nueva historia de colombia cap 1 y 2
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Capítulo 1 Del federalismo a la Constitución de 1886Jorge Orlando MeloRealismo y utopía: la Constitución de 1863TRANSCRIPT
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Capítulo 1
Del federalismo a la Constitución de 1886
Jorge Orlando Melo
Realismo y utopía: la Constitución de 1863
El 14 de febrero de 1863 se reunieron en la población antioqueña de Rionegro los
miembros de una convención que debía escribir una nueva Constitución para
Colombia. Se trataba de establecer las bases legales para un régimen que suma
como resultado de una larga y violenta guerra civil, encabezada por el general
caucano Tomás Cipriano de Mosquera. La triunfante revolución se había hecho a
nombre de los derechos de los estados federales, de su autonomía y su
independencia, y contra el autoritarismo atribuido al presidente legítimo Mariano
Ospina Rodríguez.
Los abogados y generales reunidos pertenecían todos al partido liberal y este
hecho hacía posible elaborar una norma constitucional bastante coherente, que
recogiera las aspiraciones del liberalismo colombiano. Sin embargo, los
convencionalistas no estaban muy seguros del carácter del triunfo obtenido: para
lograrlo, los liberales se habían tenido que someter a un caudillo autoritario y
despótico, cuya conversión al liberalismo era demasiado reciente para no suscitar
el temor de haber sido motivada por oportunismo o resentimiento. ¿No habrían
salido del régimen conservador para quedar en las manos del militarismo y la
arbitrariedad del enérgico y temperamental general caucano?
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Un buen grupo de convencionistas de tradición civilista —abogados, comerciantes,
propietarios rurales— deseaba el establecimiento de un régimen legal que diera el
máximo desarrollo posible a los derechos individuales y redujera, de acuerdo con
los principios del liberalismo decimonónico, las funciones y el papel del Estado:
para ellos Mosquera, conocido por sus arrebatos y furias y por su tranquilidad para
fusilar, era un riesgo. Otros liberales, por afinidades regionales, como los del
Cauca, o por su agradecimiento con el destructor del gobierno conservador, o por
resistencia al leguleyismo y a la mentalidad de tenderos que atribuían a los
civilistas, ofrecían un vigoroso respaldo a don Tomás Cipriano y veían en él el
escudo que protegería al país del fanatismo, el clero y la godarria.
La tensión entre los convencionistas no impidió la rápida elaboración de una
nueva Constitución, pero las desconfianzas de civilistas como Salvador Camacho
Roldán, Manuel Murillo Toro o Aquileo Parra contribuyeron a darle algunos rasgos
particulares, a extremar la búsqueda de garantías contra el poder presidencial y
contra la intervención del poder central en la vida de los estados. El texto
aprobado contó al cabo con el respaldo entusiasta de los liberales, que veían en la
nueva Constitución el summum de civilización política y la prueba de que
Colombia había llegado a un grado de madurez que la convertía en ejemplo para
el mundo. Para los descontentos conservadores, era una carta utópica, sin bases
en la realidad colombiana, inaplicable y que conducía en la práctica a una
situación de desorden permanente y a la violación de los derechos individuales y
ciudadanos que sus artículos reconocían. Durante el siglo pasado se hizo famoso
el supuesto elogio de Victor Hugo, quien había dicho al leerla que era «una
constitución para ángeles».
Se trataba, en primer lugar, de una Constitución federalista, hasta tal punto que
partía de la ficción histórica y legal de que los Estados Unidos de Colombia se
originaban en un pacto entre estados soberanos preexistentes, que habían
acordado en 1861 unirse para formar una «nación libre, soberana e
independiente». Sin embargo, el federalismo no era nuevo: creado en forma
larvada por la Constitución de 1853, había sido institucionalizado, con toda su
plenidad, en la Constitución aprobada en 1858 por un entusiasta congreso de
amplia mayoría conservadora. Como su reciente antecedente, en el 63 se
reservaron al gobierno central el manejo de las relaciones exteriores, el crédito
público, el ejército nacional, el comercio exterior, los sistemas monetarios y de
pesas y medidas y el fomento de las vías interoceánicas. En forma conjunta con
los estados federales, podía intervenir en los asuntos relativos a la instrucción
pública, los correos, la estadística y el manejo de los territorios de Indígenas.
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Todo lo demás, todo lo que expresamente no se asignaba al gobierno nacional,
quedaba reservado a las entidades regionales. Según el texto constitucional, y
contra lo que con frecuencia se ha dicho, los estados no podían declarar la guerra
ni intervenir en los asuntos internos de otros y correspondía al gobierno central, y
sobre todo a la Corte Suprema de Justicia, dirimir las controversias y desacuerdos
entre estados. Pero aunque el gobierno de la nación podía declarar la guerra a un
estado, esto sólo ocurría en caso de abierta rebeldía de las autoridades de este: lo
que la Constitución tenía de novedoso era la ausencia de toda norma que
permitiera al gobierno central intervenir en el caso de que se presentaran
perturbaciones en el orden público intenso de los estados, o cuando Las
autoridades de estos violaran las normas constitucionales o legales. El único
control a la legalidad de los actos de las autoridades regionales, que repetía una
norma de la Constitución de 1858, era el mecanismo que permitía a la Corte
Suprema suspender los actos de las asambleas estatales y remitirlos al senado,
para que si los encontraba inconstitucionales declarara su anulación. Y a esto se
añadió la garantía simétrica que permitía a las asambleas estatales anular los
actos del gobierno central cuando una mayoría de ellas los juzgara violatorios de
los derechos individuales o de la soberanía de los estados. Aparentemente se
esperaba que en cada estado se consolidaran, sin tutela nacional alguna, por el
puro proceso civilizador de la educación y de la práctica política, los principios
señalados en la Constitución, que ordenaba que los gobiernos fueran «populares,
electivos, representativos, alternativos y responsables». Pero si un gobierno
regional violaba estos principios, o una revuelta local derribaba un gobierno
legítimo, nada permitía recurrir al gobierno central para obtener apoyo en el
mantenimiento de la legitimidad. Así, cuando en 1864 los conservadores
antioqueños insurrectos derribaron el gobierno de Pascual Bravo, el presidente
Manuel Murillo Toro decidió reconocer el nuevo régimen de Pedro Justo Berrio,
interpretando la constitución en forma que restringía todo derecho del gobierno
central a intervenir en los asuntos políticos estatales. La llamada ley de Orden
Público, aprobada en 1867 y que estuvo vigente hasta 1880, hizo clara esta
interpretación y la convirtió en la única posible.
El segundo rasgo dominante de la Constitución era el amplio reconocimiento de
los derechos y garantías individuales. Abolía por completo la pena de muerte —
esto fue lo que motivó los elogios de Victor Hugo— y garantizaba los derechos a la
propiedad, las libertades de pensamiento; imprenta, domicilio, trabajo, enseñanza,
etcétera. Permitía a los ciudadanos asociarse «sin armas», pero, como la
Constitución de los Estados Unidos de América, autorizaba la sesión de armas y
su comercio, aunque solamente en tiempos de paz.
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Y a diferencia de la Constitución norteamericana, no consagraba el derecho a la
revolución, aunque sin duda no era necesario hacerlo para que este derecho
tuviera un amplio ejercicio. En tercer lugar la Constitución debilitaba
decididamente el poder del presidente, al que obligaba a actuar de acuerdo con el
legislativo, al obligarlo a someter a la aprobación del congreso el nombramiento de
los secretarios de Estado, de los diplomáticos y de los jefes militares. Y en buena
parte para evitarse una larga presidencia de Mosquera, quien tarde o temprano
tendría que ser elegido, se fijó un período presidencial de sólo dos años, en vez de
los cuatro que establecía la carta de 1858.
Por último, debe subrayarse que, convencidos de la sabiduría de su obra, los
constituyentes de Rionegro decidieron hacer especialmente difícil su modificación:
durante su vigencia sólo pudo ser reformada una sola vez. En efecto, el cambio
requería el apoyo unánime de los estados, sea que se expresara mediante la
petición, por todas las asambleas estatales, de una convención constituyente, o
mediante la aprobación por el congreso de una ley de reforma ratificada por el
voto unánime del senado, «teniendo un voto cada estado». Como cada estado
tenía tres senadores, esto hacía que fuera necesario contar con el voto favorable
de por lo menos dos senadores en todos y cada uno de los nueve estados que
componían la unión, lo que resultaba bastante difícil de lograr.
Progresan los asuntos locales, en especial las revoluciones
La marcha real del país, por supuesto, sólo dependía parcialmente del sistema
constitucional adoptado. Los recursos económicos del país, las relaciones con el
mundo capitalista de la época, las tradiciones y prácticas políticas, los conflictos
entre grupos sociales y económicos, todo lo que se quiera, configuraban un
contexto que influía decisivamente sobre la forma como marchaban las
instituciones políticas y sobre la historia política nacional. Pero la Constitución era
sin duda importante, pues definía canales precisos a la controversia política,
asignaba diversos poderes a los ciudadanos y era, ella misma, tema de una
permanente controversia.
Desde cierto punto de vista, la Constitución respondía muy bien a la realidad
nacional: Colombia era un país sin mucha unidad económica, social o política. Es
cierto que casi toda la población hablaba el mismo idioma y profesaba la misma
religión. Aún más, desde el punto de vista étnico, el mestizaje se encontraba más
avanzado que en casi cualquier otro país hispanoamericano, y sólo algunos
grupos indígenas estaban por fuera de la nacionalidad colombiana.
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A pesar de ello, sobrevivían vigorosas identidades regionales o locales, que se
percibían en buena parte ligadas a diferentes constituciones étnicas, distintas
tradiciones culturales o contrapuestos intereses económicos. Observadores
nacionales y extranjeros subrayaban la diferencia entre los mestizos aindiados de
Boyacá o Cundinamarca, los negros del Cauca, los mulatos de la Costa o
Santander, así como la auto-identificación, más que con el país, con una localidad
o una región: se era bugueño, o socorrano, o cartagenero o, si acaso, antioqueño.
Los partidos políticos, y en particular algunos caudillos, podían crear un mínimo de
lealtades nacionales, pero solo reconociendo el peso de las diferencias, intereses
y vanidades locales. Las dificultades de comunicación, la variedad de condiciones
e intereses locales, y el peso de las tradiciones regionales hacían poco viable un
gobierno centralizado real. En un país en el que todavía, para 1870, apenas el 7%
de la población vivía en concentraciones urbanas de más de 10,000 habitantes,
con un telégrafo que empezaba a unir apenas las capitales de los estados, y en
el que viaje de Medellín a Bogotá podía durar 20 o 30 días, la presencia de un
gobierno central en el territorio nacional tenía mucho de irreal.
Pero, aunque el régimen federalista hubiera podido ajustarse muy bien a las
condiciones nacionales, y aunque el sistema político funcionó en forma aceptable
hasta mediados de la década de 1870, alentado por una época de gran
prosperidad e insospechado crecimiento del comercio internacional, algunos
aspectos concretos de orden político, derivados de las normas constitucionales,
generaron dificultades crecientes y contribuyeron a desestabilizar al régimen y a
hacerle perder legitimidad. Como ya se vio, se dejó a cada estado el manejo de su
propio sistema político: esto quería decir que la determinación de las normas
electorales, y la calificación de los resultados se dejaba en las manos de los
estados, incluso cuando se trataba de elegir miembros del Congreso o presidente
de la República. Eran obvias las desigualdades: mientras en unos estados se
mantuvo el sufragio universal, en otros se adoptó un sistema de voto restringido,
fuese por calificaciones de ingreso o alfabetismo, o por una amplia variedad de
sistemas de elección indirectos. Esto condujo a situaciones en las que el sufragio
no era muy puro ni representativo, y a que grupos que perdían el apoyo de los
electores trataran de conservar el poder manipulando las leyes electorales o los
sistemas de escrutinio. Lo anterior tenía implicaciones graves ante todo para la
elección presidencial, pues para esta cada uno de los nueve estados contaba con
un voto. Mientras los liberales dominaron una clara mayoría de estados, y se
mantuvieron unidos, no fue necesario realizar malabarismos extraordinarios con el
sistema electoral. Así ocurrió durante la primera década de vigencia de la
Constitución, cuando tan sólo Antioquia y Tolima estuvieron bajo control de los
conservadores. Pero ya para comienzos de la década del 70, por ejemplo, se
había establecido en Cundinamarca una maquinaria que controlaba todo el
aparato electoral y judicial: el famoso “sapismo” orientado por don Ramón Gómez,
de quien decía Joaquin Pablo Posada: “él una falange rige que hace jueces y
ministros y falsifica registros diciendo el que escruta elige”
Tan pronto comenzó a dividirse el liberalismo, comenzó a hacerse más importante,
para garantizar la sucesión presidencial, el control de los ejecutivos regionales, y
esto agudizó la tendencia a prácticas electorales viciadas o a mecanismos
abiertos de violencia, a las revueltas locales y —después de 1873— a que el
gobierno central, que contaba con una Guardia Nacional con destacamentos en
todo el país, interviniera subrepticiamente en favor de uno u otro grupo liberal.
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Así, mientras en el período anterior a 1858, bajo constituciones más o menos
centralistas, las revueltas pretendían derribar el poder ejecutivo central, a partir de
1863 se hicieron frecuentes las revoluciones locales y el principio de no
intervención del gobierno central, sobre todo en la década del 70, dejó de
aplicarse en la práctica, aunque se mantuvo en la teoría. Por esto, pudo decir el
secretario del Interior Felipe Zapata en su memoria de 1870: «Las revoluciones
descentralizadas han prosperado como todos los asuntos confiados a las
secciones...»
El hecho es que, durante la vigencia de la Constitución de 1863, sólo se dieron
dos guerras civiles generales, la de 1876-77, originada en el problema de
educación religiosa, y la de 1885 cuando lo que estaba en juego era la
supervivencia de la Constitución misma. Pero las revueltas locales fueron
frecuentes, y se convirtieron en uno de los principales motivos de crítica contra la
Constitución.
Sin embargo, si se compara la evolución colombiana con la de otros países
latinoamericanos, o si se advierte que la inestabilidad política no fue inferior bajo el
imperio de constituciones centralistas y autoritarias, el resultado no fue tan
negativo, y bajo la vigencia de estas constituciones se fueron consolidando
mecanismos de poder regional y grupos políticos de alcance regional y nacional
que pudieron, a comienzos del siglo xx, lograr un mínimo de consenso entre los
grupos dirigentes colombianos con respecto a las reglas políticas del país. Y la
Constitución del 63 convirtió en parte de la ideología política nacional, en valores
aceptados por amplios grupos de la población nacional y no sólo por una estrecha
élite educada, conceptos como el del origen popular del poder político, la igualdad
de derechos de los ciudadanos, independientemente de su situación económica,
social y étnica, la búsqueda de soluciones civiles a los conflictos, la inviolabilidad,
por el Estado, de la vida humana, el derecho universal a la educación, la libertad
de expresión, de pensamiento y de prensa; los mismos conservadores los fueron
acogiendo al esgrimirlos contra las violaciones de ellos por parte de los gobiernos
liberales.
Por otra parte, buena parte del período de vigencia de la Constitución de 1863
coincidió, como se dijo ya, con un auge de la actividad económica, que duró más o
menos hasta 1875. Esto permitió que, incluso contra el liberalismo extremo de
algunos teóricos, el estado aumentara su capacidad de acción y de intervención
en la vida del país.
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Los recursos fiscales se aplicaron entonces ante todo a mejorar la red de
comunicaciones del país (telégrafos, caminos, ferrocarriles), con lo que
contribuyeron los liberales federalistas a crear bases reales para un sistema
político más centralista, y a impulsar la educación pública, que tenía una alta
prioridad en la agenda liberal, por la posibilidad de que sirviera de contrapeso
ideológico a la Iglesia. También la educación pública sirvió para impulsar los
procesos de unificación cultural del país y para implantar un mínimo de valores
comunes en los principales núcleos del territorio nacional.
Las divisiones liberales y la estrategia conservadora
El partido liberal tenía, desde la fecha misma de su constitución formal, en 1849,
una historia de divisiones. Gólgotas y Draconianos se habían opuesto entonces:
los primeros constituían una tendencia doctrinaria y teórica que atraía sobre todo a
los jóvenes universitarios y a comerciantes y hacendados partidarios del libre
cambio; los otros agrupaban militares pragmáticos y con experiencia, opuestos a
innovaciones utópicas, y artesanos empeñados en un proteccionismo que los
Gólgotas rechazaban. La división fue brusca, y llevó a pedreas y zurras: los
elegantes Gólgotas tuvieron que defenderse a puño limpio de los artesanos. La
dictadura de José María Melo estuvo inscrita en este contrapunto, pero su derrota
hizo perder casi todo peso a los draconianos. Estos tuvieron una reencarnación en
Mosquera quien desde 1855 empezó a buscar la creación de un tercer partido o la
alianza con un sector liberal. Fue el partido liberal todo el que finalmente lo apoyó,
aunque, como se vio, la redacción de la Constitución reabrió las fisuras. Los
liberales civilistas, que recibieron el apelativo de «radicales», no pudieron impedir
su elección en 1866, pero aprovecharon algunas divergencias menores y los
intentos del general de imponer su voluntad al Congreso a la brava, para
«amarrarlo», destituirlo, cambiarlo por el designado, general Santos Acosta, y
juzgarlo. Fue condenado al pago de doce pesos de multa, y por un tiempo, al
perder influencia la corriente mosquerista, a la que solamente identificaba la
lealtad y admiración por el gran general y quizás un anticlericalismo a flor de piel,
más hirsuto que el de la mayoría de los radicales, pareció que el liberalismo sé
mantendría unido.
