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Matar a Hitler Breve historia de un atentado By JdJ

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Matar a Hitler

Breve historia de un atentado

By JdJ

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El atentado

Supongo que no es mucho suponer que sean mayoría las personas que sepan que el supremo jefe de la Alemania nazi, Adolf Hitler, fue objeto de un atentado que estuvo a punto de acabar con su vida a finales de la segunda guerra mundial; más concretamente, el 20 de julio de 1944, en algún momento entre las doce y media de la mañana y la una de la tarde. Tampoco es improbable que a muchos les suene el nombre del conde Von Stauffenberg como autor de los hechos. De todo esto voy a hablar en estas notas. Pero lo voy a hacer, principalmente, para reivindicar otros muchos más nombres. Para demostrar, si puedo, que la conspiración para matar a Hitler, o más propiamente el conjunto de conspiraciones, fue un dédalo de voluntades.

Creo que es necesario contar esta historia para evitar una confusión muy frecuente alimentada, sobre todo, por el cine de Hollywood. Me refiero a utilizar la expresión «los nazis» como sinécdoque de la completa Alemania en guerra. Se dice, por ejemplo: «Tras descartar una invasión de las Islas Británicas, los nazis invaden la URSS». Existe una confusión, no sé si interesada o no, entre los diversos estamentos que conforman una sociedad compleja como la alemana, notablemente el ejército, y la fidelidad a los principios del nacionalsocialismo. No todos los alemames que hicieron la guerra eran nazis ni la hicieron por los motivos por los que Hitler la inició. No todos los alemanes, ni siquiera los mandos militares, acompañaron a Hitler más allá de 1941, cuando empezó a hacerse evidente que la guerra duraba demasiado, que estaba demandando demasiados recursos y, con el tiempo, que no podía ser ganada por el Eje.

Los conspiradores alemanes son conspiradores un poco especiales. Cuando los comunistas montan la infraestructura de lo que se conoció como la Rotte Kapelle o Banda Roja, es decir un grupo de espías que le cantaban a Moscú por onda corta los planes militares del Eje, les costó Dios y ayuda encontrar gente en Alemania que los ayudase. Para la resistencia alemana, una cosa era acabar con Hitler y otra muy distinta trabajar para que la nación fuera vencida por sus enemigos; lo cual demuestra que en el gesto de luchar contra el resto de Europa llevado a cabo por Alemania en los años treinta había muchas más cosas que el sueño de la supremacía de la raza aria.

Los conspiradores contra Hitler no lo serán contra Alemania, sino por ella. Los planes para matar a Hitler forman parte del montaje de un golpe de Estado militar, tan militar que sus jefes, teniendo fuerzas policiales a su disposición durante las horas en las que aún no se sabía en Berlín si Hitler estaba vivo o había muerto en Rastenburg, se empeñaron en no usarlas, porque su golpe era un golpe militar, no civil, aunque hubiese civiles implicados. Ellos querían matar a Hitler para que el ejército volviese a estar comandado por militares y soñaban, probablemente, con repetir la jugada de la primera guerra mundial, esto es conseguir un armisticio que mantuviese impoluta la estructura militar e industrial alemana (tentativa probablemente

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inútil, pues una cosa que los aliados tenían clara es que no debían repetir este error).

El primer opositor a Hitler es, probablemente, el almirante Wilhelm Canaris, jefe del denominado Departamento Z, es decir la inteligencia militar de la Abwehr. Canaris hablaba español, lo cual le dio cierto protagonismo en los contactos entre Hitler y Franco; y, que yo sepa, nunca se ha terminado de dirimir del todo si esta posición de intermediario, teniendo en cuenta su creciente oposición a lo planes del Führer, no tuvo algo que ver en que España no entrase en la segunda guerra mundial. El almirante tenía un segundo, el oficial Hans Oster, con quien compartía las ideas antihitlerianas. Canaris estaba bien situado en la nomenklatura militar alemana; también entre los más fervientes partidarios nazis. Reinhald Heydrich, por ejemplo, un ario atractivo y atlético que también ejercía labores de inteligencia y era un nazi ferviente, era tan amigo suyo que solia ir a su casa a interpretar música clásica con Erika Canaris.

Fue la pareja Canaris-Oster, obviamente doctorados en las conversaciones a media voz y los reclutamientos delicados, la que empezó a construir un grupo de alemanes de cierta importancia que se caracterizasen por su rechazo a la figura, o a las acciones, de Adolf Hitler. En esos contactos llegaron a otra figura fundamental en esta historia, el general Ludwig Beck, jefe del Cuartel General de la Armada y el militar de más alta graduación que llegó a comprometerse a plena conciencia con la conspiración. Beck llegó a decir que el día que juró fidelidad a Hitler fue el más negro de su vida, pero tenía dos handicap como conspirador: uno, era tremendamente dubitativo; de hecho, aunque se ha dicho que ya en 1938, durante el pulso entre Hitler y Chamberlain por Checoslovaquia, Beck estuvo a punto de liderar un golpe contra el Führer, es más que probable que esto no llegase en realidad muy lejor. El otro gran defecto es que tenía una salud de cristal. De hecho, pocos meses después de iniciarse los contactos conspiratorios hubo de ser operado de un cáncer de estómago.

Entre los nuevos aliados de la conspiración cabe destacar al diplomático Ulrich Von Hassel, que a mediados de los años treinta ocupaba la importantísima embajada alemana en Roma. El problema que presentaba Hassel es que, como los diplomáticos y los jueces de carrera auténticos, despertaba la desconfianza de los jerarcas nazis, que los consideraban mentes excesivamente libres. De hecho Ribentropp, cuando ascendió a la máxima responsabilidad de la diplomacia alemana, lo hizo llamar de Roma y lo mantuvo en Berlín sin responsabilidad alguna. Dado que tenía tanto tiempo libre y muy poco que agradecerle al nazismo rampante, Hassel convirtió su casa en Berlín, como hizo Beck con la suya, en un lugar propicio para las tertulias entre personas con las mismas inquietudes. En aquellas citas comenzó a aparecer Karl Goerdeler, un civil forjado en la administración municipal. Hombre de ideas conservadoras (los conspiradores contra Hitler estuvieron muy lejos de ser izquierdistas peligrosos), fue alcalde Leipzig. Inicialmente prohitleriano, comenzó a virar cuando los jerifaltes del NSDAP comenzaron a hacer, como diría Peter Griffin, «cosas nazis»; como retirar de Leipzig la estatua de Félix Mendelssohn, compositor de origen judío. Así pues,

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Goerdeler se retiró de la vida municipal, se convirtió en representante de la firma Bosch, lo que le permitía viajar, y se convirtió en una especie de mensajero profesional de la conspiración.

En 1938 Beck, en realidad el único conspirador con alto mando, fue cesado de su cargo. Este cese fue contemporáneo de los denominados casos Blomberg y Fritsch, que hicieron mucho por enervar la acción de los conspiradores.

El mariscal de campo Werner von Blomberg era ministro de la Guerra y comandante en jefe de las fuerzas armadas. A finales de 1937, se encoñó con una mujer que era casi una niña y en enero de 1938, no sin antes consultarlo con Hermann Göring, se casó con ella. En realidad, Göring transigió porque tenía miedo de carecer de poder suficiente para oponerse a Blomberg, puesto que éste pertenecía a la tradicional aristocracia militar alemana, opuesta, entre otras cosas, a estrategias como la famosa Blitzkrieg. Pero siguió investigando, hasta que descubrió que la flamante señora Blomberg había sido una vez prostituta. Habiendo sido el propio Hitler testigo de la boda, el asunto era un escándalo en el que, además, se acusó a Blomberg de mellar el prestigio de las propias fuerzas armadas.

En relativamente poco tiempo, pues, Hitler mató dos pájaros de un tiro. Forzó primero el cese de Blomberg y, en lo que respecta a su segundo, general Werner von Fritsch, lo hizo acusar de homosexualidad. La Gestapo disponía de un testigo para confirmar esta versión, pero en grueso de las fuerzas armadas permaneció impasible el ademán (y el alemán) sin creer la historia. Esto puso a Hitler en una situación complicada.

El jurado especial para el caso debía reunirse el 10 de marzo de 1938. En febrero, inopinadamente, Hitler suprimió el Ministerio de la Guerra, cesó del alto mando a dieciséis generales, y se nombró a sí mismo comandante en jefe de los ejércitos. Tres meses después, a finales de mayo, Hitler iniciaría su estrategia de tensión con Checoslovaquia con la celebración de unas maniobras en la frontera sudete; y, como veremos ahora mismo, lo de Austria estaba al caer. Es obvio que para ese movimiento le venía muy bien ser el commander in chief de las Fuerzas Armadas pero, como vemos ahora, existen otras razones estratégicas para dicho movimiento. Mediante su autonombramiento, el propio Hitler sucedió a Blomberg, evitando así toda oposición; y, como siguiente movimiento, nombró al mariscal de campo Walter von Brauchitsch en lugar de Fritsch.

El día 10 de marzo, como estaba previsto, el jurado del caso Fritsch se reunió presidido por Göring. Pero al día siguiente, 11 de marzo, Hitler anuncia la Anchluss con Austria. El jurado suspendió sus sesiones y sólo se reunió el 17, en un momento en el que el prestigio de Hitler se había multiplicado por haberse engullido Austria. Así las cosas, Göring, como presidente del Tribunal, aceptó las críticas al testigo de la Gestapo y formalmente rehabilitó a Fritsch, aunque no fue así puesto que el militar no recuperó su trabajo ni lavó su nombre. Abrumado, moriría al año siguiente, durante la invasión de Polonia, en lo que se ha considerado siempre como algo muy cercano al suicidio.

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Estos dos casos enseñaron a los militares alemanes de pura cepa dos cosas: una, que los nazis estaban dispuestos a dominar por completo el ejército alemán. Y, dos, que estaban dispuestos a hacer lo que hiciese falta, incluso fabricar falsas acusaciones, para llevar a cabo estos planes. Teniendo en cuenta que, como ya hemos dicho, la conspiración contra Hitler es, primero que cualquier otra cosa, una conspiración militar, estos hechos tienen la máxima importancia. Estamos, pues, a las puertas de la primera conspiración contra Hitler. La más débil, la menos conspiración. Hitler, en realidad, y ésa es al menos mi opinión, no estuvo en peligro en ningún momento de aquel convulso año 1938. Lo cual tiene varias razones de ser.

La nómina de conspiradores crecía. Es el caso de Hjalmar Schacht, anteriormente presidente del banco central alemán y ministro de Finanzas, cargos que había abandondo en diciembre de 1937 cuando Hitler nombró a Göring, y no a él, plenipotenciario para el Plan Económico Quinquenal. Colaborador de Schacht era otro hombre que sería de gran utilidad para los conspiradores, Hans Bernd Gisevius.

