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www.megustaleer.com (c) Random House Mondadori, S. A.

Sherrilyn Kenyon se ha convertido, gracias a su serie de

los Cazadores Oscuros, en un auténtico fenómeno en Esta-

dos Unidos. Cada nueva entrega de esta saga entra en los

primeros puestos de las listas de los libros más vendidos de

The New York Times, Publishers Weekly y USA Today. Con

esta serie, que se ha traducido ya a veintiocho idiomas y de la

que hay diecisiete millones de ejemplares impresos en todo el

mundo, Sherrilyn Kenyon ha creado un universo mítico, cau-

tivador, singular y único. Su web, www.dark-hunter.com,

recibe más de diez millones de visitas mensuales.

Sherrilyn Kenyon vive en las afueras de Nashville. Cono-

ce bien a los hombres: creció entre ocho hermanos, está

casada y tiene tres hijos varones. Para combatir el exceso

de testosterona a su alrededor cuenta con la mejor arma, el

sentido del humor.

Hasta la fecha se han publicado en España once novelas de

los Cazadores Oscuros: Un amante de ensueño, Placeres

de la noche, El abrazo de la noche, Bailando con el diablo,

El beso de la noche, El juego de la noche, Disfruta de la

noche, Pecados de la noche, Desnuda la noche, La cara

oscura de la luna y El cazador de sueños.

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Biblioteca

SHERRILYN KENYON

Desnuda la noche

Traducción de

Ana Isabel Domínguez Palomo yMaría del Mar Rodríguez Barrena

www.megustaleer.com (c) Random House Mondadori, S. A.

Título original: Unleash the Night

Primera edición en Debolsillo: febrero, 2010

© 2006, Sherrilyn Kenyon© 2006, Sherrilyn Kenyon, por el glosario© 2009, Random House Mondadori, S. A.© Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona© 2009, Ana Isabel Domínguez Palomo y María del Mar

Rodríguez Barrena, por la traducción

Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajolos apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o par-cial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electró-nico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otraforma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escritode los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español deDerechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita fotocopiaro escanear algún fragmento de esta obra.

Printed in Spain – Impreso en España

ISBN: 978-84-9908-210-3 (vol. 793/9)Depósito legal: B-1067-2010

Compuesto en Anglofort, S. A.

Impreso en Litografia Rosés, S.A.Progrés, 54-60. Gavà (Barcelona)

P 8 8 2 1 0 3

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Limani

En el interior de los hombres y de las bestias reside el deseo eter-no de hallar un puerto seguro. Un lugar donde refugiarse de laspersecuciones y donde se esté libre de peligro. Sin embargo, mu-cho tiempo atrás no existía tal lugar para aquellos que eran hom-bre y bestia a la vez. Para aquellos que caminaban a cuatro patasdurante el día y sobre dos piernas durante la noche.

Todos los perseguían y no había ningún refugio para ellos.Su historia, como todas las historias, tiene un comienzo. Un

comienzo durante el cual el amor eterno se tornó en una maldi-ción. Hace miles de años hubo un rey griego cuya reina lo eratodo para él. Pero su reina guardaba un oscuro secreto. Porquela suya era una estirpe maldita.

Más de dos mil años antes de su nacimiento, su gente cometióun trágico error. Asesinaron a la amante y al hijo del dios griegoApolo. En venganza por su muerte, el dios lanzó tres maldicionessobre la estirpe de la reina. Tendrían que beber la sangre de sus se-mejantes para sobrevivir. Jamás podrían volver a caminar bajo laluz del sol. Pero la tercera maldición fue la peor: todos morirían deforma lenta y dolorosa el día de su vigésimo séptimo cumpleaños.

La maldición del dios demostró ser cierta y la joven reina seconvirtió dolorosamente en polvo el mismo día que cumplióveintisiete años. Incapaz de hacer algo para detener el proceso,el rey la vio morir mientras lo llamaba a gritos. Cuando ella sefue, comprendió que sus dos hijos estaban abocados a sufrir elmismo y aciago destino que había sufrido su madre.

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Incapaz de enfrentarse a la pérdida de sus dos vástagos, el reyrecurrió a la magia para alargar sus vidas. Reunió a los miembrosde la estirpe de su mujer, llamados apolitas, y experimentó conellos los más oscuros hechizos. Tras unir su fuerza vital humanacon la de las razas animales más fuertes, creó dos razas. Los ar-cadios, poseedores de un corazón humano, y los katagarios, po-seedores de un corazón animal.

Los arcadios eran, en esencia, humanos capaces de adoptarforma animal una vez que alcanzaban la pubertad, aconteci-miento que se producía alrededor de los veinticinco años. Loskatagarios eran animales capaces de adoptar forma humana unavez que alcanzaban la pubertad, prácticamente al mismo tiempoque los arcadios. Dos caras de la misma moneda. Dos especiesnacidas con la capacidad de emplear la magia y de viajar a travésdel tiempo en las noches de luna llena.

A la postre, la maldición del dios griego dejó de afectar aaquellos apolitas que habían sido transformados en hombres yanimales. Puesto que no eran verdaderos apolitas, la maldiciónde Apolo no tenía ningún efecto sobre ellos. O eso creyó el reyhasta que la antigua deidad trasladó sus quejas a las Moiras.

—¿Quién eres tú para frustrar los designios de un dios?—exigieron saber estas al unísono.

El rey contestó de forma desafiante:—Tal como habría hecho cualquier padre merecedor de ese

nombre, he protegido a mis hijos. Nadie les arrebatará la vida deforma innecesaria por un acto en el que no participaron.

Sin embargo, su respuesta no las satisfizo. La arrogancia delrey las enfureció. ¿Cómo se atrevía a buscar el modo de alterarel destino de los apolitas con los que había experimentado? Comocastigo le exigieron matar a los arcadios y a los katagarios, comen-zando por sus propios hijos.

