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CHARLES TAYLOR. “LA INTERPRETACIÓN Y LAS CIENCIAS DEL HOMBRE”. En: Philosophy and the Human Sciences, Cambridge, Cambridge University Press, 1985, Capítulo Uno. (*) CAPÍTULO UNO LA INTERPRETACIÓN Y LAS CIENCIAS DEL HOMBRE I 1 ¿Hay algún sentido según el cual la interpretación es esencial para la explicación en las ciencias del hombre? El parecer de que lo hay, de que existe un componente inevitablemente “hermenéutico” en las ciencias del hombre, se remonta a Dilthey. Pero recientemente la pregunta ha vuelto a un primer plano, en la obra de Gadamer, 1 en la interpretación que Ricoeur hace de Freud 2 y en los escritos de Habermas. 3 La interpretación en el sentido pertinente para la hermenéutica es un intento de aclarar, de comprender un objeto de estudio. Este objeto debe por ello ser un texto o algo análogo a un texto, que de algún modo es confuso, incompleto, oscuro, aparentemente contradictorio: de algún modo, poco claro. La interpretación pretende sacar a luz una coherencia o sentido subyacente. Esto significa que cualquier ciencia que pueda llamarse “hermenéutica”, aún en un sentido extenso, debe estar tratando alguna de las formas de significado confusamente interrelacionadas. Tratemos de ver de manera algo más clara qué es lo que esto involucra. (*) Traducción: Carlota Romero. Para circulación restringida de la Cátedra de Metodología y Técnicas de la Investigación de Campo, Departamento de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2003, prohibida su publicación. 1 Por ejemplo, H. G. Gadamer, Wahrheit un Methode (Tübingen, 1960). 2 Paul Ricoeur, De l’interpretation (París, 1965). 3 Por ejemplo, J. Habermas, Erkenntnis und Interesse (Frankfurt, 1968).

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CHARLES TAYLOR.“LA INTERPRETACIÓN Y LAS CIENCIAS DEL HOMBRE”.En: Philosophy and the Human Sciences, Cambridge, Cambridge University Press, 1985, Capítulo Uno.(*)

CAPÍTULO UNO

LA INTERPRETACIÓN Y LAS CIENCIAS DEL HOMBRE

I

1

¿Hay algún sentido según el cual la interpretación es esencial para la explicación en las ciencias del hombre? El parecer de que lo hay, de que existe un componente inevitablemente “hermenéutico” en las ciencias del hombre, se remonta a Dilthey. Pero recientemente la pregunta ha vuelto a un primer plano, en la obra de Gadamer,1 en la interpretación que Ricoeur hace de Freud2 y en los escritos de Habermas.3

La interpretación en el sentido pertinente para la hermenéutica es un intento de aclarar, de comprender un objeto de estudio. Este objeto debe por ello ser un texto o algo análogo a un texto, que de algún modo es confuso, incompleto, oscuro, aparentemente contradictorio: de algún modo, poco claro. La interpretación pretende sacar a luz una coherencia o sentido subyacente.

Esto significa que cualquier ciencia que pueda llamarse “hermenéutica”, aún en un sentido extenso, debe estar tratando alguna de las formas de significado confusamente interrelacionadas. Tratemos de ver de manera algo más clara qué es lo que esto involucra.

Necesitamos en primer lugar un objeto o campo de objetos acerca de los cuales podemos hablar en términos de coherencia o ausencia de ésta, de tener sentido o no tenerlo.

En segundo lugar tenemos que poder hacer una distinción, aunque sólo fuera relativa, entre el sentido o la coherencia existente, y su inclusión en un campo de portadores o significados en particular. Pues de otra manera sería radicalmente imposible la tarea de aclarar lo que es fragmentario o confuso. Ningún sentido podría darse a esta idea. Debemos estar en condiciones de hacer para nuestras interpretaciones exigencias de este orden: el significado

(*) Traducción: Carlota Romero. Para circulación restringida de la Cátedra de Metodología y Técnicas de la Investigación de Campo, Departamento de Ciencias Antropológicas, Facultad de Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires, 2003, prohibida su publicación.1 Por ejemplo, H. G. Gadamer, Wahrheit un Methode (Tübingen, 1960).2 Paul Ricoeur, De l’interpretation (París, 1965).3 Por ejemplo, J. Habermas, Erkenntnis und Interesse (Frankfurt, 1968).

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confusamente presente en este texto o cosa análoga a un texto está claramente expresado aquí. El significado, en otras palabras, es algo que admite más de una expresión y, en dicho sentido, debe resultar posible una distinción entre significado y expresión.

El sentido de la salvedad mencionada, de que esta distinción puede ser sólo relativa, se debe a que hay casos en los cuales no se puede trazar una línea clara, poco ambigua, no arbitraria entre lo que se dice y su expresión. Puede sostenerse en forma razonable (en mi opinión convincentemente, si bien no hay espacio para que nos detengamos en ello aquí) que ésta es la condición normal y fundamental de la expresión significativa, que la sinonimia exacta o la equivalencia de significado es un logro poco frecuente y localizado de lenguajes o usos especializados de la civilización. Pero esto, en caso de ser cierto (y creo que lo es), no elimina la distinción entre significado y expresión. Incluso si existe un sentido importante según el cual un significado reexpresado en un nuevo medio no puede ser declarado idéntico, esto de ningún modo trae consigo que no podamos dar sentido al proyecto de expresar un significado de una manera nueva. Por supuesto plantea una pregunta interesante y difícil acerca de lo que puede significar expresarlo de un modo más claro: ¿qué es el “lo” que se aclara si se niega la equivalencia? Espero volver a esto al examinar la interpretación en las ciencias del hombre.

En consecuencia el objeto de una ciencia de la interpretación debe poder describirse en términos de sentido y sinsentido, coherencia y la ausencia de ésta, y debe admitir una distinción entre el significado y su expresión.

También hay una tercera condición que debe cumplirse. Podemos hablar de sentido o coherencia, y de sus diferentes encarnaciones, en conexión con fenómenos tales como “gestalts” o patrones, en formaciones de rocas o cristales de nieve, donde el concepto de expresión no tiene un fundamento real. Lo que falta aquí es el concepto de un sujeto para quien existen dichos significados. Sin semejante sujeto, resulta arbitraria la elección de criterios de igualdad y diferencia, la elección entre las diferentes formas de coherencia que pueden identificarse en un patrón dado, entre los diferentes campos conceptuales en los cuales puede verse.

En un texto o cosa análoga a un texto, por otra parte, tratamos de hacer explícito el significado expresado, y esto significa expresado por o para un sujeto o sujetos. El concepto de expresión nos remite al de un sujeto. La identificación del sujeto no es en modo alguno necesariamente poco problemática, como lo veremos más adelante; puede ser uno de los problemas más difíciles, un área en la cual el prejuicio epistemológico predominante nos puede enceguecer respecto de la naturaleza de nuestro objeto de estudio. Creo que esto es lo que ha sucedido, como lo mostraré más adelante. Y además, la identificación de un sujeto no nos asegura una clara y absoluta distinción entre significado y expresión, como lo hemos visto anteriormente. Pero cualquier distinción al respecto, incluso una relativa,

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carece en absoluto de fundamento, es totalmente arbitraria, si no recurre a un sujeto.

El objeto de una ciencia de la interpretación debe tener por lo tanto: sentido, distinguible de su expresión, que es para o por un sujeto.

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Antes de continuar para ver de qué manera, si es que existe alguna, estas condiciones se cumplen en las ciencias del hombre, pienso que sería útil enunciar más claramente qué depende de esta cuestión, por qué importa si consideramos o no hermenéuticas a las ciencias del hombre, qué está en juego aquí.

La cuestión aquí es en su raíz una cuestión epistemológica. Pero es inextricable de una cuestión ontológica y, por ende, tiene que resultar pertinente para nuestros conceptos de la ciencia y de la conducta correcta de la indagación. Podríamos decir que es un problema ontológico que ha sido discutido en todo momento desde el siglo diecisiete en términos de consideraciones epistemológicas que a algunos les han parecido irrebatibles.

El caso podría expresarse en estos términos: ¿cuáles son los criterios de juicio en una ciencia hermenéutica? Una interpretación satisfactoria es la que esclarece el significado que se presentaba originariamente en una forma confusa, fragmentaria, oscura. ¿Pero cómo sabemos que esta interpretación es correcta? Presumiblemente porque explica el texto original: lo que es extraño, mistificador, desconcertante; contradictorio ha dejado de serlo, se da cuenta de ello. La interpretación apela por completo a nuestra comprensión del “lenguaje” de la expresión, comprensión que nos permite ver que esta expresión es desconcertante, que está en contradicción con la otra, etcétera, y que dichas dificultades se aclaran cuando el significado se expresa de una nueva manera.

Pero este hecho de apelar a nuestra comprensión parece ser crucialmente inadecuado. ¿Qué pasa si alguien no “ve” lo adecuado de nuestra interpretación, no acepta nuestra lectura? Tratamos de mostrarle cómo esclarece el sinsentido o sentido parcial original. Pero para que pueda seguirnos debe leer la lengua original lo mismo que nosotros, debe reconocer estas expresiones como desconcertantes en cierto sentido, y debe estar buscando por ello una solución a nuestro problema. Si no es así ¿qué podemos hacer nosotros? Parecería que la respuesta sólo puede ser más de lo mismo. Debemos mostrarle a través de la lectura de otras expresiones por qué esta expresión debe leerse de la manera que proponemos. Pero el éxito aquí requiere que él nos siga en estas otras lecturas, etcétera, parecería que, en potencia, eternamente. No podemos escapar a un último recurso a una comprensión común de las expresiones, del “lenguaje” involucrado. Esta es una manera de tratar de expresar lo que se ha llamado el “círculo hermenéutico”. Lo que intentamos establecer es cierta lectura de un texto o de ciertas expresiones, y a lo que apelamos como fundamento de dicha lectura sólo pueden ser otras lecturas. El círculo también puede enunciarse

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en términos de relaciones parte-todo: estamos tratando de establecer una lectura para el texto en su totalidad, y para esto apelamos a lecturas de sus expresiones parciales: y sin embargo, debido a que estamos ocupándonos del significado, de tener sentido, donde las expresiones sólo tienen sentido o no en relación con otras, las lecturas de las expresiones parciales dependen de aquellas de otras, y en último término de la totalidad.

Expresado en términos forenses, como lo comenzamos a hacer anteriormente, sólo podemos convencer a un interlocutor si en algún punto comparte nuestra comprensión del lenguaje en cuestión. Si no es así, no hay paso ulterior que pueda darse en una discusión racional: podemos tratar de despertar en él estas intuiciones o simplemente podemos desistir: la discusión no nos hará avanzar. Pero por supuesto el predicamento forense puede transferirse a mi propio juicio: si estoy tan mal equipado para convencer a un interlocutor testarudo ¿cómo puedo convencerme a mí mismo? ¿Cómo puedo estar seguro? Quizá mis intuiciones estén equivocadas o distorsionadas, quizá esté encerrado en un círculo engañoso.

Ahora bien, una —y quizá la única— respuesta razonable sería afirmar que tal incertidumbre es una parte inextirpable de nuestro predicamento epistemológico: que incluso caracterizarlo como “incertidumbre” es adoptar un criterio absurdamente severo de la “certidumbre”, que priva al concepto de todo uso sensato. Pero ésta no ha sido la única respuesta, ni siquiera la respuesta principal de nuestra tradición filosófica. Y es otra la respuesta que ha tenido un efecto importante y de largo alcance sobre las ciencias del hombre. Se ha buscado un nivel de certidumbre que sólo puede alcanzarse traspasando el círculo.

Hay dos maneras en que se ha enfocado esta “salida”. La primera podría llamarse la “racionalista”, pudiendo considerarse que alcanza su culminación en Hegel. No involucra una negación de la intuición o de nuestra comprensión del significado, sino que más bien aspira al logro de una comprensión de tal claridad que entrañaría la certeza de lo innegable. En el caso de Hegel, por ejemplo, nuestra plena comprensión de la totalidad mediante el “pensamiento” trae consigo una comprensión de su necesidad interna, tal que vemos cómo no podría ser de otra manera. No puede concebirse un grado de certeza más elevado. Para esta aspiración está mal elegida la palabra “break-out”: el objetivo es más bien llevar la comprensión hasta una claridad interna que es absoluta.

La otra manera, que podemos llamar “empírica”, es un intento genuino de ir más allá del círculo de nuestras propias interpretaciones, de ir más allá de la subjetividad. El intento consiste en reconstruir el conocimiento de tal modo que no haya necesidad de un recurso final a lecturas o juicios no susceptibles de un control ulterior. Es por eso que el elemento constitutivo básico del conocimiento, en esta visión, es la impresión o dato sensorio: una unidad de información que no es el dictamen de un juicio, que por definición no tiene elemento alguno en sí de lectura o interpretación, que es un dato bruto. La ambición más elevada sería el construir nuestro conocimiento a partir de tales elementos constitutivos mediante juicios que podrían

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apoyarse en una certeza más allá de la intuición subjetiva. Esto es lo que subyace a la atracción del concepto de la asociación de ideas o, si el mismo procedimiento es visto como un método, de la inducción. Si la adquisición original de las unidades de información no es el fruto del juicio o de la interpretación, entonces la constatación de que dos elementos tales ocurren juntos no necesitaría ser tampoco el fruto de la interpretación, de una lectura o intuición que no puede ser controlada. Pues si la ocurrencia de un solo elemento es un dato bruto, entonces también lo es la concurrencia de dos elementos semejantes. El camino al conocimiento verdadero debería entonces apoyarse en forma decisiva en el registro correcto de tales concurrencias.

Esto es lo que subyace a un ideal de verificación que es central en una importante tradición en la filosofía de la ciencia, cuyos principales protagonistas contemporáneos son los empiristas lógicos. La verificación debe basarse en último término en la adquisición de datos brutos. Al decir “datos brutos” me refiero aquí y en todo este trabajo a datos cuya validez no puede ser cuestionada ofreciendo otra interpretación o lectura, datos cuya credibilidad no puede ser fundamentada o volverse indeterminada por un razonamiento ulterior.4 Si puede surgir tal diferencia de interpretación acerca de los datos dados, debe ser posible estructurar el argumento de modo de distinguir los datos básicos, brutos, frente a las inferencias que se hacen sobre la base de ellos.

Las inferencias mismas, por supuesto, para ser válidas, deben igualmente estar más allá de la objeción de una interpretación rival. Aquí los empiristas lógicos agregaron al arsenal del empirismo tradicional, que dio gran importancia al método de la inducción, todo el dominio de la inferencia lógica y matemática que había sido central en la posición racionalista (en Leibniz, al menos, si bien no en Hegel), y que ofrecía otro tipo de certeza incuestionable.

