de marcharse a trabajar, mi padre se
acercó hacia la mesa con un paquete entre sus enormes manos de cantero.
Por unos momentos paquete y padre quedaron suspendidos en el aire,
indecisos en el tiempo. Finalmente lo depositó con suavidad sobre la mesa, y
sin dejar de mirarlo me dijo:
Feliz cumpleaños María.
No pude responder. Mi corazón llevaba paralizado desde que un tintineo
metálico me susurró al oído que dentro se hallaban mis primeras
herramientas de cantero.
Los comienzos no fueron fáciles. Me recuerdo a mí misma en el patio
trasero de casa realizando mis primeros intentos. Acostumbrada a ver
trabajar a padre tantos años, me había imaginado a mí misma arrancando
con facilidad grandes lajas de piedra mediante golpes certeros y puliendo los
detalles con delicados y contundentes toques de cincel, como él lo hacía. Pero
durante mucho tiempo no conseguí mucho más que unas manos llenas de
ampollas y un cuerpo dolorido.
Escucha a la piedra - me decía padre - No hablan mucho, pero
todas tienen algo que contarte. Tu cometido es labrarlas como ellas te
piden, para que puedan cumplir la función para la que Dios las creó. La
gran mayoría te pedirán ser labradas para formar parte de los gruesos
muros, pero habrá otras que pedirán ser nervios, cornisas, ajedrezados o
volutas, y no entenderlas significará desperdiciar su verdadero potencial.
Las menos, las más especiales, estarán destinadas a ser esculpidas por los
maestros, que son los únicos que saben desbastarlas hasta sacar a la luz
las esculturas y las imágenes que llevan dentro. Como las que están
tallando para la portada de Santa María. Pero tienes que saber que con
cada cincelada que damos, transmitimos parte de nuestra alma a la piedra.
Nuestro cuerpo también se desgasta con cada golpe. Es el precio que
pagamos los canteros para existir para siempre en cada una de las piedras
que hemos tallado a lo
largo de nuestra vida.
Pasé mucho tiempo sin
entenderlo. Pero poco a
poco el silencioso
lenguaje de la piedra se
fue abriendo paso hacia
mi interior.
A los catorce años ya era ayuda indispensable para mi padre, quien poco a poco iba dejando su vida y su alma en las piedras
que tallaba. Siempre oculta en el patio trasero de la casa, me sentaba en mi taburete de madera, y pasaba largos ratos
observando las piedras que mi padre me traía para que le ayudara en su trabajo.
¿Y vosotras?- Les preguntaba- ¿Qué queréis ser?
A veces el griterío era tan ensordecedor que tenía que pedirles calma. Todas querían ser
talladas para formar parte de Santa María y realizar el trabajo para el que habían
sido creadas por Dios, tal y como padre decía. Y así pasaron los días, los meses, los
años...
Pero una mañana ocurrió algo inesperado. Entre todas las piedras parlanchinas, llegó
una piedra silenciosa. Si de alguna forma había acabado en mi patio era porque el
maestro Joanes, encargado de realizar toda la imaginería, no la había considerado una
piedra especial. Y sin embargo esa piedra no me pedía ser nada, y se erguía imponente
entre todas sus hermanas de cantera. Pasé el día entero observándola de reojo,
aguzando el oído, por si se atrevía a susurrarme algo. Cuando al anochecer padre se
llevó las piedras
talladas y la vio al
fondo., lo entendió
al instante. Me
miró y me dijo:
Dale
tiempo María.
Pasaron los días, y su presencia comenzó a enredarse con mis sueños. En ellos el
viento soplaba con fuerza, y grano a grano la desmenuzaba dejando entrever poco
a poco lo que se ocultaba en su interior. Al principio, tan solo eran formas
extrañas que no terminaba de identificar con nada de lo que padre me hubiera
enseñado a tallar.
Pero una noche, se me apareció nítidamente la figura de un apóstol. Me levanté
sobresaltada y fui al patio trasero. Y ahí estaba ella, roto su voto de silencio,
pidiéndome por favor, con su voz ronca y profunda, que le ayudara a desprenderse
de todas aquellas lajas de piedra que le impedían mostrarse tal y como Dios le
había imaginado en su creación.
Y así fue. Robándole horas al sueño y a las noches, fue apareciendo ante mis
ojos y bajo mi dedo de hierro el apóstol que desde siempre había estado encerrado
en ese gran bloque de arenisca silencioso. Durante todo ese tiempo padre no dijo
nada y me observó y me dejó hacer. Pero cuando terminé se sentó en mi taburete
y permaneció durante largos minutos estudiando la imagen, recorriendo con sus
callosas manos los surcos y hendiduras en la piedra. Cuando se volvió hacia donde
yo estaba las lágrimas caían por sus mejillas.
-Tienes el don, María- me susurró al oído
mientras me hacía desaparecer entre sus
interminables brazos- entiendes a la piedra como
nunca he visto hacerlo a nadie, ni siquiera al
propio maestro.