Asimismo, el duo Canaris-Oster entró en contacto con Hans von Dohnanyi, un joven de buena familia, que era asistente del ministro alemán de Justicia, Franz Gürtner, el cual estaba intentando, de mala manera, frenar las acciones nazis en la Justicia alemana, que la abocaron de hecho a su destrucción y pleno sometimiento a la legalidad nacionalsocialista.

Entrados ya en el año 1938, Beck trata de ganar para el bando conspirador a Brauchtischt. Éste, sin embargo, se muestra reservón y apenas actúa para permitir a Beck celebrar en agosto una especie de cumbre de generales. Cuando Hitler se enteró, citó a los generales en su guarida montañosa del Berghof y les echó una bronca de narices que forzó la dimisión de Beck. En todo caso, éste fue sustituido por el general Franz Halder, asimismo partidario de los conspiradores.

El crecimiento del grupo de conspiradores, los asuntos Blomberg y Fritsch y, sobre todo, la estrategia de máxima tensión bélica llevada a cabo por Hitler en aquel año, estrategia que culminó en los acuerdos de Munich por los cuales Checoslovaquia le fue entregada, forzaron a los conspiradores a pasar la acción. Si Hitler precipitaba a Alemania a la guerra (que es, como sabemos bien, exactamente lo que estaba haciendo), se desataría una revolución conservadora. Beck se lo explicó así a Halder y éste inició una serie de contactos con Goerdeler, Schacht, Oster y toda la pesca. Conforme la tensión que hizo crisis en Munich se acrecentaba, Halder llegó a la convicción de que era necesario algún tipo de golpe de Estado y acudió a Schacht para que le garantizase el apoyo político.

El plan era sencillo: un grupo de generales acudiría a ver a Hitler, lo situaría bajo arresto y lo sometería a un juicio supersónico con el cargo de haber puesto Alemania en peligro. Uno de los nuevos conspiradores, Hans von Dohnanyi, fue encomendado de buscar respaldo jurídico para declarar a Hitler loco e incapaz. Para ello, Dohnanyi contactó con otro miembro de la conspiración, Otto John, para que asimismo contactase con su suegro, el

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neurólogo Karl Bonhoeffer. El médico estudió una serie de informaciones que se le facilitaron sobre los padecimientos pasados de Hitler y concluyó que una persona de estas características bien podría estar mal de la cabeza.

Dado que el golpe de Estado era prácticamente impracticable para un grupo tan reducido de conspiradores, sobre todo teniendo en cuenta que eran fundamentalmente militares y que Hitler ya se había cuidado mucho de crear poderes paramilitares, o amilitares si se prefiere, como las SS o la Gestapo, pronto la resistencia pensó en la necesidad de encontrar apoyos entre los enemigos de Hitler. Para ello fue enviado a Londres el mayor Ewald von Kleist-Schmensin, quien para conseguir sus contactos contó con la ayuda e Ian Colvin, corresponsal en Berlín de The News Chronicle de Londres; y el funcionario de la embajada británica Sir George Ogilvy-Forbes.

En Londres, Kleist se reunió con funcionarios del Foreign Office y con Winston Churchill; político que, no se olvide, en ese momento no estaba en el poder sino que era considerado entre los propios conservadores como una voz excesivamente pesimista sobre las posibilidades de una guerra europea. Kleist le contó, ya en agosto de 1938, que Hitler tenía la convicción personal de que ni Londres ni París moverían un dedo por Checoslovaquia; dato éste que desmiente el hecho de que los británicos pudiesen firmar semanas después el pacto de Munich pensando que habían convencido de algo a Hitler. Solicitó tomas de posición públicas por parte de personas de la mayor relevancia en Reino Unido contra la guerra y sus peligros. Neville Chamberlain, cuando conoció estos informes, llamó a consultas a su embajador en Alemania, Neville Henderson. Pero Henderson era un firme partidario de la política de paños calientes con Hitler, así pues le tranquilizó.

Von Kleist, sin embargo, no fue el único. Theodor Kordt, consejero en la embajada alemana en Londres, llegó a hablar incluso con Lord Halifax, secretario de Estado, avisando de los peligros de contemporizar con Hitler. Chamberlain, para entonces, ya había decidido pactar en Berlín.

Beck, Canaris y Halder estuvieron en el verano de 1938, pues, dispuestos a dar un golpe de Estado contra Hitler. Contaban para ello con la compañía del sucesor de Halder, general Erwin von Witzleben; del conde Wolf Heirinch von Helldorf, jefe de la Policía de Berlín; o Erich Hoepner, comandante de la Tercera División Panzer. Witzleben encargó a un joven militar, Friedich Wilhelm Heinz, formar el comando que arrestaría a Hitler. Hay quien dice que también se le ordenó que se lo montase de manera que, durante el arresto, no hubiese más remedio que meterle dos tiros, bien encima, bien debajo del bigote.

¿Por qué no se llevó a cabo el golpe de Estado? Esta pregunta tiene muchas respuestas. La frialdad británica es, probablemente, una de gran importancia; es, de hecho, la tesis que escribiría después de la guerra uno de los conspiradores, el jurista conservador, de inspiración cristiana, Fabian von Schlabrendorff. Beck y Oster hicieron llegar a Corvin la información de que Hitler tenía la intención de invadir Polonia (no se olvide que ese movimiento fue el que, medio año después, desató la guerra) el 29 de marzo;

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exactamente dos días antes que el gobierno de su Majestad anunciase en la House of Commons que Francia e Inglaterra apoyarían a Polonia si era agredida. Asimismo, Canaris avisó a Londres el 3 de septiembre (48 horas después de declarada la guerra) de un ataque aéreo sobre Londres; ataque que, además, Halder se las arregló para obstaculizar. Estas coincidencias vienen a demostrar que la resistencia alemana rindió importantes servicios a los aliados, mientras que éstos no hicieron gran cosa por ellos.

Pero, sea cuales sean las razones, lo realmente indiscutible son las consecuencias. Después de Munich, el prestigió de Hitler se disparó de tal manera que hizo ya imposible un golpe de Estado que aspirase a tener un mínimo de apoyo social. Más aún después del 15 de marzo de 1939, cuando los alemanes entraron en Praga y Hitler se ganó la fama social de invencible de la que iba a vivir los siguientes seis años.

En la primavera de 1939, Churchill se entrevistó con Goerdeler y Schlabrendorff, en cuyas entrevistas analizaron los grandes problemas que presentaba ya un golpe de Estado. Otro viajero a Londres fue el conde Helmut von Moltke, quien hacía la oposición a su manera, con escasa acción, a base de reuniones intelectuales en su casa de Kreisan.

En agosto de 1939, a su regreso de Polonia, asustado por lo que se viene encima, Canaris se las arregla para reclutar a Dohnanyi en el Departmento Z, con el rango de mayor (Oster fue ascendido a mayor general). Sin embargo, las perspectivas de un golpe de generales con alto mando se hizo imposible, en parte por el prestigio adquirido por Hitler, en parte por el hecho de que el Führer, víctima de eso que llamamos en España “síndrome de La Moncloa” y que consiste en rodearse en la cumbre del poder sólo por quienes rinden una pleitesía perruna a las ideas del jefe, dio poder en el ejército únicamente a su estrecho círculo de fieles (Brauchtisch, Wilhelm Keitel, Alfred Jodl, o Walter Warlimont). Por la vía diplomática, Hassel mantuvo contactos con los ingleses, a través de un intermediario llamado Londsdale, en Suiza en 1940 y también en abril, es decir justo antes de la invasión de Dinamarca y Noruega, hechos ambos que servirían para alimentar aún más el prestigio interior de Hitler. En paralelo, Canaris activó a uno de sus agentes, el abogado Josef Müller, ferviente católico, para que negociase con el Papa Pío XII su condición de intermediario de negociación frente a Hitler. Con tal motivo Müller estuvo en Roma en octubre de 1939 y se entrevistó con el jesuita padre Robert Leiber, alemán y miembro del entourage papal; contaba, además, con la ventaja que de Pío XII, en su etapa de nuncio papal en Berlín, había cabalgado a menudo con Beck y Canaris, pues todos ellos eran muy aficionados a la hípica.

Estos contactos llegaron bastante lejos. Müller llegó a elaborar un documento, el conocido como Memorando X, conteniendo las condiciones en las que Alemania e Inglaterra podrían firmar una paz; documento que recibió el placet tácito del Papa. Halder llegó a poner este documento en manos de Brauchtisch, pero éste consideró que el planteamiento era alta traición y se negó a darle curso. El documento fue finalmente custodiado por el coronel Werner Schrader. La invasión de los países escandinavos, que dejó bien

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patentes las intenciones de Hitler, abortó todo este plan. De todas maneras, el plan tenía pocas posibilidades de salir adelante teniendo en cuenta la doctrina Churchill, partidaria de una rendición total de Alemania y no de un pastiche; e imposible a partir de 1942, cuando los aliados pactaron que ninguno de ello llegaría a término alguno con Alemania individualmente.

Oster, por su parte, trataba de evitar el avance alemán. A través del agregado militar holandés en Berlín, Jacobus Sas, advirtió a los holandeses de las intenciones de Hitler de pasarles por encima, junto con daneses y noruegos, aportando incluso las fechas previstas para las distintas acciones; lo cual no sirvió de nada, puesto que Hitler acabó cambiándolas. Müller, que recibió la información de Oster, también la distribuyó a través del Vaticano, y fueron estos mensajes los que acabaron por ser interceptados por la inteligencia civil alemana. Cuando Canaris fue informado, encargó la investigación a Müller; por lo tanto, el responsable de investigar las filtraciones era quien realmente las estaba realizando. Oster también avisó a yugoslavos y griegos antes de que Hitler los atacase en 1941.

Llegó junio de 1940 y, consecuentemente, la caída de Bélgica, Holanda y Francia, más el alineamiento voluntario de Rumania y su petróleo. El prestigio de Hitler alcanzó un punto tan alto que la resistencia alemana mutó; pasó de creer en la posibilidad de un golpe de Estado desde arriba para pasar a considerar la posibilidad de asesinar a Hitler.

Una vez que Alemania abrió el frente oriental al invadir la URSS, colocó en dicho frente a un importante elemento para la resistencia. Nos referimos a Henning von Tresckow, mayor general que, por sus responsabilidades, tenía acceso directo al mariscal de campo Von Kluge, comandante de uno de los siete cuerpos de ejército empleados en la invasión de Rusia.

En estos momentos de 1940 más o menos, Tresckow y Schlabrendorff son los dos principales candidatos de la resistencia para llevar a cabo la acción contra Hitler, por lo que el asesinato se emplazaba en alguna de las visitas de Hitler al frente del Este (y se consideraba que sería imperativo algún nivel de complicidad por parte de Kluge). En el Oeste, se avanzó mediante el reclutamiento del general Olbricht, jefe de Logística del ejército de reserva al mando del general Fromm.

