muchamore robert - cherub 04 - caida libre

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Robert Muchamore

MISIÓN 04:MISIÓN 04:CAÍDA LIBRECAÍDA LIBRE

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ARGUMENTOCuando un delincuente de poca monta se hace con una gran fortuna en

breve tiempo, las autoridades deciden indagar la procedencia del dinero. Para ello requieren los servicios de Cherub,* que asigna a James Adams una misión de rutina: trabar amistad con el hijo del sospechoso e infiltrarse en su casa para reunir pruebas inculpatorias.

Pero el caso no es tan sencillo como parece. Sus siniestras ramificaciones podrían salpicar a la propia policía, y un introvertido muchacho de dieciocho años, muerto en circunstancias misteriosas, podría ser la clave para echar el guante a los culpables.

Cuarta entrega de la serie que ha causado furor en los jóvenes lectores del Reino Unido, además de ser premiada con el Red House Children's Book Áward y, en 2008, el premio de los libreros independientes británicos

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¿QUÉ ES GHERUB?

CHERUB es una rama del servicio de inteligencia británico. Sus agentes tienen entre diez y diecisiete años. Los querubines son huérfanos que han sido reclutados en casas de acogida y entrenados para trabajar en misiones secretas. Viven en el campus de CHERUB, un complejo secreto situado en algún lugar de la campiña inglesa.

¿QUE UTILIDAD TIENEN LOS NIÑOS?

Mucha. Nadie sospecha que puedan estar participando en una misión secreta, lo que significa que tienen más probabilidades de conseguir cosas que a los adultos les resultarían muy difíciles de obtener.

¿QUIÉNES SIN?

En el campus de CHERUB viven unos trescientos niños. JAMES ADAMS, de trece años, es nuestro héroe. Es un agente muy respetado y cuenta en su haber con tres misiones exitosas. Su hermana de diez años, LAUREN ADAMS, es una agente novata a la que aún le falta experiencia. KERRY CHANG, la novia de James, nació en Hong Kong y es campeona de kárate. Entre los amigos más cercanos de James en el campus debemos mencionar a BRUCE NORRIS, GABRIELLE O’BRIEN, SHAKEEL DAJANI y los gemelos CALLUM y CONNOR REILLY. Su mejor amigo es KYLE BLUEMAN, de quince años.

¿Y LAS CAMISETAS?

Los querubines se clasifican según el color de la camiseta que llevan en el campus de CHERUB. El NARANJA es para visitantes. El ROJO es para niños que viven en el campus, pero son demasiado pequeños para ser considerados agentes. El AZUL es para aquellos que están pasando por la fase más dura, el entrenamiento básico, de cien días de duración. El GRIS significa que el chico ya está cualificado como agente. El AZUL MARINO es la recompensa por una actuación destacada en una misión. Si el chico sigue haciéndolo bien, acabará su trayectoria en CHERUB llevando una camiseta NEGRA, el máximo reconocimiento a la excelencia como agente. Y cuando se retire, a los diecisiete años, obtendrá una camiseta BLANCA, que es también la que lleva el personal.

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AGOSTO DE 2004Las dos amigas, ambas de trece años, llevaban pantalones cortos de

nailon, camiseta sin mangas y sandalias. Jane estaba apoyada contra el murete del bloque de apartamentos donde vivían, y se apartaba mechones de pelo de la cara sudorosa. Hannah estaba sentada sobre los escalones de cemento, a un par de metros de su amiga.

—Uf, qué muermo —resopló Jane.

Hannah entendía su mal humor. Se encontraban a mitad de las vacaciones de verano, y sin duda aquél era el día más bochornoso del año. Ambas muchachas estaban sin blanca, irritadas por el calor y hartas de su mutua compañía.

—Me pongo a sudar sólo de verlos —dijo Hannah, mirando a los chiquillos que chutaban un balón de fútbol por la cancha de asfalto que había a menos de veinte metros de distancia.

—Antes nosotras también correteábamos así —recordó Jane—. No jugando al fútbol, pero sí en carreras de bicis y esas cosas.

Hannah no pudo reprimir una sonrisa mientras su mente viajaba hacia el pasado.

—El Gran Premio con las bicis de Barbie —asintió, viéndose a sí misma sobre una pequeña bicicleta rosa; los blancos radios parecían uno solo mientras ella sorteaba los huecos que había entre las losas de hormigón. La abuela de Jane siempre se sentaba en una tumbona para vigilarlas desde allí.

—Tú y yo teníamos que hacerlo todo exactamente igual —apuntó Jane al tiempo que contraía los dedos de los pies.

El recuerdo de los viejos tiempos se vio bruscamente interrumpido por un balón de fútbol que pasó rozando el cabello de Hannah e impactó contra la pared de detrás; Jane se libró por unos centímetros.

—¡Por Dios!—soltó Hannah con un grito ahogado.

Atrapó la pelota cuando ésta empezaba a bajar los escalones junto a ella. Un chaval llegó corriendo al pie dé los mismos; tenía nueve años, una camiseta del Chelsea atada alrededor de la cintura, y una ristra de huesudas costillas que se le marcaban con cada respiración.

—Dámela —jadeó, tendiendo las manos.

—¡Casi me revientas la cara! —espetó Jane—. Por lo menos podrías pedir perdón.

—No ha sido aposta.

Los otros chiquillos se acercaron, molestos por la interrupción del partido. Hannah sabía que había sido un accidente, y estaba a punto de entregarles el balón cuando uno de los muchachos le soltó una insolencia:

—Venga ya, foca, devuélvenos la pelota.

Era el mayor, un pelirrojo de diez años y cabello muy corto.

Hannah se abrió paso entre un par de torsos sudorosos y se encaró con él, apretando el balón entre las manos.

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—¿Me repites eso, Ginger?

Hannah era tres años mayor que él y lo superaba en altura y peso. Así que Ginger optó por mirarse las Nike sin decir ni pío, mientras sus camaradas aguardaban a que se le ocurriese una buena salida.

—¿Se te ha comido la lengua el gato? —lo pinchó Hannah, disfrutando del apuro del chaval.

—Sólo quiero la pelota —contestó finalmente.

—Pues entonces ve por ella.

Hannah soltó el balón y le dio una patada antes de que tocara el suelo. Habría sido perfecto con zapatillas, pero mientras el balón salía disparado hacia los palos de la portería más lejana, la sandalia de la muchacha fue tras él.

Ginger retrocedió ágilmente y la atrapó en el aire. Encantado con aquella ventaja inesperada, esbozó una sonrisita y se la llevó a la nariz para olfatearla.

—Te apestan los pies, tía. ¿Es que no te lavas? —se burló.

Hannah alargó la mano hacia su sandalia mientras los jóvenes futbolistas se reían, pero Ginger la puso fuera de su alcance y la lanzó por debajo del brazo a uno de sus compañeros. A la muchacha se le clavó la gravilla en el pie al ir a trompicones hacia su nuevo burlador. Se sentía como una idiota por dejar que aquella pandilla de mequetrefes le tomara el pelo.

—Dame ese zapato o te parto la cara —gruñó.

La sandalia volvió a cambiar de manos cuando Jane acudió en ayuda de su amiga.

—¡Devolvédsela!—bramó.

Cuanto más se sulfuraban las chicas, más reían los chicos, que habían empezado a separarse previendo un largo juego. De pronto, Jane reparó en que la cara se les demudaba.

Hannah también percibió que algo iba mal. Se giró de repente, y con el rabillo del ojo captó algo que descendía a gran velocidad y se estrellaba contra el suelo. Chocó contra la barandilla de metal de los escalones y cayó en el punto exacto que ella ocupaba sólo un minuto antes.

Hannah se quedó helada al ver la abolladura de la barandilla. Cuando su cerebro volvió a funcionar, los aterrorizados futbolistas ya habían abandonado su sandalia y se dispersaban en todas direcciones. Los ojos de la muchacha se quedaron fijos en la suela gastada de una zapatilla de chico. Sobre el metal retorcido y el polvo sobresalía un trasero vestido con vaqueros. Hannah sintió el impacto de la adrenalina al reconocer el destrozado cuerpo y empezó a gritar.

—¡Will...! ¡No, por amor de Dios...!

El chico parecía muerto, pero no podía ser verdad. Hannah se cubrió la cara con las manos y chilló hasta desgañifarse. Se dijo que aquello era una pesadilla. Esas cosas no pasaban en la vida real Despertaría dentro de un minuto y todo habría vuelto a la normalidad...

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1. UNIFORMEDurante los tres últimos años, George Stein ha trabajado como profesor

de Economía en el exclusivo colegio Trinity Day, cercano a Cambridge. Recientemente ha salido a la luz cierta información que sugiere que Stein puede tener vínculos con el grupo ecoterrorista Ayuda a la Tierra.

(Extracto del informe de una misión CHERUB para Callum Reillyy Shakeel Dajani.)

Junio de 2005

Era un bonito día y aquella parte de Cambridge tenía el aroma del auténtico dinero. Los impecables terrenos eran cuidados por jardineros profesionales, y a James se le cayó la baba con los carísimos cochazos alemanes aparcados en los senderos de acceso. James iba con Shakeel, y ambos se sentían acomplejados con el uniforme de verano del colegio Trinity, que consistía en camisa blanca, corbata, pantalones grises con ribete naranja, un blazer naranja y gris, y una gorra de fieltro a juego.

—Te lo digo en serio —se quejó James—: aunque lo intentaras con todas tus fuerzas, no creo que se te ocurriera una manera de hacer más ridículo este uniforme.

—No estés tan seguro —repuso Shakeel—. Podríamos llevar plumas de perdiz en el sombrero o algo así.

—Y estos pantalones eran para el esmirriado de Callum. Me están destrozando lo que tú ya sabes.

Shak no pudo evitar ver el lado gracioso de la incomodidad de su amigo.

—No puedes culpar a Callum por retirarse de la misión en el último minuto. Es cosa de ese virus estomacal que ronda por el campus.

James asintió.

—Yo lo tuve la semana pasada —dijo—. Prácticamente no salí del váter en dos días.

Shak miró el reloj por enésima vez.

—Tenemos que apretar el paso.

—¿A qué viene tanta prisa? —preguntó James.

—Éste no es uno de esos centros públicos de Londres, lleno de embrutecidos hinchas del Arsenal como tú —explicó Shak—. El Trinity es uno de los principales colegios privados del país, y a los alumnos no se les permite pasearse por los pasillos cuando les apetece. Nuestra llegada tiene que coincidir con la pausa entre la tercera y la cuarta hora, cuando hay cientos de chavales cambiando de aula.

James asintió.

—Entendido.

Shak miró el reloj otra vez mientras atajaban por un callejón adoquinado con la anchura justa para un coche.

—Venga, James —urgió a su amigo.

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—Eso intento. Pero si no voy con cuidado, acabaré reventando estos pantalones.

Tras discurrir entre dos grandes casas, el callejón desembocaba en un parque abandonado con hierba hasta las rodillas y unos columpios desvencijados. A la izquierda había una verja de tela metálica rematada con alambre de púas, detrás de la cual se hallaban los terrenos del Trinity Day. Las puertas principales estaban controladas durante las horas lectivas, de forma que aquél era el único modo que tenían de acceder al interior.

Shak cruzó la alta hierba hasta alcanzar la valla, pisando con cuidado para esquivar excrementos y basura, y buscó la entrada que la noche anterior había practicado un agente del MI5. Encontró la abertura en la alambrada detrás del tronco de un enorme árbol, lo que les permitiría colarse en el colegio sin que los vieran.

Shak se quitó la gorra y habló con un acento tan pretencioso como su uniforme:

—Después de ti, James, querido amigo.

James lanzó su mochila y su gorra por la abertura antes de pasar él. Se apoyó contra un árbol para sacudirse la tierra de la ropa mientras Shak se colaba.

—¿Todo en orden? —preguntó James, colgándose la mochila del hombro. Pesaba una tonelada, y el equipo que llevaba dentro repiqueteó.

—La gorra—le recordó Shak.

James se agachó para recogerla entre la hierba. Sonó un timbre en el colegio, a más de cien metros de distancia, lo que indicaba el cambio de clases.

—De acuerdo, en marcha —dijo Shak.

Los chavales salieron de los árboles y echaron a correr por un campo de rugby en dirección al edificio principal. Al hacerlo, advirtieron que un encargado de mantenimiento se encaminaba resueltamente hacia ellos desde el otro extremo de la cancha.

—¡Eh, vosotros! —bramó el hombre.

Como James se había incorporado a la misión en el último momento para reemplazar a Callum, sólo había tenido tiempo de echar un breve vistazo a las instrucciones. Miró inquieto a Shakeel en busca de orientación.

—Tú tranquilo —susurró Shak—. Tengo una coartada.

El encargado los interceptó cerca de los postes. Era un tipo atlético, con un ralo cabello gris, botas de trabajo y un mugriento mono.

—¿Qué se supone que estáis haciendo aquí? —les preguntó.

—A la hora del almuerzo estuve leyendo debajo de un árbol —explicó Shak, señalando hacia atrás con el pulgar—. Y se me había olvidado la gorra.

—Conocéis las normas del colegio, ¿verdad? —repuso el encargado. Shaky James parecieron confundidos—. Claro que sí, las conocéis tan bien como yo. Si no estáis asistiendo a una clase, un partido o un entrenamiento oficial, no podéis pisar las canchas porque eso las desgasta innecesariamente.

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—Tiene razón —asintió Shak—. Lo lamento, señor. Teníamos prisa por llegar a clase; eso es todo.

—Lo siento —coincidió James—. Pero los campos no están embarrados. En realidad no hemos provocado ningún daño.

El encargado tomó las palabras del muchacho como un desafío a su autoridad. Se inclinó de golpe y lo roció con saliva al hablar:

—Aquí las reglas las pongo yo, jovencito. Tú no decides cuándo puedes o no puedes poner el pie en mis canchas. ¿Entendido?

—Sí, señor.

—Dime tu nombre y tu grupo.

—Joseph Mail, del grupo King Henry —mintió, recordando uno de los pocos elementos de su falsa biografía que había logrado retener.

—Faisal Asmal, del mismo grupo —dijo Shak.

—De acuerdo.

El hombre hizo rebotar con aire de suficiencia los balones que tenía a sus pies.

—Informaré de lo sucedido a vuestro tutor, y espero que os ganéis un buen castigo por vuestra insolencia. Ahora será mejor que os marchéis a vuestra próxima clase.

—¿Por qué has tenido que replicarle? —masculló Shak irritado mientras se dirigían a la puerta trasera del colegio.

—Lo siento —contestó James—, pero es que se ha mostrado tan arrogante...

Cruzaron un par de puertas dobles para acceder al edificio principal del centro, subieron un pequeño tramo de escalones y llegaron al abarrotado pasaje que recorría la planta baja de un extremo a otro. Había bastante bullicio, pero los alumnos del Trinity caminaban con brío y, al entrar en las aulas, saludaban educadamente con la cabeza a los profesores que aguardaban ante la puerta.

—Qué montón de idiotas —murmuró James—. Te apuesto lo que quieras a que estos remilgados ni siquiera se tiran pedos.

Shak le explicó la situación mientras subían las escaleras hasta el segundo piso.

—Todos los chicos deben superar unos exámenes especiales y una entrevista personal para ingresar en el Trinity. Siempre tienen una lista de espera kilométrica, así que pueden permitirse expulsar a todos los que no acaten las normas.

—Pues yo no duraría mucho aquí —sonrió James.

Cuando llegaron al segundo piso, la mayoría de los estudiantes ya estaban en sus clases y habían cerrado las puertas. Shak sacó una pistola ganzúa del bolsillo de su blazer mientras pasaban entre dos aulas, y se detuvo ante una puerta cuya placa rezaba: «Dr. George Steiner Licenciado en Ciencias Director de Economía Política.»

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Shak insertó el extremo de la ganzúa en la cerradura, mientras James permanecía a su lado para bloquearles la visión a un par de muchachos que esperaban fuera de un aula.

La cerradura tenía un mecanismo sencillo de una sola palanca, con lo que Shak sólo tuvo que mover un poco la pistola y apretar el gatillo para abrirla. Ambos entraron rápidamente en el despacho y echaron el pestillo.

—Se supone que Stein está dando una clase dos plantas más arriba —dijo Shak—. Tenemos hasta el próximo cambio de clases, dentro de treinta y seis minutos, así que manos a la obra.

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2. TÉCNICAMientras Shak pasaba detrás del escritorio de Stein para bajar la

persiana veneciana, James estudió la oficina. No contenía nada especial: una mesa y unas sillas funcionales, dos archivadores y un perchero. Shak empleó la ganzúa para abrir los ficheros de metal y empezó a examinar los documentos. Buscaba papeles relacionados con la vida personal de Stein, especialmente cualquier cosa que tuviese que ver con sus actividades a favor de grupos ecologistas.

James se sentó ante el escritorio y encendió el ordenador de Stein. Mientras el aparato arrancaba, sacó un diminuto portátil JVC de la mochila e instaló un cable de conexión entre ambos equipos. Cuando el ordenador de Stein pidió la contraseña, James no se inmutó. Accionando un juego de herramientas de pirateo informático en su aparato, comenzó a diagnosticar el sistema de Stein.

Una vez hubo obtenido la información básica sobre el disco duro del profesor y su sistema operativo, el muchacho abrió otro módulo del programa de pirateo que le permitiría acceder a todos los documentos de Stein.

—Como quitarle un caramelo a un crío —sonrió.

Cuando pudo ver los documentos y carpetas, clicó «copiar» y el portátil empezó a recibir todo el contenido del ordenador de Stein.

—¿Cuántos datos tiene? —preguntó Shak, abriendo el segundo cajón del archivador.

—Ocho coma dos gigabytes. Tardará seis minutos en copiarlo todo.

Mientras los ordenadores seguían trabajando, James apartó unos papeles de la mesa, se subió encima y se estiró para sacar el reflector de metal que cubría los tubos fluorescentes del techo. Brotó una nube de polvo que le hizo cosquillas en la nariz mientras escudriñaba la línea de tubos.

—Apaga la luz, Shak.

Éste se inclinó hacia un lado y pulsó el interruptor. James extrajo la clavija de un fluorescente antes de bajar al suelo. Rebuscó en su mochila, de donde sacó una clavija de plástico aparentemente idéntica; sin embargo, la pieza que había quitado costaba menos de una libra y el recambio, tres mil. Era un dispositivo de escucha, consistente en un micrófono del tamaño de una cabeza de alfiler, un transmisor y un chip que podía almacenar cinco horas de sonido.

Los puntos de iluminación son ideales para instalar aparatos de escucha. Primero, porque suelen encontrarse en un lugar espacioso y elevado de la habitación, donde resulta sencillo captar el sonido. Y segundo, porque el dispositivo puede conectarse fácilmente a una fuente de electricidad procedente de la red general.

Al estirarse al máximo para reemplazar la clavija, James oyó el sonido de desgarro que había estado temiendo toda la mañana: los pantalones se le rompieron por la costura de la entrepierna, dejando al descubierto unos llamativos calzoncillos.

Shak no pudo reprimir una sonrisa mientras encendía las luces de nuevo.

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—Bonitos calzoncillos —le dijo.

—Después de todo, tal vez podré tener hijos —bromeó James—. ¿Qué toca ahora?

—Las llaves.

—Suponiendo que Stein las haya dejado aquí —repuso James, dirigiéndose hacia la chaqueta que colgaba cerca de la puerta.

Encontró un llavero en el bolsillo y luego sacó un paquete de tablillas de cera de la mochila. Entretanto, Shak había localizado algunos documentos interesantes en los archivadores y los estaba copiando con un escáner manual.

Las tablillas de cera se separaban en dos piezas con forma de galleta. James fue poniendo las llaves entre ambas y presionando, creando moldes para hacer duplicados. Al poco de terminar con todas las llaves, el portátil emitió un pitido indicando que había acabado de copiar.

James volvió a sentarse delante del ordenador e instaló un programa espía en el de Stein con su equipo de pirateo. Este programa registraría todas las pulsaciones del teclado y luego las transmitiría encubiertamente a través de Internet al centro de control del MI5 en Caversham.

Shak había terminado con los archivadores. Sacó de su mochila una pequeña caja de metal cerrada con cinta aislante; semejaba la creación de un profesor chiflado. En realidad, había sido diseñada específicamente para captar y reproducir la señal que emitía el llavero del coche de Stein.

Shak encendió el artefacto uniendo con cinta aislante un cable al extremo de una pila. Activó un interruptor de la caja y le pidió a James que pulsara el botón del llavero de Stein. Hicieron falta dos intentos para que parpadease una pequeña LED verde en el aparato, lo que indicaba que habían registrado la señal con éxito.

—¿Misión cumplida? —preguntó James.

Shak asintió mirando la hora.

—Sí, y nos han sobrado seis minutos.

Realizaron una inspección final para asegurarse de que habían recogido todo su equipo y dejado todo exactamente como estaba. Cuando sonó el timbre para el cambio de clases, salieron y se dirigieron a la planta baja. James era consciente del creciente desgarrón de sus pantalones, pero ninguno de los alumnos zombis del Trinity pareció reparar en ello.

Cruzaron la puerta principal del colegio y giraron a la izquierda, bajando por una suave rampa hacia un complejo deportivo de reciente construcción, debajo del cual había un aparcamiento para profesores.

Percibieron un tufillo a sudor al pasar ante la puerta de los vestuarios, donde un grupo de chavales de diez años se preparaban para la clase de Educación Física. Luego recorrieron un pasillo flanqueado por fotografías históricas de los equipos de rugby del Trinity. Cuando llegaron a la puerta que conducía al aparcamiento del profesorado, James echó un vistazo alrededor antes de deslizarse junto al letrero de «Sólo personal» y descender un tramo de peldaños de hormigón. Todo parecía nuevo, sin apenas marcas de

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neumáticos en las líneas amarillas que delimitaban las plazas de estacionamiento.

Los muchachos identificaron de inmediato el cinco puertas plateado de Stein. Shak sacó la cajita de metal de su blazer y la puso en modo de transmisión, mientras James introducía una llave de concesionario en la puerta del conductor. Aquella llave estaba diseñada para abrir cualquier coche, pero no tenía insertado el microchip necesario para silenciar la alarma.

—¿Preparado? —preguntó James, y esperó a que Shak asintiera—. Tres, dos, uno... dale.

Hubo un fugaz aullido de la alarma entre el instante en que James hizo girar la llave y el instante en que Shak la anuló con su artilugio. James subió al asiento del conductor y levantó el seguro de la puerta del copiloto. Cuando Shak entró, su amigo ya había reclinado el asiento para extraer la cubierta transparente de la luz interior y desenroscar la minúscula bombilla y el accesorio de plástico plateado donde iba insertada. En su lugar encajó un recambio especialmente preparado que contenía un aparato de escucha. Una vez que estuvo bien asegurado en su sitio, James volvió a poner la bombilla y la cubierta externa.

Shak rebuscó en la guantera y revisó varias recetas y papeles en busca de algo interesante. Tomó un par de éstos y los copió con su escáner de mano. James inspeccionó los asientos traseros y la puerta del conductor, pero no encontró más que un mapa de carreteras y un montón de vasos de plástico estrujados.

—¿Listo? —preguntó mientras le daba a la palanca para levantar de nuevo el respaldo.

Shak asintió.

—Bien. Sólo nos queda salir de aquí sin que nos pillen.

James abrió la puerta, pero, cuando estaba bajando, reparó en una estilizada silueta femenina que emergía al pie de las escaleras.

—Mierda —masculló, cerrando la portezuela sin hacer ruido.

Shak echó una ojeada a la larguirucha mujer mientras ésta encendía un cigarrillo y le daba caladas como si le fuera la vida en ello. Se agacharon en sus asientos hasta que la mujer subió el siguiente tramo de escaleras.

Aguardaron un par de minutos antes de salir. El plan de la misión indicaba que los agentes debían esconderse en una zona desierta detrás del centro deportivo durante la media hora que faltaba para el término de las clases, momento en que podrían salir por la entrada principal junto con los verdaderos alumnos.

Al pasar otra vez ante los vestuarios, James reparó en que el profesor de Educación Física no había cerrado la puerta con llave después de que los chavales entraran en el gimnasio. Esparcidos por los bancos había más de una docena de pantalones con ribete naranja del Trinity.

—Tú vigila. Voy a agenciarme un par —dijo James.

A Shak no le gustó que su compañero corriera riesgos innecesarios, pero él tampoco habría querido regresar al campus con un gigantesco roto en los pantalones.

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James desechó los dos primeros. Para tener trece años, estaba ligeramente por encima de la media, pero aquellos chavales de diez años aún eran más grandes. Por fin encontró unos que le parecieron bien. Se quitó los zapatos y se puso rápidamente los pantalones. Como no tenía tiempo de pasar todas las cosas al nuevo, formó una pelota con los desgarrados y los embutió en la mochila, encima de todo lo demás.

Salió del vestuario y empezó a desandar el camino por el que habían llegado.

—Espera—dijo Shak.

—¿Qué ocurre?

—Mientras te cambiabas, atisbé por esa ventana y vi lo que hay al otro lado de esa salida de incendios. En vez de ir hasta la parte delantera y rodear luego todo el edificio, podemos salir por aquí.

James cruzó el pasillo y miró por el cristal esmerilado de la puerta. Conducía a la parte trasera del edificio. Se encogió de hombros y dijo:

—¿Por qué no?

Accionó el pomo y empujó la puerta con el hombro. En cuanto lo hizo, un estruendoso timbre se disparó sobre sus cabezas. Los muchachos cambiaron miradas de susto cuando un corpulento profesor de Educación Física surgió del gimnasio y se encaminó raudamente hacia ellos.

—¿A qué diablos creéis que estáis jugando? —les espetó.

—¿Corremos? —susurró James.

Shak no respondió; su compañero sólo oyó el chirrido de unas suelas de piel cuando su amigo salió como un bólido hacia la entrada.

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3. CABELLOLauren, la hermana de James, había querido teñirse el pelo de negro

desde que tenía seis años, pero su madre nunca la había dejado, por mucho que se lo suplicara. Lo único que había impedido que Lauren lo hiciera en los dos años transcurridos desde la muerte de su madre era la sensación de que sería una falta de respeto a su memoria.

Finalmente, fue necesaria mucha persuasión por parte de su mejor amiga, Bethany Parker, que aseguró que había comprado el tinte negro por equivocación. Lauren no entendía cómo se podía comprar tinte negro «accidentalmente» y no se creyó la historia de Bethany ni por un segundo; pero una vez que el tinte estuvo delante de ella, en la repisa del cuarto de baño, fue incapaz de resistirse.

Lauren estaba bastante satisfecha con el resultado, especialmente cuando se puso su camiseta negra del grupo rockero Linkin Park y unos vaqueros desgarrados, y se alborotó el pelo hacia arriba al estilo punky. Pero no se sentía completamente segura, y no podía evitar inspeccionarse ante cualquier superficie reflectante, como si la menor ojeada fuera a revelarle algún aspecto milagroso que se le había escapado las novecientas noventa y nueve veces anteriores.

Mientras recorría un pasillo de camino a la Sesión Previa al Entrenamiento (SPE), iba de mal humor porque en la última clase de la tarde cuatro chavales se habían pasado todo el rato riéndose de su pelo. Eso no le habría dolido, pues eran la clase de idiotas que se burlarían de cualquier cosa, pero le habían dado la tabarra casi una hora y habían acabado desquiciándola. Lo peor había sido tener que aguantar sus comentarios con una sonrisa tensa, porque sabía que cualquier indicio de que estaban sacándola de quicio sólo serviría para darles alas.

Miró el reloj al entrar en el aula donde se celebraba la SPE y se encaminó a una larga mesa con un cartel de plástico que rezaba «Equipo D». Los equipos A, B y C, de cinco miembros cada uno, estaban reunidos y armando alboroto alrededor de otras mesas. El C estaba liderado conjuntamente por Kerry, la novia de James, y la mejor amiga de ésta, Gabrielle, mientras que el A lo dirigía el mejor amigo de James, Kyle.

Lauren se detuvo al lado de Bethany Parker. El hermano pequeño de Bethany, Jake, estaba frente a ellas y Dana Roquefort Smith ocupaba el otro extremo de la mesa, tan lejos de todos como le era posible.

Jake tenía nueve años. No podría realizar el entrenamiento básico hasta que cumpliera los diez, pero su educación ya estaba orientada a convertirlo en un agente CHERUB. Jake tenía clases diarias de judo y kárate, y hablaba español y francés casi con total fluidez. Ahora, como el miembro más joven del equipo D, estaba preparado para las prácticas al aire libre.

Dana tenía catorce años, y era una adolescente bastante marimacho a la que CHERUB había reclutado en un centro de menores de Australia. Estaba sentada con sus largas piernas estiradas al máximo y los brazos cruzados sobre una mugrienta guerrera. Dana era una agente cualificada desde hacía cuatro años, pero, si bien había obtenido varios trofeos de kárate y tres victorias en el triatlón anual de CHERUB gracias a su imponente físico, no se había lucido mucho en el desempeño de sus misiones y seguía llevando la

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camiseta gris.

Lauren esbozó una media sonrisa al retirar una silla para sentarse.

—Hola, Dana.

—Hola, jefa—contestó ella sarcásticamente con su acento australiano, sin molestarse en cambiar la expresión de «no le gusto a nadie pero me da igual».

Lauren había descubierto que ser una de las más jóvenes del campus con camiseta azul marino tenía sus pros y sus contras. Era genial en un sentido, pero resultaba violento cuando se encontraba jerárquicamente por encima de compañeros varios años mayores que ella.

—¿Dónde está tu hermanito? —preguntó Dana.

—James no vendrá a la reunión. Tengo que tomar notas por él. Estará de vuelta alrededor de las ocho.

Jake metió baza:

—Estás ridícula con ese pelo.

Lauren apretó los puños.

—No tan ridícula como tu cara dentro de un minuto.

El chiquillo chasqueó la lengua con desdén.

—Oh, qué miedo me das.

Lauren miró a Bethany y sacudió la cabeza.

—Los chicos son imbéciles —comentó.

—Ya lo sé —repuso Bethany, fulminando a su hermano con la mirada.

El aula enmudeció en cuanto entró el director de entrenamiento más despiadado de CHERUB. El señor Large iba seguido de dos de sus jóvenes ayudantes, los señores Pike y Greaves. Ambos encajaban a la perfección en el molde del instructor CHERUB: altos, atléticos, cercanos a la treintena y con el físico de boxeadores de peso pesado. Tanto Greaves como Pike eran ex agentes CHERUB que habían estado en unidades militares de élite después de dejar el campus.

Todo el mundo temía a Large, pero Lauren tenía más razones para temerlo que la mayoría. Él aún le guardaba un rencor feroz debido a aquel episodio en que cayó dentro de un agujero lleno de barro después de que ella lo golpeara con una pala.

—¡Silencio, cerdos! —bramó Large cerrando de un portazo.

Bethany se inclinó hacia Lauren y le susurró al oído:

—Le ha crecido el bigote. Como si se hubiera pegado un ratón sobre el labio.

A Lauren le hizo gracia la imagen de Large pegándose un roedor a la cara. No pudo reprimir una risita, y un segundo después el director estaba gritándole:

—¿Qué es eso tan divertido, damisela?

—Nada, señor —respondió ella apretando los dientes; atraer la atención

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de Large era la peor cosa que podía hacer.

—De modo que no estás riéndote de nada, ¿no? ¿Qué ocurre? ¿Acaso te has vuelto loca? Ponte en pie, niña. Todo el mundo ha de ponerse firme cuando habla conmigo.

Lauren se levantó rápidamente.

—Veo que ya te has ganado una camiseta azul marino —espetó el hombre—. Y ese pelo negro hace juego con tu negro corazoncito. Sigo pensando en ti todas las mañanas, Lauren Adams, cuando despierto con dolor en el punto de la espalda donde me golpeaste. En este mismo momento debería estar en Noruega con el señor Speaks y la señorita Smoke, dirigiendo un entrenamiento básico. Pero el dolor en la espalda me tiene aquí, delante de tu desagradable cara de pan. Eres vomitiva, Adams. ¿Qué eres? —Arqueó las cejas.

—Vomitiva, señor —respondió Lauren, a punto de llorar de rabia al recordar las horas de tortura que le había infligido Large durante el entrenamiento básico. Se habría sentido culpable de haber lastimado a cualquier persona que no fuera él.

—Colócate frente a la pizarra, Adams. Dentro de un instante podrás ayudarme con una pequeña demostración.

Lauren se dirigió a la pizarra echando humo mientras Large lanzaba una ojeada por el aula.

—¿Está aquí todo el mundo? —Y tras una pausa añadió—: ¿Dónde está el hermano mayor de Vomitiva?

—Lo han reclamado para una misión a primera hora de la mañana—explicó Bethany—. Pero se supone que estará de vuelta antes de las ocho.

—Perfecto —resopló Large, mirando ceñudo a Lauren como si aquello fuese culpa suya.

Ella se apoyó en la pizarra. Gabrielle y Kerry la miraron compasivamente y se encogieron de hombros como diciendo «qué remedio».

—Bien, mis pequeños bomboncitos. Este ejercicio está diseñado para proporcionaros experiencia trabajando como un equipo en un entorno de máxima presión. Para algunos será la primera experiencia de entrenamiento para misiones, mientras que los miembros de más edad deberán poner a prueba su liderazgo y destreza para crear un equipo.

»Las reglas básicas son las siguientes. Hay cuatro equipos de cinco personas. Cada uno está dirigido por un agente experimentado de camiseta azul marino o superior. Estarán acompañados por otros tres agentes cualificados de camiseta gris o azul marino. Por último, cada equipo cuenta con un camiseta roja de nueve años, el cual probará por primera vez el sabor del entrenamiento CHERUB avanzado. Cada miembro recibirá seis huevos con su nombre escrito en la cáscara... es decir, habrá treinta huevos por equipo. Debéis llevarlos encima todo el tiempo.

»Tras un breve trayecto hasta el centro de prácticas de las fuerzas especiales, se dejará a los cuatro equipos en un complejo urbano de entrenamiento bélico a las ocho de la tarde de hoy. El equipo vencedor será el que esté en posesión del mayor número de huevos propios intactos doce horas

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más tarde. Esto es: las ocho de mañana por la mañana. Como ayuda para centrar vuestras pequeñas mentes, el equipo o equipos que finalicen con el menor número de huevos enteros disfrutará de una ducha fría extralarga antes de acompañarme en una marcha a campo traviesa cargados con pesadas mochilas, inmediatamente después de que concluya la sesión de entrenamiento.

»Los líderes del equipo deben decidir la estrategia que usarán. Podéis ser pasivos, escondiéndoos. O agresivos, saliendo y dando caza a los miembros de otros equipos para destrozar sus huevos. Encontraréis equipamiento extra muy útil repartido por el área de entrenamiento. Las únicas reglas son que debéis liberar a todos los prisioneros que hagáis en cuanto hayáis conseguido sus huevos. Y no podéis quitaros ninguna de las prendas protectoras, emplear tortura física, disparar a blancos que se hallen a menos de tres metros de distancia... Ah, y tampoco podéis patear a los chicos en las pelotas.

Todas las chicas gruñeron.

—Llevaréis dispositivos localizadores provistos de un botón de emergencia. Eso significa que sabré dónde estáis en todo momento y que puedo entrar en el complejo y sacaros de allí si quebrantáis las normas o si hay un accidente. También hay cámaras de vigilancia por todo el recinto. Una sirena anunciará el final del ejercicio, o si hay que suspenderlo mientras nos ocupamos de una emergencia.

»Todos iréis armados con la última tecnología en simulación de combate. Es un sistema de munición sintética que se diseñó para entrenar a los marines norteamericanos. Para demostraros la diferencia entre este sistema y el convencional con balas de pintura, voy a utilizar a mi poco agraciada ayudante, la señorita Vomitiva.

Large le entregó a Lauren un rectángulo de madera de treinta centímetros de longitud y dos de grosor.

—Mantenlo delante del pecho y vete al extremo opuesto del aula.

Cuando la chica estuvo en su lugar, el director agarró una bala de pintura del escritorio, cargó un arma y efectuó un disparo. Impacto en la madera con un sonoro crujido, y Lauren notó una rociada de pintura lila en los brazos desnudos.

—Tiene poca potencia, escaso alcance y una precisión limitada —expuso Large, tirando la pistola al suelo despectivamente—. Ahora probaremos uno de éstos. —Y tomó un fusil de la mesa—. Esto sí es un arma. Un fusil de asalto AK-M fabricado en Hungría. En los últimos cincuenta años no ha habido ninguna guerra en que los soldados de uno o ambos bandos no hayan usado alguna variedad del Kaláshnikov. Eso se debe a que son compactos, ligeros y extraordinariamente sólidos.

Recogió un cargador en forma de plátano de la mesa, lo encajó en la parte inferior del arma y la ajustó para que disparara los proyectiles de uno en uno.

—Aunque me encantaría utilizar fuego real con Vomitiva, este AK está cargado con balas para prácticas y simulacros. Esta munición ha sido diseñada para proporcionaros el entrenamiento de combate más realista

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posible, salvo disparar balas reales.

Apuntó al cuadrado de madera. El ruido fue similar al producido por la pistola de balas de pintura, pero cuando el proyectil dio en el blanco, Lauren trastabilló hacia atrás y de la plancha brotó una nube de astillas. Al recuperar el equilibrio, la chica descubrió que la bala había arrancado un buen pedazo del centro de la madera salpicada de pintura.

—Debido a la potencia de esta munición simulada, todos tendréis que llevar casco y ropa blindada de cuerpo entero —anunció el director—. No os quitéis nada a menos que sea absolutamente imprescindible. Se os entregarán botellas de agua especiales con pajitas que podréis introducir por los visores. Si os veis en la necesidad de orinar, comprobad que estáis en una posición segura y pedid a uno de vuestros compañeros que os cubra. Hay un alto riesgo de quedar cegado, de modo que mantened el casco y el visor en su lugar en todo momento.

Kerry alzó la mano.

—¿Sí, Kerrykins?

—Señor, ¿cuáles son las reglas si recibimos un disparo? ¿Debemos quedarnos tumbados diez minutos o algo así?

El jerbo se erizó cuando el señor Large esbozó una de sus más malévolas sonrisas.

—El principio que subyace en esta nueva generación de munición simulada es de lo más simple: si los reclutas temen que los alcance algo doloroso, actuarán de un modo similar a como actuarían en una zona de combate real. No hay estrambóticos sistemas electrónicos que os digan cuándo os han dado, ni normas sobre cuánto tiempo debéis permanecer echados en el suelo. Las reglas son muy sencillas: si recibís un disparo, os dolerá horrorosamente.

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4. HUIDAJames y Shak alcanzaron la rampa de hormigón con el profesor de

Educación Física tras ellos a toda velocidad. Las verjas delanteras del colegio se hallaban a menos de cincuenta metros, pero la cerradura se controlaba desde el interior a través de un intercomunicador, y no había forma de que pudieran trepar por ellas antes de que el profesor los atrapase. Su única opción era la abertura de la alambrada por la que habían entrado, pero se encontraba en el lado opuesto de los terrenos del centro.

James miró por encima del hombro mientras irrumpían de nuevo en el edificio principal. El profesor de gimnasia medía más de dos metros, tenía la complexión de un jugador de rugby, y se estaba acercando rápidamente. Para empeorar las cosas, los muchachos llevaban zapatos de suela lisa que resbalaban en el suelo encerado.

Cuando llegaron al tramo de escaleras que conducía a las canchas de juego, el profesor les pisaba los talones. Los chicos ganaron terreno deslizándose por la barandilla de metal que había en medio de la escalera, pero con esa artimaña casi les sale el tiro por la culata: James tomó tanta velocidad que al final no pudo frenar y acabó chocando con las puertas de salida.

Sus ojos tardaron un segundo en ajustarse al sol de la larde, y maldijo al ver dos campos de juego rebosantes de alumnos de bachillerato. Estaban jugando al fútbol, y James tuvo la desagradable sensación de que la emprenderían con él si interrumpía el partido perseguido por un profesor furioso.

Mientras vacilaba, Shak salió a toda prisa, aplicando un impresionante cambio de velocidad. James se sobresaltó y trastabilló hacia delante cuando el profesor se estrelló contra su espalda y le rodeó el pecho con un brazo velludo.

—¡Vosotros, agarrad al otro! —gritó a los futbolistas con la boca casi en la oreja de James.

El profesor pensó que había atrapado al muchacho en cuanto le puso el brazo encima, dando por hecho que su presa era un alumno del Trinity Day, no un agente CHERUB entrenado en la autodefensa avanzada. James se zafó y usó una sencilla llave de judo: aprovechando el impulso del choque, se pasó a su corpulento oponente por encima de la espalda y lo hizo caer sobre el césped seco.

Cabía la posibilidad de que el impacto hubiese herido al profesor, pero a James le pareció un hombre bastante duro. Probablemente sólo lo enfurecería aún más, y el chico no quería que se levantase y fuese tras él, de modo que le propinó un puñetazo en la base de la nariz.

Mientras el profesor se tapaba la cara con las memos aullando de dolor, James alzó la vista y calculó sus posibilidades de escapar. Shak ya casi había atravesado la pista de juego; llevaba a todo un equipo a la zaga, pero daba la impresión de que lograría llegar al agujero de la alambrada y salir del colegio. El problema era que, una vez que Shak desvelase la situación de la abertura, los muchachos que lo perseguían podrían bloquearla con facilidad. James comprendió que su única escapatoria era pasar por encima de la verja de tela

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metálica, con alambre de púas y todo.

La valla más cercana lindaba con los jardines de algunas casas. Se hallaba a menos de cincuenta metros, pero tres chicos se estaban acercando a él. James escogió al más pequeño (que aun así lo superaba en tamaño) y cargó directo contra él. El estudiante se agachó y se desplazó para hacer un placaje. James hizo un amago de finta antes de girar hacia la derecha y esquivarlo. Trastabilló un poco y tropezó con un chico que lo derribó. Empleando una técnica aprendida en las clases de kárate, James rodó hacia atrás y volvió a levantarse al instante. Ahora tenía el camino despejado hasta la verja.

Lo ideal habría sido lanzar el blazer por encima de la alambrada coronada de alambre de espinos, pero con la pesada mochila que llevaba colgada de los hombros resultaba imposible quitarse la chaqueta deprisa. Se abalanzó sobre la valla a toda velocidad. El trenzado de la tela metálica era demasiado pequeño para servir como punto de apoyo, así que tendría que confiar en la fuerza de sus brazos para auparse cuatro metros. Cuando tuvo el alambre de púas al alcance de la mano, los hombros le dolían espantosamente y los dedos parecían a punto de desencajarse.

James colocó una pierna en lo alto de un pilar de hormigón, librándose por los pelos de un futbolista que pretendía agarrarle el tobillo. Mientras procuraba poner una mano en el alambre de púas sin pincharse, tuvo dudas sobre el salto de cuatro metros que lo esperaba; pero la perspectiva de acabar en medio de un grupo de rabiosos estudiantes de dieciséis años no era nada atrayente.

Cuando trataba de sentarse en lo alto de la alambrada para saltar, los chicos de abajo renunciaron a atraparlo y adoptaron una nueva táctica: sacudir violentamente la tela metálica para derribarlo.

Mientras James se balanceaba precariamente de atrás adelante, el profesor que estaba impartiendo la clase de fútbol prácticamente echaba espuma por la boca, convencido aún de que aquél era un verdadero alumno del Trinity Day.

—¡Baja ahora mismo, chico! ¡Van a expulsarte por esto!

James ahogó un grito cuando una de las púas se le clavó en el muslo. Tomó aire antes de arrojarse torpemente al vacío. Había esperado saltar sobre los arbustos que bordeaban el jardín y rodar de costado, al estilo paracaidista, pero el brusco movimiento de la alambrada imposibilitó calibrar el salto. Acabó aterrizando de lado, con los pies enredados en una mata de hortensias. Sólo la mochila profusamente acolchada lo salvó de lesionarse.

Tras ponerse en pie a trompicones, James no pudo resistirse a enseñar dos dedos victoriosos a los estudiantes.

Se mantuvo agachado mientras cruzaba el patio en dirección a la casa. En el interior el televisor estaba encendido y vio unos chiquillos correteando. Afortunadamente, en un lateral de la vivienda había una portezuela de madera que se abría con un simple pestillo.

Se acuclilló sobre la grava de un sendero de acceso, entre dos casas, percibiendo el hedor de unas bolsas rebosantes de basura, aunque contenía la respiración. Cuando salió a la acera, se recostó contra un murete y rebuscó en un bolsillo de la mochila hasta encontrar el móvil, procurando no pensar en el

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creciente círculo de sangre que le empapaba los pantalones.

Abrió el teléfono y llamó nerviosamente a su controlador de misión.

—Ewart—dijo sin resuello—. Estoy delante del número treinta y cuatro de la calle Pollack. Creo que la hemos cagado. Tienes que venir por mí enseguida.

—Estoy yendo a recoger a Shak. Nos vemos en el buzón que hay al principio de la calle.

A james le dio un vuelco el corazón cuando oyó una sirena de policía en la distancia.

—Será mejor que te des prisa —se dijo jadeando, y sintió un agudo dolor en el muslo herido cuando echó a correr.

Ewart Asker pisó el freno de un Mercedes negro. Shak abrió la portezuela trasera antes de que se hubieran detenido del todo y reculó en el asiento trasero para que James pudiera subir al coche.

James miró a su compañero mientras Ewart arrancaba y le preguntó:

—¿Hasta dónde te han seguido esos tipos?

—Sólo dos han cruzado la alambrada detrás de mí—respondió Shak—. Le he atizado a uno en la cabeza con un enano de jardín, y el otro ha dado marcha atrás.

James sonrió, enjugándose el sudor con el puño de la camisa e inhalando el aire fresco del interior del coche.

—¿Qué ha fallado entonces? —inquirió Ewart bruscamente.

A James le preocupó cómo reaccionaría Ewart. Pese a su aire de tipo pacífico con sus amplios pantalones cargo, su piercing en la lengua y su cabello decolorado, tenía fama de ser uno de los controladores de misión más estrictos.

—Hemos activado una alarma al abrir una puerta de incendios que llevaba a la parte posterior del gimnasio —explicó.

—Tú la has activado —puntualizó Shak, quitándose la corbata y empezando a desabrocharse la camisa.

—Sí —repuso James irritado mientras se retorcía para desprenderse del blazer—, pero tú has mirado por la ventana y has dicho que deberíamos ir por allí.

Los dos muchachos intercambiaron miradas ceñudas. Ahora que se encontraban a un par de calles de distancia del colegio Trinity, Ewart redujo la velocidad para mezclarse con el tráfico normal.

—Las salidas de incendio suelen estar conectadas a alarmas. ¿Ninguno de vosotros recuerda ese dato de las prácticas de infiltración y vigilancia?

—La verdad, ahora que lo mencionas... —contestó James, asintiendo avergonzado.

—Supongo que en realidad es culpa mía—admitió Shak.

—Podemos jugar a quién es culpable más tarde —zanjó Ewart, haciendo un giro cerrado para incorporarse a una carretera principal—. Ahora mismo lo

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que necesito es saber qué ha ocurrido exactamente y si hay algún desaguisado que debamos arreglar. ¿Habéis colocado los micrófonos en su lugar?

James asintió.

—Sí, los dos. Esa parte del plan ha salido bien.

—¿No os ha visto nadie en el despacho de Stein o en su coche?

—No —respondió Shak—. Sólo nos han descubierto después de subir del aparcamiento.

—¿Y no os habéis dejado atrás nada del equipo?

Los chicos negaron con la cabeza.

—Nada.

—Bien —asintió Ewart—. Así que los micrófonos están instalados y no hay nada que os relacione con Stein.

—Pero aun así nos han visto —adujo Shak.

—Usa la cocorota. Lo que han visto son dos chicos vestidos con el uniforme del Trinity. Supondrán que sois un par de chavales de la zona haciendo diabluras o que trataban de colarse para birlar algo.

—Nos han encontrado cerca de los vestuarios —repuso James—. Y hay una cartera en el bolsillo trasero de los pantalones que robé.

—Aún mejor. —Ewart asintió con entusiasmo—. En ese caso creerán que erais ladrones que pretendían robar en los vestuarios.

—¿Y qué pasa con nuestros uniformes del Trinity? —preguntó Shak.

Ewart se encogió de hombros.

—Pensarán que los habéis sacado de un mercadillo local o algo así... En realidad, creo que nosotros los compramos en una tienda benéfica. Además, que un par de muchachos se cuele en una escuela no es una noticia de primera plana. Quizá la policía busque huellas dactilares y enseñe fotos policiales de los gamberros del barrio a la gente que os ha visto, pero, a menos que el colegio monte un buen número, lo más probable es que no se molesten ni en hacer eso.

—Entonces, ¿la misión ha sido básicamente un éxito? —inquirió Shak.

James captó la sonrisa irónica de Ewart por el retrovisor.

—A pesar de la metedura de pata con esa salida de incendios, yo diría que lo habéis hecho bien.

James se sintió muy aliviado de que Ewart no fuera a leerles la cartilla. Levantó el trasero y se bajó hasta las rodillas los pantalones ensangrentados.

—¿Hay un botiquín en el coche?

Ewart asintió.

—Debajo del asiento del copiloto.

—¿Te duele? —preguntó Shak, mientras su amigo agarraba una caja verde de plástico de sus pies.

—Pues claro —contestó James, sacando una gasa antiséptica para

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enjugarse la sangre; quedó a la vista un pequeño pinchazo que ya empezaba a formar una costra.

—Es minúsculo —bufó Shak, mirando la herida con desdén.

—Sí, pero profundo —replicó James a la defensiva—. Creo que ha llegado casi hasta el hueso.

—Anda ya. —Shak soltó una risita—. He visto cortes con folios mucho peores que eso.

—Sí, bueno —gimió James—. Con una herida como ésta, no creo que pueda salir de entrenamiento esta noche. Ewart, ¿podrías darme un justificante?

El controlador sacudió la cabeza.

—Ya conoces las normas. Si consideras que la herida es grave, tendrás que ir a ver a la enfermera del campus, y ella te hará el justificante.

—Venga, Ewart —suplicó—. Esta mañana te he sacado de un apuro cuando descubriste que Callum estaba pegado al retrete.

—Basta ya —repuso Ewart sonriendo—. Si prácticamente me has rogado que te dejara venir. ¿Este trabajito no te ha librado ya de unas cuantas pruebas de Física? En lo que a mí respecta, esta noche tienes programado un ejercicio de entrenamiento, y a menos que aduzcas una excusa legítima, vas a hacerlo.

James le dio una patada al asiento del copiloto.

—Menuda mierda —masculló, lo bastante bajo para que no lo oyera Ewart.

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5. HUEVOSJames regresó al campus poco antes de las siete de la tarde, lo que le

dejaba una hora para lavarse, ponerse el uniforme y comer algo. Ya estaba hecho polvo por la misión, y aunque sabía que la adrenalina lo mantendría alerta durante el ejercicio nocturno, perder toda una noche de sueño le dejaría el cuerpo fuera de sintonía durante el fin de semana.

Cuando entró en el comedor, Kerry ya estaba retirando su bandeja vacía. La muchacha había cenado con Gabrielle y el resto de su equipo, y era evidente que habían estado debatiendo la estrategia para el entrenamiento. Kerry le dio un beso en la mejilla al pasar por su lado.

—Buena suerte esta noche, cielo —le dijo sonriendo sarcásticamente—. Sería muy triste que tu equipo acabara sin huevos y con esa marcha de castigo.

—¿Qué marcha de castigo? —preguntó James.

—Una de diez kilómetros cargando un buen peso. Suena divertido, ¿no?

—¿En serio? —repuso el chico con voz ahogada—. Oh, vaya, no sabía nada. He intentado hablar con Lauren, pero no está en su habitación y tiene el móvil apagado.

—¿No me estarás diciendo que...? —Kerry soltó una risita sacudiendo la cabeza—. James, ¿no te has reunido con los miembros de tu equipo? —Se giró hacia Gabrielle y los otros tres componentes de su grupo, en fila detrás de ella y sujetando sus bandejas de la cena. Todos intercambiaron miradas y movieron la cabeza.

—Yo no me pondría tan gallita —replicó él, procurando no sonar contrariado—. Ewart me ha explicado algunas cosas sobre la batalla de huevos mientras me traía de vuelta, y me ha dado unas cuantas indicaciones.

Mientras el equipo de Kerry se alejaba, el muchacho comprendió que debía encontrar a Lauren pronto. Si llegaban a la zona de entrenamiento sin haber estudiado los mapas y haber elaborado un plan, acabarían con ellos. Agarró una hamburguesa y patatas fritas, se sentó a la mesa más próxima y comenzó a engullir la cena.

—Hola, hermanito.

James se sintió aliviado al mirar por encima del hombro y descubrir que Lauren, Bethany y Jake se dirigían hacia él; pero el ejercicio de esa noche se le borró inmediatamente de la cabeza.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué te has hecho en el pelo?

Lauren sonrió de oreja a oreja.

—¿Te gusta?

—Es... umm... negro. Seguro que mamá se está revolviendo en su tumba.

A la niña le dolieron las palabras de su hermano.

—¿De verdad crees que estaría disgustada?

James percibid que le había tocado la fibra y cambió de enfoque.

—No, no te preocupes. Probablemente estaría asombrada de que hayas

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esperado tanto para hacerlo. Debiste de pedírselo cincuenta billones de veces. Pero ahora no te pongas también ese aro en la nariz que tanto te apetece.

Lauren negó con la cabeza.

—No nos permiten perforarnos nada que no sean las orejas antes de los dieciséis años... Pero entonces, ¿tiene buena pinta o qué?

—No está mal —contestó James encogiéndose de hombros—. Pero ya sabes que la mayoría de los chicos las prefiere rubias.

Lauren miró a Bethany.

—Ésa es la mejor razón que he oído jamás para teñirme de negro.

James sonrió.

—Estoy deseando que tengas tu primer novio. Voy a divertirme mucho metiéndome contigo.

—Pues espera sentado —replicó ella con sorna.

—¿Qué ha pasado con Dana?

Bethany se encogió de hombros.

—Roquefort ha vuelto a su habitación.

—¿Por qué la llaman Roquefort? —preguntó Jake.

—Porque no se lava —contestó Bethany con una mueca.

James esbozó una sonrisa.

—No es una chica ultrafemenina y le gusta estar sola, por eso algunos se burlan de ella. Ya sé que lleva el uniforme desaliñado y eso, pero yo he entrenado con ella en el dojo, y huele tan bien como cualquier persona.

—A James le mola Dana —rió Bethany.

Bethany lo sacaba de quicio en ocasiones, y ésa era una de ellas. Le lanzó una mirada furibunda.

—Por Dios, Bethany, ojalá crecieras un poco.

—¿La venciste? —preguntó Jake.

Lauren se echó a reír.

—James no podría vencer a Dana. Si lo derrotó Bethany, que sólo tiene diez años...

Jake asintió.

—Sí, James. Eres fuerte, pero también muy lento.

—Bethany no me ganó; yo resbalé —corrigió él de mal humor. Estaba ansioso por llevar la conversación lejos de recuerdos humillantes: haber perdido una pelea frente a una niña de diez años—. En cualquier caso, nos quedan menos de quince minutos para planear nuestra estrategia.

Bethany desenrolló un mapa de la zona de entrenamiento bélico, y Lauren y Jake lo sujetaron por los extremos para que no se curvara. James se zampó las últimas patatas fritas, se restregó los dedos pringosos en los pantalones y se preparó para sonar como si tuviera madera de líder.

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—De acuerdo, esto es lo que haremos... —empezó, deslizando un dedo por el mapa—. Humm... éste es el punto en que nos dejarán, de modo que en cuanto empiece el ejercicio, nos encaminaremos a este terreno elevado de aquí. Podemos emplazar vigilantes aquí y aquí y atrapar a todo el que intente acercarse a nosotros.

—Buen plan —aprobó Lauren—. Sólo hay un problemita de nada.

—¿Cuál?

—Que ese terreno en particular se halla en medio de un lago.

—¿Ah, sí?

Lauren asintió lentamente.

—Por definición, las partes azules de un mapa indican agua.

—Un punto para ti —dijo James con una sonrisa floja—. Has superado la prueba.

Jake se dio una palmada en la frente.

—¿Por qué siempre tiene que tocarme el equipo de los tontos?

Todos los querubines se reunieron en la carretera que discurría frente al edificio principal, donde se encontraron con veinte equipos de la talla adecuada dispuestos detrás de un camión militar: un traje blindado, armas y una mochila para cada recluta. El sol estaba empezando a ponerse, pero todavía hacía calor.

