maugham, william somerset - la luna y seis peniques

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La Luna y Seis Peniques

W. Somerset Maughan

LA LUNA Y SEIS PENIQUES1CAPTULO 1DEBO confesar que cuando conoc a Carlos Strickland no me dio la impresin de ser un personaje extraordinario; sin embargo, sera difcil hallar ahora quien le niegue excepcional valor; no me refiero al que suele ostentar un poltico afortunado o un militar de xito, pues estos valores son ms inherentes. a la situacin que al hombre, ya que un cambio en las circunstancias los puede reducir a proporciones muy discretas. Un primer ministro retirado de la poltica resulta, con el tiempo, no haber sido ms que un retrico ampuloso, y un general sin su ejrcito puede llegar a ser tan slo el hroe manso y familiar de una ciudad rural. La grandeza de Carlos Strickland era autntica. Puede ser que no a todos agrade su arte, pero de ninguna manera podr ser tildado de insignificante. Era la suya una personalidad artstica de las que perturban y cautivan. La poca en que la gente se rea de l ya pas, y ya no se considera excntrico a quien lo defienda, ni pervertido a quien lo admire. Las taras de su moral son aceptadas como un complemento de su mrito. Aun es posible discutir su lugar en el arte, y el entusiasmo de sus admiradores es quiz no menos caprichoso que la crtica de sus adversarios, pero nunca se podr dudar de que tuvo genio. En mi opinin, lo ms interesante del arte es la personalidad del artista, y, si sta sale de lo comn, estoy dispuesto a perdonarle las fallas. Descubrir el sentido esotrico de un artista es como leer una novela policial. Es una adivinanza que comparte con el universo el mrito de no tener solucin. La ms insignificante de las obras de Strickland sugiere una personalidad extraa, atormentada y compleja, y eso es lo que impide que sean indiferentes hacia su arte aun los que no admiran sus cuadros, y eso es tambin lo que ha suscitado tan extrao inters por el conocimiento de su vida y de su carcter. Apenas cuatro aos despus de la muerte de Strickland escribi Maurice Huret en el Mercure de France el artculo que sac al pintor del olvido, y abri el camino, que siguieron luego, ms o menos dcilmente, otros escritores. Durante mucho tiempo ningn crtico goz en Francia de tanta autoridad como Huret, y era imposible dejar de sentirse impresionado por sus afirmaciones, que parecieron extravagantes cuando las emiti. Pero juicios posteriores confirmaron su opinin, y la calificacin artstica de Carlos Strickland est ahora firmemente establecida de acuerdo con las premisas que l traz. El progreso de su reputacin es uno de los incidentes ms romnticos de la historia del arte; pero no es mi intencin ocuparme aqu del arte de Carlos Strickland ms que en lo que se relacione con su carcter. El amor a los mitos es innato en la raza humana. Esta se aferra con avidez a cualquier circunstancia extraa o misteriosa en la vida de aquellos que han sobresalido del resto de sus semejantes e inventa una leyenda, para creerla luego con todo fanatismo. Es la protesta del romance contra los lugares comunes de la vida. Los incidentes de la leyenda son el pasaporte ms seguro del hroe para la inmortalidad. El filsofo irnico sonre al comprobar que sir Walter Raleigh es ms recordado por haber arrojado al suelo su capa para que sobre ella pasara la Reina Virgen que por haber descubierto para Inglaterra tantas tierras desconocidas. Carlos Strickland vivi obscuramente; se cre ms enemigos que amigos; por lo tanto, no ha de extraar ,que los que escribieron sobre su vida adornaran sus escasos recuerdos con una viva fantasa, aunque es evidente que haba bastante en lo poco que se saba de l como para darle ms de una oportunidad al escritor romntico. Algo haba en su vida de extrao y terrible; muchos aspectos chocaban de su carcter, y su destino no tena poco de pat- tico. Con el andar del tiempo se cre en torno a su vida una leyenda tan circunstanciada, que un historiador prudente reflexionara dos veces antes de atacarla. Pero el reverendo Roberto Strickland tena de todo menos de historiador prudente. Escribi la1

Con LA LUNA Y SEIS PENIQUES ha querido significar el autor el supremo ideal y el escaso valor de lo material en su protagonista: con tal de contemplar la luna a su gusto, poda vivir con seis peniques diarios, moneda inglesa, que equivale hoy a cincuenta centavos. (N. del T.)

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bioografia de su padre2 admitiendo que lo haca para desvirtuar ciertos malentendidos muy arraigados en el pblico respecto a la vida del pintor, que causaron acerbo dolor a personas que todava viven. . Es evidente que en la historia que se relataba corrientemente sobre la vida de Strickland haba lo suficiente para causar desazn a una familia respetable. Le la obra del reverendo con regocijo, y me felicito por ello, pues la hall incolora y aburrida. El hijo ha pintado el retrato de un excelente esposo y mejor padre, un hombre de humor amable, costumbres laboriosas y recta moral. Los eclesisticos modernos han adquirido en el estudio de una ciencia que creo que se llama exgesis una facilidad asombrosa para convertir lo blanco en negro, y viceversa. Y la sutileza con que el reverendo Roberto Strickland ha interpretado - interpretar es hacer exgesis - algunos hechos de la vida de su padre, ha de llevarlo con el tiempo a las ms altas cumbres de la Iglesia. . . Es un gesto de digna piedad, filial, pero arriesgado, ya que es muy probable que la leyenda comnmente divulgada haya ayudado a acrecentar la reputacin de Strickland, pues deben haber sido muchos los que se han sentido atrados por su arte en razn inversa a la aversin que experimentaban por su temperamento, o de la compasin que les inspir su muerte. Y es probable que los esfuerzos bien intencionados del hijo hayan desencantado a ms de uno de los admiradores del padre. No fu debido a una mera casualidad que, cuando, poco despus de la discusin que suscit esta biografa, se remat en la casa Christie una de sus ms importantes obras, La mujer de Samaria3 , el cuadro se vendi por 2 35. libras menos de las que haba pagado por ella un conocido coleccionista fallecido nueve meses antes. La fama y la originalidad de Carlos Strickland no le hubieran sobrevivido, quiz, si el amor que la humanidad siente por los mitos no hubiera desechado con impaciencia la historia sencilla del hijo, que no alcanzaba a satisfacer el afn por lo extraordinario. El doctor Weitbrecht Rotholz pertenece a esa escuela de historiadores que cree que la naturaleza humana es no slo todo lo mala que puede ser, sino mucho peor; y por cierto que el lector est ms seguro de encontrar de su gusto los relatos encarados con ese espritu que los de los escritores que se complacen en representar las grandes figuras romnticas como ejemplos de virtudes domsticas. Por mi parte, no quisiera pensar que entre Antonio y Cleopatra hubo tan slo una situacin econmica. Y gracias a Dios, nunca se podran hallar pruebas suficientes como para convencerme de que Tiberio fue un monarca tan irreprochable como Jorge V. El doctor Weitbrecht Rotholz se refiri a la biografa inocente del reverendo Roberto Strickland en tales trminos, que es difcil no sentirse inclinado a cierta simpata hacia el infortunado sacerdote; su reticencia decente es llamada hipocresa; sus circunloquios, tachados lisa y llanamente de mentiras, y sus silencios, considerados traicin. Y basndose en pecadillos, objetables en cualquiera pero excusables en un hijo, la raza anglosajona es acusada de gazmoera, fraude, afectacin, astucia y mala cocina. Personalmente, creo que el reverendo Strickland fu algo imprudente al querer desvirtuar los rumores sobre ciertas desavenencias entre sus progenitores diciendo que su padre aludi a su esposa en una carta escrita desde Pars como una excelente mujer, pues el doctor Weitbrecht Rotholz public un facsmil de esa carta, donde se puede leer: ... esa maldita mujer a quien quisiera ver en el infierno, aunque es una excelente mujer.... El doctor Weitbrecht Rotholz era un admirador entusiasta de Carlos Strickland, y no hay peligro de que lo haya blanqueado. Tena ojo clnico para hallar los aspectos despreciables en acciones aparentemente inocentes. Era psicoanalista adems de entendido en arte, y lo subconsciente encerraba pocos secretos para l. Ningn mstico vi significados ms profundos en cosas ordinarias. Es fascinante observar la ansiedad con que el erudito trata de descubrir todas las circunstancias que pueden desacreditar a su hroe. Su corazn se siente ms atrado hacia l si puede documentar un ejemplo de crueldad o bajeza, y se regocija como un inquisidor en un auto de fe cuando en algn cuento olvidado puede aplastar la piedad filial de un2 3

Strickland, el hombre y la obra, por su hijo Roberto Strickland.

En el catlogo de Christie fue descripto como sigue: Una mujer desnuda, nativa de las islas Reunin. recostada en el suelo, a orillas de un riacho. El fondo es un paisaje tropical con palmeras, pltanos, etc. - 60 x 48 pulgadas.

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reverendo Strickland. En ese sentido, la labor del doctor Weitbrecht Rotholz fue sorprendente. Nada ha sido suficientemente nfimo para escaprsele, y podis estar seguros de que si Carlos Strickland ha dejado sin pagar una cuenta de la lavandera, el hecho ser relatado in extenso, y si se olvid de devolver algn penique pedido en prstamo no se omitir ningn detalle de la importante transaccin.