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Pero los conservadores excluidos de toda perspectiva de control del gobierno
central, tenían interés en la división liberal, si querían aumentar su propio poder.
Es cierto que el radicalismo había tolerado la existencia de gobiernos
conservadores en Antioquia y el Tolima, y el envío al Congreso de representantes
y senadores de este partido. Esta tolerancia no era difícil mientras los
conservadores fueran minoritarios, pero ponía en peligro el régimen liberal si estos
continuaban añadiendo estados a su rosario. Así, cuando en 1869 lograron ganar
las elecciones de Cundinamarca, los radicales echaron por la borda la teoría de la
no intervención y utilizando la excusa de un conflicto entre la asamblea de
Cundinamarca y el gobernador, procedieron a «amarrar» a este, por sugerencia
del gran ideólogo del liberalismo, Manuel Murillo. Toro. Esta experiencia hizo que
el conservatismo, orientado sobre todo por el hábil político caucano Carlos
Holguín, modificara su estrategia y tratara de buscar una alianza con un sector
liberal.
El efecto de esta línea, que buscaba obtener garantías de acción política en los
estados, y eventualmente influir en la elección de un presidente dispuesto a hacer
concesiones importantes, era acentuar las tendencias a la división del liberalismo
y generar una permanente suspicacia entre los diversos grupos liberales: El primer
pacto lo hizo don Carlos Holguín con el demonio mismo; en 1869 los
conservadores holguinistas apoyaron a Tomás Cipriano de Mosquera como
candidato presidencial. Como este había perseguido la Iglesia, desterrado curas y
obispos, expropiado los bienes de las congregaciones y fusilado bastantes
conservadores (y no pocos liberales) —los «angelitos» que según don Tomás
había puesto en el cielo— muchos conservadores consideraron la unión sacrílega
y los antioqueños, que estaban contentos con el sistema federal y en buenas
relaciones con los liberales, vieran la cosa con tibieza, por decir lo menos. Los
radicales, por supuesto, ganaron, pero el mosquerismo siguió funcionando como
centro de atracción para los liberales descontentos. Estos ya eran muchos en
1873, cuando el candidato radical, Santiago Pérez, tuvo que enfrentar el desafío
del general Julián Trujillo, un caucano vinculado al mosquerismo y con buenos
apoyos en todo el país. Para ganar las elecciones hubo que apelar con mayor
decisión al aforismo del «sapo» Gómez y usar la Guardia Nacional para inclinar
los gobiernos regionales a votar por Pérez.
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El uso creciente de la violencia y el fraude aumentaban el descontento de muchos
liberales y la tentación de unirse a los conservadores, que tenían dos votos de los
cinco que se requerían para tener una mayoría en una elección presidencial. Esto
aumentaba la tendencia a la división, y bajo Santiago Pérez esta volvió a
consolidarse a pesar de que no es fácil señalar una divergencia muy grave de
opiniones entre los grupos liberales. Casi todo el mundo había llegado a la
conclusión de que era necesario hacer algunas reformas a la constitución. Entre
las propuestas con mayor consenso estaba el extender el periodo presidencial;
sobre el problema central, el del orden público, no existía un formula clara, pero
muchos se inclinaban a seguir el modelo norteamericano: autorizar al gobierno
central para intervenir a favor de los gobiernos estatales cuando estos o las
asambleas lo solicitaran. Nadie parecía combatir el federalismo, y cuando en las
elecciones de 1875 se enfrentaron candidatos presidenciales el probado radical
don Aquileo Parra y el político costeño Rafael Núñez, aunque la hostilidad mutua
llegó a extremos inconcebibles, las declaraciones ideológicas de los dos opuestos
portavoces apenas se diferenciaban.
Oligarcas e independientes
El grupo radical, que había usufructuado el poder nacional durante casi todos los
años entre 1864 y 1874, con el breve interregno de Mosquera en 1866-1867,
estaba dirigido por Manuel Murillo Toro, y sus personajes más conspicuos eran los
hermanos Felipe y Santiago Pérez, Damaso y Felipe Zapata, el comerciante
Aquileo Parra y el general Santos Acosta. Casi todos estaban entre los 35 y los 45
años, y habían despertado a la política muy jóvenes, casi adolescentes, en los
años movidos del medio siglo, de los conflictos entre golgotas y draconianos. Los
patriarcas del grupo eran apenas cincuentones, como Murillo, el ideólogo y orador
Ezequiel Rojas o Parra. La mayoría provenía de las provincias orientales del país,
de Boyacá, Cundinamarca y en especial de Santander. En estos estados la
influencia de los radicales era muy amplia, y el semillero de nuevos reclutas
producía continuas cosechas. Aunque algunos tenían fortunas independientes,
más bien modestas, y cuidaban alguna hacienda o un negocio comercial, la
mayoría de los dirigentes radicales se había dedicado ante todo al mundo de la
política y de la ideología. Cuando no ocupaban un cargo público, un ministerio o la
presidencia, la enseñanza y el periodismo eran sus actividades preferidas. Tenían
una ideología en la que creían con firmeza, y a esta fe rígida ayudaba la relativa
simplicidad de su pensamiento, que mezclaba influencias de Bastiat, Juan Bautista
Say y sobre todo el utilitarismo político de Jeremias Bentham, que se había
enseñado en las escuelas de derecho del país durante casi todo el siglo.
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Casi todos tenían un título profesional, preferiblemente de abogado, y creían en la
instrucción como uno de los factores principales del progreso. La economía les
parecía una ciencia y la política debía estar regida por dogmas y principios ciertos.
Con una cierta ostentación de pulcritud moral y de firmeza de carácter, probaban a
su modo que era posible, contra lo que creían los conservadores, ser utilitarista y
honrado. Algunos de ellos, como don Santiago Pérez, el presidente de 1874-
1876, hacían gala de su fe y su catolicismo —su misal se hizo famoso en el
mundillo político— pero la mayoría eran creyentes flexibles, sin aceptar la
disciplina de la Iglesia y muy enemigos de la intervención de ésta en la vida
pública. De esta intervención, en su opinión, no surgía sino el triunfo del fanatismo,
las supersticiones y el mantenimiento de la ignorancia de las masas, sobre las que
se apoyaba el partido conservador. A pesar del anticlericalismo, hubieran preferido
no perseguir a los eclesiásticos. Se sentían obligados a hacerlo en ocasiones,
cuando la Iglesia terminaba poniendo en peligro al régimen, pero la actitud
represiva de Mosquera, por ejemplo, les parecía una prueba más de las
arbitrariedades del general. Lo que querían era ante todo que la Iglesia no
interviniera en política, y que permitiera el desarrollo de un sistema educativo
público independiente de ella, y esto era algo que la Iglesia no estaba dispuesta a
aceptar.
Cuando se lanzó la candidatura de Rafael Núñez en 1875, sus seguidores se
dieron el nombre de «independientes», mientras reservaron el título «oligarcas»
para sus opositores. El grupo independiente estaba amasado por harinas de muy
diversas clases. El mismo candidato era difícil de agarrar. Costeño, no ocultaba su
fastidio por Bogotá y por los cachacos. Esto ganó adhesiones de origen
regionalista: casi todos los liberales de la Costa de Riohacha a Panamá, lo
respaldaron en las elecciones de 1875; era la oportunidad de tener por primera
vez un presidente costeño. Además, el radicalismo, con su fanatismo ideológico
no había prendido mucho en el ambiente político costeño, donde pesaban más los
conflictos entre clanes familiares o entre los blancos y los políticos de las barriadas
mulatas. Fuera de los costeños, los liberales caucanos, cuyo candidato Julián
Trujillo había sido frenado en 1873 con las manipulaciones radicales, también se
sumaron a Núñez.
Otras características de Núñez permitían ganar otros apoyos: había estado
ausente del país durante doce anos, como cónsul de Colombia en Le Havre y en
Liverpool. Supuestamente había hecho una buena fortuna y había adquirido una
madurez de estadista con sus estudios de los pensadores políticos europeos. No
había descuidado la actividad de periodista, y había remitido corresponsalías en
las que adoptaba una posición moderada, abierta al realismo político, enemigo de
los fanatismos y de los choques entre los principios y la realidad. No era, además,
muy amigo de hablar claro: en sus escritos pueden encontrarse elogios y críticas
del federalismo, recomendaciones y contra-recomendaciones frecuentes. Fue el
político que hizo con más decisión regla máxima de conducta la de «seguir las
corrientes de la opinión». Sin embargo, venia con un objetivo claro, y si otros
aspectos de su pensamiento variaban con frecuencia, en esto mantuvo una actitud
coherente: era preciso reformar el sistema político vigente para que el país
superara el desorden y la violencia, y esto requería un sistema político en el que el
Estado fuera vigoroso.
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La vaguedad de sus formulaciones y la ausencia del país hacían que no tuviera
muchos enemigos concretos, y su imagen de pensador, su capacidad de
polemista, los poemas en los que expresaba su escepticismo religioso, su
habilidad como escritor que iba al grano y no se perdía en retóricas vacuas —sus
enemigos decían que no venía acción buena ni palabra mala—atrajeron buena
parte de los jóvenes universitarios o recién graduados: en el 76 fue candidato de la
juventud. No importa que vieran en él lo que no era: muchos de los jóvenes
liberales creían que era el verdadero portador de la tradición liberal, frente a don
Santiago Pérez, cuyas idas a misa lo hacían sospechoso para los fervorosos
liberales de la Universidad Nacional o El Rosario. A esta gente se unían antiguos
mosqueristas y, por supuesto, todos los políticos insatisfechos, todos los que
sentían que el «Olimpo Radical» se había convertido en una rosca estrecha que
bs excluía del poder. Por último, seguían a Núñez los que alcanzaban a entrever
que quería reformar genuinamente el sistema político, los liberales como don
Salvador Camacho Roldán, don Manuel Uribe Ángel o don Miguel Samper, que
creían que había que civilizar nuestras costumbres políticas, acabar con la
intolerancia y el fraude y que era preciso reconocer un lugar a los conservadores y
acabar con la guerra Contra la Iglesia. Como puede verse, en la primera
candidatura de Núñez los «independientes» lo fueron por las razones más
heterogéneas y a veces contradictorias. Más que un movimiento consistente, era
una coalición de insatisfechos, y la habilidad de Núñez para hacer que un grupo
unido por motivos tan tenues lograra sobrevivir es una buena prueba de su talento
político.
Unas elecciones movidas
Núñez parecía contar, desde el comienzo, con muy buenas probabilidades de
ganar la elección: si tenía el apoyo de los tres estados de la costa (Magdalena,
Bolivar y Panamá) y del Cauca, le bastaría un voto más para ganar la elección.
Este voto podía ser el de cualquiera de los estados conservadores (Antioquia y
Tolima) o el de Cundinamarca, donde los independientes tenían buena fuerza. El
candidato radical, Parra, parecía contar apenas con los votos de Santander y
Boyacá, y quizá de Cundinamarca. Núñez entró en negociaciones privadas con los
conservadores, y escribió una carta a don Miguel Antonio Caro y a don Carlos
Martínez Silva, dos de los principales dirigentes de este partido, donde, con algo
de su usual ambigüedad, declaró que no era «decididamente anticatólico».
Aunque esto no tenía un sentido muy claro, Carlos Holguín juzgó que era
suficiente para darle el apoyo conservador.
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La posibilidad de un presidente liberal elegido con el apoyo de los conservadores
resultaba inaceptable para los radicales: ¿A cambio de qué estaría dándose ese
apoyo? ¿Qué pactos podían haber acordado Núñez y el zorro de don Carlos
Holguín? Los radicales no lo sabían, pero sospechaban lo peor. En una carta a
Martínez Silva de fines de año, Núñez había echado sus cartas: si lo apoyaban y
era elegido, impulsaría el nombramiento de designado y secretario de guerra
conservadores, establecería la paridad en el gabinete y los empleos principales,
haría una distribución «equitativa» de los cargos militares, se daría autonomía a la
universidad y se tramitaría una reforma constitucional que, curiosamente,
acentuaba el federalismo: los estados recibirían autonomía para el manejo de los
asuntos religiosos y educativos, así como de todo lo relativo a elecciones y
derechos de los ciudadanos. De este modo, los estados conservadores podrían,
sin temor a enfrentarse al gobierno central, restablecer la enseñanza religiosa
obligatoria, y regularizar las relaciones con la Iglesia. En este aspecto, Núñez
había advertido ya la necesidad de superar el enfrentamiento con la Iglesia y
ofrecía que el gobierno federal, partiendo del hecho de que la religión católica era
la de la «casi totalidad de los colombianos», tendría una actitud hacia el culto que
no sería de «indiferencia absoluta».
A la desconfianza de los radicales hacia Núñez, por sus eventuales concesiones
al conservatismo, se sumaban otros motivos de suspicacia: ¿ de dónde salía
Núñez, que había estado fuera de la lucha durante doce años, con el derecho a
quitar el turno presidencial a radicales que habían ganado su puesto en la paz y la
guerra? Fuera del natural rechazo de unos caballeros puritanos y moralistas a un
político conocido por sus aventuras amatorias, y que quizás había saltado tapias
con más frecuencia por motivos de faldas que por razones políticas o militares.
Las elecciones, realizadas a media dos de 1875 en los diversos estados: dieron
aparentemente el triunfo a Núñez: Panamá y Bolívar votaron por él, y parecía
evidente la mayoría de Magdalena y Cauca. Antioquia y Tolima para evitar que
Núñez apareciera como candidato apoyado por los conservadores, escogieron a
Bartolomé Calvo. En esta situación, faltaba escrutar el voto de Cundinamarca, y
cuando el gobierno advirtió que había mayoría nuñista, comenzó una serie de
maniobras que llevaron al colmo el manejo de los escrutinios. Un miembro del
jurado electoral fue apresado, para llamar a su suplente radical; cuando los demás
jurados se opusieron, fueron destituidos y reemplazados por radicales, que dieron
el triunfo a Parra. Aun así, éste tenía sólo tres votos. Se procedió entonces a
apoyar un golpe en Panamá, y el nuevo gobierno hizo otro escrutinio, de donde
resultó que Panamá tuvo dos resultados, uno por Núñez y otro por Parra. También
en Magdalena se derribó al presidente independiente Joaquín Riascos, quien
murió, y se le reemplazó por un radical. Un cambio de presidente en Cauca
permitió el ascenso de un parrista, quien trató de que s escrutara a favor de Parra.
Al no lograrse esto, se decidió impedir que s legalizara el escrutinio, de modo que
Cauca no votó. Después de múltiples irregularidades, y de que se declarara que
ninguno de los dos candidatos principales había obtenido la mayoría absoluta, el
Congreso, como lo ordenaba la Constitución, procedió a elegir presidente,
después de varios incidentes que permitieron elevar la representación parrista en
forma claramente ilegal. Núñez había perdido su primer intento de ascender a la
presidencia pero el triunfo radical había exigido tal acopio de fraudes y violencias
que la legitimidad del gobierno y el prestigio del radicalismo se vieron seriamente
afectados. Y desde entonces, la división liberal se hizo irremediable.
««Página 29»»
Guerra civil y triunfo de los independientes
El presidente electo trató de realizar una política que limara las asperezas entre
radicales e independientes, así como las que existían entre la Iglesia y el Estado, y
que se centraban en la existencia de escuelas normales orientadas por una misión
alemana, cuyos miembros eran protestantes, y en el carácter no religioso de las
escuelas primarias. Parra acordó con el arzobispo de Bogotá un sistema por el
cual las escuelas organizarían los horarios Para que un sacerdote pudiera dar
enseñanza religiosa a los niños cuyos padres lo solicitaran. Sin embargo, en otras
regiones del país, como Antioquia y el Cauca, la Iglesia mantuvo una actitud
intransigente, y consideró ilegítimo para los católicos asistir a las escuelas
estatales, aun si en ellas, como se propuso en el Cauca, enseñaban religión un
sacerdote y lo pagaba el gobierno; se llegó incluso a prohibir la presencia de los
alumnos de las escuelas normales en las procesiones religiosas, para que no se
mezclaran <el trigo y la cizaña> Todo esto condujo a un agudizamiento de las
tensiones entre conservadores y el gobierno, y finalmente aquellos se lanzaron a
la guerra contra el ateísmo liberal. Muchos de ellos confiaban en que el nuñismo
resentido, se les uniría. Pero todavía para la mayoría de los independientes los
conservadores eran el enemigo común, y una alianza con ellos violaba
demasiadas tradiciones. Aunque el mismo Núñez, que había sido elegido
presidente del estado de Bolívar, consideró, según parece, la posibilidad, acabó
decidiendo que no iba a «embarcarse en un navío a punto de irse a pique»: ya los
conservadores habían sufrido derrotas sustanciales en los campos de batalla. Así
resolvió el dilema que había planteado a Emiro Kastos: «¿Debemos unirnos a los
oligarcas de miedo a los conservadores, o unirnos a estos aunque nos domine el
elemento teocrático?» Además, Núñez veía venir, por un camino travieso, el
triunfo que los radicales le habían robado: los triunfos de la guerra convirtieron al
independiente Julián Trujillo en el héroe nacional del liberalismo, lo que lo hacía el
obvio e inevitable triunfador de las siguientes elecciones, en las que además
desaparecerían los votos conservadores, pues la derrota de éstos condujo a la
formación de gobiernos liberales en el Tolima y Antioquia. 'La euforia del triunfo
creó al menos momentos de unidad entre las dos alas del liberalismo, que no
vacilaron en votar conjuntamente el destierro de los cuatro obispos que más
habían estimulado la guerra- la suspensión de los pagos a la Iglesia
correspondientes a las manos muertas y la expedición de una ley de <tuición de
cultos> que colocaba a la iglesia bajo la vigilancia del Estado.