—¡El camión parte dentro de ocho minutos! —bramó el señor Large—. Moved el trasero, pastelitos.

James se sentó sobre el asfalto y se quitó las botas para enfundarse un grueso mono a prueba de balas. Cuando terminó de ponerse los pesados guantes, ajustarse la correa del casco y bajarse el visor, estaba ardiendo de calor.

Jake hacía esfuerzos por cargar su fusil con las manos enguantadas, de modo que James se acercó para ayudarlo.

—¡Cinco minutos! —avisó Large—. Habrá cincuenta vueltas de castigo para cualquiera que retrase la salida.

James insertó el cargador en su arma y luego miró a Jake.

—¿Te encuentras bien? Pareces un alma en pena.

El chiquillo sonrió desasosegado y preguntó:

—¿Cómo de malo crees que será el dolor si te da una de estas balas?

—Bastante malo, pero no te preocupes, que nosotros cuatro cuidaremos de ti. —James le tendió el arma cargada, pero Jake retrocedió y miró hacia el suelo frunciendo el entrecejo.

—No quiero ir —dijo angustiado, tirando de la correa de la barbilla para desabrocharse el casco—. He cambiado de idea.

James gimió de frustración. Hasta que cumpliese diez años y se comprometiera a convertirse en agente de CHERUB, Jake no tenía que hacer ninguna práctica de entrenamiento si no quería; pero James sabía que el señor Large le armaría una buena si un miembro de su equipo abandonaba diez

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minutos antes de que empezase el ejercicio.

Desesperado, trató de hallar una manera de convencer a Jake.

—¿Sabes?, tienes mucha suerte por haber llegado a CHERUB antes de los diez años. Yo sólo conté con tres semanas antes de que me metieran en el entrenamiento básico. Entonces no estaba muy en forma y apenas sabía nadar.

—Lo siento, James —se disculpó el pequeño sorbiéndose la nariz—. Estoy cansado. Quiero irme a la cama.

—No te eches atrás ahora. Eres un tío duro.

—¿Por qué os estáis retrasando? —preguntó Dana—. Tenemos que montar en el camión.

James se encogió de hombros, ya sin esperanzas.

—Jake no quiere venir.

—¿En serio? —repuso la chica con una mueca. Se levantó el visor y posó sus fornidas manos sobre los hombros del niño—. ¿Cuál es tu problema, chaval? ¿Eres un gallina?

—No —contestó él, desafiante.

—¿Sabes cómo te van a ridiculizar tus colegas cuando se enteren de que te has rajado?

Jake no logró encontrar una respuesta.

—¿De verdad quieres volver al edificio de los pequeños? —inquirió Dana—. En cuanto dobles esta esquina y regreses a la sala de recreo, se troncharán de ti.

—Yo sólo... —balbuceó Jake abochornado.

—No me vengas con «Yo sólo», chaval. Agarra el fusil que te ha preparado James y vuelve a ponerte el casco. Vas a salir ahí y a demostrarle a todo el mundo de qué estás hecho. Yo te cubriré las espaldas, ¿de acuerdo?

A Jake le daba un poco de miedo Dana, pero la idea de que una chica tan imponente cuidara de él era tranquilizadora. Asintió obedientemente y recogió el arma que le tendía James.

—Bien, soldado —aprobó ella con una sonrisa, dándole una palmadita amistosa en la espalda—. Recoge tu mochila y sube al camión.

James le sonrió a Dana cuando Jake se encaminó hacia el vehículo militar.

—Gracias.

Ella le devolvió una mirada despectiva mientras se bajaba el visor del casco.

—Deberías estudiar los trucos que utilizan los profesores para motivarnos —contestó ásperamente—. ¿Qué crío quiere que sus compañeros se burlen de él?

James asintió.

—Mira, Dana, ya sé que es un poco raro que yo esté al mando cuando tú

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eres mayor y tienes más experiencia que yo.

—No es un poco raro, James; es una idiotez. Así que ahórrate la palabrería y acabemos con esto.

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6. YEMAEl complejo urbano de combate era un rectángulo de un kilómetro por

uno y medio. Estaba diseñado para que los soldados se entrenaran en atacar o defender áreas edificadas. Los equipos A, B y C ya estaban en su punto de partida. El señor Large detuvo bruscamente el camión cubierto con un toldo, y el señor Pike (que había hecho el trayecto en la parte trasera junto con los muchachos) descorrió un cerrojo; la caja del vehículo se abrió hacia abajo con un golpe seco.

—¡Equipo D! —gritó Pike—. ¿A qué estáis esperando?

Entregó a cada chico una caja con seis huevos antes de que se apearan. James fue el primero en saltar, seguido por Jake, Lauren, Bethany y Dana.

James miró alrededor mientras el camión se alejaba y Bethany desplegaba el mapa. El pueblo artificial tenía un aire surrealista. Coches oxidados ocupaban las calles; no tenían ventanillas para evitar que el cristal saltara por los aires. Los edificios eran de hormigón crudo y se habían creado para simular distintas clases de entornos: tiendas, hogares, oficinas y almacenes. Algunos llegaban a tener cuatro plantas de altura.

El legado de cientos de batallas falsas se veía por todas partes: marcas negras en paredes chamuscadas, carcasas metálicas de proyectiles en las cunetas, y todo salpicado de pintura de vivos colores. Sin vehículos en movimiento y con una población de veinte muchachos, el compleja se hallaba inmerso en un silencio espeluznante. Lo único que James oía eran los pasos de sus compañeros y el sonido de su propia respiración en el interior del casco.

—¿Alguna idea brillante? —preguntó.

Lauren señaló un edificio situado a unos cien metros.

—Me gusta ese sitio —dijo—. Está en una de las esquinas del recinto, lo que significa que sólo tendríamos que defenderlo por dos lados. También es simple y alto, por lo que podríamos instalar una atalaya en el tejado.

Dana chasqueó la lengua.

—Sí, microcerebro, pero también es tremendamente obvio.

Lauren se encabritó.

—¿A quién estás llamando microcerebro, Roquefort?

—Intenta llamarme Roquefort otra vez —espetó Dana, encarándose a Lauren—, y te arrancaré la cabeza y te escupiré en el cuello.

James se interpuso entre ambas.

—Calmaos y dejad de discutir. Se supone que tenemos que matar a otros.

—Imagina que alguien viene tras nosotros —bufó Dana—. Saben que nos han dejado en esta zona, y éste es el primer lugar que irán a registrar.

—Bueno, pues yo creo que deberíamos ir allí —repuso Lauren cabreada.

—Vale, vale —intervino James, sintiendo la presión de estar al mando—. ¿Qué tal si colocamos un francotirador en el tejado del edificio de Lauren y luego ponemos una barricada en la puerta para que parezca que nos hemos

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refugiado ahí dentro? Pero, en realidad, todos excepto uno estaremos en el edificio bajo que hay enfrente.

—Eso podría funcionar —admitió Dana—. Si alguien viene por aquí e intenta irrumpir en el edificio del francotirador, vosotros podéis aparecer por la espalda y tenderle una emboscada.

James la miró.

—¿Quieres subir ahí arriba y ser el francotirador? ¿Eres buena disparando?

—Mejor que cualquiera de vosotros, espero. Aunque dentro de poco será noche cerrada y no tengo gafas de visión nocturna.

—Si oyes a alguien, abre fuego para que crean que estamos todos ahí.

—¿Y qué pasa si es alguno de vosotros?

James se quedó sin habla.

—Necesitamos un santo y seña —intervino Bethany—. Maullar como un gato o algo así, para que sepas que es uno de nosotros.

James asintió.

—Pero si oyes un maullido —apostilló—, responde con un ladrido, como si fueras un perro. De ese modo sabremos que no es alguien que está imitando nuestra contraseña. Y recuerda que, una vez que anochezca, el sonido será la mejor manera de localizarnos, así que llámanos sólo si es absolutamente necesario.

—De acuerdo —contestó Dana, y se encaminó hacia el edificio alto—. Será mejor que no lo estropeéis. Hasta luego, perdedores.

Lauren aguardó hasta que Dana no podía oírla para reprocharle a su hermano:

—Muchas gracias por ponerte de su lado, James.

Él chasqueó la lengua, fastidiado.

—No es una cuestión de ponerse del lado de nadie, Lauren. Con los hechos en la mano, Dana tenía razón.

—Todo esto está muy bien si tu plan de atraer a los rivales hacia el edificio grande funciona —replicó ella—. Pero ¿qué pasa si se lo huelen?

—¿Te importaría cerrar la boca y dejarme pensar? Necesitamos escondernos. El equipo de Kerry ha bajado no muy lejos de aquí. Podrían saltar sobre nosotros en cualquier momento.

James condujo al resto de su equipo hacia la estructura con porche de una sola planta, diseñada para semejar un establecimiento de comida rápida. Abrió la puerta de aluminio, y al entrar se sorprendió por el poco espacio que había.

—Bethany y Lauren, dejad de parlotear y vigilad la ventana. Jake y yo cubriremos la parte trasera:

—Hay una bolsa de lana debajo de esta mesa —exclamó Bethany, emocionada, al agacharse junto a la ventana.

James se giró hacia ella.

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—Según Large, encontraríamos equipamiento extra repartido por el recinto.

Todo el grupo se apretujó en un semicírculo. Bethany deshizo el nudo y abrió la bolsa; aparecieron cinco pares de gafas de visión nocturna diseñadas para engancharse al casco.

—Genial —sonrió James—. Esto nos dará una gran ventaja en cuanto empiece a oscurecer.

—Espera un poco —dijo Lauren—. Éste es el primer edificio en que estamos, y ya hemos encontrado artículos muy valiosos. Por lo que sabemos, puede haber algo útil en cada edificación.

Bethany terminó la frase:

—Y si nos escondemos aquí mientras los otros equipos recogen un montón de equipamiento de primera, podríamos acabar en inferioridad de condiciones.

Todos se miraron entre sí.

—Lauren —dijo James al cabo—. Quédate aquí con Jake, y estate lista para disparar si alguien ataca la torre de Dana. Bethany y yo saldremos a la calle. Vamos a inspeccionar los otros edificios, a ver qué encontramos.

—¿Qué crees que soy, un pulpo? —bufó Lauren—. No puedo hacerlo todo yo sola.

—Tendrás que hacer todo lo que puedas —replicó James fríamente—. Jake estará contigo.

—Estupendo, un camiseta roja —repuso Lauren con sorna—. ¿Y qué es lo que va a hacer?

—No quiero quedarme con ella —declaró Jake—. ¿Puedo ir fuera contigo, James?

—James, esto no es una estrategia, esto es un desastre. Hace un minuto íbamos a escondernos aquí para tender una emboscada, ahora quieres que nos separemos. Si alguien viene por nosotros, nos atrapará en un segundo.

—Muy bien, ¿y qué pretendes que haga, hermanita? —siseó él, enfadado—. Yo soy el jefe del grupo. Que seas mi hermana no te da derecho a discutir todas mis decisiones. Ya sé que esto no es lo ideal, pero no podemos permitir que los otros equipos se queden con todo el material.

—¿Y por qué no me quedo aquí con Bethany y tú sales de caza con Jake?

—Perfecto, a mí me da igual —contestó furioso—. Yo saldré con Jake. Tú quédate aquí a jugar a casitas de muñecas con tu amiguita.

Resultaba difícil descifrar la expresión de Lauren a través del visor que le cubría la cara, pero James estaba bastante seguro de que estaría fulminándolo con la mirada. El muchacho giró sobre sus talones y salió estrepitosamente por la puerta de aluminio. Antes de reparar en lo insensato que era hacer tanto ruido, sintió un sonoro restallido contra el lateral del casco. Mientras trastabillaba de lado, un segundo disparo impactó dolorosamente en sus costillas. La pintura que le bajó por el costado era amarilla, lo que indicaba que lo había atacado un miembro del equipo de Kyle.

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A James le habían dado cientos de veces con balas de pintura. No era algo agradable, pero el escozor remitía al cabo de diez minutos. La munición simulada era una cosa bien distinta. James apenas podía respirar y se derrumbó contra el lateral del edificio. Por fortuna, el tercer tiro pasó rozándole el hombro y resonó contra la puerta metálica que tenía detrás.

Entre jadeos, descubrió a las gemelas de once años del equipo de Kyle, agazapadas detrás de un coche. Tomó su arma, pero el dolor del pecho entorpecía sus movimientos.

—¡Ni se te ocurra! —gritaron las niñas, abandonando su parapeto mientras le apuntaban—. Suelta el fusil y lánzanos tu paquete de huevos.

James no quería entregarles los huevos, pero las chicas se hallaban a los tres metros de distancia mínima y él ya había probado lo dolorosas que podían ser las balas simuladas desde mucho más lejos.

Mientras desataba el paquete de huevos, una de las niñas recibió un tiro rojo en el muslo. James comprendió que tenía que ser cosa de Dana, disparando desde lo alto. Un segundo más tarde, Bethany abrió la puerta de una patada y disparó sobre la otra gemela. Falló, pero la niña se agachó, y James aprovechó ese momento para rodar hacia delante y apuntar con su fusil. Sintió una gran satisfacción al abatir a la niña que le había disparado unos minutos antes. La chiquilla cayó de bruces, y James le dio dos veces en la espalda desde la distancia mínima.

El cambio de fortuna se había producido en segundos. Ahora las gemelas se retorcían en el suelo, mientras James, Dana y Bethany las encañonaban.

—Dejad los fusiles a un lado —ordenó James—. Y no quiero movimientos inesperados.

Costó un rato, porque ambas niñas estaban heridas. En cuanto empujaron las armas hasta dejarlas fuera de su alcance, James corrió a recogerlas. Extrajo los cargadores y luego accionó los tiradores de funcionamiento para sacar los resortes de transmisión y guardárselos en el bolsillo. Sin aquellas pequeñas piezas, los fusiles eran inservibles.

—Dadnos las mochilas —exigió, apuntando a las gemelas.

El punzante dolor del pecho y el miedo a recibir otro disparo habían dejado a James a merced de sus instintos de supervivencia más básicos. Le importaban un bledo los sentimientos de las niñas que se estremecían a sus pies.

—No puedes dispararnos de tan cerca —gimió una de ellas desesperadamente cuando él se aproximó para recoger las mochilas.

—Denúnciame —gruñó James, clavándole la boca del arma mientras le arrancaba la mochila del hombro—. ¿Por qué no escribes una carta a las Naciones Unidas?

Lanzó una de las bolsas a Bethany y abrió la otra él mismo. Tiró al suelo la caja de poliestireno con los huevos y la aplastó con el talón de la bota. Bethany hizo lo mismo. Era un sentimiento placentero: destrozar un tercio de los huevos del equipo A a menos de veinte minutos del inicio de un ejercicio de doce horas.

—¿Qué vamos a hacer con ellas? —preguntó Bethany, limpiándose

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desdeñosamente la bota llena de huevo en el traje de su víctima—. Conocen nuestra posición y no se nos permite tomar rehenes; tendremos que trasladarnos.

Mientras Bethany hablaba, James reparó en un bulto de plástico que salía rodando desde debajo de uno de los coches del arcén. Supo al instante que se trataba de una granada aturdidora, pero no pudo ponerse a cubierto antes de que explotara en un estallido de polvo azul. Trastabilló y cayó de espaldas, medio cegado, con al amargo sabor del humo en la garganta.

Reconoció la voz de Kyle.

—¿Te ha gustado ese juguetito, Adams?

Estalló otra granada. Ésa la habían colado por una ventana al interior del establecimiento de comida rápida. Lauren salió chillando por la puerta de aluminio, a ciegas y a trompicones, seguida muy de cerca por Jake.

Kyle aulló de dolor cuando Dana le disparó desde lo alto. La muchacha había logrado apuntar a la perfección a través del humo, y le dio a Kyle en la zona insuficientemente protegida en que el casco se juntaba con el mono acolchado. James sólo pudo regodearse un segundo antes de sentir un dolor atroz en la parte baja de la espalda. Advirtió que la pintura que le había salpicado las mangas era azul y miró por encima del hombro: los cinco miembros del equipo de Kerry se aproximaban en formación de V.

James ya había sufrido tres dolorosos disparos, y se sentía incapaz de enfrentarse a la posibilidad de recibir más mientras los equipos de Kerry y Kyle se acercaban desde direcciones opuestas. Perdió todas las ideas de liderazgo al ponerse en pie a duras penas, se coló por una calle lateral y huyó tan deprisa como pudo.

Recorrió calles y más calles, casi hasta el lado opuesto del centro de entrenamiento. Encontró una casa y disparó un par de veces al interior. Como nadie abrió fuego a su vez, saltó por la ventana sin cristales y se dejó caer en el suelo de hormigón.

Había destellos azules de las granadas aturdidoras, y el constante golpeteo de la munición simulada mientras la batalla a tres bandas rugía en la distancia. El cielo se estaba volviendo ámbar, lo que significaba que al cabo de media hora habría oscurecido.

James había recibido tres impactos. El primer tiro había rebotado inofensivamente en su casco y tenía un dolor sordo en el estómago a causa del segundo, pero el de la parte baja de la espalda era criminal. Un espasmo atroz le bajó por la pierna cuando se derrumbó en el suelo. Contuvo la respiración, aliviado por estar lejos de la acción, pero enseguida comprendió que, como agente experimentado, debía regresar para intentar reunir a su tropa antes del anochecer.

Antes de ponerse en pie, quebrantó las normas; se giró hacia la pared, se levantó el visor y se enjugó el sudor que le chorreaba por la cara.

Al alzar la mirada, reparó en una caja gris situada en un rincón. Reptó hasta allí, y se quedó encantado al descubrir una docena de cargadores de munición. Todo el mundo había empezado con dos cargadores de veintiocho balas cada uno para el fusil. James ya casi había consumido uno entero, y se dio cuenta de que, conforme avanzara la noche, la munición se convertiría en

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un artículo muy valioso.

Insertó un nuevo cargador en su arma y se guardó los restantes en la mochila, a pesar de que cada uno pesaba más de un kilo.

Regresó cautelosamente hasta la ventana y aguzó el oído. La batalla se había fragmentado en numerosas y pequeñas escaramuzas, caracterizadas por cortos estallidos de fuego repartidos en un área más extensa. James comprendió que aquello incrementaba peligrosamente sus posibilidades de encontrarse bajo fuego enemigo en el trayecto de vuelta.

Se mantuvo encorvado para salir del edificio hasta un estrecho callejón, sin asomar la cabeza por encima del techo de los coches aparcados, con un bloque de cemento salpicado de pintura a su espalda. Alcanzó una calle principal, que cruzó a la carrera con el dedo en el gatillo.

—Miau...

James frenó en seco y se acuclilló junto a un coche, incapaz de calibrar de dónde procedía el sonido.

—Guau—contestó precavidamente.

Dos cabezas asomaron dentro de un vehículo estacionado en un camino de acceso. Como la anaranjada luz del sol se reflejaba en los visores, a James le costó un segundo reconocer a Dana y Jake.

—Ven aquí, don nadie —susurró Dana—. Hay un puñado de reclutas del equipo A escondidos tres puertas más arriba.

James abrió la puerta del coche sin hacer ruido. Se arrastró sobre las manchas multicolores de pintura del asiento trasero, cuidando de mantener la cabeza por debajo de la ventanilla. Advirtió que Dana estaba cubierta con unas veinte marcas de distintos colores.

—¡Te han bombardeado! —exclamó en un susurro—. ¿Alguna te ha hecho daño?

—No mucho. La mayor parte de los tiros venían de bastante lejos —contestó ella amargamente—. Pero me van a salir un montón de cardenales. Por la mañana pareceré negra. Además, todos mis huevos están destrozados.

—¿Quién te los ha quitado? —preguntó James.

—Nadie. Se me han roto al rodar por el suelo mientras me disparaban.

—A mí también se me han roto todos menos uno —admitió él—. ¿Y cómo es que habéis llegado hasta aquí?

—Yo he intentado seguirte al ver que te cagabas en los pantalones y salías pitando —explicó Dana—. He saltado por una ventana del primer piso y he recogido a Jake de camino.

—No me he cagado en los pantalones—replicó él, indignado—. He tomado la decisión táctica de retirarme bajo un fuego intenso.

Dana se echó a reír.

—Supongo que eso es otra manera de decirlo.

James decidió no insistir en el tema; la forma en que Dana había descrito los hechos se acercaba incómodamente a la verdad. Miró a Jake y trató de

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sonar alentador:

—¿Y tú cómo lo llevas?

—Muy bien —respondió el niño alegremente—. Les he dado a unos cuantos en la batalla.

—Creo que este chavalín los tiene bien puestos —declaró Dana, esbozando una de sus poco frecuentes sonrisas—. He visto cómo salía de ese edificio en que os habíais escondido. Primero se quedó de piedra, pero luego se puso a cubierto y efectuó algunos buenos disparos.

James miró con admiración a su pequeño compañero de equipo.

—¿Te han dado?

Jake rodó sobre su costado y le enseñó muy orgulloso una mancha de pintura violeta en el muslo.

—Duele, pero no me importa. Esto es cincuenta veces más emocionante que el mejor videojuego del mundo.

James estaba encantado de ver el modo en que Jake había manejado el estrés. Algunas personas se asustan en situaciones imprevisibles, pero parecía que el proceso de selección de CHERUB había hecho su habitual buen trabajo al escoger a un niño que podría controlarse cuando realmente hiciera falta.

—¿Aún quieres abandonar? —preguntó James.

—Para nada. Lo que quiero es atrapar a alguien y aplastarle los huevos.

James rió.

—Bueno, ¿y habéis visto a las chicas?

—Me ha parecido ver que Bethany y Lauren salían juntas —respondió Jake.

—¿Creéis que deberíamos ir en su busca?

Dana reflexionó un par de segundos.

—Demasiado peligroso. Ahí fuera hay quince reclutas, y sólo dos de ellos son nuestras chicas. Lauren y Bethany pueden cuidar de sí mismas. Si nos tropezamos con ellas, estupendo, pero si vamos en su búsqueda, lo más probable es que nos llevemos algún tiro.

—Creo que tienes razón —asintió James.

—¿Y qué hacemos entonces? —inquirió Jake.

James pensó un momento.

—Yo tengo muchísima munición en la mochila y tres pares de gafas de visión nocturna. Este coche no es seguro: si alguien pasa por aquí y nos descubre seremos presas fáciles. Propongo escondernos en una de estas casas hasta que sea plena noche. Entonces nos pondremos las gafas de visión nocturna y podremos salir a cazar huevos.

Dana asintió a su pesar.

—Se me ocurren ideas peores.

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7. CÁLCULOSA medianoche estaba negro como boca de lobo. No había luna, y la única

luz era un resplandor amarillento procedente de una autopista que discurría detrás de uno de los muros de diez metros de alto del complejo de entrenamiento.

Dana, James y Jake se habían puesto las gafas de visión nocturna, ajustándolas a los cierres especiales que llevaban incluidos los cascos. Las gafas no funcionaban en la oscuridad completa; lo que hacían era amplificar la luz, convirtiendo el mundo en una extraña mezcla de negruras moteada de intensos contornos verdes. El software que había en el interior de las lentes tardaba una fracción de segundo en procesar lo que captaba. Ese breve intervalo entre efectuar un movimiento y que los ojos lo registraran hacía que James se sintiese mareado.

Cuando por fin abandonaron su refugio, tenían la esperanza de tender una emboscada en el edificio donde Dana y Jake habían visto al equipo A cuarenta minutos antes, pero ya no había nadie. Sólo habían dejado atrás una caja de equipamiento vacía y un charco apestoso en un rincón, donde habían orinado un par de chicos.

—¿Y ahora qué? —susurró Jake, mientras una granada aturdidora estallaba en la distancia, convirtiendo la visión a través de las gafas en una sábana blanca.

James estaba decepcionado, pero aún tenía fe en su estrategia basada en la visión nocturna.

—Continuamos la caza —respondió.

Emprendieron un recorrido cauteloso por el recinto, moviéndose despacio, agachados, y hablando sólo cuando era estrictamente necesario y en voz baja. Si los sorprendieran en un espacio abierto, podrían atraparlos fácilmente, de modo que se ciñeron a las calles laterales y los pasajes; sólo se aventuraban por las avenidas principales para cruzarlas.

Al pasar por una ventana, James reparó en un contorno verde que se movía en el interior del edificio, pero no dijo nada hasta que estuvieron al final de la calle y se acuclillaron entre dos casas.

—Dos edificios más abajo —susurró—. Ahí dentro hay al menos dos personas.

Dana mostró su habitual desdén.

—¿Estás seguro de que no era un gato o algo así?

James negó con la cabeza.

—Eran humanos, sin duda. Yo tomaré la casa por delante. Dana, tú salta por la pared del jardín y entra por la parte de atrás. Espera hasta que me oigas actuar y prepárate para cortarles el paso si intentan escapar. Jake, tú aguarda aquí. Pon el fusil en el modo automático y estate listo para cubrirnos si las cosas se ponen feas.

—¡Sí señor! —exclamó el niño.

Dana lo hizo callar.

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—Menos ruido, idiota.

James giró sobre los talones y se arrastró de vuelta al edificio en que había advertido el movimiento. Se inclinó delante de la ventana y asomó cautelosamente la cabeza, desplazándose muy despacio para que no entrechocaran los cargadores que llevaba en la mochila.

Las gafas de visión nocturna captaron la silueta de dos cuerpos sentados contra una pared. Eran un poco más pequeños que James y, aunque resultaba difícil decirlo por el modo artificialmente intensificado en que los veía, le dio la impresión de que eran un par de chicas.

Al comprender que existía la posibilidad de que fuesen Lauren y Bethany, se agachó y usó la contraseña.

—Miau.

Era consciente de haber neutralizado el elemento sorpresa, pero no quería terminar en una competición de tiro con sus propias compañeras de equipo. Las dos figuras del interior buscaron a tientas sus armas, y una de ellas contestó apresuradamente:

—Miau.

Entonces James saltó al alféizar de la ventana y efectuó un disparo. Una de las chicas gritó, y él volvió a ocultarse en la calle mientras la otra disparaba a ciegas en la oscuridad. Cuando el fuego cesó, James se asomó de nuevo, y esa vez sus tiros fueron más certeros y alcanzaron a ambas muchachas.

Mientras tanto, Dana había accedido al edificio por la puerta trasera. Recorrió un corto pasillo e irrumpió en la habitación. A James le habría gustado contar con más tiempo para sacar provecho de su visión nocturna y amedrentar a sus víctimas, pero tuvo que actuar en cuanto Dana estuvo allí.

—Quiero vuestros huevos y los resortes de transmisión de vuestros fusiles —exigió, saltando por la ventana.

—Que te den por ahí, James —respondió Kerry.

James y Dana se pusieron a resguardo mientras una serie de salvajes disparos atronaba la habitación. Hasta que el arma de Kerry emitió un chasquido hueco.

—Oh, vaya—se regodeó James—. Eso no ha sonado muy bien.

—Tengo más munición —replicó Kerry.

—Pues entonces, ¿por qué te has quedado como una atontada en vez de recargar el fusil?

—¿Puedes vernos?

—Veo todos y cada uno de vuestros movimientos —rió James—. Tenemos gafas de visión nocturna.

Gabrielle sonó furiosa:

—Suertudo de m...

—Ah, hola Gabrielle —saludó James, trepando a la ventana—. No había reparado en que eras tú. Espero que mi disparo no te esté doliendo

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demasiado.

—Seguro que no tanto como el que te he dado antes en la espalda —gruñó ella.

—¡James! —espetó Dana desde el otro lado de la estancia—. Acabamos de armar un buen barullo. Corta ya esas bromitas y larguémonos de aquí.

Kerry se echó a reír.

—Oh, es Dana. Ya decía yo que debía de haber alguien con cerebro detrás de esta operación.

—Sí, James —coincidió Gabrielle—. He visto cómo cuidabas de tu equipo: huyendo a ciento cincuenta kilómetros por hora.

James se sintió molesto.

—Estoy apuntándoos directamente —repuso con rabia—. Cerrad el pico, lanzadnos las mochilas y entregadnos las armas.

—¿Por qué no vienes por ellas? —se burló Kerry.

James realizó un disparo de advertencia unos centímetros por encima de la cabeza de Kerry.

—Porque este cargador está lleno. Veo todos vuestros movimientos y puedo dispararos a mi antojo. Ahora voy a contar hasta tres, y si cuando acabe no tengo vuestras armas y mochilas a mis pies, vais a sentir dolor de verdad. Uno, dos...

El orgullo de Kerry y Gabrielle no era tan grande como para arriesgarse a sufrir más tiros. Entregaron su material antes de que James terminara de contar. El muchacho se acuclilló y sacó la caja de huevos de la mochila de su novia. Era difícil verlo en la oscuridad y peliagudo notarlo con los guantes protectores, pero al parecer todos los huevos de Kerry estaban intactos.

—Seis huevos enteros para la pequeña Miss Perfecta —dijo con una risita mientras los machacaba con la bota.

—¡Esto no ha terminado! —le gritó Kerry desafiante—. Tienes que dejarnos marchar, y pienso ir por ti.

—Yo opino que esto nos deja empatados —contestó James—. ¿Os acordáis del verano pasado en el albergue, cuando vosotras dos nos acribillasteis a Bruce y a mí con balas de pintura a quemarropa?

Una vocecilla llegó del exterior antes de que Kerry tuviese ocasión de responder.

—Cuatro personas vienen hacia aquí desde el principio de la calle —anunció Jake—. Larguémonos antes de que estalle la Tercera Guerra Mundial.

—He roto los huevos de Gabrielle —dijo Dana—. En marcha.

James no tenía tiempo de extraer el resorte de transmisión del fusil de Kerry en plena oscuridad, y era poco práctico llevárselo, de modo que lo balanceó por el cañón y lo estrelló contra la pared tan fuerte como pudo. Al girarse, Kerry se abalanzó hacia él. Dana efectuó un disparo tratando de no darle a James y falló.

Kerry era más menuda y ligera que su novio, pero su destreza en artes

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marciales era fantástica, y sus cinco años de entrenamiento en CHERUB la habían vuelto más fuerte que cualquier adolescente de trece años. Cuando James cayó al suelo con ella encima de él, a pocas puertas de distancia estalló una granada aturdidora en el interior de un edificio.

Antes de que Kerry inmovilizara a James, éste logró gritarle a Dana:

—¡Agarra a Jake y salid de aquí!

La lógica del muchacho era sencilla: lo que contaba en el recuento final eran los huevos. Él sólo tenía uno, mientras que a Jake aún le quedaban los seis. Mejor que verse envuelto en la melé que iba a producirse, convenía huir, incluso aunque eso dejase a James solo lidiando con las chicas.

Mientras Kerry lo inmovilizaba clavándole las rodillas en los hombros y Gabrielle le arrebataba el fusil, Dana escapó por la ventana y se marchó con Jake. Kerry golpeó el casco de su novio contra el suelo de hormigón hasta destrozarle las gafas de visión nocturna. Cuando las lentes rotas sumieron a James en la oscuridad, en la calle empezaron a sonar tiros.

—Te creías muy listo, ¿verdad? —inquirió Kerry dulcemente—. ¿Recuerdas las clases de combate, James? ¿Cuántas veces te lo repetí? Nunca le des la espalda a tu contrincante y nunca bajes la guardia ni un segundo.

Gabrielle le aplastó el huevo que le quedaba, mientras Kerry le retorcía el brazo a la espalda.

—¿Te apetece un hombro dislocado, James?

—Kerry —dijo él con voz estrangulada—, por favor. Ya habéis conseguido mis huevos; ahora debéis liberarme.

—¿Por qué no escribes una carta a las Naciones Unidas? —replicó ella con una sonrisa maliciosa, soltándole el brazo y dándole un codazo en la zona lumbar.

Mientras James gemía de dolor, Gabrielle exclamó entusiasmada:

—¡Tiene toneladas de munición en la mochila!

—Genial —dijo Kerry. Recogió el fusil de Gabrielle y le insertó un cargador—. Salgamos por detrás, a ver si atrapamos a los otros dos.

James se quedó tumbado de bruces sobre el hormigón desnudo. Kerry le había golpeado en el mismo punto que había recibido el peor tiro, y el dolor en la espalda era espantoso. Antes de salir, Gabrielle le hizo sufrir la última humillación al dispararle dos veces en el muslo con su propio fusil.

James despertó de un extraño sueño, con un hilo de baba deslizándose en el interior del casco y con sabor a humo en la lengua. El sol estaba alto, aunque al principio sólo vio resquicios por el borde de las destrozadas gafas de visión nocturna, aún prendidas al casco.

En cuanto intentó moverse, tuvo un punzante recordatorio del codazo de Kerry en la espalda. Rodó precavidamente sobre un costado y trató de quitarse las gafas; pero la pieza de plástico que las sujetaba se había rajado cuando Kerry lo golpeó contra el suelo, y ahora se negaba a separarse del casco. James retorció las gafas y al final tuvo que arrancarlas, salpicando la habitación con fragmentos de plástico.

Una vez que los ojos se le acostumbraron a la luz del día, levantó el

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antebrazo de su traje acolchado y miró el reloj de pulsera. Eran las seis menos cuarto, lo que significaba que había estado inconsciente unas cuatro horas y que faltaban más de dos para que finalizara el ejercicio. James no recordaba con claridad, pero supuso que la combinación de dolor y agotamiento lo había dejado fuera de juego: nadie se queda dormido voluntariamente en medio de un entrenamiento cuando está rebosante de adrenalina y el corazón le late a ciento ochenta pulsaciones por minuto.

Sin ninguna idea sobre los peligros de su entorno cercano, reptó por el suelo de hormigón hasta la pared más próxima e hizo una breve pausa para examinar las coloridas manchas de su ropa.

Se sentía levemente mareado y desesperadamente sediento; pero su cantimplora iba en la mochila con la munición que se había llevado Kerry. Lanzó una mirada cautelosa por la ventana y observó los restos de la batalla de la noche pasada. Resultaba fácil ver la diferencia entre la pintura fresca y las viejas marcas que la lluvia había desvaído.

Pensó en buscar a los otros miembros de su equipo, pero entonces correría el riesgo de que le dispararan, y sin arma ni munición tampoco sería muy útil.

Así pues, decidió permanecer donde estaba, contando los minutos hasta que el ejercicio concluyera y esperando que nadie tropezase con él. Volvió a mirar el reloj, y luego su cerebro se concentró en la bebida fría que esperaba tomarse al cabo de ciento treinta y dos minutos.

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8. LIBERACIÓNEn las últimas horas del ejercicio no hubo nada de las explosivas batallas

de la noche anterior. James supuso que a los equipos se les habría agotado el material. Había escasez de munición, de armas que funcionaran y de huevos; y, lo más importante, también de la energía necesaria para pelear. El trino matinal de los pájaros sólo era perturbado por el sonido de escaramuzas esporádicas y débiles.

Para pasar el tiempo, James se entretuvo hurgando en el fusil de Kerry. Aunque lo había estrellado contra la pared y le había arrancado un pedazo de madera de la culata, sólo necesitó una leve limpieza y varios ajustes con la multiherramienta acoplada para arreglar el mecanismo de disparo. Pero seguía sin tener munición.

Se desperezó, se masajeó la zona magullada de la espalda y orinó en el corredor exterior, pero al cabo de una hora el aburrimiento hizo mella en él y decidió explorar un poco el resto de la casa. Encontró un par de cargadores desechados. En ocasiones, la gente sacaba un cargador con unas pocas balas para reemplazarlo por uno nuevo si iba a entrar en acción, pero todos los que había allí estaban vacíos.

La parte trasera del edificio tenía un pequeño jardín, y James salió agachado con la intención de saltar un murete que le llegaba a la cintura para acceder al jardín contiguo. Pero en cuanto levantó la pierna se sintió mareado, y por un momento creyó que iba a vomitar. Se tumbó sobre el césped y alzó unos centímetros el visor del casco para respirar aire fresco.

Estaba un poco preocupado. Para los parámetros de CHERUB, aquél no era un ejercicio particularmente duro, pero se sentía débil.

Cuando faltaba media hora para las ocho de la mañana, reconoció a Lauren y Bethany al verlas pasar por el callejón que discurría tras el muro del jardín. Eran las primeras personas que veía en más de una hora, así que decidió que era seguro descubrir su posición con un maullido.

—Guau —contestó Lauren.

James se alegró de verlas, pese a la humillación de no tener ni huevos ni munición, mientras que la actitud de las niñas sugería que les había ido bien. Cuando ellas treparon el muro, James hizo un recuento aproximado de las manchas que adornaban sus uniformes: habían recibido seis o siete tiros, más o menos como él.

—¿Qué te ha ocurrido? —le preguntó Lauren—. Vas encorvado.

—Estaba cansado incluso antes de empezar. Luego me dispararon en la espalda y Kerry me golpeó con el codo en ese mismo sitio. Es un martirio.

Bethany se echó a reír.

—Riña de enamorados.

James pasó por alto la pulla.

—He perdido la cantimplora—dijo—. ¿Os queda algo de agua?

Lauren se descolgó la mochila y le tendió una cantimplora de metal con una pajita de plástico.

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—Encontramos un grifo dentro de una casa y rellenamos las cantimploras hasta arriba.

James se metió la pajita por la base del casco y empezó a sorber.

—No te la bebas toda, tragaldabas —protestó Lauren, arrebatándole el agua.

—Bueno, ¿y os quedan huevos?

Lauren asintió.

—A mí dos, y a Bethany cuatro. ¿Y tú?

James negó con la cabeza.

—¿Habéis visto a Dana y Jake?

—Nos los encontramos alrededor de las cuatro de la madrugada-respondió Lauren—. Creían que Kerry y Gabrielle iban tras sus pasos.

—¿Estaban bien?

—Dana se mostró tan gruñona como siempre —contestó Bethany sacudiendo la cabeza—. Pero me dio la impresión de que el psicótico de mi hermanito había comenzado a disfrutar.

James asintió.

—Podría ser divertido si se tratara de balas de pintura o punteros láser, pero esta maldita munición simulada es superdolorosa.

—Supongo que ése es el objetivo del ejercicio—adujo Lauren—. Estamos aprendiendo a actuar cuando nos encontramos cansados y bajo un tremendo estrés, no practicando alegres tiroteos.

James le dio la razón.

—Sólo espero que no nos toque la carrera de diez kilómetros de castigo por quedar en último lugar. Aunque la verdad es que estoy hecho una sopa dentro de este traje, y creo que podría aceptar la ducha de agua fría.

En cuanto sonó la sirena, James, Lauren y Bethany se quitaron el casco de un tirón y tomaron grandes bocanadas de aire fresco. Mientras se encaminaban hacia la plaza situada en el centro del complejo (donde les habían indicado que se reunieran al final del ejercicio), los tres se bajaron la cremallera del mono y sacaron los brazos de las mangas acolchadas, que se balancearon a sus espaldas.

James se sentía algo mejor; los cuarenta minutos de charla con las niñas lo habían ayudado a alejar el pensamiento del dolor, pero se habían quedado sin agua.

Bethany se rascó por debajo de la sudada camiseta gris de CHERUB, que se le había pegado al estómago.

—Dios, estoy muerta de sed —jadeó.

—Dímelo a mí —replicó James, sacándose la camiseta por la cabeza.

—Tú deberías estar bien—resopló Lauren—. Te has bebido casi toda mi agua.

El sol matutino resultaba muy agradable sobre la espalda desnuda; la

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camiseta le pesaba en las manos como si fuera una toalla mojada.

—¿Sabéis? —dijo James—. Tengo tanta sed que podría beberme mi propio sudor.

Alzó la camiseta por encima de la cabeza y la retorció mientras sacaba la lengua. Bethany retrocedió horrorizada cuando unas gotas saladas regaron el rostro y la lengua del muchacho.

Lauren soltó un grito y le dio un empujón a su hermano.

—James, deja de hacer eso. Es lo más repugnante que he visto en mi vida.

—¿No quieres un poco, entonces? —contestó él con una risita, lanzando la empapada prenda a su hermana.

Ella la esquivó y la camiseta cayó sobre el pavimento, pero la niña se acercó a James y le propinó una brutal patada en el tobillo.

—¡Eres un guarro! —exclamó furiosa—. Podríamos hacer una expedición a las cloacas y tú aún lograrías rebajar el nivel.

James respondió con una carcajada mientras recogía la camiseta.

—Esa moradura de tu espalda tiene muy mal aspecto —dijo Bethany.

Él intentó echar una ojeada por encima del hombro, pero era imposible ver algo sin un espejo.

—Supongo que todos tendremos unas cuantas.

Llegaron a la plaza tras doblar una esquina, y se quedaron encantados al ver a siete reclutas de diversos equipos ante una mesa desplegable repleta de botellas de agua mineral. James se abrió paso a empellones entre dos chiquillos y agarró un par de botellas. Se bebió la mitad de la primera, y estaba a punto de vaciarse el resto por encima de la cabeza cuando vio a Kerry. La muchacha se había quitado las botas, los calcetines y el mono. Tenía empapado el largo pelo negro, y por el rostro le bajaban regueros de sudor.

Se quedaron mirándose incómodos, sin saber bien cómo reaccionar después de lo sucedido entre ellos durante la pasada noche.

Kerry sonrió un poco.

—¿Sin resentimiento?

James le devolvió la sonrisa y le dio un beso.

—Por supuesto.

—¿Te has enterado de lo de Kyle? —preguntó Kerry.

—No. ¿Qué pasa?

—Le dispararon en el cuello. Tuvieron que llevarlo al hospital.

—Estas balas simuladas tienen muy mala leche —repuso él sacudiendo la cabeza—. Mira mi espalda.

—Yo tengo uno igual. —Se levantó la camiseta para mostrarle un enorme verdugón rojo junto al ombligo.

—En las piernas también tienes unos cuantos —señaló James.

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—Bueno —los interrumpió Lauren, mirando a Kerry—. ¿Cuántos huevos conserva tu equipo?

El tono de Kerry se tornó serio; siempre era muy competitiva, y sobre sus cabezas sobrevolaba la desagradable posibilidad de un castigo en forma de carrera de diez kilómetros.

—Ya estamos todos aquí —contestó con desaliento—.

Y en total tenemos cinco huevos.

Lauren se giró hacia James y sonrió.

—Yo tengo dos, Bethany cuatro, y Dana y Jake aún no han vuelto.

Kerry se permitió esbozar una sonrisa.

—Yo no me haría muchas ilusiones en ese sentido; Gabrielle y yo los atrapamos con ellos.

James no pudo evitar sonreír.

—¿A quién le importa? —dijo feliz—. Seguimos teniendo más huevos que tú, Kerry. Más te vale que el equipo de Kyle o el B tenga menos de cinco.

—Algunos del equipo de Kyle están aquí —intervino Lauren—. Kyle no está, pero han reunido como mínimo ocho huevos.

Kerry pareció preocupada.

—Yo puedo correr diez kilómetros sin problema, pero ¿cómo va a superarlo nuestro pequeño camiseta roja?

—Lo lamento —dijo James con solemnidad.

Ella no dio muestras de creerlo.

—Seguro que sí —replicó con un chasquido de la lengua; giró sobre sus talones descalzos y se fue alterada hacia Gabrielle, para mantener una charla de emergencia.

—¡No puedes culparme a mí! —le gritó James, aunque sabía que ella le echaba la culpa porque le había roto los huevos.

Lauren lo miró.

—Yo no me preocuparía, hermanito; ya sabes lo temperamental que es Kerry.

—Ya —asintió él, y sonrió aliviado cuando estuvo seguro de que su novia ya no podía verlo—. Probablemente no podré besarla durante unos días, pero al menos nos hemos librado de la marcha de diez kilómetros.

Unos cuantos reclutas más habían llegado hasta la mesa de la bebida, incluidos Dana y Jake, pero fue la aparición del equipo B lo que atrajo la atención de todo el mundo. Mientras que los otros grupos iban acudiendo dispersos y llenos de manchas de pintura, los del B iban todos juntos. Llevaban el traje protector sin una sola marca y el casco debajo del brazo, como si fueran tripulantes de la NASA que se dispusieran a embarcar en el transbordador espacial.

—Nosotros hemos peleado toda la noche —dijo James con voz ahogada—. Y ellos ni siquiera están sudados.

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Lauren se devanó los sesos.

—La verdad es que no recuerdo haber visto a ninguno de ellos. Deben de haberse escondido, mientras los demás nos masacrábamos.

—Dios, pero qué hatajo de engreídos —bufó James—. Apuesto a que no han perdido ni un solo huevo.

Y era casi absolutamente cierto. El director de entrenamiento Large y sus ayudantes Pike y Greaves llegaron en tres Land Rover descubiertos, tocando el claxon estruendosamente y obligando a los muchachos a apartarse de su camino por la plaza pavimentada. Large separó a los equipos y empezó a inspeccionar los huevos supervivientes, en busca del menor rastro de grietas.

Aunque Kyle no estaba allí, el equipo A acumulaba ocho huevos. Al acabar de examinar los del equipo B, Large esbozó una sonrisa sincera.

—Una leve grieta significa veintinueve huevos de treinta. No es habitual que me impresionéis, mocosos, pero esto es impresionante.

El equipo B estaba liderado por una chica de quince años llamada Clara Ward. Iba a un par de clases de Ciencias con James, y él no la soportaba porque se portaba muy bien, entregaba los deberes a tiempo y siempre sacaba notas brillantes.

—Muchas gracias, señor—dijo Clara, y consiguió que James la odiara más aún al ver cómo le sonreía a Large y le hacía un saludo militar.

James simuló que vomitaba y le susurró a Lauren al oído:

—Menuda pelota. Los querubines no hacemos esos saludos.

—Ya lo sé —contestó su hermana con otro susurro—. ¿Dónde se cree que está, en el ejército?

—¿Y cómo lo has hecho? —preguntó Large a Clara.

Ella sonrió.

—Señor, vine hasta aquí en mi bici hace un par de días para inspeccionar el recinto. Descubrí dos edificios fáciles de defender en el extremo nordeste, cerca del lago. Sólo se puede acceder a ellos a través de un estrecho callejón. En cuanto empezó la misión, corrimos hacia allí y fortificamos nuestra posición trasladando algunos de los coches que había estacionados fuera. La única resistencia que encontramos fue un breve intercambio de fuego con un par de miembros del equipo D.

—Buen trabajo —aprobó Large; luego fue hacia el equipo C y se detuvo delante de Kerry—. Oh, queridita, queridita —dijo al ver los cinco huevos que la chica sostenía en una caja de poliestireno. Los sacó con cuidado y fue examinándolos—. Penoso. Incluso en el improbable caso de que otro equipo lo haya hecho peor que vosotros, ten por seguro que escribiré un informe negativo sobre tus dotes de liderazgo.

A Kerry se le cayó el alma a los pies mientras Large se alejaba con sus dos ayudantes a la zaga. James trató de dedicarle una sonrisa de apoyo a su novia, pero no logró atraer su mirada.

—Veamos, equipo D, dirigido por la Familia Adams —dijo el director, y rió ásperamente de su propio chiste.

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—Seis huevos —anunció James, tendiéndole una caja llena. El muchacho los había revisado hacía menos de dos minutos por si alguno estuviese resquebrajado, pero aun así se le desbocó el corazón cuando Large les puso el ojo encima—. Están todos bien —aseguró tenso.

El director de entrenamiento tomó uno de los dos huevos de Lauren.

—¿De quién son éstos? —soltó.

La niña dio un paso adelante con temor.

—Señor —respondió débilmente.

—Tienen escrito Lauren Adams —repuso Large con una sonrisa de superioridad.

—Así me llamo —dijo ella, demasiado agotada para emplear un tono sarcástico.

—De eso nada —replicó él con una mueca—. Tú te llamas Vomitiva. No voy a contar estos huevos porque no lle van el nombre correcto. Cuatro huevos para el equipo D. Habéis quedado los últimos.

James, Dana, Bethany y Lauren estaban acostumbrados a sentirse condenados cuando Large los eliminaba sin más razón que el placer sádico que eso le proporcionaba. Pero Jake aún no había pasado por el entrenamiento básico e ignoraba que protestar sólo servía para empeorar las cosas.

El chiquillo lanzó el casco al suelo en un violento arrebato.

—¡No pienso correr ni un solo kilómetro! —aulló furioso—. Esto es hacer trampa.

Large se inclinó y lo agarró por su empapada camiseta roja. Lo alzó del suelo con una sola mano y le gritó directamente a la cara:

—¡¿Quieres discutir conmigo, Jake Parker?!

El pequeño se encogió. James pensó que el pobre iba a desmayarse o a hacerse pis encima.

—¿Cuándo podrás acceder al entrenamiento básico? —gruñó el director.

—A partir de mayo del año que viene, señor.

—Apenas faltan diez meses. Pues entonces no es un buen momento para convertirme en enemigo tuyo, ¿verdad?

—No, señor —graznó Jake.

—¡Yo establezco las normas aquí! —bramó Large, soltando al chiquillo con un empellón—. Que ninguno de los presentes lo olvide.

Jake cayó al suelo y se esforzó por no sollozar. Bethany se agachó para ayudar a su hermano a ponerse en pie.

—Cuatro huevos válidos para el equipo D —repitió Large—. Este equipo hará la marcha de castigo.

James miró las caras abatidas de Jake y Lauren, y mientras intentaba controlar su rabia, el señor Pike intervino en la discusión.

—Vamos, Norman —dijo suavemente—. No puedes esperar que estos

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muchachos trabajen duro y se sientan motivados si tú eliges al perdedor antes de haber empezado.

James se quedó impresionado. Él había trabajado con Pike en un par de ejercicios de entrenamiento; al contrario que Large, Pike siempre jugaba limpio, pero ésa era la primera vez en que James veía que uno de los jóvenes ayudantes se atrevía a poner en solfa la autoridad de Large.

Éste se giró furibundo hacia su subalterno.

—Señor Pike, cuando usted sea director de entrenamiento, podrá contar los huevos.

James se sintió envalentonado por la intervención del ayudante.

—El señor Pike tiene razón —declaró, sin creerse su osadía—. Yo no voy a hacer ninguna marcha hasta que haya hablado con el director general sobre esto. Usted no puede seguir tomándola con Lauren continuamente. Ella ya cumplió el castigo correspondiente cuando le dio aquel golpe.

—¡Te estoy dando una orden directa! —gritó Large.

—¡Y yo la obedeceré en cuanto el director general la apruebe! —respondió el muchacho también a gritos.

—Estoy contigo, James —declaró Dana, colocándose a su lado—. Vayamos a hablar con el director general. Podemos presentar una queja formal sobre el acoso que sufre Lauren.

Lauren y Bethany coincidieron entre murmullos, y también algunos de los otros equipos mostraron su apoyo.

—¡Si vais a ver al director general, todos suspenderéis este ejercicio! —chilló Large.

James se encogió de hombros.

—¿Y qué? No es más que un ejercicio. Yo ya he superado el entrenamiento básico y usted no tiene autoridad para excluirnos de las misiones.

—Déjalo, Norman —le aconsejó Pike—. Esta vez saldrás perdiendo.

Large se dio la vuelta y miró a Kerry.

—De acuerdo —suspiró—. Equipo C, diez kilómetros. Agarrad vuestras mochilas.

James se giró hacia Dana y asintió.

—Muchas gracias por respaldarme.

—Iré a ver al director general —repuso ella—. Ya sé que se supone que el entrenamiento debe ser duro, pero el modo en que Large acosa a Lauren está fuera de lugar.

Lauren la miró y sonrió con culpabilidad.

—Lamento haberte llamado Roquefort.

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9. CULEBRÓNEran las dos de la tarde cuando James despertó y decidió ir a ver cómo

estaba Kerry. Pegó la oreja a su puerta unos segundos para asegurarse de que no estuviera durmiendo, pero oyó el televisor encendido.

—Hola —saludó con una sonrisa al asomar la cabeza—. ¿Cómo ha ido la marcha de castigo?

Kerry estaba sentada en la cama vestida con una bata. Puso en pausa el reproductor de DVD y se encogió de hombros.

—Oh, de lo más divertida. Ya puedes imaginarte de qué humor estaba Large después de que vosotros lo cabrearais.

—Dana y yo fuimos a contarle al director general cómo se porta Large con Lauren. Él nos dijo que hablaría con Pike y Large.

Kerry sonrió.

—He oído que Large tiene que mirar por dónde pisa. Ya ha recibido dos advertencias por escrito debido a su conducta.

—Imagínate que lo expulsan —dijo James sonriendo de oreja a oreja, y rebuscó en su bolsillo hasta sacar una hoja de papel color turquesa—. Eso sería maravillooooso.

Kerry rió.

—Sí, seguramente tendría que buscar trabajo como portero de discoteca o guardia de seguridad.

—No me importa qué trabajo busque —replicó James, sonriendo como un tonto y abanicándose con el papel—. Con tal de que salga de mí vida...

—Vale, ya he captado la indirecta —suspiró Kerry—. ¿Qué hay en esa hoja?

Él se la lanzó y se derrumbó teatralmente sobre la cama.

—Estoy muy enfermito —declaró con una risa.

Kerry le dio una palmada.

—No pongas las botas encima de mi cama —ordenó bruscamente—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo?

James rodó sobre la espalda y empezó a quitarse las botas mientras Kerry leía la nota en voz alta:

—«James Adams, diez días dispensado de realizar cualquier actividad física por deshidratación y agotamiento...» ¿Cómo te has montado este chanchullo?

—No es ningún chanchullo. He ido a la enfermería para que me curaran la herida de la espalda. Al tocarme, la enfermera me preguntó por qué estaba tan caliente y sudoroso. Le conté lo débil que me sentía durante el ejercicio. Ella opina que estoy deshidratado y quizá sufra las secuelas del virus estomacal de la semana pasada.

Kerry sacudió la cabeza.

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—Umm. Sigo pensando que eres un farsante.

—La enfermera también dijo que muchos besos me ayudarían a recuperarme.

—Oh, seguro que sí. No voy a acercarme a ti si estás febril y sudoroso. No quiero tus gérmenes.

James estaba tumbado en la cama y Kerry estaba sentada para ver la tele. El muchacho se desplazó unos centímetros y besó delicadamente la cintura de su novia.

—Tienes unas manos preciosas.

Ella sonrió, alzó una mano y le acarició la mejilla.

—¿Qué andas buscando, zalamero?

—Nada. Sólo estaba pensando. Hace un bonito día. Podríamos preparar unos sándwiches e irnos al lago. Suele estar abarrotado cuando hace sol, pero hoy los demás chicos están en clase, así que lo tendríamos para nosotros solos. Podríamos chapotear, relajarnos y descansar un poco al sol.

Kerry miró por la ventana.

—Hace un buen día, pero estoy en medio de un capítulo de East Enders.

James miró la pantalla cabreado.

—Tú y tus culebrones. Violet con sus venas varicosas, y Sammy robando el dinero para Navidad del club para costearse su cambio de sexo. No entiendo cómo puedes tragarte esa basura todos los días.

—Bueno, es que resulta que me gusta. Así que una de dos, o te quedas callado hasta que acabe o te largas.

—¿Luego iremos de picnic?

Kerry negó con la cabeza.

—Después tengo que ver Vecinos.

James chasqueó la lengua.

—Por Dios, Kerry, a veces eres de lo más aburrida.

—¿No tienes cincuenta deberes pendientes encima de tu mesa? —replicó ella agriamente—. ¿Por qué no los haces, para variar, en vez de fusilar los míos o los de Kyle?

—Entendido, me iré si no me quieres aquí —contestó él levantándose de la cama—. Sólo había pensado que sería divertido ir de picnic.

—Hablemos claro, James: tú no quieres ir de picnic. Lo que quieres es darte un chapuzón, y luego pasarte el resto de la tarde besándome y tratando de meterme mano.

—Bueno, se supone que eres mi novia. Te he esperado seis meses mientras estabas en Japón, y ahora que has vuelto, nunca te apetece hacer nada. La verdad es que no sé para qué narices quieres un novio.

Kerry saltó de la cama simulando perplejidad.

—¿Sabes una cosa, James? —espetó—. Eso es lo más sensato que has dicho en todo el día. ¿Para qué narices quiero un novio? Lo único que haces es

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protestar y quejarte de la escuela. Estoy harta de prestarte dinero y sacarte de apuros con los deberes que dejas para el último minuto. Estoy harta de no poder descansar ni ir a donde me dé la gana con las chicas porque tú siempre me estás rondando... De hecho —apostilló—, estoy harta de todo lo que tiene que ver contigo.

—¿Me estás dando la patada? —preguntó James boquiabierto.

—Bingo —confirmó ella—. Considérate pateado. Y ahora, si eres tan amable, saca tu inútil trasero de mi habitación.