El rey se negó.—En ese caso, jamás habrá paz entre ellos —decretaron las

Moiras—. De ahora en adelante, entre arcadios y katagarios solohabrá disputas. Se perseguirán y se matarán hasta que no quedeni un solo miembro de su estirpe.

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Y así ha sido durante miles de años. Los arcadios han matadoa los katagarios que, a su vez, han matado a los arcadios. Su gue-rra prosigue hoy en día…

Y así seguirá.Sin embargo, tal como sucede en todas las guerras, en algu-

nos momentos se necesitaban breves treguas. Savitar, mediadorimparcial entre arcadios y katagarios, estableció los limani osantuarios, donde tanto katagarios como arcadios podían verselibres de la persecución. En esos lugares podían descansar untiempo antes de reunirse con los suyos y retomar la lucha.

Lograr que un lugar sea designado santuario no es fácil; pero,en cuanto se consigue, ni hombres ni bestias pueden quebrantarlas normas del limani. No sin arriesgarse a sufrir la ira de arca-dios y katagarios por igual.

Regentar un santuario es un honor sagrado y, al mismo tiem-po, una enorme responsabilidad. La paz siempre exige un sacri-ficio. Y pocos han sacrificado tanto como el clan oso que regen-ta el santuario de Nueva Orleans…

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«La ley, al igual que la vida, es una sucesión de pruebas…»Las palabras que aparecían en su libro de texto resonaron en la

cabeza de Marguerite D’Aubert Goudeau y conjuraron la fraseque solía repetir Nick Gautier, su amigo y compañero de estudios:«Claro, tío. La vida es una puta prueba a la que sobrevives o enla que fracasas. Como soy de los que creen que el fracaso es unamierda, tengo toda la intención de sobrevivir y de partirme el culoa costa de los perdedores».

Una triste sonrisa asomó a sus labios cuando el dolor le atra-vesó el corazón. Recordaba perfectamente a Nick y su sarcásti-ca visión de la vida, el amor, la muerte y demás vicisitudes. Eraun hacha para sacarse frases lapidarias de la manga.

¡Dios, cuánto lo echaba de menos! Era lo más parecido a unhermano que había tenido, y no pasaba un día sin que sintiera sufalta en lo más profundo del alma.

Seguía sin creer que hubiera muerto. Que un día, hacía justa-mente seis meses, su madre, Cherise Gautier, fuera halladamuerta en su casa de Bourbon Street y que Nick desaparecie-ra misteriosamente sin dejar rastro. Las autoridades de NuevaOrleans estaban convencidas de que él la mató.

Pero ella sabía que no.Nadie podía querer tanto a su madre como la quería Nick. Si

Cherise Gautier estaba muerta, Nick también lo estaba. Nadiepodría haberle hecho daño sin enfrentarse a su furia. Absoluta-mente nadie.

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Estaba convencida de que había ido a por quien la había ma-tado y había acabado muerto. Probablemente estuviera en elfondo de algún pantano. Por eso nadie había vuelto a verlo des-de entonces. Y eso le destrozaba el corazón. Nick había sido unbuen hombre, un protector nato. Un tipo que inspiraba con-fianza y que sabía divertirse.

Había sido un soplo de aire fresco y una maravillosa bocana-da de realidad en su estirado mundo, donde no podía decirse nihacerse nada mal. Por eso quería recuperar a su amigo con tantadesesperación.

Como al mismo Nick le diría, su vida era una mierda. Sus ami-gos eran superficiales, su padre era un neurótico obsesionadocon investigar el pasado y la familia de cualquier chico en el quela creía interesada. A sus ojos, ninguno era aceptable desde elpunto de vista social. Peor aún, todos eran inferiores.

Odiaba esa expresión con toda su alma.«Tienes un destino que cumplir, Marguerite.»Claro, estaba destinada a acabar encerrada en un manicomio

o a pasarse sola el resto de su vida para que no pudiera avergon-zar de ninguna manera a su padre o a su familia.

Suspiró cuando volvió a clavar la vista en su libro de derechoy sintió las ya familiares lágrimas en los ojos. A Nick nunca lehabía gustado estudiar en la biblioteca.

Cuando estaba en su grupo de estudio, solían reunirse en casade Nick cuatro días a la semana.

Pero esos días habían llegado a su fin y lo único que le que-daba eran chicos presuntuosos que solo se sentían bien consigomismos rebajando a los demás.

—¿Estás bien, Margaux?Carraspeó al escuchar la pregunta de Elise Lenora Berwick.

Elise era una rubia alta con un cuerpo perfecto. Perfectamenteoperado, claro. A sus veinticuatro años, ya había pasado porseis operaciones de cirugía estética para corregir minúsculas im-perfecciones. En el instituto Elise fue la debutante estrella deNueva Orleans, y en ese momento era la reina de la belleza de laUniversidad de Tulane.

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Eran amigas desde el colegio. De hecho, fue Elise quien orga-nizó el grupo de estudio tres años atrás. A Elise nunca le habíagustado hincar los codos, de modo que se le ocurrió hacer ungrupo de estudio para que la ayudaran a aprobar las asignaturas.Aunque a ella no le importaba en lo más mínimo. En realidadadmiraba su ingenio y le gustaba observarla mientras manipula-ba a los demás para salirse con la suya.

Solo Nick y ella habían descubierto a la verdadera Elise. Aligual que ella, Nick era inmune a las maquinaciones de la rubia.Pero no pasaba nada. De no ser por Elise, jamás habría entabla-do una relación tan estrecha con Nick, y eso sí que habría sidouna verdadera tragedia.

Sin Nick, el grupo estaba compuesto por Elise, Todd Mid-dleton Chatelaine, Blaine Hunter Landry, Whitney Logan Tra-han y ella. Y eso era lo que más le dolía.