Tresckow, Canaris y Von Dohnanyi se vieron en Smolensko a principios de 1943. Acordaron que se formaría un comando de oficiales, al mando del barón Georg von Boeselanger, que mataría a Hitler durante la visita al frente oriental el 13 de marzo de 1943. Esta intentona fracasó por falta de apoyo de Kluge; el mariscal ya no era para entonces ningún hitleriano acérrimo, pero no hasta el punto de facilitar una acción así.

Sin el apoyo de Kluge, los conspiradores cambiaron de estrategia. Diseñaron un plan por el cual Hitler sería asesinado en su vuelo de regreso desde el frente oriental hacia Rastenburg, mediante la acción de Tresckow y Schlabrendorff. Para ello decidieron utilizar explosivo plástico de origen británico activado con un fulminante y un temporizador. Tresckow se las arreglaría para conseguir que la bomba viajase en el avión pretendiendo ser

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un par de botellas de Cointreau dirigidas a su colega de Berlín Helmut Stieff (nunca he entendido esta historia: ¿por qué alguien que está en Smolensko regala Cointreau a alguien que está en Berlín? ¿No debiera ser más bien al revés?)

Hitler llegó al frente del Este el 13 de marzo como estaba previsto, y se reunió con Kluge antes del almuerzo. A la hora de la comida, Schlabrendorff se acercó al avión del Führer y convenció a los oficiales de mantenimiento de la historia del regalito para Stieff.

Según los cálculos conspiradores, Hitler y el resto de los ocupantes del avión reventarían más o menos sobre Minsk. Sin embargo, Hitler llegó sano y salvo a Rastenburg. Acojonado y nervioso, pero conservando la suficiente presencia de ánimo, Tresckow telefoneó a Rastenburg y convenció a un oficial al otro lado de la línea de que le había enviado a Stieff el regalo equivocado. Con puntualidad teutónica, pues, sus presuntas botellas de Cointreau se guardaron en Rastenburg hasta que alguien viajase desde Smolensko para reclamarlas. Esto fue lo que hizo, finalmente, Schlabrendorff, quien descubrió un pequeño error en el mecanismo que había impedido la explosión.

Pocos días después de este fracaso, el barón Rudolf von Gersdorff se presentó voluntario para inmolarse con una bomba durante una exhibición en Berlín de material bélico ocupado a los soviéticos. Fracasó porque no consiguió acercarse al Führer lo suficiente.

Más o menos por los tiempos del atentado fallido contra Hitler en el aire se produjo el intento por parte de elementos de la resistencia de atraer a sus proyectos de Heinrich Himmler. Aunque pueda parecer increíble, lo cierto es que esta tesis no está exenta de lógica. Himmler no era especialmente inteligente (aunque, al lado de gentes como Ribentropp o Hess, era un licenciado en exactas con premio extraordinario) y, aún así (o tal vez por eso mismo) era tremendamente ambicioso. Mediada la segunda guerra mundial que, no lo olvidemos, venía a suponer más o menos los diez años de Hitler en el poder y algunos más al frente del partido, no era Himmler el único miembro de la cúpula nazi que se preguntaba quién mandaría cuando Hitler dejase de hacerlo. Himmler, además, al menos hasta la catástrofe de Stalingrado, podía bien pensar que estaba perdiendo la partida a favor de Göring; aunque, como digo, más allá la cosas le sonrieron un poco más, puesto que Stalingrado fue uno más de los ejemplos en los que Göring prometió algo que no cumplió (en este caso, el correcto abastecimiento de las tropas en la bolsa), lo que le hizo perder puntos.

Un último factor importante es el hecho de que, en 1943, en expresión de Churchill, giraron los goznes de la Historia, y las tornas de la guerra empiezan a cambiar en contra de Alemania. Es un hecho que, más adelante, con la guerra perdida, Himmler intentará lavar su propio culo a espaldas de Hitler (por ejemplo, tratando de pactar con los judíos la liberación de unos cuantos miles de los campos de concentración a cambio de ser protegido); no es nada extraño, pues, que se pensase que podía ser proclive a algún tipo de oposición al Führer que le dejase a él en buen lugar.

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El 26 de agosto de 1943, el ministro prusiano de Finanzas, Johannes Popitz, se entrevistó con Himmler. Pudo verle gracias a Carl Langbehn, miembro de la resistencia que había hechos labores de inteligencia para Himmler.

Popitz trató de alimentar el ego de Himmler aseverando que la labor del Führer estaba siendo dilapidada, y aseverando que él era el único posible salvador; por lo que instaba a Himmler a llevar a cabo negociaciones de paz a espaldas de Hitler. Himmler, sin embargo, respondió con evasivas. Quizá, la guerra no estaba aún lo suficientemente madura para esa conversación.

Lejos de ayudar a la resistencia Himmler, a través de la Gestapo, la perseguía. La Historia del III Reich es, en buena parte, la Historia de un enfrentamiento continuado y cainita entre la Abwehr y la Gestapo por ser la CIA de Hitler; pelea que finalmente ganaría la Gestapo, precisamente, tras estallar la bomba contra Hitler. Hasta 1942, en realidad, la Gestapo estuvo básicamente ocupada en desmantelar la Rote Kapelle, es decir la red de espionaje de inspiración comunista existente en Alemania. Pero, tras dar con sus cabecillas y detenerlos, pudo centrarse en esta otra resistencia que aquí constato, que tiene un carácter mucho más conservador.

Los éxitos fueron rápidos. A principios de 1943, la Gestapo detuvo a los dos jóvenes hermanos Hans y Sophie Scholl, que realizaban proselitismo antihitleriano en la universidad de Munich; y los puso en manos del superjuez nazi Roland Freisler. Los Scholl se autoincriminaron buscando que no hubiese más investigaciones, pero, pese a ser ejecutados, se produjeron un centenar más de detenciones. La resistencia no podía quedarse quieta. El conde Peter Yorck, vinculado a Dohnanyi, viajó a Suiza para mantener contactos con Allen Dulles, respresentante de EEUU, para convencerle, sin éxito, de una mayor implicación aliada en las acciones de la resistencia.

En marzo de 1943, Ludwig Beck fue operado de un cáncer de estómago, lo cual debilitó a la resistencia. Por aquellas fechas, Himmler nombró a Ernst Kaltenbrunner jefe de Seguridad del Reich, lo cual marcó un agravamiento de las acciones de la Gestapo. El propio Canaris, al cual Himmler le había confesado, probablemente para ponerlo nervioso, que estaba investigando un golpe de Estado de los generales, fue interrogado.

Manfred Roeder, uno de los mejores investigadores de la Gestapo, había trincado por un delito económico a un hombre relacionado con la resistencia, Schmidthuber, al que metió en la prisión de Tegel una buena temporada para ablandarlo. Finalmente, Schmidthuber acabó por ceder y se mostró dispuesto a hablar acerca de acciones realizadas con miembros de la resistencia como Müller o Dohnanyi.

El 5 de abril de 1943, las investigaciones de Roeder y la Gestapo dieron frutos por fin. Ese día el mismísimo Roeder, acompañado tan sólo por Franz Xaver Sonderegger, también oficial de la Gestapo, llamó sin previo aviso a las oficinas de la Abwehr. Preguntaron por Canaris, que les recibió extremadamente solícito. Fríamente , Roeder le exigió que les llevase a la oficina de Dohnanyi.

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Canaris encargó a Oster la labor de llevar a los dos oficiales de la Gestapo a la presencia de Dohnanyi. Una vez en el despacho de éste, Roeder y Sonderegger conminaron a Dohnanyi a que abriese los cajones de su mesa y su caja fuerte. Éste obedeció, y pronto todos los papeles guardados en estos sitios estaban extendidos sobre la mesa. Roeder se aplicó a estudiarlos, pero Sonderegger, no. Era un experto perro de presa, conocía su oficio muy bien y sabía que, tal vez, la clave de la investigación no estaba en los papeles, que eran muchos y estaban desordenados, sino quizá en los rostros de las personas a las que vigilaban. No se equivocó. En un momento dado, captó claramente una señal de mus de Dohnany a Oster, señalando levemente uno de los papeles de la mesa. Sonderegger esperó a que Oster intentase hacerse con el papel y, cuando lo hizo, lo pilló en bragas. Aquel papel, marcado con una O, contenía un esquema de cómo debería ser la administración de Alemania tras la caída de Hitler. Luego aparecieron más documentos comprometedores. Dohnanyi salió de la sede de la Abwehr camino de la carcel militar de Tegel (el mismo pueblo que hoy da nombre al aeropuerto berlinés).

Aquella acción fue una indudable victoria de la Gestapo. Pero parcial. Con todo, Dohnanyi logró escabullir a los policías la llave de los archivos secretos que tenía en Zossen, donde había tralla para implicar a todos los conspiradores hasta el corvejón. Dohnanyi había tenido la inteligencia de pegar la llave a una carpeta que contenía papeles insulsos de gestión, así pues Oster no tuvo problemas en recuperarla. No obstante, la documentación incautada condujo a la rápida detención de la mujer de Dohnanyi, Christine; su hermano, Dietrich Bonhoeffer; Josef Müller y la mujer de éste. Oster no fue detenido, pero sí colocado bajo intensa vigilancia. Para todos los presos, la prioridad se convirtió en seguir en Tegel, es decir detenidos bajo jurisdicción militar, y no en las mazmorras de la Gestapo, donde su destino era mucho más incierto.

Roester bautizó a todo aquel grupo como la Schwartz Kapelle, o banda negra. Aunque los presos no estaban formalmente bajo su jurisdicción, sí los interrogó y los sometió a fuerte tortura psicológica, amenazándoles con llevarles a sus cárceles o con hacerle algo a sus parientes.

En cuanto a una de las claves de esta historia, los papeles de Zossen, fueron, con mucha probabilidad, parcialmente destruidos por Oester, y el resto pasaron a manos del coronel Werner Schrader, destinado en el alto mando de Zossen. Schrader escondió lo papeles en una granja de su cuñado en Brunswick. En 1944, cuando conociendo el fallo del atentado contra Hitler, Schrader se suicidó, su mujer los destruyó.

A pesar de los movimientos de la Gestapo, los conspiradores no paraban. Aquel verano de 1943, Tresckow se montó una baja por enfermedad que aprovechó para desarrollar planes detallados para el asesinato de Hitler. Goerdeler, mientras tanto, intentaba acercarse a Churchill, enviándole vía Estocolmo un memorando describiendo cuáles serían las intenciones de un hipotético gobierno alemán post-Hitler. No obstante, en otoño la Gestapo

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todavía daría un golpe más, pues, a través de un infiltrado, consiguió desarticular un pequeño grupo conspirador liderado por dos mujeres: la viuda de Wilhelm Solf, que había sido embajador alemán en Tokio; y otra mujer llamada Elizabeth von Thadden.