—Pero...

Kerry lo apartó y fue a abrir la puerta.

—Fuera.

—Venga, Kerry. ¿No crees que estás exagerando un poco?

—¡¡Fueeeeera!!—bramó ella.

James obedeció porque vio en su rostro esa expresión de estoy-a-punto-de-partirte-los-brazos-y-las-piemas. Salió del dormitorio, y un vendaval le alborotó el pelo cuando la puerta se cerró violentamente a sus espaldas.

La única que había en el pasillo era un querubín recién reclutado que se llamaba Andy Lagan y tenía once años. El camiseta azul no tenía nada que hacer hasta que empezase la siguiente sesión de entrenamiento básico, al cabo de dos meses.

James se quedó mirándolo y se encogió de hombros.

—¿Sabes una cosa, chaval? Todas las chicas están majaras.

Andy se mostró confundido ante el comentario. Kerry volvió a abrir la puerta y gritó:

—¡Y llévate tus apestosas botas!

La primera bota chocó contra la pared, pero la segunda le dio a James en toda la cabeza. El muchacho se giró para defenderse, pero la puerta se cerró de nuevo en sus narices.

La aporreó.

—¿Quieres saber una cosa? Estoy mejor sin ti... ¡histérica!

Entonces advirtió que Andy estaba sonriendo. Se dirigió hacia el chiquillo y se le encaró.

—¿Te resulta gracioso?

—No —respondió Andy, intentando ponerse serio.

James lo agarró por los hombros y le borró la sonrisa al empujarlo contra la pared.

—¿Por qué no pruebas a reírte de mí otra vez? —gruñó.

—Perdona—imploró el niño, mirando a aquel chico significativamente más grande que él—. Es que no he podido evitar reírme cuando te ha lanzado la bota a la cabeza.

Con disculpa o sin ella, James estaba tan alterado que no soportó que alguien se riera de él. Alzó la mano y abofeteó a Andy; luego le dio un fuerte

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empellón. El niño rebotó contra la pared antes de caer al suelo de espaldas.

James se le plantó delante con los puños apretados.

—¿Te sigue resultando gracioso? Ríete más y verás lo que te llevas.

Andy jadeó lloroso mientras se apartaba arrastrándose por la moqueta.

—Déjame en paz —sollozó.

James vio que al niño le bajaba una lágrima por la cara. Miró nerviosamente por encima del hombro para comprobar que no había nadie por allí, y después alargó la mano para ayudarlo a ponerse en pie.

—Lo siento —murmuró mientras la rabia se desvanecía—. No sé qué me ha pasado. Mi novia acaba de romper conmigo y he perdido los estribos...

—¡No te acerques a mí, tarado! —aulló Andy.

La tutora de James, Meryl Spencer, tenía un despacho al final de aquel mismo pasillo y asomó la cabeza para investigar a qué se debían esos gritos. Al verlos, corrió precipitadamente hacia ellos; y en ese mismo momento Kerry salió de su habitación y apartó a James de un codazo.

La chica se agachó junto a Andy y le tendió un pañuelo limpio para que se enjugase el rostro. Luego se giró con una mirada furibunda.

—Por el amor de Dios, James. ¿Se puede saber qué te pasa?

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10. IMPOPULARMeryl pasó casi una hora gritándole a James, mientras él pasaba casi

una hora preguntándose cómo un estúpido arrebato de ira lo había metido en un problema tan gordo. Cuando por fin salió del despacho de Meryl, se dirigió al comedor para cenar.

Mientras estaba en la cola, tuvo la desagradable sensación de que la gente hablaba a sus espaldas, y ninguno de su pandilla pareció alegrarse cuando dejó la bandeja en la mesa.

Los amigos de James se hallaban en el lugar habitual, reunidos alrededor de dos mesas que habían juntado: Shak, Connor, Gabrielle, Kerry y Kyle. Los únicos ausentes eran Bruce, que estaba en una misión, y Callum, que estaba en el retrete. James se aseguró de sentarse tan lejos de Kerry como le fue posible, en una silla frente a Kyle, que llevaba puesto un collarín de espuma.

James sabía que sus amigos no iban a felicitarlo por haber agredido a un niño de once años, pero pensó que todo iría bien si se disculpaba y ponía el acento en el duro castigo que le habían impuesto.

—No me dejan ir de vacaciones al albergue este verano —anunció con solemnidad—. Estoy excluido de cualquier misión durante un mes, y tengo que limpiar el edificio donde se preparan las misiones todas las noches durante tres meses... Ah, y tengo que asistir a sesiones para controlar la ira con un consejero.

Kyle y los otros siguieron comiendo sin decir palabra. James probó de nuevo.

—La verdad es que lo he echado todo a perder... Es decir, ya sé que lo que he hecho está mal... bueno, es totalmente inaceptable, pero...

Gabrielle rompió el muro de silencio con tono irritado:

—James, a nadie de esta mesa le interesa. ¿Por qué no vas a sentarte a otro sitio?

El muchacho no se esperaba un recibimiento cálido, pero la dureza de la chica lo dejó conmocionado.

—Ya sabéis cómo se me va la olla en ocasiones —dijo débilmente, mirando las caras que lo rodeaban en busca de alguna muestra de apoyo.

Kyle habló con firmeza:

—Si no te marchas tú, nos marcharemos nosotros. ¿Sabes por todo lo que ha pasado Andy en los últimos meses?

Meryl le había estado contando la vida de Andy, pero James no había escuchado ni una sola palabra.

—Su abuela murió en un incendio —explicó Shak—. La policía descubrió que había sido provocado y acusó a Andy de haberla matado. El pobre chico se pasó seis meses encerrado en un centro de detención, hasta que alguien delató a los verdaderos culpables.

Kyle asintió.

—Andy intentó quitarse la vida dos veces antes de llegar al campus. Superó las pruebas introductorias,, pero no hizo el entrenamiento básico

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directamente porque aún no está bien del todo.

—Y tú le has dado una paliza —terció Connor con tono acusador—. Eres escoria.

—Venga—exclamó James desesperado—. No le he dado una paliza; sólo una bofetada y un empujón. Le pediré perdón y le regalaré un par de mis juegos para la Playstation para arreglar las cosas, ¿de acuerdo?

Gabrielle y Kyle movieron lentamente la cabeza. James comprendió que no iba a convencer a nadie.

—Muy bien —dijo, poniéndose en pie y agarrando su bandeja. Quiso añadir: «Tengo otros amigos», pero lo que en ese momento tenía era un nudo en la garganta.

Buscó con la mirada algún sitio. Pensó en acercarse a Lauren y Bethany, pero sentarse con un puñado de críos no molaba, y dudaba que lo recibieran bien. Vio algunas caras amigables: muchachos que habían entrenado con él o que iban a sus clases, pero todos tenían sus propios grupos, y colarse en otra pandilla no estaba bien visto.

Acabó solo al fondo del comedor. Nadie se sentaba jamás allí a menos que el lugar estuviese abarrotado, porque podías oler los restos de comida reseca que tiraban a los cubos.

Después de cenar, James se derrumbó en la cama enfurruñado. Cuatro horas atrás estaba planeando un picnic con Kerry, exento de ejercicio durante diez días, y tenía la perspectiva de pasar cinco semanas al sol en el albergue estival de CHERUB cuando finalizara el mes. Ahora toda su vida se había ido por el desagüe: abandonado por Kerry, sin amigos, sin vacaciones, y habría jurado que la montaña de deberes que había sobre su escritorio se reía de él.

Sonó un triple golpe en la puerta: la llamada de Lauren.

—Sí —dijo James sin entusiasmo.

No estaba seguro de querer ver a su hermana. En parte le apetecía, pero no deseaba el sermón que ella iba a soltarle, por mucho que se lo mereciera.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Lauren, mientras él se incorporaba en la cama—. Parece como si hubieras estado llorando.

—Pues no —contestó a la defensiva, pero se encogió de hombros—. Bueno, un poco.

—Kyle dice que no hay inconveniente en que hable contigo, teniendo en cuenta que soy tu hermana.

James se mosqueó.

—¿Qué pasa? ¿Es que ahora tienes que pedirle permiso a ese idiota para hablar conmigo?

Lauren agitó un dedo delante de él.

—No insultes a Kyle. Él y Gabrielle te han salvado el pellejo.

—No sabes lo que dices —repuso James chasqueando la lengua—. Deberías haberlos visto en la cena; los dos eran los cabecillas.

—De eso nada —replicó Lauren negando con la cabeza—. A Andy lo

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cuidan dos tíos grandullones de dieciséis años. Al enterarse de lo sucedido, iban a molerte a palos, pero Kyle logró disuadirlos. Él cree que hacerte el vacío será más efectivo.

—Pues si me hubieran apaleado, por lo menos ya habríamos acabado con esta historia... Se ha sacado todo de quicio, Lauren. Sólo ha sido un puñetazo... En realidad ni siquiera un puñetazo, sino una bofetada.

—No has comprendido nada, ¿verdad? —La niña se presionó las sienes, frustrada.

—¿Qué tengo que comprender?

—Esto ocurre continuamente, James. Pierdes los nervios y la emprendes con los demás.

—¿Como cuándo?

—En cuarto curso vapuleaste a aquel chiquillo y destrozaste todo el material de arte. En quinto le retorciste la pierna a otro compañero y casi le rompes el tobillo. Le pegaste a Samantha Jennings el día que mamá murió. Te metiste en un montón de problemas en Nebraska House. Perdiste los estribos y pisoteaste la mano de Kerry en el entrenamiento básico. Y ahora que lo pienso, a mí también me has dado unas cuantas veces.

—Siempre estábamos peleando cuando éramos pequeños, Lauren. Todos los niños hacen lo mismo.

Ella sacudió la cabeza.

—En una ocasión me pusiste un ojo morado. Le dijimos a mamá que había sido un accidente, pero no era cierto, ¿recuerdas? Te volviste loco porque di un bocado minúsculo a tu huevo de Pascua.

—Vamos, Lauren, entonces tenía diez años. Dicho así suena como si fuese uno de esos psicópatas que echan espuma por la boca.

—Quizá no seas un psicópata, pero tienes un lado peligroso. Espero que acabes perdiendo a todos tus amigos por esto, James. Espero que no vuelvas nunca con Kerry. Tal vez eso te sirva para entender que no puedes ir por ahí teniendo pataletas y atizando a la gente.

El muchacho se sintió aturdido por el ataque de su hermana.

—Muchas gracias —dijo sorbiéndose la nariz—. Esto es justo lo que necesitaba.

—Ah, pobrecito niño —musitó ella encogiéndose de hombros—. Pensaba que por fin habías superado todas esas tonterías.

—Kerry ha roto conmigo —sollozó él—, sin ninguna razón válida.

Lauren sabía que su hermano buscaba comprensión, e hizo caso omiso.

—¿Y qué va a ocurrir si no logras superar esto, James? ¿Terminarás maltratando a tu mujer y tus hijos en el futuro?

Él soltó un grito ahogado.

—Lauren, no seas absurda. Jamás haría algo así.

Ella imitó su voz:

—«Ya sabes que tengo muy mal genio. Aveces no puedo evitarlo.»

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Bueno, pues entonces, ¿cómo estás seguro de que no lo harás?

—Lauren, nunca les pondría la mano encima a mi mujer y mis hijos. Lo juro por Dios.

—Bien, pues yo sí que voy a jurarte una cosa —exclamó ella, agitando un dedo bajo la nariz de su hermano—. Estoy harta de que te comportes como un tarado. Así que te lo digo sobre la tumba de mamá: si esto ocurre una vez más, no volveré a hablarte en la vida. —Dicho eso, se puso en pie y se dirigió a la puerta.

—¡Lauren! —llamó James desesperadamente.

Ella se detuvo.

—¿Qué?

Él se encogió de hombros.

—No sé... Quédate conmigo un rato a ver la tele. No me apetece estar solo.

La niña negó con la cabeza.

—Hay una fiesta de cumpleaños en mi planta. Voy a subir y a pasármelo bien. Si tú te quedas aquí sólito sintiéndote muy desgraciado, ¿de quién es la culpa?

Dio media vuelta y salió dando un portazo.

James se derrumbó sobre la cama. Su hermana no se había limitado a tocarle una fibra sensible, sino a dejarle muchas en carne viva, como si las hubiera frotado con un rallador de queso. Mientras se tragaba más lágrimas, se dio cuenta de que cada vez que la emprendía a golpes, era él quien salía más herido. Tenía que aprender a controlar su genio.

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11. PROMESASCHERUB Declaración Jurada de Buen Comportamiento

Yo, James Adams, prometo acatar lo siguiente:

1. Me comprometo a respetar a todos mis compañeros y al personal de CHERUB.

2. No trataré de un modo ofensivo a nadie. Ni verbal ni físicamente.

3. Asistiré a sesiones regulares de control de la ira con un consejero.

4. Si me siento furioso, emplearé las técnicas que me enseñe mi consejero para controlar mi genio. No la emprenderé a golpes.

5. Escribiré una nota de disculpa a Andy Lagan.

6. Pondré al día todo el trabajo escolar que llevo atrasado. No les pediré a mis compañeros que me dejen copiarlos, y acepto que no se me permita salir del campus hasta que ponga los deberes al día.

7. Me comprometo a limpiar el edificio donde se preparan las misiones entre las 17.00 y las 19.00, todos los días excepto los domingos, durante tres meses o hasta que me envíen a una misión.

8. No se me adjudicará ninguna misión durante un mes. Esto se prolongará a tres meses si no me he puesto al día con los deberes en treinta días.

9. Admito que este año no me merezco ir de vacaciones al albergue estival de CHERUB a causa de lo que he hecho.

10. Me comprometo a no quejarme a mi tutora Meryl Spencer para que cambie algo de esta declaración jurada.

Entiendo que esta declaración jurada será verificada dentro de tres meses. Si no he cumplido los diez puntos EN SU TOTALIDAD, me veré sometido a un duro castigo, lo que podría incluir la expulsión permanente de CHERUB.

Firmado: James Adams Firma de la tutora: M. Spencer Testigo: L. Z. Adams

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12. LIMPIEZAUn mes más tarde

Durante sus primeros once años de vida, James había llevado la misma existencia irrelevante que la mayoría de los niños: levantarse, ir a la escuela, volver a casa con su madre, ir de vacaciones una vez al año (o dos, si había suerte). Desde la muerte de su madre había tenido muchas vidas diferentes: en un centro de acogida de menores, en el entrenamiento de CHERUB, en una comuna con un puñado de hippies, como aprendiz de traficante de drogas, e incluso en una cárcel de Arizona.

Pero lo que más le gustaba era el día a día en el campus. Le encantaba su habitación, le encantaba el modo en que las horas de las comidas se transformaban en grandes sesiones de cotilleo sobre quién se había ganado carreras de castigo, quién estaba intentando ligar con quién, o tan sólo provocándose unos a otros con los resultados del fútbol. Y por encima de todo adoraba las gamberradas. Nunca se sabía cuándo iba a estallar una batalla de agua, o cuándo el piso de arriba declararía una guerra con bombas de harina. Las horas de clase y el entrenamiento eran duros, pero en sus mejores momentos la vida en el campus de CHERUB era lo más divertido que James había conocido.

Ahora que lo habían relegado al ostracismo, le resultaba violento ir por ahí sin tener a nadie con quien hablar, así que pasaba mucho tiempo en su habitación. En cuanto se puso al día con los deberes retrasados, empezó a leer revistas de motociclismo o a jugar con la PlayStation. Detestaba estar encerrado en aquel cuarto de atmósfera cargada, mientras oía divertirse a los demás: persiguiéndose, chillando, dando portazos, y algún que otro berrinche cuando las cosas se salían de la raya. Y lo peor era saber que aquello era sólo culpa suya.

Los querubines podían ser enviados a una misión en cualquier momento, y a su regreso debían recuperar las clases perdidas. Por esa razón, cada querubín tiene un currículum individual y se imparten clases durante todo el año, de lunes a sábado. Las únicas excepciones son las fiestas oficiales y los días comprendidos entre Navidad y Año Nuevo. Así que, mientras todos los demás se iban marchando por turnos a disfrutar de sus cinco semanas en el albergue, James fue a clase todos los días.

Le parecía una pequeña victoria si conseguía acabar a toda prisa los deberes en la hora que tenía entre el fin de las clases y la limpieza del centro de misiones. Ese miércoles en particular lo había logrado, así que al salir de su habitación estaba de buen humor, pero no le duró mucho.

En el pasillo estaba Bruce, ataviado con un bañador tres tallas menos de lo que debería. Shak lo miraba y reía.

—Tendrás que ir a la ciudad y comprarte uno nuevo antes de que nos vayamos de vacaciones —opinó Shak con una risita—. Ni siquiera sé cómo has logrado ponértelo.

Bruce observó fijamente sus flacas piernas y asintió.

—El año pasado me quedaba bien. Pero ya me he gastado toda la asignación para ropa. ¿Podrías prestarme tu bañador azul?

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Shak se encontraba en medio del pasillo y bloqueaba el paso al ascensor.

—Perdón—le dijo James para que le dejara pasar.

Shak chasqueó la lengua y retrocedió hacia la pared, y Bruce lo miró con un ceño desdeñoso. Mientras esperaba el ascensor, James pensó que un mes antes se habría unido a la broma. Probablemente habrían ido juntos a la ciudad en autobús, para recorrer las tiendas y terminar haciendo el burro en Burger King.

Las cosas empeoraron aún más cuando se abrió el ascensor: en su interior iba Norman Large, casi tocando el techo de la cabina con la cabeza. Era la primera vez que James lo veía desde que había ido con Dana a hablar con el director general; aquello había puesto en marcha una cadena de hechos que finalizó con Large degradado a simple instructor. Su antiguo ayudante, el señor Speaks, lo había sustituido como director de entrenamiento de CHERUB.

No cruzaron la mirada, y mientras descendían despacio a la planta baja, el muchacho procuró no pensar en lo fácilmente que podría despachurrarlo aquel gigante.

Cuando James llegó al centro de preparación de misiones, tuvo que inclinarse y mirar una lente sin parpadear. Una luz roja le hizo un escáner de la retina para identificarlo, y un distintivo coloreado surgió de una impresora mientras la puerta se abría con un clic. James recogió el mismo adhesivo recién impreso de todos los días, con su nombre y su fotografía, y ni se molestó en echarle una ojeada antes de pegárselo en la camiseta.

El chico tenía la rutina organizada. Empezaba sacando el carro de la limpieza del trastero. Era un armatoste enorme, con un cubo de basura que le llegaba hasta la barbilla empotrado en un extremo. Había una fregona, un cubo y un aspirador enganchados a los laterales, y una serie de estantes provistos de trapos y aerosoles de limpieza. El edificio donde se preparaban las misiones tenía un pasillo en forma de plátano que lo recorría de parte a parte, con veinte oficinas y dos salas con equipos especiales a los lados, y los lujosos despachos de los dos controladores de misión sénior —Zara Asker y Dennis King— en los extremos opuestos.

James comenzó por el despacho de King porque éste siempre se marchaba antes de las cinco. La rutina era la misma en todas las habitaciones: vaciar las papeleras, recoger tazas y platos sucios, limpiar con un trapo todas las superficies visibles, pasar el aspirador por el suelo, y rematar el trabajo con un poco de ambientador. No es que fuera para deslomarse, pero resultaba aburrido cuando tenías que hacerlo todos los días. Además, había que ser muy rápido si querías hacer más de veinte despachos, limpiar y reaprovisionar cuatro cuartos de baño, pasar el aspirador por el pasillo y lavar los platos en sólo dos horas. Incluso yendo a toda máquina, James nunca lograba terminar en menos de dos horas y cuarto.

Cuando ya llevaba noventa minutos trabajando, empezaron a dolerle los pies. Había terminado el último cuarto de baño, la parte de la tarea que más detestaba. Que sus amigos lo ningunearan y perderse las vacaciones de verano era malo, pero tener que desatascar un inodoro repleto de cacas y papel higiénico empapado era lo peor.

Al tirar sus guantes desechables y unos trapos mojados al cubo del

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carro, oyó una risita. Sabía que era Joshua, el hijo de dieciocho meses de Zara Asker, pero debía seguirle el juego.

—¡Buuu! —chilló Joshua, saltando desde detrás del carro de la limpieza.

James retrocedió teatralmente hasta la pared.

—¡Me has asustado! Eres un pequeño monstruo de lo más horrible.

El crío rió abrazándose a la pierna del muchacho.

—Joshua motruo. Grrrrrrrr.

—¿Has vuelto a escaparte del despacho de mamá?

Joshua sonrió de oreja a oreja cuando James lo levantó del suelo. El flequillo rubio le caía sobre los ojos, y llevaba un mono a rayas con manchas marrones por todas partes.

—Parece que has decidido decorarte la ropa con la tableta de chocolate.

James lo llevó en brazos hasta la puerta del despacho de Zara y llamó con los nudillos.

A James le caían bien algunos integrantes del personal del campus, pero Zara era su favorita. Siempre trabajaba hasta tarde, y en el mes que él llevaba encargado de la limpieza, se había habituado a prepararle una taza de té cuando estaba en medio de la tarea. El muchacho solía tomársela en su despacho mientras charlaban un poco.

Cruzó la puerta y depositó a Joshua sobre la alfombra. Se sintió decepcionado al ver que Zara tenía compañía.

—Será mejor que siga con lo mío —dijo, girándose hacia la puerta.

—Espera, James. ¿Tienes un minuto? —preguntó ella.

El muchacho se dio la vuelta y observó a la mujer que estaba sentada frente a Zara. Tenía treinta y pocos años, largo pelo oscuro y cuerpo atlético.

—Millie, éste es James, el chico del que te estaba hablando. James, te presento a Millie Kentner, ex agente de CHERUB.

James alargó la mano para estrechar la de Millie, pero Joshua reclamó su atención golpeándole la bota con un coche de juguete.

—Mira —exigió.

James le sonrió.

—¿Es un coche nuevo?

El crío le devolvió una ancha sonrisa mientras Zara le explicaba la situación a Millie:

—Ewart me deja aquí a Joshua mientras él baña y acuesta a la chiquitina. Se supone que mi niño viene para estar con mamá media hora antes de irse a la cama, pero James es su héroe.

Millie le dedicó al muchacho una sonrisa de anuncio de dentífrico.

—¿Es eso cierto, James?

—Supongo —contestó él encogiéndose de hombros, y se agachó para probar cómo corría por la alfombra el nuevo Lamborghini de Joshua.

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Zara asintió.

—Desde que Joshua abre los ojos, lo único que oigo es «James, James, James». Cuando le preguntas qué va a hacer, te sale con cualquier cosa. Ayer anunció que iba a ir a pescar con James. Debe de haberlo visto en la tele, porque Ewart nunca lo ha llevado de pesca.

—Bien, James —dijo Millie con una sonrisita—. De un agente CHERUB a otro, ¿cómo es que has terminado en la cuadrilla de la limpieza?

—Participé en una pelea —contestó él, incómodo.

Zara sonrió.

—Bueno, no fue exactamente así, ¿verdad?

—Pues... ¿no?

—Escucha, Millie —pidió Zara mientras señalaba a James con el dedo—. A este bobo lo dejó su novia. Así que salió echando humo y agredió a la primera persona que se encontró: un renacuajo de once años.

Millie se cubrió la boca con las manos.

—Oh, Dios mío—sonrió—. James, ¿cómo pudiste? Pero si eres un encanto con Joshua.

El muchacho se sintió violento y avergonzado, incluso aunque se daba cuenta de que Millie intentaba ser agradable.

—Como te decía antes —terció Zara—, el joven James posee muy buena experiencia en misiones, pero en estos momentos anda bastante alicaído. Todos sus amigos le han dado la espalda, se ha perdido las vacaciones de verano y sólo se librará de seguir limpiando si lo envío a una misión.

Millie asintió.

—Me llevaré a cualquiera que esté disponible. En realidad esto no es más que un favor. Puedo proporcionarle alojamiento, y dudo que el trabajo dure más de un mes.

Zara se volvió hacia James.

—Cuando dejó de ser agente de CHERUB, Millie se unió a la Policía Metropolitana. Trabaja como policía de barrio en el este de Londres, y está teniendo algunos problemas con un malhechor local. Es una misión de manual: instalarse en el vecindario con otro agente, trabar amistad con los hijos del malo, intentar involucrarse en su vida familiar y sus negocios, etcétera, etcétera. Tendré que redactar unas instrucciones adecuadas para la misión y obtener la aprobación del comité de ética, pero ¿puedo suponer que te interesa?

James asintió con entusiasmo.

—No me importa qué misión sea con tal de no tener que meter la mano en otro váter.

Zara sonrió.

—Ya imaginaba que dirías que sí.

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13. CONFIDENCIAL**INFORMACIÓN RESERVADA**

INFORME DE MISIÓN PARA JAMES ADAMS ESTE DOCUMENTO ESTÁ PROTEGIDO CON UN DISPOSITIVO DE IDENTIFICACIÓN DE

RADIOFRECUENCIA. CUALQUIER INTENTO DE SACARLO DEL EDIFICIO DONDE SE PREPARAN LAS MISIONES ACTIVARÁ

UNAALARMA. NO REPRODUCIR NI TOMAR NOTAS.

MILLIE KENTNER

Nació en 1971. Fue agente de CHERUB de 1981 a 1988, y se retiró con una camiseta negra después de once misiones. Su papel durante la huelga de mineros de 1985 fue descrito como «una de las actuaciones más excepcionales realizada jamás por un agente de CHERUB».

Millie asistió a la Universidad de Sussex, donde estudió Medicina Forense. En 1992 ingresó en la Policía Metropolitana; su carrera fue meteórica, lo que le permitió obtener el rango de inspectora al cabo de cuatro años. Debido a su ascenso, Millie pasó de la brigada criminal a ponerse al frente de una unidad de policía de barrio, que cubría el área del este de Londres que incluye el barrio de Palm Hill.

Palm Hill sigue siendo muy conocido por los disturbios que se produjeron allí en 1981, pero en la actualidad la zona tiene muchos habitantes acomodados y la delincuencia se halla por debajo de la media londinense. El trabajo de Millie Kentner durante los últimos nueve años en la comunidad de Palm HUI tiene mucho que ver con ese cambio. En 2002, Kentner rechazó la oferta de ascender a inspectora jefe y la oportunidad de dirigir un equipo operativo que abarcaba toda la ciudad de Londres para centrarse específicamente en los puntos negros de la delincuencia metropolitana. Kentner quiso continuar trabajando en Palm Hill.

LOS HERMANOS TARASOV

León y Nikola nacieron en algún lugar de Rusia a principios de los años cincuenta. Se cree que Nikola era un año mayor que su hermano, aunque se desconoce su edad exacta. Tras prestar servicio en la Marina rusa, ambos trabajaron como pescadores.

En agosto de 1975, su buque de pesca industrial sufrió un doble fallo en el motor mientras pescaban bacalao en el mar del Norte. Atendiendo a una llamada de socorro, una lancha británica de salvamento evacuó a los cuarenta y dos miembros de la tripulación, con la ayuda de la Marina noruega.

Ya en Inglaterra, León y Nikola fueron dos de los ocho tripulantes que solicitaron asilo. Después de que Inmigración fracasara en sus intentos de persuadir a los ocho marineros para que regresaran a su hogar y evitasen un conflicto diplomático con la URSS, el gobierno británico aceptó con renuencia sus peticiones de asilo.

Al no poder encontrar trabajo en buques de pesca británicos, León y Nikola se aproximaron a la pequeña comunidad rusa concentrada alrededor de Bow, al este de Londres. Tuvieron una serie de empleos modestos:

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condujeron taxis, trabajaron en cocinas de hotel y fueron camilleros de hospital. También se cree que fueron involucrándose cada vez más en actividades ilegales. En 1979, Nikola fue juzgado y condenado por robar más de 2.000 libras en metálico de la oficina de taxis en que había trabajado el verano anterior. Fue sentenciado a tres meses de prisión.

LOS DISTURBIOS DE PALM HILL

Tras ser puesto en libertad, Níkola se declaró sin hogar y en la ruina, y le concedieron un apartamento de dos habitaciones en un sector venido a menos del barrio de Palm Hill. León se trasladó a vivir con él, y continuaron prácticamente como antes, ganándose el sustento con una mezcla de empleos mal pagados, negocios turbios y actividades delictivas de poca monta. Pero su estatus financiero cambiaría para siempre a causa de los disturbios de Palm Hill.

Los desórdenes se iniciaron la noche del 13 de julio de 1981, cuando la policía paró y arrestó aun joven al verlo bajar de un coche robado. Los testigos aseguraron que los oficiales habían agredido al muchacho mientras lo esposaban y lo metían en la parte trasera de un vehículo policial. Se reunió una multitud furibunda, sin duda estimulada por la oleada de violencia urbana que se había extendido por el país como réplica de los disturbios de Brixton, tres meses antes. Lanzaron ladrillos y botellas, y luego rodearon los vehículos policiales. Sacaron a los agentes de sus coches por la fuerza y los apalizaron antes de que pudiesen pedir ayuda por radio.

Mientras caía la noche, hubo escaramuzas entre los jóvenes y la policía por las calles y callejuelas de todo Palm Hill. Se saquearon más de veinte establecimientos comerciales, hubo cientos de ventanas rotas, coches destrozados, y una manzana de sesenta garajes emplazada en un extremo del barrio quedó totalmente calcinada. A la policía le costó más de ocho horas restaurar el orden.

LAS SUBVENCIONES GUBERNAMENTALES

En el período que siguió a los disturbios, el gobierno desarrolló un plan de indemnizaciones —pues los seguros no cubren los disturbios—y prometió dedicar fondos a regenerar Palm Hill.

Leon y Niícola Tarasov vieron que aquélla era su oportunidad de oro. Los hermanos comerciaban con coches de segunda mano y habían perdido cinco en la zona de garajes incendiada. El gobierno los compensó generosamente por los daños; según algunas estimaciones, recibieron más del cuádruple del auténtico valor de los vehículos.

Casi sin creer la suerte que habían tenido, León y Nikola utilizaron el dinero de la indemnización para comprar la licencia de un ruinoso pub y un terreno colindante, en la periferia de Palm Hill. Usando una mezcla de ayudas gubernamentales y préstamos de reurbanización subvencionados, hicieron reformas en el pub y convirtieron el solar en un negocio de coches de segunda mano.

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PECCATA MINUTA

Aunque ninguna de sus empresas fue un éxito absoluto, el dinero del gobierno permitió a los Tarasov vestir trajes y describirse a sí mismos como empresarios locales ante los equipos de televisión que de vez en cuando aparecían por allí para informar de la vida del barrio tras los disturbios.

En los años siguientes llevaron sus negocios con una completa falta de respeto por la ley. Fueron investigados por impago de impuestos, y en más de una ocasión se encontraron en su solar coches robados o partes de éstos. En otra redada se descubrió un alijo de justificantes—falsos— del pago del impuesto de matriculación. León y Nikola aseguraron que aquellos justificantes los había dejado un antiguo empleado, y, tras un juicio de tres días en el tribunal de Bow Crown, un jurado popular los encontró no culpables.

Su pub, el Rey de Rusia, se convirtió rápidamente en un conocido local frecuentado por delincuentes de poca monta. Por Palm Hill se lo conoce como el lugar en que puedes comprar fácilmente droga o artículos robados, beber después de las horas permitidas, o jugar partidas de póquer ilegales durante toda la noche.

LA DINASTÍA TARASOV

Hasta hace poco, los hermanos Tarasov llevaron unas vidas extraordinariamente paralelas. Ambos contrajeron matrimonio en 1985 y cada uno tuvo un hijo y una hija.

León se casó con Sacha Arkady. Sonya nació en 1989 (ahora tiene dieciséis años), y Maxim en 1991 (ahora tiene trece y se lo conoce como Max). Nikola se casó con Paula Randall. Sus hijos son Piotr, nacido en 1988 (ahora tiene dieciocho y lo conocen como Pete), y Liza, que nació en 1990 (ahora tiene catorce).

Paula Tarasov abandonó a Nikola y sus hijos en 2000, y volvió a casarse poco después. Tras un prolongado período de mala salud, Nikola Tarasov murió de neumonía en diciembre de 2003. La custodia de sus hijos fue concedida a León, sin que hubiese impugnación por parte de la madre de los mismos.

En la actualidad, León y Sacha comparten dos apartamentos contiguos con sus hijos y sus sobrinos en el barrio de Palm Hill.

DINERO

León Tarasov se hundió tras la muerte de su hermano. Bebía muchísimo. Tanto el pub como el negocio de coches estaban cargados de deudas, y se rumoreaba que León había contraído una enorme deuda de juego con una «importante» figura de los bajos fondos. Muchos creían que era una simple cuestión de tiempo que perdiese sus dos negocios.

La policía de Palm Hill se encontraba entre quienes esperaban con impaciencia la caída de León Tarasov. Éste había sido una espina clavada en el costado de la ley, tanto a través de sus propias actividades ilegales como por el hecho de que su pub proporcionara cobijo a otros delincuentes. Un

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documento policial interno lo describía como: «Un hombre inclinado a considerarse a sí mismo un líder de la comunidad; pero, en la actualidad, sus actividades son un cáncer que socava gran parte del buen trabajo realizado por otros en el vecindario. Se cree que León está estrechamente implicado en el robo de coches de la zona y en la venta de objetos robados. Se sospecha que, durante varios años, chantajeó a varios comercios del barrio a cambio de protección. Más recientemente, se ha visto involucrado en una violenta lucha interna por el control con una cercana comunidad de gitanos.»

Pero hacia el final de 2004, la suerte de Tarasov había cambiado a mejor. Había saldado todas las deudas y los atrasos de sus préstamos, se compró un coche nuevo y se apresuró a adquirir la licencia de otro pub en el extremo norte de Palm Hill. Empleó una importante suma de dinero en reformar este segundo pub antes de cambiarle el nombre por el de Reina de Rusia.

A lo largo del pasado año, la broma que circulaba por Palm Hill era que, una de dos, o Tarasov había ganado la lotería o había atracado un banco. Una vez comprobado que no le había tocado la lotería, la policía está ansiosa por averiguar la verdadera fuente de la reciente riqueza de Tarasov.

LA MISIÓN CHERUB

León Tarasov ha conseguido sobrevivir a más de treinta años de dudosa actividad con sólo una modesta multa judicial. Mantiene un mutismo absoluto sobre sus asuntos, y cualquier intento de usar informantes de la policía (soplones) o llevar a cabo operaciones secretas ha fracasado.

Las miles de horas desperdiciadas en tratar de atrapar a León Tarasov han provocado que la policía sea cada vez más reacia a emplear energías en capturarlo. Millie Kentner ha terminado por frustrarse ante la falta de entusiasmo de sus colegas, y ha preguntado a sus viejos amigos de CHERUB si podrían ayudarla.

Dos experimentados agentes CHERUB se mudarán a un apartamento desocupado, sito en la misma planta que la familia Tarasov. El más joven —James Adams, trece años— se centrará en Max y Liza. El mayor—Dave Moss, diecisiete años— lo hará con Sonya y Pete.

Dave se hará pasar por Dave Holmes, un joven que acaba de dejar un hogar de acogida. James será su hermano pequeño, que sigue en régimen de acogimiento pero al que han permitido vivir con él. La controladora de misión Zara Asker organizará la operación, mientras que Millie Kentner la dirigirá en el día a día.

OBJETIVOS DELA MISIÓN

1. Infiltrarse en la familia Tarasov e intentar obtener tantas pruebas de actividades delictivas como sea posible.

2. Infiltrarse en los negocios de León Tarasov, en particular en el de coches de segunda mano, que se considera el centro de sus actividades delictivas.

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3. El principal objetivo es tratar de descubrir el origen de la reciente buena suerte económica de León Tarasov.

EL COMITÉ DE ÉTICA DE CHERUB ACEPTA ESTE INFORME DE MISIÓN SIN RESERVAS.

Esta misión ha sido clasificada como de BAJO RIESGO. Los experimentados agentes quedan autorizados a operar sin la constante supervisión de un controlador de misión.

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14. HOGARJames y Dave fueron hasta Palm Hill en un abollado Ford Mondeo. Era

sábado por la mañana, los asientos traseros estaban plegados y el coche iba repleto de cosas hasta el-techo. El aire acondicionado estaba estropeado, así que condujeron por la autopista con las ventanillas bajadas, soportando una corriente de aire que les dejó el pelo revuelto.

Aquélla era la segunda misión de James con Dave. El agente de diecisiete años iba al volante, con su largo cabello rubio, sus grandes ojos azules y un guapo rostro que parecía uno o dos años más joven que el musculoso cuerpo al que pertenecía. James tenía una constitución más fornida y la nariz más chata, pero no se requería un gran ejercicio de imaginación para creer que los dos muchachos eran hermanos.

Dave era fan del rock de la vieja escuela, y el viaje transcurrió con una mezcla de Led Zeppelin, Black Sabbath y The Who. James prefería estilos más actuales, pero cuando el CD empezó a sonar por tercera vez, él ya iba tocando una guitarra imaginaria en el asiento del copiloto.

Llegaron a Palm Hill poco después del mediodía, y aparcaron en un patio lleno de baqueteados turismos familiares y vehículos más exóticos, incluidos algunos BMW y Audi pertenecientes a los profesionales jóvenes y modernos que habían comenzado a comprar pisos en las mejores zonas del barrio. El bloque de apartamentos que rodeaba al patio por los cuatro costados había sido remodelado recientemente:

habían limpiado el ladrillo, repintado las ventanas e instalado puertas de seguridad al pie de cada hueco de escalera.

James bajó para desentumecer las piernas después del trayecto de tres horas. Echó una ojeada por el pasaje que había entre dos bloques y vio cajas de envases vacíos amontonadas en la parte trasera del pub Rey de Rusia.

Los muchachos tomaron una bolsa cada uno del maletero del coche y se encaminaron hacia las escaleras. Al subir, James sintió la combinación de nerviosismo y entusiasmo que siempre lo embargaba al inicio de una misión, pero en esa ocasión también estaba contento por haberse alejado del campus. No quería estar por allí cuando Lauren, Kerry y los demás regresaran del albergue con la piel bronceada y anécdotas de lo mucho que se habían divertido.

Había que recorrer veinte metros por la galería de la primera planta para llegar al apartamento; estaba a cuatro puertas de los dos pisos ocupados por los Tarasov. La casa tenía el olor a humedad de un sitio que no ha sido aireado en meses. Uno sólo podía imaginarse cuál habría sido el color original de la moqueta; y el gusto del propietario anterior en lo relativo a papel de pared estampado y lámparas de araña de plástico era bastante horrible.

—No hay muchos muebles —dijo James, asomando la cabeza a un salón que sólo contenía un sofá y una mesita de centro con tablero de cristal agrietado.

Dave asintió.

—Ya has leído las instrucciones. Los muchachos que deben dejar un hogar de acogida reciben una ayuda de trescientas libras para mobiliario.

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Podemos ir a Ikea esta semana y comprar pufs de bolas y cosas así, pero nada ostentoso.

James continuó inspeccionando. La cocina y el cuarto de baño no estaban demasiado mal, pero en el dormitorio principal sólo había una barra de metal para colgar la ropa y una cama nueva. La moqueta era rosa, y el papel de la pared, pintado y con relieve de terciopelo.

—¡Socorro! —exclamó James.

Dave lo empujó para entrar.

—La otra habitación es blanca. ¿La quieres?

James se encogió de hombros.

—Vale.

—Genial. —Dave sonrió de oreja a oreja y saltó sobre la cama doble—. Aquí voy a traerme una chica distinta cada noche.

James sonrió a su vez y sacudió la cabeza.

—Estás de broma, ¿no?

Su dormitorio era más pequeño, con algunos toques femeninos y una cama individual. El muchacho se sintió un poco triste, pues le recordó al cuarto que tenía cuando vivía su madre. Se sentó en el colchón —aún envuelto en plástico y con la etiqueta del precio—, y se imaginó aporreando la pared para decirle a Lauren y sus amiguitas que se callaran porque era hora de dormir, u oyendo los ronquidos de su madre a través de la pared.

Después de hacer diez viajes para subir todas las cosas al piso, James estaba achicharrado, así que se duchó y se puso unos pantalones cortos limpios y una camiseta del Arsenal. Habían llevado consigo unas latas de Coca-Cola y algo de comida basura del campus, pero necesitaban leche y otros productos frescos. Al llegar habían visto un supermercado Sainsbury calle abajo, y James se encaminó hacia allí mientras Dave se duchaba.

Se aprovisionó de lo básico, como pan, leche y cereales para el desayuno, y luego se dirigió a la sección de comida precocinada. Cargó con comida china para microondas, unos cuantos platos de pasta y un par de curries para Dave. Al entrar de nuevo en el patio rodeado de edificios, vio a su primer Tarasov: el joven Max, de trece años, y un par de amigos suyos pasaron zumbando en bicicleta.

James llegó a la puerta del pie de la escalera y comprobó que había olvidado meterse las llaves en el pantalón limpio al cambiarse de ropa. Pulsó el botón del interfono y aguardó. Pasado un minuto, llamó de nuevo y gritó al aparato:

—¡Dave, ábreme la puerta!

Otros treinta segundos después empezó a impacientarse de verdad. Miró el reloj, y tras llegar a la conclusión de que Dave no podía seguir en la ducha, apretó el timbre media docena de veces y vociferó:

—¡Dave, imbécil, abre! ¿Estás sordo o qué?

Una voz de chica sonó por encima de su cabeza, desde la primera planta:

—¿Te has quedado fuera?

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James dio un paso atrás para verla bien. Debía de tener un año más que él.

—Mi hermano no me abre. Una de dos: o se ha quedado sordo o se está haciendo el gracioso.

Ella sonrió.

—Yo te abriré.

James la vio bajar a través del cristal de seguridad de la puerta. Primero, unas chancletas y unas uñas púrpura en el escalón superior. Conforme fue descendiendo, aparecieron unas piernas bronceadas y una minifalda vaquera. La muchacha le dedicó una sonrisa al otro lado del cristal y se echó atrás la larga melena antes de descorrer el cerrojo del portal.

—Gracias —dijo James devolviéndole la sonrisa.

—Te he visto a ti y a otro chico subiendo un montón de cosas. Me llamo Hannah. Vivo a dos puertas de la vuestra.

—Yo soy James —se presentó él, siguiéndola por las escaleras con una bolsa de Sainsbury en cada mano—. Ese otro chico es mi hermano Dave.

—Sólo os he visto a vosotros dos. ¿Dónde están vuestros padres?

—A dos metros bajo tierra—contestó, girando en lo alto de la escalera para enfilar la poco iluminada galería.

—Oh... Lo siento.

James comprendió que había dado la información demasiado despreocupadamente y sorprendido a Hannah.

—Yo tenía cuatro años —se justificó encogiéndose de hombros—. Apenas me acuerdo de ellos.

—¿Y cómo es que os permiten vivir solos?

—Estábamos en hogares de acogida, pero como Dave acaba de cumplir los diecisiete, le han concedido un piso. A mí me permiten vivir con él a modo de prueba, pero tenemos a una asistente social que vendrá a visitarme un par de veces por semana.

Hannah soltó una risita.

—Bueno, pues entonces no puedes desmadrarte demasiado.

—No, me temo que no —admitió el muchacho, parándose delante de su puerta y pulsando el timbre. La música retumbaba en el interior del apartamento.

—Bien, pues me alegro de conocerte, James. Espero que nos veamos por aquí.

Él sonrió.

—¿Tienes algo que hacer? ¿Quieres entrar y saludar a mi hermano?

—¿Por qué no? —repuso Hannah encogiéndose de hombros.

La onda expansiva de Baba O’Riley de The Who los golpeó cuando Dave abrió la puerta, vestido con sólo unos pantalones cortos.

—¿Dónde has metido tu llave? —preguntó.

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—Por el culo —respondió James irritado—. ¿Tú qué crees? Se me ha olvidado. Si no estuvieras intentando dejar sordo a todo el vecindario, a lo mejor me habrías oído llamar por el interfono.

Dave fue al salón y bajó el volumen de la música para poder hablar. Le tendió la mano a Hannah, y a ésta se le cayó la baba.

—Encantada de conocerte, Dave.

James había tenido tres novias que merecieran tal nombre, y había ligado con algunas chicas más en fiestas y demás. Pensaba que no lo estaba haciendo nada mal para tener trece años, pero Dave seguía provocándole envidia. Cuando las chicas lo conocían, se ponían coloradas y le reían todas las gracias. Dave había tenido una colección de novias preciosas, y, según se comentaba en el campus, las había tratado fatal a todas.

—¿Cómo te hiciste esa cicatriz del pecho? —preguntó Hannah, situando el índice a unos centímetros del torso de Dave, como si su cuerpo fuese un bello adorno que ella no se atreviese a tocar.

—Hace unos meses se me formó un coágulo de sangre en el pecho. Tuvieron que insertarme un tubo para extraerlo.

Hannah retrocedió.

—Ufff.

—Eso acabó con mis posibilidades de hacer carrera como modelo —bromeó el joven.

—Será mejor que meta esto en la nevera antes de que se estropee —intervino James.

—Buena idea —aprobó Dave—. ¿Por qué no preparas té para los tres ya que vas a la cocina?

Si Hannah no hubiese estado allí, Dave se habría ganado una sarta de insultos por caradura, pero James fue a la cocina y llenó la tetera. Mientras guardaba la comida, miró por encima de la puerta del frigorífico y vio que Hannah estaba en el umbral.

—La verdad es que no puedo quedarme. Tengo unos deberes que quiero acabar antes de esta noche.

—¿Qué pasa esta noche? —sonrió James—. ¿Tienes una cita?

Hannah negó con la cabeza.

—En un extremo del barrio hay un gran embalse, y los jóvenes de la zona se reúnen allí cuando el tiempo es bueno. Lo único que hacemos es pasar el rato, pero puedes venir si quieres. Llevaremos algo de beber y te presentaré a más gente.

James asintió.

—Sí, claro. Pero no necesito arreglarme mucho ni nada de eso, ¿verdad?

—Bueno, podrías dejarte en casa esa camiseta del Arsenal —contestó Hannah, poniéndose dos dedos en la boca como para vomitar—. Podría estropear mi reputación para siempre si me ven con un idiota.

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15. ATRACCIÓNLos chicos estaban comiendo lasaña calentada en el microondas, delante

de un televisor con una pésima antena de interior, cuando Dave vio pasar a Sonya por la ventana. Saltó por encima de los pies de James para salir de la habitación, recorrió el pasillo y abrió la puerta de la entrada. Fue tras Sonya a toda prisa y le tocó el hombro.

—¡Eh, Melanie! —exclamó entusiasmado.

Sonya se dio la vuelta. Era apocada, y tenía un ligero sobrepeso y un rostro circular.

—No soy Melanie —espetó.

Dave se llevó las manos a las mejillas, como sorprendido y avergonzado.

—Lo lamento —se excusó—. No pretendía asustarte. Es sólo que... eres clavadita a una chica con la que salí.

James salió sigilosamente al pasillo del piso con su lasaña y se puso a escuchar mientras comía. En cuanto Sonya comprendió que no la había abordado ningún tipo raro, y vio el atractivo rostro de Dave, esbozó una gran sonrisa.

—Está bien —repuso con una risita—. No pasa nada.

—Es que, ¿sabes?, acabo de llegar y no conozco a nadie.

—¿Acabas de instalarte aquí?

Dave asintió, señalando con el pulgar hacia la puerta abierta.

—Mi hermano pequeño y yo vivimos ahora en el número dieciséis.

Sonya sonrió, pero no se le ocurrió nada que decir.

—Bueno, ¿por aquí hay sitios a donde ir un sábado por la noche? —preguntó Dave.

Sonya apuntó al espacio que había entre los edificios.

—Ahí está el Rey de Rusia, pero la clientela suele ser gente mayor. Si cruzas todo el barrio hasta el extremo opuesto, llegarás al Reina de Rusia. Lo frecuenta gente de nuestra edad, y casi todos los sábados actúan grupos en directo. Yo trabajo de camarera cuando el local está muy lleno.

—Vaya —exclamó Dave—. Si voy por allí más tarde, ¿me dejarías invitarte a una copa?

Sonya se mordió el pulgar y sonrió.

—Claro, y a lo mejor yo te invito después a ti.

—Por cierto, me llamo Dave —dijo, tendiéndole la mano.

—Sonya —se presentó ella.

Dave le tomó la mano y se la apretó suavemente.

—Ha sido un placer conocerte, Sonya. Será mejor que vuelva dentro; estoy preparando la cena para mi hermano pequeño.

Regresó al apartamento y cerró la puerta con una patada hacia atrás.

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James estaba con la boca abierta.

—No puedo creer que hayas hecho eso —dijo casi sin voz.

—¿El qué? —preguntó Dave con aire inocente.

—Te la has ligado como si nada. Ni siquiera la habías visto hasta ahora.

—No es tan difícil. A tu edad también me asustaba, pero las chicas no son criaturas de pantano del planeta Zog, ¿sabes? Sólo tienes que aproximarte e iniciar una conversación con ellas. Y así, puedes llegar a alguna parte o a ninguna.

—Venga —replicó James, sacudiendo la cabeza con incredulidad—. Se necesita mucha cara para acercarse a una desconocida y ligar con ella.

—Bueno... —Dave sonrió con suficiencia, tomando su lasaña de la mesita de centro—. La verdad es que ayuda mucho si las mujeres te encuentran irresistible.—Engulló un bocado de comida y soltó un sonoro eructo.

—¿Por qué tenías que dejarme como a un crío de cinco años? —le reprochó James, sentándose de nuevo en el sofá junto a él.

Dave pareció desconcertado.

—¿Qué?

—«Estoy preparando la cena para mi hermano pequeño» —recitó—. No me habría importado, pero soy yo quien ha sacado la lasaña de la caja y ha quitado la envoltura de plástico.

Cuando llamó a la puerta, Hannah iba acompañada por dos amigas. James reconoció los rasgos gordinflones de Liza por las fotos de vigilancia policiales que Millie Kentner le había enseñado. La otra chica se llamaba Jane.

—Antes Jane vivía en tu apartamento —explicó Hannah cuando James cerró la puerta y echó a andar con ellas por la galería—. Pero tuvo que mudarse a uno de planta baja en otro edificio porque su abuela ya no puede subir escaleras.

Llegar al embalse suponía un paseo de diez minutos cuesta arriba. El área que rodeaba el lago artificial era una mezcla de extensiones de césped y arbustos. La gente que iba a correr o pasear al perro utilizaba los senderos, y los niños pequeños jugaban al fútbol o al Frisbee en la hierba mientras sus padres los vigilaban. Pero las tres amigas condujeron a James lejos de la civilización, hasta una zona descuidada que había junto a una tranquila carretera. Lo único con encanto en medio de las latas de cerveza vacías y los neumáticos de coche era un arroyo de curso rápido que desembocaba en el embalse, pero incluso eso quedaba parcialmente deslucido por los aparatos de cocina oxidados.

James había leído la historia de Palm Hill. Sabía que, tras los disturbios, se habían destinado tres millones de libras para construir un centro juvenil y social en el barrio, además de zonas específicas para adolescentes, donde pudieran reunirse sin que su barullo molestase a los demás habitantes. Pero en el transcurso de sus misiones, James había advertido que los chavales de su edad tendían a rechazar los lugares a los que presuntamente debían ir, a favor de sitios desagradables donde podían hacer todas las cosas que provocaban pesadillas a sus padres.

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Había alrededor de treinta adolescentes con edades comprendidas entre doce y quince años, casi todos en grupos de cuatro o cinco. El ambiente era apacible. Algunos de los más pequeños armaban jaleo dando vueltas con sus bicis, pero la mayoría estaban sentados en el césped, charlando, mientras el sol se ponía tras las casas que había más allá del campo.

La prioridad de James era hacerse amigo de Liza y Max Tarasov, pero Hannah era una distracción de primera. La muchacha se encargó de dejarle bien claro que no tenía novio, y después se pusieron a charlar de todo, desde la primera división de fútbol hasta cómo librarse de los deberes.

Liza desapareció con un grupo de niñas. Eso dejó a James y Hannah compartiendo una lata de Heineken que ella había gorroneado a un chico que estaba ostensiblemente loco por ella, mientras Jane se sentía excluida. Al final Jane se hartó y dijo que tenía que marcharse a casa para ver cómo estaba su abuela.

Unos cuantos chavales se pararon para hablar con Hannah y presentarse a James. Cuando Max Tarasov alargó la mano para estrechar la de James, eran las ocho de la tarde, y éste supo que no podía perder la ocasión de entablar amistad con su objetivo principal, incluso aunque eso pusiese en peligro sus oportunidades de enrollarse con Hannah.

—Vives en la misma planta que yo, colega —dijo Max—. Me encanta tener a otro hincha del Arsenal en el vecindario.

James se miró la camiseta sonriendo.

—Pues parece que en esta parte de la ciudad somos una especie en peligro de extinción.

—Bueno, ya sabes —repuso Max con una mueca—. Lo único que hay aquí es esa escoria del West Ham y el Chelsea.

James estaba contentísimo. CHERUB había organizado la situación para que tuviese muchas posibilidades de llevarse bien con Max, pero compartir equipo de fútbol facilitaba las cosas.

—Un par de colegas y yo vamos a bajar a la tienda de licores por más cerveza—anunció Max—. ¿Quieres venir?

—Tengo dinero —contestó James—, pero no parezco de dieciocho años.

—Conocemos un lugar. El dueño le vendería gas nervioso a un crío de seis años si así fuera a ganar un par de libras.

James sonrió.

—¿También tiene de eso?

—Tú pídeselo a ver.

James se levantó. Miró a Hannah y captó resentimiento en sus ojos.

—Sólo voy por unas cervezas. No te importa, ¿verdad?

—¿Por qué iba a importarme? —replicó ella encogiéndose de hombros.

Pero tenía los labios apretados y los hombros rígidos. James supo que le importaba bastante.

—Te traeré un regalito de la tienda —dijo, tratando de conciliar las

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exigencias de su misión con la atractiva chica sentada en el césped—. Una chocolatina, patatas fritas, lo que quieras.

Eso convenció a Hannah.

—Una Coca-Cola de medio litro, no de lata, y una botellita de vodka para mezclar.

James pensó que aquello iba a costarle más de diez libras, pero el dinero que llevaba en los bolsillos era del que le había dado Zara para comida, así que lo gastaría sin remordimientos.

Dos muchachos algo mayores iniciaron el descenso hacia la tienda de licores. James y Max los siguieron a unos pasos de distancia.

—Menudo tío eres, James —exclamó Max—. Ligarte a Hannah la primera noche.

James procuró sonar como Dave unas horas antes.

—Es cuestión de confianza, hombre —dijo como si nada—. Las chicas no son extraterrestres del planeta Zog. Sólo tienes que hablar con ellas.

—Sí, claro... —farfulló Max. Estaba claro que había tomado algo más que una cerveza—. Pero Hannah ha estado muy rara desde aquello que le ocurrió a su primo el año pasado —añadió.

—¿El qué?

—El primo de Hannah, Will, tenía dieciocho años. Era un fumeta perdido, quemado, hippy y bicho raro. Se cayó del tejado a la parte trasera de nuestro bloque. Todos piensan que iba tan colocado que ni se enteró de dónde estaba.

James no había visto nada al respecto en los documentos para la misión, pero no había ninguna razón, pues aquel asunto no guardaba relación con los Tarasov.

—¿Hannah estaba muy unida a él? —preguntó.

—No especialmente —contestó Max—. Pero ella y Jane estaban a cinco metros de distancia de donde aterrizó Will.

—¡No me digas! —exclamó James.

—Sí te digo —replicó Max torciendo la boca—. Asientos de primera fila para ver cómo tu primo se convierte en espaguetis a la boloñesa. Ver algo así tiene que afectarte el cerebro.

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16. MAXSe tardaba veinte minutos en llegar a la tienda de licores, pero el

propietario hizo honor a su fama, pues dejó que James comprara un paquete de seis cervezas y el vodka para Hannah sin pestañear siquiera. Ni se molestó en pedir a los chicos mayores, que tenían quince años, que se acercaran a la caja registradora.

Era casi de noche cuando salieron, de modo que tomaron una ruta algo más larga para regresar, y usaron la carretera en vez de los caminos sin iluminación que rodeaban el embalse. James balanceaba la bolsa con la cerveza mientras caminaban. Max no decía gran cosa, pero James prefería eso al tipo de chavales que nunca dejan de parlotear.

Tuvieron que trepar un muro que les llegaba a los hombros para acceder al punto de reunión. Parecía haber menos gente por allí, y el ambiente estaba tenso.

