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Capi Corrales Rodrigáñez ([Margarita Nelken, 1923], pág. 88). Macho, y achacaba sus neuralgias, su frío, su tensión, a su monumento inmortalizador.” ([Gómez de la Serna, 1955], pág. 76) Pasear y zascandilear por el Prado es una de las actividades favoritas de los madrileños. Además de tener una de las colecciones de pintura mejores del mundo —hasta hace pocos

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Madrid en 1900 era una ciudad sorprendente que había sabido adaptarse a los tiempos modernos y acoger a gran parte de la primera generación de españolas que, además de ser profesionales de primera categoría —físicas, químicas, maestras, pintoras, poetas, escrito-ras…—, intentaban vivir de su trabajo y como ellas querían. Puesto que las reglas conven-cionales de la sociedad del momento no daban cabida a vidas adecuadas para ellas, utilizaron su inteligencia e imaginación para construir otras maneras de encarar las cuestio-nes profesionales y cotidianas, las relaciones de pareja y la maternidad.

Vinieron de todas partes del territorio, muchas para estudiar, otras para completar estudios o buscar un trabajo adecuado. A lo largo de estas páginas recorreremos parte del Madrid en el que estas mujeres vivían y se relacionaban, e intentaremos verlo como lo veían ellas. Nos acercaremos a los edificios en que trabajaron, los cafés que frecuentaron y las calles y barrios que más describieron, de la mano de sus propios textos, dibujos y cuadros. Son conocidas, por ejemplo, las estupendas descripciones que de los cafés y tertulias de aquella época hicieron, tal cual los veían y vivían ellos, el gerundés Josep Plá, el sevillano Rafael Cansinos Asens o el madrileño Gutiérrez Solana; pero poca gente conoce —entre otras cosas porque hasta hace pocos años era casi imposible encontrarlas—, las espléndi-das descripciones que de los mismos lugares y grupos hacen la almeriense Carmen de Burgos, la zamorana Delhy Tejero o la madrileña Margarita Nelken.

“Hace todavía pocos años, hubiera llevado, en invierno, el mantón de lana, y, en verano, el pañolón de flecos, y los piropos que habría escuchado hubieran encerrado todos una reminiscencia de majeza y de garbosa chulería; ahora le faltaba tan sólo el sombrero para parecer una señorita. No una señorita de esas cursis y cloróticas, sino una de esas señoritas vestidas a la moda y calzadas con elegancia, cuyo tipo ha difundido entre nuestro provincianismo el aluvión de la guerra, y que imponen al espectador un difícil equilibrio entre la idea de hija de la familia acomodada y la de frecuentadora de soupers-tangos y cabarets.”

([Margarita Nelken, 1923], pág. 88).

Capi Corrales Rodrigáñez

Madrid se abre al mundo

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El objetivo de este paseo es, pues, doble: por un lado acercarnos al Madrid en que vivieron estas mujeres, por otro conocer cómo lo describieron ellas mismas. Imaginaremos, pues, que somos una de ellas; acabamos de llegar en tren a la estación de Atocha y, tras dejar la maleta en consigna, nos disponemos a dar nuestro primer paseo por la ciudad y acercarnos a pie hasta las oficinas de la Junta de Ampliación de Estudios, en la Glorieta de Bilbao. No es un ejercicio tan disparatado. María Sánchez Arbós, por ejemplo, llegó a la Estación de Atocha en 1918 el mismo día en que mataron a Canalejas, y lo primero que hizo al bajarse del tren fue dar un paseo hasta la casa de sus tíos en la Costanilla de los Ángeles, donde se alojó hasta trasladarse a la Residencia de Señoritas de la Junta de Ampliación de Estudios en la calle Fortuny.

Como cualquier viajero que llega por primera vez a una ciudad, lo primero que tenemos que hacer es situarnos. ¿Por dónde empezar nuestro paseo? ¿Cómo era Madrid en 1900? Nos lo cuenta Tomás Borras, Cronista Oficial de Madrid entonces.

“Antaño, hemos transitado por un entero Madrid-Barrio céntrico, entre 1890 y 1910. Madrid era el cuadrilátero Plaza de Toros-Palacio Real-Estación de Atocha-Plaza de Santa Bárbara. A lo demás (alguno se decidía a explorarlo) se le decía esa cosa vaga, «las afueras», o más estrambótico, «el extrarradio»; algunas veces, «el canalillo», por el curso de agua al descubierto que aportaba lozoyas desde lo más desesperanzadamente desconocido, «la Sierra». Denominaciones nebulosas, pues nadie trazó la topografía de tales mundos ignotos. ¡Si nadie salía del cuadrilátero!. Vivíamos los de 1900 en un área, el cuadrilátero del par de kilómetros de lado. Ahora los puntos cardinales de Madrid se extienden desde el Pardo a Villaverde, de las Rozas a Vicálvaro, desde Barajas y Hortaleza y Alcobendas hasta Boadilla del Monte, Móstoles y Alcorcón.” ([Borrás, 1975], pág. 21)

Extendemos ante nosotras un plano: no es difícil ubicarse en él, pues Madrid tiene un eje vertical que, bajo los nombres sucesivos de Paseo de la Castellana, Paseo de Recoletos y Paseo del Prado, recorre de Norte a Sur la ciudad, y otro horizontal que, comenzando en el Parque del Oeste y terminando en la Plaza de las Ventas, nos lleva de Oeste a Este.

Marcamos en nuestro plano el cuadrilátero descrito por Borrás: Estación de Atocha, al Sur; Plaza de las Ventas, al Este; al Oeste, el Palacio Real; y en el centro de la línea que une las Ventas con el Parque del Oeste, la Plaza de Santa Bárbara. La zona, que más que un cuadrilátero parece un abanico enclavado en la mitad sur de lo que es la ciudad hoy, tomó forma en el siglo XVIII, cuando el proyecto científico de Carlos III abrió Madrid a Europa por el Sureste. El Madrid moderno se desarrolló algo después, entre 1900 y 1936, de la mano de tres proyectos: la construcción de la Gran Vía (1910-1932), el trazado de los Bulevares y el ensanche de la Castellana, que en 1929 llegaba sólo hasta el Hipódromo, en la actual plaza de San Juan de la Cruz. Estos proyectos, muy distintos entre sí, alteraron profundamente la estructura y vida de la ciudad. El primero supuso una limpieza del centro, los Bulevares fueron la primera avenida de Madrid trazada teniendo en cuenta el tráfico, las redes de transporte público y la comunicación con el exterior y, finalmente, con el ensanche de la Castellana la ciudad creció al Norte desde el campus de los altos del Hipódromo. Se podría decir que, una vez más y como ya había ocurrido bajo Carlos III —aunque esta vez a través

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de un organismo público, la Junta de Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas—, Madrid se abría a Europa desde la ciencia.

Tras ubicarnos en el plano, salimos de la Estación de Atocha por la puerta que da al Paseo de la Infanta Isabel. Nos encontramos frente al Museo Antropológico, al pie de la Colina de las Ciencias y en pleno corazón del llamado Eje Científico de Carlos III y los arquitectos Sabatini y Villanueva. Durante el siglo ilustrado se empezaron a construir en Euro-pa lugares directamente relacionados con el estudio de las Ciencias —observatorios astronómicos, museos de ciencias naturales o bibliotecas, por ejemplo—. De hecho, prácticamente en todas las ciudades europeas, por pequeñas que sean, se pueden encontrar rastros del apoyo que la ciencia y el saber recibieron durante esa época. En Madrid, Carlos III decidió organizar lo que se llamó eje científico en los terrenos del Prado de los Jerónimos, en aquel entonces, y todavía hoy, la zona más hermosa de la ciudad. El eje científico de Carlos III tenía tres vértices: el Observatorio Astronómico (ahora en el Parque de Madrid o del Retiro), el Gabinete de Ciencias Naturales (actual Museo del Prado, un edificio que se planeó para heredar los fondos y laboratorios del Gabinete de Ciencias Naturales, situado entonces en la segunda planta de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, en la calle Alcalá) y el Jardín Botánico. Este triángulo se encontraba en la Colina de las Ciencias (o Cerro de San Blas), donde también se encontraban la Real Escuela de Química de Madrid y el Real Estudio de Mineralogía (ambas en la calle del Turco, hoy Marqués de Cubas), y a cuyos pies se inició la construcción del Hospital San Carlos (actual Museo Reina Sofía).

En 1901, el Ministerio de Instrucción Pública creó para Ramón y Cajal (1852-1934) un Instituto de Estudios Biológicos que, tras una breve temporada en la calle Ventura de la Vega, pasó a establecerse en el complejo del Museo Antropológico. Se trata de un edificio de aspecto clásico, con su escalinata, su peristilo y su frontón triangular en que se ve la cabeza de Minerva rodeada de plantas medicinales entrelazadas con serpientes, símbolo del arte de curar, y en los extremos dos esfinges parlantes, signo de la propaganda científica. El centro, que se inauguró en 1875 con el nombre de Museo Anatómico —aunque desde el principio se le conoció como Antropológico— lo encargó Pedro González Velasco al arquitecto Francisco de Cuba para guardar su colección privada. Junto a él se levantó la Escuela Libre de Médicos para alojar dos gabinetes de estudios microscópicos y anatomía comparada y un laboratorio de Química. Al morir González Velasco en 1887, el Estado compró el edificio, y el Museo Nacional de Ciencias Naturales trasladó a él su sección de Antropología, Etnología y Prehistoria en 1895. El edificio fue también sede del Instituto de Investigaciones Biológicas, un centro creado por el Ministerio de Instrucción Pública para Ramón y Cajal en 1901, que inicialmente estuvo ubicado en la calle Ventura de la Vega. En 1910 el complejo pasó a formar parte del Instituto Nacional de Ciencias Físico-Naturales creado por la Junta de Ampliación de Estudios —dirigida por el propio Ramón y Cajal— y, tras la Guerra Civil, se integró en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas como Museo Nacional de Etnología. Fue declarado bien de interés cultural y su sede monumento nacional en 1962, pasando a depender de la Dirección General de Bellas Artes. Finalmente, tras una fusión con el Museo Nacional del Pueblo Español, en 1993 se convirtió en Museo Nacional de Antropología del Ministerio de Cultura. Irene Falcón (1907-1999), que fue secretaria de Don Santiago en el Instituto, nos cuenta en sus memorias sobre la vida allí.

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“En septiembre de 1922, sin haber cumplido todavía quince años, empecé a trabajar bajo las órdenes directas del Director del Instituto de Investigaciones Biológicas, el doctor Santiago Ramón y Cajal, con quien colaboré sin interrupción hasta mediados de 1925. En el Instituto Cajal, como era más conocido el laboratorio, empecé ganando 166 pesetas con 66 céntimos. […] Mi trabajo con don Santiago consistía, teóricamente, en ocuparme de la biblioteca, las fichas y todo eso […] Había un bibliotecario del estado, que era un señor mayor que iba una vez al mes y nos daba caramelitos a las chicas; Cajal no quería que hiciera nada. En fin, de bibliotecas sabría, pero no sabía idiomas ni entendía nada de lo que pasaba allí. Don Santiago no me podía poner como bibliotecaria particular y me puso como becaria con la idea de hacerme más tarde funcionaria del Estado […] Por eso empecé a cobrar como becaria de la Junta de Ampliación de Estudios, de la que dependía el Instituto Cajal y de donde cobraba él mismo. Él era el presidente del Instituto de su nombre y lo gestionaba de una manera bastante curiosa; de pronto cogía el teléfono y llamaba al presidente de la junta o al secretario y le decía: «Que le suban cinco duros a la pequeña.» Y a la pequeña —siempre me llamó así— se lo subían. Cualquier cosa que mandara él, la hacían. […] En el Instituto Cajal tenía una jornada un poco rara. Entrábamos a las once del día, que era cuando aparecía el sabio. Yo estudiaba hasta esa hora. Me iba al Retiro, que estaba al lado, estudiaba para hacer el preparatorio de Medicina y luego me iba al Instituto. Terminábamos hacia la una y media, lo que todavía me permitía ir a comer a casa. Por la tarde no volvíamos hasta las cinco. Al mediodía, antes de entrar por la tarde, Maruja Mallo, a la que yo conocía el Ateneo, otro chico y yo visitábamos a un pintor conocido para que nos diera clases. Salía de las clases de Ochoa y a las cinco entrába-mos a trabajar, a veces hasta las once de la noche, hasta que Don Santiago se cansaba. Pero, como cuando yo empecé a trabajar con él ya se había jubilado de dar clase en San Carlos y acababa de publicar Recuerdos de mi vida, se cansaba muy tarde. Nos reunía a todos y hablábamos de los problemas que habían surgido en el día o de temas generales. Recuerdo una conversación con él a propósito de la capacidad de las mujeres. Frente a los que sostenían que las mujeres eran menos inteligentes que los hombres porque tenían un cerebro más pequeño, Cajal decía: «Buena parte de los genios y talentos superiores poseyeron un cerebro tan pequeño como el promedio del de la mujer. De mí sé decir que, cuando estuve en Londres y visité la Royal Society, quedé admirado de la exigüidad del vaciado craneal de Newton». Esa era nuestra jornada”. ([Falcón, 1996], pág. 33 y ss.)

Iniciamos nuestro recorrido de la ciudad con el paseo de Don Santiago según el relato de Ramón Gómez de la Serna (1888-1963).

“Cuando salía de su laboratorio en la casa aneja al museo Antropológico, cruzaba —yo le veía desde dentro del Retiro— toda la calle de Alfonso XII, bordeando la verja del parque madrileño, proyectándose como un personaje de aquellas películas con parpadeo —barrote tras barrote—; huyente, torcida la barba por el viento, mirando de reojo al jardín, porque desde que inauguraron el monumento a su gloria allí dentro, no quería entrar, temía verse desnudo como Neptuno en medio de las aguas, tal como le había esculpido Victorio

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Macho, y achacaba sus neuralgias, su frío, su tensión, a su monumento inmortalizador.” ([Gómez de la Serna, 1955], pág. 76)

Subimos la cuesta de la calle de Alfonso XII por la acera del Este. Al llegar a la primera esquina nos metemos por el pequeño callejón y empezamos a trepar cerro arriba hasta llegar al Instituto Cajal. En 1922, a raíz de la jubilación de Don Santiago, se creó un centro de investigaciones biológicas con su nombre. El arquitecto fue Francisco J. Luque, autor también de la sede del Instituto Escuela, el siguiente edificio que nos encontramos, ya en lo alto del cerro y pegado a la tapia sur del Retiro. El Instituto Escuela, un proyecto de centro formativo del profesorado concebido por José Castillejo, Luis de Zulueta y María de Maeztu, fue creado por la Junta de Ampliación de Estudios en 1918. Dependía del Ministerio de Instrucción Pública, y estaba tutelado por la propia Junta. Las clases comenzaron en 1918 en un local cedido por el Instituto Internacional en la calle Miguel Ángel 8, mientras se construían tanto el edificio de Carlos Arniches y Martín Domínguez en la calle Serrano, como este de Luque que tenemos delante. Cuando el Instituto Escuela fue cerrado en 1939, este inmueble pasó a ser el Instituto Isabel la Católica y el de Serrano el Ramiro de Maeztu. En el mismo cerrillo de San Blas, cerca del Isabel la Católica, en dirección a la calle Alfonso XII y en el extremo suroeste del Retiro, está el Observatorio Astronómico.

“Débese a Jorge Juan la idea de establecer en Madrid un Observatorio astronómico; acogióla Carlos III, mandando á Juan de Villanueva que le presentára los planos del edificio y enviando pensionado al extranjero para que se perfeccionase en la Astronomía al matemático Jiménez Coronado, individuo de las Escuelas Pías. Nada se hizo, sin embar-go, hasta 1789, en que Floridablanca trató de llevar á cabo el olvidado proyecto, dándose orden al escolapio Jiménez Coronado para que volviera á Madrid y señalándose para el Observatorio un sitio en el Buen Retiro, próximo á la ermita de San Blas, donde existía un polvorín. El arquitecto prefirió la misma ermita, que fué derribada indemnizando al propietario con la del Ángel que hoy existe en el camino de Atocha, y el polvorín reempla-zado por un cementerio que mandó hacer en su lugar el Veedor del Retiro.” ([Fernández de los Ríos, 1876], pág. 533).