CAPTULO IIAGREGAR algo a lo mucho que se ha escrito sobre Carlos Strickland puede parecer superfluo. Por otra parte, la biografa de un pintor es su propia obra. Sin embargo, me estimula el hecho de que, a decir verdad, creo ser uno de los que mejor le conocieron. En efecto, lo trat mucho antes de que pensara en la pintura, y en Pars lo frecuent durante los aos difciles de sus comienzos. Empero, si los azares de la guerra no me hubiesen conducido a Tahit, seguramente lo habra escrito nunca mis recuerdos sobre l. En aquellas tierras fu, segn todos saben, donde termin sus das, y all pude conversar con muchas personas que vivieron en su intimidad. Estoy, pues, en condiciones de hacer alguna luz sobre el perodo ms ignorado de su trgica carrera. Si sus admiradores no se equivocan, el testimonio de quienes lo conocieron personalmente no puede carecer de inters. Qu no daramos por las memorias de alguien que hubiese estado tan ligado con el Greco como yo lo estuve con Strickland? Pero no quiero abonar nada en mi favor. No recuerdo quin recomendaba hacer todos los das un par de cosas que le fueran desagradables. Ese era un sabio, y su consejo lo he seguido con toda escrupulosidad, pues todos los das de mi vida me levanto por las maanas y me acuesto por las noches. Mas como en mi naturaleza existe una vena de ascetismo, he sometido mi cuerpo, todas las semanas, a una mortificacin mayor: nunca he dejado de leer el suplemento literario de The Times. Es una disciplina saludable pensar en el gran nmero de libros que se escriben, las esperanzas que sus autores abrigan a su respecto y en el destino que les espera. Qu probabilidad existe de que un libro se abra camino entre esa multitud? Y los libros de xito son tan slo el xito de una temporada. Solamente Dios sabe todo lo que su autor ha trabajado, qu experiencias amargas ha sufrido y cunta pena encerr su corazn para ofrecer a un lector casual unas horas de distraccin o para ayudarlo a soportar el tedio de un largo viaje. Y, a juzgar por las crticas bibliogrficas, muchos de esos libros han sido bien y cuidadosamente escritos; su preparacin ha requerido profunda preocupacin, y para algunos signific la labor de toda una vida. La moraleja que todo esto encierra es, para m, que el escritor debe buscar su recompensa slo en el placer que le depara su trabajo y permanecer indiferente a todo lo dems; no importarle las alabanzas ni las censuras, ni el fracaso ni el xito. Ahora ha sobrevenido la guerra, trayendo consigo una actitud nueva. La juventud eleva su mirada hacia deidades que nosotros no conocimos, y ya es posible vislumbrar la orientacin que seguirn los que vienen detrs de nosotros. Las nuevas generaciones, tumultuosas y conscientes de su fuerza,. no se detienen a golpear a las puertas: entran y usurpan nuestros lugares. Algunos de los viejos quieren convencerse a s mismos de que aun no han pasado sus das, e imitan las posturas de la juventud. Otros, los ms sabios, siguen su propio camino, con una gracia decente. Recuerdan que tambin ellos fueron jvenes, y que la juventud actual llegar a la vejez para ser sucedida a su vez por una nueva generacin. A veces un hombre sobrevive a su poca un perodo de tiempo considerable, hallndose entonces en un lugar que le es extrao; en tal caso, los curiosos presencian un espectculo muy singular en la comedia humana. Por ejemplo, dquin recuerda ahora a George Grabbe? En su tiempo fu un poeta famoso, y el mundo reconoci su genio con una unanimidad que la complejidad de la vida moderna hace poco frecuente. Aprendi su arte en la escuela de Alejandro Pope y escribi cuentos morales en verso. Se produjo la Revolucin francesa y las Guerras napolenicas, y los poetas cantaron canciones nuevas. George Grabbe continu escribiendo cuentos morales en verso. Debe haber ledo los versos de los poetas jvenes y ha de haberlos encontrado inspidos. Y por cierto que tena un poco de razn... Pero las odas de Keats y de Wordsworth, un poema o dos de Coleridge, algunos ms de Shelley, descubrieron ricas vetas del espritu hasta entonces no exploradas por nadie. George Grabbe estaba ms muerto que un asado, pero

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segua escribiendo cuentos morales en verso. He ledo con desgana los libros de la nueva generacin; tal vez haya entre ellos un Keats ms ferviente, un Shelley ms etreo; no lo s. Admiro su acabada elegancia, me sorprende su feliz estilo, pero a pesar de su verbosidad, no me dicen nada; me hacen el efecto de que saben demasiado y que sienten con harta evidencia; sus pasiones me parecen anmicas y sus sueos algo pesados. Ser anticuado, pero no me gustan. Seguit escribiendo cuentos morales en verso. Pero sera tres veces tonto si lo hiciera por otra cosa que para mi propio solaz.

CAPTULO IIIERA yo muy joven cuando escrib mi primer libro. Por una feliz circunstancia aquella obra llam bastante la atencin y mucha gente quiso conocerme. No sin cierta melancola evoco el mundo de las letras londinenses en los tiempos en que, por primera vez, modestamente, pero lleno de esperanzas, hice mi entrada en l. Hace ya bastante tiempo que no lo frecuento, y si las novelas que lo describen hoy da son dignas de fe, all han cambiado muchas cosas. El cuadro es muy diferente. Chelsea y Bloomsbury han reemplazado a Hampstead; Nottinghill Gate y High Street a Kensington. En aquella poca, para que un autor se hiciese notar, deba tener, cuando ms, cuarenta aos. Hoy es absurdo haber cumplido los veinticinco. Entonces nuestro pudor se ruborizaba de los entusiasmos intemperantes y el temor del ridculo moderaba la expresin de una excesiva suficiencia. Claro est que en nuestra bohemia refinada no se tena en gran honor la castidad, pero no recuerdo una promiscuidad tan cruda como la que se practica en nuestros das. No encontrbamos hipcrita correr sobre nuestras travesuras el velo de un decoroso silencio. El No me inquieta no se traduca invariablemente por No tengo que dar cuenta a nadie, y las mujeres no hablaban todava de vivir su vida. Yo resida cerca de Victoria Station, y recuerdo muy bien los mnibus que me conducan, entre bruscos vaivenes y un ensordecedor ruido de hierro viejo, hacia los salones del mundo literario. En mi timidez, atravesaba titubeante la acera y deba apelar a todo mi coraje para tocar la campanilla; por ltimo, enfermo de aprensin, entraba a una pieza sin aire y repleta de gente. Se me presentaba a tal celebridad, luego a tal otra, y sus conceptos amables para mi libro acrecentaban mi azoramiento. Senta que esos grandes hombres esperaban de mi parte algn pensamiento trascendente; pero todo era intil; no encontraba nada que decir hasta que oa cerrarse la puerta de salida tras de m. Para disimular mi embarazo me escurra entre los presentes, en su mayora empeados en vaciar tazas de t y engullir tostadas con manteca. Mi nico deseo era de pasar inadvertido para poder observar en libertad a tan ilustres personajes y escuchar las sentencias definitivas que pronunciaban. Recuerdo algunas mujeres altas y secas, de narices prominentes y de ojos rapaces, que llevaban sus vestidos como armaduras; veo todava a las solteronas menudas, con sus decires socarrones y sus miradas engaosas; se obstinaban en servirse tostadas con manteca sin quitarse los guantes, y nunca dejaba de verlas limpindose los dedos en los sillones cuando suponan que nadie las miraba. El moblaje era el que sufra, pero la duea de casa tomaba luego su desquite en el de sus amigas, al devolverles la visita. Algunas vestan con elegancia. Por qu - decan - ha de vestirse con desalio por el hecho de escribir novelas? Cuando se tiene buena apostura, hay que hacerla valer, y un piecesito bien calzado no ha sido nunca un antecedente para que un editor rechace un original. Otras juzgaban frvola esta manera de ver, y slo exhiban alhajas negras. Era raro que la reunin de los hombres llamara la atencin. Se esmeraban en parecer lo menos autor posible. Su sueo consista en pasar por hombres de mundo, y, efectivamente, se les habra tomado por jefes de oficina. Tenan siempre los rasgos un poco descompuestos. Yo no haba frecuentado hasta entonces a la gente de letras; me parecan extravagantes y fuera de toda realidad. Deslumbrado por su elocuencia, escuchaba con la boca abierta sus conversaciones acerbas, sobre todo cuando, llenos de humor, comenzaban a despellejar a un camarada desde que ste daba vuelta la espalda. El artista se distingue del comn de los mortales en que ofrece de pasto para los sarcasmos, no solamente su fsico moral, sino adems, su obra. Yo desesperaba de no poder expresarme jams con tanta locuacidad y discrecin. En aquellos tiempos la conversacin se cultivaba todava como un arte; a un buen bailarn se prefera un buen charlista; una frase oportuna haca disculpar una mala comida. Desgraciadamente, no

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conservo en la memoria mayores recuerdos de todos esos fuegos de artificio. Pero puedo afirmar que nunca la conversacin tomaba un giro ms sabroso que cuando se extraviaba entre los bastidores comerciales del oficio. Despus de haber terminado con los mritos del ltimo libro, era natural discutir sobre el nmero de ejemplares vendidos, sobre los adelantos recibidos por el autor, y calcular lo que produciran sus derechos. En seguida tocaba el turno a los editores, comparando la generosidad de uno con la mezquindad de otro. Era preferible confiar su destino a ste, conocido por sus tanto por ciento magnficos, o a aqul, hbil como pocos para divulgar por todos los medios la obra que se propona imponer? Tal, era un virtuoso de la propaganda; tal otro, era torpe y timorato. En esta casa exista la organizacin ms moderna; aqulla no sala de la rutina. Exista tambin la cuestin de los agentes intermediarios y de las proposiciones que nos hacan. Pero siempre volvamos al reglamento y a los caprichos de los editores. Cunto daban por mil? Todo esto me pareca muy romntico. Me daba la sensacin de pertenecer a alguna cofrada mstica.

CAPTULO IVNADIE en aquella poca me demostraba tanto inters como Rosa Waterford, que una a su perversidad de mujer una inteligencia vivaz. Sus novelas tenan siempre un desenlace original e imprevisto. Fue en su casa donde conoc un da a la seora Strickland. Rosa Waterford ofreca un t. Todos los invitados nos hallbamos reunidos en un pequeo saln. Charla general. Demasiado tmido para mezclarme con aquellos grupos absorbidos en sus discusiones, yo permaneca sentado en mi rincn. Como buena duea de casa, la seorita Waterford comprendi mi turbacin y se dirigi hacia m. -Quisiera presentarle a la seora Strickland -dijo-. Est encantada con su libro. -Se trata de una mujer de letras? - pregunt. Consciente de mi ignorancia, prefera, para el caso que la seora Strickland fuese una escritora conocida, pedir informaciones antes de empearme en la conversacin. Para aumentar el efecto de su respuesta, Rosa Waterford baj los ojos con afecta- clon. -Suele hacer algunas invitaciones - me murmur al odo -. Es seguro que no se olvidar de usted. Rosa Waterford era cnica. Segn ella, la vida no era sino un pretexto para escribir novelas, y los hombres slo materia prima. De cuando en cuando reciba en su casa algunos modelos, con la condicin de que le hicieran cumplidos y la entretuviesen. Su afn por frecuentar las personas escogidas le inspiraba un desprecio tranquilo, lo que no le impeda, por otra parte, representar ante ellos, cuidando muy bien su mise en scene, el papel de eminente mujer de letras. Present mis respetos a la seora Strickland. Charlamos durante una decena de minutos. Su voz bien timbrada me llam la atencin. Viva en Westminster, frente a la inconclusa catedral, de modo que ramos vecinos, lo que nos dispona a la simpata. Los grandes almacenes Ejrcito y Armada constituyen un lazo de unin para todos los que residen entre el ro y el parque Saint James. La seora Strickland me pidi mi direccin, y algunos das despus me invitaba a su casa. Como mis relaciones no eran numerosas todava, acept con prontitud. Cuando entr, un poco retrasado - con el temor de llegar demasiado temprano haba dado tres veces la vuelta a la catedral -, la reunin estaba en pleno: la seorita Waterford, la seora de Jay, Ricardo Twining y Jorge Read. Todos gentes de letras. Ese da lmpido y, claro, uno de los primeros de la primavera, nos tena de buen humor. Se trataron todos los temas. El sombrero nuevo que luca Rosa Waterford testimoniaba a la vez una fidelidad obstinada hacia las tradiciones de su juventud - flores y plumas verde mar - y cierta frivolidad de su edad madura fascinada por los tacos altos y las modas de Pars. Esta elegancia la inspiraba. Nunca la haba visto ms sutil para juzgar a nuestros amigos comunes. La seora de Jay, persuadida de que la procacidad es la esencia del buen humor, mantena una charla muy a propsito para ruborizar a un negro. Ricardo Twining lanzaba proposiciones absurdas y Jorge Read, estimando superfluo exhibir su bro legendario, no abra la boca sino para comer. Si la seora Strickland hablaba poco, posea, en cambio, el precioso arte de sostener la conversacin general y de saber hallar, cuando llegaba a decaer, la idea precisa para hacerla resaltar. Sus treinta y siete aos no le impedan estar en carnes sin salirse de una lnea decente. No era precisamente bonita, pero en su rostro sin magnificencias brillaban dos -ojos pardos de una expresin suave y acogedora.