Sin embargo la unión fue breve y pasajera y pronto los liberales se dividieron de
nuevo. Entre los temas de desacuerdo estaba el apoyo al ferrocarril del Norte, un
proyecto favorito del presidente Aquileo Parra, que salía de Bogotá y llegaba al
Magdalena pasando por los tres departamentos orientales; para antioqueños,
caucanos y costeños esta ruta parecía demasiado cara y sin mucha prioridad,
excepto política y, en particular, en una situación de crisis económica y fiscal como
la que había empezado a vivir el país desde 1875. También fue tema de
frecuentes desacuerdos una innovación que se había introducido en la guerra de
1876-77: la de confiscar los bienes de los conservadores y re-
««Página 30»».
matarlos. Los propietarios de ambos partidos vieron esto con horror, y hasta el
general Mosquera, que encontraba de acuerdo con el derecho de gentes fusilar
enemigos, juzgaba el colmo de la barbarie arrebatarles sus propiedades.
En todo caso, como se había previsto, la elección del general Julián Trujillo resultó
inevitable, y los mismos radicales se vieron obligados a apoyarla. En la posesión,
el 8 de abril de 1878, el presidente del Senado, Rafael Núñez, planteó la
necesidad de una reorientación para sacar a la nación de las dificultades que
afrontaba: «El país se promete de vos, señor —dijo Núñez a Trujillo— una política
diferente, porque hemos llegado a un punto en que estamos confrontando este
preciso dilema: Regeneración administrativa fundamental o catástrofe.» Trujillo
trató de abrir el camino a esta Regeneración y gobernó en un ambiente de
perpetua desconfianza hacia los radicales.
La administración independiente, si quería continuar en el poder —y para nadie
era un secreto que Núñez intentaría ser elegido en 1880– requería consolidar su
fuerza en los diversos estados, la mayoría de los cuales estaban en manos de los
radicales, cada día más desconfiados de Núñez, sobre todo después de que en
1879 se divulgó la carta a Martínez Silva mencionada antes. La brecha entre
Núñez y los radicales se abrió más cuando el congreso, de mayoría radical, objetó
e impidió su nombramiento como ministro colombiano en los Estados Unidos de
América. En todo caso, poco a poco los independientes empezaron capturar los
estados: Boyacá y Santander vieron elegir presidentes independientes, los
señores José Eusebio Otálora y Solón Wilches. En el Magdalena, el general José
María Campo Serrano, con el apoyo probable de Núñez, presidente de Bolívar,
derribó al gobernador radical; en el Cauca, el independiente Eliseo Payán derribó
a Modesto Garcés. Así, para fines de 1879, ya los radicales parecían a punto de
perder el control de casi todos estados, con excepción de Antioquia Tolima y
Cundinamarca. En Antioquia fracasó una revolución impulsada por los
independientes de Cundinamarca, y con un buen apoyo conservador. El
gobernador, Tomás Rengifo, antes vacilante, se pasó de lleno al radicalismo, y
acabó siendo proclamado candidato presidencial de grupo en un acto suicida,
teniendo cuenta el amplio descrédito que lo Rengifo entre el liberalismo
bienpensante. En efecto, a éste se le atribuirían varias prácticas de guerra de
inusitada violencia durante la revolución conservadora que tuvo lugar en Antioquia
en 1879, como el fusilamiento de prisionero y la coacción al Banco Medellín para
apoderarse de sus pósitos. Como decía Martínez Silva —antes de que en 1885
Núñez tuviera que encerrar a los accionistas, del Banco Hipotecario para que
aprobaran un préstamo-: «Los bancos son hoy todo el mundo civilizado una
especie de sancta sanctorum... y quien ellos se estrella, está perdido.»
La debilidad de los radicales llegaba a un punto inesperado. ¿Qué podían hacer?
Rengifo, a comienzos de año había tratado de conformar una liga entre Antioquia
y Tolima para tratar de impulsar una rebelión radical el Cauca. El gobernador de
Tolima decidió que era preferible mantener dentro de la legalidad, y aceptar la
inevitable administración Núñez.
Los debates del Congreso se hacían ante barras exaltadas. Los independientes
aprendieron a movilizar a los artesanos, y cada rato se presentaban incidentes de
violencia. En la Cámara se produjo un abaleo, y un artesano resultó muerto. Los
radicales pensaron que el presidente estaba tolerando las asonadas contra el
Congreso, y trataron de «amarrarlo». Para ello sentaron una acusación contra él
como se suspendió la reunión constitucional del cuerpo, los enemigos de Trujillo
decidieron reunirse en secreto para proseguir las sesiones. La maniobra no tuvo
resultados y algunos de los
««Página 31»».
radicales, apedreados, debieron refugiarse en el palacio presidencial, donde los
recibió, con su sombrero de jipijapa puesto, el acusado. En otras regiones el
conflicto político tenía claras connotaciones sociales; los dirigentes el grupo
independiente o wilchista de Santander, amenazados por la oligarquía comercial,
que había presentado una lista unida radical y conservadora para las elecciones
municipales, movilizaron las masas y los artesanos, en un momento de fuerte
crisis económica. La tensión entre estos grupos y las oligarquías comerciales de
Bucaramanga explotó en una asonada popular en la que se incendiaron casas
comerciales y murieron o fueron heridos varios comerciantes alemanes.
Finalmente, cayó Cundinamarca; Allí el diputado Francisco Eustaquio Álvarez («El
macho»), un radical que se preciaba de honesto y se especializó en denunciar a
los demás radicales, hizo un discurso, probablemente irónico, en el que desafiaba
a independientes y conservadores:
«Teniendo los conservadores como tienen una inmensa mayoría numérica
contando con las grandes influencias del país no ha habido otro medio que el
fraude de impedirles que recuperen por las elecciones el poder que perdieron por
las batallas. El gran error del partido liberal consistió en organizar el país después
de su triunfo armado, concediendo a los conservadores derechos políticos para
verse después en la necesidad de recurrir al fraude, a la violencia, al descredito de
las instituciones y al desconocimiento de la legalidad para hacérselos nugatorios.
Y nugatorios tenía que hacérselos, puesto que no había de ser tan estulto que se
dejase quitar con papelitos lo que había ganado con las armas. Nosotros los
liberales jamás hemos pretendido gobernar Colombia a título de mayor número,
pues reconocemos nuestra minoría; gobernamos con los títulos que nos dan la
inteligencia y la fuerza, pues d ambos hemos necesitado para vencer a los
conservadores.» En todo caso, en septiembre, en Cundinamarca los
independientes ganaron, este caso con papelitos, las elecciones departamentales.
Aunque los diputados radicales trataron de organizar un golpe, fallaron por la
acción conjunta de los conservadores, dirigidos por Carlos Holguín, y de los
independientes orientados por Daniel Aldana, quien desde noviembre asumió el
cargo mientras se posesionaba el titular. De este modo, todos los estados, con
excepción de Antioquia y Tolima, quedaron en manos independientes. Las
elecciones nacionales confirmaron esta situación, al recibir Núñez ocho votos
contra uno del general Tomás Rengifo, jefe civil y militar de Antioquia, y que había
sido escogido como candidato radical.
««Página 32»».
La reacción contra Rengifo, en la misma Antioquia, lo llevó a la renuncia y a
abandonar el estado; el nuevo gobernador, Pedro Restrepo Uribe, indeciso y
apocado, resultaba vacilante, lo que provocó una revuelta radical encabezada por
el poeta Jorge Isaacs y el futuro general Ricardo Gaitán Obeso. Aunque estos
lograron un rápido triunfo, y pasearon a Restrepo - prisionero bajo vigilancia por
todo el estado (pues, tras dar su palabra de no fugarse, había escapado), no
pudieron sostenerse ante la decisión de Trujillo de enviar tropas nacionales contra
ellos, pese a todo lo que dijera la Constitución. Ante esto, Isaacs logró firmar un
convenio bastante curioso con el gobernador, por el cual aceptaba la autoridad de
éste y recibía una plena amnistía del gobierno. Además, se comprometía a expedir
por su parte un decreto de amnistía para todos los que le habían sido hostiles, es
decir que amnistiaba al gobierno y a sus tropas. Restrepo Uribe, además, ofrecía
participación en el gabinete al sector de Isaacs.
El primer gobierno de Núñez, 1880-1882
El nuevo presidente anunció, al posesionarse, un claro programa regenerador. Sin
embargo, no parecía fácil impulsar una reforma profunda de la Constitución. Como
señal de apertura hacia los conservadores, nombró, por primera vez desde 1861,
un gabinete con un miembro de ese partido. Y los dos conservadores más
prestigiosos recibieron cargos públicos: don Carlos Holguín fue enviado a
representa a Colombia en Europa, mientras don Miguel Antonio Caro fue
nombrado director de la Biblioteca Nacional. Congreso tenía una leve mayoría
dependiente, que no permitía impulsar realmente el cambio: muchos los
independientes apoyaban a Núñez siempre y cuando no vieran muchos riesgos de
una «reacción clerical» o de un triunfo conservador; el nombramiento de
conservadores por el ejecutivo no fue del agrado de muchos liberales. Por otra
parte, varios aspectos de la política económica tendía a dividir el mismo grupo
independiente. Núñez anunció e impulsó una política de protección a algunos
sectores artesanales, mediante la elevación de tarifas aduaneras. Se trataba en
parte de pagar servicios políticos a los núcleos artesanales, en parte de una
creciente hostilidad de Núñez al liberalismo manchesteriano y en parte de un
intento por mejorar los ingresos fiscales. Pero para los comerciantes esto era
absurdo, y ellos tenían una amplia presencia en todos los grupos políticos. Del
mismo modo, la creación un Banco Nacional, que respondía también a un
esfuerzo por mejorar posición fiscal del gobierno y reforzar su autonomía, provocó
al menos la
««Página 33»».
Desconfianza de los inversionistas, que no compararon las acciones abiertas al
capital privado, y luego, la hostilidad de los banqueros, que veían una amenaza en
la nueva institución, a la cual se le reservaría eventualmente el monopolio de
emisión de billetes. También entre los independientes había algunos notables
banqueros, y estos se dividieron con relación a este proyecto. Por otra parte el
congreso realizó algunas de las reformas políticas que había promovido Núñez, y
que eran prenda de apertura hacia los conservadores. Levantó, por ejemplo, el
destierro de los cuatro obispos; ordenó, con el apoyo de algunos radicales, la
devolución de las propiedades confiscadas a los conservadores en 1876-1877, y
una ley de orden público, que bordeaba la inconstitucionalidad, autorizó al
presidente a intervenir en los estados a solicitud de las autoridades legítimas de
estos. Pese a estas medidas, daba la impresión que el gobierno estaba
políticamente en el limbo. Casi tres meses gastó Núñez conformando el gabinete y
luego desapareció en agosto, cuando se fue, en ejercicio de funciones
presidenciales y acompañado de dos de sus ministros, a Panamá y la costa. Se
decía que iba a enfrentar un incidente fronterizo con Costa Rica; negoció además
con la Compañía del Canal un préstamo muy discutido, cuyos recursos sirvieron
para conformar el capital del Banco Nacional. Y no debe haber escapado a su
olfato político el interés de mostrar a sus coterráneos un presidente en ejercicio,
con todos lo arreos y atributos del poder. La reforma de la Constitución seguía
siendo difícil. Muchos independientes vacilaban. En julio de 1880, Santos Acosta y
Eustorigio Salgar volvieron al redil radical. Los independientes se unían en la
oposición, pero estar en el gobierno los dividía, y muchos empezaban a ver
peligrosa la estrategia nuñista y a preferir buscar la unión liberal para hacer solos
las reformas. Las suspicacias aumentaron con el discurso de Núñez en la
Universidad Nacional, cuando elogió el plan académico de 1843, considerado por
los radicales como el colmo del autoritarismo y el conservatismo; la propuesta de
que el país adoptara como ciencia fundamental la sociología, que enseñaba a las
naciones a no hacer revoluciones sino a seguir una evolución lenta y gradual,
como la de los seres naturales, no provocó tanto terror, y Salvador Camacho
Roldan comenzó a enseñarla en forma inmediata. Más bien los conservadores
eran los inquietos, ante esta ciencia materialista y que desconocía la libertad del
alma humana.
También disgustaba a los radicales el estilo administrativo de Núñez. En una
situación de crisis fiscal, elevó sustancialmente el número de empleos públicos;
los consulados en el exterior se multiplicaron, y se advirtió una clara estrategia de
recompensas, de una planeada asignación de cargos civiles y militares. No
parece, por otra parte, haber provocado crítica alguna el esfuerzo por mejorar la
formación militar, lo que se hizo utilizando los servicios del coronel norteamericano
H. Lemly, el cual reorganizó la Escuela Militar, aparentemente con éxito, si hemos
de creer los informes que periódicamente presenta al ministro norteamericano en
Bogotá.
Era evidente que no se darían las condiciones para una reforma constitucional.
Algunas propuestas de Asamblea Constituyente alcanzaron a discutirse, y se
hablaba de prorrogar el período presidencial a 4 años. Pero con uno o dos estados
radicales, y otros vacilantes, la reforma era imposible. En Santander, Solón
Wilches se fue alejando de los independientes: corrupto y ambicioso, trató de
impulsar su candidatura presidencial. Núñez desconfiaba de él, y en 1881 trató de
lograr un acuerdo con los radicales para ver si lo tumbaban. Núñez quería que lo
sucediera el general Juan Nepomuceno González, de toda su confianza, y agente
de unos quineros costeños enfrentados a los exportadores favorecidos .por
Wilches. En el segundo año de gobierno el impulso parecía
««Página 34»».
perdido. Para conservar apoyo del Congreso, debió aceptar un gabinete de unión
liberal, con algunos radicales. Y comenzó el esfuerzo por garantizar el control del
siguiente período.
Muchos de los independientes más notables se habían alejado. Alrededor de
Núñez se mantenían algunos generales secundarios, y muchos jóvenes que
empezaban a ascender vertiginosamente como Carlos Calderón Reyes o Felipe
Angulo. Los verdaderos electores tenían un poder y un prestigio regional, como
Eliseo Payán, del Cauca, José Eusebio Otálora de Boyacá o Solón Wilches de
Santander. El partido independiente, fuera de Núñez, no tenía una figura nacional
de absoluta confianza. Ante esto, Núñez propuso finalmente la candidatura de un
independiente tibio, Francisco Javier Zaldúa, que ya tenía setenta años y muchos
problemas de salud. Los radicales, que no podían ganar las elecciones con sólo
dos estados, decidieron tratar de sacudir a Zaldúa, y acabaron robándole la novia
a Núñez. Parece que lograron convencerlo de que éste lo había propuesto
calculando que no podría ejercer el poder y que debía impulsar una política de
<unión liberal>. Desde abril de 1881, Zaldúa decidió aceptar su candidatura como
de unidad en un ruidoso y concurrido acto en la plaza de Bolíva. Los
independientes Julián Trujillo y Salvador Camacho Roldán fueron los más
importantes deslizados de ese momento. El radicalismo adoptó una actitud de
guerra santa. En la manifestación de su máximo orador, José María Rojas Garrido,
amenazó: <Antes que permitir el triunfo del partido conservador, que no quede
piedra sobre piedra en el suelo de la patria> Y el <sapo> Gómez anunció que <la
bandera del partido, por ahora es la de la intransigencia. Otra de sus frases hizo
carrera: <Los bárbaros están a la puesta de Roma.>
Pese al creciente apoyo a Zaldúa, que finalmente agrupó alrededor de su figura
vulnerable, de su prestigio de jurista incorrupto y de su larga carrera de servicios al
partido liberal, no solo al liberalismo sino al mismo conservatismo, la lucha política
se fue haciendo más agria. En Bogotá, un antiguo nuñista, Teodoro Valenzuela,
epítome de caballerosidad cachaca, encabezó una nueva sociedad política, la de
Salud Pública, en la que los asistentes hablaban de revoluciones, atentados y
asesinatos políticos.