¿Por qué no estás aquí, Nick? Ahora mismo me vendría muybien tu sentido del humor, pensó.

Jugueteó con las hojas del libro mientras recordaba la imagende Nick.

—Estaba pensando en Nick. Le encantaba esta jerga legal.—Y tanto que le gustaba —dijo Todd al tiempo que levanta-

ba la cabeza. Era un chico moreno y guapo, con el pelo muy cor-to. Llevaba un carísimo jersey rojo de Tommy Hilfiger y unoschinos—. Si no hubiera sido un delincuente de dudosa proce-dencia, podría haberle hecho la competencia a tu padre algúndía, Margaux.

Intentó disimular lo mucho que odiaba el diminutivo que in-sistían en utilizar. Parecían convencidos de que su relación eramás especial si la llamaban de una manera distinta a los demás.Pero la verdad era que prefería el simple «Maggie» que solo uti-lizaba Nick. Aunque, cómo no, era un apodo demasiado vulgarpara alguien que procedía de una familia tan refinada como lasuya. A su padre le habría dado un ataque si hubiera llegado a es-cucharlo de boca de Nick.

Pero ella lo prefería. Encajaba muchísimo mejor con su as-pecto y con su personalidad que «Marguerite» o «Margaux».

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Ya nadie volvería a llamarla Maggie…Un dolor abrumador le inundó el corazón. ¿Cómo era posi-

ble que doliera tanto?—Sigo sin creerme que no esté aquí —susurró al tiempo que

parpadeaba para no llorar. Una parte de sí misma seguía espe-rando que apareciera por la puerta con esa sonrisa traviesa en loslabios y una bolsa de beignets en la mano.

Pero no lo haría. Jamás.—De buena nos libramos —dijo Blaine con desdén mientras

se echaba hacia atrás en la silla. Con su metro ochenta, su cuer-po atlético y su pelo negro, Blaine se consideraba un regalo caí-do del cielo para las mujeres. Su familia era rica y tenía buenoscontactos, cosa que le había dado unos aires de grandeza desme-surados.

Además, odiaba a Nick porque jamás había pasado por altosu esnobismo y le había dicho un par de verdades en alguna queotra ocasión.

—Estás cabreado porque siempre sacaba mejores notas quetú en los exámenes —replicó, echando chispas por los ojos.

Blaine torció el gesto.—Copiaba.Sí, claro. Todos sabían que era mentira. Nick era muy inteli-

gente. Aunque era vulgar y en ocasiones hasta grosero en sus co-mentarios, se había ganado su amistad y la había ayudado conalgunas asignaturas a espaldas del grupo de estudio. De no serpor él, habría suspendido Historia Antigua, una asignatura im-partida por el profesor Julian Alexander, que había sido su tutor.

Todd cerró el libro y lo apartó.—No sé… Creo que deberíamos hacer algo para despedirnos

oficialmente de Nick. Al fin y al cabo, formaba parte del grupo.Blaine resopló.—¿Y qué se te ha ocurrido? ¿Que quememos una barrita de

incienso para eliminar su peste?Whitney le dio una palmadita en la pierna.—Ya vale, Blaine. Estás disgustando a la pobre Margaux. Ella

consideraba a Nick su amigo.

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—No me entra en la cabeza, la verdad.Eso hizo que se tensara y que lo mirase con los ojos entre-

cerrados.—Nick era agradable y se preocupaba por la gente. —A dife-

rencia de ellos. Nick no era presuntuoso ni distante. Tenía lospies en el suelo y se preocupaba por las personas con indiferen-cia de sus familias o de sus fortunas.

Era un ser humano.—Ya sé lo que vamos a hacer —dijo Elise, que también cerró

su libro—. ¿Por qué no vamos al sitio ese del que no dejaba dehablar? Ya sabéis, donde trabajaba su madre.

—¿El Santuario? —Blaine parecía asqueado. Era la primeravez que veía a un hombre hacer un mohín semejante. Elvis se ha-bría muerto de envidia—. Tengo entendido que está al otro ladodel Barrio Francés. ¡Qué vulgar!

—Me gusta la idea —dijo Todd mientras guardaba el libro ensu mochila de marca—. Me encanta darme un chapuzón en losbajos fondos.

Blaine lo miró con sorna.—Ya me lo habían dicho, Todd. Es la maldición de los nuevos

ricos.Todd le devolvió la mirada sin pestañear.—Vale, quédate aquí sentado para que no nos quiten el sitio,

a ver si el culo se te acaba poniendo del mismo tamaño que elego. —Se puso en pie y la miró—. Creo que deberíamos despe-dirnos de nuestro no tan estimado compañero, y ¿qué mejormanera de hacerlo que beber garrafón en su bar preferido?

Blaine puso los ojos en blanco.—No me extrañaría que pillaseis hepatitis.—No creo—dijo Whitney. Aunque miró a Todd con un bri-

llo atemorizado en sus ojos azules—. ¿Verdad?—No —contestó ella con voz tajante mientras guardaba sus

libros—. Blaine es un cobarde.El susodicho la miró con una ceja enarcada.—Ni hablar. Lo que pasa es que mi árbol genealógico es per-

fecto y no me apetece mezclarme con la chusma.

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Levantó la barbilla al escuchar ese golpe bajo. Todos sabíanque su madre era cajún, nacida en Slidell, y que estaba muy pordebajo de su padre desde el punto de vista social. Aunque habíaido a la universidad gracias a una beca y había sido Miss Luisia-na, su matrimonio fue un gran escándalo.

Al final ese desastre fue lo que la condujo a la muerte.Solo un cerdo le soltaría a la cara algo así.—Tu gilipollez sí que es perfecta… —replicó entre dientes al

tiempo que se levantaba. Metió el libro con fuerza en su mochi-la de Prada—. Nick tenía razón, eres un gallina cascarrabias y loque necesitas es que alguien te dé una buena hostia.