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De las tres mujeres presentes, ella era la nica que no se maquillaba, lo que daba, por contraste, un agradable aspecto de naturalidad y sencillez. El comedor, decorado al gusto de la poca, era de un estilo austero. Sobre el papel verde, por encima de las maderas del zcalo, se destacaban en discretos marcos negros algunos aguafuertes de Whistler. Las cortinas verdes, pendientes de suntuosas varillas, caan en grandes pliegues, y la alfombra; tambin verde, traicionaban la influencia de William Morris. Sobre la chimenea, algunas porcelanas azules de Delft. En esos tiempos, haba en Londres quinientos comedores parecidos: sobrios, artsticos y aburridos. Sal con la seorita Waterford. El buen tiempo y su sombrero nuevo nos invitaban a vagar por el parque. -Qu encantadora reunin! - exclam. -Y cmo ha encontrado usted el buffet? Convenc a Amy de que el mejor medio para atraerse a los literatos consiste en seducirlos por el paladar. -Admirable consejo. Pero, con qu objeto quiere ella atraerlos? Rosa Waterford se encogi de hombros. -La entretienen. Quiere animarse. Me parece bastante ingenua la pobre, y se imagina que somos unos fnix. Despus de todo, le agrada invitarnos. Por eso me gusta. Cuando pienso en ello, la seora Strickland se me aparece como la ms inofensiva de todas las mujeres que, buscando a las jvenes celebridades, seguan sus huellas desde las alturas etreas de Hampstead hasta los bajos fondos de los talleres de Cheyne Walk. Su juventud haba transcurrido en el campo y los libros romancescos que le enviaba la librera Mudie, le parecan ms fabulosos aun por el hecho de venir de Londres. Poseda de una rara pasin por la lectura - con mucha frecuencia el inters va al autor antes que al libro, al pintor antes que al cuadro -, termin por crearse un mundo imaginario, donde evolucionaba con ms facilidad que en el mundo real. Cuando comenz a frecuentar escritores, habrase dicho que se aventuraba sobre la escena, despus de haberse limitado a contemplarla desde el otro lado de las bambalinas. Los rodeaba a todos, de una aureola y crea sinceramente que el privilegio de recibirlos y de penetrar en su santuario ensanchaba su propia existencia. Pero si su concepto ficticio de la vida le pareca aceptable para ellos, nunca tuvo la idea de conformar a tal concepto su conducta. Ms que sus rarezas en el vestir, sus teoras y sus paradojas, le divertan sus excentricidades morales, pero sin dejar que influenciaran sus propias convicciones. -Existe un seor Strickland? - pregunt un da. -Por cierto. Tiene negocios en la city. Creo que es agente de cambios. Es alguien. -Qu tal se llevan? -Se adoran. Si usted come alguna vez con ella conocer a su marido; pero invita muy rara vez a comer. Strickland es un hombre muy tranquilo. La literatura y el arte no existen para l. -Por qu las mujeres atrayentes se casan siempre con hombres insignificantes? -Porque los hombres inteligentes no toleran a las mujeres atrayentes. Esto no me pareci una respuesta. Pregunt si la seora Strickland tena hijos. -S, un nio y una nia. Ambos estn en el colegio. El tema estaba agotado. Se habl de otra cosa.

CAPTULO VDURANTE el verano me vi a menudo con la seora Strickland. Asist en su casa a alegres recepciones y a notables ts. Nos hicimos muy amigos. Yo era muy joven y tal vez por eso mismo no le desagradaba guiar mis primeros pasos por la carrera de las letras. En cuanto a m, me complaca de haber encontrado alguien a quien confiar mis pequeos hastos, en la seguridad de que seran odos con benevolencia y de que recibira consejos juiciosos. La seora Strickland tena una simpata singular, facultad encantadora, pero de la cual abusan los que tienen conciencia de poseerla. Por ella casi se alegran del infortunio de sus amigos, a fin de poder manifestrsela! Su simpata brota como un pozo de petrleo, con una impetuosidad que aniquila a las vctimas. Mis lgrimas repugnan a secarse en regazos que otras lgrimas hayan humedecido ya. La seora Strickland, por el contrario, proceda con tacto. Uno se senta forzado a aceptar su inters. Cuando en

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el entusiasmo de mi inexperiencia, se lo hice notar a Rosa Waterford, me respondi: -La leche es cosa preciosa, sobre todo realzada en una gota de coac. Lo que no impide que la vaca se alegre de ser ordeada. La ubre demasiado hinchada debe molestarle. Apreciaba tambin en la seora de Strickland otra cualidad: saba crear una atmsfera de elegancia. Hermosas flores alegraban siempre su departamento, y, a pesar de su severa decoracin, las cretonas del saln ponan en l una nota clara y animada. Y qu comidas exquisitas se servan en su pequeo comedor de estilo, cuya mesa, siempre bien dispuesta, servan dos camareras hbiles y agradables! La seora de Strickland era el modelo de las dueas de casa. Y se adivinaba en ella a una madre admirable. Tena en el saln las fotografas de sus hijos. Roberto, que estudiaba en Rugby, andaba en los diecisis aos. Aqu se le vea en traje de franela y cubierto con una gorra de ms all, con un Eton de cuello almidonado. Su ceo candoroso y sus hermosos ojos pensativos recordaban a su madre. Tena un raro aspecto de santidad y de equilibrio. -No lo creo muy inteligente - me confi la seora Strickland un da que mirbamos los retratos -. Pero es muy gentil. Tiene un carcter encantador. La nia acababa de cumplir catorce aos. Sus cabellos, negros y opulentos como los de la seora de Strickland, ondeaban sobre sus hombros, y la misma expresin cariosa iluminaba sus lmpidos ojos. -Los dos son su imagen viviente - observ. -S, creo que se parecen ms a m que a su padre. -Pensar que no le conozco an! -Quisiera conocerlo? Sonri - su sonrisa era, en verdad, muy suave -, y sus mejillas enrojecieron ligeramente. Cmo, a su edad, poda ruborizarse con tanta facilidad? Su deduccin deba tal vez mucho a su ingenuidad. -Como usted sabe, no tiene nada de literato -agreg -. Es un perfecto filisteo. Estas palabras fueron pronunciadas en un tono que no dejaba traslucir reproche alguno, sino ms bien el deseo de desarmar de antemano, confesando lo peor, las posibles apreciaciones malvolas. -Est en la Bolsa. Es el clsico agente de cambio. Usted le encontrar aburrido. -Acaso aburre a usted? - me aventur a preguntar. -Yo, como usted ve, soy su mujer. Lo quiero mucho. Ocult su emocin bajo una sonrisa. tema verme recibir con una burla esta confesin, como no habra dejado de hacerlo Rosa Waterford? Titube. Una expresin de ternura pas por sus ojos. No pretende ser un genio. Ni siquiera gana mucho dinero. Pero es perfectamente correcto y bueno. -Creo que me agradar. Una de estas tardes lo invitar a usted a comer con nosotros. Pero le advierto los riesgos a que va a exponerse. Si la tertulia carece de inters, declino toda responsabilidad.

CAPTULO VICUANDO por fin vi por primera vez a Carlos Strickland, ocasionales circunstancias me permitieron conocerle ampliamente. Cierta maana, su esposa me envi una tarjeta; aquella misma tarde ofreca una comida y uno de los invitados acababa de excusarse. Me rogaba que lo reemplazara y agregaba: Esta reunin no ha pretendido nunca ser amena, pero si usted viene, le quedar muy reconocida. Y ya encontraremos los medios de aprovechar el tiempo haciendo un aparte. Como buen vecino, no poda negarme. La seora de Strickland me present a su marido, quien me tendi la mano con indiferencia. Entonces, ella se volvi alegremente hacia l y aventur una broma: -Le he invitado para demostrarle que tena verdaderamente un marido; creo que comenzaba a dudar. Strickland tuvo una sonrisa corts, la misma con que se acoge una humorada que no se encuentra del todo tonta, pero guard silencio. Otras visitas que llegaban acapararon la atencin de mis anfitriones, y me encontr abandonado a m mismo. Estbamos todos. Se esperaba el anuncio de la comida. Sin dejar de atender a la dama a quien deba ofrecer el brazo, pensaba que el hombre civilizado se ingenia por derrochar parte de su vida en ceremonias

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fastidiosas. A qu responden, pregunto yo, estas invitaciones abrumadoras para los due- os de casa y fatigosas para sus visitas? Haba all diez personas. Se encontraban sin agrado y se separaban con alivio. Una verdadera carga mundana! Los Strickland deban un cierto nmero de comidas: ahora pagaban. Por qu haban aceptado todas esas personas? Para escapar al aburrimiento de la soledad, para dejar en libertad a sus criados, porque no vean razn alguna para negarse, y, en fin, porque se les deba una comida ... En la mesa estbamos tan juntos que apenas nos podamos mover. Entre los comensales se hallaban un consejero del rey y su mujer, la hermana de la seora Strickland y su marido el coronel Mac Andrew, y la mujer de un diputado, retenido esa noche en el Parlamento. A fuerza de estiramiento, la reunin se haca pesada. Las mujeres eran demasiado recatadas par vestir bien y estaban demasiado penetradas de su importancia para ser entretenidas. La satisfaccin de s mismo se lea en todas las caras. Por un deseo instintivo de crear un poco de animacin, los convidados alzaban ligeramente la voz. Sin embargo, nada de conversacin general; cada uno se ocupaba de su vecino, del de la derecha durante la entrada, la sopa y el` pescado; del de la izquierda durante el asado, los postres y el caf. Se hablaba de poltica y de golf, se hablaba de los nios, de la ltima pieza de teatro, de los cuadros de la Royal Academy, del tiempo, de los proyectos para las vacaciones. El silencio se extingui para siempre y el rumor comenz a crecer. La seora Strickland poda sentirse orgullosa: su comida haba resultado brillante. Strickland desempeaba su papel con decoro. No hablaba gran cosa, y hacia cl final de la comida cre sorprender una expresin de hasto en sus vecinas. Lo encontraban aburrido, sin duda. Una o dos veces su mujer lo mir con inquietud. Por fin, la seora Strickland se levant e invit a las seoras a ir a la pieza vecina. Strickland cerr la puerta tras de ellas y fue a sentarse entre el consejero y el funcionario. El oporto y los cigarros circularon. El consejero alab la calidad del oporto y Strickland nos dio la direccin de su proveedor. Se comenz a hablar de vinos y de tabacos. El consejero relat un asunto en que se hallaba ocupado, y el coronel se lanz sobre el polo. Yo no tena nada que decir, y, sentado en silencio, me esforzaba en tomar, por cortesa, cierto inters en la conversacin. Como nadie se ocupaba de m, aprovech el tiempo para examinar a Strickland. Por qu lo haba imaginado dbil y enfermizo? En realidad, era ancho de espaldas, y sus manos y pies eran desmesuradamente grandes; llevaba el frac con soltura. Semejbase a un cochero endomingado; un hombre de cuarenta aos, ni buen mozo ni feo. Sus rasgos, bastantes regulares, pero desproporcionados, carecan de armona; su faz, ancha y afeitata, habra ganado mucho, sin duda, adornada con un bigote; por debajo de sus cabellos, rojizos y cortos, brillaban un ojillos de color gris azul. Tena un aspecto vulgar. Comprend la mortificacin de la seora Strickland. Para una mujer que quera formarse una situacin en el mundo de las letras y de las artes, este marido no ofreca nada de halagador. Los dones brillantes de que estaba desprovisto no son indispensables, pero nada notable salvaba de la banalidad a este personaje, irreprochable, sin duda, pero desesperadamente un cualquiera. Se podran admirar sus condiciones de buen esposo y de buen padre, rendir homenaje a su probidad profesional, pero nadie se decidira a perder el tiempo alternando con semejante nulidad.