En las elecciones estatales de septiembre de 1881, los independientes, dueños de
los ejecutivos regionales, obtuvieron un amplio triunfo. En Cundinamarca, Aldana
barrió al salpismo; en Boyacá Arístides Calderón reemplazó a Otálora: Los
calderón una familia de independientes con una amplia clientela, llegaba al poder.
En Antioquia, fue elegido un nuevo presidente radical, pero algo contemporizador:
el comerciante del marco de la plaza Luciano Restrepo, oligarca y civilizado.
««Página 35»».
finalmente, Zaldúa fue elegido, con un solo voto en contra: el de Santander que se
dio a su propio gobernador. A partir de este momento las relaciones entre Núñez y
Zaldúa empeoraron, y cuando el Congreso se reunió eligió primer designado a
Núñez y segundo a Otálora. Zaldúa quedaba prisionero del cargo: si debía
renunciar, el poder volvería claramente a los independientes. En la posesión
presidencial, el discurso de Zaldúa, escrito por Santiago Pérez, resultó desafiante.
El anciano presidente, que había anunciado estar dispuesto a ofrendar su vida, no
hizo siquiera los elogios de cortesía al presidente saliente. Los radicales creían
haber recuperado el poder.
La administración Zaldúa: un caso de doble poder
EL gabinete de Zaldúa tenía una clara mayoría radical. Núñez, dueño del
congreso, decidió usar los derechos la Constitución le daba, y la corporación
rechazó los nombramientos radicales. Durante tres meses el presidente nombraba
ministros y el congreso los vetaba. Núñez que recibió bastantes balotas negras en
1878 como ministro y cuyo nombramiento de representante en Washington habían
objetado los radicales, se pudo dar el o de negar el nombramiento de Eustorgio
Salgar, de Felipe Pérez o de Felipe Zapata. Zaldúa no sabía qué hacer. Según él,
Núñez, «no contento arruinar el tesoro público, con haber consumido estérilmente
20 millones de pesos y haber adoptado la corrupción como una política y un medio
influencia, con haber eliminado dos importantes ingresos (la sal y las anualidades
de Panamá), con haber comprometido los ingresos de las aduanas casi en su
totalidad... ahora trata de traer anarquía al país, subvertir el orden constitucional y
colocar los poderes nacionales en conflicto... Núñez permanece encerrado en su
casa sin atreverse siquiera a mirar por la ventana, pero conspirando».
En efecto, corrían rumores de que matarían a Núñez, por lo que éste no salía a la
calle. Algunos intentos de acuerdo se frustraron, y se pensó que Zaldúa esperaría
al cierre del Congreso para gobernar con ministros encargados. Mientras tanto,
trató de dar un mando radical al ejército, pero el Congreso empezó también a
bloquearlo y expidió una ley que sujetó a aprobación del Congreso los
nombramientos de subsecretarios y de mucho empleo militar.
Los radicales resultaban víctimas de su propio invento, de su temor a un
presidente que pudiera imponerse sobre el Congreso. Zaldúa, desesperado,
renunció, pero ante el pánico de los radicales y el riesgo de que estos hicieran una
guerra, por un ascenso de Núñez, retiró la renuncia. Luego estuvo enfermo, y la
Sociedad de Salud Pública hizo reunir en Bogotá más de trescientos jinetes
armados. Los rumores de atentado a Núñez aumentaban y éste se vestía de
etiqueta en su casa frente al Capitolio, a esperar a los asesinos. El Congreso hizo
una última humillación a Zaldúa, quien, asmático, gustaba de descansar en Tena y
Anolaima: derogó la ley expedida oros antes para permitir a Núñez, que detestaba
el clima bogotano, gobernar desde afuera y ordenó que para salir de bogota debía
encargar al designado. Zaldúa prefirió aguantar el frio sabanero. Finalmente, en
agosto hubo un arreglo: los ministerios de Gobierno y Guerra se dieron a
independientes. El Congreso derogó la ley de tuición de cultos y ordenó la
devolución de propiedades confiscadas.
Pero la tensión continuaba. Ricardo Becerra, el principal nuñista del Congreso, fue
atacado a bala. Núñez se fue a Cartagena, a escondidas, para sacarle el cuerpo al
frío y a las intrigas de la «ciudad nefanda». En un atentado contra el gobernador
de Cundinamarca, Daniel Aldana, murió un ayudante de éste, y fue detenido,
como principal sospechoso, un general que hacía parte de la Sociedad de Salud
Pública. Durante todo este tiem-
««Página 36»».
po los conservadores habían mantenido una estrecha relación con Núñez y con
personas como Aldana. Este se sintió más seguro con ellos que con los
independientes, que podían recaer en el radicalismo. En la primera ocasión,
nombró al general Antonio B. Cuervo, uno de los dirigentes nacionales del
conservatismo, superintendente del ferrocarril de Cundinamarca: la idea era que
tuviera 300 trabajadores bien armados bajo su mando. Y en el Cauca, el
gobernador independiente se sintió amenazado por los radicales y pidió ayuda al
gobierno nacional, ateniéndose a la ley de orden público. Zaldúa le mandó al fin
una división al mando de Sergio Camargo, que había derrocado independientes
antes. Todos esperaban que los radicales recuperarían el Cauca, y el gobernador
de Antioquia, Pedro Restrepo Uribe, ofreció apoyo. Pero apenas iba en camino,
cuando la apuesta radical se frustró, el 21 de diciembre de 1882, por la muerte
esperada, anunciada y provocada de Zaldúa. Apenas había gobernado durante
ocho meses.
Núñez decidió no asumir el poder, pues esto le habría impedido la elección para el
siguiente periodo constitucional (1884-86). Se posesionó entonces el segundo
designado, José Eusebio Otálora, un buen burócrata boyacense, opaco pero
trabajador persistente. La estrategia de Núñez aparecía ya más clara, y en vez de
hablar de reformas menores a la Constitución, propuso un cambio radical: preciso
«reemplazar la muerta Constitución de 1863 con una nueva». Para los radicales,
esto era una herejía total: «la Constitución es sagrada, es el tabernáculo de la
alianza liberal», decía el Diario de Cundinamarca. PI Núñez tenía ya en sus manos
el apoyo conservador y sólo Carlos Martínez Silva y algunos de sus amigos
seguían vacilantes. Y los estados gobernados por jefes independientes eran una
clara mayoría, la elección para el bienio siguiente era segura. Sin embargo el
problema central seguía siendo: ¿Cómo romper el nudo de procedimientos?
¿Cómo reformar la Constitución, si se requería la unanimidad?
Los radicales, sin muchas salidas amenazados con la pérdida paulatina de la
representación parlamenta (pues los ejecutivos independientes hacían elegir
representantes y senadores independientes) buscaron de nuevo el camino de la
seducción y propusieron a Otálora que fuera candidato de la unión liberal. Era
dudoso que esto fuera constitucional ¿pero quién iba a anular la elección un
presidente en ejercicio? La norma decía que no podía «reelegirse» quien hubiera
ocupado la presidencia. Se alegaba que esto no aplicaba a Otalora, pues no había
sido «elegido» si nombrado en su carácter de designa y por lo tanto no iba a ser
propiamente «reelegido». Estos argumentos sapistas y leguleyos convencían por
ratos a Otálora, quien empezó a vacilar, tentado con las ofertas. El 17 de abril
1883 decidió que no aceptaba. A finales de mes volvió a considerar la cosa, y otra
vez le pareció que no era clara. En mayo y junio mantuvo la ambigüedad, mientras
el nuñismo maniobraba para consolidarse; hasta el general Wilches decidió
apoyarlo. Finalmente, Otálora aceptó la candidatura. El Congreso inmediatamente
se lanzó contra él. Ricardo Becerra lo acusó de haber sobornado seis repre-
««Página 37»».
sentantes, y comenzó a fustigar sus manejos de fondos./La cámara, dividida,
termino al lado del presidente, y para protegerlo disolvió e quorum, con lo que
quedaba clausurado el congreso. Pero el gabinete tampoco estaba de acuerdo
con Otálora y renuncio en forma inmediata. En menos de una semana el apoyo al
candidato parecía reducido al viejo olimpo liberal. No tuvo más remedio que
renunciar melancólicamente a la candidatura y, para no dejarlo sin nada, los
independientes del estado de Boyacá.
Los radicales tuvieron que cambiar los carteles en los que apoyaban a Otálora
para dar su apoyo de última hora a Solón Wilches; las tres mil firmas que
aparecieron pudieron dejarse intactas. Otálora, para poder cumplir su parte del
trato, tuvo que nombrar a su acusador Becerra como ministro de gobierno: asi los
independientes estaban seguros de que no habría sorpresas. Y la sorpresa fue
realmente para Otálora: en las elecciones para Boyacá fue elegido en general
Pedro Maria Sarmiento, un cliente de la familia Calderón. Y en el país el triunfo de
Núñez fue amplio: seis estados lo apoyaron contra tres (Antioquia, Tolima y
Santander) que votaron por Wilches. Otálora tuvo que resignarse, y el 1 de abril de
1884 entrego el gobierno a su sucesor y descendió, como lo dijo en el discurso de
ese dia, ««a la posición de simple ciudadano, que gentes poco benévolas llaman
mi tumba»»; pocos días después, amargado y decepcionado, murió en Tocaima,
siguiendo en todo el destino de Zaldúa.
La segunda administración de Núñez
Para los radicales, el triunfo de Núñez era un golpe mortal: abría el camino a una
alianza abierta con los conservadores y quizás a la reforma constitucional;
cualquier pretexto podría servir para derribar los gobiernos radicales que
quedaban en Antioquia y Tolima. Ante esta amenaza, muchos empezaron a
pensar que era preferible una guerra preventiva. Esta era algo criminal, decía
Temístocles Paredes, pero más criminal era Núñez. El ambiente bélico era fuerte,
sobre todo en Santander, donde los radicales habían soportado un gobierno
independiente corrupto, fraudulento, amigo de negociados y violencias. Allí la
administración de Solón Wilches había provocado tal rechazo en los grupos
sociales dominantes, que los conservadores veían con buenos ojos una alianza
con los radicales para intentar derribarlo y, como ya se dijo, hasta el mismo
Núñez. a pesar de ser de su mismo grupo, habría preferido salir de él.
El congreso de 1884 era ya de mayoría independiente, pero todavía contaba con
una fuerte representación radical. En la Cámara había 55 independientes mal
contados, unos 25 radicales y 5 conservadores. En la decisiva elección de
designado los indenpendientes se dividieron, pues la sibila de Cartagena decidió
no apoyar a nadie y seguir la opinión; esto dio a los radicales el veto decisivo, e
impusieron a un independiente vacilante, el caucano Ezequiel Hurtado, rival en
ese estado del general nuñista Eliseo Payán. Los conservadores veían venir una
confrontación decisiva, y enviaron a su gente a censar con cuántos hombres
podían contar en caso necesario. Máximo Nieto pudo recoger en Cundinamarca y
Boyacá las firmas de centenares de gamonales y caciques locales, que se
comprometieron a poner un poco más de 10.000 hombres, aun-
««Página 38»».
que la mayoría sin armas, para respaldar a Núñez.
Este no apareció en Bogotá el 1 de abril, fecha de su posesión; no estaban
formadas las corrientes de la opinión y era difícil ver hacia dónde iba el grupo
independiente. Ezequiel Hurtado se posesionó, y nombró un gabinete que no daba
a los conservadores la representación que esperaban; el secretario del Tesoro,
único nombrado de ese partido, decidió no aceptar. El Congreso, mientras Núñez
aparecía, se entretuvo acusando al caído Otálora, por haber comprado un
carruaje, con conductor negro y todo, y por otras minucias similares. Los
independientes, sin Núñez, no sabían para dónde coger. Y nadie podía
comunicarse con él, pues no se sabía dónde estaba. Algunos radicales veían
hacia dónde iba todo: el gobernador de Antioquia le escribió al ex presidente
Aquileo Parra para recomendarle que apoyaran a Núñez y aceptaran algunas de
las reformas que este proponía. De otro modo iba a hacer esas reformas con los
conservadores. Pero el radicalismo aceptaba las reformas sólo si Núñez no era el
que las imponía: desconfiaba demasiado de él.
Al llegar a Bogotá en agosto, después de haber estado en Curazao,
aparentemente tratando de curarse sus rebeldes males estomacales, Núñez tenia,
al parecer, abiertas sus opciones. Y tenía un poder inconmensurable. La crisis
política reciente, las dificultades económicas, el empantanamiento de los partidos,
habían confluido para concentrar toda decisión en el cartagenero. Su capacidad
de maniobra era amplisima, y aunque no se veía una salida a su propuesta de
reforma constitucional, era evidente que para fines de 1884 era el único dirigente
nacional escudado por el país.
Núñez inicialmente trató de nuevo de jugar sus cartas liberales y de obtener el
apoyo radical para las reformas. A comienzos de agosto hubo varios intentos de
negociación con los radicales, y Aquileo Parra recibió un borrador de reformas
mínimas propuestas por Núñez. Algunos radica apoyaban el trato, pero al fin la
desconfianza los venció. ¿No había dicho el mismo Aquileo Parra que para
negociar con Núñez había que pedirle fiador? Al posesionarse, el 11 de agosto,
Núñez seguía buscando un acuerdo que incluyera a los radicales, y nombró
ministro del Interior al ex presidente Eustorgio Salgar. Los conservadores
recibieron dos carteras del gabinete. En un gesto hacia el ex presidente Santiago
Pérez, le dio un puesto en el consejo académico de la Universidad Nacional.
Cómo comienza una revolución
La crisis surgió, como era de esperarse, en Santander. Allí las elecciones de julio
habían enfrentado al candidato del grupo independiente y del fraude Francisco
Ordóñez, y al radical Eustorgio Salgar. Los radicales y muchos conservadores
habían anuncia que si el fraude era demasiado claro irían a la guerra. Así ocurrió,
y a comienzos de agosto comenzaron las movilizaciones de tropas, Núñez, con la
aprobación de los radicales, y con poder que le daba la ley de orden público de
1880, decidió enviar fuerza nacional. Pero la hizo acompañar de dos comisionados
de paz, uno radical y uno independiente, aunque más Wilchista que nuñista, para
no provocar demasiadas susceptibilidades del presidente saliente, Solón Witches.
La tropa, y en esto Núñez era siempre cuidadoso, sí iba al mando de un nuñista
de siempre, el general González Osma, rival comercial y político Wilches. Los
comisionados logran éxito en sus esfuerzos de paz, y el 20 de septiembre se firmó
entre el gobierno de Santander y los rebeldes Convenio del Socorro: se elegiría
una convención que decidiría sobre los asuntos electorales con perfecta
autonomía. Entre tanto, gobernaría el comisionado independiente, Narciso
González Lineros, y las tropas que darían al mando de un radical y un
independiente. Los radicales quedaron
««Página 39»».
contentos, sus relaciones con Núñez mejoraron, y a finales de octubre parecía que
iba a lograrse un acuerdo de fondo. Núñez daba una garantía seria: nombrar como
ministro de Guerra al general Santos Acosta, ex presidente radical y con fama de
decidido: había ido él el que había «amarrado» a Mosquera en 1867. Sin
embargo, el cuerdo se frustró, y no poco peso tuvieron en ello las actitudes
desafiantes e irónicas de algunos radicales, que en discursos de la Sociedad de
Salud Pública aludieron a la esposa de Núñez y éste lo llamaron «bígamo». En
este punto, los radicales habían adoptado siempre una actitud moralista que
contrastaba con el savoir vivre de los oligarcas conservadores. Núñez, que sólo se
animó a traer a Soledad Román a Bogotá en 1884, a una sociedad pe detestaba
por el clima y las costumbres, tuvo que soportar el desaire le toda la oligarquía
radical. Sólo las esposas de los conservadores, y en primer término la de don
Carlos Holguín, aceptaron visitarla lo que aprovecho doña Soledad para devolver
las visitas en horas más públicas; esto permitió al público Bogotano ver al coche
presidencial, con el conductor negro de levita, a la puerta de las principales casas
conservadoras de la ciudad. Pero así y todo, Núñez porfiaba en la búsqueda de
una salida: si se hacía la reforma constitucional, se comprometía a retirarse y a no
aceptar nunca más la presidencia o la designatura.
Instalada la convención de Santander, resultó con mayoría radical. Habría podido
limitarse a declarar legítima la elección de Eustorgio Salgar, y un tercer estado se
habría añadido los radicales. Pero la convención se envalentonó y decidió
declararse constituyente, contra lo acordado en el Socorro. Conservadores e
independientes aprovecharon esto para retirarse, y González Lineros ordenó la
disolución, los radicales se lanzaron entonces a la revuelta en Santander, y el 18
de noviembre el país estaba oficialmente en guerra civil.
Los radicales no estaban preparados para ella. Los principales jefes estaban en
contra, y cualquier análisis frío mostraba que sólo serviría para fortalecer al
gobierno, como ocurre normalmente con las revoluciones. Pero aunque no tuviera
muchas perspectivas, la retórica radical era muy fuerte, y muchos de los sectores
intermedios del radicalismo ya no confiaban en nada distinto a la guerra para
impedir la entrega de Núñez al conservatismo. Fue tanto lo que trataron de
impedirla que al fin acabaron provocándola.