Salimos del Observatorio junto a la Puerta de Ángel Caído del parque y retomamos nuestro paseo, esta vez guiados por el pícaro Andresillo Pérez, según relato de Carmen de Burgos (1867-1932).

“Tenía cierta vergüenza de encontrar al barquillero y por eso pensé en escaparme del Retiro y pasear por la población; todo se reducía a volver y esperar a mi padre, a la hora convenida, en las gradas que dan acceso a la calle de Alfonso XII. El primer día no llegué más que hasta la puerta del Congreso y me distraje en ver los leones disponiéndose a comer su queso de bola. Me cansé mucho, por lo débil que estaba; pero al día siguiente observé cómo se subían los chicos que viajaban en los topes de los tranvías, y engalgán-dome a uno de ellos llegué hasta la Puerta del Sol. Me sentí puertasolino desde el primer momento. Tuve la sensación de que me había perdido y volvía a encontrar mi pueblo. Para

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mí era todo un pueblo la Puerta del Sol. Los chicos periodistas y comerciantes me acogieron bien. Hice pronto camaradería con ellos. Yo los envidiaba al verlos siempre tan contentos. Comían frugalmente, pero las golosinas que les apetecían; bebían vino y fumaban como hombres. La familia no pesaba sobre ellos del mismo modo que sobre mí. Las madres y los padres les dejaban en paz, con tal de que no les hicieran gasto y les llevasen unas cuantas perras cada noche. Formaban todos una especie de sociedad, en la que también había chicas, y se acudían en sus necesidades. Algunos, más pequeños que yo, tenían ya sus novias. El ideal de todos era no obedecer ni trabajar.” ([Burgos, 1930], pág. 421)

Camino de Las Cortes, cruzamos Alfonso XII frente al Observatorio y bajamos por la

cuesta de Moyano (la universidad al aire libre o de corta distancia, como la llamó reciente-mente Juan Moreno durante un homenaje a la memoria de Simón Sánchez Montero). Al llegar al Paseo del Prado giramos a la derecha y caminamos junto a la tapia del Jardín Botánico hasta llegar al Museo del Prado. Al ser concebido como un lugar de ciencia, y no una pinacoteca, la planta baja del edificio se diseñó para que albergase laboratorios, no cuadros, y por eso no tiene apenas ventanas y resulta demasiado oscura. De hecho, en los planos originales de Villanueva aparece una zona frente a la fachada Norte, entre los edificios del Prado y del Ritz, donde iban a colocarse los animales y por donde se llegaba, subiendo a pie un terraplén, hasta la Puerta de Goya. Carlos III murió antes de ver inaugurado el Gabinete de Ciencias Naturales, y los trabajos de construcción duraron todo el reinado de su hijo Carlos IV. Con la llegada de las tropas de Napoleón a España y la Guerra de la Independencia, se paralizaron las obras y el edificio se convirtió en cuartel general. Al terminar la guerra, Isabel de Braganza, mujer de Fernando VII, decidió restaurar el edificio y convertirlo en pinacoteca, cediendo gran parte de la colección de cuadros que la familia real había ido acumulando en el Palacio del Retiro.

“Retirados los franceses, visto que el proyectado Museo de Ciencias no podía formarse y que la parte del edificio construida llegaría á derruirse si no se terminaba la obra, reunióse á duras penas crédito para ello. Gracias á los esfuerzos de la reina doña María Isabel de Braganza, que cedió la pensión que por razón de alfileres tenía consignada sobre la renta de correos; gracias al incesante anhelo con que dicha señora procuraba inculcar en el ánimo de los Ministros la necesidad perentoria de destinar importantes sumas al objeto indicado, pudo verse realizado un pensamiento que hoy es la admiración de cuantos visitan la corte. Se abrió al público el 13 de Noviembre de 1819, pero sólo con tres salas” ([Peñasco y Cambronero, 1889], pág. 394).

“En Madrid, cuando no se tiene nada que hacer, queda un recurso, incomparablemente noble, infinitamente agradable, para pasar el rato: es ir al Museo del Prado.” ([Plá, 1921], pág.155).

Pasear y zascandilear por el Prado es una de las actividades favoritas de los madrileños. Además de tener una de las colecciones de pintura mejores del mundo —hasta hace pocos

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años de acceso libre para los españoles—, el museo lleva mucho tiempo ofreciendo estupendos cursos y ciclos de conferencias. Desde 1920 y durante los siguientes quince años, los cursos de pintura del Prado fueron dirigidos por Margarita Nelken (1896-1968) que, siendo además miembro del Patronato del Museo de Arte Moderno, daba con frecuencia conferencias en ambos —y otros— centros culturales. Pasado el museo cruzamos el Paseo del Prado, saludamos a Neptuno, subimos por la calle Cervantes y tomamos la primera bocacalle a nuestra derecha, la del Duque de Medinaceli. En la acera Oeste, en los números 4 y 6 de la calle, nos encontramos con el Palacio del Hielo y el Automóvil, construido entre 1920 y 1992 por Gabriel Abreu y Fernando García Mercanta como pista de patinaje y tienda de automóviles para la empresa belga dueña del Hotel Palace (a nuestra espalda). El edificio se levantó siguiendo el diseño del arquitecto belga Edmon De Lune y, aunque han desapare-cido la pista para patinar y la, parece que, espléndida galería de tiendas, tiene una interesan-te biblioteca construida por Miguel Fisac en 1950. El Centro de Estudios Históricos, fundado como parte del organigrama de la Junta de Ampliación de Estudios en 1910, fue trasladado aquí en 1928 (tras pasar por la sede de la Junta en la glorieta de Bilbao, unos locales en el Palacio de Bibliotecas y Museos y un palacete alquilado en la calle Almagro).

El Centro de Estudios Históricos fue dirigido por Ramón Menéndez Pidal y muchos de sus investigadores, tras formarse en el extranjero pensionados por la Junta de Ampliación de Estudios, recorrieron España investigando archivos y estudiando lenguas. Aquí trabajaron, por ejemplo, las bibliotecarias Carmen Caamaño y Teresa Andrés. La primera trabajó en este edificio en 1929 con Claudio Sánchez Albornoz; la segunda lo hizo en 1931 con Elías Tormo y Manuel Gómez Moreno. Ambas entraron por oposición en el “Cuerpo de Archiveros Bibliotecarios y Arqueólogos” —un logro poco frecuente en las mujeres entonces—; Caamaño se incorporó al Archivo Histórico Nacional y Andrés a la Biblioteca del Palacio Nacional (ex Palacio Real).

Al llegar al final de la calle del Duque de Medinaceli giramos a la izquierda, y en seguida nos metemos por la calle del Prado. En el número 21, en la acera Norte, está el Ateneo Científico y Literario de Madrid. El Ateneo, como se le llama en Madrid, fue fundado en 1820 por Francisco Martínez de la Rosa en un edificio de la calle de Atocha junto a Relatores y Fernando VII lo clausuró al año de vida. Tras ser restablecido en 1835 en el Palacio de Abrantes (en Prado con San Agustín), fue trasladado a este caserón en 1884.

Pese a tener un proyecto inicial con nombre femenino —como todos los que se abrieron en distintas ciudades españolas a lo largo del siglo XIX, este Ateneo contribuyó a que se extendiera por los circuitos cultos de Madrid el ideario liberal de la Pepa, la Constitución de 1812—, ninguna mujer intervino en él antes de 1884, cuando lo hizo la poeta y librepensado-ra Rosario de Acuña (1851-1923) —aunque se sabe que mujeres, entre ellas Concepción Arenal (1820-1893) y Emilia Pardo Bazán (1851-1921), habían participado en el primer congreso de pedagogía que, en 1882, se organizó en el Ateneo con la colaboración de la Institución Libre de Enseñanza—. Tampoco hubo socias hasta que Emilia Pardo Bazán fue elegida y nombrada Presidenta de la Sección de Literatura en 1906. Aunque pese al nombramiento de la Pardo Bazán la presencia de mujeres en esta institución siguió siendo excepcional, se llevaron a cabo en su seno apasionados debates acerca del sufragismo, como los organizados por la Sección de Ciencias Morales y Políticas del Ateneo en 1913, en

los que participó activamente Benita Asas Manterola (1873-1968). Las barreras, a veces invisibles, que encontraban las mujeres para pertenecer a instituciones de este tipo, hizo que buscaran espacios propios, como el efímero Ateneo Artístico y Literario de Señoras, creado en 1868 por Faustina Sáez de Melgar (1834-1895), o el Lyceum Club Femenino que María de Maetzu (1881-1948) fundó en 1926.

Una de las veladas más especiales que se celebraron en el Ateneo en aquellos años, fue la que organizó en 1932 Clara Campoamor (1888-1972) en homenaje a Maria Blanchard (1881-1932), recién falllecida. En ella leyó Federico García Lorca un precioso elogio póstumo a la pintora, en el que cuenta que un cuadro de Blanchard —Ninfas encadenando a Sileno, pintado en 1910 y Segunda Medalla en la Nacional de Bellas Artes de ese mismo año— fue uno de sus primeros encuentros con la pintura.

Además de sede de actividades académicas y conferencias, el Ateneo fue un importante lugar de trabajo y encuentro de artistas e intelectuales. Por ejemplo, allí tuvieron lugar, entre 1920 y 1923, muchas de las funciones del Teatro de la Escuela Nueva que, fundado por Cipriano Rivas Cherif en 1920, llevaban el propio Rivas Cherif y Magda Donato, seudónimo de la actriz y escritora Carmen Eva Melken (1900-1966), hermana de Margarita Melken.

“Y si ahora la idea del Teatro de la Escuela Nueva toma cuerpo y se afirma en una realidad prometedora de mejores esperanzas, débese a la delicada terquedad de una mujer —apenas si lo es todavía— cuyo talento literario, de tan varonil humorismo, augura ya para sus numerosos lectores las singulares gracias… de musas de carne y hueso,” (Rivas Cherif sobre Donato en 1920, [Rodrigo, 1999], pág. 35).

Donato y Rivas Cherif colaboraron también en otros proyectos de teatros experimentales, como El Mirlo Blanco (1926) de casa de los Baroja en el barrio de Argüelles, El Cántaro Roto (1927) del Círculo de Bellas Artes de Madrid con la participación de Vallle-Inclán («la experiencia se fue al traste por la intemperancia congénita de mi gran amigo y maestro», escribió Rivas Cherif, [Rodrigo, 1999], pág. 35) y El Caracol, que crearon con un grupo de escritores y artistas independientes (El Caracol debutó en la Sala Rex en 1928, con Azorín en el papel de autor dando la réplica en el escenario a Magda Donato; debió ser curioso, pues, como se puede escuchar en las grabaciones que de ambos quedan, ella tenía una preciosa voz y él una peculiar vocecilla).

El Ateneo fue también uno entre los muchos lugares de tertulias del Madrid de aquella época, y, como se hacía entonces, seguiremos nuestro paseo por el centro de la ciudad visitando los cafés donde se reunían estas tertulias.

“Unas semanas antes, el azar de un asunto le había llevado a uno de esos cafés provincianos que ya no existen en casi ninguna capital de provincia, pero que perduran, cual reliquias del tiempo de las conspiraciones pro República y Libertad y de los cenáculos románticos, en varios puntos de Madrid. Recorrió las tres pequeñas habitaciones que constituían la antigua botillería.” ([Nelken, 1923], pág. 128).

“Había aprendido ya de Galán la habilidad para elegir los cafés según el asunto de que

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iba a tratar, en lo que estribaba una gran parte de su éxito. Al Café de Correos iba sólo alguna que otra vez, cuando quería descansar, y se distraía presenciando las intrigas de las niñas que acudían a las citas para ver a los viejos. Le parecía poco propicio, siempre cerrado y lóbrego. El Café de Lisboa era su preferido. Gustaba de él para llevar a su familia, parecía que se facilitaba el salir y el entrar aquella doble salida a la Puerta del Sol y al Bazar de la Unión. Era el café para los negocios claros, y tenía la ventaja de poder entrar de un modo optimista en el planteamiento del negocio contando la historia del café. Se creía como artículo de fe en aquella historia del pastor al que Ie tocó la lotería —casi todas las cosas buenas les suelen pasar a los pastores— en aquel tiempo en que había quinas, ambos, cuartos, ternos y doscientos mil líos. Al pastor Ie tocaron nada menos que el primero, el segundo, el tercero, el cuarto y el quinto premio y todos por duplicado. El rey no Ie pudo pagar y Ie concedió aquella manzana de casas, además del pago que Ie haría el Tesoro en distintos plazos, pues se dio el caso de no haber dinero en España para pagarle. Después de esta introducción, de esa evocación de dinero y suerte, se sentía con confianza para lanzarse a cualquier negocio. El Café de Puerto Rico llevaba en su nombre algo de lejano que Ie hacía más propicio para plantear los negocios con América o con las provincias. El Nuevo Levante Ie gustaba para los negocios difíciles. Se prestaba más, tenía más fondo, y el saloncillo central con Panaux negros, que Ie da cierto aspecto de sala de los milagros, donde los negocios se tramitan muy bien. Tenia la ventaja, además, de que allí daban bien de comer, sobre todo unas perdices escabechadas y un vinillo de la tierra estupendos para acabar de realizar un negocio. Para negocios más secretos era preferible el Café Universal, lleno de medallas de oro en la portada, café que daba confianza en los negocios en que hay que emplear dinero y que para el negocio silencioso tiene un cuartito completamente escondido, especie de sacristía del café, con puerta al portal de la Puerta del Sol y donde el negocio más peligroso puede ser realizado sin que se oiga una palabra. El Café de la Montaña era el café a propósito para cazar santanderinos y bilbaínos ricos, que han venido a sustituir en la fama a los mejicanos y con las mujeres a los príncipes rusos. Aquellos grandes capitalistas, mineros y fabricantes a los que lo mismo les da perder mil duros en un negocio que ganarlos, con tal de tentar a la fortuna y no tener el dinero parado. Era como hablar en las tierras honradas de la montaña tratar allí un negocio. Para el Café Candelas se necesitaba gran tacto. Café servido por camareras, predisponía bien y regocijaba a los grandes paletos o a los ricachos burdos y mujeriegos, que pierden parte de su raciocinio escaso cuando las camareras los rozan, al servirlos, con sus enormes bustos. A los hombres serios y de mal humor, a los que sólo tienen quinientas pesetillas disponibles, no se les debe llevar allí, porque se irritan y desconfían como de un juerguista del que les propone el negocio. En cambio es excelente para que los que necesitan dinero no discutan las condiciones excesivas del crédito. Aunque un poco al margen tenía los refugios de Pombo, el Colonial y hasta la Mayorquina y el nuevo Bar Sol. El Colonial era el buen café para los negocios ayudados por saludar a mucha gente, porque aún abundando los del hampa se puede saludar mucho allí, y ese es un elemento importante en los negocios, porque parece una garantía de ser conocido y de tener crédito. En Pombo se encontraba mal; café de artistas, aristocrático por sus recuerdos, solitario por la noche y frecuentado por buenos y sanos burgueses por la tarde,

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tenía algo demasiado clásico y digno en su ambiente para prestarse a sus amaños. A la Mayorquina iban sólo para casos excepcionales, al saloncillo del interior, y en el Bar Sol les prestaba buenos servicios aquel salón del piso alto, donde daban cenas económicas, durante las cuales se veía toda la Puerta del Sol, y eso daba el optimismo que deben tener los negocios y decidía a las gentes a soltar mejor la pastizara. Así podían valerse de todos los teléfonos de estos cafés, que usaban en los momentos necesarios, jugando con claves conocidas. Se habían mandado hacer tarjetas con el número del teléfono de los cafés.” ([Burgos, 1919], págs. 238-240)

“Madrid es una ciudad de tertulias. Hay tertulias públicas y tertulias privadas, así que rara es la persona a la que a la hora del café, después de comer, no envuelven las emanaciones de la amistad. Las tertulias se constituyen alrededor de una vedette más o menos conocida —es decir, de una persona que vale mucho, aunque muchas veces esa persona no sea conocida más que de quienes le bailan el agua “ ([Pla, 1921], pág. 73)

Una de las tertulias privadas más famosa de Madrid fue la que convocaba en su casa de la calle Eguilaz número 7 —una calle cortita entre Luchana y Sagasta que, cerca de la glorieta de Bilbao sale a los Bulevares—, entre 1906 y 1909, la escritora Carmen de Burgos, alias Colombine. Carmen de Burgos era pareja de Ramón Gómez de la Serna, fundador, a su vez, de una de las más famosas tertulias públicas de la época, la del Pombo, a la que asistían, entre otros, María Zambrano y la pintora Ángeles Santos. Para llegar hasta este café, situado en los sótanos de la finca de la calle Carretas a espaldas de la Casa de Correos en la Puerta del Sol —hoy sede del Gobierno Autónomo de Madrid—, subimos calle del Prado arriba hasta la plaza de Santana— como la llaman los madrileños—, tomamos la calle del Príncipe —donde, junto al Teatro de la Comedia, en el Gato Negro, tenía su tertulia Jacinto Benavente— hasta llegar a la Plaza de Canalejas donde compramos unas violetas, bajamos por la carrera de San Jerónimo, donde nos tomamos un reconstituyente consomé con un chorrito de jerez y una tapita de riñones, y, tras echar un recuerdo a La pajarita —una tienda de caramelos fundada en 1852 en la Puerta del Sol, en la que, hasta hace pocos años, los abuelos madrileños compraban caramelos a sus nietas,

“Era enternecedora La pajarita, la tiendecita tan pequeña, tan infantil con su nombre y con su jeroglífico en la puerta, que solo se veía cuando estaba cerrada. Había escrito su dirección con el signo musical La, y el nombre con la pajarita de papel, para que fuese más pajarita que una pajarita de carne, y después una puerta y un sol a los que le seguía el numero” ([Burgos, 1919], pág. 243)—,

llegamos a la esquina con Carretas, donde nos detenemos bajo el Reloj de Madrid, en plena Puerta del Sol.