CAPTULO VIILA season polvorienta tocaba a su fin y todos mis amigos se preparaban para partir. La seora Strickland llevara a su familia a la costa de Norfolk. Sus hijos encontraran all los placeres de la playa y su marido los del golf. Nos separamos quedando en reunirnos en otoo, pero la vspera de su partida la encontr en la puerta de una tienda, con sus dos nios. Vena como yo de hacer sus ltimas compras, y ambos sentamos el cansancio de un da de calor insoportable. Le propuse ir a tomar helados al Parc. No se hizo rogar y fuimos. Encontr a sus hijos mejor todava al natural que en fotografa; eran notablemente distinguidos y evidenciaban esplndida salud. En verdad, su madre poda estar orgullosa de ellos. Mi juventud les hizo entrar en confianza y comenzaron a charlar libremente. Un fresco delicioso circulaba bajo los rboles. Al cabo de una hora, los Strickland tomaron un cabriol para volver a su casa y yo me dirig a pie hacia mi crculo. Tal vez me senta un poco solo; no sin un fondo de envidia pensaba en la amable vida de familia que

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acababa de entrever. Qu unidos parecan! Y cmo se divertan con ciertas impaciencias, sin significado sino para ellos! Desde el punto de vista mundano, Carlos Strickland poda ser insignificante, pero tena, despus de todo, la inteligencia de su profesin, que le aseguraba, no solamente un vivir holgado y honesto, sino tambin la felicidad. La seora Strickland era encantadora y lo adoraba. Me representaba la vida de estos dos seres al abrigo de todo trastorno inesperado, lmpida, digna y destinada, con toda evidencia, por sus hermosos hijos, a perpetuar, no sin nobleza, las tradiciones normales de su raza y de su condicin. Llegaran a la vejez sin darse cuenta. Roberto y su hermana se casaran. El con una graciosa muchacha, futura madre de hijos robustos; ella con algn buen mozo, oficial, sin duda. Y, por ltimo, respetados en su retiro, queridos por sus hijos, bajaran a la tumba despus de haber vivido una vida feliz y fecunda. Su historia? La de innumerables matrimonios, pero tal destino tiene siempre algo de armonioso. hace pensar en el arroyo que serpentea entre la tienta hierba de las praderas, bajo la sombra de los grandes rboles, hasta el momento en que se echa en el vasto mar. Mas ante este mar demasiado tranquilo, demasiado silencioso, demasiado indiferente, sucede a veces que un vago malestar nos perturba. Es, acaso, por efecto de una ntima perversin de nuestra naturaliza? Parecame que algo faltaba a esta existencia. Reconoca su valor social, su felicidad bien dispuesta; pero tan apacibles delicias me habran inquietado. En mi corazn arda el deseo de vivir ms peligrosamente. Las rocas escarpadas, los escollos ocultos no me atemorizaban si deban aportarme un cambio; un cambio y las emociones de lo imprevisto.

CAPTULO VIIIAL releer lo que he escrito sobre los Strickland, me percato de que aparecen como meras sombras. No he podido darles ninguna de esas caractersticas que ha en que los personajes de un libro tengan vida real. Y creyendo que la culpa puede ser ma, me trituro el cerebro para recordar algn detalle con el que pudiera prestarles un poco de vida. Pienso que al acentuar alguna particularidad en el modo de hablar o alguna otra modalidad, sera posible darles un significado especial. As como me han salido, parecen figuras de un viejo gobelino; no se destacan de su fondo y a cierta distancia se confunden con el., vindose nada ms que un agradable conjunto de colores. N-4l nica disculpa es que tampoco para m representaban otra cosa. . . Son como las clulas de un tejido, esenciales en si mismas, pero absorbidas por una unidad importante.. Los Strickland eran una familia media de la ciase media: una mujer agradable, hospitalaria, con una debilidad inofensiva por las estrellas menores de la sociedad literaria; un hombre ms bien pesado, que cumpla con su deber en el ambiente donde el destino lo haba colocado; (los hijos hermosos y sanos. Nada poda ser ms comn. Nada veo que hicieran que pudiera llamar r la atencin de los curiosos.,. . Cuando reflexiono sobre los sucesos posteriores, me pregunto cmo pude no observar lo que distingua a Carlos Strickland del comn de los mor-tales. Desde entonces, la vida me ha enseado, segn creo, a conocer mejor a los hombres; mas si, cuando en mi primera entrevista con los Strickland, hubiese posedo mi experiencia actual, seguramente no habra juzgado de otro modo. Pero a lo menos, sabiendo que el ser humano escapa a todas nuestras investigaciones, no me habra sorprendido por las nuevas que me esperaban cuando retorn a Londres a principios del otoo. No haca veinticuatro horas que haba llegado cuando me encontr con Rosa Waterford en Jermyn Street. -Por qu est usted tan alegre? En sus ojos brillaba una malicia que me era bien conocida. Seguramente acababa de saber alguna enormidad sobre uno de sus buenos amigos, lo que haba despertado su instinto de mujer de letras. -Recuerda usted a Carlos Strickland, verdad? No slo su fisonoma, sino toda su persona tena algo raro. Hice un signo afirmativo. Se haba el pobre diablo arruinado en la Bolsa o le habla atropellado un mnibus? -Catstrofe! ... Acaba de abandonar a su mujer. Rosa Waterford senta la imposibilidad de sacar partido de su cuento en una acera de Jermyn Street, y, cuidadosa de los efectos, declar, despus de haberme sorprendido con la imprevista noticia, que ignoraba los detalles. No le hago la injuria de creer que una razn tal ftil hubiese podido confundirla; tena una gran imaginacin. Pero todas mis instancias fueron vanas. -Le digo que no s nada...

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En seguida, alzando ligeramente los hombros, termin: -Se cuenta que una vendedora de cierto almacn de t acaba de dejar su puesto. Me hizo luego la ms graciosa de sus sonrisas y, bajo pretexto de una cita con su dentista, se alej con paso rpido. Qued ms intrigado que consternado. En aquellos tiempos mi experiencia era poca, y nada me interesaba ms que observar en la vida real un caso de los que se encuentran en los libros. Hoy la vida me ha habituado a no asombrarme de nada. Estaba tambin un poco extraado. Strickland tena cuarenta aos y yo encontraba de mal gusto seguir ocupndose a esta edad de los asuntos del corazn. Con la suficiencia de los jvenes, fijaba en los treinta y cinco aos el lmite extremo de toda aventura de amor. Doblado este cabo, el ridculo nos acecha. La nueva me afectaba tanto ms cuanto que desde el campo haba escrito a la seora Strickland para comunicarle mi regreso y decirle que, salvo que ella resolviera lo contrario, ira a tomar el t en su casa precisamente ese da. hasta entonces no haba tenido respuesta. Deseaba ella verme? En su emocin poda haberse olvidado. Quizs fuera preferible abstenerme de ir. Por otra parte, si ella quera conservar el secreto, no era falta de tacto manifestarse demasiado bien informado? Dudaba ante el temor de herir a una mujer amable o, simplemente, de importunarla. Tampoco me agradaba el espectculo de un dolor que no estaba a mi alcance aliviar. No obstante, en el fondo de mi corazn se agitaba cierta curiosidad por ver cmo sobrellevaba ella su prueba. Finalmente, decid hacer mi visita como si nada hubiese ocurrido, preguntando previamente, como es natural, si sera recibido. Cuando la puerta se abri, experiment la ms viva confusin para pronunciar mi primera frase. Mientras esperaba su respuesta, hube de hacer esfuerzos para contener mi nerviosidad. La criada volvi. Mi excitada imaginacin crey comprender a travs de su actitud que ella no ignoraba nada de la catstrofe. -Quiere pasar el seor? La segu al saln. Las cortinas estaban medio corridas y la seora Strickland se hallaba sentada frente a una ventana. Apoyado en la chimenea, su cuado, el coronel Mac Andrew, se reconfortaba ante un fuego imaginario. Me pareci que nadie me esperaba., De seguro la seora Strickland me reciba nicamente porque haba olvidado rechazar mi visita. El coronel pareca descontento de mi inoportunidad. -No estaba seguro de que usted contara con mi visita... - comenc en un tono que me esforc por nacer natural. -Lo esperaba, claro est. Ana, sirve cl t en seguida. A pesar de la penumbra, observ que cl rostro de la seora Strickland estaba enrojecido por las lagrimas. Su tez_, nunca esplendente se vea ahora de un color terroso. -Recuerda usted a un cuado, no es as? Comieron juntos, aqu, unos das antes de las vacaClones. Nos estrechamos la mano. La timidez me produca una rara afona. La seora Strickldand vino en mi ayuda, preguntndome dnde haba pasado el verano, y logr mantener la conversacin hasta que llego el t. El coronel pidi un whisky. --Usted hara bien en servirse uno tambin, Amy -le aconsej. -No, prefiero te. Era la primera alusin a un acontecimiento extraordinario. Fing no darme cuenta y me empe en hacer hablar a la seora Strickland. Siempre apoyado en la chimenea, el coronel guardaba silencio. Yo me preguntaba cundo podra despedirme elegantemente. Por qu se me haba recibido? El saln estaba sin flores v aun no haban vuelto a sus sitios ordinarios las diversas chucheras guardadas durante el verano. Esta pieza, de ordinario tan confortable tena ahora un aspecto triste y poco acogedor; me produca cierto malestar. Habrase dicho que se velaba a un muerto en el cuarto vecino. Me serv precipitadamente el t. -un cigarrillo? -propuso la seora Strickland. -Busc la caja, pero sin encontrarla. -Temo que se hayan terminado - dijo. De sbito irrumpi en lgrimas y sali precipitadamente. Qued confundido. Su marido era quien, de ordinario, traa los cigarrillos; la caja vaca le actualizaba vivamente su recuerdo. Haba concluido la vida de antes! La fachada mundana se derrumbaba.. -Creo que es preferible que me retire -dije al coronel, levantndome. -Supongo que usted sabe que este canalla la ha abandonado - rugi

