recopilacion de cuentos de terror

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I CONCURSO DE RELATOS DE TERROR

¡¡ÁBRETE LIBRO!!

VV.AA.

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Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada, copiada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, óptico, informático, reprográfico, de grabación o de fotocopia, o cualquier medio por aparecer, sin el permiso expreso, escrito y previo del autor. Todos los derechos reservados. Impreso en España. Printed in Spain Copyright 2008 ® Los autores respectivos Primera edición: 2008 Cuadro de portada: © 2008 Fabián Branada Edición a cargo de: Lucía Bartolomé, Rayco Cruz y Beatriz Sánchez

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Índice MI CONTRIBUCIÓN A LA HISTORIA Oooo ................................................................................................7 ODIO A LOS INCRÉDULOS Sebastián Roa (Lacedemonia)........................................................21 LA INMOBILIARIA Yolanda Villaverde (yoy) ...........................................................27 RESPIRA Rayco Cruz Fernández (Roland)...............................................39 UNDERGROUND’S FLY Vicente Quijano Álvarez (Takeo)..............................................49 LA MIES Raúl Soto (rsoto21) ......................................................................59 DIARIO DE PATRICIA URQUIJO El Ekilibrio....................................................................................67 EL EMPALADOR birrico ............................................................................................77 EL HOMBRE DE LA BATA RAÍDA Y LA BELLEZA PERSONIFICADA J.J.Buch ..........................................................................................91 TENTÁCULOS DE BRUMA Jaime Juárez (Jaime) ....................................................................99 EL CIELO GRIS Luis Bermer ................................................................................105 NOTA..........................................................................................111

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Ooooo Mi contribución a la historia

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MI CONTRIBUCIÓN A LA HISTORIA

Ooooo

Ganador del concurso de relatos

“¡No pude parar desde que me enteré, Echaopalante! (…)

¡Ya sólo me quedaba juntar el dinero, Cojoneslargos! (…) ¡Y después te busqué, Juansinmiedo!”. Echaopalante, Cojoneslargos, Juansinmiedo y muchos otros motes más era el inuk que aceptó guiar al inglés hasta el viejo barco. El inglés era Henry McAskill, 30 años, orondo, gran bebedor y mejor comedor, parlanchín y montado en un trineo al lado de un inuk indistinguible de cualquier otro inuit para el típico inglés, que en el fondo los considera poco más que animales. El inuk no entendía casi nada de lo que decía, pero aun así McAskill se tiró todo el viaje gritándole cómo había acabado en el ártico, que se puede resumir en lo siguiente.

En 1845 los barcos británicos Erebus y Terror partieron con la misión de encontrar el legendario Paso del Noroeste, o lo que es lo mismo, dar con la forma de llegar a Asia en barco a través del Ártico, un objetivo económico y geoestratégico de primer orden para la Inglaterra victoriana. Al frente de la expedición estaba sir John Franklin, explorador del máximo prestigio y experiencia en la

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zona ártica, a quien se dotó de cuanto pidió, pues la empresa no podía fallar. Pero lo hizo. Pasaron el estrecho de Hudson, el canal de Foxe, y, a la altura del golfo de Boothid, no se supo más de ellos. Salieron expediciones en su búsqueda, pero en realidad casi todas fingían para hacerse con fondos e intentar ser los primeros en llegar al polo norte. Lo único a lo que aferrarse era lo que los miembros de una tribu inuit dijeron mientras mostraban utensilios de la tripulación: que vieron hundirse uno de los barcos y que encontraron cuerpos mutilados de sus tripulantes. Esto concordaba con los pocos restos encontrados por ingleses, por lo que la prensa insinuó una palabra maldita, canibalismo. “Eso es impensable en súbditos de la Corona Británica”, escribió Charles Dickens, el más renombrado de los innumerables chupatintas incapaces de comprender el significado de la palabra supervivencia.

Finalmente se corrió un conveniente velo sobre una expedición cuyo recuerdo sólo podía traer infamia al país. Para retomar esa historia abortada habría que esperar a finales de 1888, en Nochebuena, cuando las lenguas se desatan al calor del vino y se puede enterar uno de datos valiosos. Hay gente que así obtiene información privilegiada para los negocios, no fue el caso de McAskill, soñador por naturaleza. Así se enteró de que esa expedición se repetía al menos una vez por siglo desde que reinaba Isabel I, y que además del interés pragmático tenía otro oculto, nada más y nada menos que encontrar la Puerta del Inframundo, que sin duda andaba por esos hielos. Este “sin duda” fue pronunciado por John Dee, consejero de la reina, matemático,

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astrónomo y geógrafo. Pero también astrólogo, adivino, hermético y espía secreto de su majestad, a quien informaba de sus hallazgos en cartas firmadas con la cifra 007, cifra que sería vulgarizada ad nauseam unos siglos después. Al parecer esto último no lo adivinó.

Al conocer esto, McAskill tuvo claro que partiría en busca del barco que no se hundió y que bien podría seguir atrapado en el hielo. Allí esperaba encontrar alguna pista sobre la Puerta del Inframundo. El principal problema era el que le acompañaba desde que nació, el dinero. Tras buscar sin pausa durante parte de 1889, dio con una sociedad ocultista recién creada, la Golden Dawn. No le permitían ingresar en ella, así que se infiltró haciendo un butrón cual ladrón y montó un numerito para que le escucharan. Para su sorpresa, estaban totalmente de acuerdo con él, ya que conocían el tema y sólo les faltaba el valor que sobraba a McAskill. Le financiarían bajo la condición de que fuera solo, así se mantendría el secreto y el montante sería asumible. En menos de una semana, el tarambana de McAskill ya se había enrolado en un navío para cruzar el atlántico, y después en otros hasta que, en verano de 1889, contactó con la tribu inuit que vio hundirse uno de los barcos, convenció a un inuk de alma aventurera para que le guiara y partieron.

Allá iban McAskill, el inuk, el trineo y veinte perros, diez tirando y diez atados detrás para darles relevo. El joven nómada inuk era conocedor de buena parte del ártico, cazador de focas, pescador de krill y muchos otros pequeños saberes más que le convertían en un profesional de la supervivencia polar. Esa comida no gustaba a McAskill, quien no hacía más que despotricar

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sin percatarse de que sus anheladas latas de conservas pesarían mucho, se congelarían y habría que llevar combustible para calentarlas, lo que aseguraría el fracaso de la expedición. También se quejaba del paisaje, monótonamente blanco y mezcla de tierra y mar. Tan pronto se hallaban sobre dunas de nieve apelmazada como en un valle rodeado de colinas de hielo o rodeando una gran zona erizada como si hubieran congelado el mar bajo una tormenta. Pero eso no era lo peor, sino que era cambiante. Los animales y el inuk dormían a pierna suelta, pero McAskill dormía poco y mal porque siempre era de día, y se oía el largo ¡craaaaaaak! del surgimiento de una falla de hielo triturado, o el ¡chooooof! de varias toneladas de hielo que caían al agua convirtiéndose en un pequeño iceberg. Para darse ánimos se imaginaba de vuelta a Inglaterra habiendo conseguido lo que llamaba “mi contribución a la Historia”.

Cuando llevaban unas tres semanas de marcha avistaron el barco. El inuk lo señaló contentísimo, pero McAskill frunció el ceño, apretó los dientes y olvidó su locuacidad para siempre. Llegar hasta el barco no fue fácil, ya que la ventisca polar habitual soplaba allí mucho más fuerte y el barco estaba al final de una cuesta arriba. Tras el navío estaba lo que fue y volvería a ser un titánico iceberg tabular, pero en esa época sólo era una estática meseta que lo protegía y enmarcaba de tal forma que, admitámoslo, daba miedo. Según se acercaban no dejaron de mirar al barco, un velero no demasiado grande, con las velas izadas, la cubierta dividida en tres alturas de proa a popa siendo la central la más baja, y una pequeña chimenea que sobresalía de la cubierta

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trasera y hacía suponer un motor a vapor poco potente, de unos veinticinco o treinta caballos. El material que más abundaba era madera ya blanquecina tras décadas en el ártico, y fue subiendo con la mirada la madera del mástil principal cuando empezó a torcerse todo.

De la cofa mayor colgaban dos cuerdas, y al final de cada una de ellas un ahorcado se bamboleaba al ritmo que marcaba el viento. McAskill miró al inuk y éste le devolvió la mirada, franca y extrañamente serena. McAskill suspiró y el inuk lo imitó. Ambos observaron detenidamente cada metro cuadrado a la vista del barco y ninguno vio nada más del estilo de sus dos nuevos vecinos. McAskill se señaló a sí mismo, luego al inuk y después al barco. El inuk asintió, lo que desmoronó a McAskill hasta el punto de abrazar y palmear en la espalda de su compañero con fuerza. El inuk sólo era el guía, no tenía por qué entrar, y menos después de lo que acababan de ver. Habiendo rebajado la tensión, se pertrecharon. El inglés cogió el fusil, municiones, fósforos y un farol de aceite. Al inuk le dio una escala de cuerda con ganchos en un extremo y el hacha de mano, pero ésta última no la quiso, así que se la colgó del cinturón. Luego sacó la botella de ron y le pegó un buen tiento, se la ofreció al inuk, quien la rehusó como hiciera con el hacha. McAskill se encogió de hombros como hiciera antes de colgarse el hacha, entremetió la botella entre la muda que paseaban en el trineo y abrió la marcha alrededor del barco.

Al llegar al otro costado les sorprendió muchísimo la rampa que había a mitad de eslora. Por ella se subía a un agujero que perforaba el casco a unos dos metros del suelo y por el que sólo se

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podía pasar de uno en uno y agachado. La rampa había sido improvisada para aprovechar la gran grieta que subía desde el suelo, donde el hielo había destrozado el casco para después fraguarse con él. Si algo había aprendido McAskill en este viaje es que ciencia y religión son diminutas comparadas con la madre naturaleza. Estaban a punto de penetrar en ese gran pecio varado cuando el inuk salió corriendo haciéndole señas a McAskill para que esperara. Un minuto después volvía andando y dándole un señor lingotazo a la botella. Su compañero sonrió y pegó otro buen trago, le dio la botella al inuk, cargó el rifle, encendió el farol, se santiguó y se metió por el agujero. Tras él penetró el inuk como alma que lleva el diablo.

Aparecieron dentro de un pasillo que atravesaba las entrañas del barco de babor a estribor, con dos escaleras ascendentes en los extremos de la parte derecha y tres puertas cerradas en la parte izquierda, que daba a popa. Algo intangible le daba muy mala espina a McAskill y no sabía qué. El inuk sí, y se lo hizo entender pasando los guantes por la juntura de las puertas, señalando los escalones y haciendo un gesto que unía las yemas de los cinco dedos y bajaba la mano. Estalactitas y estalagmitas de hielo. ¡No había ninguna! Todo estaba congelado, sí, pero no había ni rastro de hielo, en ese barco parecía que se había parado el tiempo. Varios marineros le habían dicho que en los polos manda el frío, no el tiempo. Allí no es que no mandara, es que había huido.

No habían hecho el viaje para volverse en el último momento, así que echaron un trago y sorprendieron al miedo

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entrando en tromba en el primer camarote. Lo que vieron les dejó perplejos, allí les esperaba la tripulación congelada durante sus quehaceres diarios. Parecía un museo de cera, unos cadáveres tumbados en las literas abatidas desde la pared, otros jugando a las cartas y a un diminuto ajedrez, otros sentados alrededor de una ingeniosa mesa invertida que colgaba del techo mediante patas plegables, donde reposaban platos y vasos servidos y botellas a medias. Alrededor había estantes llenos de conservas, candelabros, vajilla, cristalería y algunos libros, una cafetera sobre el hornillo apagado, varios cofres apilados contra la pared y, sobre el más alto, las pipas de la tripulación. Todo ello a duras penas iluminado por los cilindros de luz mortecina que penetraban por tres ojos de buey. Al acercarse a la tripulación perenne vieron que todos tenían, conservado como si se les acabara de realizar, un agujero en el pecho del tamaño de un puño, a través del cual les habían extraído el corazón. También compartían suerte en lo que respecta a un pequeño orificio en el centro de la frente. Un disparo, pensó McAskill, pero la intuición del inuk volvió a sacarle de dudas al golpear con los nudillos una cabeza y sonar hueco. Les habían sorbido el cerebro. Eso ya era demasiado, McAskill hizo un gesto con la cabeza y salieron bien ligeros entre las sinuosas sombras producidas por el vaivén del farol. El inuk, siempre atento, cerró la puerta tras de sí.

De nuevo en el pasillo, que ya no les daba ningún miedo, sino alivio, echaron un trago, se estrecharon absurda, silenciosa y solemnemente la mano mientras se daban fuerzas con la mirada, y se acercaron a la puerta central. De nuevo dudaron frente a la

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puerta, hasta que el inuk cogió el farol y se agachó gesticulando hacia a McAskill. Un minuto y varios gestos después, le entendió. No volverían a arriesgarse a lo loco como en el primer camarote. El inglés giró con cuidado el picaporte y abrió la puerta un milímetro, lo soltó y se sentó en el suelo contra la pared. Revisó supersticiosamente el rifle y, cuando llevaba ya varios segundos apuntando a media altura, hizo una señal a su compañero, quien con una mano empujó la puerta y con la otra envió el farol deslizándose por el suelo. La semiesfera de luz se adentró en la oscuridad hasta dar contra la pata de una silla. En ella se sentaba alguien de espaldas a la puerta y frente a una pesada mesa que dominaba la pequeña estancia. Ninguno de los dos se atrevía a entrar. El inuk golpeó fuerte varias veces en la pared para descargar tensión y McAskill le imitó. Como funcionó, se fue acercando lentamente a coger el farol mientras apuntaba tembloroso a la cabeza del navegante. Al elevar el farol se vio cómo hombre y silla estaban firmemente atados a las patas de la mesa. La cabeza gacha que se fue desvelando era el principio de una escena digna de un relato de terror. De las cuencas oculares colgaban los nervios ópticos, y de estos, los ojos, a un palmo de las manos, clavadas a la mesa con dos cuchillos con las hojas paralelas a las líneas de las muñecas, ensangrentadas porque estaban serradas. Cuando le serraron no tuvo más remedio que verlo, puesto que le negaron hasta el parpadeo. No tenía más signos de violencia, sólo un chichón, así que murió viendo cómo se desangraba. Trato especial para el capitán, sir John Franklin. Frente a sus manos estaba la carta náutica, a la que atravesada un

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reguero de sangre seca justo por donde se encontraba varado el barco. En su parte superior estaba la rosa de los vientos, empeñada en guiar a los marinos aunque estén muertos. El resto de la mesa estaba ocupado por tinta, lápices y plumas para retocar constantemente la carta de navegación, un quintante, dos sextantes, un astrolabio, varios mapas, dos brújulas y material variado para orientarse en alta mar. A la izquierda había una alacena llena de medicinas, vendas, alcohol y varios tipos de sierras para amputar en caso de gangrena, todas relucientes menos una. Como la habitación era angosta, sólo quedaba por descubrir el cuaderno de bitácora, caído en el suelo y abierto de cualquier manera. McAskill se emocionó al verlo, si había una explicación a este suceso, y éste sólo podía tener que ver con la Puerta del Inframundo, tenía que estar ahí. Al intentar cogerlo se quedó con una página en la mano, pues estaba congelado y no podría ser consultado a esa temperatura. Esto fue lo que dividió a la pareja. McAskill salió a por velas al camarote anterior, las cortó muy cerca de la mecha y las colocó en círculo alrededor del cuaderno para lo calentaran. El inuk debía quedarse vigilando para que no se apagaran y reponer las velas si hacía falta. No quería quedarse sólo, pero tampoco quería seguir inspeccionando semejante lugar, así que bebió el trago de ron más largo que pudo y esta vez sí que aceptó el hacha. Cuando McAskill salió, el inuk se quedó escondido tras la puerta abierta, seguramente para no ser visible si por el pasillo pasaba quién sabe qué. En los últimos minutos le había abandonado el valor que siempre tuvo para adentrarse y cazar en tierras que la tradición inuit consideraba malditas, como

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lo eran varios kilómetros a la redonda del barco. El tercer camarote no tenía mucha historia. O sí, según se

mire. Era una imagen especular del primero, no sólo por construcción y enseres, también por los muertos, todos en el mismo lugar y postura y compartiendo mutilación con sus homónimos del camarote gemelo. Era escalofriantemente enfermizo, pero a McAskill le vino bien, eso ya lo había visto y le confirmó que no encontraría nada peor, así que salió y empezó a subir los escalones. ¡Clink! El macabro tañido del choque entre los dos ahorcados congelados fue lo primero que oyó, incluso antes de llegar a cubierta. Aun así tardó en volver a verlos porque su mirada se quedó fija en el puzzle humano. Era un tercer ahorcado, inicialmente colgado entre los otros dos, cuya soga se había roto, lo que convirtió al extripulante congelado en un puzzle de unas 20 piezas. Había sido reconstruido tumbado en el centro exacto de la embarcación de forma que mantuviera la fanática simetría entre babor y estribor. Una mirada a proa le descubrió al segundo de a bordo atado de arriba a abajo a un mástil, con la cabeza rebanada a la altura de las cejas y una eterna mueca gritando que se lo hicieron en vida. Un vistazo a popa también tuvo premio, el timonel congelado arrodillado y agarrado al timón. Su muerte se debió al gran gancho clavado en la espalda, que en su momento llegó a toda velocidad y colgando de una cuerda de la cofa menor. A mirar arriba, alivio, no había más que los dos que ya conocía. Sólo le quedaba encaminarse a la escalera central que bajaba al interior de proa, y eso es lo que hizo.