Por supuesto, la inferencia matemática y la verificación empírica eran combinadas de tal modo que dos teorías o más podían ser verificadas respecto del misma dominio de hechos. Pero ésta era una consecuencia a la cual estaba dispuesto a acomodarse el empirismo lógico. En cuanto al significado excedente en una teoría, que no podía coordinarse rigurosamente con los datos brutos, se lo consideraba como quedando fuera de la lógica de la verificación.

4 El concepto de datos brutos aquí guarda alguna relación con, pero no es completamente igual a, los “hechos (facts) brutos” que trata Elizabeth Anscombe, “On brute facts”, Analysis, 18 (1957-58), págs. 69-72 y John Searle, Speech Acts (Cambridge, 1969), págs. 50-53. Para Anscombe y Searle los hechos brutos se contrastan con lo que puede llamarse “hechos institucionales”, para utilizar el término de Searle, o sea hechos que presuponen la existencia de ciertas instituciones. El votar sería un ejemplo de esto. Pero, como veremos más adelante en la sección II, algunos hechos institucionales, tales como que X votó a los liberales, pueden ser verificados como datos brutos en el sentido utilizado aquí y de este modo encuentran un lugar en la categoría de comportamiento político. Lo que no puede describirse tan fácilmente en términos de datos brutos son las instituciones mismas. Compárese la discusión más adelante en la sección II.

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Como teoría de la percepción, esta epistemología dio origen a todo tipo de problemas, no siendo el menos importante de ellos la amenaza perpetua de escepticismo y solipsismo, inseparable de una concepción de los datos básicos del conocimiento como datos brutos, más allá de la investigación. Como teoría de la percepción, empero, parece en gran medida cosa del pasado, a pesar de un sorprendente recrudecimiento en el mundo anglosajón en las décadas de 1930 y 1940. Pero es indudable que sigue su marcha, entre otras cosas, como una teoría de cómo funcionan de hecho la mente y el conocimiento humanos.

En cierto sentido, la época contemporánea ha conocido un enunciado mejor, más riguroso de este tipo de epistemología bajo la forma de teorías de la inteligencia influidas por la computadora. Estas tratan de configurar a la inteligencia como consistiendo de operaciones de “input” (entrada), reconocibles por la máquina, que podrían ellas mismas ser equiparadas a programas que podrían funcionar en máquinas. El criterio de la máquina nos brinda nuestra certidumbre frente a un recurso a la intuición o a interpretaciones que no pueden entenderse mediante procedimientos plenamente explícitos que operan sobre los datos brutos —el “input”.5

El progreso de las ciencias naturales ha brindado gran credibilidad a esta epistemología, ya que puede reconstruirse en forma plausible según este modelo, como por ejemplo lo hicieron los empiristas lógicos. Y, por supuesto, ha sido irresistible la tentación de reconstruir las ciencias del hombre según el mismo modelo; o más bien lanzarlas en líneas de indagación que se adecuan a este paradigma, ya que se afirma constantemente que están en su “infancia”. La psicología, en la que una moda anterior de conductismo está siendo reemplazada por un auge de modelos basados en la computadora, dista de ser un caso único.

La forma que toma este prejuicio —podría decirse obsesión— epistemológico es diferente para las diversas ciencias. Más adelante quisiera considerar un caso en particular, el estudio de la política, donde pueden verse los resultados. Pero en general, la orientación empírica tiene que ser hostil a una conducta de indagación basada en la interpretación, que se topa con el círculo hermenéutico, tal como lo caracterizamos anteriormente. Esto no puede satisfacer los requerimientos de una verificación intersubjetiva, no arbitraria que considera esencial para la ciencia. Y la posición epistemológica va acompañada por la creencia ontológica de que la realidad debe ser susceptible de comprensión y explicación por la ciencia entendida de esta manera. De esto se desprende cierto conjunto de conceptos de lo que deben ser las ciencias del hombre.

Por otra parte, somos muchos los que quisiéramos sostener que estos conceptos acerca de las ciencias del hombre son estériles, que no podemos llegar a entender importantes dimensiones de la vida humana dentro de los límites trazados por esta orientación epistemológica. Esta discusión es por

5 Compárese la discusión en M. Minsky, Computation, Englewood Cliffs, NJ, 1967, págs, 194-7, donde Minsky argumenta explícitamente que un procedimiento eficaz, que no requiere ya intuición o interpretación, es aquel que puede ser realizado por una máquina.6

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supuesto familiar a todos en por lo menos algunas de sus ramificaciones. Lo que yo quisiera sostener es que el problema puede plantearse fructíferamente en términos del concepto de interpretación tal como comencé a esbozarlo anteriormente.

Considero que esta manera de plantear la cuestión es útil porque nos permite traer de inmediato a la superficie las poderosas creencias epistemológicas que subyacen a la visión ortodoxa de las ciencias del hombre en nuestra academia, y volver explícito el concepto de nuestro predicamento epistemológico implícito en la tesis opuesta. Esto es de hecho bastante más audaz y chocante para la tradición del pensamiento científico de lo que con frecuencia lo admiten o comprenden quienes se oponen al cientificismo estrecho. Puede no fortalecer la causa de la oposición señalar plenamente lo que está involucrado en una ciencia hermenéutica si se trata de convencer a irresolutos, pero ganar en claridad seguramente compensa un raleamiento de las filas, al menos en filosofía.

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Antes de pasar a contemplar el caso de la ciencia política, podría valer la pena formular otra pregunta: ¿por qué habríamos de plantearnos incluso si las ciencias del hombre son hermenéuticas? ¿Qué es lo que nos hace pensar en primer lugar en que los hombres y sus acciones constituyen un objeto o una serie de objetos que cumplen con las condiciones arriba bosquejadas?

La respuesta es que a un nivel fenomenológico o en el del lenguaje corriente (y ambos convergen en lo que se refiere a esta discusión) ciertos conceptos de significado ocupan un lugar esencial en la caracterización del comportamiento humano. En este sentido decimos que una situación, una acción, una exigencia, una expectativa tiene cierto significado para una persona.

Ahora bien, se piensa con frecuencia que “significado” se utiliza aquí en un sentido que es una especie de extensión ilegítima del concepto de significado lingüístico. Si puede o no considerarse una extensión es otro asunto: difiere por cierto del significado lingüístico. Pero sería muy difícil pretender que es un uso ilegítimo del término.

Cuando hablamos del “significado” de un predicamento dado, estamos utilizando un concepto que tiene la siguiente articulación: (1) El significado es para un sujeto: no es el significado de la situación en el vacío, sino su significado para un sujeto, un sujeto específico, un grupo de sujetos o quizá lo que es su significado para el sujeto humano como tal (si bien se podría reprochar a algunos seres humanos en particular el no admitir o captar esto). (2) El significado es de algo: o sea podemos distinguir entre un elemento dado —situación, acción o lo que sea— y su significado. Pero esto no quiere decir que son físicamente separables. Más bien estamos tratando dos descripciones de un elemento, en una de las cuales se lo caracteriza en términos de su significado para el sujeto. Pero las relaciones entre ambas

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descripciones no son simétricas. Pues, por una parte, la descripción en términos de significado no puede existir, a menos que descripciones del otro tipo correspondan igualmente o, expresado de otro modo, no puede haber significado sin sustrato. Pero, por otra parte, puede ser que el mismo significado lo tenga otro sustrato —por ejemplo una situación con el mismo significado puede ser captada en diferentes condiciones físicas. Hay un rol necesario para un sustrato potencialmente sustituible: o todos los significados son de algo.

(3) Las cosas sólo tienen significado en un campo, o sea en una relación con los significados de otras cosas. Esto significa que no hay cosa tal como un elemento significativo no relacionado, aislado; y significa que cambios en los otros significados en el campo pueden involucrar cambios en el elemento dado. Los significados no pueden ser identificados excepto en su relación con otros, y en este sentido se parecen a las palabras. El significado de una palabra depende, por ejemplo, de aquellas palabras con las cuales contrasta, de aquellas que definen su lugar en el lenguaje (por ejemplo aquellas que definen dimensiones “determinables”, como el color, la forma), de aquellas que definen la actividad o “juego lingüístico” en el que figura (describiendo, invocando, estableciendo comunión), etcétera. Las relaciones entre significados en este sentido son semejantes a aquellas entre conceptos en un campo semántico.

Del mismo modo en que nuestros conceptos de color reciben su significado por el campo de contraste que establecen conjuntamente, de modo que la introducción de nuevos conceptos alterará los límites de otros, así los diversos significados que el comportamiento de un subalterno puede tener para nosotros, como deferente, respetuoso, adulador, burlándose suavemente, irónico, insolente, provocativo, abiertamente poco atento, se establecen por un campo de contraste; y, así como, con una discriminación más fina de nuestra parte o con una cultura más sofisticada, nacen nuevas posibilidades, así también se modifican otros términos de este espectro. Y así como el significado de nuestros términos “rojo”, “azul”, “verde”, se fija por la definición de un campo de contraste a través del término determinable “color”, así también sólo se dispone de todos estos comportamientos alternativos en una sociedad que, entre otros tipos, tiene relaciones jerárquicas de poder y autoridad. Y correspondiendo al juego lingüístico subyacente de designar objetos coloreados está el conjunto de prácticas sociales que sostienen estas estructuras jerárquicas y se realizan a través de ellas.

El significado en este sentido —llamémoslo significado empírico— es pues para un sujeto, de algo, en un campo. Esto lo distingue del significado lingüístico que tiene una estructura cuatri y no tridimensional. El significado lingüístico es para sujetos y en un campo, pero es el significado de los signos y es acerca de un mundo de referentes. Una vez que estemos en claro acerca de las semejanzas y diferencias, deberían subsistir pocas dudas de que el término “significado” no es un término erróneo, producto de una extensión ilegítima a este contexto de experiencia y comportamiento.

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Hay pues un concepto muy legítimo de significado que utilizamos cuando hablamos del significado de una situación para un agente. Y que este concepto ocupe un lugar forma parte de nuestra conciencia común y de ahí de nuestro discurso acerca de nuestras acciones. Nuestras acciones están caracterizadas de ordinario por el propósito que tienen y explicadas por deseos, sentimientos, emociones. Pero el lenguaje a través del cual describimos nuestras metas, nuestros sentimientos, deseos es asimismo una definición del significado que las cosas tienen para nosotros. El vocabulario que describe un significado —palabras como “terrorífico”, “atractivo”— está vinculado con aquel que describe un sentimiento —”miedo”, “deseo”— y aquel que describe metas —”seguridad”, “posesión”.

Además, nuestra comprensión de estos términos se mueve ineludiblemente dentro de un círculo hermenéutico. Un término de emoción como “vergüenza”, por ejemplo, nos refiere esencialmente, a cierto tipo de situación, “vergonzosa”, o “humillante”, y a un cierto modo de respuesta, aquella de esconderse, disimular o bien “borrar” la mancha. O sea, resulta esencial para que este sentimiento sea identificado como vergüenza el que esté relacionado a esta situación y dé origen a este tipo de disposición. Pero esta situación a su vez sólo puede identificarse en relación con los sentimientos que provoca: y la disposición es hacia una meta que del mismo modo no puede comprenderse sin referencia a los sentimientos experimentados: el “esconderse” en cuestión es un esconderse que disimulará mi vergüenza; no es lo mismo que esconderse de un perseguidor armado: sólo podemos comprender qué quiere expresarse con “esconderse” aquí si comprendemos de qué tipo de sentimiento y situación se está hablando. Debemos estar dentro del círculo.

Un término de emoción como “vergüenza” sólo puede explicarse en referencia a otros conceptos que a su vez no pueden entenderse sin referencia a la vergüenza. Para comprender estos conceptos debemos participar de cierta experiencia, debemos comprender cierto lenguaje, no sólo de palabras sino también un determinado lenguaje de acción mutua y comunicación, por el cual nosotros nos culpamos, exhortamos, admiramos, estimamos mutuamente. Finalmente tomamos parte en esto porque nos criamos en el ámbito de ciertos significados comunes. Pero podemos experimentar a menudo cómo es estar fuera cuando nos encontramos con el sentimiento, la acción y el lenguaje del significado empírico de otra civilización. Aquí no hay traducción alguna, ninguna manera de explicar en otros términos más accesibles. Sólo podemos comprender metiéndonos de algún modo en su forma de vida, aunque sólo fuera con la imaginación. Así si contemplamos el comportamiento humano como acción realizada a partir de un trasfondo de deseo, sentimiento, emoción, estamos mirando una realidad que debe ser caracterizada en términos de significado. Pero ¿acaso esto significa que puede ser el objeto de una ciencia hermenéutica tal como fue esbozado anteriormente?

Recordemos, existen tres características que presenta el objeto de una ciencia de la interpretación: debe tener sentido o coherencia; ésta debe poder distinguirse de su expresión, y este sentido debe ser para un sujeto.

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Ahora bien, en la medida en que estamos hablando del comportamiento como acción, por lo tanto en términos de significado, la categoría de sentido o coherencia debe aplicarse a ello. Esto no quiere decir que todo comportamiento debe “tener sentido”, si con esto queremos decir ser racional, evitar contradicciones, confusión de propósito, etcétera. Está muy claro que gran parte de nuestra acción no alcanza dicha meta. Pero en otro sentido, aún a una acción contradictoria, irracional “se le da sentido” cuando comprendemos por qué fue realizada. Hacemos que una acción tenga sentido cuando hay una coherencia entre las acciones del agente y el significado que tiene para él su situación. Consideramos su acción desconcertante hasta que descubrimos tal coherencia. Puede no estar de más repetir que esta coherencia de ningún modo implica que la acción es racional: el significado de una situación para un agente puede estar lleno de confusión y contradicción: pero la descripción adecuada de esta contradicción le da sentido.

De tal modo necesariamente tenemos un círculo hermenéutico. Nuestra convicción de que el relato tiene sentido depende de nuestra lectura de la acción y de la situación, pero estas lecturas no pueden explicarse o justificarse excepto en referencia a otras lecturas similares, y su relación con el todo. Si un interlocutor no comprende este tipo de lectura o no quiere aceptarla como válida, al argumento no le queda ya salida alguna. Finalmente, una buena explicación es aquella que comprende al comportamiento; pero luego para apreciar una buena explicación hay que ponerse de acuerdo sobre lo que constituye una buena comprensión. Una buena comprensión es una función de nuestras lecturas; y éstas a su vez se basan en el tipo de sentido que uno comprende.

¿Pero qué ocurre con la segunda característica, que el sentido debería poder distinguirse de su encarnación? Esto es necesario para una ciencia de la interpretación, porque la interpretación pretende volver más claro un significado confuso; por ello debe haber algún sentido en el cual se expresa el “mismo” significado, pero de una manera diferente.

Esto de inmediato plantea una dificultad. Al hablar anteriormente de significado empírico, mencioné que podemos distinguir entre un elemento dado y su significado, entre significado y sustrato. Esto pretendía hacer valer que un significado dado puede realizarse en otro sustrato. Pero ¿es que esto significa que siempre podemos encarnar el mismo significado en otra situación? Quizá haya algunas situaciones, el encontrarse ante la muerte, por ejemplo, que tienen un significado que no puede ser encarnado de otra manera.