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"Titube. -Es tan habladora la gente! - respond -. Se me haba sugerido vagamente que algo iba mal. -La ha abandonado! parti para Pars con una mujer, dejando a Amy sin un centavo. -Crame que estoy consternado, El coronel vaci su vaso de whisky. Alto y delgado, con las sienes grises ya, acusaba una cincuentena de aos. Su bigote cado, sus ojos azul vidrioso, su boca floja, demostraban al hombre sin carcter. En nuestro primer encuentro me haba llamado la atencin su aspecto poco inteligente. Se enorgulleca de haber dedicado, durante sus seis ltimos aos de servicio, tres das por semana al polo. -Temo que mi presencia sea indiscreta - balbucee -. Quiere usted hacer llegar toda mi simpata a la seora Strickland? En cualquier cosa que pueda ayudarla, estoy a su disposicin. No me escuchaba. -Qu ocurrir? Y los chicos? Vivirn del aire? Diecisiete aos! -Qu? Dicisiete aos de qu? -De matrimonio! - gru -. Nunca pude soportarlo; pero era mi concuado y tuve que tolerarlo. Lo tena usted por un caballero? Jams debieron casarse. -Es algo irreparable? -A Amy no le queda ms recurso que el divorcio. Es lo que iba a aconsejarle cuando usted entr. Es indispensable que inicie usted un juicio, le deca, por usted y por sus hijos. Que no lo encuentre nunca en mi camino! Lo aniquilara como a un canalla! Muy a mi pesar, supona que el coronel tropezara con algunas dificultades, pues la figura atltica de Strickland me haba llamado la atencin. Es bien sensible que la moral ultrajada no tenga siempre a su servicio un puo fuerte con que castigar al culpable. Cuando por fin esperaba retirarme, la seora Strickland volvi. Se haba secado las lgrimas y empolvado la nariz. -Le ruego excusarme- dijo-. Felizmente no se ha retirado todava. Se sent. Una vez ms, no haba qu decir. El asunto no me concerna. Ignoraba todava la existencia de aquella necesidad que tienen todas las mujeres de confiar sus ms ntimos secretos al primero que llega. La seora Strickland se haba serenado. -Hablaban del asunto? -pregunt. La certeza de que yo conoca su desgracia me desconcert. -Acabo de llegar. La nica persona con quien he hablado es Rosa Waterford. . . La seora Strickland frunci el ceo y me dijo: -Cunteme todo lo que ella le ha dicho. como yo titubeara, insisti: - Me interesa mucho. -Usted sabe cmo es la gente. Rosa no es, precisamente, una buena amiga. Quin poda confiar en sus cuentos? Me dijo que su marido la haba abandonado Eso es todo lo que le dijo? Ni por un instante pens en repetirle la alusin a la joven vendedora. Ment. -No agreg que habla partido con alguien? -No. -Es cuanto quera saber. Gracias,. Un poco sorprendido, comprend que nada me impeda rerme. Estrechando la mano de la seora Strickland, le renovara afecto. Ella me respondi con una sonrisa de desaliento. -_gavias. Desgraciadamente, ya nadie lneas: hacer nada por m. Demasiado temido para expresar mi simpata, me dirig hacia el coronel, quien no me tendi la plano. -Yo tambin me voy. Si usted sube por Victoria Street lo acompasare. -Entendido-le dije -. Partamos.

CAPTULO IX-Que cosa terrible! - repiti cuando estuvimos afuera. Comprend que no haba bajado conmigo sino para insistir sobre lo que acababa de discutir con su cuada.

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-Ignoramos el nombre de la mujer - continu -. Todo lo que sabemos es que ese miserable ha partido para Pars. -Y yo que crea que el matrimonio iba tan bien! -Pero es claro, y Amy me lo deca todava cuando usted lleg. No tuvieron nunca una discusin desde el da en que se casaron. Usted conoce a Amy. Es la mejor criatura del mundo. Ante estas confidencias, me sent autorizado para permitirme, por mi parte, algunas preguntas. -Pero, en verdad que no supona ella nada? -Nada. Strickland pas cl mes de agosto con ellay sus hijos en Norfolk. Estaba como siempre. Mi mujer y yo pasamos dos o tres das con ellos en su casa y yo jugu con l varias veces al golf. En septiembre, Carlos volvi a Londres para que su socio pudiera, a su vez, tomar sus vacaciones. Amy qued sola en el campo. Haban alquilado una quinta por seis semanas. Antes de que vencieran, ella, le escribi para anunciarle su regreso a Londres. El le respondi desde Pars dicindole que no pensaba vivir ms a su lado. -Y qu razones daba? -Ninguna. Vi su carta. Un billete de diez lneas. -Pero es inconcebible! En este momento atravesbamos una calle, y la acumulacin de personas y carruajes interrumpi las confidencias. Lo que el coronel acababa de revelarme era tan inesperado, que supuse que la seora Strickland le habra ocultado una parte de la verdad. Despus de diecisiete aos de matrimonio, un hombre no deja a su mujer sin que algunas manifestaciones revelen con anterioridad ciertas hendiduras en la vida conyugal. Qu explicacin habra podido dar, como no fuese la de que haba huido con cualquiera? Ha pensado sin duda que su mujer, ante el hecho consumado, no tendra otro recurso que-. resignarse. El procedimiento revela al individuo. -Qu ha resuelto la seora Strickland? -Ante todo, debemos reunir nuestras pruebas. Ir a Pars personalmente. -Y los negocios de Strickland? -No les presta mayor atencin. En el curso del ltimo ao se fue desprendiendo progresivamente de ellos sin alarmar a nadie. -Y su socio? Le advirti de su partida? -Ni una palabra. El coronel Mac Andrew posea un conocimiento muy vago de los negocios, y yo no tena de ellos la menor nocin. Por eso no pude comprender en qu condiciones haba abandonado Strickland sus asuntos. Supuse que su socio, exasperado por el proceder, pensara iniciarle un proceso. Cuando todo estuviese dispuesto, no correra el riesgo de perder cuatrocientas o quinientas libras? -Por fortuna, el moblaje del departamento est a nombre de Amy. En todo caso, ella podr conservarlo. -Hablaba usted en serio cuando deca que ella quedara sin un penique? -Absolutamente. Quedar con doscientas o trescientas libras y el moblaje de su casa. -Y cmo va a vivir? -Slo Dios lo sabe. El caso pareca cada vez ms grave, y ni los comentarios ni la indignacin del coronel aportaban el ms mnimo remedio. Respir cuando el reloj del almacn Ejrcito y Armada le record la hora de su bridge en el club. Se despidi y atraves con rapidez el parque Saint-James.

CAPITULO XUNO o dos das despus, la seora Strickland me envi una tarjeta para rogarme que fuera a su casa aquella misma noche, despus de comer. La encontr sola. Su vestido negro, sencillo hasta la austeridad, recordaba su infortunio, y tuve la ingenuidad de extraarme de que, a pesar de la sinceridad de su dolor, hubiese pensado en relacionar su traje con las circunstancias. -Usted me dijo que estaba dispuesto a hacer cuanto le pidiera - comenz. -As es, seora.

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-Es necesario que vaya a ver a Carlos a Pars. -Yo? Qued estupefacto. No haba visto sino una vez a Strickland. Qu poda esperar ella de m? -Alfredo est listo para partir - Alfredo era el coronel Mac Andrew -, pero no es el hombre de la situacin; de eso estoy segura. Slo conseguira empeorar ms las cosas. No s a quin dirigirme. Su voz temblaba. Tuve vergenza de mi vacilacin. -Pero yo no he cambiado diez palabras con su marido! Puede decirse que ni me conoce. Me enviar al demonio... -Pero no por eso debe usted desanimarse... -De qu desea usted que sea portador? Amy eludi la respuesta. Tal vez el hecho de que l no lo conozca sea ms bien una ventaja. Vea usted: nunca ha sentido simpata por Alfredo; no comprende a los soldados. Se pondran a gritar y las cosas quedaran peor. En cambio, si usted se le acerca en mi nombre, no podr negarse a escucharle. -Cmo quiere usted que un tercero se encargue de una misin semejante? Detesto mezclarme en lo que no me concierne. Por qu no va usted misma a buscar a su marido? -Usted olvida que no est solo. Permanec un instante en silencio. Imaginaba mi entrevista con Strickland: le haba enviado mi tarjeta; l entraba al cuarto donde yo esperaba, con ella entre el pulgar y el ndice: -Con quin tengo el honor de hablar? -Vengo de parte de su esposa. -Aj? Si usted lo ignora todava, la vida se encargar de ensearle que nunca es conveniente ocuparse de otros asuntos que de los propios. Tenga la bondad de volver ligeramente la cabeza hacia la izquierda, Ve usted esa puerta? Le deseo buenos das. Mi salida, lo prevea, carecera por completo de dignidad. Comenzaba a lamentarme, desde luego, de mi regreso a Londres, sin poder aliviar los pesares de la esposa abandonada. Entretanto, la mir a hurtadillas. Estaba absorbida por sus reflexiones. De repente suspir profundamente y levant la cabeza. -Es tan inesperado todo esto! - exclam con una pobre sonrisa -. Diecisiete aos de casados!... Nunca cre a Carlos capaz de perder la cabeza. Siempre nos entendimos bien. Verdad es que no comparta todos mis gustos, pero.... -Ha descubierto usted quin... no hallaba cmo expresarme-, quiero decir, con quin tu, partido? -No. No sospechamos de nadie. Fu tan imprevisto! En general, cuando un hombre se enamora, sale con su conquista, se le suele ver con ella, y las buenas amigas se encargan de prevenir a la esposa. Yo no he recibido advertencia alguna, nada. Su carta me cay como una bomba. Crea a mi marido perfectamente feliz. Irrumpi en lgrimas. Trat de consolarla con toda solicitud. Poco a poco se calm. -Para qu hacer el ridculo? - exclam por fin, llevndose las manos a los ojos -. Procuremos ms bien ver con claridad. En seguida se puso a evocar todos sus recuerdos los hechos ms recientes, su primer encuentro con Strickland, su matrimonio. El padre de la seora Strickland, administrador civil en las Indias, haba establecido su retiro en el interior del pas. Todos los aos, en el mes de agosto, llevaba a su familia a Eastbourne con el objeto de hacerla cambiar de ambiente, y all fu donde, teniendo Amy veinte aos, conoci a Carlos Strickland, que tena veintitrs. El tenis los reuni; vinieron luego los paseos por la playa. Juntos escucharon el coro de los calores negros. Una semana antes de que el se declarara, ella estaba decidida a aceptarlo. Se fueron a vivir a Londres, primero en Hampstead y en seguida, tan pronto corno los negocios de Strickland lo permitieron, a la city. Tuvieron dos hijos. Pareca quererlos tanto! Suponiendo que estuviese cansado de m, no comprendo cmo ha tenido corazn para abandonar a sus hijos. Qu desconcertante! Todava no puedo creerlo. Por ltimo, me mostr la carta de su marido. A pesar de mi curiosidad, no me haba atrevido a pedrsela. Mi querida Amy: creo que encontrars todo en orden en el departamento. He comunicado a Ana us