“Más que el reloj del Ministerio de la Gobernación, marcaba las horas el aspecto de la gran plaza, que de hora en hora ofrecía un cambio notable.” “Ese conjunto de gentes del pueblo y gentes bien vestidas, esos señores de sombrero de copa, que caminan a pie y

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esas señoras que llevan guantes blancos a cualquier hora del día; las niñas vestidas como de baile o de teatro y las mujeres con mantón; los paletos con los trajes típicos de salmantinos o las lagarteras de Toledo; todo eso revuelto, confuso, mezclado, en una nota tan intensa de color y de vida que es única de la Puerta del Sol y no ya única en Madrid y en España sino en el mundo todo. Por eso veía con tanta frecuencia a los extranjeros, acostumbrados a mas grandes capitales, embebecidos y suspensos en la Puerta del Sol, entre la nube de chicuelos que ya los ha notado como extranjeros y los asedia procurando venderles sus mercancías y engañarlos, si se descuidan un poco.” “Aquí se venden periódicos por un pitillo, libros de tres pesetas por una perra gorda, y objetos de bazar o de escritorio por la décima parte de su valor sin que nadie averigüe como lo han adquirido para venderlos así. Pero cada acera tiene su concurrencia diversa. Hacia la Carrera de San Jerónimo, la pollería elegante que iba a lucir y a presenciar el desfile de coches. Hacia la calle de Alcalá, la «acera de los apretones», de las niñas cursis, de los viejos libidinosos, de los jovencitos procaces, que tienen allí un campo de operaciones galantes. Hacia la calle del Arenal se encontraba más la gente que pasea por pasear o que va a sus ocupaciones. La acera de las citas era aquella acera del Ministerio de la Gobernación, hacia la calle de Carretas, preferida por los que iban a sus negocios”. ([Burgos, 1919])

Antes de seguir nuestro paseo, reponemos fuerzas con un buen cafelito y una napolitana en el salón de la segunda planta de la Mayorquina, equidistante de los dos cafés más mencionados por las escritoras de la época: el Pombo y el Levante.

“Los días vacíos de todo santo quedaba el recurso de las visitas a la prima Luisa Carrillo, en el momento en que ésta se disponía a salir, momento oportuno para dejarse invitar a la tertulia de Pombo, donde Paulina, fiel a su sistema, desdeñaba los refrescos en beneficio de la nutritiva taza de chocolate con ensaimada”, ([Donato, 1924], pág. 323). “Luisa Carrillo, en compañía de una amiga, se disponía precisamente a ir a Pombo, como siempre”. ([Donato, 1924], pág. 335)

“Anoche estuve en el Café de Levante. Vi la concurrencia de siempre. Un pianista tocando, mecánicamente, música de Wagner, los camareros dormitando perezosos en torno de una mesa; los mismos melenudos librándose del frío en aquel ambiente, y las mismas tertulias donde se habla alto, se destrozan reputaciones, y algún artista mediocre se erige en cacique de una pequeña corte”. ([Burgos, 1910], págs. 243, 245)

La presencia de mujeres en algunos de los cafés del Madrid de principios del siglo veinte, no sólo se deduce de los textos de la época, sino también de las imágenes. Por ejemplo, el boceto que Leonardo Alenza (1807-1845) hizo para El Café de Levante (lienzo que colgó durante treinta años de las paredes del local, situado en el número 5 de la calle Alcalá, y del que sólo quedan los bocetos que se conservan en el Museo de la Biblioteca Nacional de Madrid) da testimonio de que a las mesas de este café sí se sentaban mujeres. Probable-mente muchas de ellas fuesen estudiantes en la cercana Escuela de San Fernando, situada en la misma manzana de la calle Alcalá, en la finca número 13. Dejamos a nuestra espalda la

Puerta del Sol y, entrando por Alcalá nos acercamos a ella.La Escuela de Bellas Artes de San Fernando —pintura, escultura y arquitectura— fue

fundada por Felipe V en 1744, y en 1773 Carlos III decidió su traslado a este caserón. El Gabinete de Historia Natural, que ocupaba entonces el edificio, fue relegado temporalmente a la segunda planta mientras se terminaban la obras del nuevo edificio de Juan de Villanueva del Paseo del Prado. Se encargó al arquitecto Diego de Villanueva que renovase el edificio, construido entre 1724 y 1725 por el arquitecto José Benito Churriguera como casa-palacio, y limpiase la fachada de todos los elementos que resultaban demasiado barrocos. En esa época, y entre otras, estudiaban allí la ilustradora Francis Bartolozzi (1908-2004), la escritora Rosa Chacel (1898-1994), la escenógrafa Victorina Durán (1899-1994) —que en su manuscrito autobiográfico Sucedió describe a casi todos los profesores de la Escuela— y las pintoras Maruja Mallo (1902-1995), Delhy Tejero (1904-1968) y Remedios Varo (1908-1963). Unos años después que Chacel y Durán, en 1922, llegó Mallo y al año siguiente Varo, Bartolozzi y Tejero.

“La formación artística de Remedios [Varo] comienza en la Escuela de Artes y Oficios de Madrid, donde estudia dos años, antes de matricularse en la Escuela de Bellas Artes de San Fernando en 1924. El último curso de bachiller lo hará por libre en verano. Pertenecen a esta época un álbum de apuntes con retratos de su abuela, su conejo «Pezuñita», algunos retratos de sus hermanos, pequeños gouaches y acuarelas. La escuela estaba situada en el caserón de la Escuela de San Fernando, edificio neoclásico de la calle de Alcalá, en el centro de Madrid. Más de cien escalones llevaban a las clases en las que la enseñanza era impartida por varios profesores. En su labor docente eran exigentes, no permitían a los alumnos hacer lo que ellos consideraban extravagancias pictóricas. Moreno Carbonero, profesor de dibujo, tenía fama de ser muy estricto. Julio Romero de Torres, que siempre lucía un sombrero Cordobés, daba clases de ropaje, Garnelo, profesor de estatua, solía suspender sistemáticamente a las mujeres en el primer curso, opinaba que aquel no era lugar para ellas, decía que lo hacía por su bien ya que de esta forma la que tenía verdadera vocación estaba llamada a perseverar, eliminando de un plumazo a las que no pensaban dedicarse a la pintura.

La compañera y gran amiga de Remedios, Francis Bartolozzi, me habló de sus vivencias en la Escuela de San Fernando.

—Éramos muy pocas las chicas a quienes nuestros padres nos dejaban estudiar, más aún si se trataba de una carrera como la de Bellas Artes. Aquello no estaba bien visto, figúrate que teníamos una compañera que tenía que ir con su señorita de compañía. […] Otra buena amiga era Maruja Mallo…, un año más adelantada, pero estábamos muy unidas por ser tan pocas. También iba con nosotros Francisco Ribera, un madrileño muy elegante, Delhi Tejero nos aparecía a diario con sombrero y capa negros, era muy divertida, íbamos siempre juntas, Delhi, Remedios y yo …, a esa chica luego le perdí la pista, no sé que fue de ella.

—¿Y Salvador Dalí?—Sí, Dalí iba un curso por delante de nosotros, luego se fue de la Escuela, iba extrava-

gantemente vestido y llevaba una pulsera en el tobillo. Tocaba la ocarina en el patio de la

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Escuela entre clase y clase; las chicas se apiñaban a su alrededor… Remedios no, ella tenía demasiada personalidad para eso.

—Remedios me decía que los cuadros de Dalí estaban mal de perspectiva, no simpati-zaba con él desde el día que a una pregunta suya Dalí le contestó un disparate: “Las nenas hacen pis en la escalera”. A Remedios no le agradaban las extravagancias de su compañero. A quien admiraba mucho era a Picasso. Dime, ¿a qué os dedicabais en vuestros ratos libres?

—Éramos muy jóvenes, hacíamos travesuras a veces. Recuerdo que descolgábamos los cuadros de los artistas becados o premiados que se exponían en los pasillos. Eran muy académicos y no nos gustaba, Una vez ahorcamos una escultura atándole una cuerda al cuello y levantándola con una garrocha, que unos albañiles habían dejado allí. Ocasionamos un gran revuelo en la Escuela. También hacíamos viajes educativos, la Escuela de San Fernando los subvencionaba como premio por las notas obtenidas. Hubo una excursión a Sevilla, fuimos dos o tres clases. Íbamos en tren las chicas con los profesores en primera clase y los chicos en tercera, la diferencia de precio de los billetes se la daban en metálico. Así los jóvenes podrían disponer de unas pesetas para invitar a sus compañeras, pero en realidad lo hacían con el fin de evitar que fuésemos juntos…” ([Varo, 1990], págs. 38-39)

Las estudiantes de la Escuela de San Fernando son un ejemplo de cómo las mujeres en el Madrid del primer tercio del siglo XX crearon un mundo propio al margen del masculino, una habitación propia, como diría Virginia Wolf, llena de compañerismo y muy excitante intelec-tualmente, que describe Rosa Chacel en la biografía de su marido, Timoteo Pérez Rubio y sus retratos del jardín (1980), y en su novela autobiográfica Acrópolis (1984)

“En el mes de septiembre de 1915, ingresamos en la Escuela de San Fernando Joaquín Valverde, José Frau, Gregorio Prieto, Timoteo Pérez Rubio, Victoriana Durán, Margarita Villegas, Paz González y yo…” ([Chacel, 1980], pág. 271)

“Belleza, nobilísima belleza de la Escuela... Pórtico ante el sombrío vestíbulo, escaleras laterales de piedra oscura, mármoles en rincones, en hornacinas. Rellano de acceso a la Academia... Abajo, al fondo del vestíbulo, el patio, y luego la Escuela. Los yesos viejos, perfectos, traídos de Italia y mantenidos, reproducidos, por manos italianas en los sótanos —cavernas húmedas, habitadas por el olor de la arcilla, del yeso batido y vertido en los moldes. La Escuela pobre, sus aulas, más bien talleres, asistidas por viejos profesores llamados también maestros, poco prolíficos en su infecunda rutina, poco valorados por los jóvenes que ansiaban novedad —vagamente intuida—, criticándolos en las exposiciones donde obtenían medallas...” ([Chacel, 1984], pág. 26)

Las mujeres que en el primer tercio del siglo pasado se dedicaban a la pintura o se preparaban para ello asistiendo a las clases de la Escuela de San Fernando —cuyas propuestas plásticas y teóricas iban mucho más allá de la mera imitación de los patrones masculinos, como la propia obra ha demostrado con el tiempo—, no respondían al tipo de

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mujer emancipada caricaturizado por sus colegas varones. Un ejemplo estremecedor es el de la pintora cántabra Maria Blanchard —nacida con una deformidad debido a una caída de su madre durante la gestación— que, aunque no asistió a San Fernando, sí estaba presente en su mundo. De hecho, su obra formó parte de la exposición más importante que en esa época —y precisamente a un par de manzanas de la Escuela— se celebró en Madrid.

“En la primera quincena de marzo [de 1915], el inefable y colosal Ramón Gómez de la Serna organiza, iniciando la andadura del Salón de Arte Moderno que abre sus puertas en la calle el Carmen, la llamada Exposición de los pintores Íntegros, la más temprana muestra de vanguardia celebrada en la capital. La Blanchard y Rivera muestran en ella su obra más reciente —en ocasiones se ha mencionado también, erróneamente, la presencia de Lipchitz— en una peculiar selección completada por Bagaría y el escultor ingenuista Agustín el Choco. La de los Íntegros pasa por ser la presentación oficial del cubismo en la escena madrileña.”

([Huici, 1999], pág. 17) Dejando a nuestra espalda la Puerta del Sol, bajamos por la calle de Alcalá, una de las

más antiguas de Madrid, hasta la Plaza de la Cibeles. Según la tradición ([Peñasco y Cambronero, 1889]), el sitio donde se encuentra la calle se llamaba antiguamente los Caños de Alcalá, “por una fuente que allí existía, rodeada de frondosos olivares, que la reina Doña Isabel la Católica mandó arrancar, pues entre ellos se cobijaban gentes de mal vivir que acometían á los viajeros y paseantes”.

Calle Alcalá abajo por la acera Sur, llegamos al Círculo de Bellas Artes, en el número 41, un inmueble construido por el arquitecto Antonio Palacios (1919) y frecuentado por la Donato, la Xirgú, la Durán, la Chacel, la Burgos,… y en el que mujeres de mundos tan dispares como Irene Falcón y Maruja Mallo iniciaron su amistad. Todas ellas, antes o después, pasaron por sus salones para actuar, ensayar, dar conferencias, organizar saraos o reunirse unas con otras. El arquitecto Palacios contribuyó mucho a que Madrid se abriese a la modernidad a principios del siglo veinte. No sólo construyó entre 1904 y 1919 iconos de la modernidad como este Círculo de Bellas Artes, el Palacio de Comunicaciones en Cibeles o los edificios comerciales Matesanz de la Gran Vía 27 y Palazuelo de Mayor 4, sino que, además y probablemente sin él saberlo, está relacionado indirectamente con una situación que modernizó a la fuerza los hogares de muchas trabajadoras de la época: Antonio Palacios diseñó las taquillas, pasillos, bocas y marquesinas de la red de metro que se empezó a construir en Madrid a principios del siglo XX —el primer tramo, que iba de Cuatro Caminos a Sol, parte de la actual línea 1, fue obra de los ingenieros Echarte, Olamendi y Mendoza, y lo inauguró Alfonso XIII en 1919—. En aquel entonces, sólo existían en el mundo otras dos redes de Metro: la de Londres y la de Viena. El caso es que en el Metro madrileño a las mujeres sólo se las contrataba como taquilleras y, además, con la condición de que no se casasen. Esto dio lugar a un número nada insignificante de parejas de hecho entre las taquilleras del metro de Madrid (como aquellas a las que algunas de nosotras aún pudimos conocer, gustaban contar).