Pero afortunadamente esta difícil cuestión no es pertinente para nuestros propósitos. Pues aquí tenemos un caso en el cual la analogía entre texto y comportamiento implícita en el concepto de una ciencia hermenéutica del hombre sólo se aplica con importantes modificaciones. El texto es reemplazado en la interpretación por otro texto, un texto que es más claro. La cosa análoga al texto en el comportamiento no se reemplaza por otra cosa análoga al texto similar. Cuando esto ocurre tenemos teatro

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revolucionario o actos terroristas planeados para hacer propaganda del hecho, en el cual se supone que las relaciones ocultas de una sociedad se muestran en una confrontación dramática. Pero esto no es comprensión científica, si bien quizá puede estar basada en tal comprensión o pretender estarlo.

Pero en la ciencia la cosa análoga al texto es reemplazada por un texto, un relato. Lo que puede sugerir la pregunta de cómo podemos incluso comenzar a hablar de interpretación aquí, de expresar el mismo significado más claramente, cuando contamos con dos términos de comparación tan totalmente diferentes, un texto y un espacio de comportamiento. ¿Acaso todo esto no es más que un mal juego de palabras?

Esta pregunta nos lleva a dar a conocer otro aspecto del significado empírico que resumimos anteriormente. Los significados empíricos se definen en campos de contraste, así como las palabras en campos semánticos.

Pero lo que no se mencionó previamente es que estos dos tipos de definición no son independientes entre sí. La gama de deseos, sentimientos, emociones humanas, y por ello los significados está ligada al nivel y tipo de cultura, lo que a su vez es inseparable de las distinciones y categorías caracterizadas por el lenguaje que habla la gente. El campo de significados en los cuales una situación dada puede encontrar su lugar está ligado al campo semántico de los términos que caracterizan estos significados y los sentimientos, deseos, predicamentos relacionados.

Pero la relación aquí involucrada no es simple. Hay dos tipos simples de modelos de relación que podrían ofrecerse aquí, pero ambos son inadecuados. Podríamos pensar del vocabulario del sentir como algo que simplemente describe sentimientos preexistentes, que traza distinciones que estarían allí sin él. Pero esto no es adecuado, porque a menudo experimentamos en nosotros mismos o en otros cómo el lograr, por ejemplo, un vocabulario más sofisticado de las emociones vuelve más sofisticada nuestra vida emocional, no simplemente nuestras descripciones de la misma. El leer una novela buena y vigorosa puede darme la imagen de una emoción de la que previamente no me había percatado. Pero no podemos trazar una línea precisa entre una capacidad incrementada de identificación y una capacidad modificada de sentir emociones que esto permite.

El otro modelo simple inadecuado de la relación es llegar a la conclusión, a partir de lo anterior, de que es obra del pensamiento. Pero esto claramente tampoco funciona, ya que no puede imponérsenos sin más cualquier nueva definición, ni tampoco podemos imponérnosla a nosotros mismos: y alguna que adoptamos de buen grado puede ser juzgada por otros como poco auténtica, o de mala fe o simplemente obstinada. Estos juicios pueden estar equivocados, pero no son en principio ilícitos. Antes bien hacemos un esfuerzo por ser lúcidos respecto de nosotros y nuestros sentimientos, y admiramos a quien logra esto.

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De este modo, ni el punto de vista de la simple correspondencia es correcto, ni el punto de vista de que es obra del pensar. Pero ambos tienen una garantía prima facie. Existe tal cosa como la lucidez respecto de uno mismo, que señala hacia el punto de vista de la correspondencia; pero el logro de tal lucidez significa un cambio moral, es decir, cambia el objeto conocido. Al mismo tiempo, el error acerca de uno mismo no es simplemente una ausencia de correspondencia: es también en cierto modo falta de autenticidad, mala fe, autoengaño, represión de nuestros sentimientos humanos, o algo por el estilo: es una cuestión de la índole de lo que se siente tanto como de lo que se sabe acerca de esto, del mismo modo como lo es el autoconocimiento.

Si esto es así, tenemos que concebir al hombre como a un animal que se interpreta a sí mismo. Lo es necesariamente, pues no hay tal cosa como la estructura de significados para él, independientemente de su interpretación de ellos: pues uno está entretejida con el otro. Pero entonces el texto de nuestra interpretación no es tan heterogéneo respecto de lo que se interpreta: pues lo que se interpreta es ello mismo una interpretación: una autointerpretación que está incluida en un cauce de acción. Es una interpretación de un significado empírico que contribuye a la constitución de dicho significado. O expresado de otra manera: aquello cuya coherencia estamos tratando de encontrar está en sí mismo parcialmente constituido por la autointerpretación.

Nuestra meta es reemplazar esta autointerpretación confusa, incompleta, parcialmente errónea por una correcta. Y al hacerlo no sólo atendemos a la autointerpretación sino a la corriente de comportamiento en la cual está inserta: del mismo modo como al interpretar un documento histórico debemos colocarlo en la corriente de sucesos con los que se relaciona. Pero, por supuesto, la analogía no es exacta, pues aquí estamos interpretando conjuntamente la interpretación y la corriente de comportamiento en la cual está inserta, y no simplemente una o la otra.

No hay pues una completa heterogeneidad de la interpretación respecto de aquello que trata: antes bien hay un deslizamiento en el concepto de interpretación. Ya el hecho de ser un agente viviente es experimentar nuestra situación en términos de cierto significado, y esto de algún modo puede concebirse como una especie de protointerpretación. Esto a su vez es interpretado y configurado por el lenguaje en el cual el agente vive dichos significados. Esta totalidad es luego interpretada a un tercer nivel por la explicación que brindamos de sus acciones.

De este modo se cumple la segunda condición de una ciencia hermenéutica. Pero esta descripción nos hace ver de otra manera la cuestión mencionada al comienzo: si la interpretación puede expresar jamás el mismo significado que lo interpretado. Y en este caso, hay claramente una manera en la cual ambos no serán congruentes. Pues si la explicación es realmente más clara que la interpretación vivida será tal que modificaría en cierto modo el comportamiento si llegara a ser internalizada por el agente como su autointerpretación. De este modo una ciencia hermenéutica que logra su

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meta, o sea alcanza una mayor claridad que la comprensión inmediata del agente u observador, debe ofrecernos una interpretación que está de este modo crucialmente fuera de fase respecto de lo que hay que explicar.

Por ello, el comportamiento humano visto como la acción de agentes que desean y se emocionan, que tienen metas y aspiraciones, necesariamente ofrece un punto de apoyo a las descripciones en términos de significado —lo que he llamado “significado empírico”. El modelo de explicación que postula es el que “da sentido” al comportamiento, el que muestra una coherencia de significado. Este “dar sentido a” es la propuesta de una interpretación y hemos visto que lo que es interpretado satisface las condiciones de una ciencia de la interpretación: en primer término, que podamos hablar de su sentido o coherencia; y en segundo término, que este sentido pueda expresarse de otra manera, de modo que podemos hablar de la interpretación como otorgando una expresión más clara a lo que sólo está implícito en el explicandum. La tercera condición, que este sentido sea para un sujeto, obviamente se cumple en este caso, si bien quién es este sujeto es por cierto una cuestión bastante problemática, como veremos más adelante.

Esto debería bastar para mostrar que hay un buen argumento prima facie al efecto de que los hombres y sus actos son susceptibles de una explicación de índole hermenéutica. Hay, por lo tanto, cierta razón en plantear la cuestión y cuestionar la orientación epistemológica que eliminaría la interpretación en las ciencias del hombre. Mucho más debe decirse para destacar lo que está involucrado en las ciencias hermenéuticas del hombre. Pero antes de continuar con esto, podrían contribuir a esclarecer la cuestión algunos ejemplos tomados de un campo específico, de la política.

II

I

También en la política la meta de una ciencia verificable ha llevado a que uno se concentrara en características que puedan identificarse supuestamente prescindiendo de nuestra comprensión o falta de comprensión del significado empírico. Éstas —llamémoslas identificaciones con datos brutos— son lo que supuestamente nos capacita para traspasar el círculo hermenéutico y fundamentar nuestra ciencia sin ambages en un procedimiento de verificación que satisface los requerimientos de la tradición empirista.

Pero en la política la búsqueda de tales datos brutos no ha llegado al extremo que se observa en la psicología, donde el objeto científico ha sido concebido por muchos como un comportamiento a la manera de un “movimiento incoloro” o como propiedades reconocibles por una máquina. La tendencia en la política ha sido detenerse en algo menos básico, pero —así se piensa— cuya identificación no puede cuestionarse por la propuesta de otra interpretación o lectura de los datos en cuestión. A esto se llama

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“comportamiento” en la retórica de los politólogos, pero no tiene la cualidad de lo más profundo de su homónimo psicológico.

El comportamiento político incluye lo que llamaríamos por lo común acciones, pero acciones que son supuestamente datos brutos identificables. ¿Cómo puede ser esto así? Bueno, las acciones se describen por lo general por el propósito o estado final realizado. Pero los propósitos de algunas acciones pueden ser especificados en lo que podría concebirse como términos de datos brutos; algunas acciones, por ejemplo, tienen estados finales físicos, como el guardar el automóvil en el garage o escalar una montaña. Otras tienen estados finales estrechamente ligados por reglas institucionales a algún movimiento físico inconfundible; así, cuando levanto la mano en la asamblea en el momento apropiado, estoy votando la moción. Las únicas preguntas que podemos formular sobre las acciones correspondientes, al darse tales movimientos o la realización de tales estados finales, son si el agente era consciente de lo que estaba haciendo, si estaba actuando y no simplemente emitiendo un comportamiento reflejo, si conocía la importancia institucional de su movimiento, etc. Cualquier preocupación al respecto generalmente resulta ser bastante artificial en los contextos de los que se ocupan los politólogos; y si es que surgen pueden ser verificadas por procedimientos relativamente simples, por ejemplo preguntando al sujeto si se proponía votar la moción.

De ahí que parecería que hay acciones que pueden identificarse sin temor a la disputa interpretativa; y esto es lo que otorga el fundamento para la categoría de “comportamiento político”. Hay algunos actos de obvia relevancia política que pueden especificarse en términos físicos, tales como matar, enviar tanques a la calle, apresar individuos y encerrarlos en celdas; y hay un inmenso espectro de otros que pueden especificarse a partir de actos físicos según reglas institucionales, tales como votar. Estos pueden ser el objeto de una ciencia política con expectativas de satisfacer las rigurosas exigencias de la verificación. Estos últimos en particular han suministrado tema de estudio en décadas recientes -sobre todo en el caso de estudios de votación.

Pero por supuesto una ciencia de la política restringida a tales actos sería demasiado limitada. Pues a otro nivel estas acciones también tienen significado para los agentes que no se agota en las descripciones de datos brutos, y que es a menudo crucial para comprender por qué se realizaron. Así, al votar la moción también estoy salvando el honor de mi partido, o defendiendo el valor de la libertad de palabra, o reivindicando la moralidad pública o salvando a la civilización de un derrumbe. Es en estos términos que los agentes hablan de la motivación de gran parte de su acción política, y resulta difícil concebir una ciencia política que no aborde esto.

La ciencia política conductista lo aborda tomando los significados involucrados en la acción como hechos acerca del agente, sus creencias, sus reacciones afectivas, sus “valores”, como se dice frecuentemente. Pues puede considerarse que es verificable en el sentido de datos brutos que los hombres acuerden o no en suscribir cierto orden de palabras (que expresen,

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digamos, una creencia): o expresen una reacción positiva o negativa a ciertos sucesos o símbolos: o se pongan de acuerdo o no sobre la propuesta de que algún acto es correcto o incorrecto. Podemos pues llegar a alcanzar los significados simplemente como otra forma de datos brutos mediante las técnicas de las encuestas de opinión y análisis de contenido.

Salta a la vista una objeción inmediata. Si estamos tratando de vérnoslas con los significados que forman la acción política, entonces seguramente resulta inevitable la agudeza interpretativa. Digamos que estamos tratando de comprender las metas y los valores de cierto grupo, o de captar su visión de la organización política; podríamos tratar de testear esto mediante un cuestionario, preguntando a sus integrantes si asienten o no con cierto número de proposiciones que pretenden expresar diferentes metas, evaluaciones, creencias. Pero ¿cómo planeamos el cuestionario? ¿Cómo elegimos estas proposiciones? Aquí confiamos en nuestra comprensión de las metas, valores, visión involucrados. Pero ahora bien, esta comprensión puede ser cuestionada, y por lo tanto puede cuestionarse la importancia de nuestros resultados. Quizá el hallazgo de nuestro estudio, la compilación de las proporciones de asentimiento y disentimiento a estas proposiciones es irrelevante, carece de importancia para comprender a los agentes o la organización política en cuestión. Este tipo de ataque lo hacen con frecuencia los críticos de la corriente principal en ciencia política, o en realidad de la ciencia social en general.

Los defensores de esta tendencia general responden a esto con una jugada estándar del empirismo lógico: distinguiendo el proceso de descubrimiento respecto de la lógica de verificación. Por supuesto, es nuestra comprensión de estos significados lo que nos capacita para redactar el cuestionario que testeará las actitudes de la gente respecto de ellos. Y, por supuesto, la disputa interpretativa acerca de estos significados es potencialmente infinita: no hay datos brutos a este nivel, cada afirmación puede cuestionarse mediante una interpretación rival. Pero esto no tiene nada que ver con la ciencia verificable. Lo que se verifica firmemente es el conjunto de correlaciones entre, digamos, el asentimiento a ciertas proposiciones y cierto comportamiento. Descubrimos, por ejemplo, que las personas que son activas políticamente (definidas por la participación en cierto conjunto de instituciones), es más probable que consientan a ciertos conjuntos de proposiciones supuestamente expresando los valores que subyacen al sistema.6 Este hallazgo es una correlación firmemente verificada, no importa lo que uno piense del razonamiento, o simples pálpitos, que entraron en el proyecto de la investigación que lo estableció. La ciencia política como un corpus de conocimientos está hecha de tales correlaciones; no le otorga un valor de verdad al razonamiento o pálpito de fondo. Un buen olfato interpretativo puede ser útil en dar con las correlaciones adecuadas para ser testeadas, pero la ciencia nunca es invocada para arbitrar las disputas entre las interpretaciones.

6 Véase H. McClosky, “Consensus and ideology in American politics”, American Political Science Review, 5: 58 (1964), págs. 361-82.

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De este modo, además de aquellos actos manifiestos que pueden definirse física o institucionalmente, la categoría de comportamiento político puede incluir asentimiento o disentimiento a fórmulas verbales, o la ocurrencia o no de fórmulas verbales en el discurso, o las expresiones de aprobación o rechazo de ciertos sucesos o medidas observadas en el comportamiento institucionalmente definido (por ejemplo, asistir a una manifestación).