—Joder, no —exclamó Max—. ¿Qué hacen ésos aquí?

James reparó en los recién llegados: cuatro chicos corpulentos de dieciséis o diecisiete años. Vestían vaqueros y botas, y las dos chicas que los acompañaban tenían aspecto rudo.

—¿Son de por aquí? —preguntó James.

Max asintió.

—Son de Grosvenor, al otro lado del embalse. Pero normalmente no se dejan ver por esta zona.

James vio a Hannah a unos cincuenta metros de distancia. La muchacha se había reunido con Liza y un par de amigas, y todas permanecían apiñadas. Él se separó de sus compañeros y se acercó a las chicas, con Max a la zaga.

—Eh —saludó—. ¿Va todo bien?

Hannah parecía nerviosa.

—Estábamos esperando que volvierais para irnos. Ya sabes cómo son ésos, Max. Seguro que están tramando algo.

—¿Nos vamos al centro juvenil?

Una chica flacucha llamada Georgia chasqueó la lengua.

—Ese lugar es insoportable. Está lleno de críos de diez años que no dejan de berrear como locos y de perseguirse con las palas de ping-pong. Quedémonos por el barrio.

—Está bien —asintió Max—. Los tíos de Grosvenor no se acercarán al barrio.

—¿Y eso por qué? —preguntó James.

Max rió entre dientes.

—Porque les darían una paliza.

—¿Adonde quieres ir tú, James? —inquirió Hannah.

—No sé —respondió encogiéndose de hombros—. A donde vayáis vosotros, supongo. No tengo ni idea de lo que pasa aquí.

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—Lo que pasa aquí es que no pasa nada—resopló Liza—. Las noches de sábado son una porquería. Estoy deseando tener edad para ir a discotecas y sitios así.

—Y para ligar con algún tío bueno —rió Georgia.

—Siempre estáis igual —exclamó Hannah mientras sus amigas estallaban en risitas—. Al menos yo tengo a James, que es un encanto.

James le pasó el brazo por la espalda, contento de que no le guardara rencor por lo de antes.

—Parece que os estáis divirtiendo mucho —dijo una voz profunda.

James se dio la vuelta. Dos tipos del otro barrio estaban detrás de ellos. El más alto tenía una sutil barba de adolescente, y ambos tenían los hombros anchos y los brazos musculosos de las personas con que más vale no meterse.

—¿Sabéis qué? Estoy seco —declaró el de barba con voz áspera, frotándose la velluda garganta para enfatizar sus palabras—. He visto que tenéis unas latas de cerveza, y pensaba que a lo mejor os apetecía compartirlas.

—Sólo un par de latas —añadió su compañero.

Max los miró cabreado.

—¿Y por qué no las compráis, en vez de mangarlas?

El de barba miró a su amigo y sacudió la cabeza.

—¿Te parece bien que nos llamen mangantes?

—Estoy muy dolido —replicó con una mueca, y señaló a Max—. ¿Sabes quién es éste? Su padre es ese gordinflón, el dueño del Rey de Rusia.

—Todo un pub lleno de bebida y él no quiere compartir unas latas con nosotros. Venga, pásamelas.

Max retrocedió cuando el gorila más bajo alargó la mano hacia su bolsa.

—Ya vale —dijo temblando. Se le notaba el miedo en la voz.

—Oh, pero qué niño tan valiente —rió el barbudo.

Hannah tiró a James del brazo y le susurró al oído:

—No vale la pena que te vapuleen por un par de cervezas.

Después de haber arruinado su vida con el último puñetazo que había propinado, James se sintió inclinado a tragarse el orgullo. Metió la mano en la bolsa y sacó dos latas.

—Tomad —dijo agriamente—. De mi parte.

—¿Y por qué no las seis? —El grandote torció la boca—. Me ha entrado una sed tremenda, y la verdad es que no me ha gustado que tu amiguito me llamara mangante.

—O quizá prefieras un tortazo —agregó el otro, y se acercó hasta que su pecho casi tocó la nariz de James.

—Déjalo, James —suplicó Hannah, apartándose.

Pero con el repentino cambio de condiciones, el muchacho tuvo la

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desagradable sensación de que ahora los dos gorilas querían algo más que cerveza. Max los había ofendido, y James intuyó que ahora buscaban humillarlo delante de las chicas.

Si les ofrecía más cerveza, probablemente exigirían algo más, como dinero. Y una vez que se lo hubieran entregado, probablemente les darían también el tortazo, por las molestias. Comprendió que tendría que plantarse antes o después, y decidió que mejor antes.

—¿Sabéis qué? —dijo, tratando de sonar despreocupado—. He probado con la pipa de la paz, pero ahora nada de nada.

El gamberro que tenía delante dio un paso atrás para atizarle un puñetazo, pero en cuanto lo hizo James lo agarró por la camiseta, lo atrajo hacia sí y le propinó un cabezazo. El tipo trastabilló hacia atrás y se derrumbó agarrándose la sangrante nariz.

El de barba arremetió e intentó atrapar a James por la cintura, pero éste lo interceptó y le retorció el brazo en una llave dolorosísima.

James no sabía si los otros dos chicos de Grosvenor iban a acudir al rescate, pero no podía arriesgarse a un enfrentamiento de uno contra cuatro, lo cual significaba que al menos tendría que dejar fuera de combate a un adversario. Tiró del brazo de su oponente y le golpeó el codo con la palma, lo que desgarró los tendones y astilló el hueso.

James había practicado ese movimiento cientos de veces, pero la diferencia entre fallarlo deliberadamente durante los entrenamientos y el crujido de un miembro real era repulsivo.

Mientras el joven de barba aullaba de dolor, James se sintió raro: una mezcla de náuseas y admiración por el extraordinario poder que había adquirido a lo largo de cientos de horas de entrenamiento de combate. Diez meses atrás, había disparado y matado a un hombre, pero cualquiera habría podido hacerlo. La sensación de romper una extremidad humana sin ningún esfuerzo, y tan sólo con sus manos, era mucho más espantosa, incluso aunque las consecuencias no fuesen tan graves.

Los otros dos gorilas se acercaban, azuzados por sus chicas. James no quería pelear con ellos, y decidió que la mejor estrategia para mantenerlos a raya era mostrar una gran seguridad.

Señaló al tipo que se apretaba la nariz sobre la hierba.

—¿Alguno quiere lo mismo? —preguntó con sorna—. Venid aquí y os lo daré.

Los demás chavales que había en el descampado miraban a James, tratando de ver qué ocurría a la luz de la luna. El muchacho sintió un gran alivio cuando los gamberros se detuvieron a unos metros de distancia. Una de las chicas se agachó junto al que tenía el brazo roto.

—Será mejor que llaméis a una ambulancia —aconsejó James, incluyendo una nota de compasión en su desafiante voz.

La mención de presencia adulta cambió el estado de ánimo de los veinte chavales reunidos allí; la tensión dejó paso al pánico. «¿Y si aparecen los polis junto con la ambulancia?» «¿Y si estos gorilas van a llamar a sus colegas?» Todos los pensamientos llegaban a la misma conclusión: «Larguémonos de

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aquí.»

Cuando su audiencia empezó a dispersarse, James notó que Hannah le tiraba del brazo.

—Venga, James —suplicó la muchacha.

Max, James y las chicas echaron a correr, siguiendo las sombras de los demás, que bajaban deprisa la colina en dirección a las puertas del recinto que daban a Palm Hill. Hannah le dio a James un pañuelo de papel para que se limpiase la cara; mientras, Max había recuperado la lengua y se deshacía en alabanzas sobre su nuevo amigo.

—¿Dónde has aprendido a hacer eso, James? Ha sido increíble, como... como en Terminator o algo así. Y ese crujido al romperse el brazo ha sonado un poco... ¡Oh, tío! ¿Sabes cuando sacas un pollo del horno y le arrancas un muslo?

A James no le gustaba que se lo recordase y estaba un poco frustrado por lo despacio que iban sus nuevos colegas. Gracias al entrenamiento CHERUB y las frecuentes carreras de castigo, estaba lo bastante en forma para correr cinco kilómetros sin perder el resuello. Sus compañeros ya jadeaban tras una décima parte de esa distancia.

—¿Dónde lo has aprendido, James? —repitió Max, con los ojos como platos y riendo de admiración.

—Uno de mis padres de acogida era profesor de kárate —mintió.

—¿Me enseñarás algunas llaves?

—Cuesta meses —contestó, irritado al ver que las chicas se habían quedado todavía más rezagadas.

La primera sirena no alarmó a nadie: todos dieron por descontado que se trataba de una ambulancia. Pero la sinfonía que se formó medio minuto después no era buena. Sólo debería haber una ambulancia, lo cual significaba que las otras cuatro sirenas pertenecían a coches policiales.

James vislumbró luces de linterna cuando un grupo de chavales que corrían cien metros por delante alcanzaron las verjas de salida.

—Polis —dijo Liza angustiada.

James sintió una oleada de miedo. Sopesó la posibilidad de esconderse entre los árboles, volver sobre sus pasos y saltar por un muro, pero no conocía la zona y llegó a la conclusión de que podrían ponerse en evidencia.

—Dejad de correr —indicó—. Actuad con normalidad.

Max lo miró con ansiedad.

—Será mejor que tiremos la bebida.

James soltó un suspiro al meter en un arbusto la bolsa con cerveza y vodka por valor de doce libras.

Se giró hacia las chicas.

—¿Hay algún otro sitio donde se reúnan los jóvenes del barrio?

Georgia asintió.

—Un parque de juegos.

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—Muy bien. Si los polis preguntan, estábamos en el parque.

Hannah se acercó a él.

—Deja que te vea la cara.

James se detuvo un momento. Hannah humedeció un pañuelo con la lengua y le limpió los últimos rastros de sangre de la frente. El muchacho se sintió nervioso cuando los policías se aproximaron, pero a los chiquillos que los precedían los habían despachado tras un minuto de interrogatorio.

—Hola —saludó educadamente una agente, colocándose ante los muchachos y encendiendo su linterna—. ¿Os importa que os haga unas preguntas?

—¿Ha ocurrido algo? —inquirió Hannah con inocencia, mientras todos se detenían.

El segundo oficial, un hombre asiático, se acercó y encendió también su linterna. Max lo reconoció de inmediato. „

—Hola, sargento Patel.

—Hola, Max —contestó el oficial, asintiendo sin entusiasmo—. Espero que sigas sin meterte en problemas. ¿No has roto más ventanas?

—No —respondió el niño con culpabilidad.

—¿Dónde habéis estado? —preguntó la mujer policía.

Georgia y Liza respondieron al unísono:

—En el parque.

—¿No habéis estado más arriba, junto al arroyo?

Las dos negaron con la cabeza.

—Nos han informado que unos chicos de Grosvenor han sufrido uña emboscada y una paliza. Uno de ellos ha acabado con un brazo roto. Podríais meteros en un problema muy gordo si me mentís, así que voy a daros otra oportunidad. ¿Seguro que no habéis estado en el arroyo?

James se sintió aliviado cuando todas las chicas asintieron con la cabeza.

—Seguro, señora.

—Como he dicho, ha habido un incidente muy grave, de modo que voy a tomar nota de vuestros nombres y direcciones, y quizá contactemos con vosotros más adelante.

Hannah era la última de la fila, y recitó su nombre y dirección a la agente. James fue el siguiente.

—James Robert Holmes. Apartamento dieciséis, bloque seis, Palm Hill.

La policía sonrió.

—¿Y tu código postal?

—E... no sé —tartamudeó él.

La mujer creyó que lo había pillado.

—¿No sabes tu propio código postal? ¿Desde cuándo vives aquí?

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—Nos hemos instalado esta misma mañana.

—¿En serio? —replicó ella con desconfianza.

—Es verdad —terció Max—. Vive a cuatro puertas de la mía. Yo puedo responder por él.

Pero la agente no pareció convencida.

—¿Cuál es el número de teléfono de tu casa?

—Aún no tenemos línea —contestó James.

—Bueno, ¿y qué hay de tus padres? ¿Tienen móvil para que yo pueda hablar con uno de ellos?

—Mis padres están muertos. Mi hermano mayor cuida de mí, pero ahora estará fuera.

—Así que acabas de instalarte hoy para vivir aquí con tu hermano, hermano que resulta que está fuera —dijo la policía con incredulidad—. ¿Qué edad tiene tu hermano?

—Diecisiete años. Técnicamente, yo sigo en régimen de acogida, pero me han permitido vivir con Dave...

Obviamente, la mujer creía que la historia de James era un embuste. Levantó la linterna y enfocó al muchacho. Tardó un segundo en descubrir algo revelador.

—¿Qué tienes debajo de la barbilla?

—¿Dónde? —preguntó él. Se llevó el índice a la barbilla, y lo que tocó con la yema del dedo no podía ser otra cosa que una gota de sangre.

—¿Cómo ha llegado eso hasta ahí?

James comprendió que acababa de meterse en un problema, y Hannah lo confirmó:

—Señora, no es culpa de James —afirmó—. No ha sido una emboscada. Ellos se han metido con nosotros.

—Sí—añadió Georgia—. Y eran diez veces más grandes que él.

—¡Vale, de uno en uno! —gritó la agente, reprimiendo una sonrisa. Miró por encima del hombro al otro oficial—. Michael, esposa a este tal James y llama a otro coche; tendremos que llevarnos a todo este grupo para interrogarlos.

—Tan pequeño y ya se mete en problemas... —comentó el sargento Patel.

James estaba enfadado por haberse dejado atrapar. Debería haberse acordado de algo tan evidente como su código postal. Y ahora que lo pensaba, Hannah había dicho el suyo medio minuto antes, y lo más probable es que fuera el mismo.

—Ven aquí —gruñó Patel mientras descolgaba un par de esposas de su cinturón—. Y será mejor que no empieces a protestar, que hoy no estoy de humor.

James dio un paso adelante y juntó las muñecas. El sargento lo esposó y le recitó sus derechos en un tono monocorde mientras se dirigían a un vehículo policial estacionado al otro lado de la verja.

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—No tienes que contestar a ninguna pregunta, pero cualquier cosa que digas podrás ser utilizada en tu contra...

A James ya lo habían arrestado antes, y se sabía esas palabras de memoria, pero en esa ocasión hubo un final sorprendente. Cuando se agachaba para entrar en la parte trasera del coche, Patel le agarró la cabeza y se la golpeó con fuerza contra el techo del vehículo.

James veía las estrellas cuando se derrumbó en el asiento trasero.

—Te meteremos en cintura —gruñó Patel, cerrando la puerta ruidosamente—. No tienes ni idea de lo enfermo que me pone trincar a mocosos imbéciles como tú.

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17. POLISJames despertó en un colchón desnudo de vinilo y, en calcetines, fue

arrastrando los pies hasta el inodoro de la celda. Mientras hacía pis, se palpó el pequeño corte que tenía en un lado de la cabeza, donde le había golpeado el sargento Patel.

Después de subirse la cremallera, se acercó a la puerta surcada de grafitis y pulsó el timbre. Pasó un minuto antes de que el oficial de guardia abriese la ventanilla.

—¿Puede tirar de la cadena de mi váter? —pidió el muchacho.

El agente, un hombre larguirucho con los dientes manchados y el pelo desaliñado, estaba de buen humor.

—¿Te apetece desayunar algo, hijo?

James se sentía mareado, y no estaba seguro de si comer lo ayudaría o empeoraría la situación.

—¿Qué tienen?

—Desayuno inglés completo, con beicon o salchichas, huevos al gusto, tostadas de pan con semillas de trigo, una selección de confituras de fruta fresca y mantequilla batida.

James estaba en muy baja forma a aquellas horas de la mañana. Le costó más de lo que debería comprender que el hombre le estaba tomando el pelo.

—Tengo un poco de hambre, creo.

—Bueno, lo que hay viene envuelto en celofán y me han dicho que es muy nutritivo. ¿Lo quieres o no?

James se encogió de hombros.

—Supongo que sí.

El policía volvió al poco e introdujo por la ventanilla una bandeja de plástico gris, seguida de una taza de plástico llena de té con leche.

—¿Sabe usted cómo van las cosas? —inquirió James—. He estado aquí toda la noche.

—Eres menor de edad, así que no podemos interrogarte, dejarte libre, o cualquier otra cosa, hasta que aparezcan tus padres o tu tutor —explicó el oficial.

James había nombrado a Zara como su asistente social, y había dado a la policía local un número de teléfono que automáticamente se desviaría a la sala de control del campus. Ya seguros de que James no se encontraba en peligro, parecía que nadie del campus tenía demasiada prisa por levantarse a primera hora del domingo para ir a rescatarlo.

El muchacho se comió los cereales y mordisqueó una especie de gofre con trocitos de fruta rosa y naranja en medio. No podía evitar preguntarse qué diría Lauren cuando se enterara de que se había metido en otra pelea. Él se había propuesto mantenerse lejos de los problemas, pero eso no siempre resultaba fácil cuando estabas en una misión.

Cuando apuraba la taza, se oyó el sonido de una llave en la puerta de la

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celda.

—Parece que te vas a casa —dijo el sargento de guardia, abriendo la puerta. Y lanzó sobre la cama una caja con las pertenencias de James.

-"-¿No van a interrogarme ni nada? —preguntó el muchacho, calzándose las zapatillas y metiéndose de nuevo en los bolsillos el móvil, las llaves y demás cosas.

—Creo que interrogaron a unos cuantos de tus amigos. Pero por lo visto a los otros tipos les gusta saldar sus propias cuentas. Los dos que fueron al hospital rechazaron declarar ante la policía, lo cual te deja libre y sin cargos.

—Gracias a Dios —suspiró James.

—No te alegres tanto —le advirtió el policía, precediéndolo hasta la recepción—. No me gustaría estar en tu pellejo si te echan el guante por segunda vez.

John Jones había cargado con el muerto de conducir desde el campus a las cinco de la madrugada de un domingo. John era un ex policía de cabeza abombada, además de ex agente del MI5, que se había unido a CHERUB como controlador de misiones hacía menos de un año. Había trabajado con James en sus dos operaciones anteriores.

John le enseñó al sargento de guardia un carnet falso que ponía: «Distrito londinense de Tower Hamlets Servicios Sociales.»

—¿Cómo es que has venido tú? —le preguntó James mientras salían de la comisaría a una lluviosa mañana de domingo.

—Zara tiene dos hijos —explicó John—. Ya los ve bastante poco, sin tener que hacer carnets falsos y venir hasta Londres en mitad de la noche. Además, ella es controladora senior, y en rigor éste es un trabajo de poca importancia.

—¿Ahora vas a hacerte cargo tú de la misión? —preguntó James, andando hacia el coche.

John asintió.

—Por mis pecados.

—Lamento que hayas tenido que salir de la cama en medio de la noche.

—Sobreviviré —contestó John—. Llevo trabajando como agente secreto desde antes de que tú nacieras, James. No es la primera vez que pierdo una noche de sueño, y apostaría unas cuantas libras a que ésta no será la última.

John había ido en uno de los coches de la flota de CHERUB, un Vauxhall Omega negro. Al subir al asiento del copiloto, James descubrió a Millie Kentner agachada en la parte de atrás.

—Buenos días —saludó James.

Ella miró a John.

—¿Podemos salir de aquí rapidito, antes de que alguien de la comisaría me reconozca?

La comisaría se hallaba a sólo unos minutos en coche de Palm Hill. John aparcó en una calle lateral, y los tres empezaron a hablar mientras la lluvia acribillaba el techo del automóvil.

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—¿Qué ocurrió, James? —preguntó Millie bruscamente.

El muchacho miró por encima del hombro, sorprendido por el tono de la mujer.

—Dos pirados se metieron con nosotros. Hice lo que pude paira dejarlos contentos, pero iban buscando problemas y los encontraron.

Millie chasqueó la lengua.

—Ya tengo bastantes problemas con los lunáticos de por aquí sin que tú quieras empezar la Tercera Guerra Mundial entre Palm Hill y Grosvenor.

—Yo no he empezado nada —repuso James irritado—. Tú fuiste agente de CHERUB y ya sabes cómo funciona esto. No puedes hacerte amigo de los malos quedándote en casa y siendo un niño bueno.

—Ya—asintió Millie—. Pero, por favor, procura recordar que estás aquí para ayudarme a empapelar a Tarasov y convertir Palm Hill en un lugar mejor para vivir.

James resopló.

—¿Y quién es ese tipo asiático que me arrestó?

—Michael Patel. ¿Qué pasa con él?

—Que es un psicópata, eso es lo que pasa. Me golpeó la cabeza contra el coche cuando iba a subir. El dolor me está matando.

Millie se mostró incrédula.

—Sería un accidente.

—Míralo tú misma —replicó James, apartándose el pelo para enseñarle la herida.

John se preocupó.

—Es un buen golpe. Quizá tendrías que ir a que te lo vean. '

—He sobrevivido a otros peores.

—Bueno, si estás seguro... —John se giró hacia Millie—. ¿Tiene Patel historial de haber agredido a sospechosos?

—Por supuesto que no —contestó ella—. Mike es mi mano derecha en la unidad de policía de barrio. Es nuestro único oficial asiático. Aquí hay una gran comunidad asiática, y los avances que él ha hecho entre sus miembros desde que llegó, hace cuatro años, son fantásticos.

James no podía creer lo que estaba oyendo.

—¡No me importa lo que haya hecho por la comunidad asiática! —exclamó—. Ese capullo intentó abrirme la cabeza.

—James, conozco a Patel. Sé que fue un accidente.

El muchacho sacudió la cabeza con rabia.

—Millie, quizá fueras querubín hace veinte años, pero ahora eres policía de arriba abajo: defiendes a los de tu gremio. ¿Por qué habría de mentirte, idiota?

—¡Pero bueno! —exclamó ella—. Será mejor que vigiles esa lengua,

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jovencito.

—James —intervino John secamente—. No le hables así a Millie.

—Típico. Otro policía. Ponte de su lado también.

—¡No me estoy poniendo del lado de nadie! —bramó John con una ferocidad que hizo que James y Millie se estremecieran—. Esta misión fracasará si no somos capaces de trabajar juntos.

»James, sé que te será difícil, pero ten presente lo que te ha dicho Millie y no te metas en problemas. Millie, cuando trabajas con CHERUB, has de respetar lo que te cuentan los jóvenes agentes. De otro modo, no tiene sentido usarlos.

—Mike es probablemente el mejor oficial de mi policía de barrio —contestó ella con aspereza.

—Pues entonces estoy seguro de que no te importará echarle un vistazo a su historial personal y ver si se han hecho acusaciones similares en el pasado.

Millie alzó las manos.

—Bien, si es lo que hace falta para arreglar esto... Pero conozco a mis oficiales. Soy la madrina de la hija de Michael, por el amor de Dios.

John sonrió.

—Tal vez tuviese una mala noche. La labor de un policía puede ser sumamente estresante.

—¿Y ahora qué? —preguntó James, sintiéndose mejor al saber que John estaba de su parte, al menos parcialmente.

—¿Conoces el camino hasta el apartamento desde aquí?

—Más o menos.

—De acuerdo, entonces sugiero que vayas allí. Todo continúa como estaba planeado; procura entablar relación con los Tarasov. Yo llevaré a Millie a casa y luego volveré al campus.

Millie miró a James mientras él se apeaba del coche; le sonrió como si estuviese ansiosa por hacer las paces, pero el muchacho no estaba por la labor.

—Esta tarde os llamaré al móvil —dijo ella—. Quizá podamos celebrar una mini reunión junto con Dave para ver cómo os va.

—Genial —repuso James agriamente; luego cerró de un portazo y se internó en la lluvia.

—¡Dave! ¿Estás en casa? —gritó James al entrar en el vestíbulo. Oyó la radio en la cocina—. Esa Millie es una completa...

Estaba a punto de despotricar porque Millie no le hubiese creído, pero al doblar la esquina se encontró con que en la cocina estaba Sonya Tarasov. Tenía el pelo mojado y llevaba el albornoz blanco de Dave.

—Tú debes de ser James —dijo Sonya con una gran sonrisa.

—Pues... sí —respondió él torpemente—. ¿Dónde está Dave?

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—En la ducha; saldrá dentro de un minuto. ¿Té o café?

James se sentó a la mesa mientras Sonya le preparaba un té.

—Así que has pasado aquí la noche —dijo el muchacho cuando ella le puso una taza delante.

—Ajá—respondió Sonya con una sonrisa entre coqueta y tímida—. He oído que te arrestaron junto con mi hermano pequeño Max.

James asintió.

—Se llevaron a unos cuantos para interrogarlos.

Dave apareció por la esquina abrochándose los pantalones.

—Buenos días, delincuente habitual —saludó sonriendo, y luego agarró a Sonya y la besó en el cuello efusivamente.

James se sintió violento por aquella exhibición de afecto, y Dave lo sabía.

—¿Qué ocurre, hermanito? —preguntó, separándose de Sonya y encendiendo la tetera—. ¿Que hemos dormido juntos? Los dos tenemos más de dieciséis años y no hay nada ilegal en esto.

James miró fijamente su taza y se estrujó las manos, incómodo. En parte estaba celoso porque era virgen, pero sobre todo se sentía raro al hallarse en una misma habitación con dos personas que habían pasado la noche haciendo el amor. Le recordó a esa sensación de cuando te quitas un pelo de la lengua y te das cuenta de que no es tuyo.

—Voy a lavarme —anunció, apartando la silla para levantarse—. Apesto a calabozo.

Cuando salió al pasillo, sonó el timbre de la puerta. Reconoció a Max Tarasov a través del cristal esmerilado.

—Eh —saludó—. ¿Cómo os fue a ti y a Liza con los polis?

—Nos llevaron a todos juntos y nos preguntaron sobre lo sucedido y tal. Les dijimos que los otros habían empezado la bronca.

—Ese lunático de Patel me golpeó la cabeza contra el techo del coche.

Max asintió.

—Es un chalado. Lo he visto entrevistado por la tele, y es don Suave, pero he oído muchas historias sobre él.

—¿Cómo cuáles?

Max se encogió de hombros.

—Ya sabes, que da bofetones a los chavales. Nada muy grave, pero tiene fama de emprenderla a tortas fácilmente.

—¿Has tenido problemas con tu padre por esto? —preguntó James.

—Bah, nada del otro mundo. Estaba molesto por tener que dejar el pub para ir a recogernos, pero ha tenido algunos altercados con los tipos de Grosvenor y los odia a muerte.

—¿Por qué?

—Hay un grupo de ese barrio que solía venir a High Street para armar

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bulla. Reventaron las ventanas del pub unas cuantas veces, y mi padre cree que algunos se colaron en su negocio de coches y robaron la caja del dinero. Oye, algunos colegas nos juntamos los domingos por la mañana para darle un poco al balón. Parece que el tiempo está mejorando. ¿Te apuntas?

—¿Ahora mismo? Iba a darme una ducha. Me arde la piel sólo de pensar en todos los borrachos y vagabundos que habrán dormido en ese calabozo antes que yo.

—No te preocupes. Ya sabes dónde están las canchas de juego. Ve para allá cuando estés listo.

James asintió.

—Pero tengo que advertirte algo: no soy exactamente un crack en fútbol.

—Pues entonces me encargaré de que vayas con el otro equipo —sonrió Max—. Nos vemos.

James cerró la puerta. Al pasar delante de la cocina, vio que Sonya estaba saliendo penosamente del armario que había debajo del fregadero.

—¿Qué demonios estás haciendo?

—He pensado que igual invitabas a Max a entrar —explicó la joven—. Tenía que esconderme.

—Dave ha dicho que todo era legal y legítimo —repuso él con una sonrisita.

—Eso es sólo la ley. Mi padre es otro cantar.

—Pero Max no te delataría, ¿verdad?

Sonya se encogió de hombros.

—Probablemente no, pero ese pequeño cerdo sería muy capaz de hacerme extorsión o chantaje.

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18. ALMUERZOJames no se desenvolvió del todo mal en el campo de fútbol, e incluso

regateó hasta marcar un gol de chiripa desde la línea de medio campo. Cuando los seis jugadores estaban hechos polvo, tres de ellos se encaminaron a la tienda para comprar bebidas. Max, James y un chaval negro llamado Charlie se sentaron en los restos de un destrozado banco y hablaron de lo que siempre hablan los chicos de trece años: fútbol, chicas guapas y cosas divertidas que les habían pasado, a ellos o a otros.

Charlie era la clase de muchacho cuya historia ha de superar a las de los demás, y James sospechó que se estaba inventando cosas, o por lo menos exagerando. Pero no le importaba. Cualquier cosa que mantuviese la conversación lejos de su propia historia ficticia estaba bien. Incluso la trayectoria vital más detallada requiere que rellenes algunos huecos sobre la marcha, y cuanto más inventas, más fácil resulta olvidar algo de lo que has dicho y contradecirte más adelante.

A la hora de comer, Max invitó a James y Charlie a un almuerzo dominical.

—¿A tu madre no le importará? —preguntó James.

—Mi madre está chiflada. Le encanta cocinar.

El apartamento de los Tarasov estaba distribuido como el de James y Dave, excepto por unas estrechas escaleras que subían desde el vestíbulo a más habitaciones en el piso superior.

Max condujo a sus colegas hasta la cocina.

—Traigo dos bocas más para comer, ¿vale, mamá?

lames apenas podía creer la cantidad de cosas que abarrotaban la humeante y caliente cocina. Había estanterías llenas de tarros de encurtidos y latas de conserva de tamaño extragrande. Cacerolas y sartenes colgaban de una rejilla sobre la mesa de comedor, debajo de la cual había sacos de verduras. Sacha Tarasov tenía la piel pálida, facciones redondeadas y un delantal de Garfield alrededor de su amplio pecho.

—Creo que tu hermano está arriba con León —dijo, dedicándole una afable sonrisa a James. Clavó los ojos en Max y empleó esa voz más severa que los padres reservan para sus propios retoños-—. Dales algo de beber a estos niños, y luego bájame un guiso congelado. Y nada de zapatos en casa.

Max sirvió tres vasos de Coca-Cola, que se llevaron arriba después de dejar los zapatos en la entrada. El papel de pared estampado, la moqueta en zigzag y los exuberantes cuadros de animales salvajes de la escalera parecían disputarse el premio al más chabacano. Había pilas de ropa limpia y doblada, y electrodomésticos en cajas arrimadas a la pared.

Aunque todo era de muy mal gusto, James apreció el efecto general. Era la clase de casa llena de gente, olores y ruido; donde todo está un poco gastado e inmediatamente te sientes cómodo.

—Ahora veréis por qué os he dicho que mi madre está chiflada —sonrió Max, entrando en un trastero en lo alto de la escalera.

Era el estudio de León Tarasov. Había un escritorio con una montaña de

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papeles y una silla giratoria falsamente antigua, pero también había un congelador horizontal, el más grande que James había visto jamás fuera de una tienda de congelados. Max levantó la tapa y reveló medios corderos, lomos de cerdo y una enormidad de platos caseros en fiambreras de plástico. Cada fiambrera llevaba una etiqueta escrita en cirílico, y James se sintió agradablemente sorprendido al descubrir que los rudimentos de ese idioma que había adquirido en CHERUB le permitían leer la mayoría de ellas.

—Podrías comer durante un año con lo que hay aquí —exclamó Charlie sin aliento—. En el congelador de mi casa sólo hay nuggets de pollo y helado.

—Por lo menos tú tienes congelador—replicó James.

—Te lo digo en serio, James —declaró Max—. Si tu hermano o tú tenéis hambre alguna vez, pedidle algo a mi madre. Le encanta repartir comida, siempre que friegues el recipiente antes de devolvérselo. —Rebuscó entre los montones de comida hasta que encontró una fuente redonda de pyrex llena de estofado de ternera—. Podéis ir al salón; yo le bajaré esto a mi madre.

Todos los Tarasov dormían en el piso contiguo, de modo que habían derribado los tabiques de las habitaciones superiores para hacer un gigantesco salón. Al entrar, los calcetines de James se hundieron en una moqueta peluda de color turquesa.

Dave estaba en una esquina, sentado en el brazo de un sofá junto a Pete, que tenía dieciocho años. Sonya se hallaba en el extremo opuesto de la estancia, fingiendo no conocer a Dave, mientras que Liza estaba acurrucada en una alfombra, delante del televisor. La niña pareció contenta de ver a Charlie, quien se sentó a su lado en el suelo, con las piernas cruzadas, como un miembro habitual de la familia.

—Tú debes de ser James —dijo León Tarasov alargando su velluda mano; su acento era del este de Londres, con apenas un matiz de su herencia rusa.

Era un hombre enorme y gordo, con una cabeza calva y un surtido de joyería de oro macizo. James tuvo que rodear el sillón de León, que estaba completamente reclinado, e inclinarse sobre su descomunal barriga para estrecharle la mano.

León hurgó en el bolsillo de la camisa y sacó un billete de veinte libras.

—Toma.

—¿Y eso por qué? —preguntó James con una sonrisa.

—Es una recompensa. Diez libras por cada vándalo de Grosvenor que dejaste fuera de combate. Si yo pudiera, iría a ese barrio con unos bates de béisbol y metería en vereda a esos hijos de puta.

—Joder, papá—saltó Sonya—. Eres un completo fascista.

Él le lanzó una mirada malévola a su hija.

—¿No deberías estar en un bote neumático, salvando ballenas con todos esos hippies?

Apretó un botón de su asiento, y su corpachón se puso en posición vertical con un zumbido.

—Buenas noticias, James —dijo Dave entusiasmado—. Esta mañana no podía poner en marcha el coche, y Pete ha bajado a echarle un vistazo. El

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señor Tarasov dice que conoce a un chatarrero que puede conseguirme una buena oferta para el compresor del aire acondicionado, y un par de cosas más que necesito para reparar el coche.

—Pensaba que estábamos sin blanca. Es decir, necesitamos el dinero que nos queda para comida y muebles.

—No te preocupes por eso —aseguró León—. Conozco a ese chatarrero desde hace años. A mí me cobrará sólo unos peniques. Así que yo consigo las piezas y vosotros podéis usar mi local para arreglar el coche. A cambio, Dave me hará algunos recados. Entre el negocio de vehículos de segunda mano y los dos pubs, siempre me viene bien un recadero durante unas horas de vez en cuando. Puedes saldar la cuenta a cinco libras la hora.

Dave asintió.

—Se lo agradezco mucho, señor Tarasov. Y trabajaré duro, lo prometo.

—¿Cómo te las has apañado para asegurar ese coche? Un jovencito de diecisiete años, conduciendo un Mondeo de dos litros. Te habrá costado un pastón.

Dave actuó como si se sintiera incómodo.

—He visitado algunas aseguradoras, pero la cuota supera las mil libras. No puedo pagar esa cantidad.

León sacudió la cabeza.

—Debes tener cuidado. Cuando pillan a un muchacho de clase media, se lleva una multa. Si el juez ve a un palurdo como tú, o como yo, conduciendo sin seguro, te castigará duramente. En especial si tienes antecedentes.

—¿Tienes antecedentes, Dave? —preguntó Pete.

—He tenido algunos roces con la ley —contestó él con simulada vergüenza.

CHERUB había pulido esmeradamente todos los detalles del pasado de Dave y James para potenciar al máximo sus posibilidades de acercarse a Tarasov. El coche estropeado le permitía a Dave aproximarse en busca de consejos para repararlo, mientras que la combinación de antecedentes penales y la escasez de dinero convertían a James y Dave en la clase de jóvenes de quienes se aprovechaban gustosamente sinvergüenzas experimentados como Tarasov.

—Me trincaron conduciendo un coche robado —confesó Dave—. Pensaba que iban a encarcelarme, pero me apuntaron a un programa especial donde aprendías a arreglar coches y cosas de ésas.

James tuvo que reprimir una sonrisa cuando captó un brillo oportunista en los ojos de Tarasov. Era espeluznante cómo una operación CHERUB bien planeada podía manipular a alguien.

—¿Sabes, Dave?—dijo León, entrelazando sus dedos como salchichas y sonriendo—. Mi difunto hermano y yo llegamos a este país hace treinta años. Lo único que teníamos eran unas katiuskas y unos monos manchados de tripas de pescado. De modo que cuando veo muchachos como tú y James, se me parte el corazón. Sé lo que se siente, y voy a hacer lo que esté en mi mano para ayudaros.

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Dave y James sonrieron a la vez.

—Gracias, señor Tarasov —dijo Dave—. Se lo agradecemos.

James estaba de nuevo en casa, mirando la tele con los pies en la mesita de centro. Cinco horas después de la comida, seguía sintiéndose a rebosar con los platos de Sacha; no era de extrañar que todos los Tarasov tuviesen sobrepeso. Dave entró con una bandeja de pollo al curry con patatas Bombay.

—¿Cómo puedes tragarte eso después de todo lo que hemos comido? —preguntó James.

Dave le demostró la técnica mientras se sentaba a su lado.

—Clavar el tenedor, levantarlo lleno, introducirlo en la boca. ¿Quieres un poco? —Sostuvo el tenedor con pollo al curry debajo de la nariz de James, que le golpeó el brazo.

—¡No! —bufó—. Si tu apestoso curry me hace vomitar, giraré la cabeza hacia tu lado.

—No puedes culpar a nadie más que a ti mismo. Te has comido un cuenco bestial de estofado, luego chuletas de cerdo, asado, montones de verduras y tres porciones de pastel. Has comido tanto como León, y él debe de pesar unos ciento veinte kilos.

James pensó en el pastel de zanahoria helado de Sacha. No podía conciliar lo bueno que le había parecido al comerlo con lo mal que se sentía sólo de recordarlo.

—¿Aún te encuentras mal? —sonrió Dave, tragando un bocado de patatas—. ¿Qué es lo que menos te gustaría comer ahora mismo? ¿Huevos poco hechos? ¿Un empalagoso bizcocho con crema y frutas? ¿O una hamburguesa de ternera, toda cruda en el centro para que sientas cómo gotea la sangre cuando le des un mordisco?

—Dave, no tiene gracia —repuso James chasqueando la lengua—. ¿Por qué no cierras el pico y me dejas ver la tele?

Dave soltó una carcajada.

—¿De verdad estás viendo Cánticos de alabanza? Jamás te había tenido por un tipo religioso.

James se encogió de hombros.

—Estaba viendo un programa sobre hipopótamos. Quería cambiar de cadena cuando terminó, pero el mando a distancia se ha colado entre los cojines y estoy demasiado lleno para moverme.

Aquello hizo que Dave riera con más fuerza, y James no pudo evitar ver el lado divertido de sus propias palabras.

—Deja ya de cachondearte —pidió con una mueca—. Estoy fatal.

—Te diré qué puedes hacer —dijo Dave, poniéndose serio durante un momento—. Hay un medicamento para la indigestión en el botiquín verde que nos dio Zara. Lo puse en la repisa del cuarto de baño.

—Estupendo —suspiró James, levantándose del sofá a duras penas—. Un trago de eso servirá.

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19. GENIALEl medicamento ayudó, y James ya se sentía bien hacia las diez y media,

cuando se fue a la cama. Durmió de un tirón hasta que llamaron al timbre de la puerta, a las ocho de la mañana del lunes. Salió al pasillo, y allí se encontró con que Dave estaba abriendo la puerta a León Tarasov.

—Hola, señor Tarasov—saludó Dave con tono sorprendido y ataviado sólo con sus boxers.

—No soy tu profesor, muchacho. Llámame León.

—Pensaba que tenía que ir a verlo más tarde a su negocio de coches.

—Tengo una pequeña propuesta. Trabajo fácil. ¿Te importa que pase?

Dave dio la impresión de no estar despierto del todo.

—Umm, supongo... Claro, claro.

Lo condujo hasta el salón. Al avanzar pesadamente por el pasillo, el barrigón de León tenía una estrafalaria consistencia que a James le recordó una clase de Geografía en que vieron el vídeo de un superpetrolero que cruzaba el canal de Panamá. Tarasov se dejó caer en el minúsculo sofá mientras James cruzaba el umbral detrás de Dave.

—Vosotros habéis tenido problemas con la ley —empezó León—. De modo que seguro que entendéis ese viejo refrán de que en boca cerrada no entran moscas.

Dave asintió.

—Yo no soy un soplón.

—No se trata de que vosotros en concreto seáis unos soplones, sino de todo —señaló, gesticulando con las manos—. Las palabras circulan por todos lados, ¿comprendido?

—En boca cerrada no entran moscas —sonrió Dave mientras James asentía.

—Sé que el único dinero con que contáis procede de la Seguridad Social. Anoche me puse a pensar en la cama y me dije que podría proponeros algo que daría un impulso de verdad a vuestras finanzas. Quizá incluso hasta la bonita cantidad de dos mil libras a lo largo del próximo mes o un poco más. ¿Os interesa?

James y Dave se sonrieron el uno al otro abiertamente, como sería de esperar en dos pelagatos a los que acaban de poner una cantidad de cuatro cifras delante de las narices.

—Por supuesto que nos interesa—contestó Dave con una sonrisa de oreja a oreja.

—Bien. Obviamente el plan no es legal, pero sí consistente. Conozco a gente que trabaja para algunas de las mayores agencias de limpieza a domicilio. Los clientes son en su mayoría tipos adinerados que no pueden tomarse la molestia de buscar una asistenta. En vez de eso llaman a Grand Limp, Casa Limpia, Superservicio o quien sea. La señora de la limpieza va a la casa a limpiar cuando los dueños están trabajando, y lo más que se acercan esos ricachones a frotar la mugre de su plato de ducha es cuando pagan las

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facturas con su tarjeta de crédito.

»Y ahora viene la parte buena: en esta época del año, la mayor parte de esos ricachos se toman unas largas vacaciones y cancelan el servicio de limpieza. Eso deja a mis contactos con llaves de las casas y los códigos de las alarmas antirrobo durante dos o tres semanas, mientras que unos coches carísimos descansan en el garaje.

—Déjame adivinarlo —dijo Dave con una sonrisa malévola—. Los coches ya no están esperando a sus dueños cuando éstos regresan.

—Bingo —sonrió León, chasqueando la lengua—. Sólo nos interesan los coches prácticamente nuevos que podemos llevar a Europa del Este o desmontar en piezas. En cuanto tengo las llaves de la casa y el código de la alarma, mando a alguien a reconocer el terreno. Este ojeador tiene todo el tiempo del mundo para registrar la casa y encontrar las llaves del coche. Al día siguiente, otra persona fuerza la entrada y activa la alarma. Eso carece de importancia, pues el ojeador ya habrá dejado las llaves del coche en el contacto. Estaréis muy lejos antes de que la policía tenga noticia.

—¿Por qué no podemos usar las llaves de la casa para entrar? —preguntó James.

Dave le dirigió una mirada desdeñosa.

—Porque entonces sería obvio que el robo se ha producido desde dentro.

—Oh —exclamó James, consciente de que había estado lento—.Ya lo pillo.

—¿Y la policía nunca sospecha de la empresa de limpieza? —inquirió Dave.

—Podría ocurrir —contestó León—. Si robáramos diez coches en un breve espacio de tiempo y si todas las acciones estuviesen relacionadas con una sola empresa. Pero actuamos en un plano muy amplio: diferentes zonas, diferentes compañías. .. y mantenemos el número de robos en un goteo razonable.

»En cualquier caso, y con la avalancha veraniega, me irían bien un par de manos extra para la tarea de irrumpir en las casas y llevarse los coches.

—¿Cuánto ganaríamos? —preguntó Dave.

—Doscientas cincuenta libras por trabajo.

—¿Cada uno? —inquirió James.

—Una sola persona puede encargarse de todo. Podéis ir los dos si queréis, pero no voy a pagaros más por eso.

Dave sabía que aquél era un gran paso hacia el mundo criminal de León, pero podría resultar sospechoso si aceptaba sin mostrar ninguna aprensión.

—La cuestión, León, es que yo tengo antecedentes. Si me trincaran con otro coche robado, me enfrento a un arresto de dos años como menor de edad.

—Mira —repuso el ruso encogiéndose de hombros—. No os lo tendré en cuenta si esto no es para vosotros. Sólo os estoy haciendo una oferta. Con cinco o seis trabajos durante el próximo mes, ganaréis lo bastante para reparar el coche y acondicionar este agujero.

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—Doscientas cincuenta libras no es mucho. Es decir... estamos hablando de robar automóviles que valen veinte o treinta mil.

—Tengo gastos. El ojeador, la empresa de limpieza... Además, el hombre que traslada la mercancía al continente no cobra precisamente según los precios de las guías de segunda mano. Me puedo dar por satisfecho si consigo cinco mil libras por un Mercedes que acaba de salir de la tienda por treinta mil.

—Te agradezco la oferta, León —declaró Dave—. Pero arriesgar dos años de mi vida debe de valer unas cuatrocientas libras.

—La avalancha veraniega ha empezado, y ahora mismo tengo más coches que ladrones... —León sonrió—. Ampliaré la propuesta a trescientas, pero ahí me planto.

—Trescientas veinticinco.

León balanceó la cabeza, pensativo, antes de tenderle la mano a Dave.

—Una cosa más —añadió mientras cerraban el acuerdo con un apretón de manos—. He mantenido a la policía a raya durante todos estos años a base de ser muy cuidadoso. De modo que ahora que todo está claro, nunca volveremos a hablar del tema, ¿entendido? Mi gente os llamará. El dinero os llegará al buzón. Si me preguntáis algo sobre esto, no me gustará nada, y lo único que obtendréis será una mirada de perplejidad.

—¿Y qué pasa si hay alguna complicación, como que no nos paguen o algo así?

—Tendréis un número al que llamar —respondió León, levantándose esforzadamente del sofá. Se giró hacia James—. Yo no mezclo a mi familia con los asuntos turbios, así que cuando estés con Max o liza, no digas ni pío de esto, ¿queda claro?

—No se preocupe —aseguró James, y se derrumbó en el sofá cuando aquella increíble mole se dirigió a la puerta principal.

Se despatarró y se permitió sonreír ante el rápido avance de la misión, y luego dio un súbito respingo al notar que un dedo le tocaba el hombro.

—¿Ya se ha ido mi padre? —susurró Sonya Tarasov.

—¡Dios! —exclamó James sin aliento girándose de repente, y vio a la joven sentada en la moqueta detrás del sofá—. Me has pegado un susto de muerte. ¿Has estado escondida ahí todo el tiempo?

Cuando la impresión empezó a remitir, se dio cuenta de que Sonya estaba desnuda, y se le dibujó una gran sonrisa.

La muchacha se cubrió el pecho con los brazos.

—Deja de mirarme así, enano pervertido —refunfuñó.

—He visto cosas mejores —soltó él con una risita.

—James, compórtate —dijo Dave al regresar. Le lanzó su albornoz a Sonya—. He traído aquí a tu padre porque pensaba que estabas en la cocina.

—¿Y volver a esconderme debajo de ese fregadero? —replicó ella—. Aún me duele la espalda después de lo de ayer.

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—¿Qué estabais haciendo en la cocina sin nada de ropa? —preguntó James con una mueca—. Lo juro por Dios: no pienso comer nunca más en esa mesa.

Sonya se puso el albornoz y se anudó el cordón a la cintura, sentándose a horcajadas en el brazo del sofá.

—Dave, te lo suplico, por favor, no te involucres en los asuntos sucios de mi padre.

Él se encogió de hombros y se puso una camiseta.

—Se ha ofrecido a echarme un cable, Sonya. Mira esta pocilga en que vivimos. Necesito dinero para reformar el apartamento, y me costaría quinientos años del sueldo que ganaría trabajando en un supermercado o en un local de comida rápida.

—Pero ¿y si te pillan? Seguro que acabas en la cárcel, y James probablemente te acompañaría, o volvería a un hogar de acogida.

—Pues entonces no me pillarán.

Dave se acercó para calmar a Sonya con un beso, pero ella no lo aceptó.

—Mi padre no debería involucrarte en esas historias —murmuró la joven—. Ni siquiera necesita seguir haciéndolo; tiene dos pubs que marchan muy bien y el negocio de coches que va viento en popa. Te está utilizando, Dave. Si de verdad quisiera ayudarte, podría ofrecerte un empleo de verdad, o buscarse a otra persona para sus chanchullos.

—Sonya, nos conocemos desde hace dos días —señaló Dave—. Me gustas mucho, pero no puedes dirigir mi vida.

—Estupendo, pasa de mí—replicó ella encogiéndose de hombros—. Pero te lo advierto: mi padre sólo piensa en su propio interés, y no iré a visitarte si acabas entre rejas.

—Escucha, Sonya, ya sé que intentas protegerme, pero necesito ese dinero.

—Mi padre es como el teflón: nada se le pega. ¿Sabes?, el año pasado hizo un negocio tremendo, el más grande de toda su vida. Mi pobre madre se puso enferma al pensar que la policía le buscaría las cosquillas, pero ni se le acercaron.

—¿Qué es lo que hizo? —preguntó James inocentemente.

—Jamás nos lo ha contado, pero todos suponen que sacó una buena tajada de un robo grandísimo —contestó Sonya. De pronto le cambió la cara, sorprendida al mirar el reloj de pared—. Oh, mierda. Son las ocho y media y aún no estoy vestida. Voy a llegar tardísimo a clase.

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20. CUENTASCuando Dave se marchó al desguace de automóviles con Pete Tarasov,

James empezó a dar vueltas por el apartamento. No tenía sentido matricularse en alguna escuela local, pues sólo faltaban dos días para el inicio de las vacaciones de verano.

No había nada que James pudiera hacer por la misión mientras Max, Liza y los demás muchachos del barrio estuvieran en clase. Por desgracia, Zara había reparado en ese detalle y le había pedido a un par de sus profesores que le prepararan deberes.

Después de que se fuera Dave, James se puso a jugar al FIFA 2005 con su Playstation. Tenía un juego empezado, con el Arsenal liderando la primera división con cinco puntos de ventaja, que él aumentó a ocho a base de cepillarse al Chelsea. Sabía que debía hacer los deberes, pero los goles no paraban de llegar, y cuando dieron las doce del mediodía ya había dejado en la cuneta al Liverpool, el Charlton y el Aston Villa. Al final perdió su toque mágico en un decepcionante partido contra el Tottenham Hotspur: el ordenador se concedió a sí mismo un penalti durante la prórroga, cuando iban empatados a dos goles.

—¡Métete el penalti por el culo! —chilló James, dándole una patada a la mesita de centro. Lanzó el controlador por los aires y apagó de un manotazo la consola—. Estúpido juego de mierda... Seguro que lo ha programado un fan del Spurs o un imbécil de la misma calaña.

Cuando se tranquilizó, se dio cuenta de que tenía hambre;. Untó tostadas con Nutella y adornó cada rebanada con un chorrito de nata. Era casi la una cuando por fin abrió los libros.

Se tumbó en la cama y se preguntó cómo, con la cantidad de grandes batallas, civilizaciones y catástrofes de la historia para elegir, su profesor había decidido mandarle una redacción de mil quinientas palabras, con un mínimo de tres ilustraciones, sobre un tema tan espantosamente falto de interés como las condiciones de salubridad del agua en la época victoriana. A James le fastidiaba todo lo que suponía escribir largas redacciones, especialmente porque el señor Brennan tenía la costumbre de quejarse por sus garabatos de zurdo y le hacía reescribir trabajos enteros desde la primera palabra.

James se vio atraído por la única asignatura en que era bueno. La mayoría de los estudiantes ni siquiera empezaban las matemáticas de reválida hasta los catorce años, pero él ya las había aprobado con sobresaliente el noviembre pasado e iba muy adelantado en las de nivel avanzado. Se puso cómodo en la cama, con una tablilla sujetapapeles y un grueso libro de texto en el regazo, dispuesto a adentrarse en el test que había al final del capítulo 14 F: «La regla del trapecio para la integración aproximada.»

Ser brillante en matemáticas no era la clase de cosa que hacía derretirse a las chicas, pero, aunque él le quitaba importancia, estaba orgulloso en secreto. Era bueno tener una asignatura en que sólo sacaba sobresalientes y cuyos profesores le sonreían al encontrarlo por los pasillos, en vez de llevarlo aparte y exigirle que no entregara los deberes con retraso, como hacían los demás.

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James estaba absorto en el test cuando llamaron a la puerta. Salió de su habitación, y le sorprendió ver un uniforme de policía a través del cristal esmerilado de la puerta.

—Hola —saludó Millie con una sonrisa cuando el muchacho abrió—. Así que estás aquí. He intentado llamarte al móvil.

James alargó la mano hacía la chaqueta de chándal que había colgada junto a la puerta y sacó el móvil de un bolsillo.

—Se ha quedado sin batería. Soy el peor del mundo en acordarme de cargar el teléfono.

Millie entró.

—He pensado que podría pasarme por aquí, sólo por esta vez —dijo cerrando la puerta—. Si alguien del vecindario te pregunta por qué he venido, dile que estaba investigando tu detención del otro día.

James pensó que la joven policía tenía muy buen aspecto, incluso con zapatos y el traje que desdibujaba sus formas. Al sentarse en el sofá, Millie abrió la pequeña mochila que llevaba consigo y sacó una bolsa de papel.

—He traído sándwiches y pasteles. ¿Ya has comido?

—Sólo unas tostadas —contestó James, abriendo la bolsa para examinar la selección de manjares—. ¿Te importa si me tomo el sándwich de salmón ahumado? Es que el otro lleva mayonesa, y me sienta fatal.

Millie esbozó una sonrisa tensa.

—Toma todo lo que quieras. Yo casi me limitaré a comerme mis palabras.

—¿Eh?

—Que voy a comerme mis palabras —repitió, y metió la mano en la mochila para sacar unas hojas fotocopiadas. Cada hoja era la copia de un impreso, el 289 B: notificación OFICIAL A UN AGENTE DE UNA INVESTIGACIÓN SOBRE MALA CONDUCTA, con el nombre de Michael Patel escrito en la esquina derecha—. Si alguien presenta una queja sobre un oficial de policía, se le envía una copia de este impreso al agente en cuestión y se guarda otra en su expediente permanente. Todos los oficiales que trabajan en primera línea recogen unas cuantas quejas. A mí misma me han investigado dos veces; en ambas ocasiones era alguien a quien yo había detenido y que quería vengarse mediante una acusación falsa.

James contó las hojas.

—Aquí hay ocho impresos.

Millie asintió.

—Es más de la media, pero ningún hecho quedó confirmado. Además, los agentes de minorías étnicas suelen recibir más quejas que los blancos.

—¿Por racismo?

—Exactamente. Pero la cuestión es que... Mira las dos últimas copias que he marcado con rotulador fluorescente. Lee la casilla seis.

James separó los impresos.

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—Casilla seis: «Acusaciones principales —leyó en voz alta—. Agresión a un menor mientras se encontraba a cargo del calabozo de los detenidos de la comisaría de Holloway.» —Miró la imputación de la otra hoja—: «Una chica de quince años fue agredida por el oficial mientras la metía en un vehículo. La víctima sufrió contusión y un corte en la cabeza que requirió tres puntos de sutura.»

—Ninguna de las acusaciones fue probada porque no había evidencias firmes, lo que se convirtió en un caso de palabra contra palabra. Ambas quejas tienen más de cinco años, pero aun así...

James le dio un mordisco a su sándwich.

—La segunda es exactamente igual a lo que me hizo a mí.

—Lo sé. Cuando lo vi, me quedé boquiabierta. Me sentí fatal; prácticamente te llamé mentiroso delante de tu controlador de misión, James. Lo lamento mucho.

—Todos cometemos errores —repuso él encogiéndose de hombros—. Que se lo pregunten al chaval de once años al que pegué.

—Y tu comentario sobre que yo defendía a Mike porque es un poli... —continuó Millie—. Pues es muy cierto. A nadie le gusta la policía. A los malhechores no les gustamos por razones obvias, y las únicas veces en que tratamos con gente normal es en situaciones de gran estrés; como cuando tienen un accidente de coche, o cuando les han desvalijado la casa y no comprenden por qué no desplegamos a toda la brigada de delitos graves para que recupere su televisor robado. Todo el mundo la toma siempre con nosotros, y es casi una declaración de principios ponerte del lado de tus compañeros, porque ellos son los únicos que se pondrán de tu lado.

—Cuando me haya zampado este sándwich y el pastel de chocolate, probablemente ya ni me acuerde de aquello.

—Eres muy amable, James —sonrió Millie—. Aún no se lo he contado a John, y la verdad es que no me muero de gañas por admitir que me he comportado como una idiota. Te dejaré estos impresos para que se los enseñes a Dave, pero asegúrate de que no se queden por aquí y de que nadie más los vea.

—¿Quieres una taza de té?

Millie miró el reloj mientras mordía su sándwich.