Las chicas se quedaron de piedra al escucharla, pero Todd seechó a reír.

Blaine adquirió un interesante tono rojo.—Me encanta esa chispa cajún —le aseguró Todd mientras se

colocaba a su lado—. Vamos, Margaux, estaré encantado de pro-tegerte. —Miró a las otras dos—. ¿Os venís?

Whitney parecía una niña a punto de rebasar su hora de irse ala cama.

—A mis padres les daría algo si supieran que me he metido enun antro. Contad conmigo.

Elise también asintió con la cabeza.Miraron a Blaine, que resopló con desdén.—Cuando os estéis retorciendo por la disentería, recordad

quién hizo de voz de la razón.—El doctor Blaine, residente especialista —replicó ella, col-

gándose la mochila—. Ya te hemos entendido.A juzgar por su expresión, supo que estaba deseando devol-

vérsela, pero las buenas maneras y el sentido común lo detuvie-ron. No era muy sensato insultar dos veces a la hija de un senadorde Estados Unidos si se tenía pensado conseguir un puesto debecario con dicho senador al llegar el otoño.

Y eso fue lo que hizo que Blaine se uniera al grupo cuandoecharon a andar hacia el todoterreno de Todd.

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—¡Madre del amor hermoso! —exclamó Whitney en cuan-to entraron en el famoso bar de moteros conocido como el San-tuario.

Ella también estaba contemplando con los ojos como pla-tos el oscuro interior, que parecía necesitar una buena limpie-za después de todo. El estilo de la clientela era variopinto, des-de el cuero típico de los moteros a los vaqueros y camisetas demanga corta. Las sillas y mesas ni siquiera combinaban. El es-cenario estaba pintado de negro con parches grises, rojos yblancos; y las mesas de billar parecían haber sobrevivido a va-rias peleas.

Incluso había serrín esparcido por el suelo, lo que le recordóa las tabernas de las películas de vaqueros.

La barra, situada a su derecha, estaba atestada de tíos de as-pecto rudo que bebían cerveza y se hablaban a gritos. Había unaescalera de madera que llevaba a una zona elevada, pero desdeabajo no se veía lo que pasaba allí arriba. «Nada bueno» fue loprimero que se le ocurrió. Allí arriba no podía pasar nada bueno.

El lugar era definitivamente vulgar.Sin embargo, le resultó muy curioso la gran cantidad de tíos

buenos que trabajaban allí. Estaban por todas partes. Detrás dela barra, sirviendo mesas, de porteros… Nunca había visto nadaparecido. Era un banquete de testosterona.

Elise se inclinó hacia ella y le susurró al oído:—Creo que he muerto y he ido al cielo. ¿Has visto alguna vez

tantos tíos buenos juntos?Solo atinó a negar con la cabeza. Era increíble. Era raro que la

prensa no se hubiera enterado y hubiera enviado un equipo detelevisión a investigar si había algo en el agua para conseguir talconcentración de especímenes superiores.

Incluso Whitney estaba con la boca abierta y era incapaz deapartar la vista.

—¿Qué es esa música? —preguntó Blaine con cara de asco alescuchar la nueva canción que sonaba por los altavoces.

—¡Creo que se llama heavy metal! —gritó Todd para hacerseoír por encima del solo de guitarra.

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—Pues yo la llamaría «ensordecedora» —dijo Whitney—.¿De verdad que Nick venía por aquí?

Ella asintió con la cabeza. A Nick le encantaba ese bar. Se ha-bía pasado horas contándole cosas del lugar y de las personas tanraras que lo consideraban su casa.

—Según él, hacen las mejores salchichas andouille del mundo.Blaine resopló.—Lo dudo mucho.Todd señaló con la cabeza una mesa libre situada al fondo.—Creo que deberíamos sentarnos y tomarnos algo a la me-

moria de Nick. De todas maneras, solo se vive una vez.—Si bebes de estos vasos, es posible que no sobrevivas a esta

noche —soltó Blaine. No parecía muy entusiasmado mientrasseguían a Todd hacia la mesa y se sentaban.

Ella se quitó la mochila del hombro y sacó el bolso antes decolocarla debajo de la mesa. Acto seguido, colgó el bolso del res-paldo de la silla y se sentó. El lugar era muy ruidoso, pero no lecostaba nada imaginarse a Nick allí. Había algo en ese sitio quele recordaba a él. Además de la decoración tan hortera, claro.Siempre había pensado que vestía en plan hortera a propósito,para picar a la gente.

Para ella, ese era uno de sus rasgos más encantadores. Porqueera la única persona que conocía que pasaba por completo de laopinión de los demás. Nick era Nick, y si no te gustaba, ya po-días largarte por donde habías llegado.

—¿Os pongo algo, chicos?Cuando levantó la vista, vio a una rubia despampanante que

parecía tener su misma edad. Llevaba unos vaqueros ajustadosy una diminuta camiseta con el logotipo del bar, que era unamoto aparcada en una colina y recortada contra la luna llena.Bajo el logotipo se leía:El Santuario, hogarde losHowlers.

Blaine se la comió con los ojos pero ella pasó por completodel tema.

—Sí, Westvleteren 8 para todos.La camarera frunció el ceño al escuchar la marca de cerveza

y luego ladeó la cabeza como si quisiera agudizar el oído.

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—¿Cómo has dicho?Blaine adoptó su archiconocido mohín desdeñoso y empleó

la voz exasperada que siempre utilizaba para hablar con gente a laque consideraba tonta.

—Es cerveza belga, guapa. Por favor, dime que al menos tesuena.