El general Sergio Camargo fue elegido director del liberalismo y de la guerra. No
estaba muy de acuerdo con ella, y tras buscar alguna salida negociada se marchó
a su hacienda, agravando el caos radical. Los gobernadores de Antioquia y
Tolima, por su parte eran enemigos de la guerra, en la que veían una locura
santandereana que los hundiría a todos. ¿Pero cómo permitir que un triunfo fácil
de Núñez en Santander le diera la ocasión de proseguir contra ellos con cualquier
pretexto? El gobernador de Boyacá, el independiente Pedro Sarmiento, trató de
mantener neutral su estado, firmó un acuerdo con los rebeldes en este sentido y
entregó al gobierno nacional el parque que este tenía en Boyacá. Pocos días
después, sin embargo, decidió sumarse a la revuelta. Antioquia y Tolima seguían
vacilando.
Núñez tampoco sabía con quién contaba. La guardia nacional no estaba aún en
manos de oficiales de su confianza, y los mandos medios eran impredecibles.
¿Estarían dispuestos a
««Página 40»».
pelear contra sus copartidarios, después de estar al lado de ellos en las guerras
anteriores? Y las rivalidades personales pesaban: el general Ezequiel Hurtado, en
el Cauca, parecía dispuesto a dirimir su conflicto con Eliseo Payán sumándose a
la revolución radical. De este modo, Núñez comenzó a temer una erosión de su
base militar y el resurgimiento de la tradicional mística liberal. Esto lo habría
dejado sin ningún apoyo, y por eso desde el 23 de diciembre apeló al general
conservador Leonardo Canal, y lo autorizó para reclutar y armar un ejército de
reserva; allí estaban listos los 10.000 censados a comienzos de año. Esto era
pasar el Rubicón. El ministro del Gobierno, el radical Santos Acosta, renunció el
24. A los pocos días, 1.200 conservadores de la Sabana de Bogotá desfilaban
frente al palacio presidencial y recibían sus fusiles.
El gesto de Núñez aparecía como plena prueba de la traición que siempre habían
temido los radicales. La deserción fue entonces amplia. Además de Sarmiento, el
presidente encargado de Bolívar se sumó a la rebelión, y en el Cauca y Panamá
tuvieron lugar nuevos levantamientos. El más notable de todos los pronunciados
fue el general Ricardo Gaitán Obeso un graduado de la escuela militar antiguo
comandante de la revolución antioqueña de Jorge Isaacs, Después de
pronunciarse en Cundinamarca, lanzó con un reducido grupo de colaboradores a
una breve y exitosa campaña en el río Magdalena. El gobierno no tenía muchas
tropas (al fin y cabo, el pie de fuerza era de 3.000 hombres) y éstas estaban muy
dispersas. Gaitán vivió entonces de la sorpresa y el prestigio. Bajó por el
Magdalena capturando buques, apropiándose de mercancías que remataba para
financiar la campaña, y el 5 de enero mezclando audacia y exageración, obtuvo la
rendición de Barranquilla (una ciudad muy liberal, por lo demás Allí, su fuerza era
ya de más de 2.000 hombres, y gozaba de nuevos recursos que obtuvo en las
oficinas de la aduana, en el Banco Nacional, de los correos y de los ferrocarriles, a
más de ganado y las bestias que lograba recoger. Sin embargo, el atractivo
general se dejó entretener por las celebraciones y las diversiones. Dos jovenes —
las dos Margaritas— demoraban su partida. Cuando decidió atacar a Cartagena, a
mediados de
««Página 41»».
febrero, ya el gobierno comenzaba a superarse de la sorpresa, que le había
arrebatado el rio y el principal puerto del país, con la rica renta de aduanas. Los
reclutamientos oficiales avanzaban, los generales conservados se ponían en
marcha y los préstamos forzosos a los liberales, así como las emisiones del Banco
Nacional, permitían obtener recursos para el gobierno. Finalmente, Gaitán fue
rechazado en marzo, y desde entonces la revolución entró en barrena. Una
desorganizada expedición, bajo un mando múltiple y en desacuerdo, se enfrentó a
los conservadores y gobiernistas en La Humareda el 17 de julio. Aunque la batalla
fue favorable a los liberales, murieron varios de sus principales jefes. Allí murió
Luis Lleras, quien había escrito 6 días antes a Rufino J. Cuervo: «Compadre, la
guerra un vértigo, una locura, una insensatez y los hombres más benévolos se
vuelven bestias feroces; el valor del guerrero es una barbaridad, pero cuando uno
toma las armas, no puede, no debe dejarlas en el momento del peligro, no puede
volver la espalda a amigos, enemigos y hermanos, sin cometer la más baja de las
acciones, sin ser un cobarde y un miserable... y se había negado a embarcarse
para Europa. Antes se había visto forzado a censar en cartuchera y fusiles, y en
campañas en que Dios sabe si nos tocará dejar la barriga al sol mientras llegan los
gallinazos».
No sólo murieron allí los jefes de la revolución: el buque con el parque y pólvora
se incendió, y los radicales triunfantes quedaron sin cómo proseguir la guerra.
Entre tanto, el gobierno había podido destruir las fuerzas rebeldes del Tolima,
Cauca; Boyacá y Panamá. En este último estado, los derrotados fueron acusados
de incendiar la ciudad de Colón, y un antiguo agitador y funcionario público
independiente, Prestan, convertido de nuevo en radical, fue fusilado, en buena
parte para tranquilizar a los extrangeros; el gobierno había pedido el desembarco
de los infantes de marina de los Estados Unidos para impedir a los revolucionarios
la suspensión del tráfico por el ferrocarril.
La lucha siguió unas pocas semanas más. A finales de agosto se rindieron los
últimos jefes liberales. El 10 de septiembre el radical Foción Soto y el conservador
Antonio B. Cuervo firmaron la capitulación de El Salado. Núñez, al responder a las
celebraciones de sus seguidores por el final de la guerra, en un discurso
improvisado y entusiasta, anunció lo que ya se sabía: «La Constitución de 1863 ha
dejado de existir». La revolución, al destruir los poderes legítimos de los estados,
dejaba a éstos sin existencia legal y creaba el vacío constitucional que permitiría a
Núñez justificar una nueva Constitución. La república federal había muerto.
««Página 42»».
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««Página 43»».
Capítulo 2
La Constitución de 1886
Jorge Orlando Melo
Un nuevo mundo político
Cuando Núñez pudo anunciar en 1885 que la Constitución de 1863 había muerto.
Estaba efectuando una verdadera revolución en la organización política del país.
Entre 1878 y 1885 había tratado de lograr una reforma constitucional cuyo
contenido apenas vino a precisarse hacia 1884, pero sin que fuera fácil advertirse
mediante qué mecanismos podia lograrse. Los radicales, aunque a veces admitían
la conveniencia, la necesidad misma de la reforma, nunca aceptaron talmente
contribuir a una modificación inspirada por Núñez. Los conservadores estaban de
acuerdo en muchas cosas con el político cartagenero, pero les importaba mucho
más, en el plazo cercano, echarle mano a las riendas del poder. La salida final del
impasse la dio la torpeza política de los radicales. En primer lugar, por supuesto,
de los guerreristas santandereanos, más amigos de gestos y actitudes de valor y
dignidad que de estrategias calculadas. Pero los guerreristas eran una minoría, y
la mayoría pacifista acabó presa de los partidarios de la guerra, como ocurriría
después, a 1895 y 1899. Para los radicales partidarios de una negociación con
Núñez, de un acuerdo que habría impedido una reforma muy brusca de la
Constitución, la situación era inmanejable: para impedir todo acuerdo bastaba un
pequeño grupo de opositores, el cual tenía por un lado el derecho de decir que no
colaboraría en la reforma constitucional, lo que la hacía imposible, y por el otro, el
de enarbolar la bandera del honor, la tradición liberal y la dignidad. Y entre los
mismos pacifistas, la desconfianza hacia Nuñez estaba ya demasiado arraigada
para seguir a aquellos que consideraban viable una transacción con el presidente.
De este modo, los radicales, sin flexibilidad, ni capacidad de maniobrar, se fueron
al desastre y provocaron la guerra de 1885.
Triunfador el gobierno, habría podido mantener la ficción de la legitimidad, y
aprovechar el triunfo para convocar, de acuerdo con la Constitución vigente, una
convención que la reformara: contaba con la unanimidad de los estados, pues
aquellos que habían secundado la rebelión habían sido derrotados y sus jefes
civiles y militares habían sido nombrados por el gobierno central. Como se ha
visto, Núñez prefirió romper toda continuidad con el 63 y evitar los riesgos de un
resurgimiento de la oposición antes de que una nueva Constitución estuviera
««Página 44»».
expedida. Por eso, convocó más bien a un Congreso de Delegatarios, que debería
estar compuesto por dos representantes por cada estado, uno independiente y
otro conservador. Estos deberían ser nombrados por los jefes civiles y militares
estatales, que a su vez habían sido nombrados por Núñez. Por lo tanto, el
Congreso de Delegatarios estaba compuesto por dieciocho prohombres que
habían sido escogidos realmente por el presidente de la República.
Este procedimiento, como fácilmente se ve, permitía la más completa ruptura con
la Constitución del 63, con el federalismo y con el radicalismo. Ninguno de los
representantes de este grupo tendría representación en el Consejo de
Delegatarios: habían sido derrotados y la nueva Constitución sería la de los
vencedores: Ni siquiera se dio una representación directa a los conservadores de
Antioquia, cuyo federalismo era sospechoso: los representantes de este estado
fueron inicialmente José María Campo Serrano y José Domingo Ospina Camacho,
el primero costeño y el segundo bogotano. Panamá tampoco era muy confiable, y
se nombró delegatarios al bogotano Miguel Antonio Caro y a Felipe Paúl, este sí
del Istmo, pero hombre muy cercano personalmente a Núñez. Es evidente que
Núñez había llegado a la conclusión de que no había mucho que hacer con el
radicalismo, y que era indispensable desarraigar por completo del país la tradición
federal. Es muy probable que hasta mediados de 1884 todavía dominaran en él
algunos de los elementos liberales que lo llevaron a decir, al posesionarse de la
presidencia en agosto, que era irrevocablemente liberal. Los acontecimientos de
fines de ese año no sólo lo entregaron, objetivamente, en manos de los
conservadores, sino que lo convencieron de que el radicalismo no debía volver a
levantar cabeza. Y los elementos del pensamiento conservador, el autoritarismo la
utilización del sentimiento religioso como elemento de control social, el rechazo a
la política apoyada en las movilizaciones de los sectores plebeyos, entraron a
dominar claramente su pensamiento. Era un cambio que venía de antes, es cierto,
y existen muchos antecedentes de este pensamiento en los escritos de Núñez
1880 a 1885. Pero es un cambio que toma un ritmo desbordante a partir de finales
del 84.
El fracaso radical dejaba en manos de Núñez un inmenso poder, que utilizó sin
reatos en los años siguientes a El Regenerador, así como había la voz
incontrovertible de los independientes, pasó a ser el oráculo indiscutido del nuevo
sistema político. conservatismo le debía la recuperación del poder, y aportó en los
primeros años algunos políticos de importancia, como don Miguel Antonio Caro, el
ideólogo constitucional nuevo régimen, y don Carlos Holguín el político por
excelencia, el cabal sin tacha, el amigo personal de liberales y conservadores, y el
hombre paz de transar y encontrar salida política a las situaciones más difíciles
Entre ellos y Núñez se selló una alianza que resultaba imbatible y que poco a poco
desplazó la influencia de antiguos amigos de Núñez, los independientes. A ellos
se sumaron los generales conservadores que confirmaron su prestigio en la
guerra: Rafael Reyes, José María González Valencia y Antonio B. Cuervo.
Los independientes, como se vio el capítulo anterior, tenían un problema: su
liberalismo los hacía proclives a volver al radicalismo, a transar él y a buscar la
unidad liberal. Esto los hacía sospechosos para Núñez y hombres más fieles, y
durante todos los años de 1875 a 1885 se vio o muchos importantes
independientes volvían al liberalismo tradicional. En 1885, entre los que se
mantenían como independientes tenían importancia0 propia los políticos militares
con base regional poderosa, como El Payan, del Cauca, José María Campo
Serrano, del Magdalena, o Daniel Aldana, de Cundinamarca. Justamente
««Página 45»».
Su poder los hacía sospechosos, y Payan y Aldana se mostraban renuentes a una
reforma constitucional tan centralista que los dejara sin buena parte del poder que
habían adquirido. No hay que olvidar que los grandes caciques regionales eran
independientes: el poder de los radicales era más el de la prensa y el debate que
el de las maquinarías regionales. Otros independientes que sobrevivieron a la
prueba de la guerra fueron algunos de los administradores más cercanos a
Núñez: Felipe Angulo, quien había estado en los arquitectos de la alianza con los
conservadores, sería por varios años, pese a su juventud, el independiente con
mayor influencia del régimen. Otros independientes, casi todos tambien muy
jóvenes, que habían comenzado sus carreras al lado de los grandes; señores
estatales nuñistas —de Otálora o de Wilches, por ejemplo—, eran Luis Carlos
Rico, Antonio Roldan o Carlos Calderón Reyes. A veces heredaban un importante
poder regional, pero más que ello los sostuvo su felicidad a Núñez y a Caro y su
paciente y metódico trabajo burocrático. Roldán, Rico y Calderón se convirtieron
en los ministros permanentes de los próximos quince años.
Lo anterior apunta a una situación en la que el poder de los organismos políticos,
partidos o clubes estaba muy diluido. Los conservadores tenían un amago de
organización, pero fue disuelta después del triunfo para permitir el trabajo sin
sospechas con los independientes. No existían directorios, círculos ni
convenciones. Los regeneradores principales hablaban, y el sistema se ponía en
movimiento. Pronto este grupo comenzó a llamarse Partido nacional» y por un
momento le dio un directorio, cuya redundancia lo disolvió. Núñez había señalado
la importancia de un partido que respaldara la Regeneración, y Caro le dio el
mayor impulso. Pero no logró tener propiamente una organización política
independiente del gobierno, y concebía a sí mismo como un partido único. Por
tanto, quien se opusiera al partido, se oponía al mismo tiempo al Estado y a la
nación.
Los radicales tardarían bastante tiempo en reorganizarse La brusquedad de la
derrota los dejó sin estrategias, sin periódicos, sin dirección. Y mientras no
aceptaran la inevitabilidad de la nueva Constitución, sus posibilidades de acción
política serían realmente muy reducidas.
Los historiadores han tratado de establecer las relaciones entre los
alinderamientos políticos de la Regeneración y las estructuras sociales del país,
con resultados todavía muy precarios. La política era ante todo asunto de una élite
social. No hay que ol-
Mosaico de miembros del Consejo Nacional
de Delegatarios, reunido en Bogotá
el 11 de noviembre de 1885 con el fin
de expedir una
nueva. Constitución. Los delegatarios
fiteron elegidos
por los jefes de cada estado, que a su vez
había nombrado Núñez.
««Página 46»».
vidar que el alfabetismo era todavía un privilegio, que la población vivía en un
medio rural, que el acceso a la escuela sólo lo tenía un porcentaje muy reducido
de los habitantes. Por supuesto, no sólo los educados y alfa-betas participaban de
las pasiones y entusiasmos políticos. Los periódicos podían en épocas candentes
leerse en voz alta para que todos se enteraran. Pero los periódicos eran, aunque
muchos, de poca circulación; los diarios más exitosos apenas alcanzaban dos o
tres mil ejemplares. Además, pocas cosas de la política interesaban a los grupos
populares. Los artesanos bogotanos, por supuesto, se dejaban atraer con las
promesas de proteccionismo, y amplios sectores de población, ante todo rurales
pero también urbanos, respondían con solidaridad las llamadas en defensa de la
religión. Los valores liberales, la creencia en los derechos individuales, en las
normas legales, habían empapado a una amplia porción de la sociedad, pero en
general, aparte de la élite, la política sólo tenía sentido para la mayoría de la
población en situaciones críticas: en la guerra, cuando se presentaba el fantasma
del reclutamiento, se oía en los mercados «están cogiendo, está cogiendo...», y la
gente trataba de ocultarse, o la patrulla llegaba a la hacienda rural y salía con los
peones, a veces amarrados, para la guerra. Y con la guerra venían la destrucción
de bienes, la confiscación de bestias y ganados, cuando no la barbarie, el
asesinato brutal de prisioneros o de inocentes. Las costumbres de las guerras por
lo demás, se dañaron mucho a finales de siglo, cuando se hicieron más frecuentes
las partidas de guerrillas y la lucha sin sujeción a autoridades, y el alcohol parece
haber sido parte muy importante del armamento militar. Para muchos reclutas, el
saqueo y la degollina se convirtieron en una compensación necesaria a la dureza
de la vida y de la guerra.
Por lo tanto, las divisiones políticas escindían a los grupos sociales más elevados.
Comerciantes, propietarios rurales, productores de exportación o para el mercado
doméstico, abogados, profesionales independientes, artesanos: en cualquiera de
estos grupa había liberales, independientes o radicales, y conservadores. Lo que
aún más confusa la situación es que muchos de los comerciantes o propietarios
rurales combinaban sus actividades, de modo que sus intereses económicos y sus
perspectivas ideológicas respondían a actividades a veces contrapuestas.