Ahora bien, hay cierta cantidad de objeciones que pueden hacerse a este concepto de comportamiento político: podría cuestionarse de muchas maneras cuán libre de interpretación es de hecho. Pero yo quisiera cuestionarlo desde otro ángulo. Una de las características básicas de este tipo de ciencia social es el hecho de que reconstruye la realidad de acuerdo con ciertos principios categoriales. Estos tienen en cuenta una realidad social intersubjetiva compuesta de datos brutos, actos identificables y estructuras, ciertas instituciones, procedimientos, acciones. Tiene en cuenta creencias, reacciones afectivas, evaluaciones como las cualidades psicológicas de los individuos. Y tiene en cuenta las correlaciones entre estos dos órdenes o realidad: por ejemplo, que ciertas creencias acompañan a ciertos actos, ciertos valores a ciertas instituciones, etcétera.

Para expresarlo de otra manera, lo que es real objetivamente (intersubjetivamente) es identificable como datos brutos. Ésto es lo que es la realidad social. A la realidad social descrita en términos de su significado para los actores, tal que las disputas podrían surgir acerca de una interpretación que no podría ser resuelta mediante datos brutos (por ejemplo, ¿la gente se está amotinando para obtener una audiencia, o se está amotinando para reparar una humillación, o enceguecida por la ira o debido a que recupera un sentido de la dignidad a través de la insurrección?), se le otorga realidad subjetiva, es decir hay ciertas creencias, reacciones afectivas, evaluaciones que los individuos hacen o tienen acerca o en relación con la realidad social. Pero la realidad social que es el objeto de estas actitudes, creencias, reacciones sólo puede estar compuesta de datos brutos. Así cualquier descripción de la realidad en términos de significados que admite la pregunta interpretativa sólo se permite en este discurso científico si está colocada, por así decirlo, como cita y atribuida a individuos como su opinión, creencia; actitud. Que se tenga esta opinión, creencia, etc. es considerado un dato bruto, ya que es redefinido como el hecho de que quien responde da cierta respuesta al cuestionario.

Este aspecto de la realidad social que concierne a sus significados para los agentes ha sido tratado en cierto número de maneras, pero recientemente se ha hablado de él en términos de cultura política. Ahora bien, la manera en que se define y estudia esto ilustra claramente los principios categoriales mencionados. Por ejemplo, Almond y Powell se refieren a la cultura política como la “dimensión psicológica del sistema político”.7 Más adelante afirman: “La cultura política es el patrón de las actitudes y orientaciones individuales hacia la política entre los miembros de

7 Gabriel A. Almond y G. Bingham Powell, Comparative Politics: a Developmental Approach (Boston and Toronto, 1966), pág. 23.16

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un sistema político. Es el reino subjetivo que subyace y da sentido a las acciones políticas”.8 Los autores luego pasan a distinguir tres tipos diferentes de orientaciones: cognitivas (conocimiento y creencias), afectivas (sentimientos) y evaluativas (juicios y opiniones).

Desde el punto de vista de la epistemología empirista, este conjunto de principios categoriales no excluye nada. Se tiene en cuenta tanto la realidad como los significados que tiene para los participantes. Pero de lo que de hecho no puede hacerse cargo son los significados intersubjetivos; o sea, no puede hacerse cargo de la validez de las descripciones de la realidad social en términos de significados, por ello no como datos brutos, que no se encuentran entre comillas atribuyéndolos como opinión, actitud, etc. a un individuo o individuos. Es esta exclusión lo que desearía cuestionar en nombre de otro conjunto de principios categoriales, inspirados en una epistemología muy diferente.

8 Ibid, pág. 50.17

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Nos referimos anteriormente a la identificación de los actos como datos brutos mediante reglas institucionales. De este modo, el colocar una cruz junto al nombre de alguien en un trozo de papel, y colocar esto en una urna equivale en el contexto correcto a votar por dicha persona; el abandonar la habitación, decir o escribir un cierto orden de palabras, equivale a cortar las negociaciones; escribir su nombre en un trozo de papel corresponde a firmar la petición, etcétera. Pero lo que vale la pena observar es lo que subyace a este conjunto de identificaciones. Estas identificaciones son las aplicaciones de un lenguaje de la vida social, un lenguaje que marca distinciones entre diferentes actos sociales, relaciones, estructuras posibles. Pero ¿qué subyace a este lenguaje?

Tomemos el ejemplo anterior de cortar las negociaciones. El lenguaje de nuestra sociedad reconoce estados o acciones como los siguientes: empezar las negociaciones, cortar las negociaciones, ofrecerse a negociar, negociar de buena (mala) fe, concluir negociaciones, hacer una nueva propuesta, etcétera. En otro lenguaje más contaminado de jerga, el “espacio” semántico de este espectro de la actividad social se divide de cierto modo, por cierto conjunto de distinciones que traza nuestro vocabulario, y la forma y naturaleza de dichas distinciones es la naturaleza de nuestro lenguaje en este área. Dichas distinciones se aplican en nuestra sociedad con mayor o menor formalismo en diferentes contextos.

Pero, por supuesto, esto no es cierto respecto de cualquier sociedad. Nuestro concepto total de negociación, por ejemplo, está ligado a la identidad y autonomía precisa de las partes, a la naturaleza voluntaria de sus relaciones; es un concepto muy contractual. Pero otras sociedades no tienen tal concepción. Dicen de la aldea tradicional japonesa que el fundamento de su vida social era una forma vigorosa de consenso, que daba gran importancia a la decisión unánime.9 Tal consenso se consideraría destruido si dos partes claramente articuladas habrían de separarse, persiguiendo metas opuestas e intentando ya bien derrotar a la oposición por el voto o presionarla a un acuerdo en los términos más favorables posibles para ella misma. La discusión y algún tipo de ajuste de diferencias tienen que existir. Pero no hay lugar allí para nuestra idea de negociar, con la suposición de partidos diferenciados autónomos en relación voluntaria; tampoco lo hay para una serie de distinciones, como empezar o cortar las negociaciones, o negociar de buena fe (o sea con la intención genuina de buscar un acuerdo).

Ahora bien, la diferencia entre nuestra sociedad y una del tipo que acabamos de describir no se expresaría correctamente si dijéramos que tenemos un vocabulario para describir la negociación del que ellos carecen. Podríamos decir, por ejemplo, que tenemos un vocabulario para describir el cielo del que ellos carecen, es decir, el de la mecánica newtoniana; pues

9 Véase Thomas C. Smith. The Agrarian Origins of Modern Japan (Stanford, 1959), cap. 5. Este tipo de consenso se encuentra también en otras sociedades tradicionales. Véase, por ejemplo, el sistema desa de la aldea indonesia.18

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aquí suponemos que ellos viven bajo el mismo cielo que nosotros, sólo que lo comprenden de diferente modo. Pero no es cierto que tienen la misma forma de negociar que nosotros. La palabra, o no importa qué palabra de su lenguaje que nosotros traducimos como “negociar”, tiene que tener una glosa completamente diferente, caracterizada por las distinciones que su vocabulario permite en contraste con aquellas marcadas por el nuestro. Pero esta glosa diferente no es simplemente una diferencia del vocabulario sino también una de la realidad social.

Pero aun esto puede ser causa de confusión como manera de señalar la diferencia. Porque podría implicar que hay una realidad social que puede descubrirse en cada sociedad y que podría existir de manera completamente independiente del vocabulario de aquella sociedad, o de hecho de cualquier vocabulario, como el cielo existiría no importa si los hombres teorizaran o no sobre él. Y no es esto lo que ocurre: las realidades aquí son prácticas, y éstas no pueden identificarse abstrayéndolas del lenguaje que utilizamos para describirlas o invocarlas o ponerlas en práctica. El que la práctica de la negociación nos permita distinguir el negociar de buena o mala fe, o empezar o cortar negociaciones, presupone que nuestros actos y situación tienen una cierta descripción para nosotros, por ejemplo, que somos partidos diferentes que establecen relaciones voluntarias. Pero ellas no pueden tener estas descripciones para nosotros, a menos que esto esté de algún modo expresado en nuestro vocabulario de dicha práctica: si no en nuestras descripciones de las prácticas (porque podemos todavía no ser conscientes de algunas de las distinciones importantes), al menos en el lenguaje apropiado para realizarlas. (Así, el lenguaje que marca una diferencia entre actos o contextos públicos y privados puede existir aun cuando estos términos o sus equivalentes no son parte de este lenguaje: pues la distinción estará marcada por el lenguaje diferente que es apropiado en un contexto y el otro, ya sea quizá una diferencia de estilo o dialecto, aun si la distinción no se indique mediante expresiones descriptivas específicas.)

En la situación que consideramos aquí el vocabulario de una dimensión social dada se basa en la forma que adopta la práctica social en esta dimensión: es decir, el vocabulario no tendría sentido, no podría ser aplicado razonablemente, si no prevaleciera esta serie de prácticas. Y no obstante esta serie de prácticas no podría existir sin el predominio de este o algún otro vocabulario relacionado. No hay aquí una simple dependencia en un solo sentido. Podemos hablar de dependencia mutua, si así lo deseamos, pero en realidad lo que esto pone de relieve es la artificialidad de la distinción entre realidad social y el lenguaje descriptivo de dicha realidad social. El lenguaje es constitutivo de la realidad, es esencial a que sea el tipo de realidad que es. Separar ambos y distinguirlos como con toda razón distinguimos el cielo de nuestras teorías acerca de él es no entender definitivamente la cuestión.

Este tipo de relación lo ha explorado recientemente, por ejemplo, John Searle con su concepto de una regla constitutiva. Como lo señala Searle,10

10 Searle, Speech Acts, págs. 33-42.

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nos sentimos inducidos normalmente a pensar en reglas, como algo aplicado al comportamiento que podría ser accesible a nosotros no importa si la regla existiera o no. Algunas reglas son así, son regulativas como mandamientos: no tomes los bienes de otro. Pero hay otras reglas, por ejemplo aquellas que gobiernan la jugada de la reina en el ajedrez, que no son tan separables. Si uno suspende dichas reglas o imagina un estado en que aun no han sido introducidas, entonces toda la gama de comportamiento en cuestión, en este caso el juego del ajedrez, no existiría. Existiría todavía, por supuesto, la actividad de empujar una pieza de madera a lo largo de una tabla hecha de ocho cuadrados por ocho; pero esto ya no es ajedrez. Las reglas de este tipo son reglas constitutivas. Por contraste, una vez más, hay otras reglas del ajedrez, tal como aquella de que se dice “J’adoube” cuando se toca una pieza sin intención de jugarla, que son claramente regulativas.11

Estoy sugiriendo que este concepto de lo constitutivo se extienda más allá del ámbito del comportamiento gobernado por reglas. Es por esto que sugiero la palabra más vaga de “práctica”. Aun en un área en la cual no hay reglas claramente definidas, existen distinciones entre diferentes tipos de comportamiento tales que un tipo es considerado la forma apropiada para una acción o contexto, el otro para otra acción o contexto: por ejemplo, el decir o hacer ciertas cosas equivale a cortar las negociaciones, el hacer o decir otras cosas equivale a hacer una nueva propuesta. Pero del mismo modo que hay reglas constitutivas, o sea reglas tales que el comportamiento que ellas gobiernan no podría existir sin ellas, y que son en este sentido inseparables de dicho comportamiento, estoy sugiriendo que hay distinciones constitutivas, gamas constitutivas del lenguaje que son inseparables del mismo modo, en el sentido de que ciertas prácticas no existen sin ellas.

Podemos revertir esta relación y enunciar que todas las instituciones y prácticas que rigen nuestra vida están constituidas por ciertas distinciones y por ello por cierto lenguaje que de este modo es esencial a ellas. Podemos tomar el hecho de votar, una práctica que es central a gran número de instituciones en una sociedad democrática. Lo que es esencial a la práctica de votar es que se llegue a cierta decisión o veredicto (que se elija un hombre, que se apruebe una medida), mediante algún criterio de preponderancia (simple mayoría, dos tercios de mayoría o lo que fuere) a partir de un conjunto de microelecciones (los votos de los ciudadanos, miembros del parlamento, delegados). Si no se adjunta algún significado semejante a nuestro comportamiento, el marcar y contar trozos de papel, alzar las manos o salir a cabildear nunca equivaldría a votar. De aquí se desprende que la institución de votar debe ser tal que tengan aplicación ciertas distinciones: por ejemplo, aquella entre alguien que es elegido o una medida que es aprobada, y el que no sea elegido o aprobado; aquella entre un voto válido y uno no válido, lo que a su vez requiere una distinción entre una elección real y una que es impuesta o falseada. No importa cuánto nos alejemos del concepto rousseauniano de que cada hombre decida en plena autonomía, la misma institución del voto requiere que en cierto sentido 11 Véase la discusión en Stanley Cavell, Must We Mean What We Say? (New York, 1969), págs. 21-31.20

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voten los que tienen derecho a hacerlo. Para que exista el voto en un sentido reconocible como el nuestro, debe existir una distinción en las autointerpretaciones del hombre entre la autonomía y la elección impuesta.

Esto significa que una actividad de marcar y contar papeles debe conllevar descripciones intencionales que caen dentro de cierta gama antes de que podemos acordar en llamarla voto, así como la interacción de dos hombres o equipos debe llevar descripciones de un cierto orden antes de que la llamemos negociación. O, en otras palabras, el que cierta práctica sea una votación o una negociación se relaciona en parte con el vocabulario establecido en una sociedad como apropiado para practicarla o describirla.

Por ello está implícita en estas prácticas cierta visión del agente y su relación con otros y con la sociedad. Vimos en conexión con la negociación en nuestra sociedad que requiere una imagen de las partes como autónomas en cierto sentido, y como emprendiendo relaciones voluntarias. Y esta imagen lleva consigo ciertas normas implícitas, tales como la de la buena fe mencionada antes o una norma de racionalidad, de que el acuerdo corresponda a nuestras metas en el mayor grado posible o una norma de libertad continua de acción, también en el mayor grado posible. Estas prácticas requieren que nuestras acciones y relaciones sean vistas a la luz de dicha imagen y las normas acompañantes, buena fe, autonomía y racionalidad. Pero los hombres no se ven a sí mismos de esta manera ni comprenden dichas normas en todas las sociedades. La experiencia de la autonomía, tal como la conocemos nosotros, el sentido de la acción racional y las satisfacciones derivadas de ello les resultan inaccesibles. El significado de estos términos les resulta ininteligible, debido a que tienen una estructura diferente de significado empírico accesible a ellos.