La camarera lo fulminó con la mirada.—Chaval, nací en Bruselas. Si no recuerdo mal, estamos en

Estados Unidos, no en Bélgica, así que ya puedes ir pidiendouna cerveza americana o te traigo un vaso de agua para que pue-das quedarte sentadito y comportarte como un pijo hasta que tehartes, ¿vale?

Blaine parecía a punto de estrangularla.—¿Sabe el gerente que tratas a los clientes de esta manera?La camarera lo miró con una mueca burlona y desdeñosa.—Si quieres hablar con mi madre (la propietaria de este bar),

con mi hermano (que lo dirige y para el que soy la niña de susojos) o con mi padre (a quien le encanta patear culos a diestroy siniestro), sobre cómo te he tratado, dímelo y voy a por cual-quiera de ellos ahora mismito. Sé que les encantará perder eltiempo contigo. Son muy comprensivos…

—Yo tomaré una Bud Light, gracias —dijo ella, conteniendouna carcajada. No conocía a la chica, pero comenzaba a caerle bien.

La camarera le guiñó el ojo con complicidad antes de anotarel pedido en la libreta.

—Yo también —dijo Todd.Whitney y Elise también pidieron lo mismo.Los tres se giraron hacia Blaine y esperaron a que soltara otro

exabrupto.—La mía que venga sin abrir, con una servilleta y un abridor.La camarera volvió a ladear la cabeza, esta vez con un brillo

malicioso en los ojos.—¿Qué pasa? ¿Tienes miedo de que escupa dentro, chavalote?Todd se echó a reír.Antes de que Blaine pudiera responder, la rubia se alejó de

la mesa.

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No obstante, la sonrisa que Marguerite estaba esbozandodesapareció al sentir algo extraño… Se le erizó el vello de la nuca.Era como si alguien la estuviera observando.

Atentamente.De forma amenazadora.Volvió la cabeza y ojeó la multitud en busca de la causa de su

incomodidad. Pero no encontró nada. Nadie parecía prestarlesatención.

Había varios grupos de moteros jugando al billar. Un mon-tón de turistas y de moteros a su alrededor. Incluso había ungrupo de siete hombres jugando al póquer en un rincón. Unoscuantos camareros se movían entre la barra y las mesas llevandola comida y las bebidas y otros dos atendían la barra.

Nadie la estaba mirando.Estaré imaginándome cosas, se dijo.Al menos eso fue lo que pensó hasta que vio en un rincón a

un hombre que parecía tener la vista clavada en ella. Llevaba unaholgada camisa blanca por fuera del pantalón, medio oculta porun sucio delantal blanco, y unos vaqueros negros que habían vi-vido mejores tiempos. Era uno de los ayudantes que se ocupa-ban de limpiar las mesas, pero en ese momento estaba parado.Tenía la camisa arremangada hasta la mitad del brazo. En el iz-quierdo llevaba un colorido tatuaje que no consiguió distinguirdesde tan lejos.

No le veía la cara, ya que la melena rubia oscura le cubría casitodo el rostro y le tapaba los ojos. El pelo le llegaba por debajode los hombros. A decir verdad, no sabía adónde miraba, perosu instinto le decía que la estaba observando.

Tenía un aura oscura y peligrosa. Feroz. Casi siniestra.Se frotó el cuello con nerviosismo, deseando que el tipo regre-

sara de nuevo al trabajo.—¿Pasa algo? —preguntó Blaine.—No —se apresuró a responder con una sonrisa. Si men-

cionaba algo, sin duda alguna montaría una escena y conse-guiría que despidieran al pobre muchacho, y seguramentenecesitaba el trabajo—. Estoy bien. —Pero la sensación no la

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abandonó. Además, era tan intensa y salvaje que la ponía muynerviosa.

Wren ladeó la cabeza mientras miraba a esa desconocida que pa-recía tan fuera de lugar que no entendía cómo había acabado enel bar. Irradiaba sofisticación y dinero por todos los poros de sucuerpo. Esa no formaba parte de la clientela habitual.

También era evidente que su intenso escrutinio la incomoda-ba. Aunque eso le sucedía a todo el mundo, razón por la queapenas establecía contacto visual con la gente. Hacía muchoque había aprendido que nadie, ni persona ni animal, podíaaguantar su mirada demasiado tiempo.

Y, sin embargo, era incapaz de apartar la vista de ella. Su lar-go cabello castaño, que llevaba recogido en una coleta, tenía re-flejos cobrizos. Ese detalle, sumado al tono dorado de su piel,delataba su herencia cajún. Llevaba un conjunto rosa de jerseyy rebeca de punto, una falda larga beis y unas cuñas de espartodel mismo tono rosa que la rebeca.

Sin embargo, lo mejor era ese cuerpo voluptuoso que instabaa un hombre a abrazarlo y saborearlo.

Aunque había visto mujeres más guapas, tenía algo quellamaba su atención. Tenía algo que le decía que estaba perdiday dolida.

Triste.En los páramos de Asia donde nació, semejante criatura ha-

bría muerto y habría sido devorada por otra más fuerte. Mássalvaje. Cualquier vulnerabilidad era una invitación para morir.Y, sin embargo, no sentía el conocido subidón de adrenalina quelo instaba a atacar a los débiles.

Sentía un inexplicable deseo de protegerla.De acercarse a ella y ofrecerle consuelo, pero ¿qué sabía él

de consolar a un humano? Era un depredador feroz en formahumana. Solo sabía acosar y matar.

Pelear.No sabía nada sobre consolar. No sabía nada de las mujeres.

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Estaba solo en el mundo por decisión propia y le gustaba quefuera así.

Marvin, el mono que vivía como mascota del Santuario, seacercó corriendo a él y le ofreció un paño limpio para las mesas.Lo cogió y se obligó a regresar al trabajo. De todas formas, si-guió sintiendo la presencia de la desconocida, y no pasó muchotiempo antes de que volviera a clavar la vista en ella para obser-varla mientras hablaba con sus amigos.