Padre se llevó la imagen al día siguiente a la obra y contó que había sido esculpida
por un joven y hábil aprendiz de otro maestro cantero que por entonces se hallaba
trabajando en San Juan de la Peña. La necesidad le hacía estar dispuesto a trabajar
también en la construcción de Santa María, si eso era posible. Ocultándome entre la
gente, puede observar la desairada reacción del maestro Joanes, quien no tardó en
deshacerse en críticas hacia mi apóstol. Sin embargo, el párroco quedó profundamente
impresionado por la delicadeza de la talla, y dado que la obra llevaba retraso, no
tardó en acordarse que padre preguntara a ese desconocido y hábil cantero si podía
realizar con igual maestría y en tiempo prudente, el resto de los apóstoles y un Cristo
en toda su majestad, según el diseño previsto por el propio Joanes para la parte
superior de la portada de Santa María.
Creo que no hace falta que os diga que por poco me desmayo allí mismo y que desde
ese día mi trabajo para padre consistió en realizar el encargo encomendado al
misterioso, desconocido e
inexistente aprendiz de
San Juan de la Peña.
Las zonas de acopio de material llegaron a ser pronto como mi segunda
casa.
Paseaba durante horas y horas, escuchando y preguntando a cada piedra,
hasta que un día Judas me contestaba desde alguna esquina, o Santiago me
llamaba desde
dentro de un gran bloque. Uno tras otro, todos los apóstoles fueron
apareciendo.
El último de todos fue Cristo, con quien por cierto, discutí largo rato. Y es
que jamás llegué a entender por qué necesitó llevarse a madre tan pronto,
teniendo la suya tan cerca.
Joanes comenzó a fijarse en mí. Al principio creí que sospechaba algo, pero
por su mirada lasciva no tardé en darme cuenta de que no veía más allá de
los diecisiete años de mujer que tenía delante, lo que por su naturaleza de
hombre supongo que le inutilizaba completamente ante cualquier otro tipo de
reflexión. No me fue difícil
evitarle durante años, sobre todo porque a su avanzada edad, la mayor parte
de su energía vital la había traspasado a las piedras y la poca que le
quedaba la solía gastar junto con unas pocas monedas con mujeres no tan
jóvenes pero mucho más solícitas y cariñosas que yo.
Sin embargo, supongo que un día de esos en los que se reencontró con su
juventud en el fondo de algún vaso de vino, debió de seguirme no sé muy bien
con qué tipo de intenciones, porque al darme la vuelta mientras tallaba la
última de las figuras del encargo, lo encontré boquiabierto en el patio de mi
casa, descubriendo con perplejidad que el “misterioso aprendiz” autor de las
tallas que competían con las suyas desde hacía años, tenía más tetas de las
que jamás hubiera podido imaginar.
Se dio media vuelta y se marchó. Nunca dijo nada de su descubrimiento,
supongo que por lo humillante que podía resultarle que el trabajo de una mujer
hubiera competido durante tanto tiempo de igual a igual con el suyo. Yo
tampoco conté nada a padre.
Lo que tenga que ser, será, pensé.
Y así fue´. A los pocos días mi paseo por la zona de acopios fue más corta de
lo habitual, porque algo pesado cayó sobre mi cabeza abriéndola en dos como
un melón. Sé que a continuación hubo un corto paseo en brazos, un vuelo en
picado desde lo alto de este nevero y unos cuantos huesos rotos en el forzoso
aterrizaje.
Después algo de tierra húmeda, y unas pesadas losas de piedra sellaron mi
tumba y mi secreto para siempre.
Padre nunca supo que fue de mí. Murió de pura tristeza, se puede decir
que ahogado como mi madre por un río, el de sus propias lágrimas. Sin
embargo pronto volvimos a reencontrarnos, porque padre tenía razón y su
alma al igual que la mía está presente en cada una de las piedras que
tallamos en vida. Es difícil de explicar pero ahora estamos más que
juntos. Formamos parte de algo mucho más grande, nosotros y todos
los artesanos y personas que han puesto algo de su alma en los sitios y
cosas en las que han estado trabajando.
Por eso os decía que me siento tan viva, porque últimamente en este
nevero ha ocurrido algo que nunca hubiera esperado. ¡Ha venido a
trabajar una artesana!
Se llama Elena. La conozco desde que era pequeña, desde que bajaba
asustada al nevero en busca de alguna botella de vino para sus padres.
Ahora ya ha crecido, y trabaja a diario y con la misma pasión que yo
tenía justo encima de donde yo me encuentro. Supe que tenía el don
desde el día en que, durante las obras de su taller, descubrió una de las
primaras piedras que tallé en el patio de mi casa. Enseguida intuyó en
esa piedra algo más que un simple trozo de arenisca. Aunque no lo sepa,
percibió mi alma.
No puede oír las piedras como yo pero sabe entender otro lenguaje, el de las telas, y
es capaz de sentir que los retales quieren ser en realidad mucho, mucho más que restos
inservibles.
Elena pone el alma en cada puntada que da, así que este lugar también se quedará
impregnado para siempre con su esencia de artesana. Dentro de un tiempo, cuando
haya cumplido totalmente el destino que sé que le está esperando, podremos por fin
conocernos. Entonces le contaré lo muchísimo que he disfrutado y vivido a través de su
trabajo y sobre todo a través de su familia, algo que ella tiene y que yo solo soñé, un
marido y unos hijos propios a los que amar con locura y con los que poder caminar y
compartir su vida.
Padre también tiene
muchas ganas de conocerla.
Sé que seremos muy
buenas amigas. Cuando
llegué ese día, las piedras
del viejo pasadizo resonarán
como nunca con nuestras
risas.