Dando la espalda al Círculo, nos acercamos con precaución a la vía de los coches para disfrutar con una de las vistas más preciosas de la ciudad: abajo, la fuente de la Cibeles (Ventura Rodríguez, 1777-1782) y, calle arriba (en la Cervecería de Correos, en la acera de la izquierda, se reunía la tertulia de Pablo Neruda y «la muchachada», la gente joven, que incluía a Maruja Mallo y sus amigas), la Puerta de Alcalá (Francisco Sabatini, 1769) —si tenemos suerte, la neblina cubrirá la yoísta Torre de Valencia que, visible desde cualquier punto del Retiro, siempre parece estar gritando ¡míradme a mí!—.

“Cerca de la Cibeles me fijé en la hermosura del día. Nunca he visto aire más ligero ni cielo más claro; la flor de las acacias del paseo de Recoletos olía a gloria, y los árboles parecía que estrenaban vestido nuevo de tafetán verde,” (Pardo Bazán, 1889], pág.58).

Sin llegar a la plaza cruzamos la calle Alcalá y nos metemos por Barquillo hasta Infantas. Allí, en el número 31, haciendo esquina con la Plaza del Rey, está la Casa de las Siete Chimeneas donde, tras su fundación en la Residencia de Señoritas en 1926, se estableció el Lyceum Club Femenino. La casa, que se llama así porque tiene siete salidas de humo en el tejado, es uno de los pocos ejemplos de arquitectura civil del siglo XVI que quedan en Madrid y fue proyectada y construida entre 1574 y 1577 por el arquitecto Antonio Sillero. Es un caserón que ha dado pie a muchas leyendas, como que las siete chimeneas representa-ban los siete pecados capitales, o que en ella se tuvo recluida a una hija ilegítima de Felipe II cuyo espíritu siguió habitando allí después de muerta. En la actualidad es parte del Ministerio de Cultura.

“Poco después, en abril de 1926, un centenar de mujeres decidieron unirse y fundar en Madrid un club de tipo británico, un centro cultural a modo de plataforma pública de la emancipación femenina. El club, integrado exclusivamente por mujeres y financiado con sus propios medios, iba a proporcionarles un espacio propio, además de ingresos económicos. María de Maeztu, figura emblemática de la renovación de la sociedad española promovida por la Institución Libre de Enseñanza, convocó y presidió, en la sala de actos de la Residencia de Señoritas de la calle de Miguel Angel, nº 8, la asamblea fundacional del club: lo denominaron Lyceum Club Femenino, como sus iguales de París y de Londres; en esta primera sesión, se registraron 115 socias fundadoras.

En sus memorias, Carmen Baroja destaca el origen británico de este club madrileño, una cuestión clave para su cabal comprensión. Constance Smedley (1881-1941) fundó el primer Lyceum Club en Londres, a principios del siglo XX; sus miembros debían ser mujeres que se hubieran dedicado o estuviesen interesadas en el arte, la ciencia y el bien publico. EI club londinense, independiente política y confesionalmente, pronto se convirtió en un conocido punto de encuentro de mujeres de ideas avanzadas, de diferentes profesiones, que se reunían en el Lyceum para debatir, bajo el lema de la tolerancia, temas culturales y sociales, celebrando conferencias, cursillos, recepciones y fiestas. En 1905, la misma Constance Smedley y una amiga suya crearon el segundo Lyceum Club, en Berlín; en 1906, Alys Hallard lo fundó en París; en 1913 apareció otro en Bruselas; en 1914, en Nueva York, etcétera. En poco tiempo, el Lyceum contó con una red internacional de

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sedes; en 1926, la Asociación Internacional de Lyceum Clubs integraba veintiocho liceos. En cualquiera de ellos, una socia de número que estuviera de viaje, o residiera transitoria-mente en una ciudad con sede, tenía plenos derechos en calidad de «asociada visitante».

En Madrid, en 1926, después de haberse celebrado la primera asamblea de socias fundadoras del Lyceum, en la que se aprobaron los estatutos de Londres, una de las asociadas, Carmen Gallardo, logró encontrar una sede adecuada para el club, la casa de las Siete Chimeneas, en la calle de las Infantas, nº 31, y aquel mismo verano un grupo de socias, Pilar Zubiaurre, Mabel Rick, Trudy Graa, María Martos y Pura Maórtua, se encargó de amueblarla, cobrando, por consenso, doble cuota a las asociadas. Mientras, Carmen Monne, Aurora Lanzarote, Eulalia Lapresta y miss Baker se ocuparon del «ramo de las finanzas», gestionando la obtención de fondos para el club, mediante subastas y fiestas, ya que las fundadoras se enfrentaban a toda clase de problemas sociales y económicos. Recuérdese que las mujeres, como los hombres menores de edad, no tenían capacidad legal para obrar, así es que por el mero hecho de disponer de dinero y alquilar una casa a su nombre desafiaban las leyes vigentes. Desde luego, los sectores conservadores de la sociedad española, y sobre todo la Iglesia católica, juzgaron que la cuestión femenina era un peligro, y el Lyceum Club, un escándalo. En algunos de sus medios de comunicación, las socias llegaron a ser acusadas de «criminales», nada menos.

Con todo, seis meses después, el 5 de noviembre de 1926, aquellas decididas mujeres inauguraron la primera sede del Lyceum Club de Madrid (1926-1939).

En la sección social se concentraron los debates sobre las leyes injustas para la mujer y, más adelante, se comenzó a discutir el sufragio femenino; probablemente, las socias Clara Campoamor y Victoria Kent iniciaron en el Lyceum la polémica a favor y en contra del voto de las mujeres, que las enfrentaría dialécticamente en 1931 como diputadas del Congre-so. La misma sección organizó cursos de derecho civil y político y formó varias comisiones para estudiar la reforma de los Códigos Civil y Penal, dirigidas por abogadas profesionales, de forma que, a partir de 1927, el Lyceum elevó al gobierno las reivindicaciones que las socias consideraban «el mínimum de los derechos humanos». Las restantes secciones del Lyceum prepararon numerosos cursillos, seminarios, exposiciones, conciertos, conferen-cias y lecturas de poemas, en las que tomaron parte destacados científicos, intelectuales, escritores y artistas. Marta Martos puso en marcha una espléndida biblioteca, y Rosario Lacy, la primera licenciada en medicina de España, dirigió la organización de Casas del Niño en distintos barrios madrileños. A los seis meses de la inauguración del Lyceum, en 1927, se había triplicado el número de asociadas inscritas. Por otra parte, las estudiantes de la Residencia tenían acceso libre al Lyceum.

El Lyceum Club aglutinó a un colectivo de españolas cultas, de ideas avanzadas e intereses políticos y profesionales diversos, que hasta entonces habían estado desconec-tadas entre sí: «Las mujeres no encontraron un centro de unión hasta que apareció el Lyceum Club», escribió Mª Teresa León (León, 1987], pág. 267). Allí se congregaban mujeres de dos generaciones, por así decir. Efectivamente, en 1926, mientras que unas socias tenían cuarenta años largos, otras apenas contaban veinte. Las jóvenes, en general, eran más radicales, de forma que ciertos conflictos internos entre las socias derivaron directamente de esta diferencia de edad; una jovencísima Concha Méndez, por

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ejemplo, decía que «al Liceo acudían muchas señoras casadas, en su mayoría mujeres de hombres importantes: la mujer de Juan Ramón, Zenobia Camprubí, Pilar Zubiaurre y otras. Yo las llamaba las maridas de sus maridos»; la vanguardista joven no se daba cuenta de que, solo con que se casara, sus palabras podían volverse contra ella.

Menos inocente, en cambio, fue un folletín contra las socias del Lyceum, «Las mujeres de Cogul», que publicó Ernesto Giménez Caballero en La Gaceta Literaria, en 1931-1932. Este periodista, que poco después participaría en la fundación de Falange Española, sostenía la opinión, casi como una idea fija, de que: «la República en España es el triunfo de la niña. Un éxito radicalmente femenino» Con la intención, al parecer, de refrenar el «avance de la España ginecocrática», Giménez Caballero publicó «Las mujeres de Cogul», despotricando contra las mujeres de ideas avanzadas en general, y contra las socias del Lyceum Club, según éI revolucionarias «irredentas».

Este tipo de cháchara, sin embargo, se convirtió en una amenaza para las socias al terminar la guerra civil española. En 1939, Serrano Suñer decretó el cierre del Lyceum Club y cedió el local a Falange Española, que lo reconvirtió en el Circulo Cultural Medina, completamente diferente. Una circular de la Asociación Internacional de Lyceum Clubs, de 1954, certificó el final del club madrileño: «Lyceum Club de Madrid: cerrado por causas políticas del país».” ([Hurtado1998], págs. 26-31) Además de cursos, conferencias y debates, en el Lyceum se organizaban también

conciertos y exposiciones. Los primeros corrían a cargo de la compositora María Rodrigo Bellido (1880-1967), dos veces becada por la Junta para la Ampliación de Estudios, y autora de la primera ópera compuesta por una mujer que se estrenara en España (en el Teatro de la Zarzuela, en 1915, con texto de los Hermanos Quintero). La primera exposición que, como encargada de la sección de Bellas Artes, organizó Carmen Baroja en el Lyceum, mostró en una doble individual los batiks de Victorina Durán y los cueros repujados y troquelados de Matilde Calvo Rodero, y tanto el club como las artistas recibieron muy buenas críticas (Blanco y Negro, 26 de diciembre de 1926)

“Por el Lyceum circuló lo más granado del feminismo sufragista de entonces, las señoras cultivadas de los intelectuales liberales y de izquierdas y las transgresoras de marca que supieron plantar cara a las provocaciones de la conferencia de Alberti. Se estrenaron algunas obras de los compositores del 27, celebrándose exposiciones, conciertos, conferencias, recitales de poesía como los de Gabriela Mistral (1928) y Victoria Ocampo, homenajes y representaciones teatrales a cargo de un cuadro dramático que dirigió Halma Angélico. Fue aquí, en mayor grado que en la Residencia de Señoritas, donde lo más festivo del maduro espíritu femenino del 27 tomó forma y se hizo carne, especialmente en aquellos carnavales que organizaron en el Ritz y el Palace.” ([Carretón, 2005], pág. 13)

Dejando la Casa de la Siete Chimeneas detrás, subimos un poquito por Infantas, tomamos Marqués de Valdeiglesias a nuestra izquierda y salimos al inicio de la Gran Vía. La posibilidad de abrir una gran avenida que atravesara el casco antiguo de Madrid para unir, respectiva-

mente, la Puerta del Sol con la Estación del Norte, y el barrio de Salamanca con el ensanche de Argüelles, se llevaba barajando muchos años en el Ayuntamiento, y en 1904 se aprobó el proyecto de los arquitectos municipales José López Sallaberry y Francisco Andrés Octavio, aunque la oposición de los vecinos y comerciantes de la zona frenó las obras hasta 1910.

La construcción de la Gran Vía, con los primeros grandes almacenes de la ciudad, escaparates de lujo, grandes salas de cine y cafés que fueron muy frecuentados antes de la Guerra Civil, supuso un cambio enorme en las costumbres de los madrileños y transformó visiblemente el aspecto de la ciudad; la Gran Vía se pensó como zona de ocio, como escaparate de las nuevas actividades comerciales y como puerta de entrada al cosmopolitis-mo y a la modernidad de entreguerras. En esos momentos, en Madrid se encontraban en pleno desarrollo los tendidos del gas, de la electricidad y del telégrafo, las redes de distribu-ción de agua y saneamiento, las mejoras del tráfico rodado —ya había automóviles—, el desarrollo de los ferrocarriles de vía estrecha, la electrificación de las líneas del tranvía y la construcción de otras nuevas para conectar con los nuevos barrios y las obras de canaliza-ción del río Manzanares con dos grandes colectores. La idea era que todo este desarrollo se reflejase en la nueva arteria, cuyo proyecto de construcción requería la demolición de gran cantidad de caserones, incluyendo varias iglesias, y la desaparición o transformación de numerosas calles.

El área afectada fue de 142.647,03 m2, que incluían 358 fincas y 48 calles; se construye-ron 32 manzanas nuevas, se demolieron 312 casas, se nivelaron 44 lotes de terreno, se desenlosaron 8.856 metros de aceras, se deshicieron 26.365 m2 de empedrado y adoquina-do y se quitaron 14.335 metros de cañerías de agua y de gas y 274 farolas. Para ello se transportaron y nivelaron 61.799 metros cúbicos de escombros y 31.997 de terraplenes. A continuación se enlosaron 18.777 m2 de acera, se adoquinaron con granito 35.616 m2 y se asfaltaron 11.373 m2; se construyeron 2.502 metros de alcantarillas y se canalizaron 1.315 metros para acometidas de agua, gas y electricidad, así como 7.024 metros de tubo de plomo. También se instalaron 174 sumideros de incendios y tomas de agua, 219 farolas a gas y 66 lámparas con candelabros. El proyecto se llevó a cabo en tres tramos. Para el primero, que se abrió al tráfico en 1924 como avenida del Conde de Peñalver, las grandes familias y capitales de la ciudad compitieron por los solares y se trajeron a los mejores arquitectos nacionales y extranjeros. Se realizó entre 1910 y 1915, y va desde la calle de Alcalá hasta la Red de San Luis, en la esquina con Montera.

“Yo vine a dar con mi caudal de ilusiones y de ensueños, una triste tarde de septiem-bre, en una modesta casa de huéspedes de la calle de la Montera: 10 reales con principio. Todavía me parece estar viendo el oscuro comedor con la larga mesa guarnecida en el centro con un marchito ramo de flores. En torno nos sentábamos estudiantes, horteras, empleadillos de 5.000 reales, dos cómicos, que ganaban 15 duros al mes y sólo daban en la casa diez por la privación del principio y el desayuno, una pensionista vieja, con aires de gran señora, y yo, que era el niño mimado de la casa.” ([Burgos, 1910], págs. 243, 245).

“En Madrid amanece en la calle de la Montera con todos estos ruidos de aquí y los suyos propios, los traperos empiezan a inundar las calles como jugando a niños, de

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cualquier cosa hacen un carro y se montan todos. Todo lo que encuentran les vale para jugar, se ponen una manta por la cabeza o lo que quieran y los vestidos y todo a su capricho. Guían ellas un burro por las mejores calles de Madrid y siguen jugando con las caballerías y a las apuestas: a quién corre más. Cuando van para casa se compran churros tan ricos y todos los días empiezan la aventura y como si fueran al bazar, encuen-tran un paquete nuevo.” ([Tejero, 2004], pág. 77)

El segundo tramo, que llegaba hasta la plaza del Callao, se abrió en 1927 con el nombre de avenida de Pi y Margall, en recuerdo del que fuera presidente de la Primera República Española. Desde el primer momento, con la apertura de la estación de metro Gran Vía en 1919, el recorrido desde la Red de San Luis hasta Callao fue un continuo ir y venir de gentes, y sus nuevos y modernos edificios fueron un reclamo para las iniciativas nuevas y modernas que iban surgiendo en Madrid. En el número 28, por ejemplo, se levantó el edificio de Telefónica, en su momento el rascacielos más alto de Europa, y junto a él se abrieron, en 1934, los primeros grandes almacenes de Madrid, Sepu (Sociedad Española de Precios Únicos), hasta hace muy pocos años el mejor sitio para comprar boinas de colores y calcetines de la ciudad. Frente a la Telefónica, en el número 27, construyó Antonio Palacios en 1919 su modernísimo edificio comercial Matasanz, al estilo de la escuela arquitectónica de Chicago, con un patio central de estructura metálica y de cristal, alrededor del cual establecieron sus locales u oficinas los proyectos más avanzados del momento. Allí tenía su sede, por ejemplo, la Revista de Occidente, y en sus salones, que Ortega cedió por primera y única vez, tuvo su primera exposición Maruja Mallo en 1928.