Marguerite tomó un sorbo de cerveza mientras Elise y Whitneyse comían con los ojos a los hombres del bar. Extendió el brazopara coger una galletita salada, pero Blaine le dio un tortazo y lamiró espantado.

—¿Estás loca? A saber cuánto llevan aquí fuera y cuántas ma-nos sucias las han toqueteado. Además, es posible que nuestraarisca camarera las haya envenenado en venganza.

El irrazonable temor de Blaine hizo que pusiera los ojos enblanco. Miró de nuevo al ayudante que estaba un poco máscerca. Estaba ocupado limpiando mesas, pero presentía queella seguía siendo su principal objetivo. Frunció el ceño alver que un monito corría por su brazo y se encaramaba en suhombro.

El muchacho sacó una pequeña zanahoria del bolsillo deldelantal y se la dio al mono, que se la comió mientras él regresa-ba al trabajo. Reprimió una sonrisa cuando cayó en la cuenta dequién era. Ese muchacho debía de ser Wren, a quien Nick men-cionaba de vez en cuando. Según él, al principio creyó que eramudo porque nunca hablaba con nadie. Pasó todo un año antesde que Wren lo saludara con un tímido «hola» un día que fue aver a su madre.

Si no recordaba mal, Wren era un solitario que se manteníaapartado y que se negaba a participar en el mundo. Lo había re-conocido por el mono, porque Nick le había dicho que era elúnico amigo de Wren y que le encantaba robarles las bolas debillar mientras jugaban.

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El mono se llamaba Marvin…Blaine la pilló mirándolo y se giró en la silla. Wren parecía es-

tar observándola de nuevo, aunque seguía teniendo el pelo sobrelos ojos, de modo que no estaba segura.

—¿Te está molestando?—No —se apresuró a responder, ya que temía lo que Blaine

pudiera hacer. En cierto modo, se sentía casi halagada. Los hom-bres no solían prestarle atención a menos que supieran quién erasu padre. Era su madre la que hacía volver las cabezas.

Ella nunca.—¿Qué miras? —le gruñó Todd al muchacho.Vio que Wren hacía oídos sordos a la pregunta y se acercaba

a la mesa que tenía al lado, que estaba llena de vasos y tenía unplato de nachos a medio comer.

Presentía que quería hablar con ella y se descubrió imaginán-dose cómo sería bajo esa mata de pelo rubio. Irradiaba cierto pe-ligro y a la vez parecía contenido, como si no quisiera llamar laatención de nadie.

Como si quisiera fundirse con el papel de la pared pero fueraincapaz de hacerlo.

De repente, se imaginó a un tigre sentado en un zoo. ¡Eso era!Wren le recordaba a un enorme tigre que contemplaba atenta-mente a quienes lo rodeaban, distante pero al mismo tiempo se-guro de poder derrotar a cualquiera que lo retara.

—Vaya pintas… —dijo Blaine cuando se dio cuenta de queWren los observaba—. ¡Oye, tío!, ¿y si te lavas ese pelo tan as-queroso? —Le lanzó unos billetes—. ¡Para que te cortes esasrastas, anda!

Wren pasó por completo de Blaine y del dinero.El mono comenzó a chillar como si lo estuviera protegiendo.

Sin mediar palabra, Wren le dio unas palmaditas en la cabeza y lesusurró algo para tranquilizarlo. El mono saltó de su hombro yse acercó a la barra.

Vio a Wren soltar la bandeja y se le desbocó el corazón al per-catarse de que se acercaba hacia ella. De cerca era mucho másalto de lo que parecía. Caminaba un poco encorvado, lo que le

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restaba altura, pero si enderezara la espalda, estaba segura de quese acercaría al metro noventa.

Lo rodeaba un aura de poder absoluto. Un aura que hablabade velocidad y agilidad.

Era, simple y llanamente, fascinante.Desde esa distancia por fin podía verle los ojos. Eran de un

azul turquesa brillante tan claro que resultaban escalofriantes.Por su color y por su crueldad.Lo vio señalar su vaso vacío con la barbilla.—¿Ha terminado, señorita?Su voz era grave e hipnótica. Le provocó un escalofrío.Sonrió al escuchar la forma tan educada en la que se había di-

rigido a ella.—Sí —respondió y le acercó el vaso.Lo vio limpiarse la mano en el delantal como si no quisiera

ofenderla ni mancharla antes de extender el brazo.Al principio creyó que sus manos se tocarían, pero Wren

apartó la suya como si le diera miedo un contacto tan íntimo. Lainvadió una extraña decepción.

Cabizbajo, Wren cogió el vaso, lo sostuvo como si fuera unajoya valiosísima y se apartó. Dejó el vaso en la bandeja y volvióa mirarla.

—Oye, tú, el de las rastas —dijo Todd de malos modos—,deja ya de mirarla, gilipollas. Está muy por encima de ti.

Wren lo miró con una expresión aburrida que dejó muy cla-ro que no lo consideraba una amenaza.

—¿Wren? —dijo la camarera rubia, confirmando así su iden-tidad. La chica se detuvo para echarles una mirada de adver-tencia antes de mirar a Wren—. Es hora de tu descanso, ¿vale,cariño?

Wren asintió con la cabeza.Cuando hizo ademán de apartarse, Blaine tiró de la bandeja

que llevaba en las manos.—Eso, cariño, vuelve con tu gente al vertedero.Y con eso, le arrojó la cerveza a la cara de forma inesperada.Wren dejó escapar un sonido, una mezcla de siseo y gruñido

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que no parecía del todo humana. En un abrir y cerrar de ojos,dejó caer la bandeja y se abalanzó sobre Blaine.

