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3. Extraños en la ciudad Hace un siglo, más o menos. En "Sirio libaneses en el cen- tro", aguafuerte de 1933, Roberto Arlt describió la inmigración más exótica, con palabras salidas de la botánica, la zoología y el "orientalismo": Calle de hombres que tienen narices de caballete y to- ronja, calle de orejudos fantásticos, de narigudos prodi- giosos como bufones de comedia antigua; calle de hom- bres que hablan un idioma más seco y áspero que la arena del desierto y que habitan en tenderetes y comer- cios frescos en verano, como los sótanos de un harem. Calles de siete mil colores en los tejidos; calle de apelli- dos musicales y de ensueño: Alidalla, Hassatrian, Oul- man, con vidrieras blindadas de telas, semejantes a teji- dos metálicos, rameado de floripondios de plata y de bronces...Tejidos. Nada más que tejidos. Paños. Hilos. Sedas vegetales. Lanas. Y hombres de narices como to- ronjas corcovadas, de orejas como hojas de repollo, de labios picudos, de mandíbulas tuertas, reviradas. [...] Las palabras chasquean y restallan o se arrastran guturales, gangosas e incomprensibles. A veces estos hombrazos jue- gan como chicos, se empujan por los hombros, se corren hasta el centro de la calle, gritan como perros y luego, nue- vamente, recobran el ritmo de su sigilo y continúan conversando. Así en toda la calle Larrea, de Corrientes a Lavalle y de Lavalle hasta Azcuénaga y Corrientes. Un rectángulo Este material es para uso de los estudiantes de la Universidad Nacional de Quilmes, sus fines son exclusivamente didácticos. Prohibida su reproducción parcial o total sin permiso escrito de la editorial correspondiente.

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3. Extraños en la ciudad

Hace un siglo, más o menos. En "Sirio libaneses en el cen- tro", aguafuerte de 1933, Roberto Arlt describió la inmigración más exótica, con palabras salidas de la botánica, la zoología y el "orientalismo":

Calle de hombres que tienen narices de caballete y to- ronja, calle de orejudos fantásticos, de narigudos prodi- giosos como bufones de comedia antigua; calle de hom- bres que hablan un idioma más seco y áspero que la arena del desierto y que habitan en tenderetes y comer- cios frescos en verano, como los sótanos de un harem. Calles de siete mil colores en los tejidos; calle de apelli- dos musicales y de ensueño: Alidalla, Hassatrian, Oul- man, con vidrieras blindadas de telas, semejantes a teji- dos metálicos, rameado de floripondios de plata y de bronces...Tejidos. Nada más que tejidos. Paños. Hilos. Sedas vegetales. Lanas. Y hombres de narices como to- ronjas corcovadas, de orejas como hojas de repollo, de labios picudos, de mandíbulas tuertas, reviradas. [...] Las palabras chasquean y restallan o se arrastran guturales, gangosas e incomprensibles. A veces estos hombrazos jue- gan como chicos, se empujan por los hombros, se corren hasta el centro de la calle, gritan como perros y luego, nue- vamente, recobran el ritmo de su sigilo y continúan conversando. Así en toda la calle Larrea, de Corrientes a Lavalle y de Lavalle hasta Azcuénaga y Corrientes. Un rectángulo

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de mahometanos, de cristianos heterodoxos, de judíos de Palestina y Siria y el Líbano y de escasos turcos.42

Estos sirio libaneses del Once eran 'raros', comparados con quie- nes, desde el último tercio del siglo XIX, habían llegado de la Eu- ropa meridional, los italianos o españoles, que podían ser despre- ciados por las élites, pero exhibían un exotismo más débil. Además, la élite, si tenía origen colonial, llevaba apellido español; y los italianos participaron tempranamente de la vida pública de Buenos Aires.43 En cambio, los sirio libaneses de Arlt, alegres y tor- pes como niños, son extranjeros que hablan sus lenguas guturales y no se parecen a nada.

Antes de que estos sirio libaneses fueran captados por Arlt (que simpatizaba con el exotismo), algunos intelectuales pensaron que otras oleadas inmigratorias debilitaban los cimientos de la nación, por desconocimiento de la historia y corrupción de la lengua. Los alarmaba que las calles estuvieran llenas de carteles en lenguas ex- tranjeras, que también sonaban en los discursos de las sociedades de fomento, sindicatos y mutualidades, en periódicos y cantos festivos. El cosmopolitismo de las élites letradas era aceptable, aunque debía ser regulado por la correspondiente veneración de los orígenes his- panocriollos; el cosmopolitismo instantáneo e iletrado (o visto como iletrado) de la inmigración resultaba inaceptable y amenazador.44

En sus famosas conferencias sobre el Martín Fierro (publicadas como volumen en 1916 con el título de El payador), Lugones se preguntaba cuál era el futuro de la "raza" en un país donde el tipo original, el gaucho, había desaparecido y las "razas" inmigratorias reclamaban mucho más de lo que les correspondía como recién llegados a quienes sólo se les había prometido libertad de trabajo, de asociación mercantil y de culto. En 1909, Ricardo Rojas dicta- minó que no había sonado la hora para erigir una estatua del re- publicano Mazzini en una plaza de Buenos Aires, porque era un héroe demasiado extranjero, y los hijos de los italianos inmigrantes aún no se habían vuelto aceptablemente argentinos. Rojas soste- nía que las estatuas son elocuentes, y que "ellas han de influir no solamente sobre el alma de las nuevas generaciones, sino sobre la imaginación de las nuevas avalanchas inmigratorias".

El espacio público estaba en disputa: de un lado, las iniciativas de la comunidad italiana que quería ver a sus héroes en las plazas porteñas (en 1904 se inauguró el monumento a Garibaldi) y qui- zás incorporarlos a un panteón más mezclado que el monocorde friso argentino; del otro, la respuesta nacional defensiva, que dife- ría los derechos de ocupación simbólica para más adelante, cuando los hijos de los inmigrantes mostraran los resultados de una educación nacional a través de un aprendizaje que debía in- culcarse en la escuela y en la ciudad. Rojas tenía una noción mo- derna y, al mismo tiempo, limitacionista del espacio urbano, alerta a los ecos de los diferendos culturales:

La calle es de dominio público, y así como el Estado in- terviene en ella por razones de salubridad y de moral, debe intervenir por razones de nacionalidad o de esté- tica. ... Uniformando los letreros en la lengua del país, su- primiríase ese abigarrado espectáculo que es como una ostentación de nuestras miserias espirituales. ¿De qué servirá, igualmente, que el maestro hable al discípulo de la necesidad de rememorar el pasado y de la continui- dad que liga el esfuerzo de las generaciones en la obra de la nacionalidad, si el discípulo no halla a su paso, por las ciudades o los campos, signos que le muestren la hue- lla de hombres, que enriquecieron con su esfuerzo la tierra de la patria común?

Es preciso salvar la nación del "caos originario" adonde la condu- jeron los inmigrantes, un caos que Rojas cree descubrir incluso en las más antiguas y primeras aglomeraciones de "razas", las de la colonia en el puerto de Buenos Aires, con sus "castellanos y vas- cos, y andaluces y querandíes, y criollos, y negros y mulatos, entre la ranchería de los fosos y las playas del río". A comienzos del si- glo XX, son escasos los lugares públicos donde asentar material- mente un nuevo nacionalismo. Rojas denuncia también las de- moliciones modernizadoras encaradas en Buenos Aires, porque las condiciones objetivas del crecimiento se apoyan en capitales y fuerza de trabajo extranjera, dos factores peligrosos que montan

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una "silenciosa tragedia" en la vieja ciudad criolla amenazada. Una arquitectura nacional, que Rojas diseña como un visionario, debe instalar en la ciudad sin alma propia estilos y decoraciones de inspiración americana:

Los elementos con que ha de revelarla [...] duermen en lo profundo de las tradiciones argentinas y escóndense en el misterio todavía virgen de los paisajes americanos. Capi- teles extraños brotarán de su flora; columnas elegantes de sus árboles tropicales; de sus leyendas, monstruos decora- tivos para los pórticos aún no alzados; cariátides, de los hombres y las fieras que habitaron sus bosques.45

Oleadas. Los extranjeros formaban tribus sólo unificadas por su ca- rácter exótico y la distancia del miedo o del racismo. Siempre hubo extranjeros en la ciudad, a la que llegan en oleadas desde otras re- giones del país, de América Latina, de Oriente cercano y lejano y, úl- timamente, de África. Cuando los judíos dejaron de ser extranjeros, la ciudad tuvo que acostumbrarse a los migrantes internos, y luego a los bolivianos, a los paraguayos, más tarde a los peruanos y los chi- nos; poco después a los coreanos. El miedo a la ciudad contaminada por los extranjeros que prosperó en el primer tercio del siglo XX hizo despreciar, en los años del primer peronismo, a los cabecitas de las migraciones internas, que desde los años treinta reemplazaron como objeto de preocupación a los inmigrantes europeos de 'mal' origen; finalmente, otros cabecitas de los países limítrofes ocuparon ese lugar. La discriminación es un rasgo recurrente, como si cualquier identidad sólo pudiera establecerse sobre un sistema de diferencias ordenadas por los ejes de lo propio y lo ajeno.

La ciudad del siglo XXI tiene sus extranjeros desconfiables, como los tuvo la ciudad de comienzos del siglo XX. Ya no son los tanos, gallegos, rusos (por rusos blancos y por judíos), moishes, turcos (por árabes), sino los peruanos, los bolitas, los paraguas, los chinos (indiferenciados entre chinos, coreanos, taiwaneses). Así como hubo una mafia italiana, las noticias policiales se refie- ren a una mafia china especializada en ajustes de cuentas entre connacionales. Los barrios tienen zonas donde han vuelto los

carteles en lenguas extranjeras y con grafías que, hace cien años, Ricardo Rojas ni siquiera se hubiera atrevido a imaginar en una esquina de Flores o de Belgrano.