—Mejor no. Tengo una reunión en la comisaría dentro de media hora. Pero te he traído algo más. —Sacó otro papel del bolso—. Dave me ha llamado esta mañana para contarme lo que dijo Sonya sobre que su padre había obtenido el dinero de un robo. Ésta es una lista de los principales robos sin resolver que se produjeron entre marzo y julio del año pasado. En total hay ochenta y seis, aunque calculamos que León necesitó unas doscientas mil libras para saldar todas sus deudas y comprar el segundo pub. Eso elimina todos excepto cuatro.

—¿Y León es sospechoso en alguno de ellos?

Millie negó con la cabeza.

—Creemos que no. En tres de los cuatro, la brigada de investigación criminal ya tiene una idea de quiénes son los sospechosos, aunque aún no

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cuenta con pruebas para llevar a cabo arrestos. El último fue un asalto a un camión de seguridad cargado con billetes viejos del Banco de Inglaterra que iban a ser destruidos; tenían un valor de tres millones de libras. Pero fue una operación de alta tecnología, y lo más seguro es que fuese un trabajo interno.

—Eso suena un poco grande para León Tarasov.

—Desde luego —asintió Millie—. Entre los maleantes del barrio han circulado muchas habladurías sobre un robo, pero, si te interesa, mi intuición me dice que todo es una cortina de humo urdida por León. Sólo hay una manera de que un delincuente como Tarasov consiga fácilmente doscientas mil libras.

James acabó la frase por ella:

—Tráfico de drogas.

—Acabas de leerme el pensamiento, James.

Cuando volvió a los libros, James asumió que al menos debía empezar el ensayo sobre las condiciones del agua victoriana.

Comenzó echando una ojeada al capítulo correspondiente del libro de texto, y luego tomó el cuaderno de ejercicios y escribió el título del trabajo y su nombre completo, lo que contaba como once palabras.

Empezó el primer párrafo:

En los tiempos Victorianos había montones de aguas residuales corriendo por todos lados en las calles de Londres. La gente se ponían ponía mala con enfermedades que ya casi no tenemos, como malaria, peste, polio y fiebre tifoidea, que eran galopantes. Con el tiempo las cosas mejoraron porque los Victorianos construyeron alcantarillas y e hicieron el agua más limpia.

Contó setenta palabras, incluyendo el título, su nombre y las que había tachado. Luego tachó «peste» y la sustituyó por «la muerte negra», lo que le daba dos palabras más. Al ver que aún le faltaban otras mil cuatrocientas veintiocho, tuvo la espantosa sensación de que ya había contado todo lo que sabía sobre las condiciones de salubridad victorianas.

Comprendió que tendría que copiar algo de Internet, pero cuando iba a sacar el portátil de debajo de la cama llamaron a la puerta.

Era Hannah, vestida con medias blancas, una falda larga gris, una blusa verde pálido y una corbata de rayas.

—¡Venga, déjame entrar! —chilló la muchacha, empujando a James y cerrando la puerta.

—¿A qué tanto pánico?

Ella no contestó a su pregunta.

—Tú no tienes novia, ¿verdad, James? Dime que no.

Él negó con la cabeza.

—¿Qué pasa...?

Antes de que pudiera acabar la frase, Hannah le echó los brazos al cuello, se puso de puntillas y empezó a besarlo. Tardó medio minuto en

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separarse.

—¿Qué te ocurre? ¿Por qué llevas ese uniforme tan raro? —preguntó Jaimes.

Hannah respondió atropelladamente.

—Detesto llevar esto. Me expulsaron temporalmente de mi vieja escuela después de la muerte de Will, y mis padres me matricularon en un colegio privado. Dame tu número de móvil. —Se lo apuntó en la muñeca mientras él se lo recitaba—. En clase no he podido dejar de pensar en ti, James. La forma en que nos defendiste el sábado fue alucinante. Pero mi padre estaba como loco al recogerme en la comisaría y ahora estoy castigada sin salir. A él no le gusta que vaya con los chavales del barrio, y no creo que pueda librarme antes de una semana. Pero intentaré llamarte luego para charlar un rato, ¿vale?

James sonrió.

—Sí, claro.

Hannah le dio otro beso.

—Si mi padre nos pilla, siempre puedes romperle los brazos.

Recogió la mochila que había dejado caer al suelo, dio media vuelta con su falda plisada y se encaminó a su casa por la galería.

James fue a jugar un partido con Max y Charlie cuando éstos volvieron del colegio, y luego lo invitaron a cenar en casa de los Tarasov. Tras su experiencia de una comida rusa de cuatro platos, James declinó las insistentes ofertas de Sacha para que repitiera.

Cuando regresó al apartamento, Dave y Sonya estaban viendo la tele en el salón, aunque por fortuna esa vez llevaban la ropa puesta. James fue a su habitación y descubrió un mensaje en el móvil: «TIENS VÉRTIGO? HANNAH:)»

James pensó que era una pregunta muy rara y contestó: «NO, XKÉ?»

Hannah estaba confinada en su habitación, con el teléfono justo al lado, de modo que respondió de inmediato. «KIERS JGAR A1JGO?»

James estaba intrigado: «SÍ.»

A ella le costó un poco escribir el siguiente mensaje. «VE 2° PISO, GIRA DRCHA. VE FINAL GALRIA. MANDAM MENSA KUAND LLGUES.»

James no adivinaba qué estaba tramando la muchacha, pero decidió seguirle el juego. Agarró las llaves del apartamento y el móvil, salió y subió al piso superior.

«AKÍ STOY», escribió al dirigirse hacia el muro de hormigón al fondo de la galería. Unos segundos después sonó su teléfono.

—¿Hannah? —contestó con una sonrisa—. ¿De qué va esto?

—¿Puedes ver la salida de emergencia?

—Sí.

—Cruza esa puerta.

—Hannah, ¿de qué demonios va esto?

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Ella rió entre dientes.

—Tú cruza esa puerta y a lo mejor lo averiguas.

James mantuvo el teléfono pegado a la oreja mientras empujaba una puerta decorada con grafiti y accedía a un hueco de escalera de hormigón.

—Joder —exclamó conteniendo la respiración—. Esto apesta a meados.

—Sube por la escalerilla y sal por la trampilla.

James miró la escalerilla de aluminio que había atornillada a la pared y la trampilla del techo, encima de él.

—Hannah, tiene un candado enorme.

—Tú sube y empuja con todas tus fuerzas —respondió ella—. Tengo que dejarte; se me está acabando el crédito.

James oyó que se cortaba la comunicación. Se guardó el móvil en el bolsillo y trepó por la escalera. No veía cómo iba a superar el escollo del candado, pero empujó como le habían indicado y se abrió una rendija por la que entró la luz del sol. Se dio cuenta de que habían quitado los tornillos de los goznes que había al lado opuesto del candado. Abrió la trampilla por completo, y luego salió al tejado plano del bloque de apartamentos. El sol le daba justo en los ojos, pero reconoció la silueta de Hannah, que se acercaba sobre la cubierta de asfalto.

—La gran evasión —dijo ella con una gran sonrisa, rodeándolo con sus brazos—. En mi piso hay otra trampilla. Está justo fuera de mi habitación, y ahora mi viejo está abajo viendo la tele.

Se había cambiado el uniforme escolar por una camiseta y unos leggings.

—Estás fantástica —declaró James, consciente de pronto de que él llevaba el pelo revuelto y olía a sudor por haber jugado al fútbol.

—Gracias. ¿Has oído hablar de Will?

James se sintió un poco incómodo.

—Max lo mencionó. Era tu primo o algo así, ¿no?

—El pobre tonto... —exclamó ella con tristeza—. Ven aquí; te lo enseñaré.

Tomó a James de la mano y lo condujo hasta el extremo del tejado. Se detuvo en el mismo borde, con la punta de sus Nike asomando al vacío.

—Ten cuidado —advirtió James, que se paró un paso detrás de ella—. Hay muy buena vista del centro de Londres; debemos de estar muy altos.

Hannah le dedicó una media sonrisa.

—Bueno, al fin y al cabo este barrio se encuentra en una colina.

James se sintió estúpido.

—Sí, claro, es verdad.

—Pero tienes que mirar abajo —señaló la muchacha—. Y has de estar justo en el borde para captarlo bien.

James arrastró apenas los pies hacia delante y miró la fachada del

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edificio desde arriba. Comparado con la zona más elevada del curso de asalto del campus, no resultaba tan temible. Al menos hasta que reparó en la barandilla retorcida que había a ras de suelo.

—Éste es el lugar exacto —murmuró.

—Ni siquiera han tenido la decencia de reparar la barandilla —dijo Hannah, apartándose del borde con semblante apenado—. Cada vez que paso por ahí delante, veo a Will con la espalda rota y sangrando por la oreja.

—¿Erais buenos amigos?

—Solía jugar con él cuando era pequeña, pero después ya no mucho. Will era un obseso de la informática y los ordenadores. No tenía colegas, pero era divertido y muy, pero que muy listo. Hacia el final empezó a estar drogado todo el tiempo. Creo que estaba deprimido.

—Pobre tío —dijo James muy serio, y lanzó un último vistazo hacia abajo antes de retroceder.

Hannah apoyó la cabeza en el hombro del muchacho y soltó una risita nerviosa.

—Seguro que piensas que soy una completa chiflada por pedirte que subieras aquí. He pasado todo el día pensando en cómo podría reunirme contigo a pesar de estar castigada, y... Bueno, ésta debe de ser la peor cita de toda tu vida.

James le pasó un brazo por la espalda.

—Qué va; es genial —afirmó con una sonrisa tranquilizadora—. Desde aquí arriba la vista es estupenda. Seguro que será precioso ver las luces de la ciudad cuando oscurezca.

Le dio un breve beso en los labios, pero ella seguía triste y James comprendió que no era el momento apropiado para un morreo. Acabó sentado en el asfalto tibio, con la espalda recostada en un conducto de ventilación metálico y la cabeza de Hannah en el regazo. Charlaron de muchas cosas mientras el sol se ponía.

A James le gustaba Hannah de verdad. La chica tenía un carácter espontáneo y un corrosivo sentido del humor. Deseó que se hubieran conocido en circunstancias distintas. Entonces él habría podido hablarle de Lauren, de su madre y de quién era en realidad, en vez de tener que ceñirse a la historia que le habían construido.

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21. CAYENNEDave estaba sentado a la mesa leyendo el Daily Star. James se le acercó

relajadamente y agitó unas hojas de ejercicios arrugadas debajo de su nariz.

—¡Tachán! —anunció—. Ha sido una buena mañana de trabajo. Mil quinientas once palabras sobre las condiciones de salubridad del agua en la época victoriana. Tres gráficos en color, y todo con mi mejor letra.

Dave alzó la vista con una sonrisa.

—Has tirado la casa por la ventana con esas once palabras de más, ¿eh? ¿Qué es esa mancha tan grande?

—Se me ha caído una lata de Coca-Cola por encima, pero por suerte no se ha corrido la tinta.

—Tal vez deberías repetir esa hoja, James. Ya sabes lo quisquilloso que es el señor Brennan. Entregarle el trabajo con esas manchas es como suplicarle que te mande reescribirlo todo.

James sabía que Dave estaba en lo cierto, pero la idea ensombreció su buen humor.

—Mierda... Bueno, vale, ya lo repetiré mañana; sólo hay que copiar una página. ¿Y cómo es que tú no tienes deberes?

—Estoy esperando los resultados de la selectividad. Mi tutor dice que aún parezco lo bastante joven para quedarme en CHERUB un año más antes de empezar en la universidad, pero yo pienso que podría irme de viaje. Me apetece ver Tailandia, Australia y lugares así.

James sonrió de oreja a oreja.

—Genial.

Dave pasó la hoja del periódico y soltó un respingo.

—¡Uau! Imagínate despertar al lado de un par de éstas.

James rodeó la mesa para mirar la fotografía de una modelo en topless, sentada sobre un balón de fútbol.

—Tiene las piernas demasiado delgadas —sonrió—, pero aun así no le diría que no.

Dave miró el reloj.

—Oh, ya son las doce menos cuarto. Raúl quiere que le entreguemos el coche antes de la ocho de la tarde...

—¿Quién es Raúl? —interrumpió James.

—Un tío que trabaja con León. Me ha llamado por lo del trabajito. No quiero que nos veamos en medio de la hora punta, así que propongo que vayamos a algún lugar decente para almorzar. Luego tenemos que tomar el metro hasta Pinner.

—¿Eso queda lejos?

Dave asintió.

—Al noroeste de Londres, tras un buen trayecto en la línea metropolitana. Tendremos que hacer transbordo en Baker Street, y la casa

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está a un cuarto de hora de la estación. Después debemos llevar el coche a un garaje cerca de Bow Road.

—¿Le has contado a Millie todo esto?

—Por supuesto —contestó Dave—. En cuanto no haya riesgo de comprometer nuestra misión, pasará la información a la unidad que se ocupa del robo de vehículos.

—Quizá puedan atrapar a León por esa vía.

—Sí, si encuentran evidencias lo bastante firmes para probar delante de un tribunal que hay un vínculo entre León y los coches robados. Pero eso es mucho suponer. Ya has visto lo bien que se cubre las espaldas.

La casa estaba más lejos de la estación de lo que imaginaban los chicos. Los dos llevaban gorras de béisbol con la visera sobre la cara, y Dave se puso unas gafas de sol de espejo en cuanto entraron en Montgomery Grove. Era una calle elegante, flanqueada por viviendas adosadas.

Dave sacó un papel del bolsillo y releyó las instrucciones. Era un gesto inducido por los nervios, porque habría podido recitarlas de memoria.

Pasaron ante un par de chiquillos en bicicleta, y Dave se giró hacia James cuando aquéllos ya no podían oírlos.

—La alarma antirrobo se activará treinta segundos después de que entremos, así que nada de perder el tiempo, ¿entendido?

James chasqueó la lengua.

—Pues claro.

—El coche está en el garaje, y el ojeador dejó las llaves en el contacto. Cada uno colocaremos una placa de matrícula.

—¿Qué coche es?

—Un Porsche Cayenne Turbo.

—¡Oh, madre mía! —exclamó James—. El todoterreno. ¿Puedo conducir? A mí me van más las motos que los coches, pero el Cayenne alcanza los. doscientos setenta kilómetros por hora, a pesar de ser enorme.

—Buena idea. Un chaval de trece años conduciendo un automóvil de sesenta mil libras por Londres a plena luz del día. Eso no atraerá la atención de nadie.

James sonrió.

—De todos modos, sigo pensando que deberíamos haberlo hecho anoche.

—Lo que se pierde por un lado se gana por el otro —repuso Dave—. La oscuridad es una ventaja a la hora de colarse en la casa, pero por la noche circulan menos vehículos, así que resulta más difícil mezclarse con el tráfico durante la huida.

James se detuvo y avisó a Dave:

—Número treinta y seis. Éste es.

Se pusieron guantes de goma mientras recorrían el sendero de acceso.

—¿Nervioso? —preguntó Dave.

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James sonrió.

—Sólo un poco.

—Recuerda una cosa: no vamos a poner nuestras vidas en peligro por ese cabrón de Tarasov. Si el asunto se complica, desistimos.

—Bien —asintió James, y fue hasta la puerta principal para llamar al timbre.

Dave se escabulló hacia el jardín trasero y sacó una palanca metálica de la mochila. Cuando pasó medio minuto y James estuvo seguro de que no había nadie en la vivienda, siguió a Dave a la parte de atrás y le hizo un gesto afirmativo con la cabeza.

Dave insertó la palanca en el marco de la puerta de cristal del invernadero. Necesitó un par de fuertes empujones para reventar el cerrojo, seguidos de una embestida con el hombro y una patada para romper la cadena interior.

Dave se sujetó el dolorido hombro mientras cruzaba deprisa el húmedo invernadero para entrar en la casa, con James pisándole los talones. Éste sintió un brote de ansiedad al percibir el sonido intermitente de una alarma antirrobo: la cuenta atrás de los treinta segundos antes de que se activara la sirena principal.

Atravesaron un salón lujosamente amueblado, con una gigantesca fotografía de una pareja y sus dos hijos colgada sobre la chimenea. Dave abrió una estrecha puerta que llevaba a un garaje doble. Había un BMW negro al lado del enorme Porsche.

—Todo de calidad —sonrió James.

Dave le tendió una placa de matrícula.

—Pon esto.

Raúl le había entregado un juego de matrículas adhesivas. El número correspondía a otro Cayenne Turbo del mismo color; de ese modo, si la policía veía el vehículo y hacía una comprobación informática, saldrían limpios.

La alarma principal se disparó mientras estaban acuclillados en los extremos opuestos del todoterreno. James tuvo que quitarse un guante para levantar con la uña el protector de la banda adhesiva de la placa, pero en su estado de nervios era un auténtico manazas. Maldijo para sus adentros cuando vio que Dave ya había pegado la placa trasera y estaba subiendo al asiento del conductor.

—¿Qué demonios estás haciendo? —le gritó Dave por encima de los aullidos de la alarma.

James logró por fin levantar la banda protectora y retirarla. Cuando fijó la matrícula, Dave ya había puesto en marcha el motor. Rodeó el coche a toda prisa y saltó al asiento del copiloto. Dave estaba desquiciado.

—¡No encuentro el control remoto! —chilló.

—¿Qué? —exclamó James con voz estrangulada.

—Tendría que haber un botón en el salpicadero, o uno de esos chismes para abrir a distancia la puerta del garaje.

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James se le unió en la búsqueda. Abrió la guantera, y una cascada de mapas y gafas de sol le cayó en el regazo.

—Mierda.

—¡Sal y dale a ese interruptor! —ordenó Dave, señalando un botón verde encastrado en la pared.

James llegó a abrir la portezuela del copiloto, pero entonces reparó en el mando, que se balanceaba en la columna de dirección.

—¡Está en la cadena del llavero, imbécil! —bramó.

Dave agarró el mando y pulsó el botón. La puerta doble del garaje empezó a chirriar mientras se alzaba a una velocidad angustiosamente lenta. Cuando estaba medio abierta, una anciana ataviada con un sombrero de paja y guantes de jardinería se coló por debajo y abrió la portezuela del lado de James.

—Sal de este coche, jovencito —exigió—. En este vecindario no toleramos a los rufianes como vosotros.

Y aferró la camiseta del muchacho. Dave había empezado a avanzar, pero tuvo que pisar el freno. James tenía el brazo derecho libre y la fuerza suficiente para enviar por los aires a la mujer, pero no podía golpear a una anciana.

—¡Líbrate de ella! —chilló Dave.

James le dio un empujón, pero la mujer tenía las uñas bien hincadas en su camiseta y se la desgarró por el cuello al derrumbarse hacia atrás. Él se giró en el asiento de cuero y empleó las piernas para apartar a la mujer antes de cerrar la portezuela de nuevo. Ahora el garaje estaba abierto por completo.

—¡Arranca! —gritó James.

—¿La mujer tiene las piernas fuera del camino?

—Sí —contestó mientras Dave se ponía en marcha lentamente.

—No quiero pasarle por encima. ¿Estás seguro de que no le han quedado los pies debajo del coche?

—Ya te he dicho que está fuera de peligro. ¡Muévete de una puñetera vez!

El gran Porsche rugió al salir del garaje. Dave vio al marido de la anciana, que se acercaba temblequeante por el camino de acceso. Llevaba un blazer con botones dorados e iba armado con una horquilla de jardinero.

—¡Sinvergüenzas! —aulló.

Por espacio de un espantoso momento, James pensó que el viejo iba a clavar la horquilla en el capó. En vez de eso, la lanzó contra el coche como si fuera una jabalina. James se agachó instintivamente cuando las puntas de metal chocaron contra el parabrisas.

Cuando la horquilla cayó inofensivamente sobre la gravilla, Dave volvió a frenar de golpe para no atropellar a un chaval que corría en bici por la calle. En la casa de enfrente, toda una familia estaba saliendo precipitadamente para ver qué había hecho saltar la alarma.

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Dave miró a ambos lados de la calzada y salió a toda velocidad. Alcanzó los noventa y cinco kilómetros por hora antes de frenar bruscamente para girar a la derecha, hacia una calle más grande y concurrida.

—Esos dos vejestorios deben de estar deseando morirse —exclamó rabioso—. Si hubiéramos sido ladrones de verdad, podríamos haber llevado navajas o pistolas.

—Qué par de zumbados —declaró James, mirándose la camiseta desgarrada y sacudiendo la cabeza—. Zumbados, locos de atar, como cabras.

Dave tocó el claxon, dio un volantazo para esquivar a un vehículo detenido en un cruce, se saltó un semáforo en rojo, y aceleró a fondo mientras pasaban por la estación de metro, rozando los ciento quince kilómetros por hora.

—Será un milagro si conseguimos salir de aquí sin que nos trinque la policía —dijo—. Y no me importa lo que nos ofrezca León, ni lo que signifique para la misión: no pienso robar un solo coche más.

—Tienes toda la razón —coincidió James, mirando nervioso por encima del hombro, en busca de señales de que los seguía la policía—. No vale la pena.

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22. TRASTOSEl oxidado Ford de Dave entró en el solar de coches usados de León

justo después de las nueve de la mañana. Los carteles de plástico colgados en la caseta prefabricada anunciaban que Vehículos de Prestigio Tarasov estaba especializado en «los mejores automóviles Jaguar y Mercedes de segunda mano», pero la realidad era una penosa mezcla de coches de empresa retirados y pequeños vehículos de tres puertas.

No hay mucha gente que compre coches un miércoles por la mañana, así que a Pete Tarasov no le importó ayudar a Dave a colocar el nuevo compresor del aire acondicionado que habían conseguido en el desguace el día anterior. Levantaron el Mondeo con un gato, y los dos chicos estaban metidos debajo cuando León salió pesadamente de la caseta con dos tazas.

—¡He dejado té caliente sobre el capó! —gritó.

Dave salió a rastras de debajo del coche y se topó con una extraña perspectiva de la gigantesca barriga de Tarasov.

—Raúl me ha contado que vuestro trabajo de ayer fue el primero y el último —dijo León con una mueca.

Dave no estaba seguro de si podía hablar delante de Pete.

—No hay problema. Mi sobrino ya sabe de qué va esto —lo tranquilizó Tarasov.

—Por lo que he oído, tuvisteis un contratiempo con una abuelita —comentó Pete, antes de recoger su taza con unos dedos grasientos y beber un sorbo.

—Lo lamento, León —se disculpó Dave—, pero es que he estado en hogares de acogida o en instituciones estatales toda mi vida. Quiero un trabajo con el que James y yo podamos salir adelante. No quiero correr el riesgo de que me encierren.

—Lo entiendo —asintió el ruso—. Sin rencor. Parece que os visteis metidos en un buen lío, y no todo el mundo tiene estómago para robar coches.

—¿Sabes, tío León? He estado pensando... —dijo Pete.

Tarasov hizo una mueca.

—¿Por qué cada vez que utilizas el cerebro mi cartera se pone nerviosa?

Pete esbozó un sonrisa.

—En serio, tío León. Dentro de un par de meses me iré a la universidad. Dave sería mi sustituto perfecto aquí. Él sabe manejarse con los coches. Puede arreglar los problemillas que surjan cuando llegue material nuevo de las subastas, además de mantener limpios los vehículos, e incluso iniciarse en la venta cuando hay más clientes, los sábados.

León se encogió de hombros.

—Se me ocurren ideas peores. Pero ¿qué pasa con los estudios?

—Estoy pensando en solicitar plaza en alguna universidad —respondió Dave—, pero sólo a media jornada.

—Puedo enseñarle a Dave cómo funciona todo durante este mes o

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mientras esté aquí —propuso Pete.

—Te pondré un mes a prueba. Seis libras a la hora para empezar, y ya iremos negociando el salario conforme vayan las cosas.

—Gracias, León —exclamó Dave con una sonrisa de oreja a oreja—. No puedo creer lo bien que os estáis portando conmigo y con James.

Se giró para darle las gracias a Pete mientras León volvía a la caseta prefabricada.

—De nada—respondió Pete—. Pero asegúrate de no estar debajo de un coche cuando mi tío se entere de que has estado acostándote con su hija.

James se recuperó del decepcionante resultado frente al Tottenham a base de vencer a un par de rivales fáciles del FIFA 2005. Acabó con cinco puntos de ventaja a sólo cinco partidos del final, lo que significaba que casi tenía el título de campeón en el bolsillo. Hizo una pausa cuando Hannah lo llamó al móvil.

—¿No estás en clase? —preguntó James.

—Soy demasiado buena para ir a clase —respondió ella entre risas—. Estoy en el bus, de camino a casa. Hoy es el último día del curso. Al llegar a las puertas del colegio he pensado: «No lo resisto.»

—Normalmente el último día del curso es un desmadre —señaló James con una sonrisa—. Todos corren por los pasillos y abren las puertas de las aulas a patadas. En una de las escuelas en que estuve, hicimos saltar siete alarmas de incendio en un día.

—En mi escuela no. Creo que el momento culminante de la fiesta iba a ser un recital de clarinete. Bueno, ¿qué? ¿Te apetece que nos veamos?

—Por supuesto. Estoy sentado en casa, jugando con videojuegos.

—Mis padres están trabajando, y tu apartamento no es exactamente... um...

—Puedes decirlo —aseguró él con una carcajada—. Ya sé que vivo en un hoyo de mala muerte. Será mejor que vayamos a tu casa si crees que es seguro.

Cuando la muchacha colgó, James reanudó el juego que tenía a medias y lo terminó. Minutos después, Hannah golpeó en la ventana del salón con los nudillos. Condujo a James hasta su piso, que tenía dos alturas, como el de los Tarasov. El interior era casi excesivo, como si alguien hubiese visto demasiados programas televisivos de reformas en el hogar, pero la habitación de Hannah era estupenda. La muchacha tenía una colección de lámparas de lava, una alfombra de piel de cordero y un recortable de Austin Powers de tamaño natural clavado en la puerta.

—Retro —exclamó James con una sonrisa, mientras examinaba un viejo tocadiscos con los altavoces integrados en la parte frontal.

—Me gusta buscar cosas antiguas en los mercados y sitios así. Las tiendas son aburridísimas; al final todo el mundo acaba teniendo las mismas cosas.

James se arrodilló para inspeccionar una hilera de dos metros de discos.

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—¿De dónde has sacado todo esto?

—Mi padre iba a tirar un montón, y otros los he comprado en tiendas de segunda mano o en eBay. Ya que estás, elige una canción, y así veré qué gustos tienes.

La mayoría de los discos estaban metidos en simples fundas, de modo que había que sacarlos para leer el título del tema, escrito alrededor del agujero central. Mientras James iba revisándolos, tratando de encontrar algo que conociera, Hannah se cambió la falda y la blusa del colegio por una camiseta y unos pantalones cortos. James no era lo bastante audaz para girarse a mirar, pero le gustó lo que entrevió con el rabillo del ojo.

—Vale —dijo, sacando un single de la funda y levantando la tapa del tocadiscos. Pero en su vida había puesto un vinilo.

—Es automático —explicó Hannah.

Colocó el disco en el plato y pulsó el botón que hacía que el brazo se adelantara y bajara sobre el single. Tras unos chasquidos y crujidos, empezó a sonar el tema principal de The Monkees.

—Oh, genial —aprobó Hannah riendo entre dientes—. Buena elección.

—Solía ver The Monkees a través de la parabólica cuando era pequeño —dijo él con una sonrisa.

Hannah se plantó descalza sobre la alfombra, moviéndose al ritmo de la música.

—Sí, yo también —asintió.

Estuvieron sentados en la cama de Hannah durante más de una hora, escuchando viejas canciones y charlando. Ella se comportaba de un modo alegre, pero James percibió cierta tristeza debajo de la superficie. La muchacha se sentía como un pez fuera del agua en su colegio elegante, tenía grandes discusiones con su padre, y ahora su mejor amiga se pasaba casi todo el tiempo libre cuidando de su abuela.

Se dieron el primer beso en condiciones, pero Hannah decidió que tenía hambre cuando James intentó meterle la mano debajo de los pantalones para tocarle el trasero.

Él la siguió a la cocina, alisándose la ropa con una expresión desilusionada que probablemente sería visible desde el espacio exterior.

—¿A qué viene esa cara? —preguntó Hannah mientras colocaba palitos de merluza en la parrilla.

—Oh —respondió él lánguidamente, y se sentó con los codos en la mesa y las mejillas entre las manos—. Nada.

Ella se giró y le dedicó tal sonrisa que James supo que se estaba colando por ella. El manual de entrenamiento de CHERUB tenía un capítulo completo sobre los peligros de crear relaciones estrechas con la gente que se conoce en las misiones secretas, pero aquél seguía siendo el punto que peor llevaba James. Cuando la misión concluyera, aquella atractiva chica de catorce años que estaba preparándole el almuerzo y sonriéndole quedaría relegada a sus recuerdos, y él regresaría al campus para enfrentarse a su vida como marginado social.

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—No pienses en eso —murmuró.

—¿Qué? —preguntó Hannah.

James volvió a la realidad y se dio cuenta de que había dado voz a sus pensamientos sin pretenderlo.

—Estoy cansado —respondió lacónicamente—. Dave y yo estuvimos jugando con la Playstation hasta las tres de la madrugada.

—Debe de ser genial vivir sin padres. Los míos son unos capullos.

James asintió.

—Supongo, pero no tenemos dinero. Y la trabajadora social viene dos veces por semana para ver cómo me va.

—¿Sabes? He estado pensando en tu piso. Deberías darle una mano de pintura para alegrarlo un poco.

—Tenemos una subvención municipal para mobiliario. Cuando Dave tenga el coche arreglado iremos a Ikea.

—Ikea—protestó Hannah chasqueando la lengua—. Ese sitio es de lo peor que hay.

—Bueno, pero tienen cosas tiradas de precio. Y a lo mejor tus padres son unos capullos, pero te compran buena ropa y cosas chulas para tu habitación que Dave y yo no podríamos permitirnos.

—Ya lo sé. —Hannah sacó la parrilla del horno y procuró dar la vuelta a los palitos rápidamente, sin quemarse los dedos—. Yo quiero a mis padres, te lo aseguro; lo que pasa es que, después de lo que le ocurrió a Will, se han vuelto muy estrictos. Tienen miedo de que me junte con los jóvenes del barrio y me meta en asuntos de drogas y cosas de ésas.

—¿Los padres de Will todavía viven aquí?

Hannah negó con la cabeza.

—Mis tíos no pudieron soportarlo. Vendieron su piso y se mudaron a la costa. —Hizo una pausa, y luego se le iluminó la cara—. Oye... —dijo, agitando un dedo y sonriendo con malicia.

—¿Qué? —preguntó James.

—Acabas de darme una idea. Cuando la tía Shelley se marchó, no quiso llevarse nada de Will. Tiró todas sus pertenencias, y a mí eso me pareció muy triste, así que fui y rescaté algunas cosas. Mi padre tiene uno de los trasteros que hay en la parte de atrás. Dentro hay algunos muebles, como el escritorio y la silla de Will. Total, allí está todo acumulando polvo...

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23. ORDENADORCuando Hannah abrió la puerta con candado del trastero de su padre,

James sintió un cosquilleo en la nariz por el olor a humedad. La muchacha encendió una bombilla. El lugar tenía un par de metros de anchura por unos cuatro de profundidad, y necesitaba que lo pusieran en orden. Había cajas de libros apiladas hasta el techo, botes de pintura medio llenos, viejos rollos de papel pintado, e incluso una segadora sobre un gastado butacón.

—Pero si ni siquiera tenéis jardín —exclamó James con una sonrisa burlona.

Las cosas de Will se hallaban todas juntas en una esquina: cajas con libros escolares, una silla de oficina, un escritorio de madera cubierto de pegatinas de Action Man y los Power Rangers, una mesita de noche, un flexo y hasta un desvencijado ordenador.

—¿Qué te parece? —preguntó Hannah, mientras James pasaba por encima de dos sillas plegables para echarle una mirada de cerca.

—Sí —asintió él—. Desde luego me iría bien tener una silla y un escritorio en mi habitación, para hacer los deberes y eso.

—También podrías llevarte el ordenador. Se quedan anticuados muy rápidamente y aquí está parado.

En su apartamento, James tenía un fantástico portátil con conexión inalámbrica a Internet, pero comprendió que seguramente James Holmes, su álter ego, habría saltado de contento ante la idea de un ordenador gratis.

—Genial —respondió—. Pero ¿qué pasa con tus viejos? ¿No les importará que des todas estas cosas?

—Mi padre ni siquiera quería que guardara nada de Will. Dijo que era morboso.

James le dio un beso en la mejilla.

—Esto significa mucho para mí, Hannah —aseguró con una sonrisa, y sacó el móvil del bolsillo—. Llamaré a Dave. Está cerca, donde los coches de ocasión, y puede ayudarnos a llevar esto.

Aunque Dave y James sólo iban a permanecer en el barrio unas semanas para intentar infiltrarse en los negocios de León Tarasov, debían dar la impresión de que habían iniciado una nueva vida instalándose en Palm Hill. Después de que Dave ayudara a trasladar las cosas de Will, los dos chicos se marcharon a Ikea para gastar parte de las trescientas veinticinco libras que un socio de Tarasov les había dejado en el buzón mientras estaban fuera.

El Mondeo funcionaba como la seda, y el aire acondicionado recién reparado estaba haciendo su trabajo. Por desgracia, llegaron a un punto negro de la M25 y acabaron en medio de tres carriles de tráfico que avanzaba a paso de peatón.

—¿Qué piensas de la idea de Millie de que esto tiene que ver con las drogas? —preguntó James.

Dave se encogió de hombros, avanzó unos metros y pisó el freno.

—Es lo más obvio si no puedes relacionar a León con un robo. Él no tiene

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historial en el tráfico de drogas, pero es un oportunista. Ya has visto lo rápido que funciona su cerebro, y cómo nos metió en su chanchullo de robo de coches. Si León viera la ocasión de ganar una buena suma de dinero a través de las drogas, creo que la aprovecharía.

—Pero en realidad aquella lista sólo era de robos del área de la Policía Metropolitana. Por lo que sabemos, podría haberse producido en cualquier lugar.

El tráfico estaba poniendo a Dave de mal humor.

—Qué más da —replicó irritado—. Lo que quiero decir es que puedes especular todo el día sobre de dónde sacó León la pasta. La única manera de encontrar una respuesta real es seguir insistiendo en esta misión: yo, con Sonya y Pete; tú, con Max y Liza.

—Lo sé. —James asintió y se quedó mirando una avispa que ascendía por el lado exterior de la ventanilla—. Ahora que Max ha acabado el colegio, intentaré colarme en su casa más a menudo. ¿Crees que deberíamos instalar aparatos de escucha?

Dave negó con la cabeza.

—Si estás realizando una misión importante, puedes colocar micrófonos por todos lados y contar con un equipo de apoyo que lo escucharía todo. Pero ésta es una operación de poca monta. Lo único que tenemos es tú, yo, Millie y un poco de supervisión por parte de John Jones. No vale la pena correr el riesgo de poner micros a menos que sepamos cuándo y dónde va a suceder algo jugoso. Acabaríamos con cientos de horas grabadas que nadie escucharía.

James asintió.

—Para ser sincero —continuó Dave—, no creo que tú saques mucho en limpio al final de la misión. León lleva sus negocios desde la caseta prefabricada del solar de coches, y mantiene fuera de ellos a Sacha y los dos pequeños. Como yo voy a trabajar allí a tiempo parcial, podré oír lo que ocurre. Me llevo bien con Pete, y al final tendré la oportunidad de revisar todo lo que haya en la caseta cuando León se marche a una subasta de vehículos o algo así.

—Quizá tengas razón —dijo James apenado.

Dave tocó el claxon con furia cuando un coche se le puso delante desde el carril de al lado y lo obligó a frenar de golpe.

—¡Oh, así vas a llegar mucho más pronto que los demás...!

El conductor del otro coche sacó la mano por la ventanilla y le mostró el dedo corazón.

—Métetelo por donde te quepa —gruñó Dave. Luego se calmó un poco y retomó la conversación con James—. En otras misiones has tenido mucha suerte, chaval. Te llevaste casi toda la gloria en aquella operación antidroga y cuando nos encerraron en la prisión de Arizona Max, pero creo que esta vez va a ser la hora de Dave Moss.

James reflexionó unos segundos, y se dio cuenta de que en realidad no le importaba.

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—Da igual —declaró con una sonrisa picara—. Por este papel secundario no me llevaré ninguna camiseta negra, así que para ti toda la gloria. Mientras el tiempo siga apacible y yo pueda pasar unas semanas relajándome con Hannah...

—La juventud de hoy en día... —repuso Dave, mientras sacudía la cabeza y procuraba poner cara seria—. Prefieren unas faldas a una misión.

James se echó a reír.

—Claro, Dave... Tú jamás harías algo así, ¿verdad?

Los chicos regresaron a casa a las cinco de la tarde. Habían comprado persianas baratas para cubrir todas las ventanas, lámparas para las mesitas de noche, estanterías para la sala de estar, y un par de alfombras con que tapar las zonas más mugrientas de la moqueta de los dormitorios.

Hannah estaba castigada, pero Max y Pete Tarasov sí aparecieron. Pete llevó algunas herramientas y una escalera de mano, y ayudó a Dave a colocar las persianas, mientras Max y James ensamblaban y atornillaban los estantes de pino. Cuando los más jóvenes terminaron con lo suyo, fueron a la habitación de James para instalar el viejo ordenador de Will sobre el baqueteado escritorio. El aparato funcionaba bien, pero no tenía juegos ni programas chulos en el disco duro, así que se marcharon a las canchas de fútbol para unirse al partido de todas las tardes.

El final de curso había puesto a la población más joven de Palm Hill de un humor excelente, y James también lo disfrutó. En CHERUB todo el mundo estaba en muy buena forma, y allí resultaba evidente su falta de talento futbolístico; pero entre muchachos normales y corrientes, James parecía uno más gracias a su fuerza y su excelente nivel físico.

El partido se desarrolló entre una puesta de sol anaranjada y el resplandor azulado de las farolas de la calle, pero justo antes de las once se quedaron sin jugadores, cuando Charlie se largó con Liza Tarasov y unas madres gruñonas se llevaron a rastras a un par de los más pequeños. James recogió su camiseta de un banco de madera y se enjugó el sudor que le chorreaba por el pelo.

—¿Quieres venir mañana a mi casa? —le preguntó Max mientras se dirigían a sus respectivos apartamentos—. Tengo cuatro controladores para mi X-Box. Podemos llamar a un par de chicos más y celebrar un torneo de la FIFA o algo por el estilo.

—Sí, suena bien —respondió James, sacándose las llaves del bolsillo al llegar a la galería—. Ya quedamos mañana. Tienes mi móvil.

Al empujar la puerta para entrar, James se debatía entre darse una ducha o no. Por un lado estaba achicharrado, pero por el otro tenía las piernas destrozadas y lo único que quería era tumbarse en la cama.

—Dave, ¿estás despierto? —preguntó asomándose al salón.

No hubo respuesta, así que fue hasta la cocina arrastrando los pies, puso la cabeza debajo del grifo y empezó a beber agua a grandes tragos. Cuando estuvo satisfecho, se secó la boca con la camiseta para luego tirarla sobre la mesa de la cocina, y recorrió el pasillo hasta su habitación.

Al abrir la puerta, percibió un intenso olor a quemado. El corazón se le

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desbocó mientras trastabillaba por el pasillo y empezaba a chillar.

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24. HUMO—¡Fuego! —gritó James.

Dave estaba tumbado en la cama de matrimonio, con el trasero al aire y el cobertor enredado entre las piernas.

—¡Vamos! —bramó James desquiciado, dándole una palmada en la pierna—. ¡Dave, despierta!

El chico rodó hasta quedarse boca arriba y abrió los ojos.

—¿Qué pasa?

—¡Creo que hay fuego en mi habitación!

Dave se irguió de golpe y encendió la nueva lamparita de Ikea que tenía junto a la cama.

—¿Estás seguro? —preguntó, saltando de la cama y poniéndose unos pantalones cortos.

—Llamaré a los bomberos —dijo James sacando el móvil.

—¿Has visto llamas? Quizá el olor proceda del exterior. Deja que primero lo compruebe. —Fue corriendo hasta la habitación del muchacho y puso la mano sobre la puerta—. No está caliente. ¿Has notado calor al abrir?

James negó con la cabeza.

—No; sólo que olía muy fuerte.

Dave abrió la puerta unos centímetros. Los dos percibieron el olor a chamuscado, junto con un zumbido. Cuando Dave estuvo convencido de que no había llamas, metió la mano y le dio al interruptor de la luz. El dormitorio estaba sumido en una bruma gris. Dave fue hasta la ventana y la abrió de par en par. James lo siguió y advirtió que el olor procedía de la parte de atrás del ordenador.

—Debo de haberlo dejado encendido —dijo, agachándose debajo de la mesa para desenchufar el cable de un tirón.

Los dos chicos se inclinaron sobre la torre que descansaba encima del escritorio; mientras el chirriante ventilador se iba parando, una voluta de aire sucio empezó a filtrarse por los bordes del CD-ROM del panel frontal.

Dave intentó girar el ordenador para examinarlo mejor y localizar el origen del olor, pero la carcasa de metal estaba caliente. Agarró una sudadera sucia que había en el suelo y la usó como un mitón.

—¡Mierda! —exclamó sin aliento mientras observaba el aparato con los ojos entrecerrados—. Este ventilador está atascado del polvo que tiene. ¿No lo limpiaste antes de encenderlo? ¿En el curso de pirateo informático no te enseñaron que los ordenadores se calientan?

—No pensaba... —contestó James débilmente.

—Joder. —Dave se abanicó con una mano—. Ahí dentro está todo obstruido de tanto polvo y grasa.

James se enrabietó.

—Mi cama, mi ropa y todas mis cosas apestarán —protestó de mal

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humor—. Mañana tendré que lavarlo todo.

Dave retiró un gusano de polvo grasiento de las palas del ventilador y lo agitó delante de James.

—Si esto hubiera seguido en marcha mucho más tiempo, podría haberse prendido en llamas. —Su tono cambió abruptamente, y pasó de indignado a curioso—: Pero ¿qué...? Nunca había visto eso.

—¿El qué? —preguntó James, encorvándose a su lado para echar un vistazo.

—Hay algo detrás del ventilador. Mira; parece una bolsa de plástico.

—Ah, sí —asintió—. Voy por mi multiherramienta.

James sacó la herramienta plegable de una bolsa de deporte que tenía debajo de la cama, y Dave la utilizó para quitar los cuatro tornillos que sujetaban la cubierta de la torre. El metal seguía caliente, así que Dave la envolvió con la sudadera antes de levantarla. La bolsa que había descubierto estaba pegada con celo a la parte interna de la carcasa; el plástico transparente estaba pegajoso, como si hubiese estado a punto de derretirse. Dave despegó la bolsa y la desdobló. En el fondo había una masa de hebras verdes, como hojas de té.

—Marihuana —anunció Dave con una sonrisa burlona tras olfatear el contenido—. Creo que hemos encontrado el alijo de Will.

—Tiene sentido. Hannah dice que Will se pasaba la mitad del tiempo colocado.

—Y si sus padres se ponían a fisgonear, podrían haber registrado sus cajones y mirado debajo del colchón, pero seguro que no habrían abierto su ordenador.

James se quedó mirando el interior del aparato y reparó en algo más. Era un sobre violeta, encajado debajo del disco duro. Lo extrajo y sacó una tarjeta de cumpleaños de aspecto barato con la imagen de un futbolista.

Leyó en voz alta lo que habían escrito en ella:

—«Querido William, que tengas un fabuloso decimoctavo cumpleaños. La abuelita y el abuelito.»

Pero el sobre contenía algo más. James alzó las cejas, sorprendido, al sacar un fajo de billetes de cincuenta libras y un CD-ROM con «PATPaT» escrito en la etiqueta.

—Y la trama se complica —exclamó Dave teatralmente—. ¿Cuánto dinero hay ahí?

—Cuéntalo tú —repuso James lanzándole los billetes—. Yo quiero saber qué hay en este disco.

Sacó su portátil de debajo de la cama, lo colocó sobre la mesa y levantó la tapa.

—Dos mil doscientos pavos —dijo Dave mientras el portátil se ponía en marcha—. No es un mal botín para un desempleado de dieciocho años.

James sopló sobre el disco para quitarle el polvo antes de insertarlo en un lateral de su ordenador. Pasaron un par de segundos antes de que

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apareciera un mensaje de error.

Este disco no es compatible con Microsoft Windows. ¿Desea salir de Windows y ejecutar este programa en el modo MS-DOS?

OK/CANCELAR

James había recibido una lección entera sobre MS-DOS durante el curso de piratería informática, pero apenas se acordaba de nada.

—Dave, ayúdame con esto, ¿quieres?

Dave miró la pantalla.

—Dale al ok. MS-DOS significa Microsoft Disk Operating System. Eso es lo que todos usaban antes de que apareciese Windows.

James se encontró frente a una pantalla en negro con una única cosa escrita:

C>:

—Debería saber esto —se lamentó—. ¿Qué era lo que tenía que hacer para obtener una lista de todos los archivos del disco?

—Pásalo por alto —contestó Dave, quitándole el portátil—. Hay que teclear DIR, la abreviatura de directorio.

Lo escribió, y en la pantalla se desplegó una lista de unos trescientos archivos que iban desapareciendo velozmente hacia arriba. Los fue revisando antes de señalar uno llamado cpx.exe.

—¿Te acuerdas de lo que significa exe? —preguntó—. Es igual que en Windows.

—Es la contracción de executable, otra forma de referirse a los programas —respondió James.

—Exacto —asintió Dave—. Y el montón de archivos con .cpx al final del nombre son documentos guardados que funcionan con esa aplicación.

Escogió al azar uno de los archivos cpx y tecleó su nombre. La pantalla parpadeó hasta mostrar la burda representación de la rueda de una caravana, y sonaron unos compases de Viva Las Vegas antes de que saliese una ventana de texto:

Bienvenido a CPX Módulo para casino del sistema de contabilidad Nimbus

Copyright Gamblogic Corp 1987

Por favor, introduzca su contraseña > _

Dave acertó al suponer que la contraseña era «PATPaT». En la pantalla apareció un listado de opciones.

1) Entradas

2) Personal

3) Nóminas

4) Dinero en efectivo

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5) Libro de contabilidad

6) Más opciones

Dave estaba desconcertado.

—Esto debe de proceder de algún viejo ordenador, pero ¿por qué lo tendría Will?

—Quién sabe —repuso James encogiéndose de hombros—. Quizá sólo sea información que encontró en un aparato de segunda mano. Hannah me contó que Will era un auténtico fanático de la informática. Desmontaba ordenadores y ganaba algo de dinero poniéndolos al día o armándolos para otras personas.

—Pero eso no explica por qué copió todos estos datos en un CD y lo ocultó dentro de otro aparato. Tiene que haber algo más.

—Abre los archivos —sugirió James—. A ver si puedes averiguar a qué casino pertenecen.

Dave seleccionó la primera opción, y en la pantalla apareció un listado de distintos campos de información.

—«Casino Sol Dorado, Octopus House, Londres SE2» —leyó James en voz alta, y luego soltó un grito ahogado—. ¡Maldita sea!

—¿Qué pasa?

—La lista de Millie, la de todos los robos que te enseñé. ¿Todavía la tienes?

—La tiré después de leerla. No podemos dejar ese tipo de cosas por aquí, con Max, Pete y Sonya entrando y saliendo cada cinco minutos.

—De acuerdo, olvídalo. Cierra este disco un minuto y entra en Internet. Busca noticias sobre el casino Sol Dorado, a ver qué encuentras.

El portátil de James tardó un par de minutos en cerrarse, reiniciarse y conectarse a Internet. Pero una rápida búsqueda en Noticias Google confirmó sus sospechas.

Robo de 90.000 libras en el casino Sol Dorado

Noticias BBC. Londres 3 de junio de 2004

LONDRES -Un guardia de seguridad resultó gravemente

herido durante el asalto a mano armada al casino Sol

Dorado. El asalto se produjo sobre...

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Dave le sonrió a James.

—Buena memoria. El único inconveniente es que León tuvo que necesitar mucho más de noventa de los grandes para comprar el pub, sobre todo si tenía que repartir el botín con sus socios.

—Pero mira la fecha del artículo: junio de dos mil cuatro encaja a la

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perfección —replicó James—. Obviamente no es toda la historia, pero no puedes decirme que es una coincidencia que un chico que vive en este edificio tenga información sobre un casino que asaltaron justo cuando León se hizo con una buena pasta.

Dave asintió.

—Creo que Millie está de guardia esta noche. Le dejaré un mensaje sobre esto en el contestador. Tú contacta con el campus. Envíales por correo electrónico todo lo que contiene este disco y diles que se lo pasen al Mi-Cinco para un análisis en profundidad. Mándale una copia de ese mismo mensaje a John Jones, para que sepa qué está ocurriendo en cuanto llegue a su despacho por la mañana.

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25. GLAMURCuando James acabó de traspasar la información del disco a un formato

que pudiera leerse con Windows y la adjuntó a un correo electrónico, ya era más de la una de la madrugada. Arrastró su colchón y el cobertor hasta el salón, para escapar del persistente olor a polvo chamuscado.

Dave ya se había marchado para su primer día de trabajo en el negocio de coches cuando un mensaje procedente del campus despertó a James: «ESTOY EN EL CASO. BIEN HECHO ;) HABLAMOS LUEGO. JOHN.»

James cerró el móvil de golpe y se acurrucó. Le apetecía quedarse en la cama después de haberse acostado tan tarde, pero comprendió que tendría que mover el trasero e ir a la lavandería, a menos que estuviera preparado para ir por ahí oliendo a hoguera durante el resto de la semana.

En el solar de coches de segunda mano la mañana era tranquila. Pete se había ido a pescar con unos amigos de la facultad. Dave estaba encerando coches, y León miraba la tele en la caseta. Poco después apareció la primera dienta. La mujer quería probar un Vauxhall Astra que exhibía un letrero de COCHE DE LA SEMANA en el parabrisas.

—¡Vuelvo enseguida! —le gritó León a Dave mientras se montaba en el automóvil junto con la posible compradora—. Si hay algún problema, ve a la puerta de al lado y habla con George, el del pub. Si aparecen más clientes, sé educado.

Yo estaré de regreso en menos de media hora, así que diles que me aseguraré de que su espera valga la pena.

En cuanto Tarasov se marchó, Dave se dirigió a la oficina. Se agachó debajo del escritorio e insertó una memoria flash en el puerto USB delantero del ordenador de León. El aparato ya estaba encendido y no tenía ningún tipo de seguridad, ni siquiera una contraseña básica. Dave no tuvo más que hacer clic en Mi PC y arrastrar el icono del disco duro hasta la ventana que se había abierto al insertar el pequeño dispositivo. Apenas costó cinco minutos de nervios copiarlo todo.

Dave estaba encerando de nuevo, con el contenido del ordenador de su jefe bien guardado en el bolsillo del pantalón corto, cuando regresó León. Éste sacó a presión su cuerpo en forma de barril del Astra y condujo a la dienta hasta la cabina para discutir los puntos delicados del negocio; salieron diez minutos más tarde, y él le estrechó con brío la mano antes de que ella se marchase al volante de su nuevo coche.

—Si todos los clientes fueran tan bobos como esa mujer, yo iría por ahí en un Rolls Royce —declaró León con una sonrisa malévola, mientras se acercaba a Dave con un dedo en la sien—. Podría haberse comprado ese mismo automóvil por seiscientas libras menos de lo que me ha pagado a mí. Pero, eso sí, es una mujer guapa.

Dave asintió.

—Sí, aunque le sobran un montón de años para mi gusto.

—Vamos a cerrar media hora y nos tomamos una fritanga. Yo invito.

El Grill Palm Hill estaba en una esquina cercana. El personal y los parroquianos habituales conocían a Tarasov. Un par de viejos daban chupadas

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a cigarrillos liados a mano en la mesa contigua a la de Dave y León. Los otros clientes iban manchados de pintura o polvo de ladrillo.

—Beicon, judías, dos huevos fritos, puré de patatas, pan frito y una taza de té —pidió Dave cuando la camarera se acercó a la mesa; era menuda y curvilínea, con labios fruncidos y una ristra de espinillas en la frente.

—Se mira pero no se toca, Dave —sonrió León—. Mi Pete lleva dos años detrás de la pequeña Lorna.

Todos rieron a carcajadas en la cafetería; todos excepto Lorna, que se ruborizó. Dave pensó que aquél era un buen momento para averiguar si había habido alguna relación entre Tarasov y Will.

—¿Sabes lo del nuevo ordenador de mi hermano? —preguntó.

León negó con la cabeza y bebió un sorbo de té.

—Ha ligado con Hannah Clarke. A ella le dio lástima y le regaló un ordenador junto con algunos muebles.

—Esa Hannah es una chiquilla encantadora —asintió León—. Es bastante amiga de mi Liza, aunque ahora la han enviado a una escuela selecta.

—El aparato pertenecía al primo de Hannah, Will. James lo dejó encendido, y resulta que ese puñetero trasto estaba rebosante de polvo. Se sobrecalentó y por poco nos quema la casa. Le he rociado la habitación con ambientador, pero aún apesta.

Uno de los viejos de la mesa de al lado oyó la conversación.

—¿No era Will Clarke el joven que cayó del tejado? —preguntó con marcado acento irlandés.

—Sí—contestó Dave.

El hombre movió la cabeza despacio.

—Fue una verdadera lástima.

—Una tragedia —corroboró León—. Era un chaval brillante. Sólo tenía trece años cuando yo compré mi primer ordenador para el negocio de coches, pero todos me dijeron que él era el no va más. Vino un par de tardes y me lo instaló todo, hasta me enseñó unos cuantos trucos. Cuando Max quiso un ordenador para su habitación, conseguí uno que no iba bien de un tipo que acudía al pub. Y luego Will vino a arreglarlo; además instaló Windows y los últimos juegos. Comprar los programas originales me habría costado cientos de libras.

Dave se dio por satisfecho. No podía escarbar más sin levantar sospechas, aunque podía retomar el tema más adelante.

El irlandés miró a Dave, con los ojos inyectados en sangre propios de un alcohólico, y preguntó:

—¿Por qué crees que se mató ese chico?

—¿Cómo voy a saberlo? —replicó él encogiéndose de hombros—. Acabo de mudarme a este barrio, así que no llegué a conocerlo.

—Pero tú eres una persona joven —insistió el irlandés—. He pensado que tú sabrías cómo ocurren esas cosas.

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—Lo mataron las drogas —interrumpió León con la autoridad de un hombre que pesa más de cien kilos—. Tanto si cayó como si se tiró, el problema es que las drogas le habían trastornado el cerebro.

Ambos viejos asintieron.

—Cierto. Es espantoso lo que estos jovencitos se meten en el cuerpo.

El cocinero serpenteó entre las mesas con el desayuno de León y Dave.

—Aquí tenéis, muchachos. Que os aproveche.

—Gracias, Joe —dijo Tarasov, y empezó a echarle sal a su desayuno completo, con una salchicha extra, un huevo frito extra y cuatro tostadas de pan—. Estoy muerto de hambre.

El cocinero miró a Dave.

—Seguro que sabes por qué a León no le gusta que los jóvenes tomen drogas, ¿no?

Dave negó con la cabeza.

—No. ¿Por qué?

—Porque os quiere a todos en su pub, bebiendo su cerveza y fumando sus cigarrillos.

Dave esbozó una sonrisita, pero los dos vejestorios de al lado se pusieron a aullar de la risa como si aquello fuera lo más gracioso del mundo. Uno de ellos golpeó la mesa tan fuerte que la botella de salsa rodó hasta el suelo.

—¡Qué bueno! Los quiere en su pub... ¡Ja, ja, ja!

El otro viejo estalló en carcajadas tan sonoras como una ametralladora, casi pegado a la oreja de Dave.

—¡La cerveza y el tabaco de León! —exclamó con una risotada—. Muy bueno, Joe.

James cargó con sus cosas hasta la lavandería, y gastó doce libras en eliminar el olor a humo de su ropa y la ropa de cama.

Se vio metido en una tediosa conversación con la encargada.

La mujer comenzó a enrollarse con el tema de su hijo, que estaba en el ejército. Le dijo a James que sería una buena profesión para un jovencito tan bien parecido como él. Al muchacho no le importó contestar al primer par de preguntas, pero cuando empezó a parecerle que la encargada quería saber la historia completa de su vida, se puso de mal humor. Se inclinó hacia delante y bajó la voz.

—¿Sabe? En realidad no puedo hablar con usted —dijo con una mueca—. Mire, yo soy agente secreto. Trabajo para una organización secreta llamada CHERUB, y si le cuento algo más tendré que matarla.