En esta situación, aunque los partidos impulsaban en ocasiones politicas
económicas o propuestas ideoló-
Rafael Núñez, Carlos Holguín y Miguel Antonio Caro, principales artífices de la
Regeneración, caricaturizados por el Barbero., abril 14 de 1892, cuando Holguín
estaba al final de su período de gobierno como encargado de la presidencia por
ausencia del titular Núñez.
««Página 47»».
gicas que respondían a los deseos o los intereses de determinados sectores
sociales, la pertenencia a ellos, por una parte, no dependía sino muy tenuemente
de la posición social; por otra, la determinación de las políticas solamente en leve
medida correspondía a las presiones de grupos económicos definidos. Más bien
era el resultado final de una compleja red de factores que entreveraba intereses
económicos y regionales, tradiciones locales, relaciones familiares, y los efectos
de una historia concreta y local que había creado vínculos y los había fortalecido a
lo largo de una dilatada corriente de revueltas, guerras civiles, expropiaciones y
persecuciones, vínculos con personajes poderosos, etc. `
En esta compleja situación., algunos alineamientos eran a veces claros. Los
grandes propietarios vallecaucanos, por ejemplo eran en su mayoría
conservadores, aunque en cada época uno o dos terratenientes liberales
ayudaban a conformar a este partido, junto con una clientela esencialmente
profesional y urbana, y una base mulata y plebeya. En Antioquia la mayoría de la
población era conservadora, pero existía un fuerte núcleo comercial liberal en
Medellín, donde la actividad de la importación y la banca se dividían entre ambos
partidos: todos resultaron poco amigos del centralismo regenerador. En
Cundinamarca era notable la vinculación de un importante sector del comercio y la
banca con el radicalismo. Entre los liberales se encontraban muchos
terratenientes de las vertientes de colonización reciente, y buena parte de la
expansión cafetera de los años 80 y 90 fue llevada a cabo por empresarios de
orientación liberal. Ciertas tendencias se imponían: las zonas de colonización eran
usualmente más liberales que las poblaciones de los altiplanos; las áreas mulatas
y negras también tendían a funcionar como bases liberales. Pero el peso de la
historia, en casi todas partes, era más fuerte que las determinaciones
sociológicas.
La Constitución de 1886
El Consejo de Delegatarios se reunió en noviembre de 1885. El presidente señaló
las líneas centrales que esperaba de la nueva Constitución. En esta reunión
sostuvo que «el particularismo enervante debe ser reemplazado por la vigorosa
generalidad. Los códigos que fundan y definen el derecho deben ser nacionales...
En lugar de un sufragio vertiginoso y fraudulento, deberá establecerse la elección
reflexiva y auténtica y llamándose, en fin, en auxilio de la cultura social los
sentimientos religiosos, el sistema de educación deberá tener por principio primero
la divina enseñanza religiosa...» Subrayó también la necesidad de limitar la
libertad de prensa, eliminar el amplio comercio de armas, reimplantar la pena de
muerte y restringir los derechos individuales. En resumen:
Felipe Angulo,
Según grabado de
“Colombia ilustrada”.
El fue el artífice
de la alianza con
los conservadores
y, pese a su
juventud, el
independiente con
mayor influencia
en el régimen de
la Regeneración,
en cuya primera.
etapa fue ministro
de Guerra.
««Página 48»».
«Las repúblicas deben ser autoritarias, so pena de incidir en permanente
desorden...» Para ello, y también para fundar la paz, recomendaba «un fuerte
ejército».
A la Constituyente se presentaron inicialmente tres proyectos, elaborados por José
María Samper, José Domingo Ospina Camacho y Sergio Arboleda. Todos partían
de conservar algunos aspectos básicos del federalismo, y fueron aplazados por la
propuesta de Miguel Antonio Caro de fijar unas bases para la reforma
constitucional, las cuales, aprobadas el 30 de noviembre, fueron presentadas a las
municipalidades del país para su aprobación. Se cumplía en parte un ritual: las
municipalidades habían sido por lo general nombradas por el ejecutivo. Pero se
buscaba lograr cierto consenso, y sin duda el gesto amplió su cometido.
Seiscientos cinco municipios las aprobaron y sólo catorce manifestaron su
desacuerdo. Esto no probaba que el país hubiera dejado de ser federalista, pero sí
que la nueva fórmula tendría bastante apoyo. El texto aprobado estableció los
elementos centrales de la nueva Constitución, y como se funcionó sobre la base
de la ficción jurídica de que había sido «aprobado por el pueblo colombiano»,
sirvió de límite a las discusiones posteriores. Entregadas las bases, la Asamblea
nombró una comisión, cuyo inspirador principal fue el señor Caro, para que
elaborara el texto de proyecto constitucional. Mientras ésta rendía su informe, el
Consejo Nacional Constituyente, como se le denominó, asumió las funciones
normales legislativas. Lo primero que hizo fue elegir presidente a Rafael Núñez y a
Eliseo Payán vicepresidente, para el período de 1886 a 1892. Se regularizaba así
la situación legal, mientras se expedía la Constitución. Caro presentó finalmente
su proyecto en mayo, y éste fue sometido a una amplia discusión en la cual
afloraron ante todo los reparos descentralistas de Carlos Calderón Reyes, Rafael
Reyes y José María Samper. Finalmente, la Constitución fue aprobada el 4 de
agosto de 1886 y promulgada el 7 del mismo mes por el presidente encargado
José María Campo Serrano, quien había asumido el poder cuando Núñez salió, en
abril para la Costa. No había estado presente el Regenerador, pues, durante las
discusiones del proyecto constitucional, ni lo había sancionado. Aunque esto se ha
interpretado como una señal de que no quería comprometerse con un proyecto
que no respaldaba, es evidente el acuerdo general del proyecto con sus
propuestas. En los casos en que se separó el proyecto de Caro del pensamiento
de Núñez, fue en general para no aceptar el antifederalismo radical de éste. Así,
por ejemplo, la Constitución conservó las divisiones territoriales existentes, aunque
los antiguos estados de la federación recibieron ahora el nombre de
departamentos. Núñez había querido fragmentarlos para borrar hasta la memoria
de la federación. La ausencia del presidente titular señala más bien su confianza
en Caro, su identificación con las ideas de éste.
El espíritu de la Constitución
La Constitución definió con bastante claridad los aspectos fundamentales del
proyecto político de Núñez y de los regeneradores. El objetivo esencial era claro:
se trataba de garantizar el orden del país. Y se confiaba que el orden se apoyaría
sobre una serie de elementos básicos: la centralización radical del poder público,
el fortalecimiento de los poderes del ejecutivo, el apoyo a la Iglesia católica y la
utilización de la religión cómo fuerza educativa y de control social. En cuanto al
centralismo, la Constitución consagraba el carácter unitario de la nación, en la que
residía la soberanía, modificaba el nombre de estado por el de departamentos,
ordenaba que la legislación penal, civil, comercial, minera, etc., fuese de orden
nacional, eliminaba la elección de funcionarios ejecutivos regionales. Ahora el
presidente designaría a los gobernadores y
««Página 49»».
éstos a los alcaldes; todos los funcionarios del ejecutivo tendrían el origen de su
nombramiento en el presidente de la República. Los departamentos conservaban
algunas rentas, aunque otras pasaban de nuevo al gobierno central y tendrían un
organismo administrativo electivo, la Asamblea Departamental. Núñez, como ya se
dijo, quería dividir los nueve estados en fragmentos menores. Probablemente
temía el poder de sus propios caciques, como Payán; Aldana había sido ya
destituido por su empeño en conservar el control de las milicias de Cundinamarca.
El regionalismo logró impedir esta línea, y varios delegados subrayaron la
importancia de respetar la tradición federalista del país. Tan fuerte resultó la
resistencia a la división territorial, que la Constitución acabó estableciendo
condiciones difíciles para la formación de nuevos departamentos; estos sólo
podían crearse, si afectaban a departamentos existentes, mediante una ley
aprobada en dos legislaturas sucesivas y con el consentimiento del 80% de las
municipalidades de la comarca en cuestión.
La constitución, supuestamente para moderar el centralismo, incorporaba
principios de “descentralización administrativa”, pero basta el más superficial
examen para advertir que los contrapesos descentralistas no recibieron en ella
expresión real.
El poder presidencial se apoyaba fundamentalmente en su ilimitada capacidad de
nombramiento y remoción de todos los funcionarios del orden ejecutivo y en su
largo periodo de mandato: duraría seis años. A esto se añadían una serie de
disposiciones que le permitían colocarse por encima de los demás poderes
públicos. El presidente nombraba a los miembros de la corte suprema, y a los
magistrados de los tribunales superiores, procedentes de ternas presentadas por
aquella. Sin embrago, para evitar una directa subordinación al ejecutivo, los
cargos de magistrados de la corte o de los tribunales eran vitalicios. En cuanto al
congreso, el presidente tenía el derecho de objetar las leyes, pero debía
sancionarlas si ambas cámaras reiteraban su aprobación con una votación
superior a las dos terceras partes. Tenía también el presidente el derecho de
objetar una ley por inconstitucional. En este caso si las cámaras insistían, pasaba
a la corte suprema, donde se decidía sobre su constitucionalidad. Toda ley que
fuera aprobada sin objeciones era por definición constitucional y ningún ciudadano
ni funcionario podía objetarla. Su constitucionalidad, incluso cuando estuviese en
evidente contradicción con el texto o los principios de la carta, debía presumirse, y
así se determinó por norma legal a partir de 1887.
Caricatura de Rafael Reyes y Miguel Antonio Caro-, aparecida en el semanario
“Mefistófeles” noviembre 7 de 1879. En este año se consideró la candidatura a
Reyes para suceder a Caro, aunque finalmente fueron postulados Sanclemente y
Marroquín.
««Página 50»».
Además, tenía el jefe del ejecutivo amplios poderes para los casos de guerra
exterior o conmoción interna, momentos en que podía decretar el estado de sitio.
En este caso adquiría facultades legislativas provisionales y los poderes derivados
de las leyes y el derecho de gentes. Por último, se declaró que sólo sería
responsable por traición a la patria, violencia electoral o intentos de impedir la
reunión del Congreso. Tal como lo vio con claridad Caro, teniendo en cuenta los
poderes presidenciales, no habría Congreso capaz de enjuiciarlo y cualquier
conflicto entre el presidente y el Congreso llevaría más bien al cierre del
legislativo. Por eso insistió en que lo único coherente con el espíritu de la
Constitución seria declarar la absoluta irresponsabilidad del presidente.
En relación con los derechos individuales, desaparecían de la Carta algunas de
las formulaciones genéricas del 63, como las libertades de expresión, imprenta,
pensamiento y movimiento, para reemplazarlas por fórmulas más restrictivas o
restablecer en vez de derechos del individuo, restricciones al poder del Estado.
Así, la libertad de prensa fue reemplazada por la expresión «la prensa es libre en
tiempo de paz, pero responsable, con arreglo a leyes, cuando atente a la honra de
las personas, al orden social o a la tranquilidad pública».
La libertad de expresión sólo aparece indirectamente, al garantizar la inviolabilidad
de la corresponder Quizá la modificación más importante en este sentido fue el
restablecimiento de la pena de muerte, al señalar que no podría haber pena de
muerte por delitos políticos, pero sí por traición a la patria, parricidio, asesinato,
incendio, asalto en cuadrilla de malhechores, piratería y ciertos delitos militares,
«en los casos que se definan como más graves». Por último se repetía la
prohibición ritual de las «juntas políticas populares de carácter permanente»; cuyo
confuso sentido se prestó para prohibir sindicatos y otras asociaciones similares.
Nueva era la inclusión en el capítulo constitucional de los «derechos civiles» de los
artículos que ordenaba los poderes públicos proteger y respetar a la religión
católica, “como esencial elemento del orden social” al establecer que la educación
pública sería organizada y dirigida en concordancia con la religión y al garantizar
que la educación primaria pública aunque gratuita, no sería obligatoria. Para los no
católicos se establecía el derecho a «no ser molestados» por sus creencias, y a
ejercer el culto en cuanto no fuera contrario a la moral cristiana ni a las leyes.
Además de eximir de impuestos a los edificios destinados al culto católico, la
Constitución autorizaba al gobierno para celebrar convenios con el Vaticano para
establecer las relaciones entre el pode civil y el eclesiástico.
La Constitución de 1863 había dejado a los estados la fijación de los derechos
ciudadanos a elegir y ser elegido.
««Página 51»».
Los estados de Antioquia, Bolívar, Cauca, Magdalena y Panamá establecieron el
sufragio universal. Cundinamarca y Santander mantuvieron sufragio limitado a los
que supieran leer y escribir. La discusión de este asunto en la Asamblea
Constituyente fue una de las más extensas. Ospina Camacho, conservador,
propuso un sistema en el que todos los ciudadanos votaran por electores y por
consejeros municipales. Los electores votarían luego para los miembros de las
asambleas y el Congreso y para presidente y vicepresidente de la República. A
esta propuesta se enfrentó la de José María Samper, conservador también desde
1875, que restringía el voto para electores a los ciudadanos que supieran leer y
escribir. Los más conservadores veían en el voto restringido un riesgo: las
escuelas del período federal habían ofrecido una “instrucción irreligiosa”, y por lo
tanto los votantes serían probablemente irreligiosos.
Caro negó la importancia del alfabetismo o la riqueza para definir este hecho, e
insistió en que debía concederse el sufragio universal en algunos niveles, aunque
reconociera la conveniente influencia de la riqueza en el Senado. Finalmente, se
acogió un sistema en el cual todos los ciudadanos podían votar para los concejos
municipales y las asambleas departamentales, pero sólo aquellos con
determinada renta o propiedad, o que supieran leer y escribir, podían votar para
elegir representantes y electores. Los electores, a su vez, votaban para elegir
presidente y vicepresidente. Los senadores serían nombrados por las asambleas
departamentales. El sistema, además, establecía restricciones para ser elegido
senador o presidente, entre ellas la de tener una renta, entonces bastante
elevada, de 1200 pesos anuales. Por último, se escogía un mecanismo de
circunscripciones que elegían cada una un representante, lo que hacía factible la
formación de corporaciones integradas exclusivamente por los miembros del
partido que obtuviera una mayoría de votos.
En cuanto a los mecanismos de reforma, la Constitución del 86 fue más flexible
que la anterior, al establecer que podía modificarse mediante la aprobación de la
reforma en dos congresos sucesivos, con un voto favorable, la segunda vez, de
las dos terceras partes de ambas cámaras.
La Constitución de 1886 es una obra de notable claridad y coherencia, y refleja la
mentalidad sistemática y organizada de don Miguel Antonio Caro. Es evidente que
este, con el acuerdo de Núñez, logró hacer triunfar en el Consejo Constituyente un
texto mucho más autoritario y centralista del que muchos delegados tenían en
mente. Sin embargo, ni Núñez ni Caro consideraron que fuera lo suficientemente
vigorosa para enfrentar el período de transición o convalecencia que empezaba, y
por eso a la Constitución se le colocaron una serie de “colgandejas”, como las
llamó entonces un conservador antioqueño, algunas de las cuales estaban
destinadas a ampliar aún más las facultades representativas del ejecutivo. Los
más importantes fueron el artículo K, que autorizaba al gobierno para prevenir y
reprimir los abusos de la prensa mientras no se expidiera la ley de imprenta, y el
artículo L, que declaraba de plena vigencia los actos legislativos expedidos por el
presidente antes de la sanción de la Constitución, aunque fueran contrarios a ella.
La Constitución resulta notable, además, por su supervivencia tan prolongada. En
la actualidad, cumplidos ya los 100 años de expedida, se ha convertido en la más
antigua de Hispanoamérica y una de las más antiguas del mundo. Esto puede
atribuirse a que, pese a los excesos en que incurrió en su formulación original,
incorporó en sus disposiciones un sistema político que, después de las
modificaciones de 1910 y 1936, resultó muy coherente con la realidad política del
país y con la distribución efectiva de poder entre los diferentes grupos políticos o
sociales. En 1886 correspondía a las necesidades sentidas de los grupos
dirigentes sobre la dismi-
««Página 52»».
nución del federalismo, la eliminación del conflicto entre el Estado y la Iglesia y el
establecimiento de un sistema político que pudiera garantizar la paz y el orden. En
todos estos aspectos la Constitución ofreció una respuesta que correspondía a las
demandas del país, aunque se movió en forma excesiva en sentido contrario a la
Constitución de 1863. El centralismo extremo que estableció no fue, sin embargo,
demasiado conflictivo, pues no afectaba seriamente el orden público; apenas se
convirtió en uno de los aspectos fundamentales que provocaron la división del
partido de gobierno. El arreglo logrado con la Iglesia, y que encontró expresión
concreta en el concordato de 1887, era bien realista, al reconocer el inmenso
poder político de ella y su capacidad de oponerse a las metas del Estado.