Para octubre de 1943, sin embargo, Beck mejoraba de sus dolencias, lo cual era una buena noticia. Y también ocurrió otra cosa: Tresckow trajo al grupo de la resistencia a un amigo suyo, el coronel conde Klaus von Stauffenberg.

Klaus von Stauffernberg era muy valioso para la resistencia por diversas razones. En primer lugar, era un convencido de la causa, hasta el punto de haber ejercido de prosélito sobre la necesidad de acabar con Hitler ante el general Erich von Manstein, quien durante los tiempos del célebre colapso de Stalingrado era comandante en jefe del frente del Este. Además, era un héroe mutilado de guerra. En 1943, en Túnez, su vehículo había sido alcanzado por un proyectil y le hirió tan gravemente que perdió una mano, un antebrazo, tres dedos de la mano superviviente y el ojo izquierdo. A pesar de tan graves heridas, se las arregló para seguir movilizado, por supuesto en labores de oficina. Fue destinado al equipo del general Olbricht, en el gabinete de guerra situado en la Bendlestrasse de Berlín. Allí pudo tener muy frecuentes relaciones con Tresckow sin despertar sospechas. En realidad, Von Stauffenberg no es sino el símbolo, o el síntoma, de la toma de «poder» dentro de la resistencia de una generación más joven que la de Beck y Goerdeler.

En estos tiempos nació la llamada operación Valkiria, destinada a coordinar un golpe de Estado coincidente con la muerte de Hitler. Dicho golpe se disfrazaría de una acción militar necesaria para parar un presunto levantamiento de las decenas y decenas de miles de trabajadores forzados no alemanes que había ya en territorio del Reich.

En noviembre de 1943, se diseñaron dos operaciones suicidas, con sus correspondientes voluntarios, para matar a Hitler. En la primera, el barón Axel von dem Bussche, que había sido designado para diseñar un nuevo abrigo para Hitler, se comprometió a poner una bomba para que el Führer volase por los aires el día que se lo probase. Sin embargo, Hitler nunca encontró tiempo para lo del abrigo, lo cual no es extraño teniendo en cuenta que dirigía una guerra con varios frentes. Tanto se retrasó la prueba que Von Bussche acabó por ser herido en el frente, por lo que la misión se hizo imposible. Entonces, el joven militar Ewald von Kleist se ofreció para sustituirlo, pero fracasó. Otros conspiradores estuvieron preparados para matar a Hitler durante una visita al frente oriental, pero Hitler no lo visitó. Otro voluntario, el coronel Von Breitenbach, estuvo en una reunión con Hitler preparado para dispararle, pero no logró acercarse lo suficiente; Hitler se presentó en la reunión literalmente blindado por una barrera de pechos de la SS.

A principios de 1944, para colmo, desapareció la Abwehr, absorbida por el servicio de inteligencia militar al frente del cual estaba Schelemberg. Otro que tuvo muy mala suerte fue el mayor Stieff, el receptor de las falsas

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botellas de Cointreau donde iba la bomba que había de matar a Hitler en el aire. Las guardó en un lugar seguro, hasta el día que el mecanismo que había fallado en el avión decidió dejar de fallar, y explotaron. Afortunadamente para él, el relator de la investigación correspondiente fue Werner Schrader, el custodio del Memorando X y comprometido con la resistencia.

Quien sí tuvo noticias en forma de bombardeo fue Dohnanyi. La prisión de Tegel fue uno de los objetivos de un raid aéreo sobre Berlín en noviembre de 1943, y el prisionero sufrió diversas heridas que forzaron su internamiento en un hospital. Aunque en febrero de 1944 fue trasladado al hospital militar de Buch, dejó de sufrir interrogatorios.

En junio de 1944, llega la oportunidad. Von Stauffenberg fue propuesto para ser jefe de gabinete del general Fromm, comandante en jefe del llamado Ejército de Reserva, formado fundamentalmente por aquellos militares que no estaban ya en condiciones de ir al frente del Este. Fromm tenía sitio en las sesiones de estado mayor de Hitler, y, como es lógico, no siempre podía ir. Esto quiere decir que el coronel conde Klaus von Stauffenberg, probablemente uno de los hombres del entramado «oficial» del Reich que más decidido estaba de matar a Hitler, tendría la oportunidad de estar codo con codo con él. El 7 de junio de 1944, que se sepa, fue el primer encuentro militar en las alturas en el que Stauffenberg estuvo cerca del Führer. Tal y como pudo comprobar enseguida, su alto cargo, y su condición de mutilado, hacía que la SS no se preocupase de cachearlo.

Beck y Olbricht, conscientes de estar ante la mejor oportunidad posible, se apresuraron a hacer su trabajo y atraer al proyecto al general Erich Fellgiebel. Fellgiebel era fundamental en todo aquel montaje porque ocupaba la jefatura de comunicaciones del ejército. Sólo él podía conseguir mantener el cuartel general de Rastenburg ciego y mudo tras la muerte de Hitler, como precisaban los golpistas para poder hacerse con Berlín.

El 3 de julio, en Berchtesgarden, donde se encontraba Hitler, Stauffenberg se vio con Stieff, quien le entregó dos bombas. Allí mismo, en la guarida montañosa, se convocó una reunión el día 11, a la que debía asistir el coronel. El conde debía colocar la bomba para que estallase al poco tiempo y luego llamar a Olbricht a Berlín, quien pondría en marcha Valkiria; en realidad, según los planes, Olbricht le tenía que echar un par de huevos, porque debía colocar a las tropas en la calle a las 11 de la mañana, es decir una hora antes de comenzar la reunión de estado mayor y la prevista muerte de Hitler, además de sin conocimiento del general Fromm, comandante en jefe de dichas tropas. Por eso era tan fundamental controlar las comunicaciones. Sin embargo, el día 11 ni Göring ni Hitler fueron la reunión. El 14, además, de forma inopinada Hitler transfirió su cuartel general a Rastenburg.

Al día siguiente, 15, Hitler convocó una nueva reunión ya en Rastenburg, a la que de nuevo debía acudir Stauffenberg. Pero, de nuevo, Göring y Hitler faltaron a la cita. Olbricht medio sacó las tropas a la calle,

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pretextando luego un extraño ejercicio táctico, aunque no se libró de la bronca de Fromm.

El error del día 15, según discutieron el 16 Beck, Olbricht y el propio Stauffenberg, hacía imposible activar Valkiria hasta que Hitler no hubiese muerto. Eso sí, los conspirados habían recibido noticias de Stuepnagel, gobernador militar en Francia, en el sentido de que coordinaría acciones con Valkiria cuando ésta se iniciase.

Finalmente, Stauffenberg fue convocado a una nueva reunión, el 20 de julio. Su personal día D. El día que, en frase de Churchill (refiriéndose a Stalingrado) pudieron volver a girar los goznes de la Historia.

El día D, en efecto, Stauffenberg se levantó como cualquier otro día en el apartamento que ocupaba en Wansee. Se acicaló (insistía en hacerlo solo) y luego se reunió con su adjunto, el teniente Werner von Haeften. Haeften estaba tan implicado en los planes conspiradores que incluso tenía una segunda cartera con una bomba con las instrucciones de usarla si la primera, por alguna razón, fallaba. Voló junto con Stieff a Rastenburg en un Heinkel puesto a su disposición por el general Wagner, el cual también sabía de qué iba la movida. Tocaron tierra a eso de las diez de la mañana, dos horas antes de la reunión.

El complejo de Rastenburg tenía tres perímetros de seguridad, los tres controlados por la SS. Stauffenberg se enteró de que Hitler había retrasado el encuentro una hora, hasta la una de la tarde. Es algo que solía pasar con cierta normalidad, puesto que Hitler, según es sobradamente conocido, solía trasnochar mucho, especialmente si encontraba a alguien para soltarle alguna de sus interminables peroratas, y nunca tenía prisa para levantarse. Stauffenberg aprovechó el tiempo para buscal a Fellgiebel y discutir con él el «apagón» comunicativo de Rastenburg en el momento del atentado.

Iniciada la mañana, Hitler cambió de idea y adelantó media hora la conferencia. La razón de ello es que necesitaba tiempo para recibir a las dos y media a Benito Mussolini, el cada vez más fantasmagórico Duce italiano, que venía a verle.

En Berlín, el general Hoepner, que tenía sus propias razones para ser un antihitleriano (el Führer le había destituido por incompetente) se dirije a ayudar a Olbricht en su puesto; su misión es tomar en su momento el mando del Ejército de Reserva, en el caso de que el general Fromm, como todos sospechan, se niegue a unirse a la conspiración. El general conde Wolf von Helldorf, presidente de la policía de Berlín, tenía ya en esa mañana una pequeña fuerza policial preparada por si las moscas. Por su parte en París el conspirador que había comprometido su acción, Stuepnagel, estaba solo en su cuartel general del hotel Majestic de la avenida Kléber de París. Allí no le cabía esperar la ayuda de nadie; a esas alturas de la guerra, todo aquel mando que no estaba en el frente ruso comiendo mierda y sangre, tenía motivos para estarle agradecido a Hitler. Sin embargo, en el estamento de los oficiales de menor graduación, Stuepnagel sí que tenía compañeros, muy especialmente Cäsar von Hofacker, primo de Stauffenberg. Eso sí, el

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conspirador en Francia sabía que su superior jefe, el general Kluge, en realidad tenía una posición muy típica de los golpes de Estado, y que, por ejemplo, Gonzalo Queipo de Llano se encontraría en no pocas de las guarniciones de Sevilla el 18 de julio de 1936. Kluge estaba dispuesto a unirse a la rebelión, pero únicamente cuando los primeros compases hubiesen pasado y el golpe se hubiese consolidado.

Así pues, cuando estaban a punto de dar las 12, tenemos:

A Stauffenberg, Stieff, Haeften y Fellgiebel esperando, nerviosos, en Rastenburg el principio de la reunión.

A Olbricht comiéndose las uñas en el Ministerio de la Guerra en Berlín, adonde pronto llegaría Hoepner para darle conversación.

A Beck, en su casa en las afueras de Berlín, esperando.

A Stuepnagel, en el Hotel Majestic de París esperando una llamada.

Y, finalmente, en Berlín, al conde Von Helldorf, discretamente acuartelado.

Todo este montaje depende de una sola cosa: del esperado estado de shock en el que los conspiradores esperan que quede el Estado nazi después de que Hitler haya reventado en pedazos.