Podemos pensar que la diferencia entre nuestra sociedad y la versión simplificada de la aldea japonesa tradicional consiste en esto, que la gama de significado accesible a los miembros de ambas sociedades es muy diferente. Pero lo que estamos tratando aquí no es el significado subjetivo que puede encajar en la “cuadrícula” categorial de la ciencia política conductista, sino más bien significados intersubjetivos. No es simplemente que los individuos en nuestra sociedad tienen todos o en su mayoría un conjunto dado de ideas en la cabeza y suscriben a un conjunto dado de metas. Los significados y normas implícitas en estas prácticas no están simplemente en la mente de los participantes sino que están allí fuera en las prácticas mismas, prácticas que no pueden concebirse como un conjunto de acciones individuales, sino que son esencialmente modos de relación social, de acción mutua.

Los participantes pueden tener todo tipo de creencias y actitudes que pueden ser consideradas correctamente como sus creencias y actitudes individuales, aun si otros las comparten: pueden suscribir a ciertas metas políticas o ciertas formas de teoría acerca de la organización política, o sentir resentimiento frente a ciertas situaciones, etcétera. Traen éstas consigo a sus negociaciones y tratan de satisfacerlas. Pero lo que no traen a las negociaciones es el conjunto de ideas y normas mismas constitutivas de la

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negociación. Estas tienen que ser la propiedad común de la sociedad antes de que pueda hablarse de que alguien emprenda o no negociaciones. De ahí que no son significados subjetivos, propiedad de un individuo o de algunos individuos, sino más bien significados intersubjetivos, constitutivos de la matriz social en la cual se encuentran y actúan los individuos mismos.

Los significados intersubjetivos que son el trasfondo de la acción social son tratados a menudo por expertos en ciencia política bajo el encabezamiento “consenso”. Con esto quiere significarse convergencia de creencias acerca de ciertas cuestiones básicas o de actitud. Pero ambas cosas no son lo mismo. No importa si hay o no consenso, la condición para que lo haya o no es cierto conjunto de términos comunes de referencia. Una sociedad en la cual faltara esto no sería una sociedad en el sentido normal del término, sino varias. Quizá algunos estados multirraciales o multitribales se aproximan a este límite. Algunos estados multinacionales están acosados por firmes propósitos encontrados, por ejemplo, mi propio país, Canadá. Pero el consenso como una convergencia de creencias o valores no es lo opuesto a este tipo de diversidad fundamental. Más bien lo opuesto a la diversidad es un alto grado de significados intersubjetivos. Y esto puede ir acompañado por una profunda división. En efecto, los significados intersubjetivos constituyen la condición de cierto tipo de división muy profunda, tal como se vio en la Reforma o en la Guerra Civil Estadounidense o en cismas en partidos de izquierda, cuando una disputa se muestra sumamente acalorada, precisamente porque cada parte puede comprender plenamente a la otra.

En otras palabras, la convergencia de creencia o actitud o su ausencia presupone un lenguaje común, en el cual dichas creencias pueden formularse y en el cual dichas formulaciones pueden oponerse. Gran parte de este lenguaje común en cualquier sociedad está arraigado en sus instituciones y prácticas; es constitutivo de dichas instituciones y prácticas. Es parte de los significados intersubjetivos. Para expresarlo de otra manera, aparte de la cuestión de cuánto convergen las creencias de la gente, está la cuestión de hasta qué punto tienen un lenguaje común respecto de la realidad social y política en el cual se expresan dichas creencias. Esta segunda pregunta no puede ser reducida a la primera; el significado intersubjetivo no es un asunto de creencias o valores convergentes. Cuando hablamos de consenso hablamos de creencias y valores que podrían ser la propiedad de una única persona o de muchas o de todas; pero los significados intersubjetivos no podrían ser la propiedad de una única persona ya que están arraigados en la práctica social.

Quizá podamos ver esto si consideramos la situación en la cual las ideas y normas que subyacen a una práctica son la propiedad de individuos aislados. Esto es lo que ocurre cuando individuos aislados de una sociedad internalizan los conceptos y valores de otra, por ejemplo los niños en escuelas misionales. Aquí nos las vemos con una situación totalmente diferente. Realmente estamos hablando ahora acerca de creencias y actitudes subjetivas. Las ideas son abstractas, son meros “ideales” sociales. Mientras que en la sociedad original, estas ideas y normas están arraigadas

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en sus relaciones sociales y se pueden formular opiniones e ideales sobre la base de ellas.

Podemos ver esto en conexión con el ejemplo que hemos estado usando todo el tiempo, el de las negociaciones. La visión de una sociedad basada en la negociación está siendo duramente atacada de parte de un sector creciente de la juventud moderna, lo mismo que las normas que la acompañan de racionalidad y la definición de autonomía. Este es un fracaso dramático del “consenso”. Pero esta división ocurre en el ámbito de dicho significado intersubjetivo, la práctica social de la negociación, tal como se la vive en nuestra sociedad. El rechazo no tendría la cualidad amarga que tiene si lo que se rechaza no fuera comprendido en común, porque es parte de una práctica social que nos resulta difícil evitar, por estar tan presente en nuestra sociedad. Al mismo tiempo hay una aspiración por tratar de alcanzar otras formas que aun tienen la cualidad “abstracta” de los ideales que son subjetivos en este sentido, es decir, no arraigados en la práctica; esto hace que la rebelión parezca tan “irreal” a quienes la observen de fuera y tan irracional.

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Los significados intersubjetivos, los modos de experimentar la acción en la sociedad expresados en el lenguaje y las descripciones constitutivas de las instituciones y prácticas, no encajan en la “cuadrícula” categorial de la ciencia política predominante. Esta sólo tiene en cuenta una realidad intersubjetiva que pueda identificarse con los datos brutos. Pero las prácticas sociales y las instituciones, que están parcialmente constituidas por ciertas maneras en las que se habla acerca de ellas, no pueden identificarse de este modo. Tenemos que comprender el lenguaje, los significados subyacentes que las constituyen.

Podemos admitir, una vez que aceptamos cierto conjunto de instituciones o prácticas como nuestro punto de partida y no como objetos de cuestionamiento ulterior, que fácilmente podemos aceptar como datos brutos el que se considere que ciertos actos tengan lugar o que ciertos actos se mantengan dentro del campo semántico de dichas prácticas; por ejemplo, el que alguien ha votado por los liberales o firmado la petición. Podemos entonces proseguir y correlacionar ciertos significados subjetivos —creencias, actitudes, etc.— con este comportamiento o su carencia. Pero esto significa que renunciamos a tratar de seguir definiendo simplemente qué es lo que son estas prácticas e instituciones, cuáles son los significados que requieren y por lo tanto corroboran. Pues estos significados no calzan en la “cuadrícula”; no son creencias subjetivas o valores, sino que son constitutivos de la realidad social. A fin de llegar a ellos tenemos que dejar caer la premisa básica de que la realidad social está compuesta sólo de datos brutos. Pues cualquier caracterización de los significados que subyacen a dichas prácticas es susceptible de cuestionamiento por alguien que proponga una interpretación alternativa. La negación de esto es lo que se quiso llamar datos brutos. Tenemos que admitir que la realidad social

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intersubjetiva debe definirse parcialmente en términos de significados; que los significados, en cuanto subjetivos, no se encuentran simplemente en una interacción causal con una realidad social compuesta de datos brutos, sino que al ser intersubjetivos son constitutivos de dicha realidad.

Nos hemos estado refiriendo aquí a un significado intersubjetivo. Anteriormente estuve contrastando la cuestión de significado intersubjetivo con la de consenso como convergencia de opiniones. Pero existe otro tipo de significado no subjetivo al que también a menudo se trata inadecuadamente como “consenso”. En una sociedad con una fuerte trama de significados intersubjetivos, puede haber un conjunto más o menos poderoso de significados comunes. Al hablar de éstos me refiero a conceptos acerca de lo que es importante, que no son simplemente compartidos en el sentido de que todos los sostienen, sino que también son comunes en el sentido de estar en el mundo referencial común. Así, casi todos en nuestra sociedad, pueden compartir cierta sensibilidad respecto de un tipo de belleza femenina, pero esto puede no ser un significado común. Puede no ser conocido por nadie, a excepción quizá de los investigadores de mercado, que se sirven de ello en sus avisos. Pero la supervivencia de una identidad nacional como francófonos es un significado común de los Québecois; pues no es simplemente compartido y no simplemente se sabe que es compartido, sino el hecho de ser una aspiración común es uno de los puntos de referencia común de todo debate, comunicación y de toda la vida pública en la sociedad.

Podemos hablar de una creencia, aspiración, etc. compartida, cuando existe convergencia entre las creencias, aspiraciones, subjetivas, de muchos individuos. Pero es parte del significado de una aspiración, creencia, celebración, etcétera, común el que no sea simplemente compartida sino parte de un mundo de referencias comunes. O para expresarlo de otra manera, el hecho de que sea compartida es un acto colectivo, es un sentido públicamente corroborado, mientras que compartir es algo que hacemos cada uno por su parte, por así decirlo, si bien cada uno de nosotros está influido por los demás.

Los significados comunes compartidos son la base de la comunidad. El significado intersubjetivo otorga a un pueblo un lenguaje común para hablar acerca de la realidad social y una comprensión común de ciertas normas, pero sólo con significados comunes este mundo de referencias comunes contiene acciones, celebraciones y sentimientos comunes significativos. Estos son objetos en el mundo que todos comparten. Esto es lo que constituye la comunidad.

Repitámoslo, no podemos comprender realmente este fenómeno a través de la definición usual de consenso como convergencia de opinión y valor. Pues a lo que se apunta aquí es a algo más que convergencia. La convergencia es lo que ocurre cuando se comparten nuestros valores. Pero lo que se requiere para los significados comunes es que este valor compartido sea parte del mundo común, que este compartir sea compartido. Pero también podríamos decir que los significados comunes son algo muy

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diferente del consenso, pues pueden subsistir junto a un grado elevado de división; esto es lo que ocurre cuando un significado común llega a ser vivido y comprendido de manera diferente por grupos diferentes en una sociedad. Sigue siendo un significado común, porque está el punto de referencia que es el propósito, aspiración, celebración común. Algo así, por ejemplo, es el American Way (la forma de vida americana) o la libertad, tal como se comprende en los Estados Unidos. Pero este significado común es articulado de manera diferente por grupos diferentes. Esta es la base de las luchas más amargas en una sociedad, y esto es lo que también estamos viendo hoy en los Estados Unidos. Quizá podría decirse que un significado en común es muy a menudo la causa de la falta más amarga de consenso. Por lo tanto no debe confundirse con convergencia de opinión, valor, actitud.

Por supuesto, los significados compartidos y los significados intersubjetivos se encuentran íntimamente entretejidos. Debe haber una poderosa red de significados intersubjetivos para que haya significados en común; y el resultado de los significados comunes poderosos es el desarrollo de una red mayor de significados intersubjetivos, ya que la gente vive en comunidad.

Por otra parte, cuando los significados en común se deterioran, lo que puede ocurrir a través del tipo de profundo disenso que describimos anteriormente, los grupos tienden a apartarse y desarrollar lenguajes diferentes de la realidad social, en consecuencia a compartir menos significados intersubjetivos.

Para retomar nuestro ejemplo anterior, ha habido un poderoso significado en común en nuestra civilización acerca de cierta visión de la sociedad libre en la cual la negociación ocupa un lugar central. Esto ha contribuido a afianzar la práctica social de la negociación que nos hace participar en este significado intersubjetivo. Pero hoy día hay un severo cuestionamiento de dicho significado común, como lo acabamos de ver. Si aquellos que se oponen a esto realmente lograran construir una sociedad alternativa, se originaría una brecha entre aquellos que permanecen en el tipo presente de sociedad y aquellos que habrían fundado una nueva.

Los significados en común, lo mismo que los intersubjetivos, no encuentran su lugar en la ciencia social predominante. No pueden encontrar un lugar en sus categorías. Pues no son simplemente un conjunto convergente de reacciones subjetivas, sino parte del mundo común. De lo que carece la ontología de la ciencia social predominante es del concepto de significado, tal que no sea simplemente para un sujeto individual: de un sujeto que pueda ser “nosotros” tanto como “yo”. La exclusión de esta posibilidad, de lo comunal, procede una vez más de la perniciosa influencia de la tradición epistemológica según la cual todo conocimiento debe ser reconstruido a partir de las impresiones grabadas en el sujeto individual. Pero si nos libramos de la influencia de dichos prejuicios, esto parece una visión muy poco plausible del desarrollo de la conciencia humana: somos conscientes del mundo a través de un “nosotros” antes de que lo somos a través de un “yo”. De ahí que necesitemos la distinción entre lo que es

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simplemente compartido, en el sentido de que cada uno de nosotros lo tiene en su mundo individual, y de aquello que está en el mundo común. Pero la mera idea de algo que está en el mundo común, distinguiéndolo por contraste de lo que está en todos los mundos individuales, es completamente ininteligible para la epistemología empirista. De ahí que no encuentre un lugar en las ciencias sociales predominantes. A continuación veremos cuáles son los resultados de esto.

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III

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De este modo, para resumir las últimas páginas: una ciencia social que desea cumplir las exigencias de la tradición empírica naturalmente trata de reconstruir la realidad social como consistiendo únicamente de datos brutos. Dichos datos son los actos de la gente (comportamiento), tal como se los identifica supuestamente más allá de la interpretación, ya bien mediante descripciones físicas o por descripciones claramente definidas, por instituciones y prácticas; y en segundo lugar, incluyen la realidad subjetiva de las creencias, actitudes, valores de los individuos, tal como son aprehendidos en sus respuestas a cierto orden de palabras, o en algunos casos su manifiesto comportamiento no verbal.

Lo que esto excluye es una consideración de la realidad social caracterizada por significados intersubjetivos y comunes. Excluye, por ejemplo, un intento de comprender nuestra civilización, en la cual la negociación desempeña un papel central, tanto en los hechos como en la teoría justificativa, indagando las autodefiniciones del agente, del otro y la relación social que encarna. Tales definiciones, que tratan del significado para los agentes de la acción propia y la de los demás, y de las relaciones sociales en las que se encuentran, no registran en ningún sentido datos brutos, en el sentido en que este término está siendo usado en este argumento; es decir, no están en ningún sentido más allá del cuestionamiento de parte de quienes desearían criticar nuestras interpretaciones de dichos significados.

De tal modo traté de bosquejar antes la visión implícita en la práctica de la negociación respecto de ciertos conceptos de autonomía y racionalidad. Pero indudablemente esta lectura será cuestionada por aquellos que tienen diferentes concepciones fundamentales del hombre, la motivación humana, la condición humana; o incluso por aquellos que juzgan que otras características de nuestro predicamento presente tienen mayor importancia. Si deseamos evitar estas disputas, y contamos con una ciencia basada en la verificación, tal como esto es entendido por los empiristas lógicos, tenemos que evitar por completo este nivel de análisis y esperar arreglárnoslas con una correlación del comportamiento que es identificable con los datos brutos.