Paró delante del primer escalón y repitió el ritual recién

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estrenado frente al tercer camarote: vació un poco más la botella, supervisó rifle y farol, respiró hondo con los ojos cerrados y empezó a adelantar el pie derecho antes de abrirlos. Esperaba encontrar otro pasillo transversal, y lo encontró, pero ciego y mejor iluminado que el anterior. No tenía puertas y sí varios cofres de todos los tamaños arrimados contra las paredes. La luz seguía siendo la del farol de McAskill, pero iluminaba más porque se reflejaba en los múltiples espejos, incluso de mano, colgados en la mitad superior de las paredes. Como no sabía qué hacer, empezó a abrir cofres, asqueado pero en el fondo nada sorprendido de que hubiera corazones y nada más que corazones salvo en el primer y gran cofre frente a la escalera, en el que había un cerebro. Estaba claro de quién fue. Tanto muerto en tan poco tiempo le había hecho bajar la guardia y no se dio cuenta de que, al final de la parte derecha del pasillo, mientras inspeccionaba los últimos cofres, unos cuantos espejos frente a los que acababa de pasar empezaron a retroceder lentamente.

¡Aaaaahhhhhh! ¡Aggggggggggggggg! oyó el inuk desde su escondrijo. Los testículos se le empequeñecieron y subieron unos centímetros, el corazón latió más rápido que nunca y los ojos se le abrieron tanto que se le desenfocó la visión. Había dado el pequeño paso que separaba el miedo del terror. Un momento después, que a él le pareció eterno, ya había hecho un razonamiento y tomado una decisión: allí no podía quedarse, si mientras salía podía ayudar al inglés, lo haría, si no, huiría en el trineo, que era lo más importante del mundo en ese momento. Salió del camarote hacha en ristre en dirección al hueco por el que

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habían entrado, pero cuando se agachaba para salir recordó al inglés, primero su cara afable mientras le explicaba de todo aun sabiendo que no le entendía, después su intensa mirada mientras se daban la mano hace unos minutos. Muy a su pesar, comprendió que el inglés no le abandonaría si la situación fuera al revés. Se sintió obligado a corresponderle. Reunió el poco valor que le quedaba y subió a cubierta, echó una mirada rápida alrededor y sólo vio muertos, así que se acercó a la escalera del pasillo ciego y empezó a bajar muy despacio. Al llegar al último escalón miró hacia la derecha, de donde provenían leves ruidos similares a roce de ropas, y vio a McAskill hecho un ovillo inmóvil delante de una sombra blanca que miraba al inuk fijamente. La silueta era antropomorfa salvo el brazo izquierdo, que acababa en forma de estilete y chorreaba sangre. Al inuk le faltó el tiempo para darse la vuelta y salir corriendo, pero el miedo le hizo correr sin pensar y en lugar de en la entrada acabó acorralándose a sí mismo en proa. Miró a todas partes e intentó la única solución que se le ocurrió, disparar con el cañón el arpón ballenero cerca del trineo y utilizar la cuerda del arpón como improvisada tirolina. El arpón asustó a los perros y empezaron a tirar del trineo, miel sobre hojuelas, pero la cuerda no quedó tensa. Así no podía bajar. No tenía más remedio que jugarse el todo por el todo. Se dio media vuelta y, casi sin mirar, lanzó el hacha a la sombra blanca, que ya aparecía por las escaleras que daban a proa, amarró la cuerda al cañón con el nudo más rápido que conocía y se la jugó sin saber si aguantarían el tirón tanto el nudo como sus brazos.

La sombra blanca intentó hacer lo mismo que el inuk, pero el

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hachazo había hecho mella y sólo pudo sostenerse de la cuerda un par de metros, luego cayó girando lateralmente y aterrizó apoyando de refilón una mano, que resbaló y no pudo evitar un golpe tremendo al caer todo el peso sobre la parte lateral derecha del cuello. Tumbada, miró al trineo y vio cómo huía solo y cuesta abajo a toda velocidad. Miró alrededor y no había nadie, momento en el que comprendió que el inuk iba agachado en la parte delantera para que no pudiera alcanzarle ningún hipotético proyectil. La sombra no podía mover el cuello, es más, ni lo sentía, así que no se atrevió a ponerse de pie y empezó a arrastrarse hacia la rampa dejando un trazo rojo y desgarrado sobre lienzo blanco. Sangre, evidentemente, pues la sombra no era más que un hombre vestido totalmente de blanco, de tez albina y con pelo y barba totalmente encanecidos. La precaria iluminación y el miedo lo convirtieron en una sombra de ultratumba. Qué hacía allí es tan fácil de explicar como difícil de entender si estás cuerdo. Cuando vio que los años no perdonaban y que la muerte llamaría a su puerta a no mucho tardar, se embarcó rumbo al Erebus para acabar “donde todo comenzó”, pues consideraba esa matanza su verdadero nacimiento.

Al cabo de unos metros dejó de arrastrarse. Se le nublaba la vista y no podía levantarse, le quedaban fuerzas para respirar y poco más. Era el fin. Sentía cierto alivio porque le gustaba morir sangrando y sufriendo, como siempre mató. Sería perfecto si fuera de noche, ya que las muertes de las que se sentía orgulloso siempre fueron de una en una, al amparo de la noche y sin armas de fuego. Muertes artesanas, como debe ser. Al menos moriría al

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lado del Erebus, nombre del dios primordial de la oscuridad. Su vida fue muerte tras muerte. Incluso al nacer murió su

madre. Después de su segundo nacimiento se enroló en el ejercito británico y mató, mató y mató. Y torturó, torturó y torturó hasta hacía poco más de un año, cuando le obligaron a licenciarse. Pero esas muertes no le llenaban, al ejército se va a matar, no tenían mérito alguno, sólo era su trabajo, lo único que sabía hacer. En realidad sólo se sentía orgulloso de lo que llamaba “mi contribución a la Historia”, por eso pasó los últimos minutos de su vida leyendo como pudo el contenido de los dos sobres que llevaba siempre encima envueltos en tela impermeabilizada. Al abrir el primero sacó varios recortes de periódico muy ajados, el primero de ellos con el titular “Misteriosa desaparición de la expedición de sir John Franklin”. Tras leerlo, abrió el segundo sobre temático, con recortes casi nuevos, en los que resaltaba el enorme titular “Nueva víctima de Jack el destripador”.

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Sebastián Roa (Lacedemonia) Odio a los incrédulos

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ODIO A LOS INCRÉDULOS

Sebastián Roa (Lacedemonia)

Segundo en el concurso de relatos

Siempre he odiado la incredulidad. No soporto a los escépticos, esos listillos que creen ser

omniscientes y que sitúan en el campo de la fantasía todo aquello que su ciencia y su lógica no pueden explicar. No es más que una forma de esconder su impotencia y su ignorancia, su incapacidad para abrir la mente a un mundo que les supera.

Por supuesto yo no soy así. Sé que existen mundos dentro de este, que en nuestros vecindarios se ocultan seres horrendos venidos de otras dimensiones, de otros universos..., que acabarán con nosotros, que nos esclavizarán, nos devorarán y nos harán desaparecer si no lo evitamos. Sé que existen poderes espantosos, formas de matar insospechadas y personas que conocen secretos insondables.

Yo soy una de esas personas. Julio y Omar no. Y además eran unos incrédulos, por eso ahora están muertos.

En parte lo siento, porque juntos pasamos muy buenos ratos cuando éramos niños. Solíamos reunirnos en la cabaña junto al río, a medio kilómetro del pueblo, apenas la oscuridad había cubierto las eras. Allí, uno por uno y a la luz de una vela, relatábamos

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nuestros cuentos de terror. Qué buenos tiempos. Julio era un mago de las palabras y narraba los relatos con gran estilo; en cuanto a Omar, gustaba de escenificar sus historias haciendo ora de diabólico monstruo, ora de inocente víctima. Cuántas noches pasé sin dormir inventando mis cuentos... Yo no poseía el estilo narrativo de Julio ni la capacidad interpretativa de Omar, pero vivía cada historia con el corazón y la mente..., sin embargo, qué sensación de odio cuando, tras contarles mis relatos, se reían de mí y de mi entrega al terror. Imbéciles, que siempre mantuvieron separados nuestros cuentos de la realidad...

Los relatos de terror se convirtieron en nuestra obsesión y, de forma diferente en cada uno de nosotros, esa obsesión aumentó pasada la infancia. Yo crecí sin reparar en la vida social, no desarrollé ninguna otra aptitud, no me casé ni conocí otros amigos..., y no por falta de medios, que me sobraban gracias a la gran fortuna de mis padres, sino por mi fijación en el terror. Empleaba mi tiempo en estudiarlo, en hallar sus orígenes y, sobre todo, en buscar el enfrentamiento con la incredulidad de la gente. Pero nada servía: era despedido de las reuniones con carcajadas y escarnio, nadie me tomaba en serio, ni siquiera los niños respetaban el terror...

Julio consiguió labrarse un futuro como escritor cuando consiguió publicar su primer libro de relatos. Recuerdo que corrí a la librería a comprarlo y, tras leerlo de una sentada, le llamé por teléfono para felicitarle sinceramente. Le conté lo mucho que me habían aterrorizado sus narraciones y ¿qué respuesta obtuve? De nuevo se rió de mí..., me humilló diciéndome que todo era una

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invención de su mente y que él vivía de los crédulos estúpidos como yo. Crédulos estúpidos... Dios, cómo desee apretar su cuello, retorcerlo y arrancar sus ojos... Me juré hacerle pagar caro su escepticismo.

Omar no tuvo tanta suerte como Julio pero también siguió fascinado por el terror, e incluso consiguió hacerse un hueco en la industria del cine trabajando en películas de serie B. Un día, hace ya unos años, telefoneé a su casa para contarle mi último relato, pero su esposa me sorprendió diciéndome que había ingresado en prisión. Pobre Omar. El siguiente fin de semana viajé hasta la cárcel en que lo habían recluido para verle, y allí me contó lo sucedido: al parecer, en pleno rodaje, se había propasado haciendo de asesino psicópata y había estrangulado a una actriz. Me dijo que su intención había sido verla horrorizada de veras, así que había apretado el cuello de la chica. Apretó, apretó y apretó... Le mostré mi admiración por su esfuerzo, por su devoción hacia el terror, y entonces él también se rió de mí. Asqueroso farsante..., me llamó enfermo, me dijo que mi obsesión me había vuelto un monstruo aún peor que él, que era un estúpido por venerar al terror como a un dios... Deseé traspasar aquellos barrotes y vaciar sus entrañas, mutilarlo, destruirlo..., decidí no dejar sin castigo su incredulidad.

Mi devoción continuó. Viví por y para el terror, no tanto para servirlo como para darlo a conocer, pero para ello debía acabar con la incredulidad, esa herejía imperdonable, y Julio y Omar se habían ganado a pulso ser, más que nadie, objetos de mi ira. Visité a sabios, adivinadores, médiums de pacotilla, echadoras

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de cartas, sectarios, gurús..., viajé a lejanos países, conocí de cerca las leyendas de Transilvania, de Manchuria, del profundo Indostán, de los oscuros bosques gallegos y de las frías llanuras siberianas, dilapidé la fortuna de mis padres navegando por océanos de terror sólo para encontrar la llave de la incredulidad... y al fin la hallé.

Fue en Haití, de mano de un ajado negro ridículamente vestido. No esperaba que ese viejo hechicero pudiera enseñarme nada acerca del terror pero me equivocaba. Pasé meses en su compañía, asistiendo a siniestros ritos y haciendo sacrificios que espantarían al propio Satanás, y al fin conseguí su confianza. Él no se rió de mí al ver mi credulidad; todo lo contrario. Me convertí en su aprendiz y le serví, llevando a cabo las más horribles acciones. Robé, maté, torturé..., sembré el terror hasta que me confió su secreto y me enseñó su arte.

Volví a casa con mi preciado saber y lo primero que hice fue ponerlo en práctica. Sé cómo hacerlo, sé cómo descubrir a los incrédulos y cómo destruirlos de la forma más horrible, y lo que es mejor, sé hacerlo impunemente. Es gracioso, pero la propia incredulidad es la garantía de que nadie podrá nunca culparme de todo ese dolor.

Empecé con Julio, por supuesto. Con los restos de mi fortuna compré a un sudoroso editor y publiqué el único ejemplar de una infame novela, un auténtico bodrio hecho de los jirones de aquellos antiguos relatos que nos contábamos en la cabaña junto al río. Pude haberlo hecho de otro modo pero este me pareció mejor..., más simbólico. Julio empezó a leer mi libro, pero no lo

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terminó. Lo encontraron en su estudio; se había arrancado los ojos con sus propias manos y después había intentado degollarse. Pobre idiota, en un fútil intento por evitarlo el corte no profundizó suficiente y murió lentamente, desangrándose mientras estrujaba espasmódicamente sus globos oculares...

Lo de Omar fue también muy original. Le escribí una carta y se la mandé a prisión. En ella le conté mi viaje a Haití y cómo por fin había encontrado el secreto... Finalmente Omar fue todo un hombre: nadie se explicaba por qué no había gritado cuando se abrió el vientre con una cuchilla carcelaria hecha con una pastilla de jabón; el muy farsante se sacó los intestinos y se ahorcó con ellos en su propia celda. Ignoro si sus entrañas resistieron el peso; da igual, tuvo su merecido... ¡Qué gran final para tan mediocre actor!

La muerte de mis amigos no fue sino el comienzo, el inicio de mi cruzada contra los incrédulos y mi ofrenda al Terror. Seguí mandando cartas a mis conocidos, a mis familiares, a personas extrañas... A veces escogía al azar una dirección en la guía telefónica y mandaba allí una de mis epístolas. Después veía los resultados de mi esfuerzo en la televisión o en los periódicos. Gentes que, inexplicablemente, decidían poner fin a sus vidas entre atroces sufrimientos... Nunca me culparon de nada, mi cruzada continúa.

Y ahora he descubierto una forma mejor, un método para que los incrédulos caigan en mis redes y se arranquen la vida. Y he decidido hacerlo contándoles mi secreto. Tú, que ahora estás ante mi relato..., ¿acaso no te has preguntado si esto era algo más que la

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Sebastián Roa (Lacedemonia) Odio a los incrédulos

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invención de una mente calenturienta? ¿Es que no has visto, alma de cántaro, que con sólo escribir puedo provocar la muerte del incrédulo que lea mis palabras? Ah, si pudieras verme ahora igual que me lees, riendo a carcajadas mientras tecleo estas letras; si pudieras sentir mi satisfacción cuando imprimo en este escrito todo mi poder, sabiendo que todo aquel que lo lea se arrancará la vida entre sufrimientos sin fin. Y qué placer el que recorrió mis venas cuando vi convocado este concurso de relatos de terror... Un foro literario de Internet con más de mil cuatrocientos miembros... Ya estoy imaginando el resultado, lector... ¿o eres lectora? ¿Lo notas ya, mientras sigues ahí, relajado tu cuerpo en tu sillón de oficina, tranquilamente ante tu monitor, ajena tu mente racional a la inminente e inevitable destrucción? ¿No te preguntas ahora por qué, después de saber cuál es mi secreto, has seguido leyendo? ¿Es que eres otro incrédulo más o simplemente has querido retar mi poder?

Bien, ya es demasiado tarde para echarte atrás: ya has leído mi relato. Sólo nos queda esperar unos instantes para saber si tú también eres una persona incrédula...

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LA INMOBILIARIA

Yolanda Villaverde (yoy)

Tercero en el concurso de relatos

En aquella época yo era la secretaria de una prestigiosa

inmobiliaria. En esos instantes la compra y venta de inmuebles acababa de sufrir su primera paralización desde hacía años. El salario del trabajador común no subía y las viviendas acababan de alcanzar un valor imposible para sus bolsillos, llegando las hipotecas a ser heredadas incluso por los nietos.

Mis funciones eran administrativas; en mi oficina, estaba el jefe perito y tres asesores. Mi jefe se ocupaba de hablar con los propietarios y de hacer las negociaciones con los compradores; los asesores tenían que vender o alquilar las casas, de ello se llevaba una exquisita comisión.

Cada vez que un piso o una casa entran a la venta el jefe y los asesores iban a verla, ya que si no las conoces no puedes ofrecerlas y mucho menos mostrarla, por que detrás de cada puerta podía haber cualquier cosa menos lo que deseas ver.

Hay casas donde los secretos se guardan en las paredes y no olvidan jamás. Se dice que cuando sucede algo terrible en un lugar, este se queda impregnado de esa maldad. Pero hay sitios que tienen una facilidad única para que los acontecimientos más

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terribles ocurran entre sus paredes, repitiendo e incrementando la maldad que los embriaga. El olor que desprende, su rugoso tacto, su visión hipnótica, los vapores que emana desde su horrible corazón; los objetos pueden tener vida en su interior y absorberla de quien ose perturbarlos.

Una tarde calurosa estaba con la rutina de todos los días, preparando citas, elaborando informes y demás labores, cuando dos mujeres entraron en la agencia; en ese momento mi sangre se cuajó, un olor a humedad y a ancianidad lleno mis fosas nasales hasta casi marearme. Una de ellas tendría entre 50 y 55 años, sus ligeras arrugas acentuaban una mueca seria y enfadada, su cabello grisáceo estaba recogido en un moño y su ropa era la típica de las beatas, solo con verla sabías que tenía un carácter fuerte e implacable. La anciana que la acompañaba era realmente temible, si alguna vez existieron las brujas, ella debía ser una, su espalda curva, su cabello blanco y enmarañado, su rostro tan rugoso como la superficie de una lima, sus ojos blancos, era ciega, le falta del labio superior exponiendo unas ennegrecidas encías, la saliva caía consecutivamente de aquella extraña comisura. Eran clientes, así que me levante y les ofrecí mi mano con una sonrisa fingida de oreja a oreja e intente poner una voz afable, siempre apartando la vista de aquel labio, no quería ofenderla. La anciana casi no se mantenía en pie, pero hizo un enorme esfuerzo por devolverme el saludo con una especie de sonrisa escalofriante. Las acompañé hasta el despacho de mi jefe, que él se ocupara de ellas, ya que deseaban vender la casa de la anciana por que se iba a vivir con su hija y deseaban que nosotros nos ocupáramos de toda la gestión.