La gastronomía crea una especie de cosmopolitismo globali- zado. Los consumidores argentinos de capas medias acuden a los restaurantes ahora llamados étnicos (la nouvelle cuisine ¿sería la co- mida étnica francesa creada por algunos chefs célebres?; el Bulli ¿es comida étnica catalana?, ¿o lo único no étnico es lo que mono- poliza la cualidad 'occidental'?, ¿por qué al sushi no se lo llama co- mida étnica?). También se proveen de aparejos que sirven para preparar en casa esas comidas exóticas, cuando el exotismo tiene prestigio cosmopolita: la comida china se impuso por todas par- tes, la comida peruana se expande lentamente por el Abasto, la boliviana no entra todavía en el circuito de capas medias.

Se come chino o japonés, como en cualquier parte del mundo. Pero la vida de esos extranjeros no transcurre sólo en la escena gourmet y la mayoría de ellos ni siquiera forma parte de ella salvo como lavaplatos o sirvientes (igual que los argentinos en Miami o los ecuatorianos en Barcelona). La comida étnica produce el efecto de desquiciar provisionalmente el eje de lo propio y de lo ajeno, para definir el eje siempre variable de lo que está a la moda.

Imaginar 1900 en el Buenos Aires de 2000 es un ejercicio de fic- ción cultural.46 Entonces los italianos o los rusos eran lo completa- mente exterior a la nacionalidad, porque preferían celebrar sus fies- tas antes que las efemérides nacionales (como lo señaló Ricardo Rojas que, no siendo el más reaccionario de los nacionalistas, era el más susceptible a los pliegues de la diferencia cultural). Hoy eso es evaluado como rasgo de cosmopolitismo que, incluso, tiene el poten- cial de convertirse en espectáculo para quienes no se sienten extran- jeros y encuentran en los 'otros' el lado pintoresco que ellos han per- dido o no han tenido jamás. Las capas medias van a esas fiestas ajenas como a un espectáculo, acá y en todas las ciudades del mundo.

Fuera de los restaurantes étnicos y de los intermezzos festivos, exóticos o identitarios (depende desde dónde se los observe), los extranjeros están en el trabajo y en la vida cotidiana, padecen para ganarse la vida (patrones orientales explotan familias bolivianas,

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además de los argentinos siempre dispuestos a contratar en ne- gro) , y según el origen se ubican en la pirámide de los prestigios sociales y simbólicos. Cuando pueden, mientras pueden, viven entre ellos. En sus barrios se escuchan sonidos muy siglo XXI.

La cuestión del nombre. En la Argentina hay descendientes de inmi- grantes sirio libaneses cuyo apellido es Romero o Fernández, pro- ducto de los avatares de la llegada al puerto, del empleado de Mi- graciones, de papeles con signos intraducibles, de la incuria burocrática. Hay gente que se llama Segal o Sigal, Gilman o Gel- man, pero vienen de la misma aldea, y a lo mejor, tres o cuatro ge- neraciones atrás, fueron primos. Hay apellidos italianos que se es- criben de manera diferente en los documentos de miembros de la misma familia. Peripecias del nombre. Siempre se llamó "ga- llego" a todo español. Peripecias del origen, que ahora se gene- raliza en "chino" o "ponja". Los chinos encontraron la estrategia del parecido: Huan se convierte en Juan; Lu, en Luis.

En calle Padilla unos chinos vestidos de pachuchos se reparten nombres: vos Zhang Cuo te llamas Francisco, vos Xin din te llamas Diego, vos Gong Xi: Pacino; y yo Bei Dao me llamo Pseudo.

En los balcones las viejas preocupadas del qué dirán escuchan éxitos de Serú Giran.

Después, discuten porque todos quieren llamarse Diego y le dicen a Bei Dao que Pseudo no es un nombre.47

Los coreanos se resisten a la uniformidad de un orientalismo mediático o racista:

Acordate: para dirigirte a mi persona, es Taekwondo. Nada de ponja, chinito, Bruce o/ Yoko. Esas son faltas de respeto. Soy coreano. A no confundir.48

Lluvia de estrellas

Idalinas, Justinas, Miguelinas, Carolinas, Karinas, Cilicias y Furisbundas; Clarisas, Clementinas, ¡Argelinas! Marielqui, Marielbi, Marylin Sunildas; Marilipi, Mandalia, Mariola, Mariolga, Yulis, Yulisas, Sunilditas; Cheches, Casianas, Ignacias, Janiras, Zenaidas, Yunisleidis. Macorinas, Miraflorinas, arequipeñas, maguaneras, itacurubienses, coqueñas; risas, llantos, ruegos, alegres alegrías; risas, rosas, flamboyanes, flanes, pitahayas, sancochos y sandías; chipaguazús, añaretás, yasiretés, curepís, mombayés, pora limbos.49

Lenguas extranjeras. Escucho lenguas diferentes de la que hablo: co- reano, castellano no rioplatense, tan dialectal como el de acá, pero de allá: altoperuano. La extrañeza frente a una versión del caste- llano distinta de la propia asaltaba a los exiliados en México o Cara- cas: era y no era la misma lengua. Sus hijos lo probaban con el bilin- güismo: castellano de la Argentina en la casa, castellano de México o de Venezuela en el colegio, pasando de uno a otro como si em- bragaran. Cuando los exiliados pensaban que los entendían, salta- ban a la luz las diferencias en el léxico o la pronunciación, y todo volvía a empezar. Cuando ellos se persuadían de que hablaban la misma lengua, en ese momento, a alguien se le ocurría marcar la diferencia y, mientras porteños y cordobeses se distinguían entre sí minuciosamente, a los mexicanos todos les parecían hablantes de 'argentino'. Algunos mexicanismos le caían perfectos al dialecto rioplatense ('pinche' trabajo, por ejemplo), pero otros siguieron

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siendo inmanejables y necesitaron de una simultánea traducción mental. Los exiliados se mexicanizaron en los trabajos, hasta donde pudieron y muchas veces pudieron bastante poco (o creyeron que no valía la pena), pero el voseo persistió en el corazón del español argentino. Otras estrategias de resistencia: Juan José Saer, en París, vivió décadas hablando un francés sintáctica y léxicamente impeca- ble, pronunciado con una fonética santafesina también impecable.

La italianización de la lengua fue una pesadilla de intelectuales en las primeras tres décadas del siglo XX. Temían tanto la mezcla de 'razas' como la de lenguas cuando éstas no se sometían al con- trol de la cultura letrada. No hablar como un italiano, no dejar que los inmigrantes le transfirieran su vulgaridad al castellano. Y se trataba de inmigrantes que ni siquiera hablaban italiano, sino dialectos campesinos.

Las élites, por primera vez, veían gente extranjera frente a la que no se sentían inferiores ni debían rendir pleitesía. Hasta el arribo de miles de inmigrantes, los extranjeros eran juzgados su- periores o iguales. No se italianizaba la lengua cuando se traducía la literatura italiana ni cuando se cantaba un aria de Bellini. La amenaza de italianización venía del lado de los dialectos 'bajos', pero no de la literatura o del teatro (Buenos Aires ovacionaba a Pirandello y consideraba cómico el cocoliche, una lengua de lle- gada, instrumental y popular, destinada a desaparecer). En esas primeras décadas del siglo XX se produjeron verdaderas amnesias de la lengua de origen, porque los inmigrantes que buscaban asi- milarse a sus hijos, y que sus hijos se asimilaran todavía más que ellos, dejaban de hablarla, literalmente la olvidaban. El peligro de no integrarse del todo era mayor que el miedo a quedarse sin esa dimensión de su pasado.

Por lo demás, la idea de una pérdida cultural es más bien tardía, no sólo entre quienes la provocaron sino también entre quienes la soportaron con la convicción de que estaban ganando algo. No fue solamente la violencia simbólica la que les cortó la lengua a los inmi- grantes de comienzos del siglo XX. Tenía lugar un trueque, en el que esos italianos no eran una simple masa amorfa y sin voluntad moldeada por las instituciones del país de llegada. Hablar bien era parte de un contrato que incluía el ascenso real o imaginario.

Los que ascendían y querían diferenciarse de sus orígenes, los profesionales que habían sido los primeros de la familia en ir a la universidad, decían: "Hay que hablar bien", lo que consistía en no italianizar. Decir "Voy del médico" implicaba una especie de muerte civil para las pretensiones de las capas medias en su infi- nito camino de diferenciación interna. A espaldas del desdichado se repetía: "Dice: voy del médico". Los hijos de inmigrantes, que tenían conciencia de las irregularidades fonéticas de sus padres, exageraban la "x", en palabras como "examen" o "expreso". Los más instalados social y culturalmente sabían que no había que exagerar: "expreso" se pronunciaba espreso, porque, si no, parecía que con ese plus sonoro se quería disimular algo. Y, por cierto, ese plus era una simulación de pertenencia, porque los italianos se "tragaban las eses", sobre todo las finales: cuidado con el plural, allí saltaba la mancha (por ausencia) que delataba el origen. Si se hablaba italiano, la consecuencia fatal era tragarse las eses finales del plural que en esa lengua no existen. Cortar con esa lengua, como quien corta con el foco de una infección que se desplaza con- tagiando. La lengua extranjera se padece como una enfermedad mimética: si uno se infecta, puede ser confundido.

Pero, pese al higienismo lingüístico, hasta que la escuela hizo su efecto, en las primeras décadas del siglo XX se escuchaba italiano (dialectos) en las calles de Buenos Aires y Rosario. Después, durante más de medio siglo, el castellano se impuso y las lenguas extranjeras pertenecieron sólo a tres espacios: los turistas, los muy viejos, los muy distinguidos social o intelectualmente. No había otras lenguas extranjeras en el espacio público. No se escuchaba idisch en Villa Crespo, salvo en los bares más tradicionales de la calle Corrientes, a la salida de las sinagogas y cuando, en el mercado de la calle Gurru- chaga (hoy cerrado), las señoras pedían los ingredientes de algún plato y lo pronunciaban de un modo inimitable, que lo volvía más auténtico, como si la fonética le transfiriera un sabor.