De repente, apareció un grupo de hombres de la nada que seencargó de apartar a Wren. Los cuatro tíos, que eran los porte-ros del bar, tuvieron problemas para contenerlo pese a la dife-rencia de tamaño. Lo rodearon de modo que lo perdió de vista,como si quisieran protegerla a ella y a sus amigos.

La camarera estaba que trinaba.—¡Fuera! —soltó—. ¡Largaos de aquí!—¿Por qué? —preguntó Blaine—. Nosotros somos los

clientes.Un tío rubio que se parecía mucho a la camarera se acercó a

ellos. Debía de ser el hermano que la chica había mencionadoantes, el que dirigía el bar.

—Será mejor que le hagas caso a Aimée, chaval. Acabamos desalvarte la vida, pero no podremos contenerlo mucho tiempo.A ver si ya te has ido cuando se calme, porque si no, no nos ha-cemos responsables de lo que pueda suceder.

Blaine lo miró con desdén.—Si me toca, os demando.El hombre soltó una carcajada amenazadora.—No creo que quede mucho de ti como para que puedas de-

mandar a nadie. Ahora largaos de mi bar antes de que os eche apatadas.

—Vamos, Blaine —dijo Todd mientras tiraba de él hacia lapuerta—. Ya llevamos demasiado tiempo aquí.

Whitney y Elise se quejaron por tener que irse, pero se le-vantaron como zombis bien educadas y los siguieron.

Ella se quedó donde estaba.—¿Margaux? —la llamó Todd.—Marchaos, nos vemos luego.Blaine meneó la cabeza.—No seas idiota, Margaux. Nosotros no pintamos nada

aquí.Estaba hasta el gorro del rollo ese del «nosotros, ellos». Ya

había tenido más que suficiente y para absoluta consternación

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de su familia, era de la opinión de que solo había dos clases depersonas en la vida: las buenas y las malas.

Y estaba harta de aguantar a malas personas.—Cierra el pico, Blaine. Y lárgate antes de que sea yo quien

te dé.Blaine puso los ojos en blanco antes de que echara a andar ha-

cia la puerta seguido de Elise y Whitney.—¿Estás segura de que quieres quedarte? —le preguntó

Todd.—Sí. Volveré a casa en taxi.Todd no parecía muy convencido, pero debió de comprender

que estaba decidida a quedarse.—Vale. Ten cuidado.Asintió con la cabeza y esperó a que se marchara antes de en-

caminarse hacia el lugar al que los porteros se habían llevadoa Wren. Todo ese desastre era culpa suya. Lo menos que podíahacer era disculparse por ser tan idiota como para salir con esapanda de gilipollas.

Dio con un pequeño pasillo que conducía a los servicios ya una zona con un cartel que ponía privado. solo emplea-dos. Al principio creyó que habían entrado en la zona priva-da, pero después escuchó voces procedentes del servicio decaballeros.

—No vuelvas a echarle agua en la cara, Colt, si no quieres quete arranque el brazo.

Volvió a escuchar ese gruñido salvaje y primitivo, y otro rui-do, como el que haría una persona al empujar a otra.

—Te lo dije —escuchó que decía la misma voz de antes—.Estúpidos humanos. Ese niñato tiene suerte de que no dejára-mos que Wren lo despedazara. No le tiras del rabo a un tigre amenos que quieras que te coma.

—¿Y qué coño hacías hablando con esa chica? —preguntóotra voz—. Joder. Además, ¿desde cuándo hablas con la gente,Wren?

Escuchó otra vez el gruñido, seguido por el ruido de un cris-tal al romperse.

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—Vale —dijo la primera voz—. Sigue con tu pataleta. Te es-peraremos fuera.

Cuando la puerta del servicio se abrió, salieron dos hombresque superaban con creces el metro ochenta. Los dos eran more-nos, pero uno tenía el pelo corto y el otro lo llevaba recogido enuna larga coleta. Se interpusieron entre la puerta y ella, y la mira-ron sin saber muy bien qué pensar.

—¿Está bien? —les preguntó.El del pelo largo la miró con expresión extraña.—Deberías largarte de aquí. Ya has causado bastantes pro-

blemas esta noche.Sin embargo, y por extraño que pareciera, no quería marcharse.—Yo… —Se quedó sin palabras cuando la puerta del servicio

volvió a abrirse y Wren apareció en el pasillo.Tenía la camisa mojada, de modo que se pegaba a su muscu-

loso pecho. Llevaba una toalla echada sobre el hombro y la ca-beza gacha. La postura le recordó a un depredador que obser-vara con cautela a su alrededor, a la espera de atacar, más que aalguien avergonzado o tímido.

Wren se acercó a ella sin prisa, pero sin pausa. Sus movimien-tos le recordaban a los de un gato antes de restregarse contra sudueño para marcarlo.

Lo vio secarse la cara con el dorso de la mano mientras mira-ba a los otros de forma amenazadora.

—Largo —les gruñó.El del pelo largo se tensó como si detestara que le dieran ór-

denes.—Vamos, Justin —dijo el del pelo corto, que debía de ser

Colt, con afán conciliador—. Wren todavía necesita un poco detiempo para calmarse.

Justin dejó escapar un gruñido ronco y siniestro antes de re-gresar al bar.

Colt le echó una miradita de advertencia antes de volver ala barra.

Cuando se quedaron a solas, tragó saliva mientras se acercabaa Wren despacio. A esa distancia se percató de que la camisa cu-

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bría un cuerpo atlético y musculoso. Su piel tenía un tono bron-ceado que debería ser declarado ilegal.

Había algo en él que le otorgaba un aire salvaje. Incluso dabala sensación de que durmiera con la ropa puesta. Era evidenteque pasaba por completo de la opinión de los demás. No seguíaninguna moda ni ninguna regla cívica. A juzgar por lo que habíaescuchado desde el pasillo, parecía que ni siquiera era sociable.

