10 cuentos de terror

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Horacio Quiroga (1879-1937) A LA DERIVA (Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917) EL HOMBRE PISÓ blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. —¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña! Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. —¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña! —¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada. —¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. —Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora a la ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa.

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Cuentos de Terror con los grandes autores del genero

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Horacio Quiroga(1879-1937)

A LA DERIVA(Cuentos de amor, de locura y de muerte, (1917)

EL HOMBRE PISÓ blanduzco, y en seguida sintió la mordedura en el pie. Saltó adelante, y al volverse con un juramento vio una yararacusú que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque. El hombre echó una veloz ojeada a su pie, donde dos gotitas de sangre engrosaban dificultosamente, y sacó el machete de la cintura. La víbora vio la amenaza, y hundió más la cabeza en el centro mismo de su espiral; pero el machete cayó de lomo, dislocándole las vértebras. El hombre se bajó hasta la mordedura, quitó las gotitas de sangre, y durante un instante contempló. Un dolor agudo nacía de los dos puntitos violetas, y comenzaba a invadir todo el pie. Apresuradamente se ligó el tobillo con su pañuelo y siguió por la picada hacia su rancho. El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante abultamiento, y de pronto el hombre sintió dos o tres fulgurantes puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed quemante, le arrancó un nuevo juramento. Llegó por fin al rancho, y se echó de brazos sobre la rueda de un trapiche. Los dos puntitos violeta desaparecían ahora en la monstruosa hinchazón del pie entero. La piel parecía adelgazada y a punto de ceder, de tensa. Quiso llamar a su mujer, y la voz se quebró en un ronco arrastre de garganta reseca. La sed lo devoraba. —¡Dorotea! —alcanzó a lanzar en un estertor—. ¡Dame caña! Su mujer corrió con un vaso lleno, que el hombre sorbió en tres tragos. Pero no había sentido gusto alguno. —¡Te pedí caña, no agua! —rugió de nuevo. ¡Dame caña! —¡Pero es caña, Paulino! —protestó la mujer espantada. —¡No, me diste agua! ¡Quiero caña, te digo! La mujer corrió otra vez, volviendo con la damajuana. El hombre tragó uno tras otro dos vasos, pero no sintió nada en la garganta. —Bueno; esto se pone feo —murmuró entonces, mirando su pie lívido y ya con lustre gangrenoso. Sobre la honda ligadura del pañuelo, la carne desbordaba como una monstruosa morcilla. Los dolores fulgurantes se sucedían en continuos relampagueos, y llegaban ahora ala ingle. La atroz sequedad de garganta que el aliento parecía caldear más, aumentaba a la par. Cuando pretendió incorporarse, un fulminante vómito lo mantuvo medio minuto con la frente apoyada en la rueda de palo. Pero el hombre no quería morir, y descendiendo hasta la costa subió a su canoa.

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Sentóse en la popa y comenzó a palear hasta el centro del Paraná. Allí la corriente del río, que en las inmediaciones del Iguazú corre seis millas, lo llevaría antes de cinco horas a Tacurú-Pucú. El hombre, con sombría energía, pudo efectivamente llegar hasta el medio del río; pero allí sus manos dormidas dejaron caer la pala en la canoa, y tras un nuevo vómito —de sangre esta vez—dirigió una mirada al sol que ya trasponía el monte. La pierna entera, hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y durísimo que reventaba la ropa. El hombre cortó la ligadura y abrió el pantalón con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes manchas lívidas y terriblemente doloroso. El hombre pensó que no podría jamás llegar él solo a Tacurú-Pucú, y se decidió a pedir ayuda a su compadre Alves, aunque hacía mucho tiempo que estaban disgustados. La corriente del río se precipitaba ahora hacia la costa brasileña, y el hombre pudo fácilmente atracar. Se arrastró por la picada en cuesta arriba, pero a los veinte metros, exhausto, quedó tendido de pecho. —¡Alves! —gritó con cuanta fuerza pudo; y prestó oído en vano. —¡Compadre Alves! ¡No me niegue este favor! —clamó de nuevo, alzando la cabeza del suelo. En el silencio de la selva no se oyó un solo rumor. El hombre tuvo aún valor para llegar hasta su canoa, y la corriente, cogiéndola de nuevo, la llevó velozmentea la deriva. El Paraná corre allí en el fondo de una inmensa hoya, cuyas paredes, altas de cien metros, encajonan fúnebremente el río. Desde las orillas bordeadas de negros bloques debasalto, asciende el bosque, negro también. Adelante, a los costados, detrás, la eterna muralla lúgubre, en cuyo fondo el río arremolinado se precipita en incesantes borbollones de agua fangosa. El paisaje es agresivo, y reina en él un silencio de muerte. Al atardecer, sin embargo, su belleza sombría y calma cobra una majestad única. El sol había caído ya cuando el hombre, semitendido en el fondo de la canoa, tuvo un violento escalofrío. Y de pronto, con asombro, enderezó pesadamente la cabeza: se sentía mejor. La pierna le dolía apenas, la sed disminuía, y su pecho, libre ya, se abría enlenta inspiración. El veneno comenzaba a irse, no había duda. Se hallaba casi bien, y aunque no teníafuerzas para mover la mano, contaba con la caída del rocío para reponerse del todo. Calculó que antes de tres horas estaría en Tacurú-Pucú. El bienestar avanzaba, y con él una somnolencia llena de recuerdos. No sentía ya nada ni en la pierna ni en el vientre. ¿Viviría aún su compadre Gaona en Tacurú-Pucú? Acaso viera también a su ex patrón mister Dougald, y al recibidor del obraje. ¿Llegaría pronto? El cielo, al poniente, se abría ahora en pantalla de oro, y el río sehabía coloreado también. Desde la costa paraguaya, ya entenebrecida, el monte dejaba caer sobre el río su frescura crepuscular, en penetrantes efluvios de azahar y miel silvestre. Una pareja de guacamayos cruzó muy alto y en silencio hacia el Paraguay. Allá abajo, sobre el río de oro, la canoa derivaba velozmente, girando a ratos sobresí misma ante el borbollón de un remolino. El hombre que iba en ella se sentía cada vez mejor, y pensaba entretanto en el tiempo justo que había pasado sin ver a su ex patrón Dougald. ¿Tres años? Tal vez no, no tanto. ¿Dos años y nueve meses? Acaso. ¿Ocho

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meses y medio? Eso sí, seguramente. De pronto sintió que estaba helado hasta el pecho. ¿Qué sería? Y la respiración también... Al recibidor de maderas de mister Dougald, Lorenzo Cubilla, lo había conocido en Puerto Esperanza un viernes santo... ¿Viernes? Sí, o jueves... El hombre estiró lentamente los dedos de la mano. —Un jueves... Y cesó de respirar.

Aceite de perro[Cuento. Texto completo.]

Ambrose Bierce

Me llamo Boffer Bings. Nací de padres honestos en uno de los más humildes caminos dela vida: mi padre era fabricante de aceite de perro y mí madre poseía un pequeñoestudio, a la sombra de la iglesia del pueblo, donde se ocupaba de los no deseados. En lainfancia me inculcaron hábitos industriosos; no solamente ayudaba a mi padre a procurarperros para sus cubas, sino que con frecuencia era empleado por mi madre para eliminarlos restos de su trabajo en el estudio. Para cumplir este deber necesitaba a veces toda minatural inteligencia, porque todos los agentes de ley de los alrededores se oponían alnegocio de mi madre. No eran elegidos con el mandato de oposición, ni el asunto habíasido debatido nunca políticamente: simplemente era así. La ocupación de mi padre-hacer aceite de perro- era naturalmente menos impopular, aunque los dueños de perrosdesaparecidos lo miraban a veces con sospechas que se reflejaban, hasta cierto punto, enmí. Mi padre tenía, como socios silenciosos, a dos de los médicos del pueblo, que raravez escribían una receta sin agregar lo que les gustaba designar Lata de Óleo. Esrealmente la medicina más valiosa que se conoce; pero la mayoría de las personas esreacia a realizar sacrificios personales para los que sufren, y era evidente que muchos delos perros más gordos del pueblo tenían prohibido jugar conmigo, hecho que afligió mijoven sensibilidad y en una ocasión estuvo a punto de hacer de mí un pirata.

A veces, al evocar aquellos días, no puedo sino lamentar que, al conducir indirectamentea mis queridos padres a su muerte, fui el autor de desgracias que afectaronprofundamente mi futuro.

Una noche, al pasar por la fábrica de aceite de mi padre con el cuerpo de un niño rumboal estudio de mi madre, vi a un policía que parecía vigilar atentamente mis movimientos.

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Joven como era, yo había aprendido que los actos de un policía, cualquiera sea sucarácter aparente, son provocados por los motivos más reprensibles, y lo eludímetiéndome en la aceitería por una puerta lateral casualmente entreabierta. Cerré enseguida y quedé a solas con mi muerto. Mi padre ya se había retirado. La única luz dellugar venía de la hornalla, que ardía con un rojo rico y profundo bajo uno de loscalderos, arrojando rubicundos reflejos sobre las paredes. Dentro del caldero el aceitegiraba todavía en indolente ebullición y empujaba ocasionalmente a la superficie untrozo de perro. Me senté a esperar que el policía se fuera, el cuerpo desnudo del niño enmis rodillas, y le acaricié tiernamente el pelo corto y sedoso. ¡Ah, qué guapo era! Ya aesa temprana edad me gustaban apasionadamente los niños, y mientras miraba alquerubín, casi deseaba en mi corazón que la pequeña herida roja de su pecho -la obra demi querida madre- no hubiese sido mortal.

Era mi costumbre arrojar los niños al río que la naturaleza había provisto sabiamentepara ese fin, pero esa noche no me atreví a salir de la aceitería por temor al agente."Después de todo", me dije, "no puede importar mucho que lo ponga en el caldero. Mipadre nunca distinguiría sus huesos de los de un cachorro, y las pocas muertes quepudiera causar el reemplazo de la incomparable Lata de Óleo por otra especie de aceiteno tendrán mayor incidencia en una población que crece tan rápidamente". En resumen,di el primer paso en el crimen y atraje sobre mí indecibles penurias arrojando el niño alcaldero.

Al día siguiente, un poco para mi sorpresa, mi padre, frotándose las manos consatisfacción, nos informó a mí y a mi madre que había obtenido un aceite de una calidadnunca vista por los médicos a quienes había llevado muestras. Agregó que no teníaconocimiento de cómo se había logrado ese resultado: los perros habían sido tratados enforma absolutamente usual, y eran de razas ordinarias. Consideré mi obligaciónexplicarlo, y lo hice, aunque mi lengua se habría paralizado si hubiera previsto lasconsecuencias. Lamentando su antigua ignorancia sobre las ventaja de una fusión de susindustrias, mis padres tomaron de inmediato medidas para reparar el error. Mi madretrasladó su estudio a un ala del edificio de la fábrica y cesaron mis deberes en relacióncon sus negocios: ya no me necesitaban para eliminar los cuerpos de los pequeñossuperfluos, ni había por qué conducir perros a su destino: mi padre los desechó porcompleto, aunque conservaron un lugar destacado en el nombre del aceite. Tanbruscamente impulsado al ocio, se podría haber esperado naturalmente que me volvieraocioso y disoluto, pero no fue así. La sagrada influencia de mi querida madre siempreme protegió de las tentaciones que acechan a la juventud, y mi padre era diácono de laiglesia. ¡Ay, que personas tan estimables llegaran por mi culpa a tan desgraciado fin!

Al encontrar un doble provecho para su negocio, mi madre se dedicó a él con renovadaasiduidad. No se limitó a suprimir a pedido niños inoportunos: salía a las calles y a loscaminos a recoger niños más crecidos y hasta aquellos adultos que podía atraer a laaceitería. Mi padre, enamorado también de la calidad superior del producto, llenaba suscubas con celo y diligencia. En pocas palabras, la conversión de sus vecinos en aceite deperro llegó a convertirse en la única pasión de sus vidas. Una ambición absorbente y

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arrolladora se apoderó de sus almas y reemplazó en parte la esperanza en el Cielo quetambién los inspiraba.

Tan emprendedores eran ahora, que se realizó una asamblea pública en la que seaprobaron resoluciones que los censuraban severamente. Su presidente manifestó quetodo nuevo ataque contra la población sería enfrentado con espíritu hostil. Mis pobrespadres salieron de la reunión desanimados, con el corazón destrozado y creo que no deltodo cuerdos. De cualquier manera, consideré prudente no ir con ellos a la aceitería esanoche y me fui a dormir al establo.

A eso de la medianoche, algún impulso misterioso me hizo levantar y atisbar por unaventana de la habitación del horno, donde sabía que mi padre pasaba la noche. El fuegoardía tan vivamente como si se esperara una abundante cosecha para mañana. Uno de losenormes calderos burbujeaba lentamente, con un misterioso aire contenido, comotomándose su tiempo para dejar suelta toda su energía. Mi padre no estaba acostado: sehabía levantado en ropas de dormir y estaba haciendo un nudo en una fuerte soga. Porlas miradas que echaba a la puerta del dormitorio de mi madre, deduje con sobradoacierto sus propósitos. Inmóvil y sin habla por el terror, nada pude hacer para evitar oadvertir. De pronto se abrió la puerta del cuarto de mi madre, silenciosamente, y los dos,aparentemente sorprendidos, se enfrentaron. También ella estaba en ropas de noche, ytenía en la mano derecha la herramienta de su oficio, una aguja de hoja alargada.

Tampoco ella había sido capaz de negarse el último lucro que le permitían la pocaamistosa actitud de los vecinos y mi ausencia. Por un instante se miraron con furia a losojos y luego saltaron juntos con ira indescriptible. Luchaban alrededor de la habitación,maldiciendo el hombre, la mujer chillando, ambos peleando como demonios, ella paraherirlo con la aguja, él para ahorcarla con sus grandes manos desnudas. No sé cuántotiempo tuve la desgracia de observar ese desagradable ejemplo de infelicidad doméstica,pero por fin, después de un forcejeo particularmente vigoroso, los combatientes sesepararon repentinamente.

El pecho de mi padre y el arma de mi madre mostraban pruebas de contacto. Por unmomento se contemplaron con hostilidad, luego, mi pobre padre, malherido, sintiendo lamano de la muerte, avanzó, tomó a mi querida madre en los brazos desdeñando suresistencia, la arrastró junto al caldero hirviente, reunió todas sus últimas energías ¡ysaltó adentro con ella! En un instante ambos desaparecieron, sumando su aceite al de lacomisión de ciudadanos que había traído el día anterior la invitación para la asambleapública.

Convencido de que estos infortunados acontecimientos me cerraban todas las vías haciauna carrera honorable en ese pueblo, me trasladé a la famosa ciudad de Otumwee, dondese han escrito estas memorias, con el corazón lleno de remordimiento por el acto deinsensatez que provocó un desastre comercial tan terrible.

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Afortunado en el Juego.Spieler Glück, E.T.A. Hoffmann (1776-1822)

Piermont fue más visitado que nunca en el verano de 18... De día en día iba en aumentola llegada de ricos y nobles extranjeros, lo que hacía rivalizar a toda clase deespeculadores. Así, pues, los banqueros del faro tuvieron buen cuidado en amontonargran cantidad de oro reluciente, con el fin de atraer a la caza más noble que, comodiestros cazadores, pensaban hacer suya. ¿Quién no sabe que en la temporada de bañosen los balnearios, en que nadie sigue sus antiguas costumbres, todos se entregan, sinpremeditación, a una gran ociosidad, a una holganza placentera, a la que resultairresistible el atractivo y el encanto del juego? Vense, entonces, personas que jamástocaron una carta acercarse a la banca como jugadores acérrimos, y sobre todo, por lomenos en el mundo elegante, es de buen tono encontrarse todas las noches en la mesa dejuego y jugarse algún dinero.

Un joven barón alemán, a quien llamaremos Sigfredo, era el único que parecía no hacercaso de este encanto irresistible. Cuando todos se apresuraban hacia la mesa de juego,privándole de la posibilidad de entretenerse con la conversación, que tanto le gustaba, sededicaba a dar paseos solitarios, siguiendo el curso de su fantasía, o permanecía en suaposento con un libro en la mano, o bien ejercitándose en algún ensayo literario ypoético.

Sigfredo era joven, independiente, rico, de noble figura y modales elegantes, de talmodo que todos le querían y lisonjeaban, y gozaba de éxito entre las mujeres. Añádase aesto que en todo lo que emprendía parecía favorecerle una estrella singular. Contábansetoda suerte de aventuras amorosas, que para otro cualquiera hubieran tenidoconsecuencias funestas, y que para él tuvieron un desenlace feliz y de facilidad increíble.Los ancianos que conocían al barón tenían la costumbre de hacer mención de su buenasuerte y solían contar la historia de un reloj, historia que le había sucedido en sus años

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juveniles.

Sucedió, según decían, que Sigfredo, siendo menor de edad, hizo un viaje, yencontrándose en apuros económicos para poder seguir, tuvo que vender su reloj de oro,ricamente guarnecido de brillantes. Se vio obligado a vender, por muy poco dinero, estevalioso reloj; como diese la casualidad que en el mismo hotel se alojase un jovenpríncipe que, precisamente, buscaba una joya semejante, obtuvo un precio mayor de loque valía. Había transcurrido un año y ya Sigfredo se había transformado en un hombredueño de sí mismo, cuando en otro lugar leyó en el periódico que se rifaba un reloj.Compró una papeleta, que apenas si costaba nada, y... ganó el reloj guarnecido debrillantes que había vendido. Poco después lo cambió por una sortija de gran valor.Durante algún tiempo entró al servicio del príncipe G., que a su partida le regaló comorecuerdo, en prueba de su aprecio, el mismo reloj de oro guarnecido de brillantes y unarica cadena.

Esta historia dio lugar a que volviese a hablarse de la antipatía de Sigfredo por las cartasy su total negativa a tocarlas, aunque su manifiesta buena suerte podía predisponerlehacia ellas, y todos estuvieron de acuerdo en que el barón, no obstante sus buenascualidades, era un avaro, muy medroso y cobarde para exponerse a la menor pérdida.Aunque la conducta del barón desmentía estas sospechas de avaricia, no lo tuvieron enconsideración, y como siempre suele acontecer que la mayoría de la gente se obstina enañadir un pero a la reputación de un hombre de mérito, y este pero siempre puedeencontrarse, aunque sólo sea en su imaginación, todos quedaron muy satisfechos con laexplicación de la antipatía de Sigfredo por el juego.

Pronto supo Sigfredo lo que de él afirmaban, y como era de condición liberal ymagnánimo, y nada odiaba y despreciaba más que la tacañería, decidió, para confundir asus calumniadores, aunque su aversión al juego era mucha, librarse de aquella molestasospecha, perdiendo dos o más cientos de luises de oro. Con esta intención se acercó a lamesa de juego, dispuesto a perder una gran suma de dinero; pero también en el juego lefavorecía la fortuna, como acostumbraba en todas sus empresas. En todas las cartas queelegía, ganaba. Los cálculos cabalísticos de los más consumados jugadores fallaban antela buena suerte del barón. Bien cambiase las cartas, bien conservase las mismas, siempresalía ganando. El barón ofrecía el espectáculo de un jugador despechado, porque le eranfavorables las cartas, y por más sencilla que fuese la explicación de su conducta, todosse miraban asombrados y pensativos, dando a entender que, dada la inclinación delbarón por lo insólito, se había vuelto loco, pues en verdad era una locura lamentarse desu propia suerte.

La misma circunstancia de haber ganado una considerable cantidad obligó al barón aseguir jugando, pues con toda probabilidad a su ganancia seguirían las pérdidas,conforme a su propósito inicial. Pero tampoco se realizó esta suposición suya, ycontinuó inmutable la suerte del barón. Casi sin darse cuenta, cada vez más, fue

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apoderándose del barón el fatal placer del juego del faro, que era de extrema sencillez.Ya no se enojaba contra su fortuna, el juego ocupaba toda su atención, y pasaba nochesenteras dedicado a él. El barón se vio obligado a reconocer lo que le habían dicho susamigos acerca de la seducción del juego, ya que no era la ganancia lo que le atraía, sinoel juego en sí mismo.

Una noche, cuando el banquero acababa una talla, levantó Sigfredo la vista y vio a unanciano frente a él, que le miraba fijamente con aire triste y serio. Cada vez que el barónlevantaba la vista de los naipes, se encontraba con la mirada sombría del desconocido,así que no podía evitar sentir una impresión penosa, que le angustiaba. Tan pronto comoel juego terminó, el desconocido salió de la sala. A la noche siguiente, de nuevo volvió acolocarse frente al barón, mirándole fijamente con mirada sombría y siniestra. El barónpermaneció sin inmutarse; pero cuando a la noche siguiente volvió a encontrarse elbarón con la mirada del desconocido, que despedía fuego, no pudo contenerse y le dijo:

—Caballero, le ruego que cambie de lugar, aquí estorba usted mi juego.El desconocido se inclinó, sonriendo dolorosamente, y sin decir palabra algunaabandonó la mesa de juego y la sala.A la noche siguiente, de nuevo volvió a colocarse el desconocido frente al barón,nuevamente clavando en él su mirada ardiente.Esta vez el barón, más furioso que la noche anterior, le dijo:—Caballero, si le divierte a usted mirarme, le ruego que escoja usted otro sitio y otraocasión, pero en este momento...

Un ademán señalando la puerta sustituyó las duras palabras que el barón estaba a puntode pronunciar. Y como en la noche anterior, el desconocido, con idéntica sonrisadolorosa, abandonó la sala. La agitación del juego, junto a la del vino que había bebido,incluso la escena con el desconocido, impidieron dormir a Sigfredo. Ya empezaba aamanecer cuando volvió a aparecérsele la figura del desconocido. Veía de nuevo elrostro con sus facciones contraídas por el pesar, la profunda mirada de sus ojossombríos, que le miraban fijamente, y a pesar de su pobre traje no podía dejar de repararen su noble aspecto, que demostraba su rango distinguido. Al mismo tiempo consideró ladolorosa resignación con que el desconocido acogió sus duras palabras, de tal modo quese reprochó a sí mismo, con amargura, la violencia con que le había expulsado de la sala.

—¡No —exclamó Sigfredo—, he sido injusto, muy injusto con él! ¿Tengo yo, acaso, losmodales de un grosero para ofender a un ser sin el menor motivo?

El barón llegó a persuadirse de que aquel hombre al mirarle de aquel modo sólo cedía ala sensación horriblemente penosa del contraste chocante que suponía ver al barónamontonando oro en su juego insolente, mientras él luchaba con la más amarganecesidad. Decidió, pues, dirigirse al desconocido al día siguiente, y darle unaexplicación. La casualidad quiso que precisamente la primera persona con que se

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encontró en el paseo fuese el desconocido. El barón se dirigió a él, disculpando coninsistencia su conducta de la noche anterior, y concluyó pidiendo perdón al desconocido.Éste dijo que no tenía nada que perdonarle, pues hay que considerar la condición deljugador cuando está en pleno juego, y que, por lo demás, él mismo se culpaba de haberpermanecido obstinado en el mismo lugar, que estorbaba el juego del barón, provocandosus duras palabras.

El barón añadió aún más: dijo que a menudo se presentaban situaciones en la vida queoprimían al hombre de la más noble condición, dando a entender que estaría dispuesto aentregarle el dinero que había ganado, y más si necesitaba, para favorecerle.—Caballero —contestó el desconocido—, usted me cree necesitado y no lo estoy, yaunque soy más bien pobre que rico, poseo más de lo que exige mi sencillo modo devida. Además, podéis comprender que yo, aunque creyeseis haberme ofendido, y por esoquisierais reparar vuestra falta ofreciéndome dinero, no podría aceptarlo como hombrede honor, incluso aunque no fuese noble.—Creo comprenderle a usted —contestó el barón— y estoy dispuesto a daros lasatisfacción que me exijáis.—¡Oh, cielos! —repuso el desconocido—. ¡Qué desigual sería el desafío entre nosotrosdos! Estoy convencido de que tanto usted como yo no consideramos el desafío como unapelea de niños, y menos creemos que un par de gotas de sangre, como las que gotean aveces de un pequeño rasguño de un dedo, puedan lavar la mancha del honor. Sinembargo, hay circunstancias que pueden hacer imposible la existencia simultánea en latierra de los hombres, aunque uno viva en el Cáucaso y otro en el Tíber, pues apenas sihay distancia mientras se concibe la idea de la existencia del enemigo. Entonces sí que eldesafío es una necesidad, pues decide quién de los dos debe ceder su lugar al otro en estemundo. Entre nosotros dos —como he dicho anteriormente— el desafío es innecesario,porque mi vida no se valora tan alto como la vuestra. Si yo le matase a usted, destruiríaun mundo de las más bellas esperanzas; si fuese yo la víctima, en cambio, habríais dadofin a una de las más tristes y amargas existencias, llena de los más terriblesremordimientos. Lo principal es que no me tengo absolutamente por ofendido. ¡Ustedme rogó que me fuese... y me fui!

Estas últimas palabras fueron pronunciadas por el desconocido con un tono que traslucíasu íntima mortificación. Esto motivó que el barón volviese a disculparse, diciéndole que,sin saber por qué, la mirada le había impresionado tanto como si penetrase en su interior,tanto que apenas si la podía soportar.

—¡Ojalá fuese verdad —dijo el desconocido— que mi mirada penetrase en vuestrointerior, y le diese a conocer a usted el inminente peligro en que se encuentra! Con elcorazón alegre y con la confianza propia de vuestra juventud, estáis al borde del abismo,un paso más y caeríais sin posible salvación. En una palabra: está usted camino de ser unapasionado jugador y de arruinarse.

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El barón aseguró al desconocido que se equivocaba totalmente. Luego le contó con todopormenor cómo había llegado a la mesa de juego, y afirmó que carecía del espíritu deljuego, que únicamente deseaba la pérdida de doscientos luises de oro, y que cuando estosucediese, dejaría en el acto de apostar. Hasta ahora la suerte le había favorecido.

—¡Ah —exclamó el desconocido—, precisamente esta suerte es la más pérfidaseducción y la más funesta tentación diabólica! ¡Justamente esta suerte que osacompaña, barón! La manera en que os habéis acercado al juego, vuestra conducta comojugador, todo delata el interés que poco a poco irá en aumento..., todo..., todo merecuerda vivamente el cruel destino de un desgraciado que, en muchos momentos,también empezó como usted.

¡Éste es el motivo por el que no puedo apartar la vista de usted, y por el que apenas si hepodido retener las palabras que han dejado traslucir mis ojos! ¡Oh! ¿No ve usted cómolos demonios le tienden las garras para arrastrarle al Infierno? Hubiera querido gritar...Deseaba trabar amistad con usted, y por lo menos ya lo he logrado... Escuche usted lahistoria del infeliz del que le he hablado, y entonces se convencerá de que no es unafantasía mía el peligro de que le veo amenazado y del que le aviso.

Ambos, el desconocido y el barón, se sentaron en un banco solitario del paseo, yentonces el desconocido empezó su relato de este modo:

—Las mismas brillantes cualidades que usted posee, señor barón, poseía el caballero deMenars, por lo que era objeto de la admiración y el respeto de los hombres, así como elfavorito de las damas. Por lo que respecta a la riqueza, la suerte no le favorecía tantocomo a usted. Apenas poseía nada, y gracias a un género de vida muy económico podíaaparecer en sociedad en las condiciones que exigía ser descendiente de una familiaimportante. Como la más mínima pérdida podía haberle sido fatal y haber trastornado sumodo de vida, no se permitía el juego, bien es verdad que tampoco sentía inclinación porél, así es que al prescindir del juego no hacía ningún sacrificio. Por otra parte, todo loque emprendía era coronado por el éxito, así es que se hizo frase proverbial la felicidaddel caballero de Menars.

Una noche, en contra de su costumbre, se dejó persuadir y visitó una casa de juego. Losamigos con los que entró no tardaron en enfrascarse en él.Absorto en sus pensamientos, sin participar en el juego, el caballero paseaba a lo largode la sala, yendo de un lado a otro, tan pronto observando la mesa de juego como albanquero que amontonaba el oro que le llegaba de todas partes. De pronto, un viejocoronel reparó en el caballero de Menars y exclamó en voz alta:

—¡Por todos los diablos! Aquí tenéis al caballero de Menars, tan feliz como siempre,mientras nosotros no ganamos nada. ¡No está ni de parte del banquero ni de losjugadores! ¡Se acabó, ahora tiene que apostar por mí!

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El caballero quiso excusarse de su escasa habilidad y de su absoluta ignorancia deljuego, pero el coronel se empeñó y el caballero de Menars tuvo que sentarse a la mesade juego. Allí le sucedió lo mismo que a usted, señor barón, todas las cartas le eranfavorables, de tal modo que pronto hubo ganado una importante suma para el coronel,que no cabía en sí de contento por haber puesto a prueba la buena suerte del caballero deMenars.

Esta suerte, que sorprendió a todo el mundo, no hizo el menor efecto en el caballero;incluso no pudo comprender cómo con esto aumentó su aversión hacia el juego, tantoque al otro día, considerando los efectos del esfuerzo y de la fatiga de la noche pasadaque se reflejaban sobre su cuerpo y su espíritu, decidió seriamente nunca más volver aponer los pies en una casa de juego. Se afianzó su decisión a causa de la conducta delcoronel que, de nuevo con las cartas en la mano, atribuyó con insensatez su evidentemala suerte al caballero de Menars. Exigía, con insistencia, que el caballero apostase porél cuando jugase, o por lo menos que estuviese a su lado, y así con su presenciadesterrase a los malos demonios que le arrebataban las cartas y la suerte de las manos.

Es bien sabido que en ningún sitio reinan mayores supersticiones como entre losjugadores. Finalmente, sólo con una solemne negativa, y declarando que antes preferiríabatirse con él que jugar a su favor, pudo el caballero convencer al coronel, no muyamigo de duelos, de que dejara de importunarle. El caballero maldijo su anteriorcondescendencia ante aquel viejo loco. Como era de esperar, la historia del juego delcaballero corrió de boca en boca y se tejieron toda clase de misteriosas y enigmáticascircunstancias en torno al suceso, que presentaban al caballero como a un hombre queestaba en relación con los poderes sobrenaturales. Pero como el caballero, a pesar de serafortunado en el juego, seguía sin tocar una carta, aumentó la consideración acerca de lafirmeza de su carácter y el aprecio de que gozaba.

Había ya transcurrido un año, cuando el caballero se encontró en la más penosa yapurada situación, debido al retraso del cobro de la pequeña suma de la que dependía susubsistencia. Se vio obligado a descubrirle su situación a su más fiel amigo que, sinpérdida de tiempo, le dio la cantidad que necesitaba, y al mismo tiempo le dijo que era elhombre más estrambótico que había conocido.—Existen señales del destino que nos muestran el camino de buscar y encontrar nuestrasalvación, pero sólo de nuestra indolencia depende que no atendamos ni escuchemosestas señales.El supremo poder que regula nuestras vidas te ha dicho al oído muy claramente:—Si quieres tener dinero y bienes, vete y juega, si no seguirás siendo pobre ynecesitado, y siempre estarás en total dependencia.Sólo entonces se dio cuenta de la extraordinaria suerte que le había favorecido en eljuego del faro, y tanto despierto como en sueños se le aparecieron naipes y naipes, y oíalas monótonas palabras del banquero: gagneperd, y el tin tin de las monedas de oro.

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—Es verdad —se dijo en su interior—, una sola noche como aquélla me saca de lamiseria, y me libra de la penosa circunstancia de ser gravoso a mis amigos; es mi deberescuchar y seguir las señales que me hace el destino.El amigo que le había aconsejado que jugase le acompañó a la casa de juego, y ademásle prestó veinte luises de oro para que pudiese comenzar y apostar.Si el caballero había sido afortunado apostando por el viejo coronel, esta vez la suerte lefue doblemente favorable. Escogía las cartas a ciegas, sin elegir, y las iba colocando,aunque en realidad no era él quien regía el juego, sino la mano invisible del podersobrenatural, unida a la casualidad, que posiblemente era la casualidad misma. Cuandoconcluyó el juego, había ganado mil luises de oro.

Al día siguiente despertó el caballero como si estuviera atontado. Las monedas de oroque había ganado estaban dispersas cerca de él, sobre una mesa. En el primer momentole pareció estar soñando, se frotó los ojos, cogió la mesa y la acercó. Cuando, al fin,recordó lo que había sucedido y tocó las monedas de oro, cuando complacido las hubocontado una y otra vez, entonces sintió por primera vez todo su ser penetrado por elhálito fatal del placer del despreciable Mammon, que destruía la pureza de sussentimientos, tanto tiempo intacta. Apenas pudo esperar que llegase la noche paraacercarse de nuevo a la mesa de juego; tampoco entonces le faltó la fortuna, así es queen pocas sesiones, durante las cuales jugaba todas las noches, ganó una considerablesuma de dinero.

Hay dos clases de jugadores. Para algunos el juego mismo, como juego, sin considerarlas ganancias, es una fuente de un placer secreto e indescriptible. Los singularesencadenamientos del azar, que cambian a lo largo del extraño juego, dan lugar a que semuestre el dominio de un poder superior, y esto es precisamente lo que incita a nuestroespíritu a tocar sus alas, y a intentar penetrar en el oscuro reino y en el obrador fatal deese poder, para contemplar cómo se gestan sus obras. Yo he conocido a un hombre quepasaba noches y días enteros haciendo la banca, solo en su habitación y apostandocontra él mismo; a mi parecer, ése era un verdadero jugador.

Otros únicamente miran la ganancia y consideran el juego como un modo deenriquecerse rápidamente. A esta clase de jugadores pertenecía el caballero, y de estasuerte confirmó el aserto de que la verdadera pasión del juego es un sentimiento innatoen cada individuo. Por eso mismo, pronto encontró el caballero que era muy estrecho elcírculo en que se movía para apostar. Con la considerable suma que había ganado,estableció una banca, y como la suerte seguía favoreciéndole, en poco tiempo su bancafue la más rica del país. Como era de esperar, siendo el banquero más rico y afortunado,acudieron a él la mayoría de los jugadores. La desarreglada y licenciosa vida del jugadorpronto corrompió las cualidades espirituales y corporales que tan apreciado y respetadohabían hecho que fuera el caballero. Dejó de ser el amigo fiel, el compañero alegre yconfiado, el caballeroso y galante adorador de las damas. Desapareció su amor a lasartes y a las ciencias, y se extinguió su deseo de conocimiento y estudio. En su rostro

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pálido como la muerte, en sus ojos hundidos y brillantes, ardía el oscuro fuego queexpresaba la desastrosa pasión que le tenía encadenado. ¡No era la pasión del juego, no,era un ansia desenfrenada de riqueza, que el propio Satanás había encendido en sucorazón!... En una palabra: ¡era el banquero más perfecto que se había visto jamás!

Una noche, sin que la pérdida fuese grave, el caballero vio que la suerte le era menosfavorable que antes. Acercóse a la mesa de juego un hombrecillo viejo, seco ypobremente vestido, incluso de mal aspecto, y con mano temblorosa cogió una carta yapostó una moneda de oro. Muchos de los jugadores miraron al viejo con profundoasombro y no disimularon su desprecio, pero el viejo ni se alteró lo más mínimo, nipronunció una sola palabra. El viejo perdió..., perdió una apuesta tras la otra, y cuantomás perdía, más se regocijaban los demás jugadores. Pues bien, cuando el viejo, quecada vez doblaba sus apuestas, apostó de una vez quinientos luises de oro a una solacarta, y en el mismo instante los perdió, uno de los jugadores exclamó, riéndose:

—¡Suerte, signor Vertua, mucha suerte, no pierda los ánimos, continúe jugando, y yaveréis cómo al final haréis saltar la banca con una enorme ganancia!

El viejo lanzó al burlón una mirada de basilisco y luego desapareció corriendo, paravolver pasada una media hora con los bolsillos repletos de oro. Y sin embargo, el viejono pudo intervenir en el último corte de naipes, por haber perdido todo el oro que habíatraído. El caballero que, a pesar de su desarreglada conducta, todavía conservaba ciertodecoro, que pretendía hacer valer en los salones de su banca, sintió gran enojo, por laburla y el desprecio con que se había tratado al viejo. Por este motivo, cuando el ancianohubo salido, se dirigió seriamente al jugador que se había burlado y a otros dosjugadores más que se habían destacado por sus muestras de desprecio.

—Bien, caballero —exclamó uno de ellos—. Es que acaso no conoce usted al viejoFrancesco Vertua. Pues si le conociera, lejos de quejarse usted de nuestra conducta, laaprobaría. Habrá usted de saber que este Vertua, napolitano de nacimiento, que vivedesde hace quince años en París, es el más vil y sórdido avaro, y el más detestableusurero del mundo. Los sentimientos humanos le son ajenos, vería hasta a su mismohermano retorcerse a sus pies en la agonía de la muerte, y aun cuando pudiese salvarle,no soltaría ni un solo luis de oro. Le abruman las maldiciones y las amenazas de unamultitud de individuos, de familias enteras a las que ha hundido en la miseria, a causa desus satánicas especulaciones. Todos los que le conocen, le odian, y cada uno de ellosdesea que un espíritu vengativo le castigue y acabe con su vida, tan manchada deoprobio.—Jamás ha jugado, al menos desde que está en París, y así no le debe extrañar a ustednuestro asombro, cuando vimos al avaro acercarse a la mesa de juego. Al mismo tiemponos regocijamos por sus cuantiosas pérdidas, pues la verdad es que hubiera sido duro,muy duro, que la suerte hubiese favorecido a semejante malvado. ¡Lo que sí es cierto,caballero, es que la riqueza de su banca ha deslumbrado a ese viejo loco! Pensaba

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desplumarle a usted, pero ha sido al revés, él es el que ha salido desplumado. Lo queresulta incomprensible es lo que le ha llevado a Vertua, el espíritu de la avaricia, aapostar tan alto en el juego. ¡Bueno, el caso es que ya no volverá más y quedaremoslibres de él!

Sin embargo, esta suposición no se realizó, pues a la noche siguiente ya estaba Vertua devuelta, en la banca del caballero, donde apostó y perdió una suma mucho mayor que ladel día anterior. Con todo, permaneció tranquilo y hasta sonreía a veces, con una amargasonrisa irónica, como si estuviera seguro de que pronto todo cambiaría. Pero, como unenorme torrente, iban en aumento cada noche las pérdidas del anciano, al final de lascuales se calculó que había pagado al banquero treinta mil luises de oro. Pasado ciertotiempo, volvió de nuevo a la sala de juego, cuando éste ya estaba muy adelantado, secolocó a cierta distancia de la mesa, pálido, con la mirada fija en las cartas que ibatirando el caballero. Finalmente, cuando el caballero volvió a barajarlas, y presentó labaraja para cortar, el viejo exclamó con una voz tan estridente "¡Alto!" que todos seestremecieron y miraron hacia atrás. Entonces el viejo, abriéndose paso hasta elcaballero, le dijo al oído, con voz sorda:

—¡Caballero!, mi casa de la calle de Saint Honoré con todos sus muebles, mi vajilla deplata y de oro, mis joyas tasadas en ochenta mil francos, ¿las acepta usted comoapuesta?—Bueno —respondió el caballero fríamente, sin volverse hacia el viejo, y empezó acortar.—La sota —dijo el viejo, y a la primera tirada había ya perdido la sota. El viejo vaciló yse apoyó en la pared, inmóvil y paralizado como una estatua. En adelante nadie se ocupóde él.Terminado ya el juego, cuando los jugadores se dispersaban y el caballero con suscroupiers recogía en una caja el dinero ganado, el viejo Vertua, como un fantasma, salióde su rincón y acercándose al caballero le dijo con voz hueca y apagada:—¡Una palabra aún, caballero, una sola palabra!—Y bien, ¿qué hay? —repuso el caballero, mientras sacaba la llave de la caja, mirandocon desprecio al viejo de pies a cabeza.—He perdido toda mi fortuna —continuó el viejo— en vuestra banca. Caballero, yanada, nada me queda, ni siquiera sé dónde podré descansar mañana y dónde calmaré mihambre. Caballero, a usted recurro. Présteme usted la décima parte de la cantidad queme ha ganado a fin de volver a empezar mis negocios y que pueda sobreponerme a estahorrible miseria.—En qué está usted pensando —respondió el caballero—, en qué está usted pensando,signor Vertua, ¿no sabe usted que un banquero no debe jamás prestar dinero de susganancias? Esto iría contra la regla, de la que no me aparto lo más mínimo.—Tiene usted razón, caballero —respondió Vertua—. Tiene usted razón, mi petición eraabsurda..., exagerada..., la décima parte. ¡No, présteme usted la vigésima parte!—¡Le repito —dijo el caballero, enojado— que no presto absolutamente nada de lo que

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gano!—Es cierto —dijo Vertua, mientras que su semblante palidecía cada vez más y fruncía elceño con mirada sombría—. Yo tampoco lo hubiera hecho en otro tiempo..., pero ahoraconceda usted una limosna al mendigo..., dadle cien luises de oro de la cantidad con quela ciega suerte le ha favorecido.—¡Es verdad —dijo el caballero con gran enfado— que sabéis atormentar a la gente,signor Vertua! Ya le digo a usted que no obtendréis de mí ni ciento, ni cincuenta, niveinte, ni siquiera un luis de oro. Tendría yo que estar loco para concederle el menorsocorro, para que volviese a empezar su infame oficio. El destino le ha abatido a usteden el polvo, como a un gusano venenoso, y sería un crimen volver a levantarle. ¡Váyaseusted y permanezca arruinado como se lo tiene merecido!

Cubierto el rostro con ambas manos, cayó al suelo el viejo Vertua dando un gran suspiro.El caballero ordenó a su criado que llevase la caja al coche, y luego dijo con vozenérgica:—¿Cuándo me entregará usted su casa y todos los efectos, signor Vertua?Al instante Vertua se levantó del suelo, y dijo con voz firme:—¡Ahora mismo, en este mismo instante, caballero! ¡Venga usted conmigo!—Bien —repuso el caballero—, podemos ir juntos en mi coche hasta su casa, que dejaráusted mañana para siempre.Durante todo el camino ni Vertua ni el caballero pronunciaron una sola palabra. Cuandollegaron ante la casa en la calle de Saint Honoré, Vertua tiró de la campanilla. Una mujervieja salió a abrirle y exclamó al ver a Vertua:—¡Oh, Dios Santo! ¡Por fin llegáis, signor Vertua! ¡Ángela estaba mortalmente inquietapor usted!—¡Callad —repuso Vertua—, quiera el cielo que Ángela no haya oído esta malhadadacampanilla! ¡No debe enterarse de que he llegado!Y en diciendo esto, le quitó de las manos el candelabro con las velas encendidas yalumbró al caballero, yendo él delante hacia las habitaciones.—Me he resignado a todo —dijo Vertua—. ¡Caballero, sé que me odiáis y que medespreciáis! Tanto usted como otros os complacéis con mi ruina, pero usted no meconoce. Habéis de saber que en otros tiempos fui un jugador como usted y que la fortuname fue tan favorable como ahora a usted, que recorrí media Europa, deteniéndomedonde hallaba más rico el juego, con la esperanza de una ganancia considerable, y quetodo el oro afluía a mi banca incesantemente como lo hace hoy en día en la vuestra.

Yo tenía una esposa bella y fiel, a la que abandonaba, y ella se sentía desgraciada, apesar de estar rodeada de lujo y de riqueza. Sucedió un día, en Génova, donde yo teníaestablecida mi banca, que un joven romano perdió en mi banca todo su patrimonio. Lomismo que yo os suplico hoy, él me suplicaba que le prestase dinero, por lo menos parapoder regresar a Roma. Y se lo negué con una sonrisa sardónica, y entonces presa derabia y de desesperación, se abalanzó sobre mí con un estilete que llevaba y me lo clavóen el pecho...

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Al Final del Callejón.At the end of the passage, Rudyard Kipling (1865-1936)

Rojas son nuestras caras y plomo es el cielo,de par en par las puertas del infierno,y sus vientos furiosos están sueltos;sube el polvo a la faz del firmamentoy bajan las nubes, sudario ardiendopeso al subir y duras al posarse.El alma humana pierde su alimento,lejos de la pequeñez y el esfuerzo,dolido el corazón, enfermo el cuerpo,como polvo de un sudario se echa al vueloel alma, que se aparta de su carne,como el cuerno del cólera, en su estruendo.

Himalayan.

Cuatro hombres, cada uno con derecho «a la vida, a la libertad y a la conquista delbienestar», jugaban al whist sentados a una mesa. El termómetro señalaba –para ellos–ciento un grados de temperatura. La habitación estaba tan oscurecida que apenas eraposible distinguir los puntos de las cartas y las pálidas caras de los jugadores. Un punkahviejo, roto, de calicó blanco, removía el aire caliente y chirriaba, lúgubre, a cadamovimiento.

Fuera reinaba la lobreguez de un día londinense de noviembre. No había cielo ni sol nihorizonte: nada que no fuese una calina marrón y púrpura. Era como si la tierra seestuviese muriendo de apoplejía. De vez en cuando, del suelo se alzaban nubes de polvorojizo, sin viento ni advertencia, que, como si fueran manteles, se lanzaban sobre lascopas de los árboles resecos para bajar después. Entonces un polvo demoníaco yarremolinado se precipitaba por la llanura a lo largo de un par de millas, se quebraba ycaía, aún cuando nada había que le impidiese volar, excepto una larga hilera de traviesasde ferrocarril blanqueadas por el polvo, un racimo de cabañas de adobe, raílescondenados y lonas, y un único bunalow bajo, de cuatro habitaciones, que pertenecía alingeniero ayudante a cargo de la sección de la línea del estado de Gaudhari, por entoncesen construcción. Los cuatro, desnudos bajo sus pijamas ligerísimos, jugaban al whist conmal talante, discutiendo acerca de quién era mano y quién devolvía. No era un whistóptimo, pero se habían tomado cierto trabajo para llegar hasta allí. Mottram, del Servicio

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Indio de Topografía, desde la noche anterior, había cabalgado treinta millas y recorridoen tren otras cien más desde su puesto solitario en el desierto; Lowndes, del ServicioCivil, que llevaba a cabo una tarea especial en el departamento político, había logradoescapar por un instante de las intrigas miserables de un estado nativo empobrecido, cuyosoberano ya adulaba, ya vociferaba para obtener más dinero que el aportado por loslamentables tributos de labriegos exprimidos y criadores de camellos desesperados;Spurtstow, el médico del ferrocarril, había dejado que un campamento de culis azotadopor el cólera se cuidara por sí mismo durante cuarenta y ocho horas mientras él, una vezmás, se unía a los blancos. Hummil, el ingeniero ayudante, era el anfitrión. No searredraba y recibía a su amigos cada sábado, si podía acudir.

Cuando uno de ellos no lograba llegar, el ingeniero enviaba un telegrama a su últimadirección, a fin de saber si el ausente estaba muerto o con vida. Hay muchos lugares enOriente donde no es bueno ni considerado permitir que tus amistades se pierdan de vistani aún durante una breve semana. Los jugadores no tenían conciencia de que existiese unespecial afecto mutuo. Discutían en cuanto estaban juntos, pero experimentaban undeseo ardiente de verse, tal como los hombres que no tiene agua desean beber. Eranpersonas solitarias que conocían el significado terrible de la soledad. Todos teníanmenos de treinta años: una edad demasiado temprana para que un hombre posea eseconocimiento.

–¿Pilsener? -dijo Spurstow, después de la segunda mano, secándose la frente.–No queda cerveza, lo siento, y apenas si hay soda para esta noche –dijo Hummil–¡Qué organización tan lamentable! rezongó Spurstow.–No tiene remedio. He escrito y telegrafiado, pero los trenes todavía no llegan conregularidad. La semana pasada se acabó el hielo, como bien lo sabe Lowndes.–Me alegra no haber venido. Sin embargo, podría haberte enviado un poco, si lo hubiesesabido. ¡Uf! Hace demasiado calor para estar jugando tan poco científicamente –dijo esocon una expresión de burla salvaje contra Lowndes, que sólo rió. Era difícil agraviarle.Mottran se apartó de la mesa y echó una mirada por una hendija del postigo.–¡Qué día tan bonito! –dijo.

Sus compañeros bostezaron todos a la vez y se dedicaron a una investigación sinobjetivo de todas las posesiones de Hummil: armas, novelas viejas, guarniciones,espuelas y cosas similares. Las habían manoseado docenas de veces antes, pero porcierto que no había nada más que hacer.

–¿Has recibido algo nuevo? –dijo Lowndes.–La Gazette of India de la semana pasada y un recorte de un periódico inglés. Mi padreme lo ha enviado; es bastante divertido.–Otra vez uno de esos remilgados que se llaman a sí mismos miembros del Parlamento,¿verdad? –dijo Spurstow que leía los periódicos cuando podía conseguirlos.-Sí. Escuchad esto. Se refiere a tu zona, Lowndes. El hombre estaba diciendo un

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discurso a sus votantes y exageró. Aquí hay un ejemplo: «Y afirmo sin vacilaciones quela Administración en India es la reserva, la más preciada de las reservas, de laaristocracia inglesa. ¿Qué obtiene la democracia, qué obtienen las masas, de ese paísque, paso a paso, nos hemos anexado de modo fraudulento?. Yo respondo: nada,absolutamente nada. Es cultivado por los vástagos de la aristocracia con el ojo puestotan sólo en sus propios intereses. Ellos se toman buen trabajo para mantener suespléndida escala de ingresos, para evitar o sofocar cualquier investigación sobre laíndole y el comportamiento de sus administraciones, en tanto que ellos mismos obliganal labriego desgraciado a pagar con el sudor de su frente todo el lujo en que sesumergen». –Hummil agitó el recorte por encima de su cabeza.–¡Bravo! ¡Bravo! –dijeron sus oyentes. Entonces Lowndes, meditabundo, dijo:–Daría... daría tres meses de mi paga para conseguir que ese caballero pasase un mesconmigo y viera cómo hace las cosas un príncipe nativo libre e independiente. El viejoTimbersides––ése era el apelativo irrespetuoso de un honrado y condecorado príncipefeudal– me ha hecho la vida imposible la semana pasada pidiéndome dinero. ¡PorJúpiter! ¡Su última proeza ha sido enviarme a una de sus mujeres como soborno!–¡Mejor para ti! ¿Aceptastes? –dijo Mottram.–No, pero ahora pienso que tendría que haberlo hecho. Era una personita muy guapa,que no paró de contarme cuentos sobre la indigencia horrible que hay entre las mujeresdel rey. Esos encantos hace casi un mes que no se compran ningún vestido nuevo,mientras el viejo quiere comprarse una carrindanga nueva en Calcuta, con adornos deplata maciza y faros de plata y chucherías de esa clase. He procurado hacerle entenderque ya se ha jugado el desempate con los ingresos de los últimos veinte años y tiene queir despacio. Es incapaz de comprenderlo.–Pero tiene las cámaras del tesoro familiar para seguir adelante. Ha de haber por lomenos tres millones en joyas y monedas debajo de su palacio –dijo Hummil. ¡Encuentratú a un rey nativo que perturbe su tesoro familiar! Los sacerdotes lo prohiben, como nosea a modo de recurso externo. El viejo Timbersides ha sumado algo así como un cuartode millón al depósito a lo largo de su reinado.–¿De dónde sale la cosa? –dijo Mottram.–Del pueblo. La situación de la gente bastaría para ponerte enfermo. He vistorecaudadores que esperaban a que una camella lechera pariese su cría para llevarse a lamadre como pago por atrasos. ¿Y yo qué puedo hacer? No consigo que los empleadosjudiciales me entreguen ninguna cuenta; no le arranco más que una sonrisa tonta alcomandante en jefe cuando descubro que los soldados no cobran sus pagas desde hacetres meses, y el viejo Timbersides se echa a llorar cuando le hablo. Se ha dado a labebida como un rey: coñac por whisky y Heidsieck en lugar de soda.–Lo mismo que toma el Rao de Jubela. Hasta un nativo es incapaz de resistirlo pormucho tiempo –dijo Spurstow–. Se va a morir.–Y estará bien. Después, me figuro, habrá un consejo de regencia, un tutor del jovenpríncipe, y se le devolverá su reino con lo acumulado en diez años.–Con lo cual el joven príncipe, tras haber adquirido todos los vicios de los ingleses,jugará a hacer rebotes en el agua con el dinero, y en dieciocho meses destruirá el trabajo

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de diez años. Ya he visto esto mismo antes –dijo Spurstow–. Si estuviese en tu lugar,Lowndes, yo manejaría al rey con mano suave. Te odiarán lo bastante en cualquier caso.–Eso está bien. El hombre que mira de lejos puede hablar de mano suave; pero nopuedes limpiar la pocilga con una pluma mojada en agua de rosas. Se cuáles son misriesgos, aunque nada ha ocurrido aún. Mi sirviente es un viejo patán y me prepara lacomida. Es difícil que quieran sobornarle y yo no acepto comestibles de mis verdaderosamigos, como ellos se denominan a sí mismos. ¡Oh, es un trabajo pesado! Más megustaría estar contigo, Spurstow. Hay caza cerca de tu campamento.–¿De veras? Creo que no. Unas quince muertes por día no inducen a un hombre adisparar contra otra cosa que no sea él mismo. Y lo peor es que esos pobres diablos temiran como si debieses salvarles. Sabe Dios que lo he intentado todo. Mi última pruebaha sido empírica, pero le salvó la vida a un viejo. Me lo trajeron aparentementedesahuciado, y le di ginebra con salsa de Worcester y cayena. Se curó con eso, pero nolo recomiendo.–¿Cuál es el tratamiento, en general? –dijo Hummil.–Muy sencillo, por cierto. Clorodine, un comprimido de opio, clorodine, un colapso,nitrato, ladrillos en los pies y a continuación... la pira funeraria. Esto último parece ser loúnico que termina con el problema. Se trata del cólera negro, ya sabéis. ¡Pobres diablos!Pero he de reconocer que Bunsee Lal, mi boticario, trabaja como un condenado. Herecomendado que le asciendan si sale con vida de esto. –– ¿Y qué posibilidades tienes,amigo? –dijo Mottram.–No lo se ni me importa demasiado; pero ya he enviado la carta. ¿Cómo te va a ti?.–Sentado ante una mesa en la tienda y escupiendo encima del sexante para enfriarlo –dijo el topógrafo.-Me lavo los ojos para evitar oftalmías, que sin duda me pillaré, y trato de lograr que unayudante comprenda que un error de cinco grados en un ángulo no es tan pequeño comoparece. Estoy completamente solo, ya sabéis, y así estaré hasta que terminen los calores.Hummil es un hombre de suerte –dijo Lowndes, echándose en una tumbona–. Tiene untecho de verdad–, aunque la lona del techo estaba rasgada, pero aún así era un techo sucabeza. Ve un tren cada día. Puede comprar cerveza, soda y hielo cuando Dios esclemente. Tiene libros, cuadros –eran recortes del Graphic– y la compañía del excelentesubcontratista Jevins, además del placer de recibirnos todas las semanas. Hummil sonriócon una mueca torva.–Sí. Ha muerto. El lunes pasado.–¿Se suicidó? –dijo Spurstow con rapidez, señalando la sospecha que estaba en la mentede todos. No había cólera en torno a la sección de Hummil. Hasta la fiebre otorga a unhombre, al menos, una semana de gracia y la muerte repentina por lo común implica elsuicidio.–No enjuicio a ningún hombre con estas temperaturas –dijo Hummil–. Supongo que leafectó el sol, porque la semana pasada, después de marcharos vosotros, se acercó a lagalería y me dijo que esa noche pensaba ir a su casa, a ver su mujer, en Market Street,Liverpool.–Llamé al boticario para que le examinara y tratamos de acostarle. Al cabo de una hora o

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dos se restregó los ojos, y dijo que creía que le había dado un ataque y que esperaba nohaber dicho nada poco cortés. Jevins tenía mucho interés en mejorar su situación social.Se parecía a Chucks en la forma de hablar.–¿Y entonces?–Entonces se fue a su bungalow y empezó a limpiar su rifle. Le dijo al sirviente que ibaa cazar por la mañana. Como es natural tocó el gatillo y se disparó una bala en lacabeza... por accidente. El boticario envió un informe a mi jefe y Jevins está enterradopor allí. Te hubiera telegrafiado, Spurstow, si hubiese sido posible que hicieras algo.–Eres un tipo especial –dijo Mottram–. Si tú mismo hubieses asesinado al hombre, nopodrías haber permanecido más callado al respecto. ¡Dios santo! ¿Qué importa? –dijoHummil con calma–. Tengo que hacer buena parte de su trabajo de supervisión ademásdel mío. Soy la única persona perjudicada. Jevins está fuera del tema, por puroaccidente, desde luego, pero fuera al fin. El boticario iba a escribir una larga peroratasobre el suicidio. Nadie mejor que un babu para escribir tonterías interminables cuandose le presenta la ocasión.–¿Por qué no has permitido que se supiera que fue un suicidio? –dijo Lowndes. No habíaninguna prueba concluyente. En este país un hombre no tiene muchos privilegios, peroal menos hay que permitirle que haga un manejo torpe de su propio rifle. Además, algúndía puede que yo necesite de un hombre que disimule algún accidente mío. Vive y dejavivir. Muere y deja morir.–Tomo un comprimido –dijo Spurstow, que había observado de cerca la cara pálida deHummil–. Toma un comprimido y no seas borrico. Este tipo de conversación es unsimple juego. De todas formas, el suicidio se desentiende de tu trabajo. Si yo fuese Jobmultiplicado por diez, tendría que estar tan interesado en lo que vaya a ocurrir deinmediato que me quedaría para verlo.–¡Ah! He perdido esa curiosidad –dijo Hummil.–¿El hígado te funciona mal? –dijo Lowndes con interés.–No. No puedo dormir, que es peor.–¡Por Júpiter que sí! –dijo Mottram–. A mí me ocurre de cuando en cuando, y el ataquetiene que irse por sí solo. ¿Tú qué tomas?–Nada. ¿Para qué? No he dormido ni siquiera diez minutos desde el viernes por lamañana.–¡Pobre muchacho! Spurstow, tú deberías ocuparte del asunto –dijo Mottram–. Ahoraque lo mencionas, tus ojos están algo irritados e hinchados. Spurstow, que no habíadejado de observar a Hummil, rió con ligereza.–Ya le arreglaré después. ¿Os parece que hace demasiado calor para salir a cabalgar?–¿Para ir a dónde? -dijo Lowndes, fatigado Tendremos que marcharnos a las ocho y yacabalgaremos lo suficiente entonces. Detesto cabalgar cuando tengo que hacerlo pornecesidad. ¡Cielos! ¿Qué se puede hacer por aquí?–Empezar otra partida de whist, cada punto un chick (se supone que un chick equivale aocho chelines) y un mohur de oro la partida –dijo Spurstow con presteza.–Póker. La paga de un mes entero para la banca, sin límites, y cincuenta rupias laapuesta. Alguien estará en la ruina antes que nos marchemos –dijo Lowndes.

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–No puedo decir que me de gusto arruinar a ninguno de los de esta reunión –dijoMottram–. No es muy estimulante y es una tontería –cruzó el cuarto hacia un viejo,deteriorado y pequeño piano de campaña, residuo del matrimonio que viviera en tiemposen el bungalow, y lo abrió.–Hace mucho que no funciona –dijo Hummil–. Los sirvientes lo han hecho pedazos. Elpiano estaba, en efecto, desafinado sin esperanzas, pero Mottram se ingenió para que lasnotas rebeldes llegaran a una especie de acuerdo, y de las teclas desniveladas surgió algoque podía haber sido alguna vez el fantasma de una canción popular de musichall.Los hombres, desde sus tumbonas, se volvieron con evidente interés mientras Mottramaporreaba con entusiasmo cada vez mayor.-¡Eso está bien! –dijo Lowndes–. ¡Por Júpiter! La última vez que oí esa canción fue en el79 aproximadamente, justo antes de partir.–¡Ah! –dijo Spurstow con orgullo–. Yo estaba en nuestra tierra en el 80 –y nombró unacanción popular muy conocida por entonces. Mottram la tocó bastante mál. Lowndeshizo una crítica y sugirió correcciones. Mottram pasó a otra cancioncilla, no de las demusichall e hizo ademán de levantarse.–Siéntate –dijo Hummil–, no sabía que la música entrara en tu composición. Siguetocando hasta que no se te ocurra nada más. Haré que afinen el piano para la próximavez que vengas. Toca algo alegre.

Muy simples en verdad eran las melodías que el arte de Mottram y las limitaciones delpiano podían concretar, pero los hombres escuchaban con placer, y en las pausashablaban todos a la vez de lo que habían visto u oído la última vez que habían estado ensu tierra. Una densa tormenta de polvo se alzó fuera y barrió la casa, rugiendo yenvolviéndola en una oscuridad asfixiante de medianoche, pero Mottram continuó sinprestar atención, y el tintineo loco llegaba a los oídos de los oyentes por encima delaleteo de la tela rota del techo. En el silencio posterior a la tormenta, se deslizó desde lasmás personales canciones escocesas, que tarareaba a medias al tocar, hasta un himnovespertino.

–Domingo –dijo mientras asentía con la cabeza.–Continúa. No te disculpes –dijo Spurstow. Hummil se rió larga y estentóreamente.–Tócalo, sea como sea. Hoy eres todo sorpresas. No sabía que tuvieses tal don desarcasmo sutil. ¿Cómo es?

Mottram comenzó a tocar la melodía.

–El tiempo, al doble. Así pierdes el matiz de gratitud –dijo Hummil–. Tendría que sercomo el tiempo de la Polka del saltamontes, así –y comenzó a cantar prestissimo: MiDios, gloria a ti esta noche por todas las bendiciones de la luz.–Esto demuestra que sentimos cuán bendecidos somos. ¿Cómo sigue? Si de noche estoytendido en mi lecho, sin dormir, que mi alma siempre tenga su potencia puesta en ti, yningún sueño maligno mi descanso turbará...

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–¡Más rápido, Mottram! ¡Ni las fuerzas me molesten de esa hosca oscuridad!–¡Bah! ¡Qué viejo hipócrita eres! No seas borrico –dijo Lowndes–. Estás en libertad deburlarte de cualquier otra cosa, pero no te metas con ese himno. En mi cabeza se asociacon los recuerdos más sagrados...–Tardes de verano en el campo, vidrieras, la luz que se desvanece y tú y ella juntandovuestras cabezas sobre el libro de himnos –dijo Mottram.–Sí, y un abejorro gordo que te daba en el ojo cuando volvíais a casa. El olor del heno yuna luna grande como una sombrerera encima del pajar; murciélagos, rosas, leche ymosquitos –dijo Lowndes.–También madres. Recuerdo a mi madre cantando para hacerme dormir cuando yo eraun pequeñín –dijo Spurstow.

La oscuridad había invadido el cuarto. Podían oír cómo se removía Hummil en su silla.

–Por consiguiente –dijo con malhumor–, tú cantas el himno cuando estás a siete brazasde profundidad en el infierno. Es un insulto a la inteligencia de la divinidad pretenderque somos algo más que rebeldes torturados.–Toma dos comprimidos –dijo Spurstow–, es un hígado torturado.–Hummil, el que siempre se muestra plácido, hoy está de mal humor. Lo siento por susculis, mañana –dijo Lowndes, mientras los sirvientes traían las luces y preparaban lamesa para la cena.

Cuando estaban a punto de ocupar sus puestos ante miserables chuletas de cabra y unpudin ahumado de tapioca, Spurstow aprovechó la ocasión para susurrar a Mottram:¡Bien hecho, Davi!.

–Cuida de Saúl, pues –fue la respuesta.–¿Qué estáis murmurando? –dijo Hummil, suspicaz.–Sólo decíamos que como anfitrión eres condenadamente pobre. Este pájaro no se puedecortar –respondió Spurstow con una sonrisa dulce–. ¿Tú llamas cena a esto?–No tiene remedio. ¿O acaso esperas un banquete?

Durante aquella comida, Hummil se aplicó con laboriosidad a insultar de modo directo yagudo a todos sus huéspedes, uno tras otro, y a cada insulto Spurstow daba un puntapiéal ofendido por debajo de la mesa, pero no se atrevió a cambiar miradas de inteligenciacon ninguno de ellos. La cara de Hummil se veía pálida y contraída, en tanto que susojos estaban dilatados de forma poco natural. Ninguno de los hombres soñó siquiera porun momento en responder a sus salvajes agresiones personales, pero tan pronto comoterminó la cena se dieron prisa en partir.

–No os marchéis. Ahora os empezáis a animar, muchachos. Espero no haber dicho nadaque os haya molestado. Sois unos demonios de susceptibilidad –después, cambiando latesitura a una súplica casi abyecta, Hummil agregó–: ¿no iréis a marcharos, verdad? En

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la lengua del bendito Jorrocks, donde ceno, duermo –dijo Supurstow–. Quiero echarlesun vistazo a tus colis mañana, si no te importa. ¿Puedes hacerme un lugar para dormir,me figuro?

Los otros arguyeron la urgencia de sus diversas obligaciones del día siguiente y, trasensillar, partieron juntos, al tiempo que Hummil les rogaba que volvieran el domingosiguiente. Mientras se alejaban al trote, Lowndes abrió su pecho a Mottram.

–... Jamás en mi vida he tenido tantas ganas de patear a un hombre en su propia mesa.Dijo que yo había hecho trampas en el whist y me recordó las deudas. ¡A ti te dijo en lacara que eres un mentiroso! No estás tan indignado como deberías.–Oh, no –dijo Mottram–. ¡Pobre diablo! ¿Alguna vez habías visto al bueno de Hummilcomportarse así o de una manera remotamente parecida?–No es excusa. Spurstow me pateó las espinillas durante toda la cena, y por eso mecontrolé. De otro modo hubiese...–No, no hubieses. Tendrían que haber hecho lo que ha hecho Hummil con respecto aJevins: no juzgar a un hombre con estos calores. ¡Por Júpiter. El metal de las bridas mequema las manos. Galopemos un poco, y cuidado con las madrigueras de las ratas.

Diez minutos de galope extrajeron de Lowndes una observación sensata cuando sedetuvo, sudando por todos los poros:

–Sí. Bueno hombre, Spurstow. Nuestros caminos se separan aquí. Nos veremos otra vezel domingo próximo, si el sol no me destruye.–Me figuro que sí, a menos que el ministro de finanzas del viejo Timbersides se arreglepara envenenarme alguna comida. Buenas noches y... ¡que Dios te bendiga!–¿Y qué pasa ahora?–Oh, nada –Lowndes recogió la fusta y al tiempo que con ella rozaba el flanco de layegua de Mottram, agregó–: tampoco tú eres mal muchacho, eso es todo y tras esaspalabras, su yegua se lanzó al galope durante media milla y a través de la arena.

En el bungalow del ingeniero ayudante, Spurstow y Hummil fumaban juntos la pipa delsilencio, observándose uno a otro con mucha atención. La capacidad de dar albergue deun soltero es tan elástica como simple su instalación. Un sirviente se llevó la mesa de lacena, trajo un par de rústicos camastros nativos, hechos de tiras entrelazadas dentro deun ligero marco de madera, puso sobre cada uno una estera de tela fresca de Calcuta, loscolocó uno junto a otro, prendió con alfileres dos toallas al punkah, para que sus flecosno llegasen a tocar la nariz y la boca de los durmientes y anunció que las camas estabanpreparadas. Los hombres se acostaron, y pidieron a los culis que se ocupaban del punkahque, por todas las potencias del infierno, lo mantuviesen en movimiento. Todas laspuertas y ventanas estaban cerradas porque fuera el aire era un horno. Dentro, elambiente estaba sólo a ciento cuatro grados, tal como lo probaba el termómetro, ypesado, a causa del olor de las lámparas de petróleo mal despabiladas; y ese hedor,

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sumado al del tabaco del país, los ladrillos de horno y la tierra reseca pone el corazón delhombre más vigoroso a la altura de sus pies, porque es el olor del Gran Imperio Indiocuando se convierte durante seis meses en una sola de tormento. Spurstow ahuecó lasalmohadas con habilidad, para estar reclinado y no tendido, con la cabeza a una alturamayor que la de sus pies. No es bueno dormir con una almohada baja en tiempo de calor,si tienes un cuello muy robusto, ya que se puede pasar de los ronquidos y gorgoteosvivos del sueño natural a la honda somnolencia del golpe de calor.

–Ahueca tus almohadas –dijo el médico, tajante, al ver que Hummil se preparaba paratenderse en posición horizontal.

La luz de la mariposa era tenue, la sombre del punkah ondulaba a través de lahabitación, y el roce de las toallas y el gemido leve de la cuerda que pasaba por unagujero de la pared la seguían. De pronto el punkah flaqueó, casi se detuvo. El sudorcaía por la frente de Spurstow. ¿Debía salir a estimular al culi? El ventilador volvió amoverse con un salto brusco y un alfiler cayó de las toallas. Cuando estuvo otra vez ensu lugar, un tam––tam comenzó a sonar en las líneas culis, con el latido firme de unaarteria congestionada dentro de un cerebro febril. Spurstow se volvió y soltó unjuramento suave. No hubo movimiento por parte de Hummil. El hombre se habíaacomodado con tanta rigidez como un cadáver, con los puños cerrados junto al cuerpo.Su respiración era demasiado rápida como para sospechar que dormía. Spurstow observóla cara rígida. Tenía las mandíbulas apretadas y una arruga en torno a los párpadostemblorosos. «Está lo más rígido que puede», pensó Spurstow. «¿Qué diablos leocurre?».

–¡Hummil!–Sí –con la voz pastosa y forzada. ¿Puedes dormir?–No.–¿Frente ardorosa? ¿La garganta hinchada o qué?–Nada de eso, gracias. No duermo mucho, sabes.–¿Te encuentras mal? Bastante mal, gracias. Se oye un tam tam fuera ¿verdad? Alprincipio pensé que era mi cabeza... ¡Oh, Spurstow, por piedad, dame algo que me hagadormir... dormir profundamente, siquiera durante seis horas! –se enderezó de un salto,temblando de la cabeza a los pies- No logro dormir desde hace días y no lo puedosoportar... ¡no lo puedo soportar!–¡Pobre amigo!–Eso no sirve. Dame algo que me haga dormir. Te aseguro que me estoy volviendo loco.No sé lo que digo durante la mayor parte del día. Hace tres semanas que tengo quepensar y deletrear cada palabra que me viene a los labios antes de atreverme a decirla.¿No basta eso para enloquecer a un hombre? Ahora no veo con claridad y he perdido elsentido del tacto. Me duele la piel... ¡Me duele la piel! Haz que duerma. ¡Oh, Spurstow,por el amor de Dios, hazme dormir profundamente! No basta con adormilarme. ¡Hazque duerma!

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–De acuerdo, muchacho, de acuerdo. Tranquilo, que no estás tan mal como piensas.

Rotos los diques de la reserva, Hummil se agarró a él como un niño aterrado.

–Me estás partiendo el brazo a pellizcos.–Te partiré el cuello si no haces algo por mí. No, no he querido decir eso. No te enfades,amigo –se enjugó el sudor a la vez que luchaba por recobrar la compostura–. Estoynervioso y desganado, tal vez tú puedas recetarme alguna mezcla soporífera... bromurode potasio.–¡Bromuro de bobadas! ¿Por qué no me lo has dicho antes? Suéltame el brazo y veré sitengo algo en la cigarrera para aliviar tus males –Spurstow buscó entre sus ropas decalle, subió la luz de la mariposa, abrió una pequeña cigarrera y se acercó al expectanteHummil con la más pequeña y frágil de las jeringas. El último atractivo de lacivilización –dijo– y algo que detesto usar. Extiende el brazo. Bien, tus insomnios no tehan estropeado la musculatura. ¡Qué piel tan dura! Es como si le estuviera poniendo unainyección subcutánea a un búfalo. Ahora, en unos pocos minutos empezará a obrar lamorfina. Échate y espera. Una sonrisa de gusto puro y estúpido comenzó a invadir lacara de Hummil.–Creo –susurró–, creo que me estoy yendo. ¡Dios! ¡Es realmente celestial! Spurstow,tienes que darme esa cigarrera para que te la guarde. Tú... –la voz calló mientras lacabeza caía hacia atrás.–Ni por todo el oro del mundo –dijo Spurstow a la forma inconsciente–. Pues bien,amigo mío, los insomnios de esta clase son muy adecuados para debilitar la fibra moralen los pequeños asuntos de la vida y la muerte, de modo que me tomaré la libertad deinutilizar tus armas.

Descalzo, fue hasta el cuarto en que Hummil guardaba los arneses; sacó de su caja unrifle del calibre doce, un fusil automático y un revólver. A primero le quitó el disparadory lo escondió en el fondo de un baúl de arreos; al segundo le sacó el alza y de unpuntapié la mandó bajo un gran armario. Abrió el tercero y le partió la mira de laempuñadura con el tacón de una bota de montar.

–Ya está –dijo mientras sacudía el sudor de las manos. Estas pequeñas precauciones almenos te darán tiempo para arrepentirte. Sientes demasiada simpatía por los accidentescon armas de fuego.

Cuando se levantaba del suelo, la voz pastosa y ronca de Hummil exclamó desde lapuerta:

–¡Idiota!

Era el tono de quienes hablan a sus amigos, en los intervalos de lucidez, poco antes demorir. Spurstow se sobresaltó y dejó caer la pistola. Hummil estaba en el vano de la

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puerta, meciéndose entre carcajadas sin control.

-Has estado muy bien, sin duda –dijo con lentitud, eligiendo cada palabra–. Por ahora,no me propongo darme la muerte con mis propias manos. Mira, Spurstow, eso nofunciona. ¿Qué puedo hacer? ¿Qué puedo hacer? –y un terror pánico le anegaba los ojos.–Échate y aguarda un poco. Échate ahora mismo.–No me atrevo. Sólo me dormiré a medias otra vez y ya no podré ir más allá. ¿Sabes?He tenido que hacer un esfuerzo para volver ahora. En general soy veloz como el rayo,pero tú me habías trabado los pies. Estuve a punto de quedarme.–Oh, sí, comprendo. Ve y acuéstate.–No, no es delirio, pero ha sido un truco despreciable para usarlo contra mí. ¿No sabesque podría haber muerto?

Tal como una esponja deja limpia una pizarra, así algún poder desconocido paraSpurstow había borrado todo lo que definía como la cara de un hombre el rostro deHummil, que, desde el vano, mostraba una expresión de inocencia perdida. Había vueltoen el sueño a una infancia amedrentada. « ¿Irá a morirse ahora mismo? », pensóSpurstow, para agregar en voz alta:

–Bien, hijo. Vuelve a la camay cuéntamelo todo. No podías dormir. ¿Pero qué era todo elresto de disparates?–Un lugar... un lugar allá abajo –dijo Hummil con simple sinceridad.

La droga obraba sobre él en oleadas, llevándole del temor de un hombre fuerte al miedode un niño, según recuperara el sentido o se embotase.

–¡Dios mío! He temido eso durante meses, Spurstow. Me ha convertido las noches en uninfierno y sin embargo no soy consciente de haber hecho nada malo.–Tranquilo; te daré otra dosis. Les pondremos fin a tus pesadillas, ¡tonto consumado!–Sí, pero has de darme lo suficiente como para que no pueda alejarme. Hazme dormirprofundamente, no dormitar. Porque entonces es difícil correr.–Lo sé, lo sé. Yo mismo he pasado por eso. Los síntomas son tal como los describes.–¡Oh, no te burles de mí, maldito seas! Antes de tener este insomnio horrible, trataba dedormir sobre mi codo, y ponía una espuela en la cama para que pinchara si caía sobreella. ¡Mira!–¡Por Júpiter! ¡El hombre está espoleado como un caballo! ¡El jinete ha sido la pesadillacon una venganza! Y todos le creíamos bastante sensato. ¡Que el cielo nos permitacomprender! Quieres hablar, ¿verdad?–Sí, a veces. No cuando tengo miedo. Entonces quiero correr. ¿A ti no te pasa eso?–Siempre. Antes que te de la segunda dosis dime exactamente qué te sucede.

Hummil habló con susurros entrecortados casi diez minutos, durante los cuales Spurstowle miró las pupilas y pasó su mano ante ellas una o dos veces. Al final del relato,

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reapareció la cigarrera de plata y las últimas palabras que dijo Hummil, mientras seechaba por segunda vez, fueron:

–¡Hazme dormir profundamente, porque si me pillan, ¡me muero...! ¡Me muero! Sí, sí, atodos nos pasa, tarde o temprano..., demos gracias al Cielo que ha establecido un límitepara nuestras miserias –dijo Spurstow, a la vez que acomodaba las almohadas bajo lacabeza–. Se me ocurre que a menos que beba algo me iré yo antes de tiempo. He dejadode sudar, aunque el cuello de la camisa es un diecisiete.

Se preparó un te bien caliente, que es un buen remedio para los golpes de calor, si setoman tres o cuatro tazas en el momento oportuno. Después observó al dormido.Una cara ciega que llora y que no puede secarse los ojos, una cara ciega que le persiguepor los corredores. ¡Hum! Está claro que Hummil tendría que obtener un permiso loantes posible y, cuerdo o no, es evidente que se ha clavado esa espuela con crueldad. Enfin, ¡que el cielo nos permita comprender!

A mediodía Hummil se levantó; tenía mal sabor de boca pero los ojos límpidos y elcorazón alegre.

–Anoche estaba bastante mal, ¿verdad?–He visto hombres en mejores condiciones. Habrás cogido un principio de insolación.Oye: si te escribo un certificado médico estupendo, ¿pedirás un permiso de inmediato?–No.–¿Por qué no? Si lo quieres.–Sí, pero puedo aguantar hasta que el tiempo refresque.–¿Pero por qué, si te pueden reemplazar ahora mismo?–Burkett es el único al que pueden enviar y es tonto de nacimiento.–Oh, no te preocupes por el ferrocarril. Tú no eres imprescindible. Telegrafía para pedirun reemplazo, si es necesario.

Hummil se mostraba muy incómodo.

–Puedo esperar hasta, las lluvias –dijo Hummil, evasivo.–No puedes. Telegrafía a la central para que envíen a Burkett.–No lo haré. Si quieres saber de verdad por qué, Burkett está casado y su mujer acaba detener un niño y está arriba, en Simia, por el fresco, y Burkett está en un buen puesto, quele permite ir a Simia de sábado a lunes. Esa pobrecita mujer no se encuentra del todobien. Si Burkett fuese trasladado, ella procuraría seguirle. Si deja al niño, se morirá depreocupación. Si viene, y Burkett es uno de esos animalitos egoístas que siempre estánhablando de que el lugar de la mujer está junto a su marido, se morirá. Es cometer unasesinato traer a una mujer hasta aquí ahora. Burkett no tiene la resistencia de una rata.Si viniese aquí, le perderíamos, y sé que ella no tiene dinero; además, estoy seguro deque también ella moriría. En cierto sentido, yo estoy vacunado y no tengo mujer. Espera

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hasta que lleguen las lluvias y entonces Burkett podrá adelgazar aquí, le vendrá muybien.–¿Quieres decir que te propones enfrentarte con... lo que te has enfrentado hasta quelleguen las lluvias?–No será tan terrible, ahora que me has indicado el camino para salir de eso. Te puedotelegrafiar. Además, ahora que ya sé como meterme en el sueño, todo se arreglará. Detodas formas, no puedo pedir un permiso. Eso es todo.–¡Mi excelente escocés! Pensaba que toda esa clase de cosas estaba muerta y enterrada.¡Bobadas! Tú harías lo mismo. Me siento como nuevo, gracias a esa cigarrera. Te vas alcampamento ahora, ¿verdad?–Sí, pero trataré de venir cada dos días, si puedo.–No estoy tan mal como para eso. No quiero que te molestes. Dales a los culis ginebra yketchup.–¿O sea que te encuentras bien? Preparado para luchar por mi vida, pero no paraquedarme al sol hablando contigo. En marcha, amigo, ¡y que Dios te bendiga!

Hummil giró sobre sus talones para enfrentarse con la desolación y los ecos de subungalow, y lo primero que vio, de pie en la galería, fue su propia figura. Una vez, antes,había visto una aparición similar, en momentos en que estaba agobiado por el trabajo yagotado por el calor.

–Esto está muy mal –dijo, frotándose los ojos–. Si eso se aleja de mí de pronto, como unfantasma, sabré que lo único que ocurre es que mis ojos y mi estómago no van bien. Sicamina..., he perdido la cabeza.

Se acercó a la figura que, naturalmente, se mantenía a una distancia invariable de él,como ocurre con todos los espectros que nacen del exceso de trabajo. El fantasma sedeslizó a través de la casa para disolverse en manchas que nadaban en sus ojos, tanpronto como llegó la luz llameante del jardín. Hummil se ocupó de su trabajo hasta lanoche. Cuando entró a cenar se encontró consigo mismo sentado ante la mesa. La visiónse puso de pie y salió a toda prisa. Excepto en que no proyectaba sombra, era real entodos los demás rasgos. No hay persona viviente que sepa lo que esa semana reservó aHummil. Un recrudecimiento de la epidemia mantuvo a Spurstow en el campamento,entre los culis, y todo lo que pudo hacer fue telegrafiar a Mottram, para pedirle que fueseal bungalow y durmiera allí. Pero Mottram estaba a cuarenta millas de distancia deltelégrafo más cercano, y no supo nada de nada que no fuesen las necesidades de su tareade topógrafo hasta que, a primera hora de la mañana del domingo, se encontró conLowndes y Spurwtow, para dirigirse hacia el bungalow de Hummil y la reuniónsemanal.

–Espero que el pobre muchacho esté en mejores condiciones –dijo Mottram,desmontando en la puerta–. Supongo que no se ha levantado aún.–Le echaré una mirada –dijo el médico–. Si está dormido no hay necesidad de

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despertarle. Y un instante más tarde, por el tono de la voz de Spurstow al pedirles queentrasen, los hombres supieron lo que había sucedido.

No había necesidad de despertarle. El punkah todavía se agitaba sobre la cama, peroHummil había dejado esta vida al menos tres horas antes. El cuerpo yacía de espaldas,con los puños a los lados, tal como Spurstow lo había visto siete noches antes. En losojos abiertos y fijos estaba escrito un terror que supera la capacidad de expresión decualquier pluma. Mottram, que había entrado por detrás de Lowndes, se inclinó sobre elmuerto y le rozó la frente con los labios.

–¡Oh, hombre de suerte, hombre de suerte! –susurró. Pero Lowndes había observado losojos, y se apartó temblando hasta el extremo opuesto del cuarto. ¡Pobre muchacho!¡Pobre muchacho! Y la última vez que nos vimos me enfadé. Spurstow, tendríamos quehaberle controlado. ¿Se ha...?Con habilidad, Spurstow seguía investigando, para terminar con una búsqueda en toda lahabitación.–No, no lo ha hecho estalló–. No hay huellas de nada. Llamad a los sirvientes. Llegaron,era ocho o diez, murmurando y mirando uno por encima del hombro del otro.–¿A qué hora se fue a la cama vuestro sahib? –dijo Spurstow.–A las once o a las diez, creemos –dijo el sirviente personal de Hummil.–¿Se encontraba bien a esa hora? Pero tú no puedes saberlo.–No se le veía enfermo, tal como se entiende la palabra. Pero había dormido muy pocodurante tres noches. Lo sé porque le vi caminando largo rato, sobre todo en medio de lanoche.

Mientras Spurstow extendía la sábana, una gran espuela de caza, recta, cayó al suelo. Eldoctor gimió. El sirviente de Hummil observó el cuerpo.

–¿Qué piensas, Chuma? –dijo Spurstow al ver una expresión de la cara oscura.–Hijo del cielo, en mi humilde opinión, el que era mi amo ha bajado a los LugaresOscuros y allí quedó atrapado porque no pudo escapar tan rápido como es necesario.Tenemos la espuela como prueba de que luchaba contra el Terror. También he visto ahombres de mi raza hacer esto mismo con espinas, cuando les habían hechizado demodo que algo podía sorprenderles durante las horas de sueño, y no se atrevían a dormir.–Chuma, eres tonto. Ve y prepara los sellos para ponerlos en las cosas del sahib.–Dios ha hecho al hijo del cielo. Dios me ha hecho a mí. ¿Quiénes somos nosotros parapreguntar por los designios de Dios?. Ordenaré a los otros sirvientes que se mantenganapartados mientras tú preparas la lista de los bienes del sahib. Son todos ladrones yquerrán robar.–Por lo que puedo deducir, ha muerto de..., oh, de cualquier cosa; paro cardíaco, golpede calor o por alguna otra disposición divina –dijo Spurstow a sus compañeros–.Debemos hacer un inventario de sus efectos y demás cosas.–Estaba muerto de terror –insistió Lowndes– ¡Mirad esos ojos! ¡Por piedad, no dejes que

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le entierren con los ojos abiertos!–Fuera lo que fuese, ahora se ha librado de todos los problemas –dijo Mottram consuavidad.

Spurstow observaba los ojos abiertos.

–Venid –dijo–. ¿No véis algo allí?–¡No puedo mirar! –sollozó Lowndes–. ¡Tápale la cara! ¿Cual es el miedo que puedehaber en el mundo capaz de convertir a un hombre en algo así? Es horrible. ¡Oh,Spurstow, tápalo!–Ningún miedo... en la tierra –dijo Spurstow.

Mottram se inclinó por encima del hombro de su amigo y miro con atencion.

–Lo único que veo es una mancha gris en las pupilas. Ya sabes que no puede haber nadaallí.–Así es. Bien, pensemos. Llevará medio día preparar cualquier clase de ataúd y debe dehaber muerto hacia medianoche. Lowndes, amigo, ve fuera y diles a los culis que cavenla tierra junto a la tumba de Jevins. Mottram, recorre la casa con Chuma y compruebaque se pongan los sellos en todas las cosas. Mándame un par de hombres aquí y yo meocuparé del resto.

Cuando los sirvientes de brazos fornidos regresaron junto a los suyos, narraron unaextraña historia acerca del sahib doctor que en vano había tratado de devolver la vida alamo mediante artes mágicas; por ejemplo, el sahib doctor, sosteniendo una cajita verdeque hacía ruido delante de cada uno de los ojos del muerto, susurraba algo,desconcertado, antes de llevarse consigo la cajita verde.

El martillar resonante sobre la tapa de un ataúd no es algo agradable de oír, pero los quehan pasado por la experiencia aseguran que es mucho más terrible el crujido suave de lassábanas, el roce repetido de las tiras de tela con que el que ha caído en el camino espreparado para su entierro, y se hunde poco a poco, mientras se deslizan las cuerdas,hasta que la forma amortajada toca el suelo, y no protestas por la indignidad de unaceremonia apresurada. A último momento, Lowndes se vio asaltado por escrúpulos deconciencia.

–¿Tienes que leer tú el servicio, del principio al fin? –dijo Spurstow- Pensaba hacerlo.Tú eres mi superior como funcionario. Hazlo tú, si quieres.–No se me había pasado por la cabeza. Sólo he pensado que tal vez podría venir uncapellán de alguna parte... Me ofrezco a ir a buscarle ahora adonde sea, para ofrecerlealgo mejor al pobre Hummil. Eso es todo.–¡Bobadas! –dijo Spurstow, mientras preparaba sus labios para decir las palabrastremendas que dan comienzo al oficio de difuntos.

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Después del desayuno, fumaron una pipa en silencio, en memoria del muerto. EntoncesSpurstow dijo, ausente: -No está en la ciencia médica.–¿Qué?–Lo de cosas en los ojos de un muerto.–¡Por el amor de Dios, no hables de ese horror! –dijo Lowndes–. He visto morir de puropánico a un nativo perseguido por un tigre. Yo sé qué es lo que ha matado a Hummil.¡Qué sabes tú! Yo trataré de verlo –y el doctor se encerró en el cuarto de baño con unacámara Kodak. Después de unos minutos se oyó el ruido de algo que era destrozado agolpes y Spurstow reapareció, extremadamente pálido.–¿Tienes la foto? –dijo Mottram–. ¿Qué se ve?–Era imposible, claro. No tienes por qué mirar, Mottram. He destruido los negativos. Nohabía nada. Era imposible.–Eso –dijo Lowndes, subrayando las palabras, mientras observaba la mano temblorosaque luchaba por encender la pipa –es una condenada mentira. Mottram rió, incómodo.–Spurstow lleva razón –dijo–. Los tres nos encontramos en tal estado que creíamoscualquier cosa. Por piedad, procuremos ser racionales.

No se habló durante largo rato. El viento caliente silbaba afuera y los árboles resecossollozaban. Por fin, el tren diario, bronce reluciente, acero pulido y vapor a chorros,subió jadeante en medio del resplandor intenso.

–Será mejor que nos marchemos en el tren dijo Spurstow–. De vuelta al trabajo. Heextendido el certificado. No podemos hacer nada más aquí, y el trabajo nos dará calma.Vamos.

Ninguno se movió. No es agradable viajar en tren en un mediodía de junio. Spurstowcogió su sombrero y su fusta y, desde la puerta, dijo:

-Es posible que haya cielo, y sin duda hay un infierno, aunque aquí está nuestra vida, porventura, ¿no es así?

Ni Mottram ni Lowndes tenían respuesta para esa pregunta.

Rudyard Kipling (1865-1936)

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Al otro lado de la pared.Beyond the wall, Ambrose Bierce (1842-1914)

Hace muchos años, cuando iba de Hong Kong a Nueva York pasé una semana en San Francisco. Hacía muchotiempo que no había estado en esa ciudad y durante todo aquel periodo mis negocios en Oriente habíanprosperado más de lo que esperaba. Como era rico, podía permitirme volver a mi país para restablecer la amistadcon los compañeros de juventud que aún vivían y me recordaban con afecto. El más importante para mí eraMohum Dampier, un antiguo amigo del colegio con quien había mantenido correspondencia irregular hasta quedejamos de escribirnos, cosa muy normal entre hombres. Es fácil darse cuenta de que la escasa disposición aredactar una sencilla carta de tono social está en razón del cuadrado de la distancia entre el destinatario y elremitente. Se trata, simple y llanamente, de una ley.

Recordaba a Dampier como un compañero, fuerte y bien parecido, con gustos semejantes a los míos, que odiabatrabajar y mostraba una señalada indiferencia hacia muchas de las cuestiones que suelen preocupar a la gente;entre ellas la riqueza, de la que, sin embargo, disponía por herencia en cantidad suficiente como para no echarnada en falta. En su familia, una de las más aristocráticas y conocidas del país, se consideraba un orgullo queninguno de sus miembros se hubiera dedicado al comercio o a la política, o hubiera recibido distinción alguna.Mohum era un poco sentimental y su carácter supersticioso lo hacía inclinarse al estudio de temas relacionadoscon el ocultismo. Afortunadamente gozaba de una buena salud mental que lo protegía contra creenciasextravagantes y peligrosas. Sus incursiones en el campo de lo sobrenatural se mantenían dentro de la regiónconocida y considerada como certeza.

La noche que lo visité había tormenta. El invierno californiano estaba en su apogeo: una lluvia incesante regabalas calles desiertas y, al ser empujada por irregulares ráfagas de viento, se precipitaba contra las casas con unafuerza increíble. El cochero encontró el lugar, una zona residencial escasamente poblada cerca de la playa, condificultad. La casa, bastante fea, se elevaba en el centro de un terreno en el que, según pude distinguir en laoscuridad, no había ni flores ni hierba. Tres o cuatro árboles, que se combaban y crujían a causa del temporal,parecían intentar huir de su tétrico entorno en busca de mejor fortuna, lejos, en el mar. La vivienda era unaestructura de dos pisos, hecha de ladrillo, que tenía una torre en una esquina, un piso más arriba. Era la únicazona iluminada. La apariencia del lugar me produjo cierto estremecimiento, sensación que se vio aumentada por elchorro de agua que sentía caer por la espalda mientras corría a buscar refugio en el portal. Dampier, en respuestaa mi misiva informándole de mi deseo de visitarlo, había contestado: «No llames, abre la puerta y sube.» Así lohice. La escalera estaba pobremente iluminada por una luz de gas que había al final del segundo tramo. Conseguíllegar al descansillo sin destrozar nada y atravesé una puerta que daba a la iluminada estancia cuadrada de latorre. Dampier, en bata y zapatillas, se acercó, tal y como yo esperaba, a saludarme, y aunque en un principiopensé que me podría haber recibido más adecuadamente en el vestíbulo, después de verlo, la idea de su posibleinhospitalidad desapareció.

No parecía el mismo. A pesar de ser de mediana edad, tenía canas y andaba bastante encorvado. Lo encontrémuy delgado; sus facciones eran angulosas, y su piel, arrugada y pálida como la muerte, no tenía un solo toque decolor. Sus ojos, excepcionalmente grandes, centelleaban de un modo misterioso. Me invitó a sentarme y, trasofrecerme un cigarro, manifestó con sinceridad obvia y solemne que estaba encantado de verme. Despuéstuvimos una conversación trivial durante la cual me sentí dominado por una profunda tristeza al ver el gran cambioque había sufrido. Debió captar mis sentimientos porque inmediatamente dijo, con una gran sonrisa:

-Te he desilusionado: non sum qualis eram.Aunque no sabía qué decir, al final señalé:-No, que va, bueno, no sé: tu latín sigue igual que siempre.Sonrió de nuevo.-No -dijo-, al ser una lengua muerta, esta particularidad va aumentando. Pero, por favor, ten paciencia y espera:existe un lenguaje mejor en el lugar al que me dirijo. ¿Tendrías algún inconveniente en recibir un mensaje en dichalengua?

Mientras hablaba su sonrisa iba desapareciendo, y cuando terminó, me miró a los ojos con una seriedad que meprodujo angustia. Sin embargo no estaba dispuesto a dejarme llevar por su actitud ni a permitirle que descubrieralo profundamente afectado que me encontraba por su presagio de muerte.

-Supongo que pasará mucho tiempo antes de que el lenguaje humano deje de sernos útil -observé-, y paraentonces su necesidad y utilidad habrán desaparecido.

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Mi amigo no dijo nada y, como la conversación había tomado un giro desalentador y no sabía qué decir para darleun tono más agradable, también yo permanecí en silencio. De repente, en un momento en que la tormenta amainóy el silencio mortal contrastaba de un modo sobrecogedor con el estruendo anterior, oí un suave golpeteo queprovenía del muro que tenía a mis espaldas. El sonido parecía haber sido producido por una mano, pero no comocuando se llama a una puerta para poder entrar, sino más bien como una señal acordada, como una prueba de lapresencia de alguien en una habitación contigua; creo que la mayoría de nosotros ha tenido más experiencias deeste tipo de comunicación de las que nos gustaría contar. Miré a Dampier. Si había algo divertido en mi mirada nodebió captarlo. Parecía haberme olvidado y observaba la pared con una expresión que no soy capaz de definir,aunque la recuerdo como si la estuviera viendo. La situación era desconcertante. Me levanté con intención demarcharme; entonces reaccionó.

-Por favor, vuelve a sentarte -dijo-, no ocurre nada, no hay nadie ahí.El golpeteo se repitió con la misma insistencia lenta y suave que la primera vez.-Lo siento -dije-, es tarde. ¿Quieres que vuelva mañana?Volvió a sonreír, esta vez un poco mecánicamente.-Es muy gentil de tu parte, pero completamente innecesario. Te aseguro que ésta es la única habitación de la torrey no hay nadie ahí. Al menos...Dejó la frase sin terminar, se levantó y abrió una ventana, única abertura que había en la pared de la que proveníael ruido.-Mira.

Sin saber qué otra cosa podía hacer, lo seguí hasta la ventana y me asomé. La luz de una farola cercana permitíaver claramente, a través de la oscura cortina de agua que volvía a caer a raudales, que «no había nadie».Ciertamente, no había otra cosa que la pared totalmente desnuda de la torre. Dampier cerró la ventana, señaló miasiento y volvió a tomar posesión del suyo. El incidente no resultaba en sí especialmente misterioso; había unadocena de explicaciones posibles (ninguna de las cuales se me ha ocurrido todavía). Sin embargo me impresionóvivamente el hecho de que mi amigo se esforzara por tranquilizarme, pues ello daba al suceso una ciertaimportancia y significación. Había demostrado que no había nadie, pero precisamente eso era lo interesante. Y nolo había explicado todavía. Su silencio resultaba irritante y ofensivo.

-Querido amigo -dije, me temo que con cierta ironía-, no estoy dispuesto a poner en cuestión tu derecho ahospedar a todos los espectros que desees de acuerdo con tus ideas de compañerismo; no es de mi incumbencia.Pero como sólo soy un simple hombre de negocios, fundamentalmente terrenales, no tengo necesidad alguna deespectros para sentirme cómodo y tranquilo. Por ello, me marcho a mi hotel, donde los huéspedes aún son decarne y hueso.

No fue una alocución muy cortés, lo sé, pero mi amigo no manifestó ninguna reacción especial hacia ella.

-Te ruego que no te vayas -observó-. Agradezco mucho tu presencia. Admito haber escuchado un par de vecescon anterioridad lo que tú acabas de oír esta noche. Ahora sé que no eran ilusiones mías y esto esverdaderamente importante para mí; más de lo que te imaginas. Enciende un buen cigarro y ármate de pacienciamientras te cuento toda la historia.

La lluvia volvía a arreciar, produciendo un rumor monótono, que era interrumpido de vez en cuando por elrepentino azote de las ramas agitadas por el viento. Era bastante tarde, pero la compasión y la curiosidad mehicieron seguir con atención el monólogo de Dampier, a quien no interrumpí ni una sola vez desde que empezó ahablar.

-Hace diez años -comenzó-, estuve viviendo en un apartamento, en la planta baja de una de las casas adosadasque hay al otro lado de la ciudad, en Rincón Hill. Esa zona había sido una de las mejores de San Francisco, perohabía caído en desgracia, en parte por el carácter primitivo de su arquitectura, no apropiada para el gusto denuestros ricos ciudadanos, y en parte porque ciertas mejoras públicas la habían afeado. La hilera de casas, en unade las cuales yo habitaba, estaba un poco apartada de la calle; cada vivienda tenía un diminuto jardín, separadodel de los vecinos por unas cercas de hierro y dividido con precisión matemática por un paseo de gravilla bordeadode bojes, que iba desde la verja a la puerta.

Una mañana, cuando salía, vi a una chica joven entrar en el jardín de la casa izquierda. Era un caluroso día dejunio y llevaba un ligero vestido blanco. Un ancho sombrero de paja decorado al estilo de la época, con flores ycintas, colgaba de sus hombros. Mi atención no estuvo mucho tiempo centrada en la exquisita sencillez de sus

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ropas, pues resultaba imposible mirarla a la cara sin advertir algo sobrenatural. Pero no, no temas; no voy adeslucir su imagen describiéndola. Era sumamente bella. Toda la hermosura que yo había visto o soñado conanterioridad encontraba su expresión en aquella inigualable imagen viviente, creada por la mano del Artista Divino.Me impresionó tan profundamente que, sin pensar en lo impropio del acto, descubrí mi cabeza, igual que haría uncatólico devoto o un protestante de buena familia ante la imagen de la Virgen. A la doncella no parecía disgustarlemi gesto; me dedicó una mirada con sus gloriosos ojos oscuros que me dejó sin aliento, y, sin más, entró en lacasa. Permanecí inmóvil por un momento, con el sombrero en la mano, consciente de mi rudeza y tan dominadopor la emoción que la visión de aquella belleza incomparable me inspiraba, que mi penitencia resultó menosdolorosa de lo que debería haber sido. Entonces reanudé mi camino, pero dejé el corazón en aquel lugar.Cualquier otro día habría permanecido fuera de casa hasta la caída de la noche, pero aquél, a eso de la mediatarde, ya estaba de vuelta en el jardín, interesado por aquellas pocas flores sin importancia que nunca antes mehabía detenido a observar. Mi espera fue en vano; la chica no apareció.

A aquella noche de inquietud le siguió un día de expectación y desilusión. Pero al día siguiente, mientras caminabapor el barrio sin rumbo, me la encontré. Desde luego no volví a hacer la tontería de descubrirme; ni siquiera meatreví a dedicarle una mirada demasiado larga para expresar mi interés. Sin embargo mi corazón latíaaceleradamente. Tenía temblores y, cuando me dedicó con sus grandes ojos negros una mirada de evidentereconocimiento, totalmente desprovista de descaro o coquetería, me sonrojé. No te cansaré con más detalles; sóloañadiré que volví a encontrármela muchas veces, aunque nunca le dirigí la palabra ni intenté llamar su atención.Tampoco hice nada por conocerla. Tal vez mi autocontrol, que requería un sacrificio tan abnegado, no resulteclaramente comprensible. Es cierto que estaba locamente enamorado, pero, ¿cómo puede uno cambiar su formade pensar o transformar el propio carácter?

Yo era lo que algunos estúpidos llaman, y otros más tontos aún gustan ser llamados, un aristócrata; y, a pesar desu belleza, de sus encantos y elegancia, aquella chica no pertenecía a mi clase. Me enteré de su nombre (no tienesentido citarlo aquí) y supe algo acerca de su familia. Era huérfana y vivía en la casa de huéspedes de su tía, unagruesa señora de edad, inaguantable, de la que dependía. Mis ingresos eran escasos y no tenía talento suficientecomo para casarme; debe de ser una cualidad que nunca he tenido. La unión con aquella familia habría significadollevar su forma de vida, alejarme de mis libros y estudios y, en el aspecto social, descender al nivel de la gente dela calle. Sé que este tipo de consideraciones son fácilmente censurables y no me encuentro preparado paradefenderlas. Acepto que se me juzgue, pero, en estricta justicia, todos mis antepasados, a lo largo degeneraciones, deberían ser mis codefensores y debería permitírseme invocar como atenuante el mandatoimperioso de la sangre. Cada glóbulo de ella está en contra de un enlace de este tipo. En resumen, mis gustos,costumbres, instinto e incluso la sensatez que pueda quedarme después de haberme enamorado, se vuelvencontra él. Además, como soy un romántico incorregible, encontraba un encanto exquisito en una relaciónimpersonal y espiritual que el conocimiento podría convertir en vulgar, y el matrimonio con toda seguridaddisiparía. Ninguna criatura, argüía yo, podría ser más encantadora que esta mujer. El amor es un sueño delicioso;entonces, ¿por qué razón iba yo a procurar mi propio despertar?

El comportamiento que se deducía de toda esta apreciación y parecer era obvio. Mi honor, orgullo y prudencia, asícomo la conservación de mis ideales me ordenaban huir, pero me sentía demasiado débil para ello. Lo más quepodía hacer -y con gran esfuerzo- era dejar de ver a la chica, y eso fue lo que hice. Evité incluso los encuentrosfortuitos en el jardín. Abandonaba la casa sólo cuando sabía que ella ya se había marchado a sus clases demúsica, y volvía después de la caída de la noche. Sin embargo era como si estuviera en trance; daba rienda sueltaa las imaginaciones más fascinantes y toda mi vida intelectual estaba relacionada con ellas. ¡Ah, querido amigo!Tus acciones tienen una relación tan clara con la razón que no puedes imaginarte el paraíso de locura en el queviví. Una tarde, el diablo me hizo ver que era un idiota redomado. A través de una conversación desordenada, y sinbuscarlo, me enteré por la cotilla de mi casera que la habitación de la joven estaba al lado de la mía, separada poruna pared medianera. Llevado por un impulso torpe y repentino, di unos golpecitos suaves en la pared.Evidentemente, no hubo respuesta, pero no tuve humor suficiente para aceptar un rechazo. Perdí la cordura yrepetí esa tontería, esa infracción, que de nuevo resultó inútil, por lo que tuve el decoro de desistir.

Una hora más tarde, mientras estaba concentrado en algunos de mis estudios sobre el infierno, oí, o al menos creíoír, que alguien contestaba mi llamada. Dejé caer los libros y de un salto me acerqué a la pared donde, con toda lafirmeza que mi corazón me permitía, di tres golpes. La respuesta fue clara y contundente: uno, dos, tres, unaexacta repetición de mis toques. Eso fue todo lo que pude conseguir, pero fue suficiente; demasiado, diría yo.Aquella locura continuó a la tarde siguiente, y en adelante durante muchas tardes, y siempre era yo quien tenía laúltima palabra. Durante todo aquel tiempo me sentí completamente feliz, pero, con la terquedad que mecaracteriza, me mantuve en la decisión de no ver a la chica. Un día, tal y como era de esperar, sus contestacionescesaron. «Está enfadada -me dije- porque cree que soy tímido y no me atrevo a llegar más lejos»; entonces decidíbuscarla y conocerla y... Bueno, ni supe entonces ni sé ahora lo que podría haber resultado de todo aquello. Sólo

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sé que pasé días intentando encontrarme con ella, pero todo fue en vano. Resultaba imposible verla u oírla.Recorrí infructuosamente las calles en las que antes nos habíamos cruzado; vigilé el jardín de su casa desde miventana, pero no la vi entrar ni salir. Profundamente abatido, pensé que se había marchado; pero no intentéaclarar mi duda preguntándole a la casera, a la que tenía una tremenda ojeriza desde que me habló de la chicacon menos respeto del que yo consideraba apropiado.

Y llegó la noche fatídica. Rendido por la emoción, la indecisión y el desaliento, me acosté temprano y conseguíconciliar un poco el sueño. A media noche hubo algo, un poder maligno empeñado en acabar con mi paz parasiempre, que me despertó y me hizo incorporarme para prestar atención a no sé muy bien qué. Me pareció oírunos ligeros golpes en la pared: el fantasma de una señal conocida. Un momento después se repitieron: uno, dos,tres, con la misma intensidad que la primera vez, pero ahora un sentido alerta y en tensión los recibía. Estaba apunto de contestar cuando el Enemigo de la Paz intervino de nuevo en mis asuntos con una pícara sugerencia devenganza. Como ella me había ignorado cruelmente durante mucho tiempo, yo le pagaría con la misma moneda.¡Qué tontería! ¡Que Dios sepa perdonármela! Durante el resto de la noche permanecí despierto, escuchando yreforzando mi obstinación con cínicas justificaciones. A la mañana siguiente, tarde, al salir de casa me encontrécon la casera, que entraba:

-Buenos días, señor Dampier -dijo-; ¿se ha enterado usted de lo que ha pasado?Le dije que no, de palabra, pero le di a entender con el gesto que me daba igual lo que fuera. No debió captarloporque continuó:-A la chica enferma de al lado. ¿Cómo? ¿No ha oído nada? Llevaba semanas enferma y ahora...Casi salto sobre ella.-Y ahora... -grité-, y ahora ¿qué?-Está muerta.

Pero aún hay algo más. A mitad de la noche, según supe más tarde, la chica se había despertado de un largoestupor, tras una semana de delirio, y había pedido -éste fue su último deseo- que llevaran su cama al extremoopuesto de la habitación. Los que la cuidaban consideraron la petición un desvarío más de su delirio, peroaccedieron a ella. Y en ese lugar aquella pobre alma agonizante había realizado la débil aspiración de intentarrestaurar una comunicación rota, un dorado hilo de sentimiento entre su inocencia y mi vil monstruosidad, que seempeñaba en profesar una lealtad brutal y ciega a la ley del Ego. ¿Cómo podía reparar mi error? ¿Se puedendecir misas por el descanso de almas que, en noches como ésta, están lejos, «por espíritus que son llevados deacá para allá por vientos caprichosos», y que aparecen en la tormenta y la oscuridad con signos y presagios quesugieren recuerdos y augurios de condenación?

Esta ha sido su tercera visita. La primera vez fui escéptico y verifiqué por métodos naturales el carácter delincidente; la segunda, respondí a los golpes, varias veces repetidos, pero sin resultado alguno. Esta noche secompleta la «tríada fatal» de la que habla Parapelius Necromantius. Es todo lo que puedo decir...

Cuando hubo terminado su relato no encontré nada importante que decir, y preguntar habría sido unaimpertinencia terrible. Me levanté y le di las buenas noches de tal forma que pudiera captar la compasión quesentía por él; en señal de agradecimiento me dio un silencioso apretón de manos. Aquella noche, en la soledad desu tristeza y remordimiento, entró en el reino de lo Desconocido.

Ambrose Bierce (1842-1914)

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Aparición[Cuento. Texto completo.]

Guy de Maupassant

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Se hablaba de secuestros a raíz de un reciente proceso. Era al final de una velada íntima en la rue deGrenelle, en una casa antigua, y cada cual tenía su historia, una historia que afirmaba que eraverdadera.

Entonces el viejo marqués de la Tour-Samuel, de ochenta y dos años, se levantó y se apoyó en lachimenea. Dijo, con voz un tanto temblorosa:

Yo también sé algo extraño, tan extraño que ha sido la obsesión de toda mi vida. Hace ahora cincuentay seis años que me ocurrió esta aventura, y no pasa ni un mes sin que la reviva en sueños. De aquel díame ha quedado una marca, una huella de miedo, ¿entienden? Sí, sufrí un horrible temor durante diezminutos, de una forma tal que desde entonces una especie de terror constante ha quedado para siempreen mi alma. Los ruidos inesperados me hacen sobresaltar hasta lo más profundo; los objetos quedistingo mal en las sombras de la noche me producen un deseo loco de huir. Por las noches tengomiedo.

¡Oh!, nunca hubiera confesado esto antes de llegar a la edad que tengo ahora. En estos momentospuedo contarlo todo. Cuando se tienen ochenta y dos años está permitido no ser valiente ante lospeligros imaginarios. Ante los peligros verdaderos jamás he retrocedido, señoras.

Esta historia alteró de tal modo mi espíritu, me trastornó de una forma tan profunda, tan misteriosa, tanhorrible, que jamás hasta ahora la he contado. La he guardado en el fondo más íntimo de mí, en esefondo donde uno guarda los secretos penosos, los secretos vergonzosos, todas las debilidadesinconfesables que tenemos en nuestra existencia.

Les contaré la aventura tal como ocurrió, sin intentar explicarla. Por supuesto es explicable, a menosque yo haya sufrido una hora de locura. Pero no, no estuve loco, y les daré la prueba. Imaginen lo quequieran. He aquí los hechos desnudos.

Fue en 1827, en el mes de julio. Yo estaba de guarnición en Ruán.

Un día, mientras paseaba por el muelle, encontré a un hombre que creí reconocer sin recordarexactamente quién era. Hice instintivamente un movimiento para detenerme. El desconocido captó elgesto, me miró y se me echó a los brazos.

Era un amigo de juventud al que había querido mucho. Hacía cinco años que no lo veía, y desdeentonces parecía haber envejecido medio siglo. Tenía el pelo completamente blanco; y caminabaencorvado, como agotado. Comprendió mi sorpresa y me contó su vida. Una terrible desgracia lo habíadestrozado.

Se había enamorado locamente de una joven, y se había casado con ella en una especie de éxtasis defelicidad. Tras un año de una felicidad sobrehumana y de una pasión inagotada, ella había muertorepentinamente de una enfermedad cardíaca, muerta por su propio amor, sin duda.

Él había abandonado su casa de campo el mismo día del entierro, y había acudido a vivir a su casa enRuán. Ahora vivía allí, solitario y desesperado, carcomido por el dolor, tan miserable que sólo pensabaen el suicidio.

-Puesto que te he encontrado de este modo -me dijo-, me atrevo a pedirte que me hagas un granservicio: ir a buscar a mi casa de campo, al secreter de mi habitación, de nuestra habitación, unospapeles que necesito urgentemente. No puedo encargarle esta misión a un subalterno o a un empleadoporque es precisa una impenetrable discreción y un silencio absoluto. En cuanto a mí, por nada delmundo volvería a entrar en aquella casa.

»Te daré la llave de esa habitación, que yo mismo cerré al irme, y la llave de mi secreter. Además leentregarás una nota mía a mi jardinero que te abrirá la casa.

»Pero ven a desayunar conmigo mañana, y hablaremos de todo eso.

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Arthur Jermyn[Cuento. Texto completo.]

H.P. Lovecraft

I

La vida es algo espantoso; y desde el trasfondo de lo que conocemos de ella asomanindicios demoníacos que la vuelven a veces infinitamente más espantosa. La ciencia, yaopresiva en sus tremendas revelaciones, será quizá la que aniquile definitivamentenuestra especie humana -si es que somos una especie aparte-; porque su reserva deinsospechados horrores jamás podrá ser abarcada por los cerebros mortales, en caso dedesatarse en el mundo. Si supiéramos qué somos, haríamos lo que hizo Arthur Jermyn,que empapó sus ropas de petróleo y se prendió fuego una noche. Nadie guardó sus restoscarbonizados en una urna, ni le dedicó un monumento funerario, ya que aparecieronciertos documentos, y cierto objeto dentro de una caja, que han hecho que los hombresprefieran olvidar. Algunos de los que lo conocían niegan incluso que haya existidojamás.

Arthur Jermyn salió al páramo y se prendió fuego después de ver el objeto de la caja,llegado de África. Fue este objeto, y no su raro aspecto personal, lo que lo impulsó aquitarse la vida. Son muchos los que no habrían soportado la existencia, de haber tenidolos extraños rasgos de Arthur Jermyn; pero él era poeta y hombre de ciencia, y nunca leimportó su aspecto físico. Llevaba el saber en la sangre; su bisabuelo, el barón RobertJermyn, había sido un antropólogo de renombre; y su tatarabuelo, Wade Jermyn, uno delos primeros exploradores de la región del Congo, y autor de diversos estudios eruditossobre sus tribus animales, y supuestas ruinas. Efectivamente, Wade estuvo dotado de uncelo intelectual casi rayano en la manía; su extravagante teoría sobre una civilizacióncongoleña blanca le granjeó sarcásticos ataques, cuando apareció su libro, Reflexionessobre las diversas partes de África. En 1765, este intrépido explorador fue internado enun manicomio de Huntingdon.

Todos los Jermyn poseían un rasgo de locura, y la gente se alegraba de que no fueranmuchos. La estirpe carecía de ramas, y Arthur fue el último vástago. De no haber sidoasí, no se sabe qué habría podido ocurrir cuando llegó el objeto aquel. Los Jermyn jamástuvieron un aspecto completamente normal; había algo raro en ellos, aunque el caso deArthur fue el peor, y los viejos retratos de familia de la Casa Jermyn anteriores a Wademostraban rostros bastante bellos. Desde luego, la locura empezó con Wade, cuyasextravagantes historias sobre África hacían a la vez las delicias y el terror de sus nuevosamigos. Quedó reflejada en su colección de trofeos y ejemplares, muy distintos de losque un hombre normal coleccionaría y conservaría, y se manifestó de manerasorprendente en la reclusión oriental en que tuvo a su esposa. Era, decía él, hija de uncomerciante portugués al que había conocido en África, y no compartía las costumbresinglesas. Se la había traído, junto con un hijo pequeño nacido en África, al volver delsegundo y más largo de sus viajes; luego, ella lo acompañó en el tercero y último, delque no regresó. Nadie la había visto de cerca, ni siquiera los criados, debido a su

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carácter extraño y violento. Durante la breve estancia de esta mujer en la mansión de losJermyn, ocupó un ala remota y fue atendida tan sólo por su marido. Wade fue,efectivamente, muy singular en sus atenciones para con la familia; pues cuando regresóde África, no consintió que nadie atendiese a su hijo, salvo una repugnante negra deGuinea. A su regreso, después de la muerte de lady Jermyn, asumió él enteramente loscuidados del niño.

Pero fueron las palabras de Wade, sobre todo cuando se encontraba bebido, las quehicieron suponer a sus amigos que estaba loco. En una época de la razón como e! sigloXVIII, era una temeridad que un hombre de ciencia hablara de visiones insensatas ypaisajes extraños bajo la luna del Congo; de gigantescas murallas y pilares de una ciudadolvidada, en ruinas e invadida por la vegetación, y de húmedas y secretas escalinatas quedescendían interminablemente a la oscuridad de criptas abismales y catacumbasinconcebibles. Especialmente, era una temeridad hablar de forma delirante de los seresque poblaban tales lugares: criaturas mitad de la jungla, mitad de esa ciudad antigua eimpía... seres que el propio Plinio habría descrito con escepticismo, y que pudieronsurgir después de que los grandes monos invadiesen la moribunda ciudad de las murallasy los pilares, de las criptas y las misteriosas esculturas. Sin embargo, después de suúltimo viaje, Wade hablaba de esas cosas con estremecido y misterioso entusiasmo, casisiempre después de su tercer vaso en el Knight’s Head, alardeando de lo que habíadescubierto en la selva y de que había vivido entre ciertas ruinas terribles que él sóloconocía. Y al final hablaba en tales términos de los seres que allí vivían, que lointernaron en el manicomio. No manifestó gran pesar cuando lo encerraron en la celdaenrejada de Huntingdon, ya que su mente funcionaba de forma extraña. A partir de!momento en que su hijo empezó a salir de la infancia, le fue gustando cada vez menos elhogar, hasta que últimamente parecía amedrentarlo. El Knight’s Head llegó a convertirseen su domicilio habitual; y cuando lo encerraron, manifestó una vaga gratitud, como sipara él representase una protección. Tres años después, murió.

Philip, el hijo de Wade Jermyn, fue una persona extraordinariamente rara. A pesar delgran parecido físico que tenía con su padre, su aspecto y comportamiento eran enmuchos detalles tan toscos que todos acabaron por rehuirle. Aunque no heredó la locuracomo algunos temían, era bastante torpe y propenso a periódicos accesos de violencia.De estatura pequeña, poseía, sin embargo, una fuerza y una agilidad increíbles. A losdoce años de recibir su título se casó con la hija de su guardabosque, persona que, segúnse decía, era de origen gitano; pero antes de nacer su hijo, se alistó en la marina deguerra como simple marinero, lo que colmó la repugnancia general que sus costumbres ysu unión habían despertado. Al terminar la guerra de América, se corrió el rumor de queiba de marinero en un barco mercante que se dedicaba al comercio en África, habiendoganado buena reputación con sus proezas de fuerza y soltura para trepar, pero finalmentedesapareció una noche, cuando su barco se encontraba fondeado frente a la costa delCongo.

Con el hijo de Philip Jermyn, la ya reconocida peculiaridad familiar adoptó un sesgoextraño y fatal. Alto y bastante agraciado, con una especie de misteriosa gracia oriental

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pese a sus proporciones físicas un tanto singulares, Robert Jermyn inició una vida deerudito e investigador. Fue el primero en estudiar científicamente la inmensa colecciónde reliquias que su abuelo demente había traído de África, haciendo célebre el apellidoen el campo de la etnología y la exploración. En 1815, Robert se casó con la hija delséptimo vizconde de Brightholme, con cuyo matrimonio recibió la bendición de treshijos, el mayor y el menor de los cuales jamás fueron vistos públicamente a causa de susdeformidades físicas y psíquicas. Abrumado por estas desventuras, el científico serefugió en su trabajo, e hizo dos largas expediciones al interior de África. En 1849, susegundo hijo, Nevil, persona especialmente repugnante que parecía combinar el malgenio de Philip Jermyn y la hauteur de los Brightholme, se fugó con una vulgarbailarina, aunque fue perdonado a su regreso, un año después. Volvió a la mansiónJermyn, viudo, con un niño, Alfred, que sería con el tiempo padre de Arthur Jermyn.

Decían sus amigos que fue esta serie de desgracias lo que trastornó el juicio de RobertJermyn; aunque probablemente la culpa estaba tan sólo en ciertas tradiciones africanas.El maduro científico había estado recopilando leyendas de las tribus onga, próximas alterritorio explorado por su abuelo y por él mismo, con la esperanza de explicar de algunaforma las extravagantes historias de Wade sobre una ciudad perdida, habitada porextrañas criaturas. Cierta coherencia en los singulares escritos de su antepasado sugeríaque la imaginación del loco pudo haber sido estimulada por los mitos nativos. El 19 deoctubre de 1852, el explorador Samuel Seaton visitó la mansión de los Jermyn llevandoconsigo un manuscrito y notas recogidas entre los onga, convencido de que podían serde utilidad al etnólogo ciertas leyendas acerca de una ciudad gris de monos blancosgobernada por un dios blanco. Durante su conversación, debió de proporcionarle sinduda muchos detalles adicionales, cuya naturaleza jamás llegará a conocerse, dada laespantosa serie de tragedias que sobrevinieron de repente. Cuando Robert Jermyn salióde su biblioteca, dejó tras de sí el cuerpo estrangulado del explorador; y antes de queconsiguieran detenerlo, había puesto fin a la vida de sus tres hijos: los dos que no habíansido vistos jamás, y el que se había fugado. Nevil Jermyn murió defendiendo a su hijo dedos años, cosa que consiguió, y cuyo asesinato entraba también, al parecer, en las locasmaquinaciones del anciano. El propio Robert, tras repetidos intentos de suicidarse, y unaobstinada negativa a pronunciar un solo sonido articulado, murió de un ataque deapoplejía al segundo año de su reclusión.

Alfred Jermyn fue barón antes de cumplir los cuatro años, pero sus gustos jamásestuvieron a la altura de su título. A los veinte, se había unido a una banda de músicos, ya los treinta y seis había abandonado a su mujer y a su hijo para enrolarse en un circoambulante americano. Su final fue repugnante de veras. Entre los animales delespectáculo con el que viajaba, había un enorme gorila macho de color algo más claro delo normal; era un animal sorprendentemente tratable y de gran popularidad entre losartistas de la compañía. Alfred Jermyn se sentía fascinado por este gorila, y en muchasocasiones los dos se quedaban mirándose a los ojos largamente, a través de los barrotes.Finalmente, Jermyn consiguió que le permitiesen adiestrar al animal asombrando a losespectadores y a sus compañeros con sus éxitos. Una mañana, en Chicago, cuando el

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gorila y Alfred Jermyn ensayaban un combate de boxeo muy ingenioso, el primeropropinó al segundo un golpe más fuerte de lo habitual, lastimándole el cuerpo y ladignidad del domador aficionado. Los componentes de «El Mayor Espectáculo delMundo» prefieren no hablar de lo que siguió. No se esperaban el grito escalofriante einhumano que profirió Alfred, ni verlo agarrar a su torpe antagonista con ambas manos,arrojarlo con fuerza contra el suelo de la jaula, y morderlo furiosamente en la gargantapeluda. Había cogido al gorila desprevenido; pero éste no tardó en reaccionar; y antes deque el domador oficial pudiese hacer nada, el cuerpo que había pertenecido a un barónhabía quedado irreconocible.

II

Arthur Jermyn era hijo de Alfred Jerrnyn y de una cantante de music-halI de origendesconocido. Cuando el marido y padre abandonó a su familia, la madre llevó al niño ala Casa de los Jermyn, donde no quedaba nadie que se opusiera a su presencia. Nocarecía ella de idea sobre lo que debe ser la dignidad de un noble, y cuidó que su hijorecibiese la mejor educación que su limitada fortuna le podía proporcionar. Los recursosfamiliares eran ahora dolorosamente exiguos, y la Casa de !os Jermyn había caído enpenosa ruina; pero el joven Arthur amaba el viejo edificio con todo lo que contenía. Adiferencia de los Jermyn anteriores, era poeta y soñador. Algunas de las familias de lavecindad que habían oído contar historias sobre la invisible esposa portuguesa de WadeJermyn afirmaban que estas aficiones suyas revelaban su sangre latina; pero la mayoríade las personas se burlaban de su sensibilidad ante la belleza, atribuyéndola a su madrecantante, a la que no habían aceptado socialmente. La delicadeza poética de ArthurJermyn era mucho más notable si se tenía en cuenta su tosco aspecto personal. Lamayoría de los Jermyn había tenido una pinta sutilmente extraña y repelente; pero elcaso de Arthur era asombroso. Es difícil decir con precisión a qué se parecía; noobstante, su expresión, su ángulo facial, y la longitud de sus brazos producían una vivarepugnancia en quienes lo veían por primera vez.

La inteligencia y el carácter de Arthur Jermyn, sin embargo, compensaban su aspecto.Culto, y dotado de talento, alcanzó los más altos honores en Oxford y parecía destinadoa restituir la fama de intelectual a la familia. Aunque de temperamento más poético quecientífico, proyectaba continuar la obra de sus antepasados en arqueología y etnologíaafricanas, utilizando la prodigiosa aunque extraña colección de Wade. Llevado de sumentalidad imaginativa, pensaba a menudo en la civilización prehistórica en la que elexplorador loco había creído absolutamente, y tejía relato tras relato en torno a lasilenciosa ciudad de la selva mencionada en las últimas y más extravagantesanotaciones. Pues las brumosas palabras sobre una atroz y desconocida raza de híbridosde la selva le producían un extraño sentimiento, mezcla de terror y atracción, alespecular sobre el posible fundamento de semejante fantasía, y tratar de extraer algunaluz de los Jatos recogidos por su bisabuelo y Samuel Seaton entre los onga.

En 1911, después de la muerte de su madre, Arthur Jermyn decidió proseguir sus

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investigaciones hasta el final. Vendió parte de sus propiedades a fin de obtener el dineronecesario, preparó una expedición y zarpó con destino al Congo. Contrató a un grupo deguías con ayuda de las autoridades belgas, y pasó un año en las regiones de Onga yKaliri, donde descubrió muchos más datos de lo que él se esperaba. Entre los kaliri habíaun anciano jefe llamado Mwanu que poseía no sólo una gran memoria, sino un grado deinteligencia excepcional, y un gran interés por las tradiciones antiguas. Este ancianoconfirmó la historia que Jermyn había oído, añadiendo su propio relato sobre la ciudadde piedra y los monos blancos, tal como él la había oído contar.

Según Mwanu, la ciudad gris y las criaturas híbridas habían desaparecido, aniquiladaspor los belicosos n’bangus, hacía muchos años. Esta tribu, después de destruir la mayorparte de los edificios y matar a todos los seres vivientes, se había llevado a la diosadisecada que había sido el objeto de la incursión: la diosa-mono blanca a la queadoraban los extraños seres, y cuyo cuerpo atribuían las tradiciones del Congo a la quehabía reinado como princesa entre ellos. Mwanu no tenía idea del aspecto que debieronde tener aquellas criaturas blancas y simiescas; pero estaba convencido de que eran ellasquienes habían construido la ciudad en ruinas. Jermyn no pudo formarse una opiniónclara; sin embargo, después de numerosas preguntas, consiguió una pintoresca leyendasobre la diosa disecada.

La princesa-mono, se decía, se convirtió en esposa de un gran dios blanco llegado deOccidente. Durante mucho tiempo, reinaron juntos en la ciudad; pero al nacerles un hijo,se marcharon de la región. Más tarde, el dios y la princesa habían regresado; y a lamuerte de ella, su divino esposo había ordenado momificar su cuerpo, entronizándolo enuna inmensa construcción de piedra, donde fue adorado. Luego volvió a marcharse solo.La leyenda presentaba aquí tres variantes. Según una de ellas, no ocurrió nada más,salvo que la diosa disecada se convirtió en símbolo de supremacía para la tribu que laposeyera. Este era el motivo por el que los n’bangus se habían apoderado de ella. Unasegunda versión aludía al regreso del dios, y su muerte a los pies de la entronizadaesposa. En cuanto a la tercera, hablaba del retorno del hijo, ya hombre -o mono, o dios,según el caso-, aunque ignorante de su identidad. Sin duda los imaginativos negroshabían sacado el máximo partido de lo que subyacía debajo de tan extravagante leyenda,fuera lo que fuese.

Arthur Jermyn no dudó ya de la existencia de la ciudad que el viejo Wade había descrito;y no se extrañó cuando, a principios de 1912, dio con lo que quedaba de ella. Comprobóque se habían exagerado sus dimensiones, pero las piedras esparcidas probaban que nose trataba de un simple poblado negro. Por desgracia, no consiguió encontrarrepresentaciones escultóricas, y lo exiguo de la expedición impidió emprender el trabajode despejar el único pasadizo visible que parecía conducir a cierto sistema de criptas queWade mencionaba. Preguntó a todos los jefes nativos de la región acerca de los monosblancos y la diosa momificada, pero fue un europeo quien pudo ampliarle los datos quele había proporcionado el viejo Mwanu. Un agente belga de una factoría del Congo, M.Verhaeren, creía que podía no sólo localizar, sino conseguir también a la diosamomificada, de la que había oído hablar vagamente, dado que los en otro tiempo

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poderosos n’bangus eran ahora sumisos siervos del gobierno del rey Alberto, y sinmucho esfuerzo podría convencerlos para que se desprendiesen de la horrenda deidad dela que se habían apoderado. Así que, cuando Jermyn zarpó para Inglaterra, lo hizo con lagozosa esperanza de que, en espacio de unos meses, podría recibir la inestimablereliquia etnológica que confirmaría la más extravagante de las historias de su antecesor,que era la más disparatada de cuantas él había oído. Pero quizá los campesinos quevivían en la vecindad de !a Casa de los Jermyn habían oído historias más extravagantesaún a Wade, alrededor de las mesas del Knight’s Head.

Arthur Jermyn aguardó pacientemente la esperada caja de M. Verhaeren, estudiandoentretanto con creciente interés los manuscritos dejados por su loco antepasado.Empezaba a sentirse cada vez más identificado con Wade, y buscaba vestigios de su vidapersonal en Inglaterra, así como de sus hazañas africanas. Los relatos orales sobre lamisteriosa y recluida esposa eran numerosos, pero no quedaba ninguna prueba tangiblede su estancia en la Mansión Jermyn. Jermyn se preguntaba qué circunstancias pudieronpropiciar o permitir semejante desaparición, y supuso que la principal debió de ser laenajenación mental del marido. Recordaba que se decía que la madre de su tatarabuelofue hija de un comerciante portugués establecido en África. Indudablemente, el sentidopráctico heredado de su padre, y su conocimiento superficial del Continente Negro, lohabían movido a burlarse de las historias que contaba Wade sobre el interior; y eso eraalgo que un hombre como él no debió de olvidar. Ella había muerto en África, adondesin duda su marido la llevó a la fuerza, decidido a probar lo que decía. Pero cada vez queJermyn se sumía en estas reflexiones, no podía por menos de sonreír ante su futilidad,siglo y medio después de la muerte de sus extraños antecesores.

En junio de 1913 le llegó una carta de M. Verhaeren en la que le notificaba que habíaencontrado la diosa disecada. Se trataba, decía el belga, de un objeto de lo másextraordinario; un objeto imposible de clasificar para un profano. Sólo un científicopodía determinar si se trataba de un simio o de un ser humano; y aun así, su clasificaciónsería muy difícil dado su estado de deterioro. El tiempo y el clima del Congo no sonfavorables para las momias; especialmente cuando consisten en preparaciones deaficionados, como parecía ocurrir en este caso. Alrededor del cuello de la criatura sehabía encontrado una cadena de oro que sostenía un relicario vacío con adornosnobiliarios; sin duda, recuerdo de algún infortunado viajero, a quien debieron dearrebatárselo los n’bangus para colgárselo a la diosa en el cuello, a modo de talismán.Comentando las facciones de la diosa, M. Verhaeren hacía una fantástica comparación; omás bien aludía con humor a lo mucho que iba a sorprenderle a su corresponsal; peroestaba demasiado interesado científicamente para extenderse en trivialidades. La diosamomificada, anunciaba, llegaría debidamente embalada, un mes después de la carta.

El envío fue recibido en Casa de los Jermyn la tarde del 3 de agosto de 1913, siendotrasladado inmediatamente a la gran sala que alojaba la colección de ejemplaresafricanos, tal como fueran ordenados por Robert y Arthur. Lo que sucedió acontinuación puede deducirse de lo que contaron los criados, y de los objetos ydocumentos examinados después. De las diversas versiones, la del mayordomo de la

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familia, el anciano Soames, es la más amplia y coherente. Según este fiel servidor,Arthur ordenó que se retirase todo el mundo de la habitación, antes de abrir la caja;aunque el inmediato ruido del martillo y el escoplo indicó que no había decidido aplazarla tarea. Durante un rato no se escuchó nada más; Soames no podía precisar cuántotiempo; pero menos de un cuarto de hora después, desde luego, oyó un horrible alarido,cuya voz pertenecía inequívocamente a Jermyn. Acto seguido, salió Jermyn de laestancia y echó a correr como un loco en dirección a la entrada, como perseguido poralgún espantoso enemigo. La expresión de su rostro -un rostro bastante horrible ya depor sí- era indescriptible. Al llegar a la puerta, pareció ocurrírsele una idea; dio mediavuelta, echó a correr y desapareció finalmente por la escalera del sótano. Los criados sequedaron en lo alto mirando estupefactos; pero el señor no regresó. Les llegó, eso sí, unolor a petróleo. Ya de noche oyeron el ruido de la puerta que comunicaba el sótano conel patio; y el mozo de cuadra vio salir furtivamente a Arthur Jermyn, todo reluciente depetróleo, y desaparecer hacia el negro páramo que rodeaba la casa. Luego, en unaexaltación de supremo horror, presenciaron todos el final. Surgió una chispa en elpáramo, se elevó una llama, y una columna de fuego humano alcanzó los cielos. Laestirpe de los Jermyn había dejado de existir.

La razón por la que no se recogieron los restos carbonizados de Arthur Jermyn paraenterrarlos está en lo que encontraron después; sobre todo, en el objeto de la caja. Ladiosa disecada constituía una visión nauseabunda, arrugada y consumida; pero eraclaramente un mono blanco momificado, de especie desconocida, menos peludo queninguna de las variedades registradas e infinitamente más próximo al ser humano...asombrosamente próximo. Su descripción detallada resultaría sumamente desagradable;pero hay dos detalles que merecen mencionarse, ya que encajan espantosamente conciertas notas de Wade Jermyn sobre las expediciones africanas, y con 1as leyendascongoleñas sobre el dios blanco y la princesa-mono. Los dos detalles en cuestión sonestos: las armas nobiliarias del relicario de oro que dicha criatura llevaba en el cuelloeran las de los Jermyn, y la jocosa alusión de M. Verhaeren a cierto parecido que lerecordaba el apergaminado rostro, se ajustaba con vívido, espantoso e intenso horror,nada menos que al del sensible Arthur Jermyn, hijo del tataranieto de Wade Jermyn y desu desconocida esposa. Los miembros del Real Instituto de Antropología quemaronaquel ser, arrojaron el relicario a un pozo, y algunos de ellos niegan que Arthur Jermynhaya existido jamás.

FIN

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Berenice[Cuento. Texto completo.]

Edgar Allan Poe

Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem,curas meas aliquantulum fore levatas.

-Ebn Zaiat

La desdicha es diversa. La desgracia cunde multiforme sobre la tierra. Desplegada sobreel ancho horizonte como el arco iris, sus colores son tan variados como los de éste ytambién tan distintos y tan íntimamente unidos. ¡Desplegada sobre el ancho horizontecomo el arco iris! ¿Cómo es que de la belleza he derivado un tipo de fealdad; de laalianza y la paz, un símil del dolor? Pero así como en la ética el mal es una consecuenciadel bien, así, en realidad, de la alegría nace la pena. O la memoria de la pasada beatitudes la angustia de hoy, o las agonías que son se originan en los éxtasis que pudieron habersido.

Mi nombre de pila es Egaeus; no mencionaré mi apellido. Sin embargo, no hay en mipaís torres más venerables que mi melancólica y gris heredad. Nuestro linaje ha sidollamado raza de visionarios, y en muchos detalles sorprendentes, en el carácter de lamansión familiar en los frescos del salón principal, en las colgaduras de los dormitorios,en los relieves de algunos pilares de la sala de armas, pero especialmente en la galería decuadros antiguos, en el estilo de la biblioteca y, por último, en la peculiarísimanaturaleza de sus libros, hay elementos más que suficientes para justificar esta creencia.

Los recuerdos de mis primeros años se relacionan con este aposento y con susvolúmenes, de los cuales no volveré a hablar. Allí murió mi madre. Allí nací yo. Pero essimplemente ocioso decir que no había vivido antes, que el alma no tiene una existenciaprevia. ¿Lo negáis? No discutiremos el punto. Yo estoy convencido, pero no trato deconvencer. Hay, sin embargo, un recuerdo de formas aéreas, de ojos espirituales yexpresivos, de sonidos musicales, aunque tristes, un recuerdo que no será excluido, unamemoria como una sombra, vaga, variable, indefinida, insegura, y como una sombratambién en la imposibilidad de librarme de ella mientras brille el sol de mi razón.

En ese aposento nací. Al despertar de improviso de la larga noche de eso que parecía, sinserlo, la no-existencia, a regiones de hadas, a un palacio de imaginación, a los extrañosdominios del pensamiento y la erudición monásticos, no es raro que mirara a mialrededor con ojos asombrados y ardientes, que malgastara mi infancia entre libros ydisipara mi juventud en ensoñaciones; pero sí es raro que transcurrieran los años y elcenit de la virilidad me encontrara aún en la mansión de mis padres; sí, es asombrosa laparalización que subyugó las fuentes de mi vida, asombrosa la inversión total que seprodujo en el carácter de mis pensamientos más comunes. Las realidades terrenales meafectaban como visiones, y sólo como visiones, mientras las extrañas ideas del mundode los sueños se tornaron, en cambio, no en pasto de mi existencia cotidiana, sino

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realmente en mi sola y entera existencia.

Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la heredad paterna. Pero crecimos dedistinta manera: yo, enfermizo, envuelto en melancolía; ella, ágil, graciosa, desbordantede fuerzas; suyos eran los paseos por la colina; míos, los estudios del claustro; yo,viviendo encerrado en mí mismo y entregado en cuerpo y alma a la intensa y penosameditación; ella, vagando despreocupadamente por la vida, sin pensar en las sombras delcamino o en la huida silenciosa de las horas de alas negras. ¡Berenice! Invoco sunombre... ¡Berenice! Y de las grises ruinas de la memoria mil tumultuosos recuerdos seconmueven a este sonido. ¡Ah, vívida acude ahora su imagen ante mí, como en losprimeros días de su alegría y de su dicha! ¡Ah, espléndida y, sin embargo, fantásticabelleza! ¡Oh sílfide entre los arbustos de Arnheim! ¡Oh náyade entre sus fuentes! Yentonces, entonces todo es misterio y terror, y una historia que no debe ser relatada. Laenfermedad -una enfermedad fatal- cayó sobre ella como el simún, y mientras yo laobservaba, el espíritu de la transformación la arrasó, penetrando en su mente, en sushábitos y en su carácter, y de la manera más sutil y terrible llegó a perturbar suidentidad. ¡Ay! El destructor iba y venía, y la víctima, ¿dónde estaba? Yo no la conocíao, por lo menos, ya no la reconocía como Berenice.

Entre la numerosa serie de enfermedades provocadas por la primera y fatal, queocasionó una revolución tan horrible en el ser moral y físico de mi prima, debemencionarse como la más afligente y obstinada una especie de epilepsia que terminabano rara vez en catalepsia, estado muy semejante a la disolución efectiva y de la cual sumanera de recobrarse era, en muchos casos, brusca y repentina. Entretanto, mi propiaenfermedad -pues me han dicho que no debo darle otro nombre-, mi propia enfermedad,digo, crecía rápidamente, asumiendo, por último, un carácter monomaniaco de unaespecie nueva y extraordinaria, que ganaba cada vez más vigor y, al fin, obtuvo sobre míun incomprensible ascendiente. Esta monomanía, si así debo llamarla, consistía en unairritabilidad morbosa de esas propiedades de la mente que la ciencia psicológica designacon la palabra atención. Es más que probable que no se me entienda; pero temo, enverdad, que no haya manera posible de proporcionar a la inteligencia del lector corrienteuna idea adecuada de esa nerviosa intensidad del interés con que en mi caso lasfacultades de meditación (por no emplear términos técnicos) actuaban y se sumían en lacontemplación de los objetos del universo, aun de los más comunes.

Reflexionar largas horas, infatigable, con la atención clavada en alguna nota trivial, almargen de un libro o en su tipografía; pasar la mayor parte de un día de verano absortoen una sombra extraña que caía oblicuamente sobre el tapiz o sobre la puerta; perdermedurante toda una noche en la observación de la tranquila llama de una lámpara o losrescoldos del fuego; soñar días enteros con el perfume de una flor; repetirmonótonamente alguna palabra común hasta que el sonido, por obra de la frecuenterepetición, dejaba de suscitar idea alguna en la mente; perder todo sentido demovimiento o de existencia física gracias a una absoluta y obstinada quietud, largotiempo prolongada; tales eran algunas de las extravagancias más comunes y menosperniciosas provocadas por un estado de las facultades mentales, no único, por cierto,

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pero sí capaz de desafiar todo análisis o explicación.

Mas no se me entienda mal. La excesiva, intensa y mórbida atención así excitada porobjetos triviales en sí mismos no debe confundirse con la tendencia a la meditación,común a todos los hombres, y que se da especialmente en las personas de imaginaciónardiente. Tampoco era, como pudo suponerse al principio, un estado agudo o unaexageración de esa tendencia, sino primaria y esencialmente distinta, diferente. En uncaso, el soñador o el fanático, interesado en un objeto habitualmente no trivial, lo pierdede vista poco a poco en una multitud de deducciones y sugerencias que de él proceden,hasta que, al final de un ensueño colmado a menudo de voluptuosidad, el incitamentumoprimera causa de sus meditaciones desaparece en un completo olvido. En mi caso, elobjeto primario era invariablemente trivial, aunque asumiera, a través del intermedio demi visión perturbada, una importancia refleja, irreal. Pocas deducciones, si es queaparecía alguna, surgían, y esas pocas retornaban tercamente al objeto original como asu centro. Las meditaciones nunca eran placenteras, y al cabo del ensueño, la primeracausa, lejos de estar fuera de vista, había alcanzado ese interés sobrenaturalmenteexagerado que constituía el rasgo dominante del mal. En una palabra: las facultadesmentales más ejercidas en mi caso eran, como ya lo he dicho, las de la atención,mientras en el soñador son las de la especulación.

Mis libros, en esa época, si no servían en realidad para irritar el trastorno, participabanampliamente, como se comprenderá, por su naturaleza imaginativa e inconexa, de lascaracterísticas peculiares del trastorno mismo. Puedo recordar, entre otros, el tratado delnoble italiano Coelius Secundus Curio De Amplitudine Beati Regni dei, la gran obra deSan Agustín La ciudad de Dios, y la de Tertuliano, De Carne Christi, cuya paradójicasentencia: Mortuus est Dei filius; credibili est quia ineptum est: et sepultus resurrexit;certum est quia impossibili est, ocupó mi tiempo íntegro durante muchas semanas delaboriosa e inútil investigación.

Se verá, pues, que, arrancada de su equilibrio sólo por cosas triviales, mi razón semejabaa ese risco marino del cual habla Ptolomeo Hefestión, que resistía firme los ataques de laviolencia humana y la feroz furia de las aguas y los vientos, pero temblaba al contactode la flor llamada asfódelo. Y aunque para un observador descuidado pueda parecerfuera de duda que la alteración producida en la condición moral de Berenice por sudesventurada enfermedad me brindaría muchos objetos para el ejercicio de esa intensa yanormal meditación, cuya naturaleza me ha costado cierto trabajo explicar, en modoalguno era éste el caso. En los intervalos lúcidos de mi mal, su calamidad me daba pena,y, muy conmovido por la ruina total de su hermosa y dulce vida, no dejaba de meditarcon frecuencia, amargamente, en los prodigiosos medios por los cuales había llegado aproducirse una revolución tan súbita y extraña. Pero estas reflexiones no participaban dela idiosincrasia de mi enfermedad, y eran semejantes a las que, en similarescircunstancias, podían presentarse en el común de los hombres. Fiel a su propio carácter,mi trastorno se gozaba en los cambios menos importantes, pero más llamativos,operados en la constitución física de Berenice, en la singular y espantosa distorsión desu identidad personal.

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En los días más brillantes de su belleza incomparable, seguramente no la amé. En laextraña anomalía de mi existencia, los sentimientos en mí nunca venían del corazón, ylas pasiones siempre venían de la inteligencia. A través del alba gris, en las sombrasentrelazadas del bosque a mediodía y en el silencio de mi biblioteca por la noche, suimagen había flotado ante mis ojos y yo la había visto, no como una Berenice viva,palpitante, sino como la Berenice de un sueño; no como una moradora de la tierra,terrenal, sino como su abstracción; no como una cosa para admirar, sino para analizar;no como un objeto de amor, sino como el tema de una especulación tan abstrusa cuantoinconexa. Y ahora, ahora temblaba en su presencia y palidecía cuando se acercaba; sinembargo, lamentando amargamente su decadencia y su ruina, recordé que me habíaamado largo tiempo, y, en un mal momento, le hablé de matrimonio.

Y al fin se acercaba la fecha de nuestras nupcias cuando, una tarde de invierno -en unode estos días intempestivamente cálidos, serenos y brumosos que son la nodriza de lahermosa Alción-, me senté, creyéndome solo, en el gabinete interior de la biblioteca.Pero alzando los ojos vi, ante mí, a Berenice.

¿Fue mi imaginación excitada, la influencia de la atmósfera brumosa, la luz incierta,crepuscular del aposento, o los grises vestidos que envolvían su figura, los que le dieronun contorno tan vacilante e indefinido? No sabría decirlo. No profirió una palabra y yopor nada del mundo hubiera sido capaz de pronunciar una sílaba. Un escalofrío heladorecorrió mi cuerpo; me oprimió una sensación de intolerable ansiedad; una curiosidaddevoradora invadió mi alma y, reclinándome en el asiento, permanecí un instante sinrespirar, inmóvil, con los ojos clavados en su persona. ¡Ay! Su delgadez era excesiva, yni un vestigio del ser primitivo asomaba en una sola línea del contorno. Mis ardorosasmiradas cayeron, por fin, en su rostro.

La frente era alta, muy pálida, singularmente plácida; y el que en un tiempo fueracabello de azabache caía parcialmente sobre ella sombreando las hundidas sienes coninnumerables rizos, ahora de un rubio reluciente, que por su matiz fantásticodiscordaban por completo con la melancolía dominante de su rostro. Sus ojos no teníanvida ni brillo y parecían sin pupilas, y esquivé involuntariamente su mirada vidriosa paracontemplar los labios, finos y contraídos. Se entreabrieron, y en una sonrisa de expresiónpeculiar los dientes de la cambiada Berenice se revelaron lentamente a mis ojos. ¡Ojalánunca los hubiera visto o, después de verlos, hubiese muerto!

El golpe de una puerta al cerrarse me distrajo y, alzando la vista, vi que mi prima habíasalido del aposento. Pero del desordenado aposento de mi mente, ¡ay!, no había salido nise apartaría el blanco y horrible espectro de los dientes. Ni un punto en su superficie, niuna sombra en el esmalte, ni una melladura en el borde hubo en esa pasajera sonrisa queno se grabara a fuego en mi memoria. Los vi entonces con más claridad que unmomento antes. ¡Los dientes! ¡Los dientes! Estaban aquí y allí y en todas partes, visiblesy palpables, ante mí; largos, estrechos, blanquísimos, con los pálidos labioscontrayéndose a su alrededor, como en el momento mismo en que habían empezado adistenderse. Entonces sobrevino toda la furia de mi monomanía y luché en vano contra

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su extraña e irresistible influencia. Entre los múltiples objetos del mundo exterior notenía pensamientos sino para los dientes. Los ansiaba con un deseo frenético. Todos losotros asuntos y todos los diferentes intereses se absorbieron en una sola contemplación.Ellos, ellos eran los únicos presentes a mi mirada mental, y en su insustituibleindividualidad llegaron a ser la esencia de mi vida intelectual. Los observé a todas lasluces. Les hice adoptar todas las actitudes. Examiné sus características. Estudié suspeculiaridades. Medité sobre su conformación. Reflexioné sobre el cambio de sunaturaleza. Me estremecía al asignarles en imaginación un poder sensible y consciente, yaun, sin la ayuda de los labios, una capacidad de expresión moral. Se ha dicho bien demademoiselle Sallé que tous ses pas étaient des sentiments, y de Berenice yo creía conla mayor seriedad que toutes ses dents étaient des idées. Des idées! ¡Ah, éste fue elinsensato pensamiento que me destruyó! Des idées! ¡Ah, por eso era que los codiciabatan locamente! Sentí que sólo su posesión podía devolverme la paz, restituyéndome a larazón.

Y la tarde cayó sobre mí, y vino la oscuridad, duró y se fue, y amaneció el nuevo día, ylas brumas de una segunda noche se acumularon y yo seguía inmóvil, sentado en aquelaposento solitario; y seguí sumido en la meditación, y el fantasma de los dientesmantenía su terrible ascendiente como si, con la claridad más viva y más espantosa,flotara entre las cambiantes luces y sombras del recinto. Al fin, irrumpió en mis sueñosun grito como de horror y consternación, y luego, tras una pausa, el sonido de turbadasvoces, mezcladas con sordos lamentos de dolor y pena. Me levanté de mi asiento y,abriendo de par en par una de las puertas de la biblioteca, vi en la antecámara a unacriada deshecha en lágrimas, quien me dijo que Berenice ya no existía. Había tenido unacceso de epilepsia por la mañana temprano, y ahora, al caer la noche, la tumba estabadispuesta para su ocupante y terminados los preparativos del entierro.

Me encontré sentado en la biblioteca y de nuevo solo. Me parecía que acababa dedespertar de un sueño confuso y excitante. Sabía que era medianoche y que desde lapuesta del sol Berenice estaba enterrada. Pero del melancólico periodo intermedio notenía conocimiento real o, por lo menos, definido. Sin embargo, su recuerdo estabarepleto de horror, horror más horrible por lo vago, terror más terrible por su ambigüedad.Era una página atroz en la historia de mi existencia, escrita toda con recuerdos oscuros,espantosos, ininteligibles. Luché por descifrarlos, pero en vano, mientras una y otra vez,como el espíritu de un sonido ausente, un agudo y penetrante grito de mujer parecíasonar en mis oídos. Yo había hecho algo. ¿Qué era? Me lo pregunté a mí mismo en vozalta, y los susurrantes ecos del aposento me respondieron: ¿Qué era?

En la mesa, a mi lado, ardía una lámpara, y había junto a ella una cajita. No tenía nadade notable, y la había visto a menudo, pues era propiedad del médico de la familia. Pero,¿cómo había llegado allí, a mi mesa, y por qué me estremecí al mirarla? Eran cosas queno merecían ser tenidas en cuenta, y mis ojos cayeron, al fin, en las abiertas páginas deun libro y en una frase subrayaba: Dicebant mihi sodales si sepulchrum amicaevisitarem, curas meas aliquantulum fore levatas. ¿Por qué, pues, al leerlas se meerizaron los cabellos y la sangre se congeló en mis venas?

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Entonces sonó un ligero golpe en la puerta de la biblioteca; pálido como un habitante dela tumba, entró un criado de puntillas. Había en sus ojos un violento terror y me hablócon voz trémula, ronca, ahogada. ¿Qué dijo? Oí algunas frases entrecortadas. Hablaba deun salvaje grito que había turbado el silencio de la noche, de la servidumbre reunida parabuscar el origen del sonido, y su voz cobró un tono espeluznante, nítido, cuando mehabló, susurrando, de una tumba violada, de un cadáver desfigurado, sin mortaja y queaún respiraba, aún palpitaba, aún vivía.

Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro, de sangre coagulada. No dije nada; metomó suavemente la mano: tenía manchas de uñas humanas. Dirigió mi atención a unobjeto que había contra la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con unalarido salté hasta la mesa y me apoderé de la caja. Pero no pude abrirla, y en mi temblorse me deslizó de la mano, y cayó pesadamente, y se hizo añicos; y de entre ellos,entrechocándose, rodaron algunos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treintay dos objetos pequeños, blancos, marfilinos, que se desparramaron por el piso.

FIN

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CABALGANDO LA BALA

STEPHEN KING

- PRIMERA PARTE -

No he contado antes esta historia, y nunca pensé que lo haría –no exactamenteporque tuviera miedo a no ser creído, sino porque sentía vergüenza… y porquela historia era mía. Siempre he creído que al contarla, me devaluaría tanto a mícomo a la historia en sí misma, la haría pequeña y más mundana, no muchomejor que una historia amateur de fantasmas contada antes de apagar lasluces. Creo que también tenía miedo de que si la contaba, escucharla en misoídos me haría dejar de creerla a mí también. Pero desde que murió mi madreno he podido dormir muy bien. Permanezco en un ligero sopor y despierto degolpe otra vez, totalmente lúcido y temblando. Dejar la lamparilla de nocheencendida funciona, pero no tanto como podrías pensarlo. Hay muchas mássombras en la noche, lo has notado? Aún con luz hay tantas sombras. Laslargas pueden ser sombras de cualquier cosa que se te ocurra.

Cualquier cosa.

Yo era un muchacho en la Universidad de Maine cuando la Sra. McCurdy llamópara contarme sobre mami. Mi padre murió cuando yo era aún muy joven pararecordarlo y fui hijo único, así que solo éramos Alan y Jean Parker contra elmundo. La señora McCurdy, quien vivía calle arriba, llamó al apartamento queyo compartía con otros tres muchachos. Había conseguido el número telefónicode la pizarra-magneto recordatorio que má tenía adherida en la nevera.

"Fue un infarto", dijo ella con ese acento Yankee largo y cansado suyo. "Ocurrióen el restaurante, pero no seas tan imprudente de volar hasta acá. El doctordice que no ’stá muy grave. Está despierta y ‘abla".

"Si, pero es coherente?" Pregunté. Intentaba sonar calmado, inclusosorprendido, pero mi corazón latía rápidamente y repentinamente la sala deestar se tornó muy cálida. Tenía el apartamento para mí solo, era miércoles ymis dos compañeros tenían clases todo el día.

"Oh, si. Lo primero que me dijo fue que te llamase pero que no te asustara. Muyconsiderado de su parte, no lo crees?"

"Si". Pero desde luego estaba asustado. Cuando alguien llama y te dice que tumadre ha sido llevada del trabajo al hospital en ambulancia, cómo se suponeque debes sentirte?

"Dijo que permanecieras allá y te ocuparas del colegio hasta el fin de semana. Ydijo que podrías venir entonces si no tenías demasiado que-studiar".

Seguro, pensé. Sarcástico. Me quedaré aquí en este mugriento apartamentopestilente a cerveza mientras mi madre está tendida en una cama de hospital a

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casi 170 kilómetros al sur muriendo.

"Tu má es todavía una mujer joven," Dijo la Sra. McCurdy. "Es solo que se hadejado engordar tremendamente estos años, y tiene la hipertensión. Además delos cigarrillos. Tendrá que dejar los cigarrillos".

Yo dudaba que lo hiciera, con infarto o sin él, y sobre eso tenía razón –mimadre amaba sus cigarrillos. Agradecí a la Sra. McCurdy por haber llamado.

"Fue lo primero que hice al llegar a casa", dijo. "Y…cuándo piensas venir, Alan,el sabadito?" Había un ligero tono en su voz que sugería que lo adivinaba.

Mire por la ventana la perfecta tarde de Octubre. El brillante cielo azul de NewEngland sobre los árboles que se mecían sobre sus amarillas hojas en MillStreet. Entonces eche un vistazo al reloj. Las tres y veinte. Estaba por salirhacia mi seminario de filosofía de las cuatro en punto cuando sonó el teléfono.

"Bromea?" Pregunté. "Estaré ahí esta noche."

Su risa era seca y algo sofocada al final –La Sra. McCurdy era excelente parahablar sobre quién debía dejar el tabaco, ella y sus Winston. "Buen chico! Irásdirecto al hospital y después conducirás hasta la casa, cierto?

"Eso creo, si" Dije. No tenía sentido decirle a la Sra. McCurdy que había algúnfallo en la transmisión de mi viejo auto, y que no iría a ningún otro lugar que alsendero del futuro predecible.

Haría autostop hasta Lewiston, y después hasta nuestra pequeña casa enHarlow si aún no era muy tarde. Si lo fuese, haría una siestecilla en algún sofádel hospital. No sería la primera vez que mi pulgar me llevase fuera de laescuela. O dormiría sentado con mi cabeza sobre una maquina de Coca-Cola,según el caso.

"Me aseguraré que la llave se encuentre bajo la carretilla," dijo ella. "Sabes a loque me refiero, verdad?"

"Claro." Mi madre conservaba una vieja carretilla junto a la puerta del cobertizotrasero que se llenaba de flores en el verano. Pensar en ello, por alguna razónhizo que las noticias de casa que la Sra McCurdy me diera me golpeasen comoun hecho auténtico: mi madre estaba en el hospital, la pequeña casa en Harlowdonde crecí estaría oscura esta noche –no habría quién encendiera las lucesdespués del ocaso. La Sra. McCurdy podía decir que mi madre era joven pero,cuando se tienen veintiún años, cuarenta y ocho suenan a ancianidad.

"Ten cuidado, Alan. No conduzcas deprisa".

Mi velocidad, desde luego, dependería de quienquiera que me llevase y,personalmente esperaba que quien fuese condujera como el diablo. En cuantoa mí correspondía, no llegaría al Central Main Medical Center losuficientemente rápido. Aún así, no tenia sentido preocupar a la Sra. McCurdy.

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"No lo haré, gracias".

"Por nada," dijo ella. "Tu má estará bien, y vaya si estará feliz de verte."

Colgué el teléfono y garabateé una nota diciendo lo que había ocurrido y haciadónde me dirigía. Le pedí a Hector Passmore, el más responsable de miscolegas, que llamara a mi asesor y le pidiera que informara a mis instructores loque pasaba para que no me fastidiaran por ausencias –Dos o tres de misprofesores eran verdaderamente intolerantes a ese respecto. Despuésempaque un cambio de ropa en mi mochila, añadí mi copia de Introducción a lafilosofía que había marcado doblando el borde de una hoja y me dirigí a lasalida. Abandoné el curso la siguiente semana, aunque me estaba yendobastante bien. Mi forma de ver el mundo cambió esa noche, cambió bastante ynada en mi libro de filosofía parecía ajustarse a dichos cambios. Llegué acomprender que hay cosas debajo, tú sabes – debajo- y ningún libro puedeexplicar lo que son. Yo creo que a veces es mejor olvidar lo que son esascosas. Si puedes, claro está.

Hay 193. kilómetros de la Universidad de Maine en Orono hasta Lewiston en elcondado de Androscoggin, y la forma más rápida de llegar ahí es por la ruta I-95. El camino de peaje no es un muy buen lugar para hacer autostop, puestoque la policía estatal está dispuesta a echar a cualquiera se baje por ahí –incluso si solo te encuentras de pie sobre la rampa, aún así te echan –y si elmismo policía te pesca dos veces, puede incluso darte una multa. Asi que toméla Ruta 68, que enfila al sudoeste de Bangor. Es un camino bastante transitadoy si no luces como un completo psicótico, usualmente te las arreglas bien. Lospolis también te dejan en paz, la mayor parte del trayecto.

El primer tramo me llevó un adusto vendedor de seguros y me llevo hastaNewport. Permanecí de pie en la intersección de la Ruta 68 y la Ruta 2 por casiveinte minutos, y entonces conseguí que me llevase un caballero algo mayorque iba en camino a Bowdoinham. Constantemente se tocaba la entrepiernamientras manejaba. Como si intentara atrapar algo que anduviese correteandopor ahí.

"Mi mujer sienpre me dijo que ‘stuviera preparado y guardase un cuchillo en laespalda si pretendía llevar a un autostopista," dijo "pero cuando veo a un tipojoven parado a un la’o del caminio, yo sienpre recuerdo mis días de juventud.Mi pulgar me llevo bastante lejos y yo también hice autostop. Cabalgué loscaminios también, y mira esto, ella muerta hace cuatro años y yo vivito ycoleando, conduciendo el mismo y viejo Dodge. La echo tierriblemente demenos". Se volvió a tocar la entrepierna

"Hacia dónde te diriges, hijo?"

Le conté a dónde iba y por qué.

"Eso es tierrible," dijo él. "Tu má! Lo siento mucho!".

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Su comprensión era tan fuerte y espontánea que logró que sintiera un escozoren las comisuras de los ojos. Parpadeé para ahuyentar las lágrimas. Lo últimoen el mundo que se me antojaba era soltarme a llorar en el auto de este viejo,el cual cascabeleaba y se bamboleaba, además de que lo impregnaba un fuerteolor a orín.

"La Sra. McCurdy –la dama que me telefoneó –dijo que no era muy grave. Mimadre es aún joven, solamente cuarenta y ocho años".

"Aún así, es un infarto!" El hombre parecía verdaderamente consternado.Manoseó la entrepierna de sus pantalones verdes una vez más, tirando de ellacon una mano de enormes proporciones que asemejaba una garra.

"Un infarto sienpre’s serio! Hijo, te llevaría yo mismo al CMMC –te dejaría justoante la puerta principal –si no hubiese prometido a mi hermano Ralph que lollevaría al sanatorio particular de Gates. Su esposa se encuentra ahí, tiene esaenfermedad del olvido, no me puedo acordar cómo demonios se llama,Anderson’s o Alvarez o algo por el estilo -"

"Alzheimer’s," dije yo.

"Ajá, tal vez la haya pillado yo también. Diablos, estoy tentado a llevarte decualquier forma."

"No es necesario que lo haga," Dije. "Puedo conseguir fácilmente quien melleve desde Gates"

"Aún así," dijo. "Tu madre! Un infarto! Solamente cuarenta y ocho años!" Volvióa manosear su entrepierna.

"Jodido calzoncillo!" chilló, y después rió –el sonido era tanto estridente comosorprendido. "Jodida ruptura! Si logras subsistir hijo, todo tu mundo comienza adesmoronarse. Al final, Dios te patea el culo, déjame decirte. Pero eres un buenchico al dejarlo todo e ir a por tu madre como lo ‘stás haciendo."

"Es una buena madre," Dije, y una vez más sentí el escozor de las lágrimas.Nunca sentí demasiada nostalgia por casa cuando me mudé al colegio –solo unpoco la primer semana, eso fue todo –pero, sentí nostalgia entonces. Soloéramos ella y yo sin ningún otro familiar cercano. No podía imaginarme la vidasin ella. La Sra. McCurdy había dicho que no era muy grave, un infarto si, perono muy grave. Más valía que la condenada vieja no mintiera, pensé, más levalía.

Continuamos en silencio durante un rato. No era todo lo rápido que yo deseaba–el viejo mantenía una velocidad constante de 72 hms./hr. y a veces sedesviaba sobre la línea blanca hacia el carril contrario- pero era un tramo largo,y no podía pedirse más. La Carretera 68 se desenrolló ante nosotros, doblandosu curso a través de kilómetros de bosque y salpicada de pequeños pueblosque comenzaban y terminaban en un parpadeo, cada uno con su propio bar, y

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su propia estación de servicio. New Sharon, Ophelia, West Ophelia, Ganistan(que alguna vez fue Afganistán, aunque parezca increíble), Mechanic Falls,Castle View, Castle Rock. El azul brillante del cielo se desvanecía a medida queel día terminaba, el viejo encendió primero sus indicadores de posición ydespués los indicadores laterales y finalmente las luces frontales. Habíaencendido las luces largas pero no parecía haberlo notado, incluso cuando losautos que venían en sentido opuesto le mostraban sus propias luces largas.

"Mi cuñada no puede ni recordar su propio nombre," Dijo él. "No sabe ni decir nisí, ni no, ni tal vez. Eso es lo que hace contigo la enfermedad de Anderson, hijo.Tiene algo en sus ojos… que parece decir ‘sáquenme de aquí’ … o lo diría, sipudiera recordar las palabras. Sabes a lo que me refiero?"

"Si," Repliqué. Inspiré profundamente y me pregunté si el olor a orinespertenecía al viejo o tal vez tuviera un perro que lo acompañase en ocasiones.Me pregunté si le ofendería que bajase un poco la ventanilla. Finalmente lohice. Él pareció no darse cuenta como tampoco parecía percatarse de lasprotestas de los autos que venían en sentido opuesto.

Alrededor de las siete, flanqueamos una colina en West Gates y mi conductorchilló. "Mírala hijo! La luna! No es maravillosa?"

"En verdad era maravillosa –una enorme bola anaranjada elevándose sobre elhorizonte. Y sin embargo, pensé que había algo terrible en ella. Parecía tantopreñada como infectada. Al mirar a la creciente luna de pronto me acometió unpensamiento horrible. Que pasaría si llegaba al hospital y mamá no mereconocía? Que tal si su memoria se había esfumado, completamente, cero, yno pudiera ni decir ni sí, ni no, ni tal vez? Que tal si el doctor me decía quenecesitaba de alguien que la cuidase por el resto de sus días? Ese alguientendría que ser yo, desde luego, no había nadie más. Adiós colegio. Que hay deeso amigos y vecinos?

"Pídele un deseo niñio!" Espetó el viejo. En su excitación, su voz se tornó másaguda y desagradable –era como si fragmentos de vidrio te chasqueasen en losoídos. Le dio a su entrepierna un fuerte apretón. Algo ahí dentro emitió unchasquido. No me cabía en la cabeza cómo podías oprimirte la entrepierna tanfuerte sin agarrarte las bolas desde la raíz, con calzoncillo o sin él. "El deseoque le pidas a la luna canpestre sienpre se realiza, eso es lo que mi padredecía."

Pedí que mi madre me reconociese cuando entrara a su habitación, que susojos se iluminaran y que dijese mi nombre. Pedí el deseo e inmediatamentedeseé no haber deseado, pensé que ningún deseo hecho a una enfermiza luzanaranjada pudiera traer nada bueno.

"Ah, hijo! Exclamó el viejo. "Desearía que mi mujer estuviera aquí! Le pediría derodillas perdón por todas las sandeces e insultos que le dije!"

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Veinte minutos más tarde, con la última luz del día aún en el aire y la luna aúndespuntando en el cielo llegamos a Gates Falls. Hay un semáforo intermitenteamarillo en la intersección de la Ruta 68 y Pleasant Street. Justo antes de llegara ella, el viejo viró abruptamente hacia el arroyo lateral y provocando que larueda delantera derecha se golpeara contra el bordillo del camino y despuésretrocediera, haciendo castañetear mis dientes. El viejo me miró entonces conuna mirada entre salvaje y desafiante –todo en él era salvaje, y aunque no lohabía notado en un principio, todo en ese hombre daba la impresión de vidriosrotos. Y todo cuanto decía parecía ser una exclamación.

"Te llevaré hasta ahí! Lo haré siseñor! Qué importa Ralph! Al demonio con él! Túsolo pídelo".

Quería llegar pronto con mamá, pero la idea de otros 32 kilómetros con ese olora meados en el aire y los autos protestando por las luces largas no era muyagradable. Tampoco era agradable la imagen del tipo conduciendo en eses einvadiendo el carril contrario de Lisbon Street.

Pero sobre todo era por él. No podría soportar otros 32 kilómetros de rasquiñade entrepierna ni de esa voz de vidrio roto.

"Hey, no," Dije, "No hay problema. Siga su camino y ocúpese de su hermano."Abrí la puerta del copiloto y lo que temía ocurrió –se inclinó y tomó mi brazo consu torcida y larga mano de anciano. Era la misma mano con la que se habíamanoseado la entrepierna.

"Tú solo pídelo!" Me respondió. Su voz era ronca, confidencial. Sus dedosoprimían fuertemente la carne justo debajo de mi axila. "Te llevaré justo hasta laentrada del hospital! Ajá! No importa que nunca te haya visto en mi vida o tú ami! No importa ni sí, ni no ni tal vez! Te llevare justo…

ahí!"

"No hay problema," repetí, y repentinamente sentí la urgente necesidad de salirde aquel auto, dejando la camisa en su puño si era necesario para librarme deél. Sentía que me ahogaba. Pensé que cuando me moviese, el apretón de supuño se cerraría aún más o incluso podría pillarme por el vello del cuello, perono lo hizo. Sus dedos se aflojaron y me pude deslizar hacia fuera, y mepregunté como hacemos siempre que nos acomete un momento de pánicoirracional, a qué tuve miedo exactamente. Él solo era un viejo carcamal cuyasubsistencia tal vez dependiese del carbón, con un ecosistema Dodgepestilente a orines que parecía desilusionado por haber rechazado su oferta.Era solo un viejo que no estaba cómodo con sus calzoncillos. ¿Qué en elnombre de Dios había yo temido?.

"Le agradezco haberme llevado y agradezco aún mas su oferta," Dije. "Peropuedo seguir por ahí" –señalé hacia Pleasant ¨Street "-y conseguiré autostop encualquier momento".

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Él permaneció en silencio un momento, luego suspiró y afirmó con la cabeza.

"Ajá, ése es el mejor lugar del que partir." Dijo. "Manténte en los límites delpueblo, nadie querría llevar a un tipo en el pueblo, nadie querría aminorar lamarcha y que le apresuren a bocinazos."

El hombre tenía razón en eso, hacer autostop en un pueblo, aún en unopequeño como Gates Falls era en vano. Adiviné que realmente el pulgar habíallevado al viejo muy lejos en otro tiempo.

"Pero, hijo, estás seguro? Ya sabes lo que dicen sobre tener pájaro en mano".

Titubeé una vez más. Él tenía razón sobre lo del pájaro en mano también.Pleasant Street se volvía Ridge Road a poco mas de kilómetro y medio hacia eloeste del intermitente amarillo y transcurría sobre 24 kilómetros de bosqueantes de llegar a la Ruta 196 en los linderos de Lewiston. Ya estaba casi oscuroy es siempre más difícil conseguir autostop por la noche –cuando los faros deun auto te encuentran en medio de un camino rural, parecerás un fugitivo delWyndham Boy’s Correctional aún con el cabello bien peinado y la camisa dentrodel pantalón. Pero yo no quería viajar más con el viejo. Aún ahora que meencontraba a salvo fuera de su vehículo, pensaba que había algo atemorizanteen él -tal vez fuese solo la forma en que su voz parecía llena de puntosexclamativos. Además siempre he tenido suerte para conseguir autostop.

"Estoy seguro," dije. "Y gracias otra vez, de verdad".

"Cuando quieras, hijo. Cuando quieras. Mi mujer…" Se interrumpió, y vi quehabía lágrimas corriendo por las comisuras de sus ojos. Le agradecí una vezmás, y cerré de un portazo la puerta antes que pudiera decir algo más.

Me apresuré a cruzar la calle, mi sombra aparecía y desaparecía con la luz delintermitente. En la parte alejada de la calle me volví y miré hacia atrás. ElDodge seguía ahí, aparcado a un costado de Frank’s Fountain & Fruit. A la luzdel intermitente y con el semáforo a unos seiscientos metros más o menosadelante, lo pude ver sentado recargado sobre el volante. Me acometió la ideade que estaba muerto, que yo lo había matado al rehusar su ofrecimiento deayuda.

Entonces se aproximó un auto por la esquina y el conductor echo sus luceslargas al Dodge, esta vez el viejo reaccionó con sus propias luces, y entoncesme di cuenta que todavía estaba vivo. Tras un momento, volvió hacia el caminoy condujo el Dogde lentamente hacia la esquina. Le observé hasta que seperdió de vista, y entonces levanté la vista hacia la luna. Comenzaba a perdersu brillo anaranjado, pero aún así, había algo siniestro en ella. Se me ocurrióentonces que nunca antes había oído hablar sobre pedir deseos a la luna –allucero del ocaso sí, pero no a la luna. Una vez más deseé que pudiese retractarmi deseo, mientras la oscuridad se cernía sobre mí y yo permanecía de pie antelos cruces, era muy fácil recordar aquella historia sobre la garra del mono.

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Caminé sobre Pleasant Street, mostrando el pulgar a los autos que pasaban sinsiquiera aminorar la marcha. Al principio, había tiendas y casas a ambos ladosdel camino, entonces se terminaba la acera y los árboles silenciosamentecerraban el paso obstruyendo la tierra. En ocasiones, el camino se inundabacon luz, proyectando mi sombra hacia delante, me volvía, mostrando el pulgar eintentaba poner lo que suponía era una reconfortante sonrisa en mi rostro. Ycada ocasión el auto que se aproximaba pasaba como una exhalación. Uno deellos me gritó "Consigue un empleo, pedazo de animal!" y hubo risas.

No temo a la oscuridad –o no temía entonces, -pero comenzaba a temer queme había equivocado al no aceptar la oferta de aquel viejo de llevarmedirectamente al hospital. Pude haber diseñado algún cartel que rezara‘NECESITO AUTOSTOP, MADRE ENFERMA’ antes de iniciar la travesía, perodudaba que ello fuese de alguna ayuda. Cualquier psicótico podía hacer uncartel, después de todo.

Continué la marcha, las zapatillas deportivas se desgastaban con el terrenoarcilloso del sendero, escuchando los sonidos de la inminente noche: un perro,a lo lejos; un búho, mucho más cerca; el ronroneo del creciente viento. El cieloera brillante a laluz de la luna, pero no se la podía ver en aquél preciso instante–había árboles altos en este tramo y lo cubrían todo por el momento.

Al dejar atrás Gates, unos pocos autos pasaron cerca. Mi decisión de noaceptar la oferta del viejo me parecía más tonta a cada minuto. Comencé aimaginar a mi madre en su cama de hospital, su boca torcida hacia abajo en uncongelado gesto de desprecio, perdiendo su conexión con la vida pero tratandode retenerla en un creciente ladrido llamándome, sin saber que no podría llegarsimplemente porque no me había gustado la escalofriante voz del viejo o elapestoso olor de su automóvil.

Flanqueé una colina pendiente y de nuevo me encontré ante la luz de la luna enla cima. No había árboles a mi derecha, los reemplazaba un pequeñocementerio rural. Las lápidas destellaban a la pálida luz. Algo pequeño y negrose agazapaba junto a una de ellas, observándome. Caminé un paso haciadelante, con curiosidad. La cosa negra se movió y resultó ser una marmota. Medirigió una única mirada de reproche con un ojo rojo y se perdió entre la hierbaalta. En un instante, tomé conciencia de lo cansado que estaba, de hechoestaba exhausto. Había estado destilando adrenalina desde que la Sra.McCurdy llamara cinco horas antes, pero ahora eso quedaba atrás. Eso era lapeor parte. La parte buena era que aquella sensación de franca urgencia sehabía ido, al menos de momento. Había tomado una decisión, me decidícontinuar por Ridge Road en lugar de la Ruta 68, y no tenia sentido acosarmecon lo mismo –

Lo divertido es divertido y lo hecho, hecho está, solía decir mi madre. Teníacantidad de frases por el estilo como aforismos Zen que casi tenían sentido.

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Con sentido o sin él, éste en particular me reconfortaba en estos momentos. Siella estaba muerta cuando yo llegase al hospital, entonces eso era todo.Probablemente no lo estuviese. El médico dijo que no era grave, de acuerdo ala Sra. McCurdy, y la Sra. McCurdy también había dicho que mi madre aún erauna mujer joven. Un poco en el bando pesado, cierto, y una fumadora al pormayor, pero aún joven.

Mientras tanto, yo me encontraba sumamente nervioso y súbitamente exhausto–parecía que mis pies hubiesen sido enterrados en cemento.

Había un muro bajo de rocas que discurría a lo largo un sendero que bordeabael cementerio, con una abertura por la cual corrían un par de ratas. Me senté enél con los pies plantados a los lados de una de estas hendiduras. Desde estaposición, podría ver una buena parte de Ridge Road en ambas direcciones.Cuando veía luces aproximándose desde el oeste, en dirección a Lewiston,podría caminar de vuelta hacia el límite del camino y sacar el pulgar. Entretanto,me sentaría aquí con mi mochila en el regazo y esperaría a que me volviese lafuerza a las piernas.

Una baja neblina, fina y resplandeciente se elevaba del césped. Los árbolesque rodeaban el cementerio por tres costados susurraban al movimiento de lacreciente brisa. Desde más allá del campo santo llegó el sonido de aguacorriente, un arroyo y el ocasional chapoteo de una rana. El lugar era hermosoy extrañamente confortable. Como la fotografía en un libro de poemasrománticos.

Miré hacia ambos lados del camino. Nada se aproximaba, no había más queresplandor en el horizonte. Bajé mi mochila a la hendidura entre mis pies, mepuse de pie y caminé hacia el cementerio. Un mechón de cabello cayó sobre mifrente y el viento lo apartó. La extraña neblina se arremolinaba perezosamentealrededor de mis pies. Las rocas de la parte trasera eran viejas, y más de unase había caído. Las del frente eran mucho más recientes. Uní las manos y mearrodille, para mirar una lápida que estaba rodeada de flores casi frescas. A laluz de la luna el nombre era fácil de leer: GEORGE STAUB. Debajo de éste seencontraban las fechas que marcaban la breve existencia de George Staub:ENERO 19, 1977 decía la primera y la otra rezaba OCTUBRE 12, 1998. Esoexplicaba por qué las flores apenas comenzaban a secarse; Octubre 12 habíasido hace dos días y 1998 era justo hacía dos años. Los amigos y parientes deGeorge debieron pasar a presentar sus respetos. Bajo el nombre y las fechashabía algo más, una breve inscripción. Me agaché un poco más para poderleerla-

-E inmediatamente me proyecté haca atrás, aterrado y demasiado conscientede que me encontraba solo, visitando un cementerio a la luz de la luna.

La inscripción decía

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LO DIVERTIDO ES DIVERTIDO Y LO HECHO, HECHO ESTA

Mi madre estaba muerta, había muerto quizá en ese preciso instante y algo mehabía enviado un mensaje. Algo con un sentido del humor absolutamentedesagradable.

Comencé a retroceder lentamente hacia el camino, escuchando el viento pasarentre los árboles, escuchando el arroyo, escuchando a la rana, súbitamentetemeroso de escuchar algo más, el sonido de tierra deslizándose y de raícesarrancadas por algo que, sin estar del todo muerto, pugnara por salir, buscandoasir una de mis zapatillas deportivas-

Mis pies se enredaron y caí, golpeándome el codo con una lápida, apenasfallando que otra me golpease la nuca. Caí con un golpe seco, mirando hacia laluna que apenas se traslucía entre los árboles. Ahora era blanca en vez deanaranjada, y tan brillante como un hueso pulido.

La caída me produjo más lucidez que pánico. No sabía lo que había visto, perono podía ser lo que yo creí haber visto, esa clase de cosas podían ocurrir en laspelículas de John Carpenter y Wes Craven, pero no ocurrirían en la vida real.

Si, de acuerdo, bien, murmuró una voz en mi cabeza. Y si te alejases de aquícaminando continuarás creyéndote eso. Podrás continuar creyéndolo por elresto de tu vida.

"A la mierda," protesté y me puse de pie. El trasero de mis tejanos estabahúmedo, y tiré de él para separarlo de la piel. No era precisamente fácilreprochar a la lápida que era la última morada de George Staub pero tampocofue tan duro como pensé

que sería. El viento susurraba entre los árboles todavía en aumento, marcandoun cambio en el clima. Las sombras bailaban inquietas a mi alrededor. Lasramas crujían y entrechocaban, un sonido crujiente en el bosque. Me inclinésobre la lápida y leí.

GEORGE STAUB

ENERO 19, 1977-OCTUBRE 12, 1998

Un buen comienzo, y un prematuro final(1)

(1) La confusión se da por la similar pronunciación en Inglés de las frases "Fun is funand done is done" "lo divertido es divertido y lo hecho hecho está" y la inscripción dela lápida que en Inglés rezaría "Well begun, too soon done" "Un buen comienzo, y unprematuro final" N. De la T.

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Me quedé ahí de pie, inclinado con mis manos colgando sobre las rodillas, sin advertir lorápido que latía mi corazón hasta que comenzó a calmarse. Una pequeña y desagradablecoincidencia, eso era todo, y cabría la posibilidad de que hubiese leído mal la inscripción quehabía bajo el nombre y las fechas? Aún sin estar cansado y bajo el efecto del estrés, pudehaber leído mal –la luz de la luna era una obvia disuasión. Caso cerrado.

Excepto que, sabia lo que había leído: Lo divertido es divertido y lo hecho, hecho está.

Mi má estaba muerta.

"A la mierda," Repetí, y me alejé. Al hacerlo me di cuenta de que la neblina que searremolinaba sobre la hierba y mis tobillos comenzaba a resplandecer. Pude oír el murmullode un motor aproximándose. Se acercaba un auto.

Corrí de vuelta hacia la entrada del muro de rocas colgándome la mochila en el trayecto. Lasluces del auto que venía iban a medio camino de la colina. Saqué el pulgar en el instante enque me deslumbraron y momentáneamente cegaron mi vista. Sabía que el tipo se detendríaaún antes de que aminorara la marcha. Es curioso como puedes solo saber en ocasiones,pero cualquiera que haya pasado mucho tiempo haciendo autostop te podrá decir que asíocurre.

El auto me adelantó, las luces del freno encendieron y lentamente se acercó al bordillo detierra suave muy cerca del borde del muro de rocas que dividía el cementerio de Ridge Road.Corrí hacia él con la mochila bamboleándose contra mi rodilla. El auto era un Mustang, unode esos fenomenales autos de fines de los sesenta o principios de los setenta. El motor rugíaruidosamente, el notorio sonido de un silenciador que seguramente no pasaría la próximainspección cuando venciera el plazo… pero ése no era mi problema.

Abrí la puerta y me deslicé al interior. Mientras ponía mi mochila entre mis pies, un odor meazotó, algo casi familiar y un tanto desagradable. "Gracias," dije. "Muchas gracias."

El tipo detrás del volante llevaba unos tejanos desvaídos y una remera negra con las mangascortadas. Su piel era bronceada, sus músculos voluminosos, y a su bíceps derecho locoronaba un tatuaje que semejaba una alambrada azul. Llevaba una gorra de John Deerepuesta al revés. Había un fistol de botón pegado al cuello de su remera, pero no podía leerqué decía desde mi ángulo. "No hay problema." Dijo él. "Te dirijes a la ciudad?"

"Si," respondí. En esta parte del mundo "a la ciudad" significaba

Lewiston, la única ciudad de cualquier tamaño al norte de Portland. Mientras cerraba lapuerta, vi uno de esos aromatizantes con figura de pino colgando del espejo retrovisor.

Eso era lo que había olido. De seguro ésa no era mi noche en cuanto a olores se refería,primero orines y ahora pino artificial.

Aún así me estaban llevando. Debería sentirme aliviado. Y mientras el tipo aceleraba devuelta sobre Ridge Road, el gran motor del Mustang de colección rugía. Intenté convencermede que estaba aliviado.

"Qué te espera en la ciudad?" Preguntó el conductor. Consideré que tendría mi edadaproximadamente, un pueblerino que tal vez asistiese a la vocacional técnica en Auburn o talvez trabajase en uno de los pocos talleres textiles que aún quedaban en el área.Probablemente habría arreglado él mismo este Mustang en su tiempo libre, porque eso era loque los pueblerinos hacían: bebían cerveza, fumaban algo de hierba, arreglaban sus autos.

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O sus motocicletas.

"Mi hermano está por casarse. Seré su padrino." Dije esta mentira sin premeditación alguna.No quería que supiera sobre mi madre, aunque, tampoco sabía por qué. Algo iba mal aquí.No podía saber lo que era o por qué pensé eso en primer lugar, pero lo sabía. Estaba seguro."El ensayo es mañana. Además de la despedida de soltero por la noche.

"Sí? De verdad?" Se volvió a mirarme con los ojos muy abiertos y una rostro bien parecido,labios llenos y una discreta sonrisa, los ojos desconfiaban.

"Si" repliqué.

Sentía miedo. Así como así, volvía a sentir miedo. Algo estaba mal, y tal vez había estadomal desde que el viejo carcamal del Dodge me incitara a pedir un deseo ante la enfermizaluna en lugar de una estrella. O tal vez desde el momento en que descolgué el teléfono yescuché a la Sra. McCurdy decir que tenía malas noticias para mí, pero no era todo lo maloque podría ser.

"Bueno, eso está bien" dijo el joven hombre con su gorra al revés. "Un hermano que se casa,hombre, eso está bien. ¿Cómo te llamas?"

No solo sentía miedo, estaba aterrorizado. Todo iba mal, todo. Y no podía explicar por qué ocomo era posible que ocurriese tan deprisa. Pero sobre todo, sabía una cosa. Quería tantoque el tipo que conducía el Mustang supiera mi nombre como querer que supiera mismotivos para ir a Lewiston. En caso de llegar a Lewiston. Súbitamente tuve la certeza de quenunca vería Lewiston nuevamente. Fue como saber que el auto se iba a detener. Y tambiénestaba ese olor, sabía algo sobre eso también, no se trataba del aromatizante, habíaalgodebajo del aromatizante.

"Hector," dije dando el nombre de mi compañero de habitación. "Hector Passmore, ese soyyo" salió de mi boca seca con total calma, y estaba bien. Algo dentro de mí insistía que nodebería hacer notar al conductor del Mustang que sentía que algo iba mal.

Era mi única oportunidad.

Se volvió hacia mi un poco, y pude leer el botón que llevaba prendido: CABALGUÉ LA BALAEN TRHILL VILLAGE, LACONIA. Yo conocía el lugar, había estado ahí, aunque no pormucho tiempo.

También me percaté de una gruesa línea negra que circulaba su garganta justo como eltatuaje que asemejaba alambrada circulaba su brazo, solo que la línea alrededor de lagarganta del conductor no era un tatuaje. Tenía docenas de marcas negras que laatravesaban verticalmente. Eran los puntos que cosería quienquiera que le hubiese unido lacabeza de nuevo sobre el cuerpo.

"Gusto en conocerte, Hector," dijo él. "Yo soy George Staub".

- SEGUNDA PARTE -

Mi mano pareció flotar ahí como la mano de un sueño. Deseé que aquello hubiese sido unsueño, pero no lo era, tenía todos los visos agudos de la realidad. El olor por encima era depino. El olor debajo era algún tipo de químico, probablemente formaldehído. Me encontrabacabalgando con un hombre muerto.

El Mustang apresuró la marcha sobre Ridge Road a noventa y siete kilómetros por hora,

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persiguiendo sus propias luces largas bajo la luz de botón de la luna. En todas direccioneslos árboles que se apiñaban a lo largo del camino danzaban y se mecían al viento. GeorgeStaub me sonrió con ojos vacíos, entonces soltó mi mano y volvió la atención al camino. Enla escuela secundaria había leído Drácula, y ahora una frase del libro recurría a mí,resonando en mi cabeza como una campana rota: Los muertos conducen deprisa.

No puedo hacerle saber que sé. Este pensamiento también

resonaba en mi cabeza. No era mucho, pero era todo lo que tenía. No puedo hacerle saber,no puedo, no. Me pregunté dónde se encontraría ahora el viejo carcamal. Estaría a salvo consu hermano? O sería que el viejo estaba metido en esto desde un principio? Era posible quese encontrase justo detrás de nosotros, conduciendo su viejo Dodge, encorvado sobre elvolante y manoseándose la entrepierna? Estaría él muerto también? Probablemente no. Losmuertos conducen deprisa, según Bram Stoker, pero el viejo nunca rebasó la línea de los 72.Sentí una risa demente subir por mi garganta y la contuve. Si me reía, él sabría. Y no debíasaber, porque esa era mi única esperanza.

"No hay nada como una boda," dijo él.

"Ajá," añadí, "todo el mundo debería hacerlo al menos dos veces".

Mis manos se hallaban entrelazadas y oprimiéndose. Podía sentir las uñas hundirse en losdorsos a la altura de los nudillos, pero la sensación era distante, como noticias de otro país.No podía hacerle saber, esa era la cuestión. El bosque nos rodeaba, la única luz era eldesalentador brillo óseo de la luna, y no podía hacerle saber que sabía que estaba muerto.Porque él no era un fantasma, no, nada tan inofensivo. Uno puede ver un fantasma, pero,qué clase de cosa se detendría para llevarte? Qué clase de criatura sería esa? Zombie?Chupasangre? Vampiro? Ninguno de estos?

George Staub rió. "Hacerlo dos veces! Sí, colega, así es mi familia entera!

"La mía también," añadí. Mi voz sonaba calmada, tal como la voz de un autostopista pasandola tarde –o la noche, en este caso- sosteniendo una coherente conversación como unapequeña retribución por el viaje. "Realmente no hay nada como un funeral."

"Boda" dijo él suavemente. A la luz del tablero de instrumentos, su rostro parecía de cera, elrostro de un cadáver justo antes de que se le corra el maquillaje. Esa gorra al revés eraparticularmente horrible. Te hacía preguntarte cuánto quedaría debajo de ella. Había leído enalguna parte que los embalsamadores abrían el cráneo y sacaban el cerebro e insertabanuna especie de algodón impregnado en químicos. Para evitar que la cara se hundiese haciadentro, tal vez.

"Boda," dije yo con labios entumecidos, e incluso reí un poco –una risilla ahogada. "Boda eslo que pretendía decir."

"Siempre decimos lo que pretendemos decir, eso es lo que yo creo" dijo el conductor.Todavía sonreía.

Sí, Freud habría creído eso también. Lo había leído en Psych 101. Yo dudaba que este tiposupiera mucho sobre Freud, y no creía que muchos estudiantes Freudianos llevasen remerassin mangas y gorras de béisbol al revés, pero él sabía lo suficiente. Yo había dicho ‘funeral’.Dios Santo, había dicho funeral. Se me ocurrió que el tipo jugaba conmigo. Yo no queríahacerle saber que sabía que estaba muerto. Él no quería hacerme saber que él sabía que yosabía que estaba muerto. Y por lo tanto, yo no podía hacerle saber que yo sabía que él sabíaque…

El mundo comenzó a oscilar ante mis ojos. En un momento, comenzó a girar, después a

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rodar, y estaba por perderlo. Cerré los ojos por un momento. En la oscuridad detrás de mispárpados veía la imagen en negativo de la luna, se había tornado verde.

"Te encuentras bien camarada?" Preguntó. El matíz de su voz era horrible.

"Sí," respondí abriendo los ojos. El mundo se había estabilizado de nuevo. El dolor en losdorsos de mis manos, donde mis uñas se habían hundido en la piel era fuerte y real. Y elolor. No solo el pino del aromatizante, no solo los químicos. Había además un olor a tierra.

"Estás seguro?" Inquirió.

"Sólo un poco cansado. He estado viajando en autostop por un buen rato. Y a veces memareo un poco." La inspiración súbitamente me invadió. "Sabes una cosa, creo que seríamejor que me permitas salir. Con un poco de aire fresco mi estómago se calmará. Pasaráalguien más y -"

"No podría hacer eso," dijo él. "¿Dejarte aquí? De ningún modo. Podría pasar una hora antesque alguien llegase hasta aquí y tal vez ni siquiera se detuviesen a llevarte. Debo ocuparmede ti. ¿Cómo dice aquella canción? Llévame a la iglesia a tiempo, cierto? De ningún modo tedejaré aquí. Baja un poco la ventanilla, eso servirá. Ya sé que no huele precisamente bienaquí dentro. Colgué ese aromatizante, pero esas cosas no funcionan una mierda. Desdeluego, algunos olores son más difíciles de ahuyentar que otros."

Quería alcanzar la ventanilla y bajarla un poco, permitir que entrase algo de aire fresco, perolos músculos de mi brazo no parecían tener fuerza. Todo lo que podía hacer era permanecerahí sentado con las manos enganchadas y las uñas clavándose en los dorsos. Un juego demúsculos no funcionaba y el otro no paraba de funcionar. Vaya broma.

"Es como esa historia," dijo él. "Aquella sobre el chico que compra un Cadillac semi nuevopor setecientos cincuenta dólares. Conoces esa historia, verdad?"

"Sí," respondí a través de mis entorpecidos labios. No conocía la historia, pero sabíaperfectamente bien que no quería escucharla, no quería escuchar ninguna historia quepudiera contar este hombre.

"Esa es famosa."

Delante de nosotros, el camino se extendía como aquellas carreteras de las viejas películasen blanco y negro.

"Sí, es jodidamente famosa. Así que el chico está buscando un auto y ve este Cadillac seminuevo en el patio de un tipo."

"Sí, y tiene un anuncio que dice PROPIETARIO LO VENDE en la ventanilla."

El hombre tenía un cigarrillo detrás de la oreja. Lo tomó, y cuando lo hizo, su remera se estirópor el frente. Pude ver otra línea negra ahí, más puntos. Después se inclinó hacia delantepara activar el mechero del auto y su remera volvió a la posición anterior.

"El chico sabe que no puede costear un Cadillac, no puede siquiera remotamente pensar enalgo como un Caddy, pero tiene curiosidad, sabes? Entonces se acerca al tipo y le dice,‘Cuánto cuesta algo como eso?’ Y el tipo se vuelve y cierra la manguera que lleva en la mano–porque estaba lavando el auto, ya sabes- y le dice, ‘Chico, este es tu día de suerte.Setecientos cincuenta pavos y te lo llevas conduciendo.’ "

El mechero del auto se activó con un chasquido. Staub lo tomó y encendió el cigarrillo. Le diouna calada y pude ver hilillos de humo escapando por entre los puntos que unían su cuello.

"El chico, - que solo cuenta diecisiete años - va y mira hacia el interior por la ventanilla del

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conductor y ve cuentakilómetros del auto. Y le dice al tipo, ‘Si, claro, es tan curioso como lamirilla en la puerta de un submarino’. El tipo le dice. ‘Sin bromas, chico, muéstrame la pastaen efectivo y es tuyo. Diablos, incluso aceptaría un cheque, tienes cara de ser honesto.’ Y elchico dice…"

Miré por la ventanilla. Ya había escuchado antes esa historia, hacía años, probablementecuando aún estaba en la escuela secundaria. En la versión que había escuchado, el auto eraun Thunderbird en vez de un Caddy, pero por lo demás, era exactamente igual. El chicodice puede que solo tenga diecisiete años, pero no soy ningún idiota, nadie vende un autocomo este, especialmente uno con poco kilometraje, por sólo setecientos cincuenta pavos . Yel tipo le dice que lo está vendiendo porque el carro hiede, y no puede deshacerse del oloraunque lo intenta una y otra vez sin que nada lo elimine. Verás, el tipo había salido en unviaje de negocios, uno bastante largo, se fue por al menos…

"…Un par de semanas," estaba diciendo el conductor. Sonreía como lo hace la gente alcontar un chiste particularmente bueno. "Y cuando el tipo regresa, se encuentra el auto en lacochera y a su mujer dentro del auto, llevaba muerta prácticamente el mismo tiempo que eltipo había estado fuera. No sé si fuese suicidio o un infarto o qué, pero estabacompletamente hinchada y el auto, estaba impregnado de ese olor y todo lo que el tipoquería era venderlo, ya sabes." Él rió. "Vaya historia eh?"

"Por qué no habría llamado a casa?" Mi boca parecía hablar por sí misma. Mi cerebro sehabía congelado. "Se va por dos semanas en viaje de negocios y no llama siquiera una solavez para saber cómo está su mujer?"

"Bueno," dijo el conductor, "eso es, por decirlo así, lo menos importante, no crees? Quierodecir, que Vaya ganga! –Esa es la cuestión. ¿Quién no estaría tentado? Después de todo,siempre se puede conducir con las jodidas ventanillas abiertas, cierto? Y es básicamente,solo una historia. Ficción. Pensé en ella por el olor de esteauto. El cual es de hecho.."

Silencio. Y yo pensé: Está esperando que diga algo, quiere que yo lo termine. Y lo quisehacer. Lo hice. Excepto que… qué ocurría después? ¿Qué haría él después?

El conductor frotó su pulgar sobre el botón de su remera, el que decía CABALGUE LA BALAEN THRILL VILLAGE, LACONIA. Pude ver la suciedad en sus uñas. "Aquí estuve hoy," dijo."Thrill Village. Hice algunos trabajos para un tipo y me dio el día libre. Mi novia iba aacompañarme, pero llamó para decir que estaba enferma, tiene esos períodos que a vecesson realmente dolorosos, la enferman como a un perro. Eso es muy malo, pero yo siemprepienso, hey, cuál es la alternativa? Sin enfado alguno, y entonces me meto en problemas,ambos lo hacemos". Soltó un ladrido que asemejaba una risa carente de humor. "Así que mefui solo. No tiene sentido desperdiciar un día libre. Has ido antes a Thrill Village?"

"Sí" Dije. "Una vez, cuando tenía doce años."

"Con quién fuiste?" Preguntó "Porque no fuiste tú solo, cierto? No si solamente tenías doceaños."

No le había contado esa parte, o sí? No. Él estaba jugando conmigo, eso era todo,golpeando salvajemente una y otra vez. Pensé en abrir la puerta del auto y saltar hacia laoscuridad, tratando de cubrir mi cabeza con los brazos para no golpearla, solo que él podríaalcanzarme y tirar de mí antes que pudiese salir. Y de cualquier forma, no podía ni siquieralevantar los brazos, así que lo que me quedaba por hacer era permanecer con las manosentrelazadas.

"No," dije "Fui con papá. Papá me llevó."

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"Cabalgaste la bala? Yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces. ¡Caramba! ¡Cómo sube ybaja!" Él me miró y profirió otra suerte de risa. La luz de la luna inundó sus ojos,convirtiéndolos en círculos blancos, haciéndolos parecer los ojos de una estatua. Ycomprendí que estaba algo más que muerto, estaba loco.

"La cabalgaste, Alan?"

Pensé en decirle que se equivocaba de nombre, mi nombre era Hector, pero qué sentidotenía? Estabamos llegando al final.

"Sí," susurré. No había una sola luz ahí fuera excepto la luna. Los árboles pasaban deprisa,moviéndose como espontáneos bailarines en una representación de feria. Devorábamos elcamino bajo nosotros. Me fijé en el cuentakilómetros y vi que había aumentado a 130kilómetros por hora. Estabamos cabalgando la bala justo ahora, él y yo, los muertosconducen deprisa.

"Sí, la Bala. La cabalgué."

"Nah," gruñó. Le dio otra calada al cigarrillo, y nuevamente observé hilillos de humo escaparde las suturas en su cuello. "No lo hiciste. Sobre todo, no con tu padre. Llegaste al principiode la fila, sí, pero fuiste con tu má. La fila era larga, la fila para la Bala siempre lo es, y ella noquería permanecer ahí de pie bajo el sol. Era gorda aún entonces, y el calor le molestaba.Pero tú la fastidiaste todo el día, fastidiaste y fastidiaste y fastidiaste, y he ahí la broma,camarada –cuando finalmente quedaste primero en la fila, te acobardaste, verdad?"

No dije nada. Mi lengua se había pegado al paladar.

Su mano dejó el volante, la piel se veía amarillenta a la luz del tablero del Mustang, las uñassucias, y aferró mis manos entrelazadas. La fuerza las abandonó cuando lo hizo y cayeronhacia los costados como un nudo que mágicamente se suelta cuando lo ha tocado la varitamágica del prestidigitador. Su piel era fría y curiosamente viperina.

"No fue así?"

"Sí," respondí. No podía articular algo más allá de un susurro. "Cuando llegó mi turno y vicuán alto estaba… cómo se volteaba al llegar a la cima y cómo gritaban ahí dentro cuandoeso ocurría… me acobardé. Ella me dio un manotazo, y no me habló en todo el camino devuelta a casa. Nunca cabalgué la Bala." Hasta ahora, al menos.

"Debiste hacerlo, camarada. Es la mejor. Es la que hay que cabalgar. No hay nada tanbueno, al menos ahí no. Me detuve camino a casa y conseguí algo de cerveza en esa tiendaque queda cerca del límite estatal. Iba a pasar por casa de mi novia para darle el botón amodo de broma."

Tocó el botón sobre su pecho, después bajó su ventanilla y arrojo el filtro del cigarrillo haciael viento nocturno. "Solo que, probablemente ya sabes lo que ocurrió."

Desde luego, lo sabía. Era como todas esas historias de fantasmas que has oído, o no?Estrelló su Mustang y cuando llegó la policía lo hallaron sentado y muerto entre los restoscon el cuerpo sobre el volante y su cabeza en el asiento trasero, su gorra volteada al revés ysus ojos muertos mirando al techo, y puesto que lo viste en Ridge Road con la luna llena y elviento soplando, ta-ráaaan. Regresaremos después de unos anuncios de nuestropatrocinador. Ahora sabía algo que no sabía antes –las peores historias son las que has oídotoda tu vida. Esas son las verdaderas pesadillas.

"Nada como un funeral," dijo él, y rió. "No fue eso lo que dijiste? Tropezaste ahí, Al. Sin duda.Tropezaste, resbalaste, y caíste."

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"Déjame salir," murmuré. "Por favor."

"Pues," dijo volviéndose hacia mí, "eso tenemos que discutirlo, o no? ¿Sabes quién soy yoAlan?."

"Eres un fantasma," dije.

Emitió un bufido de impaciencia y, al ligero resplandor del cuentakilómetros, las comisuras desu boca se curvaron hacia abajo. "Vamos, hombre, puedes hacerlo mejor. Eljodido Casper es un fantasma. ¿Acaso yo floto en el aire? ¿Puedes ver a través de mí?"Elevó una de sus manos frente a mí, la abrió y la cerró. Pude escuchar el sonido seco ycrujiente de los tendones.

Intenté decir algo. No sabía qué, y realmente no importaba, puesto que nada salía de miboca.

"Soy una especie de mensajero," dijo Staub. "El jodido FedEx del más allá, te agrada eso?Los tipos como yo salimos bastante a menudo cuando las circunstancias son adecuadas.¿Sabes lo que creo? Creo que a quienquiera que dirija las cosas –Dios o lo que sea- debegustarle entretenerse. Siempre quiere ver si te conformarás con lo que tienes o si pudieseenseñarte lo que hay tras bambalinas. Sin embargo, las circunstancias tienen que ser lasadecuadas. Y esta noche lo eran. Tu ahí solo… la madre enferma… haciendo autostop…"

"Si me hubiese quedado con el viejo, nada de esto habría pasado," dije. "O sí?" Ahora podíaoler a Staub claramente, el penetrante olor de los químicos y el opaco y tosco olor de lacarne en descomposición y me pregunté como pude haberlo dejado ir, o equivocarme porotra cosa.

"Es difícil decirlo," replicó Staub. "Tal vez ese viejo del que hablas también estuviese muerto."

Pensé en la escalofriante voz de vidrios rotos del anciano, los manoseos al calzoncillo. No, élno estaba muerto, y yo había cambiado el olor a meados de su viejo Dodge por algo peroque mucho peor.

"De cualquier manera, colega, no tenemos tiempo para hablar de eso ya. Ocho kilómetrosmás y estaremos viendo casas de nuevo. Otros once kilómetros y habremos llegado al límitede la ciudad de Lewiston. Lo que significa que ahora tienes que tomar una decisión."

"Decidir qué? Pregunté, solo que ya sabía la respuesta.

"Quién cabalga la Bala y quién se queda en tierra firme. Tú o tu madre." Se volvió y me mirócon sus ojos inundados de luz de luna. Sonrió más ampliamente y me percaté de que lefaltaban casi todos los dientes, perdidos en el accidente. Palmeó la circunferencia delvolante. "Te llevaré conmigo, colega. Y puesto que estás aquí, te toca elegir. ¿Qué eliges?"

No puedes estar hablando en serio, me vino a los labios, pero qué caso tendría decir aquello,o cualquier otra cosa?

Por supuesto, él hablaba en serio. Mortalmente en serio.

Pensé en todos los años que ella y yo habíamos pasado juntos, Alan y Jean Parker contra elmundo. Muchos ratos buenos y más que unos cuantos realmente malos. Los remiendos enmis pantalones y los trastos con comida. La mayoría de los niños llevaban 25 centavos porsemana para conseguirse un almuerzo caliente, y yo siempre llevaba un emparedado demantequilla de maní o un trozo de bologna en un pan del día anterior como un chico de esastontas historias de-mendigo-a-millonario. Dios sabía en cuántos restaurantes y estanquillosdiferentes ella había trabajado para sostenernos. Las veces que había tomado el día en eltrabajo para ver al representante de AND, vestida con su mejor traje de pantalón, y él

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sentado en la mecedora de nuestra cocina vistiendo su propio traje que incluso un niño denueve años como yo podía decir que era mucho más fino que el de ella. Con una pizarra ensu regazo y un rollizo y reluciente bolígrafo entre los dedos. Las respuestas de ella, lasinsultantes y embarazosas preguntas que él hacía y ella con una falsa sonrisa en los labios,ofreciéndole incluso más café porque si él entregaba el reporte adecuado, entonces ellapodría ganar cincuenta dólares extra al mes. Cincuenta miserables pavos. Verla recostada ensu cama una vez que el tipo salía, llorando, y cuando yo llegaba a sentarme a su ladointentaba sonreír y decía que el AND no era apto para ofrecer Ayuda a Niños Dependientessino solamente a cabezas huecas. Me había reído y ella se había reído también, porquetenías que reír, eso ya lo sabíamos. Cuando solo eras tú y tu obesa madre fumadora contrael mundo, la risa era a menudo la única forma en la que podías sobrellevar las cosas sinvolverte loco y destrozarte los puños contra las paredes.

Pero era más que eso, sabes. Para la gente como nosotros, gente pequeña que se escurríapor el mundo como ratones de caricatura, algunas veces reírse de los imbéciles era la únicaforma de vengarte de alguna manera. Ella en todos esos empleos y trabajando doblesjornadas y curando sus tobillos cuando se lastimaba y guardando sus propinas en un jarrónque rezaba FONDO PARA EL COLEGIO DE ALAN –justo como una de esas tontas historiasde-mendigo-a-millonario, sí, sí –y diciéndome una y otra vez que debía trabajar duro, queotros chicos tal vez pudiesen darse el lujo de jugar a Freddy el mamoncete en el colegio,pero yo no podía porque ella sí que podía separar sus propinas hasta que llegara el día deljuicio y aún entonces no sería suficiente, al final, todo se reducía a becas y préstamos si esque yo iba a ir a la universidad, y tenía que hacerlo pues esa era la única salida para mí… ypara ella.

Así que trabajé duro, si quieres pensar que lo hice, porque no era ciego –veía cuánto habíaengordado, cuánto fumaba (eso era su único placer personal… su único vicio si lo ves porese lado), y yo sabía que algún día nuestros roles se intercambiarían y sería yo quien viesepor ella. Con una educación universitaria y un buen empleo, tal vez pudiesehacerlo. Quería hacerlo. La amaba. Ella tenía un fiero temperamento y una lengua muyafilada-

Aquel día que hacíamos fila esperando la Bala, cuando me acobardé, no fue la única ocasiónen que ella me diese un manotazo o me gritase- pero yo la amaba a pesar de eso. En partela amaba incluso por eso. La amaba igualmente cuando me golpeaba como cuando mebesaba. ¿Entiendes eso? Yo también. Y eso es bueno. No creo que puedas resumir vidas, oexponer a las familias, y nosotros éramos una familia, ella y yo, la más pequeña de lasfamilias, una pequeña familia de dos, un secreto compartido. Si lo hubieses preguntado, tehubiese dicho que lo daba todo por ella. Y ahora eso era exactamente lo que se me pedía.Se me pedía que muriese por ella, morir en su lugar, aún cuando ella había vivido ya la mitadde su vida, probablemente mucho más. Yo apenas comenzaba a vivir la mía.

"¿Que dices, Al?" Preguntó George Staub. "El tiempo corre".

"No puedo decidir algo así," Dije roncamente. La luna navegaba sobre el camino, ligera ybrillante.

"No es justo que me lo pidas".

"Lo sé, y créeme, eso es lo que todos dicen." Entonces, bajó su tono de voz. "Pero déjamedecirte algo - si no te has decidido para cuando lleguemos a ver las primeras luces de lascasas, tendré que llevaros a ambos." Frunció el ceño, después se iluminó su rostro, como sirecordase que también había buenas noticias. "Podríais cabalgar juntos en el asiento trasero,hablar de los viejos tiempos, eso es."

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"¿Cabalgar hacia dónde?"

No respondió. Quizá no sabía.

Los árboles impregnaban la vista como tinta negra. Los faros del auto se apresurabandelante al recorrer la carretera. Yo tenía veintiún años. No era virgen pero solamente habíaestado una vez con una chica y estaba borracho y no podía recordar claramente cómo sehabía sentido aquello. Habían como mil lugares que quería visitar –Los Angeles, Tahití, talvez Luchenbach, Texas- y mil cosas que quería hacer. Mi madre tenía cuarenta y ocho añosy eso era ser vieja, maldición. La Sra. McCurdy no lo decía porque ella misma era vieja. Mimadre había hecho lo correcto por mí, trabajar todas esas horas y cuidarme, pero, ¿acaso yole había escogido su vida? ¿Había pedido nacer y demandado que viviera para mí? Ellatenía cuarenta y ocho. Yo tenía veintiuno. Tenía, como dicen, toda la vida por delante. ¿Peroera esa la forma en que debías juzgar? ¿Cómo decidías algo así? ¿Cómo podrías decidiralgo así?

El bosque pasaba deprisa, la luna parecía mirar hacia abajo como un ojo brillante y mortal.

"Mas vale que te apresures, hombre," dijo George Staub. "Se nos termina la naturaleza."

Abrí la boca e intenté hablar. Nada salió salvo un árido susurro.

"Mira, hay una cosa," dijo él, rebuscando en la parte posterior del auto. Su remera se jalóhacia atrás nuevamente y tuve otra visión de la línea negra de su vientre suturado (hubiesepreferido pasar de ella). Habría aún entrañas ahí dentro o solamente relleno humedecido enquímicos.

Entonces echó la mano nuevamente hacia delante, había una lata de cerveza en ella –unade esas que había comprado en la tienda del límite estatal, presumiblemente.

"Yo sé cómo es esto," dijo- "El estrés te seca la garganta. Aquí tienes."

Me dio la lata. La tomé, tiré del tapón de argolla y bebí profundamente. El sabor de lacerveza al bajar por mi garganta era frío y amargo. Nunca antes había bebido cerveza. No latolero. Apenas puedo soportar los anuncios de televisión.

Delante de nosotros, en la tempestuosa noche, apareció ante nosotros una luz amarillenta.

"Date prisa, Al –debo acelerar. Aquella es la primer casa, justo en la cima de esa colina. Sitienes algo que decirme, más vale que me lo digas ahora."

La luz desapareció y después reapareció, solo que ahora eran varias luces. Eran ventanas,detrás de ellas habría gente ordinaria haciendo cosas ordinarias –mirando televisión,alimentando al gato, tal vez golpeándose en el baño.

Pensé en nosotros de pie en la fila en Thrill Village, Jean y Alan Parker, una mujer grandecon manchones oscuros de sudor bajo las axilas de su vestido de verano y su pequeño hijo.Ella no quería hacer fila, Staub tenía razón en ello… pero yo había fastidiado, fastidiado,fastidiado. También tenía razón sobre eso.

Ella me había dado un manotazo, pero también había esperado de pie ahí conmigo. Habíaesperado junto a mí en muchas filas, y podría repasar todo eso de nuevo, todos losargumentos, los pros y los contras, pero no había tiempo.

"Llévala," dije cuando las luces de la primera casa se deslizaron hacia el Mustang. Mi voz eraronca, rancia y fuerte. "Llévala, llévate a mi má, no me lleves a mí."

Arrojé la lata de cerveza al suelo del auto y me llevé las manos al rostro. Entonces él metocó, tomando el frente de mi remera, sus dedos buscando a tientas, y pensé –con una

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súbita claridad –que todo había sido una prueba. Había fallado y ahora él me iba a sacar elcorazón desbocado del pecho, como un malvado djiin en uno de esos crueles cuentos dehadas Arabes. Grité. Entonces sus dedos se soltaron –fue como si hubiese cambiado deopinión en el último segundo- y se inclinó más allá de mí. Por un momento mi nariz ypulmones estuvieron tan llenos de su olor a muerte, que estuve seguro que me había muerto.Entonces escuché el chasquido de la puerta al abrirse y el frío y fresco aire entrando,llevándose el olor a muerte.

"Dulces sueños, Al," gruñó en mi oído y entonces me empujó. Salí rodando hacia laoscuridad y el viento de la noche de Octubre con los ojos cerrados y mis manos levantadas,y mi cuerpo tensando por cualquier posibilidad de fracturarme en la caída. Posiblementegrité. No puedo recordarlo con certeza.

La caída no llegó y tras un momento que se me antojó interminable, me di cuenta que dehecho me encontraba ya en el suelo – podía sentirlo bajo mi cuerpo. Abrí los ojos, y losapreté fuertemente cerrándolos de nuevo. El resplandor de la luna era cegador. Sentí unapunzada de dolor en mi cabeza, que se centraba detrás de mis ojos, ahí donde sientes dolorcuando repentinamente ves una luz muy brillante, pero algo más abajo hacia la nuca. Me dicuenta que mis piernas y ahí abajo estaban húmedos. Pero no me importó. Estaba en elsuelo, y eso era lo que me importaba.

Me apoyé en los codos y abrí una vez más los ojos, más cuidadosamente en esta ocasión.Creía saber ya dónde me encontraba, y un vistazo alrededor fue suficiente para confirmarlo:me encontraba yaciendo de espaldas en el pequeño cementerio en la cima de Ridge Road.

- TERCERA PARTE -

La luna se hallaba ahora casi directamente encima de mí, con un intenso brillo pero muchomás pequeña de lo que había estado momentos antes. La niebla era también más densa,esparciéndose sobre el cementerio como un manto. Algunos epitafios se elevaban sobre ellacomo islas de piedra. Intenté ponerme de pie y otra punzada de dolor me atenazó la nuca.Me llevé la mano hasta ahí y sentí un bulto. También noté humedad pegajosa. Miré mi mano.A la luz de la luna, la sangre que escurría entre mis dedos parecía negra.

Al segundo intento conseguí ponerme en pie, y permanecí así tambaleándome entre laslápidas y hasta las rodillas de niebla. No podía ver mi mochila pues la niebla la habíaocultado, pero sabía dónde estaba. Si caminaba por el sendero hacia la hendidura a laizquierda del terreno la encontraría. Demonios, incluso era posible que tropezase con ella.

Así pues esta era mi historia, pulcramente empacada y atada con un listón: Me habíadetenido para tomar un descanso en la cima de esta colina, me había internado en elcementerio para echar un vistazo por ahí, y al volver de visitar la lápida de un tal GeorgeStaub había tropezado con mis enormes y torpes pies. Caí, me golpeé la cabeza en una delas lápidas. ¿Cuánto tiempo había pasado inconsciente? No era lo suficientemente sabiocomo para adivinarlo con el movimiento de la luna y precisión de minutos, pero debió ser porlo menos una hora. Tiempo suficiente para tener aquel sueño que había tenido sobre habercabalgado con un muerto. ¿Qué muerto? George Staub, desde luego, el nombre que habíaleído en el epitafio de la lápida justo antes de que apagaran las luces. Era el final típico, ono? Cielos-vaya-sueño-que-he-tenido. Y cuando llegase a Lewiston y me encontrase con quemi madre había muerto? Solo una ligera sensación de premonición en la noche, dejémosloasí. Era la clase de historia que podrías contar años después, casi al final de alguna reunión,

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y la gente asentiría con la cabeza pensativamente y se pondría solemne y algún imbécil conremiendos de piel en los codos de su chaqueta de pana diría que hay más cosas sobre elcielo y la tierra de las que se pudiera soñar en nuestra filosofía y entonces-

"Entonces una mierda," Grazné. La parte alta de la niebla se movía lentamente, como en unespejo empañado. "Nunca hablaré sobre esto. Nunca, en toda mi vida, ni siquiera en milecho de muerte."

Pero había ocurrido todo como yo lo recordaba, eso era un hecho. George Staub se habíaaparecido y me había llevado en su Mustang. El viejo colega de Ichabod Crane con lacabeza suturada en vez de bajo su brazo, exigiendo que tomara una decisión. Yyo había elegido –enfrentado a las cercanas luces de la primer casa había traficado con lavida de mi madre sin apenas una pausa. Podía ser comprensible, pero eso no evitaba que laculpa disminuyera en absoluto. Su muerte parecería natural –demonios, debía ser natural – yasí era como yo pretendía dejarlo.

Me dirigí hacia fuera del cementerio por el sendero izquierdo y entonces mis pies se toparoncon mi mochila. La levanté y la colgué de nuevo sobre mis hombros. Aparecieron unos farosal pie de la colina casi de manera espontánea. Saqué el pulgar, extrañamente seguro de quese trataba del viejo del Dodge –había regresado a buscarme, por supuesto que sí, le daba ala historia el redondeo final.

Solo que no se trataba del viejo. Era un granjero que mascaba tabaco en una ranchera Fordllena de cestos de manzanas, un tipo perfectamente ordinario: ni viejo ni muerto.

"Hacia dónde vas, hijo?" Me preguntó, y cuando le respondí, añadió, "Eso nos irá bien aambos".

Menos de cuarenta minutos más tarde, a las nueve y veinte, me dejo frente al Central MaineMedical Center. "Buena suerte. Espero que tu má se recupere."

"Gracias," dije y abrí la puerta.

"Me di cuenta de que estabas muy nervioso al respecto, pero es más probable que seencuentre bien. Debes conseguir algo de desinfectante para esas, dijo" Señaló a mis manos.

Bajé la vista y vi las profundas marcas amoratadas en los dorsos. Recuerdo haberlasentrelazado fuertemente, clavándome las uñas, sintiendo pero incapaz de detenerme. Yrecordaba los ojos de Staub, llenos de luz de luna como agua radiante. Cabalgaste la Bala?Yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces.

"Hijo?" Preguntó el conductor de la ranchera. "Estas bien?"

"Eh?"

"Estas temblando."

"Estoy bien," dije. "Gracias otra vez." Cerré la puerta de la ranchera y me dirigí hacia laamplia entrada tras la línea de sillas de ruedas aparcadas que brillaban con la luz de la luna.

Caminé hacia el módulo de información, recordándome que debía parecer sorprendidocuando me dijesen que ella había muerto, debía parecer sorprendido, ellos lo verían curiososi no lo pareciese… o quizá pensarían que me encontraba en shock… o que no nosllevábamos bien… o …

Cavilaba tan profundamente en estos pensamientos que al principio no comprendí lo que lamujer tras el escritorio de información me dijo. Tuve que pedir que lo repitiese.

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"Decía que ella está en la habitación 487, pero no puede subir ahora. Las horas de visitaterminan a las nueve."

"Pero…" Repentinamente me sentí muy confundido. Me aferré al borde del escritorio. Laestancia estaba iluminada con tubos fluorescentes, y al brillo de la luz, los cortes en losdorsos de mis manos resaltaban claramente – ocho pequeñas curvas amoratadas, justosobre los nudillos. El hombre de la ranchera tenía razón, debía conseguir algo dedesinfectante.

La mujer tras el escritorio me miraba pacientemente. La placa frente a ella, decía que sunombre era IVONNE EDERLE.

"Pero, ella está bien?"

Miró en su ordenador. "Lo que dice aquí es S. Significa satisfactorio. Y el cuarto piso es lasala general. Si su madre hubiese tenido algún cambio a peor, se encontraría en la UCI. Queestá en el tercer piso. Estoy segura que si vuelve usted mañana, la encontrará muy bien. Lashoras de visita comienzan a las - "

"Ella es mi má," Dije. "He venido en autostop desde la Universidad de Maine para verla. ¿Nocree usted que podría subir al menos unos minutos?"

"Algunas veces hacemos excepciones para los familiares más cercanos," dijo ellasonriéndome. "Aguarde un momento. Veré qué puedo hacer." Levantó el teléfono y pulsó unpar de botones, sin duda para llamar a la estación de enfermeras del cuarto piso, y pude verel curso de los siguientes minutos como

Si realmente tuviese una segunda visión. Yvonne, la dama de Información preguntaría si elhijo de la Sra. Parker, en la habitación 487 podría subir por un par de minutos – lo suficientepara dar a su madre un beso y alguna palabra de aliento – y la enfermera diría oh Dios, laSra. Parker murió hace menos de quince minutos, apenas la enviamos a la morgue, nohemos tenido oportunidad de actualizar los datos en el ordenador, esto es terrible.

La mujer del escritorio dijo, "Muriel? Habla Yvonne. Hay un joven aquí conmigo, su nombrees -" Ella me miró con las cejas enarcadas y le di mi nombre. "- Alan Parker. Su madre esJean Parker que está en la 487, Me pregunta si podría…"

Se detuvo. Escuchando. En la otra línea, la enfermera del cuarto piso sin duda lecomunicaba que Jean Parker estaba muerta.

"Está bien," Dijo Yvonne. "Sí, entiendo". Permaneció en silencio un momento, con la miradaperdida, entonces colocó el auricular sobre su hombro y dijo, "Está enviando a Anne Corrigana que le eche un vistazo. Solo tomará un segundo."

"Yvonne frunció el entrecejo "Disculpa?"

"Nada," Dije. "Ha sido una larga noche y - "

"-Y está usted preocupado por su madre. Desde luego. Creo que es usted un buen hijo endejar todo como lo hizo y venir hasta acá."

Yo sospechaba que la opinión que tenía Yvonne Ederle sobre mí daría un abrupto giro sihubiese escuchado mi conversación con el joven tras el volante del Mustang, pero porsupuesto, no había ocurrido. Eso era un pequeño secreto, sólo entre George y yo.

Parecía que habían transcurrido horas desde que me encontrara de pie bajo los tubosfluorescentes, esperando a que la enfermera del cuarto piso volviese a ponerse en la línea.Yvonne tenía unos papeles frente a ella. Bajó su bolígrafo hacia uno de ellos, marcandoclaras líneas al lado de algunos de los nombres, y se me ocurrió que si realmente existiese

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un Angel de la Muerte, él o ella sería probablemente como esta mujer, un funcionarioligeramente sobrecargado de trabajo con un escritorio, un ordenador y mucho papeleo.Yvonne mantuvo el auricular entre su oído y un hombro levantado. El altavoz decía que sesolicitaba al Dr. Farquahr en radiología, Dr. Farquahr. En el cuarto piso, una enfermerallamada Anne Corrigan estaría ahora viendo a mi madre, yaciendo muerta en su cama conlos ojos abiertos, el rictus de su boca inducido por el infarto, finalmente relajado.

Yvonne se enderezó al recibir respuesta por la otra línea. Escuchó, entonces dijo: "Deacuerdo, si, entiendo. Lo haré. Por supuesto, lo haré. Gracias, Muriel." Colgó el teléfono y memiró solemnemente. "Muriel dice que puede usted subir, pero solamente podrá quedarsecinco minutos. Le han dado a su madre píldoras para dormir, y se encuentra algo sedada."

Me quedé ahí boquiabierto.

Su sonrisa se desvaneció un poco. "Seguro se encuentra bien Sr. Parker?"

"Sí," respondí. "Supongo que había pensado -"

Volvió a sonreír. Esta vez era una sonrisa de simpatía.

"Mucha gente piensa eso," dijo. "Es comprensible. Usted recibe de la nada una llamada, seapresura a llegar aquí… es comprensible que piense lo peor. Pero Muriel no le permitiríasubir a su piso si su madre no se encontrase bien. Créame."

"Gracias," dije. "Muchas gracias de verdad."

Mientras me alejaba, ella me dijo: "Sr. Parker? Si usted viene de la Universidad de Maine alnorte, podría preguntarle por qué lleva puesto ese botón? Thrill Village está en NewHampshire, o no?"

Bajé la vista a mi remera y vi el botón prendido al bolsillo del pecho: CABALGUÉ LA BALAEN THRILL VILLAGE, LACONIA. Recordé haber creído que él intentaba arrancarme elcorazón. Ahora lo comprendía: él lo había prendido a mi remera justo antes de arrojarmehacia la noche. Era su forma de marcarme, de hacer nuestro encuentro imposible de negar.Los cortes en los dorsos de mis manos así lo demostraban, el botón en mi remera, también.Él me había pedido que eligiese y yo lo había hecho.

Entonces, cómo podía mi madre seguir con vida?

"Esto?" Toqué el botón con la punta de mi pulgar, e incluso lo lustré un poco. "Es mi amuletode la buena suerte."

La mentira era tan horrible que tenía una suerte de esplendor.

"Lo obtuve cuando estuve ahí con mi madre, hace mucho tiempo. Ella me llevó a la Bala."

Yvonne, la dama de Información sonrió como si fuese lo más dulce que jamás hubiese oído."Dele un abrazo y un beso." Dijo. "El verle a usted le hará dormir mejor que cualquier píldoraque tengan los doctores." Señaló. "Los ascensores están por ahí, doblando la esquina."

Concluidas las horas de visita, yo era la única persona esperando ascensor. Había unbasurero a la izquierda de un quiosco, que se encontraba cerrado y a oscuras. Me quité elbotón de la remera y lo arrojé en el basurero. Después me froté la mano contra el pantalón.Todavía la estaba frotando cuando la puerta de un ascensor se abrió. Entré y pulsé elnúmero cuatro. La cabina comenzó a subir.

Arriba de los botones que indicaban los pisos, había un cartel que anunciaba una campañade donación de sangre para la siguiente semana. Al leerlo, una idea me acometió… exceptoque no era tanto una idea sino una certeza. Mi madre estaba muriendo ahora, en este

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preciso instante, mientras subía hacia ella en este lento ascensor industrial. Yo había elegido,por lo tanto yo la hallaría muerta. Tenía sentido.

La puerta del ascensor se abrió y mostró otro cartel. Este mostraba un dedo de caricaturapresionando unos grandes labios rojos de caricatura. Bajo ellos había una leyenda en letrasrojas NUESTROS PACIENTES AGRADECEN SU SILENCIO! Mas allá de la estancia, habíaun corredor que iba hacia derecha e izquierda. Los números nones se encontraban a laizquierda.

Caminé por ese corredor, mis zapatillas parecían ganar peso a cada paso. Aminoré lamarcha en los cuatrocientos setenta, y me detuve completamente entre el 481 y el 483. Nopodía hacer esto. Un sudor frío y pegajoso como jarabe a medio helar me resbalaba por lacabeza en pequeños ríos. Mi estómago estaba hecho nudo como un lustroso guante. No, nopodía hacerlo. Mejor era dar marcha atrás como todo el cobarde gallina que yo era. Haríaautostop hasta Harlow y llamaría a la Sra. McCurdy por la mañana. Sería más fácil encararlas cosas por la mañana.

Comencé a girarme, y entonces una enfermera asomó la cabeza dos habitaciones másallá… en la habitación de mi madre.

"Sr. Parker?" Preguntó en voz queda.

Por un loco instante, casi lo niego. Entonces asentí.

"Venga. Deprisa. Se va."

Eran las palabras que yo esperaba, pero aún así sentí un estremecimiento de terror y doblélas rodillas.

La enfermera lo vio y caminó deprisa hacia mí, su falda ondeando y su rostro alarmado. Elpequeño fistol dorado en su pecho rezaba ANNE CORRIGAN. "No, no, me refieroal sedante… se va a dormir, eso es todo. No irá usted a desmayarse verdad?" Me tomó porel brazo.

"No," Dije yo, sin saber si me desmayaría o no. El mundo ondulaba y mis oídos zumbaban.Pensé en cómo transcurrió el camino en el auto, un filme en blanco y negro y toda esa luz deluna plateada. Cabalgaste la bala? Hombre, yo cabalgué la jodida cosa cuatro veces.

Anne Corrigan me llevó hacia la habitación y vi a mi madre. Siempre había sido una mujergrande, y la cama de hospital parecía pequeña y angosta, pero casi parecía perderse en ella.Su cabello, ahora más gris que negro, estaba desparramado sobre la almohada. Sus manosyacían en el borde de las sábanas como las manos de un niño, o de una muñeca.

No había rictus congelado como el que yo había imaginado en su rostro, pero su complexiónera amarillenta.

Sus ojos estaban cerrados, pero cuando la enfermera a mi lado murmuró su nombre, seabrieron. Tenían un color azul profundo e iridiscente, su parte más joven, perfectamente viva.Por un momento miraron al vacío, y entonces me hallaron. Sonrió e intentó levantar losbrazos. Uno se levantó, el otro tembló, se elevó un poco y cayó. "Al," murmuró.

Fui hacia ella, comenzando a llorar. Había una silla junto a la pared, pero no me molesté entomarla. Me arrodillé en el suelo y puse mis brazos alrededor de ella. Su olor era cálido ylimpio. Besé su sien, su mejilla, la comisura de su boca. Levantó su mano sana y deslizó susdedos bajo uno de mis ojos.

"No llores," murmuró. "No es necesario."

"Vine tan pronto me enteré," dije. "Betsy McCurdy me llamó."

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"Le dije… fin de semana," dijo ella. "Dije que el fin de semana estaría bien."

"Sí, y al diablo con eso," repliqué y la abracé.

"Arreglaste el auto?"

"No," dije. "Hice autostop."

"Oh cielos," dijo ella. Cada palabra representaba claramente un esfuerzo para ella, pero nose saltaba letras y no sentí aturdimiento o desorientación en ella. Sabía quién era ella, quiénera yo, dónde nos encontrábamos y por qué estabamos ahí. La única señal de que algoandaba mal era su débil brazo izquierdo. Y tuve una gran sensación de alivio. Todo habíasido una cruel y práctica broma de Staub… o tal vez no existía un Staub, tal vez todo habíasido un sueño después de todo, tan vulgar como podría ser. Ahora que me encontraba aquí,arrodillado junto a su cama, con los brazos a su alrededor, oliendo la remanente fragancia desu perfume de Lavanda, la idea de un sueño se me antojaba mucho más plausible.

"Al? Hay sangre en el cuello de tu remera." Sus ojos se cerraron, y después se abrieronlentamente otra vez. Imaginé que debía sentir los tan párpados pesados como yo habíasentido mis zapatillas afuera, en el corredor.

"Me golpeé la cabeza má, no es nada."

"Bien. Tienes que… cuidarte." Los párpados se cerraron una vez más, se abrieron muchomás lentamente.

"Sr. Parker, creo que es mejor que la dejemos dormir ahora,"

"Probablemente, sí" Dije, rindiéndome. "Está casi en el mismo sitio donde tú me lo diste."

"No debí hacerlo," dijo ella. "Hacía calor y estaba cansada, pero aún así… no debí hacerlo.Quería decirte que lo siento."

Mis ojos comenzaron a gotear de nuevo. "Está bien, má. Eso sucedió hace mucho tiempo."

Dijo la enfermera detrás de mí. "Ha tenido un día extremadamente difícil."

"Lo sé." La besé de nuevo en la comisura de la boca. "Me voy má, pero volveré mañana."

"No… Autostop… peligroso."

"No lo haré. Conseguiré que me lleve la Sra. McCurdy. Tú duerme."

"Dormir… todo lo que hago," dijo. "Estaba en el trabajo descargando la máquina lava platos.Me dio un dolor de cabeza, Caí. Desperté… aquí." Alzó la vista hacia mí. "Fue un infarto,Dice el doctor… no muy grave."

"Estás bien," dije. Me levanté, y tomé su mano.

La piel estaba bien, tan suave como seda mojada. La mano de una persona mayor.

"Soñé que estábamos en aquel parque de atracciones en New Hampshire," dijo.

Bajé la vista hacia ella, sintiendo mi piel enfriarse completamente. "En serio?"

"Ajá. Esperábamos en la fila para ese que va… muy alto. ¿Recuerdas ese?"

"La Bala," dije. "Lo recuerdo má."

"Tú tenías miedo y yo grité. Te grité."

"No, ma, tú-"

Su mano se oprimió la mía y las comisuras de su boca se contrajeron en una delgada línea.

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Era un fantasma de su antigua expresión de impaciencia.

"Si," dijo. "Te grité y te manoteé. Detrás… en el cuello, ¿verdad?

"Nunca pudiste cabalgar," murmuró ella.

"Sí, lo hice" dije. "Al final, lo hice."

Ella me sonrió. Se veía pequeña y débil, a kilómetros aquella enfadada, sudorosa ymusculosa mujer que me había gritado cuando finalmente habíamos llegado al inicio de lafila, que me había gritado y golpeado en la nuca. Debió haber visto algo en la cara de alguien–alguna de las otras personas que esperaban para cabalgar la Bala- porque recuerdo quedijo algo como Qué estás mirando encanto? Mientras me llevaba de la mano, yo lloriqueandobajo el cálido sol de verano, frotándome la nuca… solo que realmente no dolía, no me habíamanoteado tan fuerte, principalmente recuerdo cuán agradecido me sentía de librarme deaquella alta y ondeante estructura con las cápsulas a cada lado, aquella revolvente máquinade gritos.

"Sr. Parker, realmente tiene que irse," dijo la enfermera. Levanté la mano de mi madre y besésus nudillos.

"Te veré mañana," dije "Te amo má."

"Yo también a ti, Alan… lamento las veces que te golpeé. No debí hacerlo así."

Pero lo había hecho, había sido su forma de hacerlo. No sabía cómo decirle que lo sabía yque lo aceptaba. Era parte de nuestro secreto familiar, algo que se susurra a través de lasterminaciones nerviosas.

"Te veré mañana, má, de acuerdo?"

No respondió. Sus ojos se habían cerrado de nuevo, y esta vez no los abrió. Su pecho subíay bajaba lenta y regularmente. Me alejé de la cama, sin apartar la vista de ella.

En la estancia, le dije a la enfermera, "Realmente estará bien? Realmente bien?"

"Nadie puede saberlo con certeza, Sr. Parker. Ella es paciente del Dr. Nunnally. Él es muybueno. Estará en el piso mañana por la tarde y podrá preguntarle -"

"Dígame lo que usted cree."

"Yo creo que estará bien," dijo la enfermera, guiándome de vuelta hacia la estancia delascensor.

"Sus signos vitales son fuertes, y los efectos residuales sugieren un infarto muy leve."Frunció un poco el ceño.

"Tendrá que hacer algunos cambios, desde luego. En su dieta… su estilo de vida…"

"El cigarrillo quiere decir."

"Oh sí. Eso tendrá que terminar." Lo decía como si el hecho de que mi madre dejase elhábito de toda su vida fuese tan fácil como mover un jarrón de una mesa en la sala de estar yllevarlo al recibidor. Pulsé el botón de los ascensores, y la puerta de la cabina en que habíasubido se abrió al instante. Las cosas claramente se movían más despacio en el CMMCcuando las horas de visita habían concluido.

"Gracias por todo" dije.

"No hay de qué. Lamento haberlo asustado. Lo que dije fue realmente estúpido."

"De ninguna manera," Dije, aunque estaba de acuerdo. "Ni lo mencione."

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Entré en el ascensor y pulsé el botón del recibidor. La enfermera levantó la mano y ondeó losdedos. Yo le devolví el gesto y entonces la puerta se deslizó entre nosotros. La cabinacomenzó su descenso. Miré las marcas de uñas en los dorsos de mis manos y pensé queera una criatura abominable, lo más bajo entre lo bajo. Aún cuando todo hubiese sido unsueño, yo era lo más bajo entre lo más malditamente bajo. Llévala, había dicho. Era mimadre pero me había dado igual. Llévate a mi má, no me lleves a mí. Ella me había criado,había trabajado horas extra por mí, había esperado en la fila conmigo bajo el ardiente sol delverano en el parque de diversiones de un polvoriento pueblucho de New Hampshire, y alfinal, yo apenas había dudado. Llévala, no me lleves a mí. Gallina, gallina, jodido gallina demierda.

Cuando se abrió la puerta del ascensor salí, tomé el borde del basurero, y ahí estaba,yaciendo en el fondo de un vaso de papel con café a medio terminar de alguien: CABALGUÉLA BALA EN THRILL VILLAGE, LACONIA.

Me incliné, saqué el botón de los fríos restos de café donde se encontraba, lo sequé con mispantalones y lo metí en mi bolsillo. Arrojarlo a la basura había sido una mala idea. Era mibotón ahora – amuleto de buena o mala suerte, era mío. Salí del hospital, despidiéndomebrevemente de Yvonne. Afuera, la luna cabalgaba el umbral del cielo, inundando el mundocon su luz extraña y perfectamente soñadora. Nunca me había sentido tan cansado ni tanalicaído en toda mi vida. Deseé poder elegir de nuevo. Habría hecho una elección distinta. Loque resultaba cómico –si la hubiese encontrado muerta como suponía que sería, creo quehubiese podido vivir con ello. Después de todo no era así como se suponía debían terminaresta clase de historias?

Nadie querría llevar a un tipo en el pueblo, había dicho el viejo de los calzoncillos, y cuáncierto era. Caminé atravesando todo Lewiston –tres docenas de calles de Lisbon Street ynueve calles de Canal Street, pasando por los clubes nocturnos con las gramolas tocandoviejas canciones de Foreigner, y Led Zeppelin y AC/DC en Francés –sin mostrar mi pulgaruna sola vez. No habría dado resultado. Ya pasaban de las once antes que llegara a DeMuthBridge. Una vez en el lado de Harlow, el primer auto al que mostré el pulgar se detuvo.Cuarenta minutos más tarde estaba buscando la llave bajo la carretilla roja junto a la puertadel cobertizo trasero, y diez minutos después, estaba en la cama. Mientras me tumbaba enella, se me ocurrió que era la primera vez en mi vida que dormía solo en aquella casa.

Fue el teléfono el que me despertó a las doce y cuarto del medio día. Pensé que sería delhospital, alguien del hospital me diría que mi madre había tenido un abrupto cambio a peor yhabía muerto hacía solo unos minutos, que pena.

Pero era solamente la Sra. McCurdy, queriendo asegurarse que había llegado bien a casa,queriendo saber todos los detalles de mi visita la noche anterior (me hizo contárselo tresveces, y hacia el final de la tercer recitación, me comenzaba a sentir como un criminal al quese interroga por cargos de asesinato), también quería saber si podría ir con ella al hospitalesa tarde. Le dije que eso sería estupendo.

Cuando colgué crucé la habitación hacia la puerta: Aquí había un espejo de cuerpo completo.En él se reflejaba un joven alto sin afeitar, con una pequeña barriga, vestido únicamente conondeantes calzoncillos largos. "Debes encargarte de eso grandullón", le dije a mi reflejo. Nopuedes continuar viviendo y pensando que cada vez que suene el teléfono será alguiendiciéndote que tu madre ha muerto.

No es que lo pensara. El tiempo borraría el recuerdo, siempre lo hacía… pero erasorprendente cuán real e inmediata me parecía la noche anterior. Cada filo y vértice eraagudo y claro. Todavía podía ver el joven y bien parecido rostro de Staub bajo su gorra

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volteada al revés, y el cigarrillo detrás de su oreja y la forma en

La que el humo escapaba de la incisión en su cuello al inhalar.

Todavía podía oírlo contando la historia del Cadillac que se vendía barato. El tiempodesvanecería los filos y redondearía los bordes pero, tomaría tiempo.

Después de todo, conservaba el botón, lo había dejado sobre el buró junto a la puerta delbaño. El botón era mi recuerdo. Algo que probaba que en realidad todo había sucedido.

Había un equipo modular anticuado en el rincón de la habitación y rebusqué entre mis viejascintas, buscando algo que escuchar mientras me afeitaba. Encontré una marcada FOLK MIXy la puse en el toca cintas. La había hecho en la escuela secundaria y apenas podía recordarlo que había en ella. Bob Dylan cantaba sobre la triste muerte de Hattie Caroll, Tom Paxtoncantaba sobre su colega trotamundos y después, Dave Van Roak comenzó a cantar el Bluesde la Cocaína.

A mitad del tercer verso me detuve con la navaja de afeitar sobre la mejilla. Got a handful ofwhiskey and a bellyful of gin(1), Dave cantaba con su áspera voz. Doctor say it kill me but hedon’t say when(2). Y esa era la respuesta, claro.

Una conciencia culpable me había llevado a asumir que mi madre moriría inmediatamente yStaub no había corregido esa asunción –cómo podía, cuando ni siquiera había yopreguntado?- pero obviamente era falso.

Doctor say it kill me but he don´t say when.

(1) Tengo la barriga llena de whisky y la cabeza de ginebra.

(2) El doctor dice que me matará pero no me dice cuándo.

Sobre qué en el nombre de Dios me estaba atormentando?

No había sido mi elección más susceptible al orden natural de las cosas? Acaso nosobrevivían los hijos a sus padres?

El hijo de puta había intentado asustarme –hacerme sentir culpable- pero no tuve quecomprar lo que él vendía, o sí?

Acaso no cabalgábamos todos la Bala al final?

Estás sólo intentando quitártelo de encima. Tratando de hacerlo parecer correcto. Tal vez loque piensas es cierto… pero, cuando él te pidió elegir, la elegiste a ella. No hay manera decambiar eso, amigo – la elegiste a ella.

Abrí los ojos y miré mi rostro en el espejo. "Hice lo que tenía que hacer" Dije. Realmente nolo creía pero suponía que lo haría con el tiempo.

La Sra. McCurdy y yo fuimos a ver a mi madre y se encontraba un poco mejor. Le pregunté sirecordaba su sueño sobre Thrill Village, en Laconia, ella negó con la cabeza. "Apenasrecuerdo que veniste anoche," dijo "estaba terriblemente somnolienta. Importa eso?"

"Nop," dije y besé su sien. "En absoluto".

Mi má salió del hospital cinco días después. Tuvo una leve cojera durante un tiempo, pero alcabo de un mes había vuelto al trabajo – al principio media jornada y después tiempocompleto, como si nada hubiera ocurrido. Yo volví al colegio y obtuve un empleo en Pat’sPizza en el centro de Orono. La paga no era sensacional, pero fue suficiente para reparar miauto.

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Eso estaba bien. Perdí el poco gusto que me había quedado por hacer autostop.

Mi madre intentó dejar de fumar y lo logró durante un tiempo. Después volví del colegio enAbril por las vacaciones con un día de anticipación y encontré nuestra cocina tan humeantecomo de costumbre. Ella me miró con ojos que parecían tanto avergonzados comodesafiantes. "No puedo" Dijo. "Sé que quieres que lo deje, y sé que debo hacerlo, pero hayun vacío tan grande en mi vida sin él. Nada lo llena. Lo mejor que puedo hacer es desearnunca haber comenzado."

Dos semanas después de graduarme en la universidad, mi má sufrió otro infarto – solo unopequeño. Intentó nuevamente dejar de fumar cuando el doctor la reprendió y despuésaumentó 25 kilos y volvió al tabaco. "Como el perro se voltea hacia el propio vómito" dice laBiblia, siempre me había gustado aquello.

Obtuve un empleo bastante bueno en Portland en mi primer intento –afortunado, supongo, ycomencé la labor de convencerla de dejar su empleo. Fue un verdadero estira y afloja alprincipio.

Tal vez el disgusto me hizo abandonar idea, pero yo conservaba un recuerdo que memantenía alejándome de sus defensas Yankees.

"Debes ahorrar para tu propia vida y no cuidar de mí," dijo ella. "Querrás casarte algún día,Al, y lo que gastes en mí no te servirá para ello. Para tu verdadera vida."

"Tú eres mi verdadera vida," le dije y la besé. "Podrá o no gustarte, pero así son las cosas."

Y finalmente, arrojó la toalla.

Tuvimos unos años bastante buenos después de eso –siete en total. No vivía con ella, perola visitaba casi a diario. Jugábamos mucho gin rummy y veíamos muchas películas en lavideo grabadora que le había comprado. Tenía un balde cargado de risas, como solía decirella. Yo no sabía si le debí esos años a George Staub o no, pero fueron buenos años. Y mirecuerdo de la noche en que conocí a George Staub nunca se desvaneció y se transformó enalgo como un sueño, como siempre esperé que sucediera, cada incidente, desde el viejodiciéndome que pidiera un deseo a la luna campestre, a los dedos buscando a tientas sobremi remera mientras Staub me prendía el botón permanecían perfectamente claros. Sabía queaún lo tenía cuando me había mudado a mi pequeño apartamento en Falmouth- lo guardé enel primer cajón de mi mesilla de noche, junto con un par de peines, mi juego de gemelos (1), yun viejo botón político que decía BILL CLINTON, EL PRESIDENTE DEL SAXO SEGURO-pero después lo había perdido. Y cuando el teléfono sonó un día o dos mas tarde, sabía porqué estaba llorando la Sra. McCurdy. Eran las malas noticias que realmente nuca dejé deesperar; lo divertido es divertido, y lo hecho hecho está.

Cuando terminó el funeral, y el velatorio, y las aparentemente interminables filas de dolientes,

(1) Gemelos: Mancuernas, yugos, yuntas.

Me mudé de nuevo a la pequeña casa en Harlow donde mi madre había pasado sus últimosaños, fumando y comiendo rosquillas azucaradas. Habíamos sido Alan y Jean Parker contrael mundo, ahora sólo quedaba yo.

Busqué entre sus efectos personales, separando los papeles con los que tendría que lidiarmás tarde, empacando en un rincón de la habitación, las cosas que quería conservar y enotro, las cosas que quería regalar a la Beneficencia. Casi al terminar la faena, me arrodillé ymiré bajo su cama y ahí estaba, lo que había buscado por todas partes sin realmente

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aceptarlo: un polvoriento botón que rezaba CABALGUÉ LA BALA EN THRILL VILLAGE,LACONIA. Curvé la mano alrededor de él. El fistol se clavó en mi carne y lo apreté aún más,sintiendo un placer amargo en el dolor. Cuando abrí nuevamente los dedos, tenía los ojosllenos de lágrimas y las palabras del botón parecían duplicarse, sobreponiéndose unas conotras en la trémula luz. Era como ver una película en tercera dimensión sin usar las gafas.

"Estás satisfecho?" Pregunté al cuarto vacío. "Es suficiente?" No hubo respuesta, desdeluego. "Para qué te molestaste? ¿Cuál es la maldita cuestión?"

Aún no había respuesta, y por qué debía haberla? Esperas en la fila, eso es todo. Esperasen la fila bajo la luna y pides tu deseo a la infecta luz. Esperas en la fila y los escuchas gritar– pagan

Para ser asustados, y en la Bala siempre hacen valer su dinero. Tal vez cuando llegue tuturno, cabalgues, tal vez corras. De cualquier forma todo acaba igual, eso creo. Deberíahaber más que eso, pero en realidad no lo hay – lo divertido es divertido y lo hecho, hechoestá.

Toma tu botón y vete de aquí.

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Dagón[Cuento. Texto completo.]

H.P. Lovecraft

Escribo esto bajo una fuerte tensión mental, ya que cuando llegue la noche habré dejadode existir. Sin dinero, y agotada mi provisión de droga, que es lo único que me hacetolerable la vida, no puedo seguir soportando más esta tortura; me arrojaré desde estaventana de la buhardilla a la sórdida calle de abajo. Pese a mi esclavitud a la morfina, nome considero un débil ni un degenerado. Cuando hayan leído estas páginasatropelladamente garabateadas, quizá se hagan idea -aunque no del todo- de por quétengo que buscar el olvido o la muerte.Fue en una de las zonas más abiertas y menos frecuentadas del anchuroso Pacíficodonde el paquebote en el que iba yo de sobrecargo cayó apresado por un corsarioalemán. La gran guerra estaba entonces en sus comienzos, y las fuerzas oceánicas de loshunos aún no se habían hundido en su degradación posterior; así que nuestro buque fuecapturado legalmente, y nuestra tripulación tratada con toda la deferencia yconsideración debidas a unos prisioneros navales. En efecto, tan liberal era la disciplinade nuestros opresores, que cinco días más tarde conseguí escaparme en un pequeño bote,con agua y provisiones para bastante tiempo.

Cuando al fin me encontré libre y a la deriva, tenía muy poca idea de cuál era misituación. Navegante poco experto, sólo sabía calcular de manera muy vaga, por el sol ylas estrellas, que estaba algo al sur del ecuador. No sabía en absoluto en qué longitud, yno se divisaba isla ni costa algunas. El tiempo se mantenía bueno, y durante incontablesdías navegué sin rumbo bajo un sol abrasador, con la esperanza de que pasara algúnbarco, o de que me arrojaran las olas a alguna región habitable. Pero no aparecían nibarcos ni tierra, y empecé a desesperar en mi soledad, en medio de aquella ondulante eininterrumpida inmensidad azul.

El cambio ocurrió mientras dormía. Nunca llegaré a conocer los pormenores; porque misueño, aunque poblado de pesadillas, fue ininterrumpido. Cuando desperté finalmente,descubrí que me encontraba medio succionado en una especie de lodazal viscoso ynegruzco que se extendía a mi alrededor, con monótonas ondulaciones hasta dondealcanzaba la vista, en el cual se había adentrado mi bote cierto trecho.

Aunque cabe suponer que mi primera reacción fuera de perplejidad ante unatransformación del paisaje tan prodigiosa e inesperada, en realidad sentí más horror queasombro; pues había en la atmósfera y en la superficie putrefacta una calidad siniestraque me heló el corazón. La zona estaba corrompida de peces descompuestos y otrosanimales menos identificables que se veían emerger en el cieno de la interminablellanura. Quizá no deba esperar transmitir con meras palabras la indecible repugnanciaque puede reinar en el absoluto silencio y la estéril inmensidad. Nada alcanzaba a oírse;nada había a la vista, salvo una vasta extensión de légamo negruzco; si bien la absolutaquietud y la uniformidad del paisaje me producían un terror nauseabundo.

El sol ardía en un cielo que me parecía casi negro por la cruel ausencia de nubes; era

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como si reflejase la ciénaga tenebrosa que tenía bajo mis pies. Al meterme en el boteencallado, me di cuenta de que sólo una posibilidad podía explicar mi situación. Merceda una conmoción volcánica el fondo oceánico había emergido a la superficie, sacando ala luz regiones que durante millones de años habían estado ocultas bajo insondablesprofundidades de agua. Tan grande era la extensión de esta nueva tierra emergida debajode mí, que no lograba percibir el más leve rumor de oleaje, por mucho que aguzaba eloído. Tampoco había aves marinas que se alimentaran de aquellos peces muertos.

Durante varias horas estuve pensando y meditando sentado en el bote, que se apoyabasobre un costado y proporcionaba un poco de sombra al desplazarse el sol en el cielo. Amedida que el día avanzaba, el suelo iba perdiendo pegajosidad, por lo que en pocotiempo estaría bastante seco para poderlo recorrer fácilmente. Dormí poco esa noche, yal día siguiente me preparé una provisión de agua y comida, a fin de emprender lamarcha en busca del desaparecido mar, y de un posible rescate.

A la mañana del tercer día comprobé que el suelo estaba bastante seco para andar por élcon comodidad. El hedor a pescado era insoportable; pero me tenían preocupado cosasmás graves para que me molestase este desagradable inconveniente, y me puse enmarcha hacia una meta desconocida. Durante todo el día caminé constantemente endirección oeste guiado por una lejana colina que descollaba por encima de las demáselevaciones del ondulado desierto. Acampé esa noche, y al día siguiente proseguí lamarcha hacia la colina, aunque parecía escasamente más cerca que la primera vez que ladescubrí. Al atardecer del cuarto día llegué al pie de dicha elevación, que resultó sermucho más alta de lo que me había parecido de lejos; tenía un valle delante que hacíamás pronunciado el relieve respecto del resto de la superficie. Demasiado cansado paraemprender el ascenso, dormí a la sombra de la colina.

No sé por qué, mis sueños fueron extravagantes esa noche; pero antes que la lunamenguante, fantásticamente gibosa, hubiese subido muy alto por el este de la llanura, medesperté cubierto de un sudor frío, decidido a no dormir más. Las visiones que habíatenido eran excesivas para soportarlas otra vez. A la luz de la luna comprendí loimprudente que había sido al viajar de día. Sin el sol abrasador, la marcha me habríaresultado menos fatigosa; de hecho, me sentí de nuevo lo bastante fuerte como paraacometer el ascenso que por la tarde no había sido capaz de emprender. Recogí miscosas e inicié la subida a la cresta de la elevación.

Ya he dicho que la ininterrumpida monotonía de la ondulada llanura era fuente de unvago horror para mí; pero creo que mi horror aumentó cuando llegué a lo alto del montey vi, al otro lado, una inmensa sima o cañón, cuya oscura concavidad aún no iluminabala luna. Me pareció que me encontraba en el borde del mundo, escrutando desde elmismo canto hacia un caos insondable de noche eterna. En mi terror se mezclabanextraños recuerdos del Paraíso perdido, y la espantosa ascensión de Satanás a través deremotas regiones de tinieblas.

Al elevarse más la luna en el cielo, empecé a observar que las laderas del valle no erantan completamente perpendiculares como había imaginado. La roca formaba cornisas y

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salientes que proporcionaban apoyos relativamente cómodos para el descenso; y a partirde unos centenares de pies, el declive se hacía más gradual. Movido por un impulso queno me es posible analizar con precisión, bajé trabajosamente por las rocas, hasta eldeclive más suave, sin dejar de mirar hacia las profundidades estigias donde aún nohabía penetrado la luz.

De repente, me llamó la atención un objeto singular que había en la ladera opuesta, elcual se erguía enhiesto como a un centenar de yardas de donde estaba yo; objeto quebrilló con un resplandor blanquecino al recibir de pronto los primeros rayos de la lunaascendente. No tardé en comprobar que era tan sólo una piedra gigantesca; pero tuve laclara impresión de que su posición y su contorno no eran enteramente obra de laNaturaleza. Un examen más detenido me llenó de sensaciones imposibles de expresar;pues pese a su enorme magnitud, y su situación en un abismo abierto en el fondo del marcuando el mundo era joven, me di cuenta, sin posibilidad de duda, de que el extrañoobjeto era un monolito perfectamente tallado, cuya imponente masa había conocido elarte y quizá el culto de criaturas vivas y pensantes.

Confuso y asustado, aunque no sin cierta emoción de científico o de arqueólogo,examiné mis alrededores con atención. La luna, ahora casi en su cenit, asomabaespectral y vívida por encima de los gigantescos peldaños que rodeaban el abismo, yreveló un ancho curso de agua que discurría por el fondo formando meandros,perdiéndose en ambas direcciones, y casi lamiéndome los pies donde me había detenido.Al otro lado del abismo, las pequeñas olas bañaban la base del ciclópeo monolito, encuya superficie podía distinguir ahora inscripciones y toscos relieves. La escriturapertenecía a un sistema de jeroglíficos desconocido para mí, distinto de cuantos yo habíavisto en los libros, y consistente en su mayor parte en símbolos acuáticosesquematizados tales como peces, anguilas, pulpos, crustáceos, moluscos, ballenas ydemás. Algunos de los caracteres representaban evidentemente seres marinosdesconocidos para el mundo moderno, pero cuyos cuerpos en descomposición habíavisto yo en la llanura surgida del océano.

Sin embargo, fueron los relieves los que más me fascinaron. Claramente visibles al otrolado del curso de agua, a causa de sus enormes proporciones, había una serie debajorrelieves cuyos temas habrían despertado la envidia de un Doré. Creo que estosseres pretendían representar hombres... al menos, cierta clase de hombres; aunqueaparecían retozando como peces en las aguas de alguna gruta marina, o rindiendohomenaje a algún monumento monolítico, bajo el agua también. No me atrevo adescubrir con detalle sus rostros y sus cuerpos, ya que el mero recuerdo me producevahídos. Más grotescos de lo que podría concebir la imaginación de un Poe o de unBulwer, eran detestablemente humanos en general, a pesar de sus manos y piespalmeados, sus labios espantosamente anchos y fláccidos, sus ojos abultados y vidriosos,y demás rasgos de recuerdo menos agradable. Curiosamente, parecían cincelados sin ladebida proporción con los escenarios que servían de fondo, ya que uno de los seresestaba en actitud de matar una ballena de tamaño ligeramente mayor que él. Observé,como digo, sus formas grotescas y sus extrañas dimensiones; pero un momento después

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decidí que se trataba de dioses imaginarios de alguna tribu pescadora o marinera; de unatribu cuyos últimos descendientes debieron de perecer antes que naciera el primerantepasado del hombre de Piltdown o de Neanderthal. Aterrado ante esta visióninesperada y fugaz de un pasado que rebasaba la concepción del más atrevidoantropólogo, me quedé pensativo, mientras la luna bañaba con misterioso resplandor elsilencioso canal que tenía ante mí.

Entonces, de repente, lo vi. Tras una leve agitación que delataba su ascensión a lasuperficie, la entidad surgió a la vista sobre las aguas oscuras. Inmenso, repugnante,aquella especie de Polifemo saltó hacia el monolito como un monstruo formidable ypesadillesco, y lo rodeó con sus brazos enormes y escamosos, al tiempo que inclinaba lacabeza y profería ciertos gritos acompasados. Creo que enloquecí entonces.

No recuerdo muy bien los detalles de mi frenética subida por la ladera y el acantilado, nide mi delirante regreso al bote varado... Creo que canté mucho, y que reí insensatamentecuando no podía cantar. Tengo el vago recuerdo de una tormenta, poco después de llegaral bote; en todo caso, sé que oí el estampido de los truenos y demás ruidos que laNaturaleza profiere en sus momentos de mayor irritación.

Cuando salí de las sombras, estaba en un hospital de San Francisco; me había llevadoallí el capitán del barco norteamericano que había recogido mi bote en medio delocéano. Hablé de muchas cosas en mis delirios, pero averigüé que nadie había hechocaso de las palabras. Los que me habían rescatado no sabían nada sobre la aparición deuna zona de fondo oceánico en medio del Pacífico, y no juzgué necesario insistir en algoque sabía que no iban a creer. Un día fui a ver a un famoso etnólogo, y lo divertíhaciéndole extrañas preguntas sobre la antigua leyenda filistea en torno a Dagón, elDios-Pez; pero en seguida me di cuenta de que era un hombre irremediablementeconvencional, y dejé de preguntar.

Es de noche, especialmente cuando la luna se vuelve gibosa y menguante, cuando veo aese ser. He intentado olvidarlo con la morfina, pero la droga sólo me proporciona unacesación transitoria, y me ha atrapado en sus garras, convirtiéndome irremisiblemente ensu esclavo. Así que voy a poner fin a todo esto, ahora que he contado lo ocurrido parainformación o diversión desdeñosa de mis semejantes. Muchas veces me pregunto si noserá una fantasmagoría, un producto de la fiebre que sufrí en el bote a causa de lainsolación, cuando escapé del barco de guerra alemán. Me lo pregunto muchas veces;pero siempre se me aparece, en respuesta, una visión monstruosamente vívida. No puedopensar en las profundidades del mar sin estremecerme ante las espantosas entidades quequizá en este instante se arrastran y se agitan en su lecho fangoso, adorando a susantiguos ídolos de piedra y esculpiendo sus propias imágenes detestables en obeliscossubmarinos de mojado granito. Pienso en el día que emerjan de las olas, y se lleven entresus garras de vapor humeantes a los endebles restos de una humanidad exhausta por laguerra... en el día en que se hunda la tierra, y emerja el fondo del océano en medio deluniversal pandemonio.

Se acerca el fin. Oigo ruido en la puerta, como si forcejeara en ella un cuerpo inmenso y

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resbaladizo. No me encontrará. ¡Dios mío, esa mano! ¡La ventana! ¡La ventana!

FIN