Un aspecto similar vale para la distinción entre los significados comunes y los significados subjetivos compartidos. Podemos esperar identificar los significados subjetivos de los individuos si los tomamos en el sentido de que hay criterios adecuados para ellos en el disenso y asenso de la gente respecto de fórmulas verbales o su comportamiento identificable con los datos brutos. Pero una vez que admitimos la distinción entre tales significados subjetivos, que son ampliamente compartidos, y los significados comunes genuinos, ya no podemos arreglárnoslas con la identificación con los datos brutos. Nos encontramos en un ámbito donde nuestras definiciones pueden ser cuestionadas por aquellos que practican otra lectura.

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La profunda elección de los científicos sociales prevalecientes de la concepción empirista del conocimiento y la ciencia vuelve inevitable que acepten el modelo de verificación de la ciencia política y los principios categoriales que esto entraña. Esto significa a su vez que se excluye un estudio de nuestra civilización en términos de sus significados intersubjetivos y comunes. Antes bien todo este nivel de análisis se vuelve invisible.

Desde el punto de vista predominante, por lo tanto, las diferentes prácticas e instituciones de las diferentes sociedades no se ven como relacionadas con diferentes conjuntos de significados intersubjetivos o comunes; antes bien, deberíamos estar en condiciones de diferenciarlos a través de diferentes conjuntos de “comportamiento” y/o significado subjetivo. La comparación entre las sociedades requiere, según ese punto de vista, que nosotros elaboremos un vocabulario del comportamiento que nos permitirá presentar las diferentes formas y prácticas de las diferentes sociedades en la misma red conceptual.

Ahora bien, la ciencia política actual desprecia el intento anterior de una política comparativa a través de una comparación de las instituciones. Una escuela influyente de nuestros días ha desplazado, por lo tanto, la comparación a ciertas prácticas o clases muy generales de prácticas, y se propone comparar a las sociedades de acuerdo con las diferentes maneras en que se llevan a cabo dichas prácticas. Tales son las “funciones” del influyente “enfoque desarrollista”.12 Pero es decisivo, desde un punto de vista epistemológico, que tales funciones sean identificadas independientemente de aquellos significados intersubjetivos que son diferentes en sociedades diferentes: pues de otro modo no serán genuinamente universales, o serán universales sólo en el sentido vago y poco ilustrativo por el cual al nombre de función puede darse aplicación en cada sociedad pero con un significado variado y, a menudo, de amplia variación —siendo “comentado” el mismo de modo muy diferente por diferentes conjuntos de prácticas y significados intersubjetivos. El peligro de que tal universalidad podría no ser válida no lo sospechan siquiera los expertos en ciencia política prevaleciente, ya que no son conscientes de que exista tal nivel de descripción como aquel que define a los significados intersubjetivos, y están convencidos de que las funciones y las diversas estructuras que las realizan pueden ser identificadas en términos de comportamiento identificable con los datos brutos.

Pero el resultado de pasar por alto la diferencia en los significados intersubjetivos puede ser desastroso para una ciencia política comparada, es decir, en que interpretamos a todas las demás sociedades según las categorías de la nuestra. Irónicamente esto es lo que parece haber sucedido con la ciencia política estadounidense. Habiendo criticado vigorosamente la antigua política comparada, centrada en las instituciones, por su etnocentrismo (o tendencia occidental), se propone comprender la política de toda sociedad en los términos de tales funciones, por ejemplo, como

12 Véase Almond and Powell; Comparative Politics.28

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“articulación de interés” y “agregado de interés”, cuya definición está fuertemente influida por la cultura negociadora de nuestra civilización, pero que está lejos de tener la garantía de lo apropiado en otras partes. El resultado no sorprendente es una teoría del desarrollo político que coloca la organización política de tipo atlántico como la cima del logro político humano.

Mucho puede decirse en este área de la política comparada (explorada en forma interesante por Alasdair MacIntyre).13 A mí me gustaría empero ilustrar el significado de estos dos enfoques rivales en conexión con otro área de problemas comunes de la política. Es la cuestión de lo que se llama “legitimidad”.14

2

Es un hecho obvio del que se ha ocupado la política al menos desde Platón el que algunas sociedades disfrutan de una cohesión más fácil, más espontánea, que depende menos del uso de la fuerza que otras. Ha sido una cuestión importante de la teoría política el comprender qué subyace a dicha diferencia. Entre otros, han tratado este tema Aristóteles, Maquiavelo, Montesquieu y Tocqueville.

Los expertos en la ciencia política contemporánea prevaleciente abordan esta cuestión con el concepto de “legitimidad”. El uso de la palabra aquí puede comprenderse fácilmente. Puede considerarse que aquellas sociedades que son más espontáneamente cohesivas disfrutan de un mayor sentido de legitimidad entre sus miembros. Pero se ha desplazado la aplicación del término. “Legitimidad” es un término por el cual discutimos la autoridad del estado u organización política, su derecho a nuestra lealtad. No importa cómo concebimos esta legitimidad, sólo puede atribuirse a un gobierno a la luz de cierto número de concepciones circundantes —por ejemplo, que brinda libertad a los hombres, que emana de la voluntad de éstos, que les asegura el orden, el imperio de la ley o que está fundada en la tradición o exige obediencia por sus cualidades superiores. Estas concepciones son todas tales que se apoyan en definiciones de lo que es importante para los hombres en general o en alguna sociedad o circunstancias particulares, definiciones de significado paradigmático que no pueden identificarse como datos brutos. Aún si a algunos de estos términos podría darse una “definición operacional” en términos de datos brutos —un término como “libertad”, por ejemplo, puede definirse en términos de ausencia de restricción legal, a la manera de Hobbes— esta definición no portaría toda la fuerza del término y en particular aquella por la cual podría considerársela importante para los hombres.

De acuerdo con el paradigma empirista, a este último aspecto del significado de semejante término se lo llama “evaluativo” y se lo considera 13 “How is a comparative science of politics possible?”, en Alasdair MacIntyre, Against the Self-Images of the Age (London, 1971).14 El artículo de MacIntyre contiene asimismo una discusión interesante sobre la “legitimidad” desde un ángulo diferente, si bien, en mi opinión, afín.

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como totalmente heterogéneo respecto del aspecto “descriptivo”. Pero este análisis está lejos de encontrarse firmemente establecido: no más, en realidad, que el paradigma empirista del conocimiento mismo al cual está íntimamente ligado. Un cuestionamiento a este paradigma en nombre de una ciencia hermenéutica es asimismo un cuestionamiento a la distinción entre “descriptivo” y “evaluativo” y toda la concepción de “Wertfreiheit” que lo acompaña.

De cualquier modo, ya sea porque es “evaluativo” o sólo puede aplicarse en conexión con definiciones de significado, “legítimo” no es una palabra que pueda usarse en la descripción de la realidad social según la concepción de la ciencia social prevaleciente. Sólo puede usarse como una descripción de significado subjetivo. Lo que forma parte de la consideración científica no es pues la legitimidad de una organización política sino las opiniones o sentimientos de sus individuos miembros respecto de su legitimidad. Las diferencias entre las diversas sociedades en su manera de cohesión espontánea y sentido de comunidad han de entenderse mediante correlaciones entre las creencias y los sentimientos de sus miembros hacia ellos, por una parte, y la frecuencia en ellas de ciertos índices de estabilidad identificables como datos brutos por otra parte.

Así Robert Dahl en Modern Political Analysis15 se refiere a las diferentes maneras en las cuales los líderes logran acatamiento para sus políticas. Cuanto más obedezcan los ciudadanos debido a “recompensas y privaciones internas”, tanto menos tendrán que utilizar los líderes “recompensas y privaciones externas”. Pero si los ciudadanos creen que un gobierno es legítimo, su conciencia los obliga a obedecerlo: serán internamente castigados si desobedecen; de ahí que el gobierno necesitará usar menos recursos externos, incluyendo la fuerza.

Más compleja es la discusión de Seymour Lipset en Political Man.16 Pero se basa en las mismas ideas básicas, a saber el que la legitimidad definida como significado subjetivo se correlaciona con la estabilidad. “La legitimidad involucra la capacidad del sistema de engendrar y mantener la creencia de que las instituciones políticas existentes son las más apropiadas para la sociedad”.17

Lipset se ocupa de una discusión de los factores determinantes de la estabilidad en las formas de organización política modernas. Elige dos factores importantes en este capítulo, la eficacia y la legitimidad. “La eficacia significa el desempeño real, el grado en el cual el sistema satisface las funciones básicas de gobierno, así como las ve la mayoría de la población y grupos poderosos dentro de ella, tales como las grandes empresas o las fuerzas armadas”.18 De este modo contamos con un factor relacionado con la realidad objetiva, lo que el gobierno ha realizado realmente; y el otro, relacionado con las creencias subjetivas y los “valores”. “Mientras que la

15 Foundation of Modern Political Science Series (Englewood Cliffs, 1963), págs. 31-2.16 New York, 1963, cap. 3.17 Ibid, pág. 64.18 Ibid.30

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eficacia es ante todo instrumental, la legitimidad es evaluativa”.19 De tal modo desde el principio nos vemos frente a una distinción entre la realidad social y lo que los hombres piensan y sienten acerca de ella.

Lipset ve dos tipos de crisis de legitimidad que las sociedades modernas han enfrentado más o menos bien. Una de ellas se relaciona con el estado de importantes instituciones conservadoras que pueden estar amenazadas por el desarrollo de las democracias industriales modernas. La segunda se relaciona con el grado hasta el cual todos los grupos políticos tienen acceso al proceso político. Así, en el primer caso, algunos grupos tradicionales, tales como la aristocracia terrateniente o los clérigos, han sido tratados rudamente en una sociedad como Francia, y han quedado apartados del sistema democrático a lo largo de las décadas subsiguientes; mientras que en Inglaterra las clases tradicionales fueron tratadas con menos rigor, mostrándose ellas mismas dispuestas a avenirse y han sido lentamente integradas y transformadas dentro del orden nuevo. En el segundo caso algunas sociedades lograron integrar a la clase trabajadora o la burguesía en el proceso político en una etapa temprana, mientras que en otras han sido excluidas hasta épocas muy recientes, y en consecuencia han desarrollado un profundo sentimiento de enemistad respecto del sistema, han tendido a adoptar ideologías extremistas y han contribuido generalmente a la inestabilidad. Uno de los factores determinantes del desempeño de una sociedad en estos dos casos es si está o no forzada a enfrentar los diferentes conflictos del desarrollo democrático todos juntos o uno por vez. Otro importante factor determinante de la legitimidad es la eficacia.

Este enfoque, que ve la estabilidad como siendo parcialmente el resultado de creencias de legitimidad y éstas, a su vez, como resultando parcialmente de la manera de cómo devienen el nivel social, bienestar y acceso a la vida política de los diferentes grupos, parece a primera vista eminentemente sensato y bien diseñado para ayudarnos a comprender la historia del siglo pasado o de los dos últimos siglos pasados. Pero este enfoque no da cabida a un estudio de los significados intersubjetivos y comunes constitutivos de la civilización moderna. Y podemos dudar si podemos comprender la cohesión de las sociedades modernas o su crisis presente si no tenemos en cuenta a éstos.

Observemos cómo se obtiene la fidelidad de la clase trabajadora a los nuevos regímenes industriales en los siglos diecinueve y veinte. Esto está lejos de ser simple o principalmente una cuestión de la rapidez con la cual esta clase fue integrada al proceso político y la eficacia del régimen. Antes bien, la consideración de brindar acceso al proceso político como una variable independiente puede llevar a confusión.

No es simplemente que los historiadores a menudo nos instan a dar cuenta de la cohesión de clases en ciertos países en particular en términos de otros factores, tales como el impacto del Metodismo en la Inglaterra de principios del siglo diecinueve (Elie Halévy)20 o el nacionalismo de éxito

19 Ibid.20 Histoire du peuple anglais au XIXe siècle (París, 1913).

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reciente en Alemania. Estos factores podrían ser asimilados al sistema del sociólogo, clasificados como “ideologías” o “sistemas de valores” ampliamente compartidos o alguna otra de tales concatenaciones de significado subjetivo.

Pero quizá la más importante de tales “ideologías” que dé cuenta de la cohesión de las sociedades democráticas industriales ha sido la de la sociedad del trabajo, la visión de la sociedad como una empresa de producción en gran escala, en la cual se integran funciones sumamente diferentes para lograr interdependencia; una visión de la sociedad en la cual las relaciones económicas se consideran primordiales, como no sólo ocurre en el marxismo (y en cierto sentido no realmente en el marxismo) sino sobre todo en la tradición del Utilitarismo Clásico. En conformidad con esta visión hay una solidaridad fundamental entre todos los miembros de la sociedad que trabajan (para utilizar el lenguaje de Arendt),21 pues están todos ocupados en producir lo que es indispensable para la vida y felicidad en una interdependencia de largo alcance.

Esta es la “ideología” que ha presidido frecuentemente la integración de la clase trabajadora a las democracias industriales, al principio dirigida polémicamente contra las clases “improductivas”, por ejemplo en Inglaterra con la Liga de la “anti-Corn Law” y luego con las campañas de Joseph Chamberlain (“cuando Adán cavaba y Eva hilaba ¿quién era entonces el caballero?”), pero más tarde como un sostén para la cohesión social y la solidaridad.

Pero, por supuesto, la razón de colocar la “ideología” entre comillas es que esta definición de las cosas, que ha sido bien integrada a la concepción de la vida social como basada en la negociación, no puede entenderse en los términos de la ciencia social predominante, como creencias y “valores” sostenidos por un gran número de individuos. Pues la gran matriz interdependiente del trabajo no es simplemente un conjunto de ideas en la cabeza de la gente sino que es un aspecto importante de la realidad que vivimos en la sociedad moderna. Y al mismo tiempo estas ideas se hallan incorporadas en esta matriz en cuanto son constitutivas de ella, es decir, no seríamos capaces de vivir en este tipo de sociedad, a menos que estemos imbuidos de estas ideas o algunas otras que podrían originar la disciplina y coordinación voluntarias necesarias para producir este tipo de economía. Todas las civilizaciones industriales han necesitado un gran esfuerzo de parte de las poblaciones campesinas tradicionales de las que se han aprovechado: pues requieren un nivel nunca visto de esfuerzo disciplinado sostenido, monótono, largas horas no marcadas por ningún ritmo significativo, tal como el de las estaciones o los festivales. Al fin esta forma de vida sólo puede ser aceptada cuando la idea de ganarse la vida está dotada de una mayor importancia que aquella de simplemente evitar morirse de hambre; y esto ocurre en la civilización del trabajo. Ahora bien, esta civilización del trabajo es sólo un aspecto de las sociedades modernas, junto con la sociedad basada en la negociación y las relaciones voluntarias (en los países anglosajones), y otros significados comunes e intersubjetivos 21 The Human Condition (New York, 1959).32

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que tienen diferente importancia en los diversos países. A lo que apunto es que por cierto es plausible afirmar que tiene cierta importancia en explicar la integración de la clase trabajadora en la sociedad democrática industrial moderna. Pero sólo puede llamarse un conjunto de significado intersubjetivo. Como tal no puede aparecer en el campo de visión de las ciencias políticas predominantes; y un autor como Lipset no puede tomarlo en consideración al discutir este mismo problema.