En teoría debería repelerla, pero no era así. Ansiaba con to-das sus fuerzas apartarle el pelo rubio de la cara para comprobarsi era tan guapo como sospechaba.

—Lo siento —dijo en voz baja—. No me esperaba algo así deBlaine.

No le contestó. Se limitó a dar un paso hacia ella para que-darse tan cerca que podía sentir el calor de su cuerpo. Extendióel brazo para tocarla. Detuvo la mano justo cuando entró encontacto con su mejilla y la dejó allí, quieta, mientras esos mis-teriosos ojos azules la abrasaban.

Wren deseaba tocarla con tantas ganas que casi podía sabo-rearla. Jamás había deseado nada con tanta fuerza. Aunque sabíaque no podría satisfacer su deseo.

Era humana.Y también era preciosa. Su cabello parecía de seda. Sentía la

cálida vitalidad de su piel. Daría cualquier cosa por saborear esapiel, por comprobar si era tan sabrosa como parecía.

Pero no podía.Un animal como él jamás podría tocar a un ser tan frágil

como ella. Su naturaleza era la de destruir, no la de proteger.Dejó caer la mano.

—¿Eres el amigo del que Nick solía hablar tanto? —pregun-tó ella en voz baja.

Ladeó la cabeza al escuchar la inesperada pregunta.—¿Conocías a Nick?La vio asentir con la cabeza.—Éramos compañeros de universidad. Solíamos estudiar

juntos. Decía que tenía un amigo llamado Wren que siempre ledaba una paliza al billar. ¿Eres tú?

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Miró hacia las mesas de billar y asintió con la cabeza mientrasrecordaba a su amigo. Nick no sabía demasiado sobre él, pero almenos había intentado ser su amigo. Había sido un cambio muyagradable.

—Sí —susurró, sin saber muy bien por qué le respondíacuando apenas hablaba con nadie.

Sin embargo, quería hablar con ella. Adoraba ese acento tansuave y melodioso. Parecía muy dulce. Muy femenina. Una par-te desconocida de su ser, desconocida hasta entonces, queríaacurrucarse con ella.

Se inclinó un poco hacia delante para poder inhalar suaroma sin que se diera cuenta. Su piel desprendía un aromadulce y suave a polvos de talco y perfume amaderado. Lo pusoa cien.

Jamás había besado a una mujer, pero por primera vez desea-ba hacerlo. La vio separar los labios de forma incitante.

Deliciosa…—¿Wren?Giró la cabeza al escuchar la voz de Nicolette Peltier tras él,

acercándose desde su despacho. Se percató de que Nicolettequería extender las manos y apartarlo de la humana; pero, aligual que todos los residentes del santuario, le tenía miedo. Suespecie era impredecible. Letal.

Todo el mundo le tenía miedo. Salvo la mujer que teníadelante.

Claro que ella no tenía ni idea de que era un cruce entre tigrey leopardo que caminaba en forma humana.

—Debo irme —le dijo a la muchacha al tiempo que se aparta-ba de ella.

La chica extendió la mano y le tocó el brazo. Su miembro res-pondió a la abrasadora caricia. Le costó la misma vida controlaral animal que ansiaba reclamarla, porque, por regla general, cedíaa sus impulsos.

Esa noche no podía. Porque le haría daño al hacerlo, y eso eralo último que deseaba.

—Siento muchísimo lo sucedido —dijo ella en voz baja—.

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Ha sido algo inexcusable. Y espero que mis amigos no te hayanmetido en problemas ni te hayan hecho daño.

Guardó silencio mientras ella miraba a Nicolette un instanteantes de dar media vuelta y marcharse.

Y entonces desapareció. Su ausencia lo atravesó como uncuchillo.

—Vamos, Wren —dijo Nicolette—. Creo que es mejor quetermines tu turno ahora y vayas a descansar.

No discutió con ella. Necesitaba abandonar su forma huma-na un tiempo, sobre todo porque estaba a punto de perder elcontrol. Era como si tuviera el cuerpo electrizado. Al rojo vivo.Jamás se había sentido así.

Sin pronunciar palabra, se encaminó a la cocina, pues allí seencontraba la puerta de acceso al edificio contiguo, que era don-de los arcadios y katagarios habían establecido su hogar.

La casa de los Peltier llevaba mucho tiempo siendo refugio decriaturas como él… criaturas que habían sido expulsadas de susclanes por un sinfín de motivos. Como solía decir Aimée, todoseran refugiados e inadaptados.

Él más que nadie. Jamás había pertenecido a un clan animal.Ningún tigre ni leopardo toleraría su presencia. Era un híbridomutante al que no deberían haber permitido vivir.

Últimamente hasta los osos comenzaban a mostrarle su des-precio. No confiaban en él ni de coña, pero no se lo demostra-ban abiertamente. Apartaban a sus cachorros cuando jugabancon él. O hacían como esa noche, lo apartaban cuando creíanque estaba a punto de enfadarse.

Por eso había valorado tanto la amistad con Nick. Porque élsiempre lo trataba como si fuera normal.

—¡Qué cojones! —solía decir Nick—. Todos tenemos nues-tros defectos. Al menos tú te lavas, y además no tengo que pe-learme contigo por las tías. Con eso ya eres un tío legal para mí.

Nick tenía una visión única de la vida.Se pasó la camisa mojada por la cabeza mientras subía la esca-

lera. Marvin subió corriendo tras él. Apenas iba por la mitadcuando tuvo un mal presentimiento.

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La chica…Estaba en peligro.Utilizó la magia para ponerse una camiseta negra. La sen-

sación de que la chica corría un peligro inminente se negaba adesaparecer. Sin decirle una palabra al mono, se transportó fue-ra del edificio, a la calle.

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