—No tienes por qué burlarte de mí —replicó la mujer cruzando los brazos, y se alejó con un resoplido—. Sólo pretendía charlar un poco para pasar el rato.

James se sintió como un imbécil. Sólo había hecho aquel comentario por aburrimiento, pero la mujer parecía verdaderamente disgustada. Luego se le atascó la puerta de una secadora y tuvo que ir a pedirle ayuda. La encargada

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hizo su trabajo —apagar la máquina y ponerla en marcha de nuevo—, pero al devolverle a James las monedas, su mirada habría resquebrajado una roca.

Dos horas y media después de entrar, James salió a la calle principal de Palm Hill cargado con cuatro bolsas de deporte llenas de ropa limpia y seca. Las lanzó a la parte trasera del coche de Dave, que estaba aparcado junto a una raya amarilla.

—¿Qué te ocurre? —preguntó Dave cuando James se dejó caer tristemente en el asiento del copiloto.

—Habría preferido pasarme la mañana en el colegio —bufó—. Así de mal me ha ido.

Dave no pareció compadecerse de él.

—Ah, ¿sí? Bueno, yo he estado toda la mañana lavando coches y pasándoles el aspirador. Una mujer ha traído su automóvil como parte del pago de otro; sus hijos habían dejado por lo menos cincuenta chicles pegados en los ceniceros, y he tenido que limpiarlos a base de rascar.

—Qué asco —exclamó James retorciendo la cara—. Supongo que eso es peor que hacer la colada.

Dave sonrió.

—Yo ingresé en esta organización para saltar en paracaídas, por las islas exóticas y para que me persiguieran hombres enmascarados en motos de nieve a través de las montañas.

—Sí —rió James—. ¿Y qué es lo que tenemos? Chicles mascados y lavanderías.

—En cualquier caso, el director general tenía que ir a una reunión a Whitehall, y John ha aprovechado para celebrar un cónclave en casa de Millie. Está a dieciséis kilómetros de aquí, de camino a Romford. Saca el mapa de carreteras de debajo del asiento. Sé cómo llegar hasta allí, pero no estoy seguro de las calles de la zona cuando lleguemos.

Millie vivía en una casa adosada, y en el sendero de acceso había un Toyota RAV4 de un femenino morado metálico. Les abrió la puerta principal en cuanto aparcaron, y los guió por el vestíbulo hasta la cocina. John Jones estaba sentado ante una mesa de pino nudoso, con dos bandejas de pastel Battenberg cortado en porciones en el centro.

James y Dave fueron al cuarto de baño antes de sentarse y tomar un pedazo de tarta mientras Millie preparaba el té.

—Esta mañana me he tropezado con tu hermana —dijo John mirando a Jaimes, mientras éste mordía el mazapán del borde del pastel—. Acaba de regresar del albergue de verano.

James asintió.

—¿Ha dicho algo?

—No mucho. La he visto muy bronceada, y me ha preguntado dónde estabas. Le he dicho que la llamarías cuando tuvieras ocasión.

—Genial. La llamaré después de que terminen las clases.

Millie depositó las tazas de los chicos en la mesa y se sentó. James leyó

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la suya antes de beber el primer sorbo: «CLUB DE SQUASH DE LA POLICÍA METROPOLITANA», escrito debajo de dos raquetas cruzadas.

—Bueno —dijo John, golpeando suavemente la mesa para que todos lo miraran—. Antes que nada, muy buen trabajo el de anoche, chicos. Ya sé que en vuestro descubrimiento hubo mucho de suerte, pero os lo merecíais después de realizar tan bien la tarea de mezclaros con los vecinos.

»He pasado los datos del casino al Mi-Cinco. Han tenido algunas dificultades con el software de contabilidad, pero hace cinco minutos he recibido su informe inicial al respecto. También he pedido que nos envíen toda la documentación sobre el asalto al Sol Dorado. Debería llegar a la brigada de investigación criminal de Abbey Wood dentro de un par de horas. Sólo he contado con unas pocas horas para ponerme manos a la obra, pero os tendré al tanto de todo lo que vayamos averiguando.

»Primer problema: la discrepancia entre la cantidad de dinero que reunió León y la cantidad robada del casino. He hablado con el inspector de la brigada criminal de Abbey Wood. El Sol Dorado sólo tiene licencia para quince mesas de juego y treinta máquinas tragaperras. De todos modos, la policía cree que se celebraban muchas partidas de bacará con apuestas altísimas en dos salas del piso superior que carecían de licencia de juego.

»Probablemente la cantidad sustraída del casino era muchísimo mayor de las noventa mil libras que declararon a la policía, pero los propietarios no podían declarar que en el local tenían una cantidad mayor en metálico sin arriesgarse a perder su licencia de juego. También puedo confirmar que fue un trabajo interno. Los ladrones conocían el código de la alarma antirrobo y la combinación de dos cajas fuertes.

»En segundo lugar, lo que James mandó por correo electrónico al campus contenía una relación completa de los socios del casino Sol Dorado. León y Sacha Tarasov eran socios. La cuenta de León mostraba que le debía al casino más de seis mil libras cuando robaron los archivos, el dieciséis de mayo del año pasado. Lo investigaron por encima debido al asalto.

—¿Y cómo es que los polis no encontraron ninguna conexión con León? —preguntó James.

John se encogió de hombros.

—El Sol Dorado tiene más de mil socios, setenta u ochenta empleados, y unos cientos de personas que trabajaron allí en el pasado. Habría hecho falta un equipo de doce oficiales y más de un mes para localizar e investigar a todos los sospechosos. La policía no tiene esa clase de recursos humanos. La brigada de investigación criminal de Abbey Wood está compuesta por cuatro o cinco agentes que probablemente se encargan de dos o tres casos por semana. Quizá vieran los antecedentes de León en algún momento, pero eso es poca cosa. No hay nada que lo haga parecer sospechoso de un gran robo.

James sonrió.

—En la tele siempre se ve una habitación llena de oficiales investigando un solo delito.

Millie asintió.

—Así es, James. Pero en la vida real, a menos que hablemos de algo

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como asesinato o secuestro de niños, lo más normal es que te encuentres con uno o dos agentes investigando docenas de casos. En Palm Hill somos apenas doce policías y ni siquiera tenemos bastantes coches para trabajar: hay que reservarlos con semanas de antelación.

John continuó con su informe:

—En tercer lugar, el Mi-Cinco sigue analizando la información, pero creen que las dos contraseñas escritas en el CD corresponden a dos empleados: Eric Crisp, un guardia de seguridad a tiempo parcial, y Patricia Patel, que es crupier.

Dio la impresión de que a Millie la había golpeado una roca.

—¡John! ¿Te estás burlando de mí?

John se irguió en la silla, sorprendido.

—¿Qué se supone que significa eso?

—Patricia Patel está casada con Michael Patel, el oficial que agredió a James el sábado por la noche. Michael la llama cariñosamente Pat Pat. Yo no había oído hablar del casino Sol Dorado hasta esta mañana, pero sabía que Patricia trabajaba por las noches de crupier. El año pasado le hice de canguro a su hija un par de veces porque su madre estaba enferma.

»También tuve en mi brigada a un agente llamado Eric Crisp. Se trasladó a Battersea hace un par de años, cuando lo ascendieron a sargento. Fue el padrino de boda de Michael. Luego sufrió una grave lesión en la espalda y quedó incapacitado para el cuerpo.

Todos intercambiaron miradas de asombro.

—Oh, bien... —dijo John, soltando el aire de golpe—. Estaba a punto de decir que la próxima tarea de esta investigación sería averiguar quiénes eran Patricia Patel y Eric Crisp y establecer sus vínculos con León Tarasov; pero Millie acaba de rellenar gran parte de esas lagunas.

—¿Y qué hay de Will? —preguntó James—. ¿Dónde encaja él en el tema del robo?

—El software ese era antediluviano —señaló Dave—. Obviamente lo copiaron y robaron porque contenía datos que los ladrones necesitaban, sobre el personal, la seguridad o lo que fuera. Yo diría que Patricia Patel o Eric Crisp copiaron la información, lo cual es fácil, pero no tenían la pericia suficiente para ejecutar el programa en un ordenador moderno, así que llamaron a Will y él les solucionó el problema.

—Pero es curioso que Will escondiera una copia de los datos dentro de su ordenador —terció Millie, todavía conmocionada—. Hay que tener miedo de algo o de alguien para ocultar la información en vez de borrarla sin más.

—Quizá León, o quien fuera, no le contó a Will para qué querían esos datos —sugirió James—. Según Hannah, Will era un fanático de los ordenadores, de modo que debió de asustarse si vio las noticias sobre el robo y se dio cuenta de que era cómplice de un gravísimo delito.

Dave asintió.

—Especialmente si fumaba mucho chocolate. Esa sustancia te vuelve muy paranoico... o eso me han contado...

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—La cuestión es que cuando hablé con Hannah, ella no dejaba de decir que era un inofensivo amante de la informática, y que una de dos: o se había matado o estaba tan colocado que se había caído del tejado. Pero si se vio envuelto en un robo importante y Tarasov temía que fuese a la policía, ¿no podría haberlo llevado alguien hasta el tejado para darle un empujoncito?

John asintió.

—James tiene toda la razón, claro. Ahora debemos enfrentarnos a la posibilidad de que Will fuera asesinado por alguien vinculado con el asalto al casino.

—Vamos a ver —repuso Dave—. Si Will fumaba montones de chocolate y vivía angustiado por que los polis lo trincaran a causa del robo, eso podría haberlo llevado al suicidio.

—Otra teoría válida —aprobó John—. Conseguiré los informes del juez de instrucción y de la policía sobre la muerte de Will. Tendremos que ampliar el foco de esta operación e intentar averiguar todo lo que podamos sobre Michael y Patricia Patel, Eric Crisp y Will Clarke.

—Pues ahora mismo no contamos con demasiados medios —adujo Millie—. Los hemos estirado al máximo yendo detrás de Tarasov.

John asintió.

—Lo sé, pero ahora nos enfrentamos a policías corruptos y una posible investigación por asesinato, en vez de a un villano local con demasiado dinero en las manos. Estoy convencido de que Zara nos concederá los recursos necesarios para que las cosas avancen.

James reparó en que una lágrima asomaba a los ojos de Millie.

—Eh, ¿estás bien? —preguntó, alargando la mano por encima de la mesa para tocarle la muñeca. —Pensó que la joven policía estaba a punto de echarse a llorar, pero entonces ella se frotó los ojos y estalló de rabia.

—¡No, no lo estoy! —chilló, arañando la mesa—. He patrullado cientos de veces con Mike y Eric cubriéndome las espaldas. Yo era su superior... yo escribí sus informes de evaluación. Elogiosos informes de evaluación. Le presté dinero a Mike cuando pasó por un bache económico después de que naciera su hija, animé a Eric a hacer el examen para sargento. Y todo este tiempo esos dos deben de haberse reído a mi costa a base de bien.

John intentó tranquilizarla.

—Oye, hay muchos policías corruptos por ahí, ¿sabes? Yo he estado en el cuerpo y he trabajado a las órdenes de unos cuantos.

—¡Me han hecho quedar como una idiota! —exclamó Millie echando chispas por los ojos—. No es extraño que ese maldito Tarasov salga siempre bien librado, si tiene a la mitad de los agentes de Palm Hill en el bolsillo.

John se atrevió a sonreír un poco.

—Yo no diría que dos agentes sean la mitad del cuerpo.

Millie negó con la cabeza.

—Dos que sepamos de momento, pero no sería raro que hubiera más. Ya sabes cómo funciona esto, John. Si estalla un gran escándalo entre los

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oficiales de mi brigada, mi carrera profesional se va al garete. No me expulsarán, pero me trasladarán a un puesto poco comprometido, el departamento de tráfico o los archivos.

James contempló horrorizado cómo Millie se quedaba tiesa unos segundos y luego se derrumbaba y rompía a llorar.

—No me merezco esto —sollozó—. El cuerpo ha sido toda mi vida desde que salí de la universidad. He trabajado demasiado duro... Maldita sea. Demasiado duro.

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26. WILLIAMLa gran amistad entre Michael Patel y Eric Crisp, que León fuera socio

del casino y saldara sus deudas poco después del robo, la contraseña de Patricia Patel escrita en el CD encontrado dentro del ordenador de Will... todo apuntaba a que esas cinco personas estaba involucradas en el atraco al casino Sol Dorado. Pero para lograr que un caso se sostuviera ante los tribunales se necesitaba algo más que coincidencias y unos enredados fragmentos de información. Las piezas debían convertirse en una historia que tuviese sentido y estuviera respaldada por pruebas firmes.

Todo el mundo tenía un trabajo que hacer. John se encaminó al campus para conseguir los informes relacionados con la muerte de Will y pedirle a Zara recursos extra. Dave debía seguir pegado a Pete y León. Millie tenía que ocultar sus sentimientos heridos y trabajar con normalidad al lado de Michael Patel, mientras intentaba sutilmente encontrar evidencias de su mala conducta.

Aunque James lo sentía por Millie, estaba de buen humor en el regreso hacia Palm Hill con Dave. No sólo se sentía optimista sobre el éxito de la misión, sino que, además, John le había pedido que desplazara su atención de Max y Liza para concentrarse en averiguar más cosas sobre Will. Eso significaba pasar más tiempo con Hannah, cosa que le iba como anillo al dedo. Para cuando llegaron al piso, James ya había quedado para un encuentro de medianoche.

A James lo machacaron en el campeonato de la FIFA de esa noche. Jugaron a dos bandas: James y Max como el Arsenal, contra Liza y Charlie como el Chelsea. Liza no era precisamente un hacha en videojuegos. Sabía lo justito para participar y no paraba de darle al botón equivocado; sólo jugaba porque le gustaba estar con Charlie, pero éste compensaba de sobra las carencias de su pareja de juego. El muchacho calculaba maravillosamente todos los pases y tenía una destreza fantástica para los disparos desde fuera del área de penalti; además, la suerte estaba casi siempre de su lado.

Max se puso hecho un basilisco cuando el Arsenal volvió a perder por tres goles en el segundo partido, y afirmó que Charlie estaba haciendo trampa con un código especial para marcar goles. Después de estampar el controlador contra la pared, salió de su propia habitación echando humo.

—Es un mocoso malcriado —dijo Liza, sacudiendo la cabeza con hastío—. Max espera que todo sea como él quiere sólo porque es el preferido de tío León.

—¿Queréis jugar dos contra uno? —preguntó James.

Liza se inclinó hacia Charlie y le sonrió.

—Creo que nos vamos a la habitación de Liza —contestó Charlie con una sonrisa picara, y le dio un beso a la muchacha.

James asintió.

—No hagáis nada que yo no haría.

—No me atrevo —rió Charlie—. León podría dejarse caer sobre mí.

Liza le propinó un suave golpe en la cabeza y le dijo que no fuera bestia, mientras salían del cuarto sonriéndose el uno al otro. James no se alegró de

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quedarse a solas con Max. No era un mal tipo, pero resultaba bastante aburrido y en ocasiones actuaba como si tuviese diez años, en vez de casi catorce.

Max parecía arrepentido cuando regresó con dos latas de Coca-Cola y una bolsa enorme de aperitivos picantes. Quería seguir jugando partidos, pero a James no le apetecía que el chico montara otro numerito si empezaba a perder de nuevo, así que terminaron viendo un DVD de la serie Jackass mientras James le enseñaba un par de movimientos básicos de autodefensa.

Cuando llegó la medianoche, Max lo guió hasta una trampilla de madera que había en el piso de los Tarasov y lo izó para que entrara por ella: James accedió a un espacio entre el tejado y el techo del apartamento por el que había que ir a cuatro patas. Tuvo que trepar por una especie de buhardilla de aislamiento hecha de fibra de vidrio antes de abrir una segunda trampilla y deslizarse por fin a la azotea. Hannah ya estaba allí, y lo ayudó a salir.

—¡Uau...! —se admiró el muchacho mientras daba una vuelta de trescientos sesenta grados.

Miró las estrellas y los rascacielos de Canary Wharf, iluminados en la distancia, y luego a Hannah, que llevaba una microfalda vaquera y un ajustado top amarillo. Se acercaron y se dieron un gran beso.

—Acabo de tener una bronca tremenda con mi padre —dijo ella cuando se separaron—. La directora de mi colegio ha llamado para contarle que ayer no fui a clase, y ahora él dice que estoy castigada todas las vacaciones de verano.

—Qué peñazo —se compadeció James.

—Pues yo le he dicho por dónde podía meterse el castigo. No puede impedir que salga entre semana, porque él y mi madre se van a trabajar todos los días. Entonces me soltó: «Si es necesario, pondré un candado en la puerta de tu habitación.» Y yo repliqué que iba a fugarme y quedarme embarazada para fastidiarlo.

James se echó a reír. Le encantaba el sentido del humor de Hannah, tan retorcido.

—Seguro que eso le cayó fatal.

—Es un idiota, James. Y todo a causa de lo que le pasó a Will. Mi padre quiere tenerme metida en una caja como una muñeca de porcelana. Pero lo de Will fue un caso triste. Se pasaba el día colocado porque estaba solo y no tenía amigos, no porque sus amigos fueran una mala influencia. Le he dicho a papá que si sigue así, acabaré deprimida y sola, igual que Will.

—Tu padre parece un pelma. ¿Y qué tal tu madre?

Hannah se encogió de hombros.

—No está mal, pero es un pelele. Cuando hablo con ella, coincide conmigo, pero cuando papá está delante nunca se enfrenta a él. Ya sé que te falta dinero y eso, James, pero tienes una gran suerte al no tener padres cerca.

—Tampoco es para tanto —sonrió él para tomarle el pelo—. No es más que una libertad total para hacerlo que se me antoje.

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—De todos modos, a partir de ahora no me importa lo que diga mi padre. Voy a salir y a pasarlo bien. Ya he quedado mañana con Jane para ir a nadar.

—Oh, genial. Max dice que el centro polideportivo tiene unos toboganes acuáticos increíbles. ¿Puedo acompañaros?

—La verdad es que es una salida sólo de chicas. Liza va a venir, y ya le hemos dicho que no puede traerse a Charlie.

James miró el reloj.

—Entonces, ¿a qué hora tienes que volver dentro?

—Por mí podemos pasarnos aquí toda la noche —contestó ella.

Ya había colocado en el suelo una manta y dos cojines, lo que era mucho más agradable que sentarse en el rugoso asfalto. Se besuquearon un poco, pero básicamente se dedicaron a charlar.

Hannah era la quinta chica con que James ligaba desde que diera su primer beso, hacía más de un año. De las cinco, Hannah era sin duda la que más cosas tenía en común con él: rubia y atractiva, tenía carácter, odiaba el colegio y siempre estaba metida en problemas.

Después de una hora hablando de diversas cosas, James se dijo que debía cumplir con su tarea y dirigió la conversación hacia Will y el robo. Dave ya había confirmado que Will conocía a León, así que James iba a ver qué tenía que decir Hannah sobre Michael Patel.

—¿Te has enterado de que el ordenador casi revienta? —preguntó.

Hannah lo besó en el cuello.

—Sí, y lo siento mucho. Debería haberte advertido la cantidad de polvo que tiene ese trastero.

—No es culpa tuya. Si tuviera medio cerebro, se me habría ocurrido a mí solo. Cuando estaba colocando las cosas de Will en mi cuarto, me sentí muy raro. Aquello pertenecía a alguien que sólo tenía unos pocos años más que nosotros y que está muerto. ¿Me explico?

—Yo lloré muchísimo —respondió Hannah asintiendo lentamente—. Durante una semana después de la muerte de Will, no podía sacármelo de la cabeza; daba igual que intentara con todas mis fuerzas pensar en otra cosa. Incluso ahora despierto a veces con una extraña sensación. Estoy rígida y sudorosa y me pregunto si fue un sueño o sucedió de verdad.

—¿Crees que tenía problemas? ¿Un secreto inconfesable, como una novia embarazada o algo así?

Hannah sonrió.

—¿Will con una chica? No, no.

—¿Qué pasa? ¿Era gay?

—No era gay... al menos por lo que sé. Pero Will nunca tuvo novia.

—¿Cuándo fue la última vez que lo viste?

—¿Por qué te interesa tanto?

James se dio cuenta de que había estado disparando demasiadas preguntas, como un policía o algo similar.

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—No sé —contestó, procurando sonar como si no le importara lo más mínimo—. Supongo que por morbo. No tenemos que hablar de esto si te pone triste.

Hannah pareció satisfecha con esa explicación y esbozó una leve sonrisa.

—No me importa —aseguró—. Ya hace más de un año y lo tengo prácticamente superado. La última vez que vi a Will me tropecé con él en la galería, dos días antes de que muriera. Parecía perdido. Ahora que lo pienso, siempre parecía perdido; pero aquel día estaba de buen humor. Acababa de ganar dos mil libras y me habló de tomarse un descanso y marcharse de vacaciones a Tailandia.

James recordó haber visto una guía Lonely Planet de Tailandia entre los libros de Will que había en el trastero.

—¿Y cómo crees que ganó ese dinero, vendiendo chocolate?

Ella negó con la cabeza.

—James, Will fumaba algo de chocolate, pero no era un camello. Tenía buena reputación en reparar ordenadores y en montarlos. Acababa de hacer un trabajo para León Tarasov.

—Vale —repuso James, tomando nota mentalmente de aquel dato mientras se arrancaba la costra de la herida de la cabeza para que sangrara—. ¡Ayyyy! —exclamó.

Hannah se incorporó en la manta con expresión preocupada.

—¿Qué ocurre?

—Me he rascado la cabeza sin querer. Ahora me sale sangre del golpe que aquel cerdo me dio contra el techo del coche.

La chica observó el dedo ensangrentado.

—Pobrecito mío —sonrió bobamente.

—Ese Patel es un chalado. Max dice que también ha golpeado a otros chicos.

—Eso he oído —asintió Hannah—, pero la verdad es que se portó muy bien conmigo cuando Will murió. Patel estaba justo al doblar la esquina cuando sucedió aquello. Se agachó y examinó a Will para ver si seguía vivo, y luego se acercó a mí y a Jane. Yo estaba histérica. Él me rodeó con sus brazos y me frotó la espalda para tranquilizarme... Pero ¿sabes qué, James? Hace una noche preciosa y cálida, y se supone que estamos pasándolo bien.

—Perdona. ¿De qué quieres hablar?

—De nada —contestó Hannah, acercando la cabeza para empezar a besarse de nuevo.

James despertó a las siete, con la vejiga a punto de reventar, el sol saliendo por encima de su cabeza, y un brazo dormido porque la cabeza de Hannah estaba apoyada en él. Intentó desplazarla delicadamente hacia un cojín, pero entonces ella abrió los ojos.

—Oooh —gimió Hannah despacio mientras se desperezaba con un bostezo—. Tengo la espalda agarrotada.

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Cuando James se levantó para estirar las piernas, notó calambres y pinchazos además del brazo dormido.

—¿Quién habría pensado que un duro tejado de asfalto no era un buen lugar para dormir? —dijo con una mueca—. ¿Crees que tu padre habrá notado tu ausencia?

Hannah se encogió de hombros.

—Si es que sí, me gritará; si es que no, me gritará por cualquier otra cosa. Así que ¿qué más da?

—Necesito ir al servicio. Puedes bajar a mi piso para desayunar. Aunque creo que no hay mucho en la nevera, excepto leche para los cereales... Y me parece que se nos han terminado los cereales.

—Entonces creo que declinaré la oferta —respondió Hannah con una sonrisa. Envolvió con la manta los dos cojines, la agarró por las esquinas y se echó el fardo por encima del hombro.

—Pues nos vemos luego.

—¿Qué crees que ocurrirá si le cuento a mi padre que hemos pasado toda la noche en el tejado haciendo el amor?

—¿Eh? —contestó James sin aliento—. Ojalá. Si no hemos hecho más que besarnos y quedarnos dormidos...

—Ya—replicó ella con una risita—. Pero quiero ver si soy capaz de hacer que le explote la cabeza.

James soltó una carcajada.

—Estás como una cabra, Hannah. Le digas lo que le digas, no menciones mi nombre. No quiero que intente despedazarme con un machete o algo así.

—Yo no me preocuparía por eso. Mi padre tiene piernas de palillo y un buen barrigón. Después del modo en que machacaste a aquellos gamberros el sábado por la noche, apostaría por ti toda mi paga si os enzarzarais en una pelea.

—Eso será si tu padre vuelve a darte la paga —dijo James con una sonrisa, y le dio un beso de despedida—. ¡Te llamaré luego! —gritó mientras corría hacia el cuarto de baño—. ¡Diviértete en la piscina!

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27. ALLANAMIENTODave había salido a comprar la tarde anterior. Estaba en la mesa

comiendo huevos revueltos con tostadas cuando James entró.

—Eh, semental —saludó Dave con una sonrisa—. ¿Cómo ha ido la noche de pasión?

James sacó la leche del frigorífico y bebió directamente del cartón.

—No ha ido mal. Tiene un tacto superior por debajo de la camisa.

—Qué maravilla.

—¿Y Sonya? ¿Está por aquí?

Dave se encogió de hombros.

—Es una mujer típica. Al principio estaba todo el tiempo encima de mí, y ahora no para de mandarme mensajitos para preguntarme si de verdad le importo.

—Cosa que, por supuesto, se responde con un no —señaló James birlándole un triángulo de tostada.

—Oye, que tú tienes toda la mañana para prepararte tu propio desayuno —exclamó Dave—. Yo tengo que irme a trabajar dentro de un minuto.

James reparó en un sobre marrón que descansaba sobre la encimera de la cocina y se acercó a mirarlo.

—¿Qué es esto?

—Ah, sí. Es una copia de la documentación policial relacionada con la muerte de Will Clarke. Chloe, la ayudante de John, la trajo anoche, no mucho después de que te marcharas. Será mejor que lo leas detenidamente, pero, en tu lugar, yo lo leería después de desayunar si no tienes mucho estómago.

James abrió el informe y se encontró frente a una fotografía en A4 del cuerpo desmadejado de Will.

—Oh... Qué desagradable.

Dave asintió.

—Tu novia debió de sufrir una conmoción espantosa.

Al segundo vistazo, a James se le encendió la luz.

—Espera —dijo, acercándose la foto a la cara y observando minuciosamente las heridas de Will.

—¿Qué?

—Anoche, Hannah me dijo que Michael Patel estaba en el lugar de los hechos un minuto después de que Will se hiciera papilla.

—Ya lo sabemos —asintió Dave—. Lo verás en la documentación cuando la leas.

—Bien. Pero Hannah también me contó que Michael Patel se acercó al cuerpo y lo tocó. Ella piensa que Patel estaba comprobando si Will seguía vivo, pero mira esta fotografía: el chico está prácticamente decapitado. No hacía falta ponerse a toquetearlo para saber que había palmado.

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Dave se mostró sorprendido.

—¿Estás seguro de que Hannah te contó que Patel había tocado el cuerpo?

—Totalmente, Dave. ¿Y qué es lo que nos enseñan en el entrenamiento básico? «Nunca toquéis nada en la escena del crimen, porque podríais contaminar las pruebas y echar por tierra el éxito del proceso judicial.» Entonces, ¿por qué un oficial de policía experimentado se entromete en una posible escena como aquélla?

Dave reflexionó un par de segundos antes de responder:

—De acuerdo, de modo que podemos situar a Michael en el lugar de los hechos justo después de que Will muriera y el hombre se comporta de manera extraña. Pongamos por caso que efectivamente empujó a Will desde la azotea e intentemos suponer cómo pudo ocurrir.

—Vale. Para empezar, la gente no se encuentra por casualidad encima de un tejado. Michael y Will debieron de citarse allí. Posiblemente tenía relación con el asalto al casino, pero me cuesta mucho ver a Patel planeando matar a alguien tirándolo de un tejado a plena luz del día.

—Tienes razón —asintió Dave—. Ni siquiera está muy alto. Will incluso podría haber sobrevivido si no hubiese chocado contra la barandilla antes de llegar al suelo. Seguramente empezaron a discutir y Patel acabó empujándolo. Luego bajó por la escalera de mano y se alejó tan deprisa como pudo. Le preocuparía que hubiese un testigo presencial: alguien en el patio o mirando por la ventana en uno de los otros bloques.

—Ya lo creo —coincidió James, y de repente se le ocurrió una idea—. Patel debía de estar disimulando las pruebas forenses.

Dave pareció confundido.

—¿Cómo has llegado a esa conclusión?

—Después de pelear con Will, debía de tener restos de sangre del chico, fibras de tejido y ADN por todo el uniforme, ¿no?

Dave asintió y James prosiguió:

—Pero podría justificar esas pruebas forenses si la gente lo había visto tocar el cadáver de Will en el patio.

Dave esbozó una sonrisa.

—Sí, James, ya entiendo por dónde vas. Si Patel fuera a juicio por asesinato, podría asegurar que tenía encima ADN de Will porque lo había tocado para comprobar si estaba muerto. Con las pruebas forenses desacreditadas, el caso se reduciría a la palabra de Patel contra la de un posible testigo presencial que se habría hallado bastante lejos.

»Al final, Michael no tendría que haberse preocupado tanto, porque nadie vio nada y todos dieron por hecho que Will se había caído o tirado. Pero en aquellos días, Patel debió de sentirse aterrorizado porque hubiera una exhaustiva investigación por asesinato, al estar como estaba recubierto de pruebas forenses y al encajar con la descripción del principal sospechoso.

—Exacto. ¿Qué razón habría para que un policía experimentado contaminara el lugar de los hechos, excepto para cubrirse las espaldas?

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Dave se encogió de hombros.

—A saber.

—Entonces, ¿esto es sólo una teoría? —preguntó James—. ¿O crees de verdad que Michael Patel mató a Will Clarke?

—Hay demasiadas variables para estar seguros de nada —respondió Dave, echándole una mirada al reloj y levantándose de golpe—. Pero eso encaja con todos los hechos. En cualquier caso, hoy es sólo mi segundo día en el trabajo, así que será mejor que no llegue tarde. Ve a tu habitación, lee los informes para ver si descubres algo más y luego llama a John. Cuéntale lo que averiguaste a través de Hannah y exponle tu teoría sobre por qué Patel tocó el cadáver.

James asintió.

—De acuerdo.

Dave añadió su taza vacía y el platillo a la montaña de platos sucios que había en el fregadero.

—Al final del día, probablemente no importe si la teoría es correcta o no. Dudo que logremos probar algo: todo eso sucedió hace más de un año, no hubo testigos presenciales y el cuerpo de Will fue incinerado.

—Entonces, ¿por qué molestarse en continuar? —preguntó James con amargura.

—Por el robo —contestó Dave encaminándose hacia la puerta—. Vinimos aquí por eso en primer lugar, y si podemos encontrar más evidencias que relacionen a Michael y León con el robo, ambos se pasarán una buena temporada a la sombra.

—Eso espero —declaró James, mientras abría el frigorífico y sacaba un par de huevos—. Pero será todo una falsedad si acaban librándose del cargo de asesinato.

John estaba entrando en una rotonda cuando su móvil empezó a sonar. Lauren y Kerry iban en el asiento trasero.

—Chicas, ¿podéis contestar, por favor? Ahora necesito concentrarme.

Lauren tomó el auricular inalámbrico de John de la consola que había entre los asientos de delante y se lo colocó sobre la oreja.

—Hola, James. ¿Cómo estás?

James se quedó gratamente sorprendido al oír la voz de su hermana.

—¡Lauren! ¿Qué tal por el albergue?

—Bestial —respondió ella, radiante—. Nos hemos divertido como nunca, incluso más que el año pasado. A Bethany y a mí casi nos envían de vuelta a casa por birlar la ropa de algunos chicos mientras se bañaban desnudos en el lago. A Kyle le quitaron el collarín, pero luego se rompió el tobillo al apostar que podía saltar con su monopatín por encima de dos coches. Jake y un par de sus colegas destrozaron una moto acuática al estamparla contra unas rocas. Ha sido una locura total, todos los días así.

—Suena brutal—dijo James, celoso por habérselo perdido—. ¿John está atendiendo otra llamada? ¿Qué estás haciendo en su despacho?

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—Han desviado tu llamada a su móvil. Voy en su coche con Kerry. John pidió recursos extra y ahora nosotras estamos en la misma misión que tú.

James casi se queda sin habla.

—¿Ah, sí? ¿Y qué vais a hacer?

—Allanamiento y registro. La casa pertenece a un tipo llamado Michael Patel.

—Sí —asintió James—. Ya sé quién es.

—Deberías vernos, hermanito. Kerry y yo vamos vestidas como chicas malas. Yo llevo unas Reebok blancas de lo más zarrapastrosas, unos pendientes enormes y una tonelada de maquillaje. ¡Parecemos muy duras! Y vamos a hacer lo que a ti más te gusta.

—¡Vaya! —exclamó James sin aliento—. ¿Os dejan arrasar la casa?

Lauren se sacó el informe de misión de la sudadera y le leyó a James un extracto:

—«Los agentes deben hacer copias de los documentos financieros, los archivos del ordenador y otros papeles personales que pertenezcan a Michael y Patricia Patel. Para minimizar las sospechas, los agentes deberán dar la impresión de ser simples ladrones juveniles, para lo que habrán de dañar la propiedad y robar pequeños objetos.»

—¡Menuda suerte! —suspiró James—. ¿Sabes el tiempo que hace desde que destrocé algo?

—Kerry va sentada a mi lado. ¿Quieres que te la pase?... Oh, espera; me está diciendo que no con la cabeza. Por lo visto, todavía no te habla.

James estaba disfrutando de la conversación, y no agradeció que le recordaran que en el campus seguía siendo un paria.

—John ya ha entrado en la autopista y me está haciendo gestos para que le pase el auricular.

James oyó unos cuantos golpes y chasquidos antes de que hablara John.

—Buenos días, jovencito. ¿Qué tienes que contarme?

Una hora más tarde John detuvo el Vauxhall al final de la calle de los Patel.

Se giró hacia las chicas.

—Buena suerte. Millie me ha confirmado que Michael trabaja esta mañana. Patricia debería estar con un grupo de madres y niños, pero llamad al timbre para ir sobre seguro. Si las cosas se tuercen y acaban pillándoos, mantened la boca bien cerrada y os sacaré tan rápido como pueda.

—No te preocupes, John —dijo Kerry, y se reunió con Lauren en la acera antes de cerrar la portezuela.

Era una mañana luminosa. Kerry y Lauren intercambiaron una sonrisa mientras recorrían la calle. El hogar de los Patel era una birriosa construcción de 1930. No había coches en la entrada, enlosada con un diseño irregular, y una llamada al timbre confirmó que no había nadie en casa.

Kerry sacó una palanca de la mochila y la insertó en el estrecho panel de

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vidrio que había junto a la puerta principal. Hizo un ruido fortísimo, y las chicas miraron nerviosas alrededor para cerciorarse de que no habían atraído la atención de ningún vecino.

Se colocaron gruesos guantes de jardinería sobre los de plástico desechables que ya llevaban puestos, y luego retiraron cuidadosamente todos los fragmentos de cristal que sobresalían en el marco de la ventana, de modo que Lauren no se cortara al entrar.

—Es más pequeña de lo que parecía en las fotos de vigilancia—dijo Lauren, inquieta.

—Sobrará —sonrió Kerry—. Tú tampoco eres tan grande.

Lauren metió los brazos y hombros a través del hueco de la ventana. Kerry la agarró por los tobillos y la ayudó a entrar; sólo la soltó cuando vio que tocaba la moqueta del suelo.

Lauren se puso de pie, pero casi se cayó de espaldas al pisar un coche de juguete y torcerse el tobillo. Las paredes del vestíbulo estaban llenas de rayas y huellas de manos sucias, y en el aire persistía un olor rancio a cigarrillo. Lauren intentó abrir la puerta principal para Kerry, pero estaba cerrada con llave.

Se agachó y dijo a través del buzón:

—No voy a molestarme en tratar de abrirlo. Es más fácil si te dejo entrar por otro lado.

Cruzó el salón, descorrió un pestillo y abrió la hoja central de la ventana salediza.

—Gracias —dijo Kerry al colarse—. Millie dice que cuando ha venido a hacer de canguro, el ordenador estaba en la habitación del fondo del piso de arriba. Ve a copiar todo lo que contenga y yo empezaré a buscar papeles.

—A sus órdenes, capitán —exclamó Lauren, y echó a correr escaleras arriba.

El ordenador estaba pintado con lápices de colores, y por encima del teclado había una sustancia pegajosa y anaranjada que Lauren esperó que fuese zumo. Le dio la impresión de que los Patel eran unos dejados; desde luego, no eran la clase de gente que organiza las cuentas domésticas u otros asuntos importantes en el ordenador.

Abajo, Kerry había encontrado una montaña de papeles sin archivar en un armario del salón. En la mochila llevaba un escáner portátil de gran velocidad, pero supo que le costaría horas copiar todos los papeles, sobre todo porque muchísimos de ellos estaban aún en el sobre en que habían llegado, junto con folletos que ofrecían préstamos a bajo interés y descuentos en el seguro del coche.

Lauren echó una ojeada al menú, pero sólo encontró un puñado de juegos para críos de preescolar. Tardó menos de un minuto en pasarlo todo del ordenador a un dispositivo de memoria flash. Luego arrancó los cables de la toma de corriente y empujó el monitor por un lado del escritorio. Después agarró el teclado y lo utilizó para derribar libros y adornos de dos estantes, antes de blandido por encima de la cabeza para destrozar una lámpara de papel.

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Revisó los cajones del escritorio por si contenían documentos y luego se dirigió al cuarto de baño. Agarró el gel de ducha, el champú y la pasta de dientes y roció el suelo y las paredes. Vio un lápiz de labios y escribió en el espejo del baño: «Espero que disfrutes limpiando este desastre», con una cara sonriente debajo.

En el dormitorio principal había un joyero. Lauren se llenó los bolsillos con la colección de broches y anillos de Patricia y abrió su armario para descolgar toda la ropa. En la mesilla de noche del lado de Michael encontró un par de tarjetas de crédito y unas cien libras en metálico. Tras un examen más exhaustivo, descubrió una bolsita con polvo blanco que probablemente era cocaína.

—¡Pero qué chico más malo! —exclamó Lauren con una sonrisa maliciosa, sacando el pequeño cajón de sus guías y esparciendo el contenido por toda la habitación.

Acto seguido abrió el armario ropero de Michael, donde había media docena de uniformes de policía en bolsas de lavandería. Lanzó por los aires todo lo que había en los compartimentos de calcetines y ropa interior, y entonces reparó en una pequeña caja fuerte atornillada a la pared, con tres pares de lustrosos zapatos en lo alto. Lauren no había estudiado cómo forzar cajas fuertes, y, aunque fuera así, no contaba con las herramientas necesarias, pero sabía que quizá CHERUB querría enviar a alguien a echar un vistazo.

Despejó el espacio que rodeaba la recia caja de metal y luego sacó su cámara digital para hacer dos fotografías. La primera era una vista frontal de la caja. La segunda, un primer plano de la etiqueta superior donde aparecían el nombre del fabricante y el número de serie.

Tras rebuscar brevemente en una cómoda, Lauren se dirigió a la última habitación del piso de arriba: el cuarto donde dormía Charlotte, la hija de los Patel. Lauren volcó unas cuantas cajas de muñecos y juegos, pero no tuvo corazón para romper las cosas de una chiquilla de tres años y volvió abajo con Kerry. Ésta, arrodillada en el salón, se hallaba rodeada de pilas de papeles.

—No sé cuánto tiempo nos queda —dijo sin aliento, pasando el escáner manual por un extracto de una tarjeta de crédito, antes de doblarlo a toda prisa y meterlo de nuevo en su sobre—. Pero no podremos copiar toda esta basura ni aunque los Patel estén fuera hasta medianoche.

Lauren se arrodilló a su lado.

—Ayúdame a cribar esto —pidió Kerry—. Queremos extractos de tarjetas de crédito y de cuentas bancarias, facturas de teléfono, grandes pagos. Pasa de las chorradas, como el gimnasio de que son socios y cosas así.

Durante la siguiente hora, las chicas actuaron como robots, repitiendo la misma tarea hasta que les dolieron la espalda y los hombros, Lauren iba clasificando los documentos Cualquier cosa que pareciese interesante se añadía a un montón para que Kerry la copiara con el escáner manual. El otro ochenta por ciento regresaba al armario del que había salido El montón de lo terminado era dos veces mayor que el de lo que quedaba por hacer cuando John las llamó desde el coche, aparcado al principio de la calle.

—Jovencitas, no sé a qué estáis jugando, pero la señora P. acaba de entrar en la calle.

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—Comprendido, John. Ya salimos.

Kerry cerró el móvil de golpe, se levantó de un salto y guardó el escáner en la mochila. Lauren pateó los papeles para esparcirlos por toda la habitación, tumbó una mesita de centro y robó dos DVD. Estaban a punto de salir por la ventana salediza cuando vieron que Patricia se detenía ante la entrada en un BMW plateado.

—Joder —exclamó Kerry-—. Tendremos que ir por detrás.

Las chicas corrieron a la cocina. Kerry accionó el pomo de la puerta trasera, pero estaba cerrada con llave, igual que la principal. Lauren se metió en la antecocina y abrió una ventana mientras Patricia Patel le gritaba a su hija:

—¡Charlotte, no, cuidado! Por favor, no toques eso; son cristales rotos.

Lauren tomó impulsó, saltó por la ventana abierta y cayó sobre el reseco patio trasero de los Patel. Kerry la siguió unos segundos después. El jardín estaba rodeado de arbustos silvestres y una alta valla de madera, lo que significaba que la única forma fácil de salir de allí era por un lado de la casa.

Al avanzar, oyeron que Patricia hablaba por el móvil entre sollozos.

—... No lo sé, cariño. No me atrevo a entrar; aún pueden estar dentro. Estoy viendo papeles tirados por todo el salón y creo que he oído un ruido... De acuerdo, llamaré a la policía. Pero vas a venir a casa enseguida, ¿verdad, Michael?

Las chicas asomaron la cabeza por la esquina. Ver a Patricia llorando y a la chiquilla que contemplaba confundida a su madre hizo que se sintieran fatal. Patricia cortó la comunicación con su marido y marcó el 999; mientras, Kerry se recostó contra la pared y le susurró a Lauren:

—No creo que nos persiga. No puede dejar sola a la niña.

Lauren asintió.

—Bien, pues corramos.

Las dos muchachas vestidas con chándal echaron a correr y pasaron a dos metros de distancia de Patricia.

—¡Oh, Dios mío! ¡Están aquí mismo! —chilló la mujer al teléfono, mientras Lauren y Kerry giraban a la izquierda y corrían hacia el final de la calle—. Envíen un coche de inmediato. Son dos chicas de pelo negro y largo, y ahora se dirigen a Tremaine Road.

John estaba aparcado al doblar la esquina de la siguiente calle, con la puerta trasera abierta. Las chicas saltaron al interior.

—¡Pobrecita niña! —exclamó Kerry apesadumbrada, mientras John se separaba de la acera—. Ya sé que teníamos que hacerlo y ya sé que resulta más realista si destrozamos la casa, pero su madre estaba llorando y ella parecía muy angustiada.

—No puedes hacer una tortilla sin romper huevos —dijo Lauren, repitiendo una frase que aparecía a menudo en el entrenamiento de CHERUB; aunque ahora se sentía culpable por lo mucho que se había divertido poniendo el cuarto de baño patas arriba.

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—¿Qué habéis conseguido? —preguntó John—. Habéis estado bastante tiempo ahí dentro.

—En general, papeleo financiero —contestó Kerry—. Unas cuatrocientas hojas valiosas. Hemos tardado siglos porque no había nada archivado. La mitad de las cosas estaban aún metidas en sobres.

—¿Y el ordenador?

Lauren asintió.

—He copiado todo su contenido, pero no creo que vayáis a encontrar nada útil, a menos que queráis jugar a El osito Jimmy aprende el abecedario.

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28. CONCLUSIONESAhora John estaba trabajando a tiempo completo en la misión Tarasov.

No tenía intención de conducir de Londres al campus todos los días, de modo que había reservado una suite de dos habitaciones en un hotel con vistas al río Támesis.

Lauren y Kerry estaban adscritas temporalmente, lo que significaba que formaban parte de la misión pero que regresarían al campus cuando no las necesitaran. John recogió las tarjetas magnéticas en la recepción del hotel, subió a un ascensor con laterales de cristal y subió hasta la planta 17 junto con las dos muchachas vestidas con chándal.

Se les había adelantado una furgoneta cargada con documentación y material, y Chloe Blake —una ex agente CHERUB que desde hacía poco trabajaba como ayudante de controlador de misión— estaba atareada clasificando papeleo en carritos archivadores e instalando los ordenadores portátiles para conectarlos vía satélite con el campus. Lauren y Kerry desempaquetaron unos cuantos objetos personales en una habitación con dos camas dobles, luego se dieron una ducha y se cambiaron la ropa por albornoces del hotel. Finalmente encargaron un curry tailandés al servicio de habitaciones.

Las chicas estaban tumbadas en la cama viendo la MTV cuando John fue en su busca.

—Venga, señoritas —dijo con firmeza—. Estáis aquí por una misión, no para holgazanear. Kerry, quiero que imprimas todos los documentos que has escaneado y que intentes sacarles algo de provecho. Lauren, envía el contenido del ordenador de los Patel al campus por correo electrónico.

—Sí, jefe —resopló Kerry.

—No me mires así —replicó él secamente—. Esto no es un hotel, ¿sabéis?

Lauren empezó a reír entre dientes.

—La verdad es que sí lo es.

John solía ser un hombre afable, pero no le hizo gracia el descaro de Lauren. Fue al salón, sacó una foto del cuerpo de Will Clarke de uno de los archivadores y la enseñó a las chicas. Ninguna de ellas había visto antes la foto, y ambas se estremecieron.

—Estoy intentando atrapar a la gente que hizo esto. Esperaba que vosotras también quisierais verlos entre rejas.

—Lo siento, John—se disculpó Kerry, antes de levantarse y sacar unos vaqueros de su armario.

Lauren miró la alfombra avergonzada.

—Sí, yo también lo siento. Ahora mismo nos ponemos manos a la obra.

John convocó a todo el mundo a las nueve de la noche para mantener un encuentro. James y Dave aparcaron en el subterráneo del hotel. Montaron en el ascensor del parquin, y al pararse dos pisos más arriba se tropezaron con Lauren y Kerry. Las dos llevaban albornoz, chanclas de piscina y el pelo mojado.

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—Qué misión tan agradable y cómoda para algunas —exclamó Dave con una sonrisa maliciosa—. Nadando en la piscina del hotel mientras que James y yo tenemos que vivir en una pocilga.

—A James le gustan las pocilgas —sonrió Lauren—. Son su hábitat natural. Y dejadme deciros que Kerry y yo hemos pasado cuatro de las últimas cinco horas devanándonos los sesos, intentando organizar el papeleo financiero de los Patel. John nos ha dicho que podíamos tomarnos un descanso y darnos un baño rápido en la piscina antes de la reunión.

Cuando el ascensor empezó a elevarse, James percibió el cloro en la piel de Kerry. No había pensado mucho en ella desde que conociera a Hannah, pero la verdad es que Kerry se había hecho mayor desde que los pusieron como compañeros en el entrenamiento básico, hacía casi dos años. James se dijo que estaba más atractiva que nunca, y se imaginó inclinándose para darle un beso en la húmeda mejilla.

—Piso diecisiete —anunció Dave, y salió a un pasillo anodino para encaminarse hacia la suite.

John y su ayudante Chloe estaban allí, además de un abogado con barba llamado Schott. Era uno de los consejeros legales de CHERUB y también miembro del comité de ética que tenía que aprobar todas las misiones de CHERUB. Millie llegó la última. Vestida con su uniforme de policía, entró en la sala justo cuando Kerry y Lauren salían de su habitación en pantalón corto y camiseta.

Los cuatro querubines y los cuatro adultos se colocaron en círculo en el salón, empleando una mezcolanza de sofás, sillas de comedor, un escabel y una larga mesita de centro.

—Muy bien —empezó John—. Me alegro de que todos hayáis podido venir. Nos ha estado llegando un torrente de información de distintas fuentes desde que Dave y James dieron un paso de gigante con el ordenador, hace un par de días. Chloe y yo hemos pasado las últimas horas tratando de darle forma, con una valiosa ayuda por parte de las chicas. Ahora que todos estamos aquí, os haré un pequeño resumen de la situación. Por descontado, podéis interrumpir para hacer preguntas o si se me escapa algo.

»En primer lugar, hemos establecido que León y Michael Patel eran miembros del Sol Dorado y que le debían al casino una cantidad de dinero considerable. Ya sabíamos que León tenía deudas. Según los documentos que las chicas han copiado esta mañana en casa de los Patel, parece que Michael y Patricia llevaban meses de retraso en los pagos de su préstamo hipotecario, y debían más de treinta mil libras en facturas de tarjetas de crédito y dos préstamos de coche. En otras palabras, ambos hombres estaban desesperados por conseguir dinero.

»Según el informe policial sobre el robo, el diecisiete de mayo del año pasado, un empleado del Sol Dorado fue a la sala de ordenadores y sustrajo una copia de seguridad que contenía todos los datos del casino. No sabemos quién lo hizo, pero cuando más tarde Will Clarke recibió una copia, ésta iba acompañada de contraseñas pertenecientes a Eric Crisp y Patricia Patel.

»Tres semanas después, el siete de julio hacia las cinco de la tarde, el encargado del casino Ray Li llamó a un técnico para comunicarle que el circuito cerrado de televisión del establecimiento se había estropeado. Los

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técnicos no acudieron hasta después del robo, y entonces encontraron varios cables de conexión rotos; la única causa posible era el sabotaje.

»Once horas después de la llamada del encargado, Eric Crisp era el único vigilante de guardia cuando el casino cerró sus puertas, a las cuatro de la madrugada del ocho de junio. En algún momento entre las cuatro y las seis, dos hombres enmascarados abrieron la entrada de personal, situada en la parte trasera del Sol Dorado, utilizando llaves. Eric declaró que bajó a investigar el ruido y que entonces los dos hombres lo redujeron. Contó que lo ataron y le dieron con una porra en la cabeza. Por supuesto, nada de eso quedó grabado porque el sistema de videovigilancia había sido saboteado unas horas antes.

»Después del robo, la policía requisó todas las grabaciones de las cámaras de seguridad de los edificios de alrededor. Tengo aquí los vídeos, pero dudo mucho que vayan a servir de algo. Los policías de Abbey Wood ya lo habrán intentado.

—Típico —dijo James chasqueando la lengua.

John continuó su resumen de los hechos.

—Luego, los dos hombres enmascarados usaron unos códigos con que contaban para abrir dos cajas fuertes y robar una cantidad de dinero en metálico que, según la denuncia, ascendía a noventa mil libras, pero que ahora creemos que era considerablemente mayor, quizá tanto como seiscientas mil libras. Eric declaró que recuperó la conciencia dos horas más tarde y que informó a la policía de inmediato.

»Después Crisp fue tratado en el hospital por una herida de poca importancia en la cabeza y quemaduras en las muñecas y los tobillos por el roce de la cuerda. El guardia de seguridad es siempre el primer sospechoso en un gran robo, al igual que los cónyuges siempre son los primeros sospechosos en un asesinato. Eric fue interrogado a fondo sobre el asalto, pero, como sería de esperar en un ex policía, sabía comportarse en una sala de interrogatorios y ceñirse a su historia.

»En los meses que siguieron al robo, la conducta de nuestros sospechosos fue la típica de la gente que acaba de hacerse con una gran cantidad de dinero. Eric Crisp vendió su casa de Battersea, dejó su trabajo en el casino y se marchó al extranjero; no sabemos adonde. León Tarasov saldó sus abultadas deudas y adquirió el pub Reina de Rusia. Michael Patel canceló todas sus deudas, se llevó a su mujer a un lujoso crucero por el Caribe, le dio a su madre quince mil libras para que comprase su piso de protección oficial y (éste es mi detalle preferido) compró un BMW de diecisiete mil libras en Vehículos de Prestigio Tarasov.

Alrededor de la mesa, todos intercambiaron miradas y sonrisas.

—Vale, John, me has convencido —declaró Dave con una mueca—. Pero ¿eso resistiría ante un tribunal?

John miró al hombre de barba sentado a horcajadas en la mesita de centro.

—Señor Schott, usted es el lince de las leyes. ¿Le importaría responder a esa pregunta?

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Schott se inclinó hacia delante, tomó una profunda bocanada de aire y agitó una mano ante su cara.

—No hay pruebas claras, como un vídeo o huellas digitales, pero las evidencias circunstanciales son fuertes. Si pasáramos esta información a la brigada de investigación criminal de Abbey Wood, ellos arrestarían a Tarasov, Crisp y los Patel para interrogarlos. Luego solicitarían órdenes de registro para poner patas arriba sus casas y lugares de trabajo.

»Probablemente Patricia Patel sería la clave de todo el asunto. Michael, León y Eric ya saben cómo los policías quebrantan a los sospechosos y no les darán juego, pero Patricia no ha tenido ni una simple multa por exceso de velocidad. Si tomas a la madre de una criaturita, le metes el miedo en el cuerpo y luego le propones un trato que le permita no entrar en prisión y conservar a su retoño, lo normal es que ceda.

—Desde luego, es una buena noticia que tengamos auténticas posibilidades de lograr condenas por el robo —dijo John—. Pero lo malo es que tres de nuestros cuatro sospechosos carecen de antecedentes penales, uno de ellos es un ex policía, e incluso León Tarasov sólo tiene unas manchas de poca monta en su historial. No emplearon pistolas y la única violencia fue cuando golpearon a Eric Crisp para que pareciese que no estaba involucrado en el asalto. Así que, pese a la gran suma de dinero sustraída, ninguno de nuestros malhechores se enfrentará a sentencias de cárcel especialmente largas. Yo diría que entre cuatro y seis años. Y con la libertad condicional y la reducción de pena, estarían fuera al cabo de sólo tres años.

James pareció deprimirse.

—¿Eso es todo lo que les caerá?

—Quizá un poco más a Michael Patel porque es un oficial de policía en activo —apuntó Schott—. Aparte de eso, John tiene toda la razón.

—¡Pues vaya birria! —se enfureció Dave—. ¿Y qué pasa con Will? Ese pobre muchacho está muerto.

John sonrió.

—Chicos, no os sulfuréis y dejadme terminar. He vuelto a examinar las fotografías del cadáver de Will, y sólo puedo coincidir con vuestra teoría de que resulta muy sospechoso que Michael Patel tocara un cuerpo obviamente muerto. El disco de datos oculto dentro del ordenador indica que Will quería tener pruebas contra sus camaradas si las cosas se ponían feas, o bien que pretendía chantajearlos para obtener una parte mayor del botín. Teniendo todo esto en cuenta, ahora creo que es altamente probable que Michael Patel matara a Will Clarke. ¿Coincidimos todos en este punto?

John fue mirando a los demás en busca de confirmación. Lauren y Kerry asintieron.

—Estoy un noventa por ciento seguro de que lo mató —declaró Dave.

James movió la cabeza.

—Un ochenta por ciento.

Chloe sonrió.

—Bueno, yo no voy a poner porcentajes, pero pienso que lo más probable

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es que lo hiciera.

Schott asintió.

John miró a Millie en último lugar. Parecía alterada, y durante un segundo James pensó que iba a echarse a llorar de nuevo. La mujer entrecerró los ojos y luego habló con determinación:

—Me gustaría ver cómo Michael Patel entra en la cárcel para una larguísima temporada.

—Entonces todos pensamos igual —dijo Dave mirando a Schott—. Pero para que condenen a Michael por asesinato, habrá que convencer a un jurado de doce personas más allá de cualquier duda razonable. No tenemos nada lo bastante firme para conseguirlo, ¿verdad?

Schott coincidió con un gesto de la cabeza.

—No tenemos nada. Estamos basando nuestra presunción de culpabilidad en el hecho de que Patel tocó el cadáver, pero un abogado hábil defenderá a Michael asegurando que su cliente actuó de un modo extraño porque estaba traumatizado por lo que acababa de suceder. Incluso si algunos miembros del jurado pensaran que Patel era probablemente culpable, el juez les instaría a declararlo inocente aun en caso de albergar dudas moderadas.

—Nosotros mismo albergamos dudas —recordó Chloe.

—¿Significa eso que lo tenemos crudo? —preguntó Lauren.

—Hay pocas posibilidades de encontrar más pruebas con los métodos de investigación convencionales —contestó John—. Vamos a tener que conseguir una confesión.