Pasadas las 12,30, cuando la reunión en Rastenburg ya ha comenzado (aunque ellos creen que no comienza hasta la una), Olbricht y Hoepner almuerzan en la cafetería del Ministerio. Sabido es que nadie come en la cafetería de un Ministerio por gusto, pues si en algo se parecen los ministerios del mundo es en la insoportable levedad de sus menús del día. Si ambos conspiradores dan ese paso es para dar sensación de normalidad; para intentar que nadie se pregunte qué hace un tipo como Hoepner allí. Le han dejado a la secretaria de Olbricht, Frau Ziegler, que les avise de cualquier llamada de Rastenburg. Pero dicha llamada no llega.

Más lo menos a la misma hora, en París ocurre algo que, que yo sepa, nunca se ha aclarado del todo. En la rue de Surène, un miembro del gabinete de Kluge, el coronel Frinckh, recibe una llamada de teléfono de alguien que dice llamar desde Zossen y que se limita a decir, pausadamente: «Ejercicio». Conocedor Frinckh de las intenciones conspiradoras, informa inmediatamente a Hofacker. Como digo, ninguno de los dos supo nunca quién les llamó.

En Rastenburg, comienza la reunión. Stauffenberg se retrasa un poco por haberse dejado en el vestíbulo su gorra y su cinturón. Keitel le riñe. El Führer no admite retrasos. Stauffenberg se disculpa, se pone el cinturón, abre su cartera, y activa disimuladamente la bomba. Desde ese momento, tiene diez minutos hasta la detonación. Tres se consumen andando hacia la sala. Una vez allí, por lo tanto, Stauffenberg tiene siete minutos para acercarse lo más posible a Hitler, dejar la cartera disimuladamente, pretextar cualquier problemilla y salir a la naja.

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Entra en la sala. Una mesa muy larga con unas veinte personas alrededor, entre las cuales no están ni Göring ni Himmler. Eso no arredra a Stauffenberg. Ya está hablado que, aunque sea a Hitler solo, la acción se llevará a cabo. En la sala hace un calor de cojones (es julio), así pues las ventanas están abiertas. Eso, piensa Stauffenberg, va a reducir la onda explosiva, así pues es necesario poner la bomba bien cerca de Hitler.

El general Heusinger, jefe de Operaciones, está haciendo una exposición sobre la situación del frente oriental. Una exposición pesimista. Todo el mundo escucha. A Stauffenberg, el corazón se le pone a mil por hora. Heusinger, de forma casi plañidera, está clamando por tener más reservas. Él, Stauffenberg, está allí representando precisamente al comandante del Ejército de Reserva. Si Hitler, en ese momento, se dirige a él y le insta a explicar la situación del Ejército de Reserva, no habrá tiempo para huir. La bomba estallará mientras él esté hablando.

Hitler le salva la vida (por el momento, claro). El Führer decide que antes de discutir lo de la reserva prefiere que la exposición sobre el frente del Este termine. Todos los ojos vuelven a Heusinger. Es mi momento, piensa Stauffenberg. Coloca su cartera en el suelo y la empuja levemente con el pie, hasta colocarla prácticamente a los pies de Hitler, apoyada contra una de las sólidas borriquetas de madera que sujetan el tablero de la mesa. Entonces pretexta la necesidad de hacer una llamada a Berlín, esquiva la mirada de pocos amigos de Keitel, y se larga de la sala antes de que a alguien se le ocurra ordenarle que se quede.

En el momento que Stauffenberg llega al coche donde le esperan Haeften Fellgiebel, la sala de reuniones de Rastenburg vuela por los aires.

Eran las 12.42 del 20 de julio de 1944. Stauffenberg, Haeften y Fellgiebel escucharon la deflagración y no tuvieron duda alguna de que habían matado a Hitler. Fellgiebel se separó para comunicar con Berlín, mientras que la prioridad para los otros dos era superar, cuando antes, los dos puntos de control de la SS que aún les quedaban para huir de la guarida del lobo.

El segundo perímetro de seguridad anotó la llegada de Stauffenberg a las 12,44. El conde se bajó del coche, exigió hablar por teléfono con el oficial de guardia y, una vez que lo consiguió, le conminó a dejarle pasar. Funcionó. En el tercer punto de control intentó lo mismo. Pero para entonces ya habían llegado a los puestos de control las órdenes de que nadie saliese de Rastenburg sin una autorización especial. No obstante, Stauffenberg telefoneó de nuevo, y consiguió que el oficial de guardia le transmitiese al sargento del puesto la orden de dejarle pasar. El coche partió a toda leche hacia el aeropuerto. Dentro de él, sus ocupantes iban desmantelando en piezas la segunda bomba, y tirándolas al bosque. A las 13,15 horas, apenas 33 minutos después de haber estallado la bomba, despegaron hacia Berlín.

Fellgiebel, mientras tanto, se dirigía a la escena de la explosión. Todo el mundo allí estaba convencido de que un avión ruso había pasado y tirado una bomba, con tanta precisión que le había dado al estado mayor alemán en todo su centro. Eso, lógicamente, convenía a la conspiración. Sin embargo,

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creyó quedarse sin aliento cuando vio salir de entre los escombros, trastabillando, la inconfundible figura un tanto retaca y el rostro no menos inconfundible tocado con un pequeño bigote. Adolf Hitler, ante sus ojos, salía del lugar del suceso por su propio pie.

¿Qué había pasado? Varias cosas. En primer lugar, tal y como Stauffenberg había temido, las ventanas abiertas habían operado como erosionadoras para la violencia de la explosión. Además, el tablón de la mesa, enorme y muy pesado, también se había llevado lo suyo. Y, además, estaba el coronel Brandt. Un hombre a quien no recordamos todo lo que deberíamos.

Este humilde coronel Brandt, del que al menos de momento ni siquiera he conseguido averiguar su nombre de pila, cambió muy probablemente la Historia. Él solito. No estaba llamado a ello, pues tan sólo era un oscuro oficial jefe del gabinete del general Heusinger. En su condición de tal, estaba en la reunión de Rastenburg, aunque en un segundo plano. Como persona no singular, iba brujuleando por aquí y por allá, según el sector del enorme mapa sobre la mesa que necesitase mirar. La casualidad quiso que, en su expedición, se colocase detrás de Hitler, muy cerca de él e, intentando acercarse a la mesa, con mucha probabilidad dio un pequeño puntapié a la cartera de Stauffenberg, metiéndola más adentro, totalmente debajo del tablero de la mesa, y debilitando con ello la capacidad dañina de la explosión.

Brandt le había salvado la vida a Hitler. Y lo hizo donando la suya, pues la explosión le mató a él, como mató al general Korten, jefe del staff de la Luftwaffe; al general Schmundt, jefe adjunto de las Fuerzas Armadas; y a un tal señor Berger, estenógrafo. También fueron gravemente heridos el general del Aire Bodenschatz y el coronel Bergmann, adjunto al propio Hitler.

En el momento de la explosión, Hitler estaba comprobando la información del mapa situada en el distrito de Kurland. Por ello, estaba totalmente inclinado sobre la mesa, porque dicho distrito estaba justo en el otro lado de donde se encontraba. Todas las partes vitales de Hitler, por lo tanto, estaban en la vertical del tablero de la mesa, lo que hizo que éste le sirviese de escudo. El Führer no estaba lo que se dice ileso: apenas movía el brazo derecho, la pierna derecha la tenía quemada (era la más cercana a la bomba); se le habían dañado los tímpanos y, finalmente, las nalgas se le habían quedado, según descripción que hizo el mismo, como las de un babuino. Su primera reacción, al parecer, fue encabronarse porque la bomba había destrozado sus pantalones. Eran nuevos.

Rápidamente superado el trauma de sus pantalones, sin embargo, Hitler se aclaró la cabeza y dio la orden de sellar Rastenburg desde aquel mismo momento. Nadie en el exterior, dijo, debería saber del estallido de la bomba. Fellgiebel sintió que la columna vertebral se le derretía. Él sabía que Von Stauffenberg volaba hacia Berlín convencido de haber matado a Hitler, así pues tenía que arreglárselas para hacerles algún tipo de señal a los de Berlín. Sin embargo, para cuando llegó a su mando de señales, se lo encontró ya totalmente controlado por la SS.

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Hitler reclamó a Heinrich Himmler, que estaba apenas a 25 kilómetros de Rastenburg, para investigar el suceso. Antes de que llegase, conforme todo el mundo se fue dando cuenta de que aquella bomba no podía haber caído de un avión ruso, ya eran varios los que pensaban en Stauffenberg, su extraña y oportuna decisión de abandonar la sala, además del hecho evidente de que no estaba allí, como responsable de lo ocurrido.

A la una de la tarde, mientras Olbricht y Hoepner hacían una angustiosa sobremesa en la Bendlerstrasse, en todo Berlín sólo había una persona que sabía que en Rastenburg había habido una explosión: Josef Goebbels, ministro de Propaganda.

A eso de las dos de la tarde, Gisevius y Helldorf, angustiados por la falta de información, se arriesgaron a llamar a Arthur Nebe, jefe del departamento de Investigación Criminal, con quien habían convenido que trataría de obtener información por su cuenta. Nebe les contó que lo único que había transmitido Radio Macuto hasta aquel momento es que había habido algún tipo de explosión en la guarida del lobo, y que Himmler había ordenado una investigación.

En París, para aportar aún más misterio a la cosa, Finckh recibió otra llamada misteriosa desde Zossen. La misma voz de la llamada anterior deletreó: Abgelaufen. O sea: lanzado.

Aunque la voz colgó sin más, Finckh llegó a la conclusión de que debía activar el protocolo previsto para el golpe, según el cual debía desplazarse a las afueras de París, al Estado Mayor del frente occidental, e informar al jefe de gabinete de Kluge, general Blumentritt, que no era un conspirador, de que se había producido un golpe de Estado. A eso de las tres de la tarde, en efecto, Finckh le declaró oficialmente a Blumentritt que la Gestapo había dado un golpe de Estado en Berlín, que Hitler estaba muerto y que se había formado un gobierno con los generales Beck, Witzleben y el doctor Goerdeler.

Blumentritt, al parecer, nunca dudó de las palabras de Finckh. Se limitó a comentar que se alegraba de que el gobieno hubiera caído en manos de personas que con seguridad negociarían la paz. Luego se aplicó a llamar al mariscal de campo Kluge, su jefe, para comunicarle las noticias. Pero sólo encontró a otro miembro de su gabinete, Speidel, quien le informó de que Kluge estaba fuera. No volvería hasta la tarde-noche. Speidel comenzó a preguntar el porqué de tanta urgencia. Blumentritt tenía miedo de hablar, pues sabía que la Gestapo tenía oídos muy finos. Así pues, musitó en la línea: «Están pasando cosas en Berlín» ; y luego, casi sin fuerza, la palabra «muerto». Speidel no supo qué pensar.