Tampoco en este caso la solución adoptada generaba inmediatamente problemas
políticos serios, aunque sí a largo plazo: condujo a una tutela ideológica del
Estado colombiano por parte de la Iglesia, que contribuyó a mantener la religión
como uno de los temas centrales de la vida política y tuvo efectos negativos en el
terreno educativo y científico. En lo que la Constitución, en su forma original, sí
resultó frustrada, pues no logró resolver el problema del orden y la paz, fue en lo
relativo a los derechos de la oposición. En efecto, establecía mecanismos y daba
poderes a los gobernantes que permitirían, con mayor vigor que durante la
vigencia de la Constitución anterior, la exclusión de los opositores de todo acceso
razonable al poder público. Que el ejecutivo fuera políticamente homogéneo
habría sido probablemente aceptable paró los liberales, aunque el carácter unitario
del nuevo sistema hacía contrastar- esto con el período radical, cuando existieron
varios ejecutivos estatales conservadores. Pero lo que resultaba especialmente
irritante, y era sentido como una exclusión que quitaba toda obligación de
obediencia política, era la exclusión sistemática del legislativo. Si durante la
vigencia de la constitución del 63 los conservadores fueron víctimas frecuentes del
fraude electoral y de la coacción, y en alguna ocasión de restricciones a su
prensa, si sólo lograron una representación minoritaria en el Congreso y las
Asambleas de los estados que no controlaban, entre 1886 y 1904 la exclusión del
liberalismo y la eliminación en la práctica de sus derechos políticos fue mucho más
sistemática y firme que antes, ante todo mediante la intimidación a la prensa y el
uso de manipulaciones y trucos electorales. Muy pronto predominó una
interpretación de la Constitución que hacía que ésta fuera más bien una carta de
conquista que una norma para todos los colombianos. Esta interpretación encontró
su expresión más acabada en formulaciones como la de Miguel Antonio Caro,
cuando ejercía el poder ejecutivo, de que las elecciones no podrían estar abiertas
a los liberales, pues “las urnas son palenques a que concurren los partidos
políticos propiamente dichos. Esto es, los partidos legales, no los bandos
facciosos, ni los grupos de gentes notoriamente perniciosas”
De este modo, la esperanza de la Constitución daría bases sólidas a la paz
resultaron frustradas, y durante su vigencia, aunque se vivió inicialmentemente un
período de orden fundado el desbandada y la derrota reciente liberalismo y en una
situación económica internacional muy favorable, se sufrieron diversas
perturbaciones y hubo dos guerras civiles, una de la más violenta y prolongada de
la historia nacional. Sólo cuando la Constitución fue reformada con la participación
de ambos partidos, para garantizar los derechos de la oposición para reducir los
poderes presidenciales, así fuera en forma parcial, se inauguró un período largo
de relativa política.
Las instituciones políticas de la Regeneración
Expedida la Constitución, el poder quedó fundamentalmente en manos
««Página 53»».
de Rafael Núñez. El Regenerador fue elegido presidente para el período 1885-92,
y su reelección en 1892 para un nuevo sexenio no tuvo oposición. Sin embargo,
Núñez no quiso residir en Bogotá ni ejercer directamente el mando, excepto en
situaciones de crisis. Esto hizo que la elección de vicepresidente adquiriera una
importancia crucial y en 1892 la división del partido nacional tuvo como motivo
central la selección del vicepresidente. En todo caso, hasta 1894, cuando murió, el
señor Núñez tuvo una influencia decisiva sobre la política nacional y acumulo un
poder que tenía pocas limitaciones. Sin embargo, dejó habitualmente una amplia
autonomía a quienes ejercían el mando. La prensa continuó siendo una de sus
herramientas favoritas, y los artículos de El Porvenir constituían una guía que era
leída por todos los políticos para encontrar orientaciones que casi siempre era
obligatorio seguir. Su opinión, pues, resultaba decisiva cuando los conflictos
aumentaban, cuando se traba de enfrentar un problema serio. Y mantenía una
virtual capacidad de veto sobre los ministerios o sobre los nombramientos
principales. Del mismo modo, cualquier intento de apartarse de las vías de la
regeneración por parte del encargado del poder ejecutivo podía frenarse por la
posesión inmediata de Núñez, quien tenía desde 1888 el derecho a hacerlo en
cualquier parte del país y ante dos testigos. Así pues, aunque el vicepresidente
ejerciera el poder con plenitud de derechos y aunque el presidente tuviera la
prudencia de no interferir habitualmente en los asuntos de gobierno, la voluntad
última de Núñez funcionaba como si fuese un artículo constitucional implícito.
Era la ambición de Núñez y Caro, y quizás en mucha menor medida de Carlos
Holguín, conformar un partido nacional que uniera a conservadores e dependiente
y borrara sus respectivos orígenes. Esto condenaría a los radicales a convertirse
en una ínfima moría silo posibilidades de triunfo electoral o militar. La historia de
estos esfuerzos es demasiado compleja y no vale la pena afrontarla ahora. Es
cierto que los radicales parecían al borde del colapso final. Ya desde mediados de
la década anterior habían perdido buena parte de su apoyo, y se habían
convenido en una rosca que se mantenía en el poder por su habilidad menzanilla
de por el control del ejército, y por el influjo de su prensa. Pero la unión de
conservadores e independientes no era fácil. Los antiguos vínculos, los antiguos
emblemas, las antiguas lealtades no se olvidaban. Para buena parte de los
conservadores la regeneración era esencialmente un mecanismo mediante el cual
recuperarían, tarde o temprano, la totalidad del poder: los independientes eran los
“idiotas útiles” como se diría hoy, que les abrían el camino. Y los independientes
miraban con suspicacia el poder creciente de los conservadores, y se preguntaban
si no habrían tenido razón los radicales al sugerir que lo que Núñez lograría sería
devolver el Estado al conservatismo.
Los conflictos entre ambos grupos comenzaron muy pronto, y como se recordará,
Núñez a abandonó a Bogotá a mediados de 1886 y dejó encargado de la
presidencia al independiente José María Campo Serrano, quien ha-
««Página 54»».
bía sido elegido primer designado. El gabinete ministerial tenía 4 independientes y
tres conservadores. Varios incidentes llevaron entonces al secretario de Guerra,
Felipe Angulo, y al de Hacienda, Antonio Roldán, a renunciar y a anunciar que los
independientes abandonaban toda participación en el gobierno y preferían que
este estuviera “exclusivamente en manos de los conservadores”. El incidente se
superó, y los gabinetes de Eliseo Payán, quien asumió la presidencia en su
carácter de vicepresidente en enero de 1887, y del mismo Rafael Núñez, quien se
posesionó en junio de ese año, tenían un leve predominio de los independientes.
Núñez volvió a viajar a la Costa en diciembre del 87, y Payán reasumió la
presidencia. Los liberales habían intentado hacer una reunión para reorganizarse
a finales de septiembre, y Núñez había decidido exiliar algunos de ellos de ellos,
como el ex presidente Aquileo Parra y el antiguo independiente Daniel Aldana.
Evidentemente, Payán consideró que era posible disminuir la tensión con los
liberales, y poco tiempo después de su posesión derogo un represivo decreto
sobre la prensa expedido un año antes. En enero 1888, además, expidió un
decreto indultando a los exiliados. Felipe Angulo, ministro de Guerra, se enfureció
y decidió renunciar y plantear el impase directamente, en Cartagena, a Núñez. Los
liberales probablemente se ilusionaron más de lo necesario e hicieron en Bogotá
manifestaciones, contra Núñez y Angulo. Núñez, por su parte, consideró que la
conducta Payán creaba el riesgo de la “disolución del partido nacional” y abría
compuertas a los peligros de la prensa. El 27 de enero salió para Bogotá, y 8 de
febrero, en Girardot, anunció que asumía desde ese momento la presidencia.
Payán entregó el mando objetar, y poco después la Asamblea Nacional declaró
vacante la vicepresidencia, para que Núñez pudiera regresar tranquilo a
Cartagena. Para compensar a Payán, después de haberlo confinado en Medellín,
se aprobó una pensión vitalicia 10.000,00 pesos. Curiosamente, se decía que el
cargo de vicepresidente había sido establecido en la Constitución justamente para
Payán, con el objeto de que admitiera el centralismo de la Carta, al cual se
oponía.
Además de expedir un nuevo drástico decreto contra la prensa, Núñez decidió
disminuir la participación de los independientes en el gobierno. El ministerio de
Gobierno fue por primera vez a un conservador, don Carlos Holguín (quien fue
además elegido designado en mayo de este mismo año), así como los ministerios
de las relaciones, Tesoro y Fomento. Mientras los conservadores del gabinete
eran figuras de primer orden como Holguín, Carlos Martínez Silva o Rafael Reyes,
los independientes eran Felipe Angulo, cuya fidelidad al partido nacional ya era
incuestionable, Felipe Paul y
««Página 55»».
Jesús Casas Rojas, independiente puente nominal.
Cuando Holguín se posesionó como residente en ejercicio, en agosto de 1888
muchos conservadores vieron ya logrado el triunfo total: “nos lisonjea la esperanza
de que esto significa el punto definitivo de nuestro partido, o mejor dicho, que el
poder está del todo en manos de los nuestros” como escribió don Rufino José
Cuervo al saberlo. Los ministerios de Gobierno y de Guerra, que eran los claves,
fueron dados a conservadores importantes (José Domingo Ospina Camacho y
Antonio B. Cuervo) y solamente dos de los siete ministerios fueron adjudicados a
independientes. En las gobernaciones la situación era similar y todavía más
definidamente conservador era el ejército.
Desde mediados de 1888, pues, el paso a manos de los conservadores, con la
anuencia de Núñez. Don Miguel Antonio Caro mantuvo su pretensión de que se
trataba de un nuevo partido, el “partido nacional”, y el nombre se siguió usando.
Pero los independientes prácticamente habían desaparecido, y sólo aquellos que
habían hecho toda la evolución quedaron como representantes del antiguo partido
liberal. Sin embargo, a pesar de la fidelidad probada de personas como Felipe
Angulo o Antonio Roldán, a los cuales se les siguieron confiando cargos en el
gabinete, su pasado liberal hacía que, por ejemplo, no pudiera pensarse en ellos
razonablemente para la designatura o la presidencia. Así 1890, cuando se vencía
el periodo de Holguín, los dos candidatos fueron conservadores (el mismo
Holguín y d general abogado antioqueño Marcelino Vélez), y en 1892 los
candidatos que figuraron para la vicepresidencia fueron Miguel Antonio Caro,
Marcelino Vélez y José Joaquín Ortiz, todos .de probada estirpe conservadora.
Incluso el término de “conservador” volvió a ser frecuente, al menos desde 1889,
aunque no en público, para no contrariar a Núñez y a Caro.
El gobierno y la oposición
Desde el momento de su derrota, el partido liberal trató de buscar fórmulas para
reorganizarse y recuperar algo de su poder. Sin embargo, la desmovilización era
amplia, y los esfuerzos todavía tímidos por conformar nuevos directorios o crear
una prensa liberal tropezaban con la represión oficial. Ya se mencionó como en
1887 Núñez ordenó el destierro de Parra y Aldana. La prensa, por su parte,
quedaba sujeta a una situación de imprevisible arbitrariedad. Como se dijo antes,
la Constitución dio amplios poderes al gobierno para «prevenir y reprimir» a la
prensa, mientras se expidiera una ley de acuerdo con los principios
constitucionales. Aunque parece evidente que estos no daban al gobierno derecho
a censurar, suspender o cerrar periódicos, pues garantizaban la libertad de prensa
sometiendo a los periodistas a las responsabilidades legales, los gobiernos de
Núñez y de sus sucesores prefirieron que no se expidiera la ley
««Página 56»».
prevista en el artículo K. De este modo, obraban apoyándose más bien en los
poderes provisionales de prevención y represión, los que se hicieron explícitos en
varios decretos, de los cuales el más importante fue el 151 de 1888, expedido por
Núñez pocos días después de reemplazar a Payán, y según el cual era subversivo
atacar a la Iglesia, a la religión, al gobierno y hasta al papel moneda.
En desarrollo de este decreto, o de sus antecesores de 1886, se cerró, por
ejemplo, en julio de 1886, La Siesta, de Antonio José (Nito) Restrepo, un
regenerador arrepentido y Juan de Dios (el Indio) Uribe. El año siguiente, El
Liberal de Nicolás Esguerra fue cerrado, y Juan de Dios Uribe y otros fueron
desterrados. Las primeras protestas de los regeneradores por el trato a la prensa
se dieron en esta época. El general Marceliano Vélez escribió al gobierno
afirmando que una actitud tan represiva, más que prueba de fuerza, revelaba
debilidad, y resultaba innecesaria.
Los recursos represivos del gobierno recibieron un refuerzo en mayo de 1888,
cuando se aprobó la ley 65, que permitía al presidente confinar y desterrar cuando
tuviera indicios de que se perturbaría el orden público; esto se añadía al poder
constitucional de retener a los posibles perturbadores, sin que la norma señalara
límite al tiempo de retención.
En general, el trato a la oposición fue más amedrentador que violento, al menos si
se compara la conducta de los regeneradores con la de otros gobiernos
latinoamericanos más o menos dictatoriales de la época. Los periódicos recibían
multas o suspensiones temporales, y esto se juzgaba suficiente: raras veces se
detenía a los directores, y sólo ocasionalmente se les confinaba a alguna
población más menos lejana. Durante los cuatro años de administración de Jorge
Holguín (1888-1892) esta política se suavizó, comparada con la de Núñez, y no
dio acogida a las propuestas de éste autorizar a los gobernadores a decretar los
confinamientos. En total, durante el gobierno de Holguín, se cerraron siete
periódicos, uno de ellos, La Regeneración, de carácter oficial.
Por otro lado, el sistema policial era todavía bastante primitivo; aunque bajo
Holguín se hicieron esfuerzos para organizarlo. En efecto, en 1888 se creó el
cuerpo de gendarmería, y para organizarlo el gobierno contrató en 1891 al policía
francés Juan Marcelino Gilibert. Ya en 1892 había 400 agentes y 40 oficiales en
Bogotá, que fueron desarrollando algunas habilidades detectivescas e
intimidatorias, las que alcanzaron su madurez a fin de siglo, bajo la dirección del
general Arístides Fernández. .
Como ya se dijo, la oposición era ante todo liberal. Se expresaba, en la medida de
lo posible, en comentan más o menos desapacibles sobre las figuras del gobierno,
y en frecuentes protestas por sus arbitrariedades. La prensa era el canal favorito, y
algunos periodistas, como Antonio José Restrepo o el Indio Uribe, encontraron
forma de zaherir e insultará a los regeneradores so capa de crítica literaria
««Página 57»»
o comentarios intrascendentes. Por supuesto, el primer motivo de la oposición era
la ausencia de derechos políticos de los liberales y la represión a la prensa. Pero
existían otros motivos de descontento. La política económica del gobierno no
gozaba de una gran unanimidad. El Banco Nacional, establecido por Núñez en
1881, había tenido desde el comienzo la oposición de los banqueros bogotanos,
muchos de los cuales tenían vínculos con el radicalismo. A partir de 1886, cuando
el gobierno estableció el papel moneda de curso forzoso, y sólo permitió la
circulación del papel moneda emitido por el Banco Nacional, comenzó un proceso,
inicialmente lento, de desvalorización de la moneda, que produjo el descontento
de sectores comerciales y bancarios. El proteccionismo también chocaba con los
intereses de los comerciantes y exportadores. Todos estos temas se discutieron
en la prensa de la época, y provocaron con frecuencia la ira del gobierno. En
general, los radicales tomaron todos estos motivos como tema pero muy pronto
comenzó a esbozarse una división dentro del partido del gobierno.
Esta comenzó simplemente bajo la forma de críticas moderadas desde dentro a la
política del gobierno de impedir el uso de los derechos políticos a los liberales. A
estas críticas se fueron superponiendo los motivos de desacuerdo derivados del
creciente centralismo y la velada tensión entre los partidarios de una amplia
autonomía regional y quienes veían, con Núñez y Holguín, en el intento de
defender la integridad territorial de los departamentos o su solidez fiscal una
supervivencia del funesto espíritu federalista. La superposición de estos motivos
hizo que durante los primeros años los desacuerdos en el seno de los
regeneradores tuvieran ante todo el respaldo de grupos regionales, entre los
cuales el primero fue el antioqueño.
