rubÉn darÍo · 2020. 11. 27. · rubén darío nació el 18 de enero de 1867 en metapa,...

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  • RUBÉN DARÍO

    EN BUSCA DE CUADROS CRÓNICAS DE VIAJES

  • Rubén Darío

    Nació el 18 de enero de 1867 en Metapa, Nicaragua. Fue poeta, periodista y diplomático, considerado el máximo representante del modernismo literario en lengua española.

    Publicó sus primeros poemas en periódicos y revistas locales. En 1887 publicó Abrojos, su primer libro de poemas, y un año después Azul (1888), poemario que inicia el modernismo en Latinoamérica. En 1892 marchó a Europa como miembro de la delegación diplomática de Nicaragua, la cual fue enviada a Madrid por los actos conmemorativos del descubrimiento de América. Entre 1893 y 1896 residió en Buenos Aires, y allí publicó dos libros decisivos en su obra: Los raros (1896) y Prosas profanas y otros poemas (1896), el cual consagró definitivamente el modernismo literario en español.

    Vivió algunos años en Barcelona y luego, al estallar la Primera Guerra Mundial, viajó a América. Tras una breve estancia en Guatemala, regresó definitivamente a Nicaragua, donde falleció el 6 de febrero de 1916 en la ciudad de León.

  • En busca de cuadros. Crónicas de viajes Rubén Darío

    Juan Pablo de la Guerra de Urioste Gerente de Educación y Deportes

    Christopher Zecevich Arriaga Subgerente de Educación

    Doris Renata Teodori de la Puente Asesora de Educación

    María Celeste del Rocío Asurza Matos Jefa del programa Lima Lee

    Editor del programa Lima Lee: José Miguel Juárez ZevallosSelección de textos: María Grecia Rivera CarmonaCorrección de estilo: Claudia Daniela Bustamante BustamanteDiagramación: Ambar Lizbeth Sánchez GarcíaConcepto de portada: Melissa Pérez García

    Editado por la Municipalidad de Lima

    Jirón de la Unión 300, Lima

    www.munlima.gob.pe

    Lima, 2020

  • Presentación

    La Municipalidad de Lima, a través del programa Lima Lee, apunta a generar múltiples puentes para que el ciudadano acceda al libro y establezca, a partir de ello, una fructífera relación con el conocimiento, con la creatividad, con los valores y con el saber en general, que lo haga aún más sensible al rol que tiene con su entorno y con la sociedad.

    La democratización del libro y lectura son temas primordiales de esta gestión municipal; con ello buscamos, en principio, confrontar las conocidas brechas que separan al potencial lector de la biblioteca física o virtual. Los tiempos actuales nos plantean nuevos retos, que estamos enfrentando hoy mismo como país, pero también oportunidades para lograr ese acercamiento anhelado con el libro que nos lleve a desterrar los bajísimos niveles de lectura que tiene nuestro país.

    La pandemia del denominado COVID-19 nos plantea una reformulación de nuestros hábitos, pero, también, una revaloración de la vida misma como espacio de

  • interacción social y desarrollo personal; y la cultura de la mano con el libro y la lectura deben estar en esa agenda que tenemos todos en el futuro más cercano.

    En ese sentido, en la línea editorial del programa, se elaboró la colección Lima Lee, títulos con contenido amigable y cálido que permiten el encuentro con el conocimiento. Estos libros reúnen la literatura de autores peruanos y escritores universales.

    El programa Lima Lee de la Municipalidad de Lima tiene el agrado de entregar estas publicaciones a los vecinos de la ciudad con la finalidad de fomentar ese maravilloso y gratificante encuentro con el libro y la buena lectura que nos hemos propuesto impulsar firmemente en el marco del Bicentenario de la Independencia del Perú.

    Jorge Muñoz Wells Alcalde de Lima

  • ÁLBUM PORTEÑO

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    I. EN BUSCA DE CUADROS

    Sin pinceles, sin paleta, sin papel, sin lápiz, Ricardo, poeta lírico incorregible, huyendo de las agitaciones y turbulencias; de las máquinas y de los fardos, del ruido monótono de los tranvías y el chocar de las herraduras de los caballos con su repiqueteo de caracoles sobre las piedras; de las carreras de los corredores frente a la Bolsa; del tropel de los comerciantes; del grito de los vendedores de diarios; del incesante bullicio e inacabable hervor de este puerto; en busca de impresiones y de cuadros, subió al cerro Alegre que, gallardo como una gran roca florecida, luce sus flancos verdes, sus montículos coronados de casas risueñas escalonadas en la altura, rodeadas de jardines, con ondeantes cortinas de enredaderas, jaulas de pájaros, jarras de flores, rejas vistosas y niños rubios de caras angélicas.

    Abajo estaban las techumbres del Valparaíso que hace transacciones, que anda a pie como una ráfaga, que puebla los almacenes e invade los bancos, que viste por la mañana terno crema o plomizo, a cuadros, con sombrero de paño, y por la noche bulle en la calle del Cabo con

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    lustroso sombrero de copa, abrigo al brazo y guantes amarillos, viendo a la luz, que brota de las vidrieras, los lindos rostros de las mujeres que pasan.

    Más allá, el mar, acerado, brumoso, los barcos en grupo, el horizonte azul y lejano. Arriba, entre opacidades, el sol.

    Donde estaba el soñador empedernido, casi en lo más alto del cerro, apenas si se sentían los estremecimientos de abajo.

    Erraba él a lo largo del Camino de Cintura e iba pensando en idilios, con toda la augusta desfachatez de un poeta que fuera millonario.

    Había allí aire fresco para sus pulmones, casas sobre cumbres, como nidos al viento, donde bien podía darse el gusto de colocar parejas enamoradas; y tenía, además, el inmenso espacio azul, del cual —él lo sabía perfectamente— los que hacen los salmos y los himnos pueden disponer como les venga en antojo.

    De pronto escuchó: —«¡Mary! ¡Mary!». Y él, que andaba a caza de impresiones y en busca de cuadros, volvió la vista.

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    II. ACUARELA

    Había cerca un bello jardín, con más rosas que azaleas y más violetas que rosas. Un bello y pequeño jardín, con jarrones, pero sin estatuas; con una pila blanca, pero sin surtidores, cerca de una casita como hecha para un cuento dulce y feliz.

    En la pila un cisne chapuzaba revolviendo el agua, sacudiendo las alas de un blancor de nieve, enarcando el cuello en la forma del brazo de una lira o del ansa de un ánfora, y moviendo el pico húmedo y con tal lustre como si fuese labrado en un ágata de color de rosa.

    En la puerta de la casa, como extraída de una novela de Dickens, estaba una de esas viejas inglesas, únicas, solas, clásicas, con la cofia encintada, los anteojos sobre la nariz, el cuerpo encorvado, las mejillas arrugadas, mas con color de manzana madura y salud rica. Sobre la saya oscura, el delantal.

    Llamaba:

    —¡Mary!

  • 11

    El poeta vio llegar una joven de un rincón del jardín, hermosa, triunfal, sonriente; y no quiso tener tiempo sino para meditar en que son adorables los cabellos dorados cuando flotan sobre las nucas marmóreas, y en que hay rostros que valen bien por un alba.

    Luego, todo era delicioso. Aquellos quince años entre las rosas —quince años, sí, los estaban pregonando unas pupilas serenas de niña, un seno apenas erguido, una frescura primaveral, y una falda hasta el tobillo que dejaba ver el comienzo turbador de una media de color de carne—; aquellos rosales temblorosos que hacían ondular sus arcos verdes, aquellos durazneros con sus ramilletes alegres donde se detenían al paso las mariposas errantes llenas de polvo de oro, y las libélulas de alas cristalinas e irisadas; aquel cisne en la ancha taza, esponjando el alabastro de sus plumas, y zambulléndose entre espumajeos y burbujas, casi con voluptuosidad en la transparencia del agua; la casita limpia, pintada, apacible, de donde emergía como una onda de felicidad; y en la puerta la anciana, un invierno, en medio de toda aquella vida, cerca de la tal Mary, una virginidad en flor.

    Ricardo, poeta lírico que andaba a caza de cuadros, estaba allí con la satisfacción de un goloso que paladea cosas exquisitas.

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    Y la anciana y la joven:

    —¿Qué traes?

    —Flores.

    Mostraba Mary su falda llena como de iris hechos trizas, que revolvía con una de sus manos gráciles de ninfa mientras, sonriendo su linda boca purpurada, sus ojos abiertos en redondo dejaban ver un color de lapislázuli y una humedad radiosa.

    El poeta siguió adelante.

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    III. PAISAJE

    A poco andar se detuvo.

    El sol había roto el velo opaco de las nubes y bañaba de claridad áurea y perlada un recodo del camino. Allí, unos cuantos sauces inclinaban sus cabelleras hasta rozar el césped. En el fondo se divisaban altos barrancos y en ellos tierra negra, tierra roja, pedruscos brillantes como vidrios. Bajo los sauces agobiados ramoneaban sacudiendo sus testas filosóficas —¡oh, gran maestro Hugo!— unos asnos; y cerca de ellos un buey, gordo, con sus grandes ojos melancólicos y pensativos donde ruedan miradas y ternuras de éxtasis supremos y desconocidos, mascaba despacioso y con cierta pereza la pastura. Sobre todo, flotaba un vaho cálido, y el grato olor campestre de las hierbas pisadas. Se veía en lo profundo un trozo de azul. Un guaso robusto, uno de esos fuertes campesinos, toscos hércules que detienen un toro, apareció de pronto en lo más alto de los barrancos. Tenía tras de sí el vasto cielo. Las piernas, todas músculos, las llevaba desnudas. En uno de sus brazos traía una cuerda gruesa y arrollada. Sobre su cabeza, como un gorro de nutria, sus cabellos enmarañados, tupidos, salvajes.

  • 14

    Llegó al buey en seguida y le echó el lazo a los cuernos. Cerca de él, un perro con la lengua de fuera, acezando, movía el rabo y daba brincos.

    —¡Bien! —dijo Ricardo.

    Y pasó.

  • 15

    IV. AGUAFUERTE

    Pero ¿para dónde diablos iba?

    Y se entró en una casa cercana de donde salía un ruido metálico y acompasado.

    En un recinto estrecho, entre paredes llenas de hollín, negras, muy negras, trabajaban unos hombres en la forja. Uno movía el fuelle que resoplaba, haciendo crepitar el carbón, lanzando torbellinos de chispas y llamas como lenguas pálidas, áureas, azulejas, resplandecientes. Al brillo del fuego en que se enrojecían largas barras de hierro, se miraban los rostros de los obreros con un reflejo trémulo. Tres yunques ensamblados en toscas armazones resistían el batir de los machos que aplastaban el metal candente, haciendo saltar una lluvia enrojecida. Los forjadores vestían camisas de lana de cuellos abiertos, y largos delantales de cuero. Se les alcanzaba a ver el pescuezo gordo y el principio del pecho velludo; y salían de las mangas holgadas los brazos gigantescos, donde, como en los de Amico, parecían los músculos redondas piedras de las que deslavan y pulen los

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    torrentes. En aquella negrura de caverna, al resplandor de las llamaradas, tenían tallas de cíclopes. A un lado, una ventanilla dejaba pasar apenas un haz de rayos de sol. A la entrada de la forja, como en un marco oscuro, una muchacha blanca comía uvas. Y, sobre aquel fondo de hollín y de carbón, sus hombros delicados y tersos que estaban desnudos hacían resaltar su bello color de lirio, con un casi imperceptible tono dorado.

    Ricardo pensaba:

    —Decididamente, una excursión feliz al país de los sueños...

  • 17

    V. LA VIRGEN DE LA PALOMA

    Anduvo, anduvo.

    Volvía ya a su morada. Se dirigía al ascensor cuando oyó una risa infantil, armónica, y él, poeta incorregible, buscó los labios de donde brotaba aquella risa.

    Bajo un cortinaje de madreselvas, entre plantas olorosas y maceteros floridos, estaba una mujer pálida, augusta, madre, con un niño tierno y risueño. Le sostenía en uno de sus brazos, el otro lo tenía en alto, y en la mano una paloma, una de esas palomas albísimas que arrullan a sus pichones de alas tornasoladas, inflando el buche como un seno de virgen, y abriendo el pico de donde brota la dulce música de su caricia.

    La madre mostraba al niño la paloma, y el niño, en su afán de cogerla, abría los ojos, estiraba los bracitos, reía gozoso; y su rostro al sol tenía como un nimbo; y la madre, con la tierna beatitud de sus miradas, con su esbeltez solemne y gentil, con la aurora en las pupilas y la bendición y el beso en los labios, era como una azucena

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    sagrada, como una María llena de gracia, irradiando la luz de un candor inefable. El niño Jesús, real como un dios infante, precioso como un querubín paradisíaco, quería asir aquella paloma blanca, bajo la cúpula inmensa del cielo azul.

    Ricardo descendió y tomó el camino de su casa.

  • 19

    VI. LA CABEZA

    Por la noche, sonando aún en sus oídos la música del Odeón, y los parlamentos de Astol; de vuelta de las calles donde escuchara el ruido de los coches y la triste melopea de los tortilleros, aquel soñador se encontraba en su mesa de trabajo, donde las cuartillas inmaculadas estaban esperando las silvas y los sonetos de costumbre, a las mujeres de los ojos ardientes.

    ¡Uf!...

    ¡Qué silvas! ¡Qué sonetos! La cabeza del poeta lírico era una orgía de colores y de sonidos. Resonaban en las concavidades de aquel cerebro martilleos de cíclope, himnos al son de tímpanos sonoros, fanfarrias bárbaras, risas cristalinas, gorjeos de pájaros, batir de alas y estallar de besos, todo como en ritmos locos y revueltos. Y los colores agrupados estaban como pétalos de capullos distintos confundidos en una bandeja, o como la endiablada mezcla de tintas que llena la paleta de un pintor...

    Además...

  • ÁLBUM SANTIAGUINO

  • 21

    I. ACUARELA

    Primavera. Ya las azucenas floridas y llenas de miel han abierto sus cálices pálidos bajo el oro del sol. Ya los gorriones tornasolados, esos amantes acariciadores, adulan a las rosas frescas, esas opulentas y purpuradas emperatrices; ya el jazmín, flor sencilla, tachona los tupidos ramajes, como una blanca estrella sobre un cielo verde. Ya las damas elegantes visten sus trajes claros, dando al olvido las pieles y los abrigos invernales. Y mientras el sol se pone, sonrosando las nieves con una claridad suave, junto a los árboles de la alameda que lucen sus cumbres resplandecientes en un polvo de luz, su esbeltez solemne y sus hojas nuevas, bulle un enjambre humano, a ruido de música, de cuchicheos vagos y de palabras fugaces.

    He aquí el cuadro. En primer término está la negrura de los coches que esplende y quiebra los últimos reflejos solares; los caballos orgullosos con el brillo de sus arneses, y con sus cuellos estirados e inmóviles de brutos heráldicos; los cocheros taciturnos, en su quietud de indiferentes, luciendo sobre las largas libreas

  • 22

    los botones metálicos flamantes, y en el fondo de los carruajes, reclinadas como odaliscas, erguidas como reinas, las mujeres rubias de los ojos soñadores, las que tienen cabelleras negras y rostros pálidos, las rosadas adolescentes que ríen con alegría de pájaro primaveral, bellezas lánguidas, hermosuras audaces, castos lirios albos y tentaciones ardientes.

    En esa portezuela está un rostro apareciendo de modo que semeja el de un querubín; por aquella ha salido una mano enguantada que se dijera de niño, y es de morena tal que llama los corazones; más allá se alcanza a ver un pie de Cenicienta con zapatito oscuro y media lila, y acullá, gentil con sus gestos de diosa, bella con su color de marfil amapolado, su cuello real y la corona de su cabellera, está la Venus de Milo, no manca, sino con dos brazos, gruesos como los muslos de un amorcillo, y vestida a la última moda de París, con ricas telas de Prá.

    Más allá está el oleaje de los que van y vienen; parejas de enamorados, hermanos y hermanas, grupos de caballeritos irreprochables; todo en la confusión de los rostros, de las miradas, de los colorines, de los vestidos, de las capotas; resaltando a veces en el fondo negro

  • 23

    y aceitoso de los elegantes Dumas, una cara blanca de mujer, un sombrero de paja adornado de colibríes, de cintas o de plumas, o el inflado globo rojo, de goma, que pendiente de un hilo lleva un niño risueño, de medias azules, zapatos charolados y holgado cuello a la marinera.

    En el fondo, los palacios elevan al azul la soberbia de sus fachadas, en las que los álamos erguidos rayan columnas hojosas entre el abejeo trémulo y desfalleciente de la tarde fugitiva.

  • 24

    II. UN RETRATO DE WATTEAU

    Estás en los misterios de un tocador. Estás viendo ese brazo de ninfa, esas manos diminutas que empolvan el haz de rizos rubios de la cabellera espléndida. La araña de luces opacas derrama la languidez de su girándula por todo el recinto. Y he aquí que, al volverse ese rostro, soñamos con los buenos tiempos pasados. Una marquesa, contemporánea de madama de Maintenon, solitaria en su gabinete, da las últimas manos a su tocado.

    Todo está correcto; los cabellos que tienen todo el Oriente en sus hebras, empolvados y crespos; el cuello del corpiño, ancho y en forma de corazón, hasta dejar ver el principio del seno firme y pulido; las mangas abiertas que muestran blancuras incitantes; el talle ceñido, que se balancea, y el rico faldellín de largos vuelos, y el pie pequeño en el zapato de tacones rojos.

    Mira las pupilas azules y húmedas, la boca de dibujo maravilloso, con una sonrisa enigmática de esfinge, quizá un recuerdo del amor galante, del madrigal recitado junto al tapiz de figuras pastoriles o mitológicas, o del beso a furto tras la estatua de algún Silvano, en la penumbra.

  • 25

    Se ve la dama de pies a cabeza, entre dos grandes espejos; calcula el efecto de la mirada, del andar, de la sonrisa, del vello casi impalpable que agitará el viento de la danza en su nuca fragante y sonrosada. Y piensa, y suspira; y flota aquel suspiro en ese aire impregnado de aroma femenino que hay en un tocador de mujer.

    Entretanto, la contempla con sus ojos de mármol una Diana que se alza irresistible y desnuda sobre su plinto; y le ríe con audacia un sátiro de bronce que sostiene entre los pámpanos de su cabeza un candelabro; y en el ansa de un jarrón de Rouen lleno de agua perfumada, le tiende los brazos y los pechos una sirena con la cola corva y brillante de escamas argentinas, mientras, en el plafond en forma de óvalo, va por el fondo inmenso y azulado, sobre el lomo de un toro robusto y divino, la bella Europa, entre delfines áureos y tritones corpulentos, que sobre el vasto ruido de las ondas hacen vibrar el ronco estrépito de sus resonantes caracoles.

    La hermosa está satisfecha; ya pone perlas en la garganta y calza las manos en seda; ya rápida se dirige a la puerta donde el carruaje espera y el tronco piafa. Y hela ahí, vanidosa y gentil, a esa aristocrática santiaguina que se dirige a un baile de fantasía, de manera que el gran Watteau le dedicaría sus pinceles.

  • 26

    III. NATURALEZA MUERTA

    He visto ayer por una ventana un tiesto lleno de lilas y de rosas pálidas sobre un trípode. Por fondo tenía uno de esos cortinajes amarillos y opulentos, que hacen pensar en los mantos de los príncipes orientales. Las lilas recién cortadas resaltaban con su lindo color apacible, junto a los pétalos esponjados de las rosas té.

    Junto al tiesto, en una copa de laca ornada con ibis de oro incrustados, incitaban a la gula manzanas frescas, medio coloradas, con la pelusilla de la fruta nueva y la sabrosa carne hinchada que toca el deseo; peras doradas y apetitosas, que daban indicios de ser todas jugo, y como esperando el cuchillo de plata que debía rebanar la pulpa almibarada, y un ramillete de uvas negras, hasta con el polvillo ceniciento de los racimos acabados de arrancar de la viña.

    Me acerqué, lo vi de cerca todo. Las lilas y las rosas eran de cera, las manzanas y las peras de mármol pintado, y las uvas de cristal...

    ¡Naturaleza muerta!

  • 27

    IV. AL CARBÓN

    Vibraba el órgano con sus voces trémulas, vibraba acompañando la antífona, llenando la nave con su armonía gloriosa. Los cirios ardían goteando sus lágrimas de cera, entre la nube de incienso que inundaba los ámbitos del templo con su aroma sagrado; y allá en el altar el sacerdote, todo resplandeciente de oro, alzaba la custodia cubierta de pedrería, bendiciendo a la muchedumbre arrodillada.

    De pronto, volví la vista cerca de mí, al lado de un ángulo de sombra. Había una mujer que oraba. Vestida de negro, envuelta en un manto, su rostro se destacaba severo, sublime, teniendo por fondo la vaga oscuridad de un confesionario. Era una bella faz de ángel, con la plegaria en los ojos y en los labios. Había en su frente una palidez de flor de lis; y en la negrura de su manto resaltaban juntas, pequeñas, las manos blancas y adorables. Las luces se iban extinguiendo, y a cada momento aumentaba lo oscuro del fondo, y entonces, como por un ofuscamiento, me parecía ver aquella faz iluminarse con una luz blanca y misteriosa, como la que

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    debe de haber en la región de los coros prosternados y de los querubines ardientes; luz alba, polvo de nieve, claridad celeste, onda santa que baña los ramos de lirio de los bienaventurados.

    Y aquel pálido rostro de virgen, envuelta ella en el manto y en la noche, en aquel rincón de sombra, habría sido un tema admirable para un estudio al carbón.

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    V. PAISAJE

    Hay allá, en las orillas de la laguna de La Quinta, un sauce melancólico que moja de continuo su cabellera verde, en el agua que refleja el cielo y los ramajes, como si tuviese en su fondo un país encantado.

    Al viejo sauce llegan aparejados los pájaros y los amantes. Allí es donde escuché una tarde, cuando del sol quedaba apenas en el cielo un tinte violeta que se esfumaba por ondas, y sobre el gran Andes nevado un decreciente color de rosa que era como una tímida caricia de la luz enamorada, un rumor de besos cerca del tronco agobiado y un aleteo en la cumbre.

    Estaban los dos, la amada y el amado, en un banco rústico, bajo el toldo del sauce. Al frente se extendía la laguna tranquila, con su puente enarcado y los árboles temblorosos de la ribera; y más allá se alzaba entre el verdor de las hojas la fachada del Palacio de la Exposición, con sus cóndores de bronce en actitud de volar.

    La dama era hermosa; él, un gentil muchacho que le acariciaba con los dedos y los labios los cabellos negros y las manos gráciles de ninfa.

  • 30

    Y sobre las dos almas ardientes y sobre los dos cuerpos juntos, cuchicheaban en lengua rítmica y alada las dos aves. Y arriba el cielo con su inmensidad y con su fiesta de nubes, plumas de oro, alas de fuego, vellones de púrpura, fondos azules, flordelisados de ópalo, derramaba la magnificencia de su pompa, la soberbia de su grandeza augusta.

    Bajo las aguas se agitaban, como en un remolino de sangre viva, los peces veloces de aletas doradas.

    Al resplandor crepuscular, todo el paisaje se veía como envuelto en una polvareda de sol tamizado, y eran el alma del cuadro aquellos dos amantes, él moreno, gallardo, vigoroso, con una barba fina y sedosa, de esas que gustan de tocar las mujeres; ella rubia, un verso de Goethe, vestida con un traje gris lustroso, y en el pecho una rosa fresca, como su boca roja que pedía el beso.

  • 31

    VI. EL IDEAL

    Y luego, una torre de marfil, una flor mística, una estrella a quien enamorar... Pasó, la vi como quien viera un alba, huyente, rápida, implacable.

    Era una estatua antigua con un alma que se asomaba a los ojos, ojos angelicales, todos ternura, todos cielo azul, todos enigma...

    Sintió que la besaba con mis miradas y me castigó con la majestad de su belleza, y me vio como una reina y como una paloma. Pero pasó arrebatadora, triunfante, como una visión que deslumbra. Y yo, el pobre pintor de la naturaleza y de Psyquis, hacedor de ritmos y de castillos aéreos, vi el vestido luminoso del hada, la estrella de su diadema, y pensé en la promesa ansiada del amor hermoso. Mas de aquel rayo supremo y fatal solo quedó en el fondo de mi cerebro un rostro de mujer, un sueño azul...

  • HISTORIA DE UN SOBRETODO

  • 33

    Es el invierno de 1887, en Valparaíso. Por la calle del Cabo hay gran animación. Mucha mujer bonita va por el asfalto de las aceras, cerca de los grandes almacenes, con las manos metidas en espesos manguitos. Mucho dependiente de comercio, mucho corredor, va que vuela, enfundado en su sobretodo. Hace un frío que muerde hasta los huesos. Los cocheros pasan rápidos con sus ponchos listados; y con el cigarro en la boca, al abrigo de sus gabanes de pieles, despaciosos, satisfechos, bien enguantados, los señorones, los banqueros de la calle Prat, rentistas obesos, propietarios, jugadores de bolsa. Yo voy tiritando bajo mi chaqueta de verano, sufriendo el encarnizamiento del aire helado que reconoce en mí a un hijo del trópico. Acabo de salir de la casa de mi amigo Poirier, contento, porque ayer tarde he cobrado mi sueldo de El Heraldo, que me ha pagado Enrique Valdés Vergara, un hombrecito firme y terco... Poirier, sonriente, me ha dicho mirándome a través de sus espejuelos de oro: «Mi amigo, lo primero ¡comprarse un sobretodo!». Ya lo creo. Bien me impulsa a ello la mañana opaca que enturbia un sol perezoso, el vientecillo que viene del mar, cuyo horizonte está borrado por una tupida bruma gris.

    He allí un almacén de ropa hecha. ¿Qué me importa que no lleve mi sobretodo la marca de Pinaud? Yo no soy un Cousiño, ni un Edwards. Rico almacén. Por todas partes

  • 34

    maniquíes; unos vestidos como cómicos recién llegados, con ropas a grandes cuadros vistosos, levitas rabiosas, pantalones desesperantes; otros con macferlanes, levitones, esclavinas. En las enormes estanterías trajes y más trajes, cada cual con su cartoncito numerado. Y cerca de los mostradores, los dependientes —iguales en todo el mundo—, acursilados, peinaditos, recompuestos, cabezas de peluquero y cuerpos de figurines, reciben a cada comprador con la sonrisa estudiada y la palabra melosa. Desde que entro hago mi elección, y tengo la dicha de que la pieza deseada me siente tan bien como si hubiera sido cortada expresamente por la mejor tijera de Londres. ¡Es un ulster, elegante, pasmoso, triunfal! Yo veo y examino con fruición incomparable su tela gruesa y fina y sus forros de lana a cuadros, al son de los ditirambos que el vendedor repite extendiendo los faldones, acariciando las mangas y procurando infundir en mí la convicción de que esa prenda no es inferior a las que usan el príncipe de Gales o el duque de Morny... «Y, sobre todo, caballero, ¡le cuesta a usted muy barato!». «Es mía», contesto con dignidad y placer, «¿cuánto vale?». «Ochenta y cinco pesos». ¡Jesucristo!... cerca de la mitad de mi sueldo, pero es demasiado tentadora la obra y demasiado locuaz el dependiente. Además, la perspectiva

  • 35

    de estar dentro de pocos instantes el cronista caminando por la calle del Cabo, con un ulster que humillará a más de un modesto burgués, y que se atraerá la atención de más de una sonrosada porteña... Pago, pido la vuelta, me pongo frente a un gran espejo el ulster, que adquiere mayor valor en compañía de mi sombrero de pelo, y salgo a la calle más orgulloso que el príncipe de un feliz y hermoso cuento.

    ***

    ¡Ah, cuán larga sería la narración detallada de las aventuras de aquel sobretodo! Él conoció desde el Palacio de la Moneda hasta los arrabales de Santiago; él noctambuleó en las invernales noches santiaguesas, cuando las pulmonías estoquean al trasnochador descuidado; él cenó «chez Brinck», donde los pilares del café parecen gigantescas salchichas, y donde el mostrador se asemeja a una joya de plata; él conoció de cerca a un gallardo Borbón, a un gran criminal, a una gran trágica; ¡él oyó la voz y vio el rostro del infeliz y esforzado Balmaceda! Al compás de los alegres tamborileos que sobre mesas y cajas hacen las «cantoras», él gustó, a son de

  • 36

    arpa y guitarra, de las cuecas que animan al roto, cuando la chicha hierve y provoca en los «potrillos» cristalinos, que pasan de mano en mano. Y cuando el horrible y aterrador cólera morbo envenenaba el país chileno, él vio, en las noches solitarias y trágicas, las carretas de las ambulancias, que iban cargadas de cadáveres. ¡Después, cuántas veces, sobre las olas del Pacífico, contempló, desde la cubierta de un vapor, las trémulas rosas de oro de las admirables constelaciones del sur! Si el excelente ulster hubiese llevado un diario, se encontrarían en él sus impresiones sobre los pintorescos chalets de Viña del Mar, sobre las lindas mujeres limeñas, sobre la rada del Callao. Él estuvo en Nicaragua, pero de ese país no hubiera escrito nada, porque no quiso conocerle, y pasó allá el tiempo, nostálgico, viviendo de sus recuerdos, encerrado en su baúl. En El Salvador sí salió a la calle y conoció a Menéndez y a Carlos Ezeta. Azorado, como el pájaro al ruido del escopetazo, huyó a Guatemala cuando la explosión del 22 de junio. Allá volvió a hacer vida de noctámbulo; escuchó a Elisa Zangheri, la artista del drama, y a su amiga Lina Cerne, que canta como un ruiseñor.

    Y un día, ¡ay!, su dueño, ingrato, lo regaló.

  • 37

    * * *

    Sí, fui muy cruel con quien me había acompañado tanto tiempo. Vean la historia. Me visitaba en la ciudad de Pedro de Alvarado un joven amigo de las letras, inteligente, burlón, brillante, insoportable, que adoraba a Antonio de Valbuena, que tenía buenas dotes artísticas, y que se atrajo todas mis antipatías por dos artículos que publicó, uno contra Gutiérrez Nájera y otro contra Francisco Gavidia. El muchacho se llamaba Enrique Gómez Carillo y tenía costumbre de llegar a mi hotel a alborotarme la bilis con sus juicios atrevidos y romos y sus risitas molestas. Pero yo le quería, y comprendía bien que en él había tela para un buen escritor. Un día llegó y me dijo: «Me voy para París». «Me alegro. Usted hará más que las recuas de estúpidos que suelen enviar nuestros gobiernos». Prosiguió el charloteo. Cuando nos despedimos, Enrique iba ya pavoneándose con el ulster de la calle del Cabo.

    ¡Cómo el tiempo ha cambiado! Valdés Vergara, el «hombrecito firme y terco», mi director de El Heraldo, murió en la última revolución como un héroe. Él era secretario de la Junta del Congreso, y pereció en el

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    hundimiento del Cochrane. Poirier, mi inolvidable Poirier, estaba en México de ministro de Balmaceda cuando el dictador se suicidó... Valparaíso ha visto el triunfo de los revolucionarios; y quizá el dueño de la tienda de ropa hecha, en donde compré mi sobretodo, que era un excelente francés, está hoy reclamando daños y perjuicios. ¿Y el ulster? Allá voy. ¿Conocen el nombre del gran poeta Paul Verlaine, el de los Poemas saturninos? Zola, Anatolio France, Julio Lemaître son apasionados suyos. Toda la juventud literaria de Francia ama y respeta al viejo artista. Los decadentes y simbolistas le consultan como a un maestro. France, en su lengua especial, le llama «un salvaje soberbio y magnífico». Mauricio Barrès, Moréas, visitan en «sus hospitales» al «pobre Lélian». El joven Gómez Carrillo, el andariego, el muchacho aquel que me daba a todos los diablos, con el tiempo que ha pasado en París ha cambiado del todo. Su criterio estético es ya otro; sus artículos tienen una factura brillante, aunque descuidada, alocada; su prosa gusta y da a conocer un buen temperamento artístico. En la gran capital, a donde fue pensionado por el gobierno de su país, procuró conocer de cerca a los literatos jóvenes, y lo consiguió, y se hizo amigo de casi todos, y muchos de ellos le asistieron, en días de enfermedad, al endiablado

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    centroamericano, que a lo más contara veintiún años. Pues bien, en una de sus cartas, me escribe Gómez Carrillo esta postdata: «¿Sabe usted a quién le sirve hoy su sobretodo? A Paul Verlaine, al poeta... Yo se lo regalé a Alejandro Sawa —el prologuista de López Bago, que vive en París— y él se lo dio a Paul Verlaine. ¡Dichoso sobretodo!».

    Sí, muy dichoso, pues del poder de un pobre escritor americano ha ascendido al de un glorioso excéntrico, que aunque cambie de hospital todos los días, es uno de los más grandes poetas de la Francia.

  • EDGAR ALLAN POE

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    I

    En una mañana gris y húmeda llegué por primera vez al inmenso país de los Estados Unidos. Iba el steamer despacio, y la sirena aullaba roncamente por temor de un choque. Quedaba atrás Fire Island con su erecto faro; estábamos frente a Sandy Hook, de donde nos salió al paso el barco de sanidad. El ladrante slang yankee sonaba por todas partes, bajo el pabellón de bandas y estrellas. El viento frío, los pitos arromadizados, el humo de las chimeneas, el movimiento de las máquinas, las mismas ondas ventrudas de aquel mar estañado, el vapor que caminaba rumbo a la gran bahía, todo decía: all right. Entre las brumas se divisaban islas y barcos. Long Island desarrollaba la inmensa cinta de sus costas, y Staten Island, como en el marco de una viñeta, se presentaba en su hermosura, tentando al lápiz, ya que no, por la falta de sol, la máquina fotográfica. Sobre cubierta se agrupan los pasajeros: el comerciante de gruesa panza, congestionado como un pavo, con encorvadas narices israelitas; el clergyman huesoso, enfundado en su largo levitón negro, cubierto en su ancho sombrero de fieltro, y en la mano una pequeña Biblia; la muchacha que usa

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    gorra de jockey y que durante toda la travesía ha cantado con voz fonográfica, al son de un banjo; el joven robusto, lampiño como un bebé, y que, aficionado al box, tiene los puños de tal modo, que bien pudiera desquijarar un rinoceronte de un solo impulso... En los Narrows se alcanza a ver la tierra pintoresca y florida, las fortalezas. Luego, levantando sobre su cabeza la antorcha simbólica, queda a un lado la gigantesca Madona de la Libertad, que tiene por peana un islote. De mi alma brota entonces la salutación: «A ti, prolífica, enorme dominadora. A ti, Nuestra Señora de la Libertad. A ti, cuyas mamas de bronce alimentan un sinnúmero de almas y corazones. A ti, que te alzas solitaria y magnífica sobre tu isla, levantando la divina antorcha. Yo te saludo al paso de mi steamer, prosternándome delante de tu majestad. Ave: Good morning! Yo sé, oh, divino ícono, oh, magna estatua, que tu solo nombre, el de la excelsa beldad que encarnas, ha hecho brotar estrellas sobre el mundo, a la manera del fiat del Señor. Allí están entre todas, brillantes sobre las listas de la bandera, las que iluminan el vuelo del águila de América, de esta tu América formidable, de ojos azules. Ave, Libertad, llena de fuerza; el Señor es contigo: bendita tú eres. Pero ¿sabes? Se te ha herido mucho por el mundo, divinidad, manchando tu esplendor. Anda en

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    la tierra otra que ha usurpado tu nombre, y que, en vez de la antorcha, lleva la tea. Aquella no es la Diana sagrada de las incomparables flechas: es Hécate».

    Hecha mi salutación, mi vista contempla la masa enorme que está al frente, aquella tierra coronada de torres, aquella región de donde casi sientes que viene un soplo subyugador y terrible: Manhattan, la isla de hierro, New York, la sanguínea, la ciclópea, la monstruosa, la tormentosa, la irresistible capital del cheque. Rodeada de islas menores, tiene cerca de Jersey; y agarrada a Brooklyn con la uña enorme del puente; Brooklyn, que tiene sobre el palpitante pecho de acero un ramillete de campanarios.

    Se cree oír la voz de New York, el eco de un vasto soliloquio de cifras. ¡Cuán distinta de la voz de París, cuando uno cree escucharla, al acercarse, halagadora como una canción de amor, de poesía y de juventud! Sobre el suelo de Manhattan parece que va a verse surgir de pronto un colosal Tío Samuel, que llama a los pueblos todos a una inaudita venduta, y que el martillo del vendutero cae sobre cúpulas y techumbres produciendo un ensordecedor trueno metálico. Antes de entrar al

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    corazón del monstruo recuerdo la ciudad que vio en el poema bárbaro el vidente Thogorma:

    Thogorma dans ses yeux vit monter des murailles

    de fer d’où s’enroulaient des spirales des tours

    et de palais cerclés d’airain sur des blocs lourds;

    ruche énorme, géhenne aux lugubres entrailles

    où s’engouffraient les Forts, princes des anciens jours.

    Semejantes a los fuertes de los días antiguos, viven en sus torres de piedra, de hierro y de cristal, los hombres de Manhattan.

    En su fabulosa Babel gritan, mugen, resuenan, braman, conmueven, la bolsa, la locomotora, la fragua, el banco, la imprenta, el dock y la urna electoral. El edificio Produce Exchange entre sus muros de hierro y granito reúne tantas almas cuantas hacen un pueblo... He allí Broadway. Se experimenta casi una impresión dolorosa; sientes el dominio del vértigo. Por un gran canal, cuyos lados los forman casas monumentales que ostentan sus cien ojos

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    de vidrios y sus tatuajes de rótulos, pasa un río caudaloso, confuso, de comerciantes, corredores, caballos, tranvías, ómnibus, hombres-sándwiches vestidos de anuncios y mujeres bellísimas. Abarcando con la vista la inmensa arteria en su hervor continuo, llega a sentirse la angustia de ciertas pesadillas. Reina la vida del hormiguero: un hormiguero de percherones gigantescos, de carros monstruosos, de toda clase de vehículos. El vendedor de periódicos, rosado y risueño, salta como un gorrión, de tranvía en tranvía, y grita al pasajero: intamsooonwoool!, lo que quiere decir si gustas comprar cualquiera de esos tres diarios: el Evening Telegram, el Sun o el World. El ruido es mareador y se siente en el aire una trepidación incesante; el repiqueteo de los cascos, el vuelo sonoro de las ruedas, parece que a cada instante aumentase. Se temería a cada momento un choque, un fracaso, si no se conociese que este inmenso río, que corre con una fuerza de alud, lleva en sus ondas la exactitud de una máquina. En lo más intrincado de la muchedumbre, en lo más convulsivo y crespo de la ola de movimiento, sucede que una lady anciana, bajo su capota negra, o una miss rubia, o una nodriza con su bebé quiere pasar de una acera a otra. Un corpulento policeman alza la mano; se detiene el torrente; pasa la dama; all right!

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    «Esos cíclopes...», dice Groussac; «esos feroces calibanes...», escribe Péladan. ¿Tuvo razón el raro Sâr al llamar así a estos hombres de la América del Norte? Calibán reina en la isla de Manhattan, en San Francisco, en Boston, en Washington, en todo el país. Ha conseguido establecer el imperio de la materia, desde su estado misterioso con Edison hasta la apoteosis del puerco, en esa abrumadora ciudad de Chicago. Calibán se satura de whisky, como en el drama de Shakespeare de vino; se desarrolla y crece; y sin ser esclavo de ningún próspero, ni martirizado por ningún genio del aire, engorda y se multiplica; su nombre es Legión. Por voluntad de Dios suele brotar de entre esos poderosos monstruos, algún ser de superior naturaleza, que tiende las alas a la eterna Miranda de lo ideal. Entonces, Calibán mueve contra él a Sicorax, y se le destierra o se le mata. Esto lo vio el mundo con Edgar Allan Poe, el cisne desdichado que mejor ha conocido el ensueño y la muerte...

    —¿Por qué vino tu imagen a mi memoria, Stella, Alma, dulce reina mía, tan presto ida para siempre, el día en que, después de recorrer el hirviente Broadway, me puse a leer los versos de Poe, cuyo nombre de Edgar, armonioso y legendario, encierra tan vaga y triste poesía,

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    y he visto desfilar la procesión de sus castas enamoradas a través del polvo de plata de un místico ensueño? Es porque tú eres hermana de las liliales vírgenes cantadas en brumosa lengua inglesa por el soñador infeliz, príncipe de los poetas malditos. Tú, como ellas, eres llama del infinito amor. Frente al balcón, vestido de rosas blancas, por donde en el paraíso asoma tu faz de generosos y profundos ojos, pasan tus hermanas y te saludan con una sonrisa, en la maravilla de tu virtud, ¡oh, mi ángel consolador, oh, mi esposa! La primera que pasa es Irene, la dama brillante de palidez extraña, venida de allá, de los mares lejanos; la segunda es Eulalia, la dulce Eulalia de cabellos de oro y ojos de violeta, que dirige al cielo su mirada; la tercera es Leonora, llamada así por los ángeles, joven y radiosa en el Edén distante; la otra es Frances, la amada que calma las penas con su recuerdo; la otra es Ulalume, cuya sombra yerra en la nebulosa región de Weir, cerca del sombrío lago de Auber; la otra Helen, la que fue vista por la primera vez a la luz de perla de la luna; la otra Annie, la de los ósculos y las caricias y oraciones por el adorado; la otra Annabel Lee, que amó con un amor envidia de los serafines del cielo; la otra Isabel, la de los amantes coloquios en la claridad lunar; Ligeia, en fin, meditabunda, envuelta en un velo de extraterrestre

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    esplendor... Ellas son cándido coro de ideales oceánidas, quienes consuelan y enjugan la frente al lírico Prometeo amarrado a la montaña Yankee, cuyo cuervo, más cruel aún que el buitre esquiliano, sentado sobre el busto de Palas, tortura el corazón del desdichado, apuñalándole con la monótona palabra de la desesperanza. Así tú para mí, en medio de los martirios de la vida, me refrescas y alientas con el aire de tus alas, porque si partiste en tu forma humana al viaje sin retorno, siento la venida de tu ser inmortal, cuando las fuerzas me faltan o cuando el dolor tiende hacia mí el negro arco. Entonces, Alma, Stella, oigo sonar cerca de mí el oro invisible de tu escudo angélico. Tu nombre luminoso y simbólico surge en el cielo de mis noches como un incomparable guía, y por tu claridad inefable llevo el incienso y la mirra a la cuna de la eterna Esperanza.

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    i. EL HOMBRE

    La influencia de Poe en el arte universal ha sido suficientemente honda y transcendente para que su nombre y su obra no sean a la continua recordados. Desde su muerte acá, no hay año casi en que, ya en el libro o en la revista, no se ocupen del excelso poeta americano, críticos, ensayistas y poetas. La obra de Ingram iluminó la vida del hombre; nada puede aumentar la gloria del soñador maravilloso. Por cierto, que la publicación de aquel libro, cuya traducción a nuestra lengua hay que agradecer al señor Mayer, estaba destinada al grueso público.

    ¿Es que en el número de los escogidos, de los aristócratas del espíritu, no estaba ya pesado en su propio valor el odioso fárrago del canino Griswold? La infame autopsia moral que se hizo del ilustre difunto debía tener esa bella protesta. Ha de ver ya el mundo libre de mancha al cisne inmaculado. Poe, como un Ariel hecho hombre, diríase que ha pasado su vida bajo el flotante influjo de un extraño misterio. Nacido en un país de vida práctica y material, la influencia del medio obra en él al contrario.

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    De un país de cálculo brota imaginación tan estupenda. El don mitológico parece nacer en él por lejano atavismo y se ve en su poesía un claro rayo del país de sol y azul en que nacieron sus antepasados. Renace en él el alma caballeresca de los Le Poer alabados en las crónicas de Generaldo Gambresio. Arnoldo Le Poer lanza en la Irlanda de 1327 este horrible insulto al caballero Mauricio de Desmond: «Eres un rimador». Por lo cual se empuñan las espadas y se traba una riña, que es el prólogo de una guerra sangrienta. Cinco siglos después, un descendiente del provocativo Arnoldo glorificará a su raza, erigiendo sobre el rico pedestal de la lengua inglesa, y en un nuevo mundo, el palacio de oro de sus rimas.

    El noble abolengo de Poe, ciertamente, no interesa sino a «aquellos que tienen gusto de averiguar los efectos producidos por el país y el linaje en las peculiaridades mentales y constitucionales de los hombres de genio», según las palabras de la noble señora Whitman. Por lo demás, es él quien hoy da valer y honra a todos los pastores protestantes, tenderos, rentistas o mercachifles que lleven su apellido en la tierra del honorable padre de su patria, Jorge Washington.

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    Se sabe que en el linaje del poeta hubo un bravo sir Rogerio que batalló en compañía de Strongbow; un osado Sir Arnoldo que defendió a una lady acusada de bruja; una mujer heroica y viril, la célebre «condesa» del tiempo de Cromwell; y pasando por sobre enredos genealógicos antiguos, un general de los Estados Unidos, su abuelo. Después de todo, este ser trágico, de historia tan extraña y romancesca, dio su primer vagido entre las coronas marchitas de una comedianta, la cual le dio vida bajo el imperio del más ardiente amor. La pobre artista había quedado huérfana desde muy tierna edad. Amaba el teatro; era inteligente y bella; y de esa dulce gracia nació el pálido y melancólico visionario que dio al arte un mundo nuevo.

    Poe nació con el envidiable don de la belleza corporal. De todos los retratos que he visto suyos, ninguno da idea de aquella especial hermosura que en descripciones han dejado muchas de las personas que le conocieron. No hay duda que, en toda la iconografía poeana, el retrato que debe representarle mejor es el que sirvió a Mr. Clarke para publicar un grabado que copiaba al poeta en el tiempo en que este trabajaba en la empresa de aquel caballero. El mismo Clarke protestó contra los falsos retratos de

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    Poe que después de su muerte se publicaron. Si no tanto como los que calumniaron su hermosa alma poética, los que desfiguran la belleza de su rostro son dignos de la más justa censura. De todos los retratos que han llegado a mis manos, los que más me han llamado la atención son el de Chifflart, publicado en la edición ilustrada de Quantin de los Cuentos extraordinarios, y el grabado por R. Loncup para la traducción del libro de Ingram por Mayer. En ambos Poe ha llegado ya a la edad madura. No es por cierto aquel gallardo jovencito sensitivo que, al conocer a Elena Stannard, quedó trémulo y sin voz, como el Dante de la Vita Nuova... Es el hombre que ha sufrido ya, que conoce por sus propias desgarradas carnes cómo hieren las asperezas de la vida. En el primero, el artista parece haber querido hacer una cabeza simbólica. En los ojos, casi ornitomorfos, en el aire, en la expresión trágica del rostro, Chifflart ha intentado pintar al autor del Cuervo, al visionario, al unhappy master más que al hombre. En el segundo hay más realidad: esa mirada triste, de tristeza contagiosa, esa boca apretada, ese vago gesto de dolor y esa frente ancha y magnífica en donde se entronizó la palidez fatal del sufrimiento, pintan al desgraciado en sus días de mayor infortunio, quizá en los que precedieron a su muerte. Los otros retratos, como el

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    de Halpin para la edición de Armstrong, nos dan ya tipos de lechuguinos de la época, ya caras que nada tienen que ver con la cabeza bella e inteligente de que habla Clarke. Nada más cierto que la observación de Gautier: «Es raro que un poeta, dice, que un artista, sea conocido bajo su primer encantador aspecto. La reputación no le viene sino muy tarde, cuando ya las fatigas del estudio, la lucha por la vida y las torturas de las pasiones han alterado su fisonomía primitiva: apenas deja sino una máscara usada, marchita, donde cada dolor ha puesto por estigma una magulladura o una arruga».

    Desde niño, Poe «prometía una gran belleza». Sus compañeros de colegio hablan de su agilidad y robustez. Su imaginación y su temperamento nervioso estaban contrapesados por la fuerza de sus músculos. El amable y delicado ángel de poesía sabía dar excelentes puñetazos. Más tarde dirá de él una buena señora: «Era un muchacho bonito». Cuando entra a West Point hace notar en él un colega, Mr. Gibson, su «mirada cansada, tediosa y hastiada». Ya en su edad viril, recuérdale el bibliófilo Gowans: «Poe tenía un exterior notablemente agradable y que predisponía en su favor: lo que las damas llamarían claramente bello». Una persona que le

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    oye recitar en Boston dice: «Era la mejor realización de un poeta, en su fisonomía, aire y manera». Un precioso retrato es hecho de mano femenina: «una talla algo menos que de altura mediana quizá, pero tan perfectamente proporcionada y coronada por una cabeza tan noble, llevada tan regiamente, que, a mi juicio de muchacha, causaba la impresión de una estatura dominante. Esos claros y melancólicos ojos parecían mirar desde una eminencia...». Otra dama recuerda la extraña impresión de sus ojos: «Los ojos de Poe, en verdad, eran el rasgo que más impresionaba y era a ellos a los que su cara debía su atractivo peculiar. Jamás he visto otros ojos que en nada se les parecieran. Eran grandes, con pestañas largas y un negro de azabache: el iris acero-gris poseía una cristalina claridad y transparencia, a través de la cual la pupila negra-azabache se veía expandirse y contraerse, con toda sombra de pensamiento o de emoción. Observé que los párpados jamás se contraían, como es tan usual en la mayor parte de las personas, principalmente cuando hablan; pero su mirada siempre era llena, abierta y sin encogimiento. Su expresión habitual era soñadora y triste: algunas veces tenía un modo de dirigir una mirada ligera, de soslayo, sobre alguna persona que no le observaba a él y, con una mirada tranquila y fija, parecía

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    que mentalmente estaba midiendo el calibre de la persona que estaba ajena de ello. “¡Qué ojos tremendos tiene el Sr. Poe!”, me dijo una señora. Me hace helar la sangre al verle darse vuelta lentamente y fijarlos sobre mí cuando estoy hablando». La misma agrega: «Usaba un bigote negro, esmeradamente cuidado, pero que no cubría completamente una expresión ligeramente contraída de la boca y una tensión ocasional del labio superior, que se asemejaba a una expresión de mofa. Esta mofa, en verdad, era fácilmente excitada; un movimiento del labio, apenas perceptible y, sin embargo, intensamente expresivo. No había en ella nada de malevolencia, pero sí mucho sarcasmo». Se sabe, pues, que aquella alma potente y extraña estaba encerrada en hermoso vaso. Parece que la distinción y dotes físicas deberían ser nativas en todos los portadores de lira. ¿Apolo, el crinado numen lírico, no es el prototipo de la belleza viril? Mas no todos sus hijos nacen con dote tan espléndido. Los privilegiados se llaman Goethe, Byron, Lamartine, Poe.

    Nuestro poeta, por su organización vigorosa y cultivada, pudo resistir esa terrible dolencia que un médico escritor llama con gran propiedad «la enfermedad del ensueño». Era un sublime apasionado, un nervioso,

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    uno de esos divinos semilocos necesarios para el progreso humano, lamentables cristos del arte, que por amor al eterno ideal tienen su calle de la amargura, sus espinas y su cruz. Nació con la adorable llama de la poesía, y ella le alimentaba al propio tiempo que era su martirio. Desde niño quedó huérfano y le recogió un hombre que jamás podría conocer el valor intelectual de su hijo adoptivo. El Sr. Allan —cuyo nombre pasará al porvenir al brillo del nombre del poeta— jamás pudo imaginarse que el pobre muchacho recitador de versos que alegraba las veladas de su home fuese más tarde un egregio príncipe del arte. En Poe reina el «ensueño» desde la niñez. Cuando el viaje de su protector le lleva a Londres, la escuela del dómine Bransby es para él como un lugar fantástico que despierta en su ser extrañas reminiscencias; después, en la fuerza de su genio, el recuerdo de aquella morada y del viejo profesor han de hacerle producir una de sus subyugadoras páginas. Por una parte, posee en su fuerte cerebro la facultad musical; por otra, la fuerza matemática. Su «ensueño» está poblado de quimeras y de cifras como la carta de un astrólogo.

    Vuelto a América, le vemos en la escuela de Clarke, en Richmond, en donde, al mismo tiempo que se nutre de

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    clásicos y recita odas latinas, boxea y llega a ser algo como un champion estudiantil; en la carrera hubiera dejado atrás a Atalanta, y aspiraba a los lauros natatorios de Byron. Pero si brilla y descuella intelectual y físicamente entre sus compañeros, los hijos de familia de la fofa aristocracia del lugar ven sobre el hombro al hijo de la cómica. ¿Cuánta no ha de haber sido la hiel que tuvo que devorar este ser exquisito, humillado por un origen del cual en días posteriores habría orgullosamente de gloriarse? Son esos primeros golpes los que empezaron a cincelar el pliegue amargo y sarcástico de sus labios. Desde muy temprano conoció las asechanzas del lobo racional. Por eso buscaba la comunicación con la naturaleza, tan sana y fortalecedora. «Odio sobre todo y detesto este animal que se llama hombre», escribía Swift a Pope. Poe a su vez habla «de la mezquina amistad y de la fidelidad del polvillo de fruta (gossamer fidelity) del mero hombre». Ya en el libro de Job, Eliphaz Themanita exclama: «¿Cuánto más el hombre abominable y vil que bebe como agua la iniquidad?». No buscó el lírico americano el apoyo de la oración; no era creyente; o al menos su alma estaba alejada del misticismo. A lo cual da por razón James Russell Lowell lo que podría llamarse la matematicidad de su cerebración. «Hasta su misterio es

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    matemático, para su propio espíritu». La ciencia impide al poeta penetrar y tender las alas en la atmósfera de las verdades ideales. Su necesidad de análisis, la condición algebraica de su fantasía, le hace producir tristísimos efectos cuando nos arrastra al borde de lo desconocido. La especulación filosófica nubló en él la fe, que debiera poseer como todo poeta verdadero. En todas sus obras, si mal no recuerdo, solo unas dos veces está escrito el nombre de Cristo. Profesaba sí la moral cristiana; y, en cuanto a los destinos del hombre, creía en una ley divina, en un fatum inexorable. En él la ecuación dominaba a la creencia, y, aun en lo referente a Dios y sus atributos, pensaba con Spinoza que las cosas invisibles y todo lo que es objeto propio del entendimiento no puede percibirse de otro modo que por los ojos de la demostración, olvidando la profunda afirmación filosófica: «intellectus noster se habet ad prima entium, quae sunt manifestissima in natura, sicut oculus vespertilionis ad solem». No creía en lo sobrenatural, según confesión propia; pero afirmaba que Dios, como creador de la naturaleza, puede, si quiere, modificarla. En la narración de la metempsícosis de Ligeia hay una definición de Dios, tomada de Glanvill, que parece ser sustentada por Poe: Dios no es más que una gran voluntad que penetra todas las cosas por la

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    naturaleza de su intensidad. Lo cual estaba ya dicho por Santo Tomás en estas palabras: «Si las cosas mismas no determinan el fin para sí, porque desconocen la razón del fin, es necesario que se les determine el fin por otro que sea determinador de la naturaleza. Este es el que previene todas las cosas, que es ser por sí mismo necesario, y a este llamamos Dios...». En la Revelación magnética, a vuelta de divagaciones filosóficas, Mr. Vankirk —que, como casi todos los personajes de Poe, es Poe mismo— afirma la existencia de un Dios material, al cual llama materia suprema e imparticulada, pero agrega: «la materia imparticulada, o sea Dios en estado de reposo, es en lo que entra en nuestra comprensión, lo que los hombres llaman espíritu». En el diálogo entre Oinos y Agathos pretende sondear el misterio de la divina inteligencia; así como en los de Monos y Una y de Eros y Charmion penetra en la desconocida sombra de la muerte, produciendo, como pocos, extraños vislumbres en su concepción del espíritu en el espacio y en el tiempo.

    (Continuará)