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instrucciones, y cuando llegues estar lista la comida para ti y para los nios. No esperes verme en la estacin. He decidido no vivir ms contigo, y parto hoy mismo para Pars. No volver. Mi deciSin es irrevocable. Siempre tuyo, Carlos Strickland.), -Ni una palabra de justificacin, de pesar! No es inhumano? -Vaya una carta singular -No hay sino una explicacin posible: que ya o es el mismo. Ignoro qu mujer le ha seducido, pero, en todo caso, ha hecho de l otro hombre. Seguramente esto no data de ayer. -Qu le hace suponerlo? -Alfredo lo ha descubierto. Tres o cuatro veces por semana mi marido iba, deca, al club. Alfredo aludi, conversando con un miembro de ese club, a las condiciones de jugador de su concuado, y el otro se manifest muy sorprendido, pues no lo haba visto nunca en la sala de juego... Cuando yo crea a Carlos en el club, seguramente estaba con esa mujer. Guard silencio. Pens luego en los hijos. -No ha debido ser muy fcil explicar todo esto a Roberto - observ. -0h! No he querido decirle una palabra, ni a l ni a su hermana. Como regresamos a Londres la vspera de la apertura de las clases, tuve la presencia de nimo necesaria para decirles que su padre haba partido por asuntos de negocios. Cmo haba podido mostrarse alegre y despreocupado con el corazn oprimido por un peso semejante? Su voz se quebr de nuevo: -Y qu va a ser de ellos, mis pobres hijos queridos? Cmo vamos a vivir? Se esforz por dominarse, y vi que sus manos se crispaban. Aquello era desgarrador. Le dije: -Sea. Ir a Pars si usted cree que puedo hacer algo, pero dgame con claridad lo que desea de m. Quiero que l vuelva. -Segn lo que me dijo el coronel, cre entender que usted haba resuelto divorciarse. -No me divorciar jams! - me interrumpi con incontenida violencia -. Puede usted decrselo de mi parte. No podr casarse con esa mujer. Soy tan empecinada como l,- y no me divorciar. Ante todo, tengo que pensar en mis hijos. Sin duda, agregaba este argumento para justificar su actitud, que yo atribua a orgullo y celos, por lo dems muy explicables, antes que a la solicitud maternal. -Lo quiere usted todava? -Deseo que vuelva. Si consiente en ello, nos desentenderemos de lo ocurrido. Cmo olvidar diecisiete aos de matrimonio! Soy generosa en mis ideas. Mientras no sepa nada, todo lo que ha hecho me es indiferente. El debe pensar que su arrebato no puede durar. Si vuelve pronto podremos olvidar el asunto y evitar el escndalo. La idea de que se inquietara por los cuentos y chismes me entibi. Ignoraba entonces el importante sitio que ocupa la opinin de los dems en la vida de las mujeres. Esta preocupacin proyecta una sombra de sospecha sobre la sinceridad de sus ms profundas emociones. Sabamos la direccin de Strickland. Por intermedio del banco, su socio, en una carta violentsima, lo acusaba de ocultarse-. Algunas frases de respuesta, cnicas y groseras, revelaban al momento, y con precisin, dnde podra encontrrsele. Estaba en un hotel. -Un hotel del que nunca he odo hablar - prosigui la seora Strickland -, pero Alfredo lo conoce. Parece que est en un barrio muy lujoso. Sus mejillas se sonrojaron. Seguramente se representaba a su marido instalado en un departamento carsimo, frecuentando restaurantes elegantes, pasando sus tardes divertido y sus noches en el juego. -A su edad, esto no puede durar - repiti -. Despus de todo, tiene cuarenta aos. En un muchacho, sera excusable, pero en un padre de familia, con hijos casi mayores... Su salud no resistir., Y qu vergenza! ... La clera luchaba en ella con la pena. -Dgale que nuestro hogar le reclama. Nada ha cambiado, y sin embargo todo es diferente. No puedo vivir sin l. Preferira matarme. Invoque el pasado y todos nuestros recuerdos comunes. Y qu dir a mis

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hijos cuando me pregunten? Su cuarto est como antes de su partida. Lo espera. Todos lo esperamos. En seguida me explic en detalle lo que debera decirle. Contempl cada una de las objeciones posibles. -Haga todo lo que pueda - insisti, quejumbrosa -. Dgale 'en qu estado me encuentro! En suma, me rog que pusiera en juego cuanto estuviera de mi parte para enternecer a su marido. Sollozaba sin cesar. Yo estaba conmovido. La fra crueldad de Strickland me llenaba de indignacin. Promet hacer lo imposible para inducirlo a regresar. Partira para Pars al da siguiente y permanecera all hasta que hubiese obtenido un resultado. Por ltimo, como la 'noche estaba bastante avanzada y los dos nos hallbamos vivamente emocionados, me desped.

CAPTULO XDURANTE el viaje, mi misin no ces un instante de inquietarme. Lejos del espectculo de la seora Strickland angustiada, consideraba la situacin con ms serenidad. Las contradicciones de su actitud me traan desconcertado. Haba sabido emplear muy bien su dolor, por lo dems muy sincero, para excitar mi simpata. La cantidad de pauelos de que se haba provisto demostraba que contaba con sus llantos. Loable previsin! Pero resultaba que, a la distancia, sus lgrimas ya no me conmovan. Era elamor por su marido o el temor a los chismes lo que la haca desear el regreso de Strickland? Al impulso de la pasin desgraciada se mezclaba en su corazn la rebelda de la vanidad herida, despreciable a mis ojos inexpertos. Yo me admiraba todava de las contradicciones de la naturaleza humana, ignorando cunta afectacin se oculta en la sinceridad, cunta villana en la nobleza y cunta generosidad en el vicio. Pero, a medida que me aproximaba a Pars, se redoblaba mi curiosidad. Cmo no tomar a lo trgico este papel de amigo incondicional que va a recuperar el esposo inconstante para la esposa indulgente? Qu entrevista! En tales circunstancias, la hora debe ser escogida con prudencia. Hay posibilidad de conmover a alguien antes de la comida? Por otra parte, era indispensable ver a Strickland aquella misma tarde. Apenas instalado, me inform sobre el Hotel des Beiges, donde viva Strickland. Esa maravilla de lujo se levantara, seguramente, cerca de la rue de Rivoli. Buscarnos en la gua. El nico hotel de este nombre se encontraba en la rue des Moines, barrio poco reluciente. Sacud la cabeza. -No puede ser ste, estoy seguro - afirm, convencido. El conserje se encogi de hombros. No exista otro hotel de ese nombre en Pars. Seguramente Strickland no quera revelar su domicilio y haba enviado aquella direccin a su socio para engaarle una vez ms. Me pareca ver a Strickland encantado ante la idea de hacer venir en balde a Pars al exasperado agente de cambio y enviarle a estrellarse como un imbcil contra la puerta de una posada. No obstante, quise informarme sobre el terreno. Al da siguiente, hacia las seis, tom un coche y me dirig a la rue des Moines. Quise examinar el hotel antes de entrar. Unas cuantas tiendas miserables abran sus puertas y exhiban sus escaparates a la calle. Hacia la mitad de la calle divis, a la izquierda, al Hotel des Beiges. El que me serva a m de alojamiento era un palacio a su lado. Junto a un gran casern arruinado, con sus muros descascarados y sucios, las casas vecinas tomaban un aspecto limpio y cuidado. Todos sus postigos estaban cerrados. Poda ese lgubre edificio abrigar la magnificencia criminal en que Carlos Strickland viva con la encantadora desconocida a quien haba sacrificado su amor y su deber? Temeroso de hacer el papel de tonto, estuve a punto de deshacer lo andado sin ir ms lejos en mi investigacin. Slo el deseo de demostrar mi buena voluntad a la seora Strickland me indujo a entrar. La puerta se encontraba al lado de una tienda improvisada. Estaba abierta, y en su interior se lea: Bureau au premier. Sub por una estrecha escalera, y desde un descanso divis una especie de jaula de vidrio, una mesa y dos sillas. A su lado, un banco, donde un sereno nocturno deba pasar horas melanclicas. No haba alma viviente; pero un timbre elctrico - un cartel lo adverta al visitante - serva para llamar al mozo. Toqu, y a los pocos momentos apareci, en mangas de camisa y arrastrando unas chancletas viejas, un adolescente de mirada viva e inquisitorial. -Ser aqu, por casualidad, donde se hospeda mster Strickland? - le pregunt con el ms amable de los tonos.

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-Sexto piso, nmero 32. La sorpresa me cort la palabra. -Y estar aqu en este momento? El criado mir un estante con departamentos que se divisaba en la oficina. -No est su llave. Suba y vea usted mismo. -Y la seora? -No s. Ac vino solo. Ante la mirada llena de desconfianza del criado, comenc a subir por una escalera oscura y mal ventilada. Un olor ftido flotaba en el ambiente. En el tercer piso, una mujer desmelenada, en ropas de casa, entreabri una puerta y me mir pasar en silencio. Por ltimo, llegu al sexto..., el nmero 32. Hubo un ruido en el interior, y la puerta se abri furtivamente. Me encontraba frente a Carlos Strickland, que no pronunci una palabra. Evidentemente, no me haba reconocido. Le llam por su nombre, esforzndome por hablar con naturalidad. -No se acuerda usted de m? Tuve el placer de comer en su casa en el mes de julio. -Adelante - dijo con frialdad -. Encantado de volverlo a ver. Sintese usted. Estaba en un pequeo cuarto repleto de muebles Luis Felipe. Un amplio lecho de madera, con un almohadn rojo a los pies, un gran armario, una mesa redonda, un peinador minsculo y dos sillas tapizadas con una felpa encarnada llenaban la pieza. Todo era sucio y rado. Nada revelaba el desenfrenado lujo que el coronel Mac Andrew haba descrito con tanta precisin. Strickland ech al suelo las ropas que cubran una de las sillas, y yo me sent. -Qu le trae por aqu? En el pequeo cuarto, Strickland se vea ms grande que nunca. Llevaba una vieja americana de deporte, y su cara mostraba una barba de varios das. La primera vez que lo vi su vestimenta era muy cuidada, pero pareca no sentirse bien con ella. Ahora, despreocupado y sucio, se mova con agilidad y confianza. Cmo recibira lo que iba a decirle? -Vengo a verlo de parte de su esposa. -Tengo costumbre de servirme algo antes de las e comidas. Venga usted conmigo. Le gusta el ajenjo? -S, me gusta. -Entonces, bajemos. Se cubri con un sombrero que peda un cepillo a gritos. -Podemos comer juntos. Por lo dems, usted me debe una comida. -En efecto. Est usted solo? Me felicit de haber lanzado esta pregunta capital con tanta naturalidad. -Pardiez! Hace tres das que no hablo con nadie, Mi francs no es de lo ms brillante! .. Mientras le segua en la escalera, me preguntaba qu sera de la hermosa vendedora. Una disputa, acaso? O habra terminado ya el capricho de Strickland? Era poco verosmil si, como se deca, haba titubeado un ao antes de resolverse a dar el paso. Por fin, nos instalamos en la terraza de un eran caf de la Avenue de Clichy.

CAPITULO XIIA esta hora la muchedumbre bulla y, con un poco de fantasa, poda verse en ella a todos los hroes de una novela de la miseria. All se codeaban dependientes y midinettes, siluetas de ancianos escapados de las pginas de un libro de Balzac, profesionales masculinos y femeninos de aquellas industrias pestilentes que explotan los vicios de la humanidad. En los barrios pobres de Pars se siente una vitalidad colectiva que fustiga la sangre y nos prepara para observar las situaciones ms imprevistas. -Conoce usted bien Pars? - le pregunt. -No. Pas en l la luna de miel; pero desde entonces no haba vuelto. -Cmo fue usted a caer en ese hotel? -Me lo haban recomendado. Necesitaba algo barato. El ajenjo lleg, y con la solemnidad requerida echamos el lquido sobre los trocitos de azcar, -Creo conveniente decirle, desde luego, el objeto de mi visita - comenc, no sin confusin. Sus ojos brillaron.