“Cuando don José Ortega y Gasset la había consentido entrar en su Olimpo, es que se había dado cuenta de que era una aportación positiva de los tiempos nuevos... Allí estaba la autora, pequeñita, con ojos de lince, la cabeza como una veleta de giros rápidos, apretada la nariz a la barbilla como un pájaro orgulloso de su nido de colores... María, Maruja, reía y daba la mano como tirando de la campañilla de la amistad.” ([Gómez de la Serna, 1942])

Maruja Mallo no fue la única pintora de la época relacionada con la Gran Vía: Delhy Tejero decoró en el estilo art déco, entre otros establecimientos madrileños, la perfumería que tenían los padres de Rosario Nadal, la primera mujer de Camilo José Cela, en los bajos del Palacio de la Música —un edificio que situado en el número 35, construyó en 1924 otro de los arquitectos que más contribuyó a que Madrid se abriese a la modernidad, Secundino Zuazo—. También pintó los techos del cine que había en los bajos del inmueble donde tenía su estudio, el Palacio de la Prensa, en el número 4 de la plaza del Callao. Un edificio curioso, con planta pentagonal, construido entre 1925 y 1929 por el arquitecto Pedro Muguruza para sede social de la Asociación de la Prensa de Madrid. En 1931, Delhy Tejero consiguió la cátedra de Pintura Mural de la Escuela de Artes y Oficios, en la calle de la Palma número 46, en pleno barrio de Maravillas, un barrio modesto agazapado tras los modernos edificios de la Gran Vía, donde habían estudiado la propia Delhy, Rosa Chacel y Remedios Varo antes de entrar en San Fernando.

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entero—, y la aparición de una imagen de la virgen entre unas flores llamadas “maravillas” dió nombre a uno de aquellos conventos y también al barrio. La zona de Conde Duque eran casitas bajas con corral y allí se construye el cuartel para albergar a los tercios de Flandes. Con los conventos y los cuarteles llegaron también los palacios —el más lujoso el de Liria—, y las dos primeras calles: San Vicente Ferrer y la Palma, el corazón del barrio; de hecho, para muchos, el barrio. Nos dirigimos hacia allí entrando desde la Gran Vía por Tudescos y tomamos las Correderas, primero la Baja y luego la Alta, hasta llegar a la calle del Espíritu Santo, que tomamos hasta San Andrés.

“Cuatro esquinas cardinales: dos calles divididas en cuatro. San Vicente hacia arriba, la puerta churrigueresca del Hospicio. San Vicente hacia abajo, la Universidad... San Andrés, por un lado Plaza del Dos de Mayo y Bulevares, por el otro corte muy próximo en explanada —casi desmontes— adonde afluyen calles famosas, de míseros prostíbulos —Tesoro, Espíritu Santo.... Corredera Alta—, comercio, ultramarinos, pescaderías, casquerías, puestos callejeros de verduras, mercado de San Ildefonso. Toda la calle un gran mercado —olor de olores, acorde o escala, derrotero de disonancias que al disgre-garse se intensifican: una va ganando a otra—, lo cálido y graso sucede a lo fresco frutal y lo marino, trascendiendo a sal —gracia de los mares—, derivando a putridez que el agua dulce, que la insulta, arrastra hacia la cuesta... Sal nuevamente en los ultramarinos del café y el cacao: sal o salmuera en los bacalaos —de Escocia—, que escuece al herir la nariz, entre el bravío de las orzas de aceite… Gran mercado: culmina la realidad, el movimiento de lo que nutre —ya muerto, ya inmóvil— a 10 que vive y come y anda. Olor de olores, heraldo del consolador de la carne, que grita porque quiere —rápidamente, inmediatamente, ahora mismo, hoy, antes de morir— reconfortarse, corroborarse con las substancias exquisitas… Placer y hasta sorpresa, y hasta regalo o fiesta, y hasta lujo en el recetario casero… y nada mas. Nada más que lo que proviene del gran mercado: el resto es silencio en el barrio, es pasado… Un arco de ladrillo en el suelo hundido de la plaza… La plaza, plaza hoy día encuadrada por casas que, en sólo un siglo, crecieron y envejecie-ran. Crecieron sobre un campo de guerra, de triunfo...Cañones, arrastrados por donde hoy hay casas, rechazando, arrasando infantes y caballos que atacaban, viniendo por donde hay casas hoy. Y en seguida —siglo bendito, hoy ostentando en la gloria sus gloriosos pecados—, en seguida vino el albañil con su ladrillo y llana, vinieron los cristale-ros y fumistas, los pintores y los que extendían por las paredes papeles floreados, los que colgaban quinqués sobre las camillas. En seguida acudieron los carboneros con el carbón de encina para los braseros y alrededor se formaron hogares: ¡modesto fuego para tal nombre!, fuego silencioso sin chisporroteo ni llama, doméstico, enjaulado pájaro de fuego, arropando su brillo con la capa de ceniza, resguardado por ella del frío que lo consume, concentrado en sí mismo y, sólo al oprimirle la badila, entreabriéndose jugoso como una granada. Se formaron hogares a su medida: no los fundaron descendientes de las grandes casas, sino tal vez ascendientes de modestos orígenes o vástagos de ramas estacionadas ya en varias generaciones y, en medio del bendito siglo, equilibradas, relajan-do sus músculos en el feliz bostezo de sus profesiones liberales… Vivieron, proliferaron. El flujo y reflujo de los valores monetarios no alteró el tráfago del gran Mercado: la Corredera

“Eran, en fin, una nota más en aquel concierto de pobretería disimulada y seria que se extendía por el barrio de Maravillas, manteniendo lo que podríamos llamar su línea melódica, ricamente contrapuntada por el pueblo y matizada por esporádicas disonancias de bohemia.” ([Chacel, 1972], pág. 212)

Nos dirigimos hacia allí por las callejuelas que asoman tras el Palacio de la Prensa. Antes de hacerlo, echamos una ojeada al último tramo de la Gran Vía que ante nosotros baja hasta la plaza de España. Oficialmente, se terminó de construir en 1932, pero algunos edificios no se acabaron hasta después de la Guerra Civil. Fue el trecho más complicado de los tres, ya que, al contrario de lo que ocurrió con los dos primeros y las calles de, respectivamente, San Miguel y Jacometrezo, en éste último no había ninguna vía que sirviera de guía, y hubo que derribar muchas manzanas. Eso dio lugar a gran cantidad de reclamaciones interpuestas por los propietarios negándose a las expropiaciones.

Entramos en el barrio de Maravillas por Tudescos y tomamos las Correderas, primero la Baja y luego la Alta. Como casi todo Madrid, este barrio comenzó siendo un encinar con un paisaje muy parecido al del Pardo.

“Pero lo que es más concluyente y manifiesta con más claridad que el bosque llegaba hasta los mismos muros de la población, y que su espesura era grandísima, es el hecho tan conocido en que Isabel la Católica estuvo á punto de perecer en las inmediaciones de la ermita de San Isidro. Cuenta la fama y la historia refiere, que entre los muchos osos que entonces pululaban por los contornos de la Villa, había uno de tan extraordinarias proporciones que era el espanto de toda la comarca; no sólo era temido de los cazadores, sino también de los vecinos, pues abandonaba con frecuencia la fragosidad del monte, llenando de terror á cuantos pasaban el río, y aún á los mismos habitantes del barrio, que todavía se conoce con el nombre de la Morería. Los Reyes Católicos determinaron dar una batida con verdaderos honores de batalla, disponiendo las cosas de modo que el fiero animal saliera á la orilla del río, ó á los puntos menos poblados, para poder perseguirlo mejor y con más seguridades de éxito. El ojeo había comenzado muy temprano, y cuando la reina empezaba á internarse en la parte montañosa, saliendo de un bosquete al lado de la fuente hoy consagrada a San Isidro, la hostigada fiera se avalanzó sobre Isabel, que á no ser por su serenidad hubiera perecido en aquel lance. La reina de Castilla dió muerte por su propia mano al temible enemigo, noticia que recibió con gran algazara el pueblo, que contemplaba la montería desde los adarves de la Villa”, cuenta quien fuera director de Parques y Jardines de Madrid en 1900. ([Rodrigáñez, 1888]).

En los siglos XIV y XV, la zona del barrio Maravillas estaba cubierta por fincas de caza mayor (Lope de Amaniel, por ejemplo, era el guardés de una de ellas, y por eso el nombre de la calle de Amaniel), que en el siglo XVI dieron lugar a las pueblas, grandes fincas de los señores de Madrid con usos agrícolas y cinegéticos. A comienzos del siglo XVII, la Iglesia instaló un gran número de conventos —tres de ellos aún existen: el de San Plácido, el de Don Juan de Alarcón y el de Comendadoras, único convento madrileño que se conserva

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conservó su corriente. Los precios, que osaban llegar a alturas inauditas —sacrílegos, en el pan—, arrancaban gritos de plañideras a las madres. Todo quedaba en la corriente del mercado: fuera de aquella zona, sólo silencio, sólo la sombra de la gran derrota que coronaba el bendito siglo —siglo de triunfo, en sus albores— y la débil tiniebla sobre la infancia del siglo naciente...” ([Chacel, 1984], págs. 36-39)

Bajamos por San Andrés hacia la calle de la Palma, donde nos acercamos, cuesta abajo, a la Escuela de Artes y Oficios frente a la que paseaba arriba y abajo una ansiosa Rosa Chacel de quince años, a la espera de que comenzase el curso para el que se había matriculado. ¡Que distinta la experiencia de la Chacel niña a la de la Tejero adulta!

“Mientras tanto, merodear por la calle de la Palma, pasar y repasar a cualquier hora, ver todas las fases del inmenso portal a todas las horas el día. Llegaban chicas por la mañana con carpetas y cajas de dibujo: imposible hablarlas. Las veía entrar en la escuela y pasaba de largo, incapaz de abordarlas.” “Al otro día, las puertas estaban cerradas enteramente. Había terminado toda actividad en la escuela, pero yo seguí pasando a diario y pensando: cuando se vuelva a abrir, en septiembre, por esta puerta entraré al mundo.” ([Chacel, 1972], págs. 265-266)

“Es demasiado fuerte ser profesora de Artes y Oficios, me lo llena todo, me desmagneti-za enteramente, todo el fluido de ella me penetra y nada mío puedo sacar, y es que es todos los días dos horas dejándome absorber, maniatarme toda.” ([Tejero, 2004], pág.227)

Desde los años 70 del siglo pasado, al barrio se le conoce también como Malasaña. Durante la invasión napoleónica de 1808, gentes del vecindario, incluyendo a las heroínas Manuela Malasaña y Clara del Rey, y unos cuantos soldados rebeldes se hicieron fuertes en el antiguo cuartel de Monteleón —del que hoy sólo queda el portón, en la Plaza del Dos de Mayo— y lograron resistir varias horas frente al entonces ejército más poderoso de Europa, dando lugar a la guerra de Independencia. En los años setenta del siglo pasado, el ayunta-miento anunció un disparatado proyecto para derribar el barrio y construir aquí una gran avenida surcada de rascacielos que, dando muestras de muy poca astucia, decidió llamar Plan Malasaña. Ni que decir tiene que al grito de «¡Manuela Malasaña!», la resistencia vecinal impidió que el proyecto se llevase a cabo. Los vecinos acabaron adoptando el nombre de Malasaña para su barrio, el único en Madrid que tiene tres nombres: Maravillas, Malasaña y Universidad. Aunque hay otros edificios en la zona relacionados con el saber y la ciencia, como la Real Academia de las Ciencias Exactas, Físicas y Químicas en la calle Valverde, es la sede del la antigua Universidad Central la que da su tercer nombre al barrio.

“Formaba aquel terreno unos cerros que labraba el pueblo de Fuencarral; pasaba por ellos un arroyo con algunas palmeras, llamábanle de Mata-lobos, por haber cazado allí algunos. […] La calle tomó el nombre de Ancha de Convalecientes por causa de un asilo para ellos que cerró Felipe II al reducir los hospitales. Volvió éste a fundarse en el convento de S. Bernardo, título que tomó la calle. […] Poblóse de conventos, empezando por el del

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Frente a nosotros, al otro lado de San Bernardo, en el número 49 y haciendo esquina con Noviciado, está la antigua Universidad. En esta Universidad estudió Filosofía durante el curso 1921-22, por libre debido a su mala salud, María Zambrano, que en época de exámenes se alojaba en la Residencia de Señoritas Estudiantes. En 1926, su familia se trasladó desde Segovia a Madrid, y ella pudo terminar sus estudios. Después, en la misma cátedra y aula que Ortega y Gasset —“Que el destino de la mujer no es la actividad […] que la profunda intervención femenina en la historia no necesita consistir en actuaciones, en faenas, sino en la inmóvil, serena presencia de su personalidad” (Obras Completas, págs. 328-331)—, trabajó como asistente dando clases desde 1931 hasta 1936.

La calle de San Bernardo sale a los Bulevares, la moderna avenida construida a principios del siglo XX. En su extremo Oeste se construyó el Ensanche de Argüelles, una zona moderna junto al barrio de Moncloa cuyo espíritu refleja muy bien la Casa de las Flores (Hilarión Eslava/Meléndez Valdés/Gaztambide/Rodríguez San Pedro), una manzana de casas de vecinos construida por Secundino Zuazo en 1930 al estilo de las que desde los años veinte se construían en Centroeuropa: asequibles de precio, iluminadas, ventiladas, amplias y formando una retícula de patios alrededor de un jardín. Allí tuvo su residencia Pablo Neruda tras ser expulsado de la isla de Java. Había traído consigo máscaras y pieles extrañas y autóctonas, y los sábados convocaba allí de fiesta a la «muchachada», “hacíamos una selva urbanizada, un batiburrillo de gritos con que simulábamos los animales”, cuenta Maruja Mallo en la entrevista que le hicieron para la serie Grandes Personajes de RTVE (disponible en DVD).

El barrio de Moncloa fue en 1925 lugar de encuentro de la compañía de teatro el Mirlo Blanco, que hacía sus representaciones en la casa de Ricardo Baroja y Carmen Monné de la calle Mendizábal número 34. Estas representaciones eran lugar de encuentro de algunas de las mujeres que un año después fundarían el Lyceum Club Femenino, entre ellas la escritora y traductora Isabel Oyarzábal (que se convertiría en la primera Embajadora de España y vicepresidenta del Lyceum), Magda Donato, Natividad González (la secretaria de la Escuela de Agrónomos) y Carmen Juan (maestra del Instituto Escuela).

“La tarde, fría, dejaba caer su desolación sobre la arboleda de la Moncloa. El viejo solar madrileño parecía estremecerse, aterido con la impresión de la deshecha capa de nieve, y el cielo gris, plomizo, con tonos violeta, rimaba en la coloración de amarillo y bronce de las hojas caedizas, el rojo vivo de los árboles de Pascua y toda la gama verde de palmeras y arbustos de hoja permanente.” ([Burgos, 1910], pág. 262)

Hacia el Este de San Bernardo, está la Glorieta de Bilbao. Así la veía en 1900 la niña María Manera, recién llegada de Cuba.

“Mis horas pasaban leyendo cuentos o mirando la amplia glorieta de Bilbao, por la que cruzaban tranvías de mulas, coches simones, otros de lujo con lacayos muy compuestos, caballos que tanto me gustan, y grandes carretas con aire campesino, algunos tiburis, uno de ellos guiado por la Chelito, popular cupletista que vivía a escasa distancia, y muchos vendedores de variadas cosas: flores, frutas, botijos y hasta baúles. Algunas veces eran

Rosario y acabando por el de Montserrat para los monjes castellanos expulsados por sus compañeros de Cataluña y las Salesas nuevas, en cuyo edificio estuvo la Universidad desde 1838, hasta que se trasladó al Noviciado, donde hoy se encuentra.“ ([Fernández de los Ríos, 1876], pág. 67)

La Universidad Central, “se fundó en Madrid en 7 de Noviembre de 1822, pronunciando el discurso de inauguración D. Manuel José Quintana, a la sazón Presidente de la dirección general de estudios, y quedó cerrada al comenzar el período de 1823 en que se declaró guerra á las Universidades, al paso que se creaba la enseñanza de la tauromaquia; recobró su título por el plan de estudios de 28 de Agosto de 1850, cuando ya había sido trasladada a Madrid la Universidad de Alcalá.