En Berlín, a eso de las tres y media de la tarde, el general Fritz Thiele, oficial de comunicaciones de Olbricht, consigue encontrar una extensión en Rastenburg en la que le atienden a pesar del apagón informativo decretado por Hitler. En una conversación casi en clave, obtiene el dato de que ha habido una explosión contra Hitler, pero en modo alguno la confirmación de que esté muerto o de que no lo esté. El problema para Olbricht estriba en que Stauffenberg, por mucho que haya podido correr, no va a llegar a Berlín hasta

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las cinco de la tarde, más o menos. Por lo tanto, el militar se tiene que enfrentar al hecho de que ha de poner en marcha Valquiria sin tener total certeza de que puede hacerlo.

A las cuatro menos cuarto, Olbricht decide lanzar las señales convenidas enValquiria, y hacerlo, además, sin el concurso de su superior Fromm, que está a apenas unos pasillos de distancia. Los mandos del ejército de reserva las lanzan a las cuatro menos diez, y a la hora en punto la mayoría de sus destinatarios en Berlín ya las conocen. A otros lugares, aún tardarán en llegar.

A las cuatro de la tarde, una hora antes de lo esperado, el avión de Stauffenberg toca tierra en Rangsdorff. Es en dicho aeropuerto donde se entera que apenas las señales de Valquiria están empezando a lanzarse, porque Fellgiebel no ha telefoneado como se esperaba. Cuando llega al ministerio se encuentra a sus compañeros envueltos en dudas. Él, sin embargo, está bien seguro. Ha visto el estallido, así pues no tiene ni la más remota duda de que Hitler ha reventado. De hecho, es tan convincente que, tras hablar con él, Olbricht decide que es momento de ir a hablar con Fromm. Se presenta ante el mando del ejército de reserva, le cuenta la movida y le sugiere que las órdenes del golpe de Estado se extiendan a la totalidad de los mandos del ejército de reserva (cosa que Olbricht ya ha hecho). Fromm, sin embargo, reacciona con cautela. Quiere que Keitel le confirme la muerte de Hitler. Para gran sorpresa de Olbricht, cuando Fromm telefonea a Rastenburg, le ponen con Keitel casi inmediatamente. El interlocutor de Fromm en Rastenburg le cuenta la verdad (esto es, que ha habido un atentado contra Hitler, pero que el Führer está casi ileso), y le pregunta dónde coño está su oficial Stauffenberg.

Olbricht, probablemente porque ya no tiene otro remedio, asume, cuando Fromm le dice que no pasa nada, que Keitel ha mentido, y que Hitler está muerto.

En muy pocos minutos, en el despacho de Olbricht se junta el gotha de la conspiración contra Hitler. Beck, incapaz de esperar en su casa, ha ido a verle. Allí están, además, Stauffenberg y Hoepner. Y, al calor de esta llegada, los oficiales jóvenes más furibundamente antihitlerianos aparecen para escuchar noticias: Ewald von Kleist, Hans Fritzsche, Von Hammerstein, Von Oppen. Aunque Erwin von Witzleben, que tenía que asumir el mando de las tropas, no apareció hasta las seis y media, aproximadamente dos horas después. Stauffenberg llama a Stuepnagel a París. Le da personalmente la noticia de la muerte de Hitler, y le conmina a proceder a la detención de los oficiales de la SS y de la Gestapo. Sin embargo el general Beck, viejo zorro, duda. No le encajan las palabras de Keitel, quizá porque le conoce y le cuesta creer que haya mentido.

El golpe, en todo caso, necesita avanzar. Ya son las cinco de la tarde y, puesto que las órdenes de Valquiria han salido, los conspiradores suponen que las tropas están marchando hacia Berlín, pues no otra cosa se les ordena en los mensajes de Valquiria. Sin embargo, habían previsto haber tomado los

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ministerios y las emisoras para las cuatro y, de hecho, para entonces ya se tenía que haber producido un mensaje radiado de Beck. Por eso, Stauffenberg, Olbricht, Haeften y Kleist se dirigen al despacho de Fromm, a exigirle algún paso más.

A esa misma hora, las cinco de la tarde, Himmler tiene ya una idea bastante precisa de lo que ha pasado. Ya tiene claro que el atentado es cosa de Stauffenberg, aunque a esa hora de la tarde todavía piensa que el militar mutilado ha actuado solo. En todo caso, telefonea a Berlín ordenando la detención de Stauffenberg, esté donde esté.

Al final de la tarde, cuando las órdenes de Valquiria se conocen en Rastenburg, el panorama cambia. Es entonces cuando los jerarcas nazis se dan cuenta de que están ante un golpe de Estado y, para desgracia de Fromm, creen que el responsable del ejército de reserva está implicado; él, que ha sido tan cauteloso. Hitler nombra a Himmler comandante en jefe del ejército de reserva. Con ello, el pequeño Heinrich da el último paso que siempre ambicionó: tener un mando militar.

Pero dejemos a Hitler y los suyos durante la muy británica ceremonia del té de las cinco, con un invitado de honor llamado Mussolini. Es una pena que les abandonemos, porque fue una merienda la hostia de entretenida, porque todos los jerarcas nazis que se habían apresurado a presentarse en Rastenburg para aseverar su fe inquebrantable en el Führer, es decir Ribentropp, Göring, Donitz, etc., se embarcaron en una serie de discusiones cruzadas, acusándose todos a todos de ser los responsables de lo que había pasado; fue una discusión tan parecida a las de los programas del corazón de la tele española que Hitler tuvo que cortarla pegando un berrido. Así pues, como digo, es una lástima dejarlos. Pero tenemos otras cosas que hacer.

Es mejor que comencemos otra escena. La escena en la que un asombrado Fromm, blanco como la cera y, por qué no decirlo, cagado de mierdo, se está levantando de su sillón de burócrata militar y pensando: tierra, trágame.

Pues sí. El gordo general Fromm hubiera preferido que se lo tragase la tierra cuando Stauffenberg, su jefe de gabinete; y Olbritch, su jefe de intendencia, le comunicaron que, en realidad, las órdenes vinculadas al golpe de Estado ya habían sido distribuidas en todo el ejército de reserva bajo su mando teórico. En realidad, hubo un primer momento en que le contaron el cuento de que todo era cosa de un coronel suyo, Mertz von Quirheim; el cual, probablemente por estar en la conspiración y por mantener su honor, confesó unas culpas que no eran suyas. Stauffenberg, sin embargo, no pudo resistirlo cuando vio a Fromm dispuesto a arrestar a Von Quirheim y hacer caer sobre él todo el peso de su autoridad, y le confesó que él era el asesino del Führer. Para entonces, el despacho de Fromm estaba ya lleno de conspiradores. Así pues, cuando el alto mando se levantó para declarar bajo arresto a los golpistas, Von Kleist y Haeften, presentes, colocaron sendas pistolas en su prominente barriga, bajándole los humos.

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Aquel día por la tarde, se dio el caso casi inusual en la Historia de que un mismo ejército, el de reserva alemán, tuvo al mismo tiempo tres jefes. Estaba Fromm, medio arrestado. Estaba, también Hoepner, quien sustituyó a Fromm tras que éste fuese confinado, cambiándose el uniforme allí mismo. Y estaba Himmler, el cual había sido nombrado por Hitler en cuanto el Führer se dio cuenta de que todo lo que estaba pasando tenía su centro en Berlín y en estas unidades.

Los conspiradores, en todo caso, se demostraron malos guardianes. Fromm y su adjunto, Heinz Ludwig Bartram, habían sido confinados en una sala de reuniones; pero los presos no tardaron mucho en darse cuenta de que dicha sala no tenía una, sino dos puertas. Casa con dos puertas, mala es de guardar, escribió creo que Tirso de Molina, y gran verdad es. Así pues Bartram, de cuya capacidad para el movimiento hábil todo lo que hay que decir es que sólo tenía una pierna, consiguió seguir en contacto con el resto del ministerio e incluso aprender las rutinas de comprobación de los guardias responsables de controlar que seguían dentro de la sala.

El trato dado a Fromm, inesperado para algunos conspiradores que esperaban su implicación, abrió las primeras fisuras en el movimiento. Von Helldorf, por ejemplo, abandonó exasperado el ministerio por dicha causa.

A causa de las órdenes de Valquiria, a las cinco menos cuarto se había declarado la ley marcial, y a partir de de las cinco y media comenzaron a llover las llamadas de unidades en demanda de instrucciones, que eran atendidas por Olbricht y Stauffenberg. Beck, por su parte, se encargó de hablar con Stuepnagel en Francia; el general, no muy convencido, le intimó que hablase con el mariscal de campo Hans Günther von Kluge, jefe de toda la cosa francesa, en La Roche-Guyon, cosa que Beck haría demasiado tarde.

En medio de todo este follón, se presenta en el edificio del ministerio el coronel de la SS Piffraeder, junto con otros dos miembros del cuerpo. Llegó, se plantó delante de los conspiradores, taconeó, levantó el brazo, dijo aquello de Heil Hitler y pidió permiso para hablar en privado con el coronel Von Stauffenberg. Gisevius, presente en la escena, conocía bien a este SS Oberführer Piffraeder, sabía que era un nazi vocacional y que, por lo tanto, no podía estar ahí para nada bueno. Advirtió a Stauffenberg, así pues éste se presentó a la entrevista con su pequeña guardia pretoriana (Hans Fritzsche, Von Kleist y Kurt von Hammerstein, todos ellos jóvenes oficiales de su cuerda). Estas cuatro personas colocaron al coronel y sus acompañantes bajo arresto.

Era, no obstante, media tarde. Según Valquiria, para entonces el centro administrativo de Berlín debía estar en manos de las tropas leales; y en las radios debía haber proclamas de los golpistas. Y, lo que es peor, nadie había ejecutado todavía los tres asesinatos previstos: Josef Goebbels; el general Ernst Kaltenbrunner, jefe de la Gestapo tras el asesinato de Reynald Heydrich; y Heinrich Müller, más conocido como «Gestapo Müller», jefe de la sección cuarta de este cuerpo (y, de paso, considerado el jerarca nazi de mayor graduación del que nada se ha sabido tras la caída de Berlín). A causa

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de esta inoperancia, en el ministerio había grandes discusiones. Algunos de los conspirados querían hacer uso de los policías al mando de Von Hellforf; pero otros conspiradores, que acabaron por ser mayoritarios, preferían mantener el golpe como un movimiento meramente militar. Las discusiones eran tan fuertes que incluso hubo un momento en que Keitel llamó desde Rastenburg y nadie lo atendió (confieso que les entiendo; algo parecido me pasó a mí en la mili. Doy fe que, cuando estás en medio de una discusión, ni cuenta te das cuando comienza a sonar el himno nacional).