—Tú alucinas —exclamó James sacudiendo la cabeza—. Tarasov y Patel jamás confesarán, ni en un millón de años.

John sonrió.

—Concédeme algo de inteligencia, James. No estoy planeando llevar a Tarasov y Patel a la comisaría de Palm Hill, prepararles una deliciosa taza de té de rosas y pedirles que hagan algo decente. Estoy hablando de una operación de aguijoneo. Vamos a tener que tenderles una trampa.

—¿Cómo?—inquirió James.

—Tengo unas cuantas ideas, pero van a requerir tiempo y una preparación muy detallada para poner todos los elementos en su sitio.

—¿Cuánto tiempo? —quiso saber Dave.

—Diez días a lo mejor—contestó John encogiéndose de hombros—. Puede que quince.

—¿Y qué debemos hacer hasta entonces? —preguntó Lauren.

—James y Dave continúan en Palm Hill, manteniendo su buena relación con los Tarasov, y a ver si pueden descubrir algo más. Creo que Kerry y tú podréis regresar al campus hasta un día o dos antes de que estemos listos para empezar.

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29. BESOEl plan tardó más de lo esperado en tomar forma; pero a James no le

importó. Los diecinueve días siguientes a que John anunciara su idea los pasó vagabundeando por Palm Hill con Max y Charlie: jugaba al fútbol, montaba en bici, recorría las tiendas, descansaba junto al estanque, y se enrollaba con Hannah siempre que sus padres no la vigilaban. No era tan divertido como habría sido el albergue estival de CHERUB, pero James estaba decidido a pasárselo bien porque sabía que aquello era lo más cercano a unas vacaciones de verano que conseguiría.

Martes, 20.58 horas

Lo que empezó como una misión sencilla se había transformado en la operación técnicamente más compleja en que James había participado. Todo iba a ser controlado desde la suite contigua a la que ocupaba John Jones.

James cruzó la puerta de comunicación entre ambas habitaciones, pasando por encima de una docena de cables enredados. Había tres antenas parabólicas instaladas en la terraza. Habían retirado las camas y las habían reemplazado por estanterías de metal repletas de ordenadores, monitores, grabadoras, teléfonos, suministros de energía de repuesto y un equipo de radio emisor y receptor. Las únicas dos pantallas encendidas mostraban páginas de Internet de pronóstico meteorológico, una de la BBC y la otra de la CNN.

Chloe estaba a cuatro patas detrás de las estanterías con un puñado de cables colgados del hombro, y parecía muy estresada. James se inclinó hacia uno de los ordenadores y agitó un dedo amenazador delante del interruptor de reposición.

—Eh, Chloe, ¿qué pasaría si apretara este botón?

—¡Ni se te ocurra! —chilló ella—. A menos que te apetezca pasar los próximos seis meses en silla de ruedas.

James miró la información meteorológica.

—¿John ya ha dado el visto bueno?

La voz de Chloe surgió desde debajo de una balda de aglomerado, donde buscaba una toma de corriente:

—Todavía no, pero parece que todo está en orden. La BBC anunciaba lluvia para las primeras horas de la mañana, pero ahora han cambiado de opinión.

—Pero ¿por qué es tan importante el tiempo que haga? —preguntó James.

—Algunos de nuestros puestos de escucha utilizan micrófonos láser y todas nuestras conexiones son vía satélite. Si llueve con fuerza, y sobre todo si hay truenos, la mitad de nuestras señales se irán al garete.

—Ya, es como cuando estás viendo un partido de fútbol en el canal Sky y la imagen se congela justo cuando Thierry Henry está a punto de marcar un gol.

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—Exactamente —confirmó ella.

—Creo que no había visto tantos cables en toda mi vida.

—James, estoy intentando concentrarme —dijo Chloe de mal talante—. Tengo treinta y siete aparatos eléctricos para sólo cuatro enchufes, más de cincuenta cables que conectar, y una red WiFi por instalar. No pretendo ser grosera, pero, por favor, ¿podrías irte a la otra habitación y sentarte con tu hermana y Kerry?

—Lo siento —contestó James levantando las manos—. Llámanos si necesitas alguna cosa.

Dio media vuelta y cruzó de nuevo la puerta de comunicación. Al pasar por allí un minuto antes, Lauren y Kerry estaban viendo la tele, pero ahora se encontró con el aparato apagado y con que las dos habían desaparecido. Supuso que se habrían marchado a su dormitorio. Se sentó en el sofá, encendió el televisor y fue pasando canales hasta tropezar con un episodio de Futurama.

Al cabo de treinta segundos se apagaron las luces. James sintió que le agarraban la camiseta por detrás, seguido de un torrente de palomitas de maíz que le bajaron por el cuello y la espalda.

—¡Ajjjjj! —bramó, levantándose de un salto mientras Kerry encendía de nuevo las luces.

Lauren asomó por detrás del sofá con una sonrisa de oreja a oreja. James se quitó la camiseta y se frotó la espalda para librarse de las palomitas que se le habían pegado a la piel.

—¡Estás muerta, Lauren!

Su hermana sonrió.

—Para matarme, primero tendrás que atraparme.

James se acercó al sofá. Lauren era rápida y podría escabullirse fácilmente. Él sabía que no importaba hacia dónde se moviera: ella se desplazaría al lado opuesto. Para evitarlo, embistió el sofá y lo empujó hacia delante. Cuando Lauren vio que estaba a punto de quedarse clavada contra la pared, trepó al sofá y cayó en los cojines. James paró de empujar y se abalanzó sobre la espalda de su hermana. Ésta intentó zafarse, pero él la superaba en peso y la inmovilizó.

—No puedo respirar —gimió Lauren mientras James la aplastaba.

Él recogió un puñado de palomitas del sofá con una mano, y con la otra tiró del elástico de los pantalones cortos de su hermana.

—¡James, no! —gritó Lauren—. Por las bragas no. Esto es la guerra, James. ¡¡Suéltame!!

21.06

John estaba diecisiete pisos abajo, en un rincón del bar del hotel, tan lejos como le era posible de los demás clientes. Dos hombres bajos y fornidos cruzaron las puertas dobles, y John se dijo que, de algún modo, con los años de policía y agente secreto había desarrollado el olfato para descubrir a un

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policía de paisano a un kilómetro de distancia: vaqueros, barriga cervecera, chaqueta de esquí. Incluso había algo en la manera en que hablaban.

—Tú debes de ser John Jones —dijo el mayor de los dos, dejando en el suelo una bolsa de deporte Adidas.

John alargó la mano para estrechar las de ellos.

—Greg Jackson y Ray McLad, supongo. Tomad asiento. ¿Qué queréis beber?

Ray y Greg trabajaban para la Oficina de Investigación de Reclamaciones de la Policía Metropolitana, la OIR. Sus oficiales estaban especializados en investigar la corrupción y las acusaciones que se hacían contra sus colegas.

—Nos ha intrigado tu e-mail —le dijo Greg a John cuando éste regresó con tres pintas de cerveza—. No es que dieras muchos detalles, pero hablabas de algo gordo: policías corruptos, robo y asesinato; todo en una. ¿De qué va el asunto?

—En pocas palabras, mi plan es tomar a nuestros dos sospechosos, hacer que se enfaden y conseguir que cada uno se eche al cuello del otro. Si todo marcha bien, acabarán enfrentándose y recordándose fechorías del pasado mientras nosotros tenemos un micrófono apuntándolos.

Ray asintió.

—¿Y por qué quieres que nosotros nos involucremos en eso? Los servicios secretos suelen quedarse con toda la gloria para ellos solos.

—He estado trabajando con una oficial de policía de barrio llamada Millie Kentner, pero el resto de mis colaboradores son poco comunes —explicó John—. No pueden comparecer ante un tribunal sin socavar la seguridad de una organización que no existe oficialmente. De modo que si tenemos éxito con esta operación, reuniremos todas las pruebas de manera que parezca que todo lo habéis hecho Millie y vosotros dos. Imagino que con eso no sería difícil lograr una placa de inspector jefe.

Ambos policías intentaron actuar como si no estuvieran impresionados, pero no pudieron reprimir una sonrisa mientras bebían de sus jarras de cerveza.

—Cuando dices que vuestros agentes son poco comunes, ¿hablamos de confidentes? —preguntó Greg.

—Es algo bastante más exótico que eso —sonrió John—. Un viejo amigo mío me recomendó que contactara con vosotros dos porque ya habéis trabajado con el Mi-Cinco, pero aun así voy a recordaros dónde os metéis: si alguna vez reveláis información sobre los agentes con quienes vais a colaborar en los próximos dos días, estaréis desestabilizando docenas de misiones secretas por todo el mundo y poniendo vidas en peligro. Si nos dejáis en una posición en que tengamos que elegir entre vuestras vidas y la seguridad de nuestros agentes, quizá os encontréis en terreno pantanoso.

Greg y Ray intercambiaron una mirada, como diciendo: «¿Quién se cree este tío que es?» A John no le importó; sabía que ambos se tomarían la amenaza en serio en cuanto supieran la verdad.

—Acabaos la cerveza, y luego os llevaré arriba para presentaros a los

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querubines.

Ray se rascó la nariz.

—¿Qué es un querubín cuando uno está en babia?

21.11

Millie trabajaba en el mismo minúsculo despacho desde su llegada a Palm Hill en 1996. Durante nueve años había estado dedicada a su trabajo. Hacía turnos de veinticuatro horas, asistía a reuniones de la comunidad que se prolongaban hasta altas horas de la madrugada, y a menudo acudía al despacho en sus días libres para quitarse papeleo de encima.

Descubrir el pasado delictivo de Michael Patel había hecho añicos su seguridad en sí misma. ¿Cómo podía considerarse una buena policía si no había advertido que su mano derecha era un matón, un ladrón y probablemente un asesino? Fuera como fuese la operación secreta, Millie había decidido abandonar el cuerpo en cuanto todo hubiese acabado.

Tenía un montón de papeles pendientes, pero se pasó la siguiente media hora pensando mientras observaba el fondo de una taza de café, con los pies cubiertos sólo con medias negras apoyados encima de la mesa. El móvil, en el bolsillo de la camisa, empezó a vibrar: era Chloe desde el hotel.

—Lamento haberte hecho esperar —dijo Chloe—. Parece que mañana el tiempo va a ser bueno. He llamado a John para que me lo confirmara y nos ha dado luz verde.

—De acuerdo —respondió Millie, esbozando la que se le antojó la primera sonrisa en muchos días—. Espero que esto funcione.

—No te preocupes —la tranquilizó Chloe—. John conoce bien su trabajo. Estaba organizando operaciones como ésta cuando tú y yo usábamos pañales.

Millie apagó el móvil. Sabía que aquello no iba a ser fácil, pero era un alivio ponerse manos a la obra después de casi tres semanas de preparativos. Volvió a calzarse los zapatos, se impulsó con la silla hacia delante y levantó el auricular del teléfono fijo de su despacho. Marcó el 73 de la memoria: el número del domicilio de Patel.

—Seis-cero-tres-uno —respondió una voz de mujer.

—Pat, ¿eres tú? ¿Está Mike en casa?

—Ah, hola, Millie —saludó Patricia. Llamó a su marido a gritos antes de volver a hablar—. Por cierto, tienes que venir a cenar otra vez un día de éstos.

—Sería estupendo —mintió Millie, oyendo de fondo los chillidos de Charlotte, la pequeña de tres años—. Parece que esa jovencita no quiere irse a la cama—añadió.

—Ha estado insoportable todo el día. Primero se negaba a meterse en la bañera; ahora se niega a salir. —Patricia volvió a gritar—: ¡Michael! ¿Vas a contestar o no? ¡No puedo dejar a Charlotte sola en el agua!

Patricia dejó el auricular y salió corriendo. Michael lo recogió veinte segundos más tarde.

—Perdona que te haya tenido esperando, jefa. ¿Qué ocurre?

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Millie había practicado la mentira un centenar de veces a lo largo de la última semana.

—Me temo que soy portadora de malas noticias, Mike. ¿Recuerdas que hace unos cuantos sábados detuviste cerca del estanque a un muchacho llamado James Holmes?

Michael asintió al teléfono.

—Sí, ese mocoso era un tipo duro; machacó a un par de gamberros muy fuertes. ¿Qué pasa con él?

—Me han avisado de que el abogado de Holmes ha presentado una demanda contra ti. James asegura que, al meterlo en el coche patrulla, le golpeaste la cabeza contra el techo.

Mañana recibirás la notificación oficial dos-ocho-nueve. Obviamente, antes o después tendrás que ir a la OIR para que te interroguen, pero he pensado que querrías saberlo ahora, para que puedas revisar tus notas y poner en orden todos los detalles.

—Muy agradecido, jefa. Supongo que será la historia de siempre, mi palabra contra la de Holmes, pero aun así es un auténtico incordio. Perderé la mitad del día con los de la OIR, cuando tengo un millón de cosas mejores que hacer.

Millie apretó un poco más las tuercas.

—Hay un detalle más: el abogado de James Holmes asegura que ha conseguido una grabación del incidente por cámaras de vigilancia.

—Oh, vaya —exclamó Michael. Tardó un par de segundos en reponerse—. Puede tener todas las grabaciones que quiera, jefa, porque no sucedió nada.

—Por supuesto. Ya sé que estás tan limpio como el agua, Mike. No tienes nada de que preocuparte, y ya sabes que yo te apoyaré en todo el proceso. Sólo pensaba que querrías saberlo tan pronto fuera posible.

21.17

John cerró su móvil y se lo guardó en la chaqueta mientras recorría el pasillo vacío del piso 17. Greg y Ray caminaban detrás de él.

—¿Buenas noticias? —preguntó Greg.

John asintió.

—Era Millie. Es una buena policía, pero está destrozada por todo lo que ha estado sucediendo. Acaba de hablar con Patel; cree que él se ha tragado su historia sobre la falsa queja. Con eso dándole vueltas en la cabeza, esta noche no dormirá muy bien.

—¿Y qué edad tienen esos querubines? —quiso saber Ray.

—Dave, el mayor, tiene diecisiete años. James y Kerry, trece; y Lauren, diez. Aunque no debéis olvidar que no son muchachos corrientes. Todos son inteligentes y disciplinados, y están excelentemente entrenados. Las cosas que les he visto conseguir en el año que llevo trabajando para CHERUB son impresionantes.

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John insertó su tarjeta magnética en la cerradura, abrió la puerta... y ante ellos se desplegó una escena de destrucción: cojines de sofá esparcidos por el suelo, palomitas de maíz por todas partes, regueros de agua por la moqueta y charcos encima de los muebles.

James casi choca con John cuando salió corriendo del cuarto de baño con una cubitera llena de agua.

—Oooh... —exclamó el muchacho, encogiéndose bajo la mirada ceñuda de John, que parecía listo para matar.

—James, por Dios, ¿a qué estáis jugando?

—Sólo nos divertimos un poco —respondió, echando un vistazo al estropicio—. Supongo que se nos ha ido la mano.

Kerry irrumpió desde la otra habitación, sujetando una botella de agua de plástico y con una almohada a modo de escudo.

—Os voy a mojar tanto que... —Se detuvo en seco al ver a los tres hombres en el umbral.

—¡Vosotros dos, poneos ahí! —ordenó John señalando la pared—. ¿Dónde está la otra?

En la esquina opuesta, Lauren emergió avergonzada de debajo de un montón de cojines de sofá. Tenía una mancha de Coca-Cola en la camiseta, y una cantidad de palomitas adheridas a la ropa significativamente mayor que Kerry o James.

—¡Este comportamiento es ridículo! —bramó John—. Millie ha iniciado la operación, la habitación de al lado está llena de equipamiento electrónico valorado en decenas de miles de libras, y vosotros tres estáis lanzando agua por todas partes y portándoos como chiquillos de cinco años. —Señaló a Lauren—. Tú, ve a ducharte ahora mismo. Los otros dos, ordenad esto, secad los charcos y recoged hasta la última palomita de la moqueta. Y hacedlo deprisa, porque si esta habitación no está limpia cuando llegue Dave, voy a empezar a repartir vueltas de castigo.

Ray y Greg se sonrieron al llegar a la zona de descanso y ponerse a sacudir palomitas de dos cojines de sofá.

—Excelentemente entrenados —rió Greg.

John se permitió sonreír mientras todos arrimaban el hombro en las tareas de limpieza.

—No importa cuánto los entrenemos; siguen siendo niños.

21.32

James devolvió el aspirador al armario de la limpieza que había al final del pasillo. Ahora que habían terminado de adecentarlo todo, se dio cuenta de que necesitaba una ducha para eliminar de la piel los restos de toffee, pero Kerry aguardaba delante de la puerta del cuarto de baño, donde todavía estaba Lauren.

James aporreó la puerta.

—¡Date prisa, Lauren! Cualquier persona normal tarda cinco minutos en

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ducharse, no veinte.

—¡Utilizad el cuarto de baño de la otra habitación! —respondió a gritos.

—No podemos —chilló Kerry—. Chloe tiene cables conectados al enchufe para la máquina de afeitar. No se puede cerrar la puerta y, además, el vapor podría estropearlo todo.

—Está bien. —Lauren chasqueó la lengua—. Me faltan dos minutos.

James y Kerry se apoyaron en la pared, junto a la entrada del dormitorio, uno frente al otro. John y los dos policías estaban admirando boquiabiertos el equipo de vigilancia en la habitación de al lado. Kerry tenía la cara enrojecida por las persecuciones. Llevaba una holgada camiseta que casi le ocultaba los pantalones cortos y un calcetín de deporte de color limón; el otro había desaparecido durante la batalla.

James sospechaba que los sentimientos de Kerry hacia él habían empezado a ablandarse. Se habían lanzado insultos, palomitas de maíz y cojines, pero aún no habían logrado mantener una conversación normal, excepto cuando habían tenido que hablar durante los preparativos de la misión.

James alzó la vista cuando reparó en que Kerry sonreía. Tanteó el terreno con una sola palabra:

-¿Qué?

Ella se puso tensa, pero un segundo después volvió a sonreír y lo miró a los ojos.

—Estabas muy gracioso con todas esas palomitas pegadas al pelo —murmuró, como si en realidad no quisiera decirlo.

James no sabía descifrar el lenguaje corporal de Kerry. La expresión de su rostro se parecía mucho al modo en que solía mirarlo antes de besarse. ¿O era rabia?

Con el carácter de Kerry, James acabaría en el suelo, inmovilizado con una dolorosa llave de brazo, si metía la pata, pero tenía tantas ganas de estar con ella que se estaba volviendo loco. En toda su vida nunca había deseado tanto besar a alguien, y ella estaba allí, a menos de un metro de distancia, sin nadie más alrededor.

Dio medio paso adelante, de modo que Kerry quedó justo frente a su cara. Ella continuó mirándolo fijamente con sus ojos castaño oscuro, pero sin proporcionarle ninguna señal clara. James le dio un fugaz beso en la mejilla y retrocedió de golpe, como si hubiese pinchado a una serpiente con un palo puntiagudo.

La sonrisa de Kerry se ensanchó, y James sintió una oleada de placer al comprender que su coraje había merecido la pena. Kerry lo agarró por la cintura, lo empujó contra la pared y empezaron a besarse. Aquello duró veinte segundos, hasta que se oyó el ruido del cerrojo del cuarto de baño. Kerry se echó hacia atrás y se portó como si nada cuando Lauren abrió la puerta y salió con un albornoz de adulto que arrastraba por el suelo.

—Ya he terminado —anunció la niña, dirigiéndose al dormitorio.

En cuanto Lauren estuvo fuera de la vista, James se dispuso a continuar

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con el besuqueo, pero la expresión de Kerry había cambiado por completo. Lo apartó con un empujón.

—Sigo sin hablarme contigo —declaró con firmeza, antes de meterse en el cuarto de baño y cerrarle la puerta en las narices.

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30. CONFUSIÓN23.07

Una furgoneta Volkswagen gris se detuvo justo enfrente de la casa de los Patel. Dave apagó las luces y el motor, bajó y rodeó el vehículo para reunirse con James y Kerry en la parte trasera.

—¿Todo bien? —preguntó.

James no se había sentido tan confundido en toda su vida, pero Dave estaba preguntando por la misión, no por su relación con Kerry.

—Sí—respondió el muchacho—. Excepto que aquí dentro te asas.

Las furgonetas de vigilancia no tienen aire acondicionado porque el ruido las delataría. El compartimento trasero contenía tres sillas de oficina atornilladas al suelo delante de una hilera de monitores y grabadoras de vídeo. Éstos estaban conectados a cámaras ocultas y micrófonos encajados en el exterior y el techo. La falta de ventilación, combinada con el calor procedente del equipo electrónico, elevaba la temperatura hasta más de cuarenta grados en aquella cálida noche de agosto.

—Kerry, ¿ya tienes preparado el micrófono láser? —preguntó Dave.

—Está un poco rebelde —respondió ella, inclinándose sobre una consola para ajustar una fila de botones que había debajo de una pequeña pantalla de televisor.

Mientras los manipulaba, la imagen cambió de blanca a negra, antes de estabilizarse en una tonalidad azulada.

—Perfecto —dijo Dave, insertando cintas de audio en dos grabadoras—. Ahora apunta hacia la casa. Has de buscar una ventana justo en el centro, para que recoja las vibraciones cuando alguien hable.

Kerry chasqueó la lengua.

—Sé lo que estoy haciendo, Dave. —Empleó un mando para centrar la imagen en una ventana—. Estoy lista cuando tú lo estés, James.

James pulsó un interruptor para activar el láser. El rayo invisible detectaba las vibraciones en el cristal y transmitía una rudimentaria impresión de cualquier ruido o conversación que se produjera en el interior de la casa. El dispositivo tenía el volumen al máximo, y James se abalanzó sobre el control para bajarlo antes de que le reventara los tímpanos.

«El gobierno israelí asegura que está intentando rebajar la tensión en la región siguiendo...»

—Las noticias de la tele —dijo James.

Dave asintió.

—Kerry, dirige ese micrófono a otra ventana. Luego guarda las posiciones en la memoria y ve pasando de una a otra. —Sacó del bolsillo un radiotransmisor. Su señal estaba codificada digitalmente para que nadie pudiese oír lo que decían—. Base, aquí Dave, en el interior de la unidad uno. Estamos en posición y tenemos buen sonido, pero Michael sigue levantado viendo la tele.

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—Entendido —contestó Chloe—-. John está en posición en el soportal del ferrocarril. Decídnoslo cuando estéis listos para entrar.

Miércoles, 00.57

Llevaban dos horas muertos de calor en la furgoneta. James había logrado quedarse dormido en el suelo mientras Kerry y Dave se turnaban para controlar los sonidos del interior de la casa.

Apagaron el televisor a las 00.22. Los jóvenes agentes siguieron el ruido de Michael Patel al subir al primer piso, lavarse los dientes y tirar de la cadena. Patricia despertó cuando su marido se metió en la cama. A las 00.30 Michael le dijo a su esposa que la quería y que ya había ido a ver cómo estaba su hija. El micrófono empezó a recoger un suave ronquido a las 00.37.

—Llevan dormidos veinte minutos —dijo Kerry—. Eso es suficiente, ¿verdad?

Dave asintió y sacó la radio del bolsillo.

—Base, creo que los Patel están dormidos. Vamos a entrar.

—Recibido, Dave —respondió Chloe.

Dave le pellizcó la nariz a James para despertarlo. El muchacho respiró hondo por la boca antes de abrir los ojos y levantarse del suelo de un salto.

—¡Joanna!—exclamó.

—¿Quién es Joanna? —preguntó Dave alzando las cejas, mientras James bostezaba y se pasaba una mano por la cara.

—Estaba teniendo un sueño de lo más raro. Me encontraba en una tienda de campaña con esa chica, que conocí en mi primera misión. Pero Clint Eastwood y mi abuela volaban sobre nosotros en un globo y nos lanzaban pedruscos.

—Un sueño como ése debe de tener un significado realmente profundo —dijo Dave con una sonrisa burlona.

Kerry no se resistió a intervenir.

—Significa que James es un idiota, y eso ya lo sabíamos.

—¿Ya están dormidos los Patel? —preguntó el muchacho entre bostezos.

Dave asintió.

—Ya vais a entrar.

James agarró la mochila que había utilizado como almohada. Sacó su radio y se colocó el auricular.

—Probando, probando, James probando.

Chloe le contestó directa al oído:

—Te oigo fuerte y claro, James.

Kerry también probó su radio, y luego ella y James se pusieron una gorra de béisbol y guantes desechables. Kerry ajustó un accesorio al extremo de su pistola ganzúa y se la metió en el bolsillo delantero de los pantalones. Dave observó todos los monitores para asegurarse de que no había nadie por la

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calle, y luego apagó las luces interiores para que James y Kerry no fueran vistos al salir por las puertas de atrás.

—Buena suerte ahí fuera —susurró Dave—. Os avisaré enseguida por radio si los micrófonos captan algún movimiento dentro de la casa.

Kerry precedió a James al cruzar la calzada y recorrer el sendero de acceso de los Patel, donde estaba su BMW. La muchacha insertó la pistola ganzúa en la cerradura de seguridad de la entrada y la abrió con facilidad; luego cambió el accesorio por otro de distinta forma para abrir la cerradura principal.

Al traspasar el umbral, James susurró a su micrófono:

—Estamos dentro.

Después de cerrar la puerta, cada uno sacó de su mochila unos cilindros —como extintores de incendio en miniatura— y se colocó una máscara antigás de goma. Kerry comprobó que la de James estaba bien ajustada y él le devolvió el favor. Estaban a mitad de las escaleras cuando Dave los llamó por radio:

—Retroceded; hay movimiento en el dormitorio.

James y Kerry se apresuraron a bajar la escalera a hurtadillas mientras en el pasillo del primer piso se encendía una luz. Patricia Patel salió de su habitación, le echó una ojeada a su hija dormida y entró en el cuarto de baño.

Kerry susurró en su micrófono:

—¿Nos largamos?

—Negativo —contestó Dave—. Probablemente volverá a acostarse. Permaneced en la casa a menos que Patricia empiece a bajar las escaleras.

Como era de esperar, Patricia tiró de la cadena y regresó pesadamente a la cama.

James se quitó la máscara antigás para hablar con Kerry.

—Tendremos que aguardar hasta que vuelva a dormirse.

01.16

James y Kerry estuvieron quince minutos sentados contra la pared al pie de las escaleras, oyendo los latidos de su corazón. Cuando Dave les avisó del fin del peligro, se ajustaron y comprobaron de nuevo las máscaras antes de volver a subir al primer piso.

Los Patel dormían con la puerta de la habitación abierta, para poder oír a su hija si ésta despertaba y se ponía a gritar. James y Kerry retiraron las arandelas de seguridad del cuello de los botes de gas mientras entraban y se situaban cada uno a un lado de la cama de matrimonio. James alzó tres dedos e inició la cuenta atrás. Al llegar al cero, ambos se pusieron manos a la obra.

James colocó el cono blanco del extremo del bote a pocos centímetros de la nariz y la boca de Michael Patel, y giró lentamente la clavija que liberaba el gas. A Kerry le resultó un poco más difícil, pues Patricia dormía con la cara hundida en una almohada. Ambos mantuvieron los botes en su sitio y contaron hasta que sus víctimas hubieron inhalado siete veces; el gas suficiente para

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dejarlos fuera de juego durante dos horas y media.

Una vez completada la tarea, cerraron el gas y salieron de la habitación. James se quitó la máscara, Kerry hizo lo mismo, y se sonrieron el uno al otro.

—Buen trabajo —susurró James con una sonrisa de oreja a oreja. Luego pulsó el botón para hablar por su micrófono—. Aquí James. Ya hemos terminado con el gas narcótico.

—Recibido —contestó Dave—. Me reuniré contigo en la entrada.

—Ten cuidado, Dave. Y procura no despertar a la niña.

John había revisado el historial médico de la familia Patel, y descubrió que la pequeña Charlotte sufría de asma. Eso volvía inaceptablemente arriesgado emplear gas narcótico con ella, de modo que John había buscado una solución que distaba mucho de ser perfecta: Kerry montaría guardia junto a Charlotte. Con suerte, la chiquilla no despertaría; pero si era así, Kerry tenía una botella de zumo mezclado con un sedante suave que la ayudaría a dormirse de nuevo. Si por la mañana Charlotte mencionaba lo ocurrido, era lo bastante pequeña para que sus padres dieran por hecho que había sido un sueño.

Mientras Kerry se acomodaba en un puf al lado de la camita de Charlotte, James fue a la planta baja. Le abrió la puerta principal a Dave y luego se puso a buscar las llaves del coche. Dave llevaba una mochila llena de dispositivos de escucha, e iba a pasarse la hora siguiente conectando la casa de los Patel de tal modo que no se les escapara ni un fragmento de conversación.

Las llaves estaban en el bolsillo del abrigo de Michael. Dave se encontraba sobre la mesa de la cocina, reemplazando la bombilla por otra que contenía un micrófono, cuando James se dispuso a salir.

—Me marcho —dijo James—. Vigila a Kerry si la cría despierta. Es un desastre con los niños pequeños.

—Lo haré —contestó Dave—. Hasta luego.

James salió de la casa y se montó en el automóvil de los Patel. Ya había conducido en varias ocasiones, pero aún sentía un hormigueo cada vez que se sentaba al volante y miraba los mandos, consciente de que no eran muchos los muchachos de su edad que podían correr por ahí en dos toneladas de BMW. Echó el asiento hacia delante para alcanzar los pedales, se abrochó el cinturón y encendió el motor.

Fue un trayecto agradable; las calles estaban desiertas y el coche rugió a su gusto. Por desgracia, no eran más que cinco kilómetros. James dobló por un desvío junto a un puente y se internó en una callejuela adoquinada y sin iluminación, con una hilera de soportales del ferrocarril a un lado. Los soportales se utilizaban mayoritariamente como almacenes, pero pasó ante un proveedor de fontanería y un par de talleres de reparación de coches. El último tenía la puerta abierta, por la que salía una brillante luz. James entró cautelosamente en un garaje iluminado con focos y equipado con material para repintar vehículos.

John y Greg estaban esperándolo. Abrieron las portezuelas de los pasajeros incluso antes de que James se hubiera apeado. Se había detenido

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junto a un BMW 535i que parecía idéntico al de los Patel en todos los detalles. No sólo en aspectos como el modelo y el color: también tenía el mismo número de matrícula, así como una serie de abolladuras de aparcamiento en el parachoques frontal que habían sido cuidadosamente reproducidas; y si alguien hubiese levantado el capó para realizar una inspección minuciosa, habría encontrado los mismos números de serie en el chasis y el motor. La única diferencia visible entre ambos automóviles eran los objetos personales del que pertenecía a los Patel, y que estaban a punto de cambiar de alojamiento.

John tomó las alfombrillas de goma del coche de los Patel y las trasladó al duplicado. Greg se encargó del contenido de la guantera, y James subió a la parte de atrás para desenganchar la sillita de seguridad para niños y recoger docenas de juguetes y libros de Charlotte.

Mientras James luchaba por encajar el asiento infantil en la parte trasera del BMW duplicado, Greg traspasó al maletero el cochecito de paseo y otros trastos. John incluso llegó a meter los envoltorios de caramelo en los ceniceros y a dejar una cáscara seca de naranja en la consola central. Cuando terminaron, no había forma de que los Patel pudieran distinguir la copia de su propio coche.

—¿Puedo volver con el doble? —preguntó James.

John negó con la cabeza.

—De ningún modo. Se requiere bastante fuerza para conducirlo; es una completa porquería. Greg te llevará de vuelta a Palm Hill. Necesitas dormir: mañana va a ser un día frenético.

02.17

John detuvo el BMW en la entrada de la casa de los Patel, teniendo buen cuidado de colocarlo en el punto exacto de donde James se había llevado el original cuarenta minutos antes. No resultó fácil, pues no le habían instalado correctamente la dirección asistida y las ruedas no estaban alineadas.

Después de apearse, John levantó el capó. Usando un destornillador a modo de palanca, abrió el compartimento de plástico al fondo del motor que albergaba el sistema de dirección. Éste consistía en una pequeña placa base de color

azul con una hilera de microchips. John extrajo la placa de su cavidad y la reemplazó por otra idéntica que había sufrido un cortocircuito.

Luego regresó al asiento del conductor y giró la llave de contacto. En vez del sonido del motor encendiéndose, oyó unos pitidos desquiciados y las luces de los intermitentes del salpicadero empezaron a parpadear como decoraciones navideñas. Satisfecho al comprobar que el coche no podría arrancar, lo cerró con llave y se dirigió hacia la casa.

La puerta principal no estaba cerrada con llave. Tras devolver las llaves del coche al abrigo de Michael, John encontró a Dave sentado en el sofá del salón, utilizando un ordenador Palm Pilot de mano.

—¿Todo listo? —preguntó John.

Dave asintió.

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—Estoy realizando un diagnóstico de los micrófonos. He instalado cinco, lo que debería cubrir la casa por completo. Chloe está recibiendo una señal potente desde el hotel. ¿Ha ido todo bien con el coche?

—Bastante bien. Aunque hay que ser aficionado a la lucha libre para manejar esa cosa.

Dave sonrió.

—No es de sorprender en esas circunstancias.

—Puedes regresar a Palm Hill si has terminado aquí. Ya sé que mañana tienes que estar temprano en el trabajo.

—¿Y qué pasa con Kerry?

—Oh, se me había olvidado que aún está ahí arriba —rió John—. ¿Te importaría llevarla al hotel de camino a tu apartamento? Yo tendré que quedarme aquí vigilando un par de horas más, por lo menos. No podemos dejar que la pequeña Charlotte despierte y se ponga a corretear por la casa mientras sus padres están inconscientes.

—No hay problema.

John sacó un llavero del bolsillo del pantalón.

—Yo me llevaré la furgoneta, porque mañana por la mañana la necesitaremos de nuevo aquí. Estas llaves sonde un pequeño Mitsubishi amarillo que está aparcado al principio de la calle, a unos cien metros a la izquierda.

—Gracias, John —dijo Dave, recogiendo el llavero y poniéndose en pie—. Por el momento el plan marcha viento en popa, ¿no?

—Toca madera —contestó John, mientras se inclinaba hacia delante y tamborileaba con los dedos sobre la mesita de centro—. Que llegues bien a casa, y suerte mañana con León en el negocio de coches.

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31. DISCORDIA07.59

Kerry despertó con trocitos de palomitas pegados a las piernas. Habían limpiado, pero seguía encontrándolas por todas partes, incluso entre las sábanas. Había dormido menos de cinco horas, pero quería saber cómo progresaba la misión.

Miró hacia la cama de al lado y descubrió que Lauren ya se había levantado, luego se puso los mugrientos vaqueros y la camiseta que llevaba la noche anterior y se dirigió al cuarto de baño. Tras hacer un pis y unas gárgaras para enjuagarse la boca, encontró a Lauren, Chloe y John reunidos alrededor del equipo de vigilancia de la habitación contigua. Los tres llevaban auriculares.

—¿Qué me he perdido?

—Buenos días, Kerry —saludó John con una sonrisa—. Nada del otro mundo. Sólo estamos asistiendo a unas desavenencias domésticas.

Lauren se retiró el auricular de una oreja y se lo alargó a Kerry.

—Es para morirse de risa —aseguró—. Michael y Patricia están teniendo una bronca por quién de los dos lleva a Charlotte a la guardería. La niña ha tenido un arrebato. Ha lanzado por los aires su cuenco de cereales y ha llamado caraculo a su padre.

—Mike ha mencionado la llamada de Millie sobre la denuncia—añadió Chloe—. No ha admitido nada, pero resulta obvio que está dándole vueltas en la cabeza.

Kerry se apretujó en el borde de la silla de Lauren y se colocó el auricular forrado de espuma en la oreja. El sonido del micrófono que Dave había instalado en la lámpara de la cocina era excelente: podía oír el más mínimo detalle, desde cómo Charlotte murmuraba para sí misma hasta el ruido del lavavajillas.

08.25

En Palm Hill, James y Dave estaban a la mesa del comedor, desayunando sándwiches de beicon. James estaba terminando una larga explicación sobre lo que había sucedido con Kerry la noche anterior. Dave no parecía precisamente fascinado.

—Fue fabuloso, Dave. —James se mostró entusiasmado—. No sé dónde encontré las agallas para hacerlo, pero fue el mejor beso de mi vida. Como una descarga eléctrica de un millón de voltios o algo así. Pero ahora ella sigue sin hablarme. Excepto que sí me habla, más o menos, cuando le parece... ¿Qué crees que debería hacer?

Dave se recostó en su silla y se rascó por debajo del logotipo de «VEHÍCULOS DE PRESTIGIO TARASOV» de su grasiento polo.

—Es un asunto peliagudo. O sea, Kerry te besó, lo que significa que es obvio que aún le gustas.

James asintió.

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—Eso pensé.

—¿Y seguro que no hay otro novio en la ecuación?

—No que yo sepa.

—Y ella rompió contigo y te lanzó las botas a la cabeza, y luego se puso hecha una fiera cuando golpeaste al pobre Andy.

James volvió a asentir.

—Para mí, suena más complicado de lo que vale la pena. De todos modos, ¿qué tiene Hannah de malo?

—Hannah no tiene nada de malo, pero probablemente saldremos de aquí dentro de pocos días, así que no puedo encariñarme demasiado con ella.

—Muy sensato —aprobó Dave—. Lo que no acabo de entender es por qué estás tan colgado de Kerry. Vale, sí, la chica es maja, pero no tiene nada especial.

James mordió la corteza de su sándwich y se encogió de hombros.

—No lo sé. Pero me gusta de verdad. ¿Alguna vez has tenido una chica que te gustase con locura y a la que no pudieras sacarte de la cabeza?

—No —respondió Dave con una sonrisa burlona—. Se me ocurren un par de chicas que se sintieron así por mí, pero eso es perfectamente comprensible.

—Quizá haya sido una excepción. ¿Sabes?, a lo mejor me besó en el calor del momento, pero en realidad no quiere salir conmigo. O puede que quiera volver conmigo y esté esperando que yo haga el siguiente movimiento. ¿Crees que debería comprarle un regalo, o intentar hablar con ella, o... algo?

Dave se inclinó hacia delante y lo apuntó con el dedo. James lo miró ilusionado, con la esperanza de oír la solución a sus problemas.

—Pues verás, la cosa es así... —empezó, moviendo el dedo, e hizo una pausa para aumentar el suspense—. Lo cierto es que tu vida amorosa me importa un rábano.

James dio un puñetazo en la mesa.

—Muchas gracias, amigo. Pensaba que, con todas las chicas que has tenido, podrías ayudarme a arreglar esto.

Dave se echó a reír mientras se llevaba a la boca el último trozo del sándwich de beicon.

—Me marcho a trabajar. Tengo cosas más importantes que hacer que preocuparme por tu desastrosa relación con Kerry Chang.

08.27

Patricia Patel salió de casa llevando a Charlotte en brazos. No tenía ni idea de que había un oficial de la OIR en el interior de la furgoneta gris aparcada a veinte metros de distancia, grabando en vídeo todos sus movimientos.

Dejó a Charlotte junto al BMW plateado y le tendió una fiambrera de los Tweenies para que la sostuviera mientras ajustaba las correas de la sillita

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infantil. Por alguna razón, estaban todas desbaratadas. Después de que su hija estuviese bien instalada y sujeta en la parte de atrás, Patricia se abrochó el cinturón de seguridad del asiento del conductor y giró la llave de contacto.

Había un micrófono oculto dentro del coche duplicado, de modo que todos los del hotel pudieron oír lo que estaba pasando.

—¡Mierda! —chilló Patricia golpeando el volante.

—Mami —dijo Charlotte señalándola con un dedo acusatorio—. Has dicho una palabrota.

Patricia salió del automóvil y se acercó a la casa hecha un basilisco.

—¡Michael! ¿Puedes venir a ver el coche? No arranca.

Michael apareció en el umbral ataviado con boxers y zapatillas de felpa.

—Papi, mami ha dicho una palabrota—le dijo Charlotte cuando él se sentó al volante.

—Tesoro, a veces los mayores dicen palabras malas cuando están disgustados. Creo que el coche está estropeado y eso ha puesto a mamá de mal humor.

—¿Puedes arreglarlo? —preguntó la chiquilla.

—Yo no sé nada de coches, Charlotte. Tendremos que llamar al mecánico.

—¿Qué es un mecánico?

Patel salió del coche sin responder a la pregunta de su hija y se encontró con su esposa, que lo miraba con expresión adusta.

—Llamaré al Auto Club —anunció Michael encogiéndose de hombros—. Tendrás que esperarlos aquí.

—¿Por qué yo? —espetó Patricia indignada—. Yo no puedo quedarme. Tendré que llevar a Charlotte a la guardería en autobús, y luego voy a la peluquería.

—Hoy es tu día libre. Yo debo vigilar una reunión de vecinos en el maldito centro de la comunidad a las once y media.

—Dijiste que no eran más que un puñado de pensionistas sin nada mejor que hacer.

—Y así es —replicó Michael—. Pero yo soy policía de barrio, y eso es parte de mi trabajo.

—Faltan casi tres horas. El mecánico llegará antes de que tengas que irte.

Charlotte empezó a lloriquear dentro del automóvil.

—Mami, quiero bajar.

—Bien —le gruñó Michael a su esposa—. Yo esperaré al mecánico. Es tu día libre, pero a ti te importa un rábano y te vas a la peluquería. Supongo que el mundo dejaría de girar si no lo hicieras, mientras que el coche no lo necesitamos para nada.

—¡Sacadme de aquí! —aulló Charlotte, pateando el asiento de delante

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con sus zapatillas rosa.

—¡No te morirás si mueves el culo y haces algo por una sola vez! —chilló Patricia, y se metió en la parte de atrás del coche para desabrochar el cinturón de seguridad de Charlotte.

08.51

La voz de Ray llegó a la habitación del hotel desde su puesto en la furgoneta gris.

—Base, ya está. Michael va hacia la casa.

Lauren y Kerry seguían apretujadas en la misma silla, compartiendo auriculares, cuando John alzó un micrófono.

—Gracias, Ray, entendido. Le diré a Chloe que conecte el teléfono a la central.

—Ya está hecho —anunció Chloe—. Ahora tenemos la posibilidad de responder a todas las llamadas que haga Michael.

—CHERUB tiene la tecnología —dijo Lauren con voz profunda, como si fuera un anuncio de televisión.

John miró a Kerry y Lauren.

—Será mejor que os abstengáis de hablar cuando llegue esta llamada... No; olvidad esta orden. Lauren, ni siquiera estás vestida, y Kerry, tu pelo parece el nido de un pájaro. Podríamos necesitaros para algo más tarde, así que id a asearos. Luego bajad a desayunar antes de que cierren el bufet.

Lauren lo miró.

—Por favor, ¿no podemos quedarnos hasta oír la llamada?

—No —contestó él muy serio—. Lo que estamos escuchando no es Chat FM. Esto es una misión y todos tenemos un trabajo que hacer. Venga, largo de aquí.

Las chicas salieron de la habitación con caras largas y comenzaron a discutir sobre quién se duchaba primero.

—¡No arméis tanto escándalo! —les gritó John—. Y no sois tan mayores... Podéis ducharos juntas y ahorrar tiempo.

—Pero... —empezó Kerry no muy convencida.

—Pensad también en el agua que ahorraréis —rió Chloe—. Será bueno para el medio ambiente.

Un teléfono conectado a uno de los ordenadores empezó a sonar casi al mismo tiempo que las niñas se marchaban. Después de tres timbrazos, Chloe dejó que un programa de centro de llamadas contestara con un mensaje que ella misma había grabado unos días antes.

—Hola, mi coche... —farfulló Michael Patel, antes de darse cuenta de que estaba hablando con una máquina.

—«Bienvenido a la línea directa de la sede del Auto Club. Lamentamos comunicarle que en estos momentos todos nuestros operadores se encuentran ocupados. Uno de nuestros operadores le atenderá en cuanto se halle

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disponible. Para su comodidad, tenga preparado su número de socio, por favor...»

—¡Por el amor de Dios! —rugió Patel, mientras una alegre música clásica sonaba a través de la línea—. ¿Por qué hoy en día nadie contesta al teléfono?

08.59

León le había dado a Dave un juego de llaves del solar de coches de segunda mano. Mientras abría el candado de la verja, Dave miró por encima del hombro hacia la furgoneta Mercedes de color naranja estacionada al otro lado de la calle; sabía que el agente de la OIR Greg Jackson lo observaba desde el interior.

León y Pete nunca llegaban al trabajo mucho antes de las nueve y cuarto, lo que significaba que Dave tenía unos minutos para efectuar algunas comprobaciones finales. Abrió la oficina de León y llenó la tetera para preparar té. Luego sacó el Palm Pilot de la mochila para realizar un diagnóstico de los cinco dispositivos de escucha que había instalado por el negocio a lo largo de las semanas anteriores. Se quedó sorprendido al introducir el código de acceso del primer micrófono y descubrir que la señal era muy débil. Examinó los cuatro restantes, y se encontró con que estaban apagados.

Sintió una oleada de pánico. Aquél era el lugar más importante de toda la operación, y una débil señal de audio desde la caseta prefabricada podía echarlo por tierra. Miró nerviosamente por la ventana para asegurarse de que nadie se acercaba a la cabina, y luego sacó la radio de su mochila.

—John, Chloe, tenemos un gran problema.

La voz de John crepitó por el altavoz:

—Dave, ¿qué ocurre?

—No capto ningún sonido a través del Palm Pilot. ¿Podrías verificar desde ahí cómo está?

—Lo haré.

La respuesta tardó treinta segundos en llegar.

—Todos los micrófonos están apagados —exclamó John angustiado.

—Yo recibo una débil señal de uno —dijo Dave.

—Si no funciona ninguno, debe de ser un problema con la antena del repetidor que transmite la señal al satélite. ¿Dónde la escondiste?

—En el tejado de la caseta.

—¿León ya está ahí?

Dave miró el reloj.

—No; y tardará entre ocho y diez minutos.

—¿Crees que tienes tiempo de subir al tejado y tratar de arreglar el problema?

—Puedo intentarlo. Pero si León aparece antes de hora, tendré que darle alguna explicación.

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—Si no logramos grabar las conversaciones de León, estamos acabados. Tendrás que arriesgarte.

Dave volvió a mirar el reloj hecho un manojo de nervios, y luego se metió el Palm Pilot y la radio en los bolsillos de los pantalones. Agarró un cubo de la basura de la entrada y lo arrastró hasta la caseta. Subió a la tapa del cubo y se aupó hasta el techo de zinc ondulado.

No era un agradable lugar para hacer un picnic, pero al trepar sobre musgo y excrementos de pájaros pudo identificar la causa del problema: algún borracho había lanzado al tejado una botella de vodka vacía, la cual había sacado de su soporte la antena gris del repetidor.

Dave la insertó en su lugar y luego sacó el Palm Pilot para revisar rápidamente las cinco frecuencias de transmisión. Todas volvían a funcionar a la máxima potencia.

Se arrastró hacia el cubo para bajar, pero entonces vio a Pete, que se apeaba del asiento del copiloto del Jaguar de su tío para abrir la verja. No había forma de que pudiese descender sin que lo vieran.

09.07

John se quedó encantado al ver que los gráficos de la señal procedente de los micrófonos del negocio de Tarasov recuperaban su color verde.

—Parece que Dave lo ha arreglado —le dijo a Chloe—. Buen chico.

Michael Patel llevaba nueve minutos a la espera, cada vez más cabreado mientras el sistema de llamadas repetía una y otra vez su cantinela. Chloe decidió por fin librarlo de su sufrimiento y levantó un auricular conectado al ordenador que tenía delante.

—Buenos días, le habla Chloe. Auto Club desea disculparse por la tardanza en responder a su llama da esta mañana. ¿Podría darme su nombre y número de socio, por favor?

Mientras Chloe anotaba los detalles del problema del coche de Michael, John se marchó al dormitorio. Se desabotonó la camisa, se quitó los pantalones y sacó del armario un uniforme amarillo y azul del Auto Club.

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32. EMBROLLO09.11

Dave se hallaba tumbado sobre el techo ondulado, con la nariz incómodamente cerca de una deposición fresca de pájaro. León y Pete estaban junto a la verja, oteando la calle de arriba abajo.

—Dave debe de haber abierto el candado —dijo León furioso—. Nadie más tiene llaves. Pero ¿adonde se ha marchado ese idiota?

La conversación continuó mientras Pete seguía a su tío hasta el interior de la caseta.

—¡Mira! —exclamó León—. La tetera está caliente.

-—Voy a ver si está en el cuarto de baño —dijo Pete.

Dave no podía descolgarse hasta el cubo de la basura sin que lo vieran por la ventana de la cabina. Su única posibilidad era descender por la parte de atrás hasta el terreno contiguo, que pertenecía a un almacén de materiales para la construcción y estaba abandonado. Se arrastró sigilosamente, pues sabía que sólo lo separaban de las cabezas de Pete y León cuarenta centímetros y una lámina de metal ondulado que amplificaría cualquier ruido que hiciera.

Cuando alcanzó el extremo del fondo, descolgó las piernas por el lado antes de dejarse caer a un laberinto de hierbajos. Se libró por los pelos de tropezar con unos botes de pintura oxidados al trastabillar hacia delante, y luego se sacudió el polvo de la ropa. Se dirigió hacia la calle, manteniéndose agachado para evitar que León o Pete lo vieran a través de la alambrada.

En la valla de madera que bordeaba el lado frontal del terreno faltaban dos tableros. Después de asegurarse de que no había nadie cerca, Dave aplastó algunas ortigas urticantes, metió el estómago y salió a la calle por la estrecha abertura. Se dio cuenta de que necesitaba una excusa para haberse marchado, de modo que, en vez de regresar a su trabajo, entró en una tienda y contuvo la respiración mientras hacía cola para comprar un periódico y una botella de leche.

Unos minutos más tarde estaba de vuelta en el solar de coches, e intentó parecer inocente cuando León abrió la puerta de la caseta montado en cólera.

—Buenos días, jefe —saludó Dave.

—Pero ¿qué clase de gilipollas eres? —rugió el ruso plantado en el umbral—. ¡Ven aquí!

Dave se comportó como si no entendiera nada al entrar en la cabina.

—¿Qué ocurre?

León cerró de un portazo.

—¿Que qué ocurre? ¿Que qué ocurre? Que llego y me encuentro con que está todo abierto y tú te has largado, eso es lo que ocurre. Aquí hay coches por valor de más de cien mil libras. ¿Estás mal de la cabeza o qué?

Dave le mostró la botella de leche.

—He pensado que se nos podría acabar a lo largo del día.

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—Pero ¿qué coño importa eso? —gritó León—. ¿Te caíste de los brazos de tu madre cuando eras pequeño y te diste en la cabeza o algo así? Dame tus llaves ahora mismo.

—Venga, León. Sólo estaba charlando con el señor Singh en la tienda y he perdido la noción del tiempo. Las llaves de los coches están todas en tu caja fuerte, y yo sólo he estado fuera cinco minutos.

—Las llaves —repitió León.

Dave las sacó del bolsillo de los pantalones y se las tendió a Tarasov.

—Lo siento, jefe.

—Considérate afortunado —replicó León arrebatándole el llavero—. Vuelve a hacer algo tan idiota y perderás tu empleo.

—Has sido muy bueno conmigo, León. Te aseguro que no volverá a pasar.

Tarasov lo despachó con un gesto de la mano.

—Será mejor que salgas y te pongas manos a la obra antes de que pierda los estribos. Empieza con el Mini. Ese cliente tan pesado lo probó ayer con todos sus hijos. Las ventanillas traseras están llenas de marcas de manos.

09.49

John aparcó en la entrada de los Patel y tocó el claxon de su vehículo grúa de color amarillo y azul.

—Hola. ¿Es usted el señor Patel?—preguntó, apeándose de la cabina cuando Michael salió por la puerta principal—. ¿Es éste el automóvil con problemas?

Michael asintió.

—Sí, esta mañana mi esposa iba a llevar a nuestra hija a la guardería, pero el coche no arranca. Está completamente muerto.

—¿Antes de hoy ha habido alguna señal de problemas: chirridos, vibraciones, alto consumo de aceite?

Michael negó con la cabeza.

—Lo tengo desde hace seis meses, y éste es el primer problema técnico que hemos tenido.

John asintió mientras Michael le tendía las llaves del automóvil.

—Bonitos coches, los BMW. Todos estos trastos de lujo se estropean alguna vez, pero la verdad es que no tenemos la ocasión de ver muchos.

Se inclinó junto al volante para abrir el capó, y luego pasó un par de minutos agitando la varilla del aceite y fingiendo que sabía lo que estaba haciendo. Después alzó la vista hacia Michael.

—¿Este coche ha sufrido algún accidente? —inquirió.

Patel negó con la cabeza.

—No que yo sepa. ¿Por qué me lo pregunta?

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—Aquí dentro hay muchas salpicaduras de pintura, como si lo hubieran repintado. ¿Encargó una inspección mecánica antes de comprar este vehículo?

—No creí que fuera necesario. El tratante que me lo vendió es un viejo amigo mío.

John sonrió un poco, consciente de que el micrófono de la camioneta acababa de grabar cómo Michael Patel admitía su amistad con León Tarasov.

—Este coche ha sufrido numerosas reparaciones —explicó John—. Venga y mire aquí. ¿Ve esos tomillos en la base del motor?

Michael se inclinó debajo del capó.

—¿Ve cómo la cabeza de los tornillos está llena de pintura? —prosiguió John—. Eso jamás habría ocurrido en la fábrica, porque el motor se coloca después de que esté pintada la carrocería. Eso significa que, en algún momento, una parte del coche fue repintada.

Michael pareció extrañado.

—¿De cuánto daño estamos hablando?

—Es difícil saberlo —respondió John—. Pero desde luego puedo advertir todos los indicios de una gran colisión. ¿Le importa que eche un vistazo a la parte de atrás?

—¿Para qué?

—Quiero ver si ahí también hay evidencias de repintado. —John abrió el maletero y exclamó—: ¡Ajajá! Señor Patel, debo decirle que empieza a interesarme la historia de este vehículo. —Despegó una esquina de la moqueta que revestía el maletero, y dejó al descubierto un trozo de pintura roja—. Un coche plateado con trozos de rojo en el maletero —dijo con desconfianza.

Michael llevaba suficiente tiempo trabajando de policía como para saber qué significaba aquello.

—¿Me está diciendo que este automóvil es un corta y pega?

—O algo similar—asintió John, deslizando el dedo por un bulto donde la columna trasera se unía al suelo del maletero—. Esta soldadura parece más la labor de un taller de chapa y pintura de cualquier callejón que la de un robot de alta precisión de una factoría BMW.

Michael Patel respiraba a duras penas y tenía una expresión desquiciada.

—La parte delantera ha sido profusamente repintada en su plateado original, y la trasera tiene partes que pertenecían a un vehículo rojo —continuó John—. Me temo que lo que usted tiene es un puzzle de dos BMW distintos que se vieron envueltos en accidentes graves. Las partes buenas de cada uno se han empalmado de un modo rudimentario.

—Ya sé lo que es un corta y pega —replicó Michael amargamente.

—En la carrocería exterior no hay ensambladuras evidentes, aunque si levantara el coche con un gato, encontraría las pruebas en la parte de abajo. No suelen ser tan minuciosos con las partes que no están a la vista.

—Estas cosas son trampas mortales —masculló Michael sacudiendo la cabeza—. Mi mujer y mi hija han ido por ahí montadas en este cacharro.

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—En efecto —corroboró John—. Un corta y pega no tiene nada de la fuerza estructural del vehículo original. Si usted hubiera sufrido un accidente, todo esto podría haberse partido fácilmente en dos mitades. ¿Tiene los detalles de quien se lo vendió?

—Tengo una factura en casa. Pero, como le he dicho, se lo compré a un hombre en el que confiaba. No puedo creer que me haya hecho esto.

—Voy a tener que informar a la policía sobre este asunto —dijo John—. Probablemente podría lograr que el coche volviera a arrancar, pero es obvio que este vehículo no es adecuado para la circulación.

De repente Michael pareció más angustiado aún, cosa que encantó a John. Todo su plan se basaba en la asunción de que a Patel no le gustaría la idea de que la policía se metiera entre él y Tarasov.

—¡No, no! —exclamó agitando las manos y con voz de pánico—. No es necesario llamar a la policía.

—Me temo que debo hacerlo. Estoy seguro de que usted es un hombre honrado, señor Patel, pero algunas personas que se ven en la misma situación toman el camino de en medio: reparan el coche y luego se lo venden a un nuevo comprador incauto. La política de Auto Club es informar a la policía en cuanto descubrimos un vehículo en condiciones irregulares.