Cuando la nación carecía de capital y Madrid de importancia, Cisneros, movido por afecciones de la infancia, eligió el pueblo donde había seguido sus primeros estudios, para fundar en AIcalá de Henares, con el título de Colegio mayor de San Ildefonso, un instituto exclusivamente dedicado a las ciencias eclesiásticas, y por tanto, sin cátedras de derecho civiI. Puso el cardenal la primera piedra al edificio destinado, para albergarle en 28 de Febrero de 1498, y se inauguró en 26 de Julio de 1508, aumentándose luego las cátedras hasta 46 de todas facultades.

Después de la muerte de Cisneros, con motivo de las sangrientas quimeras de los vecinos de Alcalá con los escolares se trató seriamente por el claustro de trasladar los estudios a otra parte. Madrid y Guadalajara se disputaban la recepción de la Universidad. Dió comisión el claustro al famoso doctor Pedro Ciruelo, para que pasase á acordar la traslación con el Senado de Madrid, y hubiérase sin duda verificado, a no ser por la oposición del gobernador Francisco de Prado, que consideró peligroso incorporar al vecindario la estudiantina, turbulenta por el ímpetu fogoso de la edad, procedente de tan diversas provincias y naciones, y que tan odiosa se había hecho a los comarcanos: lo más peregrino del discurso del tal Gobernador fue la conclusión: « Bien veis, ciudadanos, dijo, que los reyes hacen frecuentes residencias en este vuestro pueblo. convidados por lo saludable de su clima y por la abundancia de comestibles y comodidad de todas las cosas. Tienen además un singular atractivo en los amenos bosques del Pardo y de Aranjuez tan poco distantes, donde encuentran un recreo oportuno contra el tedio del Gobierno. Si admitís aquí la Universidad complutense cerráis la entrada a los reyes, que fundarán otra corte en este país antes que mezclarse con la gente de letras; porque en realidad ¿cómo pueden concordar el tráfico de los negocios con la quietud de las Musas? ¿Qué figura harán las ropas hopalandas de los filósofos al lado de las púrpuras de los príncipes?».” ([Fernández de los Ríos, 1876], pág. 525)

Bajamos por Palma y al llegar a San Bernardo giramos a la derecha hasta llegar a la esquina con Pez, donde se levanta el Palacio Baüer, hoy Escuela de Canto. Victorina Durán, que en 1929 consiguió la cátedra de Indumentaria y Arte Escenográfico, dio clase en este edificio durante los años en que albergó al Conservatorio Nacional de Música y Declamación.

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rebaños de ovejas o cabras las que animaban la calzada con sus cencerros. También pasaban señores bien vestidos, con muchas pieles, mujeres con mantones de abrigo, algunas muy garbosas y otras con trajes regionales. No había monotonía. Se reunía la gente para ver como un hombre, en lo alto de un coche, se dedicaba a sacar muelas. Y si el paciente se quejaba, comentaba al público con risa su cobardía. Otras veces eran unos grandes carteles con pinturas mal hechas, que narraban crímenes y cogidas de toreros. Unos hombres patéticos vendían sus cuentos en coplas o aleluyas. Los charlatanes, en mitad de la calle, ofrecían mil cosas, hasta curanderías para diversas enfermedades y los vendedores alborotaban con sus mercancías, algunas muy populares como «Don Nicanor tocando el tambor». Era en verdad distraído mirar a la calle. Todo esto desapareció en pocos años. Únicamente quedaron las floristas y el pito triste del afilador.” ([Manera, 1965], pág. 20)

“Al entrar la primavera, pusieron un “cine» en la calle de Fuencarral, casi al lado de nuestra casa, era como un barra con butacas a un real y la entrada general a 15 céntimos. A la puerta, un órgano muy grande y feo, con muñecos que sonaban campanillas, tocaba músicas populares. La pantalla del cine era pequeña y no demasiado mala, para ser tan en los comienzos. Vimos —abuelito nos invitaba todos los jueves que no había colegio— “El demonio en el convento», “Juana de Arco», “El suplicio una mártir», varios números de ballet y La parisiense al regresar a su casa, que era la estrella de esos balbuceos, se llamaba Madame Enclaut, muy graciosa y de bonito tipo. Todas estas películas eran en colores. Y en negro, la misma actriz en Los niños nacen de las coles», “Los siete pecados capitales» y muchas más de gracia, fantasmas o vistas de mar y tierra.” [Manera, 1965], pág. 22)

La construcción de los modernos Bulevares con sus tranvías y automóviles, hizo cambiar casi de repente el aspecto de la glorieta. Resulta muy apropiado que el moderno espíritu de la Junta de Ampliación de Estudios, destino final de nuestro paseo, ubicase en 1907 sus oficinas en el número 6 de la nueva plaza. Desde estas oficinas la Junta de Ampliación de Estudios fue diseñando poco a poco sus proyectos científico y pedagógico (los primeros con pies y cabeza que hubo en nuestro país) y levantando su campus en el Cerro de los Vientos (llamado también Altos del Hipódromo y, más tarde, Colina de los Chopos).

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Francisca Bartolozzi Sánchez (Francis, o Pitti), pionera de las historietas y los comics y nacida en Madrid en 1908, no tuvo problema en acceder a la Escuela de San Fernando porque, como quien dice, se había criado allí. Su padre, Salvador Bartolozzi, era hijo de don Lucas Bartolozzi, un vaciador de escayolas que llegó a España procedente de la Toscana italiana como vendedor ambulante de sus propias figurillas, se casó con una segoviana de Villacastín y, tras trabajar en algunos talleres de escultores, pasó a ser conservador del Taller de Vaciado de la Escuela de Bellas Artes de San Fernando. Allí estudiaron sus dos hijos Salvador y Benito, que se hizo escultor, y después lo haría su nieta. Francis hizo pandilla en la escuela con sus compañeras Maruja Mallo, Delhy Tejero y Remedios Varo, quien se convertiría en su gran amiga de por vida, y acabó dedicándose, como su padre —el continuador de la historias y dibujos de Pinocho en España—, al dibujo y al teatro. Francis colaboró frecuentemente con él y su compañera, Magda Donato, ya fuese haciendo dibujos, ya fuese haciendo los decorados de las obras de teatro en las que colaboraba Magda. También participó como indumentarista y decoradora en las giras de las Misiones Pedagógi-cas, y con la Argentinita para un cancionero escénico de García Lorca. Al estallar la Guerra Civil, se unió junto a su esposo, el pintor Pedro Lozano De Sotés (con quien tendría un hijo en 1943, Rafael Lozano Bartolozzi, también pintor), al grupo radiofónico Altavoz del Frente, con series como Pesadillas Infantiles. Tras la Guerra Civil se estableció en Pamplona donde, dedicada a la Historieta, la pintura, el teatro y la revocación plástica de ermitas y guarderías, vivió hasta su muerte en 2004.

“Éramos muy pocas las chicas a quienes nuestros padres nos dejaban estudiar, más aún si se trataba de una carrera como la de Bellas Artes. Aquello no estaba bien visto, figúrate que teníamos una condiscípula que tenía que ir con su señorita de compañía. Lo pasábamos muy bien, aunque los profesores eran muy exigentes. A mí, Garmelo me suspendió en junio, no me lo merecía, era por el simple hecho de ser mujer, cuando me quejé me dijo que me aprobaría en septiembre”.

Francis Bartolozzi, entrevistada por Beatriz Varo, Pamplona 1986 ([Varo, 1990], pág. 38.

Francis Bartolozzi(1908-2004)

Capi Corrales Rodrigáñez

Pág. anterior.Autorretrato de Francis

Bartolozzi, 1990. Museo de Navarra (Pamplona).

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“Yo no vengo aquí, ni como crítico, ni como conocedor de la obra de María Blanchard, sino como amigo de una sombra. Amigo de una dulce sombra que no he visto nunca pero que me ha hablado a través de unas bocas y de unos paisajes por donde nunca fue nube, paso furtivo o animalito asustado en un rincón. Nadie de los que me conocen pueden sospechar esta amistad mía con María Gutiérrez Cueto, porque jamás hablé de ella, y aunque iba conociendo su vida a través de relatos originales, siempre volvía los ojos al otro lado, como distraído, y cantaba un poco porque no está bien que la gente sepa que un poeta es un hombre que está siempre ¡por todas las cosas! a punto de llorar.

— ¿Usted conocía a María Blanchard? Cuénteme...Uno de los primeros cuadros que yo vi en la puerta de mi adolescencia, cuando sostenía ese

dramático diálogo del bozo naciente con el espejo familiar, fue un cuadro de María. Cuatro bañistas y un

fauno. La energía del color puesto con la espátula, la trabazón de las materias y el desenfado de la composición me hicieron pensar en una María alta, vestida de rojo, opulenta y tiernamente cursi como una amazona.

Los muchachos llevan un carnet blanco, que no abren más que a la luz de la luna, donde apuntan los nombres de las mujeres que no conocen para llevarlas a una alcoba de musgos y caracoles iluminados, siempre en lo alto de las torres. Esto lo cuenta Wedekind muy bien y toda la gran poesía lunar de Juan Ramón está llena de estas mujeres, que se asoman como locas a los balcones y dan a los muchachos que se acercan a ellas una bebida amarguísima de tuétano de cicuta.

Cuando yo saqué mi cuartilla para apuntar el nombre de María y el nombre de su caballo me dijeron: «Es jorobada».

Quien ha vivido como yo y en aquella época, en una ciudad tan bárbara bajo el punto de vista social como Granada, cree que las mujeres o son imposibles o son tontas. Un miedo frenético a lo sexual y un terror al «que dirán» convertían a las muchachas en autómatas paseantes, bajo las miradas de esas mamás fondonas que llevaban zapatos de hombre y unos pelitos en el lado de la barba.

Yo había pensado con la tierna imaginación adolescente que quizá María, como era artista, no se reiría de mí por tocar al piano «latazos clásicos», o por intentar poemas, no se reiría, nada más, con esa risa repugnante que muchachas y muchachos y mamás y papás sucios tenían para la pureza y el asombro poético, hasta hace unos años, en la triste España del 98.

Pero María se cayó por la escalera y quedó con la espalda combada expuesta al chiste, expuesta al muñeco de papel colgado de un hilo, expuesta a los billetes de lotería. ¿Quién la empujó? Desde luego la empujaron; «alguien», Dios, el demonio, alguien ansioso de contemplar a través de pobres vidrios de carne la perfección de un alma hermosa.

María Blanchard viene de una familia fantástica. El padre un caballero montañés, la madre una señora

María Blanchard(1881-1932)

Capi Corrales Rodrigáñez

Ninfas encadenando a Sileno, 1910, óleo sobre lienzo, 190 x 220 cm. Segunda medalla de la Exposición de Bellas Artes 1910. Elegía de García Lorca sobre la obra. Firmado Maria Gutierrez Cueto, nombre de la artista previo a tomar el de su madre “Blanchard” a partir de instalarse en París. (Foto cedida por Concha de la Serna).

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refinada; de tanta fantasía que casi era prestidigitadora. Cuando anciana iban unos niños amigos míos a hacerle compañía y ella, tendida en su lecho, sacaba uvas, peras y gorriones de debajo de la almohada. No encontraba nunca las llaves y todos los días tenía que buscarlas y las hallaba en los sitos más raros, por debajo de las camas o dentro de la boca del perro. El padre montaba a caballo y casi siempre volvía sin él, porque el caballo se había dormido y le daba lástima el despertarlo.

Organizaba grandes cacerías sin escopetas y se le borraba con frecuencia el nombre de su mujer. En esta distracción y este dejar correr el agua, María Gutiérrez se iba volviendo cada vez más pequeña, una mano le tiraba de los pies y le iba hundiendo la cabeza en su cuerpo como un tubo de «Don Nicanor que toca el tambor».

En este tiempo que corresponde a la Apoteósis final de Rubén, vi yo el único retrato de María que he visto, y era una criatura triste, no sé de quién, en la que está al lado de Diego Rivera el pintor mexicano, verdadera antítesis de María, artista sensual que ahora, mientras que ella sube al cielo, él pinta de oro y besa el ombligo terrible de Plutarco Elías Calles.

En la época en que María vive en Madrid cobija en su casa a todo el mundo, a un ruso, y a un chino, a quien llame a la puerta, presa ya de este delicado delirio místico que ha coronado con camelias frías de Zurbarán su tránsito en París.

La lucha de María Blanchard fue dura, áspera, pinchosa, como rama de encina, y sin embargo no fue nunca una resentida, sino todo lo contrario, dulce, piadosa, y virgen.

Aguantaba la lluvia de risa que causaba, sin querer, su cuerpo de bufón de ópera, y la risa que causaban sus primeras exposiciones, con la misma serenidad que aquel otro gran pintor, Barradas, muerto y ángel, a quien la gente rompía sus cuadros y él contestaba con un silencio recóndito de trébol o de criatura perseguida.

Aguantaba a sus amigos con capacidad de enfermera, al ruso que hablaba de coches de oro o contaba esmeraldas sobre la nieve, o al gigantón Diego Rivera, que creía que las personas y las cosas eran arañas que venían a comerlo y arrojaba sus botas contra las bombillas y quebraba todos los días el espejo del lavabo.

Aguantaba a los demás y permanecía sola, sin comunicación humana, tan sola, que tuvo que buscar su patria invisible, donde corrieran sus heridas mezcladas con todo el mundo estilizado del dolor.

Y a medida que avanzaba el tiempo, su alma se iba purificando y sus actos adquiriendo mayor trascendencia y responsabilidad. Su pintura llevaba el mismo camino magistral, desde el cuadro famoso de La primera comunión hasta sus últimos niños y maternidades, pero atormentada por una moral superior daba sus cuadros por la mitad del precio que le ofrecían, y luego ella misma componía sus zapatos con una bella humildad.

La vida y pasión de Cristo fue tomando luz en su vida y, como el gran Falla, buscó en ella norma, dogma y consuelo. No con beatería, sino con obras, con grave dolor, con claridad, con inteligencia. Lo más español de María Blanchard es esta busca y captura de Cristo, Dios y varón realísimo; no al modo de la fantástica Catalina de Siena que se llega a casar con el niño Jesús y en vez de anillos se cambian corazones, sino de un modo seco, tierra pura y cal viva, sin el menor asomo de ángeles o milagro.

Su cintura monstruosa no ha recibido más caricia que la de ese brazo muerto y chorreando sangre fresca, recién desclavado de la cruz.

Ese mismo brazo fue el que, lleno de amor, la empujó por la escalera para tenerla de novia y deleite suyo, y esa misma mano la ha socorrido en el terrible parto, en que la gran paloma de su alma apenas si podía salir por su boca sumida. No cuento esto para que meditéis su verdad o su mentira, pero los mitos

crean al mundo, y el mar estaría sordo sin Neptuno y las olas deben la mitad de su gracia a la invención humana de la Venus.

Querida María Blanchard: dos puntos... dos puntos, un mundo, la almohada oscurísima donde descansa tu cabeza...

La lucha del ángel y el demonio estaba expresada de manera matemática en tu cuerpo. Si los niños te vieran de espaldas exclamarían: « ¡La bruja, ahí va la bruja!» Si un muchacho ve tu cabeza asomada sola en una de esas diminutas ventanas de Castilla exclamaría: « ¡El hada, mirad el hada!’» Bruja y hada, fuiste ejemplo respetable del llanto y claridad espiritual. Todos te elogian ahora, elogian tu obra los críticos y tu vida tus amigos. Yo quiero ser galante contigo en el doble sentido de hombre y de poeta, y quisiera decir en esta pequeña elegía, algo muy antiguo, algo, como la palabra «serenata», aunque naturalmente sin ironía, ni esa frase que usan los falsos nuevos de «estar de vuelta». No. Con toda sinceridad. Te he llamado jorobada constantemente y no he dicho nada de tus hermosos ojos, que se llenaban de lágrimas con el mismo ritmo que sube el mercurio por el termómetro, ni he hablado de tus manos magistrales.

