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mar madre de redero

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Page 1: Schillebeeckx, Edward - Maria Madre de La Redencion

mar madre de redero

Page 2: Schillebeeckx, Edward - Maria Madre de La Redencion

E. SCHILLEBEECKX OP Profesor de Teología Dogmática y de Historia de la Teología en

la Universidad Católica de Nimega, Holanda

MARÍA, MADRE DE LA REDENCIÓN

BASES RELIGIOSAS DEL MISTERIO DE MARÍA

Ediciones FAX /urbano 80

MADRID

Page 3: Schillebeeckx, Edward - Maria Madre de La Redencion

Original en holandés: E. SCHILLEBEECKX OP. María, Moeder van de verlossing.—H. Nelissen, Bilthoven. Primera edi­ción holandesa, 1954.

© Uitgeverij H. Nelissen, Bilthoven Ediciones FAX. Madrid. España

Traducción por

CONSTANTINO RUIZ-GARRIDO

La traducción española se basa en la tercera edición ho­landesa revisada (1957), y ha recibido nuevas correcciones y adiciones del Autor (1968). Toda la traducción española

ha sido aprobada por él.

Es propiedad

Impreso en España 1969

Prlnted in Spain

Depósito legal: M. 16414.—1969

Gráficas Halar, S. L.-Andrés de la Cuerda, 4.-Madrid-15.-1969.

ABREVIATURAS

AAS Acta Apostolicae Seáis BA Bíblica BJ Bijdragen, Tijdsc\rift van Philosophie en

Theologie \ DB Denzinger-Bannwaijt, Enchiridion Symbolo-

rum 1 ETL Ephemerides Theolovicae Lovanienses GL Geist und Leben 1 KL Kultuurleven LV Lumiére et vie PG Migne, Patrología Graeca PL Migne, Patrología Latina RB Revue biblique RSR Recherches de science religieuse ST St Thomas Aquinas, Summa Theologiae VS La Vie Spirituelle ZAW Zcilschrijt Jür die alttestamentliche Wissen-

schajt ZKT Zeitschrljt Jür kaüwlische Theologie

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INTRODUCCIÓN

Es imposible llegar a una sana interpretación del misterio mariano, en toda su hondura cristicma, si el tema lo disociamos del misterio de Cristo. Lograremos tan sólo una verdadera inteligencia, cuando permita­mos que el misterio de María se desarrolle plenamen­te dentro del misterio de Cristo, ya que la Mariología y la Cristología no existen como entidades separadas, sino que constituyen un solo conjunto orgánico. Si no se acepta esta concepción básica y evidente por sí misma, si no se la acepta—digo—como el principio director predominante en nuestra contemplación del misterio mariano, entonces no sería completamente irrazonable esperar que la redención cristiana, como resultado de todo ello, sea contemplada en falsa pers­pectiva, y que nuestro estudio del tema se vaya a apar­tar del principio fundamental del dogma católico, a saber, que somos redimidos por Dios. Porque, en reali­dad, somos redimidos únicamente por Dios, pero en la forma humana y a travos de la forma humana en que El se nos manifestó: somos redimidos por medio de Jesucristo, Dios hecho hombre. Ahora bien, en virtud

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10 INTRODUCCIÓN

de nuestro libre consentimiento, que está implicado necesariamente en la redención, todos nosotros (y, de manera especialísima y profunda, María) participa­mos, como seres humanos, en la redención. Nosotros somos "co-redentores", aunque esto adquiera la forma de una "receptividad activa" hacia el Dios-Hombre, que es el único Redentor.

Esta es una de las principales razones de que la Iglesia tienda a evitar el título mañano de "co-re-demptrix" (= corredentora) en sus documentos ofi­ciales, y de que acuda generalmente a formulaciones menos sobrecargadas, tales como "partícipe en la re­dención". La Iglesia tiene tan profunda conciencia de que "Jesús" significa "Yahvé ha salvado", que siente que el término de "corredención" implicaría que Ma­ría, aunque subordinada a Cristo, era—no obstante— complementaria de El en la realización de la reden­ción. La Iglesia está absolutamente convencida del hecho de que no hay más que un solo Mediador entre el Padre y nosotros que somos sus hijos: "Porque hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos. Este es el testimonio dado en el tiempo oportuno" (I Timoteo 2, 5-6). Por única que sea María y por muy universal que sea su papel en el plan divino de la salvación, sigue siendo verdad, que todos los hombres, con ex­cepción de Cristo, el Dios-Hombre y Redentor, son esencialmente personas redimidas. Por eso, sería más exacto hablar de una comunión personal con Cristo, quien es—El mismo—la redención, porque esto im­plica una asociación en la redención.

Por otro lado, la idea del puesto excepcional de Ma­ría entre la humanidad redimida es una herencia sa-

INTKODUCCION 11

grada de la Iglesia, común tanto para la tradición oriental como para la tradición occidental. Como una persona que está a nuestro lado en la larga fila de los redimidos, María ocupa un lugar preeminente. Ella no es simplemente un miembro especialmente impor­tante del Cuerpo Místico, sino que es una persona que está muchísimo más cerca y que es muchísimo más íntima: como la Madre del Cristo total, de la cabeza y de todos los miembros del cuerpo místico de Cristo.

Dos verdades se hallan en el núcleo mismo del mis­terio mariano. Entre la humanidad redimida, la Ma­dre de Dios es el ser más sublime de todos y las pri­micias de la redención. Al mismo tiempo, ella es la madre de toda la humanidad redimida y, como tal, su influencia, dentro del mundo redimido, es univer­sal y se extiende a todos los que son corredimidos. En nuestro examen del tema, trataremos de reducir es­tas dos verdades básicas a una sola visión, a fin de poner de relieve—de la manera más clara posible—la unidad orgánica que existe entre los diversos miste­rios marianos y este único principio mariológico.

"El amor le dio mil nombres" 1. Pero sabemos por experiencia que el amor que no está bien informado tiende a expresarse exageradamente y a dar una fal­sa interpretación de la gran verdad. La teología, como parte vital de la vida de la fe de la Iglesia, y como organismo vivo que actúa dentro de ella, está no sólo al servicio del oficio de enseñar que tiene la Iglesia

1 Es el primor VOIHO do un himno popular flamenco, en honor de MarlB, compuflHto por AuguHtus CuppenB: Onze Lieve Vrouw van Vlaandnrrn. Entro IOH mil nombro» que el amor ha dado a María, ninguno OH tan quorldn parii IOH corazones flamencos como el de "NuoHtra Hoflora do Klundei»".

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12 INTRODUCCIÓN

(es decir, al servicio del Magisterio), sino que tam­bién cae bajo su control. Sigúese de ahí que la teolo­gía debe actuar como la caja de resonancia (una caja de resonancia con espíritu critico) de la actual pre­dicación de la Iglesia, y, al mismo tiempo, preparar el camino para la predicación de la Iglesia en el fu­turo. Por este motivo, todo estudio teológico ha de tratar de penetrar más y más profundamente en el insondable misterio de la realidad de María dentro del plan de la salvación, a fin de ayudar a dispensar las inextinguibles riquezas de esta realidad, y a fin de librarla de todo lo que no se derive de la reve­lación.

La teología ha de ser crítica en su actitud hacia los mil nombres que se confieren a la Virgen María por parte de la devoción popular. Pero la teología vive y se sustenta de la vida de fe que llevan los miembros de la comunidad de la Iglesia. Y los teólogos deberían experimentar que esta vida es más poderosa que to­dos los débiles esfuerzos llevados a cabo por la teo­logía. Por este motivo, la teología, al ejercitar aque­lla critica que es su tarea legítima, no debe nunca criticar con espíritu de satisfacción propia o por "or­gullo" teológico. Debería, más bien, reconocer que la función de la crítica teológica es ponerse al servicio de la verdad viva, objetiva y absoluta, y reconocer hu7nlldcmente que toda parte de verdad poseída por un ser humano individual tiene valor relativo. Al mis­mo tiempo, la teología debe reconocer también que tiene libertad, cuando se trata simplemente de dis­cutir una u otra proposición.

Los grandes teólogos de la Edad Media, aunque te­nían ardiente devoción a la Bienaventurada Virgen María, fueron no menos atrevidos en sus críticas. Nos

INTRODUCCIÓN 13

pusieron en guardia contra el peligro de conferir fal­sos títulos a María con la pretensión de honrarla, ya que ella está suficientemene honrada con los glorio­sos títulos que son suyos de veras. Como ejemplos, citaremos al seudo-Alberto: "No pretendemos ador­nar a la gloriosa Virgen con nuestras mentiras" 2. San Bernardo dice: "El honor de la Reina exige única­mente fidelidad; la Virgen regia no necesita falso ho­nor, ya que está abundantemente dotada de verda­deros títulos de honor y adornada con la corona de muchas glorias" 3. Y San Buenaventura: "No debería­mos inventar nuevos títulos de honor en alabanza de la Virgen, la cual no necesita nuestras mentiras, ya que está ricamente adornada de verdadera gloria" 4.

En su discurso pronunciado en víspera del Congre­so Mariano celebrado en Roma en noviembre del año 1954, el Papa Pío XII advertía también a sus oyen­tes del peligro de exageración que puede haber en nuestra actitud hacia María (en el estudio teológico, en el fomento exagerado de devociones o en el puro sentimentalismo). Y señaló también el peligro de em­pequeñecimiento del misterio mariano por una racio­nalización extrema. En nuestro examen del tema, pro­curaremos tener siempre presente estas dos saluda­bles advertencias. La mejor actitud crítica contra esta

" "Non íntendimus gloriosam virginem nostris mendaciis ador-mire" P.SKUDO-ALBERTUS, Mariale proemium).

» Honor Itcglnoe iudicium diligit, Virgo regia falso non egit honoro, VIM'IM cumulata honorum titulis, infulis dignitatem" (San BIRNAHUO, Kpltit. 174, 2; PL 182, col. 333).

4 "Non opoitnt NOVON honores confingere ad honorem Virginia quae non lndlsot noHtrlH mcndacilH, quae t an tum plena est ve-r i ta te" (San B-UUNAVUNTURA, ln 111 Sent., ú. 3, pt. 1, a. a, q. 2, ad 3). Véase tnmtjlúu ÜAYÍTANO, ln Summam Theol., III, q. 7, a. 10, ad 1.

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14 INTRODUCCIÓN

manera de exagerar en uno o en otro sentido, es adop­tar una postura positiva, serena y objetiva, y que le permita eventualmente al autor mantenerse aparta­do, por un lado, de algunos excesos y verse libre, por otro lado, de un anticristiano empequeñecimiento del verdadero culto de María. Sólo así podrá el autor pre­sentar un argumento más claro.

PARTE PRIMERA

María, la más hermosa creación

de Cristo: Dios nos llama a todos

en María

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I

LA IMAGEN BÍBLICA DE LA MADRE DE JESÚS

1. LA ACCIÓN DE DIOS EN LA HISTORIA HUMANA

El Cristianismo no es sencillamente una doctrina. En primerísimo lugar es un acontecimiento: la mani­festación de un acto divino en la historia humana y por medio de la historia humana. La revelación es un acontecimiento existencial en el que una realidad divina incide sobre las realidades humanas en forma terrena y visible. Así, pues, es una historia de salva­ción : Dios que actúa en la historia y que de este modo viene a nosotros como Salvación. Nuestra religión se interesa por el "Reino de Dios" que ha de venir. El Antiguo Testamento se refiere exclusivamente al Dios que ha de venir, mientras que el Nuevo Testamento HO concentra sobre el advenimiento de Cristo y trata <1u su nacimiento y del período que El pasó en la tie-rm con nosotros, de su partida, del envío del Espíritu Bunio y do su segunda venida. La Iglesia es el Reino de Dios en estado de estarse haciendo.

Nuestra historia se ha trasforrnado en historia de salvación, porque Dios mismo ha entrado en ella. La historia humana se ha convertido, de este modo, en

MARÍA, MADRE DE LA REDENCIÓN.—2

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18 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

una sucesión muy significativa de hechos históricos, en los cuales y por medio de los cuales Dios se mani­fiesta como nuestro Redentor. El acto divino de la redención es eterno. Pero también está realmente pre­sente en un momento dado. Y su manifestación en el tiempo, en los acontecimientos que tienen lugar en este mundo y en los diversos actos llevados a cabo por los seres humanos, ha conferido a la redención mis­ma una determinada dimensión histórica. Dentro de este plan de salvación, los hechos tienen la máxi­ma importancia: acontecimientos, sucesos y personas, tanto individuales como comunitarios: todos desem­peñan un papel decisivo en ti curso de la salvación de todo el género humano. En el corazón mismo de esta historia de la salvación del hombre, está el hom­bre Jesús, que es el Dios vivo mismo, que actúa en una forma verdaderamente humana e histórica. En Jesús la historia misma se ha convertido en un epi­sodio de la vida propia y personal de Dios. Y, por tan­to, un solo acontecimiento histórico se ha trasforma-do en una manifestación de la vida divina de la Tri­nidad, como una realidad que nos afecta vitalmente en cuanto seres humanos. De este modo se confiere una dimensión transhistórica a la verdad histórica normal. Desde el punto de vista puramente histórico, Jesús es un hombre como otros hombres: un hombre que llega a verse envuelto en situaciones humanas que conducen a un conflicto. El resultado de este conflic­to es que parece—desde el punto de vista humano— que Jesús sufre una derrota. Pero, en realidad, la his­toria de la vida de Jesús es una teofania: un acto de Dios que sucede dentro de actos humanos que han es­tado históricamente condicionados. Es un acto divino que nos afecta de manera inmediata y directa, que se

3MAGEN BÍBLICA DE LA MADRE DE J E S Ú S 19

apodera internamente de nosotros. Empero, la histo­ria de esta teofania dentro del plan divino de salva­ción es lo que nos proporciona su sentido y significa­ción concreta.

La Virgen de Nazaret es, después de Cristo, la prin­cipal persona en esta secuencia histórica de aconte­cimientos. Por eso, la mariología se interesa por la vida de una persona, de una determinada persona en la historia. Se interesa por la madre de una determi­nada persona: Jesús de Nazaret. ¡María es el miste­rio de una madre que tuvo un niño! Sin embargo, esta vida condicionada históricamente es la revelación del acto divino de la redención, el cual—en el Hijo de María—se convirtió en una realidad que era también, al mismo tiempo, una realidad histórica.

Hay, pues, dos dimensiones en el misterio de María. Si consideramos este misterio en su dimensión huma­na e histórica, logramos intuir la tranquila sencillez de una mujer piadosa y hogareña, de una mujer del pueblo, cuya visión de la vida está empapada de la tradición del Antiguo Testamento y de la tradición judía, y que vive en un período de la historia en que su país se halla bajo ocupación romana. Por eso, la vida de María está influida también por los aconte­cimientos seculares que surgen de la situación políti-cu y religiosa contemporánea en la que se encuentra ol pueblo judío. Ahora bien, como este período de la hlstoilu cNtá tan escasamente documentado, no po­demos comprobar muchísimos de los hechos históri­cos de lu vida de Muría.

Pero la historia de la vida de María es también una revelación. Es el uspecto tangible, visible e histórico

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20 LA MAS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

de una dimensión suprahistórica del misterio maria-no, que afecta a la salvación de todos los hombres. Por esta razón, la Escritura consigna únicamente aquellos hechos humanos de la vida de María en los que la dimensión suprahistórica desempeña un papel decisivo. Todos los demás hechos humanos de la vida de la Virgen son de importancia secundaria, compa­rados con aquellos acontecimientos humanos que, cier­tamente, tienen el privilegio especial de trasmitirnos en forma visible el acto suprahistórico de la reden­ción. Estos son los kairoi de la vida de María. Todos los demás rasgos son de importancia secundaria y constituyen simplemente el trasfondo de la vida de María. La Escritura no nos dice nada acerca de ellos. Y, si deseamos construir una imagen—razonablemen­te exacta—de ese trasfondo, entonces podremos ha­cerlo investigando la vida y costumbres de la Pales­tina de aquella época, más bien que acudiendo a la investigación de la Escritura. El verdadero significa­do de María podremos entenderlo únicamente si con­sideramos aquellos actos humanos suyos que desem­peñaron un papel decisivo en la redención. Estos cons­tituyen, de manera especialisima, los polos entre los riiulcs el ucto redentor de Dios Irrumpe en la historia hiiiminu.

La ílnulldud última de nuestro análisis de este tema es revelar el significado teológico y suprahistórico de los kairoi de María: de los actos humanos históricos, pero decisivos, en la vida de María.

A menudo hay algo que nos arredra de estudiar a una persona viva. No nos gusta analizar a alguien con quien tenemos una relación de amor. Empero,

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Dios, Cristo y María tienen derecho a recibir el ho­menaje de nuestra inteligencia, con tal que lo ofrez­camos con espíritu de oración 1.

En cuanto a lo que constituye la estructura básica del misterio mariano, diriamos—pues—que tal estruc­tura es hacer visible la intención divina de salvar a la humanidad por medio de actos y acontecimientos humanos que se realizan en este mundo. Y está bien claro que, ante todo, hemos de considerar a María tal como aparece en la imagen llana, sin adornos, que la Escritura nos ofrece de ella.

2. LA VIDA DE FE DE LA "SIERVA DEL SEÑOR"

Con frecuencia nos inclinamos a pensar que la vida íntima que María, José y Jesús vivieron en su hogar de Nazaret, fue una especie de existencia de "cuento de hadas". ¡Qué fácil y qué idílica debió de ser la vida en un hogar lleno de los sonidos de la voz del Niño Jesús, en un hogar que, cada vez que la madre abra­zaba con ternura a su propio hijo, estaba teniendo en sus brazos a la divinidad! Pero podemos estar segu­ros de que las cosas no fueron así. La realidad viva de Iii Huunida Familia distaba mucho de ser un mundo áfí cuciil.n tic hadas. Tendemos a olvidar que toda la vida terrenn do Muría trascurría bajo el velo de la fe: do uim fo que ni vela ni comprendía, pero que se-

' En itilnclrth i- vAituti : R, (IIIMIUINI, 01a Muller den llerm. WOntbiirv I»

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22 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

guía confiando en las insondables dispensaciones de la providencia divina. Tendemos a olvidar el peso abrumador de la vida de fe que vivió María: una vida de fe que la convirtió en la "Reina de los Confesores". Nos inclinamos a dotar a María—a María tal como vi­vió en la historia—de una especie de visión intuitiva (en miniatura) de Dios, aunque nada se nos dice de ésta ni en la Escritura ni en la tradición, y aunque queda contradicha realmente por todos los relatos ge-nuinos, y especialmente por los que leemos en el Evan­gelio de Lucas. Por lo demás, no captamos la verda­dera grandeza de la vida de María: su vida de fe.

María empleó toda su vida en la severa prueba de esta fe: no comprendiendo sino creyendo, con una fe que se iba acrecentando por medio de la meditación y por vivir en contacto íntimo con aquel Hijo que iba creciendo. San Lucas nos lo dice de muchas maneras2. Cuando Jesús era de doce años se perdió durante la peregrinación anual a Jerusalén. Y la Escritura nos dice que María y José pasaron tres días de congoja, buscándolo. Y cuando la madre, después de encon­trarlo en el Templo, le reprochó por haber dado este disgusto tan grande a sus padres, Jesús respondió: "¿No sabíais que yo debo estar en las cosas de mi Pa­dre?" A esto añade San Lucas que José y María no

2 Lucas ¿conoció personalmente a María? Es imposible respon­der a esta pregunta. La principal fuente de información de Lu­cas debió de ser San Juan, que cuidó de María después de la muerte de Jesús. Es, ademas, muy probable que Lucas haya ut i ­lizado documentos hebreos y árameos. Asi se ve, verbigracia, por el hecho de que parte de su evangelio que trata de la vida terre­na de Cristo contenga algunos himnos métricos; de que haya muchos semitismos evidentes en este relato—en llamativo con­traste con el resto del evangelio—, y de que, finalmente, San Lucas mismo haga alusiones vagas a tales documentos en el prólogo de su evangelio.

IMAGEN BÍBLICA DE LA MADRE DE J E S Ú S 23

comprendieron lo que Cristo les había dicho (Lucas 2, 50). Este texto inspirado tiene para nosotros la má­xima importancia. Durante la Edad Media se creía que María, en el momento de la Anunciación, había teni­do una visión de toda la vida de Cristo en todas sus fases. Sin embargo, esta concepción es falsa, ya que priva a María de su grandeza y de su gran sufrimien­to, los cuales se derivan—ambos—de la oscuridad de una fe que se somete incondicionalmente a un miste­rio incomprendido y a un futuro desconocido. La vida de fe de María, en esta tierra, se acerca mucho más a la nuestra que las bonitas leyendas piadosas que se han tejido en torno a la Sagrada Familia. Si nos da­mos cuenta intima de esto, el ejemplo de María ten­drá un impacto mucho más poderoso sobre nuestras vidas: ella experimentó en su vida las mismas dificul­tades que nosotros experimentamos en las nuestras. Pero ella siempre se sometió, con fe y con meditación orante, a los acontecimientos incomprensibles de su vida, de la que Dios era Autor.

María se enteró por el mensaje del ángel de que su Jesús iba a ser el Redentor, el Mesías regio que ha­bía de redimir a su pueblo. Sin embargo, el que aquel Hijo era verdadero Dios—Dios hecho hombre—: es una verdad que incluso Cristo haría que se fuera fil­trando poco a poco, gota a gota, con mucho tacto y lentitud, en la mente de sus Apóstoles. La plena ver­dad do la divinidad de Cristo amaneció sólo para ellos i'oii ln resurrección. La mente humana—y, más par­ticularmente, la mente judía—tenía que irse prepa­rando gruduulmcntc para recibir tan enorme verdad.

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24 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

1. CONTENIDO Y SIGNIFICACIÓN DEL

MENSAJE DEL ÁNGEL

Con particular alusión a lo que Cristo h a de ser, el mensaje dice así:

1.—"Alégrate3, colmada de gracia, el Señor está contigo, eres bendita entre las mujeres" (Lucas 1, 28). María siente en seguida que en estas palabras se con­tiene un mensaje mesiánico. Y se siente aturdida. El ángel, siguiendo el patrón normal del paralelismo se­mítico, repite entonces su primer tema:

v. 28: Alégrate, colmada de v. 30: No temas, porque gracia4, el Señor está has hallado gracia de-contigo 5. lante de Dios.

v. 31: Vas a concebir en el seno.

2.—En el segundo verso paralelo la vaga expresión "el Señor está contigo" es formulada con mayor cla­ridad: "Vas a dar a luz un hijo."

Este texto tiene, clarísimamente, estrechas afinida­des con Sofonías [3, 14-17]:

8 S. LYONNET ha ofrecido una prueba contundente de que chai­re, en San Lucas, no significa "¡salve!" , sino " ¡a légra te !" (lae-tare). Es la nota de gozo Que caracteriza a todo anuncio mesiá­nico. Y, por tanto, no se t ra ta de un simple saludo (ave). Véase : "Bíblica", 1939, t. 20, pp. 131-141. En cuanto a las analogías si­guientes, véase también : R. LAURBNTIN, Court traite de théologie mariale, Paris, s. a.

* Es aconsejable no considerar esto como u n adjetivo, sino como el participio de u n verbo, como en griego : kecharitomene ("la que recibe charis").

« El "Señor", Adonay, es Yahvé.

IMAGEN BÍBLICA DE LA MADRE DE JESÚS 25

Sofonías Lucas

Alégrate, Hija de Jerusalén, Yahvé, el Rey de Israel,

está en medio de ti. No temas, Sión, Yahvé, tu Dios, está en

medio de t i6 ,

él es poderoso; íyoshia]

él salvará

Alégrate, colmada de gracia, el Señor está contigo.

No temas, María, vas a concebir en el seno

y vas a dar a luz un hijo,

y llamarás su nombre Je­sús [yoshua: "Yahvé, el Salvador", "Yahvé ha salvado"]

Volveremos más tarde sobre este paralelismo, y t am­bién examinaremos detalladamente todas las cosas que ello implica.

3.—La tercera parte del mensaje del ángel indica que el Mesías desciende de David. Podemos descubrir, en esta parte, numerosas alusiones al Antiguo Testa­mento, pero el paralelo que más nos llama la atención es el que existe con II Samuel 7, 12-16, en donde el profeta Natán se dirige a David 7 :

• "Ifih ninilln Un I I " : en casos excepcionales (Génesis 25, 22), OH tu «ixprnNli'iii pupilo dignificar lo mismo que "en tu seno".

» Aquí toiiiiimiiM on monta plenamente la versión griega de los Setenta : voi'xli'm ciun I,unan cnnoclo y utilizó (con el resultado de que el toxto Imano inuoxtra aflnldado* mucho mas estrechas con la voriilón dn Ion Hotonta. poro e»to, no obutnnte, simclta muy pocas dificultad!*»!).

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26 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

Lucas Samuel

v. 32: El será grande

y será llamado Hijo del Al­tísimo

y el Señor Dios le dará el trono de David, su pa­dre;

y su reino no tendrá fin.

v. 12: Yo afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entra­ñas, y consolidaré el trono de su realeza.

Yo seré para él padre y él será para mí hijo.

v. 16: Tu casa y tu rei­no permanecerán para siempre ante mí; tu tro­no estará firme eterna­mente.

v. 13: Y yo consolidaré el trono de su realeza para siempre.

4.—Finalmente, se menciona el origen trascendente del Niño:

"El Santo Ruah [Espíritu] vendrá sobre ti, y el po­der del Altísimo te dará su sombra. Por eso, el que ha de nacer de ti será llamado santo, el Hijo de Dios" 8.

No podemos encontrar ningún pasaje en el Anti­guo Testamento que sea directamente paralelo a este

8 Se han hecho muchas traducciones diferentes de este pasaje. Es también de alguna importancia el problema presentado por la significación de "el Hijo de Dios". Además de la traducción que hemos dado en el texto, podría traducirse también de la siguiente manera : "Por eso, el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios." Es la traducción que prefieren casi todas las grandes versiones españolas : "Biblia de Jerusalén", "Nácar Colunga", "Reina-Valera Revisada". En cambio, "Bover-Cantera" da una traducción muy parecida a la que aparece en el texto del libro. (Nota adaptada por el Traductor.)

IMAGEN BÍBLICA DE LA MADRE DE J E S Ú S 27

pasaje. Debemos hacer notar, no obstante, que este mensaje está estrechamente vinculado con la idea ve-terotestamentaria de la shekinah, o presencia de Dios en la tierra, presencia que va acompañada a menudo por una nube que proyecta su sombra. Una nube cu­brió el Arca de la Alianza [véase: Éxodo 40, 32-36]. Y se hace mención también de una nube en relación con la Trasfiguración y la Ascensión. Así, pues, lo que esta expresión indica es la presencia de Yahvé.

En adición a esto, podríamos considerar el texto que sirve de complemento al de la salutación angélica: los versos que nos hablan de la Visitación:

5.—Isabel ensalza a María con las palabras: "¡Fe­liz tú, que has creído!" (Lucas 1, 45) y la glorifica (Lucas 1, 42). Tenemos aquí un paralelismo con Ju-dit 13, 23-24:

Judit Lucas

Bendita eres, oh hija, por el Señor, el Dios Altísi­mo, más que todas las mujeres de la tierra.

liencillo sea el Señor, que lilao ION cielos y la tie-rni

Bendita tú entre las mu­jeres

y bendito el fruto de tu seno.

6.—El Magníficat es como un eco del Antiguo Tes­tamento, que resuena en cuda una de sus partes. Así aparece con especial claridad si comparamos la ver-

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28 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

sión griega del Magníficat con el texto de los Se­tenta 9.

Lucas (1, 46-55) Setenta

Engrandece mi alma al Señor, y mi espíritu se estremece de gozo en Dios, mi Salvador.

Porque baja sus ojos ha­cia la pobreza [bajeza, humildad] de su es­clava.

Mirad: desde ahora, todas las generaciones me lla­marán bienaventurada.

Porque el que es poderoso ha hecho grandes cosas por mí y santo es su nombre.

Mi corazón exulta en el Señor, mi vigor se enal­tece en Dios y se rego­cija en tu salvación [Cántico de Ana ">, I Sa­muel 2, 1].

...mirar... la pobreza [hu­mildad] de tu esclava [I Samuel 1, 11].

Soy bienaventurada, por­que todas las mujeres me felicitarán [Génesis, 30, 13].

El es tu Dios, que ha he­cho cosas poderosas por ti [Deuteronomio 10, 21]. Santo es su nombre. [Esta frase aparece fre­cuentemente en el Anti­guo Testamento].

9 Esto supone que San Lucas considera a María como Israel personificado.

10 Este paralelo t an estrecho expresa también alegría por el nacimiento de u n niño (Samuel), que Dios concedió a Ana que era estéril. Este y otros ejemplos de nacimientos milagrosos en el Antiguo Testamento acudían espontáneamente a la mente de los judíos piadosos que se habían educado en la Biblia.

IMAGEN BÍBLICA DE LA MADRE DE J E S Ú S 2 9

Lucas (1, 46-55) Setenta

Y su misericordia es de ge­neración en generación sobre los que le temen.

Muestra el poder de su brazo y esparce a los so­berbios.

Derriba a los poderosos de su trono, pero exalta a los humildes.

Llena a los hambrientos con dones y a los ricoa los envía vacíos.

Ha tenido piedad de Is­rael, su siervo, acordán­dose de su misericordia.

Como habló a nuestros pa­dres, a Abraham y a su Nlm lente para siempre.

La misericordia del Señor es de eternidad a eterni­dad; su misericordia es sobre los que le temen [Salmo 102 (103), 17].

Hay muchos paralelos a estos versos en el Anti­guo Testamento: Salmo 88 [89], 11; II Samuel 22, 28; I Samuel 2, 4-7; Salmo 146, 6; 32 [33], 10; 106 [107], 9; Job 12, 19, etcétera.

Tú, Israel, siervo mío, de quien yo he tenido pie­dad [Isaías 41, 8; véase también Salmo 97 (98), 3].

Como juraste a nuestros padres desde los días an­tiguos [Miqueas 7, 20], a David y a sus genera­ciones para siempre [II Samuel 22, 51; Génesis 17, 7; 18, 18; 22, 17-18].

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3 0 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

Está muy lejos de la intención del autor el preten­der que precisamente esos textos particulares, que he­mos detallado en la lista anterior, son evocados en el Magníficat. Esta pretensión puede mantenerse, indu­dablemente, en el caso del Cántico de Ana y en el de los otros textos que se refieren a nacimientos mila­grosos. Pero, en cuanto a los demás, los lugares para­lelos tratan únicamente de mostrar que el Magníficat es una expresión típica de la religiosidad bíblica de Israel. Lo que aquí tenemos es una mujer judía que creía en la Palabra de Dios, y cuya vida estaba fun­dada en la espiritualidad del Antiguo Testamento, y que se alimentaba en la Biblia. En consecuencia, cuando esta mujer oraba a Dios o hablaba acerca de él, lo hacía con textos bíblicos que ella había apren­dido más o menos exactamente de memoria. Cristo hizo también lo mismo cuando estaba en la cruz. Y otro tanto hacemos nosotros, con nuestra utilización frecuente de los salmos en la liturgia. Por esto, en­tenderemos que, al escuchar María el mensaje angé­lico, acudieran espontáneamente a su mente varios textos bíblicos.

Si analizamos con mucho cuidado todos estos tex­tos, la conclusión a la que llegamos es que, por un lado, tales textos están en completa armonía con las ideas del Antiguo Testamento relativas al Mesías, y que, por otro lado, contienen indudablemente algu­nas indicaciones claras de que el mensaje angélico proporcionó a María algún vislumbre de que su Hijo era realmente Dios. Vamos a considerar esto más de-tallamente.

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a) El "Hijo del Altísimo" y el "Hijo de Dios"

En la religión judía este titulo se utilizó en un sen­tido muy general. Pero en muchos casos tuvo también aplicación concreta11. El linaje judío era denomina­do el "Hijo de Dios" (Éxodo 4, 22; Deuteronomio 1, 31). Todo hombre justo se llama a sí mismo el "hijo de Dios" (Sabiduría 2, 13. 16). El que observa la Ley es el "hijo del Señor". Los judíos, que son miembros del Linaje Escogido, serán llamados los "hijos del Dios vivo" (Oseas 1, 10). Los príncipes y los jueces son es-

11 Véase especialmente : P. BENOIT, O. P., La Divinité de Jésus dans les évangiles synoptiques, en LV (1953), n.° 9 (pp. 43-74, es­pecialmente las pp. 54-63). Benoit comienza de la siguiente ma­nera su examen acerca de la idea del Nuevo Testamento sobre el 'Hijo de Dios ' : "Parecería a primera vista que el primero de estos títulos ('Hijo de Dios-Hijo del Hombre') era el más vigo­roso y claro y que deberla bastar para decidir la cuestión de una vez para siempre. Si Jesús se llamó de veras a sí mismo "Hijo de Dios", o si aceptó que se le llamara así, entonces el asunto está claro : la divinidad de Jesús está asegurada en los Sinópticos, sin más discusión. No obstante, la cosa no es t an sencilla. Porque este texto no tuvo siempre el sentido preciso y trascendente que uelqulrió para nuestra fe gracias a los escritos del Nuevo Testa-mtmto y a la reflexión teológica que formuló sus dogmas. Para iiomitruM, este t í tulo significa la filiación ontológica de un ser i(il» iioKon la naturaleza divina por el hecho de su generación i'tnniu «n p| HOIIO del Padre. Pero, antes de llegar a esta especi-tlwtiilrin, Iiv fórmula conoció una larga historia, en la cual la flllitolrin mi|ti'i>Niiilit por olla era de orden mucho menos estricto, ora do oi'ilnn iniinil y no motafislco" (pp. 54-55). Benoit prosigue diciendo que ol titulo <ln "Hijo tlol Hombre", empleado preferen­temente por JUNUN, ivomitiiii mucho IUÍIH HU divinidad que el tí­tulo de "Hijo ele Dio»". Kn rtiliuilóu con esto, véase también : J. DUPONT, Filius rneus m til. l.'intttrprétation Uu Psaume II, 7 dans le Nouveau Testament, en RSIl (1948), n.o 38, pp. 522-543.

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pecialmente los "hijos del Altísimo" (Salmo 81, 6). Y los reyes de Israel, los ungidos del Señor, son llama­dos también "hijos" de Yahvé (II Samuel 7, 14; I Cró­nicas 17, 13, etc.)—. Más aún, el Mesías rey es procla­mado en los salmos como el "Hijo de Dios" (Salmo 2 y 88). Y cuando a Cristo, en los Evangelios Sinópticos, se le llama el "Hijo de Dios": se le está aplicando este nombre en este mismo sentido moral y de significa­ción religiosa general (verbigracia: Mateo 4, 3; Mar­cos 3, 12; Lucas 4, 41, etc.). Es verdad, indudablemen­te, que en la época en que los evangelistas escribie­ron realmente los evangelios, tenían ya (principal­mente por la experiencia que habían tenido de la re­surrección: la suprema revelación de la divinidad de Cristo) una fe explícita en la divinidad de Cristo, con el resultado de que la frase "el hijo de Dios" tendía a encerrar un sentido mucho más profundo y una sig­nificación mucho más dogmática para todos los que la escuchaban 12. Pero lo que estamos estudiando aquí es la situación en que se encontraban realmente aque­llos que escucharon esta frase, antes de la plena re­

ía Es probable que esta fe en la divinidad de Cristo—fe que se fue desarrollando gradualmente y que se basaba en el hecho de la resurrección y, más particularmente aún, en el subsiguiente milagro de Pentecostés—haya ejercido Influencia retroactiva en los evangelistas en cuanto a sus relatos acerca de los hechos, pa­labras y sermones de Cristo anteriores a la Pascua y a Pentecos­tés. Muchas de las cosas que Cristo pudo haber expresado con deliberada vaguedad, podrían haber sido realzadas—a causa de esto—en I03 relatos de los evangelistas. Y lo mismo diríamos del sentido de algunas afirmaciones de Jesús, que los Apóstoles no llegaron a entender plenamente hasta después de la resurrección. Los exegetas han señalado, en los Evangelios Sinópticos, muchos ejemplos de estas influencias retroactivas.

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velación de Jesús. Esto tiene especial importancia en el caso de la anunciación. Y todo lo que sabemos nos­otros por esa situación de antes de la revelación ple­na de Jesús, es lo que María misma conocía como cier­to en la época en que concibió a su Hijo. Si conside­ramos en sí mismas las palabras del mensaje, todo lo que María pudo haber entendido por ellas es que su Hijo iba a ser el Mesías hace tiempo esperado, aquel Gran Personaje que, siendo enviado por Dios, estaba por tanto íntimamente relacionado con Dios 13.

Precisamente por esta íntima relación con Dios, re­lación que aparece en la especial intervención del po­der espiritual de Dios que va a cubrir a María con su sombra, precisamente por esto—digo—el Niño es lla­mado "el Hijo de Dios" u. La expresión "Hijo de Dios"

13 El Padre LAGRANGE escribía ya en el año 1921 : "Es preferible admitir que el texto no ofrece toda la doctrina de la Encarna­ción que no forzar su sentido" (L'Svangüe selon Luc, Paris 1921, p. 36). La alabanza dirigida por Isabel a la fe de María se refiere clarísimamente a la fe de María en el nacimiento virginal: " ¡ Fe­liz la que has creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas por parte del Señor!" (Lucas 1, 45, texto griego). Téngase un cuenta que lo que se acaba de decir es un punto de vista IHtramente exegético.

" Ln expresión "por eso" (citó, ideoque) se refiere más bien a la miulc'm ilo Dios—"el poder del Altísimo te cubrirá con su som-lil'i»" que iv ln virginidad de María. Y, así, podemos considerar lili* la divinidad de Cristo se revela parcialmente en este texto. Pur iilm Imln, MI ni "por eso" se entendiera como referido espe-olfIxiinmnl•• it la virginidad cío María, entonces no podríamos ver en w h IPKU» una involución parcial de la divinidad de Cristo, ya que «uta vll'MIhldttd no podría HOI- la razón do que el Hijo de María ÍUOHO verdiulmo J)lo». I'iiru una fu más desarrollada—en la Trinidad, la Intervención dlriicta dul "onplrltu y poder de Dios" (espíritu y pudor quo, a la luz do una comprensión más

MAKIA, MADRE DI LA HKimNCKiN.—3

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era una expresión de la que fácilmente se podía echar mano, ya que era el término corriente utilizado para designar al Mesías a quien se habría de dar el trono real de David: así aparece también explícitamente en el texto de la anunciación. Lo que el ángel dice real­mente es: "Jesús, el Mesías rey, nacerá de tu seno virginal." Si consideramos en sí mismas las palabras explícitas del mensaje, entonces tenemos que sacar la conclusión de que no se hace ninguna afirmación cla­ra o precisa acerca de la divinidad de Cristo.

b) La conciencia de María acerca de la divinidad de Jesús

No hace falta decir, claro está, que, además del con­tenido del mensaje que se dio a María, Dios iluminó internamente su alma. Cuando consideramos la pro­fundidad religiosa de la completa sumisión de María —una sumisión en la fe—al incalculable misterio que se le había presentado: no podemos menos de tener en cuenta la verdadera esencia sobrenatural de la fe: la "luz de la fe" con la cual el espíritu de Dios pene­tra en el espíritu humano y se apodera de él a fin de concentrar su mirada sobre lo que se ha revelado de-

plena de la Pe, debe interpretarse como el Espíritu Santo) puede constituir, ciertamente, la razón de que el Verbo, también en su humanidad, sea realmente el verdadero Hijo del Padre. El he­cho de que, para este texto, se hayan sugerido muchas traduc­ciones diferentes, se debe también realmente al sentido dogmá­tico y positivo que se aplica a la expresión "Hijo de Dios" : ver­bigracia, "El Santo que ha de nacer de t i será llamado el Hijo de Dios", "Lo que ha de nacer de ti será llamado el Hijo de Dios", "Lo que ha de nacer será llamado santo, el Hijo de Dios".

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terminadamente. Si lo hacemos así, entonces tendre­mos que concluir que, aunque todavía no explícita­mente, todo se encuentra ya presente—en sentido rea-lísimo—en el "fiat" de María, por más que luego se vaya desarrollando, en su vida y por su incesante con­tacto con su Hijo divino, hasta llegar a un estado de claridad explícita. Sin embargo, tenemos que consi­derar al mismo tiempo la relación esencial de la ope­ración del espíritu de Dios—la "luz de la fe"—no sólo con la naturaleza explícita de las palabras del men­saje, sino también con las orientaciones implícitas del mesianismo del Antiguo Testamento que culminan en el mensaje.

Aunque la divinidad del Mesías no era reconocida en el Antiguo Testamento (es decir, aunque no se la aceptaba explícitamente), sin embargo en muchos tex­tos del Antiguo Testamento hay una marcada orien­tación hacia este sentido: textos que son muy suge-rentes para uno que cree.

En primer lugar, el Mesías rey, el Gran Personaje enviado por Dios, era concebido indudablemente como una persona que vivía en relación muy íntima con Dios. El Mesías rey era una realidad poderosa para los judíos: tan poderosa realmente, que—para ellos— era casi como si este Mesías y Yahvé fueran idén­ticos 15.

En segundo lugar, tenemos la idea mesiánica vé-tero-testamentaria acerca del "hijo de hombre". Y esto, ciertamente, condujo al desarrollo del con-

>s véase, por ojomplo: J. DE PKAINE, S. J., De oud-oosterse Kontngsidee in 't Oude Testament, en BA, 14 (1953), pp. 117-130, y especialmente las pp. 127-130. Este tema sobresale especialmente en la teología protestante escandinava, verbigracia en : H. RING-GHKN, Kóníg und Messias, en ZAW, 64 (1952), pp. 120-147.

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cepto de un Mesías trascendente. Los cimientos de este concepto los puso Ezequiel. Y Daniel le dio una forma definida (7, 13)16. El "hijo de hombre" sería un hombre "celestial", que habría de venir con las nubes del cielo. Esto significa que dos conceptos se fueron desarrollando paralelamente: el concepto de que el Mesías era del linaje de David (concebido siempre como puro hombre), y el concepto de que el Mesías descendía del cielo.

Finalmente, y aquí tenemos probablemente la ten­dencia más importante de todas, el Antiguo Testa­mento manifiesta—hasta cierto punto—una doble vi­sión de la redención. Yahvé mismo es el redentor. El es quien dirige a su pueblo escogido (pero repetida­mente infiel) hacia la salvación. Y él es quien inter­viene incesantemente en favor de su pueblo Esta ac­tividad por parte de Yahvé hizo nacer la convicción de que él mismo emprendería una acción determina­da "al final del tiempo". El profeta se refiere a la ve­nida de Yahvé como redentor, cuando dice: "En el desierto abrid camino a Yahvé, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios" (Isaías 40, 3). Yah­vé mismo es el que va a crear nuevo cielo y nueva tierra (65, 17) y es él que va a regir sobre todas las naciones (2, 3). Considerada desde este punto de vis­ta, la historia de Israel es una historia de las gesta Dei: una historia de la intervención divina, que tiene como resultado el juicio decisivo emitido por Yahvé, el cual—en definitiva—"vivirá" para siempre en el mundo. Yahvé, pues, es el Dios redentor.

i» Véase : A. PEUILLST, Le Fils de Vh.om.me de Daniel et la tra-dition biblique, en BB, 60 (1953), pp. 170-202, 321-346; véase J. L. LETJBA, L'Institution et l'événement, "Bibl. Théol. protestan­te", Neuchatel-Paris 1950, especialmente las pp. 9-17-

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Pero, además de esta línea escatológica vertical, que recorre todo el Antiguo Testamento, podemos detectar—como quien dice—otra correspondiente lí­nea horizontal de pensamiento escatológico, la cual no se interesa directamente por Yahvé, sino por Aquel que ha de venir, por el Mesías. Este Mesías es una persona: un hombre que ha de ser el instrumen­to con el que Yahvé, al fin de los tiempos, realice su plan de salvación. La idea escatológica trascendente y la visión mesiánica del Antiguo Testamento se fueron identificando cada vez más íntimamente has­ta que quedaron finalmente sintetizadas en el Dios Redentor que se hizo hombre. Jesús es—a un mismo tiempo—el Dios que ha de venir y el hombre que ha de venir.

En el mensaje del ángel, María es el exponente de la expectación veterotestamentaria de Dios y del Me­sías. María es la síntesis y expresión última del an­helo mesiánico de Israel. Tal es la concepción de San Lucas acerca de María en el Magníficat. María es presentada a esta luz en los escritos de los Padres de la Iglesia. Y los teólogos contemporáneos han vuelto a este punto de vista. La gracia de su inmacu­lada concepción y su consagración total a Dios por medio de la virginidad hicieron a María especialmen­te sensible y receptiva ante la acción y los efectos de lu luz do la fe. Por esta razón, María cumplió en su proplu persona la exigencia básica de una receptivi-tlurt nblertii hacia las líneas de las expectaciones ve-tcroti'Nl.iiniciiturliis de "Yahvé Redentor", que en el AntlKtio Tt'Mtiimentó concentraban ya sus rayos so­bro un «olo punto.

La mejor nuinoru do llcRur a uní comprensión de lo quo ocurrió Internamente en el alma de María, es

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acercarnos a esta cuestión desde afuera—como quien dice—: comparando los textos significativos del An­tiguo Testamento que fueron enunciados explícita­mente en el mensaje, tal como nos lo trasmitió San Lucas.

Si tenemos plenamente en cuenta el paralelismo escriturario (véanse en páginas anteriores los tex­tos paralelos), entonces veremos que María es con­siderada, en la primera parte del mensaje, como la síntesis personal de Israel17. Yahvé que viene como Salvador "en medio de" o incluso "dentro de" Israel (Sofonías), está en paralelismo—como hemos visto ya—con Jesús, es decir, con Yahvé Salvador, a quien María concibe en su seno (Lucas). María, que vivía en plena corriente del mesianismo del Antiguo Tes­tamento, tuvo un presentimiento de la hondura de esta profunda realidad: el Hijo de Dios. De manera confusa, pero—no obstante—muy real, María era consciente de la profunda implicación de su mater­nidad: de que Dios mismo, que antaño había entra­do en el seno de Israel, iba a entrar ahora en el seno de ella. Más aún, la alusión a la shekinah, o "cubrir con la sombra", sirvió para confirmar la pre­sencia de Dios. En el paralelismo que existe entre el libro de Judit y el evangelio de Lucas, hay también una alusión mística o velada: el "fruto bendito de su vientre" evoca aquello de que "el Señor hizo los cielos y la tierra". La misma idea se halla también presente en el paralelismo interno que existe dentro de San Lucas (1, 28, 31): "el Señor (es decir, Dios)

17 Para un examen más detallado de la cuestión "María e Is­rael", véase: A. M. DUBAELE, Les Fondements bibliQues du titre marial de Nouvelle Eve, en RSR, 39 (1951), pp. 49-64; A. G. HÉ-BERT, La Vierge Marie, Filie de Sion, en VS, 85 (1951), pp. 127-140.

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está contigo" y "tú concebirás un hijo". Esta última frase es una formulación más concreta de la frase anterior.

Es importante hacer notar, además, que María tuvo un presentimiento inmediato de que algo absoluta­mente único iba a tener lugar, en cuanto el ángel comenzó a hablar. Su reacción inicial ante el ángel fue completamente distinta de la reacción de Zaca­rías, el cual quedó perplejo por la aparición del án­gel: "Al verle Zacarías, se turbó, y el temor se apo­deró de él" (Lucas 1, 11-12). En señalado contraste, María, la humilde, se sintió turbada por las primeras palabras que el ángel le había dirigido, y se pregun­taba ella cuál podría ser su sentido (Lucas 1, 29). María experimentó esta reacción, porque su modes­tia le hacía difícil sentir que este profundo misterio estaba orientado hacia ella.

Si situamos así a María en la cumbre de todas las expectaciones veterotestamentarias de Dios, y la ve­mos luego en conversación con el ángel de la anun­ciación: no será difícil comprender que toda la rea­lidad del Antiguo Testamento adquiere vida en su alma: esa alma de la que se había apoderado el espí­ritu de Dios. María, que estaba atenta al mensaje, es oí exponente de todas las expectaciones de Israel. Y ella experimenta, al mismo tiempo, que ese Niño mío ellu, nunque es virgen, va a dar a luz como vir-líi'it, no es simplemente un hijo humano ordinario riiii iiiiu misión religiosa excepcional, sino que es—al mirtino ilnnpo un Hijo cuya naturaleza sobrepasa, con mucho, Uní a comprensión humana.

Por ti«o, lu vltlii ICIIKÍII i do Muría no se desarro­lló piiMiudo dti un «'«tinio do lunoiancla o "positivo no-conoetM" u un CNIIKÍO <!»• ,subcr y reconocimiento

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positivo. Sino, más bien, de una conciencia implíci­ta, pero real, a una conciencia explícita. Expresán­donos de otra manera, la vida de fe de María está marcada por una transición de la conciencia al sa­ber, exactamente igual que, en la vida de la Iglesia, incluso después de haber quedado cerrada la revela­ción, una intuición de fe precede a la definición dog­mática que, naturalmente, es su resultado último.

Podríamos expresar de otra manera esta misma idea, aplicando las palabras de Santo Tomás de Aquino a la situación de María: "El acto de fe de María no se refiere últimamente a una formulación explícita de la Anunciación, sino que expresa la rea­lidad del Verbo hecho carne" 18. El llamamiento in­terno y la iluminación interior de la "luz de fe" pro­porciona un contacto íntimo entre la actitud perso­nal de fe que adopta María y la realidad objetiva del nacimiento virginal del Hijo de Dios. Si esto no hu­biera estado presente desde un principio, entonces no habríamos podido referirnos a un crecimiento de la fe de María: a una fe que se iba desarrollando como intimidad cada vez mayor con la realidad del Dios encarnado que iba desarrollándose en su seno hasta llegar a ser un hombre; como un crecimien­to interior, que nacía de una aceptación interior de fe. Si así fuera, no se trataría de un desarrollo inte­rior, sino de un complemento exterior.

Este crecimiento interior de la fe de María dentro del sentimiento íntimo que ella tenía de la naturale­za de su Hijo, lo tenemos indicado claramente en la Escritura: María no comprendía lo que Cristo ha-

18 Véase : II-II, q. 1, art . 2, ad. 2. La cursiva indica los lugares en donde acomodamos el texto de Santo Tomás.

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bía dicho (Lucas 2, 50), "su padre y su madre esta­ban admirados de lo que se decía de él" (2, 33), y se quedaron atónitos por lo que vieron en el Templo (2, 48). Más aún, es importante recordar que el men­saje no implicaba que la revelación hubiese quedado cerrada con esto, ni siquiera por lo que respecta a María. Por el contrario, la revelación fue consumán­dose—también para ella—en y por medio del des­pliegue gradual, en la historia, de la vida de Jesús.

Nuestro objetivo, aquí, no es—ciertamente—estu­diar la cuestión puramente psicológica de hasta qué punto es, en última instancia, una realidad sutil­mente variada, capaz de incluir muchos matices di­ferentes de énfasis psicológico. Nos interesa el creci­miento de la fe en la vida religiosa del individuo. Y un ejemplo supremo de esto, nos lo proporciona Ma­ría. Está bien claro que San Lucas tenía en su men­te una meta bien definida, al incluir en su evangelio todos los textos que hemos citado anteriormente. Pero todos ellos perderían casi su sentido, si negá­ramos que la vida religiosa de María era un creci­miento y desarrollo hacia una fe explícita. Si supo­nemos que la vida religiosa de María está marcada por este crecimiento, entonces resulta bastante ob­vio que toda una fase de desarrollo tuvo lugar en la vida de fe de María entre la anunciación del ángel y la primera manifestación de Cristo en público du-imilo IIIH bodas de Cana. Este desarrollo fue resul­tado do mi Intimidad y cotidiana asociación con su Hijo, rturaiitti IOH años ocultos de la vida de éste. IÜHOH ano« f«l,uvl»'ion ocultos a los ojos de los hom-broH. Mas, para Muría, furron una revelación gradual del mlntcrlo da CrlHlo, V)\ inonsajc angélico no dio a María tilimmia Información dlrorta acerca del futuro

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sufrimiento del Redentor. Y ella no hubiese tenido ningún conocimiento anticipado de eso, en la época en que recibió el mensaje, a no ser que hubiera evo­cado en su mente las visiones proféticas de la figu­ra del "siervo doliente" del que se habla en el Anti­guo Testamento. Sin embargo, cuando Jesús era de edad de cuarenta días, su talla y la talla de María aparecieron dentro de una perspectiva completamen­te nueva. Este nuevo elemento, lo anunció Simeón cuando dijo a María: "Mira, este niño está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y será una señal que provocará la contradicción, y a ti mis­ma una espada te traspasará el alma" (Lucas 2, 34-35). Sin embargo, aunque la muerte sacrificial de Cristo es—¡qué duda cabe!—el punto culminante de todo el misterio de Cristo, ¡no se alude a ella en el mensaje angélico! El evangelio narra unos acon­tecimientos que sucedieron cuando Jesús tenía doce años de edad, y que todavía eran incomprensibles para María (Lucas 2, 50). Puesto que María desapa­reció de la escena—como quien dice—desde la época del milagro de Cana hasta la crucifixión19, y por tanto no siguió el curso de la predicación y milagros de Cristo, como pudieron seguirlo los Apóstoles: es evidente que la vida oculta de Jesús, pasada en gran intimidad con su madre, desempeñó un gran papel en la revelación de Jesús en cuanto se refería a Ma­ría. Los Apóstoles llegaron a conocer a Jesús a tra­vesee su predicación. Pero María, en cambio, llegó a conocerlo más a través de sus acciones. Ahora bien, en la intimidad de su vida de familia en Nazaret,

19 Es como si Maria, por las palabras que Jesús le dirigió en Cana ("No ha llegado aún mi hora"), hubiese sacado la conclu­sión de que tampoco la hora de ella había llegado.

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Jesús y su madre debieron de conversar mucho y es­cucharse mucho el uno al otro. Sus conversaciones, indudablemente, no estaban en un plano de cuento de hadas. Y podemos estar seguros de que ellos no hablaban de milagros, ni dialogaban de antemano acerca de la crucifixión y resurrección. No. Sus con­versaciones, indudablemente, adoptaron la forma de un intercambio en el más hondo nivel religioso: un religioso dar y recibir. Pero, por muy curioso que sea, nunca llegaremos a conocer la naturaleza de este in­tercambio, ya que la modestia de María nos lo ha ocultado. Será siempre el secreto de su propia e ínti­ma vida religiosa. No obstante, una cosa debió de impresionar especialísimamente a María: la obedien­cia del Mesías a una persona humana, a su madre. Esto lo podemos saber con certeza, porque María confió el hecho (seguramente por medio de San Juan) a San Lucas. Y el evangelista lo consignó objetiva­mente, pero con amorosa admiración, en aquella par­te de su evangelio que trata de los primeros años de la vida de Cristo.

Nuestra tarea, aquí, es considerar la profundidad de la vida religiosa de Maria y su crecimiento hacia la fe explícita en y por medio de su intimidad y con­tacto diario con la humanidad de Cristo. Nos interesa también especialmente el hecho de que, por esta fe creciente, María es un ejemplo muy señalado para nosotros. El gran privilegio de que ha disfrutado co­mo la Madre inmaculada de Cristo, no la exime de lii sumisión a la ley básica a que todo cristiano en lu tierra está sujeto: la maduración gradual de la vida de Je, vida que no prospera por una constante Miccslón de visiones externas. No olvidemos que a María se le concedió una sola visión. Por el contra-

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rio, según esta ley fundamental, aplicable a María y a todo cristiano, la fe se alimenta por el contacto —en creencia, esperanza y amor—con la realidad viva de la salvación. Para nosotros, esta realidad es Dios mismo, el cual nos da su humanidad viva en los sacramentos de la Iglesia. Para María era el Dios que se le había dado como su propio Hijo, la persona santa a quien ella llamaba "Jesús". Por eso, en este sentido, María es el prototipo de la Iglesia en su pe­regrinar por la tierra, exactamente igual que María es—como Assumpta—el prototipo de la Iglesia per­manente, establecida en el cielo. Lo que San Lucas recoge en su información acerca de la vida oculta de Jesús: "Su madre conservaba cuidadosamente todas las cosas en su corazón" (Lucas 2, 52), sin­tetiza indudablemente toda la actitud de María hacia el misterio de Cristo, tal como se fue desple­gando ante sus ojos. El poderoso conocimiento de esta fe ¿cuándo hizo irrupción en toda su claridad e ilu­minó toda la vida de María? ¿Fue durante el mila­gro de Cana? ¿O fue antes de él, o tal vez más tar­de, como en el caso de los Apóstoles? ¿Conocía ella, con un conocimiento claro y despejado, como cono­cemos ahora nosotros, cuando estaba al pie de la cruz? ¿O fue esto precisamente su gran agonía, su participación en el sufrimiento de su Hijo en la crucifixión, a saber, que su fe en el misterio de un "Mesías crucificado" que iba a morir, a pesar de ser una fe indestructible, seguía siendo una fe oscura? Para nosotros, esto será siempre un misterio. Si fue­ran así las cosas, entonces la experiencia que María tuvo de la gracia de Pentecostés debió de ser suma­mente profunda. Pero no se trata aquí de un perío­do determinado de tiempo. Lo que tiene la máxima

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importancia es esa realidad espiritual, procedente de la completa sumisión de María, en la fe, a todo el misterio concreto de Cristo, y procedente de su intuición que fue madurando gradualmente, la cual, aunque no explícitamente, se hallaba ya presente en forma positiva desde el comienzo mismo, y eventual-mente hizo irrupción con asombrosa claridad. En todo caso, yo creo que sería fundamentalmente erró­neo hacer mayor énfasis en la naturaleza explícita y en un conocimiento anticipado de que disfrutara la fe de María, que no en el mérito religioso—mucho mayor—de una fe que se sacrifica a sí misma, de una fe que no calcula de antemano, sino que—más bien—concede crédito para enormes cantidades, y que acepta acontecimientos futuros, todavía desconoci­dos, que parecerían estar en contradicción con la idea del Mesías "rey", tal como se contenía en el mensaje del ángel. Está bien claro que la fe de María tuvo que alzarse siempre contra las contradicciones. Los profetas habían predicho que el Mesías sería rey y que el gobierno descansaría sobre sus hombros. Y, no obstante, ese Mesías había nacido de María en una cueva, porque—como dice San Lucas—no había lugar "para ellos", es decir, no había lugar en el cara-vanserai o mesón público para un hombre y para una mujer embarazada. Más aún, María se vio obligada a buscar refugio en Egipto con aquel Niño cuyo fu­turo había de significar tanto para Israel. Este mis­mo Hijo "rey" creció luego en circunstancias huma­nas bastante ordinarias, que no llamaron la atención de nadie. La contradicción final, para María, debió de ser la de ver a su Rey marchar hacia una muerte ignominiosa en la cruz. María no tenía idea de cuál sería el resultado de aquellas cosas, pero ella conti-

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nuaba creyendo y confiando en el mensaje angélico^ esperando contra toda esperanza. Ella no experimen­tó aquella debilidad a la que la fe de los Apóstoles se inclinaba tanto. Pero los acontecimientos de la vida de Cristo debieron de ser para ella, como lo fueron para los Apóstoles, un misterio desconcertan­te y nada elocuente. ¿No es posible ver en el sacri­ficio de Abraham un tipo de la actitud de María ha­cia su Hijo? Como Abraham, María fue con su único Hijo para ofrecérselo a Dios. Abraham, creyendo en la esperanza contra la esperanza (Romanos 4, 18), estuvo dispuesto a sacrificar a su hijo, aunque la gran herencia de Israel se le había prometido a ese hijo, por medio de sus descendientes. María ofrendó también su Hijo, a quien—según el mensaje angéli­co—se le había prometido un reino incorruptible. ¡Y, a pesar de todas estas promesas, lo vio agonizan­do en la cruz! La muerte de Cristo en la cruz fue el sacrificio abrahámico de María. Pero ella perseveró en su fe en Dios, a pesar de todas las señales exter­nas que parecían contradecirla.

Así, María, creyendo puramente en el hecho de que su Hijo era el Mesías rey y el Hijo de Dios, llegó gradualmente a la plena concepción de lo que ese misterio contenía para ella y para todo el género humano. Incluso durante su vida pública, Jesús tuvo que revelar personalmente a su madre que él, aun­que seguía siendo su propio Hijo, era—en último término—completamente independiente de ella. In­cluso cuando no tenía más que doce años de edad, Jesús había dejado atónita a su madre, durante la peregrinación a Jerusalén, por su confianza en sí mismo y por su independencia. Jesús mostró esta

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misma independencia durante las bodas de Cana20. No hay ningún reproche en las palabras que él diri­gió a María, como afirmaron los primeros Padres de la Iglesia. Sino que constituyen un aspecto más del misterio total de Cristo que, de la manera más ínti­ma, se le estaba revelando gradualmente a María. Esto es verdad también con respecto a los escasos acontecimientos de la vida pública de Cristo en los que María desempeña algún papel y que han queda­do consignados en los evangelios. Un ejemplo típico de esto lo tenemos en la corrección que Cristo hace de la observación entusiástica que hace una mujer del Pueblo: "¡Dichoso el seno que te llevó y los pe­chos que te criaron!" (Lucas 11, 27). Y en las pala­bras que dice Jesús, cuando le informan de que allá afuera, estaba su madre buscándolo (Mateo 12, 46-50; Marcos 3, 31-35; Lucas 8, 19-21). Jesús, aquí, no tiene intención de desacreditar a María, ni subesti­ma la verdadera grandeza de ella. Antes al contra­rio. Porque dice: "Dichosos más bien los que oyen la Palabra de Dios y la guardan" (Lucas 11, 27-28). Esta es, seguramente, la más alta alabanza de la vida religiosa de Nuestra Señora, la mejor manera de pro­clamar dichosa a una persona que era un "fiat" ("¡hágase!") vivo: "¡Hágase en mí según tu pala­bra!" (Lucas 1, 38). Lo que Cristo dijo realmente, fue: "Mi madre y mis hermanos son aquellos que

20 Se han hecho varios Intentos para despojar a la pregunta de Jesús ("¿Qué a t i y a mí, mujer?" : Juan 2, 3-4) de la impli­cación de que Jesús está marcando una distancia entre él y su Madre. Pero todo exegeta tiene q.ue remontarse finalmente a una decisión de este tipo. La frase de F. M. BRATJN es muy atinada. Este autor habla d e : "... la transcendance separante du Fus" ("la trascendencia separante del Hijo"). Véase : La Mere des fidé-les, Paris-Tournai, 1953, p. 116. Véanse también las pp. 51-55.

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oyen la Palabra de Dios y la cumplen" (véase: Lu­cas 8, 21). Y aquí, ciertamente, enuncia él la gran verdad: María es el prototipo de la vida cristiana de fe. Me parece a mí que la loi de séparation21, de la que habla Braun, implica algo mucho más pro­fundo que una simple prioridad de los lazos espiri­tuales por encima de los lazos creados por la rela­ción de la sangre. Esta signiñcación más profunda la hallamos en la situación ontológica de Cristo.

Nos parece, indudablemente, que la base psicoló­gica de la actitud religiosa de María es la fortaleza en la fe: un esperar contra toda esperanza, contra todas las señales externas que parecen estar en con­tradicción con esa fe. Pero nos inclinamos demasia­do fácilmente a suponer que la fortaleza religiosa de María se había forjado en circunstancias fáciles de la vida. Ahora bien, no fue así, ni mucho menos. ¿Cómo podríamos imaginarnos que María no encon­tró dificultades en su vida religiosa? Esto no signifi­ca necesariamente que la santidad de la vida de una persona esté relacionada directamente con el grado de penalidades y fatigas que haya en esa vida. Ni debemos sacar la conclusión, por otro lado, que la vida santa carezca enteramente de dificultades y pe­sadas cargas. María, es cierto, no experimentó nin­guno de los difíciles impulsos en conflicto que gene­ralmente asaltan a la naturaleza humana pecadora. Pero la naturaleza espiritual de María—resultado de su inmaculada concepción—la hizo infinitamente más sensible y receptiva, cuando Cristo estaba en el Huer­to de los Olivos. Empero, su estado de inmaculada no le permitió a María escapar del hecho de que ella

a i B R A U N , p . 6 2 .

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vivía en un mundo pecador que estaba predispuesto para los malentendidos. María, además, estaba ex­puesta a todos aquellos elementos incalculables e irra­cionales que son comunes de la situación humana: la reunión de inexplicables circustancias, las maqui­naciones inherentes a la vida en común, la absur­didad y los ásperos conflictos de las pasiones hu­manas: todo lo cual podía conducir a la brutal opre­sión de una persona totalmente inocente. María, en virtud de su estado inmaculado, no era una excep­ción de esta situación humana "normal". Pero tal situación le confirió claramente a ella un poder es­pecial que, aunque no disminuyó el dolor de la si­tuación en que ella se encontraba, la capacitó—cier­tamente—para experimentarla de una manera to­talmente diferente, gracias a su completa sumisión a Dios.

Haremos bien en considerar la familia de Naza-ret como compuesta de personas que estaban com­prometidas en una batalla por su fe, de personas que se enfrentaban valientemente con todas las dificul­tades de la vida gracias a una completa sumisión a las disposiciones supremas de Dios. La verdadera y completa pintura de la vida de María no la halla­mos en los apócrifos del Nuevo Testamento, sino en el sobrio relato de los evangelios. La vida de María no sigue el esquema de los cuentos de hadas como el de Bláncanieves. No hay paj arillos silvestres que le traigan aderezos preciosos en su piquito, ni que la saquen del peligro en medio de una deliciosa música celestial. Si María hubiese sido así, no habría cons­tituido para nosotros un ejemplo de fortaleza en nuestro cotidiano batallar con las duras realidades do una vida que es cualquier cosa menos un bello

MAIIIA. MADRE DE LA REDENCIÓN. i

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cuento de hadas. La vida de María sería sencillamen­te un narcótico. Y, una vez pasados sus efectos, ten­dríamos que enfrentarnos con la austera realidad de la vida, llevando en nosotros un sentimiento de inconsolable aridez: de una aridez mucho mayor que la que teníamos antes. La vida de María, como la nuestra, fue verdaderamente humana. Y también ella estaba envuelta en la misma clase de situaciones so­ciales opresoras, desesperanzadoras y, con frecuen­cia, insolubles—al parecer—: esas situaciones en que todo ser humano se encuentra situado de vez en cuan­do. Pero María, con su ejemplo, nos mostró cómo la fe en el misterio del Dios vivo es más poderosa que la vida humana, más poderosa—también—que la muerte, e incluso que la muerte de su propio Mesías.

Es posible sintetizar así la vida religiosa de María. La revelación es más que una simple comunicación de verdad o de conocimiento. Es, al mismo tiempo, un acontecimiento salvador que ha de ser conside­rado constantemente con amor y que debe ser expe­rimentado activamente en la fe y por medio de la fe, de suerte que podamos penetrar en el misterio de esta revelación, que se va desdoblando gradualmen­te, aunque siempre permanece velada. María nos pro­porciona, aquí, un sublime ejemplo. Ella es el proto­tipo, el primerisimo ejemplo de una vida cristiana de fe, verdaderamente sacramental. María estuvo hondamente envuelta y plenamente implicada en los acontecimientos visibles de la vida humana de Cris­to en el mundo. Precisamente por esto, María se le­vantó para aceptar—con fe—el divino misterio que se había hecho visible, y ciertamente público, en el "signo sacramental" externo de la humanidad de Cristo, y se dejó empapar del vigor que sobre ella de-

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rramaba la gracia de esa humanidad de Cristo. Su vigorosa fe y su confianza la capacitaron para tras­pasar el "velo" humano de Cristo y penetrar en un mundo divino. El misterio de la vida religiosa y de la fe de María tenemos que buscarlo en su fe, espe­ranza y amor. La Escritura nos presenta muy pocos hechos concernientes a la vida de María. Y sólo de vez en cuando nos ofrece algunos destellos de luz que iluminan la imagen concreta de su fe en su cre­cimiento gradual hacia la victoria última: la ima­gen de su vida sacramental. Ahora bien, lo que co­nocemos de hecho, es más que suficiente para que podamos dar a María el título de "Reina de los Con­fesores".

3. LA CLAVE PARA EL SECRETO DE LA VIDA RELIGIOSA DE MARÍA

No tenemos que andar buscando mucho para en­contrar la clave de la santidad de María, ya que ella misma, en su respuesta a Gabriel, proclamó el secre­to de su vida: ella es la esclava del Señor. Esta palabra está cargada de espiritualidad vétero-testa-mentaria. La doulía o "servicio" de Dios—el ser siervo o sierva de Dios—figura en el Antiguo Testa­mento como la síntesis de una vida dedicada a Dios, aunque debemos observar cuidadosamente el matiz especial con que se usan estas palabras. Yahvé es el Monarca Soberano que ha creado todas las cosas y que dirige a su creación conforme a su beneplácito. Los "siervos de Yahvé" (la palabra original significa

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"los esclavos de Yahvé", aunque esta expresión, den­tro de su contexto, excluía toda alusión a la desgra­cia del estado de esclavitud) eran los piadosos israe­litas que aceptaban la majestad soberana de Dios, y que se colocaban completamente a disposición de Dios. La declaración de María de que ella es la es­clava del Señor, se sitúa estrictamente dentro de esta tradición. Afirma que María depende por com­pleto de la voluntad divina. Y que está dispuesta a ponerse totalmente a disposición de Dios. El mara­villoso misterio de María consiste en lo siguiente: en que, firmemente convencida de que ella era "pro­piedad" de Dios, se había abierto por completo al misterio de Dios. María, al confesar que ella era la "esclava de Yahvé", descubría la hondura de su alma religiosa. La mejor manera de apreciar toda la hon­dura de esta realidad es comparando el concepto de "esclava del Señor" con la sustancia del Magníficat: cántico en el que María aparece como uno de los anawim o ebyónim: como uno de los "pobres de Is­rael". Los anawim (los pobres de Yahvé, los siervos de Dios, los que temen a Dios) son los que, en su humillación, colocan toda su confianza en Dios. Más tarde, son identificados con el "resto [o remanente] de Israel", con los que habían de heredar el reino de Dios. (Debemos hacer notar que, por regla gene­ral, no se estimaba mucho—en este mundo—a esos anawim: éste es el origen del concepto veterotesta-mentario de "pobreza", concepto que, con el correr del tiempo, fue adquiriendo cada vez más una con­notación religiosa.) Israel mismo se convirtió, final­mente, en el "pobre del Señor" 22.

3 2 Se h a esc r i to m u c h o ace rca d e es te c o n c e p t o d e anawah

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Los libros del Antiguo Testamento que son poste­riores al destierro se hallan marcados especialmente por la espiritualidad de la anawah, de los siervos pobres y humildes. Los anawim son un pueblo pacifi­co que "teme al Señor". Por ejemplo, el Salmo 34 (33) es un salmo del "pobre" (v. 7). Pobres son todos aquellos que buscan refugio en el Señor (vv. 5, 11). Ellos son los santos de Dios (v. 10). Son los justos (vv. 16, 20, 22), cuya vida en esta tierra no es particu­larmente feliz, pero que, a pesar de las humillacio­nes que ellos están llamados a soportar, siguen sien­do ios siervos de Yahvé, que confían en él y le son fieles (v. 23). Su espiritualidad se resume, efectiva­mente, en estas frases: "Sé obediente al Señor y pre­séntale tus súplicas" (Salmo 37 [36] 7 [según la ver­sión Torres-Amat]), porque "los que esperan en el Señor, heredarán la tierra" (v. 9). Ellos son, final­mente, Jos "flejes"—en el estricto sentido bíblico de la palabra—: ellos son los que creen incondicional-mente en Dios. Son, en sentido religioso, la espina dorsal del pueblo judío. Su contrapartida son los "arrogantes", los "orgullosos", los "malvados" que confían en sí mismos, las personas egocéntricas que no entienden el sentido de la humildad religiosa. Son las personas que, indudablemente, se lo pasan muy bien en este mundo. No obstante, los pobres de l.srael se regocijan, porque Yahvé "ha de exaltar a Ion humildes (anawim) y salvarlos" (Salmo 149, 4. Versión Torres-Amat). Y humillará a los soberbios, l'il publicano que humildemente se da golpes de pe-

l l i ( ibioza-bajeza). T a l vez la m e j o r a p o r t a c i ó n , o—por lo m e n o s — In inftH p rovoca t iva , e s l a d e A. G E L I N , Les Pauvres de Jahvé, col. " T é m o l n s d e D i e u " n.» 14, P a r í s , s. a.

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cho, es el "pobre" del Antiguo Testamento. Por otro lado, el fariseo, que contrasta con él por la glorifica­ción que hace de sí mismo, es un "orgulloso".

Cristo, en el Sermón de la Montaña, sintetizó la actitud espiritual de la anawah. Se refirió a los "po­bres en espíritu", a los "mansos", a los "misericor­diosos": expresiones que denotan, todas ellas, el sen­tido de la palabra hebrea anaw (pobre, en sentido de religioso, humilde). Estas personas son las que, según Cristo, y según también el Antiguo Testamento, es­tán abiertas para recibir el Reino de Dios (Mateo 5, 3). Son los "pobres en espíritu" (v. 3), los "mansos" (v. 4), "los que lloran" (v. 5), "los que tienen ham­bre y sed de justicia" (v. 6), los "misericordiosos" (v. 7), los "limpios de corazón" (v. 8), los "que bus­can la paz" (v. 9), los "perseguidos" (v. 10), los que son injuriados y perseguidos por causa de Yahvé (v. 11): ¡ahí tenemos todas las variantes veterotes-tamentarias del sentido que se contiene en el con­cepto de anaw, el pobre (en el sentido religioso), el insignificante, el humilde siervo de Dios. Dentro de este mismo contexto de anawah, Cristo que, según las palabras de San Lucas, se regocijó en el Espíritu Santo, dio gracias al Padre por haber revelado todo esto (es decir, el sentido del Reino de Dios) a los "pequeños" (Lucas 10, 21). La señal que Cristo da para la llegada del Reino de Dios es que "se anuncia a los pobres la Buena Nueva" (Mateo 11, 5). Pero Je­sús llega más lejos todavía. Y se revela ante sus dis­cípulos como el Pobre en persona: "Aprended de mí, porque soy anaw", es decir, manso y humilde de co­razón (Mateo 11, 29). Así que este concepto cristiano de la pobreza se convierte en la definición de la re­ligiosidad cristiana. Cristo mismo, "siendo rico, se

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hizo anaw [pobre]" (véase: II Corintios 8, 9). "Se vació a sí mismo" y "se humilló" (Filipenses 2, 7. 8): se convirtió en la perfecta realización, en la encar­nación misma de la humildad religiosa. Empero, ya el Antiguo Testamento había profetizado que el Me­sías vendría en esta forma. La idea del Ebed Yahvé, del "Siervo de Dios", la figura del "Siervo Doliente", el "pobre de Yahvé", aparece a lo largo de todo el Antiguo Testamento, como una figura personificada primeramente en Israel, el "resto santo", pero que después—en los libros proféticos—se identifica con la persona del Mesías (véase: Isaías 52, 13-53, 12) 23.

Volviendo ahora a la actitud de María, diremos que su reacción ante la Anunciación y todo el himno del Magníficat están empapados del espíritu de la ana­wah: "El ha puesto sus ojos en la -pobreza y bajeza (anawah) de su esclava" (Lucas 1, 48). "Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los pobres y bajos" (v. 52). "A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada" (v. 53). "Acogió a Israel, su siervo" (v. 54). "... su misericordia... es sobre los que le temen" (v. 50). Toda la religiosidad de Israel, basada en esta noción de la anawah y ex­presada como pura confianza en Dios auxiliador y redentor, confluye en esta actitud espiritual de Ma­ría. María es Israel personificado. María es el "pobre de Yahvé", exaltado por él.

"He aquí la esclava del Señor": estas palabras ex­presan un vivo acto de fe con el que se acepta el de-• reto de Dios. Cristo es el "Siervo de Yahvé". En < mnunión con él, María es la "Esclava del Señor".

'" Vftase : R. J. TOURNAY. "Les Chants du Serviteur dans la se-MI(1 imrtle d'Isale", en RB, 59 (1952), pp. 355-384, 481-512.

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En esto revela ella su completa humildad ante Dios, su cualidad de pura receptividad y su deseo de con­cebir a su Hijo 24.

Además de la idea de pobreza, en la respuesta de María a Gabriel se contiene otro matiz de significa­ción. La frase "siervo (o esclava) del Señor" tiene a veces, en el Antiguo Testamento, un matiz especia-lísimo. Los patriarcas, los profetas y los grandes di­rigentes religiosos del Pueblo Escogido—Abraham, Moisés, Josué, David, etc.—reciben el título especial de "siervos del Señor" 2S. Son hombres de Dios, con una misión religiosa particular que Dios les ha asig­nado. La totalidad de sus vidas está consagrada al servicio de Dios. Las palabras de María significan que ella acepta, con el mismo espíritu, pero con mu­cho mayor grado de receptividad, la misión que le viene de Dios: la misión de convertirse en la madre del Mesías rey. Aunque María, en su humildad, no es consciente de sus implicaciones, estas palabras constituyen una declaración de que ella es ya la reina de los patriarcas y profetas.

En primer lugar, María se llamó a sí misma la "es­clava del Señor". Y después respondió, contestando a la oferta de Dios: "¡Hágase en mí según tu pala­bra!" Ella no respondió—¡fijémonos bien! —: "Sí, lo quiero. Acepto." Ella era claramente consciente de

2 1 No olvidemos que, cuando María pronunció estas palabras, se hallaba aún en el período de su desposorio, y no habla sido conducida todavía solemnemente—como esposa—a la casa de su novio (Mateo 1, 18). Esto Implica que, según la costumbre judia, María—por aquel entonces—¡debía de tener únicamente unos ca­torce años de edad!

*« Véase : Doulos, doulia en KITTEL, Theologisches Woerterbuch zum Neuen Testament, vol. II, Stut tgar t (1935), pp . 264-282. El autor de los artículos es Rengstorf.

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que lo que iba a suceder no sucedería por medios hu­manos, sino que sería pura obra de la gracia. Y se dio cuenta de que la tarea implicada en esta obra (su subsiguiente maternidad del Hijo que ella iba a con­cebir) era un encargo divino. Una respuesta tal como "Sí, acepto", le parecería a ella demasiado ambiciosa. Indudablemente, para ser más exactos, a María no se le ocurrió siquiera responder de tal manera. Con sencillez mística, se limitó a decir: "¡Hágase así!", o "¡Cúmplase en mí!" En esto mostró María su ab­soluta receptividad, su actitud completamente abier­ta y libre: "Aquel que es poderoso ha hecho grandes cosas en mí."

Ahora ya sabemos, por nuestro examen del relato evangélico, cuál es la mejor manera de comprender el secreto de la vida religiosa de María. Sabemos, además, cómo formuló María este secreto. Finalmen­te, podemos descubrir, por la Escritura, cómo Cristo (que vivió durante muchos años en la más estrecha Intimidad con María) nos ha revelado la esencia de la santidad de ella: aunque aquí es necesario leer entre líneas. Cuando Cristo, en el Sermón de la Mon­taña, llamó repetidas veces feliz (en ocho bienaven­turanzas) al anaw, al pobre: no tenía en su mente un ideal cristiano abstracto. Cristo había experimen­tado ya la realización concreta de este ideal, en la casa de Nazaret, en las personas de María y de Jo­ne 20. Las "ocho" bienaventuranzas, inspiradas por el

»• He llamado ya la atención sobre la conexión que existe entre i'l "pobre del Señor" y la "esclava del Señor" y el "manso y hu-inlUlo de corazón", que es bienaventurado. El Padre Lagrange ungirlo ya que podría haber Interdependencia entre el Sermón iln la Montaña y la actitud de María. El teólogo protestante, A Atimussen, ha recogido esta idea y la ha desarrollado más ex-tmmnmonte en su obra : Marta, die Mutter Gottes, Stuttgart 1950.

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Espíritu Santo, no son ideales cristianos inasequibles. Constituyen la canonización, por parte de Cristo, de su madre María, y de todos los que viven conforme al ejemplo de ella.

"Bienaventurados los que padecen persecución" (Mateo 5, 10) y que tienen que huir de sus hogares, exactamente igual que María, por causa de la Justi­cia que era Cristo, tuvo que buscar refugio en Egip­to. "Bienaventurados los que lloran" (v. 5), como María, que estuvo buscando con tristeza a su Hijo divino, a quien había perdido (Lucas 2, 48). "Bien­aventurados los misericordiosos", los que tratan de ayudar a una familia necesitada, como hizo María en Cana, solicitando incluso un milagro. "Bienaven­turados los pobres y humildes de corazón", porque Dios pone sus ojos en "la humildad de su esclava" (Lucas 1, 48: Magníficat), como los puso en María. "Bienaventurados los mansos", los cuales, como Ma­ría cuando no pudo encontrar cobijo en Belén, al tiempo del nacimiento de Cristo, no se rebelan, por­que "ellos poseerán en herencia la tierra" (es decir, lo poseerán todo) (v. 4). "Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia"27—los que aguar­dan pacientemente (como María) el cumplimiento de las esperanzas de Israel—, "porque serán sacia­dos" (v. 6). Esta lista de bendiciones es, realmente, una amplificación detallada de un antiguo salmo: "Yahvé exaltará a los anawim y los salvará" (Salmo 149, 4). María se convirtió en la Madre de la Justicia: de esa Justicia que Israel había esperado durante mucho tiempo.

27 Aquí tenemos una expresión típica para designar la expec­tación mesiánica de Israel.

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Muchas personas se acordarán aquí de la "infancia espiritual" de Santa Teresita: "Dejad que los niños vengan a mí, no se lo impidáis, porque de los que son como éstos es el Reino de Dios" (Marcos 10, 14). Con su anawah, con su pobreza y humildad, María se consideraba a sí misma como la última de todos los seres humanos. Y, por esta razón, ella es la mayor en el Reino de los Cielos: "Quien se haga pequeño como este niño, ése es el mayor en el Reino de los Cíelos" (Mateo 18, 4). Hagamos notar, además, que el Espíritu Santo, que cubrió con su sombra toda la vida de María, es llamado en el "Veni Creator" el Pater pauperum, el Padre de los humildes.

EstlTesbozo de la actitud religiosa de María es la mejor manera de acercarnos al misterio de su vida y al dogma de su especial realidad religiosa.

En el mensaje dijo el ángel: "El Señor está con­tigo." El sacerdote, al volverse hacia nosotros duran­te la misa, nos dice: Dominus vdbiscum ("El Señor esté con vosotros"). El sacerdote ora para que así sea, ya que siempre hay algún rincón de nuestro corazón donde todavía no hemos recibido a Dios. En muchos aspectos importantes de nuestras vidas, seguimos estando "sin Dios". Nuestros corazones siguen estan­do, en parte, irredentos. Y no somos cristianos ca­bales ni en nuestro interior ni en nuestro exterior. Pero a María se le dijo: "El Señor está contigo." Y no hubo un solo aspecto de su corazón humano, no hubo una sola parte de su cuerpo, que fuera extra­ña al Dios vivo. María pertenecía por entero a Dios: "¡He aquí la esclava del Señor!"

Dios estaba con María. Tal fue su gracia. Pero la gracia va acompañada siempre de un encargo. En el caso de María, la gracia exquisita—"el Señor está

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contigo"—vino acompañada del sublime encargo de estar con el Señor. Y María cumplió sublimemente este encargo. Cuando concibió a Cristo, no se trata­ba simplemente de que a ella hubiese venido el Dios vivo, el Señor. Sino que también ella fue hacia él, hacia el "Cristo", por quien había esperado durante mucho tiempo: su concepción fue una elevación ha­cia el Mesías. Así que, en María, la encarnación adop­tó la forma de un encuentro vivo entre el Dios Re­dentor y la humanidad que aguardaba al Mesías. Cristo vino también hacia aquellos que compartían la fe de María, pero "los suyos no le recibieron" (Juan 1, 11), porque en sus corazones no habían es­tado esperándolo. María era, toda ella, expectación y anhelo del Dios que iba a venir. Y por eso María lo recibió, cuando Dios vino efectivamente. El anhe­lo de María anticipó la realidad de este encuentro de amor en su corazón y en su seno, porque Dios esta­ba ya con ella desde el primerísimo momento de su existencia. La relación de María con Dios era tan íntima, que Dios—en su cercanía de ella—fue capaz y estuvo dispuesto a hacerse hombre, a hacerse car­ne, carne de su carne. Fue puro amor-en-la-fe el que produjo la maternidad de María. Dios le dio su amor. Y ella, dándole— en retorno—amor por su amor, se convirtió en la Madre del Dios-hombre Cristo, con amor y fe. Desde ese momento, María llegó a tener tal intimidad con Cristo, que las acciones de éste se convirtieron en las acciones de ella, aunque los ca­minos del uno y del otro eran diferentes.

En el capítulo que viene a continuación, nuestra tarea consistirá en analizar esta delicada realidad: el crecimiento y desarrollo de una madre en la vida

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y obra de su Hijo28. Es inevitable que tal análisis, en cierto grado, represente erróneamente la imagen de la Madre de Cristo, no alcanzado a describir su plenitud original. Sin embargo, necesitamos hacer un examen de este tipo. Y, al mismo tiempo, pode­mos lograr magníficos resultados, con tal que tenga­mos cuidado de mirar siempre retrospectivamente a la imagen original, teniendo en cuenta todos los detalles, y contemplándolos sobre el trasfondo de la realidad concreta y viva de que María es la madre de Cristo y nuestra madre.

»' l.ii UlNiílluin, duro esta, nos proporcionará el punto de par­tida pura iiuciMl.in. coimldcnielón del misterio de María. Dentro de esto contexto, denmulii llimmr la atención sobre mi ensayo: Exegese, VoUviiUUc und Dovmenentwicklung, en "Exegese und Dogmatlk", obra publicada bajo la dirección de H. VORGKIMLKB, Malnz 1962, pp. 81-114.

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I I

EL PUESTO DE MARÍA EN LA HISTORIA

DE LA SALVACIÓN

Para apreciar la significación universal que María t iene para nosotros—en el orden de la salvación—: es necesario situar el papel de María en su perspec­tiva propia. En primerísimo lugar, no debemos per­der jamás de vista el hecho de que ella es, como nos­otros, un ser humano redimido. La posición sublime que María ocupa como persona redimida por medio de Cristo, está ínt imamente relacionada con su mater­nidad de Cristo y de todo el género humano. Al acen­tuar el hecho de que María está redimida, estamos tr ibutando homenaje—realmente—a su asociación en la redención llevada a cabo por Cristo. Es necesario que consideremos, en primerísimo lugar, la manera excepcional de la redención personal de María, pres­cindiendo—al mismo tiempo—, hasta cierto punto, de las consecuencias que se derivan para toda la hu­manidad, de este especial estado de redención. Si hacemos esto, entonces—en un estadio posterior—po­dremos arrojar más luz sobre esas implicaciones, y podremos contemplar dentro de una perspectiva más verdadera el conocimiento que la Iglesia posee acer­ca de la significación total de María en la redención llevada a cabo por su Hijo.

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 63

1. LA REDENCIÓN PERSONAL DE MARÍA: EL DON OBJETIVO DE LA REDENCIÓN Y LA APROPIACIÓN PERSONAL DE ESTE DON

POR PARTE DEL RECIPIENTE

1. DEFINICIÓN DE LOS TÉRMINOS "REDENCIÓN

OBJETIVA" Y "REDENCIÓN SUJETIVA" COMO DON

OBJETIVO DE DIOS Y COMO APROPIACIÓN SUJETIVA,

POR PARTE DEL RECIPIENTE, DE ESE DON

Teniendo en cuenta los diversos significados que se asocian con los términos de redención "objetiva" y redención "sujetiva", y considerando la importancia que estos términos tienen en toda discusión acerca de si María es, o no, asociada activa en la redención "objetiva": es necesario definir estos términos, de acuerdo con su significación teológica. Es importan­te, aquí, que nuestro enfoque no sea arbitrario, sino que siga las directrices que nos parece a nosotros que se conforman objetivamente con lo que conoce­mos de nuestra fe.

La redención es un acto de Dios salvador, quien es —él mismo—la salvación y la redención. Es un acto de salvación exclusivamente divino. Adquiere la for-mn concreta de acto salvador de Dios en su humani ­dad: de Jesucristo, que era no sólo Dios, sino tam-lilfni hombre. Dios se hizo hombre para que su acti­vidad divina de redención se cumpliera en la huma­nidad. Dios mismo actúa personalmente como ser humano. Y nosotros somos redimidos en y por medio do lo» actos humanos de Dios, el Verbo. Teniendo en cuenta el hecho de que el Dios-hombre, por ra-

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zón de su vocación, representa a toda la humanidad: veremos que los misterios de su vida humana tienen también valor representativo para toda la humani­dad, con respecto a toda la humanidad.

Y, entonces, por "redención objetiva" se entiende la consumación de la redención del género humano en Cristo como cabeza de la estirpe humana. La to­talidad de la humanidad está ya redimida, no sólo por medio de Cristo y de su "redención activa" (es decir, por medio de su redención como una activi­dad que nos redime), sino también en El, como repre­sentante de toda la humanidad caída. Por eso, la redención objetiva no es una realidad que esté en alguna parte entre Cristo y nosotros, y que—conse­cuentemente—debería ser realizada por otra persona (verbigracia, por María). Sino, que Cristo mismo es re­dención. Cristo mismo es gracia. Esto es lo que debe­mos entender por "redención objetiva". Como resulta­do de esto, la redención objetiva es—como quien dice— la contrapartida del hecho objetivo de que en Adán la mancha del pecado original se adhiere a la huma­nidad. En Jesús, como cabeza nuestra, la redención de la humanidad es un hecho asentado. No sólo es la causa universal por la cual la redención llegó a estar sólidamente establecida, sino que además el resultado—nuestro estado de redimidos—es también un hecho, por lo menos en aquel que murió por nos­otros y que fue resucitado por el Padre para que nos­otros viviéramos. En "uno de nosotros", y—por cierto— como primogénito de la comunidad religiosa humana, la humanidad está reconciliada ya con el Padre. Según San Pablo, nosotros mismos estamos ya sentados a la derecha del Padre, es decir, lo estamos ya en el hombre Jesucristo—nuestro "tipo"—, en quien se ha

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cumplido ya lo que ha de realizarse posteriormente en nosotros. Por eso, la "redención objetiva" no se refiere simplemente a la actividad redentora llevada a cabo en el hombre Jesús, sino también al estado que la humanidad tiene de estar redimida en Cris­to, su cabeza.

La "redención sujetiva" en sentido amplísimo sig­nifica, por otro lado, que lo que se ha llevado a cabo en Cristo se halla realizado también verdaderamen­te en nuestras vidas. Lo que es ya una realidad cum­plida en Cristo, como cabeza nuestra, se desborda sobre nosotros. En una palabra, la "redención suje­tiva" es nuestra efectiva unión vital con Cristo.

Sin embargo, en esta redención sujetiva hay dos aspectos. En primer lugar, es un don del Dios-hom­bre, un acto de Cristo redentor, para nosotros y en nosotros. Este es, como quien dice, el aspecto obje­tivo de nuestro estado sujetivo de redención. Al mis­mo tiempo, la redención sujetiva es un consentimien­to humano y personalmente libre, a la redención objetiva y a este don de Dios. Así que estos dos as­pectos de la "redención sujetiva" son el don objetivo y nuestra auto-apropiación sujetiva de este don.

Empero, es bastante posible que estos dos aspectos de la redención sujetiva no coincidan cronológica­mente. Podría suceder que una persona estuviera real­mente puesta en una situación de redimida, antes úf que ella personalizase de hecho esta condición iciil de existencia, por medio de su propia actividad iHIglosa personal. Lo que ya es en Cristo un hecho l >lf»mímente cumplido, está realizado embrionaria­mente por medio de la gracia santificante. Esta for­ma purtlcular de redención sujetiva es designada al-Kunas veces con el término de estado de hallarse

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objetivamente redimido 1. Y un ejemplo de este es­tado es el del niño bautizado, pero que todavía no se ha desarrollado plenamente, el cual es—en realidad— un hijo redimido de Dios, aunque todavía según la medida de la infancia. Para decirlo con otras pala­bras: la gracia de la redención es un estado puro que, no obstante, no se ha desarrollado aún hasta llegar a ser una posesión personal, libre e íntimamen­te personalizada por medio de un acto de virtud di­vina. Esto se aplica a Nuestra Señora en el momento de su inmaculada concepción.

En el plenísimo sentido de la palabra, la redención sujetiva implica este estado redimido que se extien­de hasta incluir la vida activa personal del hombre. Si la redención objetiva implica, entonces, que Dios —a pesar de todo—sigue amándonos, en Cristo, a los que somos pecadores: la redención sujetiva implica de manera semejante que nosotros, como seres libres, estamos obligados a contestar con reciprocidad a ese amor, amando personalmente a Dios. Implica que he­mos de entrar libremente—por medio de la fe, la esperanza y el amor—en lo que es ya un hecho en la sagrada humanidad de Cristo, y que, de este modo, hemos de convertirnos en miembros vivos del cuerpo de Cristo, que es nuestra cabeza.

Lo que entendemos, pues, por "redención sujetiva" es nuestra propia realización—en nosotros mismos— de lo que se ha cumplido ya en la redención objetiva, es decir, en Cristo, como cabeza nuestra, que ha re­sucitado ya de entre los muertos. Esta redención su­jetiva, o participar en Cristo, puede realizarse en nos­otros de manera infantil, o puede realizarse de ma-

i Esto no deberíamos confundirlo con "redención objetiva".

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 67

ñera conscientemente personal. La diferencia entre ambas realizaciones hay que buscarla en el desarro­llo psíquico irregular del hombre, el cual está envuel­to en el plan de Jesús para la redención por medio de la gracia de Dios: o bien como niño redimido, o bien como persona redimida (en el sentido de una persona que ha llegado ya al estado de la vida cons­cientemente personal). En un nivel más profundo, señala también—por un lado—el don objetivo de la redención sujetiva, y—por otro lado—la personaliza­ción humana de este don. Así, pues, si un hombre es incorporado como niño a Jesús, con el resultado de que en él se produce la redención sujetiva, la apro­piación sujetiva de la redención constituye, según el estadio de desarrollo personal que él ha alcanzado en su vida, un libre asentimiento tanto a la reden­ción objetiva de Jesús como a su propio estado de gracia, el cual—hasta entonces—ha sido un estado infantil. Para decirlo con otras palabras, su unión vital con Cristo se convierte—en ese punto—en un compromiso personal aceptado por propia cuenta.

Por tanto, el estado de estar redimidos es, en el pleno sentido de la palabra, no sólo un don de amor —un don puro y universalmente eficaz—por parte del Dios-hombre que es el único capaz de santificar al hombre. Sino que, al mismo tiempo, es una libre re­cepción por parte del hombre. Ningún ser personal se «ornóte jamás pasivamente a la redención. La reden­ción nunca nos ataca por sorpresa. Sino que es recibi­da Mlcmpre activamente por nosotros. En este sentido, i-I i'Ntinlo de "estar redimidos" contiene siempre un > ifMiieuto de cooperación humana: el hombre consien­te libremente en recibir la redención: redención que Alo el Dloa-hombre Cristo puede proporcionarnos. Así

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que cada individuo, con respecto a su propia reden­ción, es ya su propio "corredentor". Esta apropiación sujetiva y personal de la redención objetiva (para de­cirlo con otras palabras: del hecho que ha quedado ya establecido en Cristo) es un momento del plan divino de salvación. Así que la redención que Cristo nos trae, es una redención para la cual el recipiente—el hom­bre—da su libre consentimiento con una fe viva, una fuerte esperanza y un amor sumiso. La respuesta hu­mana a este don gratuito: esa respuesta que Dios nos exige, es el don libre del hombre mismo, el don que el hombre hace libremente. La redención suje­tiva, especialmente cuando alcanza el estadio de la perfección en la experiencia humana, es la meta últi­ma de la redención objetiva. El individuo participa en la redención según la extensión de su libre con­sentimiento al don objetivo de la gracia redentora. En este sentido, el hombre es "corredentor" con Cris­to. Qui creavit te sine te, como dice Santo Tomás, juntamente con San Agustín, non redimit te sine te: "Nosotros, que fuimos creados sin nuestra interven­ción, no podemos ser redimidos personalmente sin nuestra cooperación." Pero nuestra cooperación está contenida en el don mismo del Dios redentor. De ahí que podamos decir que Cristo es umversalmente efi­caz, pero no exclusivamente eficaz, en materia de re­dención. La redención objetiva y la redención suje­tiva son dos aspectos de una sola redención traída al mundo por el Dios-hombre Cristo. Todo lo que una persona redimida alcance, ya sea grande o pequeño, debe atribuirlo agradecidamente a los actos salva­dores de Dios hecho hombre, porque "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo" (II Corin­tios 5, 19).

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2. MARÍA ES REDIMIDA

a) La universalidad del pecado original

El dogma nos enseña que María nació en gracia, como la Inmaculada Concepción. Sin embargo, hasta ahora no se ha definido solemnemente que María sea un ser humano redimido. Empero, esto se halla contenido implícitamente en la doctrina relativa a su exclusión del pecado original. Más aún, la tradi­ción religiosa—en su totalidad—confirma que Ma­ría también fue redimida.

Durante los últimos años, los teólogos han dedica­do gran atención a estudiar la naturaleza exacta del estado de redención en María. Se ha dedicado espe­cial atención al problema central acerca del débito de María con respecto al pecado original (debitum peccati originalis). ¿Qué significa exactamente la afirmación de que María, por ser hija de Adán, ten­dría que haber contraído—por derecho—el pecado original? ¿Será María una excepción a la ley univer­sal del pecado original? ¿O estará gobernada por él, aun disfrutando de especial privilegio y dispensación? No se trata, ni mucho menos, de una cuestión pura­mente académica. Porque la naturaleza de la santidad ilo Muría cambia sustancialmente, según la respues­ta I|IK> ciemos a estas preguntas. Por este motivo, es NUMiunit'iit.c esencial investigar este problema.

l'iiru lli'Kur a una comprensión más profunda del pncurii) orlKlnal, o de la solidaridad universal del gé-noro huinuno en el pecado, dentro del misterio de la fr, purncerlu suficiente apelar de manera directa y

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70 LA MAS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

formal a la unidad del género humano: unidad que es inherente a la común descendencia biológica del hombre. Esto significa recurrir al hecho de que el pri­mer hombre contenía físicamente en sí mismo a toda la humanidad. Indudablemente, este aspecto no po­demos ignorarlo. Y podrá aflorar en un estadio pos­terior. Pero no constituye el aspecto formal del pro­blema. Hay una tendencia a hablar de la "natura­leza humana" como si fuera el equivalente de una cosa natural o de un animal, con respecto a la cual el individuo es considerado simplemente como algo que está al servicio de la plena realización de la es­pecie. Tales seres no son personas: han sido produ­cidos simplemente por antepasados. Y son el resul­tado del proceso de la reproducción.

Empero, un ser humano es formalmente un ser es­piritual. Por eso, la Iglesia acentúa el hecho de que el alma entra en la existencia por medio de un acto directo de creación divina. Sin embargo, la persona permite al cuerpo participar en su existencia perso­nal, con el resultado de que lo que surge del proceso de la procreación se convierte, por medio de la crea­ción del alma, en mi cuerpo personal y humano. En consecuencia, la unidad de la comunidad humana hay que buscarla en un plano espiritual. Es la unidad de una comunidad personal. Es una sociedad de perso­nas. La comunidad biológica forma simplemente la subestructura de esta comunidad personal.

Ahora bien, la unidad de una comunidad de perso­nas como tal puede existir únicamente en la unidad de sus valores espirituales: en la unidad de meta, de destino de la vida y de vocación. Esta unidad es, al mismo tiempo, un encargo. Y una realidad que exi­ge cumplimiento.

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Sin entrar en un detenido examen teológico de todo el tema, es necesario—no obstante—ofrecer un esbo­zo de los aspectos básicos del pecado original. Adán es, por razón de su vocación, el antepasado religioso o el representante de toda la estirpe humana. El mis­terio del pecado original, lo entenderemos únicamen­te si lo consideramos dentro del contexto de la función representativa de Adán y dentro de la pers­pectiva de la vocación dirigida a todos los hombres y que los une a unos con otros. A Adán se le ofreció personalmente la gracia original. La razón de esto es que él, como cabeza de todo el género humano, ha­bría de poseer la fuente o manantial de la gracia (gratia capitis). Dios puso el destino religioso de toda la humanidad en las manos de un solo hombre. Así, pues, se trata aquí de un mediador de gracia. Al ofre­cer a Adán un manantial de gracia, Dios le asignó —con respecto a toda la humanidad—el puesto de mediador de gracia. A Adán se le dio la gracia como la fuente de la gracia para los demás. Su aquiescen­cia, su consentimiento a esta gracia, implicaría la salvación para toda la humanidad. Su repulsa de esta gracia, su pecado—su repulsa de emprender la media­ción de la gracia, su pérdida de esta gracia como la fuente de gracia para los demás—significó la pérdi­da de la salvación y, consecuentemente, el desastre para la humanidad.

Lo que emerge, pues, de todo esto es que es posible comprender la naturaleza del pecado original, pero únicamente si lo encuadramos en su perspectiva so­brenatural. El pecado original es inconcebible dentro del contexto del orden puramente natural, ya que una persona que es extraña para mí, no puede situarme en estado de culpa por medio de un pecado que no

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72 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

es un pecado personal mío. Si tenemos en cuenta el hecho de que la gracia es un don gratuito de parte de Dios, sigúese de ahí que Dios es capaz también de definir la modalidad y la medida de su don de gracia, conforme a su sabio beneplácito. El plan de Dios es dar la gracia a todos los hombres en y por medio del acto de gracia (un acto responsable, mo­ral y religioso), es decir, en y por medio de la media­ción de gracia de un solo hombre. Esto lo realiza Dios por medio de Adán como un preludio (el cual, en realidad, resultó negativo). Y por medio de Cristo, que fue el perfecto cumplimiento. Lo que Dios desea es una comunión, o comunidad, de santos del tipo de un "cuerpo místico", vinculados entre sí por un solo mediador de la gracia. Su finalidad es edificar y ex­tender la unidad de esta comunidad humana de per­sonas que se agrupan en torno a un solo ser humano.

Y precisamente en esta tarea como mediador de la gracia, fracasó Adán culpablemente. La fuente de la gracia que se le había ofrecido—en Adán—a la hu­manidad, se perdió por su delito representativo. Y el género humano quedó privado, con ello, de esta vo­cación sobrenatural, que vinculaba a todos los hom­bres, y que prometía convertirlos en una sola cosa dentro de esta comunidad. ¡Nada se puede sacar de un manantial que se ha secado! De este modo, toda la humanidad se halló privada de la gracia: en un estado de ausencia de gracia, o, en sentido literal, de des-gracia con respecto a Dios. Y, así, la existen­cia humana se convirtió en una existencia sentencia­da a muerte, en una existencia sin perspectiva inte­rior, en una existencia que ha perdido su armonía propia y se ha centrado sobre el fracaso religioso y sobre todas las consecuencias de este fracaso. Como

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resultado de esto, siempre que un hombre ha apare­cido en el mundo, ha entrado en un mundo de seres humanos en el que él, como hombre, no estaba en una verdadera relación con Dios, en una relación tal como Dios la había querido: en una relación en la que el hombre no habría podido experimentar su vo­cación personal, ¡si no hubiera habido redención! Por medio de su acto representativo, que fue en sen­tido concreto una mala acción, un delito, Adán se ganó una humanidad caída: "Todos los hombres per­dieron la inocencia en la trasgresión de Adán" (Den-zinger, 793). "Por un solo hombre entró el pecado en el mundo" (Romanos 5, 12). "Por la desobediencia de un solo hombre, los muchos fueron constituidos pecadores" (Romanos 5, 19).

Teniendo, pues, bien presente la vocación de Adán como mediador de la gracia, podremos apreciar ple­namente el dogma que nos informa de que hay nexo causal entre el acto pecaminoso de Adán y el estado pecaminoso al que está sometida—en sentido con­creto—la persona irredenta, aun antes de que ella cometa personalmente un acto pecaminoso. El dogma no nos enseña explícitamente cómo se estableció real­mente este vínculo causal. Sin embargo, nosotros he­mos intentado hacerlo, no examinando formalmente la proposición de que Adán es la "cabeza física" del género humano, ni investigando la proposición de que él es la "cabeza jurídica" de la humanidad, sino acercándonos al problema desde el punto de vista de la posición a la que Dios había destinado a Adán, cuando lo hizo mediador de gracia, por vocación, den­tro de su plan de salvación. Esta vocación no es un decreto jurídico por el cual Dios pretendiera mante­nernos a todos como responsables juntamente en el

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74 LA MAS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

acto de Adán. Tal visión de las cosas no puede menos de parecerle muy improbable a la mente humana. Ahora bien, cuando a Adán se le dio la oportunidad de ser la fuente de la gracia, él se convirtió—interior­mente y en sentido real—en el representante de to­dos los hombres. Y se le dio el encargo de ser el me­diador de la gracia. Tan sólo cuando lo contempla­mos dentro de esta perspectiva, podemos ver el pe­cado original como un misterio que no aparece ante la mente humana como una contradicción interna, y que—no obstante—sigue siendo un verdadero mis­terio, sin que tengamos que añadirle misterios suple­mentarios de invención puramente humana. La pe-caminosidad de nuestra situación es una pecamino-sidad interna y real, pero tan sólo en razón de la cul­pa personal de Adán. Nuestra pecaminosidad es un verdadero estado de pecado que hay en nosotros, por­que desde el comienzo mismo nuestra voluntad espi­ritual está en una situación que se halla en contra­dicción directa con la santa voluntad de Dios, es de­cir, una situación de desgracia que arrastra consigo consecuencias de escisión interna, y que no podemos proponernos estudiar aquí.

Por eso, la unidad biológica del género humano no puede explicar el pecado original en su aspecto for­mal. Esto, indudablemente, no significa que esta uni­dad biológica no tenga nada que ver con el caso. Esta cuestión, indudablemente, no la ha definido dog­máticamente el Concilio de Trento, ni implícita ni explícitamente. Sin embargo, los Padres conciliares y toda la tradición eclesiástica han reconocido que hay conexión entre el monogenismo y el pecado ori-

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 75

ginal2. Podríamos trazar el siguiente paralelo: La unión hipostática o personal de Cristo es la base del hecho de que El precisamente, por medio de su vo­cación divina y real, fue señalado como representante de todo el género humano—caído, pero que había de ser redimido—, de suerte que la plenitud de gracia, que El (Cristo) poseía por su misma naturaleza, esta­ba destinada a convertirse en fuente de gracia para todos los demás hombres. De la misma manera, el hecho de que Adán sea el antepasado biológico de toda la humanidad, como especie, es la base natural de que él haya sido señalado, por una vocación gra­ciosa, como mediador de gracia o como cabeza reli­giosa de toda la humanidad. Más aún, esto se puede explicar también antropológicamente por el hecho de que el hombre pertenezca a una especie, por razón de su corporeidad. El ser vivo y corpóreo es, por na­turaleza, un miembro individual de una especie, que esencialmente nace dentro de una especie. (Si no ocu­rriera esto, entonces no podría resolverse la cuestión de hasta qué punto estamos implicados dentro de la misma especie.) Los primeros antepasados de esta especie particular constituyen el origen de todas las especies subsiguientes. Aunque la especie humana sea formalmente diferente, por razón de la espiritualidad del hombre: sin embargo esta corporeidad viva sigue siendo un aspecto válido y verdadero de la humani­dad. Como corporeidad viva, que—por esencia—entra en el ser por medio de una descendencia: la persona humana, al asumir esta corporeidad biológica, se re­laciona íntimamente con toda la especie y, por tanto,

2 Véase, entre otros ejemplos : Denzinger 795-796, 788-789, y la encíclica pontificia Humani Generis.

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76 LA MAS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

se relaciona especialísimamente con los antepasados de toda la especie. Porque, en ese plano, la llegada al ser del primer hombre y de la primera mujer cons­tituye el origen de todo el género humano, con el resultado de que esos dos antepasados son de impor­tancia única para la estirpe humana.

Sin embargo, al considerar esta cuestión, es im­portante que no perdamos de vista el hecho de que esta unidad biológica del género humano, aunque se pruebe que es verdadera, constituye únicamente la base de la verdadera unidad de la comunidad de per­sonas. Y no perdamos tampoco de vista el hecho de que todo el ser humano es, formalmente, una rea­lidad enteramente nueva, creada por un acto directo de Dios. Y, por ser una realidad espiritual, no puede remontarse a antecedentes puramente biológicos. La inclusión física y biológica del género humano en Adán no puede explicar, por tanto, el pecado origi­nal. Ahora bien, como cada persona humana indivi­dual está íntimamente relacionada, en virtud de su propia corporeidad, con todos sus semejantes y, en sentido especialísimo y fundamentalísimo, con sus primeros antepasados: está bien claro, desde el pun­to de vista de la historia de la salvación del hombre, por qué escogió Dios—en particular—a esos dos ante­pasados, para constituir la cabeza religiosa del géne­ro humano, como una estirpe que estaba llamada a formar una comunidad personal con Dios. Esos an­tepasados—la fuente viva de la humanidad en cuan­to especie—fueron escogidos por Dios para ser, al mismo tiempo, la fuente de la gracia, la fuente de esa caridad que habría de capacitar a todos los hom­bres para edificar esta comunidad.

Dios "permitió" libremente que el hombre fuese

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infiel al plan divino de salvación. Y lo "permitió", porque tenía en perspectiva el hecho de que toda la humanidad fuese colocada bajo una nueva cabeza: el hombre Jesús.

b) La universalidad de la redención

El sentido divino y positivo de que Dios permitiera el pecado original es, en su significación concreta, la positiva voluntad redentora de Dios. La solidaridad del género humano con Adán—en el pecado original­es sólo la idea de reverso de nuestra solidaridad con Cristo Redentor—en la gracia—. El pecado original y la redención son las dos facetas del mismo misterio divino: aunque Dios trasciende por completo la ini­ciativa para pecar, iniciativa que pertenece a la res­ponsabilidad del hombre. El único misterio es la vo­luntad salvífica de Dios: esa voluntad de establecer la unidad de la comunidad humana en intimidad con­sigo mismo en un solo hombre, "de cuya plenitud to­dos hemos recibido". Dios permitió que el plan divino fracasara en Adán, pero lo cumplió definitivamente en Cristo. Hablando negativamente, el "primer Adán" es la prerrevelacion del "segundo Adán". El "cuerpo místico" de Adán se convirtió realmente en una co­munidad de pecadores: algunos teólogos medievales llegaron a referirse al corpus mysticum diaboli. Así como por la caída de un solo hombre todos los hom­bres fueron condenados: así por la justicia de Uno solo muchos fueron justificados (véase: Romanos 5, 18). Dios permaneció fiel a su amor del hombre, a pesar del pecado humano. Su fidelidad es la reden­ción: incluyó a todos los hombres en la desobedien-

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cia (para decirlo con otras palabras: los incluyó en el pecado), para poder tener, al fin, misericordia de to­dos los hombres (véase: Romanos 11, 32). Indudable­mente, Dios no utilizó el pecado como un medio. Se nos escapa el misterio supremo de por qué Dios per­mitió el pecado. Pero, en su sentido concreto, el peca­do sólo podemos entenderlo en relación con la volun­tad redentora de Dios. Esto es, ciertamente, tan fun­damental para nuestra comprensión del problema, que algunos Padres de la Iglesia creyeron que el pe­cado original sería un misterio absurdo e irritante, si no lo contempláramos dentro del contexto de la re­dención.

Por razón de la situación del "primer Adán", por el cual toda la humanidad se vio envuelta en la misma suerte desgraciada, y a causa de la situación del "se­gundo Adán" que envolvió a ese mismo género hu­mano en un mismo y único destino salvador: no hay —en sentido concreto—un solo hombre que no esté íntimamente asociado con la vocación perdida del "primer Adán" y, al mismo tiempo, con la potencia­lidad adquirida para la realización de la permanente vocación del "segundo Adán". Para expresarlo con otros términos: la comunidad humana en intimidad personal con Dios, o gracia santificante, es posible únicamente—desde el pecado original—como gracia redentora. La realidad representativa del "primer Adán" era irrevocable. Pero Dios no da de mala gana sus dones. Y sigue llamando al hombre hacia su gracia.

Así, pues, desde la caída, la santidad ha sido siem­pre—para los hombres—redención. Ningún ser huma­no puede considerarse exento de esto. Pero semejante gracia redentora comprende tres planos fundamen-

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tales de significación, los cuales esclarecen el sentido pleno del misterio mariano.

1) Cristo, el "Redimido representativamente"

Más de una vez se aventura a decir Santo Tomás que la humanidad de Cristo fue "justificada" para que fuese la fuente de nuestra santificación3. El he­cho de que Cristo no estuviera sometido al pecado original, y no pudiera estar sometido a él, es un he­cho que está fundado en el ser de Cristo: El era Dios mismo en forma humana. Sin embargo, Cristo entró en una humanidad que, por razón de un pecado ori­ginal, era incapaz—en sentido real—de alcanzar su propio destino. Cristo, aunque no tenía pecado, cargó sobre sí—como quien dice—la pecaminosidad original. Y lo hizo voluntariamente. Asumió la humanidad con­creta que está marcada con el sello de su estado peca­dor (del estado pecador de dicha humanidad): la muerte: "A quien no conoció pecado, le hizo pecado por nosotros, para que viniésemos a ser justicia de Dios en El" (II Corintios 5, 21). Dios envió "a su propio Hijo en una carne semejante a la del pecado, y en or­den al pecado" (Romanos 8, 3). Cristo es "el Cordero de Dios" que carga con "el pecado del mundo" (véase: Juan 1, 29)4. La encarnación de Cristo, el hecho de

3 Véase, entre otros pasajes, ST, III, q. 34, a. 3, c ad 3; q. 34; a. 1, ad. 3 ; q. 8, a. 5; q. 48, a. 1; I-II, q. 114, a. 6; In Evang. Joh., I, lect. 10.

1 La palabra griega que aquí se usa es airein. Este verbo sig­nifica "cargar con" y "quitar". La idea que se pretende expresar aquí es la de cargar con algo a fin de eliminarlo. El Cordero de Dios carga con el pecado, lo toma sobre sí, a fin de extirparlo

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que él se hiciera hombre, fue—en sentido concreto— un convertirse en pecado humano. Como represen­tante de la humanidad caída, Cristo recibió por vo­cación el encargo de realizar representativamente, como había hecho Adán antes de El, el destino vital de la estirpe humana, aunque por medio de una res­tauración. Cristo tuvo esta experiencia total en y por medio de la totalidad de su vida humana: una vida que culmina en la muerte. Para El, ésta fue la ex­presión de su total obediencia al Padre y de su cons­tante unión con El. Y Cristo cumplió su encargo has­ta lo último. Tan sólo entonces el hombre y (en él) todos los hombres fueron capaces de cumplir el des­tino vital de la humanidad. Este cumplimiento es ahora una posibilidad indestructible para todo ser humano.

Cristo, que no tenía pecado, no tenía tampoco ne­cesidad de redención. Pero El, no obstante, es más que "Dios-hombre". En sentido concreto, El es Dios-hombre como representante de la humanidad que ha caído, de la humanidad que ha de ser redimida y que realmente ha sido redimida por medio de El. Como representante de la humanidad caída, Cristo es la totalidad de la humanidad: no sólo en sentido jurí­dico, sino también en sentido real, aunque esto sea posible únicamente en un nivel sobrenatural. Como representante—como la cabeza—de la humanidad caída, Cristo fue verdaderamente redimido en su re­surrección. Es importante captar este hecho: en sen­tido representativo, Cristo es la humanidad, caída y redimida. Cristo es el "redimido representativamen­te". Esto es lo que significa precisamente la "reden­ción objetiva". Si Cristo es el redimido representati-

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 81

vamente, entonces también nosotros—en El—estamos ya esencialmente redimidos en principio.

Desde dentro de la humanidad pecadora, Cristo es el principio redentor (el principio que no tiene pe­cado). Y, al mismo tiempo, es la persona representa­tivamente redimida. El es la Redención que da, pero que también recibe y acepta en nuestro nombre. La plenitud de gracia, que El posee en virtud de su me­diación de gracia con respecto a los hombres, es—por razón de la experiencia religiosa de su vida huma­na—es, digo, algo que culmina en la muerte, gracia verdaderamente redentora para nosotros, y—en con­secuencia—gracia redentora primerísimamente para El mismo, como representante nuestro que es. Por este motivo, la tradición entera enseña que Cristo, que había sido señalado por Dios—por su encarnación concreta—como cabeza del género humano, "mere­ció" en último término esta función en virtud de su vida humana redentora.

Cualquiera que sea el grado o cualquiera que sea el camino por el que los seres humanos reciben gra­cia, ésta será siempre un participar de la plenitud de la gracia redentora de Cristo mismo, cuya gracia es representativa para todos nosotros.

2) La redención de María por exención

Habrá quedado claro de una vez, por todo lo que hemos dicho anteriormente, que la inmunidad que María tuvo del pecado original no la exime de la re­dención. Sin embargo, la situación de María difiere de la de Cristo por cuanto el hecho de que ella no estuviera sometida al pecado original no se debía a

MIHA, MADIll DE LA REDENCIÓN. 6

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ella misma, sino a Cristo. Esta distinción significa que la gracia redentora de María tiene carácter especia-lísimo—un carácter propísimo—tanto con respecto a la gracia redentora de Cristo como con respecto a nuestra justificación.

Lo que aquí nos interesa, en primer lugar, es la diferencia entre María y Cristo, en este aspecto. Para María, el "débito del pecado original" no es una abs­tracción, aunque su sentido se exprese frecuentemen­te por medio de una fórmula hipotética, verbigra­cia: "María habría incurrido en el pecado original, si Dios no le hubiese concedido un especial privile­gio." Sin embargo, esta hipótesis pasa por alto el elemento esencial del misterio concreto de María: el hecho de que María fue elegida realmente. Esta elec­ción no es una abstracción. Y no se puede convertir en una abstracción. Precisamente presuponiendo esta especial concesión de gracia, y no tratando de igno­rarla hipotéticamente, es como hemos de señalar un elemento concreto del misterio mariano que convierte la existencia de María, que de facto era inmaculada, en un verdadero estado de estar redimida. Este ele­mento hemos de buscarlo en la verdadera humani­dad de María. María pertenecía realmente a la comunidad humana concreta de personas que, por ra­zón del ineludible hecho del primer delito represen­tativo de Adán, se convirtieron en radicalmente in­capaces de alcanzar la salvación (a no ser que la salvación se hiciera posible por un acto divino de redención). El hecho de que María sea miembro per­sonal de esa comunidad humana de personas cons­tituye, en el plano religioso, su "débito de pecado". La unidad biológica de María con el género humano—el hecho de descender de Adán—constituye únicamente

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la subestructura biológica, y, como tal, no puede cons­tituir formalmente ese "débito del pecado".

El hecho de que María no hubiese incurrido de he­cho en el pecado original, no se puede explicar—por tanto—haciendo referencia a ella misma (a María), como en el caso de Cristo. La "deuda" (o débito) no es algo que sea extrínseco a María. Sino que afecta a su mismísima persona. La humanidad que María te­nía de tacto, era para ella una realidad interna y per­sonal. El incurrir necesariamente en el pecado origi­nal era una cosa intrínseca para María. Y esto no consiste solamente en el hecho de que María entró en un mundo objetivo de seres pecadores—en una situación objetivamente pecaminosa—, aunque ella es­tuviera personalmente exenta de esa situación desdi­chada. El hecho de que, a pesar de todo, María per­maneció exenta se puede basar únicamente en algo que está fuera de ella misma. Este principio pode­mos hallarlo únicamente en Cristo. La tensión que existe entre la naturaleza intrínseca del llamado "dé­bito de pecado original" con respecto a María, la ten­sión—digo—entre esta naturaleza intrínseca y el prin­cipio extrínseco de que ella estuviera exenta de facto del pecado original nos conduce a la conclusión de que el estado inmaculado de María es una redención por vía de exención o inmunidad. La concepción in­maculada de María no puede ser sino una participa­ción en la gracia redentora del "Redimido represen­tativamente". Y esto sucede—como veremos más tar­de—dentro de la función de María como madre de Cristo: de Cristo que es la cabeza de la humanidad caída y redimida.

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c) Consecuencias de esta redención por exención

María estuvo exenta de la mancha universal del pecado original. Más aún, en ningún momento come­tió ella pecado. Y ni siquiera conoció el pecado venial o el mal deseo. Esto se debe, indudablemente, al po­der santificador único del sacrificio de Cristo en la cruz, el puro don de su misericordia, que—en nuestro caso—es eficaz para el perdón de los pecados. La san­tidad de María fue resultado del derramamiento de la sangre de Cristo, como lo son también nuestros dé­biles esfuerzos por resistir al pecado, o como lo fue el deseo del cielo que el ladrón experimentó en la cruz casi tardíamente. Pero, con María, esto llega más ade­lante : la misericordia y redención de que disfrutó Ma­ría fueron aún mayores y más profundos y de mayor alcance que la misericordia y redención que hemos disfrutado nosotros. Santo Tomás ha hecho notar en alguna parte que el permanecer exento del pecado personal, en virtud de la gracia de Dios, muestra por parte de Dios una misericordia mayor que la gracia del perdón divino por los pecados ya cometidos. Si consideramos el sufrimiento redentor de Cristo en la cruz, si lo consideramos—digo—en su aspecto de amor sacrificial: entonces podemos y debemos concluir que Cristo sufrió primerísima y primordialísimamente por María. Cuando Cristo estaba soportando la agonía de la cruz, y en el momento de morir, María—como quien dice—ocupó el centro de sus sentimientos. Como la más hermosa creación de la muerte redentora de Cris­to, María es la persona para quien Cristo derramó más

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liberalmente su sangre redentora, y por quien la de­rramó con mayor amor sacrificial.

Al hacer esta afirmación, conviene que no perdamos de vista la naturaleza especial de la "redención por exención". María no fue nunca pecadora. Y esto se debió únicamente a la muerte redentora de Cristo en la cruz. Pero, considerando las cosas desde otra pers­pectiva distinta, aparece una diferencia fundamental entre la redención de María y la nuestra. La malicia del pecado no estuvo nunca en María, como estuvo en nosotros. La prevención—por anticipación—del pe­cado, y el perdón del pecado ya cometido, son (en am­bos casos) fruto de la gracia redentora. Sin embargo, la "redención por exención" no incluye el aspecto de expiación que es inherente al estado real de pecami-nosidad. La distinción real entre el caso de María (una criatura que llegó redimida al mundo) y el caso nuestro (que fuimos redimidos más tarde) proyecta una luz muy diferente sobre el carácter doloroso de la muerte de Cristo, considerada como la redención por exención de su madre. En su nivel más hondo, la redención de Cristo es un amor sacrificial, una irrup­ción de la misericordia de Dios sobre un mundo heri­do y desgarrado que comunicó su carácter doloroso a esta divina intervención. La prevención de la malicia del pecado—la prevención por anticipación—está de acuerdo, ¡qué duda cabe!, con la totalidad de la re­dención. Pero debemos considerarla a una luz dife­rente de la que ilumina la expiación y la redención de la verdadera presencia de la malicia del pecado. Sin embargo, es sumamente verdad—por otro lado— que el "débito del pecado" era el rumbo que amena­zaba a toda la humanidad, y que fue una realidad concreta en todos los hombres, con la sola excepción

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de María. Esto constituye el aspecto sublime, único y excepcional de su verdadero estado de redención. Cris­to, pues, hizo el doloroso sacrificio de sí mismo en la cruz a fin de eliminar este rumbo universal, con el resultado de que María es también realmente el fru­to de este sacrificio. Aunque la afirmación de que Cris­to sufrió primerísimamente por María puede parecer desconcertante a la mente con formación teológica: sin embargo, podemos mantener tal afirmación, mien­tras el aspecto de gran amor sacrificial (expresado concretamente en la muerte dolorosa de Cristo) se acentúe más que el carácter doloroso—como tal—de su padecimiento en sentido material. Para expresar esto mismo de otra manera quizás mejor, y teniendo en cuenta especialmente el aspecto crlstico ( = d e Cristo) de la cuestión: diremos que el amor sacrifi­cial de Cristo en la cruz se orientó primerísimamente, y de la manera más ferviente, hacia la redención de María por exención. Tan sólo contemplando la cues­tión de esta manera podremos preservar la verdad fundamental de la redención de María, y evitaremos aislarla—por su inmaculada concepción—del resto del género humano que ha encontrado salvación en solo Cristo. Algunos teólogos, tales como San Bernardo y Santo Tomás5, han desempeñado aquí un papel su­mamente beneficioso y constructivo, al negar que Ma­ría naciera inmaculada. Al hacer esto, preservaron intacto el punto de vista cristiano—un punto de vis­ta básico—de que María era una persona redimida,

* No entraremos a discutir cuál fue históricamente la posición propia de Santo Tomás. Es una verdad indudable que su nega­ción no tiene la misma crudeza que hallamos en muchos de sus seguidores en los siglos que precedieron al pleno desarrollo de la Idea dogmática acerca de la Inmaculada Concepción.

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aunque no se les ocurrió a ellos la posibilidad de una redención por exención 6. Tan sólo cuando se hubo ex­perimentado supremamente que María era realmente un descendiente—redimido—de Adán, Duns Escoto fue capaz de formular teológicamente la creciente fe en el estado inmaculado de María. Entonces fue también cuando se experimentó que el dogma de la inmacula­da concepción de María no debía excluir a María del plan normal de la redención y no debía situarla fue­ra de su marco, como si María fuese una especie de hija "extra-cristiana" del paraíso. Así, pues, si la negación que Santo Tomás hace de la Inmaculada Concepción no la consideramos aisladamente, no la consideramos simplemente como una declaración de una propia negación, sino que la consideramos—más bien—dentro del marco de la evolución de la tradi­ción dogmática e histórica del pensamiento eclesiás­tico relativo a la Immaculata: entonces podremos ver que esa negación hace énfasis sobre un aspecto pri­mario e, indudablemente, fundamental de la Inmacu­lada Concepción, a saber, que María es una persona verdaderamente redimida. Siguiendo la tradición de Eadmer, Engelberto, Conrado de Brundelsheim, Gui­llermo de la Mare y otros, Escoto no tendrá más que añadir "por exención", para que el sentido pleno y real de la ausencia de pecado original en María apa­rezca en sus dimensiones exactas: en sus dimensiones como una persona súblimiore modo redempta, como verdaderamente redimida, pero de manera excepcio­nal y única.

6 En aquellos tiempos se admitía la existencia de una gracia que prevenía pecados particulares. Aunque esta gracia constituye una misericordia mayor por parte de Dios, sin embargo no es todavía una redención (por exención).

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3. LA SUBLIME Y EXCEPCIONAL POSICIÓN

DE LA REDENCIÓN PERSONAL DE MARÍA

Así, pues, lo que nos enseña el dogma de la Inmacu­lada Concepción es que María—en sentido real—es­tuvo ya redimida desde el primerísimo momento de su existencia. En ningún instante de su existencia fue María una persona no redimida: María entró en la existencia como un ser humano redimido. Estuvo real­mente redimida, aun antes de que ella se apropiara su redención o antes de que fuese capaz de realizar una acción meritoria. Esta libre apropiación de su sublime redención objetiva7, la llevó a cabo María durante su posterior vida libre y consciente de fe, es­peranza y amor. Podemos comparar el estado de Ma­ría con el de un niño bautizado. Tal niño está ya re­dimido objetivamente. Pero, tan sólo cuando madure y llegue a ser persona consciente, irá penetrando cada vez más profundamente—como persona—, durante toda su vida cristiana, en el misterio de la redención. Y de este modo se irá asimilando, cada vez más ínti­mamente y en un nivel personal, la gracia de la re­dención. María pasó por un proceso semejante de des­arrollo, aunque sin la intervención del pecado ni de deseos pecaminosos.

Algunos teólogos sostienen que, aun estando en el

? Es importante, con todo, que tengamos bien presente, aquí, la segunda significación del "estado de estar objetivamente re­dimido". Lo que estamos estudiando en este caso es la reden­ción sujetiva a la manera de u n niño, es decir, el don objetivo de un estado sujetivo de estar redimido. La significación de María dentro de la "redención objetiva" propiamente dicha, la discutiremos en un estadio ulterior.

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seno materno, María tuvo conciencia personal y, por esta razón, fue capaz de aceptar su redención suje­tiva en esa etapa de su existencia. Tal pretensión ca­rece por completo de fundamento. El privilegio de su Inmaculada Concepción no incluía—en ningún sen­tido—la exención del proceso normal del desarrollo humano, ni implicaba que María poseyera una espe­cie de omnisciencia, que fuera incapaz de cometer errores que no tuvieran naturaleza moral, o que no estuviera sujeta al progreso o mejoramiento espiri­tual, incluso en lo que se refiere al misterio de la sal­vación. Como Cristo mismo, María no estuvo exenta —ni mucho menos—de las consecuencias del pecado original: consecuencias que ella aceptó sobre sí, en cuanto no eran pecaminosas. La capacidad de María para sufrir y, según creemos nosotros, su muerte físi­ca tienen, como en el caso de Cristo, una profunda significación dentro de la obra de la redención misma.

Aun en el caso de que María personalizara sujeti­vamente, de manera sublime, durante toda su vida, su excepcional estado objetivo de estar redimidos, sin embargo, es posible apreciar—tanto en su vida como en la vida de Cristo—diversas cumbres que constitu­yen el punto culminante de su aceptación sujetiva de la redención de Cristo. Las principales de estas cum­bres son su liberalidad virginal, su fiat, su comunión con el sacrificio de Cristo al pie de la cruz, su muerte física y su experiencia de Pentecostés.

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a) María, exponente de la expectación con que el Antiguo Testamento aguardaba al Mesías

La concepción inmaculada de María, su exención de toda pecaminosidad y de todos los deseos malos, crearon la insondable y pura profundidad de su fiat de amor con el que aceptó la redención y su posible maternidad divina. Aun antes de la anunciación, la redención sujetiva de María había alcanzado ya una profundidad que estaba fuera del alcance de otros santos. Sin embargo, la santidad de Maria durante este período fue todavía una "santidad de prepara­ción". Aunque estuvo en un nivel incomparablemente más elevado, siguió estando dentro de la tradición directa de la anticipación vétero-testamentaria: en la línea del anhelo expectante del Mesías largo tiem­po esperado. La santidad de Maria fue la síntesis y la culminación del anhelo de los judíos por la venida del Mesías: un anhelo que, en su "preparación", fue —como toda la santidad en el Antiguo Testamento— un fruto de la redención que habría de venir, dado anticipadamente sobre esa futura redención. En la in­maculada perfección de su ansiosa anticipación del Mesías que había de venir, María—aún inconsciente de la grandeza que incluso en aquel estado era ya suya—encarnó todas las ansias mesiánicas de los ju­díos y las llevó a su cumbre más alta. En virtud de la gracia de su excepcional y especial elección, María realizó—en su persona—la fundamental apertura y receptividad de la expectación veterotestamentaria del Mesías, en todas sus diversas líneas de desarrollo: desarrollo que ha ido convergiendo de manera cons­tante y continua hacia un solo punto. Esta apertura

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y receptividad, por lo menos en ese plano, se convir­tió en la disposición última para la encarnación. Así, pues, todo eso es pura obra de la gracia. Dios prepa­ró—hizo los preparativos—para su venida en el y por medio del pueblo judío, y últimamente por medio de la Virgen María. Pero, como ocurre siempre, toda gra­cia es un recibir, desde el punto de vista del sujeto. Así que, durante todo el tiempo anterior al mensaje angélico, la santidad de María fue pura receptividad y apertura hacia los dones potenciales de Dios.

No es fantasía ociosa o conjetura aventurada el su­poner que María, por su inmaculado estado de gra­cia, llegó a experimentar en y por la experiencia per­sonal de su vida religiosa que el impulso mesiánico interno de su pueblo iba a llegar rápidamente a su cumplimiento. Aunque la iniciativa del mensaje vino —ciertamente—de Dios, hubo algún elemento de ese mensaje que, incluso antes de ser manifestado, halló un camino para entrar en el corazón de María. Ma­ría es para ella misma un misterio. Pero había en Ma­ría una profundidad inexpresada, que la hacía ten­der constantemente hacia el Mesías. Todo intento por negar esto no puede menos de conducir a un fracaso en la posibilidad de apreciar la realidad de la inmuni­dad que María tuvo de pecado original desde el mo­mento de su concepción: realidad que tuvo repercu­siones en su actitud religiosa. María sentía que la conciencia que el Antiguo Testamento tiene de los hechos salvadores de Yahvé en Israel, que esos hechos —digo—se concentraban (como quien dice) en su per­sona. Y, así, Maria (aunque inconscientemente y como una pregunta que espera respuesta) estaba aguardan­do "con los ojos bien abiertos".

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Es muy importante situar el problema de la virgi­nidad de María dentro de su contexto.

b) La virginidad de María

La virginidad constante de María, "antes, durante y después del nacimiento de Cristo", es doctrina de la Iglesia 8. Por virginidad, la Iglesia no entiende tan sólo el hecho material de un estado de doncellez, sino que además entiende—y en primerísimo lugar—una determinada actitud espiritual y religiosa, una virgi­nidad plenamente comprometida.

Sin embargo, esto no significa que no hubiera des­arrollo de ninguna clase en la actitud positiva de Ma­ría hacia su virginidad. Como hemos visto ya, Ma­ría evolucionó—ciertamente—dentro de su estado in­maculado de santidad. En los últimos años ha habido una señalada tendencia a aceptar, desde el punto de vista de la exégesis bíblica, la posibilidad de desarro­llo y crecimiento en la apreciación que María tenía de su virginidad: la posibilidad de un desarrollo des­de una virginidad veterotestamentaria hasta un tipo específicamente cristiano de virginidad. Esto, indu­dablemente, va contra una larga tradición teológica. Y, a primera vista, podría parecer una idea un poco desconcertante. Por tanto, sería un error patrocinar puntos de vista personales, sin adoptar la debida pre­caución y un poquito de desconfianza. Los elementos decisivos, en este asunto, han de ser la Palabra de Dios mismo, la Sagrada Escritura y el conocimiento que la Iglesia tiene de la Fe. Y en ambas cosas debe-

• Concillo de Trento. Véase : Denzlnger 993.

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 93

mos guiarnos por la autoridad doctrinal de la Iglesia. Más aún: antes incluso de que intentemos llegar a una comprensión justificada de esta cuestión, hemos de aceptar que sería una presunción carente total­mente de garantía el que nos desviáramos del punto de vista que, durante siglos, ha sido tan querido para la mente cristiana.

Una interpretación—nacida de una mente abierta— de la Escritura y un conocimiento de la mentalidad del Judaismo palestinense han ido logrando éxitos, poco a poco, en cuanto a orientar el pensamiento cris­tiano hacia un determinado aspecto de la virginidad de María que nos hace penetrar en la significación cristiana más profunda de su estado virginal, sin sa­crificar nada de su valor esencial. En la edición ante­rior de este libro (1954), yo había sugerido ya la po­sibilidad de esta concepción. Mas, por cuanto—hasta cierto punto—no podía probarla válidamente, me pa­reció que lo mejor era no tomar demasiado en cuenta mis preferencias personales y mis conjeturas. Y, por tanto, incluso ahora me siento obligado a admitir, con toda sinceridad, que esta nueva interpretación está abierta a ciertas objeciones posibles.

Todo el problema se centra en la interpretación del texto: "¿Cómo será esto, puesto que no conozco va­rón?" (Lucas 1, 34). A mi parecer, no se ha probado uún apodícticamente que este texto hay que interpre­tarlo de una manera particular. Quedarán siempre al­gunos puntos de duda, cualquiera que sea la interpre­tación que se acepte. Sin embargo, hoy día, hay bási­camente tres corrientes importantes de interpretación. Vamos a estudiarlas ahora.

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1) La interpretación tradicional. Aun antes de la anunciación, María se había propuesto llevar vida vir­ginal en su matrimonio con José. En este caso, la pre­gunta que María hizo al ángel, "¿Cómo será esto, pues­to que no conozco varón?", es una pregunta evidente y comprensible. Tal interpretación es permisible, ¡qué duda cabe!, desde un punto de vista puramente exe-gético. Y, si se pudiera probar que tal intención de vivir vida virginal en el matrimonio podía nacer en la mente de una doncella judía de aquella época, en­tonces esta interpretación tendría nuestra máxima preferencia desde el punto de vista de la exégesis. Sin embargo, algunos escrituristas sostienen que tal pro­mesa, por parte de María, estaría completamente fue­ra de lugar, teniendo en cuenta el hecho de que el matrimonio virginal era completamente inconcebible —en aquella época—para la mentalidad religiosa de la comunidad judía. Claro está que se han hecho toda clase de conjeturas en este asunto. Teniendo en cuen­ta los sentimientos religiosos y sociales de la comuni­dad judía, es indudable que María no podría llevar a cabo su intención de permanecer virgen, si no es den­tro del estado matrimonial. Otros especialistas supo­nen que el pudre de María no había tenido hijos va­rones, y que María—como heredera y según la ley ju­día (véase: Números 36, 6)—estaba obligada virtual-mente a contraer matrimonio, con la consecuencia (otra vez) de que ella sólo podía llevar a cabo su in­tención de permanecer virgen, dentro del estado de casada. Las otras interpretaciones no atacan senci­llamente la posibilidad de un matrimonio virginal. Pretenden sencillamente que la intención, por parte de una muchacha judía, de abrazar el celibato, era algo bastante inconcebible. El hecho es que una in-

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tención de esta clase contradice—en gran parte—todo lo que sabemos acerca de la piedad del Antiguo Tes­tamento. Incluso para un hombre, el celibato fue algo sumamente excepcional a través de toda la historia de Israel.

Sin embargo, esta interpretación tiene el mérito de no excluir a priori, por razón de circunstancias ex­trínsecas, la posibilidad de que María, antes de la anunciación, hubiera determinado su intención de permanecer célibe durante el matrimonio. Afirmar que esta posibilidad quedaba excluida a priori por la naturaleza de la espiritualidad judía (espiritualidad que María heredó indudablemente), afirmar esto —digo—me parece a mí que implica una baja estima de la libre elección que Dios hace de los medios que él quiere para salvar: libre elección que, en el Anti­guo Testamento, tantas veces desconcertó y cogió de sorpresa a los que habían creído en Dios. Se ha ase­gurado, ciertamente, que Dios no actúa nunca inde­pendientemente de las causas segundas; y que, en cuanto a las causas humanas se refiere, no hay nada que oriente hacia el celibato en el caso de una don­cella judía. Por el contrario, todo está indicando la dirección opuesta. Pero, aunque esto sea así, no debe­mos olvidar la enorme realidad que, aun en el caso de que María misma ignorase su propio estado, nos­otros no podemos ignorar: el hecho de su inmacula­da concepción y de las potencialidades inherentes en t'Ne hecho. La concepción inmaculada de María es, en todo caso, una realidad que ella llevó vitalmente en HU Interior: una realidad que condujo a María, en su perfecta apertura hacia Dios, hasta un estado de ex­cepcional receptividad y prontitud para un compro-IIIIHO total y activo. En este contexto, no hay necesi-

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dad de mencionar "revelaciones": la gracia puede es­polear al creyente a realizar acciones que, cuando las consideramos dentro del ambiente normal del indi­viduo, parecen ser absurdas e inconcebibles. Así ocu­rrió, indudablemente, en el caso de María, después de la anunciación, a pesar del ambiente judío. Así, pues, lo que aparece claro es que el razonamiento ba­sado en consideraciones acerca de la sociedad judía palestinense puede ser exegéticamente recto, pero que tales argumentos no pueden considerarse como convincentes ni desde el punto de vista teológico ni desde el punto de vista de la teología bíblica, si re­cordamos aquella afirmación que Yahvé hiciera en el Antiguo Testamento: "¿Es que hay algo extraordina­rio ( = imposible) para Dios?" [Génesis 18, 14]. ¿Qué podemos saber nosotros, pobres pecadores, de un alma que fue completamente santa y que, aun en las más remotas distracciones, vivía siempre en verdadero amor con el Dios vivo? Difícilmente podremos cap­tar, por vía de especulación o de exclusiones a priori el designio de Dios con respecto a la Bienaventurada Virgen María. Tan sólo si escuchamos atentamente la palabra de la revelación, que vive en la Iglesia, y—de este modo—escuchamos la Sagrada Escritura: llega­remos a comprender supremamente cuál es ese desig­nio divino. Más aún, si escuchamos de esta manera, nuestras mentes se abrirán también a otras posibi­lidades.

2) La perspectiva de otra posibilidad se nos des­cubre con la segunda interpretación del texto. Y esta interpretación goza del favor de muchos exegetas9.

8 Mencionemos unos cuantos exegetas que se orientan hacia

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La afirmación: "No conozco varón", podría tener un sentido totalmente distinto del que le ha atribuido la primera interpretación. Antes del mensaje angélico, María no había hecho ninguna promesa de vivir como virgen en el estado matrimonial. Al casarse, pretendió cumplir todo lo que la ley judía señalaba. Es plena verdad que María vivió vida de virgen. Pero, por su matrimonio legal con José antes de la anunciación, podemos inferir que María pretendió plenamente lle­var una vida matrimonial normal con José después de la boda, que era la cohabitación oficial como hom­bre y mujer. Sin embargo, la anunciación y el conte­nido del mensaje angélico hicieron que María renun­ciase a sus relaciones maritales normales por amor de Cristo. Por eso, el ideal cristiano de la virginidad nació como resultado directo del hecho de Cristo.

¿Qué significan, dentro de esta interpretación, las palabras de María: "No conozco varón"? Su sentido se hace patente en cuanto consideramos la situación real de María, dentro de la comunidad judía y en la época del mensaje anunciado por el ángel. Antes del mensaje, María estaba desposada con José, o—como diríamos ahora—María estaba "comprometida" con José. No obstante, sería más exacto decir que María había sido "prometida" a José, por su padre (de Ma­ría). En la comunidad judía, esto era una transacción legal formal. Y por ella la hija era realmente entre­gada—ante la ley—al esposo. Esto constituía un ma-

«Bte segundo punto de vista : D. HAUGG, Das erste biblische Ma-rienwort. Elne exegetische Studie zu Lukas I, 34, Stut tgart 1938; P. GAECHTEE, María im Erdenleben, Innsbruck 1953; A. ROETS, "Maria's voornemen tot maagdelijkheid", y "De zin van Maria's maagdelijkheid", Coll. Brug. Gand., 1 (1955), pp. 448-477 y DI). 225-239; R. GUARDINI, Die Mutter des Herrn, Würzburg 1955.

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trimonio válido, tal como lo entendemos en el mundo occidental, aunque con una diferencia importante: la vida conyugal y la cohabitación como hombre y mu­jer no comenzaban realmente hasta después de la ce­remonia durante la cual el esposo llevaba a su mujer al hogar. Más aún, sucedía—a veces—que esta cere­monia se retrasaba unos cuantos meses después del desposorio o "compromiso". Aunque en Judea había cierto grado de amplitud, esta práctica se observaba estrictamente, sobre todo, en Galilea, donde las rela­ciones conyugales no estaban permitidas sino des­pués de la ceremonia oficial de cohabitación. Así, pues, entre el desposorio y la cohabitación oficial existía en el matrimonio un estado de virginidad. En este res­pecto, el "matrimonio de desposorio", entre los judíos, se parece un poco al "compromiso matrimonial" en el sentido moderno de la palabra.

En tiempo de la anunciación, María no vivía aún con José en el hogar de éste. Y, por consiguiente, no tenía relaciones maritales con él. Por eso, su respues­ta al ángel, "No conozco varón", puede haber tenido este sentido: "¿Cómo sucederá esto, porque todavía no vivo con José en su casa?" O, expresándolo en tér­minos más modernos: "¿Cómo será posible esto, por­que aún no estoy realmente casada?" Así, pues, la res­puesta de María habría significado algo así: "Como muchacha que está comprometida con José, y espe­cialmente como muchacha que está comprometida en Galilea, no estoy en situación de ser madre en un fu­turo cercano." La respuesta del ángel es bastante cla­ra: "Serás madre sin la intervención de un hombre: serás madre virgen."

Esta interpretación es bastante plausible desde el punto de vista exegético. María, en el momento de re-

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cibir el mensaje angélico, adoptó su decisión de per­manecer virgen durante toda su vida matrimonial. Sin embargo, dudo de que sea una interpretación apo-díctica. El ángel no dio a entender a María que lo que iba a suceder tuviera lugar inmediatamente. Basán­dose en la premisa (y en el caso de esta interpreta­ción ha de ser una premisa) de que la verdadera vida matrimonial de María seguía el patrón normal; y de que María creía que el Mesías profetizado vendría al mundo como resultado de relaciones conyugales nor­males: ¿no podría haber creído igualmente María que el mensaje angélico se cumpliría tan sólo después (quizás varios meses después) de su cohabitación ofi­cial con José como esposo y esposa? Es demasiado fá­cil dar de mano a la dificultad de que la promesa de la maternidad—la promesa hecha en el mensaje an­gélico—se iba a cumplir en el futuro: "Vas a conce­bir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pon­drás por nombre Jesús" (Lucas 1, 31). Es verdad, in­dudablemente, que, en mensajes parecidos de origen celestial, el tiempo futuro se usa frecuentemente para expresar algo que va a cumplirse realmente en el mo­mento mismo del mensaje. Así ocurre normalmente en la mayoría de los casos. Pero no es ley universal. A Abraham, por ejemplo, se le prometió que su mujer le daría un hijo. Pero la fe de Abraham en la prome­sa de Dios fue puesta a prueba durante muchísimo tiempo... Precisamente esta circunstancia quita mu­cho vigor a esta particular interpretación. La obje­ción de María: "No puede suceder ahora", se hace sumamente problemática, si tal cosa pudiera cum­plirse en el futuro, al cabo de algunos meses o incluso de unas semanas. En todo caso, no sabemos cuánto tiempo hacia que María estaba prometida.

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3) Vamos a considerar, finalmente, la tercera in­terpretación, la cual, aunque deja importantes cues­tiones sin resolver, nos parece—sin embargo muy atractiva10. El Padre Audet es también de la opinión de que María decidió permanecer virgen durante su vida matrimonial. Y que lo hizo como resultado del contenido del mensaje. Lo mismo que los exponentes de la segunda interpretación, este autor mantiene también que un matrimonio virginal, en Palestina, era algo bastante inconcebible. En su exégesis del tex­to "No conozco varón", el mencionado autor acentúa la gran importancia que tiene, en relación con esto, aquel otro texto del Antiguo Testamento: "He aquí la doncella [la virgen] ha concebido y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel" (Isaías 7, 14: traducción según la "Biblia de Jerusalén", edi­ción española). En la comunidad judía palestinense de aquella época, la palabra almah significaba una muchacha joven y casadera. Y se refería a la juven­tud y estado social de la muchacha más bien que a su virtud. Se sobreentendía su virginidad, en el senti­do moral. Asi que una muchacha joven y casadera era la que Iba a convertirse en la mache del Mesías. Como persona educada en las enseñanzas de la Biblia, es de suponer que María estaba familiarizada con este texto, y que lo habla meditado. Esto no se basa en pura hipótesis. En efecto, aparece claramente, por muchos ejemplos que hay en el Antiguo Testamento, que los mensajes de origen celestial están definida-mente relacionados con cierta expectación o "elemen­to problemático" que hay en la psicología de las per-

io J. P. AUDET, "L'Annonce á Marie", en RB, 63 (1956), pp. 346-374.

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sonas especialmente privilegiadas. Y, entonces, el mensaje se apodera—como quien dice—de ese ele­mento problemático. Desde el punto de vista religioso y psicológico, me parece a mí que esta observación es de la máxima importancia. Lo que es de origen ce­lestial no se limita a superar a un sujeto humano. Sino que, además, hay cierto punto de contacto en el nivel humano. De todos modos, hay asombroso para­lelismo entre el mensaje que fue anunciado a María y el mensaje que se anunció a Gedeón11. Por tanto, no está traída por los pelos la hipótesis de que María estaba sumida en oración, meditando este texto, cuan­do escuchó la voz del ángel. María era todavía una virgen: "una muchacha joven y casadera". Las pa­labras que el ángel le dirigió la hicieron palidecer, porque ella se dio cuenta en seguida de todo lo que tales palabras suponían. Ella iba a ser aquella "mu­chacha joven y casadera" a quien aludían las Escri­turas. La respuesta de María al ángel lograremos com­prenderla bastante bien, si la consideramos desde el punto de vista del concepto total de la maternidad mesiánica, con la alusión a la perspectiva suprema del cumplimiento de la profecía de Isaías y, por tanto, de la "maternidad virginal": "¿Cómo será esto, por­que en tal caso yo no conozco varón?" (es decir, por­que en tal caso yo no debo o no puedo conocer va­rón). "En tal caso" se refiere al cumplimiento de la profecía de Isaías. Esta interpretación, en todo caso, no fuerza ni tortura el texto, desde el punto de vista exegético12. María pide una explicación con respecto

11 Jueces 6, 11-24. El relato de Lucas está escrito también en el estilo característico y clásico de "mensaje".

13 La palabra griega epei (porque) suele emplearse frecuente-

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al nacimiento virginal, extrañada de si tal vez hay algo que ella deba hacer. La respuesta del ángel es muy significativa con respecto a esta pregunta: Ma­ría tiene que dejarlo todo en manos de Dios. El Es­píritu Santo o el poder de Dios se preocupará de todo, porque no hay nada imposible para Dios. Y María, como sierva de Dios, lo acepta: "¡Hágase en mí!"

Parece que esta interpretación tiene mucho en su favor, sin embargo, hay una dificultad. Esta profecía particular de Isaías no desempeñó ningún papel en la tradición rabínica13, resultando que la significación profunda de este texto no se comprendió hasta des­pués de los acontecimientos en los que se vio envuel­ta María. En contraste con otros evangelistas, San Mateo se refiere expresamente a la profecía del An­tiguo Testamento (Mateo 1, 23). Esto, indudablemen­te, es una dificultad realísima, aunque no insuperable, si tenemos en cuenta el hecho de que, incluso sin es­pecial "inspiración", María—en su interior—sintoni­zaba mucho más con la Escritura, y era, por tanto, mucho más capaz de una profunda comprensión y apreciación de la misma, que todos los rabinos. Hay, además, una dificultad incidental y menor en la res­puesta del ángel, en el acento especial que el ángel pono en el hecho de que con Dios todo es posible, y en la alusión que hace a Isabel, prima de María. Esto, ciertamente, parece indicar que María—por su par­te—no habla pensado en absoluto en una maternidad virginal. En este caso, podríamos considerar esta ter­cera interpretación como absolutamente convincente,

mente en la Sagrada Escritura en el sentido elíptico de "porque entonces, porque en ese caso".

13 Véase: STBACK-BILLERBECK, Kommentar zum Neuen Testa-ment aus Talmud und Midrasch, t. I, Munich 1922, pp. 49-50.

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pero tan sólo en el caso de que el nacimiento virginal (al que el texto de Isaías hacía alusión vaga) hubiera estado ya asociado—en la mente del pueblo judío— con la idea mesiánica. Ahora bien, esto no se ha lle­gado a comprobar, ni mucho menos. Es cierto que, a priori, no podemos limitar también de esta manera a María misma. Sin embargo, sería equivocado, igual­mente, suponer pura y simplemente que ella había tenido un conocimiento y comprensión íntima de la honda significación del texto del Antiguo Testa­mento...

Hay, pues, razones en favor y razones en contra de todas estas interpretaciones 14. Sin embargo, hay algo que nos inclina en favor de la proposición de que el mensaje angélico es el que nos proporciona la mejor penetración en el problema de la virginidad de María. La tesis primera y la tercera suponen ciertas cosas que no están comprobadas. Por un lado, tenemos la premisa de que María, antes ya de la anunciación, había adoptado el propósito de permanecer virgen du­rante su vida matrimonial. Mientras que, por el otro lado, tenemos la premisa de que María llegó a enten­der el pleno sentido del texto de Isaías. Ninguna de estas dos premisas es insostenible a priori. Mas, por otro lado, ninguna de las dos se puede aceptar sim­plemente, o, por lo menos, no se puede aceptar sin un punto de partida sólido. Tan sólo la segunda in­terpretación no supone ni una sola premisa. Y, lo que

u Hay otra hipótesis reciente que acaba con todas estas difi­cultades. Según tal interpretación, las palabras en cuestión no fueron pronunciadas por María, sino que fueron "compuestas" por el evangelista, que utilizó el tradicional estilo narrativo para ucontuar el hecho de que Cristo había sido concebido en el seno virginal de María.

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es más, proporciona una exégesis—literalmente per­misible—del texto, tal como lo conocemos. Mientras la Iglesia, como guardiana del tesoro de la Fe y, con­secuentemente, de la Sagrada Escritura, no insista en la hipótesis tradicional de que María, antes de la anunciación, había formado ya propósito de perma­necer virgen en el matrimonio: entonces parecería que, aparte de las dificultades que hemos estudiado ya detallamente, la segunda interpretación era la más aceptable desde el punto de vista exegético.

Además, desde el punto de vista teológico y dogmá­tico, esta segunda interpretación hace que aparezca con mucho más sentido la virginidad de María. Ma­ría se puso incondicionalmente a disposición de Dios, yendo en contra hasta de sus propias ideas anterio­res: de esas ideas que ella había tenido con intencio­nes innegablemente santas. A la luz de esta interpre­tación, el celibato de María—abrazado por amor de Cristo—adquiere su más pleno y hondo sentido: Ma­ría, como resultado directo del hecho sobrenatural de que iba a convertirse en la virgen madre del Mesías, decidió permanecer virgen en su matrimonio, una vez que este matrimonio había sido ya contraído.

Con Guardini, que también se inclina a esta con­cepción 15, a mi me gustarla -no obstante—llamar la atención sobre otro matiz de significación que señala la apertura que está implícita en el estado virginal de Maria antes del mensaje angélico, y que es una

" R. GUARDINI, Die Mutter des Herrn, pp. 31-36. Sin embargo, yo no puedo aceptar la exégesis que Guardini hace del texto : "No conozco varón." María entendió Que el sentido del mensaje era que ella iba a ser madre en seguida. No obstante, según Guar­dini, María contestó: "No veo ningún hombre"-"No está presente ningún varón". ¡Difícil de digerir esta interpretación!

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apertura que nos revela su virginidad cristiana des­pués del mensaje. Colocando un énfasis un poco dis­tinto en la concepción de Guardini, con la que yo—no obstante—estoy de acuerdo en su mayor parte, yo di­ría que, cuando María se casó con José, tenía en pers­pectiva una vida matrimonial normal. Es perfecta­mente posible que personas de excepcional santidad formen diversas intenciones de hacer determinadas cosas, pero que al mismo tiempo tengan una especie de presentimiento indefinido de que los acontecimien­tos han de tomar un giro muy diferente. En el caso de una mujer que había nacido santa e inmaculada, es mucho más probable aún que hallemos este presen­timiento vago e inconsciente. María era—toda ella— apertura. Todo su ser era un estar esperando a Dios. Después del mensaje angélico, María pudo—como quien dice—exclamar: "¡Así que esto es lo que iba a ser!" Después de todo, es imposible que hagamos abs­tracción del hecho de la inmaculada concepción de María: inmaculada concepción que no pudo menos de tener efecto sobre su psicología religiosa. Incluso el matrimonio de María con José, en cuanto a ella se refiere, estaba envuelto en una esfera de misterio, es­taba lleno de posibilidades divinas. Aun antes del mensaje angélico, María era la más hermosa creación de Cristo, a pesar de que ella—indudablemente—no tuviese conciencia de eso. Había en María, incluso an­tes del mensaje, un misterio que trataba de penetrar en su corazón, un misterio cuya total hondura sólo comenzó a revelarse—por lo menos de manera em­brionaria—en el momento del mensaje. María es, sen­cillamente, un misterio al que no podemos acercar­nos con el bisturí diseccionador de una comprensión puramente secular. Es bastante probable que la vaga

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sensación del misterio que María era aun antes de la anunciación hiciera surgir la tradición teológica de que María, aun antes de la anunciación, había adop­tado la decisión de contraer un matrimonio virginal. Esta afirmación, expresada de esta manera, podrá pa­recer muy poco exacta. Sin embargo, al considerar la incesante potencialidad que en María estaba irrum­piendo en ansias de expectación, es decir, al conside­rar una potencialidad que no era simplemente abs­tracta, sino que estaba—como quien dice—latente e implícita: seremos capaces tal vez de llegar a una comprensión más profunda del misterio mañano que siguiendo demasiado de cerca las diversas interpre­taciones modernas, aunque éstas, desde el punto de vista puramente exegético, puedan tener muchos tan­tos en su favor. Si hacemos esto, no restaremos valor a las modernas interpretaciones, porque fue resulta­do directo del mensaje angélico el que María, la vir­gen, se determinara explícitamente a vivir virginal­mente su matrimonio. Hay, pues, en el estado de vir­ginidad de María antes del mensaje angélico, un mis­terio implícito que no hizo irrupción hasta el tiempo del mensaje, y que sólo a la luz del mensaje se tras­parentó como actitud definida. Entonces, para la sen­sibilidad religiosa de María, todas las cosas—desde aquel instante—se convirtieron en cosa obvia, y ella no tuvo siquiera necesidad de volver a reflexionar so­bre tales cosas. Tan sólo de este modo podemos in­corporar la interpretación exegética al examen teoló­gico de la materia, sin hacer injusticia a lo que la exégesis ha conseguido ya en este campo. María afir­mó sencillamente: "No conozco varón." Y pensó tan sólo en el momento presente, dejando el futuro en manos de Dios.

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Si el período entre el desposorio de María y su co­habitación oficial con José lo consideramos dentro del contexto de la psicología religiosa de María (su in­tensa preocupación por el misterio del Mesías): lo­graremos una intuición más profunda en el sentido del misterio mariano, y veremos con más claridad las tensiones y potencialidades que son inherentes a él. En Israel, el matrimonio mismo tenía una significa­ción muy profunda: "Los hijos son un don del Se­ñor, el fruto de las entrañas es una recompensa" (Sal­mo 126, 3; ~Sálmo 127, 1-3; Génesis 33, 5, etc.). No era—ni mucho menos—desacostumbrado, en la his­toria de la salvación de Israel, el que grandes figuras del Antiguo Testamento experimentasen un nacimien­to milagroso. El gran cántico del Nuevo Testamento, el Magníficat, que celebra el nacimiento de Cristo del seno de una virgen, debe su inspiración al cántico de Ana, que ensalza el nacimiento maravilloso de su hijo Samuel (I Samuel 1, 1-11; 2, 1-11). En el Antiguo Testamento hallamos muchos otros ejemplos de mu­jeres estériles que dieron a luz hijos. Y estos naci­mientos pueden considerarse como una sombra que presagiaba ya el milagro—aún mayor—que se realizó en María16. Es, pues, extraordinariamente probable que María, la joven virgen casada, al sentir en las profundidades recónditas de su conciencia religiosa que la expectación de su pueblo se iba acercando a su último cumplimiento, recordara vigorosamente aque­llos nacimientos milagrosos que iban sucediendo de vez en cuando en la historia de la salvación de Israel. Es, además, probable que el texto—un poco vago—de Isaías haya desempeñado un papel en la iluminación

•» Véase: Génesis 17, 17; 18, 11-12; Jueces 13, 2-7, etc.

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de la mente de María. María fue creciendo en tan ín­timo contacto con la espiritualidad del Antiguo Tes­tamento, que es imposible creer que todos esos acon­tecimientos de la historia de la salvación no tuvieran efecto sobre la formación de su mente y espíritu. Si vinculamos todo esto con el hecho de que el alma de María había sido concebida inmaculadamente y, más aún, elevada por Dios mismo para la recepción del mensaje: entonces vemos que somos incapaces de aceptar la concepción moderna de que María se había propuesto simplemente—de manera explícita— llevar con José una vida conyugal normal, será imposible, digo, sin que hagamos algunas reservas de naturaleza sutil, infinitamente profunda y casi inexpresable. Sin embargo, cuando se trata de los hechos de la revela­ción, la exégesis bíblica no es la que tiene la última palabra, aunque no podemos negar que los modernos escrituristas han hecho contribuciones muy valiosas a todo este tema, arrojando nueva luz sobre la con­cepción tradicional.

Parecería, asimismo, que la actitud de José confir­ma todo lo anterior. En la Escritura se le llama "hom­bre justo". Y se dice que por eso se resolvió él a "aban­donarla secretamente" (Mateo 1, 98), en cuanto se dio cuenta de que María estaba embarazada. Los escri­turistas no han logrado superar todavía por completo esta dificultad. Todas las diversas interpretaciones que se han presentado hasta ahora, dan la impresión de ser—hasta cierto punto—forzadas. Y aun aquellos que abogan por una u otra de esas interpretaciones, pa­recen estar persuadidos internamente de que en ellas hay siempre algo que no encaja bien. Sin embargo, Guardini ha propuesto una interpretación que, hasta cierto punto, es aceptable (die Mutter des Herrn, pá-

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ginas 36-37). Y, más recientemente, Karl Rahner" ha proyectado luz aún más clara sobre este problema, y "nos ha proporcionado una explicación que parece perfectamente aceptable. Al mismo tiempo, este autor ha logrado situar a José dentro del contexto propio de la historia de la salvación, sin caer en la casi-he-rejía moderna del "josefinismo". La decisión de José de despedir a María no se manifestó plenamente has­ta el momento en que a José se le informó del origen sobrenatural de la maternidad de María. Se ha su­puesto generalmente que María nunca habló de este tema con José. Pero esto, indudablemente, es pura hipótesis. Rahner, por otro lado, supone lo contrario y pretende que la Escritura proporciona realmente un punto de partida para esta suposición: "(María) se encontró encinta por obra del Espíritu Santo" (Ma­teo 1, 18)1S. ¿Quién otro sino José—arguye Rahner— pudo haber encontrado que María estaba encinta? Si José no conocía el origen sobrenatural del embarazo de María, entonces, considerada desde el punto de vis­ta de la concepción judía de la justicia, la "repudia­ción secreta" de María por parte de José, "el justo", es bastante incomprensible. Sin embargo, por otro lado, la pretensión de que José mismo se encontró ante una paradoja, pero continuó creyendo en María y confió este enigma en manos del juicio de Dios, sin dialogar primero serenamente con María acerca de

" Véase su artículo : "Nimm das Kind und seine Mutter". Zur Verehrung des hl. Joseph, en "Geist und Leben" 30 (1957), pa­dillas 14-20.

'" Basándonos en el texto mismo, es dudoso que José se ente-una realmente de labios de María acerca de que su concepción, mi estado de gravidez, era "del Espíritu Santo". Es posible, desde lucilo, que esta írase sea una adición del evangelista. Sin embar­co, no ae ha logrado probar finalmente tal cosa.

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este asunto, esta pretensión—digo—es, por lo menos, inverosímil desde el punto de vista psicológico. El cur­so normal de los acontecimientos es, con bastante evidencia, que José llegara a darse cuenta del emba­razo de María y que hablase con ella de este asunto. María, por su parte, se lo dijo todo. José, como esposo legítimo de María, había tenido derecho a pedirle una explicación, aunque no deja de ser posible el que un presentimiento del misterio que había en este caso le haya conducido, como a María, a abstenerse de ha­blar de este asunto. En todo caso, las razones que José tuvo para decidirse a despedir a María aparecen cla­ramente por la hipótesis que acabamos de exponer. José, en cuanto tuvo noticia del origen de este subli­me misterio, se dio cuenta en seguida de que él no podía tener ya pretensiones algunas sobre tal mujer. En consecuencia, se retiró al trasfondo. O, para de­cirlo con otras palabras, y considerando la cosa den­tro del contexto de la concepción judía del matrimo­nio, José despidió a María, decidiendo que ya no iba a vivir con ella. José se sintió como fuera de ese par­ticular acontecimiento de la historia de la salvación: sintió que la mano de Dios estaba sobre su esposa. Pero que él no tenía parte alguna en lo que iba a su­ceder. Aquí, pues, tenemos el misterio del "hombre justo". Las consideraciones humanas y los planes hu­manos, como los que se refieren al matrimonio, de­ben ceder a los planes de Dios. Y José cedió el camino al "misterio de María". Mas, para prevenir toda in­fracción de los derechos del contrato matrimonial le­gal, y para impedir que María fuese posible objeto de murmuración escandalosa, José decidió despedirla "secretamente". José, el hombre justo, se dejó llevar por un temor religioso.

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Y luego vino la aparición del ángel: el mensaje di­rigido a José. Lo mismo que el mensaje que el ángel había traído a María, este mensaje tiene importante significación dentro de la historia de la salvación. José fue destinado, por Dios, para ser el guardián, el padre adoptivo, de este Niño y el esposo de esta mujer, que es la Madre de Dios: "No temas tomar contigo a María, tu esposa" (Mateo 1, 20). La boda iba a cele­brarse, como resultado de la palabra de Dios. Y esta boda iba a señalar la consagración de su mutua co­habitación. Así, pues, lo que aquí tenemos es un en­cargo de origen celestial: un encargo que José—en la fe—aceptó por causa de la promesa mesiánica de sal­vación. De este modo, se le confió a José una función especial en la historia de la salvación. Se convirtió en el padre adoptivo, en el custodio paternal, del acon­tecimiento salvador, acá en el mundo. Anteriormente, había deseado ceder sus derechos matrimoniales des­pidiendo a María. Sin embargo, después del mensaje del ángel, llegó a hacerse claro el sentido de su fun­ción dentro de la historia de la salvación. El debía casarse con su esposa. Y para él también, esto iba a ser la consagración de un matrimonio virginal.

Tanto para María como para José, el mensaje an­gélico implicaba un cambio en sus vidas que ya eran célibes: desde aquel instante abrazaron el celibato por amor del Reino de Dios. Este celibato era, para ambos, un compromiso personal y libre. La iniciativa evidente, de la que brotó su compromiso para este nue­vo celibato cristiano, fue la cercanía del Niño—el Me­sías—: ese niño que a ellos se les había confiado. Sin embargo, la iniciativa fue personal, fue resultado de su propia decisión personal. El ángel no le había di­cho nada, ni a María ni a José, acerca de esta deci-

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J12 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

sión religiosa de permanecer célibes en el matrimo­nio. Sino que surgió directamente, en ambos casos, de una religiosidad que se hallaba especialísimamente sintonizada con la historia de la salvación cristiana. Por eso, María y José proporcionan la clave para la esencia del celibato cristiano: este celibato capacita al cristiano para ponerse a disposición y servicio del Reino de los Cielos.

c) El fiat de María al mensaje: su compromiso personal para la maternidad virginal

El fiat de María fue una joya inestimable de fe y confianza en Yahvé. Fue, además, el primer caso de un consentimiento explícito y libre al plan cristiano de la redención. La mirada de María estaba dirigida fijamente hacia arriba, hacia los cielos, anhelando al Mesías. El ofrecimiento de Dios, que le preguntaba si quería ser la madre del Mesías, descendió del cielo. Y, en el fiat mariano, este anhelo humano y esta ofer­ta divina se fundieron. El amor redentor de Dios y el anhelo de María por la redención—anhelo que abarcaba en sí el anhelo de toda la humanidad—se fusionaron el uno con el otro en la respuesta positiva y libre dada por María 1S>. La gracia, como quien dice, había excavado sus propios cimientos.

19 San Bernardo ha sabido expresar con mucha imaginación, en un pasaje de singular belleza, el deseo del género humano en el momento de la anunciación. Ha pintado a toda la humanidad de rodillas, sumida en tensa anticipación de este momento hace tiempo esperado, y que se dirige a María con las siguientes pa­labras : "; Oh Señora, no vaciles! ¡ Da la respuesta que el cielo y la tierra han estado aguardando durante tanto tiempo! i No demores tu respuesta y di que sí" ("Hoe totus mundus, tuls ge-

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El fiat fue la primera y primordial apropiación ex­plícita que María hizo del aspecto cristiano de su propia redención20. Su libre aceptación de la mater­nidad divina como pura gracia fue—por definición— su propia y sublime "redención sujetiva". María era la mujer que tenía un Hijo cuyo nombre iba a ser "Jesús"; "Yahvé ha salvado." María, como persona que tuvo este Hijo, el Redentor, y que aceptó libre­mente este don, fue el primer fruto—las primicias-de la redención. Para decirlo con otras palabras: Ma­ría es, como madre, la "sublimemente redimida". "Tu­vo un hijo" significa que María tuvo este Hijo par­ticular. Y el llevar a este Hijo, juntamente con la li­bre aceptación del mismo, en las inmensas honduras de su anhelo mesiánico, fue para María no sólo el don objetivo de la redención sino también la apropiación sujetiva de ese don, porque ella "concibió en la fe"21. El don objetivo de su inmaculada concepción y la san­tidad sujetiva correspondiente a su inmaculada con­cepción—su estado virginal de apertura—fueron do­nes divinos y, al mismo tiempo, prepararon el camino para el acontecimiento central y sublime de la anun-

iTTbus provolutus, expectabat... Da, Virgo, responsum lestinanter. O Domina, responde verbum quod térra, quod iníeri, quod ex-liectant et superi... Responde ítaque citius angelo, Immo per ungelum Domino... Ecce, desideratus cunctis gentibus foris pul-»"t ad ostlum"). Super "Missus Est", Hom. IV, 8 (PL, 133, <H>IH. 83-84).

'•"' Deberíamos fijarnos en que la discusión de la redención tujetlva y objetiva en esta primera parte del capítulo 2 t ra ta únicamente del estado de María de estar redimida y de su coope­ración en su propia redención. En la segunda parte de este ca­pitulo, consideraremos toda la cuestión a la luz de la función «ulvodora de María con respecto a la restante humanidad.

"' Flde concepit. Véase: San AGUSTÍN, Sermo Denis XXV, 7, "ilición de Morin, 162, 16-18. "Non concubult et concepit, sed ••imiuht et concepit" (Sermo 233, 3, 4; PL 38, col. 1114).

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114 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

ciación dentro del plano del desarrollo gradual—en la historia—del misterio de la redención. Este aconteci­miento fue, en la historia, el don real del Redentor y la libre aceptación (por parte de María) de ese Re­dentor y, por tanto, de la redención. Porque la sal­vación, o redención, es la persona misma del Dios en­carnado. Así, pues, la sublime redención sujetiva de María coincidió con su maternidad del Mesías y cons­tituyó un solo acontecimiento. María fue concepción activa en el sentido corporal y receptividad activa en el sentido espiritual. María permitió que el Salvador se le entregara a ella. Por tanto, toda su ferviente ac­tividad, su cooperación en el asunto de su propia re­dención, estuvo en el plano de la receptividad: de la concepción corporal y de la recepción espiritual. Ma­ría estuvo asociada en su propia redención, ex parte recipientis. Lo que sucede en el caso de todas y cada una de las personas redimidas, tanto objetiva como sujetivamente, sucedió—de manera sublime—en Ma­ría. A María se le ofreció el don del Redentor. Y este don fue libremente aceptado. De este modo, María permitió que el Redentor se diera a sí mismo a ella. Y, en consecuencia, permitió que también se le concediera a ella la redención. La redención exige siempre cooperación con (en fe, esperanza y amor) libre consentimiento a, y plena aceptación del don del Dios-hombre, el cual, por su misma vocación, es el Redentor. Así, pues, la redención sublime de Ma­ría hay que buscarla en su concepción activa y re­cepción del Dios-hombre: en su perfecta cooperación corporal y espiritual, en su maternidad corporal y es­piritual. Nosotros nos apropiamos el don objetivo del Redentor por medio de nuestra fe viva, representada externamente en la recepción física de los sacramen-

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tos individuales: per fidem et sacramenta fiáei. De manera semejante, María fue redimida por su fe, re­presentada aquí externamente en su recepción cor­poral del sacramento primordial: la concepción de Cristo mismo. Esto podemos expresarlo de otra ma­nera, diciendo que María fue redimida por su recep­ción creyente, encarnada en la concepción corporal o maternidad. María es, por tanto, la "Reina de los Confesores".

Tal es la situación desde el punto de vista de Ma­ría, o—para expresarlo más exactamente—desde la consideración de la línea de desarrollo histórico de la vida de María. El estado sujetivo de la santidad de María—como persona sublimemente redimida cuya redención ha tenido lugar por vía de exención—des­embocó en la maternidad. Esta maternidad, conside­rada a la luz del desarrollo gradual de los aconteci­mientos dentro de la historia de la salvación, fue —como quien dice—la coronación orgánica y lógica de su receptividad virginal y de la profundidad incon­mensurable de su anhelo del Mesías. Considerado des­de el punto de vista de Dios, por otro lado, lo que aquí tenemos es simplemente la revelación gradual de Dios mismo, el cual vino a redimir al mundo como un hom­bre hermano nuestro, como un hombre nacido de nuestro mismo linaje, como Hijo de María.

d) Comunión personal con el Cristo doliente

"Y, si hijos, también (somos) herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados" (Romanos 8, 17). Si estamos redimidos objetivamente por la

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muerte sacrificial de Cristo, entonces la forma con­creta de nuestra redención sujetiva, y por tanto de cada caso singular de apropiación sujetiva de la re­dención objetiva, tendrá que corresponder al sentido y dirección esencial del don objetivo. La redención sujetiva es la libre aceptación, la apropiación perso­nal del don objetivo. Es, para decirlo con otras pala­bras, un co-sacrificio que se hace juntamente con Cristo. Si el sacrificio se considera a esta luz, enton­ces todo ser humano redimido es corredentor en su propia redención. Esta corredención, indudablemente, no debemos concebirla como una contribución que añadiese algo a la redención de Cristo o a nuestra asociación en esa redención, como si la redención de Cristo fuera insuficiente en sí misma. Sino que con­siste, más bien, en pura receptividad sacrificial con respecto a la gracia del sacrificio de Cristo en la cruz. La fe, la esperanza y el amor son los canales por los que se recibe esta gracia. Y estos tres canales fluyen hacia un solo amor sacrificial.

La profecía de Simeón, hecha al comienzo mismo de la maternidad de María, dirigió la atención de nuestra Señora hacia la perspectiva de su propio su­frimiento: "¡Y a ti misma una espada te atravesará el alma!" (Lucas 2, 35). El tercer impulso crítico, en la redención sujetiva de María, tuvo lugar—también de manera sublime—al pie de la cruz. La profundi­dad religiosa de la apropiación sacrificial que María hizo de la redención—redención llevada a cabo por Cristo únicamente—, la podremos comprender a la luz de la santidad de María y de su completa ausencia de todo pecado, original o actual. Por tanto, la signi­ficación de su co-sacrificio solamente podemos deri­varla de su abnegación virginal y de su generosidad

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 117

inmaculada. Como persona que había sido redimida de manera sublime, María fue la inmediata soda pas-sionis, la directa asociada en el sufrimiento del Me­sías, el cual era su propia carne y sangre, por vía de pura recepción, participando en el sufrimiento de su Hijo por su comunión íntima con la persona misma de Cristo. El amor sacrificial de María, al pie de la cruz, fue la culminación de su apropiación sujetiva de la redención, que adquirió la forma de una reden­ción por medio del amor sacrificial crucificado de Cristo crucificado. María es, por tanto, la "Reina de los Mártires".

Ahora se nos brinda quizás la mejor ocasión para hablar de la muerte física de María. Es verdad, indu­dablemente, que todo estudio de este tema lleva con­sigo un alejamiento de la base firme del conocimien­to dogmático y significa adentrarse en la esfera de las opiniones teológicas controvertibles. Bastantes teó­logos, a pesar de sus diferencias individuales en cues­tiones de detalle, se inclinan hacia la opinión general de que María no murió realmente en el sentido lite­ral de la palabra, y pretenden que su cuerpo fue glo­rificado mientras ella se encontraba aún en la tierra. El Papa Pío XII, en su bula sobre la Asunción, guar­dó intencionado silencio acerca de este asunto, con el resultado de que la Iglesia sigue siendo todavía in­capaz de decir con certeza si María murió, o no, en el sentido literal de la palabra. Así que el siguiente ftrKiimento lo presentamos como mera opinión teo­lógica, aunque constituye parte orgánica de todo el plan de la redención, y es apoyado—además—por mu­chísimos teólogos.

Hemos señalado ya que el dogma de la Inmacula­da Concepción no implica, ni mucho menos, que Ma-

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ría estuviera necesariamente exenta de algunas de las consecuencias del pecado original, en cuanto tales consecuencias no eran pecaminosas en sí mismas ni eran posible ocasión para el pecado. Cristo mismo, que era sin pecado, cargó sobre sí esas consecuencias—el sufrimiento y la muerte—. Constituían realmente la experiencia concreta, que Cristo utilizó para dar ex­presión y materialidad a su amor sacrificial y reden­tor. El sufrimiento de Jesús en la vida e, incluso más particularmente, su final pasión y muerte, constitu­yeron el punto culminante de su desposesión de sí mismo, por amor: mortem moriendo destruxlt. Ade­más, en nuestro caso, la muerte física es el punto cul­minante de nuestra redención sujetiva. Es la expre­sión suprema de nuestro amor sacrificial hacia nues­tro Salvador, y la radical separación con que nos apartamos a nosotros mismos del pecado: la última muerte al pecado. Es, al mismo tiempo, una perfecta expiación del pecado, cuando el amor que nos inspira y anima se pone a la altura del acontecimiento ob­jetivo de la muerte y de todo lo que la muerte impli­ca en cuanto a desposesión de nosotros mismos. In­dudablemente, queda descartado el que María hubie­se tenido que morir como castigo. Pero esto no signi­fica que María no tuviese que morir. El plan divino de la redención sujetiva, que lleva consigo el libre consentimiento del hombre a la redención de Cristo por medio de su muerte en la cruz, parecería incluir también a María. Y la consecuencia, aquí, es que tam­bién ella, como persona que había sido redimida (por exención) por obra de Cristo, tenía que estar asocia­da en la muerte específicamente cristiana22. María,

22 Esto, indudablemente, no es apodictico. Ninguna "eonclu-

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 119

aun siendo inmaculada, fue—no obstante—miembro íntegro del género humano, el cual género estaba se­llado con el sello del pecado (es decir, de la muerte). Y, como tal, María estaba sujeta también a la suerte universal de la humanidad, aunque—al estar redimi­da por exención—la muerte a la que ella estaba so­metida, no era (en su caso) un castigo por el pecado. Ahora bien, puesto que la exención de María era fru­to de la muerte sacrificial de Cristo, parecería que hay aquí una conexión estrecha y orgánica con el plan entero de la redención. Por eso, la total consagración de María a Dios y la desposesión que ella había he­cho de sí misma, se expresaron y encarnaron perfec­tamente en su muerte física. La muerte de María—su dormitio o "quedar dormida en amor"—se puede con­siderar, por tanto, como el ejemplo supremo de toda muerte cristiana. Y esa muerte contenía la promesa de resurrección inmediata. Esta resurrección, en el caso de María, tuvo lugar en seguida. Su asunción, después de la muerte, se convirtió en realidad in­mediata.

slón teológica" en favor de la asunción se puede demostrar jamás Bln lugar a duda, a no ser que haya sido aceptada dentro de la tradición viva de la fe. Sin embargo, esta tradición de la fe es OHCura con respecto a la muerte de María. Y no nos proporciona vina respuesta terminante acerca de si Maria murió o no. A mi ino parece que el argumento anterior es aceptable únicamente n condición de no considerar aisladamente la apropiación suje­tiva que María hizo de su propia redención, sino de contemplarla

-al mismo tiempo—dentro del contexto de y con especial énfa-«1H en su función salvadora corredentora con respecto a sus her-trmnos los hombres. Así me parece que el argumento es mucho niíis convincente. Véase mi artículo : "The Dnath of a Christian", mi Vntican II-The Struggle of Minds, and Other Essays, Dublin lUflíl, pp. 61-91.

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120 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

e) El Pentecostés de María

Este último misterio de Cristo se cumplió después de su ascensión. Los Hechos describen cómo los Após­toles "perseveraban unánimemente en la oración, con... María, la madre de Jesús" (Hechos 1, 14). An­tes de la anunciación, la vida de María constituyó el punto culminante y la síntesis de toda el ansia del Antiguo Testamento por la venida del Mesías. En el Cenáculo, después de la ascensión de Cristo, María puede considerarse como una persona que sintetiza —en su vida—el ansia por el espíritu de Cristo. Fiel a la ley interior básica de su ser inmaculado, y que seguía siendo la esencia de receptividad activa, Ma­ría siguió desempeñando en el drama exactamente el mismo papel. El descendimiento del Espíritu Santo fue, para ella, el comienzo del último estadio en el misterio de su vida espiritual. La apropiación maña­na del misterio de Cristo se hizo más honda por la experiencia de Pentecostés, y se acrecentó la com­prensión—a través de la fe—de todo el plan de sal­vación. La experiencia de Pentecostés significó, al mismo tiempo, que la significación universal de María dentro del plan de la salvación (este tema lo estudia­remos más detallamente en un estudio ulterior) se convirtió también para ella en un acontecimiento de conciencia explícita y de actividad libremente acep­tada. En la fe, María alcanzó en Pentecostés la cum­bre de su comprensión de su verdadero puesto en el mismísimo corazón y centro de la naciente Iglesia.

Lo que se deduce, pues, de lo anterior es que la Ma­dre de Dios—tanto objetiva como sujetivamente—es una persona redimida, redimida de manera excepcio-

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 121

nal y única; y que la maternidad espiritual y corpo­ral de María constituyó el núcleo central de su reden­ción objetiva y sujetiva. Sin embargo, podemos con­siderar—al mismo tiempo—que la asociación de María en su propia redención fue resultado también de que ella era fundamentalmente la "sublimemente redi­mida".

f) La aceptación por parte de Dios y la coronación de la oblación de vida de Ma­

ría: su asunción a los cielos

El momento esencial del acto redentor de Cristo no se restringe a su muerte sacrificial. Sino que la acep­tación divina del sacrificio es complementaria y co-esencial con ese sacrificio. Esta aceptación por parte de Dios es, de hecho, la resurrección de Jesús. El sa­crificio absoluto de reconciliación, por el cual el gé­nero humano volvió a unirse—en amor—con Dios, hay que buscarlo en la pasión de Cristo: en su tránsito de la muerte a la vida. Por eso, tanto la muerte de Cris­to como su resurrección constituyen los dos misterios de la redención. Y estos dos misterios forman un solo conjunto indivisible. La resurrección es el sacrificio de Cristo aceptado por Dios. Y tan sólo en la resurrec­ción llegó a ser el sacrificio de Cristo plenamente efi­caz. En aquel momento, la "redención objetiva" se convirtió en realidad perfecta.

Dando ahora un paso más, y basándonos en la ana­logía con la resurrección de Cristo, podemos deducir del hecho de la resurrección de María, podemos de­ducir—digo—que su vida fue también plenamente aceptada por Dios. La asunción de María a los cielos

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122 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

no fue simplemente un privilegio que se le concedie­ra a ella, sin relación alguna con el resto de su vida. Sino que constituyó la cumbre de su sublime reden­ción. La salvación, después de todo, abraza a todo el ser humano, no sólo a su alma, sino también a su cuerpo. La asociación permanente, tanto espiritual como física, del ser humano con Cristo glorificado y, en Cristo, con la Trinidad, constituye la fase final y eterna del proceso de redención. Con esta fase, la re­dención queda completada. El dogma nos habla de que María no tuvo que esperar (como nosotros tene­mos que esperar) hasta el fin de los tiempos, para al­canzar su redención física. Ahí tenemos una clara in­dicación de la calidad única de su sublime estado de redención. Ilumina también el hecho de su redención por exención: el hecho de que, en ningún momento de su existencia, arrojó el pecado la más mínima som­bra sobre el brillo y esplendor de la vida de María con Dios. Por muy felices que sean en el cielo, los de­más santos—como quien dice—están aún en estado de expectación. Ahí no podemos menos de experimen­tar la indecible enormidad del efecto destructor del pecado de la humanidad: efecto que, por decirlo así, continúa dejándose sentir aún en aquellos santos que todavía no han sido glorificados. Sin embargo, al mismo tiempo, podemos comprender—por contraste— la plena santidad de la majestad de Dios. Ese estado de bienaventuranza en el cielo, del que los santos dis­frutan únicamente en sus almas, nos ilumina la ina­sequible calidad de la santidad de Dios. Nos indica con harta claridad la participación que el cuerpo tie­ne en la gloria del cielo. Y nos señala que esa parti­cipación es elemento esencial de la plena salvación cristiana.

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 123

El hecho de la asunción de María a los cielos—un hecho que ya se ha cumplido—ilustra la perfecta y sublime redención sujetiva de María.

2. LA COMUNIÓN—SUMAMENTE INTIMA-DE MARÍA CON CRISTO REDENTOR, Y LA ASOCIACIÓN UNIVERSAL DE MARÍA EN

NUESTRA REDENCIÓN SUJETIVA

Puesto que la redención implica siempre recepción y cooperación por parte del hombre, y teniendo en cuenta el hecho de que María cooperó profundísima-mente en la obra de su propia redención: vemos que María es el prototipo de todos los que reciben la re­dención, y—por tanto—de todos los que están redi­midos. Así que María posee significación universal para todos nosotros, dentro del plan de la salvación. María es el prototipo de la vida redimida, la plena y suprema realización de toda vida cristiana. Maria, la Assumpta, se halla ante nosotros como el primer fru­to—como las primicias—de la redención. Y ella en­carna en sí los rasgos perfectos de todo lo que ha de realizarse en nosotros y en toda la Iglesia.

Inmediatamente nos vemos enfrentados aquí con mi problema. La "redención objetiva", como hemos observado ya, implica que lo que todavía ha de tener lunar en nosotros, eso se ha realizado ya plenamente •MI Cristo. Pero ahora hemos alcanzado ya el punto on el que hemos de reconocer que el estado sujetivo do la redención mariana es de índole especial. La "re­dención sujetiva" se produjo en María de manera

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124 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

perfecta y sublime, con el resultado de que María ad­quirió también valor "típico" con respecto a todos nosotros, en nuestra vida de redención. Así, pues, esta situación hace necesario que consideremos en un nivel más profundo la relación entre la redención su­jetiva de María y la "redención objetiva" que se cum­plió ya en Cristo.

Sea cual sea el resultado de nuestro detallado exa­men del tema, lo que hemos dicho anteriormente ha establecido con toda solidez y de manera definitiva un punto. Toda la actividad de María, dentro del pla­no de la salvación, tiene que ser—por necesidad—ac­tividad redimida, una actividad íntima que consiste en pura recepción y concepción con respecto a Cristo. Porque si, con toda la tradición religiosa que es co­mún al Oriente y al Occidente, estamos obligados a reconocer que los actos de fe de María tienen valor salvífico universal para todos los hombres: entonces —como es lógico—deberemos buscar esto únicamente dentro del puesto especial, es decir, dentro del puesto único y excepcional, que María ocupa entre los seres humanos redimidos. Hemos visto ya que no hubo un solo momento, durante la vida de María, en el que ella no estuviera implicada—como quien dice—en la redención, la cual fue traída únicamente por Cristo y aceptada libremente por María. Por eso, no es su­ficiente que atribuyamos esta redención a María, y que añadamos simplemente que esto se llevó a cabo en subordinación a Cristo. Una afirmación de esta clase tendría el efecto inmediato de disminuir la ca­lidad única de la mediación redentora de Cristo. Y sería algo sumamente erróneo, aunque se hiciera la salvedad de que María—en la cuestión de la reden­ción—estaba subordinada a Jesús, el considerar a am-

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 125

bos (a Jesús y a María) como principios irredentos de la redención. Es imposible separar a María de su es­tado de redención. Aunque la colocáramos junto a y subordinada a Cristo, por contraste con toda la hu­manidad (y tal cosa podría parecer que ocurre en un estadio ulterior de esta obra), María seguiría ocupan­do—no obstante—ese lugar como la sublimemente re­dimida. Sin embargo, seguirá habiendo tensión entre la posición de María como miembro de la humanidad redimida y su posición universal predominante entre todo el género humano. La unidad que existe entre estas dos verdades básicas nos proporcionará un sano entendimiento del carácter del papel universal de Ma­ría dentro del plano de salvación. La receptividad uni­versal de María con respecto a Cristo podríamos decir que descansa sobre el fundamento de su don univer­sal con respecto a nosotros. Para expresar esta misma idea de manera distinta, la función salvífica univer­sal de María con respecto a nosotros podemos consi­derarla como un aspecto de la naturaleza sublime y única de su estado de estar redimida, de su recepti­vidad espiritual y corporal, es decir, de su recepción y concepción. Aunque esto, indudablemente, caracte­riza a toda la existencia de María, sin embargo al­canza su punto culminante en momentos determina­dos de su vida. Y precisamente en esos puntos culmi­nantes, la función de María como corredentora nues­tra alcanza también su más alta expresión. Así, pues, la conclusión que podemos sacar de todo esto es que la función de María en el asunto de nuestra salvación está íntimamente vinculada con los momentos de es­pecial gracia, y que esa vinculación se debe al estado de María de hallarse objetiva y sujetivamente re­dimida.

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126 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

1. MARÍA, PROTOTIPO UNIVERSAL DE TODOS

LOS CRISTIANOS Y NUESTRO MODELO ACTIVO

Según hemos visto ya, María—como nosotros—tuvo que aceptar libremente su propia redención. De este modo, María llegó a ser "corredentora" en su propia redención. Sin embargo, podemos dar un paso más. La cooperación de María al recibir la redención, po­seyó una profundidad teológica que estaba en conso­nancia con la manera sublime y excepcional con que el Redentor, y—de este modo—la redención, se le confirió a ella. Como consecuencia de esto, la co­operación de María en su propia redención fue in­comparablemente mayor que nuestra cooperación en nuestra propia redención. Podemos, pues, pretender razonablemente que María es nuestro prototipo y mo­delo; y que, en la fe, podemos reconocer confiada­mente a María como tal, en nuestra respuesta positiva a la redención: redención que nos fue proporcionada únicamente por el Dios-hombre, Cristo. Por tanto, a este respecto, María figura como el patrón de nues­tra actitud cristiana ante la vida. Y todo cristiano debería mirar hacia ella, como su constante ejemplo. Este ideal universal y esta ejemplaridad de la santi­dad de María es, por tanto, un aspecto—un solo as­pecto—de su función en el plan de la salvación.

Esta función particular, indudablemente, es del mis­mo orden que el papel ejemplar que todos los santos desempeñan en nuestra propia vida de gracia. Pero, incluso en este nivel, podremos comparar a María y a los demás santos, únicamente si tenemos en cuenta

MARÍA EN XA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 127

el estado inmensamente más elevado de María y el puesto único que ella ocupa en el orden cristiano de la comunión de los santos. Esta distinción inicial, aunque es bastante radical, es tan sólo—¡qué duda cabe!—una distinción relativa, como quien dice, den­tro de las profundidades de la vida centrada en Dios. Sin embargo, es fundamental para el plan divino.

Es posible adentrarnos más profundamente aún en esta cuestión, y considerar algo que dé a María una unicidad absoluta que la eleve por encima del nivel de todas esas distinciones meramente relativas, y que se aplique a ella sola y no a ningún otro santo. Este elemento es el que ha sido responsable del culto ex­cepcional de María en la vida de la Iglesia: una ve­neración que viene sólo en segundo lugar y después de la veneración que se tributa a Cristo mismo. Este aspecto—más profundo—del misterio mariano es tam­bién la clave para comprender la diferencia básica entre la actitud de los católicos y la actitud de los protestantes con respecto a María: claro indicio de que está en el corazón mismo del concepto cristiano de la redención.

2. LA MATERNIDAD VIRGINAL DE MARÍA LIBREMENTE

ACEPTADA—CON RESPECTO A TODOS LOS HOMBRES: LA

SIGNIFICACIÓN PROFUNDA DE SU "FIAT" DE ACEPTACIÓN

DEL MENSAJE

Con su fíat de aceptación, María permitió que el Redentor se le entregara. La sublimidad de la mane­ra con que María fue redimida, se hizo patente por

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128 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

el hecho de que María fue redimida en insondable fe: en una fe que se hizo manifiesta en la concepción corporal del don del sacramento primordial, que es el Dios-hombre mismo: Jesucristo.

Sin embargo, hay más con respecto a la sublimidad de María. Y esta sublimidad la hallamos en la calidad única del objeto de su positivo asentimiento: con la cual se hallaba en consonancia la excepcional profun­didad de su fíat: de ese asentimiento con el que Ma­ría correspondió plenamente.

a) La Madre de Cristo, Cabeza de toda la humanidad

Así, pues, María, de quien nació Cristo como ver­dadero hijo de Adán (Lucas 3, 38; véase 23-38), es el anillo por el cual la humanidad santa y redentora de Cristo se vincula con nuestra humanidad. Gra­cias al asentimiento positivo de María al mensaje angélico, Dios—como hombre—fue genuinamente ex hominibus assumptus, ex stirpe Adam: fue de nuestra generación de Adán, es decir, fue verdadero hombre. En sentido concreto, la encarnación es la redención en principio, porque Cristo—por definición—es Dios encarnado. La significación concreta y el designio de la encarnación, según la intención de Dios, es la re­dención por un hombre que había sido llamado por vocación divina a esta tarea de ser representante de todo el género humano. Como hemos afirmado ya, Cristo es—por vocación—el representante de toda la comunidad humana. La encarnación divina es, en sentido concreto, un acontecimiento religioso y sobrenatural, el ofrecimiento (hecho a todos los hom-

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 129

bres) de la vida divina en Cristo, el verdadero Hijo de Dios. Este ofrecimiento se aplica a todos los hom­bres. La razón de esto es que Cristo es, por vocación, la cabeza de todo el género humano. Y, además, que él revela—en su manifestación humana concreta— la vocación de todo el género humano. Este ofreci­miento ha de ser, y ciertamente lo es, un ofrecimien­to real, en virtud del hecho de que Dios se convierte en uno de nuestros semejantes. Así, pues, la encar­nación de Dios implica, en sentido concreto, una vocación real, espiritual y sobrenatural, que es diri­gida por Dios hacia todos los hombres. La realidad de esta vocación no hemos de buscarla en un "decre­to divino" extrínseco. Por el contrario, la manifes­tación concreta del Dios-hombre mismo (Dios mis­mo como ofrecimiento, en el hombre Jesucristo, a todos sus hermanos los hombres) constituye esa rea­lidad. El principio fundamental en el que se basa toda la enseñanza de los Padres y de los Escolásti­cos de la Edad Media, es que Dios se hizo hombre para que el hombre fuera deificado.

De esto se sigue que María, en su fiat de acepta­ción al mensaje angélico, dio su libre consentimien­to para convertirse en la madre de Cristo, represen­tante de toda la humanidad. Esto constituyó la base de su maternidad espiritual libremente aceptada, con respecto a todos los hombres. María se convirtió en la madre de la vocación de todos los hombres, en la madre de la vocación que se nos ha revelado en el Dios encarnado. La unidad de todo el género huma­no puede existir esencialmente, tan sólo en una uni­dad establecida en una comunidad de personas, to­das las cuales estén henchidas de una misma voca­ción. La vocación singular y unificadora, común a

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130 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

todos los miembros de esta comunidad, que se dio a todos los hombres en Adán y que él posteriormente perdió, quedó renovada históricamente de manera sublime en el Dios-hombre Cristo, y quedó restable­cida en un nivel mucho más profundo. Como madre de Cristo, que encarna—tangible y visiblemente—esta vocación de todos los hombres, María es también la madre de esta comunidad personal de seres huma­nos en cuanto a la realización del destino de su vida. Así, pues, podemos pretender que, por la significa­ción esencial de su maternidad concreta, María es ya fundamentalmente, la madre de todos los redi­midos.

b) El sentido del estado virginal de María,' en su maternidad con respecto a todos los

hombres

Esta visión de la maternidad de María puede mos­trarnos también una nueva perspectiva de su virgi­nidad, y puede revelarnos su significación profunda. ¿Cuál es, pues, esta nueva significación que el es­tado virginal de María adquirió después del mensaje angélico? El sentido es que llegó a ser una virgen en maternidad; que su maternidad fue una mater­nidad virginal. No es que María fuese virgen y, a pesar de ello, fuese también madre. Sino que fue madre y virgen, una virgen-madre. María prolongó el don celestial de su maternidad virginal, extendiéndolo a un estado de celibato, que ella tomó libremente sobre sí. El único designio de María, como madre, era pertenecer exclusivamente al Redentor. Cuando concibió a Cristo en su seno, no fue un acto de

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 131

procreación, no fue el resultado de un amor entre un marido y una mujer, no fue la marca y sello de su mutuo cariño. Sigúese, pues, que la concepción de Cristo por parte de María no implicaba, ni mucho menos, una "posesión" de su Hijo, como una madre "posee" o "tiene" al hijo a quien ha concebido como resultado del amor mutuo que existe entre ella y su esposo. Sino que implica que María concibió a Cristo y se convirtió en la madre del Mesías, en beneficio de toda la humanidad: "por el reino de los cielos" 23. Al convertirse, pues, en madre de un hijo, María per­tenecía absolutamente, y como virgen, a Dios. Por tanto, la maternidad virginal de María es esencial­mente un acontecimiento religioso y apostólico. El estado virginal de la maternidad divina de María, considerado como un aspecto de esta maternidad, sir­ve para acentuar el hecho de que María se convirtió en la madre de Cristo, precisamente para beneficio de todos los hombres.

Lo que nos sorprende, en relación con esto, es que la redención sujetiva de María estaba ya desplegan­do señales—en este punto—de su cooperación direc­ta en la redención activa de Cristo en beneficio nues­tro. María concibió al Redentor como a su propio Hijo, en beneficio de todos los hombres. La primera purte de esta proposición—lo de que María concibió 11 "Cristo, el Redentor, como a su propio Hijo"—indi-

•• Ruta concepción del estado virginal de la maternidad de Ma-11u lun parece a mí que es más convincente que la concepción MMlnnlriu por muchos otros teólogos. Es imposible evitar la im-lii'Mlóii, en relación con muchas de esas otras opiniones, de que In* i-eluciones conyugales, aun en el caso de esposas de excep-nloiml wintidad, fueran—hasta cierto punto—menospreciables, nomo "Higo que no estuviera completamente al abrigo de todo rniroulis".

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132 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

ca claramente la sublimidad no sólo del don obje­tivo de la redención que María había recibido, sino también la sublimidad de su cooperación sujetiva en su propia redención (véase la sección anterior de este capítulo). La segunda mitad de la proposición—lo de que María concibió a Cristo "en beneficio de to­dos los hombres"—señala la función apostólica y sal­vadora con respecto a nosotros: esa función que es­taba implicada en el sublime estado de redención de María, tanto en la redención objetiva como en la sujetiva.

Para María no hubo la menor necesidad de ser explícitamente consciente de todas estas implicacio­nes a fin de que, desde el primer momento, la ma­ternidad de María con respecto a nosotros fuese una aceptación consciente de, o un libre compromiso per­sonal para esta especial función, dentro del plan de la salvación. Indudablemente, María sabía—con con­ciencia explícita—que su Hijo iba a ser el Mesías, el Redentor de Israel y de la humanidad. Este conoci­miento le bastó a María para confiarse a su tarea, para comprometerse en ella: una tarea que, al mis­mo tiempo, era una tarea apostólica.

c) La comunión personal de María con Cristo en el acontecimiento histórico de

la redención

Estas dos concepciones que acabamos de esbozar, podremos verlas en todas sus dimensiones si exami­namos más de cerca la calidad única del objeto del asentimiento positivo de María a la redención, en el momento del mensaje: por contraste con el objeto

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 133

de nuestro asentimiento a la redención traída por Cristo. Este objeto es el acontecimiento histórico de la redención, que ha de cumplirse objetivamente en Cristo. En virtud de la redención que habría de ve­nir, es decir, por gracia, el fiat mariano de acepta­ción del mensaje angélico condicionó realmente la redención objetiva en su cumplimiento sacramental e histórico, en el nivel del desarrollo histórico del plano de la salvación. La calidad única de este obje­to de la redención sujetiva de María contiene, pues, la implicación de que el fiat de María proporcionó simultáneamente la potencialidad objetiva de la sal­vación de toda la humanidad. María, por tanto, no es del mismo orden o estado que los hombres, sus hermanos corredimidos, los demás creyentes. En la frase que fue objeto de nuestro estudio en la sección anterior, el acto de fe de María brotó, no simple­mente como un elemento que contribuyó a la dis­pensación de la gracia redentora, sino como un mo­mento crítico que formó parte constitutiva de la re­dención objetiva de Cristo. En la anunciación, Ma­rta dio su consentimiento consciente al Mesías, al Salvador de su pueblo, aceptando de este modo—con la fe y físicamente—el cumplimiento del aconteci­miento objetivo de la redención, en beneficio de to-(Um los hombres, y condicionando, por tanto, este acontecimiento en el plano histórico. María, pues, UeKrt «• estar asociada a la redención traída por Cris-In minino.

Hln embargo, no deberíamos jamás perder de vis­ta quti lu cooperación directa de María en la concre­ta rnoiirnaclón redentora de Dios se cimentó sóli-«lummito on la base de la concepción y recepción ac-II v« de Nuestra Señora. Su aceptación personal y

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134 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

santa de la maternidad fue efecto anterior de los méritos de las acciones humanas de Cristo. De este modo, el Dios-hombre, Jesucristo, penetró en el co­razón mismo de la maternidad concreta, a la que María había sido llamada por Dios solo. El carácter meritorio de María no podemos disociarlo, en modo alguno, de los superabundantes méritos de Cristo mismo. Así que, en el plano de la redención (en su sentido histórico concreto), María no aparece nunca como un segundo principio de redención. Y nunca está—en este sentido—en paralelismo con Cristo.

Empero, está bien claro que la concepción y recep­ción activa—por parte de María—del Redentor no sólo implicó cooperación con respecto a su sublime "redención sujetiva" (de María), sino también coope­ración en la redención objetiva de Cristo en favor de toda la humanidad. Esta última cooperación fue resultado, asimismo, de su concepción y recepción —espiritual y corporal—de Cristo. El fiat con que Ma­ría aceptó el mensaje que le anunciaba la encarna­ción y, por tanto, la redención, fue una apropiación consciente y libre de su propia redención cristiana (=po r Cristo), y —al mismo tiempo—formó el ele­mento constitutivo de la redención histórica de toda la humanidad: redención que fue llevada a cabo por Cristo.

Ya hemos aludido con frecuencia a la manera de la redención de María. Y por "redención" hemos en­tendido la redención sujetiva de María, no sólo con respecto al don objetivo de la gracia, sino también con respecto a la apropiación libre y personal que María hizo de ese don. Ahora podremos ver ya la su­blimidad de la redención de María (entendida en este sentido) en sus verdaderas y plenas dimensio-

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 135

nes. Para decirlo con otras palabras: podremos ver a María como el principio receptor y cooperador de nuestra redención. Por ello entendemos, en primer lugar, en su concepción y receptividad activa, el prin­cipio cooperador en la "redención objetiva", porque María estuvo envuelta personalmente en la realidad objetiva de nuestra redención por medio del hombre Jesús, y estuvo asociada en el hecho objetivo del es­tado de redención de toda la humanidad: de esa redención llevada a cabo—en principio—en Cristo. Esta idea podemos expresarla también de la siguien­te manera: la humanidad, en sentido real, fue re­conciliada con el Padre, no sólo en Cristo como re­dentor, sino también en María como primer fruto de la redención, como la primera entre los redimi­dos. En segundo lugar, lo que entendemos al decir que María es el principio receptor y cooperador de nuestra redención, es que María fue el principio re­ceptor y cooperador en nuestra redención sujetiva, tanto en su aspecto de don objetivo como en nuestra apropiación personal y meritoria del don.

Así, pues, con respecto a María, su recepción espi­ritual y concepción corporal de Cristo podemos con­siderarlas como un don para nosotros. Al permitir María que el Salvador se le concediera a ella, en su pura concepción del Hijo de Dios, ella nos dio al úni­co Mediador, Jesucristo, que fue—él mismo—gracia. Al mismo tiempo, María permitió que el Salvador se le entregara a ella, y a toda la humanidad. Y, de este modo, María se convirtió—todavía en el plano de la cooperación receptiva—en "oboediens, et sibi et uni­verso generi humano causa facta est salutis" 2i, en

« ST. IBENAEUS, Adversus Haereses, III, 22, 4 (PG-, 7, col. 959).

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1 3 6 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

asociada en el misterio redentor de Cristo y en colaboradora en nuestra redención. Y esto, precisa­mente en y por medio de su sublime apropiación per­sonal de su propia redención sublime. La superabun­dancia de lo que María obtuvo de Cristo, fue causa—en ella—de la superabundancia de sus méritos. En la fe María concibió a Cristo, que era Dios hecho hombre en su seno, el sacramento primordial y el único ori­gen de la salvación. Para María, "tener un niño" sig­nificaba dar al mundo un Niño divino. Por esta razón, María no es sólo la universalmente redimida, el pro­totipo de toda la humanidad redimida y de la Iglesia. Sino que María es también, por razón de su materni­dad—libremente aceptada—con respecto a Cristo, el cual es, por su vocación, la cabeza de toda la humani­dad, María es—decimos—fundamentalmente la madre de toda la humanidad redimida. Más aún, María no es sólo la madre de todos los cristianos, sino también la madre de todos los que no son todavía miembros de la Iglesia cristiana. Ella es la madre de todo apos­tolado y de toda misión. Ella es la madre de todos los hombres, porque estuvo asociada en la obra obje­tiva de la redención, la cual se aplica a todos los hombres.

Es importante y, ciertamente, necesario afirmar el papel directo de María en la redención objetiva y, al mismo tiempo, insistir en que, una vez presu­puesto este papel directo, sólo podremos evitar el conflicto interno entre la afirmación de que María fue—también ella—una persona redimida, y la afir­mación de que María tenía esta función con respecto a nosotros, sólo podremos evitar este conflicto in­terno, repito, si el papel de María en la redención objetiva fue una cooperación basada en pura recep-

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 137

tividad (por la calidad única de su objeto, al que el fiat de María—con sus profundas y excepcionales im­plicaciones—correspondió plenamente) fue también una "concepción" o recepción excepcional y universal, que se extendió en su influencia total a todos los hombres.

3. LA COMUNIÓN PERSONAL DE MARÍA CON CRISTO EN EL OFRECIMIENTO QUE EL HIZO DE

sí MISMO EN LA CRUZ

Una posible objeción contra lo que hemos dicho anteriormente, y que hemos de considerar, es que un papel directo en la encarnación de Dios, aunque esté basada en pura receptividad y tenga influencia uni­versal, no implica necesariamente un papel en la muerte redentora de Cristo: y que, por esta razón, no es posible considerar a María como la madre del cuerpo místico (el cuerpo que recibió el ser por la muerte sacrificial de Cristo), a no ser en sentido muy remoto. Esta afirmación, a mi parecer, no está jus­tificada. Y no lo está por las siguientes razones.

a) El consentimiento de María—en la je—al mensaje, como aceptación implícita

del sacrificio de la Cruz

La encarnación de Dios, contemplada en su reali­dad concreta, es esencialmente redentora. No cono­cemos ninguna otra verdadera encarnación divina.

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María se convirtió en la madre del Mesías, del Ebed Yahvé, del siervo de Dios, cuya venida había sido vaticinada por la Escritura. Toda la vida de Cristo fue esencialmente una reparación de la pecaminosi-dad humana, una redención; y la muerte de Cristo en la cruz constituyó el punto culminante hacia el cual estaba dirigida internamente, desde su primer comienzo, la vida divina y humana de redención, la vida de Jesús. Su muerte sacrificial estuvo presente, en forma embrionaria, en el primerísimo instante de su existencia. Esta meta última fue formulada en términos más concretos y sus implicaciones fueron explicadas más claramente por Cristo mismo, en las frecuentes alusiones que hizo a su "hora". Pero tan sólo hacia el fin de su vida. María no lo supo cons­cientemente, en el momento del mensaje angélico. Ni tenía necesidad de saberlo. En la fe, aceptó ella libremente al Mesías, al Redentor. Y esta aceptación explícita incluía todas las condiciones que Dios pu­diera imponer subsiguientemente en la vida del Me­sías. ¿Cuáles serían esas condiciones? María las iría aprendiendo, paso a paso, durante la vida de su Hijo. Su respuesta positiva al mensaje—una respuesta dada en la fe—significó que ella estaba dispuesta a so­meterse, en la fe, a todo lo que pudiera ocurrir, al elemento incalculable, a todas las posibilidades últi­mas del plan divino. Desde el punto de vista objeti­vo, este elemento incalculable era la crucifixión. Sin embargo, la profundidad virginal del asentimiento creyente al mensaje, capacitó—sujetivamente—a Ma­ría para seguir estando abierta a toda posibilidad divina. Esto constituyó su consentimiento implícito dado a la crucifixión. Su aceptación explícita del Re­dentor del mundo, en beneficio nuestro, constituyó

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 139

—al mismo tiempo—su libre consentimiento a los su­frimientos que el Mesías iba a padecer por amor ha­cia nosotros. Esta apertura básica, presente en la aceptación con que María acogió la oferta de mater­nidad con respecto a Cristo, y su consiguiente ma­ternidad con respecto a todos los hombres, que es­taba implicada básicamente en su maternidad de Cristo (véase pp. 123 ss.), significa que María estaba orientada también internamente hacia un consenti­miento ulterior y explícito al sacrificio de la cruz. Por tanto, María—en sentido fundamental—fue la madre espiritual del género humano en cuanto redi­mido por la cruz, incluso en el momento de la anun­ciación.

b) La comunión explícita de Maña con Cristo, en el ofrecimiento que El hizo de

sí mismo en la Cruz

Dirijamos ahora nuestra atención hacia la comu­nión de María en el sacrificio de Cristo al pie de la cruz. Precisamente por su estado de inmaculada, está bien claro que el sufrimiento de María no se debió al castigo por pecados personales. Lejos de eso, re­presentó una experiencia integral, una encarnación de su redención sujetiva en el sentido específicamen­te cristiano. Esta perspectiva puede revelarnos las profundas implicaciones del papel de María durante la crucifixión. Su comunión con los sufrimientos de Cristo dio completa explicitación a aquella frase ini­cial: "¡Hágase en mí según tu palabra!" El objeto del martirio de María fue el martirio del Redentor mismo. Como madre, su sufrimiento fue el sufrimien-

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to de Cristo. Por tanto, su comunión con Cristo es­tuvo determinada históricamente por el sacrificio de Cristo en el momento histórico de su cumplimiento. En este sentido, María (y sólo María) estuvo directa­mente envuelta en el acto redentor de Cristo.

Con amor sacrificial, María consintió expresamen­te y dio su asentimiento a la pasión y muerte de Cristo. Con ello, el aspecto de su apropiación suje­tiva de la gracia de la redención adquirida en la crucifixión, adquirió plena y consciente expresión. A este respecto, el amor sacrificial de María es—al mis­mo tiempo—la continuación explícita de su inicial concepción corporal y recepción espiritual del Re­dentor, en beneficio de todos los hombres. En el sa­crificio y en el sufrimiento con Cristo, María aceptó explícitamente—en este momento—la redención de la cruz. Y lo hizo por amor de todos los hombres. Ya que esta aceptación activa constituía la explicación de su anterior acto de aceptación y recepción de Cristo. En el plenísimo sentido, María fue la madre no sólo de Cristo crucificado, sino también del cuer­po místico de Cristo: de ese cuerpo que recibió exis­tencia por la crucifixión. Por este motivo, el Papa Pío XII pudo decir, en su encíclica Mystici Corporis, que la comunión de María con los sufrimientos de Cristo al pie de la cruz dio a María un "título reno­vado" de su maternidad para con nosotros: un nue­vo título, derivado de la continuación explícita de su fiat completamente abierto a la implicación vital, viviente, contenida en el mensaje angélico: mensaje del que ella—en su aceptación inicial del misterio total—no era consciente en toda su concreta poten­cialidad futura. La concepción y recepción, por parte de María, del Dios-hombre Cristo constituyó la base

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profunda de esta maternidad intensificada. Todos nosotros, como cristianos, hemos nacido de este mu­tuo amor sacrificial y doliente, entre Jesús y su ma­dre. Así, pues, lo que comenzó como el consentimien­to de María a la maternidad divina del Redentor, el cual fue el representante de todo el género humano, se cumplió aquí en amor sacrificial.

4. MARÍA Y SU "CONSTITUCIÓN EN PODER":

LA GLORIFICACIÓN DE LA MADRE DE TODOS

LOS HOMBRES

"...Cristo, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios. Sino que se despojó de sí mismo, tomando condición de siervo, hacién­dose semejante a los hombres y apareciendo en su porte como hombre; y se humilló a sí mismo, obede­ciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le exaltó y le otorgó el Nombre que está sobre todo nombre. Para que... toda lengua confiese que Cristo Jesús es el Señor" (Filipenses 2, 5-11). La dig­nidad y poder del Redentor como Señor—su "venida en poder", como la llama San Pablo (Romanos 1, 4)— es el elemento más profundo del misterio pascual. Pascua: su resurrección, su ascensión y su "estar sen­tado a la derecha del Padre", es decir, la entrada triunfal en las prerrogativas soberanas de Dios. Aun­que Cristo fue el Mesías desde su nacimiento, sin embargo, su función salvadora—como Mesías—fue una realidad que fue creciendo en él. Su muerte me-siánica le capacitó para alcanzar la cumbre de su

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mesianismo en la resurrección. Y la resurrección lo convirtió en Kyrios.

Lo curioso, en relación con esto, es que Jesús, du­rante aquella fase de su existencia que podríamos lla­mar su kénosis (para decirlo con otras palabras: du­rante su vida terrena), estuvo trabajando—como quien dice—"a media máquina". Durante años estu­vo instruyendo y educando a sus Apóstoles. Sin em­bargo, ellos dieron claras señales de no haberle en­tendido. Y no le entendieron siquiera en el momento de su muerte. Pero, desde el momento en que Cristo —en su resurrección—recibió la plena medida del Es­píritu Santo (es decir, tan pronto como Cristo "fue constituido en poder"), los Apóstoles—como quien dice—cambiaron "de un plumazo". Y cambiaron, por­que Cristo les envió el Espíritu Santo. Se bautizaron unas tres mil personas, según los Hechos de los Após­toles, después del primer sermón de Pedro (Hechos 2, 41). "Exaltado por la diestra de Dios, y habiendo recibido del Padre la promesa del Espíritu Santo, ha derramado esto [sobre nosotros] (Hechos 2, 33). Cris­to, por su resurrección, se convirtió en "espíritu que da vida" (I Corintios 15, 45; véase también II Corin­tios 3, 17). Y San Juan, en la siguiente frase, nos da el fruto de sus meditaciones: "Cuando yo sea levan­tado, atraeré a mi todas las cosas" (Juan 12, 32).

Asi, pues, por los testimonios de la Escritura está bien claro que la plena medida del poder mesiánico de Cristo llegó a él con esta resurrección. "Y Cristo, en los días de su carne..., por lo que padeció apren­dió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado [glorificado], vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen" (Hebreos 5, 7-9). El

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pleno poder y eficacia de su sacrificio de reconcilia­ción llegó con la Resurrección.

María, por ser la asociada maternal en la actividad redentora de Cristo, participó del poder de éste como Señor. Y participó en virtud de su asunción a los cielos. La resurrección de María es la "constitución en poder" de su maternidad con respecto a todos los hombres. La intercesión de María en apoyo nues­tro, en los cielos, no podemos concebirla como un pálido reflejo—acá en la tierra—de su participación en la redención. María, en el cielo, es nuestra madre "en poder": exactamente igual que Jesús, en el cielo, es el "Hijo de Dios en poder" (Romanos 1, 4). La rea­leza de la Virgen María es el fruto último, la coro­nación, no sólo de la redención, sino también de su papel (del papel de María) en la redención. La rea­leza de María es su participación en la glorificación de su Hijo "que está sentado a la derecha del Pa­dre": de aquel Hijo que fue el Redentor de ella y el Redentor nuestro. La introducción, por Pío XII, de la nueva fiesta de la realeza de María, fue resul­tado directo del dogma de la Asunción, y, al mismo tiempo, una afirmación implícita de la función de María en la redención.

La glorificación de María, o su "constitución en poder", fue también su entronización como madre. Este poder celestial sigue estando confinado esen­cialmente a su función maternal, y es eficaz dentro de la misteriosa relación que existe entre la Madre glorificada y el Kyrios, su Hijo, Jesús, ante cuyo nombre "se doble toda rodilla en lo más alto del cie­lo, en la tierra y en los abismos" (Filipenses 2, 10).

Para María, esto es pura gracia y elección. Pero es también el reconocimiento, por parte de Dios, del

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compromiso de fe de María, acá en la tierra: de su compromiso como madre. Y es, igualmente, la gene­rosa recompensa divina por la vida de sacrificio de María. En el cielo, María—ya glorificada—continúa su tarea maternal, comenzada acá en la tierra.

CONCLUSIÓN : LA COMUNIÓN—SUMAMENTE ÍNTIMA—DE MARÍA CON EL REDENTOR EN SU OBRA SALVADORA EN LA TIERRA Y EN SU

DISPENSACIÓN DE GRACIA EN EL CIELO

El análisis que acabamos de hacer no puede menos de conducir al creyente a la afirmación positiva de que el papel de la Madre de Dios en la redención objetiva (redención proporcionada al mundo por sólo el Dios-hombre Cristo) fue directa, puramente recep­tiva y, por tanto, universal en su influencia. El cre­yente no podrá menos de reconocer, además, que hubo consecuentemente una cooperación, por parte de María, en nuestra redención sujetiva, la cual —después de todo—no es ni más ni menos que la meta última, el fruto maduro, de nuestra redención objetiva. Tan sólo refiriéndonos a una universal co­operación por parte de María, por vía de pura recep­tividad, podremos—e, indudablemente, estaremos obligados a—afirmar que María cooperó directamen­te en la redención, porque una cooperación de esta clase posee verdadero y esencial valor por sí misma, y es inherentemente eficaz, pero no es eficaz en adición a la actividad redentora de Cristo, que es el único Me-

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diador. María fue la universalmente receptiva, la universalmente redimida. Y de este modo participa ella de nuestra redención. Más aún, tan sólo consi­derando a esta luz la función de María, podremos evitar el llegar a una falsa conclusión, derivada del principio de que principium meriti non cadit sub mé­rito, a saber, que María, por haber sido plenamente redimida, no podría ser co-principio de la redención. Tan sólo si acentuamos que la cooperación de María fue puramente receptiva, y comprendemos esta co­operación como la comunión de María con Cristo re­dentor, que es el único Redentor, podremos evitar la interpretación de que cualquier forma de cooperación en la redención, por parte de María, sería absurda. Pero hemos de tener bien presente que la redención divina de la humanidad sigue siendo una redención que debía ser libremente aceptada por el hombre, y es—por tanto—una redención humanamente meri­toria. Para expresarlo de otra manera: no debemos perder jamás de vista que ha de haber una acepta­ción personal de la redención. Si no perdemos de vista tal cosa, entonces veremos inmediatamente con claridad que el estado—sujetivo y objetivo—de Ma­ría de estar redimida constituyó la base no sólo de su actividad universal, sino también de sus méritos universales con respecto a su propia redención y a la nuestra, tanto en el sentido objetivo como en el sujetivo. Así fue en virtud de la maternidad espiri­tual y física de María, a la que ella se comprometió libremente en la fe, o, para decirlo con otras pala­bras, en virtud de la sublime manera con que ella estuvo objetiva y sujetivamente redimida: sublimi-

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dad que se derivaba de la calidad única del objeto25

de su libre aceptación, la cual—a su vez—llevaba consigo una profundidad (correspondientemente úni­ca) de su fe y prontitud para el sacrificio. La solución hay que buscarla en la receptividad puramente espiri­tual de María. Y, por tanto, en su receptividad activa. Esta receptividad sacrificial nos señala también el camino hacia una comprensión de la propiedad es­pecial de la actividad universal de María: actividad que es, en sí misma, uno de los frutos (e, indudable­mente, el fruto más importante) de la redención que fue proporcionada a todos los hombres por el Dios-hombre.

Así, pues, sigúese de ahí que no se puede tratar de considerar el papel de María en la redención como una contribución hecha juntamente con Cristo, y en adición al acto redentor de Cristo, de forma que su­pliera lo que pudiese faltar en la "suficiente" reden­ción de Cristo. Por el contrario, la conclusión que hemos de sacar es que la Madre de Dios, universal-mente receptiva—el fiat universal—lo recibió todo de Cristo en beneficio de todos los hombres. Precisa­mente porque ella poseía esta capacidad receptiva y actuó dentro de ella, y precisamente porque el objeto del fiat mariano fue único: María fue capaz de hacer pasar todo lo que ella había recibido, de hacerlo pa­sar—digo—a todos los hombres. Por esta razón, la co­munidad cristiana se lo debe todo a Cristo y a su madre, aunque en planos completamente distintos. La realidad y valor irreemplazable de la propia acti­vidad de María no queda anulada, ni mucho menos,

2« Esto es, la maternidad divina: el tener a Cristo—la Reden­ción—como su propio Hijo.

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por esta eficacia salvífica universal, basada en pura receptividad, ya que, aunque esta receptividad se de­riva de Dios—como don de gracia—, ni Dios ni el Dios-hombre pueden realizar jamás por nosotros nuestros actos personales. Yo seguiré siendo siempre el sujeto de mis propias acciones individuales. Y esta ley básica se aplica igualmente a María y a su acto libre y personal: el acto que hizo posible que Dios entrara en el mundo y cumpliera su vocación dentro del plan cristiano de salvación. Así, pues, el acto de María fue elemento esencial tanto de la redención objetiva como de la redención sujetiva.

María es, por tanto, la "madre de la gracia", la madre del Dios-hombre Cristo, el cual es el único que posee la absoluta plenitud de gracia que llegó hasta María y que llega a todos los miembros del Cuerpo Místico, aun independientemente de María. Las di­versas afirmaciones acerca de nuestra redención por Cristo como el nuevo Adán, juntamente con María como la nueva Eva, son afirmaciones que encuentran su apoyo en toda la doctrina tradicional de la Igle­sia, pero únicamente con la condición de que consi­deremos la cooperación de María como receptividad activa espiritual y física, y no como un principio adi­cional que—de alguna manera—remedie alguna defi­ciencia de la redención de Cristo. Esto me parece a mí de muchísima significación práctica para las pre­dicaciones que se hacen hoy día acerca del tema de María. Y tiene grandísima importancia para orientar en sentido verdaderamente cristiano nuestra devo­ción a María. La mediación universal de la madre de Cristo y madre nuestra no es la mediación de una cabeza en relación con los miembros, sino la media­ción de un miembro entre otros miembros: de un

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miembro que, en virtud de la manera sublime—tanto objetiva como sujetiva—de su propio estado de re­dención, es un miembro excepcional y único del cuer­po místico26. En este respecto, es decir, como madre de toda la comunidad cristiana, María está muy por encima del Cuerpo Místico. (Hagamos notar, en rela­ción con esto, que suele aludirse tradicionalmente a María como el "cuello", que une los miembros del cuerpo con su cabeza.) Su estado de estar redimida, estado que comprende una universal función salví-fica con respecto a todos los co-redimidos, convierte a María en el prototipo activo de la "comunión de los santos" redimida por Cristo. María es la umver­salmente conceptiva, el seno—seno portador de vida—de la comunidad cristiana, el tipo de la Igle­sia. La maternidad de María—esa maternidad espi­ritual y corporal—en la fe, la maternidad para la que María se comprometió libremente en la fe, constituye la síntesis de la sublime redención objetiva y suje­tiva de María. Su específica influencia y mediación de gracia con respecto a nosotros está incluida tam­bién en su maternidad.

Por eso, es imposible para nosotros reconciliar esta concepción con las concepciones de algunos teólogos que tienden a situar a María en una base completa­mente distinta dentro del plan de la salvación, e in­tentan convertirla en asociada con Dios en la obra de la salvación. El razonamiento de estos teólogos se basa en la premisa de que, aunque Cristo es verda­dero hombre, sin embargo, no es persona humana. La reconciliación implica esencialmente una reconci-

2« Véase: San AGUSTÍN, Sermo 25 de Verbis Evang. Matth.. XII, 4-50 (PL, i6, col. 938).

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Ilación entre personas distintas y separadas. Y, en el caso de la redención, esto significa una reconcilia­ción entre Dios como la parte que efectúa la recon­ciliación, y el género humano como la parte que ha de ser reconciliada. Además del sujeto divino, y—en sentido real—muy distinto de ese sujeto, fue necesa­rio, en el caso de la redención, encontrar un sujeto humano capaz—como persona humana—de represen­tar al género humano en su totalidad. Teniendo en cuenta el hecho de que Cristo, según el principio en que se basa el argumento de esos teólogos, no es per­sona humana: entonces es obvio que María debe ser esa persona.

A mi parecer, toda doctrina mariana basada en tal principio no puede menos de desembocar en un pro­fundo malentendido de la encarnación y de la única mediación de Cristo: "Porque hay un solo Dios, y un solo mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo hombre, el cual se dio a sí mismo en rescate por to­dos, de lo cual se dio testimonio a su debido tiem­po" 27. Es dogma de la Iglesia el que el Dios-hombre es una sola persona, no dos personas. Y aunque los teólogos han afirmado constantemente que no hay

2 ' I Timoteo 2, 5-6. San Pablo no piensa aquí en María, sino en los numerosos y diversos seres celestiales a los que los gnósti­cos de su tiempo consideraban como mediadores entre Dios y los hombres. Sin embargo, la Iglesia ha dado siempre Incondicio-nalmente su asentimiento a la única mediación de Cristo, de que habla San Pablo en este pasaje. La doctrina tradicional de la Iglesia no ha tratado nunca de minimizar la función única de Cristo como Mediador, apelando—verbigracia—equivocadamente al hecho de que San Pablo no constituía el final de la revelación pública, y de que San Juan, en sus escritos posteriores (que tra­t an de manera más explícita del puesto de María en el plan de la salvación) habría atenuado considerablemente lo que San Pa­blo había dicho en este pasaje y en otros pasajes semejantes.

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persona humana en Cristo, la Iglesia no ha enten­dido jamás esta afirmación en el sentido de una falta o de una deficiencia en la verdadera humani­dad de Cristo. Personalmente, la segunda persona de la Trinidad es verdadero hombre. Puesto que el Dios-hombre era, él mismo, una persona: incorporaba perfectamente en sí todo lo necesario para la recon­ciliación entre Dios y los hombres. El mismo es la re­conciliación. De lo contrario, María sería—en el sen­tido estricto de la palabra—la corredentora, como principio que se añadiera a Cristo, aunque estuviera subordinada a él. En este caso, la mariología sería completamente distinta. A María no la veríamos ya funcionar como receptividad esencial, según ha sos­tenido siempre la doctrina tradicional de la Iglesia. Considerada de este modo, María se arrogaría aque­llas esenciales funciones salvíficas que realmente per­tenecen a la humanidad de Cristo. Y entonces la hu­manidad de Cristo se disolvería imperceptiblemente en su divinidad. Como resultado de esto, es suma­mente probable que prevaleciese en la devoción po­pular a María la idea semiconsciente de que María, el ser humano, hace que Cristo-Dios se acerque más a nosotros. Este tipo equivocado de devoción a María tendría inevitablemente los más perjudiciales efectos sobre la vida sacramental de la comunidad cristiana, ya que por los sacramentos nos unimos directamente con la humanidad de Cristo y, por tanto, nos unimos con Dios.

Al refutar esta idea es necesario acentuar el hecho de que fue Jesús mismo el que primero pronunció el fíat de aceptación de la redención, en nombre de to­dos los hombres. Es Cristo y solo Cristo, y no María, quien nos representa ante el Padre. El hombre Jesús

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no sólo es la realización concreta y visible de la divi­na ofrenda de amor que hizo Dios a los hombres. Sino que él es también la absoluta y pura realización de la humana respuesta de amor que se da a esta oferta hecha por Dios. Es algo así como si Dios mis­mo se hubiera apartado de su punto de vista divino y hubiese entrado en la creación como hombre, a fin de dar—él mismo—esta respuesta a su invitación a amar, por medio de una experiencia viva y personal de las condiciones de nuestra existencia humana, con exclusión del pecado. Dios, la persona libre que nos invita a amar, es—al mismo tiempo—en su humani­dad la persona libre que acepta este amor en nom­bre de todos nosotros. Sería grave error privar a Cris­to de esta profunda realidad, para atribuírsela a Ma­ría. Eso sería desconocer las implicaciones profundas de la encarnación, porque la encarnación no puede considerarse jamás simplemente como un aconteci­miento llevado a cabo por Dios en el hombre Cristo. En Jesús, que es el Dios-hombre, la encarnación fue además un "consentimiento" en nombre de todos: de acuerdo con las condiciones impuestas por la verda­dera humanidad de Cristo. En la Carta a los Hebreos se resume del siguiente modo la vida humana cons­ciente de Jesús: "He aquí que vengo, oh Dios, para hacer tu voluntad" (Hebreos 10, 7). Cristo mismo, en nombre nuestro, pronunció el fiat de aceptación de la redención. El fiat de María—su asentimiento en la fe—fue, por otro lado, el libre consentimiento de Ma­ría a la obra de la redención, obra que había sido aceptada libremente por el Dios-hombre Cristo. Y este fiat, o asentimiento en la fe, tiene valor meritorio universal con respecto al fiat que todo creyente debe pronunciar. Por esta razón, Santo Tomás declaró:

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"El fiat dado por la Virgen María, el fiat que se es­peraba de ella en el mensaje angélico, fue un acto personal de María, y de ella sola. Pero tuvo repercu­sión sobre la salvación de muchos en el mundo, más aún, sobre la salvación de todo el género humano" 28. La colecta de la fiesta de Nuestra Señora Medianera de todas las gracias, que se celebra el 8 de mayo, ilus­tra muy bien esta doctrina: "¡Oh Señor Jesucristo, que eres nuestro mediador ante el Padre! Tú nos has dado a tu madre, que es también la nuestra, como mediadora ante ti. Haz, Señor, que todos los que acu­den a pedirte tus beneficios, tengan la alegría de al­canzarlos todos por medio de María" 29. Esta colecta afirma explícitamente que Cristo es el mediador en­tre Dios Padre y los hombres, y que María es la me­diadora entre Cristo y nosotros. Esto no implica, ni mucho menos, que nuestra experiencia de Cristo no sea directa y sin intervención. Sino que lo que impli­ca es que todo lo que tenemos que pedir a Cristo y toda nuestra cooperación con su gracia redentora está íntimamente relacionado con la verdadera prio-

3« "Consensus Beatae Virginia qul per armuntlationem requi-rebatur, actúa slngulnrls porsonae erat, ln multitudlnls salutem redundaría, lmmo totlus humanl generls" (III Sent., d. 3, q. 3, a. 2, sol. 2, pp. 125-126 en la edición de Moos). Y. en este sentido, el consensus debe entenderse como un "consensus Vlrglnis loco totlus humanae na turae" (ST, III, q. 30, a. 1). Para decirlo con otras palabras : María dio su consentimiento como madre, con el resultado de que este consentimiento tiene significación uni­versal para todos los hombres. Sin embargo, es u n consentimiento distinto del consentimiento del hombre Jesús, el cual fue repre­sentante de toda la humanidad.

29 "Domine Iesu Christe, noster apud Patrem mediator, qui beatissimam Virginem matrem tuam, matrem quoque nostram et apud te mediatricem constituere dignatus es, concede propitius u t quisquís ad te beneficia pet i turus accesserlt, cuneta se per eam lmpetrasse laetetur."

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ridad vocacional del fiat de María y con su acepta­ción del Redentor, el cual es nuestra gracia. María llegó a ser madre nuestra por razón de su vocación: una vocación que estuvo basada ontológicamente y llegó a hacerse visible en su maternidad con res­pecto al Dios-hombre, que es la cabeza de la huma­nidad. Esta vocación fue aceptada libremente por Ma­ría en su fíat, un fiat de aceptación no sólo del men­saje angélico, sino también del sacrificio de la cruz. Para decirlo con otras palabras: la maternidad de María era una maternidad comprometida, la cual—a su vez—implica una relación maternal con todos sus hijos y una permanente solicitud maternal por ellos. El vínculo objetivo que existe entre la maternidad de María y nuestras vidas como cristianos, aun antes de que nosotros lleguemos a ser conscientes de la exis­tencia de ese vínculo, tiene un carácter profunda­mente íntimo y personal en lo que a María se refiere. Y, por tanto, nunca debemos considerarlo como una relación impersonal.

María, al recibirlo todo—por vez primera—en la fe, y por amor nuestro, fue hecha capaz de pasárnoslo todo a nosotros. Podemos enunciar de la siguiente manera la función de María, aludiendo al comentario de Santo Tomás acerca del Avemaria: "La grandeza de cada santo consiste en recibir tal medida de gra­cia, que baste para la salvación de muchos. Pero ¡lo maravilloso sería ver que un santo recibiese tal gra­cia, que bastara para la salvación de todos los hom­bres del mundo! Ahora bien, eso es, ni más ni me­nos, lo que se ha realizado en Cristo y en la Santísima Virgen" 30. Una superabundancia de gracia, un reba-

*° "Magmim est in quolibet sancto quando habet t an tum de

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sar de gracia es—en sí mismo—ser una fuente de gra­cia para otros, ya que la gracia, como vida divina, nunca tiene una significación exclusivamente indi­vidual: "Todo individuo debe poner la gracia reci­bida por él, al servicio del prójimo" 31. La diferencia básica entre la superabundancia de gracia que fluye de Cristo y la que fluye de María, tenemos que bus­carla en el hecho de que Cristo es, por definición, un hombre de gracia. Cristo es, en su humanidad, el ver­dadero Hijo de Dios. Así, pues, como hombre, Cristo es Dios encarnado, y posee por naturaleza la vida di­vina. Por este motivo, tanto San Agustín como Santo Tomás dicen que la gracia de Cristo es una gracia que es suya ( = de él) "por naturaleza" 32. Por tanto, su superabundancia o desbordamiento de gracia es la pleamar del único Mediador y Redentor, el cual no sólo es activo, sino que además es "suficiente en sí mismo". Por otro lado, la sobreabundancia de gracia en María es gracia que desborda de su estado de ha­llarse objetiva y sujetivamente redimida. Representa la cumbre de su participación en la vida divina de Cristo. Este fluir de gracia hacia nosotros es el resul­tado interior del estado de María de hallarse "um­versalmente redimida", el cual estado—a su vez—se debe a la divina maternidad de María. Así, pues, su

gratla quod sufflcit ad salutem multorum. Sed quando haberet t an tum quod sufflceret ad salutem omnium hominum de mundo, hoo esset máximum; et hoc est in Christo et in Beata Virgine" (In Salutationem Angelicam, Opuse. Theol. II, p . 240, n.° 1118 en la edición de Marietti).

31 "Quia quilibet de gratla sibi collata debet próximo inservi-r e " (Santo TOMÁS, Expositio in Symbolum, Opuse. Theol. II, p . 212, n.° 975 en la edición de Marietti).

32 San AGUSTÍN, Enchiridion, c. 40 (PL 40, col. 252); Santo TOMÁS, ST, III, q. 2, a. 12.

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superabundancia de gracia es la pleamar de su es­tado de hallarse redimida.

Dentro de esta perspectiva, el hermoso título de "Omnipotencia Suplicante", que el Papa Pío XII dio a María, resume magníficamente el misterio maria-no: María fue y sigue siendo suplicante y omnipo­tente. María es suplicante, porque su causalidad con respecto a todos los hombres está basada enteramen­te en su receptividad activa con respecto a la obra redentora de Cristo. María es, al mismo tiempo, om­nipotente, por la profundidad de su pura receptivi­dad con respecto a Dios y por su consentimiento com­pleto y aprioristico dado a la omnipotencia de Dios para que salvara: omnipotencia salvadora que se ma­nifestó en Cristo. En primer lugar, la recepción espi­ritual de María y su concepción corporal del más su­blime don de la redención—Cristo mismo, concebido como su propio Hijo—constituyeron su completa con­fesión de Cristo, su total aceptación de la voluntad del Padre de redimir a la humanidad por medio del acontecimiento salvador de la encarnación, y su li­bre consentimiento—en amor sacrificial—a este acon­tecimiento divino salvador, no sólo al principio, cuan­do ella apenas se daba cuenta de las trascendentales implicaciones de este acto, sino también más tarde, a través de toda su vida en la tierra, cuando toda la profundidad de estas implicaciones se le fueron re­velando poco a poco. En segunda lugar, esta concien­cia interna (que se fue desarrollando lentamente) de su función maternal con respecto a nosotros, que a ella se le fue haciendo gradualmente más clara, se­gún el misterio de Cristo, su Hijo, se fue desplegando dentro de la historia: la condujo al punto (especial­mente al pie de la cruz y en Pentecostés) en que su

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maternidad se había convertido en una relación ma­ternal esencial y plenamente realizada con respecto a toda la Iglesia y a todos los hombres. Finalmente, en su vida glorificada en el cielo, María es ahora per­fectamente consciente de su función maternal den­tro del plan cristiano de salvación, y, viviendo en un estado de dedicación amorosa y receptividad eterna —gloriosas, triunfantes y sublimemente activas—ella está totalmente unida, en voluntad e intención, con la voluntad e intención salvífica del único salvador de la humanidad, Cristo glorificado. El término de "mediación", que se aplicó por vez primera a María a fines de la era patrística, y fue utilizado por teólo­gos bizantinos, no añade nada nuevo a esta triple afirmación. Y, así, hemos de entender el término de "mediatrix" a la luz de tales afirmaciones, y no en sentido opuesto. Esta triple afirmación, que de hecho equivale a reconocer que María ocupa una posición eminente entre todos los redimidos por razón de su comunión personal—sumamente íntima—con Cristo, que es el único Mediador.

En virtud de la prioridad universal de su sublime fíat, como respuesta libre a la gracia (para decirlo con otras palabras: sobre la base de los méritos uni­versales de María acá en la tierra, méritos que po­seían prioridad activa sobre los nuestros), María—en su estado glorificado en los cielos—ha de permanecer siempre para nosotros como un misterio de interce­sión y de mediación maternal. La intercesión univer­sal de María en favor de todos los hombres es un mis­mo y único fenómeno que su consentimiento creyente al mensaje angélico, por el cual María nos mereció la redención, en su propia manera especialmente mater­nal. Nuestras oraciones, nuestras buenas obras, nues-

MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 1 5 7

tras buenas intenciones y nuestra santidad—en una palabra, nuestra libre respuesta a la divina gracia— están comprendidas, todas ellas, dentro del gran fiat (¡hágase!), dentro de esa gran aceptación empapada úe oración, de la virgen madre de Dios. María está —como quien dice—a la cabeza de todos nosotros en todo caso de aceptación de fe, gracia o vida. María es el prototipo de todo ejemplo de respuesta a la gra­cia. Y lo que María adquiere para nosotros, como "Om­nipotencia Suplicante", es la necesidad de responder —con fe y amor sacrificial—a la gracia en todos los momentos de nuestras vidas. María es la persona um­versalmente receptiva, que está permitiendo sin ce­sar que el Redentor se entregue a ella y a toda la hu­manidad. Esta cualidad es la que constituye la base de la oración de María en los cielos en favor de todos los pecadores, y la que nos da la posibilidad de lla­marla "Refugio de los Pecadores". Su solicitud ma­ternal por la salvación de todos los hombres, como el "Auxilio de los Cristianos", se basa también en esta cualidad. Más aún, ella es el "honor y la gloria de nuestro pueblo": porque recibió espiritualmente y con­cibió corporalmente al "Redentor de nuestro pueblo", con espíritu de receptividad cooperativa y sumamente generosa en beneficio de todos nosotros.

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LA RAZÓN DIVINA DEL PUESTO QUE MARÍA OCUPA EN EL PLANO DE LA SALVACIÓN

¿Por qué Dios escogió a María? ¿Cuál fue la razón para darle ese puesto particular en su plan de sal­vación? Esta cuestión sintetiza todo el misterio ma­ñano. Constituye el punto culminante del misterio y de la doctrina de María.

Hemos indicado ya dónde estuvo situada María, el puesto exacto que ocupa en el plan divino de la sal­vación. Pero esto, indudablemente, no significa que hayamos ya completado nuestro estudio acerca del misterio de Cristo y de María. Tenemos que adentrar­nos más aún en el corazón de este misterio. No cabe duda de que la razón de Dios es únicamente Dios. Esta razón es, en primerísimo lugar, un aspecto del inmen­so amor de Dios hacia la humanidad. Es, además, una razón absolutamente independiente de toda situación creada o de toda clase de "determinismo natural". La voluntad de Dios es libre de todo "motivo" que pu­diera moverla ora desde dentro ora desde fuera, es libre de toda causa que pudiera influir en ella, y libre incluso de cualquier incentivo o condición postulada. La voluntad de Dios existe en perfecta y soberana li­bertad. Y es, por su propia naturaleza, una voluntad creadora. Dios quiere sencillamente porque quiere querer.

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Sin embargo, vemos—por otro lado—que el Dios que quiere tan libremente es un Dios bueno y omnis­ciente. Esto significa que todo acto de dispensación divina, a pesar de toda su libertad gratuita, es siem­pre un acto con sentido. En el caso particular que es­tamos considerando ahora, este acto no sólo tuvo como resultado el que María ocupase el puesto asignado a ella por Dios en el plan divino de la salvación, y a discreción de Dios. Sino que, en este caso particular, significa que ese puesto se convierte en un momento lleno de significado dentro de la totalidad de la eco­nomía de la salvación. Dentro de este contexto po­dremos aludir al motivo divino para la cooperación de María en la obra de la redención.

El núcleo de toda la doctrina mariana se contiene en esta cuestión. Y, aunque la razón divina de la elec­ción de María sea siempre un misterio insondable, sin embargo podremos explicitar—hasta cierto punto—su sentido interior e implícito. Esta es la tarea que va­mos a intentar realizar en el presente capítulo.

1. EL PRINCIPIO MARIOLOGICO BÁSICO DE LA MATERNIDAD CONCRETA, PERSO­

NALMENTE ACEPTADA EN LA FE

1. ALGUNAS OPINIONES TEOLÓGICAS

Una de las funciones más útiles que el teólogo pue­de realizar es la de tratar de establecer la conexión orgánica que existe entre los diversos misterios de la fe cristiana y, con particular referencia a María, ex-

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plicitar—en cuanto se pueda—el misterio más impor­tante y básico de todos. Una explicación de este mis­terio básico puede hacer que todos los demás miste­rios sean inteligibles dentro del contexto de la fe, y puede arrojar clara luz sobre la razón divina para la elección particular de María.

Antes de la herejía nestoriana, que negaba la ma­ternidad divina de María, los Padres de la Iglesia se inclinaron a considerar principalmente a María como la "nueva Eva" y como el "prototipo de la Iglesia". Tan sólo en el Concilio de Efeso llegó a considerarse explícitamente la maternidad de María como el mis­terio central de Nuestra Señora. Esta concepción se ha mantenido hasta el presente siglo. Sin embargo, algunos teólogos, desde Scheeben en adelante, se sin­tieron obligados a definir más exactamente esta ma­ternidad, calificándola con adjetivos tales como "nup­cial", "espiritual y corporal" o "adecuada". Este he­cho indica con bastante claridad que la maternidad, considerada aisladamente, no puede servir adecua­damente como principio básico en mariología. En los últimos años, algunos teólogos han dado un paso más todavía. Basando sus pretensiones en conclusiones sa­cadas de un estudio histórico más detallado de los primeros siglos, no sólo han reafirmado las definicio­nes patrísticas—"María, la nueva Eva", "el prototipo de la Iglesia"—, sino que, además, han propuesto de­finiciones tales como "María, prototipo de la huma­nidad redimida" y "sublimes primicias de la reden­ción". Definiciones como éstas—se afirma—deberían constituir el principio básico de toda doctrina acerca del tema de María.

No podemos menos de felicitarnos por esta reno­vada visión de María, que se remonta a los primeros

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Padres de la Iglesia, y que vuelve a acentuar inten­samente el acto de fe de María: "Lo que la falta de fe de la virgen Eva había atado, quedó desatado por la fe de la Bienaventurada Virgen María" * .Esta afir­mación concisa expresa claramente un aspecto fun­damental de la doctrina de los Padres de la Iglesia. Más aún, este énfasis en el acto de fe de María no afecta para nada, como veremos, a la posición central de la maternidad concreta de Nuestra Señora.

Otra razón de que muchos teólogos se hayan sen­tido impulsados a abandonar gradualmente la ma­ternidad de María como el principio mariológico bá­sico, es que tales teólogos han hallado muy difícil reconciliar el estado virginal de María con su poste­rior conversión a la maternidad. Si es realmente im­posible hallar la conexión orgánica entre estos dos estados, entonces sigúese de ahí que el principio ma­riológico fundamental no puede asentarse únicamen­te sobre la base de la maternidad de María.

Finalmente, algunos teólogos modernos han pre­tendido que la maternidad de María con respecto a nosotros no podía reconciliarse con su maternidad de Cristo. Muchos han intentado resolver sus dificulta-de basando la doctrina mariana en dos principios fundamentales: la maternidad de María y su parti­cipación en la redención. Para estos teólogos, estos dos principios son tan suficientemente distintos en­tre sí, que podemos considerarlos como misterios se­parados. Pero, al mismo tiempo, por el beneplácito de Dios, se encarnaron y, por tanto, se unieron en una sola persona.

» St. IRENAEUS, Adversus Haereses, 3, 22, 4 (PG, 7, col. 958).

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102 LA MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

2. LA MATERNIDAD CONCRETA—ESPIRITUAL Y

CORPORAL DE MARÍA. L A ACTIVIDAD SACRA­

MENTAL ANTICIPATORIA DE ESTA MATERNIDAD

Y SUS CONSECUENCIAS SACRAMENTALES

No pretendemos adentrarnos más en los conceptua­lismos y callejones sin salida que caracterizan a mu­chas de las concepciones esbozadas en los párrafos anteriores. Los que propagan tales concepciones, afir­man que el "concepto" de asociación o de virginidad no se incluye en el "concepto" de maternidad. Sin embargo, al pretender esto, se olvidan de que estamos tratando aquí de una realidad concreta, a la que tan sólo imperfectamente podemos acercarnos con nues­tro conocimiento conceptual. Y que, por tanto, sólo podemos explicar muy inadecuadamente. Lo que nos proponemos hacer aquí es intentar salir al paso de las diversas objeciones que se han propuesto, y tra­tar de establecer en forma positiva el principio ma-riológico básico.

En la parte anterior de esta obra hemos intentado demostrar cómo la maternidad de María y su aso­ciación en la redención no estuvieron entre sí tan separadas como algunos teólogos pretenden. Si tene­mos bien presente la calidad concreta de la materni­dad de María (María fue gobernada en todas las cosas por la dispensación y beneplácito de Dios; y el re­sultado de esto no fue que Nuestra Señora quedase dotada—como quien dice—desde el exterior, de dos atributos separados y distintos, que vinieran a reunirse en una misma persona): entonces no podemos menos de reconocer que María, como madre de Cristo, el cual

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era el representante de toda la humanidad, tuvo—al menos—algún grado de relación, por esto, con toda la humanidad que iba a ser redimida. Más aún, que­dará bien claro que la encarnación fue, en su senti­do concreto, una encarnación redentora, y que el fíat de María—su aceptación de ser la madre del Mesías— fue, al mismo tiempo, un fíat de aceptación del sa­crificio redentor de la cruz. El co-padecimiento de María al pie de la cruz fue la continuación explícita de su fiat expreso con el que había aceptado la ma­ternidad: fue un aspecto desarrollado de su mater­nidad concreta libremente aceptada.

Hemos mostrado anteriormente que el estado vir­ginal de María y su maternidad no son dos misterios separados, dos misterios—como quien dice—yuxta­puestos. Sino que la maternidad de María fue una maternidad virginal: María fue madre en cuanto fue virgen. Asimismo, hemos visto hasta qué punto, como consecuencia de todo esto, la virginidad de María nos indica un aspecto realísimo, no sólo de su materni­dad (con respecto a Cristo y a nosotros), sino tam­bién de su maternidad libremente aceptada en sen­tido concreto.

Finalmente, el énfasis particular que hemos dado a la proposición de que el principio mariológico bá­sico hemos de buscarlo en María como prototipo de la Iglesia, nos capacita para definir más exactamen­te el punto de vista expuesto en la parte anterior de este capítulo.

El fíat de María, que con tanta predilección hacían resaltar los Padres antiguos, y la maternidad, tan prominente en toda la doctrina mariana desde Efeso hasta nuestros días, no son dos misterios separados y distintos. Esto implica, por un lado, una materni-

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dad concreta, libremente aceptada en la fe, mater­nidad que, al mismo tiempo, coincide idénticamente con el estado de María de hallarse objetiva y sujeti­vamente redimida, de manera excepcional y única. La maternidad de María no fue, ni mucho menos, una maternidad abstracta. Sino que fue esencialmente, y de todas maneras, una maternidad concreta. María, por otro lado, fue también la "sublimemente redimi­da" en el sentido más completo de la palabra. Y fue sublimemente redimida, en virtud del hecho de que había sido predestinada para disfrutar el privilegio fundamental de su maternidad. Para expresar de otra manera esta misma idea: María fue, por un lado, su­blimemente redimida, en, por medio de, y a causa de su maternidad concreta con respecto a Cristo; por otro lado, María se convirtió en la madre del Cristo concreto en, por medio de, y a causa de la calidad excepcional y profunda de su fíat. Las dos maneras de considerar el misterio se hallan implícitamente la una en la otra, aunque cada una está en un plano di­ferente.

La maternidad humana no es simplemente una función biológica. La función biológica de la mater­nidad implica un compromiso personal y libre, por parte de la madre. En el caso de María, este compro­miso libre y personal para la maternidad significó que ella había aceptado sobre sí, libre y personalmen­te, una función salvadora que la vinculó, espiritual y físicamente, de manera sumamente íntima, con el Dios-hombre Cristo, el cual es la cabeza de toda la humanidad, a la que él ha venido a redimir. Y, con­secuentemente, ese compromiso vinculó a María con todos nosotros. El compromiso personal de María—su sublime consentimiento hecho en la fe—y su mater-

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nidad estuvieron, por tanto, en relación esencial el uno con el otro. Por consiguiente, la excepcional su­misión de María en la fe estuvo dirigida—esencial e intrínsecamente—hacia la ofrenda excepcional de la redención hecha en la persona de Cristo, como hijo que era del propio seno de María. La maternidad de María, por un lado, y su estado personal y sublime de santidad redimida, por el otro, no se pueden con­cebir en aislamiento recíproco. Cada uno de ellos está implicado en el otro. Y esta relación esencial que exis­te entre ambos, nos da derecho para proclamar que la maternidad concreta de María es la que constitu­ye el principio fundamental de todo el misterio ma-riano. La maternidad concreta de María con respec­to a Cristo, que es el Dios-hombre redentor, esa ma­ternidad concreta libremente aceptada en la fe (la maternidad divina plenamente comprometida): ahí tenemos la clave para la plena comprensión del mis­terio mañano y del principio mariológico básico, que se identifica concretamente con el estado único de María de hallarse objetiva y sujetivamente redimida. De esta manera, además, podemos conseguir una re­conciliación entre el intenso énfasis que los Padres de la Iglesia, antes del Concilio de Efeso, hacían en el fiat de María, y la prominencia que se da a su ma­ternidad divina en el pensamiento tradicional de la Iglesia, desde aquel concilio. Más aún, aquellos teólo­gos modernos—por un lado—que tienden a situar el principio mariológico básico en María como prototipo de la Iglesia, como la nueva Eva o la sublimemente redimida, tienden también a desatender el hecho de que todo el contenido y significación del fiat de Ma­ría, de su santidad y de su estado de redención, están determinados objetivamente por el contenido vital del

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mensaje angélico: la maternidad con respecto al Re­dentor. Sin embargo, vemos, por otro lado, que aque­llos que se adhieren a la antigua concepción, que aceptaba la maternidad de María como el principio básico, tienden a considerar esta maternidad en tér­minos demasiado abstractos e incluso, en casos ex­tremos, la consideran como una función puramente biológica. El aspecto esencial del compromiso perso­nal de María en la fe, de ese compromiso por el que aceptaba todas las implicaciones de su maternidad, no puede menos de quedar desatendido en una con­cepción tan unilateral como ésta. Finalmente, la otra tendencia moderna, que consiste en aceptar un doble principio mariológico de maternidad y de asociación, acentúa también excesivamente un concepto abstrac­to de maternidad e ignora las implicaciones concretas que se contienen en la maternidad concreta de Ma­ría con respecto a Cristo, el Dios-hombre, que fue —por vocación—la cabeza de la humanidad, a la que él estaba llamado a redimir.

Así, pues, podemos considerar a María no sólo como la persona "sublimemente redimida tanto en su as­pecto objetivo como sujetivo", sino además como el sujeto de la "maternidad libremente aceptada y per­sonalmente comprometida con respecto al Redentor". Estos dos principios básicos de la doctrina mariana son diferentes en cuanto a su formulación y acen­tuación particular, pero son fundamentalmente idén­ticos. Por eso, podemos relacionar orgánicamente to­dos los misterios marianos no sólo con el privilegio fundamental de hallarse "sublimemente redimida", sino también con el mismo privilegio, pero diferente­mente formulado, de ser una "maternidad concreta y libremente aceptada", aunque, con respecto al primer

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privilegio, hemos de tener bien presente que la su­blimidad de la redención objetiva y sujetiva de María deriva su significación concreta de su maternidad. El Papa Pío XII mostró que él estaba plenamente de acuerdo con la profundísima tradición de fe, cuan­do dijo que la maternidad divina de María era el fundamento de todos sus privilegios.

En relación con el argumento anterior, nuestra con­cepción podremos expresarla acertadamente de la si­guiente manera: María fue la Elegida. Ella fue redi­mida por su fiat—inmensamente profundo—hecho en la fe, externamente representado en su concepción del sacramento primordial universal, el santo hom­bre Jesucristo, el Dios-hombre. Para decirlo con otras palabras: María fue redimida por su maternidad, en cuanto ésta fue plenamente aceptada como un com­promiso personal y libre por parte de la madre. La concepción inmaculada de María, el estado santo en que ella vivió antes del mensaje angélico, su exención del pecado y de los deseos pecaminosos, su entera re­lación con una actitud vuelta hacia Dios, en consa­gración personal como la "esclava del Señor": todo esto fue una actividad sacramental anticipadora, ac­tividad que precedió a su concepción en la fe (fide concepit) del sacramento primordial, Cristo. Por otro lado, todo lo que siguió a esta concepción (la mater­nidad espiritual de María con respecto a nosotros, su asociación específica—como María—en la redención, su mediación co-meritoria de todas las gracias, su in­tercesión universal y, finalmente, su temprana glorifi­cación física y su "constitución en poder"): todo esto fue una eficacia sacramental subsiguiente. Así, pues, el misterio de María—la más hermosa creación de Cristo—aparece como un misterio orgánico, basado

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en el privilegio fundamental de una maternidad con­creta libremente aceptada en la fe. Este privilegio es el que nos proporciona la clave para una comprensión plena—en la fe—de todo el misterio de María.

Podemos acercarnos a este misterio desde dos pun­tos de vista diferentes. Por un lado, si nuestro punto de partida es la fe como la inspiración de toda re­cepción sacramental, tenemos que partir de la reden­ción sujetiva de María o de su libre compromiso en la fe, a fin de llegar al punto en que podamos ver cómo la apropiación personal que María hizo de su redención objetiva estuvo determinada por su mater­nidad, y recibió de ella una significación específica y peculiar de ella. Si consideramos el misterio desde este punto de vista, tenemos que aceptar como nuestro principio mariológico básico el que María es la nue­va Eva, el prototipo de la Iglesia y de toda vida re­dimida.

Por otro lado, es posible tomar el don sacramental objetivo como punto de partida para acercarnos al misterio de María. En este caso, tenemos que partir de María (de su concepción corporal de Cristo), a fin de arrojar luz sobre su participación sujetiva en su propia redención y en la de todos los hombres.

Estas dos maneras distintas de considerar el mis­terio no se excluyen mutuamente, ya que un verda­dero sacramento, en el plenísimo sentido de la pala­bra (es decir, en el sentido de sacramento fructífero), contiene en sí mismo tanto una recepción en la fe como una total sumisión en la esperanza y en el amor.

Por este motivo, una doctrina mariana compre­hensiva, que pretenda abarcar y sintetizar todos los misterios de María en un solo conjunto orgánico bajo un solo principio mariológico básico, ha de tener ple-

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ñámente en cuenta, a un mismo tiempo, el aspecto objetivo y el aspecto sujetivo de la redención. El nú­cleo esencial del misterio mariano es que María con­cibió en la fe (fide concepit), que su maternidad fue una maternidad a la que ella se comprometió libre­mente en la fe. En consecuencia, podemos considerar el misterio como un caso concreto, aunque excepcio­nal y singular, de "redención objetiva y sujetiva" que afecta a una hija particular y especial de Adán. Pre­cisamente porque el corazón y centro de la calidad única de María hay que buscarlos en su maternidad: María, aunque estaba dentro de la humanidad redi­mida, se halló—al mismo tiempo—infinitamente ele­vada sobre la comunidad de sus hermanos los corre-dimidos. Por tanto, María no es sólo nuestra herma­na, sino también nuestra madre, la madre del "Cristo total, de la cabeza y de los miembros", la madre del Creador, la "plenamente comprometida" y, por con­siguiente, la madre maternal del todopoderoso Crea­dor del universo.

2. LA MADRE EN LA IGLESIA Y MADRE DE TODO EL PUEBLO

1. LA RAZÓN DIVINA PARA LA ELECCIÓN DE MARÍA

En la parte anterior de esta obra hemos mostrado que la actividad de María se concibe únicamente den­tro del contexto de la redención aportada por solo Cristo. Pero que, no obstante, María—como la Madre

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de Dios—estuvo dotada de función salvífica universal dentro de este plan de salvación: función que sólo ella podía cumplir por razón de su calidad maternal, de su concepción corporal y de su receptividad espi­ritual. Fue voluntad de Dios el que esta calidad ma­ternal desempeñara un papel esencial en la dispen­sación divina de la gracia. En este sentido, el estado de María de ser madre de Cristo y madre nuestra ex­plica algo de la redención de Cristo, un elemento que no está explicado—él mismo—en el acto de la reden­ción de Cristo, y que no puede siquiera explicarse en dicho acto. Tal elemento es la cualidad femenina y maternal de la bondad. La bondad del amor redentor de Dios es una bondad paternal y maternal. "Con amor eterno te he amado", leemos en el Antiguo Tes­tamento (Jeremías 31, 3). El profeta Oseas describe el amor maternal de Yahvé hacia su pueblo: "Cuan­do Israel era muchacho, yo lo amé... Yo... enseñaba a andar a Efraím, tomándole de los brazos; y no co­noció que yo le cuidadaba. Con suaves brazos los atra­je, con lazos de amor; y era para ellos como quien alza a un niño contra su mejilla, me inclinaba hacia él para darle de comer" (11, 1.3.4). En Isaías halla­mos también expresiones del amor maternal de Yah­vé: "¿Acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido. Míralo, en las palmas de mis manos te tengo tatuada" (Isaías 49, 15-16). En este último pasaje, el profeta compara a Yahvé con una doncella prometida que, según la cos­tumbre de aquellos tiempos, había inscrito—tatuado— el nombre de su amado en las palmas de las manos. También Dios ha escrito nuestros nombres en la pal­ma de su mano, de tal suerte que no puede menos de

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acordarse siempre de nosotros, que somos sus amados. Estos textos indican, ciertamente, que el amor de Dios hacia la humanidad, tal como se ha manifestado en el Redentor, es verdadero amor maternal. Sin embar­go, el hombre Jesús, en cuanto tal, no puede mani­festar esa generosidad, esa dulzura, ese cariño tierno, ese "algo" que es propio de una madre. Tal manifes­tación sólo es posible en un ser femenino, maternal. Y Dios eligió a María para representar en su persona ese aspecto maternal. Tal es, según parece, la razón básica de que una mujer, una madre, haya desempe­ñado un papel en la redención. La actividad de María es esencialmente una función maternal.

No obstante, estemos completamente seguros de que la intervención salvadora de María está—¡qué duda cabe!—perfectamente sintonizada con Cristo, y que no resta lo más mínimo a la función única que Cris­to tiene como Redentor. No perdamos de vista el he­cho de que la virginidad de María forma parte esen­cial de su calidad de madre. María es una mujer y madre virgen. Como tal, el amor de María hacia sus hijos nunca es exigente ni posesivo. María no preten­de jamás reservarse para sí el amor de ellos. La úni­ca meta de su amor maternal de virgen es conducir a sus hijos hacia el amor de Cristo. Toda la solicitud maternal de María está orientada hacia Cristo.

Este amor maternal y virginal de María que trata siempre de orientar el amor de sus hijos hacia Cris­to, podríamos ilustrarlo abundantemente con innume­rables ejemplos tomados de la vida de los santos. Y también todos nosotros, en un momento u otro, ex­perimentamos algo parecido en nuestras vidas. Asi­mismo, muchos pecadores, que han perdido su fe en Cristo, siguen permaneciendo abiertos a la ternura que

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se maniíiesta en su "Madre María", y, a pesar de todo, no dejan nunca de ser "hijos de María". Siem­pre es posible que, mientras permanezcan abiertos a María, encuentren quizás de nuevo a Cristo, en el úl­timo instante. Otro ejemplo de esto es la caracterís­tica ternura de la devoción católica, en contraste con la relativa severidad de los protestantes. Es verdad, indudablemente, que una raza o un pueblo, por ejem­plo, los países mediterráneos, pueden dar su forma o colorido especial a las prácticas católicas. Y es ver­dad también que estos matices pueden deberse, y se deben frecuentemente, a una forma híbrida más que a una forma pura de devoción mariana. Pero, al mis­mo tiempo, nadie—posiblemente—podrá negar que la devoción católica, como tal, está caracterizada por la ternura, la delicadeza, e incluso por una sencillez fi­lial y amorosa. Y la única explicación adecuada de esto es que el católico va creciendo y desarrollándose en la fe, en compañía de la más amorosa y amable de todas las madres, la Mater Amabüis, ¡la Virgen de la sonrisa! El católico, que va creciendo en estrecha intimidad con María, aprende generosidad viendo el ejemplo de una bondad sin límites y casi despilfarra­dora, que envuelve todos los sacrificios marianos, in­cluso el sacrificio último de Cristo (porque Cristo en la cruz siguió siendo, por encima de todo, el verda­dero Hijo de María, y sintió el bálsamo consolador del cariño de su madre, durante la crucifixión), los envuelve—digo—con infinita ternura, y hace que, para el cristiano, la vida sea más fácil y soportable. El "yugo de Cristo no es pesado": y no cabe la menor duda de que María desempeña un papel importante en cuanto a aliviar las cargas del cristiano. No nos sorprenderá que la exclamación que acude espontánea-

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mente a los labios del cristiano, cuando se encuentra en alguna aflicción, es "¡María!" María es la que nos capacita para participar en el sacrificio de Cristo con espíritu de mansa sumisión. El creador de toda bon­dad, la Bendita Trinidad que envió a la Segunda Per­sona para redimirnos, y decretó que esa segunda Per­sona naciera—en sentido real—como Hijo de María, ¡tenía profundo conocimiento y comprensión del co­razón humano! Tan sólo contemplando juntos a Cris­to y a su madre, podremos captar plenamente la idea de la "dulzura" de la cruz. La redención, considerada a esta luz, en su pleno sentido humano, nos remonta no sólo hasta el Dios-hombre, sino también hasta la cualidad virginal, femenina y maternal de la madre del Dios-hombre. Esta perspectiva nos capacita tam­bién para contemplar la redención cristiana como la más encumbrada exaltación de la humanidad. La re­dención, llevada a cabo por Dios mismo a través de la naturaleza humana, es plenamente humana porque nos fue dada por el hombre Jesús y por su madre y madre nuestra. La mujer desempeñó un papel esen­cial en el primer pecado y en la caída. La nueva Eva cumplió una función femenina sublime en el plan de la redención. "Los creó hombre y mujer." María es la dulzura del cristianismo: "Vida, dulzura y esperanza nuestra."

María fue la madre de Jesús. Esto significa que Je­sús, en cuanto hombre, fue criado por María y por José. Esto es, indudablemente, un gran misterio, y muy difícil de entender para la mente humana. Sin embargo, hemos de afirmar el dogma de que Cristo fue verdadero ser humano, y de que—como tal—tuvo que ser criado y educado (en el más estricto sentido de la palabra) por su madre. Las cualidades humanas

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y el carácter de Jesús se formaron y fueron influen­ciadas por las virtudes de su madre. Y cuando la Es­critura nos dice que Jesús pasó por tierra de Israel haciendo el bien en derredor suyo, y nosotros nos damos cuenta de que esa bondad humana fue el amor de Dios traducido a expresiones humanas, hemos de reconocer—además—que María tuvo también su par­ticipación maternal en la interpretación cristiana de ese amor de Dios. Es una experiencia humana general el que los rasgos de la madre se reconozcan en el hijo. Y así ocurrió también en el caso de María y Jesús. La función de María en la encarnación no quedó com­pleta después de haber nacido Jesús. Fue una tarea continua, que llevaba consigo la formación humana del muchacho, según iba creciendo de la niñez a la adolescencia, y de la adolescencia a la adultez. La ma­nera concreta con que esto se fue efectuando, es algo que queda oculto a nuestros ojos. Tan sólo María co­noció los secretos de la educación de Jesús, y los con­servó en su corazón. María, su madre, conservó el secreto de los primeros balbuceos de Jesús, y los iba meditando en su corazón. Y no podemos dudar de que la primera palabra que Jesús pronunció cuando niño, fue: "¡mamá!"

Los teólogos se angustian constantemente por con­finar la actividad maternal de María y reducirla a fór­mulas teológicas. Se afanan por medir con toda exac­titud la participación de María en la redención, y por compararla—hasta en los más pequeños detalles—con la actividad redentora de Cristo mismo. Pero, difícil­mente podrías responderme, si yo te preguntara: "¿De quién podemos afirmar que depende últimamente la vida de familia: del padre o de la madre?" Sería bas­tante difícil dar respuesta clara a esta pregunta. En

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la familia, las relaciones entre el padre y la madre están tan delicadamente entretejidas, que nunca po­dremos deslindar nítidamente ni calcular separada­mente el papel desempeñado por cada uno de los pa­dres. El padre y la madre están indivisiblemente uni­dos. Y lo que Dios ha unido, el hombre no podrá se­pararlo. La paternidad del uno está asociada con la actividad maternal de la otra. Y ésta, a su vez, se identifica con la admirable actividad del padre, a la que la mujer apoya con toda su ternura maternal. Lo que hace el padre, lo hace también la madre, pero de manera maternal. La presencia de la madre está tan impregnada de presencia maternal, que la sentimos aun en el hogar vacío. Es una atmósfera inexpresable, que envuelve y calienta a todos los que viven en ella y la respiran.

Algo de esto sucede en la vida de su familia, de la familia de Jesús y María, que es la Iglesia. Cristo y solo Cristo—y Dios en su humanidad—fueron respon­sables de todo. Pero, en la Sagrada Familia, María llegó a ser la parte maternal, con el resultado de que todo lo que ocurrió en la familia, quedó afectado por la cualidad maternal de María. Considerando las co­sas a esta luz, podemos afirmar que María fue respon­sable también de todo, como Madre que era del Re­dentor y de la redención. La redención de Cristo nos fue ofrecida por Cristo en su Iglesia, saturada—como quien dice—de esta cualidad maternal. Así, pues, todo el ser de María, toda su actividad, redundaba en esto: como madre, ella estaba convirtiendo constantemente en expresiones maternales todo lo que Cristo pensaba, deseaba, sentía y hacía, con respecto a nuestra sal­vación. Este proceso de conversión continúa aún, ¡ qué duda cabe! María es la traducción y expresión eficaz

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—en términos maternales—de la misericordia, gracia y amor redentor de Dios, que se nos manifestaron (en forma visible y tangible) en la persona de Cristo, Re­dentor nuestro. Su poder maternal, María lo sacó del hecho de estar tan cercana a Cristo, que era su pro­pio Hijo, su Redentor y el nuestro, y que emanaba poder. Esto no diñere, ni mucho menos, de la activi­dad normal de Cristo. Pero, en el caso de María, con­tenía un elemento único e irreemplazable, ya que im­plicaba su participación (de María) como madre de él (de Jesús).

Esto nos puede ayudar también a entender el des­arrollo dogmático del misterio mañano. La realidad concreta, expresada con gran sencillez por el escueto hecho bíblico: "María, la madre de Jesús", abarca todo el dogma mariano. Todas las demás definiciones de fe que se refieren a María, no hacen más que deta­llar o desplegar la riqueza incluida en esta materni­dad concreta.

Por lo demás, la maternidad no se reduce única­mente al instante del alumbramiento. Es un largo proceso, un desarrollo hacia una plena maternidad durante toda la vida: un desarrollo en el cual la ple­na y madura maternidad se alcanza únicamente por la acción y la reacción entre la madre y el hijo. Por tanto, la maternidad divina de María, su comporta­miento maternal hacia Cristo, Salvador nuestro, y por consiguiente su maternidad espiritual hacia nos­otros, no pueden reducirse a la fe y al amor de un solo instante. Son una realidad progresiva. Nuestro estudio nos permite esquematizar esta evolución ma­terna de la siguiente manera:

Su inmaculada concepción y su vida virginal pre­pararon a María para su ulterior maternidad pura y

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para su actividad maternal en servicio del Reino de Dios. Su asentimiento al mensaje angélico convirtió realmente a María en la madre del Dios-hombre, nuestro Redentor, y de este modo la convirtió inme­diatamente en la madre espiritual de toda la huma­nidad que aguardaba la redención de Cristo. La co­munión maternal de María con su Hijo crucificado, nuestro Redentor, la convirtió inmediatamente en la madre tierna de toda la humanidad redimida. Como resultado de su experiencia de Pentecostés, María ad­quirió conciencia madura de su tarea maternal den­tro del mundo redimido. Finalmente, la asunción de María a los cielos, y su glorificación espiritual y físi­ca la convirtieron en reina y madre. Ahora, como ma­dre glorificada, ella está "en poder". Al disfrutar de la visión beatífica que le ha sido concedida por Cris­to glorificado, María tiene conciencia clara e intuiti­va de su tarea maternal y conoce íntimamente a to­dos los hombres en sus circunstancias individuales y en sus tristezas y preocupaciones concretas. En el cie­lo, María se interesa por cada uno de ellos. Y utiliza su amor maternal para socorrerlos, a fin de que se cumpla plenamente el reino de su Hijo.

Lo que pretendemos expresar al decir que María es la corredentora, la medianera de todas las gracias, o la que dispensa gracia e intercede por todos los hom­bres, no es—ni más ni menos—que esto: María está "en poder" como madre glorificada de la redención llevada a cabo únicamente por Cristo, como la madre que se identifica por completo a sí misma—en amor maternal—con los actos redentores de su Hijo, nues­tro Redentor. Para decirlo con otras palabras: den­tro de la Comunión de los Santos, la Madre de Jesús disfruta de la más íntima comunión con el único Re-

MARIA. MADRE DE LA REDENCIÓN. 12

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dentor. Los diversos títulos que se dan a María no son más que otras tantas expresiones de esta sola reali­dad fundamental. Más aún, sobre la base de esta mis­ma realidad, todos estos títulos quedan reducidos a sus proporciones exactas.

La Iglesia revela sólo a través de afirmaciones sepa­radas la inexpresable riqueza que se contiene en la imagen de la "madre del redendor del mundo". Las líneas estructurales básicas de esta imagen de María, la madre, las primeras líneas que han construido su retrato, fueron apareciendo sólo lentamente, con el correr del tiempo. Hemos alcanzado ya el estado en el que nada queda por descubrir, en cuanto a la es­tructura básica se refiere. Sin embargo, nunca agota­remos nuestra búsqueda del contenido y significación de los esenciales rasgos maternales de la imagen. Esto, indudablemente, se puede comparar con nuestra ex­periencia en el nivel puramente humano: nuestra comprensión íntima de la naturaleza de nuestra pro­pia madre, acá en la tierra, se va haciendo más pro­funda, según vamos creciendo en edad, y según nues­tra inteligencia gradual de esa mujer como nuestra madre va revelando nuevos horizontes de los que no fuimos explícitamente conscientes durante los prime­ros años de nuestra vida. La Escritura y la compren­sión de los Apóstoles acerca de "María, la madre de Jesús" proporcionaron la base para una intuición que se ha ido haciendo más y más clara con el correr del tiempo en la vida de fe de la Iglesia. Así, pues, las ulteriores definiciones dogmáticas de la Iglesia se pueden considerar como palabras gozosas que se nos han sugerido, mientras que nosotros teníamos en la punta de la lengua lo que queríamos y éramos inca­paces de expresar. De este modo, la posesión santa

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que hasta entonces había estado latente, pudo lo­grar mayor claridad. "¡Ahí tienes a tu madre!": es­tas palabras de Cristo en la cruz forman—como quien dice—la definición dogmática de Cristo: definición que, desde entonces, la Iglesia ha refractado, convir­tiéndola analíticamente en abundantes y separados dogmas. Los católicos no deberían asombrarse de la evolución—al parecer, tremenda—que va desde la imagen evangélica de María hasta la visión dogmá­tica de Nuestra Señora. La razón básica de la dife­rencia de actitud que hay entre los católicos y los protestantes con respecto a María, en cuanto a la esfera del culto: hay que buscarla, indudablemente, en las diversas concepciones dogmáticas de Cristo y en el hecho de que nosotros, los católicos, no vacila­mos en llamar a Nuestra Señora la madre del Dios redentor en humanidad. Por otro lado, los protestan­tes—hermanos nuestros en la fe—parece que no cap­tan el sentido hondo y fundamental de esta gran rea­lidad, "Dios en humanidad". Y, en consecuencia, no logran vislumbrar toda la hondura de la maternidad de María. Al mismo tiempo, interpretan erróneamen­te la esencial cualidad maternal de María, al negar la cooperación personal y meritoria del hombre en su propia salvación. Probablemente, esta especial con­cepción errónea es la causa de sus ulteriores malen­tendidos en cuanto a la verdadera grandeza de Maria y al puesto sublime que ella ocupa en el aconteci­miento de la encarnación. Así, pues, la actitud carac­terísticamente protestante hacia María no sólo da su colorido a la visión dogmática protestante de la fe. Sino que constituye, también, la base de la espiritua­lidad protestante, en cuanto es distinta de la católica.

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2. MARÍA, MADRE EN LA IGLESIA Y MADRE

DE TODOS LOS PUEBLOS

Aunque la cuestión acerca de la maternidad de Ma­ría sobre todos los pueblos ha recibido ya—funda­mentalmente—una respuesta en la sección anterior: sin embargo es necesario que volvamos a considerar todo este tema a una luz distinta, a la luz de Ma­ría y la Iglesia, ya que el problema de María, como tipo de la Iglesia, ha recibido cierto énfasis en la ma-riología contemporánea. Un examen de este aspecto de la función de María arrojará también luz sobre el puesto que María ocupa en nuestra "redención suje­tiva" sacramental.

Este sentido concreto de la encarnación hay que buscarlo en el hecho de que el Dios-hombre, en su actividad redentora, es—por vocación—el represen­tante del género humano. En este sentido, Cristo mis­mo es—representativamente—la Iglesia. El sacrificio de la cruz es el sacrificio de toda la humanidad: la "redención objetiva" hay que buscarla precisamente en este hecho. La Iglesia nació en la cruz 2.

No obstante, la redención ha de cumplirse aún en nosotros. La pertenencia general al pueblo de la Igle­sia, pertenencia ganada por Cristo en la cruz en favor de todos, debe individualizarse en una realidad personal. En este sentido, la Iglesia es la comunidad de los creyentes, los cuales, inspirados por el Espíritu

s "Morltur Christus u t fíat Ecclesla" (San AGUSTÍN, In Joh. Evang., tract. 9, n.° 10; véase también la encíclica pontificia Mystici Corporis, en AAS [1953], p . 204).

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Santo, permiten—con esperanza y amor—ser capta­dos por el acto redentor llevado a cabo por el Cristo viviente, y se agrupan alrededor de él. Los miembros de esta Iglesia constituyen el nuevo Pueblo de Dios. Considerada a esta luz, la Iglesia es la congregatio fidelium, la comunidad de gracia y de fe, compuesta por todos los que pertenecen a Cristo y aguardan la gloriosa parousía del Señor.

Ahora bien, puesto que se trata de la salvación de seres humanos, esta comunidad tiene que ser también una sociedad visible. El carácter social del hombre constituye una base natural para la Iglesia como co­munidad visible. Sin embargo, ese carácter social no proporciona, en sentido concreto, el fundamento de la comunidad visible de la Iglesia. Como comunidad visible de gracia en Cristo, la Iglesia no está construi­da—como quien dice—de abajo hacia arriba, desde sus cimientos hacia la altura. Sino que está construi­da desde lo alto—desde su punto más elevado—hacia abajo. La Iglesia procede de Cristo mismo. El Cristo celestial continúa su obra de redención entre nos­otros, en una comunidad religiosa separada, en una comunidad establecida por él acá en la tierra. Cristo perpetúa su obra redentora en la Palabra y en la vida sacramental de la Iglesia. La Iglesia—y esto incluye también la estructura jerárquica de la Iglesia—es la extensión visible en la tierra, es la extensión visible —digo—de Cristo, que está invisible en el cielo. La obra redentora de Cristo se hace actualmente visible para nosotros en y por medio de la Iglesia, es decir, en la palabra y en el sacramento, a fin de que nos­otros podamos confrontarnos personalmente con ellos.

Al ministerio apostólico—a la jerarquía eclesiásti­ca—le fueron confiados la palabra y el sacramento.

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Cristo estableció los primeros principios de la estruc­tura jerárquica de la Iglesia como una comunidad de fe, en la palabra, en el sacramento y en el minis­terio apostólico, aun antes de que la Iglesia existiera como comunidad de creyentes. "Los Apóstoles y sus sucesores son los representantes de Dios [de Cristo] para gobernar a la Iglesia, la cual ha sido estableci­da por medio de la fe y por medió de los sacramentos de la fe" 3.

Así, pues, podemos considerar a la Iglesia como Cristo visible y sacramental. Considerada de esta ma­nera, la Iglesia tiene doble función: (1) Es la sacra-mentalización visible del Cristo celestial, por medio de la cual él realiza en la tierra la comunidad de fe y amor, es decir, la Iglesia como comunidad de gra­cia. Durante la vida terrena de Jesús, todo encuentro con el Dios vivo fue un encuentro sacramental con el hombre Jesús, porque su humanidad constituía el signo sagrado eficaz de dicho encuentro. Exactamen­te de la misma manera, después de la ascensión de Jesús, encontramos a Dios en la Iglesia visible, en la cual la santa humanidad de Cristo viene sacramen-talmente a nuestro encuentro. La Iglesia es una co­munidad santiflcadora. (2) La Iglesia es, al mismo tiempo, la expresión visible, la visualización, de la co­munidad interna de fe y amor de todos los que están bautizados en Cristo. En este sentido, la Iglesia es una comunidad de adoración.

La comunidad interna de gracia y el organismo externo sacramental constituyen juntamente el úni­co cuerpo místico de Cristo.

Se dice que esta Iglesia es nuestra Madre. Sin em-

3 St. THOMAS, Summa Theol., III, q. 64, a. 2, ad 3.

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bargo, es interesante que, históricamente hablando, se dijera que la Iglesia era nuestra Madre, aun antes de que a María se le diera este título. No obstante, la idea de la maternidad de María es la que inspiró la de la maternidad de la Iglesia. A la Iglesia se la llamó originalmente "nuestra Madre" como resultado del sentimiento implícito de que María es la madre de todos los redimidos. Lo indica claramente el hecho de que los Padres de la Iglesia, casi inconscientemente, tendían a considerar a la Iglesia—en los primeros si­glos cristianos—a través de la figura de la Madre de Dios.

a) Maña, tipo de la comunidad eclesial redimida

Como Pueblo Escogido, los judíos constituían el tipo del nuevo Israel o de la Iglesia. La intención salví-fica divina que se oculta en esta verdad, es que la humanidad misma—con espíritu de amor—tiene que hacer un don al Dios redentor de su humanidad: esa misma humanidad en la cual y por medio de la cual Dios nos ha redimido realmente desde dentro. En efec­to, el Dios redentor ha llevado a cabo esto, él mismo, en la historia humana, realizando una historia de la salvación dentro de la historia catastrófica de la humanidad. El Dios vivo ha penetrado, más de una vez, en la historia humana para invertir el sentido de la historia pecadora del hombre, por medio de su gracia; y para cambiar el rumbo de esa historia, por medio de un acto salvador. En primer lugar, Dios inició un proceso de selección. Escoge a un solo hombre de entre todo el género humano—a Abram—,

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y pone a prueba su fe, con la idea de convertirlo en primer antepasado, en el padre de un pueblo esco­gido, por medio del cual habría de venir la salvación al mundo. Este proceso selectivo se fue definiendo más claramente con el correr del tiempo, hasta que en las mentes de los hombres fue cristalizando la idea del Dios "que ha de venir". Finalmente, el "Li­naje Escogido" se identificó con una sola persona: la virgen de Nazaret. La humanidad, informada por la gracia, se iba trasladando gradualmente hacia la plenitud del tiempo. Y este movimiento podemos con­siderarlo como un proceso de purificación que llegó a su más alta expresión en la persona de la Imma-culata. María fue el exponente del Linaje Escogido, del Pueblo Judío, el cual fue—a su vez—el tipo de la Iglesia que había de venir. De este modo, María fue el punto de contacto entre el Antiguo Pacto y el Nuevo4. De este modo, la cumbre de la expectación mesiánica se convierte en la cumbre de la realiza­ción mesiánica. María, que es la más receptiva de entre todo el Linaje Escogido, se convierte en la más colmada de dones que hay en el Reino de los Cielos. Y, de esta manera, el pueblo escogido por Dios se convirtió—en Maria—en la "esposa sin man­cilla" a que se refiere el profeta Oseas (Oseas 2, 14-24). La función mediadora que el pueblo judío cumplió (como vehículo de la promesa universal de Dios de salvar a todos los hombres), se concentró en una muchacha judía: María. María fue la Hija de Sión personificada. No deberíamos pasar por alto un rasgo característico de numerosos títulos que se

1 "DIcendum auod beata Virgo fuit confinlum Veteris et Novae Legis, sicut aurora diel et noctis" (St. THOMAS, In IV Sent., d. 30, q. 2, a. 1, sol. 1, ad 1).

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atribuyen a María en la Letanía de la Virgen. Títu­los como Arca de la Alianza, Puerta del Cielo, Refu­gio de los Pecadores, Torre de David, y muchos otros, se atribuyeron inicialmente a Israel y a la Iglesia. Y tan sólo más tarde se atribuyeron a María. El misterio de la Iglesia y el misterio de María se han esclarecido siempre el uno al otro.

Esta función mediadora para la salvación de la humanidad, fue únicamente la obra del amor elec­tivo de Dios: Elegit eam Deus et praeelegit eam. Sin embargo, por otro lado, una elección de esta clase no podía menos de imponer tremendas condiciones, por las cuales la especial función de María se con­virtiera—al mismo tiempo—, como quien dice, en el resultado de un total compromiso sacrificial en la fe (de excepcional profundidad) por parte de aque­lla persona que había sido escogida como primicias del pueblo de Dios, que también era su pueblo (de ella), y para que dirigiese ese pueblo hacia la sal­vación. Esta fe sacrificial incondicional por parte del hombre escogido para ser el padre del Pueblo Esco­gido, o por parte de la mujer escogida para conver­tirse en la madre del género humano, esta fe—digo— era una necesidad absoluta. El Pueblo de Dios es pri-merísimamente una comunidad de creyentes. Y esto aparecerá como "típico" en la fe de la persona en la que quede personificada la fe de todo el pueblo. Esta fe incondicional es la primera condición para la pro­mesa y para el cumplimiento de esa promesa. Este hecho aparece clarísimamente en los tres casos "tí­picos" de Adán, Abraham y María.

1) El primer "tipo" de humanidad religiosa fra­casó. En el relato primitivo acerca de la historia de

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Adán, se nos cuenta cómo la fe del "primer hombre" fue puesta a prueba. Si hubiera salido victorioso de esta prueba de su fe, entonces—en este hombre—se habría concedido una bendición para toda la huma­nidad. El mandamiento soberano de Dios, que—apa­rentemente—era arbitrario (pero no conocemos su contenido real, el cual está expresado a través de imágenes primitivas), mandamiento que autorizaba para comer de tal o cual árbol, pero que prohibía co­mer de tal otro: fue el escollo en el que tropezó y se oscureció la fe de Adán. Le faltaba espíritu de abandono total. No se sometió incondicionalmente a la fe sacrificial. Y, entonces, la incredulidad de Adán le convirtió en el "tipo" de la humanidad caída. En él todos nos convertimos en pecadores.

2) "¿Encubriré yo a Abraham lo que voy a ha­cer?... Abraham se convertirá en nación grande y poderosa, y en él serán benditas todas las naciones de la tierra" (Génesis 18, 17-18). Esta elección se realizará en la historia, con la condición de que la fe de Abraham sea sometida a prueba. Yahvé ordena a Abram que abandone su país, con su mujer es­téril, para dirigirse a una tierra desconocida que su futura descendencia recibirá como heredad. Pasado bastante tiempo, Abraham siente inquietud, pregun­tándose si Dios cumplirá su promesa. Dios le repite su promesa, y le anuncia—como prenda—que su mu­jer estéril va a dar a luz un hijo. Y acentúa, al mis­mo tiempo, la importancia de que Abraham siga cre­yendo en esta promesa. Pero Abraham, como muchos de sus semejantes que no tienen—en tales casos—la paciencia de Dios, busca entonces garantías humanas, y se las procura teniendo un hijo no con Sara, su

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mujer, sino con Agar, la criada. Según el derecho que estaba en vigor en Mesopotamia, ese niño era el heredero legítimo de Abraham. Pero Dios no lo entien­de así, y renueva su promesa. El Dios paciente no toma muy en serio la incredulidad de Abraham y Sa­ra, pasando por alto sus risas y falta de fe. Final­mente, ante la insistencia de Yahvé: "¿Hay para Dios alguna cosa difícil?" (Génesis 18, 14), Abraham aprende a creer en Dios. Viene entonces el naci­miento de Isaac. Sara había tenido un hijo, a su edad avanzada. Y la antigua sonrisa de incredulidad desapareció ante el triunfo de Dios (véase Génesis 17, 17-19). Ahora le tocaba reír a Dios por tal triunfo.

La fe de Abraham no está aún suficientemente probada. Su confianza no es total ni su abandono absoluto. Así que Dios va a dar a Abraham una nue­va oportunidad. Porque, aunque el Señor es inexora­ble en sus exigencias, sin embargo no coacciona a nadie. Cuando Isaac era ya muchacho, Dios ordena a Abraham que le sacrifique el hijo de la promesa5. ¡Prueba, que era una verdadera paradoja! Sin em­bargo, Abraham, esperando contra toda esperanza, se pone en brazos de Dios. Cree lo que es humana­mente imposible. Y se convierte, de este modo, en el antepasado del Pueblo Escogido: en el tipo de la co­munidad religiosa de Israel—una comunidad basada en la fe—, y que era figura de la Iglesia. Abram se convirtió en Abraham.

5 Sea cual sea el sentido histórico de este pasaje (la abroga­ción, por parte de Abraham, del sacrificio del hijo mayor), la piedad del Antiguo Testamento le ha atribuido posteriormente u n sentido más profundo. Véase, igualmente, la Carta de San Pablo a los Romanos, capítulo 4, versículos 1-22.

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3) La madre de la nueva comunidad de fe se vio sometida a la misma prueba paradójica. Un día sería madre del poderoso Rey-Mesías. En el primer capí­tulo hemos mencionado las contradicciones a las que la fe de María tuvo que hacer frente, y cómo ella se abandonó en brazos de Dios ante aquel insondable misterio, sobre todo cuando Dios la hubo sometido a una prueba parecida a la de Abraham. Esta prue­ba sucedió en el Calvario, cuando el hijo de María, sobre quien reposaba—según el mensaje angélico— la promesa de un reinado inmortal, moría (al pare­cer) sin la menor esperanza. Y conste que entonces no hubo un ángel que, como en el caso de Abraham, detuviese—en el instante supremo—la mano que iba a consumar el sacrificio. A María se le exigió que confiara sin reservas en aquel misterio. Así, pues, María, por su cooperatio caritatis6, y por su fe y amor materno y sacrificial, que no imponían condi­ciones algunas, llegó a ser la madre del nuevo Pue­blo de Dios, del pueblo rescatado por Cristo.

María, única entre todas, tomada del linaje de los hombres, fue redimida para convertirse en primicias de la redención. Esto quiere decir: María fue redi­mida para representar típicamente en sí, como ma­dre, lo que ha de ser toda la Iglesia: fidelidad vir­ginal a Cristo y fecundidad maternal. En este con­texto, está muy acertado lo que San Pablo dice acer­ca de la Iglesia y de las relaciones de Cristo con la Iglesia: "Cristo amó a la Iglesia, y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla y purificarla..., para que apareciese ante él como una Iglesia gloriosa, sin mancha ni arruga..., sino santa e irreprensible" (Efe-

• San AGUSTÍN, De S. Virg., 6, 6 (PL, 40, col. 899).

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sios 5, 25-27). En primer lugar, Cristo realizó esto plenamente en su madre María. Toda la vida de la Iglesia a través de su historia no es ni más ni menos que un crecimiento, una ascensión hacia la imagen de la Madre de Dios. Lo que ya se ha cumplido ple­namente en María, se halla todavía en proceso de desarrollo en la Iglesia acá en la tierra. La parousía —la glorificación y la asociación (corporal y espiri­tual) del hombre redimido con Cristo en su triunfo— ha tenido ya lugar en María y sólo en María. Como dice Santo Tomás: "La verdadera Iglesia, nuestra Madre, está en el cielo. Nosotros vamos creciendo ha­cia ella. Y toda la realidad de la Iglesia militante (en la tierra) reside precisamente en su conformidad con la Iglesia celestial" 7. La inmaculada Virgen-Ma­dre que es la Iglesia, es una realidad escatológica, una visión de la futura realidad celestial. Sin em­bargo, esta realidad se ha cumplido ya en la Assump-ta, aunque en la tierra la Iglesia, nuestra Virgen-Madre, sigue estando en peregrinación. En este sen­tido, María hace que la Iglesia—acá en la tierra— sea una Iglesia real, ya que la Iglesia celestial, se­gún Santo Tomás, es la verdadera Iglesia, de la cual se deriva la Iglesia acá en la tierra, que sólo por ella se puede llamar Iglesia real.

Por eso, María es el prototipo de toda la Iglesia. Y, hasta ahora, la Iglesia sólo en María es plenamente la Iglesia. La palabra typos—tipo o prototipo—, que los Padres de la Iglesia utilizan en relación con esto, no significa sencillamente un ejemplo, un patrón o un modelo. Sino que se refiere primerísimamente a una figura humana, a una persona cuya historia y

7 St. THOMAS, In ad Ephes., c. 3, lect. 3.

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condición final manifiestan claramente las intencio­nes salvíficas de Dios hacia su pueblo escogido. Sus intenciones con respecto a la Iglesia, Dios las mani­fiesta claramente en la imagen perfecta de la Vir­gen Madre. Más aún, la palabra "tipo" no se refiere exclusivamente a una imagen estática que hayamos de contemplar: un modelo que debamos admirar y conforme al cual debamos moldear nuestras vidas. Sino que se refiere, más bien, a algo mucho más dinámico: a un poder salvador. Pretende mostrarnos que María, como "tipo" de la Iglesia, se consagró per­sonalmente a la tarea de ayudar a que se produzca en los demás miembros de la comunidad eclesial lo que ya había sido realizado "típicamente" por Cris­to en la vida de ella. Puesto que María, como Ma­dre, es el tipo de la Iglesia: ella es capaz de cooperar maternalmente en la obra de la Iglesia, edificada y extendida por Cristo. Únicamente en este sentido po­demos llamar a María "Madre de la Iglesia"; es de­cir: la Iglesia le debe a María su propio carácter maternal.

Tenemos, pues, que reconocer la verdad de aque­lla afirmación de San Agustín: "María es parte de la Iglesia, un miembro santo, excelente, culminante, pero—a pesar de todo—miembro de toda la Iglesia" 8. Ahora bien, en esta Iglesia, María es el seno espiri­tual y físico de la Iglesia. Estos datos nos ayudarán a definir mejor las relaciones de María con la Iglesia.

« Sermo XXV de Verbis Evang. Matth. XII, 41-50 (PL, 46, col. 398).

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b) El puesto de María en la comunidad eclesial de gracia y su relación con la

Iglesia sacramental y jerárquica

En toda comparación entre María, la Virgen Ma­dre, y la Virgo et Mater Ecclesia, es imprescindible que tengamos bien presente una distinción funda­mental.

Al decir que María es el prototipo de la Iglesia, es necesario distinguir entre aquel aspecto de la Iglesia que hemos caracterizado como la comunidad de gra­cia, y aquel otro aspecto en que se considera a la Iglesia como una institución sacramental y jerár­quica. Tan sólo en el primer aspecto podemos con­siderar a María como el tipo de la Iglesia. No cabe la menor duda de que María constituye el punto cul­minante de la comunidad de gracia con Cristo en la Iglesia. La gracia de María es el más alto ideal que se puede alcanzar en la vida cristiana redimida. Se­mejante pleamar, semejante afluencia de gracia, contiene también un poder universal, capaz de ejer­cer influencia sobre todos los hombres y capaz (más aún) de hacerlo de una manera peculiar que está en consonancia con este particular y sublime sujeto de gracia: La influencia ejercida por este poder univer­sal de gracia es una influencia puramente maternal, que brota de y sigue el curso de un amor maternal. La gracia que mana de la Iglesia sacramental y je­rárquica, es, por otro lado, de índole sacerdotal y no se debe—en modo alguno—a María, ya que ella no forma parte de la Iglesia jerárquica. María no es sacerdotisa. Sin embargo, esto no quiere decir que la gracia conferida por los sacramentos, quede por com-

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pleto fuera de la influencia de María. La gracia que se nos da por medio de los sacramentos es siempre la gracia de Cristo. Y Cristo—según vimos—estuvo y está imbuido de las cualidades maternales de María. La Iglesia, la cual, como comunidad visible, perpe­túa la obra de nuestra redención y distribuye—de manera institucional—la gracia redentora entre nos­otros, nos hace partícipes de la gracia que fue ad­quirida por Cristo y coadquirida maternalmente por María. No saquemos, pues, la conclusión de que falta algo en María, porque ella no forma parte de la Iglesia sacramental como principio estructural. Por el contrario, el hecho de que María no pertenezca a la Iglesia sacramental como principio estructural, brota de la realidad de que María ha cumplido ya una función esencial y maternal en el comienzo mis­mo del acto redentor. La Iglesia sacramental cumple la función de comunicarnos a nosotros esa redención.

En este sentido, toda la actividad sacramental de la Iglesia en la mediación de gracia (cuando a dicha actividad se la considera como un acto de Cristo, que es recibido por los hombres en fe y amor) podemos verla prefigurada en la vida de María. María recibió en la fe, no tal o cual sacramento específico, sino el mismo Sacramento Primordial: recibió a Jesucristo en persona. Esta recepción del sacramento por parte de María, adelantándose en tiempo y en orden de importancia a todo caso subsiguiente de recepción personal—en la Iglesia—de algún sacramento espe­cífico: constituye el prototipo de la vida sacramen­tal de la Iglesia, considerada desde el punto de vista del sujeto o recipiente. Según las palabras de León Magno: "El principio de fecundidad que Cristo halló en el seno de María, lo comunicó él a las fuentes del

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bautismo. Jesús dio al agua lo que había dado a su madre: dedit aquae, quod dedit matri. La virtud del Altísimo, la operación del Espíritu Santo, que hicie­ron que María engendrara al Salvador, hacen que el agua engendre de nuevo al creyente"9. Cristo solo, y—con su poder—la Iglesia sacramental, son los mi­nistros de los sacramentos. María no lo es. María está entre los que reciben los sacramentos. Sin embargo, Cristo es el principal ministro de los sacramentos, y la Iglesia jerárquica distribuye los sacramentos con el poder de Cristo y en subordinación a él, como sierva de Cristo, que administra los sacramentos por medio de sus sacerdotes. Exactamente de la misma manera, María, que con su sublime fe y amor recibió personalmente el Sacramento Primordial, es la re­ceptora principal. Y nosotros recibimos los sacra­mentos, en el poder activamente receptivo de María. En este sentido, María queda totalmente fuera de la distribución sacerdotal de los sacramentos, aunque el aspecto jerárquico de la Iglesia está plenamente incluido en su mediación universal, maternal y sal-vífica. Así, pues, la relación de María con el poder salvífico de los sacramentos, si la consideramos den­tro del contexto de la comunicación sacramental de la gracia adquirida por Cristo, puede proporcionar­nos una comprensión clara de la posición única de Cristo como el solo Redentor y de la auto-identifica­ción maternal de María con la obra redentora de Cristo. La consecuencia directa de esto es que la gra­cia de Cristo es siempre, al mismo tiempo, la gracia de María, nuestra abogada maternal.

Aunque me parece una manera menos atractiva de

» Sermo XXV, 4 (PL, 54, col. 211).

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194 I.A MÁS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

describir la relación, podríamos decir también que María está fuera de lo que llamaríamos la técnica de los sacramentos, aunque no está fuera de la vida de los sacramentos. A mí me parece una concepción errónea fundamental el situar a María, en el sacri­ficio de la misa del lado del celebrante, como si ella estuviera—por decirlo así—concelebrando o incluso consagrando juntamente con el sacerdote. Por otro lado, no sería enteramente correcto situar a María en la nave de la iglesia, arrodillada entre los que participan en la misa. María es la madre de toda la Iglesia: es la madre tanto de los sacerdotes de la Iglesia como de su laicado. La misa es el sacrificio de Cristo en la cruz, en cuanto la Iglesia se identifica con él. Lo que la misa representa es el sacrificio de la cruz, realizado por Cristo y co-realizado maternal-mente por María. Basándonos en esta premisa, pode­mos hablar de la participación del sacerdote y de los creyentes en la misa como un sacrificio sacramental eclesiástico de la cruz. Por la cruz, María es la co­munidad personificada o "tiplea" de fe, y se arrodilla como creyente que participa durante el sacrificio del Sumo Sacerdote. Sin embargo, el sacerdocio es uno de los frutos de la redención de Cristo, en la cual María estuvo envuelta por su comunión maternal su­mamente íntima. Esto es lo que pretendemos decir, cuando afirmamos que María está fuera del acto de consagración,, pero que su influencia universal y ma­ternal abarca tanto al acto sacerdotal de la consa­gración como al co-sacrificio y participación activa de los laicos creyentes.

Así, pues, María—por una parte—está del lado del

RAZÓN DIVINA DEL PUESTO DE MARÍA 195

Sumo Sacerdote, Jesús, y—por la otra parte—está de nuestro lado: del lado de la humanidad redimida. Esta realidad hizo que la Iglesia vacilara durante tanto tiempo, antes de expresar una opinión con res­pecto al "sacerdocio" de María. En el año 1907, San Pío X concedió indulgencias a los que utilizaran la piadosa jaculatoria: "María, Virgen y Sacerdotisa, ora por nosotros." Sin embargo, en el año 1917, la Iglesia prohibió la impresión y distribución de estam­pas que representaban a María con ornamentos sacerdotales. Y, finalmente, condenó—en el año 1927— la devoción al llamado "sacerdocio de María". La me­diación de María no es de orden sacerdotal. Y, por esta razón, no es de índole sacramental. Como madre nues­tra que es, María es también la madre del sacerdocio. San Buenaventura lo expresó de esta manera: "En el tabernáculo de su seno virginal... Cristo se revistió de sus vestiduras sacerdotales para poder oficiar como nuestro Sumo Sacerdote" 10. Y en el seudo-Anselmo dice así: "De ti, oh María, nuestro Sumo Sacerdote tomó la hostia de su cuerpo: hostia que él inmola en el altar de la cruz, por la salvación del mundo en­tero" n . María es la madre del Sacrificador y de la Ofrenda. Es la madre de la redención, la cual fue obrada únicamente por Cristo. María traduce a ex­presiones maternales todo lo que Cristo solo, Dios en humanidad, es capaz de hacer y hace realmente en nuestra redención objetiva y en la redención suje­tiva que se nos transmite por medio de actos sacra­mentales y sacerdotales. María vive en comunión con

n> Sermo de B. V. M. de Annuntiatione IV. n Oratio 55, al. 54 (PL, 158 m. col. 962).

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19ü LA MAS HERMOSA CREACIÓN DE CRISTO

la actividad redentora de su Hijo, identificada con él en amor maternal. Aunque María queda, ciertamen­te, fuera de la Iglesia jerárquica, y es miembro—ple­namente—de la comunidad de la Iglesia: ella es, no obstante, en la Iglesia, la madre no sólo del creyen­te ordinario, sino también de la Jerarquía. María es madre en la Iglesia, en la autoridad doctrinal de la Iglesia y en su autoridad para gobernar y en su ofi­cio pastoral. Y lo es, porque María ocupa un puesto eminente en la obra de la redención, de la que la Iglesia jerárquica ha de beber.

Así que en la vida sacramental de la Iglesia hemos hallado un nuevo argumento en favor de la función excepcional que habíamos atribuido anteriormente a María en el plan divino de la salvación. María tiene participación maternal y universal tanto en el cum­plimiento histórico de la redención de toda la huma­nidad, llevada a cabo por Cristo, que es el sacramen­to original y primordial, como en la "redención su­jetiva" y en la santificación de todos los hombres, realizada por los sacramentos individuales. En cuan­to madre de nuestra "redención objetiva" (es decir, Cristo), María es la madre de todos los hombres y de todos los pueblos, aun antes de que ellos lleguen a la fe en Cristo. Cuando los misioneros cristianos llegan a un territorio de misión desconocido hasta entonces, encuentran que María está allí desde hace ya mucho tiempo, y que ha llenado ya de agua los cántaros, y que tan sólo espera sacerdotes que la sigan y pro­duzcan de nuevo el milagro de Cana en nombre de Cristo. Pero María es, en sentido especial, la madre de todos los que han sido ya bautizados en Cristo:

RAZÓN DIVINA DEL PUESTO DE MARÍA 1 9 7

en tales casos, la redención objetiva se ha convertido en un nuevo nacimiento personal. Los sentimientos que una madre abriga hacia su hijo antes del naci­miento, son—¡qué duda cabe!—muy distintos de los sentimientos que siente hacia él, después que ya ha nacido. La madre de todos los pueblos es, en sentido especialísimo, la madre de todos los cristianos cuya vida se deriva de los sacramentos de la Iglesia.

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PARTE SEGUNDA

Nuestra respuesta existencial a

María, nuestra Madre

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LA VENERACIÓN A MARÍA

En la primera parte de este libro hemos señalado a grandes rasgos el puesto que María ocupa en el plan de la salvación. Este plan de la salvación im­plica una actividad divina que exige una respuesta activa por parte del hombre, y que hace—además— que dicha respuesta sea posible. La pregunta que sur­ge inmediatamente, dentro del contexto de la fun­ción especial y—ciertamente—excepcional de María en el plan divino de la salvación, es: ¿Cuál será el puesto que María debe ocupar en nuestra experiencia cristiana consciente y en nuestra vida—explícitamente vivida de cristianos? ¿Cuál ha de ser nuestra respues­ta? ¿Qué forma específicamente religiosa debe adop­tar? ¿Cómo hemos de responder a la realidad religiosa de María, Madre del Redentor y de la redención?

1. LA VENERACIÓN A LOS SANTOS

Nuestra veneración a los santos es un acto de fe, esperanza y amor. Considerada como una experien­cia sintética de las tres virtudes teologales, se iden-

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202 RESPUESTA EXISTENCIAL A MARÍA

tífica con el amor cristiano de Dios. La Comunión de los Santos, unida íntimamente por Cristo y con Ma­ría como factor maternal, constituye la base de toda la veneración de los santos. La unidad de esta co­munidad de gracia está basada, a su vez, en el Dios-hombre, Cristo, el cual, por su vocación, es la cabeza del género humano y contiene—en sí mismo—la vo­cación concreta, sobrenatural o destino existencial, y nos lo ofrece a nosotros por medio de su encarnación. Cristo, como cabeza del género humano unido en su vocación para la salvación, posee la plenitud de la gracia. Cristo es la cabeza-manantial, la fuente abso­luta de la gracia (gratia capitis) 1, porque él es gra­cia. Esta vida divina en Cristo, trasmitida a los hom­bres, es lo que constituye la unidad de la Comunión de los Santos. Así, pues, toda santidad, incluso la santidad de María, es pura participación en la san­tidad de Cristo. La santidad de Cristo no está real­zada—ni mucho menos—por nuestra santidad. La santidad de Cristo, juntamente con la de María y con la de todo el Cuerpo místico, no es mayor que la san­tidad de Cristo solo2. De aquí podemos sacar la con­clusión de que nuestra experiencia explícita de Cristo es también—al mismo tiempo—un culto implícito de los santos, y que, inversamente, nuestra veneración explícita de los santos es—por decirlo así—una ex­plicación de nuestra experiencia de Cristo. La vida de la gracia contiene, ciertamente, en sí misma un elemento que capacita a la comunidad para ser edi-

1 Véase especialmente : ST, III, q. 7, a. 11. 2 "In Christo autem bonum spirituale non est particulatum,

sed est totaliter et lntegrum; unde ipsum est totum Ecclesiae bonum, nec est allauid maius i-pse et alii quam Ipse solus" (San­to TOMÁS, In IV Sent., d. 49, q. 4, a. 3, ad 4).

LA VENERACIÓN A MARÍA 203

ficada. La unidad existente entre todos los que es­tán animados por la gracia, y la influencia que todos los que reciben gracia tienen unos sobre otros, están siempre objetivamente presentes, en el pensamiento, en los sentimientos o en la voluntad explícita.

No obstante, de acuerdo con el dinamismo de toda vida de gracia, la cual es crecimiento: esa relación mutua debe convertirse en una realidad experimen­tada explícitamente. La caridad cristiana es la reali­zación de nuestra condición de santificados. La gra­cia santificante une a todos los hombres. Y, cuando la experimentamos personalmente, su unidad esen­cial es amor fraternal. La veneración de los santos es, por un lado, uno de los frutos más importantes del amor fraterno. Por otro lado, la ayuda que los santos nos dan, está relacionada esencialmente con su estado glorioso de gracia. Así como nuestro amor de Cristo no puode separarse de nuestro amor fra­terno: asi también sería erróneo considerar la vene­ración de los santos como cosa superflua para el culto cristiano, o como práctica saludable que que­dase a discreción de cada cual. En este sentido, el culto de los santos, considerado como un aspecto del culto general más bien que como una práctica devo-cional particular, es un deber para todo cristiano. El Cristo total que veneramos es Cristo con toda su flo­ración de santos. Cristo es la "Corona de todos los Santos", como señala la liturgia del día de todos los Santos. Como hemos visto ya, la santidad de los bien­aventurados no es más que una participación en Cris­to o un don de Cristo, en el sentido de que, en su libre y personal aceptación de la gracia, los santos ocupan un puesto irreemplazable en la dispensación divina de la gracia. Precisamente por esto, los santos

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204 RESPUESTA EXISTENCIAL A MARÍA

tienen una significación esencial dentro del plan de salvación para toda la comunidad de gracia. Toda experiencia explícita de Cristo no puede menos de desarrollarse y convertirse en una veneración explí­cita de los santos.

La verdadera religión no es un arrepentimiento neoplatónico y conversión hacia Dios soZo. En el co­razón mismo de todo acto religioso, nos encontramos con Dios mismo, con un Dios que está en relaciones de amor con el mundo. El puesto que una criatura escogida ocupa en el amor de Dios, determina el gra­do de precedencia con que hemos de considerar a dicho ser en nuestras vidas religiosas.

2. LA CUALIDAD DISTINTIVA DE LA VENERACIÓN A MARÍA

Si una experiencia directa de Cristo es, al mismo tiempo, una veneración implícita de los santos: si­gúese de ahí que dicha experiencia de Cristo es tam­bién, en sentido especialísimo, una devoción implí­cita a María, en virtud de la santidad especialísima y única de María. Esto explica por qué San Pablo y los primeros cristianos, en su vida, no dejaron hue­lla de una devoción hacia María, tal como la practi­camos en nuestros días. Una devoción explícita a Ma­ría presupone, al menos en parte, el desarrollo dog­mático del misterio mañano, aunque la apreciación —más confusa—de María que prevaleció durante el período temprano del Cristianismo proporcionó, des­de luego, la energía latente que facilitó el ulterior

LA VENERACIÓN A MARÍA 205

desarrollo del dogma mariano, e hizo posible que lle­gara por fin a florecer. Esto indica con harta clari­dad que la devoción a María, explícita en mayor o menor extensión, es una expresión esencial de la vida cristiana. Indica, asimismo que, aunque toda vida cristiana está objetiva y fundamentalmente influida por María, es posible—al mismo tiempo—para algu­nos santos vivir una vida cristiana en circunstancias muy distintas, sin que la devoción explícita a María desempeñe un papel especialmente importante. In­dudablemente, lo principal no es el grado en que ex­presemos o acentuemos explícitamente o no nuestra devoción a María. Mucho más importante es el ardor con que vivamos nuestras vidas de cristianos, con fe, esperanza y amor, y sigamos de este modo, realmen­te, a María, la cual—a su vez—señala el grado de nuestra verdadera experiencia mañana.

Sin embargo, no perdamos de vista la cualidad es­pecialísima de la veneración de María. El culto de María no es una devoción, como la de San Antonio o Santa Apolonia. El culto mariano se halla en un nivel completamente distinto, por razón del puesto excepcional que la Madre de Dios ocupa en la divina dispensación de la gracia y, por tanto, en las vidas de todos los seres humanos.

El hecho de que haya dogmas mañanos, pero de que no haya dogmas que se refieran—verbigracia— a San Antonio, indica claramente que la veneración cristiana de María no se diferencia simplemente por su grado de todas las otras devociones, sino que es radicalmente superior u ollas. Nuestro culto de María está en un nivel más elevado que nuestro culto ge­neral de los santos. Lu existencia de dogmas con res­pecto a María señala el hecho de que María, como

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206 RESPUESTA EXISTENC1AL A MARÍA

persona, pertenece esencialmente a la realidad de la revelación. Todo dogma tiene una significación con­creta dentro del plan de la salvación. Y guarda una relación íntima con el núcleo mismo de nuestra acti­tud religiosa. El dogma es un todo que resuena en cada una de sus partes, en cada uno de sus detalles. Por tanto, la experiencia cristiana de María es, al mismo tiempo, una experiencia religiosa de la tota­lidad de la fe. Para decirlo con otras palabras, es una experiencia de toda la vida cristiana, pero con­siderada desde una perspectiva dogmática muy de­terminada.

El dogma es, por parte de Dios, un llamamiento concreto que se dirige a los hombres. Es una invita­ción del amor divino que solicita nuestra atención y nuestra respuesta. El dogma que enseña aue María es la Madre de Dios constituye, pues, un llamamien­to divino a practicar la devoción mañana. Y ese lla­mamiento nos viene del corazón mismo de la reden­ción. Por esta razón, el culto de María está tan só­lidamente integrado en la religión cristiana. Y su des­cuido conduce inevitablemente a una desfiguración de la vida cristiana.

Supongamos, basándonos en lo que hemos estudia­do en la parte anterior de este libro, que las siguien­tes premisas son aceptadas. En primer lugar, nuestra aceptación y cooperación en el misterio de Cristo im­plica nuestra redención sujetiva personal. En segundo lugar, nuestra cooperación personal en la difusión del Reino de Dios se basa en nuestra fe y comprensión de la realidad de lo que el misterio de Cristo implica para nosotros y para todos los hombres. En tercer lugar, y como resultado de esto, llegamos a aceptar —con fe y comprensión—que María (como principio

LA VENERACIÓN A MARÍA 207

estructural de índole singular y excepcional, pero—no obstante—esencial y real) forma parte integrante del misterio redentor de Cristo, es decir, como madre del Dios-hombre y, en virtud de su maternidad divina, al mismo tiempo, como madre nuestra. Si aceptamos lo interior, entonces no podemos menos de experi­mentar (en la forma madura y adulta de nuestra re­dención sujetiva, y, por consiguiente, en nuestra ma­dura actividad apostólica en servicio del Reino de Dios), no podemos menos de experimentar—digo—la relación objetiva y universal de María con cada vida cristiana individual. Y, de este modo, entramos ex­plícita y conscientemente bajo su influencia. Nues­tra vida de oración no podrá menos de ganar en in­tensidad y eficacia si nuestras oraciones forman par­te objetivamente de la perpetua oración del fiat de María, y se elevan así al Padre por medio del Hijo. Para decirlo con otras palabras: si de manera ex­plícita y consciente unimos nuestras oraciones con la oración de María, la cual es la "Omnipotencia Su­plicante".

Afirmar que todo culto explícito de María es cosa que queda a la discreción de cada uno, basándose en que todo honor y gloria de María se derivan entera­mente de Cristo redentor, es un error que el Papa Pío XII denunció ya en su encíclica Fulgens Corona. Lejos de nnosotros, claro está, el pretender atribuir a María, por razón de su situación única, un papel que tuviera visos de completar la redención llevada a cabo únicamente por Cristo. La cualidad maternal de María, decíamos anteriormente, manifiesta un as­pecto de la redención de Cristo que él no podía ma­nifestar explícitamente en su propia persona. Y, por eso, la manifestación de ese aspecto maternal del

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208 RESPUESTA EXISTENCIA!, A MARÍA

amor redentor de Dios por medio de María es para nosotros un elemento absolutamente irreemplazable en el plan divino de la salvación. Por tanto, es posi­ble para nosotros afirmar que María añade a la re­dención de Cristo, pero sólo en el sentido de que María hace—de algún modo—más explícita esa re­dención. Podríamos decir que la adición de María lo es por simple explicitación, y de una clase de expli-citación que no podría tener lugar en el caso del Redentor mismo.

Aquí, el caso de María puede compararse con el de la Iglesia, a la cual hay que pertenecer—como miem­bro explícito—para ser salvo. Todo lo que la Iglesia posee se lo debe a Cristo, que es su cabeza. Y, por tan­to, todo lo que la Iglesia puede dar a sus miembros, no añade nada a lo que Cristo nos da. Sin embargo, como hace notar Pío XII en su encíclica Mystici Cor-poris, tan sólo el hombre que no tiene únicamente la fe correcta, sino que además está dispuesto a conver­tirse en miembro—en sentido explícito—de la Iglesia, tan sólo este hombre, digo, puede considerarse como un cristiano maduro. La plena vida cristiana sólo pue­de ser vida eclesial. De manera semejante, la plena vida cristiana debe ser esencialmente vida mariana, ya que en el orden de la salvación se le ha asignado a María una función irreemplazable. Es posible com­parar a María, en este tema, con la creación de Dios, la cual es puro don, y no añade nada a Dios, ni le hace más rico. Pero, no obstante, la creación de Dios posee un valor e importancia irreemplazable, por sí misma; y nosotros podemos y estamos autorizados para entrar y disfrutar de ese mundo creado. Es líci­to amar a las criaturas de la creación de Dios y res­petar su importancia individual, por lo que ellas son

LA VENERACIÓN A MARÍA 209

en sí mismas. Sin embargo, al hacerlo así, no debe­mos olvidar que las criaturas son puro don de Dios, y que no pueden añadir nada a su gloria. En el nivel de la redención, María es la más hermosa creación de Cristo. Ella tiene que cumplir su función propia e irre­emplazable, dentro del plan de la salvación. Pero esto no añade nada a la obra redentora de Cristo. Así como en el plano de la creación no podemos obrar como si las criaturas no existiesen, bajo pretexto de que di­chas criaturas no añaden nada al pleno valor de Dios: así no podemos "pretender"—en el plano de nuestra vida religiosa de la gracia—que María no des­empeñara un papel esencial en la vida cristiana, de­duciendo equivocadamente esta conclusión de la pre­misa de que María no puede añadir nada, en sentido real, a la redención obrada únicamente por Cristo.

Una veneración explícita de María es una condición vitalmente necesaria para la plena floración y la ma­duración adulta normal de la vida cristiana. Más aún, su cualidad distintiva se funda en el hecho objetivo de que Dios engranó el misterio de María (como prin­cipio estructural singularísimo pero real) en el mis­terio redentor de Cristo y, por tanto, en el misterio esencial de nuestra vida religiosa. Así, pues, en la vo­cación de humanidad (vocación que se nos da en la persona de Cristo), María tiene que cumplir—por vo­luntad de Dios—una tarea que interesa a todos los hombres. Su puesto único en el plan de la salvación, Dios quiere que sea como un llamamiento dirigido a todos los hombres: llamamiento al que nosotros hemos de responder con espíritu de fe y amor, ya que—como creyentes—debemos comprometernos de manera cada vez más personal en el esquema de la salvación, tal como Dios lo ha querido objetivamente. El corolario

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210 RESPUESTA EXISTENCIA!, A MARÍA

de esta vocación o de este llamamiento divino es que nosotros aceptemos con espíritu de fe y con amoro­sa dedicación esa relación salvífica de María con res­pecto a nosotros, convirtiendo ese dato mañano ob­jetivo en un motivo que, de manera maternal, nos está impulsando a la santidad y al apostolado exter­no. Y, así, vemos que, desde que la Iglesia adquirió conciencia más clara de esa función de María, todas las vidas de los grandes santos se inspiraron en ella. ¿No tenemos ahí la prueba de la unión íntima que existe entre la veneración de María y la vida cristia­na madura? Dios conoce el corazón humano, porque "el corazón de la humanidad es el corazón humano del Dios-hombre". ¿Y no es un prodigio de su amor el haber dado una madre a Jesús y a los hombres, y el haberla integrado a ella en el esquema de la gra­cia? Imposible, pues, para quien es verdaderamente consciente del papel de María en el plan de la salva­ción, prescindir de ella en una vida que pretende ser cristiana, sin hacer injusticia al llamamiento de Dios, sin derogar el orden cristiano ni menospreciar las de­licadas atenciones de Dios, Por eso, los predicadores y testigos de la fe tienen el deber de proclamar la ple­na y gloriosa realidad del misterio de María, ya que este misterio, este dogma, está enclavado en el cora­zón mismo de la religión cristiana.

Sin embargo, lo más importante es que todos aque­llos a quienes se ha confiado este deber, sean muy discretos en su propagación de cualquier forma par­ticular de devoción mariana. En todo estudio acer­ca de los diversos tipos de devoción mariana, es esen­cial tener bien presente que ninguna práctica par­ticular puede considerarse como el único medio de alcanzar la santidad, y que cualquier práctica fa-

LA VENERACIÓN A MARÍA 211

nátlca no puede menos de ser perjudicial y de re­dundar en una falsa devoción a María. En una fami­lia numerosa, todos los hijos reverencian a su madre. Y cada hijo muestra a su manera su propia venera­ción. Diversos tipos, claramente definidos, de reve­rencia o veneración pueden surgir como resultado de la fusión de ciertos rasgos y acentos particulares. Nin­gún tipo individual podrá pretender jamás que posee el monopolio. Es posible que algunos tipos hayan de­mostrado su fertilidad y que, por tanto, hayan llega­do a establecerse sólidamente, durante la vida de la Iglesia. Indudablemente, muchas prácticas de esta clase han sido estimuladas oficialmente por la Igle­sia misma. Pero, aun en tales casos, estamos obliga­dos a distinguir entre el núcleo esencial de una de­voción especial de ese tipo y la forma y lenguaje en que ese núcleo se expresa. Esa forma y lenguaje es­tán restringidos, por lo general, a un período par­ticular de la historia. Y bien podrían convertirse, con el desarrollo gradual de la vida espiritual, en un de­cidido obstáculo para el culto y el progreso espiri­tual. Muchas devociones excelentes quedan privadas —a menudo—de su poder y eficacia, porque se las sigue presentando (hoy día y en nuestra época) en un lenguaje y terminología que eran perfectamente inteligibles y aceptables en el pasado, pero que ahora se resisten a engranar en nuestra manera de ser. Po­dríamos perfectamente conservar el núcleo esencial de una devoción particular, que fue propagada anta­ño por algún santo, pero teniendo nosotros—al mis­mo tiempo—la valentía de quitarle su anticuada cas­cara. Semejante acción no sería una infidelidad. Le­jos de eso, sería muy beneficiosa para la difusión de esas antiguas devociones. Está bien claro que, desde

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2 1 2 RESPUESTA EXISTENCIAL A MARÍA

el punto de vista cultural y religioso, el término de "esclavo de María"—por ejemplo—no tiene perspec­tivas de ser aceptado por la mentalidad contemporá­nea. Aunque antaño respondía a una profunda reali­dad religiosa, no ocurre ya lo mismo. Y sonaría a cosa falsa e inauténtica. Reconocerlo no tiene nada de or­gulloso. Antes al contrario. La plena entrega en el amor es cosa que, en nuestros días, no puede ya rea­lizarse con espíritu de servilismo. Los hombres no quieren ya ser esclavos, ni siquiera "esclavos de amor". El mejor tributo que podemos hacer a San Luis Grig-non de Montfort es salvaguardar el elemento positi­vo de su elevada espiritualidad, pero desechando las fórmulas anticuadas que hoy día chocarían con nues­tra sensibilidad. Esto, por lo demás, puede aplicarse a toda la vida cristiana. Con frecuencia, después de ha­ber realizado esta labor de criba, observaremos que una devoción particular (y así ocurre, ciertamente, con el rezo del rosario) no es—al fin de cuentas— sino una síntesis, especialmente matizada, de una de­voción mariana que se centra en la Trinidad y en Cristo. Y precisamente este aspecto de toda genuina devoción a María tiene un valor esencial e irreempla­zable.

3. EL PELIGRO DEL "MARIANISMO"

Nuestro alegato en favor de un culto explícito de María como condición necesaria para una vida cris­tiana madura, exige que nos pongamos en guardia contra algunos peligros que son inherentes a las de-

LA VENERACIÓN A MARÍA 213

vociones populares a María. Ocurre, a veces, que en tales manifestaciones populares de culto mariano se desplaza sutilmente el énfasis. Este desplazamiento del énfasis es a menudo muy espontáneo. Pero, algu­nas veces, se debe a la actividad de algunas organi­zaciones, que se han puesto a sí mismas bajo la pro­tección de María. Sin embargo, lo más importante es recordar que a María solamente podremos compren­derla, cuando la contemplemos dentro de la perspec­tiva de Cristo. Y es que es un error contemplar a Cris­to desde la perspectiva de María. Si aceptamos que tanto una experiencia explícita de Cristo como un culto explícito de María forman parte de la vida cris­tiana madura, entonces sigúese de ahí que una vida mariana en la que esta experiencia de Cristo perma­nezca como algo más o menos implícito, será siempre una forma no-madura de cristianismo. Podemos ir más allá todavía, y afirmar que semejante vida será menos madura aún que una vida cristiana en la que la devoción a María esté meramente implícita. Esta implicación de una experiencia de Cristo en una de­voción explícita a María constituye lo que podríamos llamar "marianismo". Cristo es la joya esplendorosa que está engastada en María. Si, en ese engaste, no somos capaces de encontrar directa y explícitamente a Cristo, y por cierto en su mismo centro: entonces estaremos comprendiendo erróneamente la verdadera grandeza de María, el misterio insondable de su re­cepción de Cristo y de su anhelo del único Mediador.

Nuestro camino hacia Cristo pasa a través de Ma­ría. Sin embargo, esta realidad suele interpretarse a menudo erróneamente. Uno de los errores más comu­nes es pensar que el hombre Jesús está bastante ale­jado de nosotros, y que María es—por decirlo así—la

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214 RESPUESTA EXISTENCIAL A MAEIA

que tiende un puente entre él y nosotros. Considerar así a María como el vínculo que nos une con un Cris­to distante es desconocer por completo el más pro­fundo sentido de la encarnación: el hecho de que Cristo se convirtió en uno de nosotros, en un hombre como nosotros. Esto, a su vez, conduce inevitablemen­te a una falsificación fundamental de la concepción central cristiana de la vida: la significación que para nosotros tiene la sagrada humanidad de Cristo, como órgano divino, instituido por Dios, para nuestra sal­vación. Cristo nació de María. Precisamente por esto, Cristo es—enfáticamente—uno de nosotros. Cristo fue acercado a nosotros por María. Por tanto, la relación entre Cristo y nosotros es una relación directa. No hay ninguna agencia que intervenga. Cristo sólo es el Mediador entre Dios y la humanidad. Y esto es así en virtud del hecho de que él nació—como Dios-hom­bre—de María. Todo nos llega de Cristo.

Sin embargo, Cristo nos ofrece de manera especial su gran don de la redención. Ese don se realizó—de manera sublime y universal y para beneficio nues­tro—en María, la cual aceptó el don de Cristo en la forma más sublime, con el resultado de que el fíat de María es anterior al nuestro (es un precedente para el nuestro), y nuestro "fiat" está envuelto en el de ella. Juntamente con María, y bajo su influencia, nos encontramos directamente con Cristo el hombre. El, a su vez, nos conduce hasta el Padre. En este sentido, es mejor concebir a Cristo como dándonos a María, nuestra madre; que no pensar que María nos da a Cristo: "¡Ahí tienes a tu madre!" Cristo eligió libre­mente a su madre y nuestra madre, para él y para todos nosotros: "Elegit eam Deus et praeelegit eam." Sin embargo, en otro sentido, en el sentido de que

LA VENERACIÓN A MARÍA 215

María concibió a Cristo y nos lo pasó a nosotros, po­demos considerar-que María nos da a Cristo, entrega n Cristo en nuestras manos. En este sentido debemos entender la frase "por medio de María a Cristo", acen­tuada en diversos documentos pontificios, y que así adquiere todo su profundo significado. María es, por definición, la kecharitomene, la que ha "recibido charis" (Lucas 1, 28), es decir, la que "ha hallado gracia ante Dios" (Lucas 1, 30). Con este título se di­rigió el ángel a María, al trasmitirle su mensaje. Tam­bién nosotros, juntamente con María, hallamos gra­cia ante Dios. María no es un eslabón entre Dios y nosotros, sino el seno privilegiado que nos engendra como hermanos de Cristo. María es el cofre en el que tiene lugar nuestro encuentro directo con Cristo. Si nuestra docilidad a la gracia, si nuestras oraciones a Cristo, las insertamos en el "fiat" mariano que hace suyas todas nuestras súplicas: entonces ese "fiat" se convierte en el medio todopoderoso de que nuestras oraciones sean escuchadas. En ese caso, entramos—con espíritu de fe y amor—en el corazón mismo del mis­terio redentor. Y Cristo, hijo de María, crece en nos­otros. María es la "omnipotencia suplicante", porque es puramente receptiva. María puede enseñarnos a vivir cristianamente nuestras vidas. Vivir en unidad con María es esencialmente, y en el sentido más puro, vivir una vida cristocéntrica. Y, por esta razón, es imposible que un hijo de María "se extravíe". El cris­tiano nunca ora solo. Toda la comunión de los santos está orando con él. Y esa comunidad que ora, está incluida en el poder universal de la súplica de la ma­dre del Cuerpo Místico.

Así, pues, la devoción mariana no afloja lo más mí­nimo nuestra vinculación con Cristo. No viene a li-

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216 RESPUESTA EXISTENCIA!, A MARÍA

bramos, lo más mínimo, de nuestro compromiso religioso con Cristo. No nos imaginemos, ni por un ins­tante, que nuestra veneración de María puede faci­litarnos el vivir vicariamente la vida cristiana, po­niendo a María en sustitución de nosotros mismos. Algunas veces nos inclinamos a pensar las cosas de la siguiente manera: En cuanto a nuestra vida cris­tiana se refiere, somos muy chapuceros. Somos dema­siado romos para hacer algo a derechas. Esto, en cier­to sentido, ¡es la pura verdad! Pero entonces pasa­mos a pensar: Si dejamos a María en nuestro lugar para que ella ore y trabaje por nosotros, entonces todo andará estupendamente. No cabe duda de que todo andará bien, si por ello entendemos que tratamos de identificarnos completamente con la oración y labor de María, a fin de ahondar nuestra propia fe e in­tensificar nuestro propio amor. Así todo irá magnífi­camente. Pero no se trata entonces de poner a María en sustitución nuestra. Por otro lado, si pretendemos que podemos utilizar a María como una sustitución por nuestras propias deficiencias, y, por tanto, no pro­fundizamos nuestra propia fe, no vigorizamos nuestra esperanza en el poder salvador de Cristo, y no inten­sificamos nuestro amor cristiano, por medio de esta devoción explícita a María: entonces yo creo que esa práctica devocional es injustificada e ineficaz. Va­mos creciendo en santidad, según va penetrando Dios cada vez más íntimamente en nuestras almas. Esta penetración divina exige, por nuestra parte, un com­promiso personal y libre en sentido religioso existen-cial. Y seremos capaces de comprometernos así, con la ayuda de María y con el poder de su amor. Pero no lo lograremos nunca, si intentamos enumerar los servicios de María para sustituirlos por nuestras de-

LA VENERXCIÓN A MARÍA 217

flclencias esenciales y nuestro verdadero fracaso en someternos totalmente en la fe, porque tan sólo por medio de esta sumisión total lo que es imposible para el hombre que puede convertirse en posible para Dios.

Asimismo, hemos de ser mucho más cuidadosos en la utilización que hagamos, a este respecto, de las analogías humanas, si es que queremos seguir siendo plenamente conscientes de la función específicamen­te mariana que la Madre de Dios desempeña en el or­den cristiano de la redención. Un ejemplo de esto es la idea de la llamada "Escuela Francesa" de que Ma­ría está calmando sin cesar la justicia de Dios—y la justicia de Cristo—, y de que en el último instante es capaz de sujetar el brazo de Cristo que se levanta para descargar el castigo. Esta imagen, indudable­mente, desempeñó un papel importante en el caso de los visionarios de La Salette. Y no podemos negar que es una manera muy impresionante de ilustrar la intervención de María por medio del poder de súplica. Pero, indudablemente, no promueve un verdadero aprecio de la genuina función salvífica de Cristo. La misericordia de María se deriva enteramente, tiene su fuente en la compasión del mismo Cristo, el Dios-hombre, el cual había mostrado superabundancia de compasión hacia María, como primicias que ella era de la redención. María despliega, en su persona, el aspecto maternal de esta divina misericordia. Es po­sible, ¡qué duda cabe!, establecer un "contraste" en­tre la cualidad maternal de María y la misericordia de Dios. Pero nunca estará permitido considerar la intervención maternal de María como una especie de contrapeso de la justicia divina de Cristo, aunque la intervención mariana sea realmente eficaz. Por otro lado, hemos de tener bien presente—en relación con

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esto—que a menudo podemos llegar a una compren­sión más íntima de la realidad divina, por el sencillo medio de hablar en el plano humano acerca de Dios y de sus relaciones con la humanidad, más bien que expresándonos en el lenguaje mucho más exacto de la discusión teológica...

4. LA DEVOCIÓN POPULAR A MARÍA

1. ALEGATO EN FAVOR DE LAS "MANIFESTA­

CIONES PERIFÉRICAS" EN LA VIDA RELIGIOSA DEL PUEBLO

Dios es el Padre de la misericordia. Y, como tal, muestra ilimitada misericordia hacia nosotros, en nuestros errores. Dios puede ver siempre más allá de la credulidad casi supersticiosa y—a veces—pertur­badora de algunas prácticas y expresiones de la de­voción popular. Y es capaz de captar las buenas in­tenciones de esas criaturas pobres e inadecuadas, que no son capaces de expresar—con palabras acertadas y con acciones convenientes—su profundo anhelo de Dios, anhelo que, hasta que ellos sean capaces—por fin—de someterse incondicionalmente a Dios, no po­drá menos de causar inquietud en sus vidas.

El cirio que se consume ante la imagen de la Vir­gen, cuando los peregrinos han abandonado ya el lu­gar santo, simboliza magníficamente la impotencia del cristiano. El cristiano deja allí su cirio, porque él no es completamente capaz de someterse enteramen­te—con fe—a la dispensación de Dios, no es capaz de

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lograr que su corazón se consuma en el fuego de su total sumisión. La creación material—el cirio—res­ponde mejor al toque de Dios, y está mejor dispuesta que el corazón vivo del hombre, el cual no está tan dispuesto a dejarse cercenar y podar por el celestial Amo de la Viña. Y, así, el cristiano, en su anhelo hu­mano, enciende aquel dócil cirio como una súplica tangible dirigida a Dios. Por medio de la intercesión de la Madre de Dios, el cristiano espera que su capri­choso corazón humano llegue, por fin, a inflamarse, y se ablande su endurecida voluntad humana, y se postren en homenaje y sumisión. El cirio, que sigue ardiendo calladamente ante la imagen de María, mien­tras que el peregrino se reúne ya con la multitud bu­lliciosa que comenta con enojo los elevados precios de los souvenirs de Lourdes, es una demostración vi­sible del profundo anhelo que se halla siempre pre­sente en el corazón humano, y que, aunque está es­condido y raras veces se expresa, seguirá palpitando aun mucho después que el cirio se haya consumido en su efímera existencia.

Este cirio no es una mentira. Ni tampoco lo son las incesantes idas y venidas de los peregrinos en torno al santuario de María. Son una imagen evocadora del corazón humano inquieto y peregrino, que no puede hallar reposo hasta que descansa muy cerca de Dios, el cual tocó este mundo por medio de María. El cami­no que nuestro corazón no puede o no quiere em­prender, lo emprende así el cuerpo, con un gesto que se va repitiendo sin cesar, con un impotente esfuerzo para contradecir a la mala disposición de su corazón. No nos precipitemos, pues, a emitir un juicio duro. Esforcémonos, más bien, por convertir esas manifes-

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taciones exteriores en una experiencia interna genui-namente religiosa.

Hay, pues, muchas "manifestaciones periféricas" en la vida mañana. Y las podremos comprender, si las consideramos a la luz del simbolismo que está ínti­mamente entretejido con la vida de los hombres, los cuales llegan a las realidades invisibles a través de lo que es visible. Estas expresiones son prototipos esen­ciales entre las diversas manifestaciones de la vida re­ligiosa popular. Y son tan antiguas como la misma humanidad. Ninguna cantidad de intelectualismo lo­graría jamás desarraigarlas de la vida religiosa del pueblo. El hombre necesita tales apoyos. El hombre necesita tocar con su mano la roca de la cueva en que se apareció la Madre de Dios. Anhela recorrer de ro­dillas todas las estaciones del Vía Crucis. La religión no es simplemente cuestión de vida interior. No es un asunto puramente racional. Toda pretensión de que la religión es exclusivamente racional queda con­tradicha por el hecho de que Bernardette se arras­trase por la tierra y llegase a comer barro y hierba por mandato de la "Señora" que se le había apare­cido. Estas manifestaciones no pueden menos de ha­cernos recordar la fe de Abraham: una fe y una confianza inquebrantable en Dios, a pesar de que to­dos los testimonios humanos señalaban lo contrario. El hombre tiene que crear una sede para su vida re­ligiosa, en este mundo. Tiene que crear un ambiente en el que pueda vivir íntimamente, y en un plano hu­mano, con el trascendente.

Claro está que todo esto constituye un peligro. Des­de el momento en que la religión queda realmente aprisionada por la realidad terrena, desde el momen­to en que el alma de la religión desaparece de la ac-

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tividad simbólica humana y universal: desde entoces se disipa y pierde el poder del simbolismo sagrado para elevar al hombre. Cuando tal cosa ocurre, en­tonces sólo queda ritualismo sin alma. Y la religión queda reducida a simple folklore.

Sin embargo, la religión—por otro lado—no puede existir jamás como un departamento distinto y sepa­rado, en la vida humana. La religión está intrínseca­mente vinculada con el conjunto de la vida de la co­munidad. Y en esa vida el folklore tiene un lugar le­gítimo. Nadie que tenga genuina simpatía humana por sus semejantes se sentirá molesto o escandaliza­do de que las peregrinaciones vayan acompañadas frecuentemente de diversas manifestaciones folkló­ricas. Tiene especial importancia el que los intelec­tuales se guarden de adoptar una actitud demasiado crítica en esta materia. Por lo demás, raras veces se les pide que tomen parte con entusiasmo en este as­pecto de la vida religiosa del pueblo ordinario... Sin embargo, lo que los intelectuales deben esforzarse por lograr es que se desarrolle una verdadera compren­sión de tales manifestaciones periféricas que son "de­masiado humanas". Porque es evidente que todo in­tento logrado por desterrar todo eso de la vida reli­giosa, por medio de un llamamiento frío y racional a la "auténtica" práctica religiosa, no podría menos de desembocar en la muerte de la vida religiosa del pue­blo y posiblemente, también, en la muerte de la vida religiosa de los mismos intelectuales.

No obstante, no debemos ignorar tampoco uno de los aspectos fundamentales de la doctrina de todas las religiones, y especialmente de la enseñanza del Antiguo Testamento. De vez en cuando, los profetas dejaban oír su penetrante voz y hacían consciente al

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pueblo de la necesidad de intensificar su vida religio­sa interior. Si una nación cristiana no atiende a este llamamiento profético, entonces su culto del Señor se convertirá finalmente en una adoración de labios para fuera.

Cuando los habitantes de Efeso, vibrando de entu­siasmo por su religión pagana, se pusieron a gritar: "¡Grande es Diana de los efesios!" (Artemis, la dio­sa griega), uno de los creyentes dijo en tono sarcás-tico: "Eso es indiscutible, pero ya habéis gritado de sobra que vuestra diosa es grande" (véase: Hechos 19, 28. 34-36). Unos siglos más tarde, esa misma ciudad de Efeso conocía el entusiasmo desbordante de las multitudes que proclamaban, esta vez, su creencia auténtica en la Madre de Dios. Esto quiere decir que no hemos de rechazar, sin más, el entusiasmo re­ligioso del pueblo ordinario. Todo depende del objeto de tal entusiasmo y de su orientación.

Toda espiritualización renovada no puede menos de traducirse—en la vida popular—por manifestaciones constantemente renovadas. Desvalorizar esas encar­naciones humanas sería atrofiar mortalmente el es­píritu del hombre. Sin embargo, esas manifestaciones periféricas deben estar sometidas al control del dog­ma. A causa del poder casi fanático que ejercen en la vida humana del pueblo, las devociones populares ga­narán muchísimo si son purificadas constantemente de los diversos elementos que con harta facilidad se entretejen íntimamente con las auténticas manifes­taciones humanas de genuina vida cristiana. En nues­tros días, el peligro reside especialmente en el atrac­tivo de lo maravilloso y en su búsqueda a través de las apariciones mañanas. Así, pues, tendremos que

LA VENERACIÓN A MARÍA 223

decir algunas palabras acerca de tales manifestacio­nes, que una sana teología sabrá interpretar.

2. LAS DIVERSAS APARICIONES DE MARÍA Y

SU PUESTO EN LA VIDA RELIGIOSA DEL PUEBLO

Apenas podrá dudarse de que las repetidas apari­ciones de María que han recibido ya aprobación ecle­siástica (las más notables de todas han sido las apa­riciones a Catalina Labouré [1830], en La Salette [1846] 3, en Lourdes [1858], en Pontmain [18713, en Fátima [1917], en Beauraing [1932] y en Banneux [1933]) indican que Dios es consciente de que esta­mos atravesando tiempos de especial dificultad; y que María, la madre de la humanidad religiosa, manifies­ta de manera especial su solicitud maternal.

Sin embargo, sucede a menudo que esas interven­ciones extraordinarias no son apreciadas en su ver­dadero valor, tanto en los sermones como en el plano de las devociones. Algunas veces se les da valor exa­gerado. Y, otras veces, son subestimadas. Por esta ra­zón, es de alguna importancia que examinemos la ac­titud de la Iglesia hacia tales hechos extraordinarios de la vida cristiana, exponiéndola esquemáticamente, y tratando de establecer el lugar exacto de esos fe­nómenos dentro de la vida mariana iluminada por el dogma.

El cristianismo es la manifestación visible—en la historia del mundo—del amor de Dios hacia los hom-

a No olvidemos, sin embargo, que la Iglesia ha prohibido repe­tidas veces la difusión de las profecías de La Salette. (AAS [ 19151, VOl. 7, p. 594, y 1923, vol. 15, pp. 287-288.)

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bres. El Antiguo Testamento preparó el camino para esto. Se consumó en Cristo. Y fue sacramentalmente perpetuado en la Iglesia. Esta revelación del plan di­vino de salvar a la humanidad quedó terminada con la muerte del último testigo apostólico de Cristo. Esto significa que, antes de que su revelación pública hu­biera llegado a cerrarse, Dios era capaz todavía de in­tervenir de tal modo en la historia humana, que la situación de la humanidad con respecto a Dios pu­diera cambiarse aún radicalmente. Sin embargo, aun después que ha quedado cerrada su revelación, Dios ha seguido interviniendo en la historia, no para inau­gurar un nuevo orden de salvación, sino para centrar la atención sobre el hecho histórico de Cristo. Con Cristo, amaneció realmente la "plenitud de los tiem­pos". Y, como hemos visto ya, María tiene que des­empeñar un papel esencial e irreemplazable dentro de este establecimiento cristiano de un camino per­manente de vida.

Desde aquel tiempo no hubo ya nuevas revelaciones que fueran esenciales para la salvación de la huma­nidad. Podemos encontrarnos con la sagrada huma­nidad de Cristo por medio de la fe de la Iglesia y de sus sacramentos. Puesto que éstos nos traen de ma­nera sacramental la "redención objetiva" de Cristo, todo lo que tenemos que hacer es entrar en la fe viva de la Iglesia y en sus sacramentos para vernos ba­ñados por la redención y—al mismo tiempo—para ser personalmente redimidos. Así, pues, en la Iglesia sa­cramental se encuentra en abundancia todo lo que es necesario para nuestra santificación. En todo esto, la vida de fe de la Iglesia se halla regulada exclusi­vamente por la "revelación-en-la-realidad" y por la "revelación-en-la-palabra": revelación que fue con-

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fiada a la Iglesia como tesoro vivo de fe. Por tanto, esta revelación nunca podrá tener como norma las revelaciones privadas. Esto se aplica tanto a las revelaciones del Sagrado Corazón (que se hicieron después que la revelación pública de Dios había que­dado ya cerrada4) como a las revelaciones de María, por muy auténticas que éstas sean, ya que tales re­velaciones no constituyen—en ningún momento—los principios estructurales de la Iglesia, que ha sido ins­tituida para la salvación del hombre.

Pero esto, indudablemente, es tan sólo un aspecto de la cuestión. Además del elemento jerárquico (la autoridad rectora de la Iglesia y sus ministerios doc­trinal y pastoral, todos los cuales están establecidos en la Iglesia sacramental como una comunidad de fej hay también en la Iglesia un elemento profético y carismático. El Espíritu Santo, como alma de la Igle­sia, penetra en toda la comunidad de fe. Y no entra en la comunidad simplemente desde arriba, es decir, en y por medio de la dirección de su jerarquía. Sino que actúa también desde dentro, con el resultado de que su influencia se deja sentir aun en los miembros más insignificantes de la comunidad de fe. De este modo, el Espíritu Santo puede dejar a un lado la je­rarquía, y estimular internamente a todo miembro creyente de la Iglesia, inspirándolo hasta tal punto, que lo que él llegue a ser o lo que él haga se convier-y carismático. El Espíritu Santo, como alma de la Igle-todo está guiado desde lo alto. Para decirlo con otras palabras: la Iglesia está dirigida jerárquicamente.

* Las apariciones de Cristo que tuvieron lugar entre la resu­rrección y la ascensión pertenecen todavía a los "mysteria carnis Chrlsti", es decir, forman parte de la misión de Cristo en la tie­rra : misión que se consumará únicamente en la ascensión.

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Pero todo lo que de manera oficial se concentra en la jerarquía eclesiástica como ministerio vivo de Cristo (de manera oficial quiere decir: de una manera que pertenece a un oficio en la Iglesia) puede existir, al mismo tiempo, de manera no-oficial en la totalidad de la comunidad eclesial, la cual es, en sentido no-oficial, "sacerdotal y real, y profética y carismática". Y, así, puede ocurrir que, por impulso del Espíritu Santo y desde el corazón mismo de la comunidad no-jerárquica, surjan iniciativas que sean de gran im­portancia para la totalidad de la vida de la Iglesia, y que más tarde puedan ser sancionadas—de una ma­nera o de otra—por la Iglesia jerárquica. En este sen­tido, la Iglesia sigue viviendo, como vivía la Iglesia primitiva, por su ministerio y por su carisma, aunque es posible que la manera con que se revele ese caris­ma varíe considerablemente durante el curso de la historia.

A mi parecer, las diversas apariciones auténticas de María pertenecen realmente a este elemento profé-tico o carismático de la vida de la Iglesia. Son cono­cidas, claro está, con el nombre de "revelaciones pri­vadas", por contraste con la revelación pública de Cristo. La revelación pública está confiada directa­mente a la Iglesia jerárquica, y su contenido incluye los vitales principios dogmáticos y morales de la vida religiosa cristiana. La Iglesia es profundamente cons­ciente de su responsabilidad directa, en relación con esto. Y se hace cargo de ella, positivamente. Las re­velaciones privadas son extrínsecas a la constitución de la Iglesia. No forman parte de ella, de la misma manera que lo forma la revelación pública. En su con­tenido doctrinal, las revelaciones privadas no incor­poran elementos que sean capaces de ampliar o ex-

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tender la meta de la revelación pública. Ningún dog­ma nuevo ni ley nueva se ha proclamado jamás en ellas. En cuanto se refiere al aspecto constitucional de la vida de la Iglesia, esas revelaciones privadas son simplemente fenómenos marginales y secundarios, que coexisten con y dentro de la perspectiva de la vida de la gracia de la comunidad de salvación. Las reve­laciones privadas no fueron calculadas, en ningún sentido, para esclarecer puntos doctrinales que sur­giesen de la revelación pública. Y, por tanto, no de­ben utilizarse jamás para dirimir cuestiones que se hayan planteado en la discusión teológica. Existen ya otros órganos vitales de la Iglesia, que pueden utili­zarse precisamente con este fin.

Por otro lado, sería también erróneo el pretender que Dios, que interviene directamente en todas las reve­laciones privadas, e incluso cuando utiliza la psico­logía humana en todas sus sutiles profundidades, de­sea comunicarnos tan sólo—a través de dichas reve­laciones privadas—verdades que carecen casi por com­pleto de importancia, o que desea decirnos algo que nosotros debiéramos ya saber5. Podemos y debemos asentar a priori que las revelaciones privadas y las apariciones de esta índole son actos de la solicitud amorosa de Dios y de nuestra madre celestial. Son pequeñas señales de amor que vienen de Dios, el cual nos ama y nos ha demostrado ya su amor hacia nos­otros, un amor "hasta la muerte", haciéndolo con tal superabundancia, que esas pequeñas señales "extra" de amor podrían parecer que no cuentan ya. Pero, en

» En relación con esto, consúltese la obra de K. RAHNEH, Vi-sionen und Prophezeiungen, Innsbruck 1953. Hay versión espa­ñola : Visiones y profecías. Véase también la obra de J. H. NICO­LÁS. La Foi et les signes, en VS, 1953, Suppl., pp. 121-164.

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realidad, no es así. Esas pequeñas señales tienen im­portancia. Aunque el amor de Dios sea belleza abso­luta, y aunque María sea la Mater Pulchrae Dilectio-nis que da siempre mucho más de lo que es estricta­mente necesario, sigue habiendo una significación profunda en esas revelaciones privadas. Si deseamos evitar un malentendido acerca de la significación esencial de la revelación pública—por un lado—, y deseamos evitar también—por otro lado—las suge­rencias de que las revelaciones privadas son inútiles y superfluas, entonces no hay más que una manera de formular el fenómeno de la revelación privada. En las revelaciones privadas, el contenido dogmático y moral de la fe se confronta con las situaciones del momento actual, situaciones en las que Dios tiene "necesidad"—en su amor—de dar a conocer su volun­tad concreta, de manera excepcional y carismática, a los hombres que, por razón de su misma humani­dad, están tan profundamente vinculados con las ma­nifestaciones visibles y tangibles de las realidades in­visibles de la vida. Así que las revelaciones privadas están íntimamente relacionadas con la dirección y orientación de nuestras acciones humanas, pero no con el dogma y las declaraciones oficiales de la Igle­sia universal. Hay siempre, en las circustancias con­cretas de nuestras vidas, un elemento incalculable e incluso ambiguo que deja en nuestras manos la elec­ción entre diferentes rumbos de acción. Así ocurre especialmente en tiempos de tribulación espiritual. La jerarquía de la Iglesia puede ayudarnos siempre a escoger la senda acertada. Pero en la Iglesia existe también el elemento carismático y profetice Y es posible, en todo momento, que el Espíritu Santo nos inspire, como individuos o como grupo, para obrar.

LA VENERACIÓN A MARÍA 229

Y lo haga a través de ese elemento. Sin embargo, en todos los casos, la Iglesia está sometida a la dirección del Espíritu Santo, por más que las diversas apari­ciones y revelaciones privadas de las que hemos esta­do hablando, formen un elemento excepcional—pero real—de la inspiración carismática. En este sentido, tales apariciones y revelaciones son del mismo orden que la vida concreta de la Iglesia, aunque no forman parte constitutiva de la Iglesia. No son, por tanto, tan "marginales" como a primera vista podríamos incli­narnos a pensar. Y tiene su importancia el saber dis­tinguir entre los modos con que tienen lugar esas apariciones y revelaciones privadas. Por contraste con muchos elementos relativamente oscuros de la apari­ción del elemento profético en la vida de la Iglesia: vemos que el elemento carismático se revela con fre­cuencia—en el caso de un creyente individual—de la manera psicológica más sorprendente.

Es verdad que la aparición, como tal, no afecta directamente sino a la persona privilegiada. Como en el caso de toda inspiración carismática, es siempre la aparición con que es favorecida tal o cual persona, es siempre su aparición. Sucede a menudo que algu­nos elementos contenidos en la aparición son de natu­raleza estrictamente personal. Y, algunas veces, hay un mandato que impone secreto. Pero, no obstante, en cuanto carisma, toda aparición está destinada a convertirse en bendición para la vida de la Iglesia. Esta bendición puede tener carácter universalista. Por otro lugar, puede restringirse a un determinado lugar, región o nación. Por tanto, las apariciones y las revelaciones privadas son una inspiración divina que proporciona una orientación o señalización que indi­ca a los cristianos el camino de la salvación en una

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determinada situación espiritual y en un determinado momento. Cuando Dios cerró su revelación pública, no por eso cesó ni un instante de intervenir personal­mente en la historia de la humanidad.

Sin embargo, toda expresión del elemento carismá-tico en la vida de la Iglesia está sometida siempre al control de la jerarquía. Por eso, nos proponemos in­dicar—en un breve esquema—algunos rasgos princi­pales de la actitud de la Iglesia y de los cristianos hacia las apariciones de María. No estudiaremos, en este esbozo, el aspecto psicológico o técnico de esas apariciones. Esto quiere decir que no vamos a discu­tir, verbigracia, si Nuestra Señora se apareció real­mente o no con su cuerpo vivo. (Pero hagamos notar, de paso, que esta pretensión no es a priori completa­mente absurda, por lo menos en cuanto se refiere a una aparición de María, ya que María goza realmente de la glorificación física. Sin embargo, habría que plantear la cuestión de la adaptación psicológica en­tre la corporeidad glorificada y la no-glorificada.) Ni vamos a discutir tampoco si se trata, o no, únicamen­te de visiones de la imaginación: visiones producidas milagrosamente por Dios o suscitadas incluso de ma­nera simplemente providencial, manera que exige una determinada disposición psicológica. (La Iglesia nos permite considerar de esta última manera tales casos. Y no podemos negar que muchos hechos señalan en esta dirección.) Sin embargo, el principal punto es que existe siempre—en primer lugar—un contacto perso­nal con el santo en persona (en este caso, Nuestra Se­ñora), en todas las apariciones autenticadas; y, en segundo lugar, que la forma que la aparición adopta —y. esta forma podría ser de naturaleza psicológica—

LA VENERACIÓN A MARÍA 231

es una "señal" en la que se implica y se encarna in­ternamente ese contacto personal.

1) En primer lugar, debemos insistir en que este elemento carismático extraordinario está siempre su­bordinado a la normal vida moral y religiosa de la gracia: vida que está animada por el dogma. Por esta razón, además, el elemento carismático debe perma­necer siempre subordinado a la vida normal de la gracia, en la predicación de la Iglesia. Las aparicio-ne y fenómenos semejantes pueden impresionar fuer­temente a personas cuya fe es débil, y pueden traer­las de nuevo a la verdadera "señal de Dios", al Dios-hombre Jesucristo; pero no representan ninguna ga­rantía para las personas de espíritu completamente cerrado. Recordemos tan sólo, a propósito de esto, la novela de Bruce Marshall, Father Malachy's Miracle ("El Milagro del Padre Malaquías"). Aunque se trata únicamente de una parodia de este tipo de situación. Para las personas cuya fe es sólida, las apariciones son expresión del amor de Dios, el cual—en todo ca­so—es algo con el que ellas están ya familiarizadas. Así, pues, el creyente convencido considerará las apa­riciones como cosa "normal", las aceptará tranquila­mente, y dará gracias a Dios y a la Santísima Virgen por el amor solícito de que han dado muestras en tiempos difíciles. Y tratará de vivir una vida más cristiana.

2) No creemos con fe divina en las apariciones, ya que las apariciones quedan fuera de la esfera de la realidad salvífica que se nos ha revelado. La virtud divina de la fe se ejercita únicamente en relación con una realidad salvífica sobrenatural. Y esto, entonces,

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significa que incluso algo que Dios mismo nos ha co­municado, no es necesariamente un objeto que me­rezca fe divina. Supongamos la premisa absurda de que Dios, en persona, me revelase el teorema del bi­nomio de Newton. Sin embargo, me sería imposible creer con fe divina en ese binomio, ya que—con fe humana—aceptaría yo ese teorema como digno de crédito humano, y basándome en motivos positivos que me resultaran evidentes, y nunca con fe teológica. La fe divina implica siempre una realidad salvíflca sobrenatural y religiosa. Por tanto, las apariciones y revelaciones privadas pueden aceptarse únicamente con fe natural, dado que todo lo que era necesario para determinar la tarea religiosa del hombre con respecto a Dios ha sido proporcionado ya, antes de que quedase cerrada la revelación pública de Dios. Los visionarios se enfrentan con una directa "certi­dumbre de experiencia", la cual ha de someterse a un detallado examen crítico, antes de que pueda de­clararse como auténtica. Sin embargo, para nosotros, a quienes los visionarios comunican sus apariciones, se trata únicamente de una aprobación cautelosa, ba­sada en los motivos naturales que abogan en favor de la aceptación de tales apariciones como cosa digna de Dios. Para decirlo con otras palabras: aceptamos las apariciones por la autoridad de los visionarios mismos, cuya credibilidad ha sido sometida a una investigación critica. Se trata, pues de una aprobé ción natural, justificada por motivos morales y ra­cionales, de un hecho que, después de haber sido ple­namente investigado, no puede interpretarse como demoníaco en su origen 6, sino que después de haber

• Fíjese el lector que hemos evitado aquí Intencionadamente

LA VENERACIÓN A MARÍA 233

considerado todas las circunstancias, especialmente las circustancias religiosas, debe considerarse como algo que tiene su origen en Dios, pueda explicarse, o no, naturalmente por la psicología de profundidad. Y, en caso de que no admita explicación natural, será una aparición milagrosa.

3) No obstante, la aprobación—por parte de la Iglesia—de una aparición o revelación privada no es nunca una prueba infalible de su verdad y autentici­dad histórica. Se trata únicamente de una confirma­ción oficial del hecho de que la investigación ha pro­porcionado pruebas suficientes para aceptar la auten­ticidad divina de la aparición, basándonos en motivos racionales7. Tal vez sería más exacto decir que se trata únicamente de una opinión autoritativa con respecto a nuestra aprobación cautelosa. Para todos los efectos, la Iglesia no hace más que dar su permiso oficial para que María sea venerada de manera espe­cial en el lugar en que ha sucedido la aparición. La

la frase: "ni natural ni demoníaco". Algunas apariciones son, Indudablemente, milagrosas; mientras que otras pueden inter­pretarse como fenómenos naturales, con el resultado de que lo que se desprende de todo el contexto auténtico y religioso es que Dios mismo h a intervenido en ese fenómeno natural y psicoló­gico.

* Véase, entre otras obras, Pascendi, párrafo 6 (Actes de Pie X, vol. 3, p . 175); véase también De Servorum Dei Beatificatione et Canonisatione, del Papa Benedicto XIV. Es una obra que todavía suele consultarse en las canonizaciones : "Sciendum est approba-tionem istam nihil aliud esse quam permissionem u t edantur (publicación de la revelaciones privadas) ad fldelium institutio-nem et uti l i tatem post maturum examen; siquidem hisce reve-lationlbus taliter approbatis, licet non debeatur neo possit adhi-beri assensus fidei catholicae, debetur tamen assensus fidei hu-manae iuxta prudentiae regulas, iuxta quas nempe tales revela-tlones sunt vrobabiles et pie credibiles" (Llb. 2, c. 32, n.° 11).

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sanción de la Iglesia es una especie de Nihil Obstat, que no compromete de manera positiva a la Iglesia en cuanto al contenido concreto de la aparición.

4) Los teólogos no están de acuerdo en si esta aprobación impone o no a los fieles la obligación de aceptar en un sentido humano, y por motivos de cre­dibilidad racionales, el hecho que la Iglesia ha reco­nocido de esta manera8. Puesto que tal aprobación está revestida más bien de carácter negativo, me pa­rece más razonable descartar toda posibilidad de obli­gación. Veamos, por lo demás, lo que dicen las Actas del Concilio V de Malinas a propósito de este tema: "El juicio de la Iglesia no presenta estas cosas como algo que necesariamente debe ser creído por todos. Declara únicamente que no se oponen, en modo al­guno, a la fe y buenas costumbres, y que se encuen­tran en ellas suficientes indicios que permiten una adhesión piadosa y prudente de fe humana" 9. El res­peto y docilidad hacia la Iglesia no entran aquí en juego sino indirectamente. No sería correcto atacar abiertamente las conclusiones adoptadas por la Igle­sia y rechazarlas como desprovistas de todo sentido crítico. Sin embargo, aun después de la aprobación, esas declaraciones hablan únicamente a nuestro sen­tido crítico religioso. El comportamiento de los fieles

* YVES CONGAE y KARL RAHNER, entre otros, dan una respuesta afirmativa a esta cuestión.

9 Acta et Decreta Concilii Provincialis Mechliniensis Quinti, Malinas 1938, p . 6. Veamos la fórmula técnica que se adopta con respecto a estas aprobaciones eclesiásticas: "Apparitio... (est) per-missa tamquam pie credenda, fide tamen humana, iuxta piam, u t i perhibent, traditionem etiam idoneis testimoniis ac monumentis confirmatam" (Decreta Authentica Congr. S. Rituum, Roma (1900), vol. 3, n.o 3336, p. 48).

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está autorizado en cuanto confían en esta aprobación eclesiástica que goza de un juicio previo favorable: el de que todo se ha examinado bien. Por lo demás, la jerarquía, por los "imponderables" que todo elemento profético y carismático encierra, no favorece jamás conclusiones precipitadas y permanece siempre vigi­lante en este terreno. Los hechos de Lourdes y de Fá-tima prueban sobradamente su prudente reserva.

5) La Iglesia podrá permitir que se edifique una nueva basílica, podrá crear una fiesta litúrgica, podrá aprobar una nueva devoción (por ejemplo, el llevar tal o cual escapulario, la medalla milagrosa, etc.). Y la revelación privada habrá sido quizás la ocasión exte­rior que impulse a la Iglesia a obrar así. Pero nunca será el motivo determinante. Además, la autorización para levantar una basílica no implica, de por sí, la historicidad de la aparición. Como creyentes, podemos tener el deseo de sacar fruto espiritual de esas prác­ticas, llevar la medalla milagrosa sin admitir tal vez la revelación privada concedida a Catalina Labouré. Porque esa devoción es buena en sí misma, y está fundada en la vida sacramental de la Iglesia. Por lo demás, la Iglesia, cuando aprueba una devoción, pres­cinde generalmente de toda revelación privada y no se refiere a ella nominalmente. Le basta exponer los datos doctrinales de tal devoción. Por ejemplo, en el año 1846, el Papa Pío IX, al aprobar inmediata­mente el escapulario de la Pasión, no había exami­nado siquiera la autenticidad de las revelaciones pri­vadas de la Hermana Andriveau. La Fiesta del Corpus, solicitada con insistencia por una revelación privada, fue concedida por el Papa Urbano IV y motivada por el dogma de la presencia real. La bula añade tan

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sólo como un apéndice una referencia a la revelación privada. El deseo de que esta fiesta se instituyera ardía desde hacía tiempo en el corazón de los cris­tianos. Y la revelación privada fue, en cierto modo, el elemento profético que hizo que tal deseo cristali­zara. Lo mismo ocurrió con la fiesta del Sagrado Corazón de Jesús. Esta fiesta era anhelada, ya mu cho antes de las apariciones a Santa Margarita Ma­ría Alacoque. La fiesta del Inmaculado Corazón de María fue también muy deseada, y bastante tiempo antes de los acontecimientos de Fátima. Por ejemplo, el Congreso Eucarístico de Lourdes, celebrado en el año 1914, había enviado una petición a Roma, solici­tando la institución de esta fiesta. Todo esto prueba de maravilla que el elemento profético y carismático de una aparición es como la condensación del impul­so que el Espíritu Santo había comunicado anterior­mente a la Iglesia. En el año 1899, León XIII consa­gró el mundo al Sagrado Corazón de Jesús, sin hacer la menor alusión a las revelaciones con que había sido favorecida la Madre María del Divino Corazón. Y se basó únicamente en consideraciones dogmáticas y teológicas. Esto significaba indicar una vez más que la revelación pública es la única norma que cuen­ta para la Iglesia, ya que las revelaciones privadas no son más que ocasiones favorables para apoyar esa revelación pública. El caso de la Hermana Andriveau es un ejemplo característico: esta hermana habría recibido—en una revelación privada—el encargo de pedir que se instituyera una fiesta de la Pasión du­rante la octava de Pascua. La Iglesia no accedió a ello, porque tal fiesta ¡no armonizaría con el gozo pascual de esa octava! Un obispo, al dar su aproba­ción a una estampa de María que se había inspirado

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en una revelación privada, cambió ligeramente los rasgos de la "imagen revelada". Hubo protestas pro­cedentes de diversas partes. El Santo Oficio resolvió el asunto por medio de su decreto del 8 de septiembre de 1904. Declaró que la aprobación eclesiástica de la imagen no implicaba "ni directa ni indirectamente" la verdad histórica de la revelación privada... Ni si­quiera la canonización de los visionarios garantiza la historicidad de las posibles apariciones, milagros, es­tigmas, etc.

La encíclica Pascendi es muy significativa a este respecto: "La veneración que se tributa a una apa­rición, se refiere siempre al hecho mismo, y tiene, por tanto, valor relativo, a condición de que el hecho mis­mo sea auténtico. Pero el culto de los santos es ya absoluto y debe basarse siempre en la verdad, porque se dirige a la persona del santo a quien los fieles de­sean honrar. Las mismas reservas hay que aplicarlas también a la veneración de las reliquias" 10.

Para decirlo con otras palabras: el culto de "Nues­tra Señora del Pilar" no es nunca absoluto, mientras que el culto de María sí lo es. Por tanto, al instruir a los fieles, debemos insistir mucho más en el culto debido a María la Madre de Dios, que en la devoción a "Nuestra Señora de Lourdes", a "Nuestra Señora de

" Pascendi, en "Acta Sanctae Sedis", 1907, vol. II, p. 649. ITal es la traducción que hemos dado de este texto que, aunque de Ideas claras, es un poco complicado en su redacción original. Como complemento, veamos cómo lo traduce Mons. Pascual GA-LINDO en su obra Colección de Encíclicas y Documentos Pontifi­cios, Madrid 1955, p . 617 : "La devoción de cualquier aparición, en cuanto mira al hecho mismo y se llama relativa, contiene siem­pre implícita la condición de la verdad del hecho; mas, en cuanto es absoluta, se funda siempre en la verdad, por cuanto se dirige a la misma persona de los Santos a quienes honramos. Lo pro­pio debe afirmarse de las reliquias." Adición del Traductor.]

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Fátima", etc. Lo que a los cristianos se nos exige ex­presamente es la veneración de la Madre de Dios. La veneración de "Fátima", "Lourdes", "El Pilar", etc., es sólo facultativa, es decir, queda a discreción de cada uno. Podría ser que una verdadera devoción ma-riana nos impulsara alguna vez a hacer una peregri­nación para visitar a "Nuestra Señora de Lourdes", sin que esto significara de nuestra parte "adhesión" alguna a los hechos que motivaron la creación del san­tuario. Por lo demás, esos hechos—sobre todo cuando se trata de santuarios antiguos—yacen olvidados. Re­cordemos también que algunas prácticas de devoción, propagadas a consecuencia de revelaciones privadas, no pueden nunca imponérsenos como una obligación. Si tales devociones no dicen nada a nuestra sensibi­lidad religiosa, ¡no nos preocupemos lo más mínimo por ello! Pero con tal que nuestra actitud no esté inspirada por el menosprecio nacido del espíritu de superioridad o del escepticismo. Los predicadores y directores espirituales son culpables, a veces, de res­tringir en este punto la libertad de la conciencia espiritual.

Así que de todo lo que precede hemos de deducir que es un error positivo hablar más, en un sermón, acerca de Fátima que acerca de Nuestra Señora, la Madre de Dios. El Papa Pío XII, que estaba especial­mente bien informado sobre Fátima, fue siempre muy reservado en su actitud hacia este tema, aunque se reconoce generalmente que Fátima desempeñó un pa­pel indirecto en el llamamiento especial que este Papa hizo en favor de la devoción a María: llamamiento que, finalmente, condujo a la inauguración del año mariano en 1954. Incluso en la Fulgens Corona, la alusión al caso histórico de Lourdes (considerado aho-

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ra como el tipo, en la Iglesia, de un lugar especial­mente favorecido por María) no es, ni mucho menos, una alusión metida a la fuerza, y, además, se halla por completo subordinada al dogma. Algunos predi­cadores suelen a veces construir grandes párrafos para promulgar las promesas hechas en las aparicio­nes del Sagrado Corazón o en las de María, mientras que descuidan por completo los dogmas esenciales que se refieren a Cristo y María, o sencillamente introdu­cen tales dogmas en sus sermones como cosa subor­dinada en la explicación de tal o cual revelación pri­vada. Esta práctica no tendrá jamás justificación. En los sermones de esta clase el énfasis queda totalmente desplazado. Pero hay más: tales sermones pueden escandalizar de manera especial—como sabemos por experiencia—al laicado intelectual. Debemos procla­mar la verdad del cristianismo. ¡Pero, al mismo tiem­po, ha de ser la verdad cristiana pura! Dar al laicado la impresión, en sermones de esta índole, de que los laicos están obrando mal, de que algo falla en su verdadera devoción a María, si no se interesan por las revelaciones privadas, etc., es ir contra la mente de la Iglesia. Una anécdota de la vida de San Juan de la Cruz nos ayudará a ilustrar este punto. Al llegar el santo a una población de España, le llamaron la atención para que se fijase en la monja de las llagas: una estigmatizada que vivía en un convento de la localidad, protegida por prelados de elevada dignidad, aunque la Iglesia no se había pronunciado oficial­mente acerca de la autenticidad del caso. Le pidie­ron a San Juan que visitara a aquella monja. Pero, en vez de ir a verla, el santo prefirió contemplar el mar, para alabar a Dios por su creación ¡qué tam­bién era milagrosa! ¡Ahí tenemos un ejemplo de sano

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y saludable misticismo! Un misticismo que no anda buscando siempre señales y prodigios extraordinarios, sino que jamás deja de ser consciente de que vivimos y respiramos sin cesar el constante milagro de la bondad maternal de Dios. La psicología humana es tal, que estamos abiertos siempre al elemento "extra­ordinario". Así ocurre especialmente en tiempos difíci­les: recordemos tan sólo los años de la guerra. Pero nos inclinamos demasiado fácilmente a olvidar que ese elemento puede convertirse fácilmente en sustan­tivo—dentro de las mentes de los hombres—de la fe verdadera, una fe más difícil, en lo desconocido. Por tanto, los predicadores han de estar siempre en guar­dia ante los excesos que puedan cometer en sus ser­mones acerca de Fátima, Lourdes, etc. Y deben pre­dicar a la Madre de Dios, basándose en el Evangelio.

En La Salette, María se preocupó de la cosecha que iba a echarse a perder. Esta fue una revelación pri­vada. Y mucho más importante es la lección que se nos da en la revelación pública: el interés de María, en Cana, por el apuro en que se hallaban los organi­zadores del banquete de bodas: "No tienen vino" (Juan 2, 3).

Si examinamos el contenido de las siete apariciones, umversalmente veneradas, de María, que han tenido lugar en nuestros tiempos, no podremos menos de ver que—en tales apariciones—se está relacionando sencillamente el antiguo tesoro del cristianismo con las necesidades espirituales de nuestra propia situa­ción. María confirma que somos pecadores y que he­mos sido redimidos por Cristo. Y nos invita a la oración y al arrepentimiento. Sin embargo, todas las circustancias en que esta confirmación tiene lugar, señalan el elemento carismático de la inspiración di-

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vina, por medio del cual Dios trata de actualizar ese antiguo tesoro de vida cristiana en nuestros tiempos modernos. Indudablemente, hemos de tener gran cau­tela en nuestra actitud hacia cualquier revelación, y especialmente hacia la manera en que el visionario nos la comunica. El "contenido" de una revelación privada no existe nunca aisladamente. Por el contra­rio, es siempre una parte viva de la total psicología humana del visionario. Está mezclado siempre con otros elementos que se encontraban ya en la concien­cia del visionario. Y tales elementos no pueden me­nos de colorear el contenido, y de contribuir incluso a dar una interpretación de dicho contenido, tal como se nos comunica a nosotros. Más aún, la comunica­ción de una revelación privada, contra lo que ocurre en el caso de la revelación pública, no está garanti­zada por el carisma de la inspiración. Puesto que el "contenido" de una aparición está rodeado siempre de numerosos elementos e impulsos psicológicos y de muchos detalles de imaginación humana: sería ab­surdo—por ejemplo—tratar de construir una teología del infierno basándonos en la visión del infierno, tal como se nos refirió en las apariciones de Fátima. En este caso se trata de apariciones a niños. Y es de suma importancia que, en casos así, tengamos en cuenta la psicología del niño, y la tendencia infantil—ingenua­mente y con la mejor buena fe—a remontarse en alas de la imaginación. Además, los niños-videntes de Fátima fueron interrogados por un tribunal de im­presionantes teólogos, cuyas preguntas (muchas de las cuales se hicieron para "atrapar" a los niños) debieron a menudo de desconcertarlos. Así, pues, la conclusión que no podemos menos de sacar de todo lo anterior es que, aun aludiendo a las apariciones

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con razones perfectamente justificadas, los predica­dores deben tener siempre mucho cuidado en lo que dicen en sus sermones acerca de los detalles de esas revelaciones privadas. Sean especialmente cuidado­sos en evitar alusiones a detalles que tienden a esti­mular la curiosidad humana. Para mencionar un caso concreto: no hablen nunca de si va a haber, o no, una guerra; o de si la guerra va, o no, a terminar pronto. Los sermones que apelan de este modo a las revelaciones privadas, sirven únicamente para desviar las mentes de los hombres de la esencia de la reli­gión y alentarlos a buscar la escapatoria de las apa­riciones, en lugar de ayudarles a intensificar su acti­tud religiosa y a que se comprometan en las tareas morales concretas que son inherentes a la vida cris­tiana.

Los predicadores son, ante todo, heraldos de la re­velación pública. Y, como tales, deben ser muy dis­cretos y reservados en la utilización de revelaciones privadas y apariciones. Podrán utilizarlas justificada­mente para poner un ejemplo o para ilustrar un pun­to concreto en sus sermones acerca de María. Pero ja­más deben basar en ellas sus sermones. No podemos captar la significación esencial de un milagro, con­templando tranquilamente el acontecimiento extra­ordinario. Sino que captaremos su significación, evo­cando vividamente el hecho de que Dios soporta y sustenta todo lo que sucede, aun en las circustancias ordinarias de nuestras vidas cotidianas; y de que Ma­ría, la Madre de Dios, no va a dejarnos—ni un solo instante—sin su testimonio. El milagro es un tónico que concentra de nuevo nuestra atención sobre el contenido ordinario y cotidiano de nuestra existencia critiana. Podemos considerar un acontecimiento mi-

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lagroso como una medicina, de la que algunas veces tenemos tanta necesidad como del pan que constitu­ye la base de nuestra vida, pero como una medicina que hemos de tomar únicamente para volver a vivir de nuevo de nuestro pan cotidiano. "Dichosos, más bien, los que oyen la Palabra de Dios y la guardan" (Lucas 11, 28), decía Jesús desautorizando de esta ma­nera la falsa devoción a su Madre y ensalzando mu­cho la verdadera n . "Avete il novo e '1 vecchio Tes­tamento, e '1 pastor de la Chiesa che vi guida: questo vi basti a vostro salvamento" (Tenéis el Antiguo y el Nuevo Testamento y la jerarquía que os guía: esto baste para vuestra salvación), decía Dante 12. Sin em­bargo, hemos de reiterar que el poseer todas estas cosas no suprime la gran bendición que para la Igle­sia supone el elemento "carismático". Sería comple­tamente equivocado, y contrario a la mente de la Iglesia el pretender que la jerarquía era el único impulso vital en la Iglesia viva. Reconozcamos con toda sinceridad que el elemento profético tiene su propio papel especial que desempeñar en la vida de la Iglesia. Pero, al mismo tiempo, es de esperar que la jerarquía eclesiástica, responsable de la tranquili­dad e integridad de la vida de la fe, se alarme de vez en cuando ante ese elemento "imponderable" del pro-fetismo, y trate de frenarlo, más bien que de estimu­larlo. Por lo demás, sería imprudente y demostraría

11 Véase la advertencia oficiosa de Mons. Ottaviani (ahora Car­denal), que entonces era asesor del Santo Oficio. Está publicada en el periódico L'Osservatore Romano, del día 4 de noviembre de 1951.

1¡¡ DANTE, II Paradiso, 5, 73-77. Lo cita Ottaviani en el articulo mencionado en la nota anterior. Pero cambia la segunda persona de plural por la pr imera: "Tenemos... y la jerarquía que nos guía... para nuestra salvación."

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una carencia de sentido psicológico el permitir que ese elemento carismático, imponderable, el cual—pre­cisamente por su carácter impenetrable—se presta tanto al equívoco, el permitir—digo—que ese elemen­to se desarrollara sin control. Claro está que el Espí­ritu Santo puede reírse de la prudencia humana. Pero no por eso sigue siendo menos obligatoria dicha pru­dencia... ¡Y no nos corresponde a nosotros represen­tar el "papel" del Espíritu Santo!

Si en nuestros sermones introducimos elementos no-dogmáticos, entonces podemos deformar en la mente de los fieles la imagen purísima de la Virgen Asunta, de la Virgen que ha sido gloriosamente eleva­da al cielo. Y le atribuiríamos unos rasgos que ya no son los del Evangelio. Y que, por tanto, son contrarios al dogma. Esto debemos evitarlo con todas las fuer­zas que estén a nuestro alcance. No intentemos ilumi­nar la verdadera figura de María, con todo su esplen­dor, por el medio de intensificar nuestro conocimien­to de determinadas apariciones, por muy legítima que sea su importancia. Y no intentemos trasmitir tal cosa a los fieles. Lejos de eso, con espíritu de oración, prestemos nuestra atención al viejo tesoro del Evan­gelio y al dogma esencial acerca de María. Nuestra aspiración será la de poner cada vez más en el pri­mer plano de la atención este Evangelio y esta ima­gen dogmática de María. Esto será un proceso gra­dual. Pero nos sentiremos ayudados en esta tarea por la devoción íntima a María, tal como existe en la comunidad viva de la Iglesia. El resultado último será que cada miembro de la comunidad cristiana, en unión con Cristo y con su madre, estarán descu­briendo sin cesar—día tras día—que toda la vida cris­tiana, tanto en sus aspectos más arduos como en los

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más suaves, tanto en los momentos de extrema ten­sión como en los periodos de depresión, es pura gracia.

5. EL PODER DE NUESTRA ORACIÓN MARIANA DIRIGIDA A CRISTO

1. LA ORACIÓN MARIANA EN GENERAL

El creyente, al orar, toma realmente iniciativas. No realiza a ciegas o con apariencia de libertad lo que habría quedado fijado invariablemente desde mu­cho tiempo atrás. No. Sino que la oración del creyen­te puede cambiar de veras la faz del mundo. La ora­ción es una experiencia íntima, basada en una rela­ción personal entre "tú" y "yo". Es una comunica­ción viva entre dos seres Ubres, que se acercan con amor el uno al otro: es una comunicación personal entre Dios y el hombre. Cuando pronunciamos nues­tro "fiat", no nos inclinamos absurdamente ante el irremediable destino. Cuando decimos "¡Hágase tu voluntad!", nos estamos refiriendo a la voluntad de mí Dios, hacia el cual yo me vuelvo en oración, y que exige una "decisión" desde el primer momento y como resultado directo de mi iniciativa en la oración. In­dudablemente, nos resulta difícil presentar intuitiva­mente la relación entre nuestra condición temporal y fugaz y la eternidad dinámica del orden de Dios, eternidad que no pasa, y a la que nos inclinamos a ver—en nuestras imaginaciones—como un inmóvil bloque de granito, al que las inclemencias del tiempo no pueden atacar. Sin embargo, no pensemos que

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Dios lo ha dispuesto todo, cronológicamente hablando, antes de nuestra oración. Gabriel Marcel expresó muy felizmente esta idea. La eternidad podríamos consi­derarla como la dimensión en profondeur (la "dimen­sión a fondo") o significación profunda de nuestra oración o súplica. De este modo, es posible ver que mi oración es—en realidad—una genuina iniciativa por parte de una libre criatura de Dios: una iniciativa dirigida hacia el Ser de Dios, hacia ese Ser que todo lo abraza, y a quien—en el momento de mi oración— me dirijo tratándole de "tú". Más aún, podemos ver que este Ser no lo ha dispuesto y decidido todo, antes de que yo entre en contacto con él, sino que lo hace en un "ahora" verdaderamente eterno, en un ahora que hace que el momento de mi oración llegue a su atención inmediata, y que domina creadoramente ese momento. Cuanto más íntimamente estemos unidos con Dios, tanto más atrevida y eficaz será nuestra iniciativa en la oración. Esta sumisión íntima a Dios tiene el efecto de poner nuestra voluntad en armonía con el amoroso ser de Dios. Como consecuencia de esto, Dios escucha siempre las oraciones del hombre que está íntimamente unido con él.

Si ésta es la explicación real de la eficacia de toda oración cristiana, veremos inmediatamente que tal explicación se aplica de manera única e incompara­ble a la oración de súplica de María, que es la Omni­potencia Suplicante. Y de manera parecida se aplica también a nuestra oración, cuando está unida con la oración de nuestra madre celestial. Por eso, debemos estar menos dispuestos a solicitar milagros, y más prontos para recordar el sentido normal de la ora­ción en nuestra vida. Si un niño pide a su padre un juguete y el padre se lo da, entonces el niño consi-

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dera simplemente el regalo como la respuesta de su padre. Esto no excluye que el padre haya tenido que comprar el juguete, antes de dárselo a su hijo, de suerte que, desde el punto de vista técnico, el juguete es resultado de un acto de compra. Asimismo, desde el punto de vista técnico, una curación, por ejemplo la curación de una madre de familia, por la cual he estado orando a Dios por medio de María, puede ser resultado del tratamiento y atenciones de un médico. Sin embargo, para mí, esa curación será—realmente— la respuesta de Dios a mi oración de súplica. Y sólo podré entenderla como resultado de mi fe y esperanza en Dios, el cual no necesita dinero para pagar los honorarios del médico, pero—como Hacedor del uni­verso—abarca en sí mismo toda la relación de causa­lidad entre la "atención médica" y la "curación", y subordina dicha relación a mi oración y experiencia personal de Cristo a través de María. Lo que sin mi oración habría sido un "acontecimiento vulgar y co­rriente" de la vida diaria, se convierte ahora en un acontecimiento muy significativo en mi vida de unión con Dios. Es posible dar un paso más todavía. Y afir­mar que, desde el punto de vista humano, la curación no se habría realizado nunca sin mi oración. Así es como vemos en su perspectiva justa el poder de la oración. "Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!, que jamás se ha oído decir que ninguno de los que han acudido a vuestra protección, implorado vuestra asistencia y reclamado vuestro socorro, haya sido abandonado de vos" (San Bernardo).

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2. LA ORACIÓN DEL ROSARIO

a) Estructura psicológica de la oración

El rosario es una oración mariana frecuentemente recomendada por la Iglesia. No nació de una sola inspiración. Ni jamás fue instituida en forma defini­da y completa. Sino que fue apareciendo gradualmen­te, como resultado de un lento proceso de desarrollo, durante el cual estuvo sometido a muchas adapta­ciones, cambios, adiciones y omisiones. Su desarrollo quedó influido también, poderosamente, por factores profanos. El contar y repetir una misma oración es una práctica tan difundida en casi todas las religio­nes antiguas del mundo, que podríamos considerarlo como un hecho religioso universal. Forma parte ínti­ma de nuestra estructura espiritual y física.

En realidad, no hay verdadera diferencia entre la forma psicológica de la oración del rosario y la de la oración del breviario. Las dos son formas vocales de oración y, al mismo tiempo, son una oración interior. La diferencia básica entre ambas es la siguiente: en el caso del rosario, la oración exterior y vocal se hace siempre según la misma fórmula. La oración es siem­pre, en primerísimo lugar, un acontecimiento que se realiza interiormente, en el alma. Lo que sucede ex-teriormente es también oración, pero tan sólo en cuanto es una exteriorización de la actitud de oración del alma. Haríamos mal en presentar la continua re­petición de avemarias como una simple técnica exte­rior destinada a ocupar sosegadamente el cuerpo,

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para que el alma pueda remontarse libremente. La recitación externa de avemarias es, ciertamente, una oración, y no sólo una técnica. Esto no quiere decir que falte por completo el aspecto técnico en la repe­tición espontánea de una misma fórmula de oración. Hay, ¡qué duda cabe!, un elemento de pura técnica. Pero no deberíamos exagerar su valor. Algunos auto­res espirituales han afirmado que la monotonía de las avemarias, repetidas incansablemente, alivia la ten­sión del alma. Esto es verdad hasta tal punto, que a muchos les entra sueño durante el rezo del rosario. Por lo demás, hay quien practica con éxito esta pia­dosa "técnica para dormirse", al irse a la cama por la noche. Según algunas investigaciones, la recitación del rosario estimularía una oración contemplativa es­pontánea y afectiva, pero sería un obstáculo para una meditación más concentrada.

El rosario es, pues, una forma relativamente espon­tánea de oración. El individuo fija su atención unas veces sobre el contenido del avemaria, y otras sobre el misterio que se enuncia en cada decena. Cuando desfallece la atención que se presta al misterio, en­tonces el acunamiento provocado por la repetición de la misma fórmula nos hace volver espontáneamente a él. Orar es una experiencia viva—una vida de fe, es­peranza y amor—: una vida a la que nos hemos de entregar, aunque estemos fatigados y rendidos. Hay, pues, una concepción idealista del rosario que puede ser, y que es realmente para muchos, una cumbre de vida concentrada de oración. Pero también hay otra interpretación, realista, de esta forma de oración. Y yo quiero seguir estudiando ahora este aspecto del rosario. El que esté al cuidado de la dirección de jó­venes, se da cuenta en seguida de que muchos de ellos

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no llegan, durante la oración vocal, a concentrar su atención en los misterios del rosario. Digamos fran­camente que nuestros contemporáneos se sienten me­nos atraídos que los que les precedieron, por el rezo del rosario. Muchos, durante esa recitación, sienten su alma vacía y su sensibilidad embotada. Mientras que en algunos momentos, llegamos a hacer del rosa­rio una oración muy intensa: en otros momentos nos aburrimos soberanamente. Estas observaciones, com­probadas con sentido realista, ¿nos llevarán a la con­clusión de que el rosario ha fracasado ya? ¡Todo lo contrario! Cantan, más que nunca, un panegírico del rosario. Esta oración, fuera de los momentos en que nos hace vibrar verdaderamente de devoción, se pres­ta admirablemente para los momentos vulgares de la existencia: esos momentos en los que sentimos abu­rrimiento y disgusto por todo menos por la indife­rencia.

El que desea orar mucho y orar bien, se da cuenta en seguida de la ayuda providencial que tiene en el rosario. La formulación del rosario es tan atinada, que el alma puede remontar el vuelo místicamente. Y, en el momento de la más alta contemplación, aun pasando maquinalmente las cuentas del rosario, el alma se eleva y la oración se hace más interior. El rosario ha alcanzado entonces su meta. En la mayoría de los casos, el rosario sería un precioso auxiliar para los momentos de sequedad y desolación espiritual. Las encuestas lo han demostrado. El abandono filial, con espíritu de fe y amor, la intención que preside la ora­ción, determinan—también aquí—el valor del rosario: se trata de estar en la presencia de Dios. Esta con­ciencia de la presencia de Dios se mantiene y fo­menta por medio del rosario, incluso en los momen-

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tos en que el alma se siente embotada y el corazón desolado. Puesto que tales circustancias son frecuen­tes en la mente del hombre, el rosario seguirá siendo para él una oración saludable y que enriquecerá su vida espiritual. El rosario puede crear esos estados admirables de quietud, que con frecuencia son fuente de un arranque creador.

Un escritor no-católico dijo que nuestra psicología humana tiene tres niveles: una zona de claridad, una zona de sombra y una zona intermedia de penumbra. Esta afirmación podría ilustrar la práctica del rosa­rio. En la zona de sombra se hallan—como quien di­ce—amontonadas nociones adquiridas, experiencias vividas, impresiones, etc. Todos esos elementos pre-conscientes, pueden evocarse en nuestro interior bajo la influencia de nuestra tonalidad afectiva del momento o por ideas que han llegado a adquirir más claridad en nuestra mente. Un hecho psicológico bien comprobado es que los medios mecánicos tienen con­siderable poder para evocar verdades que dormitan en nosotros. El rosario, en su aspecto mecánico actúa de esta manera. Y la repetición de avemarias puede des­pertar verdades cristianas adquiridas pero que dor­mían en nuestras mentes. Hace que el tesoro espiritual latente de nuestra alma vaya llegando mansamente a la superficie. El rosario es un acto prolongado de amor, que lleva consigo tan sólo una ligerísima actua­ción interior, una "relación" de amor—como quien dice—, durante la cual un contenido especial y más claramente definido (por ejemplo, el misterio de la Anunciación, o el nacimiento y muerte de Cristo) emerge de vez en cuando al primer plano de la aten­ción, mientras que dicha tensión va siendo atraída, en mayor o menor grado (pero sin ninguna tensión),

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por el rítmico correr de las cuentas entre nuestros dedos.

Por todo lo que hemos dicho, habrá quedado bien claro que no hacen falta esfuerzos titánicos para re­citar in forma el rosario, es decir, no necesitamos esforzarnos para experimentar plenamente la oración del rosario, tanto por la recitación externa de las ave­marias como por la contemplación interior de los misterios. ¡No hace falta que intentemos la imposi­ble y frustradora tarea de tocar—como quien dice— en dos pianos a la vez! Esto sería exigir demasiado de nosotros, como seres humanos, y—al mismo tiempo— sería perjudicial para la oración como acto de amor y sumisión. Cuando hacemos uso del rosario, debería­mos dejar más bien a Dios que nos moviese y pene­trara todo nuestro ser. La esencia de todo acto de oración es lograr que nuestra voluntad se conforme a la voluntad de Dios. En el caso del rosario, esto se logra por una murmuradora y casi silenciosa fusión de voluntades. En las frecuentes ocasiones en que nuestro espíritu no logre ponerse en tensión, pero—a pesar de todo—tratemos de orar y acudamos instinti­vamente al rosario: nuestra petición "¡Hágase tu vo­luntad!" se convertirá en una contemplación pacífica y, a veces, indistinta, que se sumerge en una atmós­fera en la que la armonía de voluntades ha tenido ya lugar, como quien dice, pero en el momento de nues­tra oración halla un eco en nuestra conciencia reli­giosa.

Por esta razón, me parece a mi que el rosario no es tanto el reverso de un factor que active nuestra vida espiritual, cuanto una reverberación de la vida de oración, con mente tranquila, pacífica e incluso fa­tigada. A la mente hay que haberla alimentado acti-

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vamente a base de otras fuentes. Estas fuentes acti­vas de alimento espiritual podrán ser, verbigracia, los sacramentos de la eucaristía o de la penitencia, la meditación privada o la recitación pública del oficio divino. Tan sólo si a los jóvenes de hoy les presenta­mos el rosario a esta luz, podrán ellos captar con su­ficiente relieve su valor permanente.

b) El aspecto dogmático de la oración del rosario

El valor de la oración del rosario consiste en su con­centración sobre el misterio salvífico de la redención. Cristo fue quien trajo esta redención. Pero María está activamente presente en y asociada con todo el conjunto de este orden histórico de la salvación. El rosario es un credo cristológico sistemático, un sym-bolum o compendio de dogma y doctrina, en forma de meditación, de todo el dogma de la redención 13. Puesto que su uso se ha difundido tanto, el rosario es—claramente—un arma importantísima para ins­truir a la comunidad eclesial en el dogma cristiano. Al orar, el pueblo cristiano va anclándose más fuer­temente en los dogmas de su fe. Por medio de la oración, nos remontamos hasta el pasado, y nos po­nemos en la situación de María. El rosario nos ca­pacita para ir siguiendo la evolución de María, el desarrollo de su vida. Con fe y esperanza, podemos ir experimentando todas las fases del misterio de Cris-

13 La división y distribución de los quince misterios ha variado con frecuencia en el curso de la historia, y no es la misma en diferentes países. Sería de desear una revisión fundamental de esta división, desde el punto de vista dogmático.

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to: tomamos como punto de partida los gozos de la madre y de su Hijo, pasamos a través de los sufri­mientos soportados por el Redentor y por su madre, y finalmente llegamos al punto en que compartimos la felicidad de María por la victoria y triunfo de su Hijo. Cristo—redención personal, la redención mis­ma—constituye el centro mismo de la oración ma­ñana. Cuando rezamos el rosario, estamos centran­do internamente nuestra atención sobre los misterios vivos de Cristo. Externamente, no hacemos más que musitar—casi como un susurro—las avemarias, mien­tras que nuestra mirada está fija internamente, por la fe, en cada misterio. Lo que, en realidad, decimos a María—en toda esa oración interior—no es más que: "¡Gracias, María!" La oración del rosario pue­de enseñarnos a modelar nuestro fíat según el ejem­plo "típico" de María. Y puede enseñarnos a aplicar ese asentimiento personal a las diversas etapas de nuestra propia vida: en los momentos de gozo, en los momentos de sufrimiento y en los momentos de triunfo. Aprenderemos a no dejarnos impresionar por las circustancias momentáneas y transitorias de nuestra vida en la tierra. Sino a inspirarnos en la realidad esencial, eterna y efectiva de la redención, por medio de un vaciarnos de nosotros mismos (exi-nanitio) y de elevarnos por medio de Dios (exalta-tío). Para decirlo con otras palabras: hemos de bus­car nuestra inspiración en los actos humanos de sal­vación, llevados a cabo por el divino Redentor, y en los misterios salvíficos en los que María se compro­metió a sí misma plenamente como madre.

Dios mismo entró en el mundo del hombre. Y—en su humanidad—no sólo compartió la situación fun­damental del hombre, sino que además proporcionó

LA VENERACIÓN A MARÍA 255

a esa situación su última fase, dándole con ello una interpretación completamente nueva, de suerte que no sólo hubiera vida humana y muerte, sino también resurrección. Este tema básico de la condición del hombre, podemos verlo—desde una perspectiva cris­tiana— en la oración del rosario. Está liberado del elemento de superficialidad y disgusto humano de que está amenazado constantemente. El rosario puede ha­cernos vigorosamente conscientes de que vita ex mor-te; de que la vida que surge de la muerte y del sa­crificio, es una tarea religiosa y moral que ocupa la totalidad de nuestras vidas. Cuando rezamos el ro­sario, estamos pidiendo a Jesús y a su madre el vigor para realizar tal tarea en nuestras vidas.

Cuando rezamos el rosario, estamos haciendo lo que María misma hizo: "Su madre conservaba todas estas cosas en su corazón" (Lucas 2, 51). Mientras oraba y meditaba, María fue adquiriendo conciencia del misterio de Cristo, y del papel especial que a ella le estaba reservado en la economía de la reden­ción. Y nosotros sólo de una manera llegaremos a adquirir conciencia de nuestro papel y de nuestra vocación concreta en este mundo redimido: unién­donos, por medio de la oración, con el "misterio de Dios", misterio que abarca también el misterio ma­ñano.

Cuando pedimos a Dios un favor particular por me­dio del rosario, estamos orando realmente "por me­dio de Cristo nuestro Señor". Y esta súplica está in­disolublemente vinculada con nuestra oración "por medio de la Reina del mundo". Apelamos al misterio de Cristo, el cual—al mismo tiempo—está íntima­mente asociado con el misterio de María. Y es, en sentido concreto, un misterio mariano. El secreto de

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256 RESPUESTA EXISTENCIAL A MARÍA

esta madre consiste en identificarse maternalmente con la actividad santa de su Hijo. Como madre de Cristo, María conoce de antemano el corazón de Cris­to. Y es capaz de tomar iniciativas a las que él da a proiri su consentimiento. En última instancia, sólo lograremos entender esas iniciativas si las vemos como resultado de un impulso que dimana del cora­zón humano de Jesús y que está dirigido hacia María.

c) El rosario en familia

El rosario en el hogar, recitado por todos los miem­bros de la familia, se presta admirablemente para convertirse, juntamente con fórmulas más modernas de oración familiar, en una verdadera "liturgia" fa­miliar con orientación dogmática pura. No creamos demasiado fácilmente que el rosario en familia es una rutina sin alma. Esas avemarias que se rezan haciendo algunas tareas domésticas en la cocina o en el costurero, están animadas por un verdadero espíritu de oración. Y este espíritu y la intención que lo anima educan la vida familiar, a través de la ora­ción vocal de sus miembros, y la orientan hacia el trono de Dios, muy cerca de Cristo y de su madre. El rosario rezado en familia es el: "Señor, aquí tienes a la familia que te está consagrada": palabras que el hogar cristiano pronuncia, sumido en oración a su Dios. Durante el rosario, la familia está expuesta a las influencias de Dios. El rosario que la familia reza en común, es el tiempo privilegiado de su vida. Es el momento en que la comunidad familiar expe­rimenta que Dios es su fuerza de unión. Los lazos familiares del amor se hacen más sólidos. Y los miem-

LA VENERACIÓN A MARÍA 257

bros llegan a ser más conscientes de esos lazos que los unen a todos. Y adquieren conciencia de ser una célula diferenciada, dentro del amor cristiano uni­versal. La familia se convierte, así, en una pequeña comunidad de salvación, en la que todo lo temporal —con todas las preocupaciones inherentes a la vida de familia—está situado dentro de la perspectiva de lo único necesario: ¡Venga el reino de Dios! ¡Hágase tu voluntad así en la tierra (aquí en nuestra familia) como en el cielo! El rosario es para el hogar lo que las Completas litúrgicas son para una comunidad re­ligiosa: "Guárdanos, Señor, como la pupila de tus ojos." Y mientras se prolonga la suave y monótona cadencia de las avemarias, el padre o la madre de familia piensa quién en sus problemas familiares, quién en el hijo que se espera, quién en los asuntos planteados por los hijos que se van haciendo mayo­res. Y entonces ese conjunto de datos familiares ex­perimentan la luz del misterio salvífico de Cristo. O bien, se le confían todos los problemas a la madre del milagro de Cana y de toda la redención. "Muchas veces, cuando he acudido a ti, sentí cómo derramabas bálsamo en las heridas—todavía palpitantes—de mi corazón", dice Guido Gezelle, poeta flamenco.

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CONCLUSIÓN

VIDA, DULZURA Y ESPERANZA NUESTRA

Nuestro estudio habrá mostrado suficientemente que María es un misterio divino en el que no logra­remos nunca penetrar completamente, mientras vi­vamos acá en la tierra. ¡Qué hermosa es esa Inmacu­lada, gloriosamente asunta al cielo, y con la cual no podría compararse ninguna otra mujer del mundo, por hermosa que fuese en lo espiritual o en lo físico! Nec primam similem visa est nec habere sequentem! La realidad religiosa que se encierra en la todopode­rosa intercesión de María es un misterio que se fun­de con el misterio de Cristo. Pero hay más: el poder de intercesión de María en favor de ti, no lo podré yo comprender jamás; y tú nunca podrás compren­der lo que ese poder significa para mi. Porque, al tra­tar de esas cosas, entramos en un terreno inefable, en un terreno inexpresable: el de las relaciones, su­mamente íntimas, de un niño pequeño con su madre. María es madre para los que viven en la más elevada mística. Pero es también madre—y con título espe­cial—para los pecadores, para los que viven prendi­dos en los hábitos del pecado. Por la excepcional mi­sericordia de Dios, María permaneció intacta de pe­cado. Y, sin esa misericordia, María nunca habría sido inmaculada. Por este motivo, María muestra su gra-

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260 CONCLUSIÓN

titud hacia Dios, realizando la función de "Refugio de los Pecadores". Bernanos describe admirablemen­te esta función en su novela Journal d'un curé de campagne (traducida al español con el título de: "Diario de un cura rural"): "Porque, finalmente, ¡ella había nacido sin pecado! ¡Qué soledad tan asombro­sa! (...). Es verdad que nuestro propio género huma­no no vale gran cosa. Pero un niño conmueve siem­pre sus entrañas, la ignorancia de los pequeñuelos hace que los hombres bajen los ojos: esos ojos que conocen el bien y el mal, ¡esos ojos que han visto tantas cosas! Pero todo eso, después de todo, no es más que ignorancia. La Virgen era la inocencia (...). La mirada de la Virgen era la única mirada verda­deramente infantil que se ha posado jamás sobre nuestra vergüenza y sobre nuestra desgracia. Sí... para orar a ella como es debido, hay que sentir sobre sí esa mirada que no es totalmente la de la indul­gencia (porque la indulgencia supone alguna expe­riencia amarga), sino la de la tierna compasión, de la sorpresa dolorosa, y de algún sentimiento más, de algún sentimiento inconcebible, inexpresable, que hace a María más joven que el pecado" 1. La mirada de congoja que el pecador lanza a María, le libra de su situación de pecado. María es nuestra abogada, aquella a quien pedimos socorro en el momento de an­gustia: ¡María es vida, dulzura y esperanza nuestra!

La vida terrena de María, que es un total abando­no en brazos del Dios vivo hasta en los momentos más duros, es un aliento y estímulo para nosotros. Con harta frecuencia creemos que por ser cristianos, por ser cristianos practicantes (que acudimos a misa

1 Opera omnia, t . 4, Pa r í s , P lon , s. a., p . 170.

CONCLUSIÓN 261

el domingo, y cumplimos con nuestros deberes de cris­tianos), nuestra vida debería estar al abrigo de las grandes dificultades. Creemos que no deberían venir sobre nosotros rachas de mala suerte, reveses de la fortuna, especialmente en nuestra vida familiar. Pero esto es olvidar que la religión no es un seguro de vida ni una magnífica inversión libre de todo riesgo. La religión llega hasta lo más hondo de nosotros, has­ta aquello que los bienes de este mundo no pueden darnos ni la adversidad puede quitarnos: nuestro an­helo de Dios. Y nuestras necesidad de lo que única­mente puede venir de la cualidad de la maternidad. La esencia de nuestra vida religiosa es el amor sa­crificial. Desde que María llevó a Dios en sus brazos como un niño, se convirtió en la madre de ese amor y de ese sacrificio. Así que la imagen de la Virgen, en nuestros hogares, será un apoyo para los que tie­nen que soportar pesadas cargas familiares. Porque María conoció el sufrimiento. María tuvo experiencia de él, cuando Herodes amenazó a su Hijo, y cuando ella perdió a Jesús a la edad de doce años. Y tuvo experiencia del dolor, cuando su Hijo la dejó para dedicarse a su ministerio, y cuando iba camino del Calvario. El niño tiene ganas de llegar a ser persona mayor. Mas, para su madre, sigue siendo siempre "su niño" o simplemente "el niño". Su corazón de madre quedó triturado de dolor, cuando murió su Hijo divi­no. Y, cuando al bajarle de la cruz, ella lo recibió en sus brazos, acogiendo aquel cuerpo inanimado en su seno: en aquel seno que había sido testimonio de un misterio que proclamaba la salvación y redención del mundo.

Así, pues, nuestra devoción mariana ha de llegar hasta el corazón mismo de la fe cristiana viva. Ha

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262 CONCLUSIÓN

de ser un fiat de aceptación que llegue—en amor sa­crificial—hasta el último extremo. La vida es buena únicamente cuando se entrega como un don. Vivir es amar, un amor que da. El don que hacemos de nues­tro amor, nuestra vida, hay que hacerlo con espíritu de puro olvido de sí mismo. Si lo hacemos, nuestro sufrimiento se convertirá en reliquia de la muerte re­dentora de Cristo, una inestimable reliquia que en­contrará su punto de descanso, como Cristo crucifi­cado, en los brazos de María, su Madre y nuestra Madre. Ella recogerá en sus rodillas el tesoro ator­mentado de nuestro sufrimiento y lo colocará junto a la reliquia torturada del cuerpo de Cristo. Su re­gazo contiene todo el sufrimiento de la humanidad entera, el innumerable y creciente número de llagas de un género humano que está siendo crucificado constantemente. María es la gran Pietá que echa su manto maternal de misericordia sobre la humanidad doliente. Ella es el seno vivo en el cual, como en un segundo acto de maternidad corporal, somos gestados durante los nueve meses de nuestra vida, hasta que por ñn llegamos a la gloria de la redención y resu­rrección.

María es el corazón amante en nuestras vidas. Ma­ría es objetiva e incluso positiva. Pero, puesto que ella misma ha experimentado y compartido nuestras dificultades en la vida, sabe comprenderlas siempre y tiene simpatía por nosotros. Con infatigable soli­citud, María averigua cuáles son nuestras necesida­des y, con la franca sencillez de una madre, se las presenta a Dios, quien, en Jesús, fue y sigue siendo su Hijo, su "Niño": "¡Ya no tienen vino!" ¡Si pudié­ramos escuchar, aunque no fuera más que por un momento, la conversación callada que María sostie-

CONCLUSIÓN 263

ne con Jesús acerca de nosotros...! ¡SI pudiéramos ver un destello de su rostro, cuando mira a su Hijo con una mirada que le está diciendo: "Ya no tienen vino", "Andan escasos de dinero", "Están pasando por una terrible desgracia", "Su padre está enfermo y su madre tiene ya ocho hijos", "Tienen muchos deseos de expresar físicamente el amor que sienten el uno hacia el otro, pero las circunstancias hacen difícil que puedan tener otro hijo", "Su madre se les ha es­capado de casa: su padre les ha dicho a los niños que la mamá ha emprendido un largo viaje y que no sabe cuándo va a volver..."!

Sin embargo, procuremos no olvidarnos jamás de una cosa. Esta conversación—en los cielos—entre Ma­ría, nuestra madre glorificada, y Cristo, su Hijo glo­rificado, será únicamente una bendición para nues­tras vidas, a condición de que nos acordemos siempre de las palabras que María dirigió a los sirvientes en las bodas de Cana: "Haced todo lo que él (=mi Hijo) os diga" (Juan 2, 5). Entonces, y sólo entonces, po­dréis saborear lo que María os va a dar por medio de su Hijo divino. Y reconoceréis con los convidados de Cana: "¡Han reservado para el final su mejor vino!"

Parce que vous étes la pour toujours, simplement parce que vous étes Marie,

simplement parce que vous existez, Mere de Jésus-Christ, soyez remerciée*.

' "Porque tú estéis ahí para siempre, simplemente / porque eres María, / simplemente porque existes, Madre de Jesucristo, / ¡ te doy gracias! / PATIL CLAUDEL, Poémes de guerre, "Lu Vlerge á mldi".

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Abreviaturas

ÍNDICE

7

Introducción 9

Parte primera. MARÍA, LA MAS HERMOSA CREA­CIÓN DE CRISTO: DIOS NOS LLAMA A TODOS EN MARÍA 15

I. LA IMAGEN BÍBLICA DE LA MADRE DE JESÚS 17

1. La acción de Dios en la historia humana ... 17 2. La vida de fe de la "Sierva del Señor" 21

1. Contenido y significación del mensaje del Ángel 24

a) El "Hijo del Altísimo" y el "Hijo de Dios" 31

b) La conciencia de María acerca de la divinidad de Jesús 34

3. La clave para el secreto de la vida religiosa de María 51

II. EL PUESTO DE MARÍA EN LA HISTORIA DE LA SALVACIÓN 62

1. La redención personal de María: el don ob­jetivo de la redención y la apropiación per­sonal de este don por parte del recipiente ... 63

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266 ÍNDICE

1. Definición de los términos "redención objetiva" y "redención sujetiva" como don objetivo de Dios y como apropiación sujetiva, por parte del recipiente, de ese don 63

2. María es redimida 69

a) La universalidad del pecado original 69 b) La universalidad de la redención ... 77

1) Cristo, el "Redimido representa­tivamente" 79

2) La redención de María por exen­ción 81

c) Consecuencias de esta redención por exención 84

3. La sublime y excepcional posición de la redención personal de María 88

a) María, exponente de la expectación con que el Antiguo Testamento aguardaba al Mesías 90

b) La virginidad de María 92 c) El "fíat" de Maria al mensaje: su

compromiso personal para la mater­nidad virginal 112

d) Comunión personal con el Cristo do­liente 115

e) El Pentecostés de María 120 f) La aceptación por parte de Dios y la

coronación de la oblación de vida de María: su asunción a los cielos 121

2. La comunión—sumamente íntima—de María con Cristo redentor, y la asociación univer­sal de María en nuestra redención sujetiva 123

ÍNDICE 267

1. María, prototipo universal de todos los cristianos y nuestro modelo activo 126

2. La maternidad virginal de María—libre­mente aceptada—con respecto a todos los hombres: la significación profunda de su "fiat" de aceptación del mensaje 127

a) La Madre de Cristo, Cabeza de toda la humanidad 128

b) El sentido del estado virginal de Ma­ría, en su maternidad con respecto a todos los hombres 130

c) La comunión personal de María con Cristo en el acontecimiento histórico de la redención 132

3. La comunión personal de María con Cris­to en el ofrecimiento que El hizo de Sí mismo en la Cruz 137 a) El consentimiento de María—en la

fe—al mensaje como aceptación im­plícita del sacrificio de la Cruz 137

b) La comunión explícita de María con Cristo, en el ofrecimiento que El hizo de Sí mismo en la Cruz 139

4. María y su "constitución en poder": la glorificación de la Madre de todos los hombres 141

Conclusión: La comunión—sumamente íntima—de María con el Redentor en su obra salvadora en la tierra y en su dis­pensación de gracia en el cielo 144

III. LA RAZÓN DIVINA DEL PUESTO QUE MARÍA OCUPA EN EL

PLANO DE LA SALVACIÓN 158

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268 ÍNDICE

1. El principio mariológico básico de la mater­nidad concreta, personalmente aceptada en la fe 159

1. Algunas opiniones teológicas 159 2. La maternidad concreta—espiritual y

corporal—de María. La actividad sacra­mental anticipatoria de esta maternidad y sus consecuencias sacramentales 162

2. La Madre en la Iglesia y Madre de todo el pueblo 169 1. La razón divina para la elección de Ma­

ría 169 2. María, Madre en la Iglesia y Madre de

todos los pueblos 180 a) María, tipo de la comunidad eclesial

redimida 183 b) El puesto de María en la comunidad

eclesial de gracia y su relación con la Iglesia sacramental y jerárquica .. 191

Parte segunda. NUESTRA RESPUESTA EXISTEN-CIAL A MARÍA, NUESTRA MADRE 199

LA VENERACIÓN A MARÍA 201

1. La veneración a los santos 201 2. La cualidad distintiva de la veneración a

María 204

3. El peligro del "marianismo" 212 4. La devoción popular a María 218

1. Alegato en favor de las "manifestaciones periféricas" en la vida religiosa del pueblo 218

2. Las diversas apariciones de María y su puesto en la vida religiosa del pueblo ... 223

ÍNDICE 269

5. El poder de nuestra oración mañana dirigi­da a Cristo 245

1. La oración mariana en general 245 2. La oración del rosario 248

a) Estructura psicológica de la oración 248 b) El aspecto dogmático de la oración

del rosario 253 c) El rosario en familia 256

CONCLUSIÓN. VIDA, DULZURA Y ESPERANZA NUESTRA ... 259

Nihil obs ta t : Dr. Manuel Gesteira. Madrid 5 de marzo de 1969.— Imprímase : Ricardo Blanco, Vicario General.