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Dos horas después, mi jefe nos reunió; estaba eufórico, acababan de darle la casa más fácil de vender de la historia, según él, aún no la había visto pero las características eran perfectas, 3 dormitorios, un salón comedor con una terraza grande, un jardín precioso, piscina, trastero, plaza de garaje, placas solares, recién reformada y el precio era una autentica ganga 450.000 Euros con posibilidad de rebaja. No estábamos muy seguros de si aquello era una realidad, sin lugar a dudas deseaban deshacerse de la casa. La propietaria había firmado nuestro contrato de exclusividad y nos habían entregado dos copias de la llave y esa misma tarde mis compañeros irían a verla. Los comerciales a escondidas comenzaron a llamar a sus clientes para que se prepararan para ver una casa de ensueño y como ellos decían “esa es la casa que estaba esperando, SU CASA”, a veces los oía impresionada de como conseguían cualquier cosa usando las palabras adecuadas en el momento apropiado.

A las seis de la tarde, una hora después de abrir, mi jefe y los tres asesores llegaban de visitar nuestro nuevo artículo, sus rostros estaban blanquecinos, me entregaron las hojas del peritaje y la cámara de fotos para que empezara con el alta del inmueble y su publicidad. Les pregunté que tal era la casa, pero la única contestación que obtuve es que me diera prisa por que querían enseñarla lo antes posible. Parecían enfadados como si hubiesen sufrido una dura pelea entre ellos.

El alta se realizó rápidamente; pero cuando vi las fotos de la casa me quedé impresionada, eran increíbles, no por que estuvieran bien hechas, ya que había que retocarlas; si no por el

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mobiliario que había en ella. Al principio podía impresionar un poco ya que tenía un estilo gótico, los muebles estaban tallados a mano con inscripciones antiguas en algún tipo de lengua desconocida para mí, de un color rojizo enfermizo. Las camas, los armarios, el comedor, todo estaba fabricado con los mismos materiales, de unas calidades excelentes, la cocina tenía un tono amarillento, pero equipada con electrodomésticos de última generación; las paredes acababan de ser pintadas, pues en algunas esquinas se podía ver un tono granate olvidado por el pintor.

Como de costumbre abrí las fotos con Photoshop era la mejor manera para destacar los colores, realzar la luz y suprimir cualquier imperfección visible. Fue al hacer zoom sobre las paredes cuando vi unas sombras que parecían rostros, seguramente restos de la pintura que había debajo, al no estar seca del todo realizaba esas imágenes. Pero cuanto más me fijaba más surgían, los rostros tenían expresiones diferentes, pero todas eran espantosas y horribles, así debían de ser los rostros de los muertos que han sufrido terriblemente en su último suspiro.

Como buena secretaria cerré los ojos y pinte por encima de ellos, sin dejar huella de esas terribles manchas.

Fue en los días siguientes cuando note ciertos cambios, peleas entre mis compañeros, furia en las palabras, protestas ridículas y discusiones torpes. La única casa que se visitaba esos días era la casa de los rostros, llevaban a muchos clientes y eso causaba problemas porque todos querían ir a las mismas horas. Con gran esfuerzo conseguía pasar inadvertida no deseaba que se fijaran en mi en plena discusión. Yo no soy una mujer de carácter

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fuerte, más bien todo lo contrario, me gusta la tranquilidad y las cosas bien hechas.

Una mañana, unos minutos después de abrir la agencia realizábamos nuestra reunión matutina diaria, estábamos hablando, yo anotando el resultado de las visitas del día anterior; aunque la casa se había enseñado a numerosas personas, nadie parecía querer comprarla ni volver a verla.

En plena y tranquila conversación Marcos, sin decir nada, le clavo un lápiz a Eulalia en medio de la palma de la mano, con tanta fuerza que la atravesó. Me puse en pie gritando, pero ellos solo se miraban fijamente, sin decir nada, paralizados, corrí al baño por el botiquín, pero cuando regresé Eulalia se había arrancado el lápiz y de sus labios no escapo ningún sonido; instintivamente me acerque para vendarle la mano, ella estaba sentada, ni siquiera pestañeaba, los cuatro observaban como la sangre recorría sus finos dedos y después caía al suelo en una silenciosa gota, parecían hipnotizados, me arrodille y comencé a vendarle la mano; cuando me quise dar cuenta yo estaba en el suelo, el tiempo posterior pasó tan rápido que lo recuerdo como un sueño, Eulalia me había dado una patada y me amenazaba con su mano ensangrentada; en ese momento, apareció uno de nuestros clientes para pedir explicaciones, ya que su piso no se visitaba desde hacia una semana, cuando me vio en el suelo agarrándome el vientre con una mancha verdosa con restos de mi desayuno manchando mi ropa y la mano de Eulalia ensangrentada amenazándome con otro golpe, corrió a ayudarme y pidió explicaciones de lo que ocurría.

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La policía y la ambulancia no tardaron en llegar, acompañada de mi carta de despido, dándole a la agencia 15 días para que buscaran otra secretaria, ni lo dude cuando me dijeron de denunciarla.

Me compré un spray de pimienta por si alguno de ellos se atrevía a tocarme. No deseaba estar allí y me sentía tranquila cuando se iban, aunque mi jefe siempre estaba ahí observándome.

Recibí del colegio de registradores la nota registral de la casa, llegaba con una semana de retraso, cuando leí el nombre del fallecido titular, el marido de la anciana, se me puso la carne de gallina, ese nombre lo conocía.

Fue hace 40 años un hombre aparentemente normal, casado y con dos hijas, lo acusaron de varios secuestros y asesinatos. El caso fue muy sonado ya que las 15 personas que había secuestrado habían sido torturadas en una de las habitaciones principales donde se encontraban todo tipo de mecanismos de tortura, junto colecciones de cuchillos y otras herramientas propias de un carnicero, a parte de unos ganchos donde colgaban los cuerpos una vez que terminaban con ellos. En el momento de su captura colgaba a su última víctima, Susana Torres de 27 años; estaba completamente desfigurada y le habían arrancado la piel; a través de un mecanismo de poleas llevaban el cuerpo hasta la cocina, había salpicaduras de sangre por el suelo. Una vez en la cocina nadie sabía que hacia con ellos, algunos dicen que los trocearon en pedazos pequeños, pero nunca se descubrió un solo hueso, por eso a la esposa la dejaron libre, a él lo condenaron a 30 años de cárcel, pero a los pocos meses tuvo un terrible accidente y murió, nunca

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se dijo que tipo de accidente sufrió, en los documentales de psicópatas solo podían hacer conjeturas y teorías absurdas, pero nunca se supo la verdad.

Por un segundo pensé que quizás esas caras que aparecían en mis fotos fueran de las víctimas, era absurdo, aunque mi consciencia me pedía más racionalidad ante este tema, mi inconsciente estaba a punto de estallar de miedo.

Me marché a casa, no quería estar más tiempo allí, me faltaban pocos días para irme. Encendí la televisión, los informativos mostraban varias fotografías, daban la alerta por extrañas desapariciones en las últimas semanas, sus rostros no me decían nada, pero sus nombres si, los había escrito y grabado en el programa de visitas. Esta vez mi parte irracional fue más poderosa que mi parte racional, esos habían sido clientes nuestros habían visto la casa.

No podía pensar con claridad ¿y si estaba ocurriendo otra vez?, ¿y si había algo realmente maligno en ella? Mi mente actuaba por su cuenta, todo había cambiado desde que había llegado esa casa a la agencia, pero era absurdo, solo en las películas parecía real, pero ni siquiera las supuestas casas encantadas habían ocurrido cosas como esa, siempre hay una mano humana en estas cosas, culpar a un objeto de nuestros actos era muy sencillo.

Llamé a la policía solo para decirles que esas personas habían visitado una casa con nosotros, si realmente ocurría algo extraño que fueran ellos quienes lo encontraran, ya que en cualquier momento se descubriría que habían ido a la misma inmobiliaria.

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A la mañana siguiente un séquito de policías y de otras personas con grandes maletines se fueron acompañados de mi jefe, el cual estaba profundamente furioso, ya que me había quemado con la mirada, se dirigieron a la casa.

Mis compañeros me observaban fijamente, sin apartar la vista de mi, sin mover un músculo, parecían depredadores a punto de lanzarse sobre de su presa, estaban esperando una señal, un movimiento mío, una palabra; pero no les di la oportunidad, me levante tranquilamente, mientras sus ojos me acosaban, me marche, miré el escaparate pues me pareció ver una sombra y justo al otro lado estaban los tres de pie, con los ojos inyectados en sangre intentando matarme con la mirada, y en cuestión de segundos Pedro lamía el cristal donde se dibujaba mi silueta; me alarmé y salí corriendo sintiéndolos en mi espalda persiguiéndome.

Por la tarde ellos estaban eufóricos como nunca los había visto, la policía no había encontrado nada. Observé atentamente cuando guardaron la llave de la casa en el cajetín, la casa tenía tres llaves y una de ellas era grande y vieja, pero las que estaban guardando solo tenía dos y eran pequeñas, habían engañado a la policía. Me sudaba la frente deseaba irme lo antes posible.

El teléfono sonó, era la voz de la anciana dueña de la casa, quería pasar la llamada al director, yo estaba muy nerviosa, pero ella insistió en hablar con migo; solo me preguntó ¿tu no has entrado verdad? Se lo afirme, ella empezó a gritarme, estaba tan furiosa que comenzó a amenazarme, intente tranquilizarla, pero mis nervios pudieron con migo e instintivamente colgué el

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teléfono. Mi jefe y los asesores estaban una vez más quietos

observándome, yo sentí como un gran fuego en mi pecho, las manos me temblaban, era incapaz de articular una palabra sin temblar antes. Casi sin darme cuenta estaban de pie al lado de mi mesa observándome, los cuatro me rodeaban, estaba aterrada mi corazón luchaba por salir del pecho, me costaba respirar, cogí el spray y lo puse delante de mi como si fuera un escudo protector, esperando que se apartarán lo antes posible, pero sonreían, mi gesto les había parecido muy gracioso.

Había una visita a la casa en diez minutos, los cuatro se fueron con esa terrible mueca dibujada.

Solo me faltaban unas horas para irme. Estaba sola, desesperada; había comenzado a recoger todas mis cosas, contando los segundos para poder salir de aquella pesadilla. Entonces recibí una llamada, era el cliente de esa tarde, hablaba bajito: «¡Ayúdame! Me he encerrado en un armario, ellos están locos (susurraba), por favor llama a la policía ¡por Dios!». Tenía el auricular pegado a la oreja, no podía pensar, sentí como se me helaba la sangre, el hombre estaba llorando y suplicando por su vida, nunca pude borrar ese recuerdo, esa voz me despierta por las noches.

Llamé a la policía y les conté todo lo que sabía, esperaba que ellos lo solucionaran y yo me pudiera ir tranquila y orgullosa por hacer un buen trabajo, pero no era tan fácil, yo tenía un contrato que permitía a cualquier persona de la agencia entrar en la casa y una copia de la llave, si yo habría la puerta la policía podía

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intervenir en segundos, si no, había que esperar una orden y eso tardaría; quería irme a casa, supliqué, lloré pero el hombre que me llamo también suplicaba, él no podía esperar.

La puerta era de madera lacada en blanco como cualquier otra, mis piernas me temblaban, mi cuerpo reaccionaba lentamente a mis ordenes, detrás de mí seis policías armados esperando a que abriera y eso hice.

Un olor a rancio y a podredumbre nos obligo a taparnos la nariz retrasando durante unos segundos nuestros primeros pasos hacia el interior. La pintura nueva de las paredes había desaparecido, el color granate era el predominante; los rostros estaba ahí de nuevo, eran sobrecogedores, sus expresiones mostraban la dureza del terror y la agonía perpetua; cuando toque la pintura se volvió líquida y asquerosa, era sin duda sangre, la casa entera lloraba sangre.

Sentí algo extraño que nacía en los más profundo de mi, algo oscuro, malvado, era una sensación amarga, fría que me envolvía, que penetraba hasta lo más profundo de mi ser e intentaba aflorar mis secretos más dolorosos.

Unos gritos espeluznantes brotaron al final del pasillo, despertándome de mi trance. Nos apresuramos, yo iba detrás. Pasamos por la cocina, estaba llena de sangre, enormes charcos coagulaban allí, sentí como se me iban las fuerzas, el suelo estaba lleno de arañazos y de uñas rotas, habían arrastrado a alguien por ahí; preferí no pensar. Estábamos entrando en el comedor cuando los seis agentes gritaron: «Alto, apártense. Todos junto a la pared». Lo siguiente que escuche fue «¡Dios mío!»

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Entré despacio. Nunca podré describir un escenario tan espeluznante como aquel, mi jefe y mis compañeros estaban manchados, de sus bocas aún se escapaba un hilo de sangre fresca y Eulalia terminaba de masticar algo; encima de la mesa sujeto de pies y manos el cliente sufría unos terribles espasmos, estaba abierto en canal y sus costillas rotas para permitir mejor acceso a los pulmones y al corazón.

El hombre seguía vivo cuando ellos le devoraban lentamente, mordisco por mordisco, mientras le hurgaban en su interior. Intentó luchar por arrancarse las ataduras, un dolor intenso y penetrante que nunca acababa lo volvía loco; su cuerpo estaba muerto pero su mente intentaba vivir.

Mi jefe aprovechó esa centésima de segundo en el que estábamos aturdidos para atacar a uno de los policías, le arrancó un trozo de carne del brazo, su compañero reacciono rápidamente y le disparó en la cabeza. Cayó al suelo, sus sesos estaban esparcidos por el suelo fusionándose con la sangre seca de sus víctimas.

No recuerdo mucho más, ya que tuve una fuerte crisis nerviosa. Estuve seis meses interna, haciendo terapia de grupo acompañada de los seis policías. Incomunicada y drogada con todo tipo de medicación para los nervios.

Meses después me enteré de que aquella horrible tarde encontraron dos cadáveres parcialmente devorados colgados de unos ganchos, por lo que eran transportados a la cocina, donde eran lavados para después introducirlos en el congelador, para comerlos lentamente, no querían desperdiciar la comida.

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Cuando los familiares de mis compañeros se enteraron tuvieron que recibir tratamiento antidepresivo, ya que ellos llevaban carne a casa, como si fuera cerdo o vaca y todos habían comido de ella.

Mis compañeros tuvieron un final trágico murieron en la cárcel supuestamente a causa de diversos accidentes, a Marcos lo encontraron en su cama asfixiado, Eulalia estaba en la lavandería con el cuello girado 360 grados su cuerpo estaba entre la lavadora y la secadora; y Pedro en los baños desangrándose con terribles cortes en las muñecas.

Ocurrió hace años, ya casi me había olvidado de ello, hasta que hace unos días recibí una llamada y una voz anciana me dijo “la he vendido” y me colgó.

Ahora me dirijo a ti, si as comprado esa casa o la has visto, aléjate de ella y de quien more en ella, se que te costará creerme pero tu vida está en peligro.

Diario de Día Anotación: este documento solo se emitirá por vía pública

siempre y cuando la propietaria de dicho documento haya fallecido de forma no natural y según su testamento un día después de su fallecimiento será enviado a todos los medios de comunicación del país.

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RESPIRA

Rayco Cruz Fernández (Roland)

Me despierto gritando antes incluso de saber que estoy

dormido. No quería rendirme al sueño, pero de nuevo me ha vencido. Y de nuevo lo he visto.

Tengo la piel húmeda por el sudor, así como la almohada y la sábana blanca con la que cada noche me cubro intentando en vano que no me encuentre. En unos segundos oigo el sonido de unos pasos producido por pies descalzos que avanzan a toda prisa por la alfombra del pasillo. Como siempre, mamá viene a rescatarme. Siempre es igual: yo me despierto gritando y al poco tiempo ella aparece con el rostro descompuesto.

—¡Cariño! ¿Estás bien? No consigo controlar del todo el temblor que agita mis

manos, aunque he tenido tiempo de coger aire y respirar de una forma que casi podría llamarse normal. De alguna forma consigo decirle a mi madre que sí, que estoy bien. Me oigo a mí mismo y noto que mi voz sale rasgada y tensa, como si cogieras soga de esparto y la rozaras contra un trozo de madera. Y en verdad siento la garganta seca como un trozo de soga. Cuando se lo digo a mi madre, sale corriendo del dormitorio.

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De nuevo los pies descalzos dejando huellas efímeras en la alfombra. Un minuto exacto después aparece de nuevo con un gran vaso de agua fría, como a mi me gusta.

—Sólo ha sido una pesadilla —me dice, quitándome el vaso de las manos cuando yo se lo tiendo y acurrucándome después contra su pecho.

Poco a poco recupero el control de todas mis funciones mientras ella repite una y otra vez su letanía habitual: sólo es una pesadilla.

Y de verdad que yo intento creer que es cierto, que sólo es un sueño lo que hace que me ahogue cada noche, que pierda el control de mi cuerpo y que el terror invada cada célula de mi cuerpo. Sé que sólo soy un niño y que mi opinión suele pasarse por alto, pero sé lo que me digo en esto: no es sólo una pesadilla y no está sólo en mi cabeza.

Mi madre sigue en su empeño de consolarme y confieso que lo consigue. Estoy agotado, pero logro dejar de sudar. Las palabras de mi madre penetran en mi cerebro cansado. Sólo es una pesadilla… Noto que se me cierran los párpados, pero no quiero dormir.

—Mamá —consigo musitar con mis últimas fuerzas antes de que la fatiga y el arrullo de mi madre, el calor de su cuerpo y la ternura de sus caricias logren que me duerma—. Respira.

Mi madre no responde, y si lo hubiera hecho yo no lo habría oído, pues me quedo dormido un segundo después.

Es muy tarde cuando me despierto de nuevo. Esta vez no tengo que gritar. Esta vez es como las otras veces, y sé lo que voy a

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ver. Esta vez no se va a introducir en mis sueños, sino que va a presentarse ante mí, me va a hacer partícipe de su presencia.

Se apodera de mí la tranquilidad propia del condenado a muerte, de aquel que sabe que no hay nada que pueda hacer para escapar a su destino. Es la sensación que se siente en el instante último antes de que tu coche fuera de control impacte contra el que te viene de frente. Es la sensación de fatalidad inevitable.

Así pues, no grito. Observo mi habitación oscura. Bueno, no está oscura del todo. La luz de la calle, que ahora parece generar muchísima claridad entra por la ventana que mi madre debe de haber cerrado antes de irse, pues yo siempre la dejo abierta. Aún así, esa luz no consigue ahuyentar las sombras de los rincones, de los cajones de juguetes o del resquicio que siempre queda abierto de la puerta del armario y que ahora parece mirarme con un ojo amenazante en forma de rendija.

Pero no es del ropero de donde sale. La puerta de la habitación está casi cerrada, pero mi madre

la ha dejado entornada. A través del espacio entre la jamba y la puerta veo el pasillo cuya alfombra mi madre ha recorrido esta noche ya cuatro veces con sus pies descalzos. Al final, la puerta de su dormitorio, que sí está cerrada, parece darme la espalda. Es como si quisiera hacerme saber que esta vez nadie oiría mis gritos.

Pero en esta ocasión no voy a gritar. Estoy cansado de estar asustado, de no poder dormir. Esta vez será lo que tenga que ser. ¿Seré lo bastante hombre? ¿Habré crecido lo suficiente como para enfrentarme a esto yo solo?

Entonces las cortinas, blancas como el papel, comienzan a

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agitarse. Es un movimiento muy suave. Si fuera un sonido, no pasaría de ser un susurro. La ventana está cerrada, así que comprendo que ha llegado la hora. Hasta mis oídos llega un sonido rasposo, como unos pies que se arrastran llenos de barro. Y sé, como otras veces, que es su respiración lo que escucho. Respira.

No todas las noches lo oigo, sólo alguna, de vez en cuando. Demasiadas como para no producirme terror, pero no las suficientes como para que mi madre me tome en serio. A lo mejor si ocurriera todas las noches, si me despertara gritando empapado en sudor cada día, si la casa se convirtiera en una mansión de los horrores cada vez que se pone el sol, a lo mejor ella me tomaría en serio. Pero no es así, y sólo lo oigo respirar de vez en cuando.

Pero hoy lo escucho con toda claridad, más alto y claro que nunca. Alto y claro, como dicen en la televisión con un walkie-talkie en la mano. Pero yo no puedo decir cambio y corto y terminar la conversación, porque va a seguir quiera yo o no.

Unos segundos después de que la cortina empiece su baile lento, su vals solitario, empiezo a vislumbrar mi aliento frente a mis ojos. La temperatura baja rápido, tanto como sube la manta para cubrirme la cara hasta la nariz. Los pelos se me ponen de punta, tanto por el frío como por el terror que ya noto trepando por mi columna vertebral. El corazón comienzo a latir amenazando con desbocarse.

El sonido de su respiración, como el un gato afilando sus uñas contra un trozo de madera, crece en intensidad. Respira. La puerta del armario también comienza a moverse, pero yo sé que no es de ahí de donde saldrá. Lo hará de debajo de la cama.

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Noto un leve tirón de las mantas que me cubren. A duras penas consigo controlar el impulso de esconderme debajo de ellas, de enroscarme como una tortuga dentro de su caparazón. A veces lo hago y se va, como si pasara de largo. A veces se queda un buen rato, como esperando a que salga.

Pero yo sé que sabe que estoy aquí, y sólo aguarda. Consigo que mis manos no se muevan y sigo con los ojos

destapados, aunque ya casi me duelen las manos de tan apretadas que las tengo. Mis uñas no hacen sangrar mis palmas gracias a la colcha y la manta que median entre ambas partes de mis manos.

Con mucho cuidado, muy lento, miro hacia un lado de la cama. Sólo hay sombras en la habitación. A los lados de la cama la oscuridad se hace más densa por la dificultad que la luz de la calle tiene para llegar hasta allí. Ahí es donde miro. De entre todas las sombras hay una diferente. Una vibra. Una palpita.

Una respira. Poco a poco, la sombra, tan lenta como la cortina, empieza a

moverse y a salir de debajo de la cama. Es la segunda vez que reúno coraje suficiente como para mirar. A lo mejor es gracias al consuelo de mi madre de un rato antes. Aún siento sus besos en mi pelo, el calor de su pecho acunando mi rostro, el tacto de sus manos en cabeza, las palabras susurradas (Sólo es una pesadilla). Sólo que no lo es, mamá, es real. Y está debajo mi cama.

Aún así, pensar en todas esas cosas es lo que me da fuerza para seguir mirando. La sombra crece ahora más rápido. No consigo discernir forma alguna en ella, pero debe tenerla, porque en el colegio me han enseñado que todo tiene una forma, que todo

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tiene peso y tamaño. Pero yo no consigo verlo, sólo veo una mancha de oscuridad. La sensación que me da al mirarla es como si se me hubieran empañado los ojos, como si no pudiera enfocar bien.

Ya es muy grande. Casi llega hasta la pared. Ya no necesito moverme para verla, y acostado consigo ver cómo alcanza a la pared y comienza a trepar por ella. No sé si trepar es la palabra más correcta. Se desliza, sería mejor.

Siento la tentación casi irrefrenable de encender la luz, de ahuyentar las sombras bañándolas de luz. ¿Funcionaría eso? La sombra salió en perpendicular a la cama hasta la pared de la derecha, pero ahora empieza a avanzar hacia el cabezal de mi cama. Sé que viene a por mí.

Decidido: voy a encender la luz, voy a gritar llamando a mi madre hasta que pierda la voz. Me da igual que me diga que soy un miedica, porque esto no es una pesadilla. Es real y lo estoy viendo con mis propios ojos. Y quiero dejar de verlo.

Entonces descubro algo que consigue que el pánico, hasta ahora apenas mantenido al margen, me bañe como un chaparrón de verano y me empape hasta la última fibra: el miedo ha paralizado mi cuerpo. ¿Será, como dice mi madre, que sólo es una pesadilla? Si es así, despertaré cuando la sombra llegue hasta mí.

Pero la veo, y la oigo respirar. Por Dios, cómo puedo oírla respirar si sólo es una pesadilla. En mi mente grito, pero mi boca está muda y mis brazos inmóviles. El terror me ha hecho preso. Mientras, yo me debato conmigo mismo para que mis manos se alcen hacia el interruptor de la lámpara de la mesita de noche, la

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sombra sigue avanzando sin pausa, palpitando y vibrando. Está muy cerca. Noto una humedad en mi rostro y descubro que estoy llorando. La angustia llena mi pecho, mis pulmones. Se desplaza por mi cuerpo mezclada con mi sangre para inundar bien cada uno de sus rincones.

Sólo necesito unos centímetros. Sé que el interruptor está ahí, a escasa distancia de mí, pero no consigo reunir valor para moverme.

La sombra ha llegado a la pared de mi cama y dobla en el rincón para comenzar su acercamiento. Su movimiento la lleva casi hasta el techo. Sigo todo su contorno con la mirada, los párpados goteando sudor, para ver que allá por donde ha pasado deja parte de sí, como si fuera un brazo que se estira como un elástico y cuyo origen sigue estando bajo la cama. Sólo es estaba extendiendo, no desplazándose como yo creía al principio.

Ya casi está sobre mí, prácticamente pegada al techo, y yo sigo inmóvil como un cachorro aterrorizado. Y es que eso es lo que soy: un animal asustado incapaz de moverse ni siquiera para salvar la vida. Me he convertido en el cervatillo que se encoge ante los faros de un coche el segundo antes de ser embestido.

La sombra comienza a descender hacia mi desde el techo. Tengo que desplazar mucho la mirada hacia arriba para verla, tanto que casi me duelen los ojos. Está muy cerca. Tengo que llegar a encender la luz. Nunca antes la había tenido tan cerca. Su respiración era ahora el único sonido que mi cerebro aterrado consigue procesar, y un sonido que no quiero volver a escuchar jamás.

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Eso si consigo que mis manos se muevan. Ya casi lo tengo encima. ¡Vamos! Me grito a mí mismo.

Entonces, veo algo que consigue que el pánico llegue a su punto culminante: la sombra comienza a separarse de la pared. Lo veo tan claro como el agua. Se está cerniendo sobre mí.

Cerniendo es una palabra que no había usado nunca antes, pues no entendía muy bien su significado. Pero ahora la comprendo perfectamente.

La respiración se acelera, así como la pulsación. ¿Está nerviosa también la sombra? ¿Está agitada ante la perspectiva de poder acceder a mí por fin? No puedo saberlo, pero lo que sí se es que, si eso fuera un perro, ahora estaría pringado de babas.

Se detiene unos centímetros sobre mí. En mi mente la escena se desarrolla hasta el final. Es el impass previo al ataque. Y lo sé porque en ese momento deja de respirar. Ha contenido el aliento. Es ahora o nunca. Nos movemos al mismo tiempo. La sombra se extiende sobre mí al mismo tiempo que mi mano se lanza hacia el interruptor.

Y consigo, en el último segundo, encender la luz. Sofía no consigue conciliar del todo el sueño. Está

preocupada por su el pequeño Jaime, tan propenso a aquellas terribles pesadillas.

La oscuridad es total en su habitación, pero entonces un leve resplandor rompe la monotonía de las sombras. Se había colado por la rendija bajo su puerta. Eso sólo podía significar que su hijo había encendido la luz. Seguro que se había despertado otra vez sobresaltado, aunque esta vez no lo había escuchado gritar.

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Rayco Cruz Fernández (Roland) Respira

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Se levanta de la cama, se pone un albornoz y unas zapatillas, y sale al pasillo. Por el resquicio de la puerta del dormitorio de su hijo ve que, efectivamente, la luz procede de allí. Acelera un poco el paso, aunque no llega a correr como lo hiciera antes.

Con un pequeño empujón, abre del todo la puerta. Efectivamente, la luz de la pequeña lámpara de la mesa de noche está encendida.

La ventana está cerrada tal y como ella la dejó, pero las cortinas se agitan levemente, como si alguien estuviera respirando sobre ellas.

La cama de su hijo estaba vacía.

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Vicente Quijano Álvarez (Takeo) Underground’s fly

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UNDERGROUND’S FLY

Vicente Quijano Álvarez (Takeo)

Aquella mosca había conseguido introducirse en el laberinto

de túneles oscuros del metro. Volaba cruzando las estaciones sin ningún rumbo, sorteando los trenes, posándose en los hombros que encontraba.

La noche caía en la calle y se traslucía a los andenes por la escasez de público que disminuía aceleradamente. Las puertas se abrieron justo delante de él. Luis entró y recorrió con la mirada en busca de un sitio tranquilo pero, por suerte, sólo había una chica, Anita, en el otro extremo del vagón. La observó un instante antes de sentarse en el asiento junto a la puerta. El aire penetraba caliente, como si se hubiese condensando en aquel espacio todo el calor agobiante que se había adueñado de la ciudad aquel día de verano. Por las ventanas abiertas penetraba el ruido duro de las ruedas surcando los raíles de hierro, rompiendo la monotonía del viaje.

Abrió el libro y comenzó a leer: “Cierto es que más tarde, como todas las noches, cerraron las puertas de la ciudad, pero logrando así que el miedo quedara completamente recluido dentro de sus muros; opresivo como un pútrido vaho de pantano, el

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presentimiento de algo terrible se cernía sobre las casas enmudecidas y a oscuras y, como un manto sofocante, se abatían las sombras sobre la ciudad perdida, que se consumía en el espanto y el horror…” (*)

En una curva, un chispazo iluminó el ambiente. Una chispa eléctrica rozó a la mosca lanzándola despedida en vibraciones contra la pared, rebotando tras el golpe hacia el vagón arremolinada en el aire. Cayó al suelo entre dos bancos y movió tímidamente las alas.

Anita estaba preocupada por la hora: ya era tarde. Levantó la mano para comparar la rapidez del minutero con la lentitud del metro, aunque su velocidad fuese la de todos los días. Luis la miró y, cuando se iban a cruzar sus miradas, apartó sus ojos hacia el libro, cruzó las piernas y alisó la raya del pantalón.

La mosca desperezaba el aturdimiento haciendo temblar levemente sus alas. Experimentó en su interior que su cuerpo había aumentado de tamaño y las patas la elevaban del suelo unos milímetros más que antes de caer dentro del vagón. Sintió vértigo.

Luis se vio reflejado en el cristal de la ventana. Después de contemplarse un rato se atusó el pelo, arregló el cuello de la camisa, dejó caer el libro sobre su rodilla y volvió a mirar a la chica que, de nuevo, se disponía a comprobar la hora. Los nervios se le escapaban por las manos y quiso abrir el bolso para coger un cigarrillo pero el letrero de prohibido fumar relumbró en el cristal de la puerta.

Ya había alcanzado el tamaño de una rata, envió mensajes que no llegaron a ningún destinatario, un mensaje de socorro que

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intentaba transmitir su sorpresa al ver cómo su cuerpo estaba sufriendo aquella metamorfosis. Continuaba sintiéndose igual que siempre: una mosca, pero más fuerte. Las alas intentaron en vano por primera vez iniciar el vuelo, las movía con todas sus fuerzas pero no conseguía elevarse. Quizá ahora debería realizar un esfuerzo mucho mayor que cuando era una mosca vulgar, sin otra importancia que su propio ser incógnito.

—¡Aaaahhhh! —Anita gritó levantándose de un salto de su asiento y tapándose la cara. Luis, instintivamente dejó caer el libro al suelo y abandonó su asiento preguntándole con un gesto el motivo del susto que acababa de darle. La chica señaló con el dedo y Luis se volvió. La mosca tenía el tamaño de una gata, con su trompa amenazante moviéndose a un lado y otro. Luis corrió a reunirse con Anita al otro lado del vagón.

—¡Qué es eso! ¡Qué es eso! —Tranquila, mujer, no pasa nada. No grites, por favor. —¡Qué es eso! —¡Que no grites! Anita se acercó a la puerta y comenzó a golpearla. —¡Quiero salir! Por favor, abran la puerta. Sus patas crecían robustas por lo que podían soportar

fácilmente su volumen creciente. Hizo una prueba para verificar las posibilidades de movimiento y resultó positivo: avanzaba. Tenía que salir de allí pero debía encontrar a alguien que la ayudase a resolver el problema. La mosca seguía emitiendo el programa de socorro sin recibir respuestas. Y caminó pausadamente.

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—Se está moviendo, viene hacia nosotros… Anita dejó de golpear la puerta para comprobar lo que decía

Luis. En un instante comprendió que no tenía sentido seguir golpeándola: nadie la escuchaba y parecía que aquel tren no tenía destino, que todo sería un sueño en donde el metro no tenía paradas establecidas. Miró a su compañero que observaba asombrado al monstruo que crecía por momentos.

—¿Qué podemos hacer? —Voy a intentar llegar a la alarma. Tú controla sus

movimientos y trata de entretenerla ¿de acuerdo? Alguna vez había visto un ternerillo y lo había sobrevolado

pero nunca se le había ocurrido pensar cómo se sentiría tan grande y sin oportunidad de volar, como ella ahora. Al avanzar arrastraba las patas y su sonido se mezclaba irritante a sus silbidos ensordecedores.

—Ten cuidado, no te caigas. Luis se colgó con los pies y las manos de la barra que

cruzaba el techo del vagón. Comenzó a trasladarse bamboleando su cuerpo con el vaivén del tren que seguía su ruta comiéndose la oscuridad del túnel. De vez en cuando miraba abajo, allí estaba aquel bicho desagradable y asqueroso. Mientras, Anita había sacado del bolso un pequeño espejo y trataba de dirigirlo a los ojos de la bestia sin saber qué resultados podía producir aquella idea.

La mosca sintió algo que llamaba su atención. Había alguien cerca, alguien que quizá podría ayudarle a salir de aquel espacio que cada vez le resultaba más asfixiante, de aquel maldito sueño que nunca dejaba de crecer.

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—¿Todo va bien? —susurró Luis. Aquellas palabras vibraron sobre ella tan fuerte que le

aturdieron durante unos segundos. También había alguien arriba, más cerca. Tenía que acercarlo, atraerlo y comunicarle su situación desesperada. Agitó la trompa que, como un látigo, fustigó el cuerpo de Luis. Primero las piernas, luego la cintura, por fin la cara. El dolor profundo le obligó a soltarse de la barra y caer al suelo.

—¡Cuidado! ¡Corre! Se levantó atolondrado y, dando bandazos corrió hacia ella. —Lo tenía a mi lado. ¿Dónde te has metido? ¿Acaso no

recibes mis mensajes? —Casi te aplasta. ¿Te has hecho daño? —No, no, estoy bien, un poco atontado por el golpe, pero

bien. Anita miró los rasguños que cruzaban su rostro mientras le cogió del brazo.

—Gracias por intentarlo. Ven, vamos a sentarnos aquí. Apoyaron su espalda contra la puerta que conducía al

habitáculo del conductor, vacío en la dirección que llevaba el tren. —¿Has visto su boca? Esa trompa es asquerosa. —Y un peligro que debemos vigilar. —La miró antes de

preguntarle su nombre. —Anita —dijo ella— ¿Y tú? —Luis. —No es un buen momento para conocernos. —Este metro… no lo entiendo. Deberíamos haber llegado a

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una estación… —Mira —la interrumpió—. ¿Te das cuenta? Crece por

instantes. Es imposible… es increíble. —Y ese ruido ensordecedor. —¿Qué podríamos hacer? —Luis recogió las piernas y se las

anudó con las manos. —Quizá llegue un momento en que no pueda seguir

avanzando. —Posiblemente, sobre todo si sigue creciendo a este ritmo. Anita resopló con resignación, dejando caer los hombros. —¡Pero ya está tan cerca! ¿Dónde están? Sus sonidos me llegan muy débiles. Venid,

por favor. Sólo quiero que me ayudéis a salir, a retomar mi tamaño insignificante, yo soy pequeñita y así soy feliz. ¿Para qué quiero este cuerpo que no reconozco, que no siento como mío? Un cuerpo que apenas puedo mover. Me gusta volar, ir de un sitio a otro… ¡No quiero seguir creciendo! ¡No quiero dejar de ser yo! Soy una simple mosca… una mosca maravillosa. ¿Dónde estáis?

—Se mueve mal. Parece que le pesa el cuerpo. —Es repugnante. —Movió Luis la cabeza sin quitar la vista

de aquella trompa amenazante. —¿Has visto las alas? ¿Crees que podríamos arrancárselas? Tengo que llamar su atención, hacer que llegue hasta ellos

mi dolor. ¿Por qué no me entienden? ¿Por qué se esconden? Si pudiera salir de esta cárcel que cada vez se me queda más pequeña. Si pudiera regresar a la superficie, recobrar mi tamaño y volver a volar. Tengo que llamar su atención, que sientan mi

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presencia. Pero ¿cómo? Mis señales no las reciben. Quizá moviendo las alas, cuando vean que no puedo volar, que lo intento y no lo consigo, puedan comprenderme y venir en mi ayuda.

—Ven, levántate. —Anita se puso de pie con agilidad y extendió su mano hacia Luis—. Se me ocurre que si logramos quitarle las alas habremos conseguido dominar parte de su fuerza.

—Es posible. Intentémoslo. —Avancemos cada uno por un lado. No te expongas, Luis. —Tú tampoco. —¡Mira! Está empezando a moverlas. —Y cada vez con más fuerza. Es como si nos hubiera

intuido. —Trata de defenderse, o de atacarnos. —¡No te oigo! —gritó Anita mientras se sujetaba con fuerza

a una de las barras. —¡Yo tampoco! Se apoyaron en las puertas tapándose los oídos con las

manos. El aleteo, las patas que se arrastraban hacían un ruido que escondían en el silencio el tronar de las ruedas del tren.

—¡Me van a estallar los tímpanos! —Anita y Luis se cubrían las orejas, la cabeza. Encogían sus cuerpos intentando encontrar el espacio exacto por el que se introducía en su interior aquél sonido insoportable.

—¡Parar este maldito tren! ¡Matar a esta maldita mosca! —La voz de Luis se perdía entre el estruendo y el dolor.

El aire giraba dentro del vagón de forma huracanada.

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Pegados contra las puertas no podían apenas moverse, los ojos encharcados de dolor, el estomago clavado contra la espalda buscando abandonar aquellos cuerpos retorcidos en donde reinaban los corazones desenfrenados.

Estoy agotada. Me pesan las alas, no puedo con un movimiento más. Y lo peor es que no he conseguido nada. ¿Dónde estáis? ¿No tenéis compasión de mí? ¡Ayudadme! Voy a estallar dentro de mi cuerpo y no puedo evitarlo.

La mosca parecía haber dejado de crecer y se había quedado encajada entre dos barras verticales. La contemplaron asombrados de su tamaño mientras empezaban a recuperar la respiración. El color negro de su cuerpo se había intensificado como envuelto en la oscuridad de la noche o en la negrura del túnel que surcaban a tanta velocidad. Las patas mostraban unas uñas que asustaban mientras que las ventosas se agarraban clavándose al suelo del vagón. Se dejaron caer sentándose uno frente al otro, desolados, con lágrimas en los ojos, las cabezas ladeadas, sudorosos y vencidos.

—Tenemos que matarla o acabará con nosotros. —La voz de Luis le llegaba más confusa y débil que creíble. Pero era la única opción que les quedaba: aquél tren parecía no llegar nunca a una estación.

—Ahora puede ser un buen momento, parece agotada, no se mueve.

—Subamos a los bancos y saltemos detrás de ella. No podrá girarse.

—De acuerdo, pero tenemos que ser muy rápidos, que no le

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dé tiempo a reaccionar. —Anita comenzó a levantarse sigilosamente sin dejar de mirar aquellos ojos que, por un instante, le pareció que lloraban.

No me encuentro bien. Mi corazón de mosca nunca dejará de ser un corazón de mosca. Pero no quiero entristecerme. Quiero mantener una esperanza porque siempre puede haber una salida en donde no se ve. ¿Quién me dice que no es todo un sueño del que me voy a despertar volando sobre el campo? Volver a recorrer los establos, viajar a lomos de una vaca… ¿Eh? ¿Qué hacéis? ¿Dónde estáis? ¡Aaaahhh! ¿Qué ha sido eso?... ¡Mis alas!... ¡No, por favor, dejadme!... ¡No me hagáis daño!... no es posible… no puedo ya… sin alas, no… ¡Aaaahhhh!...

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LA MIES

Raúl Soto (rsoto21)

Nadie me creyó. Se los dije, pero no me creyeron. Ya nadie se acuerda, sólo yo. No hace tanto tiempo que

ocurrió, sólo un par de años. Pero ya nadie recuerda aquella noche. Nadie me creyó.

Papá fue el primero en ver las luces del cielo aquella primera vez. Decenas de luces de todos los colores danzaban silenciosamente como luciérnagas por todo el cielo. Papá encendió la linterna, se montó en el caballo y corrió a despertar al alcalde, al cura y al capitán de la guardia. Mamá lloraba apretando su crucifijo, rezando padrenuestros y avemarías casi sin respirar. Pero yo no tenía miedo. ¿Cómo iba a tenerle miedo a algo tan hermoso? Yo creía que los ángeles del cielo habían bajado a la tierra.

Las luces desaparecieron, tan repentinamente como habían aparecido.

La mañana siguiente sorprendió al pueblo con una escena horrenda. Cientos de animales muertos aparecieron tirados por todo el pueblo. Nadie había visto nunca algo así. A primera vista parecían cerdos, pero eran negros y tenían seis patas en lugar de

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cuatro. El hedor que despedían era espantoso. Los hombres del pueblo estuvieron varios días recogiendo los cadáveres. Los llevaron al terreno de mis abuelos a las afueras del pueblo, cerca del río. Allí los quemaron y enterraron las cenizas.

Durante un año la gente debatió sobre el significado de lo que había ocurrido. El alcalde sostuvo que las luces fueron causadas por el fuego de los cañones del fortín que defendía la bahía del pueblo. El viejo irlandés que fungía como maestro de escuela aseguró que todo había sido una aurora boreal. Mientras tanto, el cura del pueblo insistía que todo el episodio había sido una advertencia de Dios para que el pueblo dejara de pecar, fuera a misa fielmente y dejara de robarle al Señor en sus ofrendas y limosnas a la Iglesia. Ninguno, sin embargo, tenía explicación para las criaturas extrañas que aparecieron de la nada.

Con el tiempo la gente olvidó el incidente, y la vida en el pueblo regresó a la monótona normalidad.

Las luces regresaron un año después, no recuerdo exactamente cuándo. Desperté con el ruido de los caballos y las voces de los hombres que vinieron a buscar a papá. El alcalde había mandado a armar toda la milicia de voluntarios, en caso de que las luces fueran un truco de los ingleses. Mamá me prohibió salir, pero pude ver el sorprendente espectáculo celeste desde la ventana de mi cuarto hasta que, igual que la vez anterior, desaparecieron repentinamente.

Contrario a la ocasión anterior, y para el alivio del alcalde y de todos, ésta vez no apareció nada raro en las calles del pueblo al día siguiente.

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Varias semanas después, una tarde calurosa de verano, mis primas y yo decidimos ir al río a bañarnos. Papá nos dio permiso, siempre y cuando regresáramos antes de que empezara a oscurecer. Camino al río pasamos por el terreno donde un año atrás los vecinos habían enterrado las extrañas criaturas. Para nuestra sorpresa, en el terreno habían aparecido varios arbustos repletos de frutas amarillas con la forma de mangos, pero del tamaño de uvas. Mi prima Genara, siempre atrevida, las probó primero. El resto la miramos con una mezcla de asco y sorpresa cuando dio el primer mordisco…

Luego de asegurarse de que Genara no cayera muerta ni envenenada, el resto de mis primas rápidamente siguió su ejemplo. Todas, menos yo. El sabor de las frutas era increíblemente delicioso, intoxicante, me decían todas a la vez que insistían en que yo las probara. Pero su olor, por alguna razón inexplicable, a mí me daba asco. No las probé. Nunca las probé.

Mis primas se olvidaron de ir al río y comieron hasta saciarse. Antes de irse recogieron todas las frutas que pudieron y las llevaron consigo a casa.

Las frutas revolucionaron al pueblo. Quienes las comían reportaba sentir más energía y fuerza. Muchos otros decían que desde que comían las frutas se habían sanado sus enfermedades. El médico del pueblo, un recién llegado de New Jersey, comenzó a usarlas para tratar a sus pacientes, con sorprendente éxito. Los ciegos y los sordos se sanaban. Las mujeres estériles quedaron embarazadas. Papá se sanó y dejó de cojear de la pierna izquierda, la que siempre le dolía gracias a un sablazo que le dio un soldado

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inglés cuando papá defendió el pueblo de la fracasada invasión del Almirante Whelstone en 1702. Eso dice él. Yo no había nacido.

El médico le compraba una caja de frutas a papá cada semana, con las que preparaba jarabes milagrosos que vendía en pueblos cercanos. El cura del pueblo proclamó que las frutas eran maná del cielo, y no perdía oportunidad para recordarle a papá que necesitaba dinero para las reparaciones de la iglesia. El alcalde, por su parte, en un intento de romper el monopolio de papá, sembró semillas de la nueva fruta en varias de las tierras más fértiles del pueblo, infructuosamente. Los arbustos tercamente se negaban a crecer fuera del terreno de papá.

Mi casa y el pueblo entero estaban constantemente inundados por el olor dulzón e insoportable de las frutas. Mi mamá servía frutas frescas en el desayuno, pan con jalea de frutas en el almuerzo, y jugo de frutas en la merienda. Sólo yo me resistía a comerlas. Las frutas me daban asco. Me sentía como en un infierno, rodeada de su olor nauseabundo.

Nadie parecía entender mi reacción. Papá me prohibió decirle a nadie, pues tenía miedo de que el cura proclamara que yo era un engendro del diablo.

Yo pasaba cada vez más tiempo encerrada en mi cuarto, sola. A veces me entretenía leyendo, otras veces estaba rabiosa. Otras veces sólo lloraba.

Pero ya no era sólo por el olor, ya no; sino por algo que nadie más parecía notar.

Todo el mundo en el pueblo comenzó a engordar. Todos. Hombres y mujeres, niños y ancianos, todos aumentaron de

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peso asombrosamente. Todos estaban gordos, gordísimos; todos excepto yo. Mamá tuvo que coser ropa nueva para ella y para Papá, porque ya ni con remiendos les servía la que tenían. Pero a nadie le importaba. Gracias a las frutas la obesidad no les robó energía ni les causó enfermedades. Todos seguían con sus vidas como si nada.

Para ese tiempo también me di cuenta de otra cosa rara. Nadie en el pueblo, absolutamente nadie, recordaba las luces, ni las criaturas horribles que aparecieron la noche después que aparecieron las luces por primera vez. Cuando le hablé sobre eso a mis primas, me dijeron que no sabían de qué estaba hablando. Cuando le pregunté a Mamá, corrió a decirle a Papá que yo estaba viendo visiones y volviéndome loca. Él me miró de arriba abajo, y me prohibió hablar del tema. ¿Qué dirían los vecinos?

Nunca volví a mencionar las luces… hasta anoche. Anoche las luces regresaron, con un espectáculo más

impresionante que los de antes. Llamé a mis padres, pero me mandaron de vuelta a la cama. Insistí, gritándoles que salieran a ver, porque algo andaba mal y ésta vez las luces eran diferentes. Mi padre me agarró del brazo, enojadísimo, y me arrastró hasta el patio de la casa. Cientos de luces surcaban el cielo, pero él señalaba hacia el cielo con el dedo, gritándome que allí no había nada.

Las luces se movían rápidamente por el cielo, pero en lugar de dar vueltas de forma errante como antes, ésta vez parecían moverse ordenadamente, como si tuvieran un propósito. Ya no se movían de forma silenciosa, ahora hacían un ruido terrible, como

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el de un huracán. Lloré para que papá me soltara, pero él sólo hundió más sus dedos en mi antebrazo. Me apretó, me sacudió y me dijo a gritos que allí no había nada, que estaba loca, y que mañana al amanecer me llevaría con el médico americano y con el cura.

Sacando fuerzas de no sé donde, de un tirón logré zafarme de las garras de papá. Salí corriendo y me escondí entre los árboles del patio del vecino. Desde allí pude ver cómo varias de las luces bajaron del cielo y se posaron en las calles del pueblo.

Fue entonces que los vi por primera vez. Salieron de las luces que habían bajado a la tierra. Eran altos, más que papá, delgados y esbeltos. Tenían dos piernas y cuatro brazos. Sus cabezas eran extrañas, parecidas a los mastines que usaban los soldados.

Algunas de las luces permanecieron flotando sobre la calle, iluminando las casas desde arriba. Las criaturas entraron a las casas, una por una, y a la fuerza sacaron a todas las personas a la calle. Paralizada por el miedo, observé cuando arrastraron a papá y mamá fuera de la casa.

Nadie quiso creerme. Yo traté de advertirles. Pero me dijeron que estaba loca.

Más y más criaturas salieron de las luces. Sus cuerpos esbeltos contrastaban marcadamente con el grupo de obesos humanos que poco a poco quedó rodeado por cientos de figuras sacadas del Infierno de Dante. Papá abrazó a mamá, que no paraba de gritar.

Nadie quiso creerme. Traté de advertirles. Las frutas eran

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una trampa. Para sanarlos. Para engordarlos. Las luces multicolores se combinaron con los ensordecedores

gritos de terror de las personas para producir la escena más espantosa que había visto en mi vida. Con la velocidad de un rayo las criaturas se abalanzaron sobre el grupo de humanos.

Sus afilados colmillos desgarraron, una y otra vez, la carne gorda de los animales que por años habían criado.

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DIARIO DE PATRICIA URQUIJO

El Ekilibrio

Página 137 14 de diciembre, lunes: Esta mañana me he despertado fatal. He tenido examen de

mates y lo voy a suspender. Mamá se lo va a tomar mal. Suerte que el pesado de papá me ayudará como siempre. Cuando traiga las notas a casa le necesitaré.

En clase he visto a Javier. ¡Qué guapo y que poco caso me hace! La imbécil de Laura lo tiene atontado. Eso de tener las tetas más grandes y el cerebro más pequeño del colegio se ve que puntúa. ¡Idiotas son los tíos! Laura: estás muerta...

Lo dejo por hoy. Papá está a punto de subir para darme los besitos de buenas noches... ¡Qué pesado!

15 de diciembre, martes: Con lo bien que empecé el día y lo mal que lo he terminado.

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El Ekilibrio Diario de Patricia Urquijo

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Nada más llegar al instituto Javier se ha acercado a mí para preguntarme a qué hora teníamos el examen de historia. ¡Buah!, me he puesto roja como un tomate. Javier es diferente. En vez de reírse, me ha a sonreído y me ha guiñado un ojo antes de volver con sus colegas.

Luego, poco a poco, el día se ha ido torciendo. El examen me ha ido mal. La “imbécil”, que me ha visto con Javier, se ha acercado para marcar el terreno. Ha venido con tres más de segundo y claro, como son mayores que yo, se aprovechan. ¡Yo qué culpa tengo que Javier esté repitiendo curso y la suerte lo haya puesto en mi clase! ¡Imbéciles! El pellizco de la gorda esa, que no sé como se llama, me duele. Suerte que el moratón que me ha hecho está cerca de los otros y papá no se dará cuenta. Hablando de papá; lo dejo por hoy que estará a punto de subir. ¡Qué pocas ganas tengo! ¡Qué pesado! A ver si se pone algo en esas manos que rascan mucho cuando me acaricia.

16 de diciembre, miércoles: Mamá se ha ido de viaje. Desde que cambió de empleo pasa

más tiempo en Ámsterdam que en casa. Igual, los viejos, acaban separándose. El poco tiempo que están juntos se lo pasan peleando. Si por lo menos no hubiera muerto Beti... La echo de menos. Mucho. Hay días en que aun la oigo llorar.

Hoy no ha habido examen. Javier no ha venido al instituto. He intentado localizar a la “imbécil” y tampoco la he visto. ¿Y si

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han hecho “campana” juntos? Me muero, me muero, me muero. Pero antes la mato. ¡Juro que la mato!

Papá estaba extraño en la cena. Me miraba raro. Además ha bebido mucho. No quiero que suba esta noche.

17 de diciembre, jueves: Hoy no he ido a clase. Tras lo de anoche, esta mañana no

tenía ganas de nada. Y sigo sin tenerlas. 18 de diciembre, viernes: Ni ayer ni hoy he visto a papá. Fue todo tan extraño. No le

he oído en todo el día pero sé que está en casa. Debe estar en el sótano; no me explico que hará tantas horas ahí metido. Espero que hoy no beba.

Página 138 Me duele todo. Papá nunca había sido tan bestia acariciando

como ayer. No me gusta que me obligue a tocarle. Yo no quiero; pero es papá y debo hacerlo.

Pero que no beba, por favor, que no beba. Cuando lo hace, como el otro día, todo es demasiado extraño y violento. No me

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gusta nada todo lo que tengo que hacer. Ya no tengo que volver al instituto hasta pasadas las

navidades. No sé como lo haré para ver a Javier. No sé donde vive ni por donde andará. A la que sí puedo vigilar es a la “imbécil” y saber alguna cosa con certeza ya de una vez por todas. Vive cerca de casa y no será difícil seguirla.

Oigo a papá. Se le ha caído un vaso al suelo. Mañana sigo, voy a hacerme la dormida para ver si no me molesta.

19 de diciembre, sábado: 20 de diciembre, domingo: 21 de diciembre, lunes: Tiene razón papá. La sangre es escandalosa; pero si es lo

normal, es lo normal. Aun así, no me siento bien. Me gustaría poder hablar con alguien. Desde que murió Beti ya no tengo a nadie. Además, en sus últimos meses, estuvo tan callada, tan triste, que es como si hubiera muerto medio año antes. Se pasaba el día llorando en su habitación. Recuerdo bien sus últimas semanas. No salía nunca, no decía nada. Algún que otro sollozo y algún grito de dolor en mitad de la noche. Papá no se separó ni un solo instante de ella. Fue bueno; sin duda mucho más que mamá que no le hizo

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ningún caso. Nunca entenderé porque no me dejaron ir a su entierro y

porqué no puedo hablar de ello con nadie. Ya sé que si hablo con alguien de Beti ella no descansará en paz; pero si los muertos están muertos, ¿a quién perjudico? No lo entiendo. Pero papá y mamá se enfadan si saco el tema.

Me duele todo. Papá me hizo daño. ¡Cómo rasca su barba! Tengo todo el cuerpo irritado. Qué raro es eso de quererse. No me gusta querer. No me gusta que me quieran.

Luego iré a seguir a la imbécil. Necesito salir de casa un rato. Espero que papá duerma toda la mañana.

.... Esta mañana, después de salir de aquí, he estado una hora

escondida en el parque delante de la casa de la imbécil. Cuando por fin salió fue para ir al ‘Pato Azul’ a encontrarse con la gorda y con dos más que no había visto en mi vida. Estuvieron tomando refrescos y riendo escandalosamente. Seguro que se reían de mí. Las odio. Luego ha regresado a su casa y he visto que sus padres montaban los esquís en el coche y se iban sin las petardas de la imbécil y de su hermana mayor (que no sé como se llama).

Sólo hago que darle vueltas a la cabeza. Seguro que si su

hermana mayor se marcha por la noche con sus amigotas, la imbécil de Laura aprovechará para quedar con Javier. No sé qué hacer. Estoy desesperada porque por las noches no puedo salir. Vendrá papá a quererme. Seguro.

....

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Página 139 Está anocheciendo. Después de estar un rato medio dormido

en el sofá, papá está en el sótano de nuevo; no me atrevo a bajar a ver que hace (si me ve se enfadaría mucho. ¡Maldita prohibición!). He aprovechado para intentar comer algo en la cocina. Me moría de hambre pero, una vez que he abierto la nevera, todo me ha dado asco y no he probado bocado.

Papá sigue estando raro. No deja de mirarme cuando cree que no le veo. Y cuando me mira, haciéndose el dormido, sé que se toca. Sé que se toca. Sé que se toca. Hoy lo ha hecho un par de veces. Esta noche me tocará quererlo. No me gusta. No me gusta quererle. Ojalá fuera él el muerto y no mi hermana. O mejor aun, que mamá fuera la muerta. O los dos y que me dejen sola de una vez. Bueno, sola no, con Javier.

22 de diciembre, martes: He matado a papá. No sé bien cómo pasó, pero sé que

después de empujarlo escaleras abajo, no se movía. Aun debe estar ahí. Mamá llega esta noche. ¿Qué hago? Podría esconderlo en el sótano. Tengo miedo.

....

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Papá no está. Cuando he salido de mi habitación, me he asomado lentamente a la barandilla y él no estaba. Hay algo de sangre. He bajado poco a poco las escaleras. He pasado mucho miedo. Sólo me oía respirar agitadamente y se me escapaban pequeños sollozos. He mirado por todas partes del piso de abajo: cocina, comedor, despensa, baños. Nada. No me atrevo a bajar al sótano. Sé que debe estar ahí. Tengo miedo. ¿Qué hago?...

.... Él debe entender que fue sin querer. No quería hacerle daño

pero él me lo estaba haciendo a mí. Me tocaba con sus rugosas manos dejando marcados sus dedos en mis muslos mientras, con su hiriente barba de tres días, destripaba mi cosita. Tengo que ir a pedirle perdón, tengo que bajar al sótano antes que anochezca y llegue mamá. Si se entera de todo esto se enfadará. No he sido buena niña, no he sido buena niña. Tengo que pedirle perdón. Voy al sótano a buscarle.

.... Creo que no me ha visto... creo que no me ha visto... o sí. No

lo sé. He bajado sin hacer ruido porque no quería asustarle si

estaba durmiendo. Casi al llegar abajo he oído que estaba susurrando algo justo detrás de la enorme estantería de trastos. Hay muy poca luz ahí abajo y no se ve prácticamente nada.

Hablaba en un tono muy cariñoso, como cuando habla conmigo. He estado agazapada, no sé cuanto rato, hasta que he

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empezado a oírle roncar. Entonces, con mil pulsaciones y temblando de miedo, me he acercado poco a poco. Muy lentamente. Tenía mucho miedo. Al llegar a la esquina de la estantería he asomado la cabeza un solo instante. Detrás del cuerpo de papá que dormitaba apoyado en la pared, he visto la figura de una niña desnuda, que se tapaba la cara con las manos y que balanceaba su cuerpo desde sus propias rodillas hasta la pared; como si fuera un péndulo de carne. No se veía bien pero juraría que era Beti. Pero, ¡no puede ser! ¡Yo la vi muerta en su habitación! Papá me la dejó ver un momento desde la puerta. Recuerdo el blanco de su carne, el silencio de su boca y la quietud de su cuerpo. ¡Estaba muerta!, lo sé.

Estoy medio mareada. Tengo hambre. Tengo sueño. ¡Y mamá sin llegar! ¡La odio! Voy a tumbarme un rato... me estoy marean...

Página 140 ¡Dios mío! ¡Es horrible...¡ ¡No puede ser! Beti está muerta y la

tengo sentada a mi lado. Hace unos minutos me ha despertado la sensación de tener

unos ojos clavados en mí. Me he sobresaltado y, al abrir los míos, he visto una figura blanca sentada en la silla de mi escritorio que me miraba quieta. Creo que se me ha parado el corazón un instante. He sentido un dolor en el pecho tan profundo que me han quedado los pulmones atrapados en una caja torácica inmóvil.

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He ahogado un chillido con las manos cuando he reconocido a Beti. Se me ha escapado un poco de pis. Sí, Beti, mi hermana muerta. O la que creía que estaba muerta. Aun no lo sé. La tengo a dos metros y no sé que es lo que estoy viendo.

Me estoy volviendo loca. Al rato, al ver que no se movía, que no me hablaba, he

empezado a moverme yo. Parece que me he tranquilizado un poco. No me he atrevido a acercarme a ella. Está ahí, a mi lado, callada y quieta. Con el pelo cayendo sobre sus ojos abiertos.

Después intenté hablarle. Casi no me ha salido un “hola” de la boca pero ha dado lo mismo. Parece que no me oye; sólo mira. Sólo me mira.

¿Y papá?, ¿qué será de p... ------- Se ha levantado. Beti se ha levantado y viene hac...

...... Aún no me he recuperado. Es Beti y no está muerta. Está

como en un estado de shock. Me recuerda a los pirados de la peli esa que le gusta tanto a papá. No sé qué de los ultracuerpos. Está como ellos; no habla, no me responde, nada de nada. Tiene los músculos flácidos. Lo único que demuestra que está viva son sus ojos azules en movimiento. Cuando ve algo que le interesa ancla su mirada fría en ello. Y sólo le intereso yo. Está muy delgada. La carne de la cara se le ha incrustado en los huesos faciales. Sólo me mira.

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No sé que le puede haber pasado. Por las manchas de mugre oxidada que lleva su mini túnica blanca debe de haber pasado mucho tiempo en el sótano. De las paredes interiores de sus muslos veo sangre reseca.

Creo haber oído algo abajo. Parece la voz de mamá. ¡Y la de papá! Están empezando a discutir. Como solapan los gritos de uno con la otra no alcanzo a entender bien qué dicen. Hablan de unas niñas. Escaleras. Sangre. Juntas. Arriba.

Y suben. 23 de diciembre, miércoles: 24 de diciembre, jueves: 25 de diciembre, viernes: Patricia, te quiero. ¡Feliz Navidad! (Bettina, 12 de marzo)

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EL EMPALADOR

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Un manto de frío espeso desciende sobre el pequeño pueblo

del sur. Es de noche y el cielo se muestra limpio y cribado de estrellas. El pueblo se halla asentado sobre roca sólida, al pie de la montaña, en donde despliega su homogéneo caserío de madera y sus chimeneas humeantes. Los árboles, guardianes desvelados, funden en lo alto sus ramas vacías de invierno, mientras los tejados rústicos, por debajo, imitan tal comunión. En la estática postal es inevitable advertir un río furioso de aguas agitadas que desciende desde lo alto de la montaña, marcando el límite norte del municipio. De su cuerpo espumoso brota un murmullo envolvente que penetra en el pueblo ahogando el silencio, es un sonido agradable e inagotable que acompaña el ajetreo diurno de los ciudadanos y que por las noches anega las calles con una sensación vital que de otra manera nada ni nadie brindaría. Esto último debido a que el viento acostumbra desplomarse del otro lado del valle sin poder azotar el pueblo, además, por su parte, las personas ya no se atreven en horas de la noche, optan por la comodidad de sus hogares antes que desfilar por las heladas calles estrechas infestadas de árboles y ramas que hacen imprecisa la

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vista. En fin, es un incipiente pueblo escondido en el mundo,

donde la tranquilidad de la vida apacible toma cuerpo en el tiempo. Cerca de la rivera rocosa, dentro de una casa grande de madera, como todas las otras, dos personas comparten una cálida cena familiar que encuentra su fin cuando una voz inicia un diálogo:

—Padre, ya es hora, debes contarme lo sucedido, desde mi llegada por la tarde, no pude mas que oír vagamente a la gente del pueblo comentar algo referido a la ultima peña semanal... y no me he atrevido a indagar sobre ello, pues ya sabes que hace años me fui de aquí y supongo que para algunos soy como un extraño.

Carl frunció el ceño, suspiró y respondió: —Jay, hijo mío, estás cansado, ya es tarde y has viajado

largas horas para visitar a este viejo solitario, mejor por la mañana te doy todos los detalles de la historia.

Jay despegó los codos de la mesa, tomó con sus manos una pequeña botella de brandy y llenó de a poco una copa, luego, poniéndose cómodo, clavó la mirada en los ojos de Carl y aseguró:

—Tengo toda la noche, de lo contrario esta sensación de duda me privará del sueño.

Con un tono inseguro y frágil, Carl dijo: —¿Sabes?... De todos modos no podrás conciliarlo. —Bueno, ya —dijo Jay impaciente—. Debo saberlo ahora. —Está bien… es lógico…—respondió Carl, resignado—.

Todo ocurrió el último sábado por la noche… »Como una costumbre o tradición que se repite todos los

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sábados por la noche, los ciudadanos de todas las edades acuden a la única plaza del pueblo donde se reúnen para degustar productos regionales e intercambiar algunas mercancías, es una especie de peña o fiesta semanal donde largas charlas se adueñan de las horas. Destacan de entre los nudos de gente, unos retazos de tela blanca que decoran las ramas a modo de puentes, algunas carpas coloridas e iluminadas que parecen ser devoradas por semejante tertulia y largas mesas llenas de dulces que son cercadas por niños apetecidos. Un improvisado escenario ubicado en un extremo tiene como telón al mismo río, en el extremo opuesto de la plaza yace un templo antiguo construido con grandes piedras que provenían de la cantera de la montaña. Es un edificio robusto y lúgubre, en sus muros de roca se abre un gran ventanal sellado por un cristal grueso, de color rojo oscuro, que prácticamente se resiste a ser atravesado por luz alguna; unos cuantos escalones anchos preceden la entrada, donde una puerta de metal con detalles extraños parece resguardar, con recelo, un misterio interior que por propia naturaleza arquitectónica emana desde el templo.

La última peña sabática fue especial y aquí Carl continúa su relato: —… Era un cielo limpio cargado de estrellas el que reinaba la noche, la luna nos acompañaba, prácticamente nadie estaba ausente. Ya pasada las 23 horas todos se encontraban a gusto, pues se advertía en sus ojos; en ese instante se encendieron las luces que revelaban el escenario, el cual de a poco ganaba la atención de los presentes. El buen Sam, el farmacéutico, dijo unas palabras como

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de costumbre y anunció al coro local que se disponía a presentarse…, luego de un breve silencio, el chillido del micrófono me retumbó los tímpanos,… le siguió otro silencio, aun mas corto, que fue interrumpido por un grito de mujer que desgarraba el viento y mis entrañas; al unísono todos voltearon hacia atrás buscando al responsable…luego… —A Carl se le quebró la voz y sus ojos brillaron de repente perdiéndose en el recuerdo.

Jay lo observó atento, encogió los hombros y suplicó: —¡Continúa! ¡Continúa! Su padre se recuperó y siguió: —¿… Cómo describirte el frío aterrador que me asaltó ante

lo que vi,… ante semejante aberración visual, …?¿cómo explicarte con palabras que en las escalinatas del templo, el inmaculado cuerpo de una niña ya sin vida desafiaba la gravedad? Su humanidad estaba atravesada a lo largo por una gruesa e irregular estaca de madera que asomaba de su boca inocente, los pies descalzos no alcanzaban el suelo, su rostro desdibujado por la sangre parecía suplicar al cielo… y… en sus largos cabellos dorados y en su frente, todavía limpia, parecía resplandecer con mas intensidad la tenue luz de la luna.

—¡¿Empalada?! —dijo Jay saliendo de la conmoción. Carl asintió con un gesto débil y con esfuerzo continuó: —… Mi piel estaba como anestesiada, creo que de alguna

manera se resistía a seguir percibiendo un mundo en donde hubiera lugar para tal atrocidad; también eran abordados el resto de mis sentidos que renunciaban espantados a su vital propósito como si esta protesta perceptiva pudiese ser elevada al mismo

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Dios incoherente. Tiempo después, una inercia propia o la que ejercía la muchedumbre sobre mi, me arrastró lo suficientemente cerca como para que un olor pútrido sacuda el trance que sufría mi olfato. Una náusea profunda, en medio de gritos ya lejanos, se apoderó de mí y ya nada pude recordar… hasta el día siguiente.

Con su aliento empañando la mesa y la frente pálida, Carl, que aparentaba haber detenido su relato, apretó los labios, se sumergió en un mar de melancolía y prosiguió:

—Era una niña ejemplar, una criatura celestial e inocente, que sin quererlo parecía satisfacer a la perfección las condiciones que las sagradas escrituras atribuyen a los santos, a los ángeles… ¿Me comprendes hijo?... ¿Por qué?... ¿Por qué a ella? ¡Que infame paradoja! En el mundo del Señor Bondadoso sucumben a diario sus frutos más puros… ¿Y sabes qué? Para colmo, sus padres, dignos de su hija, eran asiduos devotos de la iglesia, cumplían el divino mandato con placer y ofrendaban cada domingo sus alabanzas y plegarias al Santo Espíritu. —Los puños de Carl permanecían tensamente apretados como si la misma injusticia pudiese ser triturada—. …Ahora me pregunto ¿Qué harán esos padres desconsolados el próximo domingo? ¿Acudirán al templo como usualmente lo hacen? Y en caso de que fueran, ¿rezarían con la misma fe ciega y ordinaria?

Jay no hubiera creído todo eso si no fuera por esos comentarios muy confusos que había escuchado esa tarde durante el ocaso, cuando arribaba al pueblo después de dos años, además, su padre estilaba ser una persona seria, escéptica y poco adepto al humor.

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En plena perplejidad, una ráfaga de viento recorrió las calles con fuerza,... el rugido eólico hizo temblar las ventanas para luego detenerse. Esto hubiera merecido la atención de Jay debido a que el viento es un forastero por estos lares; pero él se encontraba absorto en sus pensamientos tramando preguntar algunos detalles, incluso se había decidido a conjeturar sobre los hechos, cuando entonces, Carl, más reflexivo, se adelantó:

—Todo está siendo investigado por la policía local, los detalles no se extienden mas allá de mi relato y las pistas son muy escasas. Analizando la situación, no me es posible atribuir lo sucedido a un simple acto humano, es decir, es físicamente imposible realizar tal brutalidad en un lugar público y sin ser advertido. Por eso y considerando además la antigua técnica de empalamiento utilizada, el templo como lecho criminal y las recientes declaraciones de un anciano sacerdote; es que, para mi, el tema va tomando una inclinación… como decirlo… no humana

—¿Es que no hay ninguna prueba o indicio concreto hasta ahora? ¿Nada de nada?

—Bueno solo una… La estaca utilizada era ni más ni menos que una vigorosa rama que había sido cortada de un gran árbol, que ya mutilado se erguía a pocos metros del cadáver de la niña, la cual minutos antes, aseguran, jugaba alegremente en el lugar.

—Es sorprendente —dijo Jay—. A simple vista, las condiciones del crimen realmente parecen descartar la posibilidad de que el empalador sea humano, pero considerar la opción de lo sobrenatural ante los fenómenos que aparentan ser inexplicables es un acto de ignorancia y cobardía que no esperaba hallar en ti,

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padre. Carl no se hizo esperar y se justifico: —Es que los años lentamente van quitándome la lucidez, la

inocencia y todo indicio que le permita a uno apenas sospechar que un lugar justo y sublime nos espera más allá de nuestra muerte. Por eso es que ante hechos como los que cobraron vida el sábado pasado, prefiero aferrarme, con la poca fe que me queda, a la idea de que un Ente celestial haya sido el autor de semejante bestialidad.

—¿No crees haber elegido un “milagro” sórdido y repulsivo para convencerte de que tienes alma? —dijo Jay con los párpados relajados.

—Tu suspicaz elocuencia roza la burda ofensa, hijo mío. No obstante, déjame exponer con mas claridad el sentimiento que intentaste desmerecer. …Mis pupilas seniles probablemente no vuelvan a ver algo parecido a ese paradójico “milagro” y espero que así sea, pues mi corazón no lo soportaría, por ende deducirás que yo ya no puedo esperar, ni mucho menos elegir, milagros hermosos o bíblicos…en fin “tempus fugit”. Por eso me conformo con éste y aunque reconozco que es un poco retorcido, el tenebroso asesinato me ha convertido inexorablemente en un hombre de pura fe, que ya no teme enfrentar la muerte… es mas, estaría dispuesto a perder mi vida esta misma noche y dejar que el misterioso “Ángel Empalador” me lleve con él al Edén Eterno, junto a tu madre. Desde hoy para mí ya no existe esa infame paradoja, ya que considero que el óbito de la niña fue una señal divina en un mundo divino.

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Jay suspiró, mientras veía como el comportamiento y las ideas de su padre oscilaban de un extremo a otro.

—De sorprenderme pasas a inquietarme,… no solo crees que eso fue una especie de “mal necesario”, … no solo estás convencido de que la dulce niña sucumbió bajo la maldad de un “Ángel” pedófilo, …sino que además quieres irte con el al cielo y reunirte con mi madre. ¿Sabes lo ridículo que se oye eso? —Sus manos cubrieron su rostro como queriendo contener una expresión de vergüenza, luego continuo con mas calma:

—Sé que la extrañas,… pero, por favor, no la involucres en esto. ¿Sí?

Carl balbuceó algunas palabras ininteligibles mientras su mirada se perdía en el infinito.

Al ver esto, su hijo mentalmente dictaminó: un éxtasis melancólico, pura hiel de amor que lo paraliza.

A decir verdad, él también se entristeció un poco al recordar a su madre, fue cuando creyó oportuno optar por respetar el silencio que para entonces se había apoderado de la habitación. Los segundos se esfumaron, …luego los minutos… Dicen que el tiempo es tan relativo como la mente que lo percibe por lo tanto solo ellos saben realmente cuanto les duró la amargura.

Carl fue quien salió primero del trance, se quitó la camisa blanca y la dejó sin precauciones sobre los restos de comida todavía tibios en la mesa, luego adoptó una postura viciosa y observó a su hijo como queriendo reanudar la conversación.

Jay lo interpretó al instante. —Veo que ya no eres el hombre escéptico de antes, el

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orgulloso y admirable ser que fríamente me mostraba el mundo y sus secretos a través del cristal de la ciencia, de la lógica, de lo empíricamente comprobable. ¿Qué te sucede ahora? ¿Pregonas la muerte y un dudoso Edén?

—Escucha hijo —susurró—, evidentemente ya no soy el mismo. Quiero que entiendas que mas que la muerte en si, prefiero irme de este mundo… que aunque te parezca lo mismo, para mi no lo es.

—¿Irte del mundo? —dijo Jay resignado. —Sí. —¿Al cielo? —Ahí mismo. Y si es posible, a cuestas del “Ángel

Empalador”. Jay resopló con sus manos en la cintura y le advirtió: —Ya deja de invocar su nombre. Además, ¿cómo sabes que

no te llevará a otro lugar? ¿cómo puedes estar seguro de que no sea un enviado del mismo infierno? podría ser una criatura dem…

—Ya, ya, ya… entendí —interrumpió Carl con ímpetu y un poco asustado—. Eso no es posible, pues… desde allá arriba… —dijo señalando al techo—, el Señor no lo permitiría.

—¡¿Pero permitió el horrendo crimen?! —dijo Jay con tono acusador.

Carl le respondió acariciándose el mentón: —Debo admitir que en un principio me dio asco y no

encontré consuelo, hasta que me di cuenta de que era una obvia señal de los cielos. Mira hijo,…al ser humano se lo ha dotado con fuertes y musculosos miembros, un corazón resistente y un

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instinto animal que hace posible nuestra supervivencia terrenal en este mundo áspero pero… ¿Qué se nos ha dado para sobrevivir a semejante vacío existencial y espiritual que arde día a día en la médula de nuestra mente? Pues, el hambre de creer, la fe ciega, un impulso innato dormido en alguna parte de nuestro cerebro límbico que tarde o temprano despierta en todo hombre. Dime, ¿eso lo puedes entender?

—Bien, creo que allí tienes algo interesante, de todos modos estaba pensando en el viejo sacerdote del que has hablado minutos antes. —dijo Jay, evitando la interesante reflexión de su padre.

—¡Ah, sí! El te convencería al instante de que mi espiritual postura es lógica. Es una persona muy elocuente y religiosa.

—Dos adjetivos peligrosos cuando pertenecen al mismo dueño —dijo Jay desmereciendo.

—Creo que depende de quien sea el dueño… y vale para cualquier adjetivo —agregó Carl.

—Es tu opinión… —dijo Jay—. Ahora, cuéntame sobre esas declaraciones que hizo el acólito. ¿Qué tipo de comentarios hizo el sacerdote? ¿Es una persona de buena reputación?.

—Poca gente ponía atención en él, hasta ahora, pues, quizás debido a su avanzada edad, se encontraba siempre recluido en su hogar, aunque otros aseguran que es un ermitaño por naturaleza. De todos modos, ayer por la mañana, éste se hizo presente aquí, en mi casa, insistiendo en que debía decirme algo. Su visita me sorprendió y me llenó de intriga, lo invité a pasar para tomar un té de frutas… pero se negó, alegó que no tenía tiempo… y en ese momento fue cuando expresó que el incidente del sábado estaba

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relacionado con un mensaje escrito en latín que se halla grabado en la imponente puerta metálica del templo.

—¿Esos garabatos? —preguntó Jay. —Ahora ya no los llamo así —aclaró Carl. —Pero ¿qué dicen los garabatos? —insistió el escéptico Jay,

como demostrando sutilmente que no acreditaba veracidad alguna a tan fantástica explicación. El viento volvió a golpear vigorosamente las ventanas.

—El mensaje dice algo así como: “Deo non est mort…”. De repente Carl se detuvo. Un ruido que provenía desde

afuera se estampó en la habitación. Se hizo un silencio… y repentinamente se escucharon unos pasos aplomados, que provenían del pasillo lateral de la casa, los cuales se dirigían sin cesar hacia el patio del fondo. Sin bacilar, Carl corrió al cuarto trasero para asegurar la puerta que acostumbraba dejar abierta.

Jay, que se había puesto de pie con el susto, caminó lentamente hacia la ventana, adelantó tres pasos y abortó el último, que se suspendió en el aire junto con su respiración, ya que notó en el árbol del jardín, que una rama robusta había sido arrancada con fuerza.

Su visión se cerró en su entrecejo, los brazos atontados batieron las manos en el aire en un intento fallido por espantar el pavor que lo invadía.

El tiempo se suspendía en los relojes, las agujas parecían revelarse a su eterno deber.

El marco visual era único, estático… era la débil puerta trasera y en ella se adivinaba el terror inminente… Entonces… se

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escucharon tres golpes que llamaban a la puerta. Carl estaba apoyado en ella de espaldas, miró a su hijo lleno

de coraje y acariciando el seguro de la puerta, le dijo: —Ya es mi hora,… me ha escuchado,… viene por mi. …Te

amo hijo. —Giró sobre si mismo, destrabó el seguro y, allí mismo…, una figura se presentó… Era Sam, el farmacéutico.

Carl se había desmayado mientras se abría la puerta. Una mezcla de alivio y desconcierto, desbarató el rostro

tenso de Jay, que gritó: —¡Señor Sam! ¡Increíble! —¡Sí, increíble! Esa rama por poco me da en la cabeza, es que

un viento tremendo la fracturó en la raíz y en un segundo se desplomó detrás de mí, este clima me desconcierta… Pero ¿qué ocurre aquí? —dijo Sam confundido.

Jay quiso contestarle pero su esfuerzo fue insuficiente, seguía pasmado por el susto.

Sam intentó deducirlo: —¡Ah, ya veo!... ¡Tu padre volvió a desmayarse!… Calma no

te preocupes, aquí le traigo su medicina como le prometí, solo que se me hizo un poco tarde… “tempus fugit” diría tu padre y con razón.

Jay juntó valor y se animó: —¿Cómo que “volvió” a desmayarse? ¿Le ha ocurrido antes? —Pues… sí. Supuse que tu padre te lo había dicho. Ocurrió

el último sábado en la típica fiesta semanal, alrededor de la media noche. Yo había terminado de presentar al Coro del Conservatorio local, me ubiqué a un costado y desde arriba del escenario pude

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divisar entre el gentío a tu padre, que parecía aturdido y con las manos en sus sienes se dirigía en dirección al templo donde cayó al piso. Cuando las personas se percataron de ello, todos se abalanzaron sobre el en un intento de ayudarlo, yo no fui la excepción. Imagínate ver al viejo Carl, querido y respetado por todos, desparramado en el suelo sin saberlo vivo o muerto, una escena lamentable que nos convenció a todos de suspender la Peña. Durante esta semana el pueblo entero habló de ello.

—¡¿Y el cadáver?! — dijo Jay exaltado. —¿Perdón? —No… nada, nada — Jay comenzaba a razonar. —Ah, bueno,… no debo detenerme más tiempo, debo irme

ya. Aquí te dejo las pastillas que necesita. Es que la senectud no llega sola y parece que tu adre esta debutando con una especie de demencia senil, dicen los médicos. No sabemos si es el principio de un Alzheimer u otro tipo de trastorno orgánico pero aparentemente esto sería el responsable de tales desmayos, tú, por ahora, procura que tome estas píldoras rojas por las mañanas y las amarillas por las noches… Adiós.

Todas las dudas se aclararon para Jay, su lógico intelecto recobraba sus fuerzas.

Lentamente comenzó a despertar a su padre mientras lo observaba con el corazón lleno de amor, de respeto y de una ternura inmensurable. Sostenía en brazos la delgada cabeza de cabellos plateados, en donde el tiempo muestra su hazaña. Recorrió suavemente con sus dedos las apergaminadas mejillas y comenzó a reflexionar sobre el diálogo que habían compartido

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juntos en la espesura de la noche. Jay pensaba, y mientras pensaba, esbozó una sonrisa. Carl recobró la conciencia, miró la boca de su hijo, lo tomó del hombro y le dijo:

—No recuerdo nada… ¿Que pasó?… ¿Era Él?… ¿Era Él, hijo?

Jay le tomó la mano, buscó hacer contacto con sus ojos desorbitados y le dijo:

—¡Sí, era él! Fue aterrador. Al principio me estremecí por completo. Pero como tú dices, luego me di cuenta de que era una esperada Señal Divina… y me tranquilicé…¡deberías haberle visto sus ojos! Luego se me acercó despacio y me susurró estas palabras: “No me lo llevaré ahora, es un gran hombre, todavía tiene una misión que cumplir aquí… pero muy pronto volveré y se ira conmigo directo al Paraíso Celestial, al lado de su amada esposa que lo espera orgullosa en una grande y mullida nube blanca…”

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EL HOMBRE DE LA BATA RAÍDA Y LA BELLEZA PERSONIFICADA

J.J.Buch

La vejez te consume. El hombre encendió la primera vela. Lo había dispuesto todo para que esa noche fuera la más

especial de toda su vida. Sonrió para sí mismo. Vida. Se le antojaba una palabra tan... Vacía. No sabría como explicarlo pero para él, un hombre de unos

60 años, con muchas y muy marcadas arrugas a lo largo y ancho de su cara, cuerpo y extremidades. Un hombre con cientos de cosas que contar y con cientos de cosas por ocultar y olvidar, se sentía tremendamente dispuesto a crear un mundo donde existiera una sola buena definición de la palabra vida. Había soñado, en cientos de ocasiones, que se convertía en el heredero de una inmensa fortuna, una de esas fortunas que dejan helado hasta el mismísimo demonio y, una vez la hubiera aprovechado, hubiera escrito las memorias de su vida.

Pensó.

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Eso era la vida, lo que cada uno ha obtenido a lo largo de los años y los aprendizajes que, con ellos, han surgido otros errores y otros aciertos.

Se removió en su asiento. Una vela. La vela. La llama y la cera siempre, en su fuero interno así lo creía,

habían representado lo que es la vida. Una llama, es un cuerpo y la consumición de esta sería el acabar, el dejar de estar, el no existir, el no seguir, continuar, marchar, andar, proseguir, apoyar, persistir, insistir, prolongar...

Había una habitación. La habitación estaba iluminada tan solo por las luces y las

más que pequeñas sombras que se proyectaban por unas y otras paredes. Unas sombras que bien podrían ser sus secretos más profundos y una luz que bien podría ser la que todos buscamos y, normalmente, no encontramos. Y un fondo. Una ventana enorme. Una luna llena gigantesca, que se definía en la lejanía como una grano en el cielo nocturno.

Fumaba. El cigarro que pendía de su mano, cientos de perlas de

cenizas esparcidas de un lado a otro lado, se consumía. Una caladita, una exhalación, un pensamiento, un titilar de la vela y la consumición, la decadencia, el adiós, lo último, lo extremo, el final, la partida ya llegaban. No tomo aire, el aire le tomó a él. Se sintió extinguir pero una ráfaga de verdad le sobrevino rauda y veloz y continuó con lo que quedaba.

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Le sonrió a la vela. La oscuridad de su llanto amargo, de lo borroso de su ignita existencia, se hacía realidad a pasos agigantados y destrozaba la balanza de la confianza del viejo. Por otro lado estaba ya por la mitad y pudo distinguir una boca o una mueca en la cera que quedaba, que pedía clemencia. Una clemencia que el hombre no posee sobre la magia de la naturaleza y que él, ahí sentado, por ella nada podía hacer, salvo llorarla.

O apagarla aunque si la apagaba, la ilusión de la esperanza se desvanecería y, dejarla encendida, se le antojaba muy cruel, pero era lo que la naturaleza hacía con todos los seres vivos, darles el don de la vida y quitárselo.

Arrebatarlo. Destrozarlo. Tirarlo...perderlo. El hombre se recostó en su sillón. Su bata, llena de roturas y

de un olor apenas descriptible, que bien podría ser un olor a todo, llenaba la estancia.

Los muebles a rebosar de cientos y cientos de libros, unos más grandes y otros más pequeños, en los que se escondían las vidas de unos de y de otros. Sus vidas, las que fueran y como hubieran sido, iban a perdurar. Siempre existirían...

La vela estaba apunto de morir. El hombre, se frotó la barba de tres días y se mesó el cabello, un cabello cano y lacio que no era ni la sombra de lo que fue cuando contaba con poco menos de 25 años. Sus ojos, así por primera vez, empezaron a humedecerse y a recordar, pensó “malditos recuerdos no me dejan en paz”, lo que una vez tuvo y ahora se había esfumado. Las lágrimas brotaron

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de, entonces, sus ojos azules y brillantes, ahora llenos de pasado y perplejos ante el futuro. Cayeron una detrás de otra sin decir nada, sin detenerse a ver lo que ocurría, sin parar de estar, de existir y, en definitiva, sin un remedio para no caer. Ellas mismas se lloraban a sí mismas, porque su vida era solo tristeza o alegría, y lo demás, ese bello mundo que aparecía ante ellas, se desvanecía en un abrir y cerrar de ojos para dar paso a lo más conocido como nada.

El hombre encendió una segunda vela. La primera arañaba sus últimos segundos como si de un gato fiero se tratara aunque su fuego parecía más intenso que la joven muchacha que estaba a su lado. Entre ambas la luz se hizo más potente y las sombras, por unos instantes, se tornaron a menos densas y más amistosas, más cercanas, si es posible que una sombra pueda llegar a ser cercana.

El ronroneo del gato en su regazo y los sonidos de una música sin encanto le dieron la señal unánime y conocida a la perfección de que la existencia, hubiera esta sido la que hubiera sido, emanaba un hedor a silencio sin roturas y a despedida sin pañuelos, que pudo dejarlo helado, congelado, remoto, oscuro y descompuesto. Las luces se iban y llegaban muevas sombras. Una de ellas llena de aturdimiento, se presentó sin resistirse más y allí se quedó. El hombre de la bata raída estaba anonadado. Nunca antes le había visto tan de cerca. Había leído sobre ella y que llega, más tarde o más temprano llama a la puerta que siempre cerramos y, que llegados a una edad, abrimos o permitimos que otros la abran...

Que ella la abra.

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Abierta. La belleza personificada sonreía. No era una media sonrisa

eran las sombras y las luces proyectadas por la vela a medio consumir y la casi consumida las que dictaban las normas y las reglas de ese aparato locomotor que era su pura existencia.

"Que belleza"—pensó el hombre mesándose de nuevo el cabello, como en un intento de impregnarse con la mirada y las facciones de aquel rostro.

"Cualquier cosa querría estar viva a tu lado" le dijo él casi sin voz.

"No dices más que tonterías" "Digo la verdad, eres divina ¿de dónde procedes?" La belleza le miró sopesando su rostro, raído como su bata y

de un color tan inconexo a la realidad que dejó de sonreír "Me presento ante ti mismo siendo lo que una vez fuiste y no

quisiste ver" La belleza se movió en su asiento y su rostro, perlado con la

luz de la joven vela y varado con la de la vieja, pareció más bello que el del joven Narciso o el bellísimo París que tantas veces el viejo de la bata raída se había imaginado en sus eróticos sueños.

Estaba en una luz en la que nadie podría nunca entrar y sintió como su vida había sido un pernicioso susurro en un pozo y como la cordura que apenas le manaba ya, se posaba en sus manos, llenas de los caminos tortuosos y hermosos por los que había tenido que cortar unas y otras ramas y comprobar como su raído mundo interior, casi perdido, se enorgullecía de la visión que tenía frente a él.

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"Siempre te imagine de otra forma" "Soy lo que no quisiste ver. Yo soy el ser tu. El que fuiste y

perdiste entre los laberintos de tus miedos y las verdades de tus intentos"

"Quiero verte más de cerca ¿se me está eso permitido?". La belleza se levantó y se acercó al viejo. Le susurro a su oreja, esa carnosa y enorme oreja de viejo, de

cerdo podrido: "Sabrás lo que es amar, cuando ya no puedas hacerlo Sabrás lo que es llorar, cuando lo hagas a cada momento Sabrás lo que es añorar, cuando añores a tus recuerdos Y sabrás lo que es sufrir, cuando sufras sin consuelo" "¿Cómo sabes eso? ¿cómo sabes que es lo que hago? ¿cómo

sabes qué así es mi letargo?” La belleza tomó la mano derecha del viejo y la posó en su

rostro. El viejo cerró los ojos y dejó que su maltrecho y desusado tacto, tuviera la oportunidad de saborear algo tan especial, tan lleno de juventud y tan vivo, como algo puede estar en su inicio.

Un golpe estruendoso abrió las ventanas enormes del salón-biblioteca y apagó de un soplido diabólico las velas que pendían de la mesa. El viejo se sintió ido, ahogado, muerto y maldito. Se levantó como pudo y cerró de un portazo las fauces que habían comido su plato preferido. Ahora la sala era solo oscuridad infinita. No sombras. No luces, solo oscuridad llena de oscuridad y un hedor de cientos de cuerpos muertos.

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Las ventanas se abrieron de nuevo y ahora el viejo gritó de terror ante lo que sus ojos, tan canosos como su pelo pero imposibles de escudriñar, veían sin poder creerlo.

Sangre. Un reguero de sangre corría por la biblioteca y se empotraba

en los diferentes estantes de libros. El hombre intentó subirse a una de los muebles pero sus piernas devoradas por la artrosis y las prisas de la juventud, no le dejaron y cayó al suelo. Se impregnó de la sangre que recorría toda la sala, una corriente maligna de recuerdos inconclusos y de sueños aún por soñar en esas largas noches que siempre solo tenía que pasar.

Corrió por toda la estancia intentando encontrar un lugar para esconderse, pero el río de sangre era tan caudaloso que pronto la estancia estuvo inundada de sangre y el viejo fue elevado hasta el cercano techo de la estancia.

Todos sus libros flotaban en el río de vida, que ahora lo mataba.

Y se sintió preso de su corazón... De hecho, estaba en su corazón.

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Jaime Juárez (Jaime) Tentáculos de bruma

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TENTÁCULOS DE BRUMA

Jaime Juárez (Jaime)

No sabía cómo ni cuándo había llegado allí. Algo no marchaba bien, ese no era su pueblo, no era su

hogar. Sólo recordaba haberse sumido en un profundo sueño sin ninguna razón aparente y despertar tendida en el suelo de aquel extraño lugar.

Se levantó como pudo sacudiendo el polvo de su vestido blanco. Celia era increíblemente pulcra, y solo con ver su atuendo favorito teñido de gris le indicó que algo iba mal.

La niebla era densa, tan densa que casi podía notar cómo manos y garras invisibles la palpaban por doquier, aquí y allá le parecía detectar figuras etéreas para después desaparecer.

Las calles estaban desiertas, no detectaba el menor movimiento. A esas horas de la mañana ya tendrían que estar trabajando y paseando los aldeanos pero no había señales de vida.

Decidió pedir ayuda, llamar a alguna puerta o simplemente gritar. Pero sabía, intuía, que nadie respondería.

Caminó sin destino alguno, observando las pequeñas casas

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que había a un lado y a otro de las estrechas callejuelas. Las puertas de madera permanecían cerradas a cal y canto, no podía ver nada tres metros más allá.

Algo en la neblina la hizo estremecer, notó un cálido aliento en su oreja derecha que contrastaba con el frío gélido que la atenazaba, seguido de un casi imperceptible susurro que la dejó paralizada. El ladrido de un perro cercano la despertó de su ensimismamiento, el animal arañaba con fiereza desde dentro una de las ventanas de una casa y su mirada denotaba una avidez animal que hizo que le entraran escalofríos. Las babas del can resbalaban por el cristal que no tardó en resquebrajarse como por arte de magia. Celia huyó.

Mientras corría llamó a unas casas y a otras, no se detuvo a comprobar si abrían porque sabía perfectamente que no lo harían. Algo en su interior le decía que estaba sola, que tendría que salir de allí por sus propios medios.

El aire helado le congelaba las entrañas y formaba siniestras siluetas en su atuendo blanco mientras huía de aquel terror invisible. Por fin llegó a la plaza del pueblo, una plaza más grande de lo que en un principio podía parecer. Pero daba igual, porque estaba igualmente desierta. Volvió el silencio.

Miró al cielo y tampoco vio nada destacable. No había pájaros ni tampoco un rastro lejano de su alegre cantar, las nubes impedían el paso de los rayos del sol.

A su alrededor los bancos de piedra estaban abandonados, había algunas bolsas vacías danzando con la niebla y también…

Oyó algo. No, no podía ser que esta vez el viento la

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engañara. Parecía un llanto, en principio era demasiado lejano pero

cada vez estaba más y más cerca. Si pudiera ver un poquito más allá, quizá dos metros más… Sí, sin duda alguien estaba llorando, un niño o una niña pequeña. Con ese sonido sintió mucho más frío y no tuvo más remedio que frotarse los brazos para sentir algo de calidez.

Poco a poco se fue formando la figura de una persona, una niña de no más de ocho años. Andaba hacia Celia pero se detuvo a cierta distancia. Su lacio cabello aterciopelado era negro como el carbón y sus grandes ojos fijos en la muchacha le inspiraron un terror inusitado, sentía como si se hundiera en la más profunda oscuridad.

—Por favor. —El miedo y el frío hicieron que la voz de Celia temblara más de lo que esperaba—, ¿me podrías decir dónde está la salida?

La joven pareció no entender a qué se refería, ¿quizá no comprendería su lenguaje? Su mirada seria pero inocente se transformó en una mueca de odio que la hizo temblar, dio un paso hacia atrás y la niña uno hacia delante.

Finalmente decidió dejarla aproximarse para así poder averiguar sus intenciones. Cuando su rostro se encontraba a un palmo del de ella algo la sobresaltó.

De nuevo eran esas voces omnipresentes, pero ahora eran más numerosas, las rodeaban por todos lados. La chica habló y, para su sorpresa, lo hizo en su idioma.

—Estás sola, nosotros te ayudaremos. —Y justo cuando le

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ofrecía la mano con una siniestra sonrisa, Celia la empujó con todas sus fuerzas, la tiró al suelo y echó a correr sin ninguna dirección en concreto. El grito desgarrador de la niña despertó todo a su alrededor.

Ahora las voces ya no eran susurros, cada vez eran más audibles y la niebla más espesa. Las oía a sus espaldas, cada vez más cerca, por todos lados. Las sombras aparecían de nuevo en torno a ella. Pudo sentir otra vez esas garras hechas de nada que intentaban detenerla y hacerla caer, pero luchó con todas sus fuerzas y para su alivio llegó a los límites del pueblo. Los sonidos y las apariciones cesaron, de nuevo volvía a estar sola.

—¡Detenedla! —Pudo distinguir más allá la silueta de alguien que portaba algo con sus dos manos, pero no se detuvo a averiguar su naturaleza. Corrió, corrió todo lo que pudo a lo largo de una estrecha carretera abandonada.

Tras unos minutos se internó en el bosque con la esperanza de ocultarse de aquellos espíritus que se materializaban y se desvanecían a su antojo.

Estaba demasiado cansada, las piernas ya no le respondían y le faltaba el aliento. Se sentó al amparo de un árbol cuya corteza era del grosor de cinco personas juntas y contempló las hojas secas del suelo moverse al ritmo del viento. Se puso a rezar. No creía en Dios pero en esos momentos suplicó por encontrarse con su madre o su hermanito, que todo aquello fuera un mal sueño.

Algo crujió a sus espaldas, quizá el chasquido de una rama. Supo que estaba perdida.

Le dio igual que la vieran, no podía escapar y ya lo había

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asumido. Pero se encargaría de que no les resultara fácil atraparla. Se internó en la espesura, allí los árboles estaban demasiado

próximos unos con otros y tuvo que atravesar gran cantidad de zarzas que desgarraban cruelmente su querido vestido. Oyó cómo la tela se rompía y un agudo dolor punzante la recorría por todo el cuerpo, desde las piernas a los brazos y la cara, a la vez que su largo cabello se enredaba en todo lo que encontraba. La neblina no desaparecía, no podía ver lo que le deparaba más adelante.

Tropezó con una rama que salió a su paso. Podría jurar que apareció de repente, que antes no estaba allí y que un árbol enfurecido extendió sus raíces con indiferencia para dar fin a esa ridícula persecución.

Para su sorpresa no cayó sobre un terreno llano, sino que la mala suerte —o las malas pretensiones del vegetal— hicieron que cayera varios metros cuesta abajo, chocando bruscamente contra rocas de diverso tamaño y rebozándose con la tierra mojada. Finalmente recibió un duro golpe en la cabeza y no supo nada más.

Pudo percibir en sueños esas voces que comentaban entre ellas y por fin notó cómo las garras hechas de vapor la elevaban y cargaban con ella en dirección a un lugar desconocido.

Había oscuridad, demasiada oscuridad. ¿A dónde la habían llevado? Sintió como si se hubiera adentrado en los ojos de aquella misteriosa niña, pero no era eso, estaba acolchado, no sabría explicar la sensación.

Cuando abrió los ojos no supo cuánto tiempo había pasado desde su captura, pero la luz la cegó por unos instantes. Allí

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detectó las figuras, seguramente se habían materializado para hacerle terroríficos experimentos, pero cuando las distinguió mejor vio a su madre de pie hablando con un hombre desconocido.

La mujer, con marcadas ojeras y tez pálida, al ver en la cama a su hija elevando dificultosamente los párpados la rodeó en un sentido abrazo y lloró desconsoladamente. El hombre tomó la mano de Celia y comenzó a tomarle el pulso.

Había padecido otra recaída más en su largo historial, pero esta vez apareció herida y con alucinaciones en un descampado cercano al pueblo vecino. Había estado a punto de perder la vida.

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Luis Bermer El cielo gris

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EL CIELO GRIS

Luis Bermer

Un nuevo amanecer sorprendió a la ciudad. Como cada día,

el despertador ha sonado a las siete en punto y, como cada día, mi mano derecha lo ha desconectado antes de que sonase por segunda vez. Soy un hombre trabajador, un luchador nato, que dirían los románticos; y sé que todo lo que he conseguido en esta vida ha sido, en su práctica totalidad, consecuencia de esta cualidad personal. Evidentemente, la nutrida cohorte de envidiosos detractores —que conozco bien— prefiere pensar en los designios del azar y en argucias poco honrosas a la hora de explicar la causa de mi éxito como novelista. Que piensen lo que quieran, no se puede perder el tiempo con quien no lo merece en ningún sentido.

Sin embargo, hoy no iba a ser un día como otro cualquiera, porque no iba a levantarme de la cama. De esta singular forma rompí esta mañana con mi habitual rutina durante los últimos treinta años de mi vida profesional.

Susan no tardó en darse cuenta del inesperado cambio: —Joseph...ya ha sonado el despertador —susurró desde una

nube de somnolencia.

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Luis Bermer El cielo gris

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—Lo sé cariño, lo he oído con toda claridad. Mis palabras disiparon cualquier resto de sueño. —¿Te sientes mal Joseph? ¿Estás enfermo? —preguntó Susan

alarmada, apoyándose sobre mi pecho. —En absoluto, querida, de hecho creo que nunca me he

sentido mejor que ahora. —¿Entonces...? —su desconcierto era casi palpable. —Sencillamente, he decidido que no voy a levantarme de la

cama. —¡Por fin, Joseph!, empezaba a pensar que me iría al otro

mundo sin haberte visto disfrutar de un solo día libre de trabajo. Necesitas descansar, ya no eres un niño y...¡Qué demonios!, tus historias de monstruitos pueden esperar, casi pasas más tiempo con ellos que conmigo.

—Creo que no me he explicado con suficiente claridad; lo que quería decir es que no voy a salir de la cama...nunca más.

—¿¡Qué!? —Mi esposa no daba crédito a sus oídos. —Veo que ahora lo has comprendido —afirmé satisfecho. —No, Joseph, no comprendo nada...estarás bromeando

¿verdad?...¿O acaso estás perdiendo el poco juicio que te queda? —preguntó con creciente exasperación (se pone preciosa cuando se enfada).

—Estoy hablando muy en serio, querida; he tomado una determinación, y me arrepiento de no haberla tomado mucho antes.

—Estás desvariando... Sabía que, tarde o temprano, tanto escribir te acabaría afectando seriamente. Llamaré a Richard

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Luis Bermer El cielo gris

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después del desayuno —dijo mientras se calzaba sus viejas zapatillas de felpa rosa.

—¿Un psiquiatra? ¡No necesito ningún psiquiatra sabiondo! —repliqué despectivamente.

—Te recuerdo, Joseph, que además de un excelente psiquiatra, Richard es amigo íntimo de la familia desde hace muchísimos años.

—Sí, claro... un amigo. Veo que os encanta formar parte del ciclo gris. Sois todos iguales, estáis ciegos. Por vuestra parte, las mujeres no veis (no os interesa ver) más allá de vuestras hormonas, vuestra emotividad hinchada y vuestro arraigado sentido de cotidianidad natural; y a la unión de estos elementos es lo que los ridículos poetas denominaron el eterno femenino, el misterio de la feminidad. ¡Ja! ¡Me río yo de vuestro aparente misterio! ¡VACIO! Eso es lo único que ocultáis en vuestro seno, y lo sabéis bien. En cuanto a los hombres, me basta con decir que, por lo general, ninguno llega más allá de una autocomplaciente racionalidad. En conjunto, la necesidad será siempre vuestro límite infranqueable. —Aprovechando la estupefacción de mi esposa, tomé un poco de aire y continué mi discurso:

—¡Adelante, Susan, llama a Richard! Ya puedo ver lo que va a ocurrir: llegará, y tras los saludos de rigor, comenzará a trabar conmigo una conversación —en apariencia— distraída e informal. Pero mientras esto ocurre, su cerebro profesional estará buscando síntomas, rasgos y clarificadoras minucias en todas mis palabras y movimientos gestuales y faciales, para clasificarme y etiquetarme (siempre en su interior, claro está) dentro de alguna de sus

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complejas y artificiales “tablas de trastornos mentales”, que son los sillares que constituyen su concepto piramidal de “locura”. ¡Con qué facilidad llaman perturbado a quien no se ciñe al odioso ciclo gris! ¿Cómo pueden estar tan seguros de la veracidad de sus conceptos? ¿Quién puede asegurarles que cada palabra no esconde autoengaño colectivo? ¿Acaso no ponen de manifiesto su propia locura al creer en algo, al confiar en lo que hacen y en lo que dicen? ¡Actores!, ¡malditos actores que han aceptado representar el papel sin guión que les dio el creador del ciclo gris!, ¡eso es lo que son! Y cuando Richard crea haber identificado mi trastorno, me recetará unas cápsulas de colores que, sin duda, nublarán mi consciencia e intentarán hacerme olvidar lo que ahora sé; me volverán ciego, negándome la perspectiva, para que no pueda distinguir los evidentes límites del ciclo gris y creer así que es lo único que existe. ¡Jamás lo permitiré! ¡Antes tendréis que matarme!

—No puedo creer lo que acabo de escuchar —dijo mi esposa cubriéndose el rostro con las manos —tú no puedes ser mi marido; no te reconozco, Joseph, no te reconozco...

—Cariño...vuelves a equivocarte. Sigo siendo yo y lo que es más...siempre he pensado así. Aunque no te guste creerlo, sabes que todo lo que he dicho es cierto. La apariencia...vuestra fe ciega en la diosa apariencia es el problema, y no yo. La percepción que tenéis del mundo que os rodea no deja de ser una profundización superficial en su apariencia exterior, sin llegar nunca a traspasarla, tal vez porque no necesitáis hacerlo para vivir cómodamente. En el fondo sabéis que lo que existe detrás puede ser muy peligroso, y

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no os falta razón —dije cerrando los ojos. Susan empezaba a mostrar signos de incontrolable

nerviosismo: —Creo...creo que estás sufriendo una crisis, Joseph. Llamaré

inmediatamente a Richard, esto puede ser grave. —¡De acuerdo, Susan! —dije con suma tranquilidad. Es

evidente que deseas mi reingreso motivacional en el estúpido ciclo gris, pero puedes tener por segura una cosa: ningún ciego va a enseñarme como funciona aquello que sabe manipular, pero cuya naturaleza desconoce.

—¡Ah, por cierto, Susan! —me dirigió una confusa mirada— una última cosa antes de que llames a nuestro amigo...el mecánico neuronal: durante todos estos años de feliz matrimonio —y sabes que no ironizo— sólo un único, pero gran secreto, he ocultado a tu conocimiento; entenderás que haya tenido que ser así: todo, absolutamente todo lo que he escrito no ha sido el producto de mi imaginación, sino una detallista transcripción de fenómenos reales, tan reales como tú y como yo. Jamás he tenido una pizca de imaginación, cariño. Lo siento.

Susan temblaba de pies a cabeza, y cuando a su mente consciente tornaron los contenidos reflejados en mis once novelas, COMPRENDIÓ; comprendió instantáneamente la espantosa pesadilla que había visto la luz a través de mis palabras; entonces —con los ojos desorbitados de puro terror— gritó con todas sus fuerzas, intentando asimilar la certeza de un horror imposible que había devenido en realidad, hasta caer desvanecida sobre la cama.

Comprobé su acelerado pulso mientras mesaba con ternura

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sus encanecidos cabellos. —No te preocupes, querida Susan —susurré con la mirada

en el sol sin brillo que emergía sobre un horizonte de edificios—; no te preocupes, pues por vastas que sean las lejanías recorridas por nuestros conocimientos, nadie podrá escapar jamás del ciclo gris.

Nadie.

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NOTA

Todos los relatos publicados en este libro son propiedad

exclusiva de sus autores y si has tenido la oportunidad de leerlos es porque ellos han dado su autorización expresa para que salieran a la luz en este formato. Por supuesto, aunque están colgados en la página de internet de ¡¡Ábrete libro!! a disposición de cualquiera al que le plazca leerlos, si deseas copiar o utilizar de alguna forma alguno de ellos, debes primero pedirle permiso a su autor.

Por otro lado, los nombres de los autores sólo han sido utilizados con su permiso. Los que desearon conservar el anonimato han sido nombrados sólo por el nick que emplean en el

foro ¡¡Ábrete libro!! (http://www.abretelibro.com) y que te invitamos a visitar si no lo haces ya.

Por último, nos gustaría dar las gracias a todos los que han participado en el concurso por habernos dado la oportunidad de disfrutar leyendo estos estupendos relatos en los que, independientemente de su mayor o menor calidad literaria (cosa que no juzgamos aquí), han sido depositados con mucho cariño e ilusión.

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