Ya desde 1886, como se dijo, había puesto Núñez dividir los antiguos estados,
pero la oposición de varios constituyentes, encabezados por los caucanos (al no
tener Antioquia representantes propios), condujo a mantener en la Constitución los
límites de los antiguos estados. En 1888, el presidente encargado, Carlos Holguín,
propuso al Congreso la reforma de la Constitución para hacer más fácil la división
de los departamentos. Aparentemente, se pensaba ante todo en
««Página 58»».
satisfacer los anhelos del sur del Cauca de conformar un departamento
independiente, alrededor de Pasto. Aunque no hay indicaciones de que Núñez u
Holguín pensaran dividir a Antioquia, muchos de los políticos de esta región
entendieron el proyecto como un peligro, y a la oposición inicial de Rafael Reyes,
muy asociado con el Cauca, se sumó pronto la de los antioqueños. El Congreso
aprobó en primera vuelta el proyecto, que debía volver al año siguiente; dos
senadores antioqueños y uno caucano votaron en contra. Pronto se advirtió la
oposición casi unánime de caucanos, antioqueños y bolivarenses a la idea; en
estos departamentos, los núcleos favorables se encontraban principalmente en
Pasto, Barranquilla y Manuales, posibles cabezas de nuevos departamentos. En
todo caso, ante el creciente clamor, Núñez recomendó a Holguín dejar la cosa
como estaba, y así, en noviembre de 1889, el nuevo debate del proyecto fue
aplazado indefinidamente. Sin embargo, a comienzos del año siguiente, cuando el
Congreso empezó a discutir la elección de nuevo designado, los dos aspectos se
vincularon. Los antioqueños, aunque muy irritados con Holguín, decidieron,
después de algunas negociaciones, que lo apoyarían, pero con la condición de
que se retirara indefinidamente el proyecto de división territorial.
Así lo hizo Holguín el 20 de julio de 1890, y seis días después fue reelegido como
designado. Sin embargo, 14 congresistas no se sometieron al acuerdo y votaron
por Marceliano Vélez, que desde entonces quedó convertido en el centro de los
desacuerdos conservadores con el gobierno regenerador.
Fuera del desacuerdo por la represión a la prensa y los intentos de división
territorial, el manejo de los bancos y el problema de la libertad electoral y los
derechos de las minorías empezaron a surgir como temas de desavenencia. En
Antioquia, el núcleo de estos cuestionamientos tenía bastantes vínculos con
sectores empresariales (banqueros, comerciantes y empresarios agrícolas).
Típicos representantes de estos políticos empresarios eran Pedro Nel Ospina y
Carlos E. Restrepo, pero en general lo políticos y empresarios antioqueños del
marco de la plaza empezaron a respaldar a Marceliano Vélez como una alternativa
a Holguín, y como alguien que podía «regenerar la Regeneración», que se había
corrompido por el retorno al fraude electoral y la represión, contra los que había
luchado.
A fines de 1890 surgieron disidentes bogotanos, cuando Antonio B. Cuervo,
antiguo ministro de Guerra, encabezó un memorial, firmado también por el
presbítero Antonio José Sucre, en el que pedía la libertad electoral, neutralidad del
gobierno en las elecciones, reconocimiento del derecho de las minorías y una
reforma constitucional que estableciera la responsabilidad del presidente.
El problema de los derechos de las minorías se hizo más urgente desde cuando el
partido liberal empezó a adaptarse a la nueva situación. Sobre todo a partir de
1892, cuando se avecinaban las elecciones presidenciales, un importante sector
liberal empezó a promover un cambio de estrategia, buscando la participación
electoral, el reconocimiento de la Constitución y la lucha bajo ella como un camino
viable de acción política. Aunque no se descartaba la guerra como medio de
recuperación del poder, liberales como Aquileo Parra y Nicolás Esguerra
encontraban preferibles tácticas pacifistas, y contribuyeron a la conformación del
Centro Liberal, una especie de directorio
««Página 59»».
Político, y, dado el control de la educación superior por parte del conservatismo, a
la fundación de la Universidad Republicana, en la cual se enseñarían los
principios políticos y constitucionales del liberalismo.
La elección presidencial de 1892 y los comienzos del gobierno de Caro
A comienzos de 1891 comenzaron a discutirse las nuevas candidaturas para el
período presidencial de 1892 a 1898. Nadie tenía duda sobre el candidato
presidencial, pues todos apoyaban a Núñez y nadie habría podido enfrentársele.
Lo importante era quién iba a ser el candidato a la vicepresidencia. En febrero, un
comité de Cartagena, que se suponía contaba con el apoyo de Núñez-Marcelino
Vélez, que permitiera atraer a los vacilantes antioqueños. Vélez, sin embargo, era
un candidato sin mucho peso nacional. Había sido gobernador de Antioquia
durante la mayor parte del gobierno de Holguín, y se había resistido a ir al
Congreso, donde tenía un puesto de senador, a pesar de la reiterada solicitud de
los antioqueños. Una amplia correspondencia, sin embargo, lo había mantenido en
contacto con otros regeneradores descontentos, como el gobernador del Cauca,
Juan de Dios Ulloa. Sin embargo, sus desacuerdos con Holguín y con el núcleo de
su gobierno habían sido demasiado obvios. Tan pronto se lanzó su candidatura,
se inició un esfuerzo por encontrar otro candidato que pudiera desplazarlo, y don
Jorge Holguín, hermano del presidente, lanzó la candidatura de don Miguel
Antonio Caro. Para ellos, la candidatura Vélez era un claro desafío, un peligro para
la Regeneración. Como dijo entonces don Carlos Holguín, “lo que es vencidos no
nos declararemos sino cuando lo seamos real y materialmente”; abrir el compás a
los liberales por pura generosidad, por puro idealismo, era una torpeza que no
debía cometerse. “Seria labor desgraciada —dijo solemnemente don Marco Fidel
Suárez, hombre de confianza de Caro y Holguín— el anteponer ideales generosos
pero irrealizables al imperioso deber de la conservación.”
Núñez anuncio una neutralidad inicial, y la candidatura de Vélez obtuvo algún
apoyo en el centro del país: caracterizados conservadores, como Rafael Reyes,
José Manuel Marroquín y Carlos Martínez Silva, se sumaron a ella. Sin duda, Caro
era una figura más representativa de la Regeneración y estaba mucho más cerca
de quienes tenían el poder. Su candidatura, además, tenía obvio aroma oficial,
reforzado por su parentesco con el presidente en ejercicio: Carlos Holguín estaba
casado con una de sus hermanas. Vélez trató de obtener el apoyo de Núñez, pero
lo hizo subrayando sus diferencias con Holguín y sus críticas a los actos de la
administración, a los exilios, la división territorial y el manejo del tesoro. ¿Podía
pensar Vélez que Núñez no estaba identificado con tales políticas? ¿O
simplemente, sin esperanzas ya de derrotar un candidato que contaría con todo el
apoyo oficial, decidió dejar una constancia de su independencia política? Porque
es difícil que hubiera pensado que Núñez
««Página 60»».
lo apoyaría, tras exponer las críticas que hacía. En efecto, Núñez decidió dar su
pleno respaldo a Caro. La candidatura de Vélez, en su opinión, era subversiva, y
abría el camino a los radicales, que estaban a la expectativa pero aparentemente
dispuestos a darle su apoyo. Núñez consideraba que los radicales no eran «un
partido constitucional y debe tratárseles como conspiradores». Aceptar su apoyo
era romper con la Regeneración. En efecto, los liberales, que habían expedido un
manifiesto aceptando el hecho de la Constitución, no tenían la menor posibilidad
de obtener ningún resultado con un candidato propio. La división conservadora les
daba la oportunidad de intervenir en el debate político, y era lógico que estuvieran
dispuestos a apoyar a quien, así fuera en su correspondencia, había insistido en el
reconocimiento de sus derecho había protestado por las violaciones a la libertad
de prensa y por el exilio periodistas y políticos liberales. Perdido el apoyo de
Núñez, quien prohibió que su nombre figurara junto con el de Vélez, muchos de
sus partidarios, como Reyes y Martínez Silva, se pasaron a Caro. Los antioqueños
quedaron prácticamente solos, y lanzaron entonces la candidatura simbólica de su
general para la presidencia, y la del poeta José Joaquín Ortiz, una extraña
elección por su tradicionalismo y su catolicismo ultramontano, como
vicepresidente. El Centro liberal ordenó votar por esta lista, y en las elecciones
barrieron los miembros del partido nacional en todo el país, con excepción de
Antioquia, don los velistas, que comenzaban a referirse a su movimiento como el
«partido conservador histórico» o el partido conservador «republicano», lograron
una amplia mayoría. Caro obtuvo finalmente 2.075 votos en todo el país, contra
504 de Vélez, de los cuales 304 fueron de Antioquia. Los liberales, en general, se
abstuvieron, y no muchos de ellos figuraron en las listas de personas con derecho
al voto. En Antioquia, sin embargo, 7 electores liberales votaron por Vélez.
Caro se posesionó en agosto 1892, y desde el comienzo fue evidente que
gobernaría dentro de la línea regeneradora más exclusivista. El Congreso era casi
unánimemente nacionalista. Los velistas habían logrado elegir 5 representantes
por Antioquia, y en este mismo departamento el gobierno local había permitido
unos sufragios menos trucados, que permitieron la elección del único
representante liberal para el período 1892-96: Luis A. Robles, un costeño elegido
por circunscripción de Medellín. La fracción antioqueña comenzó a acentuar su
distanciamiento de Caro, y no vaciló en apoyar a Luis A. Robles cuando propuso
en la Cámara la derogatoria de la ley de los caballos, la cual fue negada con sólo
seis votos a favor. Del mismo modo apoyaron una propuesta
««Página 61»».
De investigación del Banco Nacional, que tuvo apenas el apoyo de los mismos
seis representantes antioqueños. El Ministerio del Tesoro, según dijo, habría
ofrecido resistir con las bayonetas todo intento de entrar al Banco Nacional.
El carácter intransigente de Caro se manifestó desde temprano en su
administración. Autoritario, seguro de su mismo, de una indudable coherencia
lógica y de una formación filosófica maciza, así no fuera muy original y se basara
en el dominio exhaustivo del español Jaime Balmes, su pensamiento político y su
catolicismo radical lo llevaban a negar que pudiera darse derechos a quienes se
encontraban en el error, como los liberales. Él mismo estaba más allá del error,
pues, ¿no contaba con el apoyo divino? <yo no tengo nada que hacer en este
asunto. Dios lo hace todo: Ha habido maquinaciones tenebrosas que fracasaron
por favor de la Providencia…>, llegó a decir.
El gobierno, pues, se mantuvo firme en su actitud hacia los liberales. Estos
continuaron vacilando entre una línea pacifista, y la preparación para una eventual
guerra. Los esfuerzos de reorganización continuaron, y el partido lentamente fue
reincorporando muchos de sus partidarios. Los patriarcas liberales, los antiguos
miembros del Olimpo Liberal desempeñaban un papel de orientación, que sin
embargo tropezaba frecuentemente con la impaciencia policía de los más jóvenes
militantes, de los que habían despertado a la vida política cuando la guerra de
1876 o la de 1885. La ambigüedad iba a marcar la acción liberal de los siguientes
años. En 1892, una con convención liberal, por ejemplo, no pudo escoger entre el
pacifismo y la guerra y trató de aferrarse a ambos extremos de la cadena. Aprobó
iniciar esfuerzos para amarse pero nombró como director a Santiago Pérez, cuyo
pacifismo era indudable. El gobierno y el liberalismo acabaron entrando a un
círculo vicioso que favorecía a los duros de cada grupo. Las actividades del sector
belicista se convertían en motivo de represión del gobierno, que veía en ellas las
pruebas de que el liberalismo era un partido subversivo, y si aceptaba la
constitución era para ganar tiempo; las persecuciones del gobierno servían a los
liberales militaristas para mostrar como la política de buscar concesiones políticas
tropezaría inevitablemente con la intransigencia del gobierno o con la represión.
En 1893, la tensión entre el liberalismo y el gobierno aumentó, con motivo de una
larga polémica entre el ex presidente Carlos Holguín y el director liberal Santiago
Pérez. En medio de la polémica, el liberalismo publicó
««Página 62»».
un programa político que subrayaba la búsqueda de canales legales y solicitaba
garantías electorales y reformas menores de la Constitución. El peso de civilistas
como Camacho Roldán, Miguel Samper, Aquileo Parra y Santiago Pérez era
evidente. Sin embargo, a fin de año el gobierno cerró el periódico de don Santiago,
y decidió expatriarlo con otros radicales, Mientras tanto, Marceliano Vélez, desde
su aislada finca de Amalfi, expedía manifiestos a favor de la libertad de prensa y la
pureza del sufragio. La división conservadora fue aumentando. Carlos Martínez
Silva, que había sido ministro del Tesoro en 1889, y en tal calidad había
autorizado unas emisiones ilegales, las llamadas «emisiones clandestinas», se
alejó de Núñez y Caro. El periódico conservador, El Correo Nacional, fue
suspendido por seis meses. En el Congreso, los debates sobre las emisiones
clandestinas apasionaron a la opinión y dividieron al gobierno y a su partido.
En agosto el congreso parecía haberse vuelto contra su presidente, y varios
senadores clamaban por el regreso de Núñez al poder. El mismo Caro decidió
solicitar al regenerador su regreso a Bogotá; cuando se preparaba para viajar a la
capital, el 18 de septiembre de 1894, falleció en Cartagena. La muerte del político
cartagenero dejaba a Caro como el gran político nacionalista; don Carlos Holguín
moriría el mes siguiente, pero lo dejaba con un partido conservador
profundamente dividido, y en buena parte por causa de las actitudes del mismo
Caro. En efecto la oposición antioqueña había encontrado a posibilidad de
consolidación con los agrios enfrentamientos provocados por el vicepresidente,
quien lanzó a Martínez Silva y a otros a la oposición, al hacer público el asunto de
las emisiones. Como caro insistía en que el partido de la Regeneración era el
partido nacional, sus opositores invocaron la tradición de conservadores y
asumieron el nombre de <partido conservador histórico>, que se consolidaría,
como una tendencia muy fuerte dentro del conservatismo, a partir de enero de
1896.
El grupo histórico, y en particular su núcleo antioqueño, no tenía grandes
diferencias ideológicas con los demás conservadores, y con frecuencia de daban
deslizamientos entre ambos grupos. Compartía con entusiasmo la política religiosa
de los regeneradores pues se trataba de un sector estrechamente vinculado a la
iglesia. Mantenía también una gran distancia ideológica con el liberalismo, y
dependía la supremacía del conservatismo. Pero difería del gobierno central en su
visión más descentralizada, en su mayor cercanía a los puntos de vista de
comerciantes y banqueros acerca del papel moneda y, sobre todo, en cuanto
creían que era un error utilizar mecanismo represivos contra el liberalismo y
excluirlo del juego político; confiados en la mayoría popular del conservatismo, los
históricos juzgaban que una política de prensa.
««Página 63»».
Y de sufragio abierto garantizaría mejor la hegemonía regeneradora, sin los
traumas y violencias que provocaba la represión abierta. Por eso en la política
regional mantuvieron una actitud abierta al liberalismo, y en 1892 eligieron el único
liberal escogido entonces para el Congreso. En 1896, los liberales lograron votar
por sus candidatos en Antioquia en proporción tal que los primeros escrutinios
daban la elección de 4 representantes y quizás un senador, el único que habría
ido a nombre del liberalismo durante la Regeneración. Finalmente fueron
escrutados como representantes Rafael Uribe y Santiago Pérez, pero este último
no fue reconocido, pues en el momento de la elección tenía suspendidos sus
derechos políticos.
Esta oposición conservadora fue hasta 1896, tímida, vacilante y en general
encubierta; don Marceliano Vélez no se cansaba de insistir a sus más impacientes
copartidarios que mantuvieran las críticas reservadas. Pero los grandes asuntos.
Los problemas de libertad de prensa. De las facultades extraordinarias, de la
reforma electoral, seguían abiertos y para 1896, después de una breve guerra civil
iniciada por los liberales, volvieran a plantearse
En particular, el sistema electoral dejaba sin legitimidad al régimen. Los recursos
políticos mencionados permitieron la formación de un sistema electoral cuyo
funcionamiento excluía a los liberales, con una eficacia que hacía aparecer como
inocentes los viejos métodos del sapismo radical. La manipulación de los registros
electorales, la negación del registro a los liberales, el voto de los soldados, la
actuación arbitraria de los jurados electorales, que anulaban o modificaban
registros a voluntad, la intimidación armada, conducían a resultados electorales
que, como ya se dijo, eran absurdos. Fuera de Antioquia, el país no eligió ni un
solo representante liberal antes de 1904; entre este año y 1909, la Asamblea
Nacional Constituyente convocada por Rafael Reyes permitió una representación
minoritaria pero amplia al liberalismo, aunque por fuera del sistema electoral
vigente. En contraposición, eran frecuentes las localidades donde el número de
votos conservadores superaba el total de varones adultos. a pesar de los
requisitos
««Página 64»».
de propiedad fijados por la ley: Con un sistema así, que llevó la exclusión que
antes habían practicado los liberales a sus últimos extremos, la posibilidad de que
la Constitución de 1886 tuviera una verdadera legitimidad, definiera las reglas de
juego y se convirtiera en el ordenamiento político aceptado por la mayoría de los
colombianos era muy escasa. Al funcionar como una Constitución de partido,
todas las esperanzas de que sirviera de base a la paz (la «paz científica», de que
hablaba Núñez) se fueron a pique y, en su forma original, resultó tan inadecuada a
la realidad nacional (a pesar de reconocer mejor que la Constitución del 63
algunos aspectos básicos de esta realidad) como las anteriores. Mientras no fue
modificada, que ocurrió a consecuencia del gran fracaso representado por la
guerra los Mil Días y la separación de Panamá, no hizo sino alejar las
posibilidades de convivencia pacífica de los Colombianos.
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