Pero hablo de tu cabellera y la elogio, y digo aquí que tenías una mata de pelo tan generosa y tan bella que quería cubrir tu cuerpo, como la palmera cubrió al niño que tú amabas en la huída a Egipto. Porque eras jorobada, ¿y qué? Los hombres entienden poco las cosas y yo te digo, María Blanchard, como amigo de tu sombra, que tú tenías la mata de pelo más hermosa que ha habido en España.”

Conferencia leída por Federico García Lorca en el Ateneo de Madrid en 1932, en la velada que en homenaje a la recién fallecida pintora organizó Clara Campoamor.

María Blanchard, nacida en Santander el 8 de marzo de 1881, fue la pintora que jugó un papel más decisivo en la vanguardia española del primer tercio del siglo XX. En 1906 se presentó por primera vez en la Exposición Nacional de Bellas Artes con su obra Gitana y, en 1908, obtuvo la Tercera Medalla del certamen por Los primeros pasos. Estudió en París entre 1909 y 1914, con sendas becas concedidas por la Diputación y Ayuntamiento de Santander. En 1910 obtuvo la Segunda Medalla en la Exposición Nacional de Bellas Artes por su cuadro Ninfas encadenando a Isleño.

Al estallar la Segunda Guerra Mundial se trasladó con Lipchitz, Diego Rivera y Angelina Beloff a Madrid donde, en 1915, participó en la famosa exposición Pintores Íntegros organizada por Ramón Gómez de la Serna en el Salón de Arte Moderno madrileño, la primera muestra dedicada a la pintura de vanguardia celebrada en Madrid. Obtuvo la cátedra de dibujo en la Escuela Normal de Bellas Artes de Salamanca, ciudad que tuvo que abandonar al poco de llegar debido a las crueles burlas de sus alumnos motivadas por su aspecto físico. Regresó a París, donde permaneció hasta su fallecimiento en abril de 1932. En 1918 entró a formar parte de la galería L’Effort Moderne de Leonce Rosenberg, y comenzó a exponer, participar en muestras internacionales —como Los Cubistas y neocu-bistas, celebrada en Bruselas en 1920, en la que también expusieron, entre otros, Picasso, Léger, Braque y Lipchitz— y ser considerada por la crítica francesa, mientras que su pintura se incluía en las muestras del Salon des Indépendants. El Museo Reina Sofía de Madrid cuenta con varios lienzos de María Blanchard en su colección permanente.

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“Yo he conocido uno de esos casos de madres que en la hipertrofia de su pasión maternal, son capaces de todas las injusticias, de todas las crueldades, de todos los crímenes, incluso, para el bien del hijo, Es mi madre. Sí, ella siempre dividió el mundo en dos grupos; a un lado su hija, que todo lo valía y merecía. Al otro la humanidad entera, a la que se podía patear sin escrúpulos en beneficio del ser monstruosamente idolatrado. Pero ese hijo, objeto de todo su amor, era mi hermana. Yo formaba parte del resto de la humanidad.”

Magda Donato, en [Rodrigo, 2003], pág. 34.

Carmen Eva Nelken, nacida en Madrid en 1900, tuvo claro desde muy pronto que si quería ser vista debía desligarse de su hermana Margarita —seis años mayor que ella—, y cuando empezó a despuntar como profesional —fue, simultáneamente, periodista, actriz de teatro y escritora— adoptó el seudónimo de Magda Donato. Aunque actualmente sólo suele ser recordada como hermana de Margarita y/o compañera del famoso dibujante Salvador Bartolozzi (recreador en España de Pinocho y creador de Chapete, enemigo de Pinocho en las Ediciones Calleja), en su época gozó de mucha popularidad y, de hecho, ejerció una gran influencia entre sus contemporáneas, a través de los artículos y entrevistas a personajes célebres que publicó regularmente desde 1917 en el Imparcial, El Liberal, o La Tribuna.

“—Qué cree usted que es más disculpable, ¿la infidelidad del marido o de la mujer? Disculpable no lo es ninguna; el engaño y la mentira son siempre viles y rebajan a quien los practica,

sea hombre o sea mujer. Ahora, justificables, los dos lo son. El adulterio es una consecuencia lógica del matrimonio, sobre todo del matrimonio sin divorcio. En cambio, en el amor libre, la infidelidad me parece un crimen sin atenuantes de ninguna clase. Verdad es que en el amor libre la infidelidad es cosa rara y, por lo mismo, la moral mucho más pura y elevada” (Magda Donato entrevistada por Artemio Precioso, en el prólogo editorial a la primera edición de [Donato, 1924]).

Causó especial revuelo, por ejemplo, la entrevista que hizo en su columna «La vida femeni-na» en La Tribuna, en enero de 1920 y mientras el «Comité de la Alianza Internacional para el sufragio femenino» preparaba su octavo congreso, a María Lejárraga, Presidenta del Comité español y activa defensora del sufragio femenino.

Magda Donato(1867-1932)

Capi Corrales Rodrigáñez

Donato también fue asidua colaboradora de la revista Estampa desde su primer número en enero de 1928. La publicación tuvo gran aceptación social desde el primer momento, y Magda Donato firmaba las «Páginas de la Mujer», dedicadas al mundo de la moda. También escribía los guiones de las historietas de Pipo y Pipa (con dibujos de Bartolozzi) y con frecuencia publicaba artículos en defensa de los derechos de las mujeres y series de reportajes «vividos» sobre cuestiones sociales. Alcanzaron gran popularidad, por ejemplo, las series que escribió sobre la vida en la cárcel de mujeres vista por las propias reclusas —tras hacerse pasar por una de ellas y vivir en la Cárcel Modelo de Madrid, con el permiso del director del centro, durante un mes—, sobre la vida dentro de un manicomio —de nuevo tras haber residido previamente allí como interna una temporada— y sobre las peripecias de buscar trabajo respondiendo a los anuncios de prensa. Trabajó también en literatura y teatro infantiles, colaborando en la sección infantil de Los Lunes del Imparcial como autora de cuentos ilustrados por Bartolozzi, que muchas veces aparecían bajo distintos pseudónimos como El Abuelo, El Sr. Pickwick, Pinocho, Pim-pam-pum o El gato con botas. Fue una actriz de teatro extraordinaria y colaboró activamente con grupos teatrales vanguardistas —el Teatro de la Escuela Nueva (1921) y El Caracol (1928-1929), ambos fundados por Cipriano de Rivas Cherif, y el Mirlo Blanco de la familia Baroja y Valle-Inclán, por ejemplo—. Como escritora realizó adaptaciones de obras de otros autores y también escribió algunas novelas cortas, como La carabina (1924) y Las otras dos (1931), publicadas ambas en La Novela de hoy, numerosas narraciones infantiles, y tradujo autores tan difíciles y dispares como Ionesco y George Sand.

En 1939 inició el exilio. Tras pasar dos años en París (donde trabajó en el «Comité de Ayuda» de Matilde Huici) marchó a Méjico con Bartolozzi. Allí siguió colaborando en actividades teatrales, haciendo alguna película infantil y, sobre todo, trabajando como actriz de teatro, cine y televisión. Alcanzó enorme popularidad y, en 1960, recibió el premio a «la mejor actriz del año» de la Asociación de Críticos de Teatro de México por su papel de «La Vieja» (Semíramis), protagonista en Las sillas, de Eugène Ionesco. Como Presidenta Honoraria, en 1962 celebró el 70 aniversario del Teatro de las Máscaras instituyendo el «Premio Magda Donato» para ayudar a las actrices jóvenes. Murió en México, en 1966.

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Victorina Durán nació y residió en Madrid. Su padre era Coronel artillero noctámbulo y su madre bailarina del cuerpo del Real a la que no gustaba nada salir de noche, por lo que las discusiones y cambios de casa eran frecuentes. La niña creció entre bambalinas, camerinos, ensayos y teatros, y quiso ser bailarina como lo habían sido su madre, su abuela y su bisabuela, pero el padre no lo permitió. Así es que a los nueve años se matriculó en el Real Conservatorio de música para estudiar declamación y poder convertirse en actriz. Su aprendizaje en el Conservatorio coincidió con una reorganización en los planes de estudio y, además de Declamación y Esgrima, tuvo que asistir a clases de Historia de la Literatura Dramática e Indumentaria. Las últimas las impartía el pintor de historia Juan Comba. Curiosamente, a la muerte de Juan Comba en 1929, Victorina Durán obtuvo por oposición su cátedra de Indumentaria en el Conservatorio. Vivía con sus padres y desde los diecisiete años tuvo llave de su casa, algo poco frecuente entre las mujeres jóvenes de la época. Recibió el premio fin de carrera del Conservatorio en 1916. y desde 1917 hasta 1926 estudió en la Escuela de San Fernando. El primer año se matriculó como alumna oficial, pero no le gustó la nota que recibió a final del curso y se pasó a estudiante libre. En San Fernando conoció a Rosa Chacel y Matilde Calvo Rodero, que se convirtieron en sus amigas de por vida.

Se especializó en la técnica del Batik —técnica javanesa para pintar sobre tela que había importado a España desde Holanda Aurora Gutiérrez Larraya en 1920— y recibió premios por sus trabajos utilizándola en la Exposición Nacional de Bellas Artes de 1922 y 1923.

Fue socia fundadora del Lyceum Club Femenino, y, de hecho, la primera exposición que,

“Como es natural nos fuimos formando en grupos, ocupando siempre las mismas mesas en el salón de té. Nuestra mesa fija la ocupábamos Trudi Graa (de Araquistain), María Martos (de Baeza), Carmen de Mesa, Isabel Espada, Julia (de Meabe), Matilde y yo. Estas éramos «fijas»; Victoria Kent, Clara Cam-poamor y Matilde Huici, por sus quehaceres profesionales iban muy a última hora, igual que Rosario Lacy y Adelina Gurrea, que estaban siempre en la biblioteca”.

Victorina Durán, sobre el Lyceum en [Durán, 1994])

Victorina Durán(1899-1994)

Capi Corrales Rodrigáñez

Pág. siguiente. Obra de Victorina Durán.Dibujo cedido por Regina Pombo.

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como encargada de la sección de Bellas Artes, organizó Carmen Baroja en el Lyceum, mostró en una doble individual los Batiks de Victorina Durán y los cueros repujados y troquelados de Matilde Calvo Rodero, y tanto el club como las artistas recibieron muy buenas críticas (Blanco y Negro, 26 de diciembre de 1926). En el Lyceum Victorina conoció a la actriz Margarita Xirgú con quien estableció una estrecha amistad, que le llevó a colaborar con Cipriano Rivas Cherif y Federico García Lorca (el triángulo Xirgu, Rivas y Lorca es considerado el pionero de la dirección teatral española). En 1929 Durán obtuvo por concurso la Cátedra de Indumentaria y Arte Escenográfico que a la muerte de Juan Comba había quedado vacía en el Conservatorio Nacional de Música y Declamación. Esto le permitió combinar su formación de pintora con su pasión por el teatro, y acabó convirtiéndose en una de las mejores escenógrafas de la época. Formó parte de la comisión organizadora de la Exposición Hispano Americana de Sevilla (1929), fue miembro del Patronato y de la Comi-sión Ejecutiva del Museo del Traje Regional e Histórico (1931) y del Comité Ejecutivo del Museo del Pueblo Español (1934), impartiendo conferencias en museos por toda la península, el Prado incluido.

En 1933 entró a formar parte del núcleo generador de ideas de la TEA (Teatro Escuela de Arte), el laboratorio experimental de teatro que Rivas Cherif dirigió entre 1933 y 1935 en el Teatro María Guerrero. Victorina Durán era la encargada para decorados y figurines (Rivas era cuñado de Azaña y director de los proyectos de Teatro Nacional y Teatro Lírico).

Entre 1933 y 1937 realizó los figurines, indumentarias y decorados de las más celebradas producciones teatrales de Madrid, y fue una pieza fundamental en la evolución de la plástica teatral de principios de siglo hacia una escenografía moderna ([García-Abad, 1998], pág. 517). En 1937 Margarita Xirgú, por miedo a que la tragedia ocurrida con su amigo Lorca pudiera repetirse, convenció a Victorina Durán para que se uniese a ella en su exilio en Buenos aires.

Regresó por primera vez del exilio en 1949 para ayudar a Salvador Dalí con el montaje de Don Juan Tenorio que Luís Escobar dirigió en el Teatro Nacional María Guerrero. Desde entonces y hasta los años sesenta, que se estableció en Peñíscola, vivió y trabajó entre Buenos Aires, París y Madrid. A principio de los ochenta regresó a Madrid donde murió en 1994.

En la década de los veinte, el Grupo de los Ocho inició un movimiento de renovación —que cristalizaría después con la llamada «generación de la República»— en el panorama musical madrileño. El grupo lo formaban los hermanos Halffter, Pittaluga, Bacarisse, Remacha, Bautista, Mantecón y una mujer, Rosa García Ascot. Rosa, Rosita como se le llamaba, era pianista y compositora y había tenido como maestros a Pedrell, Granados, Falla y Turina.

Especialista en la obra de Falla —con quien estrenó la versión a cuatro manos de Noches en los Jardines de España (París, 1921) interpretando la parte solista—, hizo una brillante carrera como pianista en España (hasta 1935) y luego en Inglaterra, Francia —donde aprendió el pianismo francés de Nadia Boulanger— y México, estrenando y divulgando las composiciones para piano de sus compañeros y las suyas propias. Miembro de la Genera-ción del 27, fue amiga de Federico García Lorca y visitante asidua de la Residencia de Estudiantes (varones). Allí conoció al musicólogo Jesús Bal y Gay, residente desde 1924, con quien se casó y vivió en Cambridge desde1935 hasta 1938, año en que se exiliaron a México.

Durante la guerra civil se destruyeron la mayor parte de sus composiciones. Tanto en el Madrid de antes de la guerra como en el exilio mejicano, vivió del piano y su enseñanza. En México D.F. abrió una pequeña galería de arte, Diana, donde en 1956 tuvo su primera exposición individual Remedios Varo —exposición que la convirtió de la noche a la mañana en pintora de renombre internacional—. En 1965 el matrimonio regresó a Madrid donde murió Rosita en 2002.

En los últimos años se está reponiendo la música de García Ascot que se salvó de la destrucción (Preludios y Tango para piano, y una danza para guitarra, La Española) o se ha logrado restaurar (como la de su Suite para orquesta, reestrenada en 1992 y de la que sólo quedaban las partichelas instrumentales).

Rosa García Ascot(1908-2002)

Capi Corrales Rodrigáñez

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Nace en Madrid en 1898, siendo la mayor de diez hermanos. A los trece años escribe sus primeros poemas en francés después de un primer viaje que hace con su familia a París. A los dieciocho años conoce a Luís Buñuel que la pone en contacto con sus compañeros de la Residencia de Estudiantes Lorca y Dalí. Tras asistir a una lectura de poemas de Lorca, según ella, encontró su camino a los veintiséis años. Alberti fue su primer asesor poético. Publica su primer libro “Inquietudes” y dos años más tarde “Surtidor”. Obtiene el título de profesora de español en el Centro de Estudios Históricos.

Su primer y anhelado viaje la lleva a Londres donde se gana la vida enseñando español.En 1929 se embarca para América en plena belle époque cumpliendo así sus sueños y su

afán aventurero. Llega a Buenos Aires donde colabora en diarios y revistas y ocupa con Consuelo Bergés un cargo en la oficina creada por la Embajada española para becar estudiantes con destino a España. En Argentina publica “Canciones de mar y tierra”. Permanece en Buenos Aires por dos años relacionándose con los intelectuales argentinos y haciendo amistad con Alfonsina Storni.