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-Estaba cierto que, tarde o temprano, alguien vendra. He recibido muchas cartas de Amy. -Entonces no tengo gran cosa que decirle. -No he ledo ninguna. Para darme tiempo, encend un cigarrillo. Cmo saldra del atolladero? Las hermosas frases, patticas e indignadas, que haba preparado, caeran en el vaco al ser pronunciadas en la Avenue de Clichy? Sbitamente, Strickland solt una carcajada. -Nada cmoda la misin, eh? -Hum! ... No mucho - respond. -Bueno, en fin, pronuncie usted su discurso; despus pasaremos una tarde agradable. Vacil un momento. -.Vamos! No ha pensado en el dolor de su `mujer? -Ya se tranquilizar. Cmo dar una idea de la extraordinaria insensibilidad con que lanz esta respuesta? Qued desconcertado, pero trat de ocultrselo. Record el tono de mi to Enrique, el pastor, cuando peda a algunos de sus parientes que se suscribieran al fondo de ayuda de los clergymen. -Me permite usted hablarle con toda franqueza? -Por cierto. -Mereca ella lo que usted le ha hecho? -No. Tiene usted algn agravio en su contra? -Ninguno. -Entonces, no es monstruoso abandonarla as, despus de diecisiete aos de matrimonio, sin tener nada que reprocharle? -Es monstruoso. Lo mir sorprendido. Su aquiescencia a todo lo que le deca me desarmaba por completo. Mi situacin era delicada, por no decir grotesca. Me haba preparado para ser persuasivo, conmovedor, elocuente, y, si el caso lo requera, altanero, indignado y sarcstico. Pero qu puede hacer el mentor cuando el pecador se adelanta a confesar su falta? Mi tctica personal, en casos similares, haba sido siempre la de negar todo; ahora estaba confundido. -Y entonces qu? - pregunt Strickland. Pretend tomar un aire de indiferencia. -Oh! Si usted admite sus errores, no me queda nada que decir. -Lo mismo me parece a m. No cumpla mi misin con mucha diplomacia, y, a fe ma, ello me mortificaba. -Pero no es posible dejar a una mujer con dos hijos y sin un penique! -Por qu no? La he mantenido durante diecisiete aos. Acaso, para variar, no podra ahora mantenerse con sus propios medios? -No est en condiciones de hacerlo. -Que al menos lo intente. Habra habido, en verdad, mucho que replicar; habra podido hablarle de la situacin social de las mujeres, del contrato tcito que un hombre acepta al contraer matrimonio y de mil otras cosas; pero por el momento slo un punto me importaba: -No le interesa ella, ya? -En absoluto, El tono de Strickland dejaba entrever tanta alegre desvergenza, que a pesar de la suma gravedad del asunto deb morderme los labios para no sonrer. A mismo tiempo recordaba su abominable conducta, y hube de hacer un esfuerzo para no exaltarme hasta la indignacin. -Y sus hijos? Vinieron al mundo por voluntad propia? Si usted los abandona de esta manera se encontrarn en la calle. -Han conocido varios aos de comodidades. Muchos ms que la mayora de los nios. Por otra parte, ya se ocuparn de ellos. Cuando vean que la cosa no tiene remedio, los Mac Andrew costearn sus estudios.

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-Pero no siente usted por ellos el cario del padre? Y unos chicos tan encantadores! Est usted resuelto, en verdad, a romper todas sus relaciones con ellos? -Mucho los quera cuando eran menores; pero, n la actualidad, debo confesarle con franqueza que no me inspiran ya ninguna ternura especial. -Usted es un padre desnaturalizado. -Seguramente. -Y no parece avergonzarse. -De ninguna manera. Trat entonces de asirme de otro argumento. -Todo el mundo comentar su falta de nobleza. -Que digan lo que quieran! -Lo odiarn, lo despreciarn. Acaso todo esto no tiene importancia para usted? -Ninguna. Esta breve respuesta fue lanzada tan desdeosamente, que mi pregunta, no obstante natural, qued sonando en mis odos como un absurdo. Pregunt: -Cmo va a vivir en medio de la reprobacin general? Y luego, est usted seguro de que esto no le afectar jams? Todos tienen su conciencia, y, tarde o temprano, la suya hablar. Supongamos que su mujer acaba de morir. Qu remordimiento! Strickland permaneci mudo. Despus de algunos minutos, hube de romper una vez ms el silencio: -Qu tiene que responder a esto? -Nada, como no sea que usted es un tonto apasionado. -Por ltimo, quiralo o no, usted deber mantener a su mujer y a sus hijos - contest yo, herido -. La ley se encargar de protegerlos. -El rey pierde sus derechos cuando no tiene un penique. Apenas si me quedan unas cien libras. Me intrigaba cada vez ms. A decir verdad, su eleccin del Hotel des Belges revelaba la ms pre caria escasez. -Y cuando las haya gastado? -Ya ver lo que hago. Estaba perfectamente tranquilo. Su expresin desdeosa dejaba en el ridculo cada una de mis frases. Agotados los argumentos, opt por guardar silencio. Habl l, entonces. -Por qu Amy no vuelve a casarse? Es joven todava y no carece de atractivos. Es una perfecta esposa. Dado el caso, yo la recomendara. Y si quiere divorciarse, no ser yo quien se oponga. Esta vez le haba atrapado. Aunque Strickland derrochaba astucia, no haba logrado ocultar sus intenciones. Deba tener sus razones para no confesar que lo acompaaba una mujer, y todos sus esfuerzos tendan a ese objeto. -Por ningn motivo se resolver su mujer a iniciar expediente de divorcio - le contest, ufano de mi ventaja -. Ha tomado ya todas sus decisiones. El marido prfugo me mir con sincera extraeza y volvi a hablar con un acento ms serio. -Mi querido amigo, nada puede inquietarme. Qu diferencia puede haber para m entre estar divorciado y no estarlo? -Vamos, nos toma usted por unos idiotas? Usted se ha fugado con una mujer. Strickland se ech atrs, sobresaltado, y enseguida se lanz a rer. Rea tan sonoramente, que llam la atencin de nuestros vecinos, algunos de los cuales se echaron a rer tambin. -No veo lo divertido que pueda haber en suponerlo - exclam. -Pobre Amy! - dijo lleno de irona. Casi inmediatamente se pint en su rostro un amargo desprecio. -Qu escasas de cerebro son las mujeres! El amor, siempre el amor! Se imaginan que slo se las puede dejar para irse con otra. Cree usted que yo habra cometido la tontera de hacer lo que he hecho solamente por una mujer? -No es por una mujer que ha abandonado usted a su esposa? -Claro que no! -Palabra de honor?

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-Qu ingenuo fui al formular esta pregunta! -Palabra de honor! -Entonces, en nombre del cielo, por qu la dej Usted? -Para pintar. Sin poder comprender, lo mir durante un momento. Me las haba con un loco? No hay que r olvidar que yo era muy joven y que consideraba a Strickland un hombre ya maduro. El estupor me clav en mi asiento. -Pero usted tiene cuarenta aos! -Por lo mismo, no hay que perder el tiempo. -Ha pintado usted alguna vez? -Cuando muchacho, mi mayor ilusin era llegar a ser pintor; pero mi padre me oblig a dedicarme a los negocios, so pretexto de que las artes no producan nada. Hace un ao que comenc a pintar. Poco despus me matricul en algunos cursos vespertinos. -En esto se ocupaba usted cuando su mujer le crea jugando bridge en el club? -Precisamente. -Y por qu no se lo deca? -No lo comprendera. Por lo dems, necesito de la tranquilidad que proporciona el aislamiento. -Y sabe usted pintar? -Todava no, pero ya aprender. Por eso estoy aqu. En Londres no encontraba lo que quera. Quiz tenga ms suerte en Pars. -Cree usted que un hombre, a su edad, tiene probabilidades de triunfar? La mayor parte de los pintores ha comenzado a los dieciocho aos. -Aprendo con ms rapidez de lo que habra podido hacerlo a esa edad. -Qu es lo que le hace creer que tiene disposicin? No respondi en seguida. Sus ojos erraban tras los transentes, sin detenerse sobre ellos. -Debo pintar. -Pero esto es una aberracin! Me mir de frente. La expresin de sus ojos me hizo sentirme mal. -Qu edad tiene usted? Veintitrs aos? - me pregunt. La pregunta me pareci completamente fuera de lugar. A mi edad yo habra podido embarcarme en una aventura semejante. Pero l, que haba dejado atrs el tiempo de la juventud, l, un agente de cambio, dueo de una hermosa situacin, con una buena mujer como esposa y padre de dos hijos! .. Lo que habra sido admisible en m era absurdo en l. No le ocult mi manera de pensar: -Naturalmente, es posible el milagro. Usted puede llegar a ser un gran artista, pero reconocer que lleva slo una oportunidad contra un milln. No sera terrible que por hacer algo bien terminara comprobando que lo ha echado todo a perder? -Debo pintar - repiti. -Supongamos que usted no lograra llegar a ser sino un pintor mediocre. Valdra eso los sacrificios que ha impuesto a su mujer y a sus hijos? En las dems carreras no importa no sobresalir sobre el trmino medio. Con tal de cumplir con sus obligaciones, se sigue adelante; en un artista la cosa cambia. -Imbcil! - exclam. -Qu? Acaso es una locura reconocer la evidencia? -Le digo que debo pintar. Es algo superior a m. Cuando un hombre se cae al agua, poco importa que nade bien o mal; lo indispensable es que salga del paso como pueda. La pasin sincera que vibraba en su voz me impresion, muy a mi pesar. Senta que una fuerza extraa dominaba su voluntad. No lograba comprender nada. Un demonio lo posea. Y, no obstante, tena las apariencias de hallarse en su estado natural. Mi curiosidad no le causaba confusin alguna. Por quin habra podido tomarle un extrao al verle sentado all, con su vieja americana de presillas y su hongo grasiento? La raya de sus pantalones haba desaparecido tiempo atrs. La limpieza de sus manos era muy dudosa. Los pelos rubios de su barba mal afeitada, sus ojos vidriosos, su nariz fuerte y agresiva tenan algo de rudo y de vulgar. La boca era grande, los labios gruesos y sensuales. No, no habra sabido en qu categora clasificarlo.

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-Elle modo que ha resuelto no volver al lado de su mujer? - le dije por fin. -Jams! -Ella est dispuesta a olvidarlo todo, a volver a la vida en comn. No le formular el menor reproche. -Que se vaya al diablo! -Es indiferente para usted pasar por un monstruo y dejar a sus hijos reducidos a la miseria? Completamente. Alargu la pausa para reforzar el efecto de mis palabras, y agregu luego con la mayor solemnidad que me fue posible: -Usted es un perfecto sinvergenza! -Ahora que usted se ha desahogado -replic tranquilamente-, vamos a comer.

CAPTULO XIIICONFIESO que habra sido ms correcto declinar la invitacin. Quizs deb manifestarme indignado, como en realidad lo estaba; cuando menos, mi categrica negativa a sentarme a la misma mesa que semejante individuo, me habra significado la aprobacin del coronel Mac Andrew. Pero yo he titubeado siempre antes de adoptar una actitud severa por temor a no poder sostenerla, y, en aquella ocasin, la certeza de que Strickland no atribuira importancia a mis sentimientos, vino a completar mi indecisin. Slo la fe del poeta o del santo puede esperar que crezcan lirios en el asfalto de una acera. Pagu lo que habamos bebido y nos encaminarnos hacia un pequeo restaurante, estrecho y bullicioso, donde comimos muy alegremente. Yo tena el apetito de mi edad y Strickland el de una conciencia endurecida. Luego, para el caf y los licores, emigramos hacia una taberna. Haba agotado ya todos mis argumentos. Bien saba que no insistir era traicionar a la seora Strickland; pero sent la absoluta imposibilidad de atravesar la coraza de indiferencia de mi interlocutor. Hay que poseer la tenacidad femenina para repetir siempre lo mismo sin cansarse. Yo pretenda excusar mi actitud, tratando de persuadirme de que era necesario estudiar ante todo el estado de nimo de Strickland. Y, en efecto, nada me intrigaba ms. Pero cmo lograr comprenderlo? Strickland no era locuaz. Se haca entender con dificultad, como si la palabra no hubiese sido su modo natural de expresin. No era cosa fcil seguir su pensamiento a travs de sus frases entrecortadas, sus palabras confusas y sus gestos vagos. Mas, si no deca nada extraordinario, tena, sin embargo, algo que le impeda hacerse pesado. Tal vez su franqueza. No pareca interesarse en absoluto por este Pars que vea por primera vez - el viaje con su mujer no poda contarse - y los espectculos que deban haberle sorprendido no le provocaban ninguna admiracin. Yo he estado en Pars un centenar de veces y con un agrado siempre renovado. Nunca he vagado por sus calles sin sentirme al borde de la aventura. Strickland, en cambio, permaneca indiferente. Cuando pienso en ello, me convenzo de que no vea nada que no fuera alguna inquietante visin interior. De sbito, sobrevino un incidente. La taberna rebosaba de muchachas, algunas sentadas a la mesa con sus amigos y otras solas. Una de stas nos miraba. Cuando sus ojos se encontraron con los de Strickland, sonri. El no pareci darse cuenta. Por unos pocos momentos, ella sali, para volver al instante y rogarnos, con toda gentileza, al pasar por nuestra mesa, que le ofrecisemos alguna cosa. La joven se sent y yo comenc a hacer mis clculos; pero estaba a la vista que ella no pensaba sino en Strickland. Le previne, entonces, que l no saba sino dos o tres palabras en francs. No obstante, ella trat de hablarle, mitad en signos y mitad en un francs infantil, que supona, no s por qu, ms fcil de comprender. Adems, chapurreaba una mecha docena de frases inglesas. Lo que sus pocos conocimientos no le permitan expresar, hube de traducrselo yo, y ella esperaba las respuestas con visible impaciencia. Strickland pareca divertirse; pero se vea que conservaba su indiferencia. -Usted acaba de hacer una conquista - le manifest. -No me halaga en absoluto. En su lugar, yo me habra interesado ms. La muchacha tena unos ojos sonrientes y una boca tentadora. Era muy joven. Qu poda atraerla en la persona de Strickland? No hizo misterio de sus impulsos

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y me rog que los transmitiera a mi compaero de mesa. -Desea que usted la acompae a su casa. -Estoy muy bien aqu. Suavic como pude tan poco galante respuesta, que atribu a su falta de dinero. -insisto - agreg ella -. Dgale que no le costar nada. Cuando transmit esto a Strickland, l alz los hombros con impaciencia. -Que se vaya al demonio! Con el gesto subray la respuesta. La muchacha no necesit traduccin; se puso de pie y nos volvi la espalda indignada. Seguramente se haba avergonzado de su fracaso. -No puede decirse que sea corts - dijo mientras se abra paso entre las mesas vecinas. Yo estaba sorprendido y molesto. -Por qu la ha insultado usted?... - le dije a Strickland -. Despus de todo, la aventura no dejaba de ser lisonjera. -Estas cosas me disgustan - replic. Lo observaba con curiosidad. Su rostro reflejaba un disgusto verdadero, y, no obstante, sus rasgos eran los de un hombre ardiente y sensual. Seguramente la muchacha se haba sentido atrada por cierta brutalidad que se presenta en l. -En Londres habra podido tener todas las mujeres que hubiese querido. No es a buscarlas a lo que he venido a Pars.

CAPITULO XIVDURANTE mi viaje de regreso a Inglaterra, repasaba mentalmente el caso de Strickland. Que dira a su mujer? No poda enorgullecerme con las nuevas que le llevaba. El hombre segua siendo un enigma para m. Cuando le pregunt cmo se le haba ocurrido pintar, no haba sabido o no haba querido responderme. Quiz un obscuro sentimiento de rebelin haba germinado, poco a poco, en su cerebro obtuso; pero cmo explicar entonces que su montona existencia no revelara nunca la tempestad que se preparaba? Si su fuga tena por causa primera la necesidad de romper lazos insoportables, su conducta habra sido comprensible y vulgar; ahora bien, en l, precisamente, no haba nada de vulgar. Por fin, vino a mi espritu una idea que se me impuso por su carcter romntico, idea bastante discutible, ms la nica que me satisfaca ligeramente: una vocacin durante largo tiempo contrariada deba haberse desarrollado, poco a poco, en este hombre, tal como se desarrolla un cncer, hasta poseerlo todo entero y lanzarlo a la accin con una fuerza irresistible. Hay aves que ponen sus huevos en los nidos de otras. Una vez salido del cascarn, el pequeo extrao desaloja del nido a toda la pollada, y en seguida destruye la construccin que hasta entonces lo ha abrigado. Era ciertamente extraordinario que, para ruina suya y desgracia de sus familiares, se hubiese despertado el instinto creador en este inspido agente de cambio. Pero, no es ms extraordinario todava ver al espritu de Dios apoderndose de hombres ricos y poderosos, despus de perseguirlos con implacabilidad, hasta el da en que, por fin, abandonan las alegras del mundo y el amor, por las austeridades del claustro? La conversin reviste formas variadas y sigue vas diversas. Existen rocas que no pueden ser destruidas sino por el furor del cataclismo; otras se disgregan bajo la sola accin de una gota de agua. Strickland una la violencia del fantico a la intransigencia del apstol. Lo justificaran sus obras? Cuando le pregunt lo que sus camaradas de las clases vespertinas pensaban sobre su pintura, me haba contestado haciendo una mueca. -No toman nada en serio. -Trabaja usted en un taller? -S; el viejo, quiero decir el maestro, pas esta maana; cuando vi mi dibujo, levant las cejas y se alej sin decir una palabra. Strickland haba redo irnicamente. No pareca desalentado. El juicio de los dems no tena importancia alguna para l. Y era lo que ms me desconcertaba en este hombre. En general, los que se declaran indiferentes a la opinin ajena se dejan engaar pot una falsa

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esperanza. Si bien es cierto que actan como les place, no lo es menos que tienen buen cuidado de evitar que sus aventuras trasciendan. Es necesario que se sientan sostenidos y aprobados por los que los rodean para resolverse a desafiar la opinin de la mayora. Qu mrito existe en fingir desprecio por los convencionalismos, cuando este desprecio es, precisamente, uno de los convencionalismos de su medio? No creo en la sinceridad de los que desprecian la opinin. Su orgullo es el de la ignorancia. Mas esta vez me encontraba ante un hombre que no atribua en verdad importancia alguna a lo que se pensase de l. Los juicios resbalaban sobre su conformidad, como resbala la mano sobre el cuerpo aceitado del luchador. Esto le daba una independencia casi agresiva. Recuerdo haberle dicho: -Si todo el mundo procediera corno usted, la vida sera imposible. -Qu frase ms tonta! Todo el mundo no puede aspirar a proceder como yo. La masa se resigna perfectamente a permanecer en la rutina. En otra ocasin, ensay la irona: -Qu dice usted de la mxima procede de manera que cada una de tus acciones pueda erigirse en regla universal. -No la conoca, pero ahora puedo decir que es estpida. -Sin embargo, es de Kant. -No por eso es menos estpida. Nada conmova la conciencia de este hombre. Era como tratar de obtener sin un espejo la reflexin de una imagen. La conciencia es en el individuo la guardiana de las leyes dictadas por la colectividad, considerando su necesidad de conservarse. Es un guardin que vigila nuestros corazones para impedirnos infringir las reglas establecidas, un espa instalado en la ntima fortaleza del ser. El hombre tiene tal sed de simpata, su temor por las crticas es tan vivo, que por s mismo ha introducido al enemigo en la plaza; su conciencia no cesa de vigilar, siempre dispuesta a ahogar toda veleidad de independencia. Es el lazo poderoso que encadena al individuo con la masa y que le impulsa a preferir a los suyos los intereses de la colectividad, que ha aprendido a considerar superiores. El hombre llega a convenirse en el esclavo de su conciencia. La coloca sobre un pedestal. Por ltimo, como el cortesano, adulador servil del cetro que lo oprime, se vanagloria de su esclavitud. A sus ojos, ninguna inventiva es suficientemente fuerte para castigar al que desconoce el principio de autoridad, porque se siente desarmado ante este ser independiente. Frente a la monstruosa insensibilidad de Strickland, yo no poda menos que retirarme horrorizado. Cuando nos despedimos, sus ltimas palabras fueron: -Dgale a Amy que perder su tiempo tratando de hacerme regresar. Por lo dems, voy a cambiarme de hotel y no volver a encontrarme. -La felicitar, adems, por haberse desembarazado de usted - le dije. -Hgale comprender que es acreedora a la felicitacin, mi buen amigo. Pero es tan estrecha la inteligencia de las mujeres! ...

CAPTULO XVEN Londres me esperaba una tarjeta en que se me rogaba que pasara por la casa de la seora Strickand despus de comer. La encontr con el coronel Mac Andrew y su mujer. La hermana de la seora Strickland, la mayor de la familia, estaba algo ms envejecida que ella, pero se le pareca mucho. Tena un aspecto de suficiencia, ese aspecto de duea de los destinos del Imperio britnico, que da a las esposas de los oficiales el sentimiento de pertenecer a una casta superior. Era franca en su hablar, y su buena educacin disimulaba mal su convencimiento de que fuera del ejrcito no haba sino dependientes del comercio. Detestaba, por lo tanto, a los oficiales de la guardia, a quienes encontraba presumidos, no gustaba hablar de sus mujeres, poco puntuales para devolver las visitas. Adems, sus toilettes eran vistosas y de muy mal gusto. La seora Strickland pareca muy nerviosa -Pues bien, cunteme cmo le ha ido dijo, despus de saludarme. -Estuve con su marido. Temo que su decisin de no volver sea irrevocable.

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Prosegu, luego de una pausa. -Quiere pintar. -Qu? exclam la seora Strickland llena de admiracin. -No supuso usted nunca que l se interesase por esta suerte de cosas? -Est loco de remate -manifest el coronel. Amy frunci las cejas. Repasaba sus memorias. -Recuerdo que antes de nuestro matrimonio tena algunas cajas de pinturas, cuyos pinceles manejaba malamente. Haba que ver sus mamarrachos! Lo reamos de continuo. No tena ni una sombra de talento. -Es slo un pretexto - insinu Mac Andrew. La seora Strickland reflexionaba. Para ella, mi revelacin no tena pies ni cabeza. Su instinto de duea de casa haba vuelto a manifestarse y el saln no se encontraba ya en el abandono con aquel aspecto de hotel amueblado que observara inmediatamente despus de la catstrofe. -Pero si el arte le atraa tanto, por qu no decirlo? - manifest por fin la seora Strickland-. Yo habra sido la primera en simpatizar con gustos de este