—¡No! —espetó Michael con un dejo de desesperación—. ¿Sabe? Yo soy policía; le mostraré mi identificación.

Entró corriendo en la casa y sacó su documentación de la chaqueta. Cuando volvió, ya se había inventado una excusa.

—Verá —le dijo a John mientras éste examinaba su placa—, esto pasará por la unidad de delitos automovilísticos de mi comisaría. Seré el hazmerreír si se enteran de esto. Pero tengo un amigo que trabaja con vehículos; él me ayudaría a ahorrarme esa vergüenza. ¿Me comprende?

John se rascó la barbilla como si reflexionara.

—Bueno, señor Patel, mi obligación es informar a la policía, y supongo que usted es la policía.

—Cierto. —Michael pareció aliviado—. Y seguro que esto también le ahorra a usted algunos incordios si lo hacemos de esta manera.

John sonrió.

—La verdad es que sí.

—Estupendo.

—Creo que entonces no hay ningún motivo para que continúe aquí —se despidió John.

Patel le estrechó la mano. Luego John volvió a montarse en su vehículo grúa. Mientras se alejaba, tomó el aparato de radio del asiento del acompañante.

—¿Lo tienes todo a buen recaudo, Chloe? —preguntó alegremente—. ¿Crees que lo he conseguido? ^

Chloe le respondió entre risas.

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—Sí, has hecho un trabajo de primera, John. Seguro que ahora Patel irá en busca de Tarasov.

10.11

Lauren y Kerry salieron del ascensor al pasillo de la planta 17. Lauren iba sujetándose el estómago.

—He desayunado demasiado —gimió—. Uno de estos días me entrará en la cabeza que bufet libre no significa que tengas que comértelo todo.

Las chicas se sentían expectantes cuando Kerry sacó la llave de la habitación; chasqueó la lengua al encontrarse con ^ una palomita de maíz.

—¿Cómo diablos ha llegado hasta aquí? Ese James y su estúpida batalla de palomitas.

—Empezamos nosotras —le recordó Lauren.

Kerry sonrió de oreja a oreja mientras empujaba la pesada puerta. Avanzaron en silencio hasta la habitación contigua, por si Chloe estuviese al teléfono o algo así.

—Hola, chicas. ¿Ya estáis bien limpias y alimentadas? —preguntó Chloe.

—Sobrealimentadas más bien —respondió Lauren—. ¿Qué nos hemos perdido? ¿John se ha marchado ya?

—Ya está de regreso.

Kerry miró su reloj.

—Qué rapidez. ¿Patel se ha creído lo del coche troceado?

—Sí, ha mordido el anzuelo —sonrió Chloe—. Lo del BMW duplicado ha salido a las mil maravillas. Acabo de grabar una conversación entre los móviles de los Patel. Ella estaba en la peluquería y no podía descontrolarse demasiado, pero era obvio lo histérica que se puso. No hacía más que gritarle a Michael, diciéndole que hablara con León para exigir que les devolviera sus diecisiete mil libras. Y escuchad esto.

Subió el volumen de su ordenador para que el sonido procedente del hogar de los Patel saliera por los altavoces.

—Esto es la esencia de la vida.

Michael se paseaba por la casa, respirando furiosamente y golpeando alguna cosa de vez en cuando.

—¿Por qué no llama a León o va a verlo? —preguntó Lauren.

Chloe se encogió de hombros.

—Supongo que está intentando pensar qué va a decirle.

En la pantalla surgió de golpe una ventana roja de advertencia: «Escucha telefónica 6: marcando.» Los números fueron apareciendo una fracción de segundo después de que los marcara Michael Patel. Cuando había pulsado el código de zona y las dos primeras cifras, ya sabían que iba a hablar con Tarasov.

Kerry le sonrió a Lauren.

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—Atención: empiezan los fuegos artificiales.

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33. CHISPAS10.15

Procedentes de una subasta habían llegado dos automóviles que pertenecían a una flota empresarial, y Dave estaba pasándoles el aspirador por dentro cuando Pete asomó la cabeza por la puerta de la caseta, con un teléfono inalámbrico pegado a la oreja.

—¿Has visto a León?

Dave señaló el cuarto de baño de ladrillo. Pete fue hacia allí y le pasó el teléfono a su tío por debajo de la puerta. León dejó su Racing Posty recogió el aparato del suelo.

—Sí, León Tarasov al habla.

—¡Tienes suerte de que no te mate! —rugió Michael Patel—. Los del Auto Club acaban de estar aquí para revisar mi BMW y resulta que es un remiendo.

La voz del policía sonaba tan desquiciada que León no la reconoció.

—¿Por qué no se tranquiliza y empieza por el principio, amigo? ¿Con quién estoy hablando?

—Soy yo, León, y acabo de convertirme en tu peor pesadilla.

—Mike, ¿eres tú? ¿Qué cojones pasa?

—Como si no lo supieras... Ese BMW que me vendiste es pura chatarra. El mecánico ha levantado la moqueta del maletero y está pintado de rojo. El otro extremo fue repintado, y hay soldaduras de taller chapucero.

—Mike, ¿tú crees que sería tan imbécil como para venderle un corta y pega a un poli? El tipo del Auto Club será un aprendiz o algo así. Conseguí ese coche de un concesionario de BMW al que le sobraban existencias. El anterior dueño era un empleado de la compañía, y tenía un historial completo. La única razón por la que no me lo quedé para mi propia esposa era que sabía que tú ibas detrás de un quinientos treinta y cinco.

—No me mientas, León. Tengo ojos en la cara. Quiero que me devuelvas mis diecisiete mil libras.

—¿Vuelves a estar endeudado, Mike? Porque si esto es un intento de sacarme pasta, puedes meterte el dedo por el culo. No me lo trago.

—No me tomes por imbécil, León. Me cobraste diecisiete mil por un montón de basura, y lo sabes de sobra.

León no podía creerse el extraño rumbo que había tomado su jornada; se apretó la cabeza con una mano, sentado como estaba con los pantalones por los tobillos.

—Mira, Mike, no tengo ni idea de cuál es el problema. Así que tranquilízate un poco y explícamelo.

—Ya te lo he contado. El mecánico del Auto Club me ha enseñado la zona que rodea el motor. Ha despegado la moqueta y me ha mostrado la pintura roja del maletero.

—Mike, no sé qué es lo que has visto, pero te juro por mis niños que no

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te vendí un BMW troceado. Ahora cálmate y procuremos solucionar esto. ¿Cuánto hace que tienes el coche?

—Menos de siete meses.

—¿Lo has llevado a la revisión?

—Ya le toca, pero aún no he pedido hora.

—Bien —dijo León, tratando de contenerse y no explotar—. Técnicamente ya no estás cubierto por la garantía, pero teniendo en cuenta que eres un amigo, intentaré arreglarlo. Conozco a un buen tipo que trabajaba para un importante vendedor de automóviles. Lo mandaré a revisar tu BMW e incluso cubriré los gastos y el coste de la grúa. Tú sólo tendrás que abonar las piezas de repuesto.

—¿Has escuchado algo de lo que te he dicho, León? No puedes engañarme de nuevo. Me vendiste dos trozos de chatarra soldados: una trampa mortal. Mi esposa y mi hija podrían haberse matado. De no tratarse de ti, ya habría enviado una patrulla a poner patas arriba tu negocio.

»Esta mañana tengo una reunión en el centro comunitario. En cuanto salga, voy a ir directo a tu oficina. Espero recuperar mis diecisiete mil y no volver a verte jamás. Y no esperes obtener más favores de mi parte, ni de ningún otro policía de Palm Hill de ahora en adelante.

—En serio, Mike, ¿tienes problemas mentales? —chilló León, perdiendo al fin el control—. Eres policía. Tienes una esposa y una hija, y te estás comportando como un zumbado. Pensaba que ibas a encarrilarte después del asunto del casino.

—Será mejor que tengas preparado mi dinero en cuanto cruce la puerta de tu despacho, León, o no responderé de mí.

10.54

Se suponía que James debía permanecer alerta por si surgía alguna eventualidad, pero los padres de Hannah estaban trabajando y él fue incapaz de echarla cuando apareció en su puerta con las uñas de los pies recién pintadas y una ajustada camiseta negra. Hannah quería ir a nadar, pero James le dijo que estaba esperando una llamada, así que acabaron besándose en su cama mientras escuchaban un CD de los Rolling Stones.

—No contestes —suplicó Hannah cuando sonó el móvil de James.

—Tengo que hacerlo —replicó él, separándose de la muchacha—. Probablemente sea mi asistente social. Después del arresto de la otra semana, estoy a un milímetro de que me envíen de vuelta a un centro de menores.

James recogió el teléfono y se marchó al pasillo.

—¿John? —susurró—. ¿Cómo va todo?

—Muy bien—respondió John risueño—. Patel ha llamado a Tarasov. Los dos han ido directos a la yugular y ya tenemos grabadas menciones al casino y una admisión virtual de corrupción. Mike dice que irá al solar de coches a armar una buena después de una reunión en el centro comunitario. Eso supone unas dos horas en que puede disiparse la rabia actual, que es lo último que deseamos. Chloe va a aumentar la presión sobre Tarasov, y necesito que

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tú vayas al lugar de la reunión para cabrear a Patel.

—¿Cómo?

James esbozó una sonrisa tras la explicación de John.

—Eso es una guarrada, John.

—¿Qué es eso tan divertido? —le preguntó Hannah cuando regresó a la habitación apagando el móvil.

—Nada —respondió él irasciblemente.

—Creía que tu asistente social se llamaba Zara.

—Y así se llama.

—Pero estabas hablando con un tal John. ¿Y por qué has tenido que salir de la habitación?

—No podía oír bien con la música.

—Será mejor que me digas qué ocurre, James. ¿Te estás viendo con otra?

—No seas boba... —replicó, deseando haber inventado una excusa para no dejarla entrar en el piso.

—Me estás mintiendo sobre algo, James, y no me gusta.

El muchacho se giró hacia ella, furioso.

—Bueno, pues a mí no me gusta que tú me espíes. Para tu información, era un viejo amigo de cuando estaba en un hogar de acogida. He quedado con él en el West End.

Hannah pareció cabreada mientras se calzaba las sandalias y se dirigía hacia la puerta.

—James, si vas a tratarme como a una imbécil, que te jodan.

James no quería disgustarla, pero tenía que deshacerse de ella.

—Mira, ahora mismo no tengo tiempo. Ya te llamo luego.

En el pasillo, Hannah detuvo un segundo su iracunda marcha para decir:

—No te molestes.

Cuando la puerta principal se cerró con un fuerte golpe, James corrió a la cocina, donde recogió dos bolsas vacías del supermercado Sainsbury. Tomó las llaves, el móvil y una radio antes de salir a la galería. Llegó a ver cómo, Hannah abría su puerta rabiosamente y desaparecía en su piso.

Bajó las escaleras a toda prisa, preguntándose si habría estropeado lo suyo con Hannah. Dos días antes eso lo habría entristecido mucho, pero el beso de Kerry lo había cambiado todo.

11.21

En la suite del hotel se había montado un buen barullo para lograr que Chloe pareciese una oficial de policía. No tenían uniformes, y aunque hubieran podido agenciarse uno de Millie, no contaban con el tiempo necesario para ajustarlo a la figura de Chloe, mucho más menuda. Hacer la

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documentación era más fácil. John tenía una caja de zapatos repleta de credenciales e insignias capaces de transformarte en cualquier cosa, desde técnico de emergencia de la empresa municipal de aguas hasta capitán de la Marina Real.

Lauren le sacó a Chloe una foto con su cámara digital, mientras Kerry tecleaba un nombre y un número en la plantilla de una tarjeta de identificación de un ordenador. Para cuando Chloe salió de su habitación, al otro lado del pasillo, vestida con zapatos planos y una sencilla falda azul, John ya había impreso, recortado y plastificado su placa policial, que luego introdujo en una cartera desplegable con el emblema de la Policía Metropolitana.

Nadie le había contado a Dave lo que estaba ocurriendo, de modo que el chico se sorprendió al ver que Chloe se detenía en el negocio de León montada en el Mitsubishi Colt amarillo que él había utilizado la noche anterior para llevar a Kerry al hotel. León bajó los peldaños de su cabina exhibiendo la sonrisa especial que reservaba para los clientes.

—Buenos días, preciosa—saludó a Chloe cuando ésta se apeó del coche—. ¿En qué puedo ayudarte? Si estás buscando algo más grande que este Colt, podremos canjearlo como una buena parte del pago.

Chloe puso el bolso sobre el techo del automóvil. Se sintió como una idiota mientras rebuscaba su documentación. No le parecía algo que habría hecho una verdadera agente de policía.

—Sargento Megan Handler —dijo, mostrando la placa—. Inspectora de vehículos de Bow Road.

La expresión de León cambió.

—¿Qué puedo hacer por usted, oficial?

—Se comenta que algunos de los coches que usted vende podrían no ser trigo limpio.

—No me diga —replicó León, moviendo la cabeza como quien no sabe de qué le hablan—. Me pregunto quién lo habrá comentado.

Dave sonrió discretamente mientras escuchaba con disimulo. Aquello no formaba parte del plan original, pero era un modo perfecto de enfrentar todavía más a Patel y Tarasov.

—¿Le importa si echo un vistazo a sus vehículos? —preguntó Chloe.

—¿Tiene una orden de registro?

—No, pero si me obliga a ir por una, volveré con tres agentes uniformados, y apuesto a que no venderá ni un solo coche mientras ellos estén por aquí husmeando.

León dio un paso atrás y extendió los brazos.

—Está bien, reina, adelante; compruébelo usted misma. Encontrará que aquí no hay nada irregular.

—Muchas gracias, señor Tarasov —respondió Chloe— Le agradezco su cooperación.

León mantuvo la boca estirada en una sonrisa falsa mientras regresaba a

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la caseta. En cuanto la puerta estuvo cerrada, golpeó el escritorio y miró ceñudo a Pete, que estaba haciendo las cuentas en el ordenador.

—¡Patel ha perdido la chaveta! —exclamó—. Esa piba es una poli. Dice que ha recibido un chivatazo.

Pete apartó la vista de la pantalla.

—Aquel BMW no tenía nada estropeado, tío. Llegó directamente del vendedor sin siquiera un rasguño. No se me ocurre qué clase de chanchullo está intentando montar Patel.

León se encogió de hombros amargamente.

—Bienvenido al club, sobrino. Bienvenido al maldito club.

James se dirigió deprisa al centro comunitario, mirando en las alcantarillas mientras caminaba. Descubrió lo que andaba buscando detrás de la rueda trasera de un camión de andamiajes. Después de ponerse las dos bolsas de Sainsbury en la mano izquierda a modo de guante, miró la calle arriba y abajo para asegurarse de que no se acercaba nadie, y procuró no pensar en lo que estaba a punto de hacer.

Metió un pie en la alcantarilla y se acuclilló. Una docena de moscardas azules se dispersaron zumbando cuando puso la mano cubierta sobre una enorme caca de perro y la recogió. Mientras aquello se asentaba nauseabundamente entre sus dedos, James empleó la mano libre para girar las bolsas del revés, de manera que la caca quedase en el fondo.

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34. PESTILENCIA12.08

Mientras Chloe se tomaba su tiempo en inspeccionar los coches de Vehículos de Prestigio Tarasov, John volvió a dirigir la operación desde el hotel. Dejó a Kerry y Lauren a cargo de los ordenadores durante unos minutos, aprovechando un momento aparentemente tranquilo para ir a su habitación y quitarse el llamativo uniforme del Auto Club.

Poco después de que John cerrase la puerta de su dormitorio, una ventana roja de advertencia apareció en la pantalla de Lauren: «Móvil 3: llamada entrante.»

A la chica le entró el pánico.

—¿Llamo a John?

—Deja que se cambie —contestó Kerry tranquilamente—. Sólo tienes que comprobar las propiedades de la comunicación para asegurarte de que se está grabando la llamada.

Lauren le dio al botón derecho del ratón, y en el monitor apareció una lista de parámetros. Kerry señaló uno de ellos.

—Ahí: está siendo grabada automáticamente en la cinta número cinco. Ahora, lo único que tienes que hacer es anotar la hora de inicio y los detalles en el registro manual.

—Chloe hace que todo parezca realmente sencillo cuando se ocupa de esto —repuso Lauren buscando un lápiz.

El salón principal del centro de la comunidad de Palm Hill tenía cincuenta asientos, pero estaban ocupados menos de media docena. Millie estaba sentada junto a Michael Patel en la primera fila, mientras un hombre del ayuntamiento daba un discurso sobre una «ilusionante iniciativa» para mejorar la iluminación de las calles de Palm Hill.

—Perdona, Mil —susurró Michael cuando le vibró el móvil en el bolsillo y vio que lo llamaba su esposa—. Será mejor que conteste.

Se escabulló a través de las puertas dobles del fondo del salón, y respondió a la llamada al salir a un pasillo que olía a abrillantador de suelos.

—Hola, Patricia.

—¿Qué te ha dicho León? —inquirió ella ansiosamente.

—Ha intentado engatusarme con una mierda de historia sobre enviarme un mecánico a casa.

—Quiero recuperar todo nuestro dinero, Michael.

—Iré a su oficina después de la reunión. Ya le he dicho que espero que me devuelva toda la pasta.

—No dejes que se salga con la suya, Mike. Sabemos suficientes cosas de ese tipejo para que lo envíen a la cárcel durante mucho tiempo.

—Sí, es verdad, pero ésa es un arma de doble filo, ¿no te parece? Debemos manejar este asunto con delicadeza.

—Charlotte podría haber muerto en esa trampa —dijo Patricia furibunda

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—. No puedo creer que nuestra pequeña haya estado circulando por ahí en un coche que podría haberse partido en dos. Te lo juro: si ahora mismo le pusiera las manos encima a Tarasov, no me costaría nada clavarle un puñal.

—Pat, ya sabes que me siento igual que tú —aseguró Michael—, pero decir esas cosas no nos lleva a ninguna parte.

—¿Y cuándo se acaba esa reunión? ¿Cuándo vas a ver a Tarasov?

—Es un auténtico tostón. Aún no hemos llegado ni a la mitad del orden del día.

—¿No puedes poner una excusa?

Michael lo pensó un par de segundos.

—Sí... supongo que sí.

—Pues deberías ir a ver a León y solucionarlo ya mismo.

Michael asintió.

—¿Sabes qué, Pat? Tienes razón. Este asunto me tiene medio trastornado. Le contaré a Millie que has llamado para decirme que Charlotte está enferma y tengo que ir a la guardería a recogerla.

12.13

Kerry irrumpió en el dormitorio de John.

—¡Patel va a poner una excusa para marcharse ahora mismo a ver a León!

—¡Joder! —exclamó John. Corrió a la habitación contigua, sin zapatos y con la camisa desabotonada—. Lauren, llama a tu hermano por radio y dile que vaya a su puesto. Kerry, contacta con Dave a través del móvil. Yo hablaré con Chloe y le diré que se largue de inmediato del negocio de Tarasov, y luego llamaré a los agentes de las furgonetas.

12.14

James estaba en los servicios de hombres del centro comunitario cuando lo llamó Lauren para comunicarle que Patel se marchaba. Se secó las manos rápidamente y salió al pasillo; justo en ese instante Michael pasó apresuradamente por delante de él sin reconocerlo. James lo siguió hasta doblar la esquina, y luego aguardó mientras el policía salía por las puertas que daban al aparcamiento.

Michael sacó las llaves de un coche patrulla Astra y las hizo girar en la cerradura. Al agarrar la manija para abrir la portezuela, notó que los dedos le resbalaban sobre algo blando. Retiró la mano bruscamente y se quedó atónito al percibir el olor y comprender que acababa de pringarse la mano derecha con una mierda de perro que alguien había untado en la manija.

James contempló a través de las puertas del centro cómo Michael daba puñetazos al automóvil y soltaba una ristra de palabrotas a voz en grito. Se le antojó una dulce venganza por el modo en que le había golpeado la cabeza contra el coche. Empujó la puerta y salió a la luz del sol.

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—¿Ocurre algo, agente? —preguntó con una sonrisa, pero manteniendo una distancia segura.

—¡Tú! —gruñó Patel fulminándolo con la mirada—. ¿Tú has hecho esto?

—¿Yo, agente? —replicó con cara de inocente—. No sé de qué me habla.

—Espera y verás —rugió el poli—. Ahora no voy a darte tu merecido porque tengo que ir a otro sitio, pero uno de estos días volverás a tu casa por la noche y un par de compañeros míos te meterán en una furgoneta. Borraremos esa sonrisa de tu cara; recuerda mis palabras, James Holmes.

El muchacho se esforzaba por no echarse a reír.

—Será mejor que se asegure de que esta vez no lo están grabando, agente. Mi abogado dice que lo expulsarán del cuerpo cuando enseñe el vídeo de lo que usted me hizo en la cabeza. Y voy a llevarme unos cuantos miles de libras como compensación.

—Te crees muy listo —exclamó Patel rabioso como un perro, con las venas del cuello abultadas y los ojos desorbitados.

—Bueno, quizá no sea listo —repuso James encogiéndose de hombros—, pero al menos no soy un capullo pringado con mierda de perro.

12.33

Michael había ido al servicio del centro comunitario y se había rociado las manos con al menos veinte chorros de jabón, pero seguía sin sentirse limpio cuando entró abruptamente en el negocio de coches usados a una velocidad demasiado alta. La visión del XJ8 de León fue más de lo que podía soportar. Chocó despacio con el Jaguar y lo empujó contra el cuarto de baño de ladrillo, destrozándole un intermitente delantero.

León salió como un energúmeno de la cabina mientras Michael abría la puerta del coche patrulla.

—¡Tú, pedazo de gilipollas! —bramó León—. ¿A qué crees que estás jugando?

—¿Tienes mi dinero? —le espetó Michael—. En efectivo o en un cheque, no me importa cómo sea, pero lo quiero ahora.

—¿Qué dinero, Mike? Te vendí un buen coche y de repente intentas liarme. Me exiges dinero y le das un chivatazo sobre mí a la inspección de vehículos.

—No le he dado un chivatazo a nadie.

—¿Qué? ¿Esperas que me crea que es una coincidencia que esta mañana haya aparecido una poli para examinar mis vehículos?

—Eso no tiene que ver conmigo, León. Quiero mis diecisiete mil, y luego te borraré de mi vida.

El ruso señaló la verja del solar.

—Fuera de aquí, Patel. Me da igual que seas policía. No sé a qué juegas, pero no vas a sacarme diecisiete mil libras. No vas a llevarte ni diecisiete peniques.

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—¡Mi familia podría haber muerto en ese coche! —rugió Michael. Le propinó un puñetazo, pero su puño se hundió inofensivamente en una capa de grasa.

León lo agarró por las solapas, lo aplastó contra el coche patrulla y le golpeó en plena cara con un enorme puño.

Tarasov pareció preocupado al sujetar al aturdido policía por el pescuezo de la camisa. Pete se había ido a almorzar, de modo que por allí sólo estaba Dave, pero el negocio se hallaba en una calle muy transitada y fue cuestión de pura suerte que no hubiera testigos.

León cubrió la corta distancia que separaba el coche de la caseta llevando a Michael a rastras, mientras Dave lo observaba horrorizado.

—¡Ayúdame a subirlo por las escaleras! —lo urgió Tarasov.

—León, esto no está bien —replicó Dave con voz ahogada.

—Venga, no te quedes ahí como un pasmarote.

Dave agarró a Michael por los tobillos.

—Hacia el escritorio —indicó León al entrar en la cabina resoplando, agobiado por el peso del policía.

Dejó caer a Michael en una silla giratoria y empleó toda su fuerza para ponerlo derecho; luego se volvió hacia Dave.

—Desaparece ahora mismo, hijo.

—No irás a matarlo, ¿verdad? —preguntó Dave retrocediendo.

—En esta habitación no hay ningún asesino —repuso León con rabia—. Sólo vamos a charlar un poco. Tú vete a almorzar y cierra la verja con llave al salir. No quiero tener clientes deambulando por aquí.

Michael abrió los ojos con un parpadeo, y de repente se abalanzó contra León. Éste lo devolvió a la silla de un empujón mientras Dave salía por la puerta.

—Ese genio va arruinarte la vida, Mike —dijo Tarasov, sacándose un pañuelo de los pantalones para lanzárselo por encima del escritorio.

Michael lo utilizó para enjugarse los regueros de sangre que le bajaban de la nariz.

—Diecisiete mil, León.

Tarasov sonrió.

—¿Te acuerdas de la época de la guerra fría? ¿Te acuerdas de la «mutua destrucción asegurada»?

Michael pareció confundido mientras escupía sangre en el pañuelo.

—Los rusos y los norteamericanos tenían tantas armas nucleares apuntándose que ninguno se atrevía a emplearlas —explicó Tarasov—. Silos yanquis bombardearan a los rusos con proyectiles nucleares, éstos harían lo mismo con ellos. Con nosotros ocurre igual, Mike. Los dos sabemos demasiado del otro. Si empezamos a insultarnos y amenazarnos con meter a la justicia por medio, al final ambos estaremos acabados. Así que, sea lo que sea lo que estés tramando con ese coche, te recomiendo que lo dejes estar.

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—¡Charlotte podría haber muerto! —chilló Patel—. ¡Tiene tres años!

—¡No empieces otra vez! —bramó León, poniéndose las manos en la cabeza—. No entiendo cómo te has puesto así por el coche, Michael, pero haya lo que haya detrás de esto, debes aprender a controlarte. La última vez que perdiste los estribos acabaste tirando a Will Clarke del tejado. No comprendo cómo tienes la cara de intentar liarme después de aquello. Estarías cumpliendo cadena perpetua si yo no le hubiese pagado a Falco para que se ocupara de las declaraciones de los testigos.

Michael agitó una mano desdeñosamente.

—Falco no era tu propiedad privada. Ese viejo plasta ha aceptado más sobornos que cenas calientes ha comido.

—Pero por ti no lo habría hecho —espetó León—. Falco no puede ni verte.

—Lo que le ocurrió a Will Clarke no tiene nada que ver con el coche —escupió Patel—. Me has estafado.

El ruso apretó un puño delante de la cara del policía.

—Vuelve a decir una palabra más sobre el coche y te juro que te hago saltar todos los dientes de la boca. Ese BMW estaba impecable y ya no lo cubre la garantía. Quiero que te largues de aquí, Mike. Métete en tu cochecito de poli y no regreses. Y si te entran ganas de enviar a más colegas tuyos a husmear por aquí, acuérdate de lo que te he dicho: si metes a la justicia en esto, tú también estarás en la picota.

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35. FALC012.46

—Rebobina eso. Quiero volver a oírlo otra vez—ordenó John.

Lauren lo hizo a través del teclado, y la voz de León Tarasov brotó por los altavoces:

«... ntrolarte. La última vez que perdiste los estribos acabaste tirando a Will Clarke del tejado. No comprendo cómo tienes la cara de intentar liarme después de aquello. Estarías cumpliendo cadena perpetua si yo no le hubiese pagado a Falco para que se ocupara de las declaraciones de los testigos.»

«Falco no era tu propiedad privada. Ese viejo plasta ha aceptado más sobornos que cenas calientes ha comido.»

«Pero por ti no lo habría hecho... Falco no puede ni verte.»

«Lo que le ocurrió a Will Clarke no tiene nada que ver con el coche... Me has estafado.»

Lauren pulsó pausa.

—Ojalá lo hubiera admitido, en vez de hablar del coche.

John sonrió.

—Lauren, cuando lleves en este negocio tantos años como yo, habrás abandonado la esperanza de que las cosas sean tan sencillas. La acusación de León es una prueba poderosa, y Michael no ha hecho nada por negarla.

—El nombre Falco me resulta familiar —intervino Kerry—. Estoy segura de que lo he visto en algún documento.

John se encogió de hombros.

—Si crees que recuerdas algo, ve a echar un vistazo a los archivos. Yo llamaré a Millie por si puede confirmármelo. —Levantó un auricular mientras Kerry corría a la otra habitación para rebuscar en los carritos archivadores—. Millie —dijo en cuanto ella contestó—. ¿Qué significa el nombre de Falco para ti?

—Espera, que aún estoy en el centro de la comunidad —respondió Millie, escabullándose de la sala de reuniones para salir al pasillo—. Alan Falco trabajaba en la brigada de investigación criminal de Palm Hill. No era el mejor policía del mundo, pero era un tipo de aspecto agradable e inofensivo. Se jubiló antes de Navidad.

Kerry regresó corriendo y le tendió a John una carpeta abierta. Él apartó el teléfono.

-¿Qué?

—Aquí está —señaló la niña—. Alan Falco debió de ser el segundo poli en llegar al lugar de los hechos después de Michael Patel. Le tomó declaración a una chica llamada Jane Cunningham y a un par de personas más que estaban en los apartamentos.

—León dice que le pagó a Falco para que se encargara de los testimonios de los testigos —terció Lauren.

—A lo mejor los modificó —apuntó John—. O eliminó los que contenían

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información comprometedora. —Volvió a acercarse el teléfono—. Gracias, Millie, tengo que dejarte. Parece que aquí hemos encontrado algo. Seguiremos en contacto.

—Mirad, mirad —exclamó Kerry dando golpecitos en la carpeta—. Según la declaración de Jane, un grupo de chavales le había birlado una sandalia a Hannah Clarke y se la estaban lanzando unos a otros.

—¿Y qué? —preguntó Lauren.

—Bueno, ¿y dónde están sus testimonios?

Lauren se inclinó por encima del hombro de Kerry y señaló el párrafo siguiente.

—Aquí dice que los chicos se dispersaron corriendo cuando el cuerpo se estrelló contra el suelo.

—Sí, pero eran muchachos del barrio y probablemente presenciaron lo ocurrido mejor que cualquier otra persona.

¿Acaso nadie averiguó quiénes eran ni les preguntó qué habían visto?

John asintió.

—Creo que has dado en el clavo, Kerry. Tenemos que averiguar quiénes eran esos chicos y qué vieron.

14.21

La anciana colocó la cadena de la puerta antes de abrir.

—¿Señora Cunningham? —preguntó Millie mostrándole su placa—. Estoy buscando a su nieta Jane. ¿Está en casa?

La mujer palideció y las manos empezaron a temblarle.

—Jane ha salido a comprar —resolló—. No creo que tarde mucho. ¿Quiere entrar y esperarla?

—Sí, gracias.

—No se habrá metido en problemas, ¿verdad?

Millie negó con la cabeza y le sonrió tranquilizadoramente mientras entraba en el vestíbulo.

—Sólo quiero hacerle algunas preguntas sobre el incidente de agosto del año pasado.

—¿Lo del chico del tejado? —inquirió la mujer.

Millie asintió y la siguió hasta el salón. La anciana se acomodó en una butaca. A su lado había una bombona de oxígeno y muchos frascos de pastillas sobre la mesa.

—Puede prepararse una taza de té usted misma, oficial. Me temo que a mí no me apetece demasiado; no con este calor.

—¿Su nieta cuida de usted ella sola?

La anciana sonrió.

—No sé qué haría sin ella.

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Jane llegó unos minutos después, con aspecto demacrado y cargando con tres bolsas de Sainsbury. Quería meter la comida en la nevera, de modo que Millie habló con ella en la cocina mientras guardaba la compra.

—Ésta es la declaración que hiciste el año pasado —dijo Millie, dejando una fotocopia sobre la mesa de la cocina—. Mencionas que había un grupo de chicos jugando al fútbol. ¿Recuerdas cuántos eran?

Jane se encogió de hombros.

—Siete u ocho, creo.

—Dijiste que salieron corriendo, pero ¿viste a algunos de ellos prestando declaración más tarde?

—Creo que todos lo hicieron —asintió Jane—. Uno de ellos, uno pequeño y flacucho, chocó contra algo al huir y acabó sangrando por la nariz. Los otros se pararon a atenderlo unos minutos. Después todos hablaron con un policía, desde luego.

—¿Michael Patel?

Jane negó con la cabeza.

—Patel se quedó con mi amiga Hannah. Will era su primo y ella estaba histérica. ¿Cómo es que están removiendo todo esto otra vez? Ya ha pasado un año.

Millie sabía lo rápido que se propagan los rumores, de modo que no le contó la verdad.

—Es una inspección rutinaria. Nos gusta dar los últimos toques antes de archivar los informes. No lograba entender por qué no se había tomado declaración a los chicos. Tú crees que sí les tomaron declaración, pero luego se perdieron. ¿Sabes el nombre de alguno de aquellos muchachos?

Jane se encogió de hombros.

—Lo siento. Son chavales que siempre están por esta zona, pero la verdad es que no los conozco.

—¿Tienes idea de dónde viven?

—Oh, ahora que lo dice... —Jane esbozó una sonrisa—. Uno de ellos era Kevin Milligan. Vivía encima de nuestro viejo apartamento, en el bloque seis. Solía sacar de quicio a mi abuela, llenando globos con agua y dejándolos caer a nuestra galería.

14.50

—¡Oh, Dios! —exclamó la madre de Kevin Milligan al abrir la puerta de la calle—. ¿Qué ha hecho ahora mi hijo? ¡¡Kevin, ven aquí!!

—No ha hecho nada malo —aseguró Millie, mirando al chaval de diez años y expresión inquieta que acababa de salir de su dormitorio con una camiseta de rugby de la selección inglesa—. Hola, Kevin —sonrió, entrando en el recibidor—.

¿Te importa si te hago unas preguntas sobre lo que sucedió el año pasado, cuando viste caer del tejado a Will Clarke? No te resultará

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desagradable, ¿verdad?

—No —contestó Kevin, molesto ante la insinuación de que pudiera ser un remilgado.

Millie reparó en otro chico que asomaba la cabeza por la puerta del dormitorio.

—Ése es Adrián, su compinche —sonrió la señora Milligan mientras cerraba la puerta principal—. Él también estaba allí.

—Estupendo. Podré preguntaros a los dos. No tardaré mucho.

Kevin guió a Millie a su cuarto. Los muchachos tenían aperitivos y un Scalextric extendidos sobre la alfombra. Millie se sentó en el borde de la cama de Kevin mientras la señora Milligan permanecía en el umbral.

—Parece que hemos perdido los testimonios que disteis —explicó Millie—. Querría saber si recordáis haber visto algo.

—Yo no vi nada excepto que el chico se estrelló contra el suelo —respondió Kevin—. Salí pitando, y al doblar la esquina choqué contra el poli ese que venía corriendo.

—¿Qué oficial era?

—El indio.

—¿El sargento Patel?

Kevin asintió.

—Sí; bajó las escaleras corriendo.

Millie supo que aquello era importante: Michael siempre había asegurado que acababa de llegar al barrio y que estaba saliendo del coche patrulla cuando oyó gritar a Hannah.

—¿Y tú, Adrián? ¿Qué viste?

—Vi caer al chico. Luego levanté la mirada y me pareció ver a otro hombre allí arriba.

—¿En serio? —inquirió Millie.

La señora Milligan se mostró desconcertada.

—¿Estás seguro de que viste a alguien, tesoro? Es que en todos los periódicos decían que había sido un accidente.

—Bueno, no estoy completamente seguro porque lo vi muy poco, pero era como si hubiera un hombre o algo allá arriba.

—¿Y qué hay de vuestros amigos? —preguntó Millie—. ¿Eres tú el único que cree haber visto algo?

Adrián negó con la cabeza.

—No, señora. Robert también lo vio. Él y yo creemos que vimos algo.

15.18

James preguntó si podía ir al hotel, donde podría enterarse mejor de lo que estaba ocurriendo, pero John le dijo que se quedara en Palm Hill por si

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surgía algún imprevisto.

El muchacho se echó en la cama a escuchar los mensajes que iban y venían por radio, y llamó dos veces a Lauren para enterarse de los últimos sucesos. Ella le contó que Alan Falco había perdido las declaraciones de los muchachos y que John y Ray iban de camino a su casa.

James se sintió deprimido, tumbado en su cama a solas mientras las cosas salían disparadas en todas direcciones, a cual más emocionante, sin él. La misión estaba llegando a su fin, y se preguntó si Kyle y los otros seguirían ninguneándolo cuando regresara al campus.

Luego se acordó de Hannah y le mandó un mensaje diciendo que lamentaba la manera en que se había comportado con ella por la mañana. Hannah no contestó.

15.52

Después de jubilarse, Falco y su mujer se habían trasladado a Southend, en la costa de Essex. A John y Ray les costó cuarenta minutos llegar allí desde el este de Londres.

—Bonita casa —dijo John mientras subía los peldaños que llevaban a la puerta principal.

Ray señaló el adhesivo que lucía la ventanilla trasera del coche de Falco: «Otro cliente satisfecho de VEHÍCULOS DE PRESTIGIO TARASOV.»

Al ver que nadie respondía al timbre, John avanzó de puntillas y se asomó al jardín trasero. El vecino de aliado le dio un buen susto al gritarle por encima de la valla:

—¡Ese viejo está un poco sordo! Está en el invernadero.

—Gracias —sonrió John.

Abrió la portezuela de madera que daba acceso al jardín trasero. Ray lo siguió a través de un césped perfectamente cortado hasta un enorme invernadero rebosante de flores.

—¿Señor Falco? —preguntó John.

Falco tenía casi sesenta años, pero parecía mayor. La barba gris, la camisa abierta por el cuello y los tirantes encajaban en la descripción de Millie como un tipo de aspecto agradable e inofensivo.

—Unas plantas preciosas —alabó John—. Deben de darle mucho trabajo.

Falco sonrió.

—Dispongo de mucho tiempo, señor...

John dejó que Ray mostrara su placa y respondiera.

—Soy el inspector McLad, de la OIR. Mi colega es el señor Jones.

—La OIR —sonrió Falco—. ¿He sido un chico malo?

—Los testimonios relativos a la muerte de Will Clarke —contestó McLad, yendo al grano—. ¿Recuerda haber recogido alguno?

—¿O haber aceptado un soborno de León Tarasov para extraviarlos? —

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añadió John.

El rostro del tipo inofensivo se crispó. John sacó una grabadora del bolsillo y le dio al play.

«No entiendo cómo es que te has puesto así por el coche, Michael, pero haya lo que haya detrás de esto, debes aprender a controlarte. La última vez que perdiste los estribos acabaste tirando a Will Clarke del tejado. No comprendo cómo tienes la cara de intentar liarme después de aquello. Estarías cumpliendo cadena perpetua si yo no le hubiese pagado a Falco para que se ocupara de las declaraciones de los testigos.»

A Falco le cambiaron los colores.

Ray esbozó la sonrisa malévola de quien sabe que tiene a su víctima bien agarrada.

—Señor Falco, hemos reunido unas cuantas pruebas de que Michael Patel mató a Will Clarke. Probablemente basten para garantizar una condena. Pero si usted comparece ante un tribunal y admite que aceptó dinero de León Tarasov para cubrir a Michael Patel, nuestro caso será tan sólido como una roca.

Falco comprendió que le estaban ofreciendo un trato que podría evitarle pasar el resto de su vida entre rejas. Formuló su réplica cuidadosamente, por si John y Ray estuvieran grabando aquella conversación a escondidas.

—En el hipotético caso de que yo pudiera ayudarlos de algún modo, caballeros, querría inmunidad completa ante cualquier acusación. No sólo de ésta, sino de cualquier cosa que salga a la luz como resultado de la investigación de la OIR sobre la corrupción en la comisaría de Palm Hill.

16.18

Millie Kentner y Greg Jackson se dirigían a la comisaría de Palm Hill. Confiaban plenamente en haber reunido todas las pruebas que necesitaban:

1) Los dos muchachos que aseguraban haber visto a un hombre en el tejado.

2) Otro chico que había chocado contra Patel al bajar éste las escaleras.

3) La sospechosa manipulación del cuerpo obviamente muerto de Will por parte de Michael.

4) La grabación de las conversaciones en que León y Michael hablaban abiertamente del asesinato.

5) Y lo más importante: la disposición de Falco a testificar que León le había pagado por destruir las declaraciones tomadas a los chicos tras la muerte de Will.

Se encaminaron a la oficina de control comunitario del segundo piso, y encontraron a Michael Patel junto a la fotocopiadora.

—Michael —lo llamó Millie con una sonrisa amistosa—. ¿Te importaría venir a mi despacho un momento? Traigo conmigo al inspector Greg Jackson

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de la OIR.

—James Holmes y la OIR —gruñó Patel—. Eso es justo lo que necesitaba después del día que he tenido.

—¿Qué te ha pasado en la nariz? —preguntó Millie, conduciendo al sargento a su oficina.

—He tropezado con una puerta.

Millie se sentó en su sillón mientras Greg desenganchaba un par de esposas de su cinturón y hablaba:

—Michael Patel, queda arrestado como sospechoso del asesinato de Will Clarke. Tiene derecho a guardar silencio. Cualquier cosa que diga podrá ser utilizada en su contra...

Michael pareció aterrado y Millie comprobó la hora en su reloj. En otro punto de Palm Hill, dos policías uniformados se dirigían al negocio de Tarasov para detenerlo.

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36. CORAZÓN20.30

Las pertenencias de James y Dave iban a volver al campus en una furgoneta de vigilancia. John estaba ayudando a James a bajar las cosas cuando Liza Tarasov se tropezó con el muchacho en la galería.

—¿Qué ocurre, James?

Él iba cargado con un televisor portátil.

—Los polis han detenido a Dave al mismo tiempo que arrestaban a Pete y León, así que tengo que regresar al centro de menores.

—¿Para siempre?

—Supongo —asintió James con seriedad—. Mi asistente social se ha puesto hecha una furia. Me habían permitido vivir con Dave con la condición de que nos portáramos bien, pero llevamos aquí menos de un mes y ya nos han arrestado a los dos. Dave estaba en libertad condicional, de modo que no saldrá enseguida, y yo no puedo quedarme aquí solo.

—Lo lamento —aseguró Liza, compasiva—. Era muy agradable teneros en el barrio. Dave y tú animabais este lugar.

El televisor le estaba destrozando los brazos a James, así que lo dejó en el suelo, entre sus piernas.

—Creo que esta mañana he disgustado a Hannah. Le he mandado un mensaje, pero no me responde. .

Liza asintió.

—Me ha llamado para contármelo. Sé toda la historia, y será mejor que no estés engañándola; ella ha pasado por muchas cosas en el último año.

James se encogió de hombros.

—Hannah estará mucho mejor si salgo de su vida.

—Creo que aún le gustas.

—Sí, pero voy a estar en un centro de menores. Después de unas semanas me mandarán a algún hogar de acogida, y eso puede ser en cualquier lado. Es mejor dejarlo así; ya sabes, guardar un buen recuerdo y eso.

John salió del apartamento con una bolsa de deportes llena con la ropa de Dave.

—Venga, James, ayúdame a sacar esto.

El muchacho miró a Liza y se sintió apenado.

—Será mejor que me vaya. Cuéntale a Hannah que te he dicho que siempre la recordaré, ¿vale?

Liza asintió mientras él recogía de nuevo el televisor.

—Lo haré.

—¿Y Max está en casa? —preguntó James—. ¿Crees que debería asomarme por allí y despedirme de él?

—YO en tu lugar no lo haría. Aquello es una casa de locos. Max está

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llorando a lágrima viva por el arresto de tío León y Pete. La tía Sacha está muy alterada porque esa maldita Sonya ha tenido una gran bronca con ella: dice que el tío León tiene la culpa de todo.

James sonrió un poco.

—Eso explica por qué estás aquí fuera. Lamento lo de tu tío.

—Sonya tiene razón en una cosa —repuso Liza encogiéndose de hombros—. El tío León es como el teflón: no se le pega nada. Probablemente esté en casa dentro de unas horas.

—Espero que sí —mintió James—. Pero bueno, será mejor que lleve esto abajo antes de que me lesione.

—Sí, hasta luego, James —se despidió Liza mientras él se encaminaba a trompicones hacia la escalera cargado con el televisor.

Jueves, 00.02

James se dirigía hacia la M11 en la furgoneta cuando su móvil empezó a sonar: Hannah. Se quedó mirando la pantalla sin pestañear, imaginándosela en su cama, iluminada por lámparas de lava y con las uñas de los pies pintadas de naranja. Se preguntó de qué humor estaría la muchacha y qué querría decirle, pero no contestó. Cuando el teléfono dejó de sonar, James sacó la batería, retiró la tarjeta SIM y la partió por la mitad.

—Otro número de teléfono que no tengo que recordar —dijo, sonriendo a John pero sintiéndose triste.

John asintió sin apartar la vista de los sombríos carriles de tráfico. Tenía los ojos hinchados, como si necesitara una noche de sueño reparador.

James sacó una cartera de nailon del bolsillo trasero de los vaqueros y tiró del velero. Rebuscó en el pequeño compartimento con cremallera la tarjeta SIM que utilizaba en el campus y la insertó en el móvil. Después de encenderlo y mirar el mensaje de presentación —que Lauren había cambiado a «Eh, bazofia» meses antes—, se torturó revisando los números de su agenda: Bruce, Cal, Connor, Gab, Kerry, Kyle, Lauren, Mo, Shak.

Aparte de Lauren, nadie de la lista se hablaba con él. Seleccionó el número de Kerry y pensó en mandarle un mensaje. Lo del beso había sucedido dos noches atrás, de modo que supuso que debería intentarlo. Pero ¿qué le ponía?

Escribió LO SIENTO, lo borró, volvió a escribirlo. Después de borrarlo de nuevo, probó con DISCÚLPAME antes de decidir que sonaba demasiado redicho. Quería decirle que ella hacía que él se sintiera especial. Que no era la chica más atractiva ni hermosa del mundo, pero que deseaba estar con ella más que con cualquier otra.

James se dio cuenta de qué era lo que deseaba decirle de verdad y lo escribió: KERRY, T KIERO.

Estuvo un minuto entero con el pulgar sobre la tecla de envío antes de sentirse lo bastante valiente para pulsarla.

El teléfono de James emitió un pitido. En la pantalla había un sobre: un mensaje de Kerry:

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TNEMS K HABLR:)

NOS VEMS EN EL DSAYUNO. K.

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EPILOGOLos policías

El final de la operación de CHERUB centrada en León Tarasov sólo fue el principio para RAY McLAD y GREG JACKSON, de la Oficina de Investigación de Reclamaciones (OIR).

Su equipo tardó seis meses más en destapar y reunir pruebas contra quince oficiales corruptos que habían estado destinados en la comisaría de Palm Hill en un período de veinte años.

Cinco de los quince inculpados fueron obligados a dimitir. Otros nueve fueron arrestados y acusados de graves delitos de corrupción, tales como aceptar sobornos, manipular pruebas y participar en el chantaje a comercios en asociación con León Tarasov. Uno de los oficiales fue absuelto de todos los cargos, pero los otros ocho fueron procesados y condenados a penas de prisión comprendidas entre dos y nueve años.

El último oficial corrupto, ALAN FALCO, no fue acusado de ningún delito. Su testimonio fue decisivo para procesar satisfactoriamente a sus antiguos colegas. Falco se vio obligado a mudarse de su casa en Southend debido a una serie de amenazas anónimas, el incendio intencionado de su coche y el descubrimiento de la palabra «CHIVATO» escrita con aerosol en su invernadero.

Decepcionada con su carrera en la policía, MILLIE KENTNER se tomó un permiso de dos meses. Después de considerar sus opciones —incluida la oferta de convertirse en tutora para CHERUB—, decidió seguir trabajando para la Policía Metropolitana. Aceptaron su solicitud de traspaso a la OIR, y ahora está al frente de una brigada secreta especializada en desenmascarar oficiales corruptos.

Los ladrones

LEON TARASOV y MICHAEL PATEL se enfrentaron a acusaciones relacionadas con el robo al casino Sol Dorado y el subsiguiente asesinato de WILL CLARKE.

Poco antes de la fecha prevista para el comienzo del juicio y vistas las abrumadoras pruebas, León Tarasov se declaró culpable de todos los cargos relativos al robo y de los tres relativos al ocultamiento del asesinato de Will Clarke. Fue sentenciado a doce años de prisión.

Michael Patel sostuvo su inocencia. Tras un juicio de tres semanas en el tribunal de Oíd Bailey, el jurado lo halló culpable del robo en el casino y de asesinato. La jueza describió el crimen de Michael como «el acto más repugnante cometido por un oficial de policía en activo con que podríamos encontrarnos». La jueza también recomendó que no se considerara su puesta en libertad condicional antes de que hubiese cumplido al menos dieciocho años de su cadena perpetua.

Las grabaciones recogidas durante la operación de escucha de CHERUB fueron utilizadas en el juicio, pero se presentaron como pruebas obtenidas por Millie Kentner y el equipo de la OIR. El papel que CHERUB había desempeñado en la operación jamás se desveló. León y Michael sospechaban

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que el día de su detención los habían manipulado, pero fueron incapaces de demostrar nada.

Se sospechaba, aunque nunca pudo probarse, que PATRICIA PATEL era cómplice en el robo del casino Sol Dorado. Patricia se enfrentó a cargos por blanqueo de 220.000 libras en metálico (el tercio que le correspondía a su marido de lo recaudado en el atraco). Dado que tenía una hija muy pequeña y su falta de antecedentes, Patricia recibió una condena de dos años de prisión suspendida.

Milagrosamente, su BMW volvió a funcionar a la perfección mientras la policía la interrogaba a ella y su marido.

PIOTR TARASOV (PETE) fue interrogado brevemente sobre el robo y liberado sin cargos. Pete decidió no irse a la universidad y ahora dirige los negocios de la familia Tarasov junto con su tía Sacha.

El paradero del supuesto tercer ladrón, ERIC CRISP sigue siendo un enigma. La policía ha emitido una orden de arresto y es optimista respecto a acabar atrapándolo.

El resto

Los micrófonos instalados en el coche y el despacho de GEORGE STEIN por James Adams y Shakeel Dajani han permitido conocer mejor la organización terrorista conocida como Ayuda ala Tierra. Es parte de una investigación en curso en la que colaboran docenas de agencias de inteligencia por todo el mundo.

El regreso de JAMES ADAMS al campus marcó el inicio de cierta distensión en la relación con sus amigos. Kyle y Bruce (los dos con experiencia en meterse en problemas) rompieron el hielo. El resto empezó a hablarle de nuevo a lo largo de las semanas siguientes.

KERRY CHANG vuelve a llevarse bien con James Adams, pero ha decidido que no lo quiere otra vez como novio... al menos por ahora.

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CHERUB: SU HISTORIA (1941-1996)1941 En plena Segunda Guerra Mundial, Charles Henderson, un agente

inglés que trabajaba en la Francia ocupada, envió un informe a su cuartel general en Londres. Describía con grandes alabanzas la idea de la Resistencia francesa de utilizar niños para sortear los puestos de control nazis y sonsacar información a soldados alemanes.

1942 Henderson formó un pequeño destacamento secreto de niños, bajo las órdenes de la inteligencia militar inglesa. Los Chicos de Henderson contaban entre trece y catorce años de edad, y en su mayoría eran refugiados franceses. Se les formó con un entrenamiento de espionaje básico antes de ser lanzados en paracaídas sobre la Francia ocupada. Los niños reunieron información vital en el período previo a la invasión aliada de 1944.

1946 Los Chicos de Henderson se disolvieron al final de la guerra. La mayoría regresó a Francia. Su existencia nunca ha sido reconocida oficialmente.

Charles Henderson creía que los niños serían unos eficaces agentes de inteligencia en tiempos de paz. En mayo de 1946 recibió permiso para crear CHERUB en una escuela de pueblo que no se utilizaba. Los primeros veinte reclutas, todos de sexo masculino, vivían en cabañas de madera situadas en la parte posterior del patio de recreo.

1951 Durante sus primeros cinco años, CHERUB funcionó con recursos limitados. Su suerte cambió después de su primer éxito importante: dos agentes descubrieron una red de espías rusos que estaban robando información sobre el programa de armamento nuclear británico.

El gobierno de aquella época quedó muy satisfecho. CHERUB recibió fondos para su expansión. Se construyeron mejores instalaciones, y el número de agentes aumentó de veinte a sesenta.

1954 Dos agentes de CHERUB, Jason Lennox y Johan Urminski, resultaron muertos mientras trabajaban clandestinamente en la Alemania oriental. Nadie sabe cómo murieron los chicos. El gobierno consideró la posibilidad de cerrar CHERUB, pero ahora había más de setenta agentes en activo, que llevaban a cabo misiones vitales en todo el mundo.

Una investigación sobre la muerte de los chicos condujo a la implantación de nuevas medidas de seguridad:

1, Creación de un programa ético. A partir de aquel momento, cada misión tenía que ser aprobada por un comité de tres personas.

2, Se introdujo una edad mínima de diez años y cuatro meses para participar en misiones. (Jason Lennox sólo tenía nueve años de edad.)

3, Se adoptó un enfoque más riguroso del entrenamiento. Empezó una versión del programa de cien días de entrenamiento básico.

1956 Aunque muchos creían que las chicas no servirían para el trabajo de inteligencia, CHERUB admitió cinco niñas de manera experimental. El éxito fue enorme. El número de chicas aumentó a veinte al año siguiente. Al cabo de diez años, el número de chicas y chicos era idéntico.

1957 CHERUB introdujo el sistema de camisetas de colores.

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1960 Tras varios éxitos, CHERUB recibió permiso para expandirse de nuevo, esta vez hasta ciento treinta estudiantes.

Adquirieron las tierras de labranza que rodeaban el cuartel general y levantaron una valla alrededor de un tercio de la zona que ahora se conoce como campus de CHERUB.

1967 Katherine Field se convirtió en la tercera baja de CHERUB en acto de servicio. Fue mordida por una serpiente en el transcurso de una misión en la India. Llegó al hospital al cabo de media hora, pero identificaron mal la especie de la serpiente y dieron a Katherine un antídoto equivocado.

1973 Con los años, CHERUB se había convertido en una aglomeración de edificios pequeños. Se inició la construcción de una nueva sede de nueve pisos.

1977 Todos los «querubines» son huérfanos o niños abandonados por su familia. Max Weaver fue uno de los primeros agentes de CHERUB. Ganó una fortuna construyendo edificios de apartamentos en Londres y Nueva York. Cuando murió en 1977, a la edad de cuarenta y un años, sin esposa ni hijos, Max Weaver legó su fortuna a los niños de CHERUB.

El Fondo Fiduciario Max Weaver ha pagado muchos de los edificios del campus, incluyendo las instalaciones deportivas cubiertas y la biblioteca. El fondo fiduciario posee ahora bienes valorados en más de mil millones de libras.

1982 Thomas Webb murió debido a una mina terrestre en las Malvinas, convirtiéndose así en el cuarto agente de CHERUB fallecido en acto de servicio. Fue uno de los nueve agentes utilizados en diversas tareas durante aquella breve guerra.

1986 El gobierno autorizó a CHERUB para alojar un máximo de cuatrocientos alumnos. Pese a ello, el número se ha estancado algo por debajo de este límite. CHERUB exige agentes inteligentes y robustos, sin lazos familiares. Cuesta muchísimo encontrar niños que cumplan todos estos requisitos.

1990 CHERUB adquirió más tierras, y aumentó tanto el tamaño como la seguridad del campus. Éste se encuentra señalizado en todos los mapas británicos como un campo de tiro militar. Las carreteras circundantes están trazadas de manera que sólo una conduce al campus. Los muros del perímetro no pueden verse desde las carreteras cercanas. La zona está prohibida a los helicópteros, y los aviones han de volar por encima de los diez mil metros. Cualquiera que viole el perímetro de CHERUB se arriesga a ser encarcelado de por vida, según lo dispone la Ley de Secretos de Estado.

1996 CHERUB celebró su cincuenta aniversario con la inauguración de una piscina y un campo de tiro cubierto.

Todos los miembros retirados de CHERUB fueron invitados a la celebración. No se admitieron otros invitados. Acudieron más de novecientas personas venidas de todo el mundo. Entre los agentes jubilados se encontraba un ex primer ministro y un guitarrista de rock que había vendido ochenta millones de álbumes.

Tras unos fuegos artificiales, los invitados montaron tiendas y durmieron en el campus. Antes de marcharse al día siguiente, todo el mundo se reunió

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ante la capilla y recordó a los cuatro niños que habían dado su vida por CHERUB.

ROBERT MUCHAMORENació en 1972. Durante trece años trabajó de detective privado,

ocupación que abandonó para dedicarse por entero a la escritura. La serie CHERUB, que a día de hoy consta de diez títulos, ha resultado un éxito de enormes proporciones en el Reino Unido, con millones de ejemplares vendidos hasta la fecha.

TRIPLECERO, MARZO DE 2013.