De vuelta a Madrid se hace asidua de las tertulias literarias del momento y va construyen-do poco a poco el personaje femenino moderno y pionero que fue tanto con su vida como con su obra. Uno de los rasgos de esa modernidad fue su interés por el cine tanto en su aspecto de nuevo lenguaje como de su innovación técnica.

“El arte cinematográfico es, ante todo, una síntesis, una estilización de todas las artes anteriores en conjunto. Todas ellas entran como componentes, en mayor o menor escala. La misma Música, como la Poesía, juega un papel importante en todo film.” (Concha Méndez, 1928)

“Hoy creo en la vanguardia, y, en homenaje a ti, le suprimo las comillas suspicaces, Concha Méndez. Hoy creo en la vanguardia, porque tu corazón la vitaliza y tus miembros de nauta la desplazan en vanguardia efectiva. Hoy-mañana no sé-creo en todo eso que tú crees. En la posibilidad artística de tu film presentido, en la eficacia y la belleza de esa tu obra de teatro que me contaste ayer bajo un ombú, en tu concepto puro, optimista y dinámico, de la vida. Hoy creo en todo eso porque me lo define y me lo alumbra esa luz que traes en tu frente, triunfadora, gentil.”

Consuelo Bergés, en Concha Méndez en su mundo. Publicaciones de la Residencia de Estudiantes.

Concha Méndez(1898-1986)

Julia López Giráldez

Izquierda. Rosa García Ascot. Fundación Residencia de Estudiantes.

Derecha.Concha Albornoz, Luis Cernuda, Concha Méndez y Rosa Chacel en la terraza de la casa de Manuel Altolaguirre y Concha Méndez , 1935. Fundación Residencia de Estudiantes.

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“La primavera última se me filmó un argumento cinematográfico. El cinematógrafo despierta en mí la mayor inquietud. Quiero ser, a más de argumentista, director, cineasta. Y digo “quiero ser”, porque aún no llegué a dirigir ningún film; no por falta de deseo, ni de preparación para ello, sino por falta de capital. Esto aquí, en España, es un problema. Y más tratándose de poner un capital en manos de mujer. Estamos en un país donde, desgraciadamente, a la mujer no se la considera en lo que pueda valer. Aunque yo, a pesar de todo, confío en lograr mis propósitos.”

(Entrevista a Concha Méndez, 1927)

Publica su obra de teatro “El personaje presentido” escrita en Argentina junto con “El ángel cartero” que se representa en el Lyceum Club, centro del cual fue una de las socias fundadoras.

Lorca le presenta a Manuel Altolaguirre con el que edita la revista de poesía “Heroe”. En 1932 se casan. Su primer hijo nace muerto lo que la impulsa a escribir su libro “Niño y Sombras”.

Viaja a Londres con Altolaguirre quien ha sido pensionado y publican la revista “1616”. Allí nace su segunda hija Elisabeth Paloma. Después de dos años vuelve a Madrid donde publica poemas y teatro y crea la revista “Caballo verde para la poesía”.

Durante la guerra Concha marcha con su hija a Europa: Paris, Londres, Bruselas,tras una breve vuelta se exilian definitivamente al acabar la guerra. Primero van a París y de ahí a Cuba donde residen cuatro años. Posteriormente van a Méjico donde publica “Sombras y sueños” y “Villancicos” y es abandonada por Altolaguirre. Después de treinta años vuelve a Madrid en 1966. Fallece en Méjico en 1986.

En 1991 se publican sus “Memorias habladas, memorias armadas” obra de su nieta Paloma Ulacia Altolaguirre. Hoy se la considera la voz femenina de la generación del 27 aunque su nombre aún no aparece en todas las antologías que se hacen de la misma.

Que me pongan en la frenteUna condecoración.Y me nombren capitanaDe una nave sin timón.

Por los mares quiero irCorriendo entre Sur y Norte,Que quiero vivir, vivir,Sin leyes ni pasaporte.

Perdida por los azules,Navegar y navegar.Si he nacido tierra adentro,Me muero por ver el mar.

(Canciones de mar y tierra)

En una célebre fotografía, tomada probablemente en 1936 a los pies del monumento a Colón en el puerto de Barcelona, aparece una mujer joven entre dos hombres. Ellos son el pintor ampurdanés Esteban Francés y el, entonces, joven poeta y militante vanguardista José Viola Gamón —más tarde el pintor Viola del grupo El Paso—; la mujer, que en esa época comparte estudio con Francés, es Remedios Varo.

Cuentan quienes la conocieron que Remedios Varo —la artista española de esa época que, junto con María Blanchard, mayor renombre internacional alcanzaría—fue siempre a su bola. Quizás porque, debido al trabajo de su padre, ingeniero hidráulico, pasó la infancia entre varias ciudades de España y de Marruecos y desde niña se acostumbró a recorrer el mundo observándolo todo y recontándolo todo en sus dibujos y cuadros. Nació en 1908 en Anglés, un pueblo de Girona cuyos edificios góticos incluyó en sus lienzos a lo largo de toda su vida. Desde niña mostró inclinación hacia las matemáticas y el dibujo, que su padre alentó. En 1917 la familia se instaló definitivamente en Madrid y, tras pasar por la Escuela de Artes y Oficios de la calle de la Palma, en 1923 Remedios se matriculó en la Academia de San Fernando donde estudió siete años, haciendo pandilla allí con Francis Bartolozzi (su amiga de por vida), Maruja Mallo y Delhy Tejero. En 1930 se casó con un compañero de estudios, Gerardo Lizárraga y, tras pasar un año en París, se instalaron en Barcelona, donde compartió estudio en la plaza Lesseps con el pintor Esteban Francés.

En 1935 realizó una exposición de obras surrealistas en la cafetería Yacaré de la Gran Vía madrileña con su compañero de la Escuela de San Fernando José Luis Florit y, al año siguiente, un par de meses antes del estallido de la guerra civil, ella y Maruja Mallo participa-ron, junto con Artur Carbonell y Esteban Francés, entre otros, en la Exposición Logicofobista,

“Yo no pertenezco a ningún grupo, pinto lo que se me ocurre y se acabó, “

Remedios Varo, ([Varo,1990], pág. 233).

Remedios Varo(1908-1963)

Capi Corrales Rodrigáñez

Page 30: Un paseo por Madrid

organizada por ADLAN en Barcelona. En los primeros días de la guerra civil conoció al poeta Benjamín Péret, que había llegado a Barcelona a combatir en las filas del POUM, primero, y alistarse, después, en la División Durruti. En 1937 se trasladó a París con Péret. Allí participó en las reuniones surrealistas junto a Esteban Francés y conoció a Leonora Carrington. Durante los primeros meses del estallido de la II Guerra Mundial, Remedios Varo vivió con un grupo de refugiados en un pequeño pueblo pesquero cerca de Perpignan

“Yo me instalé en una espacie de casita o de choza y me dediqué a la vida semisalvaje durante tres

meses, en que se me acabaron los centavos y mi color estaba más cerca del chocolate que de otra

cosa. […] Llegué a Marsella más muerta que viva a fuerza de las carreras y sustos que suponía atravesar

la línea de demarcación entre la Francia ocupada y la otra parte mal llamada libre, porque en ésta es

donde empezaba lo peor. Total que llegué y estuve siete meses dando vueltas hasta que conseguí

embarcarme para Orán; de Orán atravesé toda Argelia y Marruecos hasta Casablanca y una vez allí

resulta que el barco no salía todavía y el dinero que se acaba. Pero tuve la suerte de llevar en mi equipaje

dos sábanas, por cierto nada nuevas, y como resulta que los árabes necesitan mucha tela blanca para

envolver a los muertos, porque parece ser que sólo así llegan al Paraíso, y en Casablanca ya no quedaba

ni un solo centímetro de tela, pues vendí mis dos sábanas por la astronómica suma de mil ochocientos

francos con los que pude esperar tranquilamente a que saliera el barco,” (Carta de R. Varo a Narcisa

Martín Retortillo, 1946)

En 1940 Varo y Péret llegaron a México, donde Remedios mantuvo una profunda amistad con Leonora Carrington. En 1956, la pianista y compositora española Rosita García Ascot, también exilada en Méjico, organizó la primera exposición individual de Remedios Varo en su pequeña galería Diana. La muestra tuvo un éxito enorme y en pocos meses Remedios se convirtió en una artista consagrada. Murió de fallo cardíaco en México en 1963, con cincuenta y cinco años.

“Como María Blanchard, también ella acabará realizando lo esencial de su trayectoria fuera de

nuestras fronteras y, junto con la pintora cántabra, será a su vez una de las dos mujeres de la vanguardia

española que consolidan un más firme prestigio y un eco más amplio en la escena internacional, “

(Fernando Huici, [Huici, 1999], pág. 30]).

“Con la misma violencia invisible del viento al dispersar las nubes pero con mayor delicadeza, como si

pintase con la mirada y no con las manos, Remedios despeja la tela y sobre su superficie transparente

acumula claridades.

En su lucha con la realidad, algunos pintores la violan o la cubren de signos, la hacen estallar o la

entierran, la desuellan, la adoran la niegan —Remedios la volatiliza: por su cuerpo ya no circula sangre

sino luz.

Pintar lentamente las rápidas apariciones.

Las apariencias son las sombras de los arquetipos: Remedios no inventa, recuerda. Pero ¿qué

recuerda? Esas apariencias no se parecen a nadie.

Navegaciones en el interior de una piedra preciosa.

Pintura especulativa, pintura espejeante: no el mundo al revés, el revés del mundo.

Pág. anterior. Receta para provocar

sueños eróticos, de Remedios Varo.

Page 31: Un paseo por Madrid

El arte de la levitación: pérdida de la gravedad, pérdida de la seriedad. Remedios ríe pero su risa

resuena en otro mundo.

El espacio no es una extensión sino el imán de las Apariciones.

Cabellos de la mujer —cuerdas del harpa; cabellos del sol— cuerdas de la guitarra. El mundo visto

como música: oíd las líneas de Remedios.

El tema secreto de su obra: la consonancia —la paridad perdida.

Pintó en la Aparición, la Desaparición.

Raíces, follajes, rayos astrales, cabellos, pelos de la barba, espirales del sonido: hilos de muerte, hilos

de vida, hilos de tiempo. La trama se teje y desteje: irreal lo que llamamos vida, irreal lo que llamamos

muerte —solo es real la tela. Remedios anti- Parca.

Máquinas de la fantasía contra el furor mecánico, la fantasía maquinal.

No pintó el tiempo sino los instantes en que el tiempo reposa.

En su mundo de relojes parados oímos el fluir de las substancias, la circulación de la sombra y la luz:

el tiempo madura.

Nos sorprende porque pintó sorprendida.

Las formas buscan su forma, la forma busca su disolución.”

Octavio Paz “Apariciones y desapariciones de Remedios Varo”, Nueva Delhi 1965.

Pág. siguiente. Mujer saliendo del psicoanalista, de Remedios Varo (1961).

Page 32: Un paseo por Madrid

Anexo. Mapas.

Composición cubista, de María Blanchard. (Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía)

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1. Museo Nacional de Antropología. Fundación González Velasco

C. Alfonso XII, 68 c/v Pº Infanta Isabel, 11. F. de Cubas, Marqués de Cubas, (1893).

2. Instituto CajalCerro de San Blas, s/n. F. J. Luque, (1922).Lidia Falcón.

3. Instituto Escuela. IES Isabel la CatólicaC. Alfonso XII, 3. F. J. Luque, (1918).Instituto Escuela, 1928-1939.

4. Observatorio AstronómicoC. Alfonso XII, 5-7.J. de Villanueva, (1789); N. Pascual y Colomer, (1845); A. Fernández Alba, (1975).

5. Museo del PradoPº del Prado, s/n.J. de Villanueva, (1785); N. Pascual y Colomer, (1847); F. Rabos, (1911); F. Chueca Goitia y M. Lorente Junquera, (1953); R. Moneo (2000).Margarita Nelken, Victorina Durán.

6. Palacio del Hielo y el Automóvil. Centro de Humanidades del CSIC

C. Duque de Medinaceli, 4 y 6.E. Delune, (1920).Teresa de Andrés, Carmen Cáamaño.

7. Ateneo de MadridC. Prado, 21E. Fort, L. de Landecho y A. Mélida, (1882).Rosario de Acuña, Emilia Pardo Bazán, Magda Donato.

8. Círculo de Bellas ArtesC. Alcalá, 41 c/v Marqués de Casa Riera, 2.A. Palacios, (1919).Maruja Mallo, Lidia Falcón.

9. Casa de las Siete Chimeneas. Ministerio de Educación, Cultura y Deportes

Plaza del Rey, 1 c/v Infantas, 31A. Sillero, (1574); A. de Lurano, (1586); F. Chueca Goitia y A. Domínguez Salazar, (1958).Sede del Lyceum Club Femenino.

10. Real Academia de Bellas Artes de San Fernando (Antiguo Palacio de Goyeneche)C. Alcalá, 13.J. B. de Churriguera, (1715); D. de Villanueva, (1774); F. Chueva Goitia, (1973).Francis Bartolozzi, Rosa Chacel, Victorina Durán, Maruja Mallo, Delhy Tejero, Remedios Varo.

11. Escuela de Artes y OficiosC. Palma, 46.Rosa Chacel, Delhy Tejero.

12. Antigua Universidad Central. Instituto Cardenal Cineros

C. San Bernardo, 49.F. j. de Mariategui, (1842); N. Pascual y Colomer, (1847); F. Jareño y Alarcón, (1877).

13. Junta de Ampliación de Estudios, Oficinas.Glorieta de Bilbao, 6.

14. Instituto InternacionalC. Miguel Ángel, 8.Instituto Escuela, 1918-1928. Residencia de Señoritas, 1928-1936.

15. Residencia de Señoritas de la Institución Libre de Enseñanza

Hotelito antiguo Instituto Internacional: C. Fortuny, 53 c/v Pº del General Campos.Residencia de Señoritas, 1917-1936.Pabellón de esquina:C. Miguel Ángel, 12.C. Arniches, (1932); J. Junquera y E. Pérez Pita, (1983).Residencia de Señoritas, 1932-1936.Teresa Andrés, Trinidad Arroyo, Francisca Bohígas, Elena Fortún, Matilde Huici, Victoria Kent, Eulalia Lapresta, Victoria Ocampo, Marina Romero, María Sánchez Rabos, Delhy Tejero, Alfonsa de la Torre.

16. Museo de Ciencias Naturales y Escuela Técnica Superior de Ingenieros IndustrialesPº de la Castellana, 80.F. de la Torriente, (1881); J. Alau, (1979); A. Lopera, (1989).María Moliner.

17. Residencia de Estudiantes de la Institución Libre de Enseñanza

C. Pinar, 21-23.A. Flórez-Urdapilleta y F. J. de Luque, (1913-1915).Rosita García Ascot, Natalia Jiménez Cossío.

18. Intituto Nacional de Física y Química. Edificio Rockefeller

C. Serrano, 119.M. Sánchez Arcas y L. Lacasa, (1929).Jenara Vicenta Arnal, Dorotea Barnés, Adela Barnés, Petra Barnés, María Capdevilla, Margarita Comas, Piedad de la Cierva, María Paz García del Valle, Josefa González Aguado, María del Carmen Martínez Sancho, Teresa Toral, Mercedes Rodrigo Bellido, Jimena Fernández de la Vega, Isabel Torres.

19. Instituto Escuela. IES Ramiro de MaeztuC. Serrano, 121-125.C. Arniches y Martín Domínguez, (1928).PrimariaInstituto Escuela, 1933-1939.BachilleratoInstituto Escuela, 1931-1939.Biblioteca y Auditorio (Transformado en Capilla del Espíritu Santo, Miguell Fisac, (1942).Instituto Escuela, 1933-1939.

Bibliografía: Guía de Arquitectura de Madrid, Colegio Oficial de Arquitectos de Madrid.

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