Más o menos a media tarde se presentó en el ministerio el general Von Kotzleisch, comandante del distrito de Berlín, en demanda de noticias. Se negó a tratar con Hoepner porque no aceptó su nuevo mando sobre el ejército de reserva, y también rechazó los términos conciliadores de Beck. Tuvo que ser puesto bajo arresto. Los arrestados comenzaban a ser multitud.

A eso de las seis, por fin, las primeras unidades movilizadas por los mensajes de Valquiria se dejan ver por la Bendlestrasse. Estas unidades eran un batallón de guardias, unidades del servicio de formación de tiro, así como unidades de la academia de Infantería de Doeberitz. Lo más granado de esas tropas eran los guardias, al mando del mayor Otto Ernst Remer, quien, paradójicamente, era un furibundo creyente nazi; aunque su jefe directo, general Kurt von Haase, simpatizaba con el golpe.

Este mayor Remer fue el encargado, dentro de las órdenes repartidas a la llegada de las unidades, de arrestar a Goebbels. Arrestarlo, y tal vez matarlo.

Hay, ciertamente, muchas cosas jodidamente malas que se pueden decir de Josef Goebbels y de su esposa, entre capulla y mística. Pero que era un cobarde o un imbécil no están en la lista. De hecho, el golpe de Estado contra Hitler estaba a punto de chocar contra él.

A las cinco de la tarde, Goebbels había hablado personalmente por teléfono con Hitler, así pues a él no le podían hacer lo que a Remer, es decir contarle que estaba muerto y esperar que lo creyese. Hitler le había ordenado que saliese en la radio asegurando que el Führer estaba vivo, aunque le dejó carta blanca para organizarlo como creyese que convenía. Goebbels llamó a su lado a Albert Speer, el arquitecto ojito derecho de Hitler y ministro de Armamento, teóricamente para pedirle consejo, aunque si hemos de creer a Speer, éste sacó más bien la conclusión de que lo que quería Goebbels era asegurarse de que no estaba implicado en el golpe. Asimismo, Goebbels movilizó por teléfono al Leinstandarte Adolf Hitler, que viene a ser algo así como la guardia mora de Hitler pero en plan SS, y que estaba estacionada en Lichterfelde, entonces a unos cinco kilómetros de Berlín.

Goebbels vivía a un paso de la puerta de Brandenburgo. Cuando Speer llegó, se lo encontró hablando en tres o cuatro teléfonos a la vez. Al poco, el ministro de Armamento cayó en la cuenta , asomándose por la ventana, de que había tropas formando cerca de la casa. En ese mismo momento, Hans Hagen, también devoto nacionalsocialista y adjunto al mayor Remer, consiguió que le cogiesen el teléfono en el ocupadísimo domicilio de

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Goebbels. Hagen avisó al ministro de Propaganda del envío de tropas contra él, y le recomendó que hablase con Remer, cuya lealtad al Führer, le aseguró, seguía incólume. En realidad, el propio Remer era quien había enviado dicho mensaje.

Siempre he considerado más que posible que tanto Remer como Hagen estuviesen en ese punto jugando a dos barajas. Algo pasadas las seis de la tarde, ambos habían cumplido a rajatabla las órdenes de Valquiria, así pues si los golpistas vencían no serían ellos represaliados. Sin embargo, querían seguridades de que las cosas eran como los conspiradores decían, y por eso Hagen hizo de explorador. Se vio con Goebbels a la vista de la puerta de Brandenburgo, recibió del ministro seguridades de que Hitler estaba vivo y, al salir de la casa, se las arregló para pillar una moto y se largó a toda pastilla, a distribuir la noticia de que el Führer estaba vivo. En ese momento el general Von Haase, probablemente por recibir información sobre los movimientos orquestales en la oscuridad de Remer, deshizo la orden de que fuese el mayor el encargado de arrestar a Goebbels. Este detalle, y una nueva conversación con Hitler en la que el Führer debió dejar muy claro que sus órdenes debían ser cumplidas unmittelbar, decidieron a Goebbels a proceder a la radiodifusión del mensaje, que se produjo a las 18,45 horas.

Repasando, pues: Goebbels sabía desde las cinco de la tarde que Hitler estaba vivo, a menos que creyese que los zombies saben marcar el teléfono (ésta parece más bien una creencia propia de Himmler). Pero no radió la noticia hasta casi dos horas después. A mi modo de ver, hay dos posibilidades aquí. Una, que Goebbels esperase a ver si el golpe había triunfado, para jugar sus cartas. Otra, que fuese así de cauteloso porque, en realidad, si receló hasta de Speer, no sabía en quién podía contar. Mi opción personal, sin dudarlo, es la segunda. Goebbels tenía que saber que los conspiradores, en todo caso, lo considerarían un alter ego de Hitler, así pues en una Alemania sin el Führer no habría sitio para él respirando. El ministro de Propaganda no era tan idiota como para creer, como creyó Himmler al final de la guerra, que negociando hábilmente con el conde Bernardotte se podría ir de rositas. La diferencia de intelectos de Goebbels y Himmler es similar a la que existe entre un Porsche y un Warburg-Trabant.

En La Roche-Guyon, hacia las siete, Von Kluge atendía la llamada del general Beck, quien le intimaba a unirse a la conspiración. Mientras le escuchaba, alguien le pasó una transcripción del mensaje de Goebbels. Algunos en el ministerio, de todos modos, la habían escuchado en directo.

En la Bendlerstrasse, el personal se fue por los pantys.

Inmediatamente después del mensaje radiado de Goebbels, los teléfonos de la Bedlerstrasse se volvieron locos. La mayoría de las llamadas se correspondían con distintos jefes de unidad cuyo nivel de compromiso con la conspiración comenzaba a flaquear claramente. En realidad, el mensaje radiado había sido un mazazo, pero no tanto por afirmar que Hitler estaba vivo (cosa que, al fin y al cabo, podía seguir siendo una mentira, ya que el anuncio no lo había hecho el propio Hitler) como por la demostración palpable

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de que los jerarcas nazis mantenían un nivel de control de la situación lo suficientemente elevado como para seguir controlando la radio. Stauffenberg seguía repitiendo y repitiendo que no podía ser verdad, que él tenía la certeza de haber matado a Hitler. Sin embargo, a eso de las siete y algo de la tarde, Hoepner parecía estar a punto de derrumbarse, y Olbricht comenzaba a creer que Beck podría tener razón al aseverar que tal vez Hitler estaba vivo.

Cuando, a esa hora, Witzleben por fin se acercó por la Bendlestrasse, con su bastón de mariscal de campo, no estaba de muy buen humor. No quería recibir información de nadie que no fuese Beck (ciertamente, la aristocracia militar alemana siempre ha sido muy rígida) y, además, sabía, porque llegaba de la calle, que las unidades de reserva movilizadas empezaban a dispersarse. Quirnheim y Olbricht convocaron una reunión urgente de oficiales para levantar la moral, pero el remedio fue peor que la enfermedad: Franz Herber y Bode von der Heyde, dos jóvenes coroneles pronazis, espoleados por la noticia de la supervivencia, dieron por culo durante la asamblea todo lo que pudieron, y más.

Más o menos a esa misma hora, el mayor Remer llegaba a la casa de Goebbels. El ministro de Propaganda le preguntó sobre su lealtad, que Remer dijo no se había movido. Campanudamente, el ministro nazi le anunció que el destino del Reich, ahora, estaba en sus manos. En las manos de un oficial intermedio. Según Speer, tomó teatralmente las manos de Remer, las estrechó largamente y, luego, dio su gran golpe de efecto: fue al teléfono, lo descolgó, activó la línea directa con Rastenburg, pidió hablar con el Führer y, cuando le dijeron que Hitler estaba al habla, le ofreció el auricular a Remer.

El mayor del cuerpo de guardias se cagó por la pata abajo mientras aplicaba el auricular a su oreja derecha y dejaba que en su tímpano del mismo lado vibrase la inconfundible tonalidad de la voz de Hitler. El Führer también era un experto manipulador de almas, como Goebbels. Indicó a Remer que a partir de ese momento quedaba bajo su mando personal. Aquello era todo lo que necesitaba aquel modesto mayor para sentirse el salvador de la Patria.

El fundador de Salomon Brothers, en su época una famosa firma de inversiones de Wall Street, solía decir que quería que sus ejecutivos llegasen cada mañana a trabajar con el deseo de morderle el culo a un oso kodiak. Ése, exactamente, fue el espíritu con que el mayor Remer salió a la calle aquella noche. Probablemente, aunque los conspiradores hubiesen contado con diez divisiones acorazadas, lo mismo se los habría llevado por delante.

En Francia, también a eso de las siete, el mariscal Kluge estaba en la duda. Nadie sabía nada con certeza. El mariscal recibía llamadas de compañeros, como el general Von Falkenhausen, a los que no sabía a ciencia cierta qué decir. A esa hora, sin embargo, Blumentritt llegó, por fin, a La Roche-Guyon, portando una presunta orden del general Von Witzleben (presunta, porque Olbricht y Beck la habían remitido horas antes de que el general se presentase en la Bendlestrasse) ordenando el arresto de todos los oficiales importantes de la SS y los miembros del NSDAP. Aquella

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comunicación estuvo a punto de decidirle de que Hitler estaba muerto, pero para entonces recibió una comunicación telefónica de Keitel desde Rastenburg, informándole de que estaba vivo, así como de que Himmler era ahora el jefe del ejército de reserva, lo que significaba que ninguna orden firmada por Fromm, Hoepner o Witzleben debía ser atendida.

Kluge se sintió relajado: al fin y al cabo, si ciertamente el golpe había fracasado, él se enteraba antes de haber hecho nada a su favor. Ordenó a Blumentritt que llamase a Rastenburg, pero nadie se puso porque estaban todos reunidos. Finalmente, recordando que allí estaría Stieff, a quien conocía levemente, preguntó por él. Stieff, como sabemos, era parte de la conspiración. Pero a esas horas, viviendo en primera persona todo lo que estaba pasando en Rastenburg, tenía tan claro que el golpe había fracasado que desistió de intoxicar al jefe del frente Oeste.

Quien, sin embargo, no se resignaba, era Stuepnagel. En el momento en que Blumentritt lograba el contacto con Stieff, el general viajaba hacia La Roche-Guyon, acompañado del coronel Hofacker (primo de Stauffenberg) y del doctor Max Horst, éste último cuñado del general Speidel, también partidarios del golpe.

Kluge recibió a esta delegación deshaciéndose en deferencias, e inició una reunión con ellos a la que se unió Blumentritt. Hofacker realizó un largo discurso de un cuarto de hora sobre la necesidad de que Alemania se deshiciese de Hitler. Kluge lo escuchó con total educación y, cuando el coronel hubo terminado, zanjó la cuestión con un lacónico:

-Caballeros, el tiro ha fallado.

Seguidamente, les preguntó si cenarían con él.

En ese momento, Stuepnagel supo que estaba más muerto que vivo. En París, tropas a sus órdenes estaban deteniendo oficiales de la SS y de la Gestapo. Él había ido a La Roche-Guyon para obtener de Kluge el OK a esa orden. Y ahora sabía que el mariscal no lo daría. Estaba perdido.

Espoleado por su sentido del honor, Stuepnagel preguntó a Kluge durante la cena si podían hacer un aparte. Allí, a solas, le confesó lo de las detenciones en París. Cuando Kluge supo que su idea de que no había hecho nada a favor del golpe no era verdad, le pasó lo que Fromm unas dos o tres horas antes: tuvo un gran ataque de ira, seguido de una extraña tranquilidad que, en realidad, quería decir que no sabía qué hacer. Acabó por decirle a Stuepnagel que le quitaba el mando, y aconsejándole que desapareciese. Acto seguido, musitó para sí:

-Si por lo menos ese cerdo estuviese muerto...

Ya de noche, el oficial de la SS que en su día había rescatado a Mussolini, Otto Skorzeny, llegó a Berlín para coordinar el contraataque de la SS. Había sido intereceptado en un coche camino de Viena para poder

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colaborar en la obra. Algo más tarde de la medianoche, aterrizaría en Berlín Himmler, y se dirigiría inmediatamente a casa de Goebbels

A las diez y media, Herber, Von der Heyde y otros pronazis asaltaron la Bendlestrasse. Entraron en una sala de reuniones donde Olbricht estaba reunido con civiles: Eugen Gerstenmeier, Peter Yorck y Berthold Stauffenberg. Había un cuarto, Otto John, pero se había ido a las nueve. La secretaria Delia Ziegler salió por patas por el pasillo para avisar a Beck y a Hoepner, que estaban con Fromm. Por el camino, encontró a Stauffenberg y Haeften, que se dirigieron inmediatamente a la sala. Hubo un tiroteo. Stauffenberg fue herido en su único brazo. Los pronazis terminaron por ganar, arrestaron a Stauffenberg, Beck, Hoepner, Olbricht y Haeften, y liberaron a Fromm. Éste se apresuró a montar un consejo de guerra a las once de la noche. Sabedor de que las órdenes de los conspiradores, realizadas bajo tu teórico mando, le implicaban en el golpe, estaba ansioso por hacer méritos. Beck solicitó el derecho que le asistía como alto mando de recibir una pistola para suicidarse. A Hoepner le ofrecieron la misma solución, pero la rechazó.

Beck estaba tan nervioso que falló su primer tiro en la sien. Cuando le fueron a quitar la pistola, rogó por una nueva oportunidad, que Fromm le concedió. Solicitó también ayuda si fallaba, por lo que Fromm designó a un sargento para hacer el trabajo. Todo parece indicar que, realmente, lo que mató a Beck fue el disparo en la nuca del sargento, por lo que siempre se ha especulado que también en la segunda intentona falló, cuando menos en parte.

Mientras tanto, Fromm había hecho formar en el patio un pelotón de fusilamiento y, con la vista puesta en el reloj (es de suponer que sabía o suponía que Himmler, el verdadero jefe del ejército de reserva, no tardaría mucho en presentarse, y quería tener el trabajo hecho para entonces) decretó la condena a muerte de Stauffenberg, Olbricht, Quirnheim y Haeften (Hoepner, de mayor graduación, fue enviado a prisión a la espera de juicio). En realidad, Stauffenberg estaba ya muy jodido, por la fea herida recibida en el brazo. De hecho, si bajó al patio fue porque Haeften lo llevó casi en volandas.

En el Hotel Raphael de París, a esas horas, los hombres que habían obedecido las órdenes de Stuepnagel estaban cogiéndose un moco histórico. Uno de los miembros de ese grupo, el coronel Linstow, consiguió hablar con Stauffenberg cuando los pronazis entraban ya en el ministerio y, al colgar, la cascó de un infarto. Stuepnagel llegó pasadas las doce. Se limitó a unirse al consumo inmoderado de alcohol y esperar, indolentemente, al último acto del golpe, que fue la retransmisión radiada del propio Hitler, que se produjo a eso de la una.

Para entonces, los principales conspiradores estaban ya muertos. Goerdeler había huido de la Bendlestrasse y estaba escondido. Otto John, el que se había marchado a las nueve, estaba en su casa con su hermano y el hermano de Bonhoeffer, temiendo que en cualquier momento la Gestapo aporrease la puerta. Gisevius estaba escondido en un sótano. Tresckow, en el

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frente del Este, estaba acostado sin dormir; cuando Schlabrendorff le informó del fracaso, se limitó a sentenciar: «Me dispararé en la cabeza». Por lo que respecta a Dohnanyi, Müller, Bonhoeffer, Hoepner, Gerstenmaier, Yorck y Berthold Stauffenberg, no pudieron oír el mensaje de Hitler; en la cárcel no dejaban escuchar la radio tan tarde.

Ernst Kaltenbrunner, responsable de seguridad del Reich, se presentó en la Bendlestrasse un poco antes de las doce. Aquello detuvo las ejecuciones sumarias de Fromm. La SS tomó el edificio y, en ese momento, Fromm, radiante con sus muertos bajo el brazo, pensó que era el momento de ir a casa de Goebbels, a hacer méritos. El taimado ministro nazi lo recibió con frialdad, le anunció que estaba arrestado, y le dejó helado al decirle: «Se ha dado usted jodida prisa para poner sus testigos bajo tierra».

En París, el general de la SS Karl Oberg fue encomendado de la misión de arrestar a Stuepnagel. Cuando llegó al Hotel Raphael, se lo encontró mamado, con su gente. Stuepnagel aceptó la misión sin problemas, y le invitó a unirse a la fiesta. Y así los encontró Blumentritt, cuando llegó de La Roche-Guyon, con órdenes de Kluge de tomar el mando de Stuepnagel.

Stuepnagel fue reclamado en Berlín por Keitel. En el coche en el que hizo el viaje solicitó una parada a la altura de Sedan, un lugar de gran significado para cualquier militar prusiano por la importante batalla que allí decidió la guerra franco-prusiana. Salió a mear, aunque en realidad salió para suicidarse. Se cascó un tiro en la sien que reventó su ojo derecho. Lo encontraron flotando inconsciente en el río. En el hospital de Verdún lo curaron lo suficiente como para estar presente en su consejo de guerra.

Kluge, por su parte, envió a Hitler un extenso informe acusando de todo a Stuepnagel. Pero cuando vio llegar a La Roche-Guyon al mariscal de campo Walther Model, con órdenes de sustituirle, supo que estaba condenado. Fue llamado a Berlín. En el viaje en coche, pararon para comer y Kluge se sentó al pie de un árbol para tomar su almuerzo. Su almuerzo, y una dosis de veneno con la que se mató.

En la mañana del 21 de julio, Tresckow se levantó, tomó un coche, condujo hasta el frente y penetró en tierra de nadie, justo entre las líneas alemanas y rusas. Luego hizo varios disparos al aire, quizá para que pareciese que se había visto envuelto en algún tipo de enfrentamiento. Luego cogió una granada, tiró de la anilla. Y la dejó en su mano. En realidad, su compañero Schlabrendorff, que sin éxito intentó convencerle de que no se matase, es el militar de mayor rango que, habiendo estado implicado en el golpe, salvó el pellejo. Aunque también llegó a estar detenido por la Gestapo y coqueteando con la idea de matarse, porque fue salvajemente torturado.

Fellgiebel y Stieff, los compañeros de Stauffenberg en Rastenburg, fueron arrestados, al igual de Hofacker y Finckh. Witzleben, quien había llegado tarde a la Bendlestrasse y se había marchado no más tarde de las diez, fue arrestado en la mañana del día siguiente. Por lo que se refiere a Goerdeler, dado que la Gestapo aprendió en la documentación incautada que tenía un importante papel previsto en la nueva Alemania surgida del golpe,

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puso precio a su cabeza (un millón de marcos). Huyó de Berlín y llegó hasta Marienburgo, donde durmió en la sala de espera de la estación de tren. Allí lo reconoció una mujer, que lo denunció y facilitó su arresto. Los nazis, por cierto, nunca le pagaron a la señora el millón de marcos.

Kleist y Delia Ziegler fueron arrestados. Gisevius, sin embargo, logró escabullirse, aunque no podía volver a su casa, así pues pasó todo el invierno berlinés cagado de frío porque sólo tenía ropa de verano, hasta que, en enero del año siguiente, consiguió pasar a Suiza. Por lo que respecta a Otto John, aprovechó que era asesor jurídico de la Lufthansa; se limitó a tomar, con toda normalidad, el vuelo de la compañía que, el 24 de julio, le llevó de Berlín a Madrid, y allí se multiplicó por cero. Otros conspiradores que se salvaron fueron Schlabrendorff, Müller, Pastor Niemöller, o los familiares de Stauffenberg, Goerdeler, Tresckow y Hofacker. Estaban todos en un campo de concentración liberado por los estadounidenses el 4 de mayo de 1945.

El 22 de septiembre, la Gestapo encontró y abrió el refugio de papeles de Donanhyi en Zossen. Fruto de la documentación encontrada pudo probar la implicación de personas como Canaris u Oster.

Se estima que no menos de 7.000 personas fueron arrestadas e interrogadas en relación con el golpe, de los cuales unos 200 fueron ejecutados. Antes, algunos fueron torturados, otros mantenidos encadenados, o sin comida. Los libros que he podido consultar dicen que no sólo se filmaron los juicios, sino también las ejecuciones. Lo que no sé es si esas películas siguen existiendo y, si es así, quién las custodia.

He citado en este conjunto de posts decenas de nombres. La inmensa mayoría de ellos, militares. Espero, pues, haberte convencido de que, si quieres hablar con propiedad, cuando te refieras a los alemanes que lucharon durante la segunda guerra mundial, no debes utilizar la expresión «los nazis».

La inmensa mayoría de los citados en esta serie dio su vida para convencerte de esto.

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Klaus von Stauffenberg

Rostros de la conspiración

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Adam von TrottAlmirante Canaris

Conde Wolf Henrich von Helldorf

Coronel Cäsar von Hofacker

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Coronel Quirnheim

Erich Hoepner

Ewald von Kleist

Fabian von Schlabrendorff

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General Erich Fellgiebel

General Fromm

General Helmutt Stieff

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General Henning von Tresckow

General Olbricht

General Stuepnagel

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Hans Bernd Gisevius

Hans Oster

Hans von Dohnanyi

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Hjalmar Schacht

Ian Colvin

Karl Bonhoefer

Karl Goerdeler

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Mariscal de campo Von Kluge

Mariscal de campo Erwin von Witzleben

Embajador Ulrich von Hassel

Otto John