Pero, por supuesto, un hecho de tal envergadura no pasa desapercibido. Lo que ocurre más bien es que es reinterpretado. Y lo que ha ocurrido generalmente es que la sociedad interdependiente productiva y negociadora ha sido reconocida por la ciencia política, pero no como una estructura de significado intersubjetivo entre otras, sino más bien como el trasfondo ineludible de la acción social como tal. De esta manera no necesita ya ser un objeto de estudio. Más bien se repliega a una distancia media, donde su contorno general adopta el papel de sistema universal, dentro del cual (se espera) las acciones y estructuras serán identificables con los datos brutos, y esto para cualquier sociedad en cualquier época. La opinión que se sostiene es entonces que las acciones políticas de los hombres en todas las sociedades pueden comprenderse como variantes de la elaboración de “demandas”, lo que es una parte importante de nuestra vida política. La incapacidad para reconocer la especificidad de nuestros significados intersubjetivos se halla pues inseparablemente vinculada a la creencia en la universalidad de tipos o “funciones” de comportamiento del Atlántico Norte, lo que vicia hasta tal punto la política comparada contemporánea. El concepto es que lo que la política trata perpetuamente es el ajuste de diferencias o la producción de “outputs” simbólicos y efectivos sobre la base de “inputs” de demanda y sostén. El surgimiento del significado intersubjetivo de la civilización del trabajo se ve como el aumento de la percepción correcta del proceso político a expensas de la “ideología”. De tal modo Almond y Powell introducen el concepto de “secularización política” para describir “la emergencia de una orientación empírica, pragmática” en la política.22 Una cultura política secular se opone no sólo a una cultura tradicional, sino también a una cultura “ideológica”, que se caracteriza por “una imagen inflexible de la vida política, cerrada a una información conflictiva” y “no logra desarrollar las actitudes abiertas, de negociación, asociadas a la plena secularización”.23 La clara comprensión aquí es que una cultura secularizada es aquella que esencialmente depende menos de la ilusión, la que ve las cosas tal como son, la que no está infectada por la “falsa conciencia” de la cultura tradicional o ideológica (para utilizar un término que no encontramos en el vocabulario predominante).

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Esta manera de contemplar la civilización del trabajo, como resultante de un apartarse de la ilusión ante la percepción correcta de lo que la política es en forma real y perpetua, se encuentra así estrechamente ligada a las

22 Comparative Politics, pág. 58.23 Ibid, pág. 61.

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premisas epistemológicas de la ciencia política predominante y su incapacidad resultante de reconocer la especificidad histórica de los significados intersubjetivos de dicha civilización. Pero la precariedad de dicho enfoque, ya visible en los intentos de explicar el origen de esta civilización y su relación con otras, se vuelve aun más penosa cuando tratamos de dar cuenta de su malestar, incluso crisis, presente.

Las tensiones en la sociedad contemporánea, el derrumbe de la civilidad, el surgimiento de una profunda desavenencia, que se traduce en una acción aun más destructiva, tienden a sacudir las categorías básicas de nuestra ciencia social. No se trata simplemente de que tal desarrollo no fue en absoluto predicho por dicha ciencia, que vio en el crecimiento de la opulencia más bien la causa de un afianzamiento ulterior de la cultura de la negociación, una reducción de la división irracional, un aumento de la tolerancia, en resumen “el fin de la ideología”. Pues la predicción, como veremos más adelante, no puede ser una meta de las ciencias sociales, como lo es de las ciencias naturales. Es más bien que esta ciencia predominante no cuenta con las categorías para explicar este derrumbe. Está obligada a ver el extremismo o bien como una maniobra negociadora de los desesperados, poniendo deliberadamente condiciones más duras a fin de imponer que se los escuche. O, alternativamente, puede reconocer la novedad de la rebelión aceptando la hipótesis de que se están haciendo exigencias incrementadas al sistema debido a una revolución de “expectativas”, o bien debido a la irrupción de nuevos deseos o aspiraciones que hasta ahora no tenían lugar en el proceso negociador. Pero estos nuevos deseos o aspiraciones deben encontrarse en la esfera de la psicología individual, es decir, tienen que ser tales que su surgimiento y satisfacción han de entenderse en términos de estados de los individuos antes que en términos de los significados intersubjetivos en medio de los cuales viven. Pues para estos últimos no hay lugar en las categorías de las tendencias prevalecientes, que de este modo no puede dar cabida a una psicología histórica genuina. Pero algunas de las protestas y actos de rebelión más extremos en nuestra sociedad no pueden interpretarse como maniobras negociadoras en nombre de demanda alguna, ya sea vieja o nueva. Estas sólo pueden interpretarse dentro del sistema aceptado de nuestra ciencia social como un retorno a la ideología, y por ello como irracionales. Ahora bien, en el caso de algunas de las formas más grotescas y sangrientas de protesta, habrá bastante acuerdo; serán juzgadas irracionales por todos excepto por sus protagonistas. Pero dentro de las categorías aceptadas esta irracionalidad sólo puede comprenderse en términos de psicología individual: es la irrupción pública de la patología privada; no puede comprenderse como una enfermedad de la sociedad misma, una enfermedad que afecta sus significados constitutivos.24

24 Así Lewis Feuer en The Conflict of Generations (New York, 1969) intenta dar cuenta de las “percepciones erróneas de la realidad social” en el levantamiento estudiantil de Berkeley de 1968 en términos de un conflicto generacional (págs. 466-70), que a su vez encuentra su raíz en la psicología de la adolescencia y principio de la edad adulta. Sin embargo Feuer mismo en su primer capítulo señala el carácter comparativamente reciente de las generaciones políticas que se autodefinen, un fenómeno que data de la era postnapoleónica (pág. 33). Pero un intento adecuado de explicar este cambio histórico, que después de todo subyacía al levantamiento de Berkeley y muchos otros, creo yo tendría que llevarnos más 34

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Nadie puede pretender comenzar a tener una explicación adecuada de estos cambios importantes por los que está pasando nuestra civilización. Pero, en contraste con la incapacidad de una ciencia que permanece dentro de las categorías aceptadas, una ciencia hermenéutica del hombre que da cabida al estudio del significado intersubjetivo puede al menos comenzar a explorar senderos fecundos. Evidentemente la disciplina que era esencial a la civilización del trabajo y la negociación está comenzando a fallar. Las estructuras de dicha civilización, el trabajo interdependiente, la negociación, la adaptación mutua de los fines individuales, están comenzando a cambiar su significado para muchos y empiezan a ser sentidas no como normales y lo más adecuado para el hombre, sino como odiosas o vacías. Y no obstante estamos todos atrapados en estos significados intersubjetivos, en cuanto vivimos en esta sociedad, y en cierto sentido en forma más y más absoluta a medida que ella progresa. De ahí la virulencia y tensión de la crítica a nuestra sociedad, que siempre es en algún sentido real un autorrechazo, tal como nunca lo fue la antigua oposición socialista.

¿Por qué este conjunto de significados se ha deteriorado? Evidentemente, debemos aceptar que no han de entenderse por su valor aparente. La cultura de la negociación libre, productiva pretendía ser suficiente para el hombre. Si no lo fue, debemos suponer que mientras nos manteníamos fieles a ella tenía asimismo otros significados para nosotros que imponían esta fidelidad, que ahora han desaparecido.

Este es el punto de partida de una serie de hipótesis que intentan redefinir nuestro pasado a fin de volver inteligible nuestro presente y futuro. Podríamos pensar que la cultura productiva, de negociación brindaba en el pasado significados comunes (aun si no había lugar para ellos en su filosofía) y de ahí una base para la comunidad, que estaban esencialmente ligados a su ser en el proceso de construcción. Vinculaba a los hombres que podían, por ejemplo, verse a sí mismos como rompiendo con el pasado para construir una nueva felicidad en los Estados Unidos. Pero en todo lo esencial dicho futuro está construido; el concepto de un horizonte a ser alcanzado por una mayor producción futura (en contraste con la transformación social) raya en lo absurdo en los Estados Unidos contemporáneos. De repente el horizonte que era esencial para el sentido de un propósito significativo se ha derrumbado, lo que mostraría que, como tantos otros sueños basados en la Ilustración, la sociedad de la negociación libre, productiva sólo puede sustentar al hombre como una meta, no como una realidad.

O bien podemos contemplar este desarrollo en términos de identidad. Un sentido de construir su futuro a través de la civilización del trabajo puede sostener a los hombres mientras ellos se vean como habiendo dejado atrás un pasado de milenios de injusticia y penurias para crear condiciones cualitativamente diferentes para sus hijos. Todas las exigencias de una identidad humanamente aceptable se pueden satisfacer por este predicamento: una relación con el pasado (uno se eleva por encima de él,

allá del ámbito de la psicología individual a la psicohistoria, a un estudio del entrelazamiento del conflicto psicológico y los significados intersubjetivos. En la obra de Erik Erikson se ha bosquejado una variante de esta forma de estudio.

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pero lo preserva en la memoria folklórica), con el mundo social (el mundo interdependiente de hombres libres, productivos), con la tierra (la materia prima que espera que le den forma), con el futuro y la propia muerte (el monumento eterno en la vida de hijos prósperos), con lo absoluto (los valores absolutos de libertad, integridad, dignidad).

Pero en cierto momento los hijos no podrán mantener este impulso hacia el futuro. Este esfuerzo los ha colocado en un refugio de seguridad privada, dentro del cual están incapacitados de alcanzar y recuperar el contacto con las grandes realidades: sus padres sólo tienen un pasado negado, vidas que han estado orientadas completamente hacia el futuro; el mundo social está distante y carece de forma; más bien uno sólo puede insertarse en él ocupando su lugar en el monstruo productivo, orientado hacia el futuro. Pero esto ahora parece desprovisto de todo sentido; la relación con la tierra como materia prima es por ello experimentada como vacía y enajenante, pero recuperar una relación válida con la tierra es lo más difícil de lograr una vez que se la ha perdido; y no hay relación con lo absoluto cuando estamos atrapados en la red de sentidos que han muerto para nosotros. De ahí que pasado, futuro, tierra, mundo y absoluto están de una u otra manera obstruidos; y lo que tiene que surgir es una crisis de identidad de proporciones alarmantes.

Estas dos hipótesis se centran principalmente en la crisis de la civilización de los Estados Unidos, y quizá contribuirían a dar cuenta del hecho de que los Estados Unidos están en cierto sentido atravesando esta crisis antes que todas las demás naciones del Atlántico; no sólo porque es la más opulenta sino más bien porque se ha basado más plenamente en la civilización del trabajo que los países europeos que retuvieron algo de significados comunes más tradicionales.

Pero ellas también podrían ayudarnos a entender por qué la desavenencia es más severa entre los grupos que sólo han sido marginales en las sociedades de negociación opulentas. Estos han sufrido la mayor tensión de vivir en dicha civilización, mientras que su identidad era en cierto modo antitética a ella. Esto ocurre con los negros en los Estados Unidos y con la comunidad de canadienses francoparlantes, en cada caso de una manera diferente. Para muchos grupos inmigratorios la tensión también fue grande, pero se forzaron en superar los obstáculos y la nueva identidad está sellada con la sangre de los viejos, por así decirlo.

Pero para aquellos que no quisieron o no pudieron transformarse de tal modo, sino que siempre vivieron una vida de tensión a la defensiva, el derrumbe de la identidad poderosa, central provoca un profundo trastorno. Puede concebírselo como una liberación, pero al mismo tiempo es profundamente perturbador, porque se están modificando los parámetros básicos de la vida anterior y no están todavía las nuevas imágenes y definiciones para vivir una nueva identidad plenamente aceptable. En cierto sentido estamos en una situación en la que tiene que lograrse un nuevo pacto social (más bien el primer pacto social) entre estos grupos y aquellos con los que conviven, y nadie sabe dónde comenzar.

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En las últimas páginas he presentado algunas hipótesis que pueden parecer muy especulativas; y puede en efecto resultar que carezcan de fundamento, incluso de gran interés. Pero su objetivo era principalmente ilustrativo. Lo que sostengo en primer lugar es que sólo podemos llegar a vérnoslas con este fenómeno de derrumbe, tratando de comprender más clara y profundamente los significados comunes e intersubjetivos de la sociedad en la que hemos estado viviendo. Pues son éstos los que ya no nos sostienen, y para comprender este cambio necesitamos captar adecuadamente dichos significados. Pero esto no podemos hacerlo mientras permanezcamos en el ámbito de la ciencia social predominante, ya que no reconoce el significado intersubjetivo, y está forzada a contemplar los significados centrales de nuestra sociedad como si fueran el trasfondo ineludible de toda acción política. El derrumbe es de tal modo inexplicable en términos políticos; es un brote de irracionalidad que debe explicarse en último término apelando a alguna forma de enfermedad psicológica.

La ciencia predominante puede pues aventurarse al área explorada por las hipótesis anteriores, pero a su manera, forzando los hechos psicohistóricos de identidad dentro del sistema de una psicología individual, en resumen, reinterpretando todos los significados como subjetivos. El resultado podría ser una teoría psicológica de la desadaptación emocional, quizá remontándose a ciertas características del trasfondo familiar, análoga a las teorías de la personalidad autoritaria y la escala F californiana. Pero esto ya no sería una teoría política o social. Estaríamos renunciando al intento de comprender el cambio en la realidad social a nivel de sus significados intersubjetivos constitutivos.

IV

Puede argumentarse entonces que la ciencia social predominante se mantiene dentro de ciertos límites debido a sus principios categoriales, arraigados en la epistemología tradicional del empirismo; y, en segundo lugar, que estas restricciones son un serio obstáculo y nos impiden abordar importantes problemas de nuestro tiempo que deberían ser el objeto de las ciencias políticas. Necesitamos ir más allá de los límites de una ciencia basada en la verificación a una que estudie los significados intersubjetivos y comunes incorporados a la realidad social.

Pero esta ciencia sería hermenéutica en el sentido en el cual lo hemos desarrollado en este trabajo. No estaría basada en los datos brutos: sus datos más primitivos serían las lecturas de los significados, y su objeto tendría las tres propiedades arriba mencionadas: los significados son para un sujeto en un campo o campos; son además significados parcialmente constituidos por autodefiniciones, que ya son en este sentido interpretaciones, y que pueden de tal modo ser reexpresadas o explicitadas por una ciencia política. En nuestro caso, el sujeto puede ser una sociedad o comunidad; pero los significados intersubjetivos, tal como lo hemos visto, encarnan cierta autodefinición, una visión del agente y su sociedad, que es la de la sociedad o comunidad.