Camino por la avenida Carabobo y se escucha coreano. Se escu- cha una radio china en los supermercaditos chinos del barrio que sea, y mucho más si se trata del bajo Belgrano. Si fueran lenguas europeas (excepto el vasco o el húngaro), podría reconocer algu- nos fonemas, conjeturar dónde comienzan y dónde terminan las

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unidades de sonido y, de allí» imaginar unidades de sentido (en fin, las descripciones más básicas de la lingüística). Si fuera hún- garo o ruso, la entonación me ayudaría a imaginarme el carácter del discurso, aunque no su significado. En el caso del chino o del coreano la entonación también es indescifrable. Éstos son extran- jeros verdaderos: ninguna ilusión de reconocimiento, Una vez atra- vesaba el altiplano entre Cochabamba y Oruro, dentro de la caja de un camión, con campesinos que comenzaron a hablar sobre mí en quechua, Quedé aislada dentro de una esfera infranquea- ble, A la noche, cuando la temperatura bajó del cero» me ofrecie- ron un trago y terminamos amontonados, cubiertos por un misino revoltijo de mantas, pero siguieron hablando en quechua: experiencia de no entender el discurso en el que se habla de uno mismo, rara experiencia para una mujer blanca.

Los coreanos atravesaron exactamente la mitad del mundo para llegar a Buenos Aires. El castellano es tan ajeno como esa lengua en la que nada se corresponde con nada, Ellos están frente al castellano como yo frente al coreano, con una diferencia: no necesito aprender coreano. Asimetría entre locales e inmigrantes, porque para ellos no hay juego de equivalencias. Hasta que se empieza a conocer la otra lengua, todo es radicalmente intraducible, entre otras razones por que ignorarnos cómo se parte su sustancia fónica: ¿dónde empieza y dónde termina una palabra?; su sustancia semántica: ¿hay diferencias entre mentira y engaño?, ¿entre valor y arrojo?; y los pliegues de cor- tesía de su gramática: ¿qué trato se da a unas personas y cuál a otras» corno el vos y el usted en castellano?; ¿existen diferencias verbales con ese fin, como en castellano que» de todos modos, no tiene los mismos matices que el francés? Ellos se harán las mismas preguntas sobre las posibilidades de comparar una lengua con otra, Hay lenguas que son casi incomparables, advierten los lingüistas.

Experiencia de la calle donde se escucha una lengua radical- mente extranjera; una fantasía, si no se está atado a ella porque se habla la lengua del país, Pero ¿si ella, la extranjera, fuera toda mi lengua?

Tablero de go. En una esquina de Carabobo, a dos cuadras de Avenida del Trabajo, dos hombres juegan al go, y un tercero mira. Agito en

una mano la máquina de fotos y sonrío. El que sólo mira me dice que no» aunque no estoy segura de que nos hayamos entendido. Uno de los que juega, el que lleva la gorra Nike y mueve las fichas blancas, dice que sí, y agrega: "Foto, sí". El otro, el de las. fichas ne- gras y campera inflable, ni se da vuelta para mirarme. Saco la foto.

No son los sirio libaneses del Once que describió Arlt. Son tres co- reanos que ni viven ni comercian en el centro, sino en Flores sur, a diez cuadras de la villa o "barrio" Rivadavia. Ellos juegan al go, mien- tras que a quinientos metros, sobre Castañares, tiene lugar la feria de los bolivianos, entre Carabobo y Lautaro. Ni un coreano en ella.

El rectángulo de ciudad ocupado por los coreanos es más extenso que el de los sirio libaneses de 1930, pero también más raleado: avenida Eva Perón, Carabobo, Castañares y unas cuatro cuadras ha- avenida La Plata. Se concentran sobre todo en Carabobo: co- mercios e iglesias, muchas iglesias de las más variadas confesiones evangélicas que llevan como aditamento el adjetivo "coreano" y, en ocasiones, un cartel que indica la voluntad, aunque sea forma e ins- titucional, de asimilación: "Próximamente, culto en castellano. ¿Para sus hijos que no querrían hablar coreano?, ¿para quién ese culto en otra lengua que casi no se escucha en el barrio?

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Los tres hombres que rodean el tablero de go son una estampa. Las sillas en las que están sentados, el borde prolijo del cantero de cerámica donde se apoya el tablero, los dos cuencos donde las fi- chas suenan como si fueran monedas cuando las manos se hun- den en ellas; las plantas del cantero y los autos son un fondo donde la calle de barrio porteño queda suspendida para abrirse como un nicho a la nacionalidad otra. Nada más típico que un co- reano jugando go, excepto un japonés (el nombre es japonés, aunque el origen es chino). Un coreano jugando go es, para ojos argentinos, del mismo grado de tipicidad (¿cómo distin- guir a un coreano de un japonés?, ¿distinguen los coreanos a un descendiente de italianos de uno de españoles?).

Buenos Aires encierra estas escenas 'típicas' de barrio de inmi- grantes, donde lo extranjero, como sucede en la calle Carabobo, re- cubre sin demasiado 'colorido' los edificios de uno, dos o tres pisos anteriores a la llegada de los coreanos. Hace ochenta o noventa años, en la Boca (un barrio que los inmigrantes construyeron de ma- nera original, porque allí no había sino diques y barro), unos italia- nos sentados en círculo, fumando toscanitos y jugando a la murra, darían el mismo efecto típico-exótico que los coreanos que ahora juegan al go. O las muchachas del interior, llegadas en los años treinta y cuarenta a servir en Buenos Aires, que los sábados a la tarde paseaban por Plaza Italia y se encontraban con sus comprovincianos, conscriptos en los cuarteles de Palermo (las "zunilditas" del poema de Cucurto citado antes). Después, en los años sesenta y setenta, em- pezaron a llegar los chinos y los coreanos. Buenos Aires no tenía en- tonces ni barrio coreano, ni restaurantes peruanos, ni barrio chino. Los coreanos son hoy nuestros polacos, rusos, judíos, centroeu- ropeos. Los mayores de 40 años no hablan castellano o lo hablan muy mal. Sentados en el fondo de sus almacenes de comida coreana (grandes bolsas de algo que parece popcorn en la vidriera), con un vaso de té en la mano, son nuestro actual lejano oriente. En las ver- dulerías, los changarines y dependientes criollos, cabecitas, apilan los cajones.

Los jugadores de go ofrecen un plus de orientalidad, más in- tenso que los carteles escritos en coreano (y, con frecuencia, sólo en coreano). El go es puro 'oriente milenario', un mito tanto como

un juego de estrategia basado en la paciente y agresiva ocupación de territorio con fichas blancas y negras, redondas y más anchas en el centro que, como diseño, también son 'oriente'. Si los dos hombres hubieran jugado al ajedrez (cuyo origen es igualmente oriental), no les habría pedido permiso para tomar la fotografía. No habría ha- bido imagen, porque no es exótico un juego cuyos campeones son rusos o americanos y cuya imagen se ha separado de su origen. Cua- dras después, hay un centro coreano de ajedrez, con una entrada parecida a la de un oscuro cibercafé. Llama menos la atención que los jugadores de go a pleno sol, que tienen algo de emblema de ocupación territorial para que todos vean que ellos son el barrio un domingo de mañana.

Los jóvenes que pasan por esa misma esquina, los que están en el maxiquiosco de enfrente, parecen actores de una película coreana filmada en cualquier parte (quizás ellos sí quieren que les digan Bruce o Yoko, quizás el cine sea más fuerte que cual- quier sospecha de discriminación). Con ellos es otro mundo: hablan castellano porteño y su orientalidad está regida por la moda. Los jugadores callejeros de go, en cambio, sonrientes y monosilábicos en castellano, son 'lo que queda de Corea' para los ojos porteños. Ellos muestran sus fisonomías, su ausencia de castellano y su juego de go como certificando que estamos en el barrio coreano y que hay diferencias: "los ojos de una piba en el um- bral del New Seúl Electrojuego, / el blanco amarillo de esos ojos por debajo de unos iris glaucos ponientes".50

Las diferencias son profundas respecto de los villeros que abundan en la feria de Castañares entre Carabobo y Lautaro, a muy pocas cuadras.51 Ver Buenos Aires hoy con los ojos de un por- teño de 1915 es un experimento interesante y marcado por la ana- cronía. Observar lo que no existía en la ciudad a fines de 1950, cuando parecía que la fusión de distintas migraciones se había completado. Miro a los coreanos como otros debieron de haber mirado a los italianos de la Boca o de esas pocas manzanas de la Pequeña Calabria, lindera con Belgrano, como Arlt miró a los sirio libaneses en el Once. La ciudad tiene menos de dos dece- nas de miles de coreanos,52 y ellos son como una imagen fami- liar, y al mismo tiempo irreductible, de otro proceso que fue

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más impresionante cuantitativamente: el de los inmigrantes de comienzos de siglo. Sin embargo, todo es diferente: una comu- nidad de ojos rasgados, que no usa caracteres latinos en sus car- teles, que proporciona feligreses a decenas de iglesias evangéli- cas (hay más de una por cuadra sobre Carabobo); es una especie de condensado de exotismo.

El jugador de go que autorizó la fotografía sonrió con esa am- plia sonrisa oriental que, a los occidentales, les parece siempre un poco excesiva (¿no espontánea?, ¿los orientales no expresan sino que representan?, las preguntas del prejuicio, pero también las que se formulan cuando se perciben las diferencias y no se las puede explicar). Las mujeres de 40 años que caminan o salen de los tem- plos tienen un recato que también parece excesivo. ¿Por qué en- contramos exceso o faltante donde no se repiten los gestos acos- tumbrados? Es la percepción de lo exótico. Arlt descubría que los sirio libaneses hablaban en voz más alta, con inflexiones más agu- das, pequeños gritos que le sonaban inarticulados. Las lenguas orientales enfrentaban a Arlt con lo incomprensible.

Los coreanos, en cambio, ya han sido debidamente estudiados: comunidad, identidad, diferencias, adaptación, problemas entre jóvenes y adultos, llegada y salida de la Argentina, formas (a veces denunciadas) de trabajo, explotación propia y ajena. Una masa de discursos académicos hace que los coreanos no sean nuestros ita- lianos del siglo XXI. Es imposible caminar por Carabobo sin per- cibir un sistema de diferencias; atribuir esas diferencias a las iden- tidades es una movida que en el go sería considerada inútil: ocupar dos veces, con doble cantidad de fichas, un mismo recua- dro del tablero. Una movida tautológica. La calle Carabobo perte- nece a una ciudad que antes no tenía carteles coreanos (exclusiva- mente en coreano) en sus vidrieras. Éste es el cambio. Nadie, como Ricardo Rojas en 1909, escribirá contra ellos: allí están los carteles coreanos, las comunidades religiosas coreanas, las pinturas y fotografías típicas en las vidrieras, las comidas.

Una línea de hierro separa a los coreanos de sus vecinos bo- livianos que están comiendo fricasé en la feria de Castañares, el domingo a mediodía. Allí, una fila de gente cargada con bolsas de plástico introduce un viraje racial respecto de lo que se ve

por las veredas de Carabobo. Al ras de la vereda se trazó el lí- mite: coreanos de un lado, bolivianos del otro, ni un coreano del lado boliviano, ni un boliviano del lado de los coreanos.

Los coreanos sobre Carabobo van vestidos con ropa deportiva, se- gún la moda de las capas medias o medias bajas pero no pobres; los adolescentes, lindos, muy fashion, flacos, serios, de mirada implaca- ble; las familias salen de los templos con "sus mejores ropas". Y, de pronto, en la esquina de Castañares, los bolivianos hacen otro mundo, donde nada parece ni de capas medias, ni de adolescentes que miran videoclips pop e imitan gestos cortantes de manga y animé. Un límite neto hecho visible por la cola del colectivo: esta gente no es de por aquí cerca, ha llegado a la zona, ha comprado, ha comido, ha conseguido que, con las maquinitas de coser y perfo- rar, le arreglen los zapatos al paso, en plena calle. Ahora se van a la villa del límite sur de la ciudad, o más lejos.

Esto sucedió en el mundo (y en esta ciudad, que parece tan ale- jada del mundo) en los últimos cuarenta años. Quizás por pri- mera vez desde los años veinte, hay extranjeros ostensibles, aun- que en cantidades limitadas por las limitadas promesas que la Argentina está en condiciones de garantizar. Los cabecitas negras no fueron exóticos, sino molestos o despreciables. Los coreanos no son molestos, y sólo si se descubre que explotan bolivianos re- sultan despreciables (es decir que no lo son por definición), pero tienen una huella exótica.

Por algo los dos coreanos jugando al go frente al vecino que si- gue la partida son tan ajenos. No entienden lo que les pregunto, sonríen porque me entienden mal, sonrío porque sé que no me entienden. No son ajenos sus hijos, cuyas imágenes de referencia vi antes en el cine coreano; esos chicos siguen modelos físicos globales y están en todas partes.

Lo políticamente correcto sería no ocuparse demasiado de estas diferencias, ni poner el foco sobre ellas. Sin embargo, una imagen exótica tiene dos caras: su desplazamiento desde el lugar donde la imagen no sería exótica, porque este traslado marca una distancia espacial considerable, y su inclusión en un escenario barrial que no estaba preparado para esa imagen. Dos distancias.

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Carteles secretos. Los carteles en canuteros coreanos cambian mi posición en la lengua. Los veo y me pregunto cuál de las dos es la lengua extranjera, qué es extranjero respecto de qué cosa desig- nada, de qué anuncio o promesa. Las lenguas se desconocen en- tre sí y me harén dudar sobre los objetos que, cada una por su lado, designan: ¿peluquería argentina y peluquería coreana en la calle Carabobo son lo misino?

Esto no sucede tan intensamente con las lenguas occidenta- les» donde siempre está la ilusión del parecido (muchas veces falso) y queda el recurso de la hipótesis: creo que están di- ciendo tal cosa y puedo imaginar cómo podría traducirse lo que dicen; aunque me equivoque, nunca estoy suspendida en un no saber irremediable. A las lenguas occidentales puedo ima- ginarlas sin conocerlas. La naturaleza de esta impresión enga- ñosa no es la filología, ni el árbol indoeuropeo ni ninguna otra teoría lingüística. Se trata de un espejismo cultural en el que a lo lejos o en la cercanía reverbera Occidente. Pero los carteles en coreano me ponen frente a lo verdaderamente extranjero, eso que no permite recurrir al hábito ni a una triquiñuela soste- nida por la creencia. El coreano no se toca con ningún replie- gue lejano de, mi propia lengua; no conozco nada, no reconozco nada. Esos carteles son, para mí, mensajes secretos en el espacio público. Cifrados no individualizo los grafemas, ni siquiera sé si son grafemas o ideogramas Lo irreconocible se convierte en di- bujo, es decir que se carga de estética. El cartel apaisado que co- mienza (termina) con una flor pintada a la acuarela no se re- siste a recibir este plus estético que le adjudico, porque lo ha buscado. Pienso, debe ser un poema. Los signos en ese cartel que, culmina en la flor están trazados a pincel. El cartel lleva dos sellos como los que se ven en las estampas japonesas. Si hago abstracción de la lengua, la estética me permite integrarlo en una serie, aunque ésta no me resulte familiar. Puedo imaginar qué escrituras son posibles para acompañar a la flor. Me aco- modo a un exotismo mediano, un exotismo que tiene algo de falsa analogía,

Pero otro cartel, que se ve detrás de las cortinas. se resiste a cualquier hipótesis, como un mensaje que no me está destinado,

Supongo que quiere decir: "Atomismos por la siguiente puerta" o "Si busca el médico toque el primer timbre a su derecha" o "Se vende departamento, informaciones aquí". Puede decir cualquier cosa para mí, y una sola para quienes son sus destinatarios: dos mundos separados por la escritura.

La sensación es rara. En la ciudad donde he nacido y donde vivo hay mensajes públicos que no comprendo, pero no sólo eso, sino que tampoco puedo captar en los signos ni el co- mienzo ni el fin de las palabras. La lengua escrita convertida en di- bujo. Esto sucede en la calle que, según mi experiencia, es espacio

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común. Si encontrara los signos en coreano dentro de una bi- blioteca, de un templo o de un museo, la visión se adecuaría de inmediato al espacio que los contiene. Pero la calle me ha acos- tumbrado a esperar que, por lo menos en su superficie, sea in- teligible.

En la fachada de un templo protestante coreano, un cartel en cas- tellano anuncia la situación inversa: en tal fecha (muy reciente) comenzó el culto en castellano.53

¿Quiere decir que hay gente, a la que ese templo se propone adoctrinar, que no entiende coreano? ¿Los jóvenes del maxi- quiosco de enfrente prefieren el castellano, así corno los hijos de italianos lo prefirieron o se dieron cuenta de que esa imposición prometía más inclusión que la defensa de la lengua materna? ¿A quiénes se dirigen los pastores de la Iglesia Coreana del Evangelio Pleno cuando predican en español? La situación se invierte por- que, el cartel vuelve a poner mi lengua en el lugar de lo esperado, de lo preferido y de lo impuesto (de lo natural; porque así funciona, finalmente, la lengua).

"El señor es mi refugio", dice el cartel, a mitad de cuadra, en Cas- tañares y Lautaro. Un comedor comienza en el local de la iglesia, también protestante pero boliviana, y se amplía sobre la vereda; fri- casé, thimpu de cordero, chicharrón, picante de pollo. Estas pala- bras pertenecen a una zona internacional de la lengua, designan ob- jetos conocidos a medias. Sin embargo, no producen el efecto de extranjería porque cualquiera sabe que pertenecen al español ha- blado en Bolivia y ahora acá en Buenos Aires, un español de vocales cerradas y sibilantes fuertes. Aunque su extranjería puede originarse en el hecho de que no ocupan la lengua de la misma forma en que se la ocupa acá: obligan a una expansión del paradigma; guiso de pollo, arrollado de pollo, pastel de pollo, culturalmente no es lo mismo que picante de pollo. Y allí está el thimpu de cor- dero, que no puedo ni traducir ni imaginar (¿empanada, embutido, asado, guiso, fiambre?). Thimpu suena como un instrumento mu- sical, como el broche con que se sujeta un manto, como una hierba de la farmacopea americana, como el nombre que designa a una tormenta demasiado fuerte.

Cursos en Koreatown Los carteles en la misma vidriera de la calle Carabobo ofrecen cursos en dos direcciones que quedan casi en los extremos opuestos de Buenos Aires el Centro Cultural Coreano en América Latina, sito en Coronel Díaz entre Castex y Avenida del Libertador, y una entidad cuyo nombre no puedo entender (coreano absoluto), en Carabobo al 1100. La asimetría de ambas, direcciones (Barrio Norte a la entrada de Palermo Chico y Flores tan al sur que, más o menos a seis cuadras, se toca con la villa) refleja la perfecta asimetría de los cursos.

En Coronel Díaz se enseña coreano y en Carabobo se enseña castellano, como si fueran dos instituciones que han entrado en un articulado proceso de traducción. En ambas se enseñan prácti- cas 'tradicionales' de la cultura: apreciación musical, arreglo flo- ral y caligrafía en Barrio Norte; literatura, caligrafía y pintura en el sur, donde se aclara que esos cursos son "sólo en coreano". Para

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remachar el carácter de puente de la sede de Barrio Norte, un ciclo de cine se anuncia como "subtitulado en castellano".

En la calle Carabobo se apuntan necesidades concretas: a esos hombres y mujeres de más de 40 años se les ofrece el modo para en- tender un poco de castellano. En Barrio Norte, la oferta se extiende por el campo simbólico clásico de las instituciones que representan un país en el extranjero. Lo de Barrio Norte es previsible, inevitable. Los cursos en Carabobo al 1100, en cambio, dicen mucho sobre el barrio de inmigrantes. Su necesidad se percibe en la calle, cuando se escucha a los adolescentes coreanos hablando castellano y a sus padres o abuelos concentrados en su lengua de origen.

El cartel es una invitación a desconcentrarse, a volverse, de al- gún modo, bipolares, sin estabilizarse ya nunca más en una len- gua porque la propia es radicalmente extranjera y la de acá será siempre ajena. Esos hombres y mujeres que hablan coreano sa- ben que están hablando su lengua en una ciudad donde ella es incomprensible. No hay superficies de contacto: todo pasa por el trabajo, el mercado y el comercio, la esfera de lo pragmático. No está bien visto referirse a la extranjería, lo cual me parece una estupidez. Esa gente que quizás vaya a los cursos de castellano de la calle Carabobo, a la vuelta de sus casas, se sabe extranjera, y dece- nas de miles de ellos también llegaron con la idea de que estarían de paso, idea que hicieron mucho más real los que se fueron en una nueva inmigración hacia el norte de América que los que se quedaron. Los cursos de castellano (sólo de nivel básico e interme- dio, no existe nivel avanzado) tanto como una voluntad de acercarse a la lengua indican lo incomprensible. Para la primera generación, lo extranjero es, para siempre, una residencia precaria.

¿Qué haría yo si fuera inmigrante en Corea y tuviera un pequeño comercio?

Reuniones en Milán

Domingo por la mañana, pasan de las once. En los bancos, en los espacios libres que rodean la fuente y los jar- dines con árboles de la plaza que está a la derecha de la

estación habrá un millar de personas. En el perímetro de la plaza, donde se puede aparcar, hay furgonetas y coches con matrículas de Europa del Este. La mayoría de los presentes son mujeres, las matrioske, como las lla- man los principales diarios: ucranianas, moldavas y ru- manas, además de alguna albanesa; relativamente jóve- nes (sus edades oscilan entre los treinta y los cuarenta años), vestidas con esmero y con el mismo estilo, casi todas llevan grandes bolsas de plástico o de tela. For- man corrillos y leen juntas las cartas de sus hijos que se han quedado en casa, se enseñan las fotos de los pa- rientes que han dejado lejos mientras comentan lo que ha crecido éste, o una anécdota de aquél, y se conmue- ven. Otras, sencillamente, conversan, intercambian in- formación y consejos, se cuentan sus experiencias de supervivencia semanal... Otras se sientan en los ban- cos, se arriman y se abrazan. En cuatro de los diez ban- cos de la plaza se sientan por turno varias de ellas; alre- dedor, de pie, sus amigas las miran con atención mientras otra mujer, con peine y tijeras, hace de pelu- quera. Es un corte barato al estilo de los países del Este, y la satisfacción de hacer las cosas como "en casa". Cuando termine el día, detrás de los bancos el suelo estará cubierto de pelo... En medio de la plaza, en cuclillas en el césped, grupos de hombres y mujeres de varias edades, familias enteras, han preparado una merienda: en una alfombra de papeles de periódico cuidadosamente extendidos sobre el suelo húmedo, comen pan, embutidos, salsas y otros productos típicos de sus países... Al salir de la plaza hacia la calle Tonale, en la calle Ferrante Aporti vemos una docena de fur- gonetas modernas con matrículas ucranianas y molda- vas. En los parabrisas tienen letreros escritos en cirílico que indican los destinos; a su alrededor se forman gru- pos de personas que cierran cajas de cartón o bolsas de plástico con precinto y cordel, y escriben con letra grande y clara la dirección del destinatario.54

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Filipinos en Hong Kong

En el corazón mismo de Hong Kong, la Statue Sqnare, con sus imponentes torres de bancos, aspira a ser un mo- numento de la víbrante cultura de los negocios de una de las economías "milagro" de Asia. El domingo, sin em- bargo, cuando las oficinas están cerradas, la atmósfera del barrio se transforma, más de cien mil empleados do- mésticos filipinos convierten la city en lugar de esparci- miento con sello filipino. En "Home Cooking". la etnó- grafo urbana Lisa Law describe la escena: el aire resuena con los gritos melodiosos ''¡peso, peso, pesoooo!" que provienen de los agentes de cambio clandestinos; se es- cuchan las conversaciones de las mujeres, que hacen cola para hablar con sus familias frente a las cabinas tele fónicas; en las veredas, expertas en belleza ofrecen pei- nados y manicuras, grupos de amigos posan para sacarse una foto o leen en voz alta las cartas que han recibido; el olor de los kreteks perfuma el aire, y las mujeres invaden las plantas abiertas de los edificios del banco de Hong Kong y de Shangai, donde, sentadas sobre tapices de paja, comen pinaket o adobos. Así el barrio central de Hong Kong se convierte en la "Pequeña Manila" durante un día. En cartas enviadas a los diarios, los miembros de la sociedad dominante denuncian, por motivos: estéticos e higiénicos, esta "domesticación" del espacio público realizada por los trabajadores. Preferirían que sus servi dores permanecieran fuera de la vista (y del olfato) y se oponen a que produzcan interferencias en la imagen de Hong Kong como centro financiero mundial."55

Mural en Castañares. Pintado frente a una planta muy verde y trian- gular, diminuta, en Castañares y Curapaligüe. No tiene nada que ver con el barrio- ni con el lado coreano, ni con el lado Flores sur, viejos y nuevos vecinos, casas o villas, bolivianos y migrantes de todas par tes Es sorprendente su inadecuación y, precisamente por eso, su im- pacto. El tag es perfecto, pero también la imagen entre publicitaria

e hiperrealista de la modelo. ¿Por qué los anteojos? Esa mujer es un exotismo y por lo tanto, un suplemento, un goce, en este barrio. No es sexy, es distinguida, copiada de una publicidad, pero rescatada también de la publicidad: en la calle la imagen no es banal. Na die contesta mensajes en las direcciones de correo que, en la parte superior e inferior, completan el tag.

El mural, combinado tag-art y representación, usa dos lengua- jes, tira hacia dos lados. Parece casi nuevo y es un gran plano bisa- gra. Casualidades de la ciudad, en el lugar bisagra entre coreanos y bolivianos.56

Parque Avellaneda y más allá, Lacarra y Juan Bautista Alberdi. A cuatro cuadras de allí está el parque y al fondo, la que fue la quinta de los Olivera hasta 1912 y hoy es centro cultural y veci- nal; dos destinos cumplidos en el curso de cien años: de jardín aristocrático a plaza de pobres y migrantes. Caminar esas cuatro cuadras por Lacarra es recorrer el filo que conduce a un límite. En la vereda de Directorio, ya sobre el parque, una feria de ropa barata, objetos, algunos libros, bric à brac, a la derecha, un parque de juegos infantiles y, en el pasto, los fines de semana, los grupos de migrantes que llegan desde Villa Soldati, Villa Riachuelo, Ma- taderos,57 con sus bolsas de plástico, de donde sacan cacerolas, platos y botellas de refresco, sobre el pasto, los chicos comen

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disciplinadamente una porción de fideos y mandarinas de postre. Cada grupo no forma una familia tipo, sino una combinación de vanas edades y parentescos. A treinta metros de esta zona de picnics, unos puestos de artesanos y un "taller artesanal gratuito" donde cada domingo se ofrecen cursos de pirograbado, porcelana fría, madera, pintura sobre madera y artesanía en panamina. En el paredón que bordea uno de los costados del parque, un mural fechado el 10 de mayo de 2008, y todavía intacto, festeja el carna- val representado por "Los Descarrilados de Parque Avellaneda", mezclando la técnica del filete porteño con los colores de la ban- dera boliviana; en ángulo recto con éste, otro paredón se ex tiende a lo largo de doscientos metros hasta Lacarra; contra él, apoyan sus bártulos y sus calentadores las vendedoras bolivianas, Del otro lado de la calle, el polideportivo bordea Lacarra hacia el sur Al doblar a la izquierda, antes de la autopista, la esplendo- rosa pollera verde mío satinada y con mucho vuelo de una boli- viana corta el gris mortecino de Avenida del Trabajo. Los restau- rantes ofrecen, además de chicharrón, charquecán, patasca y fricasé, salteñas; entre el Parque Avellaneda y la cancha de San Lo- renzo, las empanadas se llaman salteñas, como en Bolivia. El pare- dón que bordea el cementerio de flores y las vías del premetro lleva hasta la villa 1-11-14, frente al estadio de San Lorenzo. Es la

más grande de Buenos Aires. Quienes esperan los ómnibus hablan español con acento de las provincias o del altiplano y unas chicas dialogan en guaraní. La basura cubre las calles, flota en el aire, se amontona en los rincones. Por los pasillos de ingreso a la villa tam- bién hay puestos de ropa barata. Los quioscos en la calle, donde co- rren los perros sin dueño, están fortificados, tapiados, enrejados; casi no se ve lo que venden, pero siempre hay jugos de ananá y mo- cochinche. El perímetro exterior de la villa está compuesto por ca- sas de tres pisos, sin revocar, pero con un rasgo que se repite por to- das partes: puertas de calle en los pisos primero y segundo, y rejas. Estamos en el sur de la ciudad, la zona discriminada.58

Hechos policiales

LlBERARON A 37 BOLIVIANOS QUE MANTENÍAN

ESCLAVIZADOS EN UN TALLER TEXTIL DE LONGCHAMPS Vivían hacinados en una habitación de 24 metros cua- drados, les pagaban 1 peso por prenda confeccionada y los obligaban a comprar comida sobrevaluada a la sue- gra del dueño. Entre los rescatados hay seis chicos de en- tre 3 y 11 años. La Policía detuvo a tres personas, todos miembros de una familia. Treinta y siete bolivianos, en- tre ellos seis menores, que trabajaban en condiciones de esclavitud en un taller textil fueron liberados hoy en tres allanamientos realizados en la localidad bonaerense de Longchamps, partido de Almirante Brown Fuentes judiciales informaron que las 37 víctimas vivían hacinadas en el mismo taller de tan sólo 24 metros cua- drados, que les pagaban un peso por prenda confeccio- nada y los obligaban a comprar comida a precios sobre- valuados en el mercado de la suegra del dueño del taller. Por el caso hay tres detenidos, todos miembros de una familia también de nacionalidad boliviana, aunque el máximo responsable del ta l ler clandestino está prófugo y se lo busca en el norte del país, dijo a Télam el capitán Marcelo Andrada, a cargo del operativo.

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El principal procedimiento se realizó en Bolívar 3331 donde fueron liberadas las 37 personas, entre ellas seis chi- cos de entre 3 y 11 años. Los 37 bolivianos no sólo trabaja- ban sino que también vivían y dormían en el mismo taller que estaba emplazado en una construcción precaria de 8 metros por 3. Durante los operativos, se secuestraron maquinaria textil, dinero y prendas, precisó Andrada. La investigación se inició en noviembre pasado cuando una de las personas esclavizadas logró escapar y contó lo sucedido a los vecinos que radicaron la denuncia. La fis- cal Karina López de Lomas de Zamora ordenó entonces tareas de inteligencia en el domicilio y escuchas telefóni- cas, y tras varios meses de investigación obtuvo hoy los allanamientos. Los investigadores determinaron que las familias bolivia- nas que trabajaban allí eran traídas engañadas al país con la falsa promesa de trabajo digno y la obtención de la ciudadanía argentina. "Sin embargo, ni bien llega- ban al país eran recluidos en el taller donde los tenían encerrados con candado", explicó la fuente judicial. El lugar sólo cuenta con un baño de un metro por un metro donde hay un inodoro, al que sólo accedían pi- diendo permiso, y las duchas estaban al aire libre. Las fuentes también contaron que a los trabajadores sólo se les pagaba un peso por pantalón y sólo al jefe del grupo familiar.59

Reclamo

Masiva protesta de trabajadores bolivianos y otras 11 clausuras por trabajo esclavo. Unas 1.500 personas rea- lizaron una sentada en la avenida Avellaneda. Recla- maron la restitución de las fuentes laborales y también mejores condiciones de trabajo. Los cierres preventivos de hoy se suman a los 30 realizados entre lunes y mar- tes. Los manifestantes pidieron mejores condiciones laborales.

Se cumplió una nueva jornada de reclamos de la comu- nidad boliviana, contra las clausuras que está realizando el Gobierno porteño para terminar con la producción irregular de indumentaria. Las inspecciones de hoy deja- ron como saldo otros 11 talleres textiles cerrados preven- tivamente. Por esta razón, esta tarde, unos 1.500 trabaja- dores de la comunidad boliviana protestaron con una sentada en el barrio porteño de Flores. Reclamaron por mejores condiciones de trabajo y la restitución de las fuentes laborales que se perdieron a raíz de las clausuras que se llevaron a cabo después del trágico incendio de Caballito, en el que murieron seis personas. La multitu- dinaria manifestación se desplazó por la avenida Avella- neda, entre las cuatro cuadras que separan las calles Cuenca y Nazca. Allí es donde se encuentra ubicada la mayor parte de los locales que venden las prendas elabo- radas en los talleres textiles donde trabajaban. Al mismo tiempo, el gobierno porteño clausuraba 11 estableci- mientos de fabricación de indumentaria en el tercer día de operativos para combatir el trabajo esclavo. Funcionarios municipales y nacionales, con apoyo de la Policía Federal, controlaron 32 talleres, de los cuales 11 fueron cerrados preventivamente, a 7 se les labraron actas y otros 14 no pudieron ser revisados porque estaban cerra- dos. Las inspecciones se llevaron a cabo en los barrios de La Paternal, Flores, Parque Chacabuco y Caballito, y se su- man a las 54 realizadas el lunes y martes, y a las 30 clausu- ras preventivas dispuestas por infringir, en primer lugar, normas vinculadas a "higiene y seguridad", según informó el gobierno porteño. En respuesta a la embestida oficial, los trabajadores se manifestaron alzando carteles con le- yendas como "Aquí no hay esclavos, hay trabajadores", y reclamaron la continuidad de sus fuentes laborales.60

Barrio Charrúa. Para llegar allí, del lado de Pompeya hay que cru- zar las vías por un paso precario (gran cartel del gobierno de Bue- nos Aires que anuncia su consolidación en octubre de 2008), sin

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señales de ningún tipo; se camina sobre el pedregullo y los durmien- tes de las vías del ferrocarril, se pasa por cualquier parte, corriendo, haciendo rebotar una pelota, conversando con los amigos, en grupos de chicos distraídos. Si se llega desde el otro lado, el que corres ponde a la cancha de San Lorenzo, se cruza, de modo más normal, la avenida Cruz. La gran extensión del polideportivo, sin embargo, hace pensar en la precariedad de las llegadas nocturnas en medio del descampado que forma el predio del club y la avenida.

Barrio Charrúa es ochenta por ciento boliviano. Fue una vi- lla, y hoy sus manzanas tienen el trazado de la villa, pero las ca- sas son de material y los pasillos están ordenados y limpios; hay carteles prolijos con la numeración que corresponde a los pasi- llos y a las viviendas interiores.61 Se puede mirar hacia adentro de las manzanas sin sentir la vergüenza que produce la villa 1-11-14, donde cualquier pasillo se va angostando hacia adentro como si lo de afuera consistiera en el revestimiento de ladrillos de un interior fangoso y oscuro, con casillas entremezcladas cuyas paredes nunca son completamente verticales

A la entrada del barrio, en la esquina de las calles Fructuoso Rivera y Charrúa, precedido por un patio, está el edificio de la Asociación Vecinal de Fomento General San Martín, donde fun- ciona la biblioteca Marcelo Quiroga Santa Cruz, fundador del partido socialista boliviano, ministro que nacionalizó recursos naturales y fue asesinado en 1980 por los militares. El nombre de Marcelo Quiroga tiene ecos nacionalistas revolucionarios, pero está integrado en un conjunto de carteles sobre las paredes de la sociedad de fomento: horarios de atención médica y de los cursos de apoyo escolar, afiches de prevención de enfermeda- des.62 Para el visitante exterior, que es mi caso, conserva una vi- bración revolucionaria, como la nota de un instrumento anti- guo (ya que Marcelo Quiroga no es un héroe actual de la Bolivia indigenista de Evo Morales). Al lado de la sociedad de fomento, un playón en cuyo fondo hay un arco, el patio de juego de la guardería, una desolación de cemento agrietado. Por Charrúa, frente a la escuela y la plaza, una iglesia recién pin- tada, resplandeciente y sencilla, el santuario de Nuestra Señora de Copacabana.

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Tres hermanas franciscanas lo atienden: una argentina y dos bolivia- nas. del Beni y de Santa Cruz, respectivamente, es decir, llegadas de los llanos del Oriente, a diferencia de la mayoría de los que viven en el barrio, que vienen del occidente boliviano, las hermanas no hablan quechua, pero han ido aprendiendo algunos cantos y el sen- tido de los rituales. Es curioso, pero en lugar de aprender quechua, una de; ellas ha terminado su formación religiosa en Roma, donde vivió nueve años. La única imagen importante de la iglesia es la de la Virgen de Copacabana, encerrada en una vitrina, con su gran ves- tido blanco y su pequeña cabecita morena, de rasgos minuciosos. Enmarcada en neón por tubos de colores diferentes: a la derecha, los de la batidera boliviana, arriba, los de la argentina; a la izquierda, los del Vaticano, A un costado, sobre mesas, dos imágenes de bulto de las que se venden barato, San Cayetano y San Francisco; en las pa- redes, litografías borrosas del vía crucis; a ambos lados de la entrada, pizarrones con anuncios y pedidos (uno de ellos completamente de- dicado a la madre Clara, fundadora italiana de la orden; el otro so- licita gente que pueda hacer música), A la derecha del altar hay un pequeño talado dos gui tarras (una acústica y otra eléctrica), un

bombo y elementos folclóricos de percusión, Las partituras en los atriles muestran música común de iglesia. En la sacristía se está pre- parando una especie de lotería gratuita, y llegan las mujeres que van a participar en ella, porque es el domingo de los abuelos. Todo es lu- minoso y límpido.

Afuera, las manzanas de pasillo tienen algunas puertas abiertas a la calle, aunque las ventanas exteriores, donde funcionan los quioscos, están prolijamente enrejadas. En la manzana siguiente a la iglesia, una diminuta "Plaza del Niño", con mural desvaído, que muestra sol, cactus y otros vegetales autóctonos, altiplano arenoso y cóndor inevitable, está completamente cerrada por rejas de quince metros de frente. Al lado, un descampado con fondo de construcciones bajas de ladrillos y techos de chapa, que parecen habitaciones unitarias; a cada lado de la que está en el centro, dos parlantes gigantescos suenan a todo volumen.

Entra y sale gente con botellas de gaseosas y algunos nos apo- yamos en una parecita para mirar: dos chicas con pollera de ter- ciopelo azul bordado con arabescos y cintas plateadas, que se han puesto sobre los pantalones, se acercan marcando el paso, Una mujer embarazada va guiando a otra chica, muy concen- trada, de pollera roja con alamares dorados; avanzan y retroce- den con pasos cortos, de ritmo sencillo, practicando no una fi- gura de danza sino el avance sosegado y sin contorsiones de una comparsa. La embarazada baila con la de pollera roja, y las que llegan, que han traído una botella, la dejan en el piso y forman atrás de las dos primeras.

Las bailarinas tienen un estilo grave, aunque, si dejan de bailar, se vuelven joviales. El ensayo y el baile mismo las ensimisman en sus movimientos ajenos a la insinuación o la provocación, como si, por lo menos mientras ensayan, fueran vírgenes no tocadas por la cultura televisiva del cuerpo. El campito es desolado y los par- lantes parecen un aterrizaje tecnológico de emergencia sobre el piso de tierra seca e irregular. Sin embargo, la impresión de inva- sión tecnológica es falsa, porque desde el corazón de las manza- nas se proyectan los sonidos de otros muchos parlantes que marcan el ritmo de otros ensayos. Falta poco para el día de la Virgen.

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Domingo lluvioso. La Virgen de Copacabana sale del templo cu- bierta con, un plástico transparente. Bajo la lluvia, recorre el ba- rrio Charrúa y vuelve, también bajo la lluvia, a la iglesia. En su camino, la Virgen se ha detenido en la puerta de algunas casas, donde una mesita cubierta con, mantel rojo de telar la esperaba para que se posara un minuto y recibiera el homenaje de una nube de incienso y de pétalos.

Las gradas, que comienzan frente a la iglesia y terminan frente a la escuela, están casi desiertas, todos los presentes han entrado con la Virgen a la capilla. En la plaza, los camioncitos amarillos de la Wes- tern Union se preparan para repartir sus volantes entre quienes ven gan a la fiesta, gente que hace mensualmente sus giros a Bolivia y que, evidentemente, representa un negocio. Al lado de la Western

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Union, bajo un gazebo, el mostrador de Renacer; El periódico de la colectividad boliviana en Argentina.

Cuando termina la misa y va a empezar el desfile de las fraternida- des, milagrosamente, sale el sol; la virgen se instala, sana y salva, en el atrio de la iglesia, cubierta de billetes y de pétalos: "nuestra ma- mita". Como en su paseo anterior bajo la lluvia, lo primero que se pide es paz y unidad para Bolivia; luego, sabiduría para los gober- nantes de allá y de acá. Las gradas están ocupadas; la calle Charrúa se ha llenado hasta avenida Cruz, que poco después va a ser cortada, por completo, cubierta por los puestos de comida y de ropa, intran- sitable; ya es difícil entrar o salir del barrio, o avanzar dentro de un cuerpo a cuerpo amable y festivo. Casi no hay espectadores del mundo exterior a la comunidad boliviana o de origen boliviano; las fraternidades llegan de los barrios adyacentes o de más lejos.

El desfile sólo es monótono para quien no conoce las diferen- cias entre morenadas, tinkus, tobas y caporales; ni distingue, en el vertiginoso remolino de las polleras que llevan las cholitas, la ela- boración barroca del bordado; ni está al tanto de los cambios in- troducidos por nuevas danzas que en Bolivia son de capas medias blancas y, en Argentina, de cholos.63 Como todo ritual, se sostiene en la repetición con variaciones más que en la innovación. Sin embargo, la danza de los caporales es nueva, ha sido inventada en Bolivia, de donde ha llegado a Barrio Charrúa.

Observado desde afuera, el desfile de fraternidades es intermina- ble, vistoso, barroco, repetido, melancólico, enérgico, ruidoso, previ- sible. Las bandas de bronces, que preceden a casi todas las fraternida- des, caminan reconcentradas bajo el sol, la lata de cerveza o la botellita de agua en el bolsillo, con las corbatas que han comenzado a torcerse sobre las pecheras impecables de las camisas idénticas. Para quien no sabe de esa música (o sólo reconoce los transformados temas pop que también suenan), todas las marchas tienen un timbre parecido. Desde los altoparlantes instalados sobre un escenario en el atrio de la iglesia, la voz de los locutores no calla: saludo a cada una de las fraternidades, breve evocación de su pasado y de su renombre, felicitaciones, llamados al fortalecimiento de lo boliviano y la pro- tección de la "mamita", en cuyo honor cada fraternidad hace una detención breve; frente a la imagen de la virgen se arrodillan o se

inclinan los bailarines, tocan el piso, describen con el brazo un semi- círculo que los integra en un mismo espacio simbólico, y siguen, porque son más de setenta los grupos que han de desfilar por este mismo sitio.

La 'cualidad boliviana' de la fiesta convoca a quienes son definidos y se definen como miembros de un espacio diferente del resto de la ciu- dad. Es una cualidad que interpela sólo a quienes la poseen, aunque sea de modo intermitente. Probablemente eso sea la identidad, no un compacto a prueba de fisuras, sino la reiteración de una intermitencia, lo suficientemente poderosa y periódica como para constituirse en im- pulso de los que bailan en las fraternidades y se muestran ante quienes se identifican con el brillo material y simbólico de esa intermitencia. El segundo domingo de octubre es un día identitario, importado desde Bolivia por migrantes que llegaron a Barrio Charrúa sin la esta- tua de la virgen que hoy están homenajeando; que más tarde, en la se- gunda mitad de la década de 1960, fueron a buscar esa imagen para anclarla en un barrio. Por ese acto deliberado, por esa búsqueda consciente de un ancla, la Virgen de Charrúa se convirtió, a su vez, en el icono de la festividad anual de otros miles de bolivianos que no viven allí.64 La identidad, es decir, una cierta 'cualidad boli- viana', se exhibe en la fiesta que, según algunos, contribuye a con- solidarla o, por lo menos, a recordarla.

Pero el escenario de la fiesta es el barrio, sobre el que muchos coinciden que la trama comunitaria ha sido tocada a fondo por el 'mal argentino': la crisis, social, económica, moral, institucional, de los barrios pobres. Charrúa se ha argentinizado, no porque se haya dejado de bailar en octubre frente a la capilla. ¿Qué potencial iden- titario frente al paco? "El barrio cambió en sentido negativo. Hasta hace alrededor de cuatro o cinco años en altas horas de la noche usted podía transitar por sus calles habitualmente mal iluminadas, hoy no es una recomendación saludable para su integridad mate- rial y física. Muchos jóvenes del barrio son víctimas de ese flagelo social que es el consumo del 'paco', no hay espacios públicos en condiciones, el Centro de Salud hoy está en peligro de cerrarse o ser sacado del barrio, y así pueden enumerarse largamente las ca- rencias presentes del barrio, donde la palabra comisión vecinal es sinónimo de mala palabra."65

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La Virgen de Copacabana seguirá teniendo su domingo de oc- tubre, su novena y su fin de fiesta. Pero sería un milagro que ella, la "mamita", pudiera evitar solamente con la fuerza simbólica de una identidad siempre precaria (toda identidad lo es) el golpe de lo que sucede a diez cuadras de allí, en la villa de donde, me di- cen, "llegan los pibes para venderles 'paco' a los nuestros, en esta esquina, justamente", en la esquina de la capilla.

La identidad como intermitencia es un rasgo del que, salvo por racismo, no puede excluirse a estos migrantes, ni mucho menos a sus hijos y nietos, como si los cambios culturales fueran siempre una violencia impuesta o sólo hubieran sido un privilegio de las primeras olas de inmigrantes, las europeas, que entraban y salían intermitentemente de sus culturas de origen y las dejaban de lado cuando, según cálculo o presuposición, en el sacrificio de lo pro- pio se perdía menos. La intermitencia quizás alude precisamente a eso: ser parte, durante unas horas y varios meses al año, de una fraternidad es mucho mejor que no serlo, en barrios donde la pertenencia a cualquier cosa está amenazada. En la fraternidad se ensaya, se escucha música, se entrenan los pasos, se baila, alguien enseña y alguien aprende, la gente se reúne y es considerada como miembro de un grupo indispensable para la fiesta:66 eso es una identidad práctica en zonas extremas de la ciudad, donde las acciones enumeradas son excepcionales, azarosas o prometen peli- gro. Una identidad es más que un adjetivo de pertenencia; también es un escudo de protección física.

Feria boliviana. Escribe Támara Montenegro:

Al pasar por la calle José León Suárez del barrio de Li- niers es inevitable trasladar el pensamiento a una vía de cualquier ciudad de Bolivia. Locales donde se venden desde ropa interior hasta las más variadas especias son atendidos por sus propios dueños bolivianos. Pero no sólo están en el lugar quienes supieron instalarse hace más de tres décadas y pudieron hacerse de un futuro es- table, sino que también conviven quienes llegaron con

las últimas corrientes migratorias y viven indocumentados, explotados y discriminados por una sociedad argentina que los excluye. Alfredo Lara es argentino, hijo de padres bolivianos y ca- sado con una ciudadana de Cochabamba. Es dueño de Ja- muy, uno de los bares de comidas típicas bolivianas más concurridos de Liniers. Hace 30 años que los hermanos Lara llegaron al barrio con sus respectivas familias y pusieron comercios. Primero, tenían ferias en el mercado de frutas y verduras que fun- cionó en la zona hasta fines de los ochenta. Cuando cerró sus puertas, los feriantes que quedaron desalojados pusie- ron sus puestos en las calles, algo que generó la bronca continua que existe entre éstos y los vecinos, quienes se quejan de la basura acumulada y los malos olores. La situación era insalubre con la feria en la calle, pero los feriantes no podían dejar de trabajar y desde el Go- bierno de la Ciudad no había una respuesta que solucio- nara el problema de los trabajadores ni las quejas de los vecinos. Recién en 1991 la situación se normalizó a par- tir de que fueron otorgados a los comerciantes locales donde vender sus mercaderías. La zona de ventas de mayor afluencia quedó determinada en las calles José León Suárez y Ramón Falcón, corazón del barrio de Liniers, y todo se fue organizando, pero los veci- nos siguieron en disputa con los vendedores. Lara es vocal primero de la Comisión del Centro de Comerciantes Boli- vianos, institución creada para luchar por los derechos y las obligaciones que debe cumplir la colectividad para te- ner sus negocios en regla. "Cada 60 días pedimos una ins- pección de la DGI para que vengan y verifiquen nuestros negocios. Así cumplimos con las leyes y no tenemos pro- blemas con el Gobierno de la Ciudad", comenta Lara, quien aclara que antes de crear esta organización los inspectores los multaban hasta "por estar despeinados". A simple vista, estos negocios son una puesta en escena de los productos más variados que pueda haber y las

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instalaciones de los locales son realmente precarias. Frente a esta realidad, producto de la crítica de los veci- nos, Lara reconoce que "El boliviano no es una persona higiénica y esto es una cuestión cultural. No organiza su mercadería sino que la muestra toda junta, porque la mentalidad es que el cliente compra con los ojos y por eso tiene que tener toda su elección a la vista". Hoy exis- ten alrededor de 16 negocios que venden productos sueltos a lo largo de la calle José León Suárez al 100, y casi un millón de personas transcurren por semana por la zona comercial y compran en negocios bolivianos. Los "paisanos", hermanos de la misma tierra, copan los sá- bados los bares del barrio donde el api y el fricasé, platos tradicionales de Bolivia, son parte del menú. Jamuy, que quiere decir en quechua "venga", cierra sus puertas a eso de las 15, porque se llena la capacidad máxima de 200 per- sonas. Por la noche, la diversión comienza temprano en las bailantas bolivianas. La elegida por excelencia es el Mágico Boliviano, donde suelen tocar bandas de música tropical que traen un poquito de Bolivia en sus letras y contribuyen a la alegría de muchos para cerrar una semana de arduo trabajo. A pesar de que una noche en el Mágico es normal a la de cualquier otro boliche bailable; baile, diversión, tra- gos, una que otra pelea, al salir del lugar, desde algún auto que pasa por allí les gritan: "¡Bolivianos de mierda!". Datos oficiales del Instituto Nacional contra la Discriminación, la Xenofobia y el Racismo (INADI) revelan que el 34 por ciento de las denuncias por discriminación se refieren a la nacionalidad y, entre las colectividades, los bolivianos son los más discriminados en Argentina. La indocumentación es otro de los problemas. Según da- tos del Indec a partir del censo nacional de 2001, 233.464 bolivianos están empadronados en este país. Pero el presidente de la Federación Integrada de Entida- des Bolivianas (FIDEBOL), Luis Moreira, asegura que la suma de bolivianos "legales" en el país es de aproximada- mente un millón quinientos mil, más la descendencia.

De acuerdo a estimaciones, alrededor de quinientos mil ciudadanos bolivianos viven clandestinamente y esta si- tuación es fruto de la explotación laboral que padecen. [...] Los bolivianos llegan a trabajar hasta 18 horas por día en la construcción y en talleres textiles, y con el sueldo que ganan no satisfacen sus necesidades básicas, por eso muchos viven hacinados en villas miseria de la Capital Federal y del Gran Buenos Aires.67

Especias y hechizos. La mujer vende hechizos, piedras blancas, grises y negras, té, pomadas en esas cajitas redondas de colores que se compran también en los puestos callejeros de verdura por toda la ciudad. Con voz dulce, mientras entretiene a su hija, explica: "Este hechizo limpia todo; primero hay que hacer un té grande con las hierbas y mojarse todo el cuerpo. Después, con la ayuda de alguien, hay que trazar una cruz en el piso con el agua que queda. Y se limpia todo. Cuesta 14 pesos". Quien la escucha va a volver la semana que viene a comprarlo.

A nadie le importa que yo tome algunas fotos. Bidones de plástico llenos de jugo de frutas secas, pelones o ciruelas, rosquitas, buñuelos y "salteñas", esas empanadas más grandes, más jugosas, con más ce- bolla de verdeo que las pampeanas. La mercancía no está acomo- dada en el piso, como en las calles de otros barrios de Buenos Aires, sino que desborda en ríos sólidos, glaciares vegetales, desde el inte- rior de los locales hacia la vereda. Geométricamente apilada, como en Cochabamba y en Oruro, en La Quiaca y en los comercios bo- livianos de Jujuy. Las frutas y verduras no están encajonadas pero tampoco se dispersan por cualquier parte, sino que se muestran disciplinadas en sus montículos.

A esta altura, nadie puede asombrarse demasiado con las pirá- mides de yuca o los mangos, los ajíes picantes o las bolsitas de con- dimentos. Las bolivianas hace mucho tiempo que los venden por todas partes y, en el ciclo de la moda que atraviesa los gustos ali- menticios, así como ya le tocó salir a la superficie a la comida pe- ruana, en cualquier momento las especias bolivianas se van a con- vertir en un bien buscado por jóvenes cocineros profesionales que hicieron su aprendizaje en Barcelona.

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En pleno centro de Liniers, la calle José León Suárez, a partir del cruce con Ramón Falcón, no es un caos, ni un volcán de olores exó- ticos, ni una montaña de mugre, Las mercancías llegan hasta la ve reda desde los fondos de negocios establecidos, con caja registra dora. La gente que va y viene llena la calle, pero en materia de ambulantes, en esta feria boliviana hay muchos menos que en unos pocos metros cuadrados de Recoleta o Parque Centenario.

Palitos, cubitos, triangulitos, bolitas de masa porosa de todos los colores, en grandes bolsas de plástico apiladas en una cantidad que hace suponer la magnitud de la venta, hay más de estas bolsas que de cualquier otra cosa. Lo salado se une, de modo inhabitual, a lo multicolor: esos bocaditos de masa horneada (grasa, harina, queso, sal) tienen los colores de las grajeas de chocolate y de los caramelos de fiesta infantil. Lo salado y lo colorido se sintetizan también en las bolsitas plásticas rellenas de especias picantes, en los ramitos de ajíes y locotos. Las veredas de los negocios son un cotillón desbordado so bre el espacio donde caminan sus clientes. Redondas galletas blan- cas y fucsias, entre envases transparentes de maníes, pasas y papas fri- tas, limones, florcitas con un botón amarillo, aterciopelado, en el centro: raíces y harina de jengibre, retamas, grandes vainas verdes, porotos, lentejas, nueces, atados límpidos y montones crujientes,

Alcancías de cerámica con forma de chancho por todas partes, decoraciones para tortas de cumpleaños, souvenirs con los colores bolivianos para entregar a los invitados a una fiesta. Todo en gran- des cantidades, con la marca de la fabricación industrial, muy le- jos de la pretensión de una artesanía trucha que se ve en otros ba- rrios, En la última esquina de la feria, ocupada por un local de pasajes a Bolivia, giros a Bolivia y cambio de divisas, todo rema- tado por carteles con los colores de la bandera boliviana, una mu- jer vieja, con una trenza que le cae sobre el hombro, vende cacha- rros y cacharritos de barro, probablemente comprados al por mayor, que sostienen todavía la idea de lo artesanal, de algo hecho directamente por las manos de un habilidoso.

Negocios de abalorios, ristras de cascabeles de latón y ristras de ajos, animales de peluche, osos amarillos con cintas rojas y verdes, miniaturas en falsos cristalitos plásticos, muñecas con sombreros de todas las regiones de Bolivia. Hay brillos y una alegría expan- siva en esos estantes donde se apila lo que sería una pesadilla cursi si, al mismo tiempo, no fuera una promesa de abundancia y ri- queza, la imagen de que esos objetos son la alegoría de un decoro hogareño hecho posible por un plus económico que permite un gasto que huye de la necesidad. Un maniquí viste un disfraz, en claustrado entre dos animales gigantescos que repiten el color amarillo. Todo reluce, ordenado y envuelto en plástico, como esa muñeca, una especie de barbie morocha y redondita, con su sombrero blanco festoneado con alamares dorados

En un galpón decorado con un mural sincrético de Santa Rosa de Lima (¿esa santa peruana donada por quienes constru- yeron el tinglado es una ofrenda de buena vecindad entre mi- grantes?) y la Virgen de Copacabana, Manqueadas por la Virgen de Lujan y San Cayetano, se vende ropa de marcas desconoci- das e imitaciones. Suena la cumbia. Enfrente, en una galería, el menú del restaurante del primer piso ofrece la lista completa de, la cocina altiplánica. También suena la cumbia. A la calle, dos restaurantes (Jamuy y la Salteñería), música pop trpopical y pilas de pan redondo En los televisores de todos los negocios se pasan imágenes de cantantes pop bolivianos. Campo de celebridades ampliado.

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No hay olor a grasa ni a fritura, el aire tiene rachas de perfumes ve- getales y de especias, rachas de música, rachas de español sibilante. Casas de viajes y de cambio. En una de ellas, leo "Con la compra de tu pasaje a la Quiaca, Villazón, Santa Cruz, Pocitos, Jujuy y Salta te regalamos; 1 empanada y 1 jugo mocochinche". Me quedo pen- sando en la palabra "mocochinche". Campo lexical ampliado.

En las esquinas me entregan tarjetitas, que agradezco y conservo. Don Amadeo, hechicero del amor, trabajos infalibles para el amor con el embrujo chamánico indio. Doña Clara, tarot indígena, lec- tura de hojas sagradas, rezandera indígena hechicera. Doña Dora te hace ver el nombre del amante de tu pareja, limpieza y floreci- miento de casas, negocios y talleres. El aborigen indígena Yatiri, consejero psicoespiritual, divorcios, celos, infidelidades, ceremo- nias y rituales andinos. Hermano Juan Domingo, maestro indígena, consejero, rezandero. Como los tarotistas y lectores del porvenir en la palma de las manos que trabajan en Recoleta.

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