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Pero entonces surgirán las dificultades que preven los defensores del modelo de la verificación. Si estamos frente a una ciencia que no tiene datos brutos, que se apoya en lecturas, no puede sino moverse en un círculo hermenéutico. Una lectura dada de los significados intersubjetivos de una sociedad o de determinadas instituciones o prácticas puede parecer bien fundada, porque esclarece estas prácticas o el desarrollo de dicha sociedad. Pero la convicción de que da cuenta de esta historia está fundada a su vez en ulteriores lecturas relacionadas. De tal modo, lo que dije anteriormente acerca de la crisis de identidad, generada por nuestra sociedad, sólo tiene sentido y mantiene cohesión si se acepta esta lectura de los significados intersubjetivos de nuestra sociedad, y si se acepta esta lectura de la rebelión contra nuestra sociedad de parte de mucha gente joven (a saber la lectura en términos de crisis de identidad). Estas dos lecturas tienen sentido juntas, de modo que en cierta forma la explicación como totalidad se apoya en las lecturas, y las lecturas a su vez se refuerzan por la explicación como totalidad.

Pero si estas lecturas parecen poco plausibles o, aun más, si no son entendidas por nuestro interlocutor, no hay procedimiento de verificación al que podamos recurrir. Sólo podemos continuar ofreciendo interpretaciones: nos encontramos en un círculo interpretativo.

Pero el ideal de una ciencia de la verificación es encontrar un interés más allá de las diferencias de la interpretación. La intuición siempre será útil para el descubrimiento, pero no debería tener que desempeñar ningún papel en establecer la verdad de sus hallazgos. Puede considerarse que nuestras ciencias naturales han satisfecho este ideal. Pero una ciencia hermenéutica no puede evitar apoyarse en la intuición. Requiere que se tenga la sensibilidad y comprensión necesarias para ser capaz de hacer y comprender las lecturas mediante las cuales podemos explicar la realidad en cuestión. En física podríamos argumentar que, si alguien no acepta una teoría verdadera, entonces o bien no se le ha mostrado suficiente evidencia (de datos brutos) (quizá todavía no se disponga de lo suficiente) o no puede comprender y aplicar algún lenguaje formalizado. Pero en las ciencias del hombre que se conciben como hermenéuticas la no aceptación de una teoría verdadera o esclarecedora puede no proceder de ninguna de estas razones, más aún, es poco probable que se deba a una de ellas, sino más bien procede de un fracaso para captar el campo de significado en cuestión, una incapacidad de hacer y comprender lecturas de este campo.

En otras palabras, en una ciencia hermenéutica es indispensable cierto grado de intuición y esta intuición no puede ser comunicada mediante un acopio de datos brutos o mediante la iniciación en modos de razonamiento formal o alguna combinación de éstos. Es informalizable. Pero éste es un resultado escandaloso de acuerdo a la concepción autorizada de la ciencia en nuestra tradición, que es compartida aun por muchos de aquellos que se muestran sumamente críticos frente al enfoque de la psicología o sociología o ciencia política prevaleciente. Pues esto significa que éste no es un estudio del cual pueda ocuparse cualquiera, independientemente de su nivel de intuición; que algunas exigencias a la manera de: “si usted no entiende, sus

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intuiciones están erradas o son ciegas o inadecuadas” estarán justificadas; que algunas diferencias no serán arbitrables por una evidencia ulterior, sino que cada parte sólo puede recurrir a una intuición más profunda de parte de la otra. La superioridad de una posición sobre otra consistirá pues en esto, que desde la posición más adecuada se puede comprender la propia postura y la de nuestro opositor, pero no viceversa. Se sobreentiende que este argumento sólo puede tener peso para aquellos en la posición superior.

De tal modo, una ciencia hermenéutica se topa con un vacío en las intuiciones, lo que es la otra cara, por así decirlo, del círculo hermenéutico. Pero la situación es más grave que esto: pues este vacío está vinculado con nuestras opciones divergentes en la política y en la vida.

Hablamos de un vacío cuando algunos no pueden comprender el tipo de autodefiniciones que otros están proponiendo que subyacen a cierta sociedad o conjunto de instituciones. De tal modo, algunos pensadores de mentalidad positivista considerarán bastante ininteligible el lenguaje de la teoría de la identidad, y algunos pensadores no reconocerán ninguna teoría que no se adecue a las presuposiciones categoriales del empirismo. Pero las autodefiniciones no sólo son importantes para nosotros como científicos que tratamos de comprender alguna realidad social, quizá distante. En cuanto hombres somos seres que se definen a sí mismos, y somos parcialmente lo que somos en virtud de las autodefiniciones que hemos aceptado, no importa cómo hayamos llegado a ellas. Qué autodefiniciones entendemos y cuáles no está íntimamente ligado a las autodefiniciones que contribuyen a constituir lo que somos. Si bien es demasiado simple afirmar que sólo comprendemos una “ideología” a la que adherimos, es no obstante difícil negar que tenemos gran dificultad en captar definiciones cuyos términos estructuran el mundo de maneras que son totalmente diferentes de o incompatibles con las nuestras.

De ahí que la brecha en las intuiciones no divide simplemente diferentes posiciones teóricas, tiende también a dividir diferentes opciones fundamentales en la vida. Lo práctico y lo teórico están aquí unidos de manera inextricable. Puede ser que para comprender cierta explicación no debamos simplemente aguzar nuestras intuiciones, puede ser que debamos cambiar nuestra orientación —si no adoptando otra orientación, al menos viviendo la propia de una manera que permita una mayor comprensión de los demás. De tal modo, en las ciencias del hombre, en la medida en que son hermenéuticas, puede haber una respuesta válida a “no comprendo” que toma la forma de no sólo “desarrolla tus intuiciones”, sino más radicalmente “cambia”. Esto pone fin a cualquier aspiración a una ciencia del hombre libre de valores o “libre de ideología”. Un estudio de la ciencia del hombre es inseparable de un examen de las opciones entre las cuales los hombres tienen que elegir.

Esto significa que podemos hablar aquí no sólo de error sino de ilusión. Hablamos de “ilusión” cuando estamos tratando algo de mayor envergadura que el error, un error que en cierto sentido construye una realidad ficticia por su cuenta. Pero los errores de la interpretación del significado, que son

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asimismo autodefiniciones de aquellos que interpretan y por lo tanto moldean sus vidas, son más que errores en este sentido: están sustentados por ciertas prácticas de las cuales son constitutivos. No deja de ser plausible escoger como ejemplos dos ilusiones difundidas de nuestra sociedad presente. Una de ellas es la de los defensores de la sociedad negociadora que no pueden reconocer otra cosa que maniobras negociadoras o locura en aquellos que se rebelan contra esta sociedad. Aquí el error está sustentado por las prácticas de la cultura negociadora, dándosele una semblanza de realidad al rehusar a tratar cualquier protesta en otros términos; de ahí que adquiera la realidad más esencial de ilusión. El segundo ejemplo lo brinda gran parte de la actividad “revolucionaria” en nuestra sociedad, que en su búsqueda desesperada de un modo alternativo de vida, aparenta ver su situación como la de una guerrilla andina o campesinos chinos. Si esto se vive, pasa del estadio de error risible a ilusión trágica. Una de las ilusiones no puede reconocer la posibilidad de la variación humana, la otra no puede ver límite alguno a la capacidad del hombre de transformarse. Ambas vuelven imposible una ciencia válida del hombre.

Frente a todo esto, podríamos estar tan escandalizados por la perspectiva de semejante ciencia hermenéutica que desearíamos volver al modelo de la verificación. ¿Por qué no podemos concebir nuestra comprensión del significado como parte de la lógica del descubrimiento, como lo sugieren los empiristas lógicos para nuestras intuiciones incapaces de ser formalizadas, y no obstante fundar nuestra ciencia en la exactitud de nuestras predicciones? Nuestra comprensión intuitiva de los significados intersubjetivos de nuestra sociedad servirá entonces para elaborar hipótesis fructíferas, pero la prueba de esto se encontrará en el grado en que nos posibilite predecir.

La respuesta es que si los puntos de vista epistemológicos que subyacen a la ciencia de la interpretación son correctos, tal predicción exacta es radicalmente imposible, por tres razones en orden ascendente de importancia.

La primera es el bien conocido predicamento del “sistema abierto”, un predicamento que comparten la vida humana y la meteorología, que afirma que no podemos resguardar cierta esfera de los sucesos humanos, psicológicos, económicos, políticos, de la interferencia externa: resulta imposible delinear un sistema cerrado.

La segunda, más fundamental, es que si hemos de comprender a los hombres a través de una ciencia de la interpretación, no podemos lograr el grado de fina exactitud de una ciencia basada en los datos brutos. Los datos de las ciencias naturales admiten la medición hasta virtualmente cualquier grado de exactitud. Pero las diferentes interpretaciones no pueden juzgarse de esta manera. Al mismo tiempo matices diferentes de interpretación pueden llevar a diferentes predicciones en algunas circunstancias, y estos diferentes resultados pueden crear a la larga futuros de amplia variación. De ahí que sea sumamente fácil errar en el blanco.

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Pero la tercera razón y la razón más fundamental de la imposibilidad de una firme predicción es que el hombre es un animal que se define a sí mismo. Los cambios en su autodefinición van acompañados por cambios en lo que es el hombre, tal que ha de entendérselo en términos diferentes. Pero las mutaciones conceptuales en la historia humana pueden producir y frecuentemente lo hacen redes conceptuales que son inconmensurables, o sea, en las cuales los términos no pueden definirse en relación con un estrato común de expresiones. Los conceptos completamente diferentes de la negociación en nuestra sociedad y en algunas sociedades primitivas nos brindan un ejemplo de esto. Cada uno será comentado en términos de prácticas, instituciones, ideas en cada sociedad que no tienen nada correspondiente a ellas en la otra.

El éxito de la predicción en las ciencias naturales está ligado al hecho de que todos los estados del sistema, pasados y futuros, pueden describirse en el mismo espectro de conceptos, como valores, digamos, de las mismas variables. De ahí que todos los estados futuros del sistema solar pueden caracterizarse, lo mismo que lo han sido los pasados, a través del lenguaje de la mecánica newtoniana. Esto está lejos de ser una condición suficiente de predicción exacta, pero es una condición necesaria, en el sentido de que sólo si el pasado y el futuro se integran en la misma red conceptual se pueden comprender los estados de este último como alguna función de los estados del primero, y a partir de esto predecir.

Esta unidad conceptual está viciada en las ciencias del hombre por el hecho de la innovación conceptual que, a su vez, altera la realidad humana. Los términos mismos mediante los cuales el futuro habrá de ser caracterizado, si hemos de comprenderlo debidamente, no son todos ellos accesibles a nosotros en la actualidad. Por ello nos encontramos con sucesos tan radicalmente incalculables como la actual cultura de la juventud, la rebelión puritana de los siglos dieciséis y diecisiete, el desarrollo de la sociedad soviética, etcétera.

Por lo tanto resulta mucho más fácil comprender a continuación del hecho que predecir. La ciencia humana es en gran medida una comprensión ex post. A menudo tenemos la impresión de un cambio inminente, de alguna gran reorganización, pero nos sentimos impotentes para aclarar en qué consistirá: nos falta el vocabulario. Pero hay una clara asimetría en esto, que no existe (o se supone que no existe) en la ciencia natural, en la cual se afirma que los sucesos se predicen a partir de la teoría con exactamente la misma facilidad con la cual se explican los sucesos pasados y por exactamente el mismo proceso. En las ciencias humanas esto no ocurrirá nunca.

Por supuesto, nos esforzamos ex post en comprender los cambios y para hacerlo tratamos de desarrollar un lenguaje en el cual podamos situar las redes inconmensurables de los conceptos. Podemos ver el surgimiento del Puritanismo, por ejemplo, como un desplazamiento en la actitud del hombre hacia lo sagrado; y de este modo, contamos con un lenguaje en el cual podemos expresar ambas actitudes —la más temprana católica

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medieval y la rebelión puritana— como “glosas” acerca de este término fundamental. Contamos así con un lenguaje a través del cual hablar de la transición. Pero piensen cómo lo adquirimos. Esta categoría general de lo sagrado se adquiere no sólo a partir de nuestra experiencia del cambio que sobrevino con la Reforma, sino a partir del estudio de la religión humana en general, incluyendo la religión primitiva, y con la imparcialidad que se alcanzó con la secularización. Sería concebible pero impensable que un católico medieval pudiera tener esta concepción —y lo mismo vale para un puritano. Estos dos protagonistas sólo tenían un lenguaje de condena mutua: “hereje”, “idólatra”. El lugar para tal concepto fue adquirido por cierta manera de vivir lo sagrado. Después de que ha ocurrido un gran cambio y el trauma ha sido reabsorbido es posible intentar comprenderlo, porque uno ahora dispone del nuevo lenguaje, el mundo de significado transformado. Pero una predicción categórica previa simplemente lo convierte a uno en hazmerreír. Realmente el hecho de ser capaz de predecir el futuro equivaldría a haber explicitado tan claramente la condición humana que uno ya habría adquirido toda innovación y transformación cultural. Esto difícilmente cabe dentro de los límites de lo posible.

A veces los hombres muestran una presciencia sorprendente: el mito de Fausto, por ejemplo, que es tratado varias veces al comienzo de la era moderna. Hay una especie de profecía aquí, una premonición. Pero lo que caracteriza estos estallidos de previsión es que ven oscuramente a través de un vidrio, ya que ven en términos del lenguaje antiguo: Fausto vende su alma al diablo. No son en ningún sentido predicciones categóricas. La ciencia humana mira hacia atrás. Es ineludiblemente histórica.

Hay pues buenas razones, tanto en argumentos epistemológicos como atendiendo a su mayor fecundidad, para optar por las ciencias hermenéuticas del hombre. Pero no podemos ocultar a nuestros ojos en qué medida esta opinión rompe con ciertos conceptos de uso corriente acerca de nuestra tradición científica. No podemos medir tales ciencias enfrentándolas a las exigencias de una ciencia de la verificación: no podemos juzgarlas por su capacidad de predicción. Tenemos que aceptar que están basadas en intuiciones que no comparten todos y, lo que es peor, que estas intuiciones están íntimamente ligadas a nuestras opciones fundamentales. Estas ciencias no pueden ser libres de valores (wertfrei): son ciencias morales en un sentido más radical de lo que lo entendió el siglo dieciocho. Finalmente, su prosecución satisfactoria requiere un alto grado de autoconocimiento, una libertad respecto de la ilusión, en el sentido del error que se arraiga y expresa en nuestro modo de vivir: pues nuestra incapacidad de comprender está arraigada en nuestra propia autodefinición, por lo tanto en lo que somos. Decir esto no es decir nada nuevo: Aristóteles señala algo similar en el Libro I de su Ética. Pero sigue siendo algo radicalmente escandaloso y no asimilable para la tendencia predominante